Comaroff Jean y John La Etnografia y La Imaginacion Historica Final

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LA ETNOGRAFÍA Y LA IMAGINACIÓN HISTÓRICA John y Jean Comaroff En: Ethnography and the historical imagination. Boulder: Westview Press (1992). Capítulo 1, pp. 3-11 (Traducción preliminar para la cátedra Antropología Sistemática III de M. Kalzestein, Inés Fernández de Casal y Pablo Wright). Con correcciones de Salvador Aquino (agosto de 2014) “Guerreros místicos ganan terreno en la guerra en Mozambique”, era el encabezado lo suficientemente exótico como para ser el titular de la página del Chicago Tribune de un domingo. “Llamemos a esto uno de los misterios de África”, comenzaba el reportaje. “En las regiones del norte de Mozambique devastadas por la guerra, en remotas aldeas de chozas de paja donde el mundo moderno ha penetrado escasamente, espíritus sobrenaturales y pociones mágicas están repentinamente ganando una guerra civil que armas mecánicas, morteros y granadas no pudieron. El énfasis fue puesto en describir el armamento de varios miles de hombres y muchachos luciendo vinchas rojas en la cabeza y blandiendo lanzas. Denominados en memoria de su líder, Naparama de quien se dijo que ha resucitado de la muerte-, ellos despliegan sobre sus pechos las cicatrices de una vacunación contra las balas. Su terreno es la aterrorizada provincia de Zambesia, donde una guerra civil con Sudáfrica ha sido salvajemente mantenida desde hace unos quince años. Actualmente los rebeldes fuertemente armados escapan de la vista de los Naparama, y las tropas gubernamentales aparecen igualmente espantadas. Diplomáticos y analistas occidentales, señala el reportaje, “pueden solamente rascarse sus cabezas sorprendidos”. La noticia final en un tono de picaresca autoridad decía: “Gran parte de la efectividad de los Naparama puede ser explicada por el predominio de creencias supersticiosas en todo Mozambique, un país en donde los mercados de la ciudad siempre tienen puestos para vender medicinas, amuletos, manos de monos, y patas de avestruz para defenderse de los espíritus demoníacos”. Enfrentados con tal evidencia, los antropólogos podrían ser perdonados por dudar de haber hecho ningún impacto en la conciencia occidental. Pasaron más de 50 años desde que Evans-Pritchard (1937) mostró con sencilla prosa que la magia Zande era una cuestión de razón práctica, que la “mentalidad primitiva” es una ficción del pensamiento moderno; más de 50 años de escritura en un esfuerzo por contextualizar lo curioso. Sin embargo no hemos superado el reflejo que califica de “supersticiosas” a la mayoría de las creencias africanas. No, las aldeas de paja y las pociones mágicas son tan confiables en este texto como en cualquier relato de viajero de fines

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LA ETNOGRAFÍA Y LA IMAGINACIÓN HISTÓRICA

John y Jean Comaroff

En: Ethnography and the historical imagination. Boulder: Westview Press (1992). Capítulo 1, pp. 3-11

(Traducción preliminar para la cátedra Antropología Sistemática III de M. Kalzestein, Inés Fernández de

Casal y Pablo Wright).

Con correcciones de

Salvador Aquino

(agosto de 2014)

“Guerreros místicos ganan terreno en la guerra en Mozambique”, era el encabezado

lo suficientemente exótico como para ser el titular de la página del Chicago Tribune

de un domingo.

“Llamemos a esto uno de los misterios de África”, comenzaba el reportaje. “En las

regiones del norte de Mozambique devastadas por la guerra, en remotas aldeas de

chozas de paja donde el mundo moderno ha penetrado escasamente, espíritus

sobrenaturales y pociones mágicas están repentinamente ganando una guerra civil

que armas mecánicas, morteros y granadas no pudieron”. El énfasis fue puesto en

describir el armamento de varios miles de hombres y muchachos luciendo vinchas

rojas en la cabeza y blandiendo lanzas. Denominados en memoria de su líder,

Naparama –de quien se dijo que ha resucitado de la muerte-, ellos despliegan sobre

sus pechos las cicatrices de una vacunación contra las balas. Su terreno es la

aterrorizada provincia de Zambesia, donde una guerra civil con Sudáfrica ha sido

salvajemente mantenida desde hace unos quince años. Actualmente los rebeldes

fuertemente armados escapan de la vista de los Naparama, y las tropas

gubernamentales aparecen igualmente espantadas. Diplomáticos y analistas

occidentales, señala el reportaje, “pueden solamente rascarse sus cabezas

sorprendidos”. La noticia final en un tono de picaresca autoridad decía: “Gran parte de

la efectividad de los Naparama puede ser explicada por el predominio de creencias

supersticiosas en todo Mozambique, un país en donde los mercados de la ciudad

siempre tienen puestos para vender medicinas, amuletos, manos de monos, y patas

de avestruz para defenderse de los espíritus demoníacos”.

Enfrentados con tal evidencia, los antropólogos podrían ser perdonados por dudar de

haber hecho ningún impacto en la conciencia occidental. Pasaron más de 50 años

desde que Evans-Pritchard (1937) mostró con sencilla prosa que la magia Zande era

una cuestión de razón práctica, que la “mentalidad primitiva” es una ficción del

pensamiento moderno; más de 50 años de escritura en un esfuerzo por contextualizar

lo curioso. Sin embargo no hemos superado el reflejo que califica de “supersticiosas”

a la mayoría de las creencias africanas. No, las aldeas de paja y las pociones

mágicas son tan confiables en este texto como en cualquier relato de viajero de fines

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del siglo XIX. Existe aún el aroma de un tráfico de carne (las manos de mono, las

patas de avestruz). No importa que estos indómitos guerreros sean de hecho las

víctimas de un conflicto totalmente moderno, que usen vestimentas civilizadas y se

alineen en combate cantando canciones cristianas. En la imaginación popular ellos

son signos completamente cargados de lo primitivo, excusa para un evolucionismo

que los coloca a ellos –y a sus correrías fascinantes-en un irrecuperable abismo con

nosotros mismos.

Estos salvajes sensacionalizados, que irrumpieron a través de nuestro umbral un

domingo nevado, sirvieron para enfocar nuestro interés acerca del lugar de la

antropología en el mundo contemporáneo. Porque el “artículo” contó menos de los

soldados mozambiquenses que de la cultura que ha conjurado su propia imagen

invertida. A pesar de la afirmación de que el significado ha perdido sus anclajes en el

mundo capitalista tardío, había una predictibilidad banal acerca de esta noticia.

Descansaba en la vieja oposición entre la mundanidad secular y el misterio espectral,

el modernismo europeo y el primitivismo africano. Es más, el contraste implicaba un

telos, una visión demasiado familiar de la Historia como un pasaje épico del pasado al

presente. El surgimiento de Occidente, nuestra cosmología nos dice, está

acompañada paradójicamente por una Caída: el costo del avance racional ha sido

nuestro eterno exilio desde el jardín sagrado, desde sus encantados caminos de

conocer y ser. Solo el hombre natural, no reconstruido por el toque de Midas de la

modernidad, puede deleitarse en sus seductoras certidumbres.

El mito es tan viejo como las montañas. Pero ha tenido un impacto duradero en el

pensamiento post-iluminista en general, y en particular en las ciencias sociales. Ya

sea clásica o crítica, una celebración de la modernidad o una denuncia de su jaula de

hierro, estas “ciencias” han compartido, al menos hasta ahora, la premisa del

desencantamiento –del movimiento de la humanidad desde la especulación religiosa

a la reflexión secular, de la teodicea a la teoría, de la cultura a la razón práctica

(Sahlins 1976). Los antropólogos, por supuesto, difícilmente han ignorado los efectos

sobre la disciplina del persistente legado del evolucionismo (Goody 1977; Clifford

1988). Sin embargo, permanece en nuestros huesos, por así decirlo, con profundas

implicaciones para nuestras nociones de historia y teorías del significado.

Los guerreros místicos subrayan nuestra propia desconfianza en el

desencantamiento, nuestra renuencia a ver la modernidad –en completo contraste

con la tradición- como manejadora de una dura cuña entre cosmología e historia

(Anderson 1983:40). Para estar seguros, nunca hemos brindado ninguna certeza

analítica a esta oposición ideológicamente cargada o a alguna de sus aliadas

(simple:complejo; adscriptivo:impulsado-para logros; colectivista:individualista;

ritualista:racionalista; y así sucesivamente). Porque, vestidos como pseudohistoria,

estos dualismos se alimentan unos a otros, caricaturizando las realidades empíricas

que se propone revelar. Las comunidades “tradicionales” aún se sostienen

frecuentemente, por ejemplo, en certezas sagradas; las sociedades modernas, por su

parte, se basan en la historia para explicarse a sí mismas o para mitigar su sentido de

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alienación y pérdida (cf. Anderson 1983:40; Keyes, Kendall and Hardacre). Es más,

estos contrastes estereotípicos son fácilmente espacializados en el abismo entre

Occidente y el resto. A pesar de lo que hagan, los Naparama nunca serán más que

rebeldes primitivos, sacudiendo sus sables, sus “armas culturales”, en la prehistoria

de un amanecer africano. Como Fields observara (1985), sus formas “milenarias”

raramente son atribuidas a motivos propiamente políticos, raramente se les

acreditan acciones racionales intencionales de las que la historia supuestamente está

hecha. En estos casos, el ojo occidental pasa por alto similitudes importantes en el

modo en que las sociedades en todas partes están hechas y rehechas. Y, muy a

menudo, nosotros los antropólogos hemos exacerbado esto. Porque nosotros

tenemos nuestro propio interés en preservar zonas de “tradición”, en enfatizar la

reproducción social sobre el cambio fortuito, la cosmología sobre el caos (Asad, 1973;

Taussig 1987). Aun cuando exponemos nuestras islas etnográficas a las corrientes

cruzadas de la historia, permanecemos temerosos. Todavía separamos las

comunidades locales de los sistemas globales, la descripción densa de culturas

particulares de la narrativa delgada (thin) de los sucesos mundiales.

Los soldados a prueba de balas nos recuerdan que las realidades vividas desafían los

dualismos fáciles, que los mundos en cualquier parte son fusiones complejas de lo

que nosotros llamamos modernidad y magia (magicality), racionalidad y ritual, historia

y el aquí y ahora. De hecho, nuestros estudios de los Tswana meridionales nos han

probado extensamente que ninguna de éstas eran opuestas en primer lugar –excepto

tal vez en la imaginación colonizante y en ideologías como el apartheid, que se han

originado de ella. Si Permitimos que la conciencia histórica y la representación

puedan tomar formas muy diferentes de aquellas de occidente, entonces gente de

cualquier parte resulta ser que ha tenido historia desde siempre.

Como se ha vuelto sentido común como para señalarlo, entonces, los colonizadores

europeos no llevaron, en un acto de heroísmo digno de Carlyle (1842), la Historia

Universal a los pueblos sin ella. Irónicamente, trajeron historias en particular, historias

mucho menos predictibles que las que hubiéramos estado inclinados a pensar. Por

ello, a pesar de los reclamos de la teoría de la modernización, de los marxistas

dependentistas [SIC], o de los modelos de “modo de producción”, las fuerzas globales

participaron dentro de las formas y condiciones locales en forma inesperada,

cambiando estructuras conocidas en extraños híbridos. Nuestra propia evidencia

muestra que la incorporación de los sudafricanos negros a la economía mundial no

erosionó simplemente las diferencias o produjo mundos homogéneos y

racionalizados. El dinero y las mercancías, el alfabetismo y la cristiandad desafiaron

los símbolos locales, amenazando con convertirlos en moneda universal. Pero

precisamente porque la cruz, el libro, y la moneda eran signos tan saturados, ellos

fueron variada e ingeniosamente reutilizados para albergar una serie de nuevos

significados en tanto los pueblos no occidentales –profetas Tswna, combatientes

Naparama, y otros-conformaron sus propias visiones de la modernidad (cf. Clifford

1988:5-6). Ninguna fue (o es) meramente un rasgo de las comunidades

“transicionales”, de aquellos marginales a la razón burguesa y de la economía

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mercantil. En nuestros ensayos, en la medida que seguimos a colonizadores de

diferentes clases desde la metrópolis hasta África y viceversa, se tornó claro que la

cultura del capitalismo ha estado siempre atravesada por sus propias magias

(magicalities) y formas de encantamiento, todo lo cual requiere un análisis. Como los

evangelistas del s XIX que acusaban a los pobres de Londres de extrañas y salvajes

costumbres (ver capítulo 10), Marx insistía en comprender las mercancías como

objeto de culto primitivo, como fetiches. Siendo jeroglíficos sociales más que meros

objetos alienantes, ellos describen un mundo de poder y significado densamente

entrelazados, encantados por una creencia “supersticiosa” en su capacidad de ser

fecundos y multiplicarse. Aunque estos bienes curiosos son más prevalentes en las

sociedades “modernas”, su espíritu, como Marx mismo lo reconoció infecta la política

del valor por todas partes. Si, como el capítulo 5 lo demuestra, dirigimos nuestra

mirada más allá del horizonte donde los así llamados primer y tercer mundo se

encuentran, conceptos como la mercancía dan lugar a especulaciones útiles acerca

de la constitución de las culturas usualmente vistas como no capitalistas. Y así el

dogma del desencantamiento se remueve.

Salvo en las aserciones de nuestra propia cultura, en síntesis, aserciones que han

justificado largamente el impulso colonial, no existe un gran abismo entre “tradición” y

“modernidad” –o “posmodernidad”, para el caso. Ni, como otros antes que nosotros

han señalado, es mucho lo que se puede ganar de contrastes tipológicos entre

mundos de gesellschaft (sociedades) y gemeinschaft (colectividades), o entre

economías gobernadas por el valor de uso y el valor de cambio. Pero aquí estamos

menos interesados en hacer una observación metodológica. Si tales distinciones no

se mantienen, se sigue que los modos de descubrimiento asociados a ellas

–etnografías para las comunidades “tradicionales”, historia para el mundo “moderno”,

pasado y presente-tampoco se pueden delinear claramente. Requerimos la etnografía

para conocernos a nosotros mismos, así como necesitamos la historia para conocer a

los otros no-occidentales. Porque la etnografía sirve al mismo tiempo para hacer lo

familiar extraño y lo extraño familiar, tanto mejor para comprenderlos a ambos. Esto

es, se podría decir, la carne de cañón de una antropología crítica. Con respecto a

nuestra propia sociedad, esto es especialmente crucial. Porque es argumentable que

muchos de los conceptos sobre los cuales nos basamos para describir la vida

moderna –modelos estadísticos, elección racional, y teoría de juegos, aún historias

logocéntricas de eventos, estudios de caso, y relatos biográficos-son instrumentos de

lo que Bourdieu llama (1977:97ss), en un contexto diferente, la “ilusión sinóptica”.

Ellos son nuestra propia cosmología racionalizante haciéndose pasar por ciencia,

nuestra cultura exhibiéndose como causalidad histórica. Todo esto, como muchos lo

reconocen ahora, requiere dos cosas simultáneamente: que consideremos nuestro

propio mundo como un problema, un sitio propio para la investigación etnográfica, y

que, para realizar adecuadamente esta intención, que desarrollemos una antropología

genuinamente historizada. Pero, ¿cómo exactamente vamos a hacer esto?

Contrariamente a cierta opinión académica, no es tan fácil alinearnos de nuestro

propio contexto significativo, tornar extraña nuestra propia existencia. ¿Cómo

hacemos etnografías de, y en, el orden mundial contemporáneo? ¿Cuáles podrían ser

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las direcciones sustantivas de tal antropología histórica “neomoderna”?

“Tanto la historia como la etnografía están interesadas en sociedades diferentes que en

las que vivimos. Tanto si esta otredad (otherness) se debe a una lejanía en el tiempo o a

una lejanía en el espacio, o incluso a la heterogeneidad cultural, es de importancia

secundaria comparada con la similaridad básica de perspectiva (…) En ambos casos

estamos tratando con sistemas de representaciones que difieren para cada miembro del

grupo y que, en su totalidad, difieren de las representaciones del investigador. El mejor

estudio etnográfico nunca hará del lector un nativo… Todo lo que el historiador o el

etnógrafo pueden hacer, y todo lo que podemos esperar de ellos, es ampliar una

experiencia específica a las dimensiones de una experiencia más general” (Claude

Lévi-Strauss 1963:16-17).

Estas cuestiones se pueden analizar en dos partes, dos motivos complementarios

que comienzan en forma separada y, como un clásico pas de deux, se unen

lentamente, paso a paso. El primero pertenece a la etnografía, el segundo a la

historia. Como hemos observado, el estatus contemporáneo de la etnografía en las

ciencias humanas es algo cercano a la paradoja. Por un lado su autoridad ha sido, y

es seriamente cuestionada desde dentro de la antropología como desde fuera; por el

otro, está siendo ampliamente apropiada como un método liberador en otros campos

que el propio –entre ellos, los estudios culturales y legales, sociología, historia social,

y ciencias políticas. ¿Están estas disciplinas sufriendo un atraso crítico? ¿O, de un

modo más realista, es un sentido simultáneo de esperanza y desesperación

intrínseco a la etnografía? ¿Su relativismo le brinda lugar a un sentido perdurable de

sus propias limitaciones, de su propia ironía?

Parece haber mucha evidencia en el reciente reclamo de Aijmer (1988:424) acerca de

que la etnografía “siempre ha estado vinculada con problemas epistemológicos”. En

este sentido, sus padres fundadores, habiendo tomado el campo para subvertir los

universalismos occidentales con particularidades nooccidentales, ahora están

acusados de haber servido a la causa del imperialismo. Y las generaciones de

antropólogos especializados desde entonces han luchado con las contradicciones de

un modo de investigar que aparece, por turnos, únicamente revelador e

irremediablemente etnocéntrico.

La ambivalencia es palpable también en las críticas a las antropología que la acusan

de fetichizar la diferencia cultural (Asad 1973; Fabian 1983; Said 1989) como –por su

inflexible prejuicio burgués-de borrar la diferencia por completo (Taussig 1987). En

una reciente síntesis, por ejemplo, Sangren (1988:406) reconoce que la etnografía

“en cierta medida hace un objeto del otro”. Sin embargo continúa afirmando que fue

“dialógica mucho antes de que el término se volviese popular”. Argumentos similares,

uno podría agregar, se escuchan en otros campos académicos que se basan en la

observación participante: Al revisar la creciente literatura en estudios culturales, por

ejemplo Graeme Turner (1990:178) señala que “el impulso democrático y el efecto

inevitable de la práctica etnográfica en la academia se contradicen mutuamente”.

Pero ¿por qué esta persistente ambivalencia? ¿Es la etnografía, como muchos de

sus críticos han insinuado, singularmente precaria en su empirismo ingenuo, su

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irreflexibidad filosófica, su orgullo interpretativo? Metodológicamente hablando, la

etnografía posee ecos extrañamente anacrónicos, que nos remontan atrás al credo

clásico de que “ver es creer”. Este punto es evocador de las primeras ciencias

biológicas, donde la observación clínica, la penetrante mirada humana, era

francamente celebrada (Foucault 1975; Lévi-Strauss 1976:35; Pratt 1985); esto nos

recuerda aquí que la biología fue el modelo elegido, durante la era dorada de la

antropología social, para una “ciencia natural de la sociedad” (Radcliffe-Brown 1957).

La disciplina, no obstante nunca desarrolló realmente una defensa de los

instrumentos objetivantes, las estrategias estandarizadas, y las fórmulas

cuantificantes. Ha continuado siendo, como Evans-Pritchard insistiera tiempo atrás

(1950;1961), un arte humanístico, a pesar de sus pretensiones a veces científicas. Y

aun cuando nunca ha sido teóricamente homogénea, disputas y diferencias internas

raramente llevaron a divisiones profundas de su modus operandi. En efecto, el crítico

hostil podría reclamar que la etnografía es una reliquia del tiempo de los escritos de

viaje y exploración, de la aventura y el asombro; que se contenta con ofrecer

observaciones de escala humana y falibilidad; que aún depende, artificiosamente de

la facticidad de la experiencia de primera mano. Aun así se podría argumentar que la

mayor debilidad de la etnografía es también su mayor fuerza, una paradoja de tensión

productiva. Porque rechaza colocar su confianza en técnicas que brindan a métodos

más científicos su objetividad ilusoria: su insistencia en unidades de análisis a priori

estandarizadas, por ejemplo, o su dependencia de una mirada despersonalizada que

separa el sujeto del objeto. Con seguridad, el término “observación participante” -un

oxímoron para los creyentes en la ciencia valorativamente neutral-connota la

inseparabilidad del conocimiento de su conocedor. En la antropología, el observador

es auto-evidentemente su “propio instrumento de observación” (Lévi-Strauss

1976:35). Este es todo el punto. Aunque quisieran, lo etnógrafos no podrían, a pesar

del idilio purificador de la etnociencia, intentar quitar cada vestigio de la arbitrariedad

con la que leen signos significativos en un paisaje cultural. Pero seguramente sería

erróneo concluir que su método sea particularmente vulnerable, más que otros

esfuerzos para comprender mundos humanos (o incluso no humanos).

En este sentido, el “problema” del conocimiento antropológico es sólo una instancia

más tangible de algo común a todas las epistemologías modernistas, como han

notado hace tiempo los filósofos de la ciencia (Kuhn 1962; Lákatos and Musgrave

1968; Figlio 1976). Porque la etnografía personifica, en sus métodos y modelos, la

ineludible dialéctica del hecho y el valor. De todos modos, la mayoría de los que la

practican insisten en afirmar la utilidad –en realidad el potencial creativo- de tan

“imperfecto” conocimiento. Tienden tanto a reconocer la imposibilidad de la verdad y

lo absoluto, como a evitar la incredulidad. A pesar del idioma realista de sus trabajos,

aceptan ampliamente que –como las otras formas de comprensión-la etnografía es

históricamente contingente y configurada culturalmente. Incluso a veces han

encontrado vigorizante la contradicción.

Aun, vivir con inseguridad es más tolerable para algunos que para otros. Aquellos

actualmente preocupados por la cuestión de la falla en la autoridad de los etnógrafos

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que pretenden ser buenos (no iluminados) por ser realistas pasados de moda. Por

eso Clifford (1988:43) nota que aún si nuestros relatos “dramatizan eficazmente el

intercambio intersubjetivo del trabajo de campo… siguen siendo representaciones de

un diálogo”. Como si la imposibilidad de describir el encuentro en su totalidad, sin

ninguna mediación, nos condenara a verdades menores. Del mismo modo, Marcus

(1986:190) contrapone “etnografía realista” ante una nueva forma “modernista” que,

porque “no podrá obtener nunca el conocimiento de la realidad que las estadísticas

pueden”, deberá “evocar el mundo sin representarlo”. ¡Si no podemos tener una

representación real, no tengamos ninguna! Sin embargo, ¿esto reinscribe el realismo

naif como un – inalcanzable-ideal? ¿Por qué? ¿Por qué deberíamos los antropólogos

asustarnos ante el hecho de que nuestros relatos son representaciones refractarias,

que no pueden transmitir un sentido no distorsionado del “misterio con-final-abierto”

de la vida social como la gente experimenta? ¿Por qué, no deberíamos los etnógrafos

describir cómo son esas experiencias social, cultural e históricamente fundadas o

discutir acerca de los mundos evocados, con el objetivo de enriquecer nuestras

propias maneras de ver y ser, de subvertir nuestras propias seguridades? (cf. Van der

Veer 1990:739). La etnografía en todo caso, no habla por otros, sino acerca de ellos

ellas. Ni imaginativamente, ni empíricamente puede jamás “capturar” su realidad.

Aunque parezca improbable, esto nos llegó en un baño de la London School of

Economics en 1968. Resultó ser la primera vez que saboreamos la deconstrucción,

tal vez ahí empezó la antropología posmoderna. En una perta destartalada, un artista

desconocido –tal vez un estudiante descarriado preguntaba a nadie en particular “ ¿

Es Raymond Firth real o sólo una creación de la imaginación Tikopeana?” Para

ampliar el punto, la etnografía no es un vano intento de traducción literal, en la cual

nos vestimos con el manto de otro ser, concebido en cierta forma como proporcional

al nuestro. Es un modo históricamente situado de entender contextos históricamente

situados, cada uno con sus propias, tal vez radicalmente diferentes clases de sujetos,

y subjetividades, objetos y objetivos. También ha sido, hasta ahora, un inescapable

discurso occidental. En él, para retomar lo dicho anteriormente, narramos lo no

familiar –otra vez la paradoja, la parodia de doxa-para confrontar lo límites de nuestra

propia epistemología, nuestra propia visión de persona, agencia e historia. Estas

críticas no pueden ser completas o finales, por supuesto, ya que continúan

embebidas en formas de pensamiento y práctica no totalmente conscientes o

ignorantes de limitaciones. Pero proveen un camino, en nuestra cultura, para

decodificar esos signos que se disfrazan a sí mismos de universales y naturales, para

trabarse en inquietantes intercambios con aquellos, incluidos estudiosos, que viven

en diferentes mundos.

Por todo esto, es imposible librarnos del etnocentrismo que acosa nuestro deseo de

conocer a los otros, aunque nos confundamos con el problema en formas todavía

más refinadas. Así muchos antropólogos han sido cautelosos con ontologías que

anteponen individuos antes que contextos. Porque estas se basan en supuestos

manifiestamente occidentales: entre ellos, que los seres humanos pueden triunfar en

sus contextos a pura fuerza de voluntad, que economía, cultura y sociedad son el

agregado de acción e intención individual. Sin embargo, como señalaremos

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nuevamente más abajo, se ha demostrado excesivamente difícil echar al sujeto

burgués fuera del rebaño antropológico. Él/ella ha vuelto con distintos trajes, desde el

hombre maximizador (maximizing man) de Malinowsky, hasta el hacedor de

significados de Geertz. Irónicamente, ella/el aparece otra vez entre los que critican la

antropología por fallar al no representar el “punto de vista de los nativos”. Sangren

(1988:416) alega vigorosamente que este es un legado de la antropología cultural

americana, o al menos de la versión que separa cultura de sociedad, sujetos que

experimentan fuera de las condiciones que los producen. Bajo estas condiciones, la

cultura se convierte en material de fabricación intersubjetiva: una red a ser tejida, un

texto a ser transcrito. Y la etnografía resulta “dialógica”, no en el sentido

completamente socializado de Bakhtin, sino en el sentido más estrecho de un

intercambio diádico, descontextualizado, entre antropólogo e informante. Deberíamos

resistir la reducción de la investigación antropológica a un ejercicio de

“intersubjetividad”, la comunión de actores fenomenológicamente concebidos sólo a

través de la conversación. Como remarca Hindess (1973:24) la reducción de la

ciencia social a los términos de sujeto experimentador es producto del humanismo

moderno, de una occidental e históricamente específica visión del mundo. Tratar a la

etnografía como un encuentro entre un observador y otro – Conversations with

Ogotemmeli (Griaule 1965) o The Headman and I (Dumont 1978) -es convertir a la

antropología en una entrevista global, etnocéntrica. Pero es precisamente esta

perspectiva lo que garantiza el llamado a la antropología para ser “dialógica” –así

hacemos justicia al rol del “informante nativo”, el objeto singular, en la producción de

nuestros textos. Generaciones de antropólogos lo han dicho de diferentes maneras: a

fin de interpretar los gestos de otros, sus palabras y guiños y otros lenguajes,

tenemos que situarlos dentro de los sistemas de signos y relaciones, de poder y de

significados que los animan. Nuestra preocupación al final es la interacción de dichos

sistemas –muchas veces sistemas relativamente abiertos- y con las personas y

eventos que producen; un proceso que necesita no privilegiar ni el ego soberano ni

las estructuras sofocantes. La etnografía, argumentaríamos, es más un ejercicio

dialéctico que dialógico, aunque el segundo es siempre parte del primero. Además de

conversación, implica observación de actividad e interacción tanto formal como

difusa, de modos de control y límites, de silencio así como también de afirmación y

desafío. A lo largo del camino, los etnógrafos también leen diversos tipos de textos:

libros, cuerpos, edificios, incluso ciudades (Holston 1989; Comaroff and Comaroff

1991). Pero deben siempre dar contexto a los textos y asignar valores a las

ecuaciones de poder y significado que expresan. No es que los contextos estén allí.

Deben también ser construidos analíticamente a la luz de nuestras suposiciones

sobre el mundo social. “La representación de sistemas impersonales más amplios”,

en resumen, no es indefendible en “el espacio narrativo de la etnografía” (Marcus

1986:190). Aparte de todo lo demás, dichos sistemas están implicados, aunque no lo

reconozcamos, en las frases y escenas que interpretamos con nuestra limitada visión.

Pero más que esto: la etnografía seguro se extiende más allá del rango del ojo

empírico; su espíritu inquisidor nos llama a basar la acción subjetiva y culturalmente

configurada en la sociedad y la historia –y viceversa-cueste lo que cueste. Ese

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espíritu es presente, debemos verlo, en el trabajo de historiadores que insisten en

que la imaginación humana en si misma por fuerza un “fenómeno… colectivo,

social” (Le Goff 1988:5; nuestro énfasis). En este sentido, uno puede “hacer”

etnografía en los archivos, como Darton (1985:3) sugiere con la frase ‘historia en el

grano etnográfico” (ver pagina 14). Uno puede también “hacer” la antropología de

fuerzas y formaciones nacionales e internacionales: del colonialismo, evangelismo,

batallas por la liberación, movimientos sociales, diásporas dispersas, “desarrollo”

regional y otros temas. Tales sistemas parecen impersonales y no etnográficos solo

para quienes separan lo “subjetivo” del mundo “objetivo”, proponiendo que lo primero

es para la antropología y lo segundo para las teorías globales (Marxismo, sistema

mundo, estructuralismo) en cuyas alas la etnografía puede encontrar una posición

precaria (e.g. Marcus 1986). De hecho, los sistemas parecen “impersonales” y los

análisis holísticos inconsistentes cuando excluimos de ellos todo espacio para las

maniobras humanas, para la ambivalencia y la indeterminación histórica- cuando

fallamos en aceptar que el significado es siempre hasta cierto grado arbitrario y difuso

y que la vida social en todas partes descansa en la habilidad imperfecta de reducir la

ambigüedad y concentrar el poder.