Colisión de Almas de k. Pritekel

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Colisión de almas Kim Pritekel Descargos: Ya os los sabéis. No son mías. Simplemente me gustan. Os parecerán conocidas, pero no lo son. Violencia: Qué va. Bueno, no mucha. Subtexto: Puede que haya un poco. Nada importantísimo, desde luego, nada gráfico en absoluto. Nota: Éste no es exactamente un relato de Halloween, sino más bien una historia que da la casualidad de que ocurre el 31 de octubre y tiene algo de sobrenatural. Que disfrutéis. ¡FELIZ HALLOWEEN! Si queréis decirme lo maravillosamente que escribo o que doy asco, sois libres de hacerlo en: [email protected] Título original: When Souls Collide. Copyright de la traducción: Atalía (c) 2004 El caso de la mujer ingresada en el hospital el martes pasado sigue siendo un misterio para la policía de San Diego. La mujer, cuya identidad se desconoce, ha sido víctima de un atropello con fuga y lleva cinco días en coma. La policía de la zona solicita que cualquier persona que pueda saber algo sobre la identidad de esta mujer se ponga en contacto con el sargento Tony DiOfrio. La mujer, de pelo negro y ojos azules, tiene entre veinticinco y treinta años de edad dijo el locutor con su voz suave y aterciopelada. En cuanto al tiempo para hoy... Una mujer rodeó la esquina de la cocina, con el corto pelo rubio de punta y las piernas desnudas, vestida tan sólo con una camisa de dormir que le quedaba gigantesca. Se dejó caer en el sofá de cuero negro delante de la televisión y se quedó mirando con soñolientos ojos verdes mientras Rod Jenner presentaba el tiempo. Más lluvia murmuró, sofocando un bostezo. Había tenido una noche larga y agotadora, intentando cuadrar todos los números que le había pedido el idiota de su jefe bajito, calvo y sexualmente frustrado. Trabajaba

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Colisión de almas

Kim Pritekel

Descargos: Ya os los sabéis. No son mías. Simplemente me gustan. Os parecerán conocidas, pero no lo son. Violencia: Qué va. Bueno, no mucha. Subtexto: Puede que haya un poco. Nada importantísimo, desde luego, nada gráfico en absoluto. Nota: Éste no es exactamente un relato de Halloween, sino más bien una historia que da la casualidad de que ocurre el 31 de octubre y tiene algo de sobrenatural. Que disfrutéis. ¡FELIZ HALLOWEEN! Si queréis decirme lo maravillosamente que escribo o que doy asco, sois libres de hacerlo en: [email protected] Título original: When Souls Collide. Copyright de la traducción: Atalía (c) 2004

—El caso de la mujer ingresada en el hospital el martes pasado sigue

siendo un misterio para la policía de San Diego. La mujer, cuya identidad se

desconoce, ha sido víctima de un atropello con fuga y lleva cinco días en

coma. La policía de la zona solicita que cualquier persona que pueda saber

algo sobre la identidad de esta mujer se ponga en contacto con el sargento

Tony DiOfrio. La mujer, de pelo negro y ojos azules, tiene entre veinticinco y

treinta años de edad —dijo el locutor con su voz suave y aterciopelada—. En

cuanto al tiempo para hoy...

Una mujer rodeó la esquina de la cocina, con el corto pelo rubio de

punta y las piernas desnudas, vestida tan sólo con una camisa de dormir que

le quedaba gigantesca. Se dejó caer en el sofá de cuero negro delante de la

televisión y se quedó mirando con soñolientos ojos verdes mientras Rod

Jenner presentaba el tiempo.

—Más lluvia —murmuró, sofocando un bostezo. Había tenido una

noche larga y agotadora, intentando cuadrar todos los números que le había

pedido el idiota de su jefe bajito, calvo y sexualmente frustrado. Trabajaba

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como contable para una gran compañía del centro de San Diego. Si no le

pagaran tan bien, le habría dicho a Dennis Davies, el idiota de su jefe bajito,

calvo y sexualmente frustrado, que se fuese al infierno.

La rubia volvió la cabeza al oír el roce de una chapas metálicas

arrastrando por el suelo de madera. Su perro basset, Spud, venía trotando

por el salón del piso, con los grandes ojos caídos medio cerrados como de

costumbre y arrastrando las orejas marrones oscuras junto a sus patas

arrugadas.

—Hola, mi niño —le arrulló, cogiéndolo en brazos y colocándoselo en

el regazo, donde sus grandes orejas se extendieron como alas sobre sus

piernas. Como respuesta, el perro sacó la lengua y la dejó colgando a un lado

mientras jadeaba. La rubia sonrió—. ¿Cómo es que tengo un niño tan bajito y

arrugado? —preguntó, rascándole el pecho. El perro gimoteó, agitándose

sobre sus muslos y moviendo las grandes zarpas en el aire—. Sabes —dijo,

mirando con interés al basset—, casi te pareces a mi jefe. —Spud gimoteó de

nuevo, casi como si supiera el tipo de insulto que era aquello. La rubia se

echó a reír—. Es broma, mi niño. —Dejó al perro en el sofá y se levantó,

estirando los brazos por encima de la cabeza, y soltó un quejido, tras lo cual

fue al cuarto de baño a ducharse.

Spud intentó escarbar un nicho cómodo en el cuero, luego se

acomodó, doblando las cortas patitas por debajo del cuerpo, en intentó

mantener abiertos los grandes ojos marrones, pero se le fueron cerrando

despacio mientras escuchaba la voz desafinada de su dueña entonando

canciones clásicas al ritmo del chorro de agua a presión. Alzó la cabeza y se

quedó mirando por el pasillo que llevaba al cuarto de baño. Con un leve

lloriqueo, bajó la cabeza y cerró los ojos con un quejido perruno.

—¡San Francisco! ¡San Francisco! —cantaba la rubia, con los ojos

cerrados, mientras se mojaba el pelo corto antes de coger el bote de Pantene

y echarse un pegote del aromático champú en la mano. Se detuvo,

mordiéndose el labio mientras se frotaba el pelo dorado con el champú, al

darse cuenta de que se le había olvidado la letra de la canción—. San

Francisco —murmuró, pasándose los dedos distraída por el pelo enjabonado

y pegajoso, cuyos mechones fue juntando y luego los levantó entre las

manos, haciéndose un mohicano improvisado—. San Francisco, San... Ah, al

diablo. —Se quedó pensando un momento, sin dejar de trabajar con las

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manos su nuevo peinado, cuya punta caía ligeramente hacia la izquierda—.

¡Encima del fuego, cubierto de queso, perdí mi pobre albóndiga cuando

alguien estornudó!

Spud gimoteó de nuevo, hundiendo la cara en el almohadón que había

en el brazo del sofá.

—Bueno, grandullón. Me tengo que ir —le dijo la rubia al basset que

seguía aposentado en el sofá. El perro alzó la cabeza y luego la dejó caer de

nuevo. La rubia fue hacia la cocina, abrochándose los puños de la camisa de

seda de color crema, y luego se puso los pendientes. Entró en la cocina, cogió

su taza de viaje del escurridor situado al lado del fregadero doble de acero

inoxidable y fue al final de la encimera, junto al teléfono, directa a la

cafetera. Seguía silbando la canción por lo bajo, pero se detuvo y la última

nota cayó de sus labios con un suspiro. No había café—. Pero qué... —Se

agachó, examinando la cafetera, y vio que el interruptor estaba encendido.

Miró el filtro. El café seguía allí, burlándose de ella con su fuerte aroma—. No

es posible —murmuró, encendiendo y apagando el interruptor. Nada—.

¡Maldición! —Era la tercera cafetera que se le moría en otros tantos meses—

. Basura de aparato —refunfuñó, dejando de nuevo la taza de viaje en el

escurridor. Al echar un vistazo al reloj de pared colgado encima de la cocina,

vio que ya salía un poco tarde. Ahora tenía que hacer una parada en

Starbucks. Se sentía desorientada sin su café de la mañana—. Maldición.

Hacía frío, para ser finales de octubre. La rubia se detuvo un

momento, al darse cuenta de que era Halloween. Enarcó las cejas

sorprendida y luego siguió hasta el aparcamiento situado al lado del edificio.

A lo mejor tenía que comprar una bolsa de caramelos al volver del trabajo. El

año anterior habían pasado por el edificio algunos niños disfrazados.

—¿Cómo está, señorita Lauren? —le preguntó el portero al doblar la

esquina del edificio, quitándose de las manazas los guantes amarillos de lavar

platos. La rubia sonrió al ver los guantes.

—Más accidentes con los perros, ¿eh? —preguntó. El hombretón

moreno asintió.

—Sí. La gente podría ocuparse de sus propios animales.

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—Que tenga un buen día, Tyrone —dijo la rubia, meneando la cabeza

y dándole una palmadita al hombre en el brazo.

El aparcamiento estaba vacío, pues la mayoría de los coches ya se

había ido. La rubia vio su BMW aparcado hacia el fondo. La noche anterior

había llegado a casa tarde y había tenido que aparcar en el quinto pino.

Levantó el llavero y apretó el botoncito azul del control remoto de la alarma

y el coche soltó un trino mientras ella se acercaba. Cuando la rubia llegó al

coche, se detuvo, con el pelo de punta en la nuca. Le corrió un leve escalofrío

por la espalda. Abrió la puerta, situándose entre la misma y el coche, y se

volvió, esperándose ver a Sid Metcalfe, el anciano raro del 32B a quien le

encantaba acercarse furtivamente a ella. Nadie.

—Vamos, viejo. Te estoy esperando —murmuró, recorriendo el

aparcamiento vacío con la mirada. Sid seguía sin aparecer.

La rubia se volvió de nuevo hacia su coche, pero no podía quitarse la

sensación de que alguien la estaba mirando. Se estremeció otra vez y se

metió en el coche.

El trayecto hasta Starbucks transcurrió salpicado de gruñidos de

irritación dirigidos a la gente de la ciudad que parecía no tener un sitio

concreto donde ir ni una hora específica a la que llegar.

—¡Vamos! —le gritó la rubia a la pequeña furgoneta Chevrolet azul

que tenía delante—. ¡En este país cuando se pone verde quiere decir que

arranques! —La furgoneta siguió clavada en el sitio hasta que se volvió a

poner rojo, pues el conductor estaba mirando hacia abajo, evidentemente

mucho más interesado en el periódico de la mañana que en el tráfico. La

rubia tocó el claxon con ganas, intentando llamar la atención del hombre.

Sofocó una exclamación cuando vio un brazo que salía disparado por la

ventana, blandiendo un dedo corazón—. Dios mío —suspiró. La rubia

comprendía perfectamente los motivos que impulsaban los ataques de ira en

carretera. Por fin, cuando el semáforo se puso verde por segunda vez, el

Chevrolet azul arrancó, cubriendo al BMW negro de una nube de humo mal

oliente—. Cretino.

El aparcamiento de Starbucks estaba atestado de coches. La rubia se

quedó sentada al volante, mirándolos, tan relucientes todos ellos bajo el sol

de primera hora de la mañana.

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—Maldición —murmuró, sabiendo que aunque esto era un horror, sin

su café matutino ella era aún peor. Necesitaba algo fuerte. Algo que otras

personas dirían que era propia de alguien de pelo en pecho. Bueno, siempre

podía tomarse el café que sabía que habría sobrado en la cafetera de ayer en

la sala de empleados—. Maldición —repitió, aparcando en un espacio, una

vez más en el quinto pino.

El nivel de decibelios era espantoso para ser las ocho y cuarto de la

mañana. La rubia detestaba las mañanas, sobre todo cuando empezaban tan

asquerosamente como ésta. Gimió al ver el enjambre de personas que

asaltaba el mostrador. Cinco trabajadores agobiados corrían esquivándose

los unos a los otros intentando servir los pedidos.

—Maldición —murmuró la rubia, mirando a su alrededor y tratando

de establecer dónde acababa de verdad la cola. No había una cola clara, de

modo que eligió a una persona y se situó detrás, dándose golpecitos

impacientes con los dedos en la pierna cubierta por la falda. Miró el reloj—.

Maldición.

Por fin, con un gran moca con leche en la mano, la rubia atravesó el

gentío que era como el cuento de nunca acabar: cuanta más gente se iba,

más larga era la cola. Corrió al coche, bebiendo el caliente brebaje por el

camino, se dejó caer en el asiento del conductor y cerró los ojos con placer al

sentir el fuerte café que le bajaba por la garganta.

—Oh, sí. —Sonrió con un suspiro de satisfacción, dejó la taza en el

portavasos pegado al salpicadero y arrancó el coche.

Oficialmente le quedaban doce segundos para llegar al trabajo. Sin

problema. Refunfuñó de nuevo por dentro al tiempo que salía del

aparcamiento y se unía al tráfico de la calle principal.

—Tío, estás como una puta cabra —dijo Darryl, mirando ceñudo a su

amigo Roger, que iba sentado a su lado en el camión de la basura.

—Qué va, te digo la verdad, Dar. Me puso todo el culo en la cara.

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Darryl echó un vistazo a la calzada y luego se volvió de nuevo hacia su

amigo, con ojos incrédulos que empezaban a dar paso a un expresión

melancólica.

—¿Y tenía... tenía un buen culo? —preguntó Darryl, tragando. Roger

lo miró como si fuese estúpido.

—¡Pues claro! ¿Cómo si no te crees que ha conseguido trabajar de

bailarina?

—Ah, tío. ¡Tío, jo, tío, jo, tío, jo, tío! Ojalá Sally me hubiera dejado ir

contigo. Tío, jo, tío.

Roger sonrió, echando un vistazo por el parabrisas, y casi se le

saltaron los ojos de las órbitas.

—¡Cuidado!

Darryl volvió la cabeza de golpe justo a tiempo de ver un pequeño

BMW negro que se dirigía al cruce.

—¡Joder, que está rojo, tío!

—¡Lo sé, lo sé! ¡Jodeeeeer! —Darryl pisó el freno con todas sus

fuerzas y oyó el quejido del pesado camión por la tensión.

La rubia echó un vistazo al reloj del coche y gimió. Qué tarde llegaba.

Vio que el semáforo de delante seguía en verde, pero llevaba así ya un rato y

no quería que se le pusiera en rojo antes de poder cruzar. Cuando fue a pisar

el acelerador, por el rabillo del ojo derecho vio un borrón negro que

empezaba a salir del bordillo y pisó el freno, haciendo derrapar un poco el

coche hasta detenerse. Sin aliento, miró hacia la acera para ver si la persona

estaba bien. Frunció el ceño: allí no había nadie. Entonces volvió la cabeza de

golpe a tiempo de ver un enorme camión de la basura que cruzaba volando,

derramando basura por la parte de atrás mientras el conductor intentaba

parar. El corazón se le salía del pecho mientras veía que el camión aminoraba

por fin la velocidad, pero volvía a acelerar de inmediato. Se quedó mirando

hasta que el camión desapareció de su vista. Colocándose la mano en el

pecho, volvió a mirar hacia la acera, tratando de ver qué era lo que le había

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llamado la atención. Allí no había nadie, salvo el anciano con su carrito de la

compra que estaba plantado bajo el toldo de la Zapatería Gibs. Supo por

instinto que el anciano no había sido lo que había visto. Si es que había visto

algo.

—¡Aaaajjj! —Bajó la mirada al notar que algo la quemaba. Su gran

moca con leche había salido despedido del portavasos y le había caído

encima, derramándole el líquido caliente por toda la pechera de la camisa de

seda—. ¡Maldita sea! —gritó, limpiándose la mancha con una servilleta de

Starbucks. Con un suspiro, se bebió lo que quedaba del café, dejó la taza

vacía de nuevo en el portavasos y se miró. Una gran mancha marrón oscura

con la forma casi del estado de Texas adornaba su pecho izquierdo y la punta

de Texas iba corriendo hacia abajo. La secó con la servilleta, deteniendo su

avance—. Qué buenos auspicios para este día —murmuró, y volvió a meter

el coche en el tráfico.

El edificio Fentnal era grande, con más de cuarenta y ocho plantas que

albergaban bufetes de abogados, sedes bancarias y, por supuesto, la

compañía de contabilidad donde trabajaba Lauren. Se rumoreaba incluso

que Anthony Hopkins tenía una oficina en algún lugar del edificio.

Corrió a la puerta de entrada, con el maletín en la mano, y pasó ante

recepción, sin molestarse siquiera en saludar a Kayla, que era la

recepcionista. Se limitó a agitar la mano sin mirar mientras corría hacia los

ascensores. La rubia se quedó mirando las luces de los pisos que se iban

iluminando despacio, esperando a que se iluminara el número doce.

—Vamos —iba canturreando, y por fin un sonoro ding llenó la cabina y

las puertas se abrieron. La rubia avanzó corriendo por el pasillo y luego aflojó

el paso, preparándose para cuando tuviera que pasar ante el despacho de

Davies. Respirando hondo, aceleró su motor interno e intentó pasar como

una exhalación.

—¡Lori! —oyó que decían por la puerta abierta.

—Lauren —bufó en voz baja a través de la sonrisa al volverse hacia la

puerta abierta. Ahí estaba el idiota de Dennis Davies, bajito, calvo y

sexualmente frustrado.

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—¿Qué tal? —El hombrecillo se apartó de su mesa y la rodeó a toda

prisa para plantarse a menos de sesenta centímetros de la contable. Ésta

advirtió asqueada la erección parcial que se le notaba en los pantalones mal

cortados. Lauren retrocedió un paso como quien no quiere la cosa, sonriendo

al hombre que detestaba. Davies le sonrió a su vez, mirándola fijamente. Ella

advirtió de nuevo su corta estatura, que lo situaba prácticamente al nivel de

los ojos de su propia figura de un metro sesenta y dos. Su cabeza calva

soltaba brillos por la luz del techo, salvo donde el pelo de un lado peinado

por encima se la tapaba. Sus ojillos brillantes, de un gris casi metálico, la

miraban a través de unas gafas de montura negra, debajo de las cuales

sobresalía su larga nariz hendida. Su sonrisa de labios apretados se hizo más

amplia al verle la blusa y la mancha de Texas que la adornaba—. ¿Una

mañana difícil? —preguntó, meneando las cejas peludas. Lauren asintió, pero

siguió sonriendo—. Pues qué pena. Necesito esas cifras cuanto antes. Como

hace cinco minutos —dijo, sin dejar de sonreírle con los labios apretados. Jo,

¿acaso era ventrílocuo o qué?

En lugar de preguntárselo, Lauren sonrió, asintió y salió del despacho,

echando casi a correr por el pasillo hacia su propio despacho.

La única ventana mostraba un bonito día de otoño en el exterior. Los

árboles bailaban grácilmente con la brisa, la gente caminaba por las aceras,

los coches pasaban zumbando por las calles. Lauren se quedó mirando, con

la barbilla apoyada en la mano izquierda, mientras que con la derecha

sujetaba el bolígrafo con el que había estado escribiendo notas y cifras en el

cuaderno de notas amarillo que tenía en la mesa. Con un suspiro, apartó los

ojos de la escena y volvió a concentrarse en su trabajo. Sus ojos verdes se

dilataron al ver lo que había estado dibujando sin darse cuenta. Era una

especie de figura. Volvió el cuaderno, examinándolo desde otro ángulo. Sí,

definitivamente una figura. En negro, como ocurre cuando se usa tinta negra.

La silueta de una persona. Dicha persona estaba de perfil, pero no del todo, y

llevaba una gorra de béisbol, con la visera tan baja que poca cosa se podía

ver de los rasgos faciales. Llevaba una cazadora o un jersey grueso, o

simplemente algo grueso, y pantalones. No había líneas claras, como es

propio de una silueta, todas las líneas se entremezclaban. Lauren soltó el

bolígrafo y se recostó en su silla. Extraño. Se preguntó de dónde se lo habría

sacado. Se pasaba la vida haciendo garabatos, pero normalmente se daba

cuenta de que lo estaba haciendo.

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—¡Aaajj! —chilló por segunda vez en lo que iba de día cuando el

áspero zumbido del teléfono interno resonó por el despacho—. ¿S-sí? —Se

puso la mano sobre el corazón y cerró los ojos, intentando calmarse.

—Hola, Lucinda —fue la viscosa respuesta.

—Lauren —murmuró. Dios, cómo odiaba a ese idiota bajito, calvo y

sexualmente frustrado—. ¿Sí, señor Davies? —preguntó con su tono más

dulce, mordiendo literalmente las palabras al decirlas.

—Sí, bueno, necesito esas cifras ya. Así que a lo mejor podría poner en

marcha ese culito que tiene. —El teléfono se desconectó y Lauren se quedó

mirándolo. Ah, qué hombrecillo tan repugnante.

La rubia metió la pila de papeles en una carpeta de cartón y se

levantó, pero entonces echó un vistazo al reloj de la pared. Ya era casi la hora

de comer y sabía que iba a estar trabajando durante todo el almuerzo en

cuanto tuviera las copias hechas.

Con un suspiro, dejó la carpeta en la mesa, buscó en el Rolodex,

encontró el número del restaurante Plimpton's, situado a dos manzanas de

allí, y marcó. Tras haber encargado la comida para que se la trajeran, Lauren

cogió la carpeta y se fue a la sala de fotocopias.

Irritada hasta decir basta al ver el cartel de NO FUNCIONA en la

fotocopiadora de su planta, Lauren fue a los ascensores. Casi echó a correr,

pues sabía que Davies tenía "la" reunión dentro de veinte minutos. Se detuvo

justo antes de estamparse con las puertas de acero inoxidable del ascensor y

pulsó el botón de la flechita hacia abajo. Esperó, mirando la fila de números

que se iban iluminando, y siguió esperando.

—Vamos. —La luz se detuvo en el número tres y no volvió a

moverse—. Qué demonios —murmuró, notando que le empezaba a hervir la

sangre. Lauren miró a su alrededor—. ¡Ajá! —exclamó, echando a correr

hacia la puerta roja que daba a las escaleras. La abrió de un empujón con la

fuerza de un tren y siguió corriendo. Notó que se le enganchaba el tacón

antes de darse cuenta de lo que podía pasarle—. Oh, mierda —murmuró al

tiempo que su cuerpo salía lanzado hacia delante, perdiendo el zapato.

Lauren soltó la carpeta, esparciendo la carpeta y los papeles por el suelo de

cemento. Lauren vio la barandilla justo delante de ella y la caída de doce

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pisos al otro lado. ¡Oh, Dios, oh, Dios! Alargó los brazos para intentar

sujetarse, pero la barandilla la golpeó en la mitad del cuerpo, obligándola a

doblarse por la cintura, al tiempo que la barra roja se le incrustaba en la

tripa, dejándola sin aliento. Notó que perdía pie, pero entonces se detuvo,

pues alguien la había agarrado por la parte de atrás de la camisa.

Lauren se agarró a la barandilla, con los dos pies plantados de nuevo

en el suelo, jadeando sin control mientras su corazón hacía circular toneladas

de litros de sangre. Se puso la mano sobre el corazón y se volvió para ver a

una mujer con aire risueño de pie detrás de ella, con una bolsa blanca de

papel en la mano. La rubia miró la bolsa.

—Eh, ésa es mi comida —dijo, al reconocer la bolsa de Plimpton's. La

mujer sonrió, asintiendo—. Qué rapidez.

—¿Está bien? —preguntó, sacando a Lauren de su ensueño, producto

del hambre. Parpadeó y levantó la mirada, posándola en una cara medio

tapada por una gorra de béisbol negra.

—Sí, sí. Gracias.

La mujer alargó la otra mano, con un zapato gris de tacón alto colgado

del dedo índice.

—He probado con las otras dos, pero no les quedaba bien. —Lauren

cogió el zapato y se lo puso—. Escuche, ¿quiere esto ahora o...?

—Oh, ah, ¿puede subirlo a mi despacho? Lauren Atwater. Tengo que

bajar a hacer unas copias. —La mujer asintió, se volvió y se marchó por las

escaleras. Lauren se quedó mirándola. La mujer llevaba una cazadora de

cuero negra, cuyo cinturón colgaba suelto golpeándole en los muslos al

caminar, y vaqueros negros. Encogiéndose de hombros, la rubia volvió a su

tarea.

La rubia recorrió las oficinas del bufete de abogados Trout y Kline,

hasta que encontró la sala de copias. Iba a menudo a la planta once, puesto

que Trout usaba a su compañía para la contabilidad. Avanzó deprisa,

sonriendo al ver a un hombre y una mujer que salían de la sala de copias con

un montón de papeles. Yuju. A lo mejor tenía suerte y era la siguiente. La

alegría de Lauren murió cuando vio a la mujer inmensa cubierta por un

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vestido de flores aún más inmenso plantada delante de la máquina. Mary-

Margaret Smith. El trasero de la mujer se movía de lado a lado siguiendo los

movimientos de la mujer mayor, que metía tres papeles en la ranura de cada

vez y luego, cuando ya estaban copiados, sacaba esos tres, los grapaba con la

grapadora eléctrica colocada encima de la máquina y empezaba con los tres

siguientes.

La alegre mujer se volvió para mirar por encima del hombro, con los

ojos hundidos en las arrugas y pliegues de su cara. Su boca, fruncida en un

mohín, sonrió, mostrando los incisivos manchados por el pintalabios rosa

oscuro que usaba.

—¡Hola! —dijo, sin dejar de grapar automáticamente las tres hojas.

Lauren sonrió, más que nada para no chillar de frustración—. ¿Cómo está?

Qué día tan bueno hace, ¿no le parece? Precioso. Algo fresco, pero no

demasiado. Ya sabe cuánto detesto el frío. Por eso nos vinimos a vivir aquí.

—La mujer se tapó la boca con la mano al tiempo que soltaba una risita y su

cuerpo se estremecía acompañándola. Lauren se quedó mirando los papeles

que tenía Mary-Margaret Smith en las manos, con una expresión de anhelo

en los ojos verdes.

—Mm, ¿cree que terminará pronto? —preguntó. Mary-Margaret

Smith miró la pila que tenía y luego miró de nuevo a la rubia.

—Oh, cielos, cariño. No lo sé. Tengo todo esto que copiar y grapar.

Sabe, odio grapar papeles. Una vez se me quedó pillado un dedo en una

grapadora...

Lauren tuvo la de repente visión de Linda Blair en el papel de Reagan

en El exorcista, con la cabeza dando vueltas y escupiendo vómito por la boca,

y luego por alguna razón casi pudo notar el mango de un cuchillo en la mano

al imaginarse a Mary-Margaret Smith ocupando el lugar de Janet Leigh en la

ducha. Lauren alzó el brazo, con el puño cerrado, mostrando los dientes, y

luego bajó la mano. Con un suspiro, esperó.

—Vaya, hola, Lana. —Davies cogió la carpeta que le tendía Lauren.

—Lauren. —Sonrió, se dio la vuelta y salió del despacho.

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Cuando se sintió a salvo de los ojos y la boca babosa de Davies tras la

puerta cerrada de su propio despacho, Lauren se dio cuenta de que tenía que

pagar a una repartidora. Miró por su pequeño despacho y vio que allí no

había ninguna repartidora. Frunciendo el ceño, se acercó a su mesa y vio la

bolsa blanca de papel junto a su máquina de sumar y el cuaderno de hojas

amarillas. Vio que en él había una nota escrita:

Ya me pagará la comida. A

Lauren se quedó mirando la nota un momento y luego sus ojos se

posaron en el dibujo que había hecho antes. Estrechó los ojos, cogió el

cuaderno y se quedó contemplando el dibujo. ¿La repartidora? Observó la

gorra de béisbol que llevaba tan calada que le tapaba la mayor parte de la

cara. Pensó en la mujer. En realidad casi no le había visto la cara: sólo la boca

y la barbilla y un poquito de la nariz. La mujer tenía el pelo largo y muy

oscuro, colocado detrás de las orejas.

Lauren se sentó, tarareando la música de En los límites de la

realidad. Se pasó las manos por el pelo, cuyo flequillo se le metía en los ojos.

Qué día tan extraño.

Se estaba haciendo de noche, por lo que Lauren encendió su lámpara

de mesa, que derramó un extraño color amarillo a su alrededor, como un

halo de luz, con la negrura de su gran ventana detrás. La rubia se pasó la

mano con frustración por el pelo corto, harta de repasar las mismas cifras

todo el santo día. Por culpa de ese hombrecillo idiota, bajito, calvo y

sexualmente frustrado, a cuyo cerebro de mosquito se le había ocurrido

cambiar de idea, ella tenía que volver a hacer todos los cálculos desde el

principio.

Lauren echó a un lado los papeles y se recostó en la silla, con la

espalda y el cuello doloridos y los ojos irritados. La idea de volver a casa para

darse una buena ducha relajante la hizo sonreír, pero la sonrisa murió casi

antes de empezar. Gimió al recordar que Davies le había dado antes unos

documentos que había que entregar en la oficina del otro lado de la ciudad.

No, no podía esperar a mañana. No, no los podía llevar el puñetero

mensajero. No, lo tenía que hacer Lauren Atwater. Sacó las indicaciones que

le había dado el viejo de debajo del montón de papeles que tenía en la mesa

y guiñó los ojos tratando de descifrar la letra enana e ilegible de su jefe. Las

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indicaciones no le dejaban nada claro, pero ella nunca había estado en esa

zona, por lo que no podía salir a la aventura sin más.

—Maldición —murmuró, y apagó la lámpara de mesa.

Había refrescado considerablemente y Lauren se estremeció al salir

por la puerta principal del edificio de oficinas, deseando haberse puesto una

chaqueta. La seda de su blusa aumentaba el frío. Cruzó los brazos por encima

del pecho, incómoda con la reacción anatómica.

Cuando la rubia se dirigía apresurada hacia su coche, frunció el ceño al

volver a notar la sensación de esa mañana. Miró nerviosa a su alrededor,

observando el aparcamiento oscuro. Las tres farolas de la calle estaban

fundidas y llevaban así más de una semana. Lo raro era que aunque la

sensación era desconcertante, no le daba miedo necesariamente. Era sólo

que le producía desazón.

—Por favor, que no me violen, por favor, que no me violen —fue su

mantra mientras se sacaba las llaves del bolsillo y apretaba el botón azul.

Sintió cierto alivio al oír el trino del coche y se apresuró a abrir la puerta, tiró

la carpeta que tenía que entregar en el asiento del pasajero y se montó.

Las calles estaban relativamente desiertas, pues no había mucho que

hacer en la ciudad en un lunes de Halloween. Lauren volvió a mirar las

instrucciones que le había dado Davies, sujetando el trozo de papel con la

mano izquierda, que llevaba apoyada en el volante. Miró los nombres de las

calles, vio que estaba bastante lejos del centro y cayó en la cuenta de que

estaba en territorio peligroso. Los edificios eran viejos y ruinosos y la noche

hacía que sus ventanas vacías observaran como los ojos huecos de un

esqueleto. Se estremeció al pensarlo y subió un poco la calefacción.

—Maldición. Ya sabía yo que tenía que haber torcido a la izquierda en

lugar de a la derecha —murmuró, sin dejar de buscar algo que le resultara

remotamente conocido—. Maldición. —Lauren detuvo el BMW junto a la

acera y miró las indicaciones, sacó el callejero de la guantera y lo abrió para

intentar averiguar dónde demonios estaba—. Vale. —Suspiró, siguiendo la

calle con el dedo. Lauren pegó un respingo al oír unos golpecitos en la

ventanilla del conductor. Levantó la mirada y vio la cara sonriente de un

hombre de piel oscura, con el pelo lleno de trenzas y un cuchillo. Detrás de él

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había otros dos hombres, uno de los cuales estaba examinando el coche,

mientras que el otro estaba examinando a la conductora—. Oh, mierda.

—Abre la puerta, encanto —dijo el hombre, con una sonrisa amplia y

blanca que a ella le parecía más una mueca lasciva. Hizo un gesto negativo

con la cabeza, sin apartar los ojos de ese cuchillo—. Venga, nena. No te voy a

hacer daño. —La rubia volvió a decir que no con la cabeza. Abrió mucho los

ojos cuando vio que uno de los hombres sacaba una especie de pistola. Fuera

lo que fuese, parecía bastante peligroso—. Vamos, vamos. Mis chicos y yo

sólo queremos jugar. —La rubia vio que los otros dos se separaban: uno fue

hacia la parte delantera del coche y el otro hacia la trasera. Aspiró aire con

fuerza al notar que se movía el coche una vez y luego otra. Hacia delante y

hacia atrás. Los dos estaban empujando el coche, sacudiéndolo. Lauren cerró

los ojos, con las manos aferradas al volante y el cuerpo tenso como la cuerda

de un arco.

—Oh, Dios, oh, Dios —fue su nuevo mantra. Sólo quería sobrevivir. A

estas alturas, lo demás lo recibiría como un premio extra. Le costaba respirar

y se sentía absolutamente indefensa mientras continuaban los empujones.

—¡Qué...!

Lauren entreabrió un ojo y con pasmo y deleite totales, vio a una

figura oscura que estaba dando una soberana paliza a los tres hombres. Dos

ya estaban tirados en el suelo, uno gimiendo y sujetándose la entrepierna, el

otro sin sentido. Los ojos de Lauren se posaron en el que había estado

pegado a la ventanilla, que luchaba con su salvador. Iba perdiendo una

batalla perdida y por fin se desplomó en la calle con sus compañeros. Los

asustados ojos verdes se quedaron mirando cuando la figura oscura se

acercó al coche. La figura esperó a que abriera la puerta, la ventana, lo que

fuera, y luego se inclinó y dio unos golpecitos en la ventana. Lauren no podía

hacer nada más que mirar.

—¿Me vas a dejar entrar o no? —dijo una voz de mujer, aunque

apagada por el cristal. Lauren se quedó mirando. La figura se irguió y cruzó

los brazos sobre el pecho cubierto de cuero. Lauren levantó la mirada y de

repente cayó en la cuenta. ¡La mujer que le había traído la comida! La rubia

abrió la puerta y estuvo a punto de golpearla con ella al salir disparada del

coche y abrazar a la repartidora.

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—Gracias, gracias —exclamó efusivamente en el hombro de la mujer y

notó que ésta le daba palmaditas en la espalda y le frotaba los hombros.

Lauren se quedó parada, al recordar dónde estaba y que no tenía ni la más

mínima idea de quién era la mujer, y se apartó de ella despacio, sonriéndole

con timidez—. Mm, perdón. —Retrocedió un paso, con las manos recogidas a

la espalda, balanceándose ligeramente sobre la punta de los pies. La mujer

sonrió.

—Tranquila. —Miró por encima del hombro de la rubia y meneó la

cabeza—. Espero que tengas una rueda de repuesto.

Lauren siguió su mirada y vio que uno de los hombres le había rajado

una rueda.

—Maldición.

—Escucha, mm, creo que el coche todavía aguanta un poco. Tenemos

que irnos de aquí —dijo la mujer, señalando a los tres rufianes inconscientes

tirados en la calle detrás de ella. Lauren asintió y volvió a meterse en el

coche, haciéndole un gesto a la mujer para que ocupara el asiento del

pasajero.

La calle estaba aún más oscura y parecía rezumar peligro, pero por

alguna razón Lauren no tenía miedo. Se quedó plantada en la acera de la

calle silenciosa, cruzada de brazos como para protegerse el pecho, mientras

la mujer se arrodillaba al lado de la rueda trasera izquierda, manejando el

gato. La rubia bajó la mirada y se fijó en la gorra de la mujer, que se había

colocado del revés para trabajar. Forzó la vista en la oscuridad para tratar de

ver lo que llevaba escrito delante. Dos alas. Dos alas blancas y plumosas y las

palabras Alas de Ángel.

—¿Qué es Alas de Ángel? —preguntó. La mujer empezó a quitar la

rueda destrozada y gruñó:

—Mi empresa de mensajería. —Se limpió las manos en los vaqueros y

se volvió, ofreciéndole la mano a la rubia—. Angel a tu servicio. —Lauren

sonrió, estrechando la mano más grande. Lauren frunció el ceño un

momento, ladeando la cabeza—. ¿Qué?

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—¿Qué haces aquí?

Angel sonrió.

—Ah, llevo todo el día de acá para allá.

—Ah. —Lauren echó un vistazo por la calle oscura, rezando para que

Angel se diera prisa con la rueda. Lo que más deseaba en el mundo era

largarse pitando de allí.

—Ya está. —La morena se levantó, frotándose las manos, y contempló

su obra—. Arreglado.

La rubia la miró de nuevo, con los ojos relucientes de alivio.

—No sé cómo darte las gracias —dijo, con el estómago revuelto a

medida que empezaba a asimilar lo que había ocurrido en la última hora.

Bajó la mirada y se tocó la frente.

—Oye. ¿Estás bien? —La rubia notó una mano en el hombro. Asintió,

pero no pudo levantar los ojos, por temor a que la mujer se diera cuenta de

que los tenía llenos de lágrimas—. Vamos. Hay un café a pocas manzanas de

aquí. Vamos a tomar café. Y algo de comer, tal vez.

La rubia asintió y por fin levantó la mirada, a tiempo de ver a la

morena colocándose bien la gorra, con una ligerísima sonrisa en los labios.

El café estaba tranquilo y casi vacío, salvo por algunos vagabundos

sentados en los reservados viejos y astrosos con las manos alrededor de una

taza de café o un vaso de agua. Era evidente que el café hacía de motel por

las noches.

—Ya sé que no tiene muy buen aspecto, pero dan una comida muy

buena —dijo Angel, sonriendo a su acompañante, que seguía temblando.

—Estupendo —murmuró Lauren, mirando a su alrededor, casi a la

espera de que sus ojos se posaran en los tres hombres de antes.

—Venga. —Angel la llevó a un reservado del fondo y las dos se

sentaron en el viejo asiento de vinilo, que chirrió protestando—. Seguro que

te vendría bien comer algo. Te puede ayudar.

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La rubia miró a la mujer, preguntándose si lo decía en serio.

—No creo que pueda. Tengo el estómago demasiado revuelto.

—¿Has comido algo desde esta mañana? —preguntó Angel, con el

ceño fruncido de preocupación. La rubia dijo que no con la cabeza. Angel

asintió y se volvió hacia el mostrador—. Oye, ¿nos traes café, Linda?

La mujer que estaba detrás del mostrador, con un uniforme

manchado y la cofia de encaje torcida encima de su pelo rojo y despeinado,

les echó una mirada. Dejó de escribir una cuenta y se quedó mirando a Angel

fijamente, como si se tratara de un OVNI plantado en medio del café. Angel

la miró e hizo un mínimo gesto negativo con la cabeza. Lauren miró primero

a una y luego a la otra. Se preguntó que estaría pasando y cuando estaba a

punto de preguntarlo, Angel se volvió hacia ella con un sonrisa que la rubia

casi no lograba ver a causa de la sombra de la visera de la gorra.

—Deberías probar su estofado. Lo hacen buenísimo. —La rubia siguió

mirándola fijamente—. Bueno, si te gusta el estofado.

Decidiendo olvidar la extraña sensación que había tenido todo el día,

Lauren miró la carta pegajosa que había cogido de entre el salero y el

pimentero. Se quedó mirando con ojos cansados las letras negras que

formaban palabras negras que empezaban a convertirse en borrones negros.

Parpadeó varias veces, tratando de despejarse la vista y la cabeza.

—Oiga, ¿está bien? —Lauren alzó los ojos y vio a Linda, la camarera,

de pie al lado de su mesa, con la cafetera en la mano. Colocó una taza recia

de color crema ante la rubia y la llenó hasta arriba del humeante brebaje

negro con la facilidad de la práctica. Lauren asintió. La camarera le sirvió una

taza a Angel—. Solo, ¿verdad, cielo? —La morena asintió y la camarera

regresó al mostrador. Angel rodeó la taza con sus largos dedos y sonrió.

Lauren se quedó mirando esos dedos, pálidos, casi fríos y húmedos. Pasó de

los dedos a las pálidas manos, cuyo dorso estaba cruzado de cicatrices.

Frunció el ceño.

—¿Qué te ha pasado?

Angel se miró las manos y se tiró de las largas mangas de la cazadora

para tapárselas un poco más.

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—He tenido un accidente.

—Ah. —Lauren bebió un poco de café, arrugó la nariz y cogió una

tarrina de leche, le arrancó la tapa protectora y echó el cremoso líquido en su

taza—. Es fuerte.

Angel asintió con una sonrisa.

—Ya lo creo. —Angel entrelazó los dedos alrededor de su taza y cerró

los ojos un momento—. Lauren, ¿tú crees en las almas?

La rubia apartó la mirada de la taza de café que estaba removiendo,

con cara de sorpresa.

—Ah, pues supongo que nunca me lo he planteado. —Dejó la

cucharilla en la mesa al lado de la taza y bebió de nuevo, notando la nariz

humedecida por el vapor—. ¿Y tú?

La morena asintió.

—Ya lo creo. —Apartó una mano de la taza y se puso a dar vueltas con

un dedo alrededor del borde—. Creo que un alma puede ayudar a otra. —

Levantó la vista, se encontró con los ojos curiosos de la rubia y sonrió—.

Como yo te he ayudado a ti esta noche. —Volvió a mirar su taza. Lauren

bebió más café, regodeándose en la sensación de calor que bajaba desde sus

labios hasta su estómago, calentándola al pasar.

—¿Qué va a ser? —Las dos mujeres miraron sobresaltadas a Linda,

que les sonreía.

—Mm, yo nada. ¿Lauren?

—Voy a tomar el chile —dijo la rubia, pasándole la carta a la

camarera. Linda asintió y se alejó, colocándose de nuevo el bolígrafo detrás

de la oreja.

—No tienes hambre, ¿eh? —dijo Lauren—. Sabes, si no comes, no voy

a poder pagarte la comida de esta mañana. —Sonrió levemente a su

acompañante, que sonrió a su vez.

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—No te preocupes por eso. Tú necesitabas la comida más que yo el

dinero. —La rubia la miró estrechando los ojos y ladeó la cabeza, estudiando

a la morena—. ¿Qué? —La morena parecía un poco nerviosa al enfrentarse a

esa franca mirada.

—No sé, pero... Por alguna razón, casi tengo la sensación de que has

estado cuidando de mí todo el día. Las escaleras en el trabajo, la comida, lo

de esta noche, el camión de esta mañana. —Lauren se detuvo, atónita ante

lo que acababa de decir. La expresión de Angel no cambió. Lauren se echó

hacia atrás en el asiento, con las manos en el regazo mientras contemplaba a

la repartidora—. No —susurró—. No es posible. —Angel no dijo nada y se

quedó mirando casi como si pudiera ver los engranajes que se movían en la

cabeza de la rubia—. ¿Estabas allí? —Sacudió la cabeza como para quitarse

una idea que sabía que era ridícula—. Pero si allí no había nadie. —Se quedó

mirando la mesa, hablando con su taza. De repente, se sintió rarísima, como

si acabara de tener una visión y supiera lo que quería decir.

Lauren respiró hondo, sujetándose con las manos apoyadas en el

asiento de vinilo del reservado. Se levantó poco a poco, mirando a Angel y

moviendo la cabeza despacio de lado a lado.

—Tengo que irme ya —dijo, en voz baja, pero con un tono casi

mecánico, como si no fuese su voz. Angel la miró, con los ojos casi

sonrientes, y asintió. La rubia, ya fuera de la mesa, se dirigió a la puerta y al

empujar la puerta de cristal para abrirla, notó una presencia detrás de ella, la

misma presencia que había notado todo el día.

—Te llevo a casa. Sigues en una zona que no conoces —le susurraron

al oído.

Lauren asintió.

—Ya te digo.

El trayecto de vuelta al barrio de Lauren transcurrió en silencio, pues

ninguna de las dos tenía necesidad de decir nada y estaban ensimismadas.

Angel señalaba con un dedo dónde tenía que girar y Lauren giraba

obedientemente hasta que por fin supo dónde estaba.

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—Puedes dejarme aquí —dijo Angel de repente, con un tono casi

desesperado—. Aquí mismo. Por favor.

Lauren pisó el freno de golpe y el coche derrapó ligeramente hasta

detenerse junto a la acera. Se volvió para mirar a Angel, que le sonreía.

—Gracias.

La rubia asintió.

—Gracias a ti.

—De nada. —La morena la miró profundamente a los ojos, como si

intentara ver algo escondido tan hondo en el interior de Lauren que ni

siquiera sabía si estaba allí—. Hasta pronto —dijo, y la rubia asintió, como si

supiera que eso era cierto. Angel la miró, luego se quitó la gorra, se la puso

en el regazo y se inclinó hacia ella. Subió la mano y se la puso a Lauren en la

mejilla con delicadeza. La rubia cerró los ojos y luego notó unos labios

suavísimos que rozaban los suyos y respondió de inmediato. Con un leve

gemido, abrió los labios y notó la cálida humedad de una lengua que le

rozaba el interior de la boca, provocativa, juguetona. Cuando quiso participar

con su propia lengua, la otra desapareció. Lauren gimoteó ligeramente. Sintió

más que oyó una palabra suspirada sobre su boca—. Adiós.

Lauren se echó hacia atrás, apartándose del beso, con los ojos aún

cerrados mientras absorbía las sensaciones que quedaban. Con un suspiro,

abrió los ojos y descubrió que estaba sola. Alarmada, miró por la calle, detrás

de ella, detrás del coche, guiñando los ojos para poder ver a través de la

oscuridad de la noche. Nada. Entonces se dio cuenta de que estaba aparcada

junto a la acera en el punto exacto donde había estado esa mañana después

de Starbucks, de camino al trabajo. Vio el toldo de la Zapatería Gibs y se

recostó en el asiento.

—Maldición.

Lauren volvió a mirar una vez más a su alrededor, detrás y por fin a la

derecha. Sus ojos se detuvieron al posarse en algo que había en el asiento

del pasajero. Lo cogió y siguió con un dedo la textura más áspera de las alas

de ángel bordadas en la parte delantera de la gorra. Suspiró de nuevo y de

repente ya no tuvo miedo y supo.

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Con una sonrisa, la rubia se puso la gorra y arrancó calle abajo.

—Otras noticias. Anoche la mujer misteriosa cuya identidad se

desconocía se despertó al recibir la visita de una joven. La desconocida,

identificada por fin como Angel Norris, sonrió al ver a su visitante, dejando

desconcertados a los médicos. Y ahora el parte del tiempo...

FIN