Columnas Diario El Pais Erneto Sabato
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Kiosko y MásACCESO A SUSCRIPTORES »Accede a EL PAÍS y todos sus suplementos en formato PDF enriquecidoMIÉRCOLES, 18 de febrero de 1981
TRIBUNA:
Violencia y derechos humanos Violencia y derechos humanos
ERNESTO SABATO 18 FEB 1981
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Hay violencias y violencias. En ciertos casos la rebelión armada es necesaria, como
sucedió en Argentina en 18 10. Pero no debemos confundir esa violencia históricamente
legítima con la del terrorismo que llega hasta la muerte de niños inocentes. Un miembro de
las Brigadas Rojas se jactó del asesinato cometido con Aldo Moro con estas palabras:
«Fue el más alto acto de humanismo posible en una sociedad dividida en clases».
Cualesquiera fueran las faltas de ese político, para juzgarlas están, en todos los países
civilizados, los tribunales ordinarios. Pero al horror de aquel acto se juntaba una trágica
falacia, pues la clase obrera italiana mostró su masivo repudio al crimen, perpetrado, no
faltaba más, en nombre del Proletariado, con mayúscula, por un delirante grupito de
jóvenes burgueses y aristócratas. ¿Qué clase de hombre nuevo podría fundarse mañana
con esta clase de seres en el poder?Es tristemente falaz que sectas semejantes invoquen
el nombre de Ernesto Guevara, puesto que Guevara, equivocado o no, siempre combatió
en lucha viril y abierta, era partidario de una violencia históricamente legítima, repudiaba el
terrorismo criminal, jamás secuestró ni torturó, ni asesinó a nadie, ni mucho menos mató a
un solo inocente en nombre de sus ideales. No comparto su ideología, pero le admiro
como hombre puro y valiente, que murió en su ley, de la manera más desamparada, en las
montañosas selvas bolivianas. Un hombre acosado por la derrota, el abandono y la
enfermedad, que no permitió a sus camaradas disparar sobre dos soldados que iban
dormidos en un camión, soldaditos ajenos a cualquier injusticia social, que meramente
cumplían órdenes y que, por añadidura, estaban inernves por el sueño. Claro, los realistas
revolucionarios argumentan que fue la típica actitud de un loco, palabra que en tales
ocasiones se emplea para designar a un caballero, en el sentido más cabal y conmovedor
del término; como también se tildaba de loco a Don Quijote, ese personaje que
precisamente Guevara invocó en la conmovedora carta que dirigió a sus padres cuando
inició su última salida, en busca de su cruento destino. Porque él no habla nacido para
burócrata de una revolución, y mucho menos para carcelero de sus antiguos compañeros
de lucha; porque de verdad él sí era ese hombre nuevo que tanto terrorista tiene el
descaro de proclamar.
Claro que debe terminarse con la injusticia social. Pero cuidando de no sustituir la tiranía
del dinero por la tiranía del buró político; cuidando de no pasar de la esclavitud material a
la esclavitud de los espíritus, que quizá es aún peor. Estamos ya dolorosamente
desengañados de revoluciones que terminan de esa manera. Si hubiesen instaurado el
paraíso sobre la tierra, ¿por qué levantar murallas como las de Berlín para que nadie
escape? Y en cuanto al paraíso polaco: un formidable y unánime movimiento proletario, la
totalidad de la clase trabajadora de un país grande y orgulloso, es acusado por Moscú
como agente del imperialismo yanqui. ¡Vamos, por favor! ¡No más groseros y
desvergonzados sofismas de esta naturaleza!
¿Quiere decir que debemos rechazar toda revolución? No. Lamentablemente, la historia lo
exige en muchas ocasiones, cuando ya no queda ninguna otra esperanza, como ha sido el
caso de Nicaragua, donde por inacabables décadas una sola familia mantuvo la más
infame de las tiranías, mediante la sangre y el suplicio. Así, los que en el mundo entero
ansiamos la justicia y la libertad seguimos con fervor la lucha del pueblo nicaragüense,
sufrimos con él, compartimos sus esperanzas en medio del infortunio y celebramos
emocionados la caída del dictador. Sin embargo, apenas producida, declaré a una revista
hispanoamericana que elnuevo Gobierno debía permitir partidos opositores, Prensa libre y
justicia regular para todos; pues de otro modo esa hermosa revolución terminaría como
muchas otras que empiezan movidas por fines nobilísimos. No hay, por desdicha, un solo
ejemplo para demostrar lo contrario. Innumerables fuimos los que apoyamos la lucha del
milenario pueblo vietnamita para liberarse de las potencias imperiales que lo subyugaban;
y fuimos también innumerables los que tuvimos que denunciar luego el horrible genocidio
cometido, con centenares de miles de muertos en las cárceles o lanzados al mar, entre
ellos miles de chiquitos que así murieron por sed, por inanición o por enfermedad.
Chiquitos, claro, inocentes de cualquier crimen. Debo confesar que nunca creí que
hombres instruidos por Ho Chi Minh pudiesen llegar a semejante espanto. Pero es ya
evidente que la izquierda totalitaria termina siempre de la misma, manera: en Rusia o en
Vietnam, en Camboya o en Cuba.
Pero los intelectuales de esa izquierda totalitaria no dicen una palabra sobre este problema
clave. Protestan cuando se violan los derechos humanos de este lado de la cortina de
hierro, pero no abren la boca cuando desaparecen dos millones sobre ocho millones de
camboyanos, o cuando Afganistán. Pues distinguen dos clases de violaciones de los
derechos humanos: las malas, cuando son cometidas por sus enemigos, y las
benefactoras, cuando las cometen los países que admiran.
La defensa de esos derechos tiene un valor ético absoluto, y su violación no puede
justificarse en ningún caso. Esa defensa debe ser permanente en todas las situaciones, ya
sea contra los crímenes del terrorismo, como contra los de la represión; ya sea en los
países capitalistas como en los comunistas. No hay violaciones justificables, aunque sean
perpetradas en nombre de grandes palabras -como Dios, patria, socialismo, justicia social,
liberación nacional- y, sobre todo, si son perpetradas en nombre de esas grandes ideas.
Admitir esa posibilidad es incurrir en un tenebroso sofisma, que invariablemente abre las
compuertas del horror.
No queremos libertad sin justicia social (porque entonces sólo es libertad para los que
tienen dinero), ni justicia social sin libertad (porque entonces la esclavitud económica es
suplantada por la esclavitud del espíritu). Y en eso no estamos solos: nos acompaña la
presencia augusta de los más grandes pontífices de nuestro tiempo. Anhelamos una
democracia de verdad, que asegure todos los derechos de la criatura humana, incluyendo
el derecho a una existencia digna, material y espiritualmente. Por desdicha, la palabra
democracia ha sido tan manoseada y tergiversada que cada cierto tiempo debemos
restaurar su noble sentido. Los ideales se degradan cuando descienden del mundo
platónico a la realidad; también los ideales democráticos. La maldad, el egoísmo, el
hambre de riqueza y la sed de poder los bastardean; y así, la Democracia, con mayúscula,
baja a la modesta democracia con minúscula, para, por fin, sobrellevar melancólicas e
irónicas comillas. Pero esta desdichada falla no es exclusiva de la democracia, sino de la
condición humana misma. También los regímenes despóticos están formados por hombres
y, por tanto, también sujetos a la corrupción, pero con la diferencia que en ellos los males
no pueden ser denunciados y mucho menos castigados. La democracia parte abierta y
francamente de la triste idea del hombre corno lobo del hombre, y, para colmo, de lobo
corrompible; pero sus principios están de tal modo pensados, a través de una penosa
experiencia de milenios, que la más perversa de las criaturas vivientes pueda hacer el
menor daño posible. Precaria y a menudo despreciable, no se ha encontrado nada mejor
para alcanzar esas futuras comunidades soñadas por los grandes pensadores laicos y
religiosos que preconizaron el bien común.
Precisamente, a finales de 1975 y comienzos de 1976, la democracia argentina alcanzó
uno de esos despreciables momentos, por una desdichada conjunción de demagogia e
irresponsabilidad, de podredumbre y terrorismo; no sólo el de la izquierda, sino el de la
Triple A, comandada por la eminencia gris del Gobierno peronista. La inmensa mayoría de
la nación sintió entonces la necesidad de un providencial recurso que nos rescatase sin
quebrar la legalidad, pues temíamos el advenimiento de un orden basado en el terror. Por
desgracia, los mejores elementos del peronismo fueron impotentes, y los partidos
fracasaron en lograr una salida institucional, mediante la transferencia del poder político.
Así se produjo el golpe de Estado y la consumación de hechos trágicos que todos, sin
excepción, debemos lamentar en un acto de contrición colectivo, ya que todos somos
responsables de una manera o de otra, en mayor o en menor medida. Y nadie,
absolutamente nadie, puede enorgullecerse de lo sucedido, sobre todo si es cristiano.
Para evitar los males que hemos padecido, la ley suprema prohíbe al poder ejecutivo
realizar actos de carácter judicial. La defensa enjuicio es la condición previa e
indispensable de la justicia, y la única forma de preservar los más sagrados derechos de la
criatura humana. Esos principios ya están en la Segunda Acta Capitular del 25 de mayo de
18 10, primera Constitución de los argentinos, cuando establece que
Pasa a página 10
Ernesto Sábato es novelista y ensayista argentino. El artículo reproduce el discurso que pronunció al
recibir «la toga dorada» del Colegio de Abogados de Morón (Buenos Aires).
Violencia y derechos humanos
Viene de página 9ningún ciudadano puede ser detenido por más de 48 horas, y mucho menos penado,
sin proceso y sentencia legal. Y estos grandes principios tuvieron su forma definitiva en nuestra Carta
Magna, en la qué se prohíbe al poder político condenar y aplicar penas.
Ninguna persona honrada puede pedir ahora la libertad, sin más ni más, de cualquier detenido; pero debe
pedir su inmediata aparición para que la justicia ordinaria lo juzgue, castigándolo si hay motivo,
liberándolo si no lo hay. De otro modo, las detenciones sin causa, sin término y sin proceso destruyen
nuestra seguridad y el orden jurídico, sin el cual desaparece toda sociedad civilizada.
Qué duda cabe: el terrorismo cometió crímenes abominables, incluyendo los perpetrados por la Triple A,
que jamás fueron castigados. Pero aun en medio de una lucha de excepción -y, sobre todo, si lo es, pues
todos los hombres somos proclives a las atrocidades en los momentos de guerra- ningún grupo, ninguna
banda puede pretender el derecho a secuestrar, condenar y matar a nadie. De. los miles de
desaparecidos, muchos fueron culpables de viles atentados, pero aun ellos tenían el derecho a la defensa
enjuicio. ¿Y el resto? Los que fueron arrancados de sus hogares por meras sospechas, por vínculos
familiares o amistosos con los terroristas, o como consecuencia de esas delaciones que en épocas de
persecución y de caza de brujas se prestan a las venganzas más abominables y perversas. ¿Cómo
sabremos ya quiénes desaparecieron por culpas reales y quiénes por culpas imaginarias? Y en cuanto a
las madres y padres, inocentes aun en el caso de haber tenido el infortunio de un hijo criminal, ¿por qué
castigarlos con el infinito tormento de la incertidumbre durante años inacabables? ¿Cómo será posible
mitigar tanto dolor? Ojalá nuestra pobre y desventurada patria, esta tierra que amamos hasta la muerte,
aun con todos sus defectos, pueda encontrar el camino de la paz a pesar de tanta sangre y tanta tristeza.
LUNES, 9 de noviembre de 1992TRIBUNA:
El camino de las lenguasERNESTO SÁBATOEl proceso de una sociedad promueve una incesante transformación de la lengua,
afirma el autor. Las palabras que estaban destinadas a un significado único se vuelven equívocas,
oblicuas y hasta opuestas. El camino de las lenguas, agrega, es tortuoso e irracional, como la vida;
excepto el idioma de la ciencia.
DEL NUEVO DICCIONARIO DE LA REAL ACADEMIA / 1
ERNESTO SABATO 9 NOV 1992
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Puede parecer contradictorio que, no habiendo aceptado formar parte de la Academia de
la Lengua, escriba, a pedido de mis editores, páginas de elogio a su diccionario. No se
debe a una inconsecuencia doctrinaria, sino al saludable cambio que se viene produciendo
en esa institución en las últimas décadas, y que se manifiesta en los revolucionarios
contenidos de sus nuevos diccionarios.Los gramáticos empedernidos se pronuncian contra
esa actitud, no queriendo aceptar que los únicos idiomas que no cambian son los que
están muertos. Pero ¿qué pensar de una ideología que aconsejase expresar el
pensamiento de Kant o de Hegel, o el simple funcionamiento de un televisor, con palabras
como carreta, buey, casco, lanza y cuerno de caza? Parece una humorada, pero cuando
se perpetró el nazismo, hubo quienes intentaron germanizar todas las palabras de origen
extranjero. Mucho peor, claro, que cuando los gramáticos españoles quisieron imponer
vocablos como balompié, mientras la gente seguía hablando de fútbol.
El revuelto proceso de una sociedad promueve una incesante transformación de la lengua,
hasta el punto de que si se impusiera un idioma lógicamente perfecto como el esperanto -
esa lengua universal que nadie habla-, al cabo de un par de siglos habrían estallado los
cuadros de su sintaxis, de su léxico, de su fonética. Las palabras que estaban destinadas
a un significado único se vuelven equívocas, oblicuas y hasta opuestas, como en el caso
de nimio y álgido. El camino de las lenguas es tortuoso e irracional, como la vida; excepto,
claro, el idioma de la ciencia, en que hipotenusa tendrá la eternidad de los objetos ideales.
El ignorar que el lenguaje de la vida es un fenómeno histórico y psicológico constituyó la
fuerza de los gramáticos, ya que no siempre la fuerza proviene de la verdad.
En 1885, el académico Viennet se burlaba de vocablos como tender y vagón, que habrá
tenido que soportar hasta su muerte, porque entraron a formar parte del vocabulario
francés, probablemente hasta que se viaje únicamente en avión o helicóptero.
La transfusión lingüística ha enriquecido constantemente el idioma de cada pueblo por el
poderío de otros. No es casualidad que banca y bancarrota tengan origen italiano, porque
en Italia nació el capitalismo moderno. En el Diálogo de la Lengua, Valdés se inclina por la
aceptación de muchas voces italianas, como dinar, entretener, discurso, discurir,
novela, cómodo, que en su mayoría ya forman parte de nuestra lengua culta.
Poder y psicología
Sería interesante examinar la historia a través de la lingüística comparada, pues echaría
luz sobre el poder político, económico y espiritual de una nación, así como sobre algunas
de sus peculiaridades psicológicas. Es significativo, por ejemplo, que las palabras
universalmente empleadas en los deportes sean inglesas, así como son francesas las del
arte culinario, italianas las que se refieren a la música y de origen gótico la mayor parte de
los vocablos castellanos vinculados a la guerra. Es un hecho que debe ser aceptado, y no
nos debe preocupar ni lastimar nuestro orgullo nacional. Unamuno, nada menos que él, se
pregunta de qué modo podría traducirse un texto de Hegel a la lengua de Fray Luis.
Nuestros países han quedado rezagados en ciencia y en filosofía, y no nos queda otro
recurso que asimilar el nuevo vocabulario de pensadores de naciones más adelantadas. A
menos que prefiramos el estancamiento intelectual, no veo cómo ha de ser posible
prescindir de vocablos derivados de otras lenguas, como vivencia, conductismo y
endopatía. Me he encontrado con personas que se negaban rotundamente a
usar absolutidad: si no se deciden por la mudez, ¿cómo han de poder referirse a aquello
que es lo contrario derelatividad? Del mismo modo que Vollständickeit debe ser
inevitablemente traducido por completidad para no perder su rigor científico. Algunos
puristas, asustados, proponían traducir con integridad, sin advertir que el casticismo los
echaba en brazos de la impropiedad, ya que un cine puede estar completo sin estar
íntegro: basta que a una de sus butacas le falte un tornillo.
No hay idiomas puros, porque todo lo humano está contaminado de impurezas, si
exceptuamos la platónica lengua de la matemática. El alemán cuenta con unas 90.000
palabras procedentes del celta, del latín, del griego, del inglés, del francés y de las lenguas
eslavas. Es cierto que también allí hubo patriotas opuestos al vergonzoso mestizaje, pero
sus mejores escritores no hicieron caso de esos puristas.
Con su indomable energía, Isabel la Católica quiso que el habla de Castilla, ya
consolidada, se convirtiese en la de los territorios conquistados, en el convencimiento de
que el lenguaje podía aligar pueblos muy diferentes. En realidad, con los Reyes Católicos
se consumaba algo que había empezado antes bajo la influencia de los humanistas,
aunque no por motivos políticos. Y así se fue pasando, desde la época de Alfonso el
Sabio, del germanismo al romanismo, pues se tomaba como ejemplo digno de ser imitado.
Hasta culminar con Isabel, apasionada por el latín, que, obligaba a aprender a sus damas.
El idioma castellano como unificador del imperio quiso lograrlo a través de Elio Antonio de
Nebrija (o Lebrija), que había hecho sus estudios clásicos en Italia, y que proponía
"desbaratar la barbarie por todas las partes de España". Durante muchos años enseñó en
la universidad salmantina, y cuando en 1492 -señalado por la toma de Granada y el
descubrimiento de América- publica su Gramática castellana, la dedica a la reina Isabel,
porque, dice, "siempre la lengua fue compañera del Imperio", y porque la lengua castellana
estaba "ya tanto en la cumbre, que más se pudiera temer el descendimiento della que
esperar su subida". El intento era políticamente comprensible, pero psicológicamente
impracticable, porque los idiomas terminan rechazando siempre las imposiciones, aun las
imperiales. Y así el castellano siguió cambiando. La vida, las infinitas novedades, la
descomunal aventura, fueron alterándolo, alternativamente empobreciéndolo y
enriqueciéndolo, pero probando su invencible resistencia, manteniéndose siempre igual y
diferente en sus mutaciones, en esa típica dialéctica del espíritu viviente. De tal modo que
los que mamamos esa lengua estamos hermanados y deshermanados, cálida y
hermosamente. Con un humor hegeliano, George Bernard Shaw dijo, refiriéndose a los
norteamericanos: "Una lengua común nos separa", que vale también para nosotros.
Los puristas
Hasta el año 40, yo frecuentaba el Instituto de Filología de Buenos Aires, que dirigía
Amado Alonso, en el que trabajaban los hermanos Lida, Rosemblat y don Pedro
Henríquez Ureña, que fue mi primer maestro de idioma en el colegio secundario de la
Universidad de La Plata cuando yo tenía 12 años (¡qué .desperdicio!). Nos reíamos
algunos, pero sonriendo discretamente Raimundo Lida, de los fijistas y puristas de la
lengua. No por nada allí se tradujeron al castellano libros que fueron fundamentales en mi
formación: desde Bally hasta el genial Vossler, injustamente olvidado por los
neopositivistas de la lengua. En un pequeño volumen de Rosenblat se demuele, pero con
su habitual bonhomía, esa pretensión de fijar nuestro idioma. Advertía queen la propia
España hay discrepancias enormes entre las diferentes regiones, discrepancias que
además cambian constantemente, con neologismos en ocasiones paradojalmente
introducidos por los puristas, denominando patata a nuestra
antiquísima papa, venerablemente incaica. Y Rosenblat señala variantes de una misma
legumbre en la propia Península, como habichuelas, judías y alubias. ¿Por qué alarmarse,
pues, con nuestras propias variantes? ¿De qué somos culpables los bárbaros de este
antiquísimo continente?
MIÉRCOLES, 1 de abril de 1992TRIBUNA:
El fin no justifica los mediosERNESTO SABATO 1 ABR 1992
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Cuando con mi esposa Matilde vimos por televisión el horror perpetrado por los enemigos
del Estado de Israel en el atentado de Buenos Aires sufrimos tan profundamente que esa
noche no pudimos dormir. Por mi parte, confirmé mi vieja obsesión de que estamos
asistiendo al comienzo de una suerte de apocalipsis, provocado por la deshumanización
total de la criatura humana, y el más profundo y temible desprecio por los grandes y
supremos valores del espíritu. Cuando suceden estas cosas, es frecuente oír a personas
que hablan de "bestia", ofendiendo a los nobles leones que matan por hambre o por
defender a su cría, inocentes de toda inocencia. Esta clase de atrocidades son únicamente
características del hombre, en cuyo corazón anida desde siempre el mal, y debemos poner
esta palabra con dolorosas mayúsculas. Si el bien fuera lo dominante, ¿por qué las
grandes religiones lo exigen con mandamientos? Palabras más o menos -mi memoria es
cada día más débil-, Dostoievski nos dice que Dios y el demonio se disputan al hombre, y
el territorio de ese combate es su propio corazón.Es cierto que hay crisis de ideologías,
pero eso no significa que debamos aceptar el fin de los ideales. Por el contrario, tenemos
el deber de luchar incansablemente por ellos, principios como la libertad, el bien común, la
justicia y la defensa de los desamparados y perseguidos. Y por un principio que la
sobrecogedora historia de la humanidad ha demostrado indispensable e incondicional: los
fines no justifican los medios. Así debemos condenar todo género de terrorismo,
cualesquiera que sean los fines invocados, por nobles que sean, y sobre todo si lo son;
como cuando en nombre de la justicia social se impusieron sangrientas dictaduras, o
cuando en nombre de los valores cristianos se torturó a centenares de miles de hombres y
mujeres durante las épocas más oprobiosas de la Inquisición, y, en Argentina mismo,
durante la dictadura que no debemos olvidar. Ya que la sacralidad de la persona es uno de
los más altos principios del cristianismo. Esa clase de incoherentes ignominias son peores
que los suplicios del nazismo, ya que al menos mantenían una siniestra coherencia con
sus fines.
Este estremecedor atentado en Buenos Aires no puede ni debe ser aceptado por los
palestinos que aspiran pacíficamente al derecho por un Estado propio en la tierra que
habitaron durante milenios. Ni siquiera por los demás que profesan la religión
mahometana, una de las tres grandes religiones de nuestro tiempo proveniente, y esto es
lo, más paradójico, del mismo libro sagrado.
A lo largo de mi vida he luchado por estos principios, encontrándome siempre entre dos
fuegos. Y una y otra vez me he visto obligado a reiterar los mismos argumentos, porque se
basan en valores éticos absolutos, no en relatividades políticas. Ya el primer presidente del
Estado de Israel, Jaim Weitzman, dijo que el conflicto entre judíos y palestinos era "un
conflicto entre dos justicias", y nadie se atreverá a acusar a ese gran hombre de poner en
duda los derechos del pueblo judío. El Estado de Israel fue proclamado por abrumadora
mayoría en la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 29 de noviembre de 1947:
había motivos religiosos, morales, históricos y justicieros; también los hay para que el
pueblo palestino, despojado de sus tierras milenarias, acorralado, sumido en la miseria, el
desvalimiento y la humillación.
Me apresuro a decir que buena parte de los judíos comparten este sentimiento, como lo
pude verificar cuando estuve allí, después de la Guerra de los Seis Días: miles de jóvenes
hebreos ansían convivir en paz con sus primos hermanos, proponen la renuncia a
cualquier anexión y desean que se interrumpan las colonizaciones en los territorios
ocupados.
También pude leer el libro Diálogos con combatientes, donde muchos israelíes
patéticamente testimonian su dolor por haber matado árabes en combate. El periodista
Moshé Asherí me mencionó los movimientos que luchan en el mismo sentido, Paz Ahora,
así como el coronel Eli Gueve los soldados del Negued Hashketá (Contra el Silencio), el
rabino Menájem Hacohen y escritores de primera línea como Zhar Oz, A. B. Yehoshúa y
Leibovicz.
Los antisemitas de todo el mundo invocan los inicuos bombardeos sobre las aldeas
libanesas de refugiados palestinos durante el Gobierno de Beguin o las persecuciones que
se llevaron a cabo en Gaza y Cisjordania para reavivar el odio contra un pueblo que dio
gran parte de lo más alto y noble que haya producido el género humano, incluyendo el
cristianismo.
¿Podemos imaginar por un instante a un espíritu como Martin Buber o a otro como Albert
Einstein aprobando lo que perpetran los ultraderechistas israelíes? ¿Cómo podría
condenarse a los judíos indiscriminadamente? Con ese criterio, el entero pueblo ruso sería
culpable de los crímenes cometidos durante el estalinismo; los norteamericanos, por el
arrasamiento con bombas de napalm de las aldeas vietnamitas; la entera nación alemana,
por el genocidio hitlerista.
No estoy, pues, pasando por alto al terrorismo palestino, que se perpetra, como siempre,
invocando altos ideales. Todos los adultos somos culpables de algo. Pero ¿de qué puede
ser culpable el chiquito judío a quien una bomba amputa sus piernas?
Los argentinos tenemos el deber de preocupamos por la tragedia que ensangrienta esa
parte desdichada de Oriente Próximo, porque aquí coexisten una comunidad árabe y otra
judía de gran importancia. Sus pensadores, hombres de ciencia, políticos, escritores y
artistas han contribuido a la formación del alma argentina de nuestro tiempo; y todos, de
una manera u otra, tenemos vínculos de trabajo, comunes preocupaciones, lazos de
amistad y hasta de amor. Hemos asistido así, por lo menos desde la Guerra de los Seis
Días, a dolorosos conflictos entre argentinos de origen árabe y judío, hermanados como
están por nuestra tierra, y golpeados y separados por el conflicto. Por eso sentimos tanto
la necesidad de contribuir a una solución. Querríamos que cesaran las deportaciones de
palestinos y los terrorismos de ambos lados; ansiamos una paz permanente sobre la base
del reconocimiento definitivo del Estado de, Israel, por la parte palestina, y el
reconocimiento de los derechos palestinos a su autodeterminación y a la formación de su
propio Estado, por la parte judía. La solución es ardua e intrincada, pero hay que tratar de
buscarla incansablemente a través de conferencias de paz con la intervención de naciones
neutrales y amigas, y lograrla por todos los medios posibles.
La tragedia que se agrava con los dos terrorismos es infinitamente peor que la peor de las
soluciones pacíficas.
VIERNES, 14 de abril de 1989TRIBUNA:
La lengua de Castilla y el Nuevo Continente
ERNESTO SABATO 14 ABR 1989
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El escritor argentino Emesto Sábato inauguró el pasado lunes el ciclo de actividades académicas y
culturales que la Universidad Internacional Menéndez Pelayo organiza en Buenos Aires. En su alocución,
aquí reproducida, Sábato se adentra en la polémica sobre el descubrimiento de América, al que considera
el "formidable encuentro de dos mundos", y muestra su admiración por "el milagro" del castellano.
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Constituyen un hecho importante estas jornadas que la Universidad Internacional
Menéndez y Pelayo ha organizado en Buenos Aires para analizar cuestiones culturales
que son comunes a España y nuestras naciones iberoamericanas. Y pienso que, de
alguna manera, se hacen bajo el signo del V Centenario del Descubrimiento de América.
Ocasión propicia, pues, para decir algunas palabras sobre un tema que es motivo de
polémica ardua y hasta violenta.Es cierto que ya hablar dedescubrimiento puede ser
considerado, desde el punto de vista de los impugnadores, como una despectiva
denominación eurocéntrica. Pero deja de serlo si se admite que la existencia de las
grandes culturas precolombianas era efectivamente desconocida por los europeos, y así,
no se debería tomar como una valoración peyorativa. Pero, lamentablemente, los propios
europeos, animados de un prejuicio de superioridad, han sido los culpables de la polémica.
No obstante, sería injusto silenciar el reconocimiento y hasta la admiración que aquellas
grandes culturas y civilizaciones de este continente despertaron en forma creciente en los
espíritus europeos más elevados. Desde esta legítima perspectiva, sería mejor hablar del
encuentro de dos mundos` al propio tiempo que se reconocieran y lamentaran las
atrocidades perpetradas por el sojuzgamiento. Reconocimiento que debería venir
acompañado por el inverso de los acusadores, admitiendo las positivas y trascendentes
consecuencias que con el tiempo trajo la conquista. Bastaría nombrar el milagro de esta
lengua hablada hoy por 300 millones de seres humanos, que ha producido además una
literatura hispanoamericana que está entre las más profundas, y poderosas.
En relación al descubrimiento y la conquista de estos territorios, los que defienden a
ultranza los pueblos avasallados suelen hablar de la necesidad de recobrar nuestra
identidad americana. Pero ¿cuál? La de los aztecas, mayas y quichuas, para no hablar
sino de las principales culturas. ¿Que sería entonces de los descendientes de europeos y
negros? En estos siglos de dominación, las razas indígenas, europeas y negras se han
fundido en una sustancia infinitamente compleja, con extrañas y permanentes
reverberaciones de unas u otras.
¿Qué identidad, pues, es la que habría que reivindicar? Si retrocedemos en el tiempo, y en
cualquier parte del planeta, no sabríamos dónde detenemos en la búsqueda de esa
ilusoria identidad. Pensemos en los propios españoles. ¿Sería la de los reinos visigéticos?
¿O la que podría ha fiarse bajo la dominación romana? Habría que terminar pensan do en
los iberos, misteriosos pueblos de los que poco o nada sabemos, pero que en todo caso
invalidarían automáticamente el derecho a la identidad española a todos los hombres que
nacieron y crecieron bajo las dominaciones anteriores. Lo mismo sucedería analizando las
diferentes regiones europeas, en Francia, en Italia, en Grecia, invadidas y sojuzgadas una
y otra vez. La historia es siempre sucia, intrincada e infinitamente mezclada. Pero es que
nada de lo que tiene que ver con el hombre es puro, porque el hombre no pertenece al
orbe platónico, único en el que se puede aplicar el epíteto de puro. Ni los olímpicos dioses
helénicos, que hoy nos aparecen como arquetipos de la identidad griega, eran impolutos,
pues estaban contaminados de antiguas deidades egipcias y asiáticas. Aceptemos, pues,
la realidad humana como realmente es, y no nos empeñemos en bizantinas disputas sobre
una absoluta identidad que no ha existido jamás.
Dolorosa supevivencia
Esto no significa de manera alguna que olvidemos o menospreciemos las antiguas culturas
precolombinas, que aún, subsisten, a pesar de la miseria y de la dominación. No ya
valorando, lo que sería ridículo por lo obvio, civilizaciones como las de razas que poblaron
los territorios de México, de Centroamérica, de Perú, sino valorando y respetando las
culturas de pueblos muchísimo más modestos, y precisamente porque sobreviven
dolorosamente: debemos atenderlos, protegerlos y ayudarlos a preservar y hasta a
restaurar sus culturas propias. Porque este tiempo nuestro, en medio de tantos infortunios,
es, sin embargo, por eso mismo, un tiempo de reconocimiento de las nacionalidades
oprimidas o postergadas. No todos estamos, felizmente, en la época en que el hombre
concreto había sido olvidado para ser reemplazado por una especie de entelequia
abstracta, típica del cientificismo e hiperracionalismo que se acentúa a partir del siglo XVII.
La ciencia y la técnica han aportado enormes beneficios a la humanidad, pero han
revelado su peligrosidad cuando exceden su ámbito propio y contribuyen a la masificación
de la criatura humana. La ciencia es por su misma naturaleza abstracta y abstrayente,
pues, como decía ya Aristóteles, no hay ciencia sino de lo general y lo concreto se pierde
con lo particular.Esto no es peligroso para el mundo de los objetos, pero sí lo es para el
hombre, que puede terminar transformado él mismo en una suerte de cosa. Fue necesario
que grandes escritores como Dostoievski -recueden las memorias del hombre
subterráneo-, los filósofos del romanticismo alemán, la formidable reacción del danés
Sören Kierkegaard y toda la filosofía existencial que siguió, para alertar contra el temible
peligro de alienación del hombre concreto, el único que existe, el hombre de carne y
hueso, que, a diferencia de las cosas, no sólo es materia, sino también, y sobre todo,
espíritu, con voluntad, con libertad para elegir.
Y así, al hombre abstracto que desde los enciclopedistas se denominaba con H
mayúscula, sucedió el respeto cada vez más intenso por el hombre concreto, y,
correlativamente, a una humanidad también abstracta se la comenzó a sustituir por un
conjunto de pueblos con sus hábitos, su lengua, sus idiosincrasias específicas. No es de
asombrar, pues, que en este tiempo de cataclismos, pero también de revelaciones, se
reivindiquen y defiendan todas las naciones, por pequeñas que sean y sobre todo porque
son pequeñas e indefensas.
Lejos, pues, de nuestro ánimo menospreciar a los que han luchado por reivindicar los
pueblos americanos anteriores al descubrimiento y la conquista. Esto es justo y legítimo.
Pero deja de serlo cuando se convierte en un ataque indiscriminado que pasa por alto los
grandes y trascendentes hechos que resultaron de aquella conquista bárbara e inhumana.
Entre esos hechos, quizá el más admirable es el de la extensión de la lengua de Castilla a
casi todo este continente iberoamericano.
Del mismo modo que la literatura norteamericana no salió de su estricta realidad
circundante, sino que es herencia de Ben Johnson, de Shakespeare y Chaucer, y hasta de
esa admirable versión al inglés de los textos bíblicos -sin la cual no se concebiría la prosa
de un Faulkner y otros grandes creadores-, así todos los escritores hispanoamericanos
somos herederos de Cervantes, Quevedo y hasta de los oscuros rapsodas del Cid. Pero
esta herencia se propagó en un inmenso continente, a través de selvas y diferentes razas,
de deslumbramientos y odios novedosos, sufriendo alteraciones según esa dialéctica entre
la creación y la tradición que rige todo proceso cultural. Porque en el mismo instante en
que el primer español contempló el cielo de América y pisó su tierra, ni ese cielo era ya el
cielo de su patria ni tampoco era la misma la tierra que lo había sustentado antes; ni
tampoco la palabra amor significó exactamente lo mismo, ni la palabra recuerdo, ni
soledad, ni tristeza, ni nostalgia. Y así, escritores separados por inmensidades de
cordilleras y desiertos realizaron el milagro de escribir en una lengua que esencialmente es
la de Castilla y sin embargo es diversa.
Resucitar a Vossler
Acaso deberíamos resucitar a Karl Vossler en esta época de sistematizaciones, pues uno
de los efectos del sociologismo ha sido el olvido de su nombre, una de las consecuencias
de eso que dije antes sobre el avance de la mentalidad cientificista y el correlativo
predominio de lo abstracto sobre lo concreto. Ya, aunque fundamentales, son pocos los
que se preocupan por el diablo de carne y hueso -ese de Unamuno-, excepto los autores
de ficciones (puesto que no hay novelas ni tragedias de cuadriláteros o sinusoides, sino de
personas con nombre y apellido) y esos pensadores que encuentran su origen en las
doctrinas románticas. Aparte de la policía, claro.
Esta misma mentalidad empezó a prosperar en las teorías del lenguaje, hasta llegar a una
suerte de neopositivismo que ha formulado una concepción despersonalizada y
determinista d lenguaje. Vossler, en cambio como Humboldt, invocaba la libertad del
espíritu, como cuando Kierkegaard defiende al individuo contra el sistema, con S
mayúscula. Es cierto que Ferdinand de Saussure veía el lenguaje también él, como una
actividad bipolar entre el individuo y la sociedad, entre la libertad y el determinismo, entre
el estilo y la gramática; pero Amado Alonso en un memorable ensayo, señaló que mientras
Vossler consideraba positivamente el polo individualista y creador, Saussure lo entendía
como negativo, porque la libertad es siempre un obstáculo para las sistematizaciones,
previas a la ciencia.
Energía creadora
De este modo, cuando hablamos del castellano tenemos que tener presente lo que
afirmaba Humboldt, que el lenguaje no es un hecho cristalizado, sino un energía en
permanente creación. Y, en consecuencia, no podemos ni debemos hablar de un
castellano rígido y definitivo. Isabel la Católica quiso que el habla de Castilla, ya
consolidada, se convirtiese en el idioma de los vasto territorios que soñaba, en el
convencimiento de que podía servir para aligar pueblos diferente Nebrija, a su lado, trató
de fijarla para siempre, porque la lengua castellana estaba -decía- "ya tanto en la cumbre,
que más se pudiera temer el descendimiento de ella que esperar su subida". El intento era
políticamente comprensible, pero los idiomas terminan por rechazar todas las
imposiciones, también las imperiales. De modo que hoy, 300 millones de seres humanos
hablamos la lengua de Isabel y sin embargo somos diferentes. Porque esa lengua, como
todas, difiere de un lugar a otro, si no hasta de un hablante a su vecino, motivo por el cual
hay un castellano cervantino, otro quevediano y otro gongorino. Y así hasta el infinito.
Conmovedor destino el de este idioma en sus 1.000 años. Y revelador, como el arte, de los
oscuros arcanos de las naciones porque a través de él, sus pueblos -y sobre todo sus
grandes escritores- revelan la sustancia de una comunidad y los signos de su enigmático
destino. También el gran misterio de la conquista española. No hay dudas de que fue cruel
y despiadada, hasta sórdida y miserable. Pero si únicamente fuera cierto lo que nos dijo la
leyenda negra, los descendientes de las razas oprimidas invariablemente deberían
expresar resentimiento. Y no: dos de los más grandes poetas del idioma mestizos, no sólo
escribieron en la lengua de los dominadores sino que cantaron a España con poemas
inmortales. Y hablo, naturalmente, de Rubén Darío César Vallejo. Ésta es la prueba -a
través de los entrañables siempre y reveladores signos del lenguaje- de que la conquista
fue algo infinitamente más complejo de lo que podría inferirse de esta leyenda: fue un
profundísimo hecho espiritual, que después de medio milenio nos ha conver tido en una
comunidad, de un lado y del otro del gran océano. No conozco otro acontecimiento tan
portentoso, si no es la del Imperio romano, que llevó su ley y su idioma a tierras lejanas de
una manera tan honda y trascendete que todavía hoy se sigue aplicando esa ley y
hablando, como ahora yo mismo, un dialecto de ese idioma.
MIÉRCOLES, 24 de abril de 1985
FIESTA EN TORNO AL AUTOR DE 'SOBRE HÉROES Y TUMBAS'
El conmovedor destino del idioma castellano
ERNESTO SABATO 24 ABR 1985
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Premio Cervantes
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Texto íntegro del discurso que ayer pronunció en la universidad de Alcalá de Henares el
escritor argentino Ernesto Sábato, premio Cervantes de Literatura de 1984
Es el más alto honor de mi vida recibir el Premio Miguel de Cervantes, doblemente
honroso por serme entregado de las manos de un hombre que los partidarios de la libertad
admiramos y respetamos: su majestad don Juan Carlos I, rey de Espada.
Con su lucidez y su indomable energía, Isabel la Católica quiso que el habla de Castilla, ya
consolidada, se convirtiese en el idioma de los vastos territorios que soñaba, en el
convencimiento de que sólo la religión y el lenguaje pueden aligar pueblos diferentes.
Nebrija, a su lado, trató de fijarla para siempre, porque la lengua castellana estaba "ya
tanto en la cumbre, que más se pudiera temer el descendimiento de ella que esperar su
subida". El intento era políticamente comprensible, pero los idiomas terminan por rechazar
todas las imposiciones, también las imperiales. Y, así, el castellano siguió cambiando,
pues, como señaló Wilhelm von Humboldt, una lengua no es un producto cristalizado, sino
energía en perpetua transformación. De este modo, la vida y sus vicisitudes fueron
enriqueciendo y alterando el castellano, tanto en la metrópoli como, a través de
descomunales selvas y cordilleras, en el nuevo mundo; probando en semejante epopeya
su formidable vigor y su invencible resistencia, manteniéndose siempre una en las
mutaciones, según esa dialéctica entre la tradición y la renovación que rige los grandes
fenómenos culturales.
Misterios de la lengua
Conmovedor destino el de este idioma en sus 1.000 años, y revelador del misterio de la
Conquista. Porque si únicamente fuera cierto lo que cuenta la leyenda negra, los
descendientes de las razas subyugadas deberían manifestar hoy su resentimiento. Y no.
Dos de los más grandes poetas de nuestro tiempo, Rubén Darío y César Vallejo, con
sangre india en sus venas, no sólo escribieron en la lengua de los conquistadores, sino
que cantaron a Espada en poemas memorables. Ésta es la prueba, a través de los
sigilosos pero infalibles signos del lenguaje, de que la Conquista fue algo infinitamente
más complejo que lo transmitido por aquella leyenda fue un profundísimo fenómeno que
después de medio milenio convirtió en una unidad espiritual a una veintena de naciones de
diferentes razas. ¿Cuántos y cuáles imperios produjeron semejante prodigio?Por este
intrincado camino, Cervantes es el antepasado de todos los que hoy escribirnos en
castellano, sea en Espada como en las remotas tierras que alguna vez integraron el vasto
imperio.
Cuando admirables exégetas han indagado el Quijote -uno de los cuales me honra con su
amistad y su presencia-, puede parecer un atrevimiento que yo, sin más títulos que el de
escritor, pretenda aportar algo a todo lo que se ha dicho. Si lo hago es porque este premio
que se me concede lleva el nombre de Cervantes y porque únicamente me referiré al
enigma de la ficción; y cada novelista, por modesto que sea, ha tenido la vivencia de ese
enigma y puede, quizá, contribuir a desentrañarlo.
Calcular la ficción
¿Supo Cervantes que escribía una obra trascendente? No, por cierto, cuando comenzó a
hacerla. Un ingeniero sabe de antemano lo que llegará a ser el puente que ha calculado en
sus planos; pero no se puede calcular una gran ficción, porque no se construye
únicamente con las razones de la cabeza, esas que sirven para demostrar teoremas sino
también -y sobre todo- con lo que Pascal llamaba "les raisons du coeur", las
incomprensibles y contradictorias verdades del corazón. Dostoievski se propuso escribir un
folleto sobre el problema del alcoholismo en Rusia y le salió Crimen y castigo.Cervantes
quiso escribir una regocijante parodia de las novelas de caballería y terminó creando una
de las conmovedoras parábolas de la existencia, un patético y melancólico testimonio de la
condición humana, un ambiguo mito sobre el choque de las ilusiones con la realidad y de
la esencial frustración a que ese choque conduce. Esto no lo sabía al comenzar su
empresa, no lo podía saber ni aun con su prodigiosa inteligencia, porque el corazón es
inconmensurable con la cabeza: lo fue sabiendo a medida que avanzaba, según los
acontecimientos imprevistos y los actores, que iban mucho más allá o en diferentes
direcciones de lo preconcebido. Y quizá no lo supo nunca del todo, ni siquiera después de
haber dado cima a la gran aventura, como nunca podemos descifrar acabadamente el
significado, de nuestros propios sueños; porque todas las explicaciones que la razón
intenta son impotentes, porque el sueño es irreductible a los puros conceptos, porque el
sueño es una ontofonía, una revelación de esa oscura realidad del inconsciente en la única
forma en que puede expresarse. De ahí todas las interpretaciones que se dan de un
mismo sueño, según la época y las teorías que se utilicen; y de ahí, y por los mismos
motivos, las diversas y hasta encontradas lecturas de una ficción profunda como la
del Quijote. Si no fuera más que una sátira de la novela de caballería no habría perdurado
cuando esas narraciones estaban olvidadas y carecían de la menor vigencia. Y tampoco
se explicaría por qué esa presunta sátira, además de hacer reír, nos anuda la garganta.
Todos comprendemos que sus aventuras son grotescas y al mismo tiempo intuimos que
algo tan visible como los molinos de viento constituyen un revelador mito de la condición
humana. ¿Qué es, entonces, el Quijote: una simple burla o un símbolo inacabable?
Los personajes protagónicos de una gran ficción son emanaciones, hipóstasis del yo más
recóndito del escritor, y por eso son inesperados y toman por caminos que el creador no
había previsto, o cambian sus atribuciones según se desarrollan, atributos que van
descubriéndose por los actos que ejecutan, a medida que la acción avanza. Nada más
sensato que don Quijote cuando da consejos a Sancho para gobernar la ínsula, y nada
más quijotesco que Sancho cuando cree en esa Ínsula. El escritor experimentado sabe
que este fenómeno es inevitable y que debe ser modestamente atacado, porque es lo que
asegura la auténtica vida de sus criaturas. No debe suponerse que por tener existencia en
el papel y por ser inventados por el autor carecen de libre albedrío; son títeres con los que
el escritor puede hacer lo que quiera. Por el contrario, el artista se siente frente a su propio
personaje tan intrigado como ante un ser de carne y hueso, un ser que tiene su propia
voluntad y realiza sus propios proyectos. Lo curioso, lo ontológicamente motivo de
asombro, es que ese personaje es una prolongación del creador, sucediendo como si una
parte de su ser fuera testigo de la otra parte, y testigo impotente. Pero esto, que a primera
vista nos asombra, se comprende cuando tenemos en cuenta que esa emanación no es el
resultado de la razón del autor y de su voluntad, sino de motivaciones de su yo más
enigmático. Así también pasa con nuestros sueños, esas ficciones de las que cada uno de
nosotros somos autores, con personajes que no han salido, que no podrían haber salido,
más que de nosotros mismos y que, no obstante, son de pronto tan desconocidos que
hasta nos aterran.
Esta característica de las grandes ficciones es precisamente la que las convierte en
grandes verdades. De un sueño se puede decir cualquier cosa, menos que sea una
mentira. No sabemos, difícilmente alcanzamos a entender el significado último de ese
portentoso fenómeno, pero sin duda es la expresión auténtica de un hecho. Mediante
aquello que desde antiguo se llamó inspiración, sin proponérselo, el escritor rescata de ese
territorio arcaico símbolos y mitos que confieren verdad a sus creaciones, y que les darán
la perdurabilidad de la especie humana. El espíritu puro produce ideas, pero las ideas
cambian, y de ese modo Hegel es superior a Aristóteles; pero el Ulises de Joyce no es
superior al Ulises de Homero. Los sueños no progresan: dan verdades inmutables y
absolutas.
En una carta a un amigo, Karl Marx manifiesta su perplejidad porque las tragedias de
Sófocles seguían conmoviendo, a pesar de ser las sociedades modernas tan
fundamentalmente distintas. Pero es que los atributos últimos de la condición humana no
sufren las vicisitudes de la historia. La muerte no es histórica; siempre el hombre ha sido
mortal y seguirá siéndolo, y así también con otras características que constituyen el fondo
metafísico del hombre. Estos atributos últimos son los que alcanzan a descubrir y describir
los grandes escritores en sus ficciones. Es precisamente por esto que el Quijote vale para
todas las épocas y en cualquier parte del mundo. Cervantes es radicalmente español,
hasta el punto que es difícil imaginar que pudiera haber surgido en otra parte; pero al
mismo tiempo revela y enuncia misterios del alma de todos los hombres. Como decía
Kirkegaard, más ahondamos en nuestro corazón, más ahondamos en el corazón de
cualquier ser humano.
Esta suerte de complejidades es lo que vuelve imposible juzgar razonablemente la obra
máxima de Cervantes. Su mente comenzó planeando un "pasatiempo al pecho
melancólico", pero su instinto poético logra finalmente levantar de entre las ruinas de su
protagonista apaleado, escarnecido y ridiculizado una figura imponente y conmovedora. Y
no son los ingeniosos y descreídos bachilleres los que se imponen al lector, sino el
destartalado hidalgo con su fe inquebrantable, su candoroso coraje, su heroica ingenuidad.
Esto es lo que después o hasta en medio de la risa llena de pronto de lágrimas nuestros
ojos.
En el último capítulo, Cervantes le hace renunciar a todas ilusiones y quimeras. Como
escritor, intuyo que escribió esta parte con el alma contrita, oscuramente sintiendo que
cometía con su caballero la última y más dolorosa de sus aventuras, obligándolo a morir
desquijotado, para felicidad y tranquilidad de los mediocres, de los que aceptan la
existencia como es, con la cabeza gacha, cualesquiera sean las renuncias y sordideces.
Para mí, el Cervantes de tantas andanzas en pos de ideales frustrados, dolorosamente se
autocontempla y humilla en esa escena final, aceptando el acabamiento de su propia vida
con honda amargura. Podría pensarse que aceptaba con resignación cristiana la voluntad
de Dios. Pero ¿por qué Dios no ha de querer a los Quijotes? Me atrevo a pensar que
Cervantes amó hasta el final al Caballero de la Triste Figura y que, tímida y lateralmente,
desplaza sus ilusiones nada menos que al risible escudero, para que su amargura sea
más irónicamente dolorosa.
Y así Cervantes dio cabo a su grandiosa fantasía.
Carnalidad y pureza
Región desgarrada y ambigua, sede de la perpetua lucha entre la carnalidad y la pureza,
entre lo nocturno y lo luminoso, campo de batalla entre las furias y las olímpicas deidades
de la razón, el alma es lo más trágicamente humano. Por el espíritu puro, a través de las
matemáticas y la filosofía, el hombre exploró el hermoso universo de las ideas, universo
infinito e invulnerable a los poderes destructivos del tiempo; aun las poderosas pirámides
de Egipto terminan por ser desfiguradas ante el implacable viento del desierto, pero la
pirámide geométrica que es su espíritu permanece eternamente idéntica a sí misma. Mas
ese orbe platónico no es la verdadera patria del ser humano: es apenas una nostalgia de
lo divino. Su verdadera patria, a la que retorna después de sus periplos ideales, es esa
región intermedia del alma, región en que amamos y sufrimos, porque el alma es
prisionera de su cuerpo y el cuerpo es lo que nos hace "seres para la muerte". Es allí, en el
alma, donde se aparecen los fantasmas del sueño y de la ficción. Los hombres construyen
penosamente sus inexplicables fantasías porque están encarnados, porque ansían la
eternidad y deben morir, porque desean la perfección y son imperfectos, porque anhelan la
pureza y son corruptibles. Por eso escriben ficciones. Un dios no necesita escribirlas. La
existencia es trágica por esa esencial dualidad. El hombre podría haber sido feliz como un
animal sin conciencia de la muerte o como espíritu puro, no como hombre: desde el
momento en que se levantó sobre sus dos pies inauguró su infelicidad metafísica.Así,
Cervantes escribió el Quijote porque era un simple mortal.
Tierno, desamparado, andariego, valiente, quijotesco Miguel de Cervantes Saavedra, el
hombre que alguna vez dijo que por la libertad, así como por la honra, se puede y se debe
aventurar la vida: ¡qué emoción siento ahora, en el final de mi existencia, al ser protegido
por su generosa e innumerable sombra!
JUEVES, 4 de octubre de 1984
TRIBUNA:
Argentina: informe sobre desaparecidos
DOCUMENTO
ERNESTO SABATO 4 OCT 1984
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Santiago Omar Riveros
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Dictadura argentina
Derechos humanos
Personas desaparecidas
Dictadura militar
Argentina
Sudamérica
Casos sin resolver
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Durante la década de los setenta, Argentina fue convulsionada por un terror que provenía
tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda, fenómeno que ha ocurrido
en muchos otros países. Así aconteció en Italia, que durante largos años debió sufrirla
despiadada acción de las formaciones fascistas, de las Brigadas Rojas y de grupos
similares. Pero esa nación no abandonó en ningún momento los principios del Derecho
para combatirlos, y lo hizo con absoluta eficacia, mediante los tribunales ordinarios,
ofreciendo a los acusados todas las garantías de la defensa en juicio, y en ocasión del
secuestro de Aldo Moro, cuando un miembro de los servicios de seguridad le propuso al
general Della Chiesa torturar a un detenido que parecía saber mucho, le respondió con
palabras memorables: 'Italia puede permitirse perder a Aldo Moro. No, en cambio,
implantar la tortura'. No fue de esta manera en nuestro país: a los delitos de los terroristas,
las fuerzas armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido,
porque desde el 24 de marzo de 1976 contaron con el poderío y la impunidad del Estado
absoluto, secuestrando, torturando y asesinando a miles de seres humanos.
Crímenes de lesa humanidad
Nuestra comisión no fue instituida para juzgar, pues para eso están los jueces
constitucionales, sino para indagar la suerte de los desaparecidos en el curso de estos
años aciagos en la vida nacional. Pero, después de haber recibido varios miles de
declaraciones y testimonios, de haber verificado o determinado la existencia de cientos de
lugares clandestinos de detención y de acumular más de 50.000 páginas documentales,
tenemos la certidumbre de que la dictadura militar produjo la más grande tragedia de
nuestra historia, y la más salvaje.
Y, si bien debemos esperar de la justicia la palabra definitiva, no podemos callar ante lo
que hemos oído, leído y registrado, todo lo cual va mucho más allá de lo que pueda
considerarse como delictivo, para alcanzar la tenebrosa categoría de los crímenes de lesa
humanidad. Con la técnica de la desaparición y sus consecuencias, todos los principios
éticos que las grandes religiones y las más elevadas filosofías erigieron a lo largo de
milenios de sufrimientos y calamidades fueron pisoteados y bárbaramente desconocidos.
Los derechos humanos
Son muchísimos los pronunciamientos sobre los sagrados derechos de la persona a través
de la historia, y, en nuestro tiempo, desde los que consagró la Revolución Francesa hasta
los estipulados en las cartas universales de derechos humanos y en las grandes encíclicas
de este siglo. Todas las naciones civilizadas, incluyendo la nuestra propia, estatuyeron en
sus constituciones garantías que jamás pueden suspenderse, ni aun en los más
catastróficos estados de emergencia: el derecho a la vida, el derecho a la integridad
personal, el derecho a proceso, el derecho a no sufrir condiciones inhumanas de
detención, negación de la justicia o ejecución sumaria.
De la enorme documentación recogida por nosotros se infiere que los derechos humanos.
fueron violados en forma orgánica y estatal por la represión de las fuerzas armadas. Y no
violados de manera esporádica, sino sistemática, de manera siempre la misma, con
similares secuestros e idénticos tormentos en toda la extensión del territorio. ¿Cómo no
atribuirlo a una metodología del terror planificada por los altos mandos? ¿Cómo podrían
haber sido cometidos por perversos que actuaban por su sola cuenta bajo un régimen
rigurosamente militar, con todos los poderes y medios de información que esto supone?
¿Cómo puede hablarse de excesos individuales? De nuestra información surge que esta
tecnología del infierno fue llevada a cabo por sádicos pero regimentados ejecutores. Si
nuestras inferencias no bastaran, ahí están las palabras de despedida pronunciadas en la
Junta Interamericana de Defensa por el jefe de la delegación argentina, general Santiago
Omar Riveros, el 24 de enero de 1980: 'Hicimos la guerra con la doctrina en la mano, con
las órdenes estrictas de los comandos superiores'. Así, cuando ante el clamor universal
por los horrores perpetrados, miembros de la Junta Militar deploraban los 'excesos de la
represión, inevitables en una guerra sucia', revelaban una hipócrita tentativa de descargar
sobre subalternos independientes los espantos planificados.
Secuestros
Los operativos, de secuestro manifestaban la precisa organización, a veces en los lugares
de trabajo de los señalados, otras en plena calle y a la luz del día, mediante
procedimientos ostensibles de las fuerzas de seguridad, que ordenaban zona libre a las
comisarías correspondientes. Cuando la víctima era buscada de noche en su propia casa,
comandos armados rodeaban la manzana y entraban por la fuerza, aterrorizaban a padres
y niños, a menudo amordazándolos y obligándolos a presenciar los hechos, se
apoderaban de la persona buscada, la golpeaban brutalmente, la encapuchaban y
finalmente la arrastraban a los automóviles o camiones, mientras el resto del comando casi
siempre destruía o robaba lo que era transportable. De ahí se partía hacia el antro en cuya
puerta podía haber inscritas las mismas palabras que Dante leyó en los portales del
infierno: 'Abandonad toda esperanza los que entráis'.
De este modo, en nombre de la seguridad nacional, miles y miles de seres humanos,
generalmente jóvenes y hasta adolescentes, pasaron a integrar una categoría tétrica y
fantasmal: la de los desaparecidos. Palabra ¡triste privilegio argentino!- que hoy se escribe
en castellano en toda la Prensa del mundo.
Arrebatados per la fuerza, dejaron de tener presencia civil. ¿Quiénes exactamente los
habían secuestrado? ¿Por qué? ¿Dónde estaban? No se tenía respuesta precisa a estos
interrogantes: las autoridades no habían oído hablar de ellos, las cárceles no los tenían en
sus celdas, la justicia los desconocía y los hábeas corpus sólo tenían por contestación, el
silencio. En torno de ellos crecía un ominoso silencio. Nunca un secuestrador arrestado,
jamás un lugar de detención clandestino individualizado, nunca la noticia de una sanción a
los culpables de los delitos, Así transcurrían días, semanas, meses, años de incertidumbre
y dolor de padres, madres e hijos, todos pendientes de rumores, debatiéndose entre
desesperadas, expectativas, de gestiones innumerables e inútiles, de ruegos a influyentes,
a oficiales de alguna fuerza armada que alguien les recomendaba, a obispos capellanes, a
comisarios. La respuesta era siempre negativa.
En cuanto a la sociedad, iba arraigándose la idea de la desprotección, el oscuro temor de
que cualquiera, por inocente que fuese, podía caer en aquella infinita caza de brujas,
apoderándose de unos el miedo sobrecogedor y de otros una tendencia consciente e
inconsciente a justificar el horror: 'Por algo será, se murmuraba en voz baja, como
queriendo así propiciar a los terribles e inescrutables dioses, mirando como apestados a
los hijos o padres del desaparecido. Sentimientos, sin embargo, vacilantes, porque se
sabía de tantos que habían sido. tragados por aquel abismo sin fondo sin ser culpables de
nada; porque la lucha contra los subversivos, con la tendencia que tiene caza de brujas o
de endemoniados, se había convertido en una represión demencialmente generalizada,
porque el epíteto de subversivo tenía un alcance tan vasto como imprevisible. En el delirio
semántico, encabezado por calificaciones como marxismo-leninismo, apátridas,
materialistas y ateos, enemigos de los valores occidentales y cristianos,todo era posible:
desde gente que propiciaba una revolución social hasta adolescentes sensibles que iban a
villas miserias para ayudar a sus moradores. Todos caían en la redada: dirigentes
sindicalistas que luchaban por una simple mejora de salarios, muchachos que habían sido
miembros de un centro estudiantil, periodistas que no eran adictos a la dictadura,
psicólogos y sociólogos por pertenecer a profesiones sospechosas, jóvenes pacifistas,
monjas y sacerdotes que habían llevado las enseñanzas de Cristo a barriadas miserables.
Y amigos de cualquiera de ellos, y amigos de ésos amigos, gente que había sido
denunciada por venganza personal o por secuestrados bajo tortura. Todos, en su mayoría
inocentes de terrorismo o siquiera de pertenecer a los cuadros combatientes de la
guerrilla, porque éstos presentaban batalla y morían en el enfrentamiento o se suicidaban
antes de entregarse, y pocos llegaban vivos a manos de los represores.
Suplicios infernales
Desde el momento del secuestro, la víctima perdía todos los derechos; privada de toda
comunicación con el mundo exterior, confinada en lugares desconocidos, sometida a
suplicios infernales, ignorante de su destino mediato o inmediato, susceptible de ser
arrojada al río o al mar con bloques de cemento en sus pies o reducida a cenizas; seres
que, sin embargo, no eran cosas, sino que conservaban atributos de la criatura humana: la
sensibilidad para el tormento, la memoria de su madre o de su hijo o de su mujer, la infinita
vergüenza por la violación en público; seres no sólo poseídos por esa infinita angustia y
ese supremo pavor, sino, y quizá por eso mismo, guardando en algún rincón de su alma
alguna descabellada esperanza.
De estos desamparados, muchos de ellos apenas adolescentes, de estos abandonados
por el mundo, hemos podido constatar cerca de 9.000. Pero tenemos todas las razones
para suponer una cifra más alta, porque muchas familias vacilaron en denunciar los
secuestros por temor a represalias. Y aún vacilan, por temor a un resurgimiento de estas
fuerzas del mal.
Con tristeza, con dolor, hemos cumplido la misión que nos encomendó en su momento el
presidente constitucional de la República. Esa labor fue muy ardua, porque debimos
recomponer un tenebroso rompecabezas después de muchos años de producidos los
hechos, cuando se han borrado deliberadamente todos los rastros, se ha quemado toda
documentación y hasta se han demolido edificios. Hemos tenido que basarnos, pues, en
las denuncias de los familiares, en las declaraciones de aquellos que pudieron salir del
infierno y aun en los testimonios de represores que por oscuras motivaciones se acercaron
a nosotros para decir lo que sabían.
En el curso de nuestras indagaciones fuimos insultados y amenazados por los que
cometieron los crímenes, quienes, lejos de arrepentirse, vuelven a repetir las consabidas
razones de la guerra sucia, de la salvación de la patria y de sus valores occidentales y
cristianos, valores que, precisamente fueron arrastrados por ellos entre los muros
sangrientos de los antros de represión. Y nos acusan de no propiciar la reconciliación
nacional, de activar los odios y resentimientos, de impedir el olvido. Pero no es así: no
estamos movidos por el resentimiento ni por el espíritu de venganza; sólo pedimos la
verdad y la justicia, tal como por otra parte las han pedido las iglesias de distintas
confesiones, entendiendo que no podrá haber reconciliación sino después del
arrepentimiento de los culpables y de una justicia que se fundamente en la verdad. Porque
si no, debería echarse por tierra la trascendente misión que el poder judicial tiene en toda
comunidad civilizada.
Las fuerzas armadas
Verdad y justicia, por otra parte, que permitirá vivir con honor a los hombres de las fuerzas
armadas que son inocentes y que, de no procederse así, correrían el riesgo de ser
ensuciados por una incriminación global e injusta. Verdad y justicia que permitirá a esas
fuerzas considerarse como auténticos herederos de aquellos ejércitos que, con tanta
heroicidad como pobreza, llevaron la libertad a medio continente.
Se nos ha acusado, en fin, de denunciar sólo una parte de los hechos sangrientos que
sufrió nuestra nación en los últimos tiempos, silenciando los que cometió el terrorismo que
precedió a marzo de 1976, y hasta, de alguna manera, hacer de ellos una tortuosa
exaltación. Por el contrario, nuestra comisión ha repudiado siempre aquel terror, y lo
repetimos una vez más en estas mismas páginas. Nuestra misión no era la de investigar
sus crímenes, sino estrictamente la suerte corrida por los desaparecidos, cualesquiera que
fueran, proviniesen de uno o de otro lado de la violencia. Los familiares de las víctimas del
terrorismo anterior no lo hicieron, seguramente porque ese terror produjo muertes, no
desaparecidos. Por lo demás, el pueblo argentino ha podido escuchar y ver cantidad de
programas televisivos, y leer infinidad de artículos en diarios y revistas, además de un libro
entero publicado por el Gobierno militar, que enumeraron, describieron y condenaron
minuciosamente los hechos de aquel terrorismo.
Las grandes calamidades son siempre aleccionadoras, y sin duda el más terrible drama
que en toda su historia sufrió la nación durante el período que duró la dictadura militar
iniciada en marzo de 1976 servirá para hacernos comprender que únicamente la
democracia es capaz de preservar a un pueblo, de semejante horror, que sólo ella puede
mantener y salvar los sagrados y esenciales derechos de la criatura humana. Únicamente
así podremos estar seguros de que nunca más en nuestra patria se repetirán hechos que
nos han hecho trágicamente famosos en el mundo civilizado.
Este texto es el prólogo del informe encargado por el presidente de la República Argentina
a la CONADEP (Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas), y ha sido redactado
-como es público y notorio en Argentina- por el propio presidente de la comisión, el escritor
Ernesto Sábato.