Cuentos de la linda ciudad de Cerro De Pasco

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cuentos cerreños alumno : jhonatan capcha baldeon profesor : wilber giron

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cuentos cerreños

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cuentos cerreños

alumno : jhonatan capcha baldeon

profesor : wilber giron

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el huerfano del tambo colorado Tres jóvenes mineros que se habían unido para

explotar una mina de plata a extramuros de la vieja

ciudad cerreña, vieron premiados sus esfuerzos y

privaciones, en muy corto tiempo. Habían descubierto

un filón admirablemente fabuloso que al explotarlo

debidamente, les dio ingentes cantidades que en las

Cajas Reales las trocaron en modales, en un pequeño

cofre de madera revestida en cuero repujado, tuvieron

mucho cuidado de encargarle muy autoritaria,

pacienzuda y constantemente que, el cofre, solamente

se lo daría a los tres juntos. Nunca a uno solo.

Así cuando los jóvenes querían aumentar sus depósitos en el arca, conjuntamente lo solicitaban y, cumpliendo su cometido, se lo devolvían. Así muchas veces. Fue transcurriendo el tiempo en el que los jóvenes alternaban las duras tareas de la mina con sus semanales y notables francachelas. Dos de ellos tocaban guitarras y cantaban, el otro tañía el violín. Este último cuidaba mucho de su instrumento extremando su celo en protegerlo; tanto es así, que para que esté seguro, se lo entregaba al viejo de la fonda para que se lo cuidara con mucho empeño.

Un día, alegres y acicalados para la juerga, salieron muy rumbosos y entusiastas; estando en la calle, repararon que el violinista no portaba su instrumento por lo que lo conminaron a que urgentemente se lo pidiera al posadero. El violinista les ordenó que lo esperaran y raudamente se presentó ante el viejo al que ordenó:

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EL PACTO CON EL MUQUIEste era un viejo minero que no obstante sus cuarenta años de trabajo en las oquedades, no había podido reunir los

fondos necesarios para sobrellevar una vejez exenta de privaciones. No tenía casa propia ni había podido ampliar su

chacrita como lo habían hecho sus compañeros que siempre le estaban recordando: “La juventud no es eterna”. Eso lo

intranquilizaba terriblemente. Tenía que encontrar una manera de mejorar su situación.

Como si todo fuera poco, a su cadena de frustraciones se le unía una serie de acontecimientos misteriosos e

inquietantes. A su agudo dolor reumático que agarrotaba sus manos, cada día más agobiante, a la dureza acerada de

las galerías, al salvaje trato de sus jefes, se sumaba ahora un acontecimiento que lo tenía intrigado. Cada vez que

regresaba a su labor después de haber cumplido una tarea, encontraba revoloteado su “huallqui” casi vacío y sin

ningún cigarro en él. No podía saber quién le originaba este problema. Cuando preguntaba a sus compañeros, éstos

negaban enfáticamente ser los actores del latrocinio. En el colmo de la desesperación con muchos de ellos llegó a

trompearse. Este hecho cada vez más repetitivo lo convirtió en enemigo de los que trabajaban con él, aislándolo

completamente en un enervante mundo de soledad y silencio. Sólo su silbo, armonioso y sentimental como el de los

jilgueros silvestres, le hacían llevadero su aislamiento. Así las cosas, decidió investigar la razón de su intranquilidad:

encontraría al culpable de los hurtos de su coca y sus cigarros.

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EL CURA SIN CABEZA

Hace muchísimos años, en los linderos de Chaupimarca y Yanacancha –camino a Pucayacu- por donde transitaban los

viajeros que iban a Huánuco, había aparecido un espectro terrible que tenía atemorizado a los caminantes. Era un cura

sin cabeza que deambulaba por la zona desplazándose por los aires a considerable velocidad. Todo era que descubriera a

un transeúnte o un grupo de ellos cuando inmediatamente se aparejaba y deslizándose por los aires –como si volara- los

acompañaba un buen trecho que al verlo se inmovilizaban de terror. Cuando estos quedaban atónitos, el cura cuya negra

sotana ya estaba raída y desprendiéndose en flecos -no sabemos cómo- la emprendía a grandes puñadas, a manera de

zarpazos desordenados y fieros, destrozando la cara y cuerpo de sus víctimas; cuando éstas, salvajemente desjarretadas

yacían muertas, se alejaba emitiendo lúgubres ronquidos guturales.

Muy pronto, la zona dejó de ser transitada por los peregrinos. Los pocos que tuvieron la osadía de aventurarse, fueron

desmontados de sus cabalgaduras y cuando aterrorizados huían a campo traviesa, se convertían en presa de las

inmisericordes garras del cura asesino.

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gracias por su atencion