Cobarde, Carlos Gil Gómez (primeras páginas)

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ISBN: 978-84-16110-61-2

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EXLIBRIC

ANTEQUERA 2016

CARLOS GIL GÓMEZ

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COBARDE© Carlos Gil Gó[email protected]© de la imagen de cubiertas:Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric

Iª edición

© ExLibric, 2016.

Editado por: ExLibricc/ Cueva de Viera, 2, Local 3Centro Negocios CADI29200 Antequera (Málaga)Teléfono: 952 70 60 04Fax: 952 84 55 03Correo electrónico: [email protected]: www.exlibric.com

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ISBN: 978-84-XXXXX-XX-XDepósito Legal: MA-XXXX-2016

Impresión: PODiPrintImpreso en Andalucía – España

Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y Cualificación S. L.

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A ti soledad, porque sin ti no hubiese sido posible.

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Recuerdo cuando mi padre me comunicó que nuestro próximo destino sería la ciudad de Málaga. Lo hizo con la misma apatía e indiferencia que le mostraba a la vida desde que murió mi madre. Apenas en un susurro y sin más que añadir me dijo que nos íbamos para el sur. Hacía diez minutos que me había ordenado bajar por pan y el tono de voz había sido prácticamente el mismo.

Yo por aquel entonces era un adolescente cargado de hor-monas pero falto de ilusiones y sueños, y no me quedaba más alternativa que tomar el rumbo que mi padre marcaba por mi condición de menor de edad y dependiente suyo.

Mi padre era policía, un policía de los antiguos, como a él mismo le gustaba denominarse. Siempre que podía, cuando la ocasión resultaba propicia me recordaba que no siguiera sus pasos, además en ocasiones me hacía ver mi falta de espíritu, mi falta de hombría y en definitiva que no tenía bien puesto lo que un proyecto a hombre como yo debía ya de tener bien puesto.

Por mi parte ningún problema, si me dieran a elegir sería lo último a lo que dedicarme en la vida, o mejor dicho, lo último que deseaba era ser como mi padre.

La turbia etapa de mi niñez se resume en ascensos y traslados. Por cada ascenso que mi padre conseguía (fueron unos cuantos hasta llegar a inspector jefe) se traducía en una nueva mudanza. Madrid, Barcelona, Bilbao y por último Málaga, que es donde se

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retiró y donde tuvo lugar esta historia. Una amalgama de ciuda-des, colegios, viviendas y entornos a los que ineludiblemente me tuve que adaptar y a veces apenas sin darle tiempo a mi cerebro a prepararse para el cambio.

Mi madre vivió con nosotros hasta que yo cumplí tres años. Después un cáncer le arrancó la vida de cuajo como lo haría una tempestad y se la llevó a un lugar donde los adultos me conta-ban que vivía con Dios. Yo no recuerdo nada. Hay fotos de ella. Pero no me gustan las fotos. Nunca las he visto y ya nunca las veré. Hace años que algunas noches lloraba y lloraba, gritaba y le preguntaba al mundo por qué no tenía una madre. ¿Por qué tal injusticia? ¿Por qué los demás niños sí y yo no? Una tarde mi padre me encontró llorando en el sofá, se plantó ante mí, entornó los ojos y se limitó a preguntarme si era maricón. No volví a llorar por mi madre, jamás.

Tengo una hermana mayor, tres años nos separan. Puesto que sé desde hace mucho tiempo que mi padre no me aprecia, él ya no es capaz de querer a nada ni a nadie, ella es la única persona a la que le importa mi existencia.

Mi hermana es una gran persona, una de esas mujeres que rebosan bondad por todos sus poros. Ella está presente en todos los buenos recuerdos que tengo de mi infancia.

Clara me ha guiado, cuidado y criado lo mejor que ha podido y mi gratitud hacia ella siempre será infinita.

A mí me gusta sentarme en mi cama cuando no puedo conciliar el sueño y fantasear que mi hermana heredó el carácter de mi madre. Que serían físicamente como dos gotas de agua si mi madre aún estuviera con nosotros. Las imaginaba a las dos

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corriendo por la hierba, revolcándose en ella, riéndose, pasándolo bien mientras yo las observaba desde la distancia. En mi ensoña-ción siempre lanzaban gestos para llamar mi atención y yo corría para unirme a ellas. Finalmente los tres nos abrazábamos bajo una luna tan grande y tan rechoncha a la que casi podíamos tocar.

Gracias a ella conservé la cordura, sobre todo en las noches que yo sentía el frío calar mis huesos y tiritaba como un cervato. A veces me ocurría aunque la temperatura no fuese excesiva-mente baja. Ella me arropaba y me susurraba que nuestra madre estaba conviviendo con nosotros y durmiendo en nuestra misma habitación.

Nuestro cuarto solía ser la trinchera que utilizábamos para refugiarnos de los problemas. Ese retiro de paz en el que de manera ficticia nos aislábamos del mundo exterior aunque tal aislamiento no nos libraba de los ronquidos de mi padre, estos siempre encontraban un resquicio por el que penetrar.

La noche en que me confesó sus planes de huida inminente era una de esas noches que conversábamos contándonos con-fidencias el uno al otro hasta que nos sorprendía la madrugada, a la que saludábamos con una buena taza de chocolate caliente que a mi hermana le pirraban y a mí otro tanto.

Fue con la entrada del año mil novecientos noventa y nueve, el invierno inmediatamente anterior a nuestra mudanza a Málaga, la primera mudanza en la que ella no nos acompañó. Mi hermana había cumplido los veinte años y yo apenas los diecisiete.

— Me voy hermanito, ya no hay vuelta atrás, cuando a fi-nales de junio termine el curso emigraré. En Londres aprenderé el idioma y trabajaré de camarera. — Aun con la luz apagada se

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podía vislumbrar el brillo de sus ojos, la emoción y excitación del prendimiento de una empresa tan importante a tan temprana edad.

— Cuando cumpla los dieciocho marcharé contigo. — Dije yo exhibiendo una fachada de alegría y haciendo lo posible por qué no me notara la enorme decepción.

La determinación de mi hermana para emigrar hacía que se me secara la boca, me sudaran las manos y me ojeara a mí mismo en mi interior vislumbrando un vacío que sabía ya de antemano que iba a ser imposible de llenar. Pasé los días posteriores a su revelación convenciéndome a mí mismo que no podía afrontar la marcha de mi hermana de una manera egoísta sino todo lo contrario, debía congratularme por ella y con suerte seguir sus pasos algún día. Pero por más que lo intentaba no me podía engañar, su marcha provocaría vivir solo con mi padre, lo que equivalía a estar solo pero peor, y para un adolescente de por sí perdido y desorientado en la vida como yo no oteaba un futuro prometedor a corto plazo.

Mi hermana era muy atractiva por aquel entonces, no es que no lo sea ahora pero con diecinueve años poseía una belleza natural y salvaje. Un atractivo que nada tiene que ver con lo que hoy en día nos vende la televisión como cánones de belleza a imitar y seguir. Mi hermana adicta al deporte, era capaz de salir a correr un día por la mañana, acudir al gimnasio el mismo día pero por la tarde y darse una última caminata antes de acostarse, era un espíritu incombustible.

La necesitaba por supuesto, pero no lo podía admitir. No podía culparla por quitarse de la órbita de mi padre, cualquier

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humano hubiera hecho lo mismo, de hecho ya he contado que también eran mis planes futuros una vez que mi documento de identidad acreditara mi mayoría de edad. La vida a veces, en contadas ocasiones tenía algo de lógica y si donde estábamos no cabía la posibilidad de vivir a gusto, irnos era la mejor opción posible, porque cambiar a mi padre era una proeza imposible.

Con este panorama solo me quedaba resignarme a convivir con mi progenitor.

Compartir la misma estancia con mi padre no era fácil, mi padre como buen policía aplicaba la ley y la ley en casa eran sus reglas nos gustara más o nos gustara menos, y esas reglas las aprendimos mi hermana y yo a base de tropezar con ellas a lo largo de los años.

Málaga. Mi intención con respecto a mi nuevo destino era conocer la ciudad despacio, sin prisas, buscando por sus rincones, desgranando Málaga poco a poco.

Como experto en mudanzas consideraba un placer llegar a un sitio nuevo y perderme por sus recovecos disponiendo de tiempo ilimitado. Nada que ver con lo que hace la gente cuando viaja haciendo turismo, solo les da tiempo de ver el típico sitio del lugar a donde van, comúnmente atestado de más turistas como ellos.

A mí me interesaba más descubrir lugares poco concurridos, zonas de la ciudad sin maquillar, esas que no han sido remoza-das con el único fin de atraer la máxima cantidad de visitantes posibles.

Llegó el día de viajar y lo hice como siempre, sin mirar atrás. Una voz femenina que resonó en todo el tren nos anunció que

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habíamos llegado a nuestro destino. Estábamos en la estación ferroviaria Málaga— Término. Deambulamos por la estación cargados con las maletas hasta encontrar la salida. Agotados por el viaje pero con una necesidad imperiosa de estirar las piernas.

La semana anterior mi padre viajó en su coche a Málaga, cargado con sus cosas, solo.

Alquiló el piso y dejó su coche ya aquí. Aunque soy poseedor de pocas cosas, no me hubiera venido nada mal haber podido viajar con él y así no cargar hoy con tanto lastre. Por lo visto, para mi padre viajar en un habitáculo tan reducido con mi compañía y de una punta a la otra del país no le resultó para nada buena idea.

El tren le daría más posibilidades, más alternativas para no tener que hablar.

Hablar conmigo, tener una conversación de padre a hijo, eso nunca.

La bienvenida que nos dio la ciudad al salir de la estación fue violenta, agresiva e insoportable.

Era consciente que nos encontrábamos a veintiséis de agosto, de que era medio día, pero nunca jamás podría haberme ima-ginado tanto calor.

Es que a aquella diabólica temperatura no se le podía de-nominar calor, así sin más, se asemejaba a un desierto que a su vez estaba dentro de un horno al cual le hubieran accionado el pulsador de máxima potencia.

Me quejé en voz alta con escaso resultado ante mi padre ya que él lo oyó perfectamente pero prefirió no decir nada, toda una novedad.

Anoté mentalmente el panorama meteorológico para días posteriores. Si el horno que ahora mismo me cocía los brazos

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iba a ser lo habitual mi relación con la ciudad tenía todos los visos de que iba a ser una relación nocturna, al menos hasta que cambiáramos de estación.

Tomamos un taxi que se adentró en la ciudad sin dificul-tad pues apenas circulaban coches a esa hora, algún transeúnte caminaba intentando no abandonar la sombra, que ejercía de protectora, evitando que no se le derritiesen los zapatos. Mis maletas apenas cupieron en el coche por lo que tuve que viajar con una de ellas de acompañante en el asiento trasero. El taxista condujo con soltura y en menos de diez minutos nos apeamos del vehículo. Nos plantamos ante el portal desde donde se ac-cedía a todas las viviendas del bloque. Solté las pesadas maletas que cargaba y moví instintivamente mis brazos porque aunque el taxista nos dejó en la misma puerta yo ya andaba cansado de transportar durante todo el día aquellos dos muertos.

Mi padre había arrendado el piso en una zona humilde, un barrio repleto de bloques como el que teníamos delante. El taxista nos había contado que “Huelin” era un barrio típico de pescadores. A mí me gustaba el mar, me proporcionaba calma y paz interior, además me había criado relativamente cerca de él. En la etapa que viví en el interior del país siempre anduve con la sensación de que me faltaba algo.

Según los mapas que llevaba mi padre y que yo ya me había permitido ojear viviríamos muy cerca de la playa, a lo sumo cruzando dos o tres calles debería darme de bruces con el Mediterráneo.

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Mi padre sacó de su bolsillo una anilla con dos llaves y abrió la puerta. El portal olía a fresco y a pino y el mármol que cubría las paredes conseguía robarle unos grados al termómetro, lo que proporcionaba una sensación muy agradable. Conseguí seguir a mi padre a duras penas hasta el ascensor, que era minúsculo y no olía tan bien como el portal pero que nos ascendió las maletas sin esfuerzo hasta el primero.

La puerta del piso nos dio la bienvenida emitiendo un lasti-mero quejido y sin protocolo alguno nos adentramos en nuestra nueva morada. Hogar, dulce hogar.

La primera impresión que me llevé del piso es que todo estaba viejo y anticuado, como si los muebles hubieran estado guardados veinte años en un trastero y se hubieran sacado ahora para amueblar la vivienda. Mi mano tapó mi nariz instintivamente hasta que medianamente pudimos ventilar la estancia.

Tenía curiosidad así que hice una evaluación rápida de la vivienda. La cocina desembocaba en un patio interior, el patio se encontraba en estado lamentable, su suelo estaba impregnado de un líquido que no identifiqué como agua, de sus paredes (no dudo de que algún día fueran blancas) bajaban unos chorreones…, ¿qué era eso? ¿Aceite?

El salón contaba con una pequeña terraza aunque las vistas no eran muy buenas, de hecho creo que si sacaba el brazo por la ventana sería capaz de llegar a tocar al vecino que vivía en el bloque de enfrente.

Mi padre frena y se planta ante mí, se le nota por las arrugas de la frente que está haciendo un gran esfuerzo para poder hablarme.

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— Al final de este pasillo está tu habitación que es la de la izquierda y la mía es la de la derecha, la otra podemos dejarla para meter nuestras cosas, de momento. Toma estas son tus llaves. — Me tendió un juego de llaves idéntico al que él había usado antes.

— Gracias.— ¿Podrías hacer una primera compra? Tengo que irme al

trabajo.— Claro, yo me encargo. — Agarré el dinero que me ofrecía.

Cuando volví a escuchar el quejido de la puerta de la calle supe que mi padre ya había salido, me senté en el sofá y de re-pente me sentí muy solo.

La habitación que me ha sido asignada parece el cuerpo de guardia de cualquier cuartel militar. Se compone de tres piezas, camastro, escritorio y armario. Y las tres cosas pienso que deben de valer una fortuna en una tienda de antigüedades. A falta de algo que hacer (no iría hasta última hora de la tarde al supermercado) me tumbé en el camastro, el viaje largo y agotador había hecho mella en mí y de repente la cama me resultó de lo más tentador.

Cuando regresé de la compra mi padre ya se encontraba en casa. Yacía taciturno en la mesa de la cocina y había cambiado su habitual cerveza por una botella de whisky escocés. Por lo que se ve esta noche había decidido subir la apuesta. Me saludó escuetamente y a mí me hubiera gustado preguntarle por qué bebía, si tenía algo que ver con mamá y si no lo tenía que me contase historias de ella hasta el amanecer. Como no tuve valor para hacerlo, solté las bolsas y me fui a la calle.

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Aquella fresca mañana de Octubre Málaga me dio unos dul-ces buenos días con un trajín al que yo no estaba acostumbrado. El repartidor, la motocicleta de correos, la persiana que subía, el camión de butano cargado con sus respectivas bombonas, el motor de los coches, etc. La ciudad se desperezaba y yo con ella.

Debía de presentarme en el instituto de educación secundaria a primera hora. Temiendo llegar tarde acorté el escaso kilómetro que me separaba del centro a paso ligero. Sensaciones diversas y nervios circulaban por mi interior y aguardaba impaciente el comienzo de las clases.

Cuando llegué al edificio atisbé un centro vulgar, iguales a los que había asistido anteriormente, es decir más parecido a un reformatorio que a un lugar donde se vaya a aprender. Entré y observé que los alumnos se arremolinaban frente a unas listas, estas listas indicaban a cada alumno la clase a la que debía de acudir. Fui a buscarme y cuando me encontré y observé el número de clase me dirigí velozmente hacía las escaleras, porque no sabía si era debido a los nervios pero se apoderaba de mí la apremiante sensación de que llegaba tarde o de que algo no estaba haciendo bien.

El aula atestada de alumnos olía a humedad, vacío y a periodo estival sin usar. Al ver la mayoría de pupitres cubiertos incrementé la sensación de que llegaba el último, para mi alivio todavía no había ningún docente en el aula.

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Ocupé un asiento al final de clase, algunos compañeros me miraban y yo también a ellos pero ninguno me dijo nada. Eran miradas curiosas y nerviosas así que corroboré que era el primer día para todos. Entraron en el aula un chico y una chica y cada uno lo hizo de forma muy diferente, el chico saludó con gran estrépito a sus amigos y la chica vino a sentarse cerca de mí, solo nos separaba un pupitre entre ambos.

La compañera llevaba auriculares en sus orejas y al sentarse en la silla dirigía su vista a todos y a la nada al mismo tiempo. Esperé minutos que en esta tesitura me parecieron horas hasta que por fin entró un adulto en clase.

Era mujer, algo mayor, de esas mujeres bajitas, rechonchas y con el pelo corto que puedes encontrarlas en todas partes. Podía ser profesora, monja o una vecina que compraba el pan, en cualquiera de los casos no podrías diferenciar una de la otra.

Nos instó a ponernos en parejas y ocupar posiciones ade-lantadas así que yo instintivamente miré a mi compañera (había hecho desaparecer los auriculares), ella también me miró a mí y después de algún tipo de comunicación no verbal, telepática o lo que fuera los dos nos dirigimos hacia la misma mesa dos filas por delante de donde nos encontrábamos.

Una vez satisfecho el deseo de la profesora esta dio comien-zo un discurso en el cual se presentó y nos comunicó que sería nuestra tutora y a la vez profesora de lengua castellana y literatura. A mí el discurso se me parecía mucho a los oídos ya anterior-mente también un primer día pero en un instituto diferente de una ciudad distinta. Evidentemente desconecté casi al instante

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de aquel tedioso discurso y empecé a fijarme disimuladamente en mi colega.

Lucía un pelo de color siniestro como la boca de un pozo, la cara pálida de vampiresa, labios pintados de rojo y toda vestida de negro. Reconocí al instante el estilo gótico que ya había visto antes en otras chicas. Capté su olor y me embriagué con él, no era un olor a perfume, olía a limpio y a champú.

Nuestra tutora, la señorita Isabel, como ella nos advirtió que la llamáramos, empezó con lista en mano a nombrar a los alum-nos. Oído mi nombre alcé la mano y poco después lo hizo mi compañera. Se llamaba Anastasia, al instante pensé que encajaba perfectamente con ella, era un pensamiento absurdo, lo sabía, pero aun así volví a pensar que el nombre le venía al pelo.

La señorita Isabel al fin dio por terminada la presentación y anunció que para el día siguiente nos regiríamos ya por el horario. ¿Qué horario? Yo no había apuntado nada, mi folio sería muy fácil de reciclar porque lucía completamente inmaculado. Antes de despedirse nos ordenó que saliésemos despacio y en orden. Orden, siempre orden por supuesto, en las escuelas es una medida primordial. Los pupitres alineados, las filas de a uno, había que adiestrarnos para el mañana. Dentro de algunos años estaríamos capacitados para ser un empleado de banca, para sentarnos igual, hablar igual, vestir igual sucesivamente todos los días de nuestra rutinaria vida.

Aquel primer día de clase recorrí el camino de vuelta a casa meditabundo. A mis diecisiete años era cierto que mi vida estaba

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repleta de preguntas sin respuestas pero yo estaba dispuesto a lu-char para labrarme un futuro. Un futuro que me realizara como ser humano, no me refería a sacar un ciclo de formación profe-sional que me capacitara a pesar de mi torpeza para desempeñar una labor anodina, que me serviría para encontrar un trabajo mezquino en una empresa todavía más mezquina y si tenía toda la suerte de cara incluso puede que el trabajo fuese remunerado.

No, lo que deseaba imbuido por el típico idealismo de la adolescencia era ayudar a gente, recorrer mundo, trabajar para una ONG, salvar animales y plantas.

Al día siguiente desperté antes de tiempo. Mi subconsciente agitado por el comienzo del curso me provocó una noche de continuos vaivenes. Una vez que mi consciencia alcanzó su ple-nitud me percaté que tenía bajo mi espalda el libro con el que me dormí anoche. Un ejemplar de Paul Auster al que le había desfigurado las páginas. Como había madrugado más de la cuenta lo primero que hice fue prepararme un café solo. Me encontraba en igualdad de condiciones con el café, más solo que la una. No sé por qué me daba por pensar en mi soledad a estas horas de la mañana, pero es que mi cerebro suele parecer un motor de combustión soltando ideas y pensamientos aunque mi cuerpo se encuentre todavía dormido. Había descubierto el café el año pasado y desde entonces me estaba convirtiendo en un adicto.

El cielo de Málaga me sorprendió con una estampa a la que no estaba acostumbrado. Su precioso tono azul se había marchado para dejar pasar un manto de nubes. Contemplé el espesor de materia gaseosa hasta que llegué al instituto. Las nubes aquel día

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cambiaron las costumbres de los jornaleros, algunos apresuraban el paso o habían sido lo suficientemente previsores para añadir alguna prenda a la habitual manga corta que aún seguía siendo la prenda oficial de la ciudad.

El paseo por la mañana me reconfortó y me llenó de espe-ranza y aunque el cielo se empeñase en lo contrario entré en clase con ganas de comenzar.

Anastasia me saludó con un escueto “buenos días”, al que yo correspondí con mi mejor sonrisa y por si todavía me quedaba alguna duda merodeando por mi cabeza, sentarme a su lado hizo que se me disiparan todas. Mantenía intacto el perfume de su piel y observé sus ojos negros, intensos y vivos, que iban en comunión con su indumentaria.

La primera hora de clase fue una aburrida presentación de lo que iba a ser el año en la asignatura de matemáticas, automatizada magistralmente por lo que se preveía iba a ser un profesor más que aburrido. Yo escuché a ratos porque acaparó mi atención un tic que le hacía desviar la mirada hasta el techo cada vez que se dirigía a nosotros. Ese sencillo gesto desbarató mi precaria con-centración. Anastasia sin embargo tomaba apuntes y no le quitaba la mirada al aburrido profesor, tuve que fijarme en ella con mi rabillo del ojo para atestiguar si parpadeaba o por el contrario tenía la virtud de no necesitarlo siquiera.

En la segunda hora pagaría las consecuencias de no haber copiado el horario. Iba en vaqueros y tocaba clase de educación física. Pensé que el primer día de clase no haríamos ejercicio físico. Craso error. El profesor es un cuarentón atlético que posee una

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voz enérgica que me recordaba a los militares de las películas de Hollywood.

Nos gritó que comenzáramos calentando los músculos, sin perder tiempo en presentaciones.

Mientras calentamos se pasea entre nosotros corrigiendo nuestras posiciones. Se planta frente a mí y me observa sin decir nada, sé que está esperando que me dirija a él con un porqué, y le justifique el hecho de no llevar un atuendo adecuado para hacer deporte.

Me mira descaradamente, de hecho ya toda la clase lo hace.— ¿Tiene usted alguna lesión? — Para hacerme la pregunta

a puesto su cara a centímetros de la mía, por lo cual me ha acongojado lo suficiente para que lo siguiente que salga de mi boca sea apenas un hilo de voz.

— No. Tuve problemas para copiar el horario. — Escucho las risas de los compañeros. El profesor con los brazos en jarra y mirándome intensamente, repite en un susurro casi inaudible:

— Problemas con el horario. — Plantado ante mí está sa-boreando el momento. Toda la clase está pendiente de nuestra batalla dialéctica, lo que hace que desee que acabé ya el hostiga-miento. Al fin me espeta: — Siéntate allí, hablaremos después de clase. — Señala un banco de madera que se encuentra cercano a las pistas, me voy mezclando el paso ligero con el trote y una vez en el banco tengo la certeza de que no volveré a olvidar la ropa deportiva.

Finalizada la hora de clase el profesor viene hacia mí y mien-tras lo hace yo no puedo dejar de acordarme en los jugadores

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corpulentos de rugby, grandes, fuertes y veloces y a pesar de la edad mi profesor parece que reúna todas esas características.

Me informa severamente que tengo una amonestación, una tarjeta amarilla, y que si vuelvo a patinar suspenderé todo el curso, o lo que es lo mismo me mostrará la tarjeta roja.

Cuando entró a la siguiente clase y me encamino hacia mi asiento lo escucho por primera vez.

— Vaqueritos.Alguien ha gritado la gracia y yo sé perfectamente que es

a mí a quien está dirigida al igual que las risas posteriores. Me vuelvo para ver sí el autor de la broma piensa disculparse pero el cobarde no está dispuesto a ello. Escucho risas por lo bajo. Cuando estoy ya en mi asiento lo vuelvo a escuchar.

— Vaqueritos.Sé exactamente lo que tengo que hacer. Me levanto y me

encaro con los capullos que sé que han sido. Ya me había fijado en ellos no por nada en particular simplemente son los más ruidosos. Me han bastado solo unas horas para percatarme de que son tres, los machos alfa de la clase, los más graciosos, charlatanes, gritones y en definitiva los que se hacen notar por encima del resto. Tres fotocopias calcadas. Los tres con un corte de pelo imitando a un cepillo escoba, idéntica forma de hablar (o de gritar mejor dicho) y ya para colmo los tres visten el mismo chándal, un esperpento de color chillón que tiene en el pecho el escudo de lo que parece ser el equipo de fútbol del barrio. Una vez me coloco delante de ellos me crezco y no me tiembla la voz cuando les espeto:

— Decídmelo ahora, en mi cara, ¡a ver si tenéis cojones! — Aprieto los puños y me preparo para la pelea que sé que se va

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a desencadenar. Ahora recuerdo uno de los pocos consejos que mi padre me ha dado en la vida y que es perfecto para aplicar en esta ocasión, “en las peleas no pierdas el tiempo, pega primero”. Me lo repito en mi cabeza aguardando que se levante el primero para endiñarle. Me habla el que está sentado más cerca de mí.

— Que era broma hombre, no te pongas así. — Me lo dice con las manos en alto como si fuera víctima de un atraco. Me relajo, simplemente se han querido hacer los graciosos a mi costa. Camino hacia mi asiento y en el corto trayecto que me separa del pupitre lo vuelvo a escuchar.

— Vaqueritos. — No doy crédito. ¿Será posible? ¿Se puede ser tan infantil? Lo más humillante es que los compañeros le ríen la gracia, es más, alguno parece que estuviera animando para que no decaiga.

Entra el profesor en el mismo momento que escucho a mi compañera susurrarme.

— No debes preocuparte por esos idiotas, esos tres no sa-brían decirte donde tienen la mano derecha. — Su hilo de voz me aplaca, a su vez recojo el guante que me ofrece y pienso que Anastasia tiene razón. ¿Por qué han de alterarme tres estúpidos?

Después del percance sufrido esta sería la primera vez de tantas que Anastasia iba a sacarme de mi estado rabioso para arras-trarme a su estado de equilibrio y armonía. Un precioso estado zen que yo llegué a admirar y a intentar aprender aunque con escaso éxito. La seguí en el recreo para sentarnos en el porche de la parte de atrás del edificio donde según ella estaríamos más tranquilos. Sacó un bocadillo perfectamente envuelto en papel

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de aluminio primero y papel de cocina después, una vez que lo hubo liberado de la parafernalia olía de maravilla. Tuvo que notar mi hambre porque me preguntó:

— ¿No has traído desayuno? ¿Quieres un pedazo? — Aunque me podían las ganas contesté conforme mi educación.

— No, gracias. — No debió creérselo porque acto seguido me tendió la mitad. La agarré sin contemplaciones.

Devoramos en silencio. Observé a los compañeros agruparse e intercambiar impresiones de las primeras horas del curso. Anas-tasia y yo inmersos en aquel bullicio pero sin pertenecer a él, no solo compartíamos un bocadillo también la sensación de estar descompasados con respecto aquel lugar, una sensación que en mi caso era tan habitual y repetida en mi vida que empezaba a pensar que nunca encontraría un sitio en el que podría encajar.

Alcé la mirada, las nubes eran ya historia en el cielo de Málaga, aunque en mi cabeza estaban más presentes que nunca.

Cuando llegué a casa mi padre no estaba, nunca había tenido un horario fijo así que no iba a extrañarlo ni a echarlo de menos. Me preparé una lata insípida de comida precocinada y cuando acabé tenía la firme voluntad de organizar un poco mis estudios y hacer una lista de algunas cosas que debía comprar. Al poco de comenzar con la tarea me acomodé y me quedé dormido. Desperté a las siete de la tarde, todavía hacía un calor insoportable en Málaga así que tumbado en la cama le dediqué tiempo a la lectura mientras refrescaba fuera ya que mi intención era salir a caminar. Necesitaba pensar y un buen trote a paso ligero era la mejor forma de aclarar ideas.

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No me acordaba de donde había adoptado la postura de salir a pasear siempre acompañado de un libro, si lo copié de una película o si por el contrario la iniciativa fue mía, el caso es que hacía tiempo que mis libros rotaban para salir conmigo. A veces leía un capítulo, otras veces un párrafo o una frase y algunas ve-ces ni llegaba a abrir el libro. En esta ocasión me acompañó un clásico. Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, lo que significaba que la gran familia Buendía— Iguarán iba a ser esta noche mi pareja de baile.

Llego al mar en cuestión de minutos y aspiro profundamente varias veces para llenarme los pulmones de la brisa marina repleta de salitre. El sol acaba de esconderse y el ocaso del día llena el cielo de colores y el aire de pureza. Un panorama así te levanta el alma y lo agita por el aire animándolo a despegar. Me descalzo para sentir la fresca arena y arranco para recorrer el contorno del mar con el agua cubriéndome los pies.

No soy el único que disfruto del paisaje, me cruzo con ve-cinos que van en dirección contraria o gente que me adelanta corriendo, hay perros jugando con sus dueños e incluso algunos padres que apuran el final de la tarde junto a sus retoños.

Metido en mis elucubraciones mi madre y mi hermana apa-recieron en mi cabeza de manera repentina, igual que un alud. De la primera albergo la certeza de que me acompañará en el trayecto que tengo pendiente de cubrir, montando una guardia perenne desde el cielo. De la segunda solo podía esperar que fuera feliz en tierras extranjeras donde viviría acordándose de mí seguramente más que yo de ella.

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Una tercera mujer sobrevoló mi cabeza. ¿Qué estaría ha-ciendo Anastasia en este instante?

Es tarde. He despertado para poder silenciar el despertador, a continuación he cerrado de nuevo los ojos. Mala elección. Hago el tránsito hacia el instituto jurando en arameo, sin café y con mucha prisa consigo llegar antes de que el conserje eche el candado. El interior del centro es fantasmagórico y solo hay vida detrás de cada una de las puertas de las aulas. Subo los escalones de a dos y golpeo la puerta dos veces con firmeza, espero y abro. La profesora se interrumpe para mirarme.

— ¿Y bien? — Me pregunta.— Me quedé dormido. — Contesto con la respiración

acelerada. Ella me observa haciendo girar las gafas que tiene en la mano.

— Tome asiento.En tres zancadas rápidas me planto delante de Anastasia a

la que saludo con la mirada antes de rodear la mesa para poder alcanzar mi silla. Cuando he tomado asiento la veo en la pizarra, se alza por detrás de la profesora que prosigue con su clase. Una inscripción en mayúsculas que reza: “VAQUERITOS ES GAY”.

La profesora de sociales y geografía borra la pizarra sin ni siquiera pararse a leer lo que pone en ella. Nos desgrana un boceto de lo que será su asignatura. La pintada no me afecta en absoluto, no voy a darle importancia a cuestiones que son comunes en el centro de enfrente, el colegio de primaria. Esta profesora explica bien, capta mi atención y me atrapa por completo.

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Cuando termina la clase Anastasia y yo tenemos cinco mi-nutos para hablar apresuradamente.

— ¿Se te han pegado las sábanas? — Me pregunta.— Completamente. El despertador o no ha sonado o no

lo he escuchado. Desperté de manera natural y no me ha dado tiempo ni a lavarme la cara.

— Siento lo de la pintada, no me dio tiempo a borrarla. — Dice preocupada.

— No te preocupes, es una bobada. ¿Qué tenemos ahora?— Matemáticas. — Contestó Anastasia blandiendo el libro

para que lo viera.— Esta vez voy a prestar la máxima atención para no perder

el hilo. — Dije convencido.— Más te vale. — Contestó ella solícita.Lo perdí. Desistí cuando el profesor se embaló y miraba tan-

to hacia el techo como fórmulas escribía en la pizarra. Observé durante un rato a los autores de la pintada. Yo no los había visto pero daba por sentado que habían sido ellos, máxime cuando en el receso entre clase y clase intercambiaron miradas y risas con vistazos hacia mi persona. ¿Qué les había hecho yo a esos tres desgraciados para qué se empeñaran tanto en molestarme? Lo había dejado correr esta vez pero no iba a ser tan displicente la próxima.

En la media hora de recreo nos apiñamos en nuestro rincón y maldigo para mis adentros cuando reparo en que se me ha vuelto a olvidar traer desayuno. Anastasia ha debido percatarse de la situación porque me mira y se ríe, seguramente esperando a que me justifique. Como no digo nada saca su bocadillo de la mochila y comienza a desliarlo tranquilamente.

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— ¿Tienes hambre? — Me pregunta.— No. No te preocupes. — Contesté con la esperanza de

que los rugidos de mi estómago no llegasen a los oídos de mi compañera.

— Pues que pena porque tengo otro bocadillo en mi mochila.No tuve más remedio que reírme, había sido buena y agra-

decí profundamente el sentido del humor y el bocadillo a partes iguales. Por cierto era mejor que lo que yo almorzaba y cenaba a diario. Un manjar de pan tierno relleno con jamón, tomate y aceite natural. Lo devoré con ansia.

Después del descanso tocaba que me las volviera a ver con el profesor de educación física. Me había vestido con un chán-dal azul que me quedaba algo justo pero al que aún se le podía sacar provecho. Me encontraba libre de problemas con la ropa necesaria para la práctica deportiva lo que aportaba una dosis de seguridad en mí mismo que me ayudaría a afrontar la clase. ¡Qué equivocado estaba!

No soy un fanático pero creía que me gustaban los deportes, es duro darse cuenta de que no he nacido para ellos. Intento con-vencerme a mí mismo de que no es así, que soy válido si me lo propongo para practicar ejercicio físico. Pero es que no estamos practicando deporte. Se trata de ser una especie de superhombre. Tengo que saltar, correr y levantar balones medicinales al mismo tiempo. Como soy un desastre los capullos se ríen, cada vez más estruendosamente y al profesor no parece importarle, todo lo contrario, me grita una y otra vez, lo que irremediablemente consigue que me ponga nervioso y lo haga peor.

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Al cabo de media hora en la que hubiera parecido que es-tábamos participando en unos juegos olímpicos, relaja la clase. Nos coloca por parejas y nos ordena que nos tumbemos en el suelo para hacer ejercicios de estiramientos.

Mi pareja es un ángel, literalmente. Había pasado por alto a tal monumento en los días que llevábamos de clase. Se llamaba María y era lo más bello de lo que mis ojos hasta entonces habían alcanzado a ver. Llevaba el pelo recogido en una cola dejando libre las facciones perfectas de su rostro, su garganta de cristal y su cuello de cisne. Llevaba un chándal rosa impoluto recién sacado del paquete y un olor imposible, a mar y a dulce al mis-mo tiempo. Su perfume natural me penetró y se coló en mi ser llegando hasta mis entrañas.

El profesor comenzó a recitar una serie de comandos que fuimos cumpliendo conforme los iba dictando: cogerse las manos, juntar los pies, estirar brazos...

Yo voy a lomos de una nube de placer y me elevo por momentos por encima del cielo. Deseo detener el tiempo para no tener que rehuir al contacto físico que me proporciona los ejercicios. Cada vez que el profesor nos indica una nueva acción su mirada de ojos verdes busca la mía para que con ausencia de palabras actuemos en consonancia.

Me cuesta mantener la concentración y apresar a mi mente para que no vuele por su cuenta.

Todo mi embrujo se corta de raíz al escuchar una voz irri-tante y desagradable.

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Se trata de un comentario hecho por un capullo del equipo de los capullos. Me río por dentro porque sé que viene bronca del profesor. Toda la clase estamos expectantes al desenlace de la osadía. Miro a Anastasia, mi compañera ofendida, la torpe como el inútil con chándal que está delante de ella la ha llamado. Me-nudo imbécil, pienso, ¿cómo se atreve a insultarle?

Anastasia se encuentra calmada, parece que no le afecta, como si no fuera con ella. Se ha limitado a encogerse de hombros, admiro su temperamento. El profesor nos recorre con la mirada, sé que me busca a mí. Maldigo, empiezo a temerme lo peor. Me encuentra y con un cabeceo me indica que me cambie con el capullo. Intento que no se me note la rabia, no solo el idiota sale indemne sino que ha conseguido separarme del ángel. Pienso rápido antes de moverme, busco la manera de revertir la situación. Fingir una lesión, ¡eso es! Tengo que intentarlo al menos.

Pero inconscientemente me estoy levantando del suelo. Es el colmo, tengo que aguantar que humillen a Anastasia, me arran-quen de los brazos del ángel y encima soportar como el profesor es cómplice de la fechoría. Miro a María que me está sonriendo con cara de fue bonito mientras duró. En mi camino me cruzo con el capullo que viene riéndose y pavoneándose por salirse con la suya. Él se dirige hacia el ángel, yo hacia Anastasia, ella me pertenecía al menos esta hora de educación física. Cuando me siento frente a Anastasia una punzada dolorosa atraviesa mi corazón al ver la sonrisa con la que María recibe al capullo.

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