compendio de poemas españoles

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Porque son, niña, tus ojos verdes como el mar, te quejas; verdes los tienen las náyades, verdes los tuvo Minerva, y verdes son las pupilas de las huríes del Profeta. El verde es gala y ornato del bosque en la primavera; entre sus siete colores brillante el Iris lo ostenta, las esmeraldas son verdes; verde el color del que espera, y las ondas del océano y el laurel de los poetas. Es tu mejilla temprana rosa de escarcha cubierta, en que el carmín de los pétalos se ve al través de las perlas. Y sin embargo, sé que te quejas porque tus ojos

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Porque son, niña, tus ojos

verdes como el mar, te quejas;

verdes los tienen las náyades,

verdes los tuvo Minerva,

y verdes son las pupilas

de las huríes del Profeta.

El verde es gala y ornato

del bosque en la primavera;

entre sus siete colores

brillante el Iris lo ostenta,

las esmeraldas son verdes;

verde el color del que espera,

y las ondas del océano

y el laurel de los poetas.

Es tu mejilla temprana

rosa de escarcha cubierta,

en que el carmín de los pétalos

se ve al través de las perlas.

Y sin embargo,

sé que te quejas

porque tus ojos

crees que la afean,

pues no lo creas.

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Que parecen sus pupilas

húmedas, verdes e inquietas,

tempranas hojas de almendro

que al soplo del aire tiemblan.

Es tu boca de rubíes

purpúrea granada abierta

que en el estío convida

a apagar la sed con ella,

Y sin embargo,

sé que te quejas

porque tus ojos

crees que la afean,

pues no lo creas.

Que parecen, si enojada

tus pupilas centellean,

las olas del mar que rompen

en las cantábricas peñas.

Es tu frente que corona,

crespo el oro en ancha trenza,

nevada cumbre en que el día

su postrera luz refleja.

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Y sin embargo,

sé que te quejas

porque tus ojos

crees que la afean:

pues no lo creas.

Que entre las rubias pestañas,

junto a las sienes semejan

broches de esmeralda y oro

que un blanco armiño sujetan.

Porque son, niña, tus ojos

verdes como el mar te quejas;

quizás, si negros o azules

se tornasen, lo sintieras.

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Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo, hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en los ángeles y que, sin embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica, que tal vez presta el demonio a algunos seres para hacerlos sus instrumentos en la tierra.

El la amaba; la amaba con ese amor que no conoce freno ni límite; la amaba con ese amor en que se busca un goce y sólo se encuentran martirios, amor que se asemeja a la felicidad y que, no obstante, diríase que lo infunde el Cielo para la expiación de una culpa.

Ella era caprichosa, caprichosa y extravagante, como todas las mujeres del mundo; él, supersticioso, supersticioso y valiente, como todos los hombres de su época. Ella se llamaba María Antúnez; él, Pedro Alonso de Orellana. Los dos eran toledanos, y los dos vivían en la misma ciudad que los vio nacer.

La tradición que refiere esta maravillosa historia acaecida hace muchos años, no dice nada más acerca de los personajes que fueron sus héroes.

Yo, en mi calidad de cronista verídico, no añadiré ni una sola palabra de mi cosecha para caracterizarlos; mejor.

El la encontró un día llorando, y la preguntó:

¿Por qué lloras?

Ella se enjugó los ojos, lo miró fijamente, arrojó un suspiro y volvió a llorar.

Pedro, entonces, acercándose a María le tomó una mano, apoyó el codo en el pretil árabe desde donde la hermosa miraba pasar la corriente del río y tornó a decirle:

¿Por qué lloras?

El Tajo se retorcía gimiendo al pie del mirador, entre las rocas sobre las que se asienta la ciudad imperial. El sol trasponía los montes vecinos; la niebla de la tarde flotaba como un velo de gasa azul, y sólo el monótono ruido del agua interrumpía el alto silencio.

María exclamó:

No me preguntes por qué lloro, no me lo preguntes, pues ni yo sabré contestarte ni tú comprenderme. Hay deseos que se ahogan en nuestra alma de mujer, sin que los revele más que un suspiro; ideas locas que cruzan por nuestra imaginación, sin que ose formularlas el labio, fenómenos incomprensibles de nuestra naturaleza misteriosa, que el hombre no puede ni aun concebir. Te lo ruego, no me preguntes la causa de mi dolor; si te la revelase, acaso te arrancaría una carcajada.

Cuando estas palabras expiraron, ella tornó a inclinar la frente y él a reiterar sus preguntas.

La hermosa, rompiendo al fin su obstinado silencio dijo a su amante con voz sorda y entrecortada:

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Tú lo quieres; es una locura que te hará reír; pero no importa; te lo diré, puesto que lo deseas. Ayer estuve en el templo. Se celebraba la fiesta de la Virgen, su imagen, colocada en el altar mayor sobre un escabel de oro, resplandecía como un ascua de fuego; las notas del órgano temblaban, dilatándose de eco en eco por el ámbito de la iglesia, y en el coro los sacerdotes entonaban el Salve, Regina. Yo rezaba, rezaba absorta en mis pensamientos religiosos, cuando maquinalmente levanté la cabeza y mi vista se dirigió al altar. No sé por qué mis ojos se fijaron, desde luego, en la imagen; digo mal; en la imagen, no; se fijaron en un objeto que, hasta entonces, no había visto, un objeto que, sin que pudiera explicármelo, llamaba sobre sí toda mi atención... No te rías...; aquel objeto era la ajorca de oro que tiene la Madre de Dios en uno de los brazos en que descansa su Divino Hijo... Yo aparté la vista y torné a rezar... ¡Imposible! Mis ojos se volvían involuntariamente al mismo punto. Las luces del altar, reflejándose en las mil facetas de sus diamantes, se reproducían de una manera prodigiosa. Millones de chispas de luz rojas y azules, verdes y amarillas, volteaban alrededor de las piedras como un torbellino de átomos de fuego, como una vertiginosa ronda de esos espíritus de las llamas que fascinan con su brillo y su increíble inquietud... Salí del templo; vine a casa, pero vine con aquella idea fija en la imaginación. Me acosté para dormir; no pude... Pasó la noche, eterna con aquel pensamiento... Al amanecer se cerraron mis párpados, y, ¿lo creerás?, aún en el sueño veía cruzar, perderse y tornar de nuevo una mujer, una mujer morena y hermosa, que llevaba la joya de oro y pedrería; una mujer, sí, porque ya no era la Virgen que yo adoro y ante quien me humillo; era una mujer, otra mujer como yo, que me miraba y se reía mofándose de mí. ¿La ves? parecía decirme, mostrándome la joya. ¡Cómo brilla! Parece un círculo de estrellas arrancadas del cielo de una noche de verano. ¿La ves? Pues no es tuya, no lo será nunca, nunca... Tendrás acaso otras mejores, más ricas, si es posible; pero ésta, ésta, que resplandece de un modo tan fantástico, tan fascinador..., nunca, nunca. Desperté; pero con la misma idea fija aquí, entonces como ahora, semejante a un clavo ardiendo, diabólica, incontrastable, inspirada sin duda por el mismo Satanás... ¿Y qué?... Callas, callas y doblas la frente... ¿No te hace reír mi locura?

Pedro, con un movimiento convulsivo, oprimió el puño de su espada, levantó la cabeza, que, en efecto, había inclinado, y dijo con voz sorda:

-¿Qué Virgen tiene esa presea?

-La del Sagrario- murmuró María.

-¡La del Sagrario! -repitió el joven con acento de terror-. ¡La del Sagrario de la Catedral! ...

Y en sus facciones se retrató un instante el estado de su alma, espantada de una idea.

-¡Ah! ¿Por qué no la posee otra Virgen? -prosiguió con acento enérgico y apasionado-. ¿Por qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su corona o el diablo entre sus garras? Yo se la arrancaría para ti, aunque me costase la vida o la condenación. Pero a la Virgen del Sagrario, a nuestra Santa Patrona, yo..., yo, que he nacido en Toledo, ¡imposible, imposible!

-¡Nunca! -murmuró María con voz casi imperceptible-. ¡Nunca!

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Y siguió llorando.

Pedro fijó una mirada estúpida en la corriente del río; en la corriente, que pasaba y pasaba sin cesar ante sus extraviados ojos, quebrándose al pie del mirador, entre las rocas sobre las que se asienta la ciudad imperial.

¡La Catedral de Toledo! Figuraos un bosque de gigantescas palmeras de granito que al entrelazar sus ramas forman una bóveda colosal y magnífica, bajo la que se guarece y vive, con la vida que le ha prestado, el genio, toda una creación de seres imaginarios y reales.

Figuraos un caos incomprensible de sombra y luz, en donde se mezclan y confunden con las tinieblas de las naves los rayos de colores de las ojivas donde lucha y se pierde con la oscuridad del santuario el fulgor de las lámparas.

Figuraos un mundo de piedra, inmenso como el espíritu de nuestra religión, sombrío como sus tradiciones, enigmático como sus parábolas, y todavía no tendréis una idea remota de ese eterno monumento del entusiasmo y de la fe de nuestros mayores, sobre el que los siglos han derramado a porfía el tesoro de sus creencias; de su inspiración y de sus artes.

En su seno viven el silencio, la majestad, la poesía del misticismo y un santo honor que defiende sus umbrales contra los pensamientos mundanos y las mezquinas pasiones de la tierra. La consunción material se alivia respirando el aire puro de las montañas; el ateísmo debe curarse respirando su atmósfera de fe.

Pero si grande, si imponente se presenta la catedral a nuestros ojos a cualquier hora que se penetra en su recinto misterioso y sagrado, nunca produce una impresión tan profunda como en los días en que despliega todas las galas de su pompa religiosa, en que sus tabernáculos se cubren de oro y pedrería; sus gradas, de alfombras, y sus pilares, de tapices.

Entonces cuando arden despidiendo un torrente de luz sus mil lámparas de plata; cuando flota en el aire una nube de incienso, y las voces del coro y la armonía de los órganos y las campanas de la torre estremecen el edificio desde sus cimientos más profundos hasta las más altas agujas que lo coronan, entonces es cuando se comprende, al sentirla, la tremenda majestad de Dios, que vive en él, y lo anima con su soplo, y lo llena con el reflejo de su omnipotencia.

El mismo día en que tuvo lugar la escena que acabamos de referir se celebraba en la catedral de Toledo el último de la magnífica octava de la Virgen.

La fiesta religiosa había traído a ella una multitud inmensa de fieles; pero ya ésta se había dispersado en todas direcciones, ya se habían apagado las luces de las capillas y del altar mayor, y las colosales puertas del templo habían rechinado sobre sus goznes para cerrarse detrás del último toledano, cuando de entre las sombras, y pálido, tan pálido como la estatua de la tumba en que se apoyó un instante mientras dominaba su emoción, se adelantó un hombre que vino deslizándose con el mayor sigilo hasta la verja del crucero. Allí, la claridad de una lámpara permitía distinguir sus facciones.

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Era Pedro.

¿Qué había pasado entre los dos amantes para que se aprestara, al fin, a poner por obra una idea que sólo al concebirla había erizado sus cabellos de horror? Nunca pudo saberse. Pero él estaba allí, y estaba allí para llevar a cabo su criminal propósito. En su mirada inquieta, en el temblor de sus rodillas, en el sudor que corría en anchas gotas por su frente, llevaba escrito su pensamiento.

La catedral estaba sola, completamente sola y sumergida en un silencio profundo. No obstante, de cuando en cuando se percibían como unos rumores confusos: chasquidos de madera tal vez, o murmullos del viento, o, ¿quién sabe?, acaso ilusión de la fantasía, que oye y ve y palpa en su exaltación lo que no existe; pero la verdad era que ya cerca, ya lejos, ora a sus espaldas, ora a su lado mismo, sonaban como sollozos que se comprimen, como roce de telas que se arrastran, como rumor de pasos que van y vienen sin cesar.

Pedro hizo un esfuerzo para seguir en su camino; llegó a la verja y siguió la primera grada de la capilla mayor. Alrededor de esta capilla están las tumbas de los reyes, cuyas imágenes de piedra, con la mano en la empuñadura de la espada, parecen velar noche y día por el santuario, a cuya sombra descansan por toda una eternidad. ¡Adelante!, murmuró en voz baja, y quiso andar y no pudo. Parecía que sus pies se habían clavado en el pavimento. Bajó los ojos, y sus cabellos se erizaron de horror; el suelo de la capilla lo formaban anchas y oscuras losas sepulcrales.

Por un momento creyó que una mano fría y descarnada lo sujetaba en aquel punto con una fuerza invencible. Las moribundas lámparas, que brillaban en el fondo de las naves como estrellas perdidas entre las sombras, oscilaron a su vista, y oscilaron las estatuas de los sepulcros y las imágenes del altar, y osciló el templo todo, con sus arcadas de granito y sus manchones de sillería.

¡Adelante!, volvió a exclamar Pedro como fuera de sí, y se acercó al ara; y trepando por ella, subió hasta el escabel de la imagen. Todo alrededor suyo se revestía de formas quiméricas y horribles; todo era tinieblas o luz dudosa, más imponente aún que la oscuridad. Sólo la Reina de los cielos, suavemente iluminada por una lámpara de oro, parecía sonreír tranquila, bondadosa y serena en medio de tanto horror.

Sin embargo, aquella sonrisa muda e inmóvil que lo tranquilizara un instante concluyó por infundirle temor, un temor más extraño, más profundo que el que hasta entonces había sentido.

Tornó empero a dominarse, cerró los ojos para no verla, extendió la mano, con un movimiento convulsivo, y le arrancó la ajorca, la ajorca de oro, piadosa ofrenda de un santo arzobispo, la ajorca de oro cuyo valor equivalía a una fortuna.

Ya la presea estaba en su poder; sus dedos crispados la oprimían con una fuerza sobrenatural; sólo restaba huir, huir con ella; pero para esto era preciso abrir los ojos, y Pedro tenía miedo de ver, de ver la imagen, de ver los reyes de las sepulturas, los demonios de las cornisas, los endriagos de los capiteles, las fajas de sombras y los rayos de luz que, semejantes a blancos y gigantescos fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las naves, pobladas de rumores temerosos y extraños.

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Al fin abrió los ojos, tendió una mirada, y un grito agudo se escapó de sus labios. La catedral estaba llena de estatuas, estatuas que, vestidas con luengos y no vistos ropajes, habían descendido de sus huecos y ocupaban todo el ámbito de la iglesia y lo miraban con sus ojos sin pupila.

Santos, monjes, ángeles, demonios, guerreros, damas, pajes, cenobitas y villanos se rodeaban y confundían en las naves y en el altar. A sus pies oficiaban, en presencia de los reyes, de hinojos sobre sus tumbas, los arzobispos de mármol que él había visto otras veces inmóviles sobre sus lechos mortuorios, mientras que, arrastrándose por las losas, trepando por los machones, acurrucados en los doseles, suspendidos en las bóvedas ululaba, como los gusanos de un inmenso cadáver, todo un mundo de reptiles y alimañas de granito, quiméricos, deformes, horrorosos.

Ya no pudo resistir más. Las sienes le latieron con una violencia espantosa; una nube de sangre oscureció sus pupilas; arrojó un segundo grito, un grito desgarrador y sobrehumano, y cayó desvanecido sobre el ara.

Cuando al otro día los dependientes de la iglesia lo encontraron al pie del altar, tenía aún la ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse exclamó con una estridente carcajada:-

-¡Suya, suya!

El infeliz estaba loco.

LOS DE ABAJO MARIANO AZUELA

Sinopsis: El campesino rebelde Demetrio Macías se encuentra en su rancho El Limón con su mujer y su hijo cuando los federales llegan a buscarlo y se oculta.

Luego de matar al perro, los soldados entran y, al encontrar sola a la mujer, el oficial intenta violarla. Demetrio aparece rifle en mano, insolente y despreciativo. Los federales, asustados, se alejan del lugar.

Por temor a futuras represalias, Demetrio manda a su mujer, con el niño en brazos, a casa de sus padres, en tanto que él se encamina a las montañas en busca de sus correligionarios. Poco después el rancho arde en llamas.

Demetrio Macías es elegido jefe de los rebeldes. En la primera batalla contra un destacamento gobiernista, los alzados derrotan a los federales y éstos huyen despavoridos, pero en la refriega hieren a Demetrio. Sus compañeros lo conducen a un miserable pueblecito cercano, donde son recibidos con gran hospitalidad. Al día siguiente, hacen prisionero a un estudiante de medicina, Luis Cervantes, desertor del bando federal que quiere incorporarse a la causa revolucionaria. Primero lo encierran, pero depuestas sus sospechas, lo dejan en libertad.

Habiendo sido herido por los hombres de Macías cuando lo prendieron, el propio Cervantes se cura y más tarde también atiende a Demetrio. Así, poco a poco, va cambiando la situación del estudiante y los hombres lo aceptan como a uno más de los suyos.

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Días después, los revolucionarios parten hacia Zacatecas, para unirse a las fuerzas del general Pánfilo Natera. Durante el trayecto, en un pueblo se encuentran con tropas federales y las atacan. El asalto comienza. La descripción de la batalla es muy cruda. La brutalidad y la fiereza caracterizan a los hombres de Demetrio, que se dedican al pillaje luego de la victoria.

Posteriormente, en Fresnillo se unen a la gente de Pánfilo Natera, quien hace coronel a Demetrio. Llegan a Zacatecas y el primer asalto fracasa, pero luego derrotan a los federales y toman la ciudad.

Corre el año 1914. Demetrio Macías ya es general. Los revolucionarios han alcanzado gran poderío y cometen toda clase de atropellos, destruyendo cuanto encuentran a su paso. También está en ello Luis Cervantes, quien se ocupa de robar las joyas de las familias ricas que han huido ante la embestida revolucionaria.

En un lupanar, Demetrio conoce a la Pintada, y la hace su amante. La tropa rebelde toma rumbo a Moyahua, la tierra de Demetrio Macías. En los pueblos que atraviesan exigen aguardiente, dinero y armas; además, saquean e incendian las mansiones de los ricos.

Un correo urgente ordena la salida de la tropa rebelde hacia Jalisco. Camila, una joven de buenos sentimientos que Luis Cervantes trae al lado de Demetrio para ganarse la voluntad de éste, va tomando ascendiente sobre el caudillo y lo inclina a ser más considerado y compasivo con los prisioneros.

Mientras, la brigada aumenta día a día.

Ahora deben trasladarse a la ciudad de Aguascalientes, donde se celebrará una reunión de jefes revolucionarios. Mientras, hay un altercado y la Pintada mata a Camila. Demetrio, entonces, echa de su lado a la celosa y criminal soldadera.

En la Convención de Aguascalientes no se llega a ningún acuerdo. Macías, aunque no entiende nada de cuanto sucede, promete a Natera seguir con él y luchar a favor de Francisco Villa en contra de Venustiano Carranza, quien ha sido desconocido por dicha Convención.

Pasado un tiempo, la brigada de Demetrio Macías comienza a desintegrarse. Villa sufre la derrota de Celaya y Carranza va ganando terreno. La situación es crítica. Ya nadie sabe de qué lado está la verdad de la revolución. Las continuas luchas y saqueos han dejado tristeza y desolación. Luego de casi dos años de ausencia, Demetrio vuelve a ver a su mujer y a su hijo. El encuentro es sumamente breve. Después, Demetrio regresa a la sierra, donde él y su gente entablarán varias batallas contra los federales. En la última, los fieles compañeros de Macías van cayendo uno a uno. Demetrio queda solo, pero sigue luchando, sin errar un tiro. De pronto se disipa el humo de los fusiles: Demetrio Macías sigue apuntando al enemigo, pero esta vez con los Ojos fijos para siempre.

Los de abajo, aparecida por primera vez en 1916, se considera iniciadora del ciclo de la novela de la revolución mexicana, movimiento armado que comenzó en 1910.

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El valor de este relato del gran novelista Mariano Azuela radica en su veracidad histórica, el estilo y lenguaje realista —a manera de amplias y eficientes pinceladas— y la observación que despliega, la sugerencia de sus imágenes y descripciones, el dibujo de costumbres y, sobre todo, la verdad psicológica de sus personajes y la evolución del proceso revolucionario que describe, que va desde la pujanza y entusiasmo iniciales, hasta la duda, desconfianza, amargura, decepción y pesimismo finales, cuando son traicionados los ideales de la lucha armada.

De este modo, la obra refleja los cambios sociopolíticos ocurridos en el México de aquella época, por lo que su mayor mérito está en haber ahondado en la psicología del pueblo mexicano para dar un testimonio literario profundo y completo.

I) Resumen de los cuentos de El llano en llamas (1953)

1) Cuentos con linearidad continua:

Acuérdate (pseudo-diálogo sin intervención del interlocutor)

Nos han dado la tierra (la narración lineal sólo se irrumpe por el flashback del diálogo con el delegado del gobierno)

El llano en llamas

La noche que lo dejaron solo

No oyes ladrar los perros

Anacleto Morones

El día del derrumbe (cuento dialogado)

La herencia de Matilde Arcángel

Paso del Norte

Acuérdateº

En un monólogo en presencia de un testigo-oyente, un personaje trata de hacer recordar a otro la vida de Urbano Gómez, compañero de ambos, años atrás. Urbano es hijo de una mujer, apodada la Berenjena, que " andaba metida en líos y de cada lío salía con un muchacho" . Es el cuñado de Nachito Rivero que abandona a su mujer tras volverse loco y que se dedica a partir de entonces a tocar canciones desafinadas en una mandolina. A Urbano lo expulsan de la escuela “ porque lo encontraron con su prima la Arremangada jugando a marido y mujer" . Por la paliza que le propinó su tío Fidencio, Urbano, lleno de coraje, abandona el pueblo. Pasados varios años, regresa al lugar, convertido en policía y sin querer mediar palabra con nadie. Un día, mata con la culata de su

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máuser, a su cuñado Nachito que, por la noche, le toca una serenata. Eso lo hace huir de nuevo, pero lo encuentran y lo ahorcan.

Nos han dado la tierraº

Un narrador en primera persona narra en presente el camino por el llano que está recorriendo junto con tres compañeros. Bajo un calor sofocante, se mueven hacia la tierra que el gobierno les ha dado. El trayecto es tan agotador que ni les da para hablar. En un flashback, el narrador recuerda cómo un funcionario del gobierno les anunció que fueran a trabajar al Llano Grande. Para ellos es una gran decepción porque la tierra es tan seca y árida que resulta inútil sembrar algo.

“Así nos han dado esta tierra. Y en este comal acalorado quieren que sembremos semillas de algo, para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará aquí. (...) este terreno endurecido, donde nada se mueve y por donde uno camina como reculando.” (p. 40)*

El llano en llamasº

El Pichón recuerda la época en la que luchaba al lado de Pedro Zamora contra las tropas del gobierno. Mataban y destrozaban sin sentido, más bien en plan de juego (“daba gusto, era bonito”). También cuando ni siquiera tenían bandera por la que pelear. Pero un día, se pasaron de la raya e hicieron descarrilar un tren matando a mucha gente. Desde entonces, el gobierno los persiguió con rigor. Después de cinco años de fuga, el Pichón acabó en la cárcel. Cuando salió, lo esperaba una mujer, a la que había raptado y a cuyo padre había matado sin razón. Tuvo un hijo suyo que llevaba el mismo nombre que él. Cuando su mujer destacó que él no era ningún bandido, ningún asesino, que él era " gente buena" , el Pichón agachó la cabeza.

La noche que lo dejaron solo

Feliciano Ruelas y sus tíos Tanis y Librado luchan en la rebelión cristera. Atraviesan la Sierra y han de viajar de noche para no ser atrapados por las tropas del gobierno. Vencido por el sueño, Feliciano se detiene y pasa la noche solo, sintiendo el frío del rocío. De día prosigue su camino, siempre temiendo que lo delaten los arrieros con quienes se topó. De repente, se encuentra con los soldados y con sus tíos colgados de un árbol, cabeza abajo. (Oye que los soldados comentan que, si no dan con él, van a matar al primero que pase para cumplir las órdenes.) Se echa a correr y consigue huir.

El cuento mezcla diálogos, inserciones de un narrador en tercera persona y monólogos.

No oyes ladrar los perros

Un viejo transporta en sus espaldas a su hijo Ignacio que va herido de muerte. Su relación es tan malísima que el padre trata a su hijo de usted, pues éste se hizo salteador de caminos. Pero por el recuerdo de su mujer difunta, el padre lo lleva, montaña arriba, hasta Tonaya, con la esperanza de encontrar allí a un médico. No se divisa el pueblo y el viejo al menos quiere que su hijo escuche el

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ladrar de los perros para asegurarse de que ya están llegando. Al soltar el cuerpo muerto de su hijo destraba difícilmente los dedos con que su hijo viene sujetándose de su cuello y oye el ladrar de los perros. Hasta con esta última esperanza su hijo no lo ayudó.

Anacleto Moronesº

Lucas Lucatero cuenta en tono muy humorístico cómo diez feas mujeres viejas vinieron a su casa para pedirle que atestigüe que su suegro, Anacleto Morones, fue un santo. Quieren que se le canonice. Pero Lucas Lucatero les dice que fue todo menos un santo. Según él fue un embustero, tenía relaciones sexuales con todas las mujeres del pueblo y hasta con su propia hija, quien se quedó encinta de él. Enfadadas por tal blasfemia las mujeres se van una tras una, excepto la vieja Francisca quien se queda para pasar la noche con Lucas Lucatero y, sin saberlo, lo ayuda a amontonar piedras en la sepultura de Anacleto Morones. Pues éste, al salir de la cárcel, fue a buscar a su yerno y le exigió que le devolviera sus propiedades. Pero Lucas se lo negó, lo mató y lo enterró en el corral. A la mañana siguiente, Francisca le reprocha que no fuera nada cariñoso con ella mientras que el Niño Anacleto “Él sí que sabía hacer el amor.”

El día del derrumbeº

En este cuento humorístico dos compañeros recuerdan (en un diálogo) la fiesta que se montó en honor del gobernador quien vino a visitar al pueblo por el terremoto que se había producido allí. En realidad, había venido para asegurar el apoyo del gobierno en esta situación difícil, sin embargo, por su comportamiento y su discurso se desenmascara la hipocresía del gobierno que deja a su pueblo en la estacada. Finalmente, la visita se convirtió en una gran borrachera, que terminó en un tiroteo tumultuoso. Uno de los compañeros recuerda que por la fiesta y el lío de aquel día hasta se perdió el nacimiento de su propio hijo.

La herencia de Matilde Arcángelº

Matilde Arcángel, la mujer de Euremio Cedillo, tuvo la desgracia de morir al desbocarse un caballo, el día del bautizo de su hijo. Euremio culpó al recién nacido del suceso, pues había espantado al caballo por su llanto. Euremio, por tanto, odiaba desde ese día a su hijo hasta tal punto que fue vendiendo, poco a poco, su patrimonio para consumir el dinero en bebidas y dejar así desheredado a su hijo. Euremio hijo creció, a pesar de todo, apoyado en la piedad de otras personas; le gustaba tocar la flauta mientras el padre dormía la borrachera. Un día atravesaron el pueblo unos revoltosos y Euremio hijo se fue con ellos. Detrás llegaron las tropas del gobierno a las que Euremio padre se unió para perseguir a su hijo. Días después regresaron las tropas derrotadas. Detrás vino el joven Euremio, a caballo, tocando la flauta y portando el cuerpo muerto de su padre.

(El narrador en primera persona del cuento es el compadre de Euremio quien estaba comprometido con Matilde y fue abandonado por ella a causa de Euremio.)

Paso del Norte

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El cuento consta principalmente de un dialógo entre hijo y padre, cuya relación es pésima. El hijo le pide al padre que cuide de su familia mientras él pasa la frontera para ganarse un poco de dinero. Informa al padre de que allí donde viven ya no pueden ganarse la vida reprochándole al mismo tiempo que nunca se ocupara de él. El padre, a su vez, está amargado porque se le murieron su mujer y su hija así que desde que el hijo lo dejó se siente extremadamente solo.

En la segunda parte, introducida brevemente por un narrador en tercera persona, el lector se entera del fracaso del hijo. Al pasar el río, él y sus compañeros fueron agredidos (supuestamente por los apaches) y el hijo fue el único que pudo salvarse del tiroteo.

De vuelta en casa del padre, el hijo le relata lo que pasó pero no cosecha más que reproches. Además, el padre le dice que su mujer lo abandonó por un arriero y le exige el dinero que gastó en sus hijos (ya liquidó la casa del hijo). Desilusionado, el hijo se va en busca de su mujer.

2) Cuentos con forma cíclica (los cuentos terminan igual

que comenzaron):

Macario (el idiota reflexiona los hechos fundamentales de su vida en un orden no cronológico)

Talpa (el cuento empieza y acaba con el regreso de la peregrinación)

Luvina (comienza y acaba en la taberna)

Es que somos muy pobres

Macarioº

Macario — un idiota — mantiene a lo largo del cuento un monólogo para calmar su miedo. Está sentado en una alcantarilla esperando que salgan las ranas para matarlas y comérselas para que no despierten a su madrina. En su monólogo algo caótico el huérfano discapacitado evoca su situación de marginado en el pueblo (le agreden con piedras), sus temores de ir al infierno después de morir, su hambre insaciable y sus ganas inocentes de chupar los senos de la criada Felipa, que es su único refugio.

Talpaº

El hermano del enfermo Tanilo cuenta (en primera persona) cómo Natalia, su cuñada y él mataron a Tanilo empujándolo a emprender la larga peregrinación a Talpa. Pero después de haber conseguido su meta los adúlteros no volvieron a hablarse por el gran peso del pecado.

“Porque la cosa es que a Tanilo Santos entre Natalia y yo lo matamos. Lo llevamos a Talpa para que se muriera. Y se murió.” (p. 73)

Luvinaº

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En un pseudo-diálogo que se revela monólogo, un personaje cuenta a un viajero de camino a Luvina, lo que le pasó en este pueblo siniestro. Él fue allí con la misma esperanza del viajero, es decir, la de encontrar un futuro allí. Pero Luvina es un pueblo hostil y fantasmal (" donde anida la tristeza" ), en el que viven sólo los viejos en condiciones miserables, abandonados por los jóvenes y olvidados por el gobierno. Continúan allí para no dejar a sus muertos.

(Un narrador en tercera persona limita sus descripciones a lo más necesario.)

“San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el Purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay quien le ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que allí sopla, no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades. Y eso acaba con uno. Míreme a mí. Conmigo acabó.” (p. 120)

Es que somos muy pobresº

Un niño recuerda la catástrofe que vivió su familia. Una tormenta de verano arrasó la aldea y el agua se llevó también la vaca de su hermana Tacha. Este animal era toda la esperanza de la niña porque el padre se la había comprado como ajuar, para que no acabara prostituyéndose como sus hermanas mayores.

“Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. (...) El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición.” (p. 56)

3) Cuentos con estrucutra fragmentada:

La Cuesta de las Comadres (presenta los hechos en diferentes planos)

El hombre (tres narradores simultanean sus puntos de vista; la última parte, en otro plano, la constituye un diálogo fingido entre el borreguero y el juez, que sin embargo no interviene nunca.)

En la madrugada

!Diles que no me maten! (La presentación varía entre diálogos, narración y recuerdos con cuatro puntos de vista: de Juvencio, de su hijo, del coronel y del narrador)

La Cuesta de las Comadresº

Un personaje que habla en primera persona, sin presentarse, describe la situación de su pueblo. Todos los habitantes lo dejaron resignados porque dos caziques, los hermanos Torrico, se habían apoderado de todo el terreno. El protagonista se considera amigo de los hermanos y hasta, un día, colaboró con ellos en el asalto de un arriero. Cuando Remigio Torrico llega y acusa al protagonista de haber matado a su hermano, éste acaba con él con una aguja de arria. Le revela al cadáver que él no mató a su hermano sino que fueron los Alcaraces con quienes Odilón Torrico se había metido borracho para divertirse.

Page 15: compendio de poemas españoles

El hombre

Un hombre huye por el bosque. Va dejando sus huellas, por lo que resulta fácil perseguirlo. Perseguidor y perseguido mantienen monólogos entrelazados, que nos revelan paulatinamente que el hombre mató a la familia de su perseguidor porque éste había matado a su hermano. Le torturan remordimientos por haber acabado con toda la familia, pero la oscuridad impidió que pudiera reconocer al enemigo, así que mató a todos.

En la última parte del cuento un pastor de ovejas declara ante el juez que encontró al fugitivo, primero vivo, después muerto. Le acusan de encubridor pero él asegura que no sabía quién era aquel hombre angustiado. “Soy borreguero y no sé de otras cosas.” (p. 65)

En la madrugada

El viejo Esteban, vaquero, trabaja en la hacienda de don Justo que mantiene relaciones incestuosas con su sobrina adolescente. En una madrugada, Esteban golpea a un becerro para separarlo de la madre. Don Justo, al contemplar el suceso, le propina una fuerte paliza de la que resulta malherido. El mismo día don Justo aparece muerto, y se sospecha que Esteban fue el asesino. Éste, sin embargo, no se acuerda.

“Que dizque yo lo maté. Bien pudo ser. Pero también pudo ser que él se haya muerto de coraje. Tenía muy mal genio.” (p. 70)

Diles que no me maten

Juvencio Nava mató a su compadre don Lupe Torreros por haberle matado un animal. Juvencio es encarcelado. Soborna al juez. Sale de la cárcel y pasa 35 años como fugitivo atormentado por un miedo permanente, terminando por establecerse en otro terreno. A los 60 años dan con él. El coronel que manda fusilarlo es hijo de don Lupe.

“Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.” (p. 109)

El cuento mezcla diálogos entre hijo y padre, inserciones de un narrador en tercera persona, monólogos del viejo Juvencio (mezcla de discurso directo y discurso indirecto libre) así como de su hijo.