Cuaima vida toco berry pf

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CUAIMA VIDA, TOCO BERRY Pablo J. Fierro C. 2013

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CUAIMA VIDA,TOCO BERRY

Pablo J. Fierro C.

2013

Si alguno supiera como se sentía Toco Berry aquel día.

Era el loco que estaba en la parada, con los bluyines roídos, a la moda, y la camisa celeste tirando a gris que por lo agitado del día lucía ya sin la prestancia de las primeras horas; en la espalda se pegaba en algunas partes a la piel esbelta, donde se había detenido una profusión de sudor; una túnica de sepulcro, un lienzo milenario de espalda, acentuando el matiz del tono general de color, pero no ofreciendo en la noche; en esa habitual penumbra de ocho y algo, ningún rostro sacro, nada semejante a la faz de un salvador de almas, de un redentor; lo que se podía ver, en realidad más con sutileza que con prominencia, era una herradura evanescente que en las partes más alejadas del borde se adhería abruptamente a la piel; la espalda de aquel hombre, no podía saberse qué tapaba, sin conocerle, pero lo casual del cansancio mojado reflejado ahí, de-bajo de la pasarela, cerca de la casilla de esperar el transporte, aludía en símbolo circunstancial, algo vago, levemente inescrupuloso, integrado a un concierto de piezas motoras y de otra índole, que en conjunto arma-

Toco Berry recibió todo al mismo tiempo; su cuerpo y su sonido, y lo notó sin penumbras. Sospechó que era de aquellos seres que ya antes le habían salvado de consumirse en su infeliz permanencia, aparecien-do de pronto desde la espesura nocturna, como con apresuramiento, incluso, para no hacerse notar en el instante mágico de irrupción.

Le gustó aquel cuerpo; la cara también tenía cierto en-canto. No se sentía un gigante al lado de ella y el pelo sobrepasaba hacia abajo los hombros; de hecho, la luz de un poste ubicado en la vía contraria e interrumpida en buena proporción por la pasarela, lograba caer sobre él, lacio y oscuro como el misterio que la traía a aquella realidad. Una realidad cuestionable como todas; con-siderada sin prejuicios, podía verse igualmente igno-ta, indescifrable; prohijada por todo un entramado de conceptos escalonados cronológicamente, a los que dio sustento la ansiedad filosófica del ser, en su disposición involuntaria frente al devenir fortuito, de cara a lo que sorprendía, lo que asombraba, lo que maravillaba, lo que sanaba, lo que hería, y más, sin explicación alguna.

Llamamos realidad a todo aquello que nos resulta am-able en su propensión a sernos cotidiano, o algo a lo que se nos puede introducir de manera natural de la mano de nuestros espejos infinitos, bajo los recursos multifacéticos de lo placentero-constructivo que hemos revestido de terminologías determinadas, en un entor-no de afinidades donde resaltan los conceptos de amor, cariño, honestidad, confianza, solidaridad…

ban un hombre; alguien posiblemente sobreviviendo en las ruinas de su propia impronta vital.

No tener él vehículo a esa hora para deformar con su ausencia la imagen que le comprometía, vinculándolo a los albores de lo mísero, y otros signos que emanaban de sus pesados movimientos al responder cualquier cosa a la dama que se incorporó en cierto instante, era para darse cuenta sin más, que de no intervenir benévola, la mano de Dios apiadada de aquella ruina potencial, aquel prospecto de escoria para el olvido en los peno-sos abandonos de la torpeza para revertir por sí mismo el drama adivinado, hablaban de cuadros dolorosos no aptos para ser advertidos a voluntad por ningún ojo inocente; ninguna pupila de la decencia nacida para lo agradable y lo sano, podía siquiera pasarle cerca.

No obstante la mujer se acercó.

A esa hora había otras personas en la parada; ocupa-ban los puestos debajo del pequeño techo de dos alas, y eran como ejemplares no excéntricos del cansancio, que incluso compartiendo comentarios inaudibles, se les podría tomar como presencias de otros mundos, sombras púrpura dibujadas borrosamente, sobre un papel corrugado; y necesariamente ignoradas incluso por la pareja que apenas se conformaba más acá, al lado del delgado tubo con alguna señal prohibiendo o per-mitiendo algo.

-¿Cree que pasen camionetas a esta hora? –preguntó Elisa Claret.

bres inmediatamente de alguna coraza con mayor o menor poder de amortiguar el corrientazo, pudieran malograrte algún censor, cualquier centro emocional distraído, y obligarte a perder el equilibrio; impactar a quemarropa la estructura fundamental en la que se afinca tu cordura, y dejar de ser tu “yo” absolutamente, para disociarte, en leve o desproporcionada falta de so-briedad, al grado de sentirte, por decir algo, avergon-zado.

No era delgada; pero su contextura no se distanciaba, mucho, de la delgadez; no obstante la sensualidad de sus formas expresaba énfasis bien calculados en las partes más sugerentes.

Podía ser Sonya.

Toco Berry lo pensó después; cuando despertó en la silla de aquel sitio donde vendían comida rápida hasta amanecer.

Más nunca la había visto desde que soñó con ella una noche. Cruzó un portón de una baraja de cábala, y se acostó con él. Su ser onírico -el de Toco- solía manifes-tarse distinto en su trato con las mujeres.

Aquella noche –también era de noche allí-, Sonya de-jaba ver detrás de la tela de una bata sutil e igual ropa interior, con tonos violáceos y blancuzcos, la uniformi-dad voluptuosa de su piel; los brazos parecían macizas piedras de río, hospedando armónicamente, sin exceso

Pero ¿de dónde viene nuestra seguridad para garan-tizar que todo lo que llamamos “realidad” es en ver-dad un compendio de factores concomitantes y pro-activos, o algo más, que se configuran por sí mismos, o son configurados de alguna otra manera, y que, as-omándose uno al claustro donde ejecutan su tarea los instrumentos filosóficos donde se fragua la definición, puede encontrar elementos firmes de sustento que no dejen dudas en cuanto a si todo aquello cotidiano de lo que hablábamos, corresponde en esencia al concepto que aceptamos, a veces sin profundizar en lo que lo apelmaza desde sus adentros, y otras veces hurgándole los tuétanos con minuciosidad erudita.

La realidad. Esa noche, Elisa, los autos que ya pasaban muy esporádicamente; la camioneta que no llegaba. Al frente el centro comercial cesando sus actividades, la pasarela, la montaña al fondo, la noche; como reali-dad, podían ser una totalidad unívoca, sin fisuras, no fragmentada, que anexara sin prejuicios aquello que desconocemos, y a lo que por tal trasladamos a una cat-egoría provisional, llamada sobre realidad, supra reali-dad, sub realidad, entre otras variantes.

¿Cómo podía él estar seguro de que Elisa no le mentía? ¿Creía que podía engañarlo?

El desconfiaba de la miradas sin culpa; no quiero decir miradas maliciosas disfrazadas de inocencia; estoy hablando de miradas que te ofrecen la certeza más diáfana, más pura, más absoluta, de que si no te cu-

húmedo atardecer; dichos relieves eran en principio una espesura negra atravesada a cada paso, que luego se proyectaba concéntricamente por cada flanco, en un proceso de degradación, en el que se veía declinar por la hermética imposibilidad de detener el tiempo, de aquella oscura homogeneidad, hacia distancias donde aparecían nuevos pozos, o algún objeto cotidiano –un poste, un auto, la carretera, personas yendo a sus ho-gares-…, y donde aún la luz se aferraba al decadente oxígeno, con ganas, no de un breve retraso para luego marchar y vivir en otros mundos de abundante fluir para el respiro, no, sino para dejar ahí sus últimos es-tertores, para sembrarse inerte en los precarios hilos de vida, a punto de ser pulverizados por la plenitud de la noche; morir sembrada en el asfalto, en el barro, en los pozos, en honor a la dignidad de sí misma… que amó aquel arco de horas, segundos, minutos, concentrados en un unidad completa de situaciones multifacéticas asidas al tiempo y el espacio, en tan sólo una hoja del calendario; un ciclo de papel, encendido para abrir la mirada al asombro de la revelación genésica, y más tar-de ser nada, o ser casi nada, en el clic de las manos, del teléfono.

¿Era ella?

Debía estar atento. No siempre se tiene certeza, frente a tantos fenómenos fortuitos relacionados con los mun-dos extra naturales, del compromiso de los misteriosos entes, con el reguardo inalienable de una identidad sin fisuras, sin plasticidades o corporeidades de ambigua

de sudor o prominencias y manchas llamativas, la caí-da del fulgor que en la bruma se extendía ya pesaroso, al despedirse de la llama de vela dominando la escena, a partir de la firmeza con que en las manos, la mujer sostenía el platillo enredando espermas.

Allí sí dramatizaban la quietud de la flama, y las rami-ficaciones de venas que invadían como serpientes sub-terráneas el dorso de la mano, un acto de tensión; al-gún evento de crítica vibración, que creo no era más –si observábamos la desconexión entre las dos partes ensambladas por la cobertura del ojo, en ese encuadre (el plato apretado entre los dedos de Sonya, y el resto de la realidad circundante)-, que una concentración de instantes entrelazados para el discurrir cronológico particular, dispuestos como secuencias de monótona interpolaridad, nada más como un tributo ocioso a los aconteceres formales; que como en este caso, no se vin-culaban a nada evidente, relacionado con un pálpito emotivo, una corazonada, un sigilo inquieto.

Toco precisaba en su consciente, con frecuencia, lo que le acontecía en sueños, unido al cordón de plata de su capacidad analítica exógena; de ser consciente.

Había llegado de la lluvia que atrapó en su celular, en un ejercicio de rescate urgente a favor de su propia alma. Los posos luminosos se le aparecían en el camino, apretujados por relieves ya oscuros de piedras, latas, botellas y otros desperdicios, papeles… desprendidos del contorno dibujado por los bloques de cielo de aquel

tido de hacer la primera comunión, en un cintillo, en unas medias y unos zapatos.

Sentí que veía en mí al único que podía señalarle el camino por donde acopiar lo que yo sabía. Y yo despe-jaba embestidas de pensamientos preocupantes que in-tentaban obligarme a conservarla, a hacerla mía para cuidarla, para que me amara, para que me guardara fidelidad o me confiara su autonomía, sus ímpetus lib-ertarios, desde una sonrisa enamorada.Ahora volvía; pero ¿era realmente ella?

No quería sentir yo de nuevo aquella incertidumbre.

Cuando se sueña y se obtiene un tesoro, el tesoro no pertenece a quien sueña, sino al sueño mismo; el sueño la pone en tu camino, como una zombi, como un es-pectro, algo que te confronta holográficamente; que te envuelve en una cercanía sin prejuicios…

Preferí pensar que era Elisa Claret.

Porque así sólo tenía que darle una respuesta intras-cendente; conversar con ella unos minutos y luego irnos; cada quien por su lado.

Pero el magnetismo del misterio genera vacíos inusita-dos.

“Si fuese Sonya” –pensé…

Pasaron más minutos de lo que yo hubiera queri-

densidad.

Pero no esperó Toco, que la propia voluntad de ella, produjera pasos más o menos decididos que en breve tiempo la hicieran estar compartiendo, como era lo que lo motivaba normalmente en esas ocasiones, proximi-dades mutuas.Se levantó, la buscó y la tomó por una mano; la condujo a un rincón y la besó.No fue un beso apasionado, o intenso; fue acaso un roce fugaz de labios; pero ella lo recibió sin evasivas. Luego recorrió en instantes el camino de regreso hacia su esta-do consciente; o mejor dicho, hacia un nivel de cercanía a la realidad en el que no estaba objetivamente unido a la realidad, sino por su certeza de no ser un personaje de mundos interiores, un errante del alma tratando de experimentar sumergido en ella, en sus abismos, como placebo a su necesidad de ser amado plenamente.

Lo ataba al exacto conocimiento de quién era él, pre-cisamente ese conocimiento; esa noción virtual, brillan-te, que no lo abandonaba, por más erráticas que fueran sus determinaciones de no extraviarse en los laberintos de lo incognoscible; e incluso perdiéndose, sin la más mínima posibilidad de atisbarlo.

Ella pareció entonces una especie de ángel sonámbulo; ya estaba transfigurada en otra mujer que buscaba los caminos por donde salir de su infancia y arribar a los sucesivos instantes juveniles, que la acercarían poco a poco a una vida más independiente. Su ropa refulgía. De su piel acanelada claro, salía luz blanca en un ves-

vez la llama se agitaba vigorosamente como resistién-dose a ser apagada por violentas corrientes de aire que evadían el cerco protector formado por su mano dere-cha. Regresaba a su presencia adulta, avanzando para irse.

La puerta la tragó de nuevo.

Desconectado luego yo, de tal osada pero incontrolable vivencia, y sin nada que me acosara con la necesidad de reclamarme, no supe luego ya que ruta me llevó a la mañana siguiente.

Pero desperté en ella.

Otra vez el único lugar donde la soledad no era un es-pacio inhóspito; su habitación.

Toco Berry continuó en ella su camino recurrente ha-cia las contradicciones que le asaltaban en medio de las ganas de quedarse dormido hasta que ya no fuera sino el despabilamiento en persona. Toda la pesadez de sus más de cincuenta años y de su contextura de hombre más o menos obeso, se solazaba a esa hora en extend-erle argumentos para considerarse una masa de plomo, incapaz de mantenerse por sí misma en pie. Vio una taza de café del día anterior, casi al borde de la mesa de la computadora, y dirigió hacia ella una de sus manos, vacilante, y tanteando con cuidado de no derramar el líquido hacia el piso, pudo tomarla.

Haciendo eje en su parte media, apoyó las nalgas en el colchón e impulsó las piernas hacia el lado de la cama

do, mientras las palabras de Elisa Claret, o Sonya, en todo caso, pervivían desconectadas de sus labios y de cualquier otro ámbito donde pudiese hallar resonancia lo intangible, hasta que advertí la necesidad de ponerle atención.

-Disculpa, me distraje.

Abrió los ojos como una niña que guarda en una cart-era de juguete algunos pétalos recogidos en el jardín de la ingenuidad. Fue repito, un gesto sin condena, pero no suelo fiarme con facilidad de lo que mira sin rasgos de mis propios atributos morfológicos, en tanto hom-bre, desde una perspectiva ajena.

Por eso me sentí apenado. No debí descuidarme.

Ella sí cambió de actitud desde entonces, pero no llegué a saber por qué. Comenzó a apresurar la llegada del transporte, asegurando la sujeción de un monedero, creo, entre sus manos; primero con cierta naturalidad, luego, ya más inquieta.

“Quiero irme” –dijo, y la volví a besar. “Es sólo una niña” pensé. Las cartas de la cábala giraron alrededor nuestro, lentamente, y sin cerrarse completamente en círculo, se desviaban en cierto punto, manteniéndose en fila, y a partir de allí se alejaban obviando necesidad alguna de mantener el orden, hasta perderse en el hori-zonte.

Di una vuelta sobre la cama, y la puerta se abrió de nuevo. Sonya llevaba la vela entre las manos, pero esta

Podía pasar varios días sin barrerlo, hasta que en un momento dado, quizás incluso un instante destinado a otras tareas, apartara cuanto compromiso hubiera con-traído, o cuanta idea se hubiera propuesto desarrollar, para entonces sí, buscar los implementos de limpieza -escoba, y pala-, y emplearse con cierta dosis de mi-nuciosidad en despejar en lo posible el piso, de polvo, desperdicios, desechos o cualquier otra cosa; incluso monedas, recibos del telecajero, peines, y hasta vasos o tazas con residuos del negro líquido acostumbrado; el brebaje aromático de cada día.

Las plantas de los pies rozaron el polvo, pero una de ellas tocó también el costado de una de las chancletas, y pese a la leve incomodidad del ambivalente suceso -dada la inconfortable disfunción de una de sus partes-, Toco no encontró motivos para otorgar al foco aislado que por momentos atrajo su atención, una relevancia sustancial, que le atara a las ganas de quedarse engan-chado allí, en desmedro del resto de asuntos que se pre-cipitaban ya desde la quietud de las tempranas horas mañaneras, hacía la cuesta de lo que suele acontecer en medio de mil situaciones desde la cabellera de medu-sa, con serpientes para escoger: serpiente amable en el saludo a la vecina que abre la puerta en el piso de abajo, en medio de un tintineo de llaves que la acercarán a posteriores desarrollos que envuelven su cuerpo recién perfumado, y su fresca actitud, mientras camina al de-cente automóvil que la espera con algo de rocío en el parabrisas, y que se vinculará al acto de ser acometi-do con la llave, por la ranura que al girar encenderá

donde no había pared; el torso desde la superficie del colchón hacia arriba, ubicándolo en una postura más o menos perpendicular, sin hacer uso sino de la mano sin taza, para reforzar el logro del envión; al mismo tiempo que pensaba en la suerte que tendría, si encontraba las chancletas dispuestas en un lugar adecuado, para que cuando los pies que ya venían en descenso, alcanzaran el piso, no se vieran en la coyuntura de descansar des-calzos sobre el frío y el polvo de la superficie de granito.Su habitación era un lugar sin mujer; sin nadie que de manera rutinaria le ayudara a arreglar las cosas -además de satisfacer el resto de los ubicuos censores para el aprecio de una presencia femenina, altamente reclamada por ellos-.

Por eso le preocupaba más el polvo que el frío; porque la temperatura ambiente, era producto de una sucesión de eventos o mecanismos activos que no tenía, al menos era su convicción, ningún compromiso con la estabili-dad en función de lo cronológico. Lo cual lo ponía en una situación desde donde le resultaba casi imposible, hacer algo por cambiar sus arbitrarios vaivenes. Podía arroparse cuanto pudiera en aquellos casos donde la temperatura se acercara intensamente a los niveles bajos, o quitarse de encima cualquier tipo de abrigo o vestimenta, en caso contrario; lo que no asumía como algo que pudiera ofrecerle razonamientos o motivos in-eludibles, era el hecho de mantener el cuarto en un es-tado óptimo, como para desenvolverse en ese sentido, de acuerdo a los estándares de pulcritud que exigía de cara a sus propios parámetros.

Toco Berry siente el apretujamiento y le desagrada. Por ahora hay poco sol, pero más tarde se repetirá la escena varias veces y todo le resultará peor; casi insoportable; algunas veces totalmente; hasta se bajará antes de lle-gar a su destino, y caminará.

Salir es lo peor. Apelmazarse contra los de adelante y los de atrás como un redondel de carne de hamburgue-sa, recién tomada de la plancha, embadurnando nada más con fruición indeseable pero obligatoria, cuanta espalda, frente o lateral de persona encuentre a su paso.

Un tipo no muy alto, de rasgos duros, joven, manten-drá más de lo necesario un maletín atravesado, y Toco se sentirá irritado. Ni siquiera pedirá permiso, sino que adrede ejecutará un empujón más o menos reprimido.

El tipo emite una protesta con rostro agresivo. La protesta con rostro agresivo incrementará en mí las ganas de no ser un hombre pacífico y añorar por seg-undos un tiempo en que no sea tan grave tomarlo por el cuello de la camisa, enfrentarlo desde arriba en mi mayor altura e intimidarlo con un vozarrón que re-tumbe; verlo cambiar el gesto y empequeñecer; pensar en jamaquearlo sin importarme la molestia que pueda causar a las demás personas, y de repente soltarlo y al mismo tiempo empujarlo sin mucho ímpetu por el pecho, de tal modo que logre hacerlo trastabillar hacia atrás, al punto de que todos piensen que se precipitará contra el piso, de espaldas, pero que pueda, dada su potencia juvenil dotada de una respetable musculatura

el motor. Se precisa ese lapso de calentamiento elec-tromecánico, para luego descender cuidadosamente en retroceso, detenerse y emprender marcha en otro sen-tido para finalmente dejar el ámbito del conjunto resi-dencial y extinguirse para mí.

Serpiente jardín y caseta de vigilancia, pasillo, personas caminando a la parada del bus. Adolescentes atractivas, mostrando el rostro saludable de la vida en un diálogo levemente hiperquinético.

Cuaima cielo hermoso y despejado, kiosko de empana-das, aparejos para hacer ejercicios, mujeres en mono, oscilando en platillos amarillos de láminas estriadas, en acompasados movimientos de cíclica brevedad. Per-ra amarilla; de edad avanzada durmiendo sobre una pequeña alfombra de jeque diminuto; macaurel perra amarilla; pensando sin darse cuenta, en un nivel incon-sciente, en el hijo negro ausente. Perro muerde perro; perro negro adulto; muerde perro pequeño cojeculo; blanco. Perros perros; al arbitrio de los encantos de una perra perra “perra no es gente”. Perro negro coñoe-madre. Pero negro “murió el negro”. “Se enfermó; lo inyectaron; no lo pudieron salvar”. “pobrecito el ne-gro”. “Era un coñoemadre… pobrecito”.

Víbora burda de útil autobús; chofer y colector; pasa-jeros; no hay puestos.

Cada vez entran más. “Un poquito para atrás por fa-vor” -dice el colector-; “epa, tú, mi pana, ruédate ahí más atrás”; “Vaya, brother”.

No obstante las personas que se trasladan dentro de aquel abigarramiento de latas rodantes con ventanas, lucen absolutamente despreocupadas, en muchos ca-sos, del acostumbrado proceso automotor que las deja y las trae diariamente a la fábrica, a la oficina, al cole-gio, a las casas, a los lugares…

Las cosas pendientes zumban como los rebullones de “Juan primito”, el personaje de Rómulo Gallegos, pugnando por devorar a dentelladas cualquier atisbo de tranquilidad que pueda deparar un claro de cielo reflejado en un gran hueco cerca de la acera donde se levanta el restaurant que despide olor a pollo en brasa, y de la panadería. Cualquier sorbo de refresco frío en la acera de la bodega, la venta de autoperiquitos, y la quincalla de los chinos; cualquier asomo a la memo-ria, de alguna mujer deseada, amada o añorada; frente a la basura regada en una esquina donde se erige un edificio más ancho que alto, de cuatro pisos, con unos cuatro apartamentos por piso.

Ya antes me había cambiado de acera a causa del dese-cho putrefacto de un perro, grande sin dudas –tal vez uno de aquellos, macilentos, que se mueven en grupo a la distancia-; ahora vuelvo al lado contrario, evitando que la polución del basurero realengo, de incontables bolsas negras en su mayoría, ya rotas, y regadas varios metros desde donde pudieron haber sido colocadas originariamente, incida demasiado cerca, en términos físicos, sobre mí.

Lombriz anarquía.

en su cuerpo retaco y blanco, mantenerse en equilibrio, y que no sufra más que un moderado susto.

…Pensar en jamaquearlo y todo lo demás, pero no hac-erlo.

Ir bajando ya del autobús, pero replicarle su imperti-nencia claramente. El resto de las personas me obser-vará; también a él; sentiré que me acusan en la mirada de alguno:

“¡Hasta cuándo, Toco Berry!”

Culebrita Toco Berry. Sin veneno. “Tú no sabes quién soy yo” –me gustaría decirle… pero me reiría de mí mismo-.

Uno se gana el sudor de esa manera.

Cuando sale el sol, como Dios manda; el santo se nos pone de espaldas; porque a veces nos encuentra cami-nado por cualquier lugar.

Toco se mueve por calles y aceras llenas de huecos, de polvo. Se rodea de perspectivas o flancos donde las camionetas, camiones, autobuses y vehículos de toda ralea parecen varios trenes multicolores y destarta-lados, uno al lado del otro cuyos vagones delanteros frenaron de pronto y causaron el choque del resto, en-tre sí. Las luces rojas y verdes de los semáforos realizan su juego sincronizado sin que realmente ofrezcan una solución que favorezca la misión para lo que fueron in-stalados.

¿Existe un responsable que no sea yo?

¿Qué busco? ¿Por qué me escapo hacia esos sitios don-de encuentro un mundo al que me gustaría realmente añorar?

Paso del salón con los ángeles musicales, a un lapso prolongado que pudiera llegar a los diez años, pero es-toy otra vez ahí. Yo también visto de blanco; pero no tenemos alas.

Me siento a plenitud entre personas jóvenes especial-mente, con las que ejecuto actividades triviales, y adi-vino pensamientos que me estimulan a preguntarme si existirá alguna manera de quedarme ahí para siempre.

No me afano en retenerlos; prefiero dedicarme a vivir el momento.

Sonya está ahí. Muy juvenil; casi una niña.

Pero me confronta amigablemente desde otro rostro y otro cuerpo; por eso dudo si será ella en realidad.

Me gustaría preguntarle “¿Eres Sonya?”

No –dice entre sonrisas cómplices con el resto de mucha-chas y muchachos que me rodean –No soy Sonya-.

-Pero eres hermosa –le digo, balbuceante -lo pesado del sueño me persigue hasta ahí.

Se levanta y puedo detallarla mejor entre sus ropajes blancos y suaves de dormir, como el de todos. Me in-vita a pasar a otro salón.

Todo se detuvo en eso, alguna vez; en ir y venir, en su-dor, en pasos en la planicie caliente del día, o en el cerco sombrío de la noche.

La noche sin sueños de trascendencia espiritual. Sin veladas secas con rostros maquillados para el amor subrepticio, en el lugar secreto, como dice la canción, o para algunas veladas de humedad azarosa, acaloradas en los imposibles cotidianos de cabelleras negras como prenda única para la sensación de unidad multipolar.

Sin vuelos libres, de absurdos en absurdos; sin arribos a templos de sabiduría, de imponencia renacentista o simplemente “clásica”, a la manera de la arquitectura greco-romana. Partenones sin fisuras, sin escombros, ni polvo; pasillos de la escolástica filosófica donde se supone la presencia de Parménides, Platón, Aristóte-les, Empédocles, Comte… el Papa Paulo Sexto… gente prominente, entre la impertinencia de alguien a quien nadie llamó; un intruso desperdigando huellas de neófito “donde las águilas se atreven”… mis pasos des-calzos importunando al creador de la doctrina positiv-ista, en diálogo que sólo deja la noción de una sustan-cia conceptual olvidada, y el gesto un tanto huraño de algún sabio que suelta por compromiso no se sabe con quién, alguna respuesta que preferirías por motivos de reacción no haberla hecho.

¿Quién dicta cátedra allí en las aulas de los ángeles in-fantiles? ¿Por qué soy eso, un intruso, al asomarme al salón de música? ¿Cómo llego ahí si no puedo entrar?

Yo me replegaría totalmente, en su caso; no asocio trayectoria alguna, relacionada con determinados procesos que dinamizan aunque sea en una mínima proporción la desestabilización del estado de inercia que pudiere eventualmente signar un instante, un lap-so, una extensión cualquiera de tiempo, que tenga el poder de lograr afinidades de identidad, entre mi ser fuera de contexto para toda insinuación acaso, donde un espectador cualquiera sin prejuicios, acopie elemen-tos de juicio, premisas coherentes, aptas para establecer conclusiones, que me involucren en el mismo redon-del adulterado, por esa indefinible esencia de opacidad resquebrajada, de densidad deshilachada aquí y allá, donde discurre la permanencia en vida de Toco Berry.

Sí yo fuera él, no querría ser él.

No querría encontrarme en esa coyuntura donde ya se levantan las sonrisas escarchadas de los últimos pelda-ños, seguramente habitando predios, donde consider-arlos parte del umbral de la cima, no constituya una aventura traída por los pelos.

“El miedo a la perfección del instante”, debe tener den-tro de los manuales que recogen el listado de concep-tualizaciones para señalar determinados tipos de pro-cesos psicológicos, desde un punto de vista si se quiere científico, su lugar; y desde su particular hábitat, estará corroborando alguna anomalía presente en mi con-stitución orgánica, tanto física como metafísicamente, irremediablemente compatible con dicho enunciado.

Toco Berry recuerda haberla visto en algún lugar real.

Sabe que la ama; que pertenece a algo de él. “Es Sonya”, se repite mentalmente. Es la sonrisa más maravillosa que ha brillado en torno suyo; como un velo de agua cristalina que nace en el cabello largo, suave, ondulado y dorado, y salpicado de muchos puntos luminosos, se desplaza festivo hacia abajo, y él puede sentir la necesi-dad de tocar aquella aurea líquida, pero sutil, que en-capsula la suave piel, el sonrosado tapiz que prefigura, que sugiere, si llegase a revelarse tangible dentro de su incorporeidad de mágicas partículas, la cercanía con la divinidad; un asalto profano a lo idealizado sin pre-rrequisitos por él mismo; pero con muchos elementos de sustento que pudieran avalar el carácter sacrílego de la extensión tímida del dedo; el roce asustadizo de la yema pagana, a ti, ángel sin alas, juvenil, mujer, casi una niña.

“No soy digno de tocarte con mis sueños, pero una son-risa tuya bastará para sanarme”.

El hombre despierta, tras ese reciente deletreo de un verso al que se aproxima con cierta dosis de vacilación, porque un guardián atávico, de cualquier exigua partícula comprendida dentro del círculo que atesora los manuscritos firmemente redactados como sello para corroborar la intención de quien rige omnipres-entemente los intersticios del azar, amortigua ostensi-blemente con tan sólo una mirada, grave y terrible, el empuje vertiginoso con el que surgen las ideas desde la fuente originaria más consustanciada con el extremo puro del espectro genésico.

A veces me miro desde fuera de mí, ahora que soy otro.No el mismo que un día se fue de su felicidad tempra-na, y cayó por el despeñadero donde nadie quiere ir.

Sonya era testigo del hecho, asiduamente. Estaba en to-das las calles, en cada momento; en mis sueños, en mi realidad, en mis deseos, mis ganas de besarla; allá don-de me brindaba su cosmos fulgurante, en el azaroso re-vuelo de mis ganas gozosas de atraparla; en mi seguri-dad de ser Dios, sin miedo a las condenas del blasfemo.Nunca quise aceptar que los atributos de Dios pudies-en ser una eventualidad tan humilde, que, llegando a confluir los requisitos necesarios para uno internarse adecuadamente por los pasillos de laberinto, que de al-guna manera ofrecen una salida adaptada a tu personal manera de obtener satisfacción, te extendieran como bendición las claves de tus mayores espacios para volv-er a la inocencia y ser luz con la luz.

Los hilos de Ariadna; los anhelos de Odiseo, y su fuer-za, su constancia; la fe del pequeño David; el anti “yo” de Goliat; el ímpetu de Sanzón; la musculatura de un tiempo de gladiadores; un tiempo Espartaco, Eulises, Hércules… Simón Bolívar, Antonio José de Sucre, José Felix Rivas... Páez, Miranda…

“Llegar con coraje y voluntad a la playa paraíso, donde espera Penélope, besando el horizonte donde despun-tas, no tiene precio…”

Toco Berry permanece sosegado mientras ve la figura de Elisa Claret abandonar la parada. La sigue con la mi-rada hasta constatar que no se desvanecerá en la noche,

Pudiera considerarse también, llevando el objeto obser-vado según los recientes criterios a un plano dialéctico menos sofisticado, algo así como el “síndrome del fut-bolista errático en el área chica”, donde la tensión del acoso por parte de los diversos factores que se oponen a la inminencia de un parpadeo nuevo en la pizarra donde se indica el score, luminoso, la vertiginosidad de los movimientos, la presión del público, y cualquier otro factor propio de desarrollos como éste al que des-tinamos miradas analíticas, conllevan sin remedio al aborto del éxito inminente.

Cerca el momento, el arsenal completo del ejército que pugna por extinguirnos, con ferocidad de huracán apocalíptico.

Y suele ocurrirme que acudo a una frase de película, que se convierte en balón alternativo, produciendo una disociación malévola, y tal vez determinante, al momento de ejecutar el disparo; no importa si el ar-quero ostenta una posición de privilegio para desviar o atrapar sin posibilidades de penetración el proyectil de fuego, o si la red está desguarnecida; si un aban-dono patético espera que en un abrir y cerrar de ojos, en una micro partícula de gloria, caigan hasta los más minúsculos bastiones de la retaguardia: “Nunca desees demasiado obtener una cosa, porque puede ser que la consigas”.

Siendo yo Toco Berry, no obstante, entiendo perfecta-mente lo que pasa.

No puede creer que sea ella. Se culpa por no entender desde un principio que Elisa Claret no era más que un subterfugio de la realidad, para confundirlo.

Pero ahora sus ojos húmedos se lo revelaban clara-mente.

A no ser que sí se tratase de un sueño; en ese caso, debía volver a su actitud precavida. Quizás por eso tuvo un instante de vacilación que ella advirtió en la forma de verle la intención de retroceder, aunque no lo hizo.

Sonya se apartó.

Una seguidilla de pensamientos procaces que lo insti-garon enrostrándole culpas imperdonables, le asaltó de inmediato.

Intentó asirla de nuevo, al tiempo que le extendía una mirada suplicante, a la de ella, casi angustiante; no, ple-namente angustiante.

Otra vez la sensación de derrota inminente se le burló en la cara desde cada rincón exterior, y también desde su mundo interno, donde el dolor además, enrarecía cada fibra de su ser integral.

Sonya echó a correr, y él quedó inmóvil sin ninguna posibilidad voluntaria o involuntaria de intentar reten-erla. “Dios, que sea un sueño”, exclamó en sus adentros ya al borde de la desesperación. Y le sobrevino la ocur-rencia de barajar la situación sacando de bajo la manga

sino que seguirá un rumbo lógico hacia donde escapa de él, sin dudas.

Al parecer no sueña, pero tampoco es la misma noche, ni la misma circunstancia.

Ya no lo aturden pesadillas de cíclopes ni de mares ig-notos y anclados en el extravío que le perteneció.

Elisa Claret se detiene ya a lo lejos y lo llama. Él debe caminar un par de cuadras hasta alcanzarla; trota des-de un principio, con un dejo de apresuramiento.

-¿Me puedes acompañar? –interroga segura de una respuesta afirmativa.

-¿A dónde vamos?

-En aquella parada hay más luz.

-Dime una cosa –la toma por ambos brazos más o menos firmemente- ¿Es ese tu verdadero nombre, Elisa Claret?Sonya baja la mirada; luce apenada.

Ella pone sus manos sobre el pecho de Toco Berry, y él se descubre de inmediato ante un tipo de evento que irremisiblemente logra conmoverlo; pero además, el gesto de tibia intimidad en la piel de la chica, sobre su pecho, le genera fluidos de emotividad que le acerca a inminentes formas de coyunturas en que los placeres trascendentes irrumpen como un brusco suceso senso-rial, añorado con intensidad, pero negado por años.

riosa sobre ésta; se miró en el espejo, en ese instante, y miró a un hombre entrado en años, recién llegado en ritornello jubiloso a unos años más atrás; a un trecho de entusiasmo juvenil que lo reconcilió con la magia.

Elisa Claret estaba buena, sin dudas; sus senos sobre-salían voluptuosos por aquel accesorio breve que la vis-tió esa noche, de púrpura diluida en una dosis mínima de algo lechoso, blanquecino. Era al entregarse, un poco de lo que revelaba en condiciones normales, o cotidia-nas su personalidad extrovertida, adivinada en los suc-esivos días, encadenados a un lapso lineal, real, además –al menos así lo parecía-, que comenzó la noche en que llegó a la parada, se interrumpió durante acaso un par de semanas, y se reanudó luego al encontrarse con ella por casualidad en el autobús.

Si hubiera sido Sonya, hubiera sentido que daban una tregua al silencio, la distancia y el olvido que por tanto tiempo les había amordazado.

Hubieran andado juntos haciendo algunas compras para el cumpleaños de su hijo. No en la misma actitud incompatible, ajena y perniciosa que a ratos comporta-ban en ciertos pasajes oníricos cercanos a las pesadillas; sino en consonancia con los otros, con los maravillosos y nirvánicos.

Ella tendría en sus ojos, otra vez, la negrura de panteras fogosas y juveniles explorando las estepas áridas o de cualquier otra característica –con lagunas, flores exu-berantes, extraordinarias puestas de sol…-, con las que

una carta que hasta ahora le había venido dando re-sultados, pero que esta vez careció de la fuerza para imponerse aunque fuese como insinuación, dada la ur-gente necesidad de perder la razón e ir tras quien qui-era que fuese aquella mujer que volvía a escabullírsele como un salto de aguas entre sus manos. No lo van a creer, pero quiso de nuevo regresar a la hipótesis de que Elisa Claret era quien había estado allí; interactu-ando con él en medio de una intimidad tan absoluta-mente conmovedora como imposible.

Sólo que esta opción significaba entrar en un proceso incluso de locura. Tampoco contempló la posibilidad del sueño; aunque así también, podía sacudirse la per-plejidad y regresar más tranquilo a su destino de ese día; a su penoso destino, quise decir.

¡Sonyaaaaa! –hizo retumbar en la noche ese grito, y echó a correr tras de ella.

Entonces despertó.

A su lado dormía Elisa Claret.

La vio, experimentando si se quiere algo de frustración, pero feliz paradójicamente de no haber amanecido solo en una cama; como casi siempre.

Recordó los momentos vividos antes de dormirse, y sintió que su cuerpo y su alma, su espíritu o lo que fuera, había sido restaurado en gran proporción por la refriega sostenida con la soledad; por la tunda victo-

Las fotografías serían luego en internet un testimonio fresco de los sucesos de entonces; Sonya-Elisa Claret con sus hijos frente a la torta de cumpleaños; Elisa Claret-Sonya conmigo. Con amigos, con familiares, con bandejas para brindar, con parejas bailando, la noche, el evento; con las manos de hombres y mujeres entran-do vacías y saliendo ocupadas de la cava con hielo, cer-vezas y refrescos.

Las palabras en ebullición desde cada rincón; las mi-radas observando lineales, bilaterales, periféricas, los recaudos del devenir…

No sabría explicar cómo se desencadenó, después de determinados instantes en que ya la euforia de las be-bidas, y el cansancio alcanzaban un nivel elevado, en relación a lo que duró en general la celebración, la lle-gada de nosotros al hotel.

Tomamos un taxi y llegamos a la habitación, embria-gados, abrazados, riendo, y cantando “Si nos dejan”, con hielo, vasos, y una botella de sangría más llena que vacía en nuestro poder.

Nos desvestimos sin la necesidad de preocuparnos por ser correctamente ordenados al momento de colocar lo que nos quitábamos de encima en los lugares para ello.

Intentamos encender el televisor pero en la casilla de entrada olvidaron entregarnos el control remoto –“No importa” –dije a Elisa, quien preparaba los dos tragos-.

tantas veces alimentó con certeza la convicción de él, de estar viviendo los compensatorios influjos del amor más puro, del refinado oro del corazón.

Hubiera vuelto a reír en la cúspide del día más glorioso de la existencia mutua, ante la sucesión de hechos que definían el trayecto.

Pasamos por una avenida y en uno de esos momentos en que se detiene el desplazamiento por algún aglom-eramiento automotor imprevisto, o por la acción regu-ladora de un rojo de semáforo, la ventana encuadró una escena de fotografía con vendedores de frutas y mucho color que me gustó llevarme en el teléfono.

Sonya me diría en la noche que era una buena foto.

Compartíamos entre amigos y familiares ya, la velada festiva.

El destino decidió que ese momento estaba resguardado para la alegría y el compartir emotivo, entre abrazos, ri-sas, comentarios amables, bebidas de celebración, pan-cartas mencionando el motivo de la fiesta, entre trazos de pintura al frío sobre hojas blancas, pequeñas, empat-adas con silicón para lograr un efecto llamativo sobre algún rincón de la sala, cerca de la ventana; globos de colores amarillo y azul marino; pasapalos de bolsas de polietileno, y ensalada “rusa”.

“Feliz cumpleaños, Ronaldo”.

A veces se escuchan breves crujidos de la estructura del colchón en esporádicas facetas de nuestros mov-imientos, que se confunden con nuestros propios jade-os, nuestros desahogos de “rutina”, nuestro volcán en plena erupción

No existe nada en ciertas puntas del diagrama amoroso que nos funde, que devuelva la memoria a la mentira de la vida, que por predominante, nos insta a consid-erar la posibilidad de que lo otro, lo que nos abstrae en deleite de dicha farsa latosa y sin sentido, a ratos, pero inevitablemente aleccionadora y pertinente, no es lo real.

Ahí, en el ardiente roce de las ganas, perdidos de la cor-dura cotidiana, “nosotros los de entonces ya no somos los mismos”; sino Elisa Claret y Toco Berry, siendo lo que son realmente, no la caricatura de bienaventurados que se llaman así, o que pueden eventualmente no ser ellos, sino Sonya o… cualquier otro…

Y es que no había considerado eso.

Siempre he apostado por comprender, o estar persua-dido, de que ellas, Sonya o Elisa Claret, pueden ser una u otra en determinados momentos, o no ser ni la una ni la otra, cuando predomina mi desconcierto por ignorar o no tener certeza de lo verdadero; pensar que me interpela Elisa desde su mundo extraño, distante, ajeno; o me aturde con su presencia sempiterna pero esporádica, Sonya; con su inocencia y su significado trascendente en mi vida, o en mi sueños.

El chorro dibuja al descender, en una transparencia cris-talina, continuamente interrumpida por fragmentos del entorno que se adhieren fugaces, al agua, una especie de cordón en forma de caracol dislocada, por la breve-dad de la inercia interpolada en el trayecto que surge en la punta del tubo, y termina en el piso, donde un hidrante redondo de no más de siete u ocho centímet-ros, recibe los restos líquidos precipitándose sobre el embaldosado, entre gotas que salpican; veladuras de lagunas límpidas, y bloques de espuma, en tsunami in-ofensivo que no arrastra más que los sudores del día, el cansancio de las caminatas preguntando en la tienda de licores por el precio del ponche; el entusiasmo por lle-gar al lugar donde la novia de Ronaldo arribaría, según el acuerdo previo con Elisa, para que la esperáramos; los giros rítmicos al influjo de las guarachas de Pastor López, la Billo’s, Los Melódicos, la Dimensión latina, Celia Cruz, entre otros…

-¿Por qué insistes en llamarme Elisa? –pregunta Sonya.

Me asaltan las dudas, sobre la mullida cama. Es ella; no creo que logre engañarme; haré todo lo posible por evitarlo; pero su mirada es lapidaria en ese sentido.

Está buena.

Abro la palma de mi mano y la desplazo por un cos-tado de sus deseos, intentando que mi propia mano me conduzca a lugares inexplorados en los caminos de nuestra pasión sin ropa.

amarillos” que regresan del viaje del olvido, para rev-elar en una de esas etapas donde cierras ciclos domé-sticos, intrascendentes -esperabas tú-, pero que te as-ombran o te sumergen en un estado en el que te sientes libre; pareciera haber disminuido dramáticamente la fuerza de atracción por la que no flotas sino que per-maneces unido a la tierra cuando la divisas de nuevo a centímetros de ti.

Pero ahora ella también no es la misma.

Tanto no es, que pudiera incluso ser otra, absoluta-mente.

No es un sueño, o un estadio intermedio del espectro dimensional donde habitamos; esto supongo, dada la densidad y estabilidad de la forma, es una acera; aquello es un árbol; más allá noto la presencia normal de algunos automóviles, con su ruido –lejano-, sus re-flejos en la superficie metalizada, y su fortaleza en té-rminos de sustancialidad, de homogeneidad material.Lo inexplicable, es la presencia de quien me espera; o quien creo me espera, al menos.

Sólo que me confunde su indumentaria. No está vesti-da para mí; el atuendo de tonos negros y blancos, con blusa descotada por donde sobresalen unos de esos gloriosos senos que generan múltiples interrogantes, el bolso minimalista, los accesorios para reforzar la inves-tidura sofisticada de la ocasión, y que atenúan la serie-dad del alto contraste, por los clores vibrantes, aunque proporcionalmente discretos, que representan además

¿Pero, me he preguntado alguna vez quién soy yo?

¿Lo he hecho?

¿Quién soy yo? Por qué creo que aquel personaje en la parada, la noche en que llegó alguna de ellas a trasto-car inesperadamente la estabilidad de mi andar común es Toco Berry? ¿Soy yo Toco Berry? ¿Qué dirán ellas frente a mí? ¿Soy para ellas también quien yo creo que soy, o es esa postura natural de quien está persuadido de que nada está fuera de lugar, otra certera estrata-gema para perturbarme delante de lo que ignoro sobre ellas? ¿Hasta qué punto quieren enloquecerme? ¿Acaso al punto de hacerme creer que soy siempre el mismo, cuando en realidad soy dos o tres personas más? ¿Soy uno para ellas o soy miles?

No sé si me perdonaré alguna vez no haber adverti-do la inconsistencia de la uniformidad de mi trayec-toria desde que ella volvió, o desde que la conocí; de la posibilidad de algún eslabón perdido en la cadena de certezas que creí acumular sin atisbos de nuevas oportunidades para revisar lo que debe permanecer sin contradicciones, en relación a lo que quiero dominar, sin añoranzas de tiempos donde este aserto no tenga cabida.

Mientras tanto caminaré deliberando para mí mismo acerca de eso; tal vez la ruta de asfalto, aceras donde la hierba húmeda se interrumpe intempestivamente por pedazos de espejos resplandecientes, que reflejan el cielo grisáceo de donde cayeron; “caminos de ladrillos

puede significar, elixir de hoy en adelante, sino el declive de la rutina de la historia, hacia un despeñadero de may-or liviandad para estos pasos.

Los míos, que se detuvieron en ese instante estremecedor, y anclaron en una fusión que no creo, pueda prescindir de tu intuición distante, a pesar de que luego de estar ahí, diciéndonos cosas que construyeran el puente de mis an-helos, como conscientes de la inutilidad de las palabras cuando lo que queda es ya expresar la verdad de lo que desea, de lo que hace vibrar en la tibieza, en el olor, en el beso total; de lo que ahora añoro fuera de lo imaginado donde somos el uno del otro …volvimos a sentir, cuando el carro se detuvo para llevarte a tu cita sin mí, que cami-nar es pesado, que cuando el cuerpo se enciende de en-tusiasmo por lo prodigioso de la realidad-realidad –no la que abruma con desolación-, no es bueno permitir que el viento no sople a tu favor, sino que hay que armarse de valor, y establecer mecanismos imposibles que le tuerzan el rumbo.

Que te espero en mi habitación, aquí y ahora para ser luz en la emoción de lo que en nuestro mundo resulta ya im-perioso.

“Hola, rostro, cuerpo, ángel, cabello largo negro, peinado para la ocasión, en mujer con el recuerdo vivo todavía del agua bendita que recorrió –miserable-, tu cuerpo desnu-do, mapanare cruel; mirada inocente, bomba de tiempo de todos los pecados; imán, insensible, pérfido, alevoso; “me llamo desgraciado, pero me dicen te quiero”; “estrel-la radiante de la noche”; yo te bautizo así, en el nombre

muestras de alto nivel en la escala cromática de los va-lores cálidos: zarcillos verde limón, quizás; pulseras y algún anillo dorados –no sé si llevaba adornos en el cuello-…

Estaba preparada para un evento que requería en ese sentido cierto nivel de sobriedad, que ella supo asimi-lar muy bien al arreglarse; acaso una cena, alguna visita respetable; pudiera también considerarse el escape el-egante de la cotidianidad nocturna, acudiendo a una sala cinematográfica, para disfrutar el mundo macro audiovisual de Chaplin, Buñuel, Fellini, Pacino, Streep, Cabrujas, Chalbaud, Pedro Infante, Doris Wells, Viruta y Capulina, Hall Berry, y tantos más.

Falda corta, de rayas negras y blancas, y piernas como para darle una buena patada a lo insustancial y sin gra-cia que pudo haber en sí misma, entre otras caracterís-ticas poco admirables, y sentir que tanta armonía con el resto de los componentes de la integridad mujer, ella, no podía tener un sustento, sino en la intervención de un ser supremo, el Dios en quien creemos, para demar-car un hito insoslayable en las praderas de la convicción de que “el Reino de Dios ya está entre nosotros”, como dijo el llamado maestro de Galilea, Jesús de Nazaret, y que nada es casual.

Verte ahí… no sabría mencionarte… El candor de tu rostro, tu encanto desaforado, tu indispensable testimo-nio sin siquiera necesidad de hablar, aunque emitiendo palabras, o digamos, tímidos balbuceos, a mis pregun-tas también dotadas de alguna dosis de vacilación, no

-Sí, jeje, acababa de bañarme.

-¿Te llamas Toco, verdad?

-Sí. ¿Vas a una fiesta?

-No, voy al cine con unas amigas.

“O sea que quedo aquí, tratando de que este instante no termine nunca mientras el peso de lo irreal se im-pone a lo que en esencia es inmarcesible, permanente, primordial… o sea, contigo en la distancia.

O sea como Condorito; cayéndose de espaldas y en shock en un envión definitivo para el punto y aparte, porque mi fe no moverá montañas pero algo queda.

O sea que recójanlo porque cachicamo sabe a quién pea.

Que si te vas te vas y adiós luz que te apagaste, hasta que Dios lo permita; cuaima vida.

Manuela, qué mala eres, qué mala eres, Juliana”.

Algún día aparecerá en Wikipedia o en el DRAE, la definición de carro así: Intruso que se detiene frente a la bodega donde Toco Berry se tomará algún día un par de cervezas bien frías, para recoger, el desgraciado –sí, es digno el ejemplar de algún talk show, suramericano-, a la hermanita de Elisa Claret –dice ella-, a la mamá de las mujeres buenotas, dejando al susodicho como la guayabera; o sea, como dice Raphael: “abatido y sin fe”;

del ansia, de las ganas y el tormento; pequeña dam-isela, mensajera de la tentación más urgente; distancia indescifrable; qué linda eres.

-¿Cómo dice?.

-Eres muy linda, digo.

-Ah, gracias.

“¿Puedo acompañarte a esperar lo que esperas? ¿Puedo olvidar que tengo planes, compromisos, caminos pre-diseñados, sinos y recontra sinos, obsesiones y encuen-tros fortuitos con la espada filosa del amor más sublime en las entretelas del corazón?… que sí, la vida te da sor-presas, pero, hasta qué punto? ¿Cuán trascendente pu-ede ser el gozo, el deleite, la potencial hemorragia de placer, con la que puede decirte algún destino que ya basta de creer en un Dios chucuto y mamarracho, cuan-do lo que está a la vista no necesita anteojos? ¿Qué tal si te pregunto a dónde vas, quién eres, de qué nube que andaba como a veinte mil metros de altura te enviaron a demostrarme que cuando el desarrollo inexorable de los hechos dice que la burra es calva, es porque tiene los pelos en la mano.

-Yo te conozco; mi hermana te saludó un día por la ventana y yo estaba con ella.

-¿Elisa?

-Sí… aah, sí; estabas con una toalla enrollada en la ca-beza…

pecie de entelequia; un esqueleto incorpóreo de nada; unos ojos y unos labios desprendidos de todo rasgo ajeno a sí mismos; donde cabía el universo entero, el cosmos absoluto, destellando en íntimo y exclusivo re-godeo con el placer.

Y si yo, que puedo concentrarme en mí mismo pude entrar en ese trance del delirio, debido a los hechos con ella en ese momento, que abrieron un abanico de sensaciones disociadas a tal grado capaces de desubi-carte, como para comprender, aunque a tientas, cuan cercanos estamos al voluntario o involuntario albe-drío de mimetizarnos en algo, en alguien o en nada, qué no quedará para ella, que tenía en su inmaculada impostura de perla imprescindible, la cualidad que destaco entre las propensas a tomarme por sorpresa, y ejecutar malabarismos conductuales, tras los cuales todo lo que parecía estar enmarcado en un esquema só-lido de certezas, se desbarata como un rompecabezas de cubos en vertical ante la torpeza de la ingenuidad que me acompaña a donde quiera que voy, cada vez que me ilusiono con creer que Elisa es Elisa; y no Linda, Betzaida; o Carla, Anabel; o Gladys, caramelo; o Mer-cedes, dulzura; o Miranda, cosita rica…

Recuerdo que dijo un nombre, pero no lo recuerdo.

¿Y si digo que es Sonya, estaré precisando con fidelidad lo correspondiente a lo que es? Es verdad que no tenía nada que pudiera constituir un eslabón para entrela-zar lo que cada una encarna dentro de sus particulares manifestaciones, pero esto no tiene porqué erigirse

o sea, como dice el dicho: “viendo lejos”, o sea: “con los ojos claros y sin vista”.

Nunca como esa noche se esmeró tanto en imaginar olores.

Colgada la vista en el techo del cuarto, apaciguaba el impacto de lo que minutos antes lo confrontó con la impotencia más incómoda que había vivido en los úl-timos años; la sensación de cerveza que aún nadaba en su paladar, le permitía retener en la memoria, lo que de no haber mediado dicho factor etílico, hubiera rasgado sus vestiduras exóticas de instante privilegiado, para revelar en la trastienda, el rostro sin maquillaje de la más profunda frustración.

¿Qué es una raya más para un tigre? pudiera consid-erar, a la par de otras meditaciones igualmente inqui-etantes.

¿Y si hubiera sido Sonya? ¿Era la hermana, o la person-alidad camuflada de la misma Elisa Claret? ¿Me recon-oció? ¿Supo en verdad que era yo, o sólo simuló estar en la presencia de quien soy?

A veces ciertos hechos, ése por ejemplo, de encontrarla, me acercan a un escenario de indefiniciones donde casi logro advertir la transmutación sublime desde el ser que creo ser habitualmente, hasta una imagen de mí, una esencia o una personalidad, sin dudas distorsio-nada, cuando menos; hubo un instante en sus ojos y en sus labios en que reconocí mi identidad como una es-

“Pudiera escapar”; aventuró; “irme de todas y de mí”.

Sólo tendría que aplicar algunos ejercicios mentales para el enajenamiento más radical y olvidarme de que vale la pena estar atento; pensar que una mujer es sólo una mujer, sin nombre, sin asideros para mencionar-la, sin cuerpo y alma incluso, sin presencia; para eso bastaría alejarse de ellas donde quiera que su manifes-tación multifacética me invocara o se cruzara conmigo.Sublimar los efectos de su existencia sobre lo que yo también olvidaría me representa; cuando no sabemos quiénes somos ni si estamos rodeados de alguien, tam-poco hay conciencia de la soledad.

Un día me fui del dolor, por años.

Se llamaba Carmina, o Marlene, quizás Bárbara… pero aún sospecho que era Sonya, o Elisa burlándose de mí en ese juego, intolerable ya por lo que soy.

¿Ven mi cédula de identidad? ¿Qué leen? Díganme qué expresa la seguidilla de letras que me separa como hombre del resto de personas que también no son mu-jeres, e incluso de las mujeres o algún ejemplar excén-trico, ambivalente de los que la diversidad genética, en sus enredos o albures combinatorios para la formación de embriones impulsa a la vida.

¡Háganlo! es difícil desandar esta etapa desnuda de esperanza, o cundida de desesperanza más bien, con la que el proceso que se desbarranca hacia mis futuros inmediatos, pone un sello lapidario a mis ansias de

como condición insoslayable para determinismos feha-cientes; “la vida te da sorpresas”.

Pudo también haber sido la propia Elisa Claret, y no la hermana, pero cómo estar seguro de que afirmando algo así estamos dando en el clavo para establecer una verdad. Nunca vi a Elisa a esa edad; tsunami maravil-loso estaba como destinada a mundos rutilantes; di-namita de ensueño podía ser tan sólo un imprevisto galáctico en trabajo de campo inmediatista para un “vini, vidi vinci” fugaz, que le permitiera cumplir una misión indefinible, y luego abordar un platillo volador escondido en las adyacencias de la zona, para en úl-tima instancia escapar hacia el firmamento, y extender reportes a cualquier jerarquía, cualquier confederación cósmica aguardándola en una nave nodriza.

Capuyito de Alelí, en definitiva, podía no ser ni Sonya, ni Elisa, ni ninguna otra sino ella; como también podía ser una u otra, en un reciclaje sobrenatural, u oculto, misterioso, al que ya estaba pensando obviar para no salir de sus parámetros de cordura y poder llevar una vida tranquila. ¿Acaso era tan importante definir sin protuberancias sobrantes ese galimatías circunstancial que sólo a él, Toco Berry, quien además también era una incógnita, parecía obsesionarle tan intensamente?¿Qué le importaba después de todo, sustraerse de aquel coso de acertijos inquietantes y buscar un centro donde delinear el trazo definitivo hacia la paz, aunque ni su propia identidad pudiese ser delimitada como certeza irrefutable.

Sólo ignorantes de lo que somos realmente: magia, maravilla, luz, destellos y cristales diamantinos, rubíes, zafiros, piedras de mar, luceros de la mañana “ay, quién pudiera”, esteee… Sinfonías de Bethoven, Infi-ernos del Dante, Monalisas de Da Vinci; plumas pri-morosas, guerreras, de Guaicaipuro, Terepaima, Rorai-ma, y otros; Homeros y odiseas; homeros y guerras de Troya; Corajes de Negro Primero y de Páez; de Bolívar, de gente; mares de Margarita; tetas de María Guevara sin silicona; cumbres de los andes; cañones de colorado; Miamis Beach; sonrisa cubana, habanera, guantanam-era; culos brasileños; zamba pa’ti; Santana, Festival de Woostock; Jimmy Hendrick, The Beatles; río Sabacual; Caripito; Jesús Soto, Juvenal Ravelo, Carlos Cruz Diez; conservas de coco; laguna de Campoma; Patanemo; Ifi-genia; Araya; Simplicio; Doña Bárbara; El Señor de los anillos; Harry Pooter; crepúsculos de Barquisimeto; ca-feconleche; empanada; caviar; Machu Pichu, y mil co-sas más…

No somos un coño.

Sólo una caterva de gente talentosa creyendo que debe-mos destruirnos los unos a los otros de espaldas a “Aquel que nos amó”.

No somos nada.

Somos errantes, trashumantes de la cuaima vida, sir-viendo de carne de cañón a la baviecura de nuestros caprichos más adyectos…

uniformizar los desplazamientos y rutas que quiero para mí; si yo fuese algo, o alguien a quien pudiese atribuírsele alguna dignidad o indignidad nominal.

Dependo de ustedes, si son alguien; o si han logrado encausar por un tubo recto el desafiante aluvión de certezas y contra certezas que se precipitan sin conci-erto, encima, debajo, a los lados y por donde quiera que la realidad, o la extra realidad, ofrezca una rendija que la profane, que la contamine de razón.

No voy a repetirlo. No sé quién soy; pero añoro el vuelo libre, al mismo tiempo que lo deploro; mi tragedia con-siste en despreciar el equilibrio, pero también la caída.

Esto lo digo desde la noción de que el conjunto semán-tico “Toco Berry” me señala como ente individual a es-paldas de un gregarismo genético-espiritual indescifra-ble, indefinible y signado por la sinrazón; anárquico y explosivo, como el big bang.

Yo no soy tú, es lo que entiendo; ni tú yo, pero pudiéra-mos ser uno, con todas tus contradicciones y las mías, como también pudiéramos no serlo; creo, sin temor a equivocarnos que somos quizás una inexistencia, una indiferencia, un cero a la izquierda, ni siquiera polvo cósmico; pudiéramos afirmar como el excelso poeta que se recostó de la urna, borracho, y luego de un breve eructo, emitió un edicto frente al cara pálida de turno, contenido en este relevante aforismo: “No somos nada”.

No somos un coño.

Ese reverso de su cuerpo, no es lo que es; es lo inexplor-able de su campo espiritual; definido así por la necesi-dad que tengo de ser absolutamente metafórico al re-specto.

Ella no sonríe con facilidad cuando no es Sonya; pero la precariedad de su felicidad interior es hermosa; por, quizás, esporádica. Remite este fenómeno al ejemplo de aquello que uno espera con interés y tarda en llegar, y por esa circunstancia de la previa espera y el repen-tino arribo, sobreviene el gozo en la contemplación.

Toco Berry no siente que la ama, pero sí la pasa bien con ella, cuando no es Sonya.

Elisa busca la pantaleta y se la pone, al mismo tiempo que satisface con una respuesta la inquietud de Toco, quien también se levanta.

-Prefiero ir sola.

Toco se dirige al baño. Abre la regadera y se mete de-bajo del chorro. Elisa Claret se pone un bluyín y una blusa; toma el celular y activa el sonido del MP3: “Hola, soledad –suena una vieja canción -, no me extraña tu presencia…”.

Elisa abre la ventana un poco más y tiende la mirada hacia la autopista, a lo lejos. Hay congestionamiento de vehículos. Le gusta la canción; la escuchó mucho de sus padres. Toco sale al rato y vuelve a sentir agrado por un detalle en Elisa; esta vez es cierta evanescencia de la luz sobre la tela aguamarina; el pelo suave y corto de ella

Culebra locos; mapanare torpes; ofidio inmorales…

-Salvando las respectivas excepciones, Elisa; ya sé lo que me ibas a decir.

-No dije nada.

Elisa da una vuelta sobre la cama y deja su mirada so-bre la mía; observo el reloj y son las siete de la mañana; detrás de la ventana y las cortinas despunta el sol como calculando la intensidad de calor que debe aportar a la frescura que me agrada.

-Hoy voy a visitar a una amiga que viene de México.

-No me digas, güey; ándale ¿y dónde la vas a buscar?

-En el terminal; debe estar aquí a eso del mediodía; es de aquí pero trabaja como productora para la televisión.

-Si quieres te acompaño; no tengo nada que hacer a esa hora.

Elisa, se levanta.

Su cuerpo desnudo me ofrece una perspectiva bastante despejada de su hermosa espalda, lisa como una piedra de río; pudiera lanzarme por ella como en un tobogán natural, si estuviera seguro de que abajo me espera un amplio pozo de frescura de imperturbable transparen-cia; como la claridad de hoy.

imagen sea engullida por la penumbra, en la mirada de un caballero de flux y corbata, que la quitó del matu-tino en sus manos, para ponerla en ella. “Elisa Claret”, masculló el hombre y echó a correr tras ella.

“Elisa –grito dos veces-; pero no supo si ella lo había escuchado o mirado; por eso insistió, hasta que entró también a la boca de la estación.

-Elisa -exclamó sonriendo y un tanto ofuscado. La al-canzó finalmente en una corta cola que se había for-mado en la taquilla de fichas. –Elisa ¿Me recuerdas?

La mujer lo miró con unos ojos escrutadores e ingenuos.

-Creo que me confunde con alguien más.

-Te recuerdo muy bien. Trabajamos juntos en una obra de teatro en Caracas… el 23 de enero…

Hurga bellamente en su memoria; “no creo; jamás lo he visto”.

-Por favor: “Las culebras de Medusa”. -El hombre lleva ambas manos por encima de su cabeza y las mueve en esforzado intento por hacerla rememorar.

-De verdad, lo siento; no recuerdo haber hecho teatro jamás.

-Elisa Claret… “No sé quién soy, pero añoro el vuelo libre”… “volar”…

adquiere también bajo el mismo efecto una relevancia del volumen que hace sobresalir los tonos anaranjados y dorados, con amable presencia, levemente alborotada por la discreta brisa del instante.

Comentan algunas otras cosas y finalmente se van.

Comen algo en un modesto restaurant con sillas y toldos en la parte exterior, donde estuvieron, y luego se despiden. Se besan y Toco saca la mano a un taxi. La avenida comienza a hervir en su cotidiano caos, en la voz de algunos colectores de transporte que vociferan la ruta como si la vida se le fuera en la indiferencia de algún inadvertido peatón caminando a varias cuadras a la redonda.

Elisa le dice a Toco que deberían utilizar unos cartelitos como los que acostumbran en los aeropuertos cuando se debe esperar a una persona desconocida.

-Tremenda idea -dice Toco, y aborda el automóvil, lue-go de acordar con el chofer el precio correspondiente-; sólo de imaginarlo me da la impresión de entrar a un mundo surealista-.

-Hablaré con el alcalde –saluda ya con la postrera frase, Elisa; quien no espera a que el taxi arranque, para diri-girse caminando hacia la estación del metro. Se detiene en un ventorrillo donde ofrecen variedad de dulces caseros y compra tres de distinto sabor; y luego avanza varias cuadras hasta llegar al agujero negro, por donde la acción de una escalera mecánica contribuye a que su

-Ya sé lo que necesita.

Era aquel un día intrascendente; todos los días se lla-man igual siempre: lunes, martes, miércoles, jueves, vi-ernes, sábado y domingo, pero nunca un día es igual a otro. Este reduccionismo relativo al tiempo, es útil cu-ando se quieren establecer patrones de identificación que faciliten el control de un orden cotidiano; qué difícil resultaría para la memoria humana, otorgar a los días una forma de mencionarlos absolutamente partic-ular, de tal modo que ningún día se llamara como otro; constituiría una limitante fastidiosa en los momentos cercanos al final de las posibilidades de hacer combina-ciones que mantuvieran la persistencia de dicho siste-ma; seguramente entonces habría que introducir refor-mas que contemplaran recursos extraordinarios, como el de permitir que el nombre de los días no constara de tan sólo una palabra, sino que habría que agotar las combinaciones en paridad, y así sucesivamente hasta que de tanta eternidad cualquier día tuviera el nombre de todas las combinaciones de palabras, frases, párra-fos, tratados, y todo cuanto tenga que ver con los si-gnos para comunicarnos pictográfica, fonéticamente y en cualquier otra alternativa que impida que el tiempo siga corriendo sin que los días ofrezcan manera alguna en que uno pueda decir cómo se llaman.

Todos los compromisos, entonces, quedarían supedi-tados a vagas eventualidades; “¿Cuándo nos vemos, María, Pedro, Ronaldo…?” “…Cualquier día, segura-mente; da igual… ningún día tiene nombre”.

-Elisa Claret –su rostro navega en la vacilación. El ca-ballero no le desagrada.

-Eres tú, por Dios…

-No, no; está equivocado; mi nombre es Sonya Laguna; acabo de llegar a esta ciudad. Nací aquí, pero me lle-varon a México a muy temprana edad; y nunca más regresé, hasta ahora.

El caballero pareció muy desalentado. Llevó las manos con el periódico abajo, y ella contrajo en gesto lastimo-so el rostro, achicando los ojos, como queriendo evitar que llorara. Casi extiende la mano para consolarlo.

-…Toco Berry… “No somos nada, Medusa; sólo nada, haciendo nada en esta nada”.

-Lo siento… -se puso más pequeña… debo irme…

Toco Berry pidió prestado el periódico al chofer del taxi.

-Sí, aquí tiene otro.

-¿Gracias; tiene radio o algo, un reproductor de cd?

-¿Qué música le gusta? Tengo un pent drive de MP3 con cualquier tipo de música.

-Ponga lo que quiera, amigo; sólo quiero dejar de es-cuchar mi pensamiento por unos minutos.

Ella le extiende la mano y le habla:

-Me gusta conocer personas; Lina Vallegrande.

La detalla algo confuso, y le parece gracioso su rostro dimanando cierta voluptuosidad, y con pecas; ojos cla-ros además, mirando a través de dos ventanas con so-porte rosado abrillantado y gruesos lentes.

Lubio Naranjo sonríe más abiertamente, dejando so-bresalir de su boca con labios gruesos, una dentadura vigorosa.

-Hola... me llamo Lubio... Lubio Naranjo.

Se unen sus manos.

El metro serpentea aculebreado, sondeando el subsue-lo velozmente. Los pasajeros son presencias herméticas sumidos cada uno en sí mismos. El zumbido del desp-lazamiento domina la atención.

Vagones tragavenado.

El ducto afila sus dientes en arco de mil astucias imper-ceptibles; cada instante nace un mundo nuevo, precipi-tándose hacia la estación correspondiente de la espec-tativa individual.

La anaconda de acero emite una voz femenina que in-dica la llegada a un destino; se impone salir y entrar apresuradamente.

La mujer se baja del vagón del metro y se desplaza tranquila por las pulcras instalaciones de la estación; parece estar preparada para una ocasión especial; mini-malista, alto contraste, buenota, dieciocho; sus tacones la llevan a paso rápido pero hacen poco ruido. Toma en sus manos la pequeña cartera y extrae el lápiz labial; aplica desenfadadamente una mancha carmesí sobre el labio inferior; luego cierra la boca y logra que los labios se impregnen de atracción en cada una de sus partes.

El piso es pulido y brillante; en las partes que la ven desde abajo mientras camina, se refleja difusa la ima-gen invertida.

Va hacia la calle; muchos y muchas como ella, personas, se cruzan, se detienen, se repliegan, se alejan, andan simultáneamente durante un trecho y luego rompen la formación.

A nadie parece preocuparle el nombre de ella; camina, avanza, va…

El metro vuelve a sus andanzas; un muchacho decide sentarse. En principio no encuentra forma de hacerlo pero luego atisba un espacio libre y logra ocuparlo. No es alguien sofisticado, más bien simple; se acomoda la gorra y adopta una postura relajada, serena; mira al frente; no se puede saber si concentra su atención en algo externo o si está ensimismado en un introspectivo acontecimiento.

La chica que va al lado lo sorprende con un ofrecimien-to: “¿Quieres chicle?”. Medio sonríe viéndola afable-mente a los ojos y toma uno.

Todo se manifiesta encandilante a su alrededor, en un esfuerzo desesperado de la pureza por abarcarlo todo, por convertirse en única sustancia de cualquier resqui-cio posible.

Los ojos se resienten.

Quiero cruzar la calle, en medio de carros que parecen destinados a evitarlo; llegar al centro comercial y re-gresar el tiempo.

Sentarme en la misma mesa y ser distinto, ser otro.

Si pudiera lograrlo, tal vez este momento no me pert-enecería; sería de aquel que pide la cuenta al mesonero y escapa a encontrarse con la mujer que aborda el auto-bús en la distancia.

El que corre sobre la calle mojada, tratando de pisar bien, de mantener el equilibrio en todo el trayecto; eva-diendo los carros que ya inician el avance ante el per-miso que les otorga la luz verde.

El que entiende que ya la mujer lo ve acercarse, y sabe que intentará detenerla; el que la ve dudar, con un pie en el estribo y la mano en el tubo vertical.

El que observa que todo se apaga y oscurece, cuando la parada queda nada más que para la indígena con el niño, sentada en el banco. Tras ella un anuncio publici-tario despliega consignas políticas. El autobús se va.

Cuerpos que se entremezclan y apretujan inevitable-mente, pendientes de lo que afuera les espera como de-sarrollo particular, íntimo.

Escalera mecánica; lapso ascendente; sin esfuerzos.

Amplitud de granito y señales. torniquetes brillantes.

Resplador de calle; la ciudad.

Cascabel dorada.

Avenida ancha de bululú y pandemonium.

De nuevo los pies abordan sucesos ineludibles, por exi-stir, por ser, por habitar.

Cruza la cuaima vida, también en los graffittis sucios, en los afiches rotos sobre columnas imperturbables.

Acude a cualquier parte.

Presiente los residuos de veneno sin antídoto, en medio también de destellos para permanecer sin reptar, por humano.

Cuaima vida.

El reloj indica el tiempo.

¿Dónde estarán esperando las certezas sin rostro?

Este libro se terminó de imprimiren los talleres de xxxxxxxxxxxx

en Velncia, a los x días del mes de diciembre

No importará seguirlo.

La oscuridad semeja el interior de un ofidio donde Jonás lucha porque se torne cierta la utopía donde “la vida es sueño”; dormir.

Dormir... la cuaima vida... el anestesiante trayecto.