Comaroff Jean y John La Etnografia y La Imaginacion Historica Final
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LA ETNOGRAFÍA Y LA IMAGINACIÓN HISTÓRICA
John y Jean Comaroff
En: Ethnography and the historical imagination. Boulder: Westview Press (1992). Capítulo 1, pp. 3-11
(Traducción preliminar para la cátedra Antropología Sistemática III de M. Kalzestein, Inés Fernández de
Casal y Pablo Wright).
Con correcciones de
Salvador Aquino
(agosto de 2014)
“Guerreros místicos ganan terreno en la guerra en Mozambique”, era el encabezado
lo suficientemente exótico como para ser el titular de la página del Chicago Tribune
de un domingo.
“Llamemos a esto uno de los misterios de África”, comenzaba el reportaje. “En las
regiones del norte de Mozambique devastadas por la guerra, en remotas aldeas de
chozas de paja donde el mundo moderno ha penetrado escasamente, espíritus
sobrenaturales y pociones mágicas están repentinamente ganando una guerra civil
que armas mecánicas, morteros y granadas no pudieron”. El énfasis fue puesto en
describir el armamento de varios miles de hombres y muchachos luciendo vinchas
rojas en la cabeza y blandiendo lanzas. Denominados en memoria de su líder,
Naparama –de quien se dijo que ha resucitado de la muerte-, ellos despliegan sobre
sus pechos las cicatrices de una vacunación contra las balas. Su terreno es la
aterrorizada provincia de Zambesia, donde una guerra civil con Sudáfrica ha sido
salvajemente mantenida desde hace unos quince años. Actualmente los rebeldes
fuertemente armados escapan de la vista de los Naparama, y las tropas
gubernamentales aparecen igualmente espantadas. Diplomáticos y analistas
occidentales, señala el reportaje, “pueden solamente rascarse sus cabezas
sorprendidos”. La noticia final en un tono de picaresca autoridad decía: “Gran parte de
la efectividad de los Naparama puede ser explicada por el predominio de creencias
supersticiosas en todo Mozambique, un país en donde los mercados de la ciudad
siempre tienen puestos para vender medicinas, amuletos, manos de monos, y patas
de avestruz para defenderse de los espíritus demoníacos”.
Enfrentados con tal evidencia, los antropólogos podrían ser perdonados por dudar de
haber hecho ningún impacto en la conciencia occidental. Pasaron más de 50 años
desde que Evans-Pritchard (1937) mostró con sencilla prosa que la magia Zande era
una cuestión de razón práctica, que la “mentalidad primitiva” es una ficción del
pensamiento moderno; más de 50 años de escritura en un esfuerzo por contextualizar
lo curioso. Sin embargo no hemos superado el reflejo que califica de “supersticiosas”
a la mayoría de las creencias africanas. No, las aldeas de paja y las pociones
mágicas son tan confiables en este texto como en cualquier relato de viajero de fines
del siglo XIX. Existe aún el aroma de un tráfico de carne (las manos de mono, las
patas de avestruz). No importa que estos indómitos guerreros sean de hecho las
víctimas de un conflicto totalmente moderno, que usen vestimentas civilizadas y se
alineen en combate cantando canciones cristianas. En la imaginación popular ellos
son signos completamente cargados de lo primitivo, excusa para un evolucionismo
que los coloca a ellos –y a sus correrías fascinantes-en un irrecuperable abismo con
nosotros mismos.
Estos salvajes sensacionalizados, que irrumpieron a través de nuestro umbral un
domingo nevado, sirvieron para enfocar nuestro interés acerca del lugar de la
antropología en el mundo contemporáneo. Porque el “artículo” contó menos de los
soldados mozambiquenses que de la cultura que ha conjurado su propia imagen
invertida. A pesar de la afirmación de que el significado ha perdido sus anclajes en el
mundo capitalista tardío, había una predictibilidad banal acerca de esta noticia.
Descansaba en la vieja oposición entre la mundanidad secular y el misterio espectral,
el modernismo europeo y el primitivismo africano. Es más, el contraste implicaba un
telos, una visión demasiado familiar de la Historia como un pasaje épico del pasado al
presente. El surgimiento de Occidente, nuestra cosmología nos dice, está
acompañada paradójicamente por una Caída: el costo del avance racional ha sido
nuestro eterno exilio desde el jardín sagrado, desde sus encantados caminos de
conocer y ser. Solo el hombre natural, no reconstruido por el toque de Midas de la
modernidad, puede deleitarse en sus seductoras certidumbres.
El mito es tan viejo como las montañas. Pero ha tenido un impacto duradero en el
pensamiento post-iluminista en general, y en particular en las ciencias sociales. Ya
sea clásica o crítica, una celebración de la modernidad o una denuncia de su jaula de
hierro, estas “ciencias” han compartido, al menos hasta ahora, la premisa del
desencantamiento –del movimiento de la humanidad desde la especulación religiosa
a la reflexión secular, de la teodicea a la teoría, de la cultura a la razón práctica
(Sahlins 1976). Los antropólogos, por supuesto, difícilmente han ignorado los efectos
sobre la disciplina del persistente legado del evolucionismo (Goody 1977; Clifford
1988). Sin embargo, permanece en nuestros huesos, por así decirlo, con profundas
implicaciones para nuestras nociones de historia y teorías del significado.
Los guerreros místicos subrayan nuestra propia desconfianza en el
desencantamiento, nuestra renuencia a ver la modernidad –en completo contraste
con la tradición- como manejadora de una dura cuña entre cosmología e historia
(Anderson 1983:40). Para estar seguros, nunca hemos brindado ninguna certeza
analítica a esta oposición ideológicamente cargada o a alguna de sus aliadas
(simple:complejo; adscriptivo:impulsado-para logros; colectivista:individualista;
ritualista:racionalista; y así sucesivamente). Porque, vestidos como pseudohistoria,
estos dualismos se alimentan unos a otros, caricaturizando las realidades empíricas
que se propone revelar. Las comunidades “tradicionales” aún se sostienen
frecuentemente, por ejemplo, en certezas sagradas; las sociedades modernas, por su
parte, se basan en la historia para explicarse a sí mismas o para mitigar su sentido de
alienación y pérdida (cf. Anderson 1983:40; Keyes, Kendall and Hardacre). Es más,
estos contrastes estereotípicos son fácilmente espacializados en el abismo entre
Occidente y el resto. A pesar de lo que hagan, los Naparama nunca serán más que
rebeldes primitivos, sacudiendo sus sables, sus “armas culturales”, en la prehistoria
de un amanecer africano. Como Fields observara (1985), sus formas “milenarias”
raramente son atribuidas a motivos propiamente políticos, raramente se les
acreditan acciones racionales intencionales de las que la historia supuestamente está
hecha. En estos casos, el ojo occidental pasa por alto similitudes importantes en el
modo en que las sociedades en todas partes están hechas y rehechas. Y, muy a
menudo, nosotros los antropólogos hemos exacerbado esto. Porque nosotros
tenemos nuestro propio interés en preservar zonas de “tradición”, en enfatizar la
reproducción social sobre el cambio fortuito, la cosmología sobre el caos (Asad, 1973;
Taussig 1987). Aun cuando exponemos nuestras islas etnográficas a las corrientes
cruzadas de la historia, permanecemos temerosos. Todavía separamos las
comunidades locales de los sistemas globales, la descripción densa de culturas
particulares de la narrativa delgada (thin) de los sucesos mundiales.
Los soldados a prueba de balas nos recuerdan que las realidades vividas desafían los
dualismos fáciles, que los mundos en cualquier parte son fusiones complejas de lo
que nosotros llamamos modernidad y magia (magicality), racionalidad y ritual, historia
y el aquí y ahora. De hecho, nuestros estudios de los Tswana meridionales nos han
probado extensamente que ninguna de éstas eran opuestas en primer lugar –excepto
tal vez en la imaginación colonizante y en ideologías como el apartheid, que se han
originado de ella. Si Permitimos que la conciencia histórica y la representación
puedan tomar formas muy diferentes de aquellas de occidente, entonces gente de
cualquier parte resulta ser que ha tenido historia desde siempre.
Como se ha vuelto sentido común como para señalarlo, entonces, los colonizadores
europeos no llevaron, en un acto de heroísmo digno de Carlyle (1842), la Historia
Universal a los pueblos sin ella. Irónicamente, trajeron historias en particular, historias
mucho menos predictibles que las que hubiéramos estado inclinados a pensar. Por
ello, a pesar de los reclamos de la teoría de la modernización, de los marxistas
dependentistas [SIC], o de los modelos de “modo de producción”, las fuerzas globales
participaron dentro de las formas y condiciones locales en forma inesperada,
cambiando estructuras conocidas en extraños híbridos. Nuestra propia evidencia
muestra que la incorporación de los sudafricanos negros a la economía mundial no
erosionó simplemente las diferencias o produjo mundos homogéneos y
racionalizados. El dinero y las mercancías, el alfabetismo y la cristiandad desafiaron
los símbolos locales, amenazando con convertirlos en moneda universal. Pero
precisamente porque la cruz, el libro, y la moneda eran signos tan saturados, ellos
fueron variada e ingeniosamente reutilizados para albergar una serie de nuevos
significados en tanto los pueblos no occidentales –profetas Tswna, combatientes
Naparama, y otros-conformaron sus propias visiones de la modernidad (cf. Clifford
1988:5-6). Ninguna fue (o es) meramente un rasgo de las comunidades
“transicionales”, de aquellos marginales a la razón burguesa y de la economía
mercantil. En nuestros ensayos, en la medida que seguimos a colonizadores de
diferentes clases desde la metrópolis hasta África y viceversa, se tornó claro que la
cultura del capitalismo ha estado siempre atravesada por sus propias magias
(magicalities) y formas de encantamiento, todo lo cual requiere un análisis. Como los
evangelistas del s XIX que acusaban a los pobres de Londres de extrañas y salvajes
costumbres (ver capítulo 10), Marx insistía en comprender las mercancías como
objeto de culto primitivo, como fetiches. Siendo jeroglíficos sociales más que meros
objetos alienantes, ellos describen un mundo de poder y significado densamente
entrelazados, encantados por una creencia “supersticiosa” en su capacidad de ser
fecundos y multiplicarse. Aunque estos bienes curiosos son más prevalentes en las
sociedades “modernas”, su espíritu, como Marx mismo lo reconoció infecta la política
del valor por todas partes. Si, como el capítulo 5 lo demuestra, dirigimos nuestra
mirada más allá del horizonte donde los así llamados primer y tercer mundo se
encuentran, conceptos como la mercancía dan lugar a especulaciones útiles acerca
de la constitución de las culturas usualmente vistas como no capitalistas. Y así el
dogma del desencantamiento se remueve.
Salvo en las aserciones de nuestra propia cultura, en síntesis, aserciones que han
justificado largamente el impulso colonial, no existe un gran abismo entre “tradición” y
“modernidad” –o “posmodernidad”, para el caso. Ni, como otros antes que nosotros
han señalado, es mucho lo que se puede ganar de contrastes tipológicos entre
mundos de gesellschaft (sociedades) y gemeinschaft (colectividades), o entre
economías gobernadas por el valor de uso y el valor de cambio. Pero aquí estamos
menos interesados en hacer una observación metodológica. Si tales distinciones no
se mantienen, se sigue que los modos de descubrimiento asociados a ellas
–etnografías para las comunidades “tradicionales”, historia para el mundo “moderno”,
pasado y presente-tampoco se pueden delinear claramente. Requerimos la etnografía
para conocernos a nosotros mismos, así como necesitamos la historia para conocer a
los otros no-occidentales. Porque la etnografía sirve al mismo tiempo para hacer lo
familiar extraño y lo extraño familiar, tanto mejor para comprenderlos a ambos. Esto
es, se podría decir, la carne de cañón de una antropología crítica. Con respecto a
nuestra propia sociedad, esto es especialmente crucial. Porque es argumentable que
muchos de los conceptos sobre los cuales nos basamos para describir la vida
moderna –modelos estadísticos, elección racional, y teoría de juegos, aún historias
logocéntricas de eventos, estudios de caso, y relatos biográficos-son instrumentos de
lo que Bourdieu llama (1977:97ss), en un contexto diferente, la “ilusión sinóptica”.
Ellos son nuestra propia cosmología racionalizante haciéndose pasar por ciencia,
nuestra cultura exhibiéndose como causalidad histórica. Todo esto, como muchos lo
reconocen ahora, requiere dos cosas simultáneamente: que consideremos nuestro
propio mundo como un problema, un sitio propio para la investigación etnográfica, y
que, para realizar adecuadamente esta intención, que desarrollemos una antropología
genuinamente historizada. Pero, ¿cómo exactamente vamos a hacer esto?
Contrariamente a cierta opinión académica, no es tan fácil alinearnos de nuestro
propio contexto significativo, tornar extraña nuestra propia existencia. ¿Cómo
hacemos etnografías de, y en, el orden mundial contemporáneo? ¿Cuáles podrían ser
las direcciones sustantivas de tal antropología histórica “neomoderna”?
“Tanto la historia como la etnografía están interesadas en sociedades diferentes que en
las que vivimos. Tanto si esta otredad (otherness) se debe a una lejanía en el tiempo o a
una lejanía en el espacio, o incluso a la heterogeneidad cultural, es de importancia
secundaria comparada con la similaridad básica de perspectiva (…) En ambos casos
estamos tratando con sistemas de representaciones que difieren para cada miembro del
grupo y que, en su totalidad, difieren de las representaciones del investigador. El mejor
estudio etnográfico nunca hará del lector un nativo… Todo lo que el historiador o el
etnógrafo pueden hacer, y todo lo que podemos esperar de ellos, es ampliar una
experiencia específica a las dimensiones de una experiencia más general” (Claude
Lévi-Strauss 1963:16-17).
Estas cuestiones se pueden analizar en dos partes, dos motivos complementarios
que comienzan en forma separada y, como un clásico pas de deux, se unen
lentamente, paso a paso. El primero pertenece a la etnografía, el segundo a la
historia. Como hemos observado, el estatus contemporáneo de la etnografía en las
ciencias humanas es algo cercano a la paradoja. Por un lado su autoridad ha sido, y
es seriamente cuestionada desde dentro de la antropología como desde fuera; por el
otro, está siendo ampliamente apropiada como un método liberador en otros campos
que el propio –entre ellos, los estudios culturales y legales, sociología, historia social,
y ciencias políticas. ¿Están estas disciplinas sufriendo un atraso crítico? ¿O, de un
modo más realista, es un sentido simultáneo de esperanza y desesperación
intrínseco a la etnografía? ¿Su relativismo le brinda lugar a un sentido perdurable de
sus propias limitaciones, de su propia ironía?
Parece haber mucha evidencia en el reciente reclamo de Aijmer (1988:424) acerca de
que la etnografía “siempre ha estado vinculada con problemas epistemológicos”. En
este sentido, sus padres fundadores, habiendo tomado el campo para subvertir los
universalismos occidentales con particularidades nooccidentales, ahora están
acusados de haber servido a la causa del imperialismo. Y las generaciones de
antropólogos especializados desde entonces han luchado con las contradicciones de
un modo de investigar que aparece, por turnos, únicamente revelador e
irremediablemente etnocéntrico.
La ambivalencia es palpable también en las críticas a las antropología que la acusan
de fetichizar la diferencia cultural (Asad 1973; Fabian 1983; Said 1989) como –por su
inflexible prejuicio burgués-de borrar la diferencia por completo (Taussig 1987). En
una reciente síntesis, por ejemplo, Sangren (1988:406) reconoce que la etnografía
“en cierta medida hace un objeto del otro”. Sin embargo continúa afirmando que fue
“dialógica mucho antes de que el término se volviese popular”. Argumentos similares,
uno podría agregar, se escuchan en otros campos académicos que se basan en la
observación participante: Al revisar la creciente literatura en estudios culturales, por
ejemplo Graeme Turner (1990:178) señala que “el impulso democrático y el efecto
inevitable de la práctica etnográfica en la academia se contradicen mutuamente”.
Pero ¿por qué esta persistente ambivalencia? ¿Es la etnografía, como muchos de
sus críticos han insinuado, singularmente precaria en su empirismo ingenuo, su
irreflexibidad filosófica, su orgullo interpretativo? Metodológicamente hablando, la
etnografía posee ecos extrañamente anacrónicos, que nos remontan atrás al credo
clásico de que “ver es creer”. Este punto es evocador de las primeras ciencias
biológicas, donde la observación clínica, la penetrante mirada humana, era
francamente celebrada (Foucault 1975; Lévi-Strauss 1976:35; Pratt 1985); esto nos
recuerda aquí que la biología fue el modelo elegido, durante la era dorada de la
antropología social, para una “ciencia natural de la sociedad” (Radcliffe-Brown 1957).
La disciplina, no obstante nunca desarrolló realmente una defensa de los
instrumentos objetivantes, las estrategias estandarizadas, y las fórmulas
cuantificantes. Ha continuado siendo, como Evans-Pritchard insistiera tiempo atrás
(1950;1961), un arte humanístico, a pesar de sus pretensiones a veces científicas. Y
aun cuando nunca ha sido teóricamente homogénea, disputas y diferencias internas
raramente llevaron a divisiones profundas de su modus operandi. En efecto, el crítico
hostil podría reclamar que la etnografía es una reliquia del tiempo de los escritos de
viaje y exploración, de la aventura y el asombro; que se contenta con ofrecer
observaciones de escala humana y falibilidad; que aún depende, artificiosamente de
la facticidad de la experiencia de primera mano. Aun así se podría argumentar que la
mayor debilidad de la etnografía es también su mayor fuerza, una paradoja de tensión
productiva. Porque rechaza colocar su confianza en técnicas que brindan a métodos
más científicos su objetividad ilusoria: su insistencia en unidades de análisis a priori
estandarizadas, por ejemplo, o su dependencia de una mirada despersonalizada que
separa el sujeto del objeto. Con seguridad, el término “observación participante” -un
oxímoron para los creyentes en la ciencia valorativamente neutral-connota la
inseparabilidad del conocimiento de su conocedor. En la antropología, el observador
es auto-evidentemente su “propio instrumento de observación” (Lévi-Strauss
1976:35). Este es todo el punto. Aunque quisieran, lo etnógrafos no podrían, a pesar
del idilio purificador de la etnociencia, intentar quitar cada vestigio de la arbitrariedad
con la que leen signos significativos en un paisaje cultural. Pero seguramente sería
erróneo concluir que su método sea particularmente vulnerable, más que otros
esfuerzos para comprender mundos humanos (o incluso no humanos).
En este sentido, el “problema” del conocimiento antropológico es sólo una instancia
más tangible de algo común a todas las epistemologías modernistas, como han
notado hace tiempo los filósofos de la ciencia (Kuhn 1962; Lákatos and Musgrave
1968; Figlio 1976). Porque la etnografía personifica, en sus métodos y modelos, la
ineludible dialéctica del hecho y el valor. De todos modos, la mayoría de los que la
practican insisten en afirmar la utilidad –en realidad el potencial creativo- de tan
“imperfecto” conocimiento. Tienden tanto a reconocer la imposibilidad de la verdad y
lo absoluto, como a evitar la incredulidad. A pesar del idioma realista de sus trabajos,
aceptan ampliamente que –como las otras formas de comprensión-la etnografía es
históricamente contingente y configurada culturalmente. Incluso a veces han
encontrado vigorizante la contradicción.
Aun, vivir con inseguridad es más tolerable para algunos que para otros. Aquellos
actualmente preocupados por la cuestión de la falla en la autoridad de los etnógrafos
que pretenden ser buenos (no iluminados) por ser realistas pasados de moda. Por
eso Clifford (1988:43) nota que aún si nuestros relatos “dramatizan eficazmente el
intercambio intersubjetivo del trabajo de campo… siguen siendo representaciones de
un diálogo”. Como si la imposibilidad de describir el encuentro en su totalidad, sin
ninguna mediación, nos condenara a verdades menores. Del mismo modo, Marcus
(1986:190) contrapone “etnografía realista” ante una nueva forma “modernista” que,
porque “no podrá obtener nunca el conocimiento de la realidad que las estadísticas
pueden”, deberá “evocar el mundo sin representarlo”. ¡Si no podemos tener una
representación real, no tengamos ninguna! Sin embargo, ¿esto reinscribe el realismo
naif como un – inalcanzable-ideal? ¿Por qué? ¿Por qué deberíamos los antropólogos
asustarnos ante el hecho de que nuestros relatos son representaciones refractarias,
que no pueden transmitir un sentido no distorsionado del “misterio con-final-abierto”
de la vida social como la gente experimenta? ¿Por qué, no deberíamos los etnógrafos
describir cómo son esas experiencias social, cultural e históricamente fundadas o
discutir acerca de los mundos evocados, con el objetivo de enriquecer nuestras
propias maneras de ver y ser, de subvertir nuestras propias seguridades? (cf. Van der
Veer 1990:739). La etnografía en todo caso, no habla por otros, sino acerca de ellos
ellas. Ni imaginativamente, ni empíricamente puede jamás “capturar” su realidad.
Aunque parezca improbable, esto nos llegó en un baño de la London School of
Economics en 1968. Resultó ser la primera vez que saboreamos la deconstrucción,
tal vez ahí empezó la antropología posmoderna. En una perta destartalada, un artista
desconocido –tal vez un estudiante descarriado preguntaba a nadie en particular “ ¿
Es Raymond Firth real o sólo una creación de la imaginación Tikopeana?” Para
ampliar el punto, la etnografía no es un vano intento de traducción literal, en la cual
nos vestimos con el manto de otro ser, concebido en cierta forma como proporcional
al nuestro. Es un modo históricamente situado de entender contextos históricamente
situados, cada uno con sus propias, tal vez radicalmente diferentes clases de sujetos,
y subjetividades, objetos y objetivos. También ha sido, hasta ahora, un inescapable
discurso occidental. En él, para retomar lo dicho anteriormente, narramos lo no
familiar –otra vez la paradoja, la parodia de doxa-para confrontar lo límites de nuestra
propia epistemología, nuestra propia visión de persona, agencia e historia. Estas
críticas no pueden ser completas o finales, por supuesto, ya que continúan
embebidas en formas de pensamiento y práctica no totalmente conscientes o
ignorantes de limitaciones. Pero proveen un camino, en nuestra cultura, para
decodificar esos signos que se disfrazan a sí mismos de universales y naturales, para
trabarse en inquietantes intercambios con aquellos, incluidos estudiosos, que viven
en diferentes mundos.
Por todo esto, es imposible librarnos del etnocentrismo que acosa nuestro deseo de
conocer a los otros, aunque nos confundamos con el problema en formas todavía
más refinadas. Así muchos antropólogos han sido cautelosos con ontologías que
anteponen individuos antes que contextos. Porque estas se basan en supuestos
manifiestamente occidentales: entre ellos, que los seres humanos pueden triunfar en
sus contextos a pura fuerza de voluntad, que economía, cultura y sociedad son el
agregado de acción e intención individual. Sin embargo, como señalaremos
nuevamente más abajo, se ha demostrado excesivamente difícil echar al sujeto
burgués fuera del rebaño antropológico. Él/ella ha vuelto con distintos trajes, desde el
hombre maximizador (maximizing man) de Malinowsky, hasta el hacedor de
significados de Geertz. Irónicamente, ella/el aparece otra vez entre los que critican la
antropología por fallar al no representar el “punto de vista de los nativos”. Sangren
(1988:416) alega vigorosamente que este es un legado de la antropología cultural
americana, o al menos de la versión que separa cultura de sociedad, sujetos que
experimentan fuera de las condiciones que los producen. Bajo estas condiciones, la
cultura se convierte en material de fabricación intersubjetiva: una red a ser tejida, un
texto a ser transcrito. Y la etnografía resulta “dialógica”, no en el sentido
completamente socializado de Bakhtin, sino en el sentido más estrecho de un
intercambio diádico, descontextualizado, entre antropólogo e informante. Deberíamos
resistir la reducción de la investigación antropológica a un ejercicio de
“intersubjetividad”, la comunión de actores fenomenológicamente concebidos sólo a
través de la conversación. Como remarca Hindess (1973:24) la reducción de la
ciencia social a los términos de sujeto experimentador es producto del humanismo
moderno, de una occidental e históricamente específica visión del mundo. Tratar a la
etnografía como un encuentro entre un observador y otro – Conversations with
Ogotemmeli (Griaule 1965) o The Headman and I (Dumont 1978) -es convertir a la
antropología en una entrevista global, etnocéntrica. Pero es precisamente esta
perspectiva lo que garantiza el llamado a la antropología para ser “dialógica” –así
hacemos justicia al rol del “informante nativo”, el objeto singular, en la producción de
nuestros textos. Generaciones de antropólogos lo han dicho de diferentes maneras: a
fin de interpretar los gestos de otros, sus palabras y guiños y otros lenguajes,
tenemos que situarlos dentro de los sistemas de signos y relaciones, de poder y de
significados que los animan. Nuestra preocupación al final es la interacción de dichos
sistemas –muchas veces sistemas relativamente abiertos- y con las personas y
eventos que producen; un proceso que necesita no privilegiar ni el ego soberano ni
las estructuras sofocantes. La etnografía, argumentaríamos, es más un ejercicio
dialéctico que dialógico, aunque el segundo es siempre parte del primero. Además de
conversación, implica observación de actividad e interacción tanto formal como
difusa, de modos de control y límites, de silencio así como también de afirmación y
desafío. A lo largo del camino, los etnógrafos también leen diversos tipos de textos:
libros, cuerpos, edificios, incluso ciudades (Holston 1989; Comaroff and Comaroff
1991). Pero deben siempre dar contexto a los textos y asignar valores a las
ecuaciones de poder y significado que expresan. No es que los contextos estén allí.
Deben también ser construidos analíticamente a la luz de nuestras suposiciones
sobre el mundo social. “La representación de sistemas impersonales más amplios”,
en resumen, no es indefendible en “el espacio narrativo de la etnografía” (Marcus
1986:190). Aparte de todo lo demás, dichos sistemas están implicados, aunque no lo
reconozcamos, en las frases y escenas que interpretamos con nuestra limitada visión.
Pero más que esto: la etnografía seguro se extiende más allá del rango del ojo
empírico; su espíritu inquisidor nos llama a basar la acción subjetiva y culturalmente
configurada en la sociedad y la historia –y viceversa-cueste lo que cueste. Ese
espíritu es presente, debemos verlo, en el trabajo de historiadores que insisten en
que la imaginación humana en si misma por fuerza un “fenómeno… colectivo,
social” (Le Goff 1988:5; nuestro énfasis). En este sentido, uno puede “hacer”
etnografía en los archivos, como Darton (1985:3) sugiere con la frase ‘historia en el
grano etnográfico” (ver pagina 14). Uno puede también “hacer” la antropología de
fuerzas y formaciones nacionales e internacionales: del colonialismo, evangelismo,
batallas por la liberación, movimientos sociales, diásporas dispersas, “desarrollo”
regional y otros temas. Tales sistemas parecen impersonales y no etnográficos solo
para quienes separan lo “subjetivo” del mundo “objetivo”, proponiendo que lo primero
es para la antropología y lo segundo para las teorías globales (Marxismo, sistema
mundo, estructuralismo) en cuyas alas la etnografía puede encontrar una posición
precaria (e.g. Marcus 1986). De hecho, los sistemas parecen “impersonales” y los
análisis holísticos inconsistentes cuando excluimos de ellos todo espacio para las
maniobras humanas, para la ambivalencia y la indeterminación histórica- cuando
fallamos en aceptar que el significado es siempre hasta cierto grado arbitrario y difuso
y que la vida social en todas partes descansa en la habilidad imperfecta de reducir la
ambigüedad y concentrar el poder.