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DE RAZÓN PRÁCTICA Directores Javier Pradera / Fernando Savater N.º 128 Diciembre 2002 Precio 5,41 Diciembre 2002 128 PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ Democracia con jueces AURELIO ARTETA Arquíloco como pretexto FÉLIX OVEJERO LUCAS Las batallas de la ciencia popular WINSTON CHURCHIL La batalla de Inglaterra ROY JENKINS JOSÉ MARÍA RIDAO El retorno del africanismo FERNANDO SAVATER Elegir lo contingente

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DE RAZÓN PRÁCTICADirectoresJavier Pradera / Fernando Savater N.º128Diciembre 2002

Precio 5,41 €

Diciem

bre 2002

128

PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZDemocracia con jueces

AURELIO ARTETAArquíloco como pretexto

FÉLIX OVEJERO LUCASLas batallas de la ciencia popular

WINSTON CHURCHILLa batalla de InglaterraROY JENKINS

JOSÉ MARÍA RIDAOEl retorno del africanismo

FERNANDOSAVATER

Elegir lo contingente

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S U M A R I ON Ú M E R O 128 D I C I E M B R E 2 0 0 2

PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ 4 DEMOCRACIA CON JUECES

FERNANDO SAVATER 12 ELEGIR LO CONTINGENTE

EL RETORNO DEL AFRICANISMOJOSÉ MARÍA RIDAO 16 La crisis entre España y Marruecos

MIKEL AZURMENDI 21 INMIGRACIÓN E IDENTIDAD CIUDADANA

FÉLIX OVEJERO LUCAS 31 LAS BATALLAS DE LA CIENCIA POPULAR

APLICAR LA ÉTICA ANDREA GREPPI 38 A LA COMUNICACIÓN SOCIAL

Biografía Winston ChurchillRoy Jenkins 46 La batalla de Inglaterra

Ética Arquíloco como pretextoAurelio Arteta 53 Una ética de la deserción

Semblanza Walter Benjamin Marshall Berman 61 Un ángel en la ciudad

FilosofíaAntonio Valdecantos 66 El laberinto de la tolerancia

EnsayoManuel Arranz 73 Los futuros perdidos

Casa de citasJorge Wagensberg 79 Aforismos sobre la incertidumbre

Correo electrónico: [email protected]: www.claves.progresa.es

Correspondencia: PROGRESA. FUENCARRAL, 6; 2ª PLANTA. 28004 MADRID.TELÉFONO 915 38 61 04. FAX 915 22 22 91.

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Impresión: MATEU CROMO. ISSN: 1130-3689Depósito Legal: M. 10.162/1990.

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Director general ALFONSO ESTÉVEZ

Coordinación editorial NURIA CLAVER

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CaricaturasLOREDANO

Ilustraciones

JOSÉ MARÍA CLÉMEN, Buenos Aires (1945) es el autor de estas imágenes, realizadasa lápiz, que en sus figuras geométricasrecogen los grises de las nubes, lostonos del arco iris, en un intento poratrapar el tiempo.

W. Churchill

DE RAZÓN PRÁCTICA

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DEMOCRACIA CON JUECES

PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ

Aproximación al temaLa relación entre los polos del par que datítulo a este trabajo ha sido, es y está desti-nada a ser siempre inevitablemente conflic-tiva; de distintos grados y calidades de con-flicto, según los momentos de referencia.

En el Estado liberal de derecho, y nosólo cuando éste es expresión de un con-texto sociopolítico “monista” o “monocla-se”1, sino prácticamente a lo largo de todosu desarrollo2, la administración de justiciaes apenas un mera articulación burocráti-ca, político-culturalmente compacta, entrelas demás integrantes del aparato estatal.Cierto que con algunas particularidadesdiferenciales carentes de trascendencia enlo sustancial, pues nunca fueron obstáculopara su eficaz integración/sumisión a ladisciplina del Ejecutivo por el trámite deun ministerio ad hoc. A esto contribuyó de manera decisiva, como se sabe, el mo-delo napoleónico de organización judicial,que, a partir de un proceso de seleccióninicial muy condicionado políticamente,organiza a los jueces en un entramado ver-tical, férreamente jerarquizado, con el efec-to de una práctica anulación de la capaci-dad de independencia en la aplicación delderecho y la resolución de las causas.

En efecto, a la iniciativa de NapoleónBonaparte (para quien “le plus grand mo-yen d’un gouvernement, c’est la justice”3)se debe el modelo de organización judi-cial vigente en los distintos países de laEuropa continental y su área de influen-cia a partir de distintos momentos del si-glo XIX. La primera piedra del nuevo edi-ficio fue la Constitución francesa del añoVIII, que en “dos artículos bastante dis-cretos, el artículo 41 y el artículo 68 (...)fija el marco de un estatuto de la magis-tratura que en sus grandes líneas ha llega-do hasta nosotros” (Royer4). Ese marcoestá dado, en principio, por la atribucióndel nombramiento de los magistrados alPoder Ejecutivo con la contrapartida de lainamovilidad. De él formarán parte esen-cial también la articulación de los juecesen carrera, férreamente gobernada desdeel vértice (Tribunal de Casación, CorteSuprema) que, junto con funciones juris-diccionales de última instancia, asumirálas de control, es decir, de promoción ydisciplina; esto es, de administración delas expectativas profesionales de los jue-ces-funcionarios en régimen de altísimadiscrecionalidad bajo “la autoridad sobe-rana, absoluta, del ministerio de Justicia”(Flandin5).

El modelo de carrera fue ya tempra-namente contestado. El propio Flandin(en un discurso de 10 de febrero de 1894)reivindicó frente a él un procedimientoen el que el avancement no dependiera dela faveur, para que la carrera pudiera salir“de la sombra de los corredores ministe-riales”6 y su desarrollo se hiciera transpa-rente. Tales sensatas reclamaciones no tu-

vieron ningún éxito y, como es sabido, elesquema napoleónico gozó de una enormedifusión, al extremo de que aún permaneceprácticamente intocado en muchos países(o en algunos de sus mecanismos organi-zativos centrales en otros que han introdu-cido cambios en el sistema de gobierno ju-dicial), manteniendo, sin embargo, la carrera y sus “peligros”7 y la más alta dis-crecionalidad en la política judicial denombramientos8.

Pues bien, en semejante marco la re-lación juez/democracia es inexistente omás bien de signo negativo. En efecto, losvalores que ésta implica resultan esencial-mente ajenos a la judicatura, tanto en elplano orgánico como en el cultural. Porotro lado, la institución presta el serviciopolítico de limitar, cuando no criminali-

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1 Uso estas expresiones en el sentido de G. Za-grebelski, para referirme a las sociedades liberales delsiglo XIX y primera parte del XX, en las que “las fuerzasantagonistas, en lo esencial, aparecían neutralizadas yno encontraban expresión en la ley”, en las que “elproletariado y sus movimientos políticos eran mante-nidos alejados del Estado mediante la limitación delderecho de voto” (El derecho dúctil. Ley, derechos, justi-cia, págs. 31-32, trad. de M. Gascón Abellán, Trotta,Madrid, 1995).

2 La justicia, en el modelo estatal de referencia,ha resultado ser un un mundo especialmente integra-do y compacto; un “cuerpo separado”, con fuerte ten-dencia a la endogamia, culturalmente cerrado y muypoco sensible a las transformaciones del entorno social(cfr. Salvatore Senese: “Aparato judicial y lógica delsistema”, en Política y justicia en el Estado capitalista,págs. 159 y sigs., de varios autores, ed. de P. AndrésIbáñez, Fontanella, Barcelona).

3 Cit. por J.-P. Royer: Histoire de la justice enFrance, pág. 407. Presses Universitaires de France, Pa-rís, 1995.

4 Ibídem, pág. 425.5 Cit. por Royer, ibídem, pág. 608.6 Ibídem, pág. 610.

7 La expresión “los peligros de la carrera” se debea Calamandrei, autor de una lúcida reflexión sobre elparticular. Cfr. al respecto, Proceso y democracia, pág.98 y sigs., trad., de H. Fix Zamudio, EJEA, BuenosAires, 1960.

8 Como contrapunto de la opción napoleónica,es de señalar lo sucedido en la Italia republicana a par-tir de la Constitución actualmente vigente. Precisa-mente para conjurar “los peligros de la carrera” de-nunciados por Calamandrei, aquel texto estableció ensu art. 103.3 que “los magistrados se distinguirán en-tre sí solamente por la diversidad de sus funciones”.Sobre el desarrollo de este precepto con el resultadode la abolición de la carrera, puede verse A. Pizzorus-so, L’organizzazione della giustizia in Italia. La magis-tratura nel sistema politico e istituzionale, págs. 45 ysigs., Einaudi, Torino, 3ª ed., 1990. También E. Bru-ti Liberati y L. Pepino, Autogoverno o controllo dellamagistratura? Il modello italiano di Consiglio Superiore,pág. 100 y sigs., Feltrinelli, Milano, 1998. Estos auto-res recogen una cita de F. Cordero sobre la significa-ción práctico-política del paradigma de carrera, quevale la pena transcribir: “Cada magistrado dependíade algún modo del poder ejecutivo en cuanto a carre-ra; los seleccionadores eran altos magistrados con unpie en la esfera ministerial; tal estructura piramidalorientaba el código genético; el imprinting excluía op-ciones, gestos, gustos que repugnasen a la bienséancefilogubernativa; y al ser una desgracia resultar discri-minados, como en toda carrera burocrática, reinaba elimpulso mimético” (“I poteri del magistrato”, enL’Indice penale, pág. 31, 1986).

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zar generosamente, una amplia gama deconductas que en contextos democráticosnormalizados constituyen precisamenteejercicio de derechos básicos universal-mente reconocidos a los ciudadanos9.Pues, en efecto, es bien sabido que histó-ricamente el desarrollo y afianzamientode aquéllos en el aludido marco estatal

tuvo que producirse en oposición a crite-rios jurisprudenciales siempre significati-vamente limitativos en la materia. Se daincluso la circunstancia de que la compaci-dad ideológica y la consistente homogenei-dad de la burocracia judicial así constituidala dota de una estabilidad e impermeabili-dad a los cambios de signo progresivo queen momentos de crecimiento democráti-co, cuando éste se da en situaciones decontinuidad institucional, puede plantear

problemas de importancia. A veces, inclu-so, por la resistencia activa y militante dela magistratura o de significados sectoresde la misma a la aplicación de la legalidadavanzada10.

En todo caso, ya sea porque los jueces–titulares de una forma de poder– no de-ben su nombramiento al sufragio y perma-necen al margen del sistema de partidos,como es el caso de los países de Europacontinental; o bien, en la opción angloa-mericana, porque los integrantes de la ju-risdicción aun designados por elecciónpopular o por el Ejecutivo tienen atribui-da, en mayor o menor medida, una fun-ción de freno o contrapeso, su relacióncon el circuito democrático de formaciónde la voluntad política es de inevitabletensión y siempre potencial (y fisiológica-mente) conflictual.

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9 Sobre esta dimensión del papel de la magistra-turas puede verse G. Neppi Modona: Sciopero, poterepolitico e magistratura 1870/1922, Laterza, Bari, 1969.Como señala muy bien el prologuista de la obra, A.Galante Garrone, a través de sus páginas y medianteel análisis de la jurisprudencia en materia tan emble-mática como el tratamiento del derecho de huelga, elautor demuestra que la magistratura y el ministeriopúblico, al vaciar de contenido el concepto de “causarazonable” que haría legítimo su ejercicio, actuaban“no sólo y no tanto por las interposiciones y las pre-siones gubernativas, como por una íntima, espontáneapropensión, que reflejaba los requerimientos de unaopinión dominante resentida y perturbada, y de parti-culares ambientes sociales” (págs. X-XI). Y es que, en

efecto, una de las virtudes del contemplado modeloorganizativo es su capacidad de generar un cierto sen-tido común en los jueces, que los convierte en medioextraordinariamente eficaz de control social, a travésincluso de la interpretación reductiva de las normasdotadas de algún contenido progresivo en materia dederechos. Interesantes indicaciones al respecto, paraun periodo aún no lejano de nuestra historia reciente,puede verse F. J. Bastida: Jueces y franquismo. El pen-samiento político del Tribunal Supremo en la Dictadu-ra. Ariel, Barcelona, 1986.

10 Tal fue el caso que en Italia se conoce como“guerra de las Cortes”, producido por la negativa de laCorte Suprema a aplicar la Constitución reinterpre-tando la legalidad preconstitucional, que hizo que sussentencias tuvieran que ser llevadas reiteradamenteante la Corte Constitucional, que hizo prevalecer lospreceptos constitucionales (algunas indicaciones alrespecto pueden verse en R. Canosa y P. Federico: Lamagistratura in Italia dal 1945 a oggi, págs. 327 ysigs., Il Mulino, Bologna, 1974). Esa decisión de la al-ta magistratura de “congelar la Constitución” produjoun interesantísimo movimiento de base entre los pro-pios jueces, de reivindicación del respeto a la jerarquíanormativa y dirigido a introducir la norma supremaen el circuito interpretativo (sobre el particular, cfr. S. Senese, ponencia recogida en Atti del seminario su“La magistratura italiana nel sistema politico e nell’or-dinamento costituzionale”, págs. 46-48, Giuffrè, Mi-lano, 1978).

En la experiencia española de la transición, me-rece ser evocado en este contexto el caso de la impor-tante sentencia del Tribunal Constitucional nº31/1981, de 28 de julio, en tema de presunción deinocencia, que concedió amparo a un ciudadano con-denado por su declaración ante la policía, como únicaprueba de cargo. A la tesis de la mayoría, que implica-ba un profundo replanteamiento de la disciplina de laprueba en clave constitucional, se opuso el voto par-ticular del magistrado Escudero del Corral, como ex-ponente del punto de vista paleojudicial en la materia.

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Pues bien, lo expuesto sirve paraidentificar dos ámbitos en los que, a mijuicio, debe hoy abordarse el tema real-mente sugestivo de la relación entre jue-ces y democracia. Esto es, el que tieneque ver con la colocación institucional deaquéllos y su relación con los órganos dela democracia política en el marco estatal;y el relativo al papel que el principio de-mocrático juega o debería jugar en la pro-pia organización de la magistratura y enla cultura del juez.

El juez en el Estado constitucional de derecho: el plano de la legalidadEn el Estado legislativo de derecho, la au-sencia de una constitución normativa másallá del plano orgánico y la organizaciónde la dependencia del juez en los térmi-nos aludidos limitan la función de éste altratamiento de la micro-conflictualidad(civil y penal) propia de las relaciones en-tre particulares. En el Estado constitucio-nal de derecho se produce, como es biensabido y consta por experiencia reciente,un significativo reforzamiento de la pre-sencia de aquél ya como poder judicial, enel sentido de jurisdicción, esto es de, apli-cación del derecho erga omnes, incluidaslas instancias de poder, y en condicionesde independencia. En efecto, en los orde-namientos constitucionales de la segundaposguerra cabe registrar una consistenteexpansión del papel del derecho con laconsiguiente ampliación, también, del pa-pel de la jurisdicción.

La razón de este paso es bien conoci-da: la experiencia de los fascismos pusoclaramente de manifiesto que el merojuego de la democracia representativa y elconsenso popular no garantizan por sísolos la calidad de la democracia y labondad de los resultados de la política.Según esto, el Estado liberal de derechohabría demostrado su incapacidad o lafalta de condiciones para hacer efectiva lagarantía jurídica11, que en consecuenciase trataría de reforzar en el plano norma-tivo y dotando a éste de los necesarios so-portes institucionales. Se debe a Luigi Fe-

rrajoli12 la formulación que mejor ilustraeste proceso de transformación (verdade-ro “cambio de paradigma de la política ydel derecho”); producido esencialmente através de la consagración de los derechosfundamentales como “dimensión sustan-cial de la democracia”, también “esfera delo indecidible”, que en las constitucionesrígidas están llamados a operar de maneraefectiva en la forma de un sistema de lí-mites y vínculos a la acción de los poderespúblicos. De todos ellos, incluido pues elLegislativo. Los derechos fundamentalesreciben por esta vía el tratamiento jurídi-co que corresponde a su calidad de “fun-damento funcional de la democracia”,porque es sólo “a través del ejercicio indi-vidual de los derechos fundamentales co-mo se realiza un proceso de libertad quees elemento esencial de la democracia”(Häberle13); para la que antes aquéllosapenas habían pasado de ser un mero re-ferente externo.

Semejante transformación no podíadejar de repercutir decisivamente en laposición del juez en sus relaciones con la política y con el derecho. De una parte,al hacer posible su acceso a un estándarde independencia antes impensable, queen algunos casos (el italiano es emblemá-tico) se materializa en la puesta a puntode una nueva institución de garantía deese valor el Consiglio Superiore della Ma-gistratura14. Y también por la sustancialmodificación de la relación del juez con la ley en el momento de la interpreta-ción/aplicación, que ahora comporta ne-

cesariamente un juicio de constitucionali-dad, puesto que “existencia” y “validez”15

no son ya la misma cosa, al contrario delo que sucedía en una democracia de cor-te eminentemente procedimental; y, enconsecuencia, el juez sólo queda sometidoa la ley válida y está obligado a cuestionarla legitimidad constitucional de la que, asu juicio razonado, no guarde la necesariarelación material de coherencia con laConstitución.

El juez en el Estado constitucional de derecho: la “intervención” sobre“la política”Una de las particularidades estructuralesmás salientes del modelo de Estado de re-ferencia es la ampliación de sus funciones–en particular las propias del Ejecutivo– alámbito de la economía. De permanecerfuera de sus límites pasó a intervenir enella de manera directa de diversas formas,una de las cuales, ciertamente relevante, esla derivada de la gestión de las prestacionesen que se traducen los derechos sociales. Elcrecimiento de lo público en la direcciónindicada tuvo como consecuencia la con-versión del Estado en poderoso empresarioy también en importante consumidor yproductor de bienes y servicios. Esto trajoconsigo el desarrollo hipertrófico de unainédita capacidad de adoptar decisionescon importante contenido económico.

La gestión político-administrativa detales nuevos espacios, situados en la zonade confluencia del sector público y elmercado, dio lugar a la emergencia denuevos sujetos, empresarios públicos cierta-mente atípicos desde la perspectiva delorden jurídico, que por falta de previsio-nes legales eficaces al respecto y por lapropia naturaleza de la actividad pudie-ron operar en un marco de discrecionali-dad casi ilimitada, contando con infor-mación privilegiada y con la capacidad deasumir riesgos que en general no estaríanal alcance de los agentes económicos con-vencionales. La administración de podery dinero en un ámbito de práctica desre-gulación, por parte de sujetos en condi-ciones ideales para sustraerse a las reglasdel derecho y a las del mercado, hizoemerger en esta clase de actuaciones, en elmarco, pues, del Estado constitucional dederecho, una nueva modalidad cierta-mente paradigmática de la clase de situa-

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11 Es bien ilustrativo al respecto el papel jugadopor las distintas magistraturas en los países europeosdurante la experiencia de los fascismos, así como enotros supuestos, más recientes, de involución totalita-ria en los países del Cono Sur de América Latina. Re-sulta la mar de elocuente comprobar cómo –con ex-cepciones de carácter individual– aquéllas evoluciona-ron de forma natural con los respectivos contextos,para integrarse con plena funcionalidad en los nuevosEstados. Y, por cierto, contestar, con mayor o menorbeligerancia, las nuevas constituciones en el momentode la restauración de la democracia.

12 Entre otras obras del, pueden consultarse al res-pecto: Derechos y garantías. La ley del más débil, prólo-go de P. Andrés Ibáñez, trad. de P.Andrés Ibáñez y A.Greppi, Trotta, Madrid, 1999, en particular, págs. 15 yss.; y “Lo stato di diritto fra passato e futuro”, en P.Costa y D. Zolo (eds.), Lo Stato di diritto. Storia, teo-ria, critica, págs. 349 y sigs., Feltrinelli, Milano, 2002.

13 P. Häberle, La libertad fundamental en el Esta-do constitucional, pág. 71, trad. C. Ramos y A. Luya,Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, 1997.

14 El Consiglio Superiore della Magistratura nacecon la Constitución italiana de 1947. Está integradopor magistrados (2/3) elegidos por sufragio directodentro de la propia magistratura y por juristas (1/3)que lo son por las cámaras parlamentarias. El diseño dela institución respondía al propósito de asegurar la tute-la de la independencia judicial, evitando al mismotiempo tanto el riesgo de cierre corporativo a que ten-dría que llevar una composición exclusivamente judi-cial, como el hetero-gobierno político en que podríaderivar la alternativa opuesta. El primer efecto de la en-trada en vigor de la nueva institución fue extraer lasfunciones de gobierno del ámbito de la judicatura, demanera que la alta magistratura tuvo a partir de ese mo-mento un cometido exclusivamente jurisdiccional.(So-bre el Consejo italiano puede verse, en la bibliografía encastellano, A. Pizzorusso, “La experiencia italiana delConsejo Superior de la Magistratura”, en Jueces para laDemocracia. Información y debate, núm. 24/1995).

15 Sobre el particular, cfr. L. Ferrajoli: Derecho y ra-zón. Teoría del garantismo penal, págs. 357 y sigs., trad.de P. Andrés Ibáñez, A. Ruiz Miguel, J. C. Bayón, J.Terradillos y R. Cantarero Bandrés, Trotta, 5ª ed. 2002.

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ciones de ilegalidad cuya posibilidad sehabía querido conjurar.

Es así como surgen y se difunden enaños todavía recientes los fenómenos co-nocidos como de corrupción que, por suextensión e importancia, distan de repre-sentar una anécdota de ilegalidad paraconstituir un nuevo fenómeno macroscó-pico de degradación criminal del poder16.En efecto, no se trata de episodios más omenos aislados de irregularidad en el ma-nejo de los recursos estatales, sino de laapertura de un espacio público subterrá-neo, realmente franco de derecho, en elque una parte sustantiva de aquéllos sedesvían a zonas opacas de la actividad po-lítica en las que son objeto de apropiaciónpor los partidos de gobierno, convertidosasí en verdaderas agencias de gestión deintereses corporativos y a veces en paradó-jicos agentes difusores de ilegalidad enámbitos institucionales. De este modo,bien puede decirse, una parte significativade la política real se hace clandestina, y,por su importancia, condiciona desde eseplano las vicisitudes formales de la políti-ca en acto en los espacios formal-consti-tucionales.

Tales nuevas formas de criminalidaddel poder han tenido una difusión extra-ordinaria y, como no podía ser de otromodo, han acabado por ser objeto de laintervención judicial17. Es cierto que la incisividad de ésta ha sido mayor o me-nor según el grado de independencia dela magistratura y del ministerio público

en los distintos países18. Pero, en todo ca-so, las correspondientes actuaciones ha-brían resultado impensables –y de hechonunca se dieron– en marcos constitucio-nales de la precedente generación.

¿La democracia política “colonizada”por la jurisdicción desde el derecho?Las nuevas formas de presencia judicialrepresentadas por el cuestionamiento dela constitucionalidad de las leyes y, sobretodo, por la persecución criminal de suje-tos públicos (con la extraordinaria cargade deslegitimación que implica para éstosel sometimiento al proceso) han produci-do notables sobresaltos y encendidas reac-ciones19 en el plano de la política prácticay también algunas consecuencias en el dela teoría política.

En el primero de éstos, podría hablar-se sin exageración de la conformación deun verdadero partido transversal 20, si node una auténtica internacional de políti-cos perjudicados por la jurisdicción, que

bajo la enseña del título de la clásica obrade Lambert21, oportuna y apresuradamen-te rescatado, y debidamente descontex-tualizado, proclaman los riesgos de un“gobierno de los jueces”. Desconociendolas poderosas razones con que Bachof 22

había demostrado la inviabilidad de esademagógica alternativa irreal ya en 1959,frente a las suspicacias levantadas en algu-nos sectores de la opinión jurídica y polí-tica alemana por la Ley Fundamental deBonn.

Demasiado derecho, demasiados dere-chos, demasiado rígidos, parece ser el lemay el problema, con el resultado –se dice–de una especie de cancelación de la auto-nomía de la política, que habría acabadopor ser sofocada por el orden jurídico ysobre todo por las prácticas judiciales queéste, en su modo de ser actual, hace posi-bles. En tal contexto no faltan expresionesde añoranza de formas más férreas de or-ganización de los jueces conforme al pa-trón de la jerarquía administrativa que so-metieran eventuales iniciativas de altoriesgo al prudente tamiz de instancias devértice, con mayor sentido del Estado23.

La objeción, sin embargo, no puedetenerse en pie cuando lo cierto es que en

PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ

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16 Al respecto, pueden verse D. Della Porta: Loscambio occulto. Casi di corruzione politica in Italia, in-troducción de A. Pizzorno, Il Mulino, Bologna, 1992;P. L. Zanchetta: “Tangentopoli entre perspectivas polí-ticas y soluciones judiciales”; P. Andrés Ibáñez, “Tan-gentopoli tiene traducción al castellano”, en P. AndrésIbáñez (ed.), Corrupción y Estado de derecho. El papelde la jurisdicción, págs. 85 y sigs., Trotta, Madrid,1996; F. J. Laporta y S. Álvarez (eds.): La corrupciónpolítica, Alianza Editorial, Madrid, 1997; A. SabánGodoy: El marco jurídico de la corrupción, Civitas,Madrid, 1991. También, M. Travaglio: Il manuale delperfetto impunito. Come delinquere e vivere felici, Gar-zanti, Milano, 2000.

17 La experiencia de estos años sobre el particulares ciertamente riquísima y denota un grado de genera-lidad y extensión de las prácticas ilegales de los sujetospúblicos realmente sorprendente. En particular, por-que éstas han dejado de ser privilegio de las llamadas“repúblicas bananeras” y de los países en precario gra-do de desarrollo, para hallar un escenario privilegiadoen los del primer mundo con democracias constitu-cionales consolidadas.

A esa nutrida fenomenología de la delincuenciadel poder se une ahora –es paradigmático también enesto el caso de Italia– la respuesta a la respuesta judicial,que tiene escandalosas manifestaciones recientes y encurso en la obra legislativa promovida por Berlusconi yllevada a cabo por la mayoría que le sustenta. Se tratade leyes ad hoc dictadas para desactivar de la formamás grosera los procesos criminales en marcha que

afectan al Cavalliere, a las que se unen insidiosas actua-ciones políticas de criminalización de los magistradosque se limitan a cumplir con su deber de aplicar el Có-digo Penal. Al respecto, cfr., Luigi Ferrajoli: “Giusti-zia, en Il governo Berlusconi. Le parole, i fatti, i rischi,págs. 73 y sigs., Laterza, Roma-Bari, 2002.

18 Resulta del mayor interés comprobar como laintensidad y la calidad de la respuesta desde la legali-dad a la corrupción suele estar en relación directa conel grado de independencia de la magistratura y, muyen particular, del ministerio público. Así, en Italia,siendo cierto que por la singularidad de las vicisitudespolíticas del país durante los años de la DemocraciaCristiana y del pentapartito, la corrupción pudo alcan-zar un altísimo grado de desarrollo, también lo es queel fenómeno no habría adquirido la visibilidad ni pro-vocado la reacción jurisdiccional que se conoce, de nohaber sido por la garantía de independencia que allíasiste al fiscal, que goza de un estatuto similar al de lamagistratura decisoria. A lo que habría que añadir lafuerte cultura de la jurisdicción que en el país ha he-cho posibles formas de respuesta judicial a fenómenoscomo el terrorismo y la mafia.

19 Este es un asunto que bien merece ser objetode reflexión. La entrada de un imputado excelente enel proceso penal suele estar acompañada de un apara-toso despliegue de propaganda antijudicial que, por loregular, mira a la descalificación, no sólo de la singu-lar iniciativa, sino de la institución en general. Al ex-tremo de que ha sido de lo más frecuente que esa clasede inculpados hayan protagonizado verdaderas “estra-tegias de ruptura”, poniendo en juego tácticas procesa-les dirigidas no a defenderse dentro de la causa, sino,directamente, a hacerla saltar. Resulta revelador com-probar que sujetos con responsabilidades de gobiernoo que las han desempeñado en el pasado inmediato,notables exponentes del establishment, hacen uso, enmarcos institucionales, de formas de actuación pro-pias de quienes operan al margen del sistema y buscansu destrucción. (Sobre el tipo original de procesos deruptura (hoy desbordado por las experiencias a las queacabo de aludir), cfr., J. M. Vergès: Estrategia judicialde los procesos políticos, trad. de M. T. López Pardina,Anagrama, Barcelona, 1970).

20 De izquierda a derecha, de derecha a izquier-da, es realmente llamativa la simetría de las actitudes.

21 E. Lambert: Le gouvernement des juges et la lut-te contre la législation sociale aux Etats-Unis. L’experien-ce americane du controle judiciaire de la constitutionna-lité des lois, Marcel Giard & cie, LGDS, París, 1921(hay traducción al italiano de R. D’Orazio y F. Mega-le, Giuffrè, Milano, 1996).

22 O. Bachof, Jueces y Constitución (pág. 51),trad. de R. Bercovitz, Taurus, Madrid, 1963. Comoescribiera este autor: “No se puede designar realmentecomo ‘soberano’ a quien no puede actuar mas que re-presivamente, a quien carece de toda iniciativa propiapara la configuración política, a quien sólo puede ac-tuar a petición de otro órgano estatal o de un ciudada-no lesionado, a quien, finalmente, en el desempeño desu función de control, tiene que limitarse a los asun-tos que –considerados desde el punto de vista del ór-gano de control– le llegan casualmente. Tampoco sepuede pasar por alto que la función de control de lostribunales no implica solamente una disminución depoder del legislativo y del ejecutivo, sino también unfortalecimiento de la autoridad de los poderes contro-lados”.

23 No es infrecuente que con ocasión de algunosprocesos, llevados con inobjetable legalidad, contrasujetos con altas responsabilidades políticas, a falta deotro posible reproche, se haya imputado a los juecesfalta de sentido del Estado, es decir, insuficiente con-ciencia de la singular naturaleza de los sutiles equili-brios en que de ese modo incidían de forma perturba-dora, dificultando objetivamente la gobernabilidad (noimporta que las causas pudieran seguirse por verdade-ros crímenes de Estado). Es sumamente ilustrativa laactitud de un periodista español que a raíz de la con-dena de Alonso Manglano y otros por un delito de in-terceptaciones ilegales, en el caso de las escuchas delCESID, expresaba –por todo comentario– la queja deque se hubiera condenado a “un hombre de Estado”.En su discurso quedaba claro que los jueces no loeran. Sin duda porque sólo actuaron a partir de laConstitución y la ley.

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el modelo de Estado que se contempla lapolítica democrática tiene reservado unespacio tan amplio como que sus límitesvan desde lo jurídicamente indiferentehasta lo inconstitucional y lo ilegal y, enparticular, hasta el Código Penal. Y nodebe perderse de vista que –sintomática-mente– la reacción frente al actual siste-ma cuando realmente se ha producidocon mayor beligerancia es frente a la aper-tura de causas por actuaciones de sujetospúblicos de evidente y gravísima relevan-cia criminal24. La línea de oposición almodelo constitucional pasa, pues, sobretodo, por la impugnación del Código Pe-nal como frontera de las acciones de go-bierno. De ahí la reivindicación del viejoconcepto de soberanía como suprema po-testas propio de un poder que se quiere así mismo legibus solutus.

Al fin, lo contestado no han sido de-fectos de legalidad que pudieran haberseproducido en actuaciones judiciales con-cretas. Lo verdaderamente cuestionado demanera frontal es el marco y el diseño de Estado que hace posible la interven-ción jurisdiccional como tal –la penal enparticular– allí donde afloren indicios dedelito en el operar de los sujetos públicos.Y, sistemáticamente, la denuncia es de in-vasión abusiva de la esfera política25, asícomo suena, con la pretensión de hacerpasar el dato altamente significativo deque, en tales supuestos, la única extrali-mitación denunciable es la de quien tras-ciende los límites de la legalidad, con fre-cuencia de la legalidad penal. Ante su-puestos de esta clase, resulta aberranteque pueda ponerse en duda la legitimidaddel juez para actuar, y más aún que esto sehaga en nombre de la democracia. Cuan-do lo cierto es que, en vicisitudes procesa-les de ese género, toda la legitimidad de-mocrática está de parte de quien aplica la

ley conforme a la Constitución (ambas, lamás decantada expresión de la soberaníapopular) frente a los malversadores delpoder que ésta les había conferido. Deberechazarse, pues, la insidia consistente enpresentar a la jurisdicción como instanciaajena, cuando no antagónica, de la insti-tución parlamentaria26. De manera quemientras el político corrupto e incluso delincuente convicto seguiría ungido porel fluido legitimador de las urnas, el juezsería siempre un operador deficitario enmateria de legitimidad por su ajenidad aaquéllas. Y, por tanto, su intervención ilí-citamente perturbadora del curso y delpulso de la democracia política.

Cuando así se discurre se lleva a cabouna intolerable reducción procedimentalde la democracia que, en el Estado consti-tucional, es cuestión no sólo de formas sinotambién de principios y contenidos, de de-rechos fundamentales, que deben ser respe-tados y realizados para que aquéllas alcan-cen su verdadero sentido, que radica en ser-vir de garantía a la plena vigencia universalde estos últimos. Así pues, no sólo existe unamplísimo espacio constitucionalmenteasegurado para el desarrollo de la política,sino que además está en manos de quienesla ejercen la posibilidad de restringir radi-calmente con medios lícitos la incidenciade eventuales actuaciones judiciales sobre lamisma. En efecto, basta considerar que lasque más preocupan de éstas –las de carácterpenal– suelen producirse después de que sehaya dado una crisis masiva de todos loscontroles parlamentarios y político-admi-nistrativos previstos, que es lo que permitela degradación criminal de las actuacionespúblicas. De manera que bastaría una ma-dura disposición a tomar en serio esa partede la política para que ésta pudiera mante-ner exento de intervenciones ajenas supropio espacio, y, además, de la maneramás fisiológica. Es decir, haciendo innece-sarias las actuaciones de restauración delorden jurídico que habría sido preservadode forma previa. Ahora bien, producida laacción delictiva en el sector público y porun sujeto de este carácter, sólo la reacciónjudicial puede poner las cosas en su sitio y,sobre todo, hacer que las institucionesconcernidas asuman su responsabilidad yen especial su papel con objeto de hacerimposibles en el futuro situaciones de esaíndole. La función general-preventiva de

la respuesta penal tiene aquí un importan-te campo de desarrollo.

En contra de lo que, también con fre-cuencia, se ha sugerido en estos años, en eldiseño de Estado que se contempla, la ju-risdicción –con todo– no tiene atribuidauna función de contrapeso político ensentido fuerte. Pues no ejerce una fiscali-zación capilar ni superpone su actuaciónde forma sistemática a las de las otras ins-tancias de poder, con las que no mantieneuna interlocución crítica permanente. An-tes bien, sus intervenciones son ocasiona-les y de carácter puntual, tienen que vercon actos concretos a los que también selimitan los efectos de aquéllas y se produ-cen sólo a instancia de parte (¡ay! general-mente privada27) y nunca de manera caprichosa. Más aún, las causas penalesúnicamente se inician en presencia de apa-ratosos indicios de delito; y, de existir al-guna inercia en la materia, ésta –por razo-nes culturales y de complicidad institucio-nal (piénsese en la general inhibición delfiscal)– operará en el sentido más favora-ble a la impunidad de los delitos produci-dos en ámbitos públicos, como ha sidohistóricamente la regla. Regla que, inclusohoy, tiene un elevado índice de vigencia,puesto que hay buenas razones para afir-mar que la cifra oscura de la criminalidaden esos medios sigue siendo bien alta.

Lo que la democracia constitucional da y reclama al juezEl Estado constitucional de derecho, es verdad, comporta cierta redistribución depoder en favor del judicial como conse-cuencia de la mayor relevancia del papel deéste y de la consiguiente revitalización de su independencia. También conlleva unreplanteamiento del criterio de legitimidadde la jurisdicción. Ahora bien, de una co-rrecta inteligencia y consideración de estosrasgos estructurales del modelo se sigue nosólo el reforzamiento de la capacidad legalde intervención del juez sino asimismo unaserie de exigencias en materia de profesio-nalidad y de control (obviamente, de carác-ter no político) de responsabilidad por susactuaciones, que por cierto, y es de lamen-tar, en general no han sido objeto de la de-bida atención y desarrollo.

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24 Resulta paradigmática al respecto la brutal re-acción producida contra la sentencia dictada en el casoMarey, frente a la que, por cierto, no ha prosperadoninguno de los recursos de amparo. Sobre esa resolu-ción, puede consultarse con provecho J. Igartua Sala-verría: El caso Marey. Presunción de inocencia y votosparticulares, Trotta, Madrid, 1999.

25 En un marco de Estado constitucional de dere-cho, cuando la ilegalidad –y más si criminalmente rele-vante– aflora en ámbitos públicos, no hay alternativa: laacción de la justicia debe invadir los espacios del delito,aunque éstos sean nucleares dentro de la institucionali-dad estatal, aunque pertenezcan al sancta sanctorum (esun decir) de ésta. En tales casos, si hay alguna invasiónilegítima que denunciar, no será precisamente la deljuez, debida por razón de legalidad, sino la representadapor las conductas –siempre graves, en ocasiones gravísi-mas– violadoras de ésta. Sonroja tener que recordar al-go tan obvio como que el mal está siempre en la llaga yno en el dedo que la señala.

26 Interesantes reflexiones sobre el particularpueden verse en E. García de Enterría: Democracia,jueces y control de la Administración, en particular pág.51 y sigs. Civitas, Madrid, 1ª ed. 1995.

27 Resulta curioso comprobar que mientras enItalia la reacción penal frente a la corrupción ha sidoprotagonizada por el ministerio público, en España,en general, se ha debido a la iniciativa privada, me-diante el uso de la acción popular. Que, por cierto, enmedios políticos, y con notable consenso, se querríaahora redimensionar en sus posibilidades legales deejercicio.

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El juez no es un sujeto político y tam-poco un órgano de representación, puesle compete el desempeño de una funciónde garantía en última instancia de la efec-tividad de los derechos fundamentales y,en general, de la observancia de la legali-dad; de lo que se sigue, como corolario, laexclusiva sujeción a la Constitución y a la ley y la ajenidad al sistema de partidos.Es por lo que su legitimación no puededepender del sufragio sino que, cumpli-das las exigencias legales precisas para elacceso a la función, la legitimación se tie-ne (o no) por el correcto ejercicio deaquélla dentro de los parámetros consti-tucionales y legales. Es decir, mediante laobservancia de las prescripciones estatuta-rias y de las reglas del proceso contradic-torio; y de éstas, muy en particular, el im-perativo de motivación de las resolucionesen materia de hechos y en derecho.

Así las cosas, la legitimidad del juezno es formal sino materialmente democrá-tica en cuanto su función está preordena-da y es esencial para la garantía de los de-rechos fundamentales, que constituyen la“dimensión sustancial de la democracia”,y debe ajustarse estrictamente a la legali-dad constitucionalmente entendida, sien-do así ésta su vía de conexión con la sobe-ranía popular. Se trata de una clase de le-gitimidad que no es asimilable a laderivada de la litúrgica investidura de lasmagistraturas del Estado liberal, sacra-mental y para siempre, sino condicionaday estrechamente vinculada a la calidad dela prestación profesional, sometida a lacrítica pública y a eventuales exigenciasde responsabilidad previstas en el ordena-miento.

El régimen estatutario del juez quedemanda el modelo de referencia es des-de luego rigurosamente incompatible conlos criterios de articulación jerárquicaque atentan contra su independencia; ytambién con las modalidades de discipli-na que pudieran hacerlo contra su liber-tad ideológica y de conciencia en la valo-ración de las pruebas y en la aplicaciónde la ley al caso. Así, en cuanto a lo pri-mero, y dicho en positivo, la organiza-ción judicial debería responder a criteriosde horizontalidad, es decir, adoptar comoimagen plástica de referencia la del archi-piélago en lugar de la pirámide (Beria diArgentine28), para evitar que el momentojurisdiccional resulte interferido por elmomento político-administrativo, como

es la regla en el diseño napoleónico29. Ypor lo que se refiere a la cuestión, central,de la disciplina, la reacción de esta clasesólo debería estar asociada a los incum-plimientos profesionales, suficientemente tipificados y, además, por lo general, fá-cilmente detectables y objetivables conlas necesarias garantías, para evitar mani-pulaciones inaceptables30. En tal sentido,democracia en el ámbito de la jurisdic-ción quiere decir ausencia de jerarquíacomo criterio de articulación política in-compatible con la independencia, máxi-ma difusión territorial del poder de juz-gar y cultura de la independencia comoexclusiva sujeción a la ley.

La verdad es que en estas materias, noobstante su relevancia, suele haber un serio

déficit de desarrollo de las aludidas exigen-cias constitucionales. Y el resultado es queen la práctica, y tanto en tema de organiza-ción como de disciplina, por lo general si-guen estando vigentes reglas legales y pau-tas bien poco compatibles con el actualperfil constitucional de la función jurisdic-cional y del juez31. Más aún, cuando seproducen planteamientos críticos sobre elparticular a raíz de alguna actuación judi-cial incómoda o cuestionable, no es raroque surjan demandas de restauración delviejo modelo burocrático, que aseguraría lacorrespondencia de cada resolución a loscriterios siempre más fiables del superior.Así, tampoco es infrecuente la irresponsa-ble añoranza como factor de certeza decierto tipo de vinculación al precedente ju-dicial, sólo posible al precio de la falta deindependencia del juez. Es la que concurrecuando éste debe asumir mecánicamente

PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ

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28 A. Beria di Argentine: Giustizia anni difficili,pág. 204. Rusconi, Milán, 1985.

29 En efecto, en ese modelo, el sistema de instan-cias jurisdiccionales corre en paralelo a la escala jerár-quica, de manera que, por lo regular, la instancia queconoce del recurso promovido contra la resolución deotra, no sólo expresa un diferente momento procesal,sino un superior grado en el escalafón de la carrera.De este modo, y puesto que en este plano jerárquicoen el que tienen su sede funciones de control de mar-cado perfil ideológico, es obvio que esta clase de fisca-lización se filtra también, de manera eficaz, en las de-cisiones de los tribunales superiores.

30 Resulta revelador que el régimen legal y la exi-gencia práctica de la responsabilidad disciplinaria so-bre los jueces ha estado generalmente dirigido a velarpor valores como el “prestigio” o el “decoro”, fácil-mente instrumentalizables en clave de control ideoló-gico y generadores de enorme inseguridad jurídica;mientras que los incumplimientos profesionales en

perjuicio del justiciable estándar han podido produ-cirse, en general, en un cierto régimen de impunidad.Es por lo que en ocasiones se ha hablado, con razón,de un pacto no escrito, en cuya virtud el sistema asegu-raría a los jueces inmunidad frente al exterior, a cam-bio de fidelidad y funcional integración en la políticaen acto.

31 Por no hablar de líneas de nombramientos(para cubrir puestos con funciones de gobierno o enlos altos organismos judiciales) inspiradas en motiva-ciones político-partidistas, cuando no pensadas paracondicionar en una determinada dirección la resolu-ción de una causa relevante, en curso o de posible in-coación.

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los criterios del superior en el orden proce-sal y jerárquico, como única forma de ha-llar satisfacción en sus expectativas de ca-rrera. Sistema que presupone una magis-tratura esencialmente cortada por elpatrón de la Administración, sustancial-mente impermeable al pluralismo político-cultural, y que produce certeza, sí, pero só-lo para el grupo social dominante y al pre-cio de una justicia inequívocamente declase.

Con todo, no cabe negar que deman-das incluso como la de formulación tanimpropia a que acaba de aludirse apuntana un problema real de la jurisdicción en elactual modelo de Estado. Y es que, enefecto, la mayor libertad operativa del juezen que se traduce su reforzada indepen-dencia y el inadecuado tratamiento de laresponsabilidad profesional, sobre todocuando van acompañados de algún déficitde formación, pueden ser, y de hecho son,claros factores de inseguridad jurídica.

Ahora bien, éste no es un resultadoque deba cargarse en la cuenta del princi-pio de independencia del juez rectamenteentendido según el modelo constitucio-nal, puesto que sólo se debe a un inade-cuado tratamiento y desarrollo de este úl-timo. En efecto, la clase de certeza del de-recho y de seguridad jurídica resultantes dela vigencia del sistema napoleónico de or-ganización judicial no tenían que ver conla constitucional sujeción del juez a la leysino con su dependencia político-admi-nistrativa y la consiguiente homogenei-dad ideológica, producidas en los térmi-nos antes ilustrados. Pero lo cierto es quelos vínculos derivados de la sumisión a la

jerarquía y del control ideológico capilarde los jueces como factor de certeza y se-guridad jurídica no han sido eficazmentesustituidos por mecanismos compatiblescon el sentido constitucional de la inde-pendencia realmente aptos para producirla razonable y necesaria armonía y estabi-lidad en los criterios jurisprudenciales dela calidad que demanda un Estado que losea efectivamente de derecho y, sobre to-do, de derechos. Estos mecanismos son,en lo sustancial, una consistente dotacióncultural32, un bien articulado sistema deinstancias y recursos que impida la dis-persión de criterios jurisprudenciales33; yun tratamiento adecuado y riguroso de la

responsabilidad disciplinaria por los in-cumplimientos profesionales. Todo, enun marco permeable y abierto a la críticapública de las resoluciones judiciales.

Las cuestiones problemáticas suscita-das por el papel del juez en el modeloconstitucional de referencia tienen tam-bién una importante dimensión culturalque no puede ser desatendida. Las reti-cencias de raíz política frente al poder deaquél con su reforzado estatuto, favoreci-das por la inercia en materia de forma-ción, han llevado a hacer que los juecessigan viéndose a sí mismos preferente-mente en el espejo heredado del juristadel positivismo dogmático. Es decir, co-mo intérpretes privilegiados del únicosentido de la ley, cual mecánicos y natu-rales productores de certeza. Ello a conse-cuencia de una deficiente comprensióndel orden jurídico, cuyo modo de ser ac-tual no tiene la necesaria presencia en lostextos de preparación del ingreso en lamagistratura y tampoco aparece debida-mente incorporado al sentido común pro-fesional de sus operadores. Así, no es exa-gerado afirmar que el juez de estos añospadece, en la materia, cierto síndrome delburgués gentilhombre, es decir, un mal co-nocimiento o incluso desconocimientode la verdadera calidad de los instrumen-tos que emplea; por ejemplo, cuandopondera en la aplicación de principiossin plena conciencia del alto margen dediscrecionalidad que se abre ante él y dela necesidad de justificar adecuadamentesu uso34.

Curiosamente, a producir el resultadoque se expresa en este fenómeno han con-tribuido no poco –desde el ámbito acadé-mico– autores que, preocupados por elextrapoder del juez y por los riesgos del ac-tivismo judicial, han tratado de mantenera aquél en su adscripción al más rancio delos paleoformalimos. Esta actitud tieneun buen exponente en posiciones como lade Requejo Pagés, para quien “el juez de-be limitarse a recoger en el continente desus resoluciones el producto que le llegadesde las primeras fases del ordenamien-

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10 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA n Nº 128

32 Pienso no sólo en la imprescindible prepara-ción técnico-jurídica, sino en la necesidad de un com-prometido esfuerzo de formación de la sensibilidadprofesional de los jueces en ciertas materias, como,muy en particular, el respeto de las garantías y el celoen la motivación de las decisiones.

33 En efecto, por esta vía y con instrumentos pu-ramente jurisdiccionales, puede obtenerse un alto es-tándar de homogeneidad en la respuesta judicial. Paraello se hace necesaria la concentración de las funcio-nes de apelación en el menor número de órganos po-sible y la máxima apertura del recurso de casación,aunque sólo sea en interés de ley. Algo bien distintode lo que ahora sucede en España en materia penal,cuya realidad al respecto puede servir muy bien comoejemplo de lo que no debe hacerse. En efecto, las sen-tencias por delitos conminados con penas de hastacinco años de prisión pueden ser recurridas en apela-ción antes las Audiencias Provinciales, que deciden enúltima instancia, sin posibilidad de casación, y, portanto, sin que exista una instancia encargada de launificación de los criterios de esa clase de tribunales,cuyo número gira en torno al centenar y medio. Cier-to es que, en la práctica, por vía doctrinal y de debatese consigue una notable aproximación de las solucio-nes jurisprudenciales, pero éstos son medios colatera-les que deberían funcionar en todo caso, además y a

partir de la puesta en juego de los recursos orgánicosmás racionales.

34 Resulta chocante al respecto el bajo nivel deexigencia apreciable en instancias como el TribunalConstitucional y el Tribunal Supremo en materia demotivación de las resoluciones judiciales. Así, porejemplo, al dar por buenos, en materia penal, el usode impresos y la remisión in toto a los oficios policialesde solicitud de medidas tan delicadas como las inter-ceptaciones y las entradas y registros.

35 J. L. Requejo Pagés: Jurisdicción e independen-cia judicial, pág. 154, Centro de Estudios Constitu-

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to”35. Por ésta y otras vías de similar ins-piración, se contribuye a generar y perpe-tuar el tipo más peligroso de juez: el queopera desde la falsa conciencia de los per-files reales del propio papel, de la natura-leza del poder que ejerce. La insistencia–burda o más elaborada– en la apologíadel formalismo interpretativo y hasta delparadigma exegético, lleva directamente ala difusión de actitudes judiciales irres-ponsables presididas por el uso irreflexivo,por inconsciente, de la discrecionalidadinevitable.

Creo sinceramente que en este plano,frente a las distintas formas de defraudaciónde las exigencias del vigente modelo consti-tucional en materia de jurisdicción que ha-bitualmente se ponen en juego con sus la-mentables consecuencias de diversa índole,sólo cabe, por ineludible imperativo de res-

peto al mismo y porque además es el únicomodo de conjurar riesgos como los apunta-dos, procurar que los jueces sean operadoresplenamente conscientes de la centralidad desu función y de la verdadera calidad de supoder. Sólo así podrán ejercerlo del únicomodo legítimo que cabe; es decir, con es-tricta sujeción a la ley, con el adecuado sen-tido de la responsabilidad, con pleno respe-to de las reglas procesales del juego, conconciencia informada del alcance de sus de-cisiones y dotando a éstas de justificaciónracional en todos sus aspectos, que las hagasuficientemente comprensibles.

Las garantías jurídicas constitucional-mente fuertes, en cuanto presididas por lavocación de efectividad que les confiere elhecho de ser judicialmente accionables,comportan, según se objeta en algunos ca-sos, cierta hipoteca para la libertad de ac-ción de las mayorías actuales, impuesta poruna mayoría un día constituyente que ahorano existe con la no-democrática mediaciónjudicial. Pero la cuestión no está en la exis-tencia de la hipoteca en sí misma sino en loque realmente garantiza y en la calidad de laalternativa que representaría su inexistenciacomo tal. Y a este respecto hay buena cons-tancia histórica y actual de la clase de hipo-

tecas que el constitucionalismo débil y lafalta de garantía jurisdiccional de los dere-chos supone para las ciudadanías presentes ypor venir. Y, asimismo, experiencia sobradade hasta dónde puede y suele llegar el poderpolítico, incluso democrático y progresista,librado a su propia dinámica: esto es, sin lí-mites de derecho jurisdiccionalmente accio-nables a su actuación.

El judicial no responde, obviamente, ala tópica imagen de poder bueno per se quedurante tanto tiempo ha difundido de símismo. Está sujeto a idénticos riesgos dedegradación que el ejercido por cualesquieraotra instancia y toda su bondad posible de-pende del juego eficaz de las garantías, queson formas institucionalizadas de legítimadesconfianza frente al juez. Por tanto, es cla-ro que sin garantías procesales –que a su vezpresuponen las orgánicas– no hay ejerciciode poder judicial constitucionalmente acep-table. Del mismo modo que sin un poderjudicial que ocupe el espacio que la Consti-tución le asigna no podrá haber democraciaefectiva, es decir, de sujetos con derechos.n

PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ

cionales, Madrid, 1989. El autor completa su puntode vista sobre el particular describiendo el sistema ju-rídico como una red de distribución de agua y al juezcomo el encargado de manejar la llave de paso, “sinañadir nada”. Una versión, no precisamente sutil, deesta tesis se encuentra en el “basta coger y leer el Có-digo Penal”, del entonces ministro de Justicia, dirigi-do al Tribunal Supremo, para expresar su discrepanciacon la decisión adoptada en el caso Otegui.

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ELEGIR LO CONTINGENTE

FERNANDO SAVATER

Sólo es feliz aquel que cada día puede en calma de-cir “Hoy he vivido”. Que nuble el cielo Júpitermañana o lo esclarezca con el Sol más vivo. Nuncapodrá su mente poderosa hacer que lo que fue yano haya sido, ni logrará que no esté ya acabado loque colmó el momento fugitivo”.

(HORACIO, Lib. III, oda 29)

Los humanos estamos enfermos deénfasis. O quizá no propiamente enfer-mos, sino sólo convalecientes, porque elafán enfático es algo así como un últimoy recurrente acceso febril que padecemosa consecuencia de largas dolencias dog-máticas anteriores: las religiones de lo ab-soluto, la absolutización religiosa de pro-yectos sociales o fórmulas científicas (lascuales, al absolutizarse, dejan de serlo y seconvierten en encantamientos). Desperta-mos de las religiones, descreemos de losdogmas, pero no perdemos su énfasis, lanostalgia lacerante de su énfasis. El énfa-sis: la valoración hiperbólica de lo contin-gente, es decir, la magnificación arrebata-da de aquello que puede ser o no ser. Noentronizamos lo falso o lo insolvente, sinoque convertimos en falso e insolventeaquello que entronizamos… por el hechomismo de empeñarnos en entronizarlo sinreserva ni remedio.

El énfasis distorsiona por exceso deintensidad: anula las proporciones, desvir-túa la escala humana… como los espejosque en algunas barracas de las ferias dis-torsionan grotescamente la imagen que ala vez reflejan y pervierten. Lo que mues-tran tales espejos guarda un parecido sufi-cientemente comprometedor con el mo-delo que replican, pero engañan respectoa su armonía morfológica y sus magnitu-des topológicas: lo hacen a la vez recono-cible e irreconocible. Lo conocemos, perode un modo tan enfático y engrandecedorque ya no podemos estar seguros de saberlo que es… Lo antes familiar rompe allísu parentesco con nosotros, se agigantapara esclavizarnos o nos decepciona radi-

calmente cuando su gigantismo terminarevelándose como efecto óptico. Primeroapreciamos la absolutización de lo contin-gente, después –si nos vemos obligadospor el trauma de lo real a corregir la falsaperspectiva– lo despreciamos por no ha-ber sabido responder a nuestra espera en-fática de absoluto. Y repetimos la quejade Macbeth contra el demonio al com-probar que nunca debió prestar creduli-dad enfática literal a sus vaticinios de queel bosque de Birnan subiría a la alta coli-na de Dunsinane o de que hay hombresque no nacieron de su madre: tambiénnosotros estamos dispuestos a proclamarque el diablo “miente diciendo palabrasverdaderas”. Ese demonio tan poco fiableque nos desconsuela es el genio malignodel énfasis desaforado.

Se acusa a nuestra época de ser incu-rablemente “trivial”. Pero por tal triviali-dad suele entenderse aquello que decep-ciona inmediatamente la urgencia del em-peño enfatizador. Cuesta reconocer a losenfáticos que la trivialidad que se resiste aser absolutizada es sin duda lo menos tri-vial de todo, aquello que guarda mejorsus proporciones. La auténtica trivialidadmorbosa es convertir en necesario lo con-tingente, hipertrofiar como trascendentalaquello cuyo encanto y significado estribaprecisamente en permanecer inmanente.Lo trivial es la necesidad de poner mayús-cula a todo lo que sin ella, en su brevedadefímera y conmovedora, debería suscitartanto más nuestro aprecio y nuestro res-peto: trivializando el amor en Amor, lajusticia en Justicia, la democracia en De-mocracia, las libertades en Libertad, lonatural en Naturaleza y lo humano enHumanidad. Si nuestra época escéptica yapresurada retrocede ante las mayúsculas,bendita sea al menos por ello. Pero dudoque eso ocurra, porque aún vemos en to-dos los campos –políticos, sociales, artísti-cos, religiosos…– un afán de énfasis dis-

torsionador capaz, eventualmente, deconvertir en monstruoso lo hogareño y enpeligroso lo útil, como sucede en esas pe-lículas en las que una arañita, una hermo-sa mujer o un niño se agigantan hastatransformarse en factores incontrolable-mente catastróficos. Yo podría aceptar elretorno posmoderno y razonablementedebilitado de los viejos dogmas eclesialessi viese que Dios se escribe ahora con mi-núscula… e incluso en plural. Lo cualaún no sucede.

Imponer por doquiera el énfasis se ar-gumenta como una búsqueda de sentidopara la vida o, si se prefiere así, de Senti-do. Nuestros actos, nuestras institucio-nes, nuestros afectos tienen evidentemen-te sentido, pero sólo un sentido contin-gente, como nosotros mismos. Esesentido, concedido por lo cotidiano queapetecemos y buscamos, se nos parecedemasiado para resultarnos plenamentesatisfactorio. Ambicionamos que los sen-tidos minúsculos de las cosas y gestoscontingentes desemboquen en un Senti-do mayúsculo, inapelable y necesario. Esdecir, llegar por la vía de los sentidoscontingentes y desdeñándolos hasta unSentido superior, eterno y necesario, queesté más allá de toda contingencia y nosrescate de ella. Como tal Sentido nuncaacaba de llegar (y cuando parece haberllegado se disipa en abrumadora devasta-ción), proclamamos absurda y vacía laexistencia. Odo Marquard ha escritomuy bien, con lúcida ironía, sobre esaimposibilidad de despedirnos con aliviode lo sensacional, del sentido sensacionaly de la falta no menos sensacional de sen-tido, que emponzoña nuestras activida-des y nuestros goces. Quien padece eseafán, dice Marquard, “no quiere leer, sinoque quiere sentido; no quiere escribir, si-no que quiere sentido; tampoco quieretrabajar, sino que quiere sentido; ni quie-re holgazanear, sino que quiere sentido;

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ni quiere amar, sino que quiere senti-do; ni quiere ayudar, sino que quiere sen-tido, no quiere cumplir obligaciones, sinoque quiere sentido… (…); no quiere fa-milia, sino sentido; no quiere Estado, si-no sentido; no quiere arte, sino sentido;no quiere economía, sino sentido; noquiere ciencia, sino sentido; no quierecompasión, sino sentido, etcétera.”

Y precisamente de ese modo se boico-tean todas las cosas que aportan sentidolimitado, pero auténtico, a la vida; se im-posibilita su disfrute y su mejora en elturbio anhelo de un Sentido mayúsculo,sin mediaciones, que es incompatible connuestra contingencia. La bulimia enfáticade sentido convierte en sinsentido y enceniza desdeñable el tejido mismo de lo

que constituye nuestra tarea vital. Nossentimos desdichadamente insignificantesporque transcurrimos entre significadosprovisionales ni más ni menos perecede-ros, pero tan reales como nosotros mis-mos. Esta ansia se pretende sublime y enverdad es profundamente trivial, radical-mente trivializadora. No nos libra de nin-guno de los males que nos correspondeny enturbia los bienes que podemos alcan-zar. Por eso dice Marquard que debería-mos practicar una dietética del sentido yhacer una cura de adelgazamiento del én-fasis…

En términos filosóficos más clásicos ymenos irónicos, esa dietética se resuelveen una ética y una estética de la contin-gencia. No meramente resignadas ante lo

contingente, sino inspiradas por su transi-toriedad y su incertidumbre. Santo To-más dijo que “contingente” es lo que pue-de ser y también no ser, es decir, lo queeventualmente existe, aunque sin ser ne-cesariamente. Sin embargo, lo que es, encuanto que es, pertenece imborrablemen-te a la existencia: podrá dejar de ser peronunca dejará de haber sido. Su fragilidadperpetuamente amenazada, que en nadase funda ni nada justifica con plenitud denecesidad, desafía con su “ahora sí”, consu “aún sí”, a la nebulosa infinitud tem-poral que la precede y que la sigue. Ahorasomos, ahora se da cuanto nos correspon-de e importa, y ningún absoluto es másinvulnerable que nuestra transitoria in-vulnerabilidad. La oda de Horacio quesirve de epígrafe a estas páginas expresacon poética concisión este profundo con-cepto. Sobre ello tienen que versar ética yestética, a partir de que bueno es lo quenos conviene en su contingencia y belloes la consideración gozosa de lo que ma-nifiesta su contingencia. Ni una ni otraresponden al criterio de lo absoluto, perotampoco renuncian absolutamente a pro-poner criterios que mantengan su razónperecedera como si mereciese no perecer.Y no pretenden poseer (ni se desesperanpor no poseer) un Sentido mayúsculo,que supere y desdeñe todas las mediacio-nes tentativas que conocemos, sino quejuegan a partir del entrecruzamiento delos múltiples sentidos que orientan nues-tras actividades y configuran nuestra vi-sión vital.

Lo contingente no es una lacra en elempeño ético y estético, sino su condi-ción inexcusable. En ambas categorías bá-sicas, la de lo bueno y la de lo bello, se in-cluyen la exaltación que celebra y el pro-yecto afanoso de conservar. Pero sólopuede celebrarse lo que llega a ser de mo-do admirable pudiendo no haber sido así:es absurdo celebrar lo que es cuando lo es

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de modo irremediable. Y ¿quién va a pro-ponerse seriamente “conservar” lo eterno?Sólo intentamos conservar lo que pode-mos perder. De igual modo funciona elamor, máxima celebración de la existenciade aquello que apreciamos como conve-niente y que puede desaparecer o no ad-venir. Siempre me ha resultado incom-prensible hablar de un “amor” a Dios,porque lo necesario y eterno puede serconsiderado terrible o venerado como su-blime, aceptado con resignación o con-fianza… pero nunca verdaderamente“amado”. Suponer lo contrario es blasfe-mar contra el verdadero amor, que se afe-rra con determinación temblorosa a loque puede desvanecerse. Por tanto, es ló-gico que quien se sabe mortal ame la vi-da, porque le ha llegado azarosamente yporque va a perderla sin remedio. ContraPlatón, pues: nada conviene menos a lobueno y lo bello que la inalterable eterni-dad. Sin contingencia, no hay ética queproteja ni estética que admire y disfrute.

Baudelaire habló una vez del “éxtasisde la vida y del horror de la vida”. Ambosse dan juntos, inseparablemente, comoclaves de nuestra contingencia. El preciodel éxtasis es el horror; el rescate del ho-rror es el éxtasis. Éxtasis porque la presen-cia actual de la realidad es irreparable einatacable en su ciega gratuidad que nadafundamenta, pero tampoco nada puedeborrar; horror porque viene de lo silen-cioso y lo oscuro, a donde volverá. Nadamás puede pedirse, nada menos debe

aceptarse. A esa plena aceptación sin con-diciones ni remilgos de la vida que se ma-nifiesta entre el parpadeo del ser y el noser llamamos “alegría”. La alegría ni justi-fica nada ni rechaza nada: asume lo irre-petible y frágil que se le ofrece como suúnico campo de juego. Y se deleita en él,con gloria, con esfuerzo, con generosidadque a veces parece cruel y en el fondo, re-flexivamente, resulta compasiva. La ale-gría es el nervio misterioso que nos vincu-la sin rechazo a la belleza en la estética yal bien en la ética.

La belleza de lo contingente es la quecelebra tanto el temblor de lo que nos esdado como la sombra de lo que nos falta.Ni el Bien ni la Belleza son propuestasinalterables, eternas, que nos aguardan enel exterior de la caverna de esta fugacidadmás asombrada que sombría en la quetranscurre la peripecia que encarnamos.No suspiremos por salir de esa caverna, nicreamos a los que dicen que salieron y seufanan de haber retornado para deslum-brarnos con lo inalcanzable. Optemos porel perfeccionamiento humildemente ten-tativo y resignadamente inacabable de loque siempre nos parecerá de algún modoimperfecto, en lugar de rechazarlo condesánimo culpable o de intentar agigan-tarlo hasta que su enormidad inhumananos abrume. La única forma compatiblecon nuestra contingencia de multiplicarlos bienes que apreciamos es intercam-biarlos, compartirlos, comunicarlos anuestros semejantes para que reboten en

ellos y vuelvan a nosotros cargados desentido renovado. Es trivial la desmesuraque pretende ascender cualquier significa-do a totalidad que rompa nuestras múlti-ples relaciones fragmentarias, parciales ysucesivas con quienes nos miran a los ojosdesde nuestra misma estatura. En todoslos prudentes miramientos para no desor-bitar lo que admiramos reside precisa-mente lo que nos salva –ante nuestrospropios ojos, al menos– de la insignifi-cancia. Y también en no resignarnos a surutina o su mediocridad: la aceptacióngozosa de lo contingente no prohíbe lu-char por la excelencia. Por excelencia noentendemos la búsqueda de ningún abso-luto (lo excelente conseguido será tancontingente como lo mediocre rebasado),sino el afán de ir más allá y perfeccionarcuanto hemos logrado… aunque sin salir-nos nunca de limitación que nos define yacota el sentido a que podemos aspirar.

Al final, la aspiración a lo bueno y lobello son sólo caminos por los que transi-tamos forzosamente con inquietud, perono sin armonía. ¿Seremos capaces de li-brarlos alegremente de la contaminaciónenfática?.n

[Este texto fue leído como contribución al Festivalde Filosofía celebrado en Módena en septiembredel 2002].

Fernando Savater es filósofo y escritor.

ELEGIR LO CONTINGENTE

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EL RETORNO DEL AFRICANISMOLa crisis entre España y Marruecos

JOSÉ MARÍA RIDAO

na de las paradojas en aparienciamás inexplicables del deterioro ex-perimentado por las relaciones en-

tre España y Marruecos es la facilidad conla que han convivido, tanto en una partecomo en la otra, las declaraciones de sig-no conciliador con los más descabelladosexabruptos. A diferencia de lo que sueleocurrir con otras cuestiones de la realidadinternacional, en las que los partidariosde una posición mantienen un lenguajeque no es fácil confundir con el que man-tienen los de la posición contraria –elejemplo del eventual ataque contra Irakresulta a estos efectos paradigmático–, enel caso de Madrid y Rabat se da la cir-cunstancia de que los mismos portavocesque expresan una resuelta voluntad desolventar las controversias son los que,apenas sin transición, vierten graves acu-saciones que hacen inviable el inicio decualquier aproximación entre ambos paí-ses. De igual manera, los gestos concilia-dores expresados por las instancias de ma-yor responsabilidad institucional quedaninvalidados, a veces en el breve plazo deunas horas, por las decisiones de actorespolíticos de menor rango.

Las causas de una crisisLa tentación de achacar esta falta de co-rrespondencia entre las palabras y los he-chos a la naturaleza misma de la diploma-cia, a su carácter intrínsecamente encubri-dor o mentiroso, ha triunfado de maneraimplícita o explícita en no pocos análisisrealizados durante los últimos tiempos,tanto del lado español como del marro-quí. Con sorprendente unanimidad, unosy otros han coincidido en sostener que,en realidad, la tarea de las cancillerías noha consistido nunca en otra cosa que endisimular los viejos odios bajo un mantode buenas palabras, y de ahí que no valgala pena prestar excesiva atención a las de-claraciones oficiales. En particular, a las

de signo positivo, puesto que el hecho deque se ajusten a la pauta de los usos inter-nacionales las priva de cualquier significa-do más allá del estrictamente protocola-rio. Por el contrario, son las de signo ne-gativo las que, en la medida en que seapartan de lo habitual, mejor evidencianlas intenciones del interlocutor.

Pese a que la lógica que subyace a estaaproximación es en buena medida irre-prochable –la excepción es siempre mássignificativa que la norma–, el menospre-cio de los usos internacionales del quearranca condena a que el destino de cual-quier crisis entre dos países sólo pueda serel de agravarse. Y lo que resulta aún másnocivo: lleva a que el análisis de los desen-cuentros se concentre sobre aspectos quepoco o nada pueden contribuir a la solu-ción, como el de identificar las fuerzas in-ternas que conspiran contra el restableci-miento de la normalidad o, peor aún, elde determinar la compatibilidad o no en-tre los respectivos caracteres nacionales,entre las respectivas identidades o cultu-ras. Los ejemplos de una y otra aproxima-ción, de uno y otro desenfoque, han pro-liferado en verdad hasta el hartazgo a lahora de establecer las razones por las queEspaña y Marruecos han llevado sus rela-ciones al punto en el que hoy se encuen-tran, el peor desde los tiempos de la Mar-cha Verde.

Mientras que en nuestro país se ha es-peculado y se especula acerca de los círcu-los palaciegos marroquíes favorables aFrancia y, por este solo e inexplicable mo-tivo, obsesivamente contrarios a los inte-reses españoles -¿por qué París y Madrid,socios y aliados en otros escenarios mun-diales más difíciles han de ser aquí, preci-samente aquí, presencias excluyentes?-, enRabat se hacen absurdas cábalas sobre lossupuestos intentos de nuestros serviciosde inteligencia para desestabilizar aMuhammad VI. Antes que cualquier otra

cosa, este énfasis en las respectivas situa-ciones internas para explicar el deteriorode las relaciones resulta temerario, en lamedida en que abre un formidable espa-cio para la intoxicación e, incluso, para laparanoia. Pero resulta, además, un énfasisparalizante, puesto que genera en ambaspartes la sensación de ser el chivo expiato-rio de un juego político al que son ajenosy en el que no tienen oportunidad de in-tervenir.

Por descontado, este clima de fatalismoen las relaciones, esta íntima y compartidaconvicción de que da igual lo que se diga ylo que se haga porque la otra parte siempreresponderá de manera contraria a lo que seespera, se ve acentuado cuando el entendi-miento diplomático se hace depender, noya de los avatares que atraviese la respectivasituación interna, sino de algo más quimé-rico y al mismo tiempo más profundo einalterable como es la condición colectivadel moro o, a ojos de los marroquíes, la delos aprendices de gran potencia que son losespañoles. Instalados así en el terreno de lasesencias, de los imaginarios forjados en unahistoria tan larga como mal contada, so-bran los acuerdos y los compromisos inter-nacionales, sobran la diplomacia y la políti-ca exterior: lo único que cada parte puedepretender frente a la otra es fijar los límitescuya violación considerará inaceptable. Alempujar las relaciones hacia este derrotero,al colocarlas en un plano en el que lo únicoque puede prosperar son los equilibrios a ladefensiva, se reducen las posibilidades decolaboración y, en la misma medida, se in-crementan los riesgos de malentendidos eincidentes. No sólo deja de existir una lógi-ca común para interpretar los movimientosde las partes, sino que la única lógica quesobrevive es la que establecen los respecti-vos intereses, por no decir las respectivasobsesiones.

En realidad, la crisis entre España yMarruecos obedece a una razón de corto

U

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alcance, tan alejada de las intrigas inter-nas como de cualquier metafísica de lahistoria: obedece a un cúmulo de erroresdiplomáticos que ha terminado por arrui-nar el trabajo de estabilización de las rela-ciones iniciado en los años ochenta. Elprogresivo deterioro de los esquemas ymecanismos construidos desde entoncesha propiciado que la agenda política entreambos países haya sufrido un vuelco radi-cal, de modo que las iniciativas y proyec-tos comunes –económicos, políticos, cul-turales, de cooperación– han cedido elprotagonismo a los contenciosos. Y nosólo eso: se lo han cedido en unas condi-ciones que obligan a reconsiderar cadaproblema desde el principio. En este sen-tido, entre Madrid y Rabat no existe hoyacuerdo acerca de lo que se podría hablaro no en un eventual reinicio del diálogo;y en aquello de lo que se podría, las posi-ciones están más distantes y radicalizadasque nunca.

Para hacer frente a esta situación, laestrategia de Marruecos parece dirigida areforzar su interlocución directa con laUnión Europea, dejando a España almargen. Rabat intuye que las posibilida-des de avanzar por esta vía son sólidas ybien fundamentadas, a juzgar por las re-acciones que observó con motivo del inci-dente de Perejil. Para empezar, Francia novio con agrado la respuesta militar del go-bierno español, puesto que, en la perspec-tiva del Quai d´Orsay, el envío de la le-gión en rescate de un peñón de dudosasoberanía le obligaba a optar entre doselementos relevantes de su política exte-rior hasta entonces articulados sin discre-pancias irresolubles: su solidaridad comu-nitaria y su política bilateral hacia Ma-rruecos. Una política bilateral que, por lodemás, París enmarca en un sistema mul-tilateral de círculos concéntricos sobre elque apoya en buena medida su peso in-ternacional, como son la relación privile-

giada con el Magreb, su activa políticaárabe y, en último extremo, el reforza-miento de la francofonía. Pero más allá deFrancia, la pregunta que se hacían en pri-vado los mismos países de la Unión que,en público, se habían visto forzados a ex-presar su solidaridad con el gobierno deMadrid, era la de cómo pretendía Españacompaginar la firma de un “acuerdo his-tórico” para la retrocesión de Gibraltar–entonces anunciado a bombo y plati-llo–con el envío del ejército a Perejil, unislote irrelevante tras el que se adivinaba,sin embargo, la reclamación marroquí so-bre Ceuta y Melilla.

Marruecos y la Unión EuropeaLa reciente visita a Bruselas del Ministrode Asuntos Exteriores marroquí, confir-mado en su cargo tras las elecciones legis-lativas del 27 de septiembre, ha supuesto,en este sentido, un importante avance pa-ra los planes de Rabat en relación con

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España. Por lo que se refiere a los aspectosformales, a los aspectos de interlocuciónpolítica, Benaissa pudo mantener reunio-nes con los más altos responsables de laComisión, desde su presidente, RomanoProdi, hasta el comisario de relaciones ex-teriores, Chris Patten, o el propio JavierSolana. El ministro marroquí jugaba so-bre seguro: la negativa a recibirlo por par-te de cualquier alto funcionario colocabaa la Comisión en situación de parecer queactuaba al dictado de España, como yasucedió hace apenas unos meses, cuandoProdi alegó motivos de agenda para noentrevistarse con Benaissa. Pero tambiénen los elementos de fondo Marruecos hacosechado un importante triunfo en sucontacto con Bruselas. Según se hizo pú-blico al término de los encuentros, Rabatfirmaría con la Comisión un acuerdo pararepatriar a aquellos de sus nacionales queentren ilegalmente en territorio europeo.Sea cual sea la eficacia real del compromi-so, lo cierto es que su eficacia políticapuede resultar decisiva en la estrategia deRabat: al comunitarizar el problema queMadrid desea colocar en el primer puntode la agenda para reiniciar el diálogo, alarrancarlo del temario bilateral, Marrue-cos empieza a imponer de manera hábil eindirecta sus prioridades.

Es probable, por otra parte, que el se-gundo de los problemas que Madrid pro-pone incluir en la agenda, el futuro delSahara, corra una suerte similar al de lainmigración. De algún modo, el gobiernoespañol se ha hecho fuerte en la reclama-

ción de un referéndum para los saharauiscon la perspectiva de revisar su postura enel contexto de una reconstrucción de lasrelaciones con Marruecos. Es más, da laimpresión de que considera que un even-tual cambio de posición por parte de Es-paña podría ser una de las bazas podero-sas frente a Rabat, uno de los más suge-rentes atractivos para que los marroquíesvuelvan a la mesa de negociaciones y, ade-más, en las condiciones más favorablespara los intereses españoles. La inanidadde esta estrategia –que además conviertela suerte de los saharauis en simple mone-da de cambio- procede de una superposi-ción de errores que, lejos de ser revisadosa la luz de los signos que llegan desdeMarruecos, más se consolidan cuanto másinequívocos resultan. Como ya declaró aldiario L´Opinion en septiembre de 2000Mohamed Larbi Messari, entonces Minis-tro de Comunicación, los marroquíesconsideraban “inaceptable que Españadesempeñe ningún papel en relación conel Sahara”. Y, puesto que desde entoncesnadie en Rabat ha desmentido esta postu-ra, sino todo lo contrario, ¿qué le hace su-poner al gobierno español el interés deMarruecos en discutir bilateralmente so-bre un asunto en el que, como ya ha deja-do claro, no desea la más mínima inter-vención de Madrid?

Desde luego, en España no pareceexistir conciencia de la debilidad y hasta lairrelevancia de la postura favorable a la au-todeterminación del Sahara mantenidapor el gobierno de Aznar, como lo prueba

el hecho de que buena parte de los análi-sis políticos e intelectuales la considerencomo la causa principal, sino la única, deldeterioro de las relaciones con Marruecos.Para Rabat, en cambio, el giro en la pos-tura española es una simple cuestión detiempo. En primer lugar, porque seguirdefendiendo el referéndum coloca a Ma-drid en la tesitura de explicar por qué noreconoce para los gibraltareños –o paralos vascos, como ha insinuado en algunaocasión el Istiqlal– lo mismo que exigepara los saharauis. Pero, en segundo lugar,porque un país atlántico y europeo comoEspaña no encuentra otra compañía in-ternacional en este asunto que la de Rusiao Argelia. Si a todo ello se suma el interésde Estados Unidos en evitar la apariciónde nuevos focos de tensión en el Medite-rráneo y, en definitiva, en la línea de frac-tura –quimérica pero cada vez más refor-zada– entre Occidente y el islam, nadatiene de extraño que los marroquíes con-sideren como un ejercicio ocioso la posi-bilidad de entrar en discusiones sobre elSahara con la diplomacia española.

Ceuta y MelillaAbordados con Bruselas los problemasderivados de la inmigración y descartadala negociación bilateral acerca del Sahara,la posibilidad de fijar una agenda destina-da a reiniciar el diálogo entre España yMarruecos queda reducida, por exclusión,a un único punto de sustancia: la cues-tión territorial. El gobierno de Rabat noparece dispuesto a seguir aceptando el de-sequilibrio que supone el que, mientrasMadrid y Londres pueden negociar conmejor o peor fortuna sobre Gibraltar, ladiscusión sobre los enclaves españoles enel norte de África se encuentre en una víamuerta que la parte española pretendeprolongar por tiempo indefinido. Entreotras cosas porque esta marginación delexpediente, esta congelación de un statuquo que España entiende como definitivoy Marruecos como provisional, no se li-mita a las dos ciudades, sino que afecta alresto de islotes y presidios que, como elde Perejil, España no contempla retroce-der a Marruecos por la simple razón deque cualquier movimiento en esa direc-ción podría abrir la puerta a posterioresreclamaciones sobre Ceuta y Melilla.

Desde la perspectiva del problema te-rritorial, el deterioro de las relaciones haresultado providencial para el gobierno deRabat. Por una parte, porque le ha permi-tido exigir negociaciones sin las atadurasy cortapisas que derivaban de la situaciónanterior, caracterizada por el juego de

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compromisos cruzados que la diplomaciaespañola había logrado tejer en torno alllamado “colchón de intereses”. Por otra,porque ha pasado a disponer de un am-plio margen para arrinconar a Españafrente a una alternativa de difícil escapa-toria: o las relaciones se mantienen en elpunto en el que están o, si se quiere mejo-rarlas, España deberá reconocer lo quehasta ahora siempre había rechazado, y esque el contencioso territorial existe y, enla medida en que existe, tiene que serabierta y definitivamente integrado en laagenda bilateral. Entretanto, nada impi-de que, como se ha visto, Muhammad VItrate de preservar la relación con la casareal española. Y hasta es probable que elministro Benaissa no tarde en viajar aMadrid para retomar el diálogo. Aunqueeso sí, un diálogo previamente vaciado delos temas tras los que la diplomacia espa-ñola esperaba parapetarse para no hablarde Ceuta y Melilla.

Frente al minucioso diseño políticomarroquí, el gobierno español parece ha-ber agotado todos sus recursos en la suce-sión de escaramuzas diplomáticas que me-diaron entre la negativa de Rabat a rene-gociar el acuerdo de pesca, punto en elque se sitúa el inicio de la crisis, y la deci-sión de enviar las tropas al islote Perejil,un incidente que clausura el ciclo de lasrelaciones en el que España llevaba la ini-ciativa y abre otro en el que la situaciónparece exactamente la contraria. A juzgarpor las declaraciones y comentarios de losresponsables de la diplomacia española,gran parte de sus dificultades para generarrespuestas ante la crisis quizá proceda deun análisis inadecuado de las razones quela desencadenaron, en el que sólo parececontar la idea de que la hostilidad haciaEspaña tiene como propósito el de cohe-sionar a los marroquíes frente a un enemi-go exterior. En realidad, hay algo distintoy más profundo que eso. Por lo general,los marroquíes han respondido a lo queconsideraban agravios procedentes del go-bierno de Madrid. Lo que sucede es que,por parte española, el profundo descono-cimiento de cuanto sucede en Marruecos,fruto de un sentimiento de superioridadincompatible con el propósito de mante-ner relaciones de buena vecindad, ha pro-vocado incidentes que ni siquiera llegabana ser percibidos como tales.

PerejilUna vez más, el ejemplo de Perejil resultaesclarecedor. Al tener noticia de la ocupa-ción del islote por una dotación de la gen-darmería marroquí, la reacción mayorita-

ria de políticos y analistas fue la de vincu-lar la provocación de Rabat con la posturade España en relación con el Sahara. Deeste modo, el gobierno de Muhammad VIaparecía como doblemente culpable: porconculcar los derechos del pueblo saharaui-una causa que goza de la simpatía mayo-ritaria en la opinión pública española- ypor agredir a un país que los defendía. Deeste modo se pasaba por alto la existenciade una serie de decisiones adoptadas condespreocupada precipitación desde Ma-drid, y recibidas con profundo desagradoen Rabat. Se pasaba por alto, en concreto,que el gobierno español acaba de firmarunas concesiones petrolíferas en aguaspróximas a Canarias cuya soberanía lleva-ba dos décadas en discusión. Además, laarmada española había realizado unas re-cientes maniobras en Alhucemas, aproba-das por el ministro de Defensa español co-mo ejercicio de fin de curso para los cade-tes graduados en Marín y, al parecer, no comunicadas a las autoridades marro-quíes. Por último, Aznar acababa de hacerunas desabridas declaraciones sobre la ce-lebración de la boda de Muhammad VI,anunciando que el rey Juan Carlos no asis-tiría ni aun en el supuesto de que fuera in-vitado. La ocupación de Perejil tuvo lugaren la víspera del inicio de las ceremoniasoficiales.

En contra de la interpretación queconsideró inevitable la respuesta militarespañola desde el momento mismo enque Rabat instala en Perejil a un grupo de gendarmes, el gobierno de Madridsiempre tuvo a su disposición otras alter-

nativas. Para empezar, sorprende que fue-ra la propia Moncloa la encargada de fil-trar el incidente a los medios de comuni-cación, sabiendo, como debía sin dudasaber, que una vez hecho público queda-ría a merced de quienes reclamasen conmás fuerza la unidad de los españoles entorno a la integridad de la patria. En se-gundo lugar, y trasladada ya la noticia a laopinión, el gobierno no emprendió nin-guna iniciativa bilateral, bien intentandoun contacto directo con Marruecos, biena través de socios con capacidad para in-fluir sobre Rabat. Antes por el contrario,retiró al embajador y, paralelamente, in-crementó la presencia de la Armada en elEstrecho. El tercer paso, no menos sor-prendente que los anteriores, consistió enrecurrir por dos veces a la Unión Europeay a la Alianza Atlántica: una para lograruna declaración de apoyo, otra para en-durecer los términos en los que se habíanexpresado los socios y aliados. El cuarto yúltimo acto consistiría, finalmente, enlanzar una operación militar dirigida a re-cuperar el islote y en aceptar la mediación–la consultoría se dijo entonces- de losEstados Unidos para encontrar la salida ala difícil situación en la que se había colo-cado España: reclamar el retorno al statuquo desde una posición en la que ella mis-ma lo violaba.

Vista la manera en la que el gobiernode José María Aznar gestionó la crisis esdifícil imaginar, en efecto, un desenlacedistinto del que tuvo. Pero si se retrocedeen el tiempo, los matices se multiplican.En realidad, ¿era necesario filtrar el inci-

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dente? Y una vez filtrado, ¿convenía re-nunciar a todos los canales diplomáticosbilaterales, haciendo acto seguido una ex-hibición de fuerza militar? Y concretadala amenaza militar sobre Marruecos, ¿erapreferible una contundente declaraciónde apoyo de los organismos internaciona-les de los que España forma parte o, porel contrario, hubiera bastado con una ges-tión que solventase la situación por víaspolíticas? Y recuperado el peñón a travésdel uso de la fuerza, ¿había que establecer-se en él, de manera que la salida tuvieraque ser negociada a través de un terceroque actuase como garante? Y al aceptar laintervención de Estados Unidos, ¿reparóel gobierno español en que ponía en en-tredicho la Política Exterior y de Seguri-dad Común, a la que previamente habíaconvertido en parte del conflicto a travésde la declaración de apoyo que le arrancó?Y por último, ¿imaginaban José MaríaAznar y sus ministros que la definitivaruptura de los puentes con Marruecos, le-jos de contribuir a la defensa de nuestrosintereses, los dejaba por entero a mercedde las iniciativas de Rabat?

La evolución de los acontecimientostras el restablecimiento del statu quo enPerejil así parecen confirmarlo: la minis-tra Palacio no puede hacer otra cosa queconfiar en que su homólogo marroquí en-contrará un hueco para celebrar la entre-vista suspendida en septiembre. Por otrolado, la decisión de Muhammad VI demantener al ministro Benaissa en el go-bierno formado después de las eleccionesdel 27 de septiembre, pese a las especula-ciones públicas acerca de su supuesta ani-madversión hacia España, envía una ine-quívoca señal de por dónde puede ir esareunión. Madrid, por su parte, se mantie-ne en un compás de espera, en ocasionesteñido de desorientación y apaciguamien-to. Convencida nuestra diplomacia deque, según afirmó Aznar, España es másimportante para Marruecos que Marrue-cos para España, la pujante política medi-terránea de hace una década se ha instala-do en una atonía que parece ocultar laimposibilidad de adoptar ninguna inicia-tiva y, en el fondo, la exigüidad del mar-gen político que resta tras haber llevadolas relaciones con nuestro vecino del surhasta la confrontación militar.

En 1995, España se perfilaba en laUnión Europea como uno de los princi-pales valedores del Magreb, y el éxito dela Cumbre Euromediterránea de Barcelo-na así lo atestiguó. Hoy, por el contrario,España tiene que confiar en que las pre-siones de la Unión hagan que Marruecos

vuelva a la mesa de negociaciones parasolventar las minucias de una mala rela-ción de vecindad. Ideas comunes en la di-plomacia española de entonces, como lade lograr una “estabilidad dinámica” parael Magreb, esto es, una disminución delos riesgos políticos combinada con unaevolución sostenida hacia la democratiza-ción y el desarrollo económico, son hoyun sueño lejano en cuyo camino se en-cuentran dificultades de tanto calado es-tratégico, de tanta proyección hacia el fu-turo, como la de establecer la fecha deuna próxima reunión entre ministros dela que nadie espera gran cosa o la de sabercuándo podrán volver los embajadores.

La región del MagrebPero no sólo la idea de “estabilidad diná-mica” ha quedado enterrada en los últi-mos años; incluso la noción misma deMagreb corre el riesgo de diluirse en elámbito de nuestra política exterior. A lahora de hablar de la proyección hacia laorilla sur del Mediterráneo, nadie parecerecordar ya el largo recorrido conceptualque realizó la diplomacia española de latransición, abandonando las viejas etique-tas para referirse a la política hacia Ma-rruecos y rechazando que la “tradicionalamistad con los pueblos árabes” pudieraabarcar coherentemente las relaciones deEspaña con los países del área geográficaque se extiende entre Argelia e Irak. Enlugar de esas categorías, y en línea con loque hacían los principales países europe-os, se distinguieron dos regiones que exi-gían políticas específicas, con difícilesequilibrios internos en cada caso. Una fuela de Oriente Próximo, en la que el pri-mer desafío radicaba en establecer relacio-nes diplomáticas con Israel sin enajenarsepor ello a los países árabes; la otra fue, enefecto, la del Magreb, en la que la compli-cación básica no era otra que la de encon-trar un acomodo entre dos países –Argeliay Marruecos– enfrentados en una guerrapor interposición en el Sahara.

Y lo cierto es que la diplomacia espa-ñola de la transición logró encontrar eseacomodo, tanto en el caso de OrientePróximo –como lo demostró la celebra-ción de la Conferencia de Madrid– comoen el caso del Magreb. Por esta razón, elplanteamiento diplomático de la recientevisita a España del presidente argelino,Bouteflika, tiene más calado del que elgobierno de José María Aznar parecióimaginar: inmiscuirse en las divisiones delnorte de África, exhibiendo una relaciónprivilegiada con Argelia en expresa con-traposición al deterioro del entendimien-

to con Marruecos, supone sin duda arrui-nar los esfuerzos que colocaron a Españaen una sólida posición en la región. Perosupone, además, retornar al “africanis-mo”, retomando las viejas prácticas de ladiplomacia de Franco, para la que el prin-cipio de aproximarse al enemigo de mienemigo pasaba por ser una expresión dehabilidad e inteligencia. ¿De verdad pien-san José María Aznar y su gobierno que,a diferencia de Marruecos, Argelia estácooperando en el control de la inmigra-ción ilegal, y no, sencillamente, repri-miendo a sus ciudadanos, cuya salida alextranjero controla con severidad policía-ca? ¿De verdad es necesario pronunciarsesobre el Sahara en el marco de una vistabilateral de un presidente argelino? ¿Deverdad se pueden advertir los avances dela democracia en Argelia y no los que hantenido lugar en Marruecos, por insufi-cientes que sigan siendo en un país comoen el otro?

Porque el problema de fondo siguesiendo ése: que mientras se avecina unconflicto que corre el riesgo de reordenarlos equilibrios estratégicos, no a partir deEstados que pactan entre sí de acuerdocon sus propios intereses, sino a partir denuevas fuerzas transversales, como la deser o no creyente o como la de pertenecero no a una cultura o civilización, la ma-yor parte de los gobiernos árabes, y porsupuesto los del Magreb, siguen sin avan-zar en las reformas que contribuirían aconjurar ese peligro; que contribuiríantanto al menos como lo harían los gobier-nos occidentales si decidiesen abandonarsu prepotencia belicosa. Por lo que se re-fiere a Marruecos, las elecciones del 27 deseptiembre evidenciaron la existencia deun grave peligro. Un peligro que no radi-ca en el avance de los islamistas modera-dos, como se ha dicho, sino en el hechode que Muhammad VI se haya involucra-do de tal manera en la política inmediatade su país que un fracaso del gobierno deDriss Jettu se pueda convertir en un fra-caso de la monarquía. Lejos de estar encondiciones de contribuir a que se alejedefinitivamente ese riesgo, España debelimitarse a contemplar, atrapada en lascontradicciones de su política exterior,cómo se desarrolla un inquietante guiónsobre el escenario que ella misma abando-nó dando un portazo.n

José María Ridao es licenciado en Filosofía Árabe

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INMIGRACIÓN E IDENTIDAD CIUDADANA

MIKEL AZURMENDI

1. ¿Existe una cultura democrática?Sospecho que es poco sensata cierta ideasobre la democracia, algo común entre no-sotros, como es afirmar que la democraciaes una mera forma de gobernarse que ape-nas tiene nada que ver con nuestra culturao que la sociedad en la que vivimos nopuede ser llamada sociedad democrática“sino sólo, como mucho, sociedad demercado con Estado democrático”. Tam-bién se puede describir con menos crude-za la democracia como forma exclusiva-mente estatal: “un modelo de organizaciónestatal en el que la legitimidad de las re-glas jurídicas y de las decisiones políticasradica en haber sido adoptadas con la par-ticipación de todos los potencialmenteafectados por ellas”. Otra formulación delhiato entre Estado democrático y valoressociales consiste en afirmar que “no existeuna cultura de los derechos humanospuesto que éstos son un mero conveniopactado internacionalmente”1.

¿Es la sociedad democrática nada másque un mercado económico yuxtapuestoa una forma de poder estatal? ¿Cómo in-teraccionan economía y política en nues-tra sociedad? ¿Cómo se equilibran políti-camente los intereses de tan diversísimagente en una suma cero neutra? ¿Es la de-mocracia un mero modelo de organiza-ción estatal? ¿Qué creencias, emociones yvalores compartidos están exigiéndole a laciudadanía participar en las decisiones

políticas al par que vigila al Estado y exi-ge que se avance internacionalmente enderechos humanos? Cuando alguien va adefinir la democracia al margen de talesinterrogantes debería advertir previamen-te que su discurso va a tocar solamente al-guna parte concerniente a la democracia;porque algo muy importante al hablar dela democracia es preguntarse por qué par-ticipa la gente en los asuntos que le afec-tan y, sobre todo, por qué cree que sola-mente su participación personal es lo quelegitima al Estado democrático. De he-cho, a la gente supuestamente inmersa enmeras relaciones mercantiles no se le hanido ofreciendo jamás variados modelos deEstado para que eligiera entre ellos, sino

que lo que les ha sucedido es que, en unmomento de la historia, le ha resultadointolerable e inaceptable que el poder delEstado emanase de una autoridad que letrascendía, ya sea por provenir de algunafuerza divina o bien de la mera fuerzabruta y coactiva de otros humanos. Porcierto, solía ser una autoridad que lesmantenía en la pobreza y la desposesión yno solamente en el sometimiento. Por lotanto, completar el significado de “demo-cracia” exige que, además del modelo es-tatal, se hable de las creencias de la gente,de sus emociones y prácticas. Es decir, desus costumbres. Costumbres que a diarioponen en evidencia variadísimos aspectosde esas reglas jurídicas y hasta de las deci-siones políticas que, a un nivel muchomás formal y general, son lo habitual dela organización del Estado democrático.De manera que no es posible imaginarcómo podría existir organización estataldemocrática alguna sin la costumbre coti-diana de la ciudadanía de legitimar lasinstituciones del Estado democrático fun-cionando según esas mismas razones en elconjunto de su vida diaria. Menos aún enausencia de una pedagogía escolar hacia,por y para la democracia en las formas co-tidianas de interacción. Y de eso sabemosalgo en el País vasco.

La inercia procedimental no haceconverger per se los intereses mercantilesde todos en una suma cero neutra, peromenos aún sin la justicia en las estructu-ras básicas de la institución democrática ysin ciertas cualidades y actitudes de susciudadanos. Es lo que trataré de demos-trar mediante la aclaración del conceptode cultura y su explicitación en lo que lla-mo la cultura democrática.

Cultura e identidadToda identidad es una quimera pero estan necesaria para vivir como el aire. Puesno sólo de pan vive el animal humano si-

1 La primera formulación entrecomillada es deJuan Aranzadi: ‘Multiculturalismo y emigración’, ElCorreo, 21 marzo y 3 de abril, 2002; la segunda, deM. Gascón Abellán: La responsabilidad de los juecesante la integración, Ciclo de Conferencias sobre “In-migración y Derecho” de la Escuela Judicial delCGPJ, Madrid, abril 2002 (ciclostilado pág.12). Y laúltima corresponde al profesor Carlos Jiménez (Mesaredonda “Necesidades y respuestas en materia de inte-gración de los inmigrantes: poderes públicos y actoressociales”, en el Curso de Verano Inserso-UCM, agos-to 2002, El Escorial)

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no, además, del sentido que le dé a suquehacer; es decir, el sentido que tieneuno para sí mismo y el que tiene uno conquienes entra en contacto para hacer co-sas tales como trabajar y holgar, comer ycomprar, leer y orar, amar, viajar o crearuna familia. El mundo o suma de todo loreal es siempre un resultado de haber in-teraccionado unos grupos humanos entorno a todo ello dando significado a cadauna de sus cosas, procesos y sucesos. Así,un nacimiento de una primogénita es unacosa muy distinta entre nosotros o entrelos Yanomami; el sol era algo completa-mente distinto para los Aztecas que paralas tribus vecinas, sus víctimas potencia-les; asimismo, Euskadi es hoy una cosamuy distinta para los abertzales y para losque no lo somos; el planeta Tierra erauna cosa para la iglesia cristiana y otramuy distinta para Galileo y sus colegas.El guerrero iroqués, el samurai, el cruza-do medieval, el guerrillero antinapoleóni-co, los hoplitas griegos y cuantos comba-tientes quiera uno seguir enumerandoson beligerantes que no se parecen casinada entre sí aunque los agrupemos bajoel genérico de “guerreros”. Hay unas po-cas sociedades en el mundo que no cono-cen la noción de madre; muchísimas másdesconocen la de padre; la noción mismade mujer es diversísima según nos aden-tremos en un tipo u otro de sociedad.

Preguntarse cuál es la noción de mu-jer para tal sociedad consiste en preguntarcuál es la identidad de la mujer ahí; y lomismo para un guerrero, una primogéni-ta o un yo mismo. La identidad de tal ocual persona es el concepto que se tienede sí mismo y que ha sido elaborado através de la apreciación de otros. La gen-te interpreta y comprende lo que sucedey lo que a ella misma le pasa a partir decómo su vecino interpreta y comprendeaquello mismo. Hasta el cambiar unomismo precisa siempre de la interpreta-ción de otros, generalmente sus más pró-ximos. “Cultura” es ese molde configura-dor de cierta conducta compartida queposibilita ir cambiando de tal modo, y node tal otro, porque siempre hay colocadasciertas vallas a determinados cambios.Consiste la cultura en materiales simbóli-cos, frágiles, contingentes y hasta desgar-bados que, mutando según la calidad dela interacción entre personas, les permitena éstas predecir las conductas del mundoy las del vecino. Pero también les hacenerrar en la predicción porque lo cultural,además de impulsos a determinados cam-bios, son también presiones a desordenarlas expectativas de la acción. Sin embargo,

la reacción que uno espera del mundo(¿saldrán los tomates que acabo de plan-tar? ¿me saludará el vecino cuando le salu-de yo?) y que es lo que supone que haríaél mismo se le aparece a uno como lo máscabal, realista y sensato. Y, al revés, lo queera de esperar que el otro hiciese pero nohizo le parece a uno bastante poco serio ynada cabal. Y, a veces, hasta temerario. Lobueno y lo malo suelen ser importantescalificativos de actos que cada sociedadespera se hagan o se eviten. Y lo que sesuele hacer, la costumbre, es lo que se su-pone más conveniente a como son las co-sas en realidad. Los hábitos de acción fra-guan la imagen de lo que es el mundo y, asu vez, esta imagen va reforzando aquelloshábitos. De manera que no es una bromadefinir la cultura como hace A. Valdecan-tos diciendo que “es el conjunto de losobstáculos que un grupo opone al cambiode creencias por obra de otro grupo”2.

Cultura es la red, pública y comparti-da, de símbolos con la que los humanossignifican a las personas y las cosas confi-riéndoles valor. El hecho mismo de signifi-car no es más que un acto de mutua reacción entre personas: es provocar las re-acciones previstas, las mismas en unomis-mo que en el otro cuando el uno le dice alotro “Buenos días ¿qué tal?” o “Se ha muer-to mi madre” o “¡Fuego!”. Entender esasfrases o decirlas con significado supone dara alguien la mano educadamente, darle elpésame conmovido o salir huyendo de es-tampida de un cine. Las experiencias quevive un humano, incluso las más privadas,siempre son culturales por cuanto se hanforjado desde materiales simbólicos trans-mitidos por la educación, las lecturas, losviajes o cualquier otro tipo de interacciónentre humanos. Pero no por ello las expe-riencias vividas son igual de transmisibles alos demás, precisamente porque cada per-sona es un individuo que las vive a su mo-do y manera. Uno mismo, el sujeto de suspropias acciones y pasiones, se cree el mis-mo de siempre pero siempre es diferentepor cuanto sus intereses en las múltiples in-teracciones suelen ser de lo más diversas. Ysuelen serlo muchísimo más en el tipo desociedad democrática, pluralista y abiertaen que vivimos que en sociedades de tradi-ción oral y menores contactos con el vecin-dario. Seguramente en todas las sociedadesde todos los tiempos el humano habrá bus-cado ser él mismo pero no siempre lo mis-mo; y en la nuestra se podrá conseguirlo de

manera radical. Uno quiere saber bastantede los demás para acoplarse mejor a su con-ducta pero, a la vez, quiere camuflar al má-ximo su propia conducta y así ser menos“vulnerable” a los demás. Uno quiere prede-cir a los otros pero ser lo más impredecibleposible. La mentira y el engaño son algunosde sus recursos, pero también la opacidad,la ambigüedad, la vaguedad, la porosidad, laequivocidad de su presentación cotidianaante los demás. Y toda esa panoplia de arti-ficios defensivos pertenece a la psicología dedeterminado animal cultural.

La cultura consiste, pues, en una granmatriz de posibilidades de significar, de sery de actuar, pero también de grandes limi-taciones; es algo así como un gran arcón dedonde uno echa mano para asegurar ordenconceptual y sentimental pero tambiénmutaciones situacionales y camuflaje per-manente para permutas identitarias. Es de-cir, variación sociológica, psicológica y mo-ral. Más que un sistema estructurado deconceptos y valores para el equilibrio social,la cultura debe ser entendida como un tor-bellino en ebullición de símbolos, concep-tos, valores y alternativas emocionales conque poder negociar mejor uno su propiaipseidad en el tráfago de circunstancias so-ciales que le tocan vivir3.

Cualquier sociedad democrática de fi-nales del siglo XIX, pese a estar fabricadadesde unas instituciones estatales y parauna misión jurídico-política fundamental-mente similares a la de la sociedad demo-crática de inicios del XXI, producía ciudada-nos diversos entre sí pero muy diferentestambién de los actuales, tan diversos comodiversos son los significados producidos porla permutación de los símbolos X y I en “si-glo XXI” y “siglo XIX”. Claro que había mo-dos de vida personales de entonces que semantienen aun hoy pero ha existido uncambio substancial en muchas de nuestrascreencias y, sobre todo, ha habido un enor-me cambio emocional y de los deseos. Endefinitiva, hay otro ethos pero generado, cu-riosamente, por un substrato común; subs-trato más visible y tenaz ahora que hacecien años, evidentemente.

El substrato de la cultura democrática:la identidad ciudadanaSe trata de un pozo común de ideas, valo-res y propensiones a actuar que atañen,como mínimo, a la representación de las

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2 Antonio Valdecantos: Contra el relativismo,pág.139, Visor, 1999.

3 Tomo la metáfora de “torbellino” de la exce-lente evaluación crítica que acaba de efectuar Zyg-munt Bauman al concepto de cultura, como presenta-ción de su viejo pero ya clásico estudio: La cultura co-mo praxis, Paidós, 2002.

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formas jurídico-políticas del Estado comoson el concepto de ciudadano, de ley, deautoridad, de justicia y verdad, de vidapública y vida privada, de persona, de se-paración entre Estado y Religión, etc. Así,por ejemplo, la ley suele ser imaginada porlos ciudadanos como lo que sirve para to-dos por igual y que todos debemos cum-plirla también por igual. No hay tribunalde justicia que pueda aceptarse si no ima-ginamos que es independiente del poderpolítico, imparcial y que nos da derecho adefendernos. La autoridad la imaginamoscomo discutible y controlable, por lo quevemos necesario elegirla y cambiarla. Sealo que fuere la justicia, la hemos de supo-ner como fruto de una constante tensiónpor aproximarnos a la igualdad de oportu-nidad social mediante un reparto igualita-rio del bien público y los derechos. Laverdad no la concebimos sino como resul-tado de ir debatiendo sin constricción al-guna para aceptar lo que parezca más ade-cuado según el mejor argumento: éste de-penderá de lo que se esté buscando encada ocasión. Ante el Estado nos parecemás sensato intervenir en su constitucióny ser titulares de su legitimidad constricti-va, sin dejársela a algún jerarca religioso oa cualquier dictador. Pero como por expe-riencias pasadas siempre disponemos designos de temor y tendemos a mostrarnosdesconfiados de su avasalladora capacidadde irrupción en otros ámbitos de la vidapersonal y social, imaginamos que es irre-nunciable para nosotros controlar el Esta-do. Su ámbito lo vemos igual de constric-tivo para todos pero sin que se entrometapara nada en las formas de vida privada. Eimaginamos que éstas son el móvil y lasubstancia de las cuestiones políticas pues-to que funcionan para que cada cual seconstituya en sujeto autónomo cuya de-terminación acerca de cómo vivir la vidala tome él mismo. Y así es como imagina-mos que se nos harían inaceptables las for-mas de vida personal que no estuviesen ennuestras manos. La vida no merecería lapena ser vivida si imaginásemos que todoese cúmulo de supuestos no se cumpliesennunca a nuestro derredor. Mi identidadquedaría truncada si no la pudiese crear yodesde los medios políticos que se razonena partir de tales supuestos filosóficos.

La mayor parte de esas creencias debase van mutando debido a la insoporta-ble atrocidad de experiencias de guerras yde campos de exterminio, de sobrecoge-doras impresiones de niños muriendo dehambre en el mundo, de estúpidas pasio-nes de xenofobia y progromo y de la hu-millante supeditación de unas personas

por otras. Y son precisamente estas creen-cias y valores de base lo que producen unethos muy similar en Alemania, Italia oaquí; y es eso lo que compartimos ahorala mayor parte de los españoles con loseuropeos, franceses, daneses, alemanes,italianos, etc. Esa componente imaginariade emociones, deseos y creencias nos con-fiere una identidad básica, que no sola-mente afecta al concepto de ciudadano(un sujeto igual entre iguales en una polisorganizada bajo instituciones democráti-cas) sino incluso también a un amplio es-pectro del concepto mismo de persona.Porque si creemos que el Estado garantizalos mismos derechos y deberes para todosy que cada cual es un mundo que sólouno mismo debe colmar de significado,ello se debe a que hemos imaginado que“persona” es el concepto de algo frágil pe-ro absolutamente vulnerable. Unos lapiensan como una substancia divinamen-te eterna, que llaman alma; otros, comocon un algo universal e intransferible-mente digno, que llaman naturaleza ra-cional; y otros la pensamos simplementecomo entidad que puede ser humillada.Pero sostenemos que decidir sobre estascreencias metafísicas o sobre las éticas delpor qué y cómo deba ser el estilo de vidapersonal, es un asunto que se debe dejar ala razón de cada ciudadano. Y juzgamosque el Estado sólo es legítimo cuando ase-gura esa libertad de elección, discusión ypersuasión en completa neutralidad.

Y únicamente porque la mayoría delos europeos nos pensamos así a nosotrosmismos y a nuestros instrumentos jurídi-co-políticos está siendo posible el avancehacia instituciones compartidas de polí-tica y economía. Es decir, que los euro-ciudadanos que caminamos hacia algunaforma de nuevo Estado unificado de de-mocracia, la sustentamos en creencias yemociones más “razonables” que las decualquier otro tipo de sociedad: pero só-lo en razón de nuestros intereses y expe-riencias históricas. Experiencias que po-dían no haberse producido o no habergenerado en nuestro seno un contextotan tolerante de convivencia para gentetan heterogénea, con bienestar, dignidadpersonal y libertad. Además de logrosmateriales no despreciables por ningúnhumano que los pruebe, hemos logradosospechar que la identidad que menoshumille a las personas y menos daño leshaga será mejor que cualquier otra. Odicho de otro modo, que sólo merezca lapena la identidad que salvaguarde la dig-nidad humana, es decir, los derechos hu-manos.

Sobre ese básico fondo común deidentidad –siempre en muda– la organi-zación estatal democrática requiere ade-más determinadas cualidades cívicas sobrecómo hacer competir formas de identidadnacional y local, religiosa y laica, públicay privada. Cualidades dirigidas no sólo aevitar la violencia como camino para so-lucionar los conflictos sino también a per-suadir mediante actitudes positivas de to-lerancia y trabajo en común con otrosciudadanos diferentes. Son cualidadesque responden a determinados deseos departicipar en el proceso político del bienpúblico y también a cierta aptitud a mos-trarnos auto-restringidos en nuestras de-mandas, tanto políticas como económi-cas. Que esto es así lo demuestran los mo-dos en que las decisiones públicas seimbrican con las decisiones personales delpropio estilo de vida. Así, por ejemplo, ala hora de proveer una política sanitaria secomprobará cuán insignificante es el Es-tado si los ciudadanos no actúan respon-sablemente con su propia salud (dietaconveniente, ejercicio, consumo de taba-co, alcohol, etc.) o se comprobará que elEstado se halla absolutamente incapacita-do para concurrir a las necesidades de losniños, ancianos y discapacitados si sus pa-rientes no consienten en compartir res-ponsablemente los cuidados. El Estadotampoco puede proteger el medio am-biente si los ciudadanos no reducen susansias o no reciclan sus propios desechos.Y tampoco la economía nacional podríamarchar sin que los ciudadanos se mode-rasen en sus reclamaciones de salario ocondiciones laborales; y tampoco si habi-tualmente trampean en sus declaracionesde hacienda, de IRTP o de paro.

Sostengo con C. Castoriadis que elmercado capitalista no hubiera podidofuncionar jamás sin lo que él llamaba “ti-pos antropológicos”, como son los “juecesincorruptibles, funcionarios íntegros yweberianos, educadores que se dedican asu vocación, obreros que tienen un míni-mo de conciencia profesional, etc.”4. Enuna palabra: el mercado no crea valorescomo la honestidad, el servicio al Estado,la transmisión de los saberes, la obra bienhecha y tantos otros que engavillan al ciu-dadano en la lealtad a las instituciones ju-rídico-políticas. Es, pues, evidente que sincooperación y autoconstricción y sólo conconstricciones externas y sanciones iríadisminuyendo tanto la capacidad de pro-

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4 Cornelius Castoriadis: “La ilusión democráti-ca”, en Archipiélago nº 9, pág. 52, 1992.

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greso material de la organización del Esta-do democrático como la de progreso mo-ral de los ciudadanos. Sin ciudadanos concierta conducta cívica y virtudes compar-tidas y sin escuela que forme en los valo-res cívicos, las democracias llegarían a serdifíciles de gobernar. Y sin progreso mo-ral, esto es, sin una constante crítica de lasconductas públicas y de cuantas infligenhumillación y daño, crítica dirigida a me-jorar las prácticas institucionales en posde la inclusión social, las democracias sepervertirían hacia formas de totalitarismoo fundamentalismo. Se pervirtieron yacon el nazismo, el fascismo, el franquis-mo o el peronismo.

Se necesita, en consecuencia, unacomprensión más sutil de lo que es la de-mocracia y una conjetura acerca del tipode acciones sobre las que reposa la civili-dad democrática. De ella resaltan históri-camente al menos cuatro dimensiones:

1. Un espíritu público capaz de eva-luar la actuación de los propios ciudadanosy de desarrollar un discurso público. Algu-nos han llamado a esto “razonabilidad pú-blica” o capacidad de razonar la posiciónde cada cual (sin invocar la autoridad de laBiblia o la de mi partido) de manera deconvencer a los demás, sobre todo si pien-san distinto. Se trata de un aspecto esencialcuya carencia desactiva a la ciudadanía enla vigilancia del estado democrático.

2. Un sentido de justicia capaz de dis-cernir y respetar los derechos del otro y demoderar las propias reivindicaciones. Esla implicación ciudadana para eliminar

las barreras sociales, económicas, religio-sas, ideológicas, de origen, de género o se-xo que excluyan a personas del disfrute dela plena ciudadanía.

3. Un sentido de decencia civil que seextiende hacia los aspectos banales de la vi-da cotidiana, en la calle, entre vecinos, enlas tiendas, en los contratos de alquiler yen cualquier aforo de gentes donde uno seda de bruces con otras personas. La decen-cia civil es el aspecto más privado del cara acara intersubjetivo que evita la discrimina-ción. No discriminar es una exigencia polí-tica de las instituciones pero además ha deestar apoyada por la acción individual ysingular de cada ciudadano en sus interac-ciones. Sin que la sociedad civil se com-prometa a actuar sin discriminar entre au-tóctonos e inmigrantes, hombres y muje-res, capacitados y discapacitados, lano-discriminación legal de las leyes del Es-tado democrático apenas será operativa.

4. La tolerancia pluralista que aceptecualquier forma de pensar, de creencia yestilo de vida que elijan para sí los demásciudadanos dentro del respeto de la ley y del derecho de las demás personas. Im-plica la tolerancia de diferentes credos re-ligiosos y horizontes asociativos de losciudadanos de manera a plantear perma-nentemente cierta ruptura del etnocen-trismo. Ir rompiendo sucesivos círculosetnocéntricos, es decir, ir incluyendo amás y más gente en el pluralismo es loque posibilita una integración social. Esuna dimensión que tiende a aflorar inclu-

so estéticamente, a manera de modalesabiertos y sonrisas recíprocas de gentesvecinas que, sin conocerse, se saludan yhasta se implican en el trato.

Todas ellas son dimensiones de la in-ter-acción ciudadana que no son promovi-das precisamente por el mercado (quepromueve poco más que la virtud de lainiciativa) sino por la familia, la escuela ylas asociaciones voluntarias o redes de coo-peración tales como iglesias, familias, aso-ciaciones altruistas, deportivas, cooperati-vas, grupos ecologistas, etc. que practicanla cooperación. Como ésas son redes deadscripción voluntaria, el hecho de que al-gún miembro abandone alguna responsa-bilidad entraña para él simplemente desa-probación y no castigos; de ahí que el jui-cio de amigos y camaradas incentive lasdimensiones interactiva y persuasiva de lademocracia dirigidas a la mudanza perso-nal y social. Ahí, al interiorizarse la idea deresponsabilidad y obligación compartida,se va forjando el carácter humano de la ci-vilidad. Por eso mismo, la democracia re-quiere vigilancia cívica de la escuela perotambién de la familia, que puede volverseuna escuela de despotismo y machismo.Vigilancia también de ciertos partidos po-líticos y ciertas iglesias, que pueden serlode intolerancia autoritaria, así como deciertos comportamientos étnicos y ultras,a menudo fuente de prejuicios xenófobos.Y hasta de limpieza étnica.

En definitiva, es el aprendizaje de lasprácticas cívicas lo único que asegura lareproducción social de las condiciones delegitimidad del Estado democrático. Laescuela y la familia son sus operadoresesenciales, el espacio donde se enseña des-de niños cómo emprender el razonamien-to crítico y la perspectiva moral. Y si éstees, por cierto, otro deber intransferible dela autoridad estatal, tan importante comoel de vigilar el respeto de las reglas econó-micas, jurídicas, se debe a que la demo-cracia es algo más que una superestructu-ra jurídico-política.

Identidades del pluralismo cultural‘versus’ identidad étnicaEl pluralismo del Estado democrático nosólo indica que lo que hay son gentes di-versas y plurales sino también que la granmayoría comparten el sustrato común dela identidad democrática: un nosotros, losciudadanos que nos esforzamos en civis-mo, votamos y cumplimos con la ley, ap-to a que el yo se expanda y adquiera libre-mente su propia identidad. Un nosotros abase de yo-s respetuosos con la auto-reali-zación individual, sea aislándose en su in-

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timidad o bien asociándose en clubes deocio o de estudio, en partidos políticos,sindicatos u organismos cooperativos dealtruismo, en organizaciones de caza ypesca, de plegaria o literatura, de lujuria oascesis. Un nosotros para que cada unopueda crear o sólo consumir, pero cadacual decidiendo el estilo de vida con quese forjará a sí mismo. Salvaguardando elrespeto y los derechos del otro, nadie pue-de imponer a otro su estilo de vida, unacreencia religiosa o estética, un credo po-lítico o una concepción sobre el bien. Im-ponérselo sería hacerle daño y sabotearíasu autonomía personal. Le humillaría, endefinitiva. Y eso es lo que no está toleradoen la cultura democrática.

Pluralismo democrático es fortalecerese nosotros que garantice a cada personala libertad de elegir identidad y opacidadpara poder actuar y defender las prácticasy concepciones del mundo que mejorcrea uno para sí y para los miembros decualquier grupo con quienes quiera aso-ciarse. A condición de que jamás se res-trinjan los derechos fundamentales de na-die y, evidentemente, de que cualquiermiembro del grupo pueda elegir quedarseen él o bien marcharse. Es decir, que elpluralismo político deberá lidiar bien lagénesis étnica o el que se vayan formandoagregados sociales que busquen la oposi-ción diferencial al construir su identidad:sea sobre la raza, la religión, la ideología,el sexo o bien sobre cualquier otro factorbiológico. En la sociedad democrática, laetnicidad se plantea siempre como unaadscripción natural e irremediable a algu-na diferencia menor que entrañaría valo-res, obligaciones colectivas de maneras deser y constricciones en el vivir y entendera los demás. Lo étnico impide la concep-ción de ciudadanía abierta y niega la au-tonomía personal en nombre de los inte-reses de la comunidad total.

Se podría calificar también la sociedaddemocrática como de pluralismo cultural ovida en inter-culturalidad por la plurali-dad de formas de vida y de plurales opcio-nes de la vida buena sobre la que descansa.De ahí que plantear desde el pluralismocultural la integración social de cualquierindividuo o grupo de individuos extranje-ros sea abordar un hecho más de inter-cul-turalidad. Podría constituir un hecho ba-nal cualquiera que individuos que vienena nosotros sigan viviendo su identidad co-mo siempre lo hicieron; así, por ejemplo,un inglés o una familia de argentinos quese afinquen en nuestra tierra para formarparte de nuestra gente. En cambio, no esese el caso de un individuo o familias que

provengan de algún lugar donde no exis-tan ni educación para la democracia nihábitos y virtudes democráticas, porqueése o esos tales –en caso de querer inte-grarse socialmente en nuestra sociedad–habrán de intentar vivir su identidad deotra forma a como la vivieron en sus res-pectivos países. Habrán de ir tomandoconciencia de que sus actos, creencias eíntimas emociones son aquí libres y vo-luntarios pero que, sobre todo, están co-nectados con los actos públicos y creen-cias que sí deben compartir con el restode la ciudadanía. Por eso integrarse social-mente cuando se proviene de una culturano-democrática puede ser un proceso máso menos largo de mutación de motiva-ción y de intenciones. Proceso siempre vi-vido personalmente y jamás colectiva-mente.

Ni nuestra sociedad ni ninguna otrapueden existir cohabitando en su seno unapluralidad de culturas con poco o nadaque ver entre sí. Y éste es el gran reto queno supera el relativismo multiculturalistaque, en definitiva, pregona la imposibili-dad de que se interrelacionen entre sí agre-gados sociales de cultura diferente o, dichode otra manera, pregonan la no cohabita-bilidad de las culturas apostando por mo-noculturas yuxtapuestas y aparte unas deotras. Multiculturalismo lo había en la Es-paña de la Reconquista en múltiples ciuda-des, como Toledo; lo había en la Españade los Austrias, pues los súbditos sin dere-chos de las muy diferentes regiones apenastenían algo en común, si bien las élites depoder de cada región sí compartían cadavez más una cultura común. Hoy, la Espa-ña constitucional o autonómica constituyeun vasto pluralismo cultural pero no unapluralidad de culturas. Como en el restode sociedades democráticas europeas, exis-te aquí un amplio abanico de formas cul-turales de las que uno puede tomar unasdejando otras, porque nadie está obligadoa tomar un bloque compacto de ellas paraadscribirse a tal o cual. Lo propio de la co-munidad democrática es que sus indivi-duos se llenen de patrones culturales queles llegan del exterior y que de manera tansúbita como emergen puedan desaparecer.Estas formas culturales apenas tienen nadaque ver con la comunidad políticamenteinstitucionalizada ni con la administracióndel territorio. Viajan libremente y compor-tan una multiplicidad de perspectivasidentitarias personales.

Cuando se vive abiertamente en elpluralismo, las diferentes lenguas habla-das por los europeos en los Estados de-mocráticos no substancian la forma cultu-

ral configuradora de la ética o la estética,tampoco de la religión. Es decir no creanidentidad, de manera que puede haberdos franceses de la misma calle que seidentifiquen culturalmente entre sí menosque con tal romano y tal bilbaino; suelehaber catalanes de habla catalana que nocomparten entre sí casi ninguna formacultural pero sí la comparten con unabertzale o un soriano. Yo mismo, ni aunhablando eusquera con Arzalluz compar-tiría con él apenas una opción de lo quees el bien, lo bello o la vida buena. PeroArzalluz y Otegui y casi todos los abertza-les sí comparten entre sí su identidad,tanto por la ideología lingüística (no sonvascos sino los que hablan eusquera) co-mo por su etnicidad (aun los que hableneusquera, si no quieren la independenciade Euskal Herria, no son vascos. Y los ex-cluimos).

Si el hecho autonómico español haimpulsado el pluralismo cultural es por-que ha abierto las puertas a la libertad y ala autonomía, a la privada y a la pública,auspiciando la participación política, ladeliberación parlamentaria y ciudadana ylas opciones de vida buena. Y todo ello hareforzado la creatividad. Lo cual se dejaver en la literatura, el cine, el arte, el co-nocimiento y el deporte tanto como en lacompetición abierta de planteamientosrazonados por la representación ciudada-na. De manera que hoy el hecho diferen-cial del pluralismo cultural es la peculiardisponibilidad a la fragmentación y es-ponjosidad, a imagen y semejanza del yocontemporáneo cuyas formas identitariasson livianas, porosas y permeables.

En cambio, las identidades étnicas,como la abertzale, son roqueñas, de calizanada porosa ni permeable. Se toman o sedejan en bloque. Tienen todas en comúnno aceptar la libertad de las prestacionessimbólicas y menos aún la libertad perso-nal de optar por unas formas u otras. To-das ellas tienen un basamento supuesta-mente “natural” e intangible, bien sea elorigen, la sangre o la lengua; disponen deun horizonte de ideal agónico, puesto queven preciso combatir al enemigo y recla-mar la adscripción forzosa de las lealtades.Es una identidad que, en consecuencia,vive del victimismo, pues se representa lacultura como una esencia perdida a reco-brar que entrañará un ganar o perder algu-na impronta natural. Por eso es casi impo-sible que una identidad étnica viva de lacultura democrática; a todo lo más, seacomodará pragmáticamente en ella pararepresentarse como queja constante y asírecobrar fuerzas. Para sabotear el pluralis-

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mo cultural en cuanto obtenga parcelas depoder, evidentemente. En una palabra, notiene nada en común con las identidadesde la cultura pluralista, que son discursivasy en progreso, viajan, se mueven, no tie-nen raíces sino una accesibilidad global;las étnicas son cerradas, paradas en untiempo ideal y henchidas del aconteci-miento primigenio: no se mueven porqueimaginan estar enraizadas en lo local. Laidentidad étnica tiende, evidentemente, almulticulturalismo separador y diferencia-lista, porque supone que cada cultura esabsolutamente diversa e impermeable a laotra. Aborrece la asimilación, el intercam-bio, la hibridación y el mestizaje. Y en elcaso vasco, odia a las personas diferentes,las persigue y las excluye.

2. Estado de Derecho e inclusiónParece un hecho cultural incuestionableque ninguna sociedad pueda absorber unadiversidad ilimitada o, dicho también deotro modo, parece que toda sociedad estéen la obligación de preservar su modo devivir. Si, como parece, el impulso culturalpor antonomasia consiste en reaccionescentrípetas y rechazos de las insinuacionesa cambiar por parte de los grupos vecinos,éstos deberían dejar vivir a cualquier so-ciedad vecina que viva y deje vivir. Peroparece también incuestionable que ningu-na sociedad pueda perdurar mucho, tantomenos en la actual época de globalización,si no aborda bien las cuestiones del cam-bio cultural. Porque, como la historia haprobado repetidamente, cuando la opor-tunidad social exige crear nuevos símbolosy modificar determinados valores pero laimaginación no lo posibilita, entonces seproduce un declive cultural. Y la caracte-rística fundamental del cambio cultural decomienzos del siglo XXI, más en el caso deuna sociedad opulenta y democrática co-mo la nuestra, consiste en la habilidad pa-ra la inclusión social del diferente. Se tra-ta, antes que nada, de la inclusión directaen nuestro propio tejido social del extran-jero que masivamente viene hasta nosotrosdispuesto a trabajar y vivir aquí; pero, ade-más, se trata de una inclusión en nuestrodesarrollo material y moral de los paísespobres o con escasos recursos.

La historia dejó demostrado entre no-sotros que cierta azarosa conexión entreeficiencia y tolerancia producía inclusiónsocial. Sencillamente, porque las institu-ciones políticas que fueron emanando delas nuevas convicciones de que la vida eraun espacio dependiente de la voluntadhumana y de que era posible negociar elconflicto echándole más imaginación y

más persuasión razonable, conducían aromper los rígidos estatus sociales de se-paración y jerarquía. A nivel institucionalfueron espectaculares los resultados deaquel cambio de marcha, puesto que po-sibilitaron la primera gran inclusión deldiferente, concretamente la del súbdito.En efecto, naciera donde naciere, fuere ri-co o pobre, el súbdito se convirtió en ciu-dadano, en un igual entre ciudadanos ve-cinos. Si aquellas sociedades europeas sehubiesen dejado llevar de su herencia cul-tural, hoy Europa no existiría sino comotaifas de señores de la guerra motivadapor religión o sed de tierras pero llevada aexpensas de súbditos sometidos y ame-drentados. Y durante el siglo que va demediados del XIX a mediados del XX, Eu-ropa se las ingenió para operar otra graninclusión, la de la multitud de trabajado-res que no estaban siendo tratados enigualdad ni de derechos ni dignidad per-sonal. Por desgracia, hicieron falta con-flictos, luchas y mucho sufrimiento paraabolir derechos políticos censitarios, ge-neralizarlos a todos y proclamar unos de-rechos sociales hasta entonces apenas defi-nidos. Pero la experiencia ha demostradoque los experimentos por incluir al rico yal pobre, tanto al trabajador como a suempleador, buscando la persuasión para elmejor reparto del bien social y la mayorigualdad de oportunidades, han sido mu-cho mejores que los experimentos por ex-cluir de la sociedad a los ricos y a los em-pleadores formando un país de un solopartido político que representase a unasupuesta clase social única. El fracaso delos regímenes comunistas también contie-ne, pues, la gran enseñanza de que la ex-clusión social supone a la larga una granocasión perdida para el país.

Pues bien, cuando una sociedad vivede una exclusiva herencia cultural, tiendea experimentar el orden social como unorden cuasi natural, determinístico o divi-no. Y esta imaginación, que es la propiade las sociedades tradicionales pero tam-bién de las despóticas, es muy peligrosaen nuestro mundo actual porque, olvi-dando el carácter eminentemente contin-gente y precario de las instituciones yprácticas democráticas, baja la guardia enla vigilancia y control institucional y tam-bién en la crítica de los errores y vicios degobernantes y ciudadanos. El racismo,por ejemplo, surgió en el siglo XIX desdeuna imaginación perezosa e incorrecta delos científicos ante el hecho de explicar lasdiferencias económicas y políticas entrelas muy diversas sociedades en el mundo:lo que era fruto del azar y de determina-

ciones tan humanas como el propio hori-zonte cultural se atribuyó a una especiede ley físiológica tan determinista comola geología misma. Es verdad tambiénque en el fondo de esa imaginación pere-zosa se escondía la inmoral intención deexclusión, que es lo que ahora mismo po-dría estar frenando nuestra imaginacióncultural europea para abordar con ingenioy sensatez la cuestión de los inmigrantes.

Antes de venir a ella, pondré un parde ejemplos de imaginación incorrecta einhábil para encarar el reto de cambio so-cial tomándolos de nuestra propia casa.Sea el primero el del franquismo, quereinstauró con mano de hierro la empresapolítica de vivir de herencias. Esa heren-cia era el nacional-catolicismo y exigía pe-rentoriamente excluir al diferente, esto es,al “comunista, masón y separatista”. Fran-co se autoerigió en el garante del patrimo-nio de los más caducos y excluyentes as-pectos del modelo tradicional católicocon el que se había ido formando el Esta-do español y lo quiso mantener medianteuna férrea dictadura. La transición demo-crática ha consistido esencialmente enromper con las herencias e imaginar unorden social nuevo de inclusión. Imagina-ción eminentemente crítica, puesto queacabó con la exclusión ideológica y la po-lítica. Se concedió bastante al pasadopues, afortunadamente, no ganaron lospartidarios del cambio total; pero el plu-ralismo y la tolerancia fueron condicionesde posibilidad de una reconfiguración po-lítica para descentralizar el poder. Así fuecomo entre casi todos, entre cuantos ha-bían estado dentro y medio fuera del Es-tado franquista y cuantos lo habíamoscombatido, se construyó uno nuevo. Su-pongo que el actual empuje de la socie-dad española no es nada ajeno a esta nue-va imaginación de cambio hacia un futu-ro de más inclusión capaz de ligareficiencia y tolerancia. Desde entonces, lacompetencia económica y profesional pa-recen estar en manos del control institu-cional y de la crítica social. Aunque a ve-ces parezca poco.

Curiosamente, y será mi segundoejemplo, Euskadi ha sido el único lugar enque esa marcha de progreso moral ha retro-cedido. El retroceso ha consistido en habervarado la imaginación en el territorio de lanecesidad, apartándolo del de la contingen-cia. Es decir, los nacionalistas, que teníanun ensueño nacional de un país hablandotodos la misma lengua y respirando todoscontra España con vistas a separarse de ella,creyeron que la transición democrática erael espacio idóneo para imponerlo. A su en-

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sueño lo suponen el producto cuasi-geoló-gico de milenios de lucha contra los invaso-res exteriores, de manera que la responsabi-lidad actual de sus actos quede diluida trasel determinismo histórico de un “conten-cioso”. El contencioso entre nosotros, losvascos, y ellos, los enemigos. Y llevan ade-lante esa supuesta geología del “contenciosovasco” pese a que sus resultados, ni son rea-listas desde el hecho empírico de los plura-les intereses de la ciudadanía vasca, ni tam-poco son democráticos desde el deber depluralismo y tolerancia. Y así es como prac-tican una exclusión social de la ciudadaníano-nacionalista desde una ideología segúnla cual “quien no esté de acuerdo con noso-tros (se llaman a sí mismos Euskal Herria)no son de los nuestros, pues obedecen aMadrid”, es decir, al enemigo exterior, se-gún Arzalluz. Es así como una abyecta ima-ginación de necesidad telúrica, incapaz deentrever la contingencia del encadenamien-to de los hechos humanos siempre bajo res-ponsabilidad, está llevando a los nacionalis-tas a no encarar el presente como una opor-tunidad para incluir a todos los ciudadanosvascos en la búsqueda de algún proyectocomún.

Asimismo, nosotros viviríamos ahoraa expensas de la mera herencia imaginativaque no percibe sino necesidad cultural sino decidiéramos asociar a los inmigrantesa otro gran proyecto de inclusión social.Nada de nuestro pasado nacional nos loimposibilita: el presente depende de noso-tros mismos. Y la inmigración está siendono ya sólo un gran recurso económicopor su aportación al desarrollo producti-vo, fiscal y de la seguridad social o un re-curso demográfico por estar equilibrandola pirámide de una población en procesode envejecimiento y parón de la tasa defertilidad del país, sino además está siendonuestra gran oportunidad política de deci-dir sobre el futuro que queremos.

La inmigración es la ocasión para resol-ver imaginativamente un nuevo problemade exclusión que afecta directamente a larazón de Estado democrático, la única ra-zón que se haya imaginado en el mundopara incluir a todos. No hay duda de quealgún renovado tipo de Estado democráticosurgirá si su “razón” se sustancia de la ex-presión de intereses, emociones y deseos delos miles y hasta millones de personas quenos vayan llegando del extranjero. Así co-

mo la razón de Estado se relegitimó cuandosupo ofrecer un espacio de representaciónpolítica a las clases trabajadoras que no te-nían derechos políticos y desde ella inventónuevos derechos sociales, así ahora puedeella relegitimarse impulsando otro nuevoproceso político de inclusión.

Lealtad constitucional e inclusiónLa Constitución de 1978 restauró el mo-delo cívico del nosotros, los ciudadanos li-bres con derechos, con autonomía perso-nal y con Autonomías para asegurar quese tratarán de igual modo en España loscontextos de vida de los tan múltiples ydiversos ciudadanos. Además, la Consti-tución posibilitó concebir que la lealtadal país consiste esencialmente en la ver-güenza de no ser coherentes con la pro-pia norma del Estado de Derecho. Es de-cir, es posible ya un patriotismo consis-tente en orgullo por nuestra integraciónsocial y, al revés, en vergüenza de estarexcluyendo del marco jurídico-político alos no estrictamente ciudadanos de la na-ción española.

Si bien la Constitución señala quenuestro país se compone de ciudadanos y

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que a ellos, en cuanto nacionales, se lesequiparará en el reparto de los bienes socia-les y los derechos, también está inmersa laConstitución en unos supuestos culturalessobre la dignidad humana que exigen quea cada individuo, independientemente desu origen, sexo, raza, religión o cultura, lesea reconocido el pleno uso de los dere-chos. De ahí que tomarse la Constituciónen serio implique un debate sobre la supe-ración de lealtades cuya fuerza provenga deuna visión providencial y nacionalista delpasado y no del ámbito estrictamente jurí-dico-político. O sea, exige superar el tipode lealtades por el que nuestros antepasadosdejaron de ser súbditos para ser ciudadanosmediante la configuración de hechos glo-riosos del “pasado” y suplantarlas por otraslealtades que afecten esencialmente al “aho-ra” y al “de ahora en adelante”, es decir, almeollo de nuestras intenciones y prácticascívicas que emanan del sustrato de la cultu-ra democrática. La coherencia cultural nosobliga, en consecuencia, a trascender el pa-triotismo nacional y dejar fluir la pura civi-lidad o lealtad constitucional.

Cuando de niños estudiábamos Historiade España, siempre se nos hizo entender quela gente extranjera había tenido ganas de en-trar en España y ocuparla. Iberos y celtas, fe-nicios, griegos y cartagineses, romanos y go-dos, árabes, bereberes y franceses. Pero comoel suelo era nuestro, había que defenderlo. Yasí se nos explica que se construyó España,defendiéndola de gente que ansiaba estable-cerse aquí, entre nosotros, sin ser de la nues-tra. Porque ni los judíos lo eran, ni los mu-sulmanes lo eran, ni tampoco tantos y tantosherejes que nos traicionaban por la espaldacorrompiendo a los paisanos y al país entero.Luego construimos más España fuera de Es-paña; y esto también se nos dijo que tenía al-go que ver con la defensa del suelo patrio ysus ideales. Y en realidad lo tenía, pero nadienos advirtió de que su sentido era simple-mente que había que bombear a nuestra gen-te sobrante hacia alguna parte del mundoporque aquí no había espacio social para ella.

Como sabemos ya, toda Historia sóloha sido nacional y se ha fabricado para queel Estado encarase el futuro con un proyec-to político lo suficientemente ilusionadorcomo para unificar a gente diferente demuy diversos orígenes, experiencias y viven-cias. El relato nacional fue lo que unificabaa esa gente de manera de tomarse a sí mis-ma como soberana y dueña de su propiodestino, compartido en una vasta comuni-dad desde tiempos remotos. El pasado cons-tituía una configuración de hechos efec-tuada desde ese acto de unidad política delpresente. En el pasado no cabían, en conse-

cuencia, vidas penosas emigrando de aquípara allá, jornadas sin ilusión y con miedoporque la tierra no diese para comer o por-que la falta de libertad humillase más de losoportable. Ninguna historia nacional deningún país ha contado jamás lo contingen-te que era la supervivencia de gentes e insti-tuciones y lo azaroso que era encontrar unatierra de asilo, paz social y buen gobierno;ningún relato patriótico ha insistido tampo-co en que la vida de sufrimiento de millonesde personas que nos han precedido no haredimido ni glorificado a patria alguna.

Si estamos viendo ahora que el ropajenacional de nuestras lealtades resulta insufi-ciente, si no contraproducente, para seguirabordando con éxito nuestra creencia sobrela progresiva base moral del Estado demo-crático, es porque hemos cobrado concien-cia del inmenso daño que han causadonuestros ancestros y se causaron tambiénentre sí ellos mismos. Amar a la patria sólocabe entenderse ya desde esa vergüenza delmal infligido que podía haber sido evitadoy que en adelante trataremos de no que su-ceda más. Ese sentimiento es algo que favo-rece ahora mismo la construcción de unmarco ampliado de ciudadanía europeasusceptible de interrogar a nuestras con-ciencias sobre si estamos obrando bien conla relativa exclusión de los inmigrantes.

Lealtad compartida pero formas de vida optativasEn muy poquitos años, muchos españoleshemos ido aprendiendo mucho sobre lasambigüedades y paradojas de nuestra cultu-ra en la recepción de inmigrantes. Así escomo la bobería de muchas fantasías auto-complacientes está cediendo paso a la acep-tada reflexión sobre nuestras limitacionessociales al comprobar que existen incompa-tibilidades entre muchas cosas buenas, puescasi siempre y de manera harto trágica hayque elegir sólo algo de todo lo bueno. Por-que no es posible a la vez todo lo bueno.Todavía nos queda mucho que recorrer pa-ra que lleguemos a plantear de manera cru-da preguntas sobre la integración de los in-migrantes, la relación entre humanitarismoy derechos humanos, cultura democrática ymulticulturalismo, verdad y buen entendi-miento, ilegalidad (ocupaciones de iglesiaso universidades, huelgas de hambre paraobtener papeles, etc.) y justicia, etc. Pero lacondición necesaria es perder el miedo a sertachados de racistas y fachas, que es la mássocorrida argucia de quienes se han instala-do en la comodidad moral del pensamientohumanista, bien desde el trabajo activista obien desde el despacho universitario o lascolumnas de periódico.

Un ejemplo; una columnista tan cons-picua y aguda como Rosa Montero, en elplazo de un año nada más, ha pasado decabrearse porque el Gobierno no aceptabadar papeles a cuantos inmigrantes lleguen anuestro país, dado su “derecho a vivir don-de prefieran”, a sostener que “la vida real,que es siempre mucho más miserable quela soñada, nos obliga a limitar la libre circu-lación, un derecho fundamental de los hu-manos”5. Incluso ha llegado a plantear que,si se lograse organizar algún método efi-ciente de contratación de inmigrantes, los“sin papeles” no deberían acceder a nues-tros derechos políticos por muchos años depermanencia y pruebas de arraigo quemuestren. Comparto muchas de sus actua-les ideas pero, sobre todo, el nuevo talantede plantearlas, incluida cierta conciencia dedesgarro o sentimiento trágico por decisio-nes cuyas consecuencias no acertamos a vercon claridad. Sartori6, exponiéndose a errar,fue un rompedor en esto de pensar la inmi-gración desde la ética de las consecuencias yno ya desde la de las buenas intenciones.Constatemos, por ello, que vivimos en unalacerante paradoja moral cuando, por unaparte, aceptamos el derecho a abandonaruno su país pero, por otra, no nos vemosen la obligación de acoger a todos cuantosquieran venirse hasta nosotros; o cuandopropugnamos el cumplimiento íntegro delos derechos de ciudadanía para los inmi-grantes pero, a la vez, constatamos que noparece sensato concederles eo ipso el dere-cho político a votar o a ser elegidos.

En las actuales condiciones, es bastanteplausible la hipótesis de que, de abrir depar en par las puertas a quien quisiese en-trar, acudiría a nuestro país un número depersonas prácticamente inasumible, pues niel mercado actuaría de equilibrador de laoferta y la demanda de trabajadores, ni lasinstituciones podrían garantizar un repartoequitativo de bienes sociales, ni la ciudada-nía se comportaría con responsabilidad de-mocrática. Existe ya hoy, vista la desintegra-ción social en Euskadi por causas étnicas,un buen indicio de que no se debe abando-nar al mercado la responsabilidad de gestio-nar la inmigración; pero tampoco a unaideología que no posea acendradas garan-tías democráticas. Por ejemplo, al puro hu-manitarismo de muchas ONG y a los despachos universitarios o profesionales so-brados de ideología. Si en las actuales con-diciones de entrada y regulación de contra-

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5 (El País, 11 de junio de 2002).6 La sociedad multiétnica. Extranjeros e islámicos.

Taurus, Madrid, 2002.

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tación de mercado ya brota entre la ciuda-danía un sentimiento de invasión e insegu-ridad, nada indica que, aboliéndose esasrestricciones y liberalizándose completa-mente el vaivén de gente extranjera mercedal “busque cada cual su vida como pueda”,se mantendrían el actual nivel de salarios yde reparto de servicios sociales, cierto espí-ritu de solidaridad cívica y seguridad ciuda-dana.

Por tanto, hoy necesitamos seguir regu-lando restrictivamente la inmigración parasalvaguardar el sistema político de derechosy libertades, el sistema de no explotaciónsalvaje y asegurar una ciudadanía no adscri-ta a formas etno-nacionalistas o basadas enla xenofobia y el racismo.

Si bien la sociedad democrática es laúnica culturalmente pluralista de cuantasexisten en el mundo y admite todo tipo demodos de vida, únicamente admite aque-llos modos que acepten convivir con otrosdiferentes modos de vida; es decir, no ad-mite más que formas identitarias tolerantes,formas susceptibles de asociarse al cuerpocentral de las formas democráticas. Por esoya no puede aceptar grupos como Batasu-na, ni podría aceptar grupos nazis anti-in-migrantes, ni grupos étnicos contra los de-rechos del niño y de la mujer. Acabo de uti-lizar la palabra “cuerpo” para calificar elnúcleo cultural democrático, convencidode que topografía bien el campo de la inte-gración de los inmigrantes, semejándolo aun “injerto” de órganos vivos en algún otrocuerpo centralmente vertebrado. Si hemossignificado la sociedad democrática comoalgo culturalmente vivo y en mutación per-manente, la integración de nuevos elemen-tos culturalmente vivos habrá de ser conce-bida como una inter-acción de completitudy excelencia mutua: el cuerpo central acep-ta como políticamente suyo al nuevomiembro agregado para que éste remuevela savia cultural pluralista de aquél renovan-do sus formas de vida y concepciones de lobueno. Con la metáfora del injerto traza-mos un mapa de esta acción sobre un tron-co vivo vegetal, por ejemplo un rosal o unmanzano, patrones donde se pueden injer-tar tantos géneros nuevos de rosas o manza-nas como se quiera diversificar y enriquecerel patrón primigenio. Pero únicamente ése.

De ahí que se trate de integrar social-mente a los inmigrantes y no sólo de inte-grarles políticamente; o sea, se trata de aso-ciarles a la cultura democrática del pluralis-mo y al marco de lealtad constitucional, esdecir, a nuestro ethos. Ello exige dos opera-ciones en el injerto: una de trasferencia ju-rídico-política pero, además, otra de con-traprestación cultural de formas de vida.

Por un lado, los inmigrantes deben ser re-ceptores de los mismos derechos cívicos,políticos y sociales desde los que asuman lasmismas obligaciones. Y, por otro, sus mo-dos de vida deben asumir la cultura plura-lista en la práctica cotidiana o, en palabrasde J. Habermas, “la forma de vida político-cultural” del Estado democrático. Y utilizoscienter et volenter esta expresión del filósofoalemán7 para el mismo contexto del debatesobre si está o no “justificada esta políticade cierre hermético contra los inmigrantes”porque su respuesta es también afirmativa,aunque sibilinamente expresada en interro-gante. Pero lo importante es el argumentode Habermas dando implícito que existeuna cultura democrática. Primeramentepropone dos premisas aparentemente des-conectadas: a) El Estado nacional tiene unethos juridificado que le obliga a actuar parala realización de los derechos fundamenta-les; b) Integrar a los inmigrantes implicarespetar su modo de vida, porque el Estadoes neutral ante los modos de vida.

Y, sin embargo, la conexión de ambaspremisas la efectúa una condición necesariapara que exista Estado de Derecho y que esalgo de orden extra-jurídico, es decir, de or-den voluntario o de adscripción cultural: c)Una nación de ciudadanos que quiera ga-rantizar las instituciones de libertad precisacierta lealtad a su Estado constitucional.

Llegados aquí, ya se ve que la recepciónde inmigrantes y la defensa de su modo devida como derecho va a depender de quesean capaces de adquirir formas de lealtadhacia tal Estado de Derecho, porque en és-te existen formas de vida cultural (no sólopolítica) que favorecen la lealtad constitu-cional. De manera que el conjuntor que ac-túa de quicio silogístico en el argumentosería: d) Es así que el Estado democráticotambién está impregnado de cierto modode vida o núcleo de identidad, luego laconclusión es patente: existiría el derechode una “nación” a conservar su identidadcultural que requiere precisamente de unorden estatal jurificado para realizar unapráctica institucional de derechos huma-nos. La integración de los inmigrantes con-sistiría en “reacuñar esa forma político-cul-tural”. Obsérvese que Habermas utiliza eltérmino “nación” precisamente para subra-yar el hecho de la lealtad ciudadana queforma parte de su identidad personal y ex-tra-jurídica; y obsérvese también el términode “reacuñar”, que prefiere la semántica nu-mismática a la hortícola que he preferido

utilizar yo: la cultura de los inmigrantes se-ría –según él– como una moneda sobre laque se reacuña otra, algo así como si con166 monedas de peseta se fundiese unaúnica de un euro. En todo caso es una me-táfora que habla de una modificación cul-tural pero también de un precio que hayque pagar para formar parte del Estado deDerecho. El precio para Habermas es, endefinitiva, cambiar de moneda.

En resumen, un doble acto constituti-vo de integración consiste en la transitivi-dad del dar y recibir, injertando a los inmi-grantes en el cuerpo central del Estado perovinculando además su cultura a determina-do ethos, que no es sino el del patriotismoconstitucional y la costumbre de vivir per-sonal e íntimamente los propios modos devida, respetando creencias, opiniones, cre-dos y prácticas diferentes a las de uno mis-mo. Esta costumbre nueva, que es menesteradquieran los inmigrantes, exige a quienproceda de algún horizonte no democráticoque su práctica religiosa, gastronómica, es-tética y de sentido común no deban seguirvinculadas a la cosmovisión jerárquica de lasociedad, como sucedía hasta venir a vivirentre nosotros. Y este proceso es de unaprendizaje más o menos rápido según lavoluntad de cada persona.

Por ello, la expresión y práctica decredos o creencias la deberán ejercitar losinmigrantes sin coacción es decir, dejandoen plena libertad a los miembros de cual-quier grupo de origen para que abando-nen o modifiquen su cuerpo de opcionesculturales. Cosa distinta a cuando esos in-migrantes vivían esos modos de vida ensus respectivos países no democráticosporque aquí no son aceptables las cons-tricciones a terceros sobre modos de vida.Éstos son siempre intrasferibles y perso-nales. Por consiguiente, nada de construc-ción étnica ni de obligaciones para los in-dividuos en nombre de intereses colecti-vos fundados en la pertenencia deorígenes, credo o raza. Las únicas obliga-ciones son de carácter estrictamente jurí-dico-político, esto es, la ley, las normas.Para ello es menester reforzar el ámbitopúblico de la enseñanza en el pluralismo,sin discriminar los curricula escolares enfunción de estar o no adscritos a tal o cualcredo religioso o ideología. Y también seprecisa salvaguardar el ámbito privado deexpresión donde no es tolerable adiestraren la descalificación de las creencias dife-rentes. La crítica razonada en pos de lapersuasión ha de ser el único arma delpluralismo cultural

De manera que entre la sociedad deacogida y los inmigrantes debe darse algo

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7 Jürgen Habermas: La inclusión del otro, pág.21,Paidós, 1999.

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así como una nueva asimilación cultural.Transitiva y en un doble sentido. Por unaparte, un plus de asimilación de las lealta-des constitucionales por parte de los miem-bros de la sociedad de acogida, que debedejar de pensarse a sí misma como naciónintangible para re-pensarse como espacioconstitucional abierto, trans-nacional. Seprecisa, ante todo, un enorme esfuerzo porparte de los ciudadanos autóctonos paraasimilar el fondo jurídico-político de su raízcívica que funciona para incluir también alextranjero dispuesto a formar parte de lamisma comunidad. En definitiva, se tratade que los ciudadanos asimilen de manerapráctica la ruptura de los círculos etnocén-tricos más excluyentes. Ello requiere de laciudadanía tener que forjarse en la prácticade otra virtud nueva, la de “fiarse del inmi-grante” como uno se fía de cualquier veci-no en cualquier circunstancia cotidiana. Setrata de asimilar al “otro” y fagocitarlo ennuestra conciencia de manera a hacer quedesaparezca como “otro”.

Y, por su parte, el inmigrante debeasimilar la troncalidad jurídico-política dela cultura democrática, modificando sifuere preciso su concepciones del mundosocial y determinadas prácticas que le seananejas. Por ejemplo, debe asimilar que to-da persona vale igual que cualquier otra;que no existe supeditación jerárquica en-tre personas; que la persona es digna e in-violable en sus derechos a la integridad fí-sica y espiritual; que la ley es discutible yreformable pero debe ser cumplida; que laverdad política resulta del consenso y node la voluntad del líder carismático; o quelos conflictos se resuelven pacíficamente.Es decir, el inmigrante que no participabade una cultura democrática debe asimilarcontenidos nuevos que modifiquen el sen-tido de sus creencias y prácticas tradicio-nales. Y debe además transformar sus há-bitos de no fiarse del extraño o del no-cre-yente o infiel, de manera de ejercitarse enel pluralismo cultural e ir adquiriendo lasdestrezas cívicas tan necesarias para estaramarrado al principio constitucional. (Yesto es válido también para la difícil tareapost-ETA de integrar socialmente el tejidociudadano en Euskadi)

De esta manera, nuestra sociedad ejer-citará su derecho de proteger sus institucio-nes y prácticas ciudadanas de la deriva ha-cia la exclusión o la xenofobia. Suponiendoque el Estado realice un trabajo de educa-ción de la ciudadanía en profundidad, so-bre todo en la escuela y los medios de co-municación de masas, y suponiendo queposibilite una práctica real de pluralismocultural, entonces estará en su derecho de

preferir en determinadas circunstancias ta-les inmigrantes a tales otros por mor de evi-tarse peligros de segmentación ciudadana ytambién por mor de enriquecer el pluralis-mo cultural. Pero sólo entonces habrá indi-cios para inferir que su acción no está moti-vada por la xenofobia etnocentrista.

Aceptar la doble vertiente de esa mutuaasimilación cultural lleva consigo suponerque las formas de vida resultantes del plura-lismo serán tanto más culturalmente ricascuanta más transformación sufran. Porquede lo que se trata no es de preservar las mis-mas formas culturales durante generacionessino de liberar las fuerzas individuales yasociativas para que creen renovados con-textos de imaginación práctica (es decir, pa-ra otras identidades posibles) que eliminenformas sutiles e insospechadas de hacersemutuamente daño los ciudadanos de dife-rente opción cultural. Cuantos más perfilesde daño y humillación mutua sean capacesde ir describiendo los inmigrantes de ima-ginación vigorosa, ahora ciudadanos activa-dos en la esperanza social, tanto más inclu-sión política podrán realizar las institucio-nes del Estado democrático. Y cuanta másruptura de los círculos etnocéntricos se va-ya produciendo, más libre será la sociedadde pluralismo de vida. Y más valor cobra-rán entonces los episodios, cotas y vestigiosculturales del pasado, precisamente porqueestará al alcance de los ciudadanos ir com-prendiendo que somos producto de la con-tingencia cultural, del esfuerzo de los ante-pasados pero también de la participaciónactiva de cada uno en la creación de suspropias formas de vida. Sin llegar a com-prender ésto, la democracia podría venirseabajo como se han venido abajo culturaspotentes pero de imaginación ferviente-mente anti-mudanza.

¿Se le puede llamar de otra manera aesa forma sui generis de asimilación del vi-gor democrático? ¿Utilizaremos el térmi-no agricultor de “injerto” o el numismáti-co de “re-acuñar”? Sea el que fuere, deberádescribir la necesidad de una mutación dehábitos y, en consecuencia, un cambio deformas de vida dentro de la sociedad para elpluralismo.

Nosotros, los pluralistas que preferimosla integración social a la discriminaciónmulticultural y al gueto, preferimos ir rom-piendo los círculos etnocéntricos a base deincluir entre nosotros a los excluidos dehoy; nos fijamos en que los inmigrantesson iguales a nosotros, sufren igual, sufrende lo mismo y les humilla lo que a nosotrosnos humillaría. Y porque nos interesa esasemejanza, se nos vuelven inaceptables mu-chos rasgos culturales. Tanto suyos como

nuestros. Y cuanto de cultural llevemos to-dos, ellos y nosotros, que haga daño y opri-ma a la persona, lo preferiremos suprimir.Para nosotros, los del civismo integrador, lapersona es todo, es el fin en sí mismo y ne-cesita libertad; ese rasgo cultural nuestroprima sobre otros, también nuestros, quenos conducen a prácticas inconsecuentescon él. Consideramos, en consecuencia,que deberíamos modificar en la prácticaaquellos rasgos de exclusión de nuestra cul-tura que constriñan a otros. Pensamos quecuanta más relación libre entre personas sedé, tanto más alterados se verán aquellos denuestros rasgos culturales que producendolor y humillan. Y más diferentes seremoslos humanos, uno a uno y por libre deci-sión; y tanta mayor intervención crítica ha-brá entre gentes con símbolos y valores dis-tintos aptos para hacer vivir vidas privadasdiferentes. Por eso queremos integrar so-cialmente a los inmigrantes y hacer de ellospersonas dignas, tanto como queremos sean nuestros hijos. Y queremos que los ex-tranjeros que nos llegan construyan desdelos mejores valores de su cultura de origenuna voluta enroscada en los mejores valoresde la nuestra. Y destruyan sus peores valo-res así como nosotros los peores nuestros.Algo insospechado todavía pero necesariopara nuestra libertad.

Si la inmigración es ahora una granoportunidad política para refundar nuestroEstado constitucional, libertad sería la ma-nera de denominar el riesgo del presente altener que encarar esa tarea desde un pasadode exclusiones pero también de ciertas in-clusiones. La historia dirá si nosotros he-mos sabido darles a los inmigrantes lo quebuscaban y si ellos –recordando a su viejopaís pero amando al nuevo– han sabido serciudadanos europeos. Que era lo que aunos y otros se nos pedía.n

[Este texto es un fragmento del libro Todos somos no-sotros, de próxima publicación en ediciones Taurus.]

Mikel Azurmendi es profesor y escritor.

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LAS BATALLAS DE LA CIENCIA POPULAR

FÉLIX OVEJERO LUCAS

Para Ernest Weikert y los demás presocráticos.

En un reciente libro de divulgación cien-tífica avalado por la London School ofEconomics se puede leer:

“La metáfora del techo de cristal es engañosa: des-cribe un resultado como si fuera un proceso. Es in-dudablemente cierto que las mujeres no están pro-porcionalmente representadas en los niveles más al-tos de las jerarquías empresariales. Menos obvio esque la subrepresentación de las mujeres se deba adefectos de esas organizaciones, y aún menos obvioque la modificación de las organizaciones de acuer-do con las falsas premisas de las ciencias sociales aluso eliminarán la mayor parte de la diferencia”1.

La obra pertenece a una colección de li-bros que, según reza en la solapa, están“escritos por las figuras más eminentesen el campo de la teoría evolucionista”.En la contracubierta, una de tales figurasrecomienda al lector: “Compre los librosde esta colección por docenas y envíese-los a sus amistades en vez de postales”.Después, cuando el lector hojea el libro,repara en que el autor es un profesor deDerecho y, si le alcanza la paciencia y lapropia lectura del libro no le invita a de-sinteresarse del asunto, puede llegar adescubrir por su cuenta que hasta el pro-pio hecho que se usa con carácter proba-torio, la metáfora del techo de cristal, re-sulta discutible2.

Nada más lejos de lo que normal-mente entenderíamos por divulgación

científica. Y, sin embargo, esas maneraspropagandistas en la extensión de las te-orías científicas no resultan infrecuentes.Buena parte de la ciencia popularizadapresenta unas peculiares característicasque invitan a la preocupación acerca dela calidad de los resultados presentados,del tipo de ciencia que se divulga, a có-mo se hace, a lo que está en juego. Losperiódicos dedican secciones enteras alos “últimos” resultados de la investiga-ción y nos prometen impresionantescambios en nuestras vidas, promesasque, si se les llevara la cuenta, compro-baríamos que sólo de vez en cuando lle-gan a cuajar. Los científicos aparecen enacalorados debates televisivos, escribenlibros que son éxitos de ventas y susnombres son más conocidos que las teo-rías que les ocupan. Al final, se tiene laimpresión de que la opinión pública pa-rece haberse convertido en el tribunal endonde se dilucidan disputas académicasantes que el escenario en donde se expo-nen los resultados consolidados, el cono-cimiento compartido por una comuni-dad científica, una vez ha sido discutidoy valorado.

La explicación de esa presencia públicay de sus formas no es cosa sencilla ni, desdeluego, se puede reducir a una única cir-cunstancia3. La que quisiera desarrollaraquí tiene que ver con los cambios en la na-turaleza de la empresa científica, cambiosque, como intentaré justificar, alcanzan alalma misma de su dinámica. La ciencia eshoy una actividad colectiva imposible singrandes recursos y que necesita una opi-nión pública favorable, una opinión públi-ca que, por su parte, está muy atenta a suspromesas4. Las necesidades de financiaciónobligan a batirse en las viejas batallas de lalegitimación y de los recursos o, lo que es lomismo, a acudir a la escena pública, un lu-gar en donde no funcionan las reglas, lasmaneras tradicionales de las comunidadescientíficas, en donde antes que los buenosargumentos importan los “resultados rápi-dos y espectaculares” que puedan ocuparlas páginas de los periódicos. En esas condi-ciones, no es difícil que aparezca la tenta-

1 K. Browne: Trabajos distintos, pág. 71. Crítica,Barcelona, 2000.

2 Si por techo de cristal se entiende un sistemaen el que existe una diferente probabilidad de las mu-jeres respecto a los hombres de ser promocionada deun nivel al siguiente superior, esto es, si se entiendecomo un sistema de obstáculos a la promoción verti-cal que incrementa en intensidad según se asciende enla jerarquía, hay poca evidencia de que ello sea así. Cf.E. Wright, J. Baxter: ‘Testing the Glass Hypothesis’,Gender & Society, 14, 6, 2000.

3 Para diversas perspectivas, sobre algunas de lascuales (derechos de propiedad) volveré brevemente, cf.los trabajos incluidos en E. Paul, F. Miller Jr., J. Paul(eds.): Scientific Innovation, Philosophy and Public Po-licy, Cambridge: Cambridge U. P. 1996. Resultaría in-teresante explorar el papel de los agitadores editorialesen esos procesos, como John Brockman, agente edito-rial de los grandes divulgadores, y él mismo, ensayistacientífico-cultural: J. Brockam (edt.), La tercera cultu-ra, Tusquets, Barcelona, 1996. Por otra parte, no sepuede ignorar la tentación que para los científicos su-pone un éxito de ventas que, entre otras retribuciones,les aseguran unos ingresos que jamás obtendrían en elámbito de sus quehaceres académicos.

4 Cabría recordar que bajo la misma palabra“ciencia” nos estamos refiriendo a cosas bien diferen-tes: teorías científicas, programas de investigación,aplicaciones tecnológicas y aun la ciencia como insti-tución. Sin duda, se trata de asuntos distintos, peroprecisamente lo que se quiere destacar o más bien pre-guntar es si hay un camino de vuelta que lleva desdelas implicaciones prácticas –desde las promesas de im-plicaciones prácticas, para ser justos–, pasando por losprogramas de investigación, hasta una elección deconjeturas que sólo se podrá saber si estaba justificadasi se dispone de recursos para validarla, recursos cuyaobtención no es ajena a las promesas prácticas.

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ción de explotar las razonables expectativasy hasta las fantasías de las gentes ante unaspromesas de la ciencia que, al fin, son pro-mesas sobre sus vidas. Por supuesto, está enel interés de cada uno –de cada segmentosocial, para ser precisos y realistas– el quesus necesidades e intereses se escuchen másque los de los demás; o, lo que es lo mismo,desde el otro lado, está en el interés de loscientíficos el que los potenciales beneficia-rios de sus proyectos de investigación seanel mayor número posible o, para ser másexactos, sean beneficiarios en condicionesde hacer valer con más fuerza sus intereses5.Unos beneficiarios que, de facto, sólo dispo-nen, y por la propia naturaleza del asuntosólo pueden disponer, de información so-bre “promesas de resultados”, material de lamisma naturaleza que los sueños y tan difí-cil de evaluar como éstos6. Desde luego,ello no asegura que se camine por la mejorvereda, que las decisiones influidas por talescriterios sean las mejores ni conduzcan a losmejores resultados. La pregunta es si los sis-temas de autocontrol de las comunidadescientíficas siguen siendo suficientes paraasegurar que los desvíos son mínimos o, almenos, para embridar los peligros queacompañan a las “batallas de la divulga-ción”. En las líneas que siguen intentaré jus-tificar el sentido de esas dudas. Pero antesbueno será empezar por examinar las difi-cultades de la divulgación científica, dificul-tades que, sin embargo, no impiden que ca-da vez tenga una mayor presencia pública.

La ciencia contemporánea es de difícil divulgación…No deja de resultar paradójica la popula-ridad de la ciencia contemporánea porqueno es fácil de digerir. Hay, por supuesto,dificultades derivadas de la magnitud del

empeño, de la propia vastedad de la tarea.Hasta bien entrado el siglo XIX, una per-sona culta podía seguir el conocimientocientífico disponible, sus resultados másimportantes, y con un elemental esfuerzoresultarle inteligible. Las primeras edicio-nes de la Enciclopedia Británica (1745-1785) fueron realizadas por un par depersonas. Las más recientes superan concreces los 10.000 expertos. Pero hay unaspecto más esencial que dificulta la po-pularización de la ciencia: su alejamientode la experiencia común. Tres circunstan-cias, al menos, concurren aquí.

La primera: las teorías –expresadascomo artefactos lingüísticos– saltan porencima de nuestras percepciones. Nuestroaparato neurosensorial constriñe el campode nuestras percepciones. No podemosconocer, percibir o intuir espacios no-eu-clidianos o longitudes de onda fuera delespectro visible, pero sí podemos saber deellos gracias a nuestras teorías. Nosotrospodemos hablar de realidades que no es-tamos en condiciones de experimentar. Elpropio conocimiento científico nos ayudaa construir herramientas, como la foto-grafía de alta velocidad, que nos permitenir más allá de nuestras percepciones7.

La segunda tiene que ver con el parti-cular desarrollo de la ciencia contemporá-nea, en especial con sus resultados más es-pectaculares en lo que atañe a vigor expli-cativo. Durante mucho tiempo, losresultados científicos se podían divulgarsin violentar intuiciones compartidas, in-vocando la experiencia de cada cual, conmetáforas extraídas del sentido común.Las teorías permitían presentaciones in-formales que se amarraban en imágenesfácilmente inteligibles para el lector ajenoal gremio. La más característica de todasfue la del universo-máquina, que estabaen el trasfondo de la mecánica clásica: un

mundo de “átomos y fuerzas atractivas yrepulsivas” en interacción permanente8.Eran modelos que mantenían bastantescontinuidades con nuestra experienciapráctica, por más que ciertas ideas, comola de acción a distancia asociada a la gra-vedad, no eran fáciles de aceptar psicoló-gicamente. Las cosas empezaron a cam-biar a lo largo del siglo XIX. Los camposelectromagnéticos, los desarrollos en ter-modinámica, la idea de que no nos en-frentábamos a una única forma de energíasino a las diversas formas en las que éstase transforma, no encontraban anclajesencillo en la imaginería popular. Esos de-sarrollos prepararon el terreno para otrasteorías (relatividad general, mecánicacuántica) que, más que cambiar nuestraimagen del mundo, parecían hacer imposi-ble cualquier imagen. Los debates en filo-sofía de la ciencia del siglo XX reflejan enbuena medida esa circunstancia: la susti-tución de una visión realista de las teoríascientíficas, que nos diría cómo “son real-mente las cosas”, por otra según la cuallas teorías son eficaces instrumentos convigor predictivo pero que en ningún casonos proporcionan pinturas, descripcionesde lo real.

Finalmente, el alejamiento entreciencia y sentido común también tieneque ver con los errores del sentido co-mún. No sólo se trata de que las teoríasvayan más allá de nuestras percepcioneso de nuestras intuiciones: es que éstasoperan con teorías erradas. La investiga-ción de los procesos cognitivos muestrala presencia de ciertas disposiciones psi-cobiológicas bien asentadas en la mentehumana responsables de conjeturas (físi-cas, biológicas o psicológicas, por ejem-plo) que, aunque falsas, han resultadoeficaces para la propia evolución de la es-pecie9. Los humanos nacemos con cre-encias acerca de cómo es y de cómo fun-ciona el mundo; acerca, por ejemplo, delpeso de los cuerpos, del movimiento, dela acción a distancia o, incluso, de cómose clasifican los seres vivos, que, aunqueno siempre se corresponden con cómo“son realmente las cosas”, nos proporcio-nan una conveniente economía compu-tacional para tomar decisiones en esce-

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5 Eso quiere decir: que tengan dinero o dispon-gan de votos. Lo que importa, lo que reconoce el mer-cado, no son las necesidades sino las necesidades condinero; lo que reconoce el sistema político es la capa-cidad de traducirse en votos. En esas condiciones, lospoderosos, con capacidad adquisitiva y con capacidadde propaganda, de influir a través de los medios de co-municación, son los que trazan el inventario de nece-sidades a atender. La investigación médica es el ejem-plo paradigmático de esta circunstancia: las enferme-dades endémicas de Africa y, más aquí, las de lasmujeres, que, afectando a segmentos importantes depoblación, han sido sistemáticamente desatendidas.

6 La pregunta, que no se abordará aquí, es si ca-be imaginar un escenario en donde exista un consensosocial “bien formado” (de democracia participativa ydeliberativa) que, una vez admitida la inevitable y aunconveniente presencia de la sociedad a la hora de perfi-lar los objetivos generales de investigación, proporcio-ne una justificada inspiración a tales objetivos. Paraun intento de responder afirmativamente a esa cues-tión, P. Kitcher: Science, Truth and Democracy, Ox-ford: Oxford U. 2001.

7 Con independencia de la discutida cuestión desi podemos pensar sin lenguaje, lo innegable es queéste amplifica exponencialmente nuestra capacidadpara pensar: podemos corregir, comparar, apoyarnosen las conclusiones de los otros, compartir la informa-ción de “otros millones de seres humanos con los queno estamos relacionados”. D. Dennet, Language andInteligence; J. Khalfa (edt.), What is Inteligence?, pág.177. Cambridge: Cambridge U.P. 1994. La preguntade si podemos pensar sin lenguaje encuentra su terre-no experimental en niños que todavía no hablan (a loscinco meses manejan conceptos aritméticos sencillos)o sordos no expuestos a ningún lenguaje o de anima-les no humanos, aún así, la controversia no está re-suelta, cf. Un repaso de lo primero en T. Au, “Lan-guage and Thouht”, R. Wilson, F. C. Keil (edts.),The MIT Encyclopedia of the Cognitive Sciences,The MIT Press: Cambridge, 1999, de lo segundo enH-J. Glock, “Animals, Thoughts and Concepts”,págs. 35-64, Synthese, 123, 1, 2000.

8 Lo que permitió su conversión en una suerte demetafísica susceptible de ser trasladada de una cienciaa otra, incluidas las ciencias sociales. F. Ovejero: De lanaturaleza a la sociedad. Península, Barcelona, 1987.

9 No sólo nuestra especie, también los chimpan-cés tienen sus teorías físicas, piensan el mundo físico.Y su sentido común físico es bien diferente del nuestro:no caben conceptos como masa o inercia., D. Povine-lli: Folk Physics for Apes, Oxford: Oxford U. P. 2000.

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narios cambiantes que reclaman respues-tas rápidas y eficaces10. Esa circunstanciaproduce una suerte de separación mentalentre lo que sabemos y lo que creemos(lo que aceptamos) que dificulta la asi-milación psicológica de las teorías11. És-tas no llegan a impregnar –a instalarseen– nuestra manera de mirar la realidad.Mientras un mecánico ha aprendido aleer los coches (un ruido, por ejemplo)desde su trato con ellos, los estudiantesuniversitarios de físicas, según muestranciertos experimentos, hacen uso de explicaciones (acerca del peso, las trayec-torias o el movimiento) fuera del aula

que nada tienen que ver con lo queaprenden en clase, con lo que saben. Lafísica psicológica, popular, espontánea es,por así decir, aristotélica: la flecha se de-tiene cuando pierde su impulso, loscuerpos caen porque pesan, etcétera. Nisiquiera llega a newtoniana.

Sin embargo, nunca la ciencia se ha divulgado másNunca la ciencia fue más oscura peronunca la ciencia ha suscitado tanto inte-rés público. En principio, no hay razo-nes para asombrarse de ese interés. Enotro tiempo, la ciencia era una piezamás en la cultura humana que apenasafectaba la vida de cada día. Hoy atra-viesa la vida social y es un empeño co-lectivo que compromete grandes recur-sos. Seguramente, algo tendrá que veren ello el proceso de alfabetización. Seacostumbra a decir, con cierto empachode palabras, que las revoluciones coper-nicana o darwiniana situaron “al hom-bre en su exacto lugar” al alejarle delcentro del universo o de la creación; pe-ro lo cierto es que, en su día, dichas re-voluciones apenas llegaron a modificarlas creencias y los modos de mirar el

mundo de unas gentes cuyas vidas pocotenían que ver con la cultura escrita12.De todos modos, las diferencias funda-mentales hay que buscarlas en otra di-rección: aquellas revoluciones tuvieronun limitado impacto práctico, tecnoló-gico y, en general, social. Los cambioshan sido radicales.

En primer lugar, el paso de la littlescience a la big science13. La ciencia no esya una labor realizable con lápiz y papelen la soledad del estudio. La investiga-ción básica requiere enormes recursoshumanos y materiales. Mientras Galileopodía –aunque no llegara a hacerlo–construir un plano inclinado en su casa,un acelerador de partículas está más alládel presupuesto de la mayor parte de losEstados.

También ha cambiado, en la mismadirección, el tipo de relación entre cien-cia básica y tecnología. Si en otro tiempociencia y tecnología parecían caminarpor distintos senderos, hoy la investiga-ción teórica busca –justificarse a travésde– aplicaciones inmediatas14. En senti-do estricto, es innegable que los usos tec-nológicos no pueden guiar la investiga-ción básica: una investigación, por defi-nición, no sabe lo que va a encontrar.No lo es menos que en bastantes ocasio-nes resulta difícil anticipar las conse-cuencias prácticas de un descubrimientocientífico: apenas cinco años antes deldesarrollo de la bomba atómica no pocosde los pioneros de la física nuclear nega-ban la posibilidad de su utilización prác-tica. Pero, con todo, resulta indiscutibleel estrechamiento del vínculo entre cien-

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10 Para un panorama de nuestras teorías, cf. lostrabajos recogidos en D. Sperber, D. Premack, A. J.Premack (eds.): Causal Cognition, Oxford: Oxford U.P. 1995.

11 Los problemas anteriores son dificultades deprincipio que conducen a sostener teorías falsas conindependencia de la información que se tiene. Otracosa es que, además, se tengan informaciones –y sesostengan teorías– incorrectas, tan intuitivas –o con-traintuitivas– como las otras, la simple ignorancia:ideas sobre la clonación, la radiactividad, etcétera. Pa-ra una investigación empírica sobre ello, cf. D. Miller,R. Pardo, F. Niwa: Public Perceptions of Science andTecnology, Madrid: Fundación BBV: The ChicagoAcademic Press, 1997.

12 Es indudable que en la época de Darwin lascosas no eran lo mismo que 400 años antes, pero nolo es menos que la teoría de Darwin, cargada de ambi-güedades y problemas, estuvo muy lejos de alcanzaruna general aceptación. Sólo lo conseguirá en los añostreinta del siglo XX cuando Dobzhansky, Mayr ySimpson la articulan con la teoría genética de Mendel,en lo que se llamaría teoría sintética de la evolución. Cf.P. Bowler: El eclipse del darwinismo, Labor, Barcelona,1985.

13 Según la distinción del clásico trabajo de D.Solla Price: Little Science, Big Science… and Beyond.Nueva York, Columbia University Press, 1986 (e. o.1963).

14 Cierta sociología de la ciencia contrapone dosmodos de hacer la ciencia: el tradicional, modo 1, quese correspondería con la little science, generado en dis-ciplinas específicas, cognitivo y fundamentalmenteasociado a la academia; y el modo 2, interdisciplinario,producido fuera de las universidades, inserto en pro-gramas de investigación regidos por intereses econó-micos o políticos: M. Gibbons, C. Limoges, H. No-wotny, S. Schwartzmannn, P. Scott, M. Trow, TheNew Production of Knowledge, Sage, Londres, 1994;H. Nowtny, P. Scott, M. Gibbon, Rethinking science:knowledge and the public in an age on uncertainty,Cambridge: Polity Press, 2001.

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cia básica y tecnología15. Muestra de elloes el acortamiento de tiempo entre ladisposición del conocimiento y su apli-cación: la fotografía tardó en desarrollar-se 115 años; el teléfono, 56; la radio, 35;la bomba atómica, 6.

La última diferencia tiene que ver conla magnitud del impacto. Algunos histo-riadores intentaron explicar el feudalismocomo consecuencia del uso del estribo oel renacimiento por la generalización deluso de las gafas. Quizá haya bastante deexageración en esas conjeturas, pero loque resulta indiscutible es que desde la re-volución industrial la tecnología se haconvertido en un motor de los procesoseconómicos16. Importantes cambios en lavida social reciente aparecen vinculados adesarrollos tecnológicos (electricidad,construcción, comunicaciones). El auto-móvil y la lavadora han contribuido acambiar las relaciones entre los sexos tan-to como el activismo político. El procesose ha acelerado exponencialmente conuna tecnología de base científica, obvia-mente más poderosa. Así las cosas, no hade extrañar la confianza de las gentes enque los nuevos descubrimientos les ayudena satisfacer sus necesidades y a resolver susproblemas. La ciencia y sus aplicacioneshan venido a ser la mayor fuente de ex-pectación acerca de lo puede llegar a ser,de lo que el futuro nos puede deparar. Ensuma, que no faltan razones para que losciudadanos se interesen por una cienciaque afecta a aspectos fundamentales desus vidas.

La divulgación como lugar de polémicasPero no creo que la explicación de la pre-sencia mediática de la ciencia se agote enel lado de la demanda. Sin duda, buenaparte de esa presencia tiene que ver consu capacidad para modificar nuestro hori-

zonte de posibilidades, nuestros futurosescenarios de vida, enfrentándonos enocasiones a retos que ni siquiera podía-mos contemplar hace unos años, como hasucedido paradigmáticamente en el casode la investigación genética17. Tampocopodemos ignorar la presencia de desnu-dos intereses políticos y económicos en lacreación de atmósferas propicias a asignarrecursos a una investigación cuyo fin últi-mo es la creación de instrumentos de des-trucción masiva. Ocurre, por supuesto,en Estados Unidos, con el complejo mili-tar-industrial, y ocurre también en otroslugares en donde acaso resulta más ofensi-vo, como India, en donde el 85% de unpresupuesto de investigación nada despre-ciable se dirige a la investigaciónmilitar18. No estoy seguro de que se in-cluya la divulgación científica entre losdiversos instrumentos de propaganda,más o menos sutiles, más o menos direc-tos, destinados a hacer posible la diges-tión de tales asignaciones de recursos en-tre los votantes, aunque no cabe descartarla difusión de resultados que muestran“escenarios catastróficos” ante los que ha-bría que prevenirse.

En todo caso, incluso si el peso im-portante del interés por la ciencia hay quecargarlo en circunstancias como las men-cionadas, ello no excluye el reconoci-miento de otras que apuntan a dinámicaspropias de la actividad investigadora yque, sobre el trasfondo de las anteriores,contribuyen a la popularidad de la ciencia.Porque no es el caso de que la mayor par-te de la ciencia popular se concentre enlos resultados que más pueden modificarla vida de las gentes, los resultados que

mayores implicaciones tecnológicas tie-nen. Y tampoco que, como recordabanuestro ejemplo del techo de cristal, la di-vulgación se ocupe exclusivamente depresentar los resultados consolidados, laciencia segura, que una vez afirmada en lacomunidad académica busca acceder a unpúblico general. Sin duda, ésa es una par-te no desatendible de la divulgación19.

Pero hay más. Un repaso por los li-bros expuestos en las librerías nos muestrael enorme peso entre la literatura de di-vulgación de disciplinas, áreas o teoríascomo la evolución biológica, la cosmolo-gía, el proceso de hominización, las cien-cias cognitivas, el origen de la vida, lasaplicaciones de las teorías del caos o de lacomplejidad. Se trata de líneas de investi-gación sugestivas, propicias a alimentar laespeculación filosófica, pero con reales di-ficultades de control experimental directoy, todavía más, de control práctico por lavía de sus posibles aplicaciones (al cabo,como nos recuerda la historia entera de lamedicina, mal que bien, las aplicacionestécnicas constituyen tribunales indirectosen los que calibrar la solvencia de las teo-rías o conjeturas que les sirven de funda-mento). Otro rasgo de esa literatura es que, con frecuencia, antes que referirseal mainstream, al conocimiento consolida-do y aceptado por la comunidad científi-ca se refiere a teorías que, cuando menos,son objeto de disputa en sus respectivasáreas, aun si se escamotea al lector esacondición20. En tales casos, se produceuna especie de esquizofrenia entre la cien-cia aceptada y la ciencia divulgada. Encierto modo, la disputa académica parece

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15 Son muchos los cambios en la relación entreciencia y tecnología. Estudios históricos de casos hanmostrado: a) que ciertas apuestas por tecnologías utili-zadas en la investigación “inicialmente eran de discu-tible eficiencia” y sólo se podían entender por la pre-sencia de factores externos; b) que los propios desarro-llos de esas tecnologías “permiten responder acuestiones teóricas que ni siquiera se habían plantea-do”. Si las cosas son de ese modo, habría que concluirque la dinámica de la propia investigación aparece re-gulada por circunstancias externas: H-J. Rheinberger,‘Putting Isotopes to work: Liquid Scintillation Coun-ters, 1950-1970’, B. Joerges, T. Shinn (edt.), Instru-mentation Between Science, State and Industry,pág.144, Dordrecht: Kluwer, 2001.

16 N. Rosenberg ha realizado interesantes invsti-gaciones acerca de esa relación. Para una exposiciónbreve, N. Rosenberg, R. Frischtak: ‘La innovacióntecnológica y los cilcos económicos’, Papeles de econo-mia española, pág, 28, 1986.

17 De todos modos, esa inevitable miopía debematizarse. Es cierto que, por definición, la investiga-ción científica no sabe lo que va a encontrar. Con to-do, el reconocimiento de esa circunstancia no impideque se pueda adoptar una actitud cautelosa en la in-vestigación básica como la que llevó en julio de 1974a los investigadores en genética a proponer una suertede paralización en investigación hasta que se hubieranexplorado las hipotéticas consecuencias de lo que “sepodía encontrar”. Desde luego, la paralización resultabastante más complicada en las vecindades del desa-rrollo tecnológico: los investigadores básicos son unospocos y es más fácil la coordinación, y, sobre todo, to-davía no se ha desatado la guerra de intereses econó-micos y de expectativas populares con conocidos ses-gos a la hora de calibrar equilibradamente peligros yesperanzas. Para una valoración crítica de cómo hanido las cosas en ese ámbito, D. Barben: ‘The PoliticalEconomy of Genetic Engineering’, Organization andEnvironment, 11, 4, 1998.

18 Precisamente por ello, Suecia retiró en 1998–año del que proceden estos datos– su ayuda al desa-rrollo (119 millones de dólares). E. Arnet:, ‘Big Scien-ce, Small results’, Bulletin of the Atomic Scientists, vol.54, 4, 1998.

19 Y que tienen que presentarse como soluciones,pues los humanos parecemos operar según “el princi-pio inverso de evaluación del riesgo: la propensión deuna comunidad a reconocer la existencia de un riesgoestaría determinada por la idea que se hace de la exis-tencia de soluciones”, D. Fleming, citado por J-P.Dupy, Pour un catrophisme eclairé, pág. 144, Seuil:París, 2002. Aunque no debería olvidarse que la ma-yor parte de los riesgos planetarios proceden de unatecnología de base científica. Entre sus siempre intere-santes trabajos, sobre cómo evaluar esos riesgos, siguesiendo de mucho interés: K. S. Shrader-Frechette,Risk and Rationality, University of California Press:Berkeley, 1991.

20 Acaso el ejemplo más notorio es el de la biolo-gía evolucionista. Los ensayos de Dawkins o de S. J.Gould, que indiscutiblemente resultan elegantes con-jeturas, están lejos de corresponder con lo que se en-cuentra en los manuales universitarios o en las jour-nals. Interesantes desarrollos como la psicología evolu-cionista consiguen una aceptación entre los “lectorescultos” como ciencia firme superior a la que tienen enlos medios académicos. Para la descripción de la evo-lución del debate, dentro y fuera de la academia, y desus maneras, malas: A. Brwon, The Darwin Wars, Si-mon & Schuster, Londres, 1999; U. Segerstråle, De-fenders of the Truth, Oxford: Oxford U. P. 2000.

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darse antes en la opinión pública que ensus lugares tradicionales. Más que asegu-rarse un (improbable) triunfo en la comu-nidad académica, parece importar la vic-toria ante la opinión pública. Sería exage-rado decir, como sostienen algunossociólogos de la ciencia, que hasta en elpropio núcleo de la actividad investigado-ra, en la aceptación de conjeturas, se danbatallas que poco tienen que ver con lapulcritud metodológica21. Por lo demás,no creo que puedan reducirse disciplinasdiversas –o incluso líneas de investigacióndistintas, dentro de una misma discipli-na– a una única explicación rústicamentesociológica. Ahora bien, levantadas todaslas cautelas, creo que sí merece algunaatención una serie de circunstancias dedistinta naturaleza, que pueden ayudar ailuminar un fenómeno, que son algo másque simples episodios, que flor de un día.Para ver cómo ese desplazamiento del lu-gar del debate se puede producir, convie-ne hacer un rodeo y entretenerse un mo-mento en recordar algunas característicasde la dinámica de la ciencia.

El diseño de las comunidades científicasInevitablemente, al optar por una teoría o,más en general, por un programa de inves-tigación, los científicos de todas las épocasse han enfrentado a una elección de com-plicada justificación: el tiempo dirá si esrazonable mi apuesta de hoy por un pro-yecto pero eso sólo lo alcanzaré a saber sime comprometo sin razones, en la con-fianza de que en el propio proceso de in-vestigación acabaré por encontrar mañanalas razones que justifican mi decisión deahora. Hoy carezco de razones para decidirpero sólo si me decido podré saber si mielección está justificada. Durante muchotiempo, en esas elecciones los científicosempeñaban su vida, a lo sumo sus propiasenergías y haciendas. En el contexto de lalittle science, la investigación no exigía exce-sivos recursos y, por ello, las decisiones en-tre líneas de investigación no escapaban auna comunidad científica que, en algúngrado, podía introducir una dosis de racio-nalidad o, al menos, se mostraba poco dis-puesta a que circunstancias ajenas al pro-pio desarrollo de la ciencia enturbiaran elejercicio de las virtudes epistémicas.

Por supuesto, no hay que pensar quelos científicos son unos benditos encela-dos con la búsqueda de la verdad. Las co-munidades científicas están lejos de resul-tar comunidades de ángeles. La historiadel descubrimiento de la doble hélice esuna muestra de las trapacerías que confrecuencia se ocultan en la trastienda delsabio22. Sabemos que los criterios de in-greso en la comunidad académica estánlejos de ser transparentes; que como hanmostrado los sociólogos de la ciencia lapublicación de artículos en las revistasprofesionales no siempre respeta criteriosde imparcialidad; que los procesos de so-cialización académica, los procesos quellevan a los nuevos científicos a incorpo-rarse en los grupos investigadores y a ha-cer suyas las teorías, no pasan por proce-sos de clarificación y fundamentación delas teorías aceptadas, sino que consistenen una imprecisa asimilación de un “mo-do de ver la realidad”, más psicológicaque lógica, en donde no faltan mecanis-mos de autoridad.

Sin embargo, con todo, en las comu-nidades científicas se dan un conjunto decircunstancias que, con independencia dela moralidad de los protagonistas, de loscientíficos, aseguran la bondad del resul-tado. En primer lugar, al menos comoideal regulativo, funcionan los valores queMerton sistematizó hace más de cincuen-ta años y que regulan a la comunidadcientífica como un peculiar sistema social:universalismo, escepticismo organizado,comunismo (el saber es común y públi-co), carácter desinteresado23. Tales valorestienen su traducción en un conjunto dereglas (a) que rigen el funcionamiento delas comunidades científicas: los argumen-tos deben ser públicos, no cabe apelar a lajerarquía, etcétera. Junto a estas reglas (a),en la investigación científica operan otrasde naturaleza bien distinta; b) metodoló-gicas, que son las propias de las (buenas)teorías: consistencia, adecuación empíri-ca, potencial predictivo, precisión; c)pragmático-epistémicas, que regulan losprocesos de aceptación y justificación (lasdeliberaciones) de las teorías por parte delos científicos: deben buscarse teorías co-rrectas, los argumentos deben evaluarseimparcialmente, deben estar dispuestos a

explorar teorías con independencia de supopularidad (sin miedo al ridículo, porejemplo), etcétera. Ese conjunto de reglasgarantiza en principio el buen hacer de laciencia, el avance en el objetivo de produ-cir buenas teorías. Tal como están diseña-das las comunidades científicas (reglas a),la valoración de las conjeturas (por las reglas c) asegura el correcto comporta-miento que conduce a la selección de lasteorías correctas (que cumplen las reglasb). Los científicos pueden guiarse pormotivos, principios o reglas bien distin-tas; pueden buscar la fama, el dinero o eléxito sexual, bien alejados del amor a laverdad; pero, incluso para satisfacer talesambiciones, se ven obligados a jugar lim-pio.

Aunque no es ésa toda la historia. Pa-ra que el diseño normativo descrito fun-cione y, consiguientemente, se produzcael flujo y la competencia de las ideas, esimportante que estén claros los retos quehan de enfrentar las teorías, los problemasa investigar24. Tales retos, cuando unadisciplina alcanza su madurez, derivan desu propio desarrollo, que proporciona uninventario de problemas y preguntas a re-solver. Las dificultades aparecen cuandolos retos no están claros; esto es, cuandono hay una comunidad científica quecomparte un repertorio de teorías y pro-blemas. En tal caso, el diseño normativoopera en una suerte de vacuum y las reglasde juego, aplicadas a teorías diferentescon diferentes problemas, intentandoaquilatar asuntos inconmensurables, pier-den toda calidad prescriptiva, dejan deservir como inequívocas guías en la reso-lución del debate científico. A eso se aña-de que, con frecuencia, las propias reglasresultan de complicada aplicación; que,por ejemplo, las posibilidades de controlmetodológico están limitadas (dificulta-des para la experimentación, imposibili-dad de establecer predicciones, ausenciade implicaciones prácticas, explicacionesque involucran conexiones no dilucida-das) o apuntan en direcciones diferentes,cada uno de los criterios metodológicosavalando distintas conjeturas. En esascondiciones, el conjunto de la maquinariadeja de funcionar, de asegurarnos el modode distinguir la bondad de los productosy aumenta la probabilidad de que aparez-can las perversiones y de que dejen de

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21 La versión más radical de estas ideas es el pro-grama fuerte de sociología de la ciencia defendido porla llamada “Escuela de Edimburgo”. Cf. B. Barnes:Interes and the Growth of Knowledge. Roudledge, Lon-dres, 1977. Para una examen crítico, cf. A. Molina: Elprograma fuerte de sociología de la ciencia, Universidadde Granada, Granada, 1999.

22 La historia de los conflictos y recelos la escri-bió impúdicamente el propio protagonista, J. Watson:La doble hélice, Alianza, Madrid, 2000.

23 R. Merton: ‘The Normative Structure ofScience’ (1942), en R. Merton, The Sociology of Scien-ce, págs. 254-278, Chicago: University of ChicagoPress, 1973.

24 Y, por tanto, los marcos teóricos con los queencararlos, porque no hay problemas sueltos, sino pro-blemas y preguntas para una teoría que los identifica ydescribe.

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operar los descritos mecanismos de auto-rregulación de las comunidades científicasque, mal que bien, garantizan el buen ha-cer de la actividad investigadora.

El resultado es previsible: en un jue-go, cuando las reglas no están claras,cuando no se sabe qué está permitido yqué no o, ni siquiera, en qué consiste ga-nar, cuál es el reto, todas las patologías es-tán aseguradas. Si en el boxeo el tongo esmás común que en los 100 metros lisos esporque en este último caso no hay lugarpara el equívoco: gana el que llega el pri-mero. El arte, a sensu contrario, proporcio-na un ejemplo iluminador. En éste, laevaluación contiene inevitablemente ungrado importante de indeterminación,precisamente porque en buena medida laactividad artística consiste, en su mejorversión, en un complicado trade-off entretradición y revolución; entre, por unaparte, continuidad y respeto a las conven-ciones del género, lo que permite recono-cer a una práctica artística como tal, y porotra, renovación y ruptura de las reglas,de las herencias recibidas, aquellas en lasque está instalada la obra25. En esas con-diciones, la persistencia gremial en deter-minar “quién lo hace mejor”, desprovistade asideros concluyentes, propicia la pro-liferación de patologías, entre ellas que,ante la imposibilidad de evaluar los pro-ductos, se evalúe a los productores. Poreso, las artes en general, como buena par-te de las humanidades26, son particular-mente propicias a las malas maneras (ex-clusiones, trapicheos, amiguismos), noporque los artistas sean peores personasque los científicos27.

Para ver cómo las fallas en el funciona-miento de las reglas y la ausencia de retoscomunes se traducen en tales vicios es con-veniente recordar una peculiaridad de laciencia que tiene su traducción en el fun-cionamiento de las comunidades científi-cas. Por definición, las teorías han de ser

(de)mostradas. No hay modo de ocultar laciencia a los miembros de la comunidadcientífica. No cabe excluir a los demás desu consumo28. Por ello, para disfrutar delprivilegio de descubrir una teoría, hay queperder el privilegio de poseerla y, además,hay interés en hacerlo. Esta circunstanciatiene su manifestación en el particular siste-ma de incentivos de la ciencia: no hay me-dallas de plata. Llegar tarde a un resultadoes no llegar. En un descubrimiento o enuna demostración no hay un orden de lle-gada que permita repartir premios según elesfuerzo. Pero, claro, para saber quién llegaprimero es preciso que las reglas sean ine-quívocas. Si no es así, no hay modo de de-terminar quién ha ganado y se abre el camino para las interpretaciones o las mani-pulaciones. El problema no es de la buenao mala voluntad de los que ejercen la activi-dad. Un científico puede investigar por milmotivos, muchos de ellos inmorales o irra-cionales. Pero, a efectos de los resultados,da lo mismo: tiene que atenerse a las reglasque regulan las buenas argumentaciones.La existencia de reglas precisas asegura quelos objetivos de los científicos confluyencon los objetivos de la ciencia. En ese senti-do, la existencia de claros procedimientosde control resuelve los problemas de mora-lidad y proporciona una saludable cuaren-tena a la comunidad investigadora, un cor-dón sanitario que cancela o al menos limitala influencia de agentes extraños. Pero paraeso hay que disponer de criterios, de retos yreglas. Cuando ello no se da las disputas sedesplazan hacia donde no deben. Por ejem-plo, a los medios de comunicación.

La historia de las llamadas “cienciassociales” proporciona un buen muestrariode la divulgación de resultados inexisten-tes, de teorizaciones urgentes, de lo quesucede cuando no hay reglas claras, de có-mo aparecen batallas en la opinión públi-ca que nada tienen que ver con la correctadiscusión académica29. El psicoanálisis es

un ejemplo clásico de cómo el (relativo)interés académico llega después del éxitopublicístico y en buena medida comoconsecuencia de éste (en todo caso, nopor resultados espectaculares o por con-quistar la claridad conceptual). Una tra-yectoria de esa naturaleza, que quizá nosea ajena a muchas de las “grandes espe-culaciones” recientes, con difíciles –si noimposibles– controles metodológicos, re-sulta difícil de imaginar que pueda darseen disciplinas bien desarrolladas, que dis-ponen de genuinos problemas a encarar ycon una idea compartida acerca de quésignifica resolverlos aceptablemente. Enprincipio, en tales disciplinas los diseñosinstitucionales, las diversas reglas, sobre un fondo de problemas y teoríascompartidas, corrigen las influencias patológicas30. Pero, desde luego, las cosasno se ven facilitadas cuando aparece labatalla por los recursos, batalla inevitableen los tiempos de la big science31.

En esas circunstancias, la divulgaciónpuede llegar a convertirse en un escenariomás en donde ganarse a una opinión pú-blica y, así, asegurarse los necesarios re-cursos. Ahora bien, cuando las batallascientíficas se dilucidan en los medios deprensa o en la televisión, las posibilidadesde que se acaben imponiendo los trucosretóricos o propagandísticos son mayo-

LAS BATALLAS DE LA CIENCIA POPULAR

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25 M. Hjort (edt.), Rules and Conventions. Lite-rature, Philosophy and Social Theory. The Johns Hop-kins University Press, Baltimore, 1992. Lo que no im-pide reconocer ciertos grados de objetividad, al menosen la literatura: P. Lamarque, S. Olsen, Truth, Ficcionand Literature, A Philosophical Perspective, págs. 107 ysigs., Oxford: Clarendon Press, 1994.

26 En un interesante trabajo, S. Haak ha sosteni-do que la extensión del sistema de “proyectos de in-vestigación” y de incentivos propio de las ciencias a lafilosofía ha contribuido a la pérdida de calidad, ‘Pre-posterism and its Consecuences’, E. Paul, F. MillerJr., J. Paul (edts.), Scientific Innovation, Philosophyand Public Policy, op. cit., págs. 296 y sigs.

27 Las antologías poéticas son uno de los mejorestestimonios de tales prácticas. Cf. F. Ovejero: ‘La so-ciedad de los poetas’, El País, 15-8-2000.

28 En ese sentido, la ciencia tiene característicasde un bien público, como recordó en un clásico traba-jo K. Arrow: ‘Economic Welfare and the allocationfor Resources for Invention’, The Rate and Directionof Inventive Activity, Princeton: Princeton U. P. 1962.Para matizaciones a esa condición, P. Dasgupta, P.David: ‘Information Disclosure and the Economic ofScience and Technology’, G. Feiwell (ed.), Arrow andthe Ascent of Modern Economic Theory, págs. 519-42,Nueva. York: N. York U. P. 1987; P. Stephan, ‘TheEconomics of Science’, Journal of Economic Literature,V. XXXIV, sept. 1996. F. Broncano ha discutido endetalle esta caracterización: ‘Es la ciencia un bien pú-blico’, pág 115, CLAVES dE RAZÓN PRÁCTICA, 2001.

29 Y de ahí la laxitud moral con la que funcio-nan. La violación mínima del código de honor de laciencia (plagios, resultados no verificados, etcétera)que condena al ostracismo en las disciplinas maduras

son pan de cada día de las ciencias sociales, al menosen ámbitos locales: F. Ovejero, Kuhn y las ciencias des-honestas, pág.71, CLAVES de RAZÓN PRÁCTICA, 1991.De todos modos, quizá convenga aclarar que la cate-goría de ciencias sociales, ya discutible por sí misma,abarca géneros bien diferentes, algunos de ellos pocopropicios a las malas artes. [Algún día habrá que hacerun “elogio de la demografía” como disciplina (dispo-ne de datos asibles y de herramientas formales ajusta-das a concepto y propósito), sobre todo, después del11 de septiembre, que ha propiciado el género de lostendenciólogos (lo que no quiere decir que no se pue-dan decir cosas sensatas sobre predicción: N. Rescher:Predicting the Future. SUNY, Albany, 1998. Convienerecordarlo en estos tiempos en los que los conservado-res, para condenar las posibilidades de intervenir so-cialmente, apelan a la imposibilidad de disponer debase cognitiva fiable)].

30 Para ver que también en las disciplinas serias(superconductividad y fusión fría, ingeniería genética)se cuecen habas, cf. P. Weingard, G. Krüchen, Rai-mund Hasse: ‘Ciencia y entorno social: una aplica-ción del enfoque institucionalista a los estudios socia-les de la ciencia’, pág.16, Revista Internacional de So-ciología, 1997.

31 De hecho, exagerando el trazo, se podría llegara decir que las dificultades “objetivas” de experimen-tación de las “ciencias sociales” tienen, en la física, susequivalentes en las dificultades materiales de experi-mentación, en los enormes costos que supone confir-mar que se está en el buen camino. Sobre este aspectoy, en general, los fraudes, también en las disciplinasmaduras, véase el ensayo del antiguo director del de-partamento de la Universidad de Maryland, R. Park:Vodoo Science: The Road from Foolishness to Fraud,Oxford: Oxford U. P. 2000.

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res32. Allí, desde luego, no operan las reglas de criba de las comunidades cientí-ficas; allí, por definición, no caben los re-finados argumentos: no hay modo de va-lorar el conocimiento si no se dispone deconocimiento, si no se es competente enel asunto investigado, si no se forma partede la comunidad científica. Allí, sencilla-mente, no es que exista un control de pe-or calidad; es que el control es imposibleporque para ejercerlo habría que estar in-formados y es precisamente de informa-ción de lo que carecen quienes toman esasdecisiones. Los economistas han descritocon teorías solventes lo que sucede en ta-les escenarios: la mercancía mala sustituyea la buena33.

No faltan quienes se preguntan si esanueva dimensión de la actividad investi-gadora no afecta también a disciplinascon procedimientos y retos claros a la ho-ra de decidir por dónde avanzar. No todaslas disciplinas son iguales; e incluso en esaimprecisa categoría de las ciencias de lanaturaleza, supuestamente contrapuesta alas ciencias sociales, coexisten disciplinascon estilos metódicos bien diferentes34.En todo caso, de poco sirven, en estosasuntos, las respuestas simplificadoras. Lapresencia de las circunstancias ajenas a lavoluntad de las comunidades científica es,y no puede dejar de ser, por la propia na-turaleza del asunto, una cuestión de gra-do. Lo que es seguro es que resulta menosnotoria en disciplinas maduras como la fí-sica de altas energías35. Pero, desde luego,en otros casos las cosas son más nítidas.

Las campañas de publicidad de la NASA,y también de buena parte de la investiga-ción médica (el caso del sida es paradig-mático), son una muestra de cómo sebusca la victoria en la arena pública paraobtener los necesarios recursos que, encierto modo, asegurarán la victoria tam-bién en la comunidad académica. En to-do caso, cada vez son más las voces, y cada vez transmiten mayor sensación deimpotencia, que llaman la atención sobrela pérdida de las buenas maneras tradicio-nales entre los científicos, sobre la frecuen-cia con la que los descubrimientos son pre-sentados antes en ruedas de prensa que an-te los colegas y con el hecho de que parece existir mayor preocupación porasegurarse una patente que por exponer laidea que supuestamente la sustenta a la criba de las revistas profesionales. Perolo cierto es que el núcleo del problema esdifícil de escamotear y la sensación de im-potencia se corresponde con la inexorabley exacta naturaleza del problema: la pro-pia magnitud de la empresa científica. Deahí la fatalidad de la paradoja: el mejorprograma de investigación, el que tienelas mejores razones, no tendrá ocasión deencontrarlas si no está dispuesto a batirsecon malas razones en escenarios que noestán en condiciones de distinguir unasde otras.

En principio, parece que habría razo-nes para alegrarse de la popularidad de laciencia. No andan los tiempos sobradosde vocación racionalista. Todo lo que seaproporcionar instrumentos para entenderel mundo es una importante ayuda en elempeño del buen navegar en la vida, dedisponer de un mapa con el que orientar-nos en el oficio de vivir, que algo tieneque ver con la cabal gestión de la felici-dad. Las páginas anteriores han intentadoargumentar que quizá las razones de lapopularidad y del desplazamiento de loslugares naturales del debate académico nosean tan honrosas, no tengan que ver conincontenibles vocaciones educadoras ocon afanes democráticos, imposibles enestos asuntos y que, al menos, no resultainconveniente, a la hora de entender cómo son las cosas, volver la mirada en

otra dirección, atender a una inevitablelucha por los enormes recursos que recla-ma la ciencia moderna en conjunción condificultades de distinta naturaleza paraevaluar la calidad de conocimiento. Al ca-bo, si no hay gente que trabaje en ella, lamejor teoría de mundo resulta estéril.36n

Félix Ovejero Lucas es profesor de Ética y Eco-nomía en la Universidad de Barcelona. Autor deSombras Liberales.

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32 Por supuesto, ello no quiere decir que tales pro-cederes resultarán irrelevantes en la ciencia clásica. Elmismo Galileo hizo abundante uso de ellos. En esa cir-cunstancia se amparó P. Feyerabend en sus alegatosirracionalistas y descalificadores de la filosofía de laciencia, haciendo uso el mismo de tales procedimien-tos, entre ellos la indistinción entre lo que se hace y loque está justificado hacer: P. Feyerabend, Tratado con-tra el método, Técnos, Madrid, 1981. La diferencia ra-dica en que ahora, con los medios de comunicación demasas y los sistemas democráticos, el público de refe-rencia no son unos cuantos mecenas sino los votantes.

33 Es la misma situación –de información asimé-trica– que mantienen los políticos con los técnicos, losaccionistas con los gestores, los votantes con sus repre-sentantes. El caso Enron y los mil más de las empresasauditoras muestran que estas conjeturas no se ven des-mentidas por los hechos, que son algo más que espe-culaciones teóricas.

34 No es lo mismo la botánica que la biológicamolecular. Mientras la revolución darwiniana requirióun voluminoso libro en donde los hechos, inteligente-mente expuestos, sugerían una teoría cuya anatomíano era clara, los tres trabajos de Einstein de 1905, cadauno en un campo distinto, cabían en pocas páginas.

35 Aunque no faltan los ejemplo también en esasdisciplinas, R. Park, op. cit. Recientemente, tambiénlos periódicos se hacían eco de la preocupación. Cf.‘Un verano triste para la física’, El País, 4-9-2002.

36En este texto se desarrollan algunos puntos de vistaexpuestos en ‘Raons de la divulgació o raons de laciència’, Treballs de la Societat Catalana de Biologia,pág. 51, 2002. Los comentarios de Carme Castells,Sandra González y de Ernest Weikert han ayudadomucho en el camino. Raimund Hasse ha sido un pa-ciente corresponsal que me ha ayudado a perfilar mu-chos extremos y guiado hacia provechosas lecturas.

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APLICAR LA ÉTICA A LA COMUNICACIÓN SOCIAL

ANDREA GREPPI

Moralizar la comunicaciónLa transformación de los contenidos y lastecnologías de la comunicación socialavanza con un ritmo extraordinario. Elcambio es tan rápido que desborda nues-tra capacidad de entender muchas de lascosas que están pasando. La cultura y lafilosofía parecen ir a remolque, mientrasse vuelven borrosos algunos referentes bá-sicos de nuestro lenguaje. Tenemos la sen-sación de estar en el umbral de un para-digma social y político nuevo y percibi-mos el vacío que deja la caída de idealesheredados. Así se explican, quizá, algunosdesajustes y dificultades que encontramosal hablar sobre estas cuestiones. En estasituación nuestro sentido moral se des-pierta: nos gustaría saber si el avance de lonuevo se ha vuelto incontrolable o si, porel contrario, somos todavía capaces de di-rigir el proceso de cambio. Sabemos, ade-más, que nuestro propósito de introducirpautas de racionalidad en los procesos decomunicación social tiene una importan-cia política fundamental, es una pieza cla-ve en el desarrollo y en la calidad de la vi-da democrática.

Todo esto se traduce en la generaliza-da demanda de una ética para la comuni-cación social. Y se supone que les corres-ponde a los filósofos, que son expertos enhablar sobre ética, encontrar respuestas ocuando menos proporcionar indicacionesútiles para satisfacer esta demanda. Se lespide que “apliquen” principios generalesde la razón, que “orienten” la actividad le-gislativa y judicial y también que “edu-quen” a los futuros profesionales y gesto-res de los medios e, incluso, a los consu-midores. Algunas circunstancias apoyanesta pretensión y auguran un feliz progre-so de la ética en esta materia. Encontra-mos, por un lado, una amplia corrientede pensamiento que propone recuperar lafunción normativa de la filosofía: quémejor ocasión que ésta para poner a prue-

ba esa renovada vocación práctica. Aun-que el desarrollo de los medios y las tec-nologías de la comunicación no llegara aproducir una verdadera mutación para-digmática en la sociedad contemporánea,no cabe duda de que éste es hoy un ferti-lísimo campo para la investigación socialy política. Este interés por la ética se veavalado por el hecho de que el desmesura-do poder de los centros de producción ydistribución de mensajes ya no le preocu-pa sólo a filósofos e intelectuales, sinotambién a los propios protagonistas de lacomunicación de masas. La reflexión so-bre estas cuestiones ha dejado de ser “pu-ra teoría” desde el momento en que laspersonas directamente implicadas han co-menzado a interpelar a los expertos enética, quizá porque sienten que se les estáyendo de las manos el medio en que semueven. Ellos conocen el valor ejemplarde determinadas pautas de conducta y sa-ben identificar con alto grado de consen-so el valor de ciertos productos; admiranciertas experiencias de autorrestricción enel uso de la información, de independen-cia, de compromiso moral y político fren-te a las tiránicas imposiciones del merca-do; suponen que es posible elaborar, apartir de estos ejemplos, los principios ge-nerales de una buena práctica profesional.Piensan que estas máximas deben tenerun “fundamento” ético y, por consiguien-te, un “interés” filosófico.

No sé si esto es suficiente para quellegue a darse un encuentro provechosoentre la filosofía y la experiencia profesio-nal. De momento, lo que está claro esque ha ido cayendo cierta sombra de sos-pecha sobre algunos valores tradicional-mente aceptados en el ámbito de la co-municación social. Principios que conta-ban con la autoridad de la evidencia hanquedado reducidos a tópicos sin fuerza re-tórica: en tiempos de cruce de culturas, elideal de una sociedad abierta se nos

muestra desdibujado; los valores de unaprensa democrática se revelan ambiguos yson objeto de cualquier clase de manipu-lación; nos resulta cada vez más difícilidentificar la frontera que habría de mar-car la diferencia entre opinión e informa-ción; la verificación de los hechos ha deja-do de ser prueba suficiente de la veraci-dad de los mensajes, etcétera. Elcompromiso de los medios y de cada pro-fesional despierta serias dudas: se entien-de que es compromiso con los principioséticos de la democracia, pero desconfia-mos de la posibilidad de conocer, en cadacircunstancia particular, en qué consistela conducta acorde con esa ética. Y surgendudas también sobre el sentido de la in-dependencia de la profesión en un entor-no caracterizado precisamente por la au-sencia de referentes, esto es, por la impo-sibilidad de establecer la independenciarespecto de qué. En estas circunstancias, laindependencia tiende a identificarse –y deforma totalmente acrítica: esto es lo peor–con aquello que se presenta en cada mo-mento como políticamente correcto. Enla medida en que este proceso de vacia-miento de sentido avance es lógico pensarque quienes conviven a diario con el po-der y la responsabilidad de dirigir la pro-ducción de mensajes y de nuevas técnicasde comunicación reclamen instrumentosconceptuales eficaces para justificar suconducta. Y esto aunque no sea más queporque de ese modo podrían estabilizarlos márgenes de incertidumbre del medioen que viven. No todo debe quedar a ex-pensas de la virtud y la buena voluntad:hay razones distintas para acudir a la éticay puede que algunas de ellas sean razonesmeramente estratégicas, razones de merca-do. Todos podemos entender que en el lar-go plazo se da una relación entre calidadde la oferta, por un lado, y credibilidadde un medio, por otro, pues esta últimaes una de las características fundamentales

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de una buena imagen de marca. La ética,entre otras muchas cosas, puede servirtambién para vender más1.

Llegamos así a la idea que quiero to-mar como punto de partida para tratar larelación entre filosofía, filosofía aplicada ycomunicación social. No es –por supues-to– una idea nueva, ni que pueda ser ela-borada en profundidad, pero sí pareceque de ella se desprenden advertencias in-teresantes: me refiero a la necesidad de to-mar en serio las limitaciones de la éticacontemporánea en su capacidad para pro-poner máximas de conducta inmediata-mente aplicables a la experiencia cotidia-na. Es cierto que en estos tiempos los filó-sofos van buscando la “rehabilitación” deuna filosofía práctica de carácter normati-vo, y que es en esa tendencia general don-de se inscribe el auge de las éticas aplica-das. Sin embargo, en el afán por regresara la “práctica” corremos el riesgo de resca-tar la imagen de una filosofía moralizante,demasiado despreocupada por las razonesque llevaron a la filosofía del pasado avolverse cautelosa en la elaboración demodelos de conducta. Sobre esa base, loque me interesa explorar es lo que la filo-sofía puede seguir aportando a nuestracomprensión de los procesos de comuni-cación social una vez que hayamos deslin-

dado las dificultades filosóficas que intere-san a los filósofos y los problemas prácti-cos con los que se miden los profesionalesy los destinatarios de la comunicación.No creo que haga falta recordar en quéconsisten las dificultades de la ética con-temporánea; y tampoco sé si es necesariovolver a dar cuenta de las razones por lasque hoy nos situamos en el horizonte deuna filosofía laica que no está dispuesta aimponer de forma dogmática modelos devida y que privilegia el pluralismo y la to-lerancia como marco de referencia para laconvivencia en libertad. Por lo demás, pa-ra cumplir la tarea que propongo no esnecesario llegar a compromisos especial-mente fuertes con perspectiva filosóficaalguna y (tanto menos) con una opciónideológica determinada. En lugar de dis-cutir los problemas de fondo de una éticaaplicada me interesa sugerir un determi-nado punto de vista; un punto de vistaque es posiblemente el más ingenuo detodos, pero que sigue teniendo su razónde ser. Consiste en preguntar qué es loque puede aportar la filosofía para que elmundo de la comunicación social funcio-ne un poco mejor. Con frecuencia idealesdemasiado altos, exigencias demasiado ele-vadas, se traducen en resultados prácticosdemasiado pobres. Las elaboraciones teó-ricas más sofisticadas dan paso a las indi-caciones más triviales, como si la expe-riencia desbordara la sagacidad de los pro-fesionales de la filosofía y la realidad no

dejara de ofrecer resistencia a la autoridadde los más altos principios.

La receta es vieja. Se dice: sería buenoque los ciudadanos conocieran algunas delas cosas que saben los filósofos porque, de esa manera, aprenderían a desconfiar desus propias convicciones y se encontraríanen una disposición algo mejor para enfren-tarse con cuestiones controvertidas y deli-cadas que nos preocupan a todos. Con al-gunas de estas cuestiones, pero no con to-das, sobre todo porque el conocimiento dela filosofía no hace más virtuosas a las per-sonas y cierto grado de virtud es lo que senecesita en algunos casos. Pero tan impor-tante es no perder de vista los puntos decontacto que existen entre “teoría” y “prác-tica”, como la distancia que las separa. Nocreo que enseñar filosofía a quienes ni sededican ni se dedicarán nunca a ella sea lareceta mágica que le cambie la vida a na-die. No creo tampoco que el propósito delos escritos de filosofía aplicada deba ser fa-cilitar breviarios de doctrinas filosóficas,compuestos de tal manera que ciudadanosde buena voluntad puedan dedicarse ensus ratos de ocio a hacer un poquito de fi-losofía casera, como si la filosofía se pare-ciera en algo al bricolaje. Ni creo que seaoportuno intentar convencer a nadie de lobueno que es saber algo de filosofía o in-tentar rebatir (eso sí, con argumentos ilus-trados y citando al mayor número de clási-cos) el prejuicio anti-intelectualista –tansanchopancesco y castellano– de quienespiensan que estas cosas no valen para nada.Me conformo con recordar algunas herra-mientas que suelen manejar bien los filóso-fos y que serían de provecho incluso paralos más escépticos. Propongo, por tanto,algo que es bien distinto de lo que hacenquienes pretenden “aplicar” la filosofía a lapráctica. Aplicar, en mi opinión, es algoque se parece bastante a “dar a conocer”.

Además, tengo interés en dejar clarosalgunos de los prejuicios que me guían al

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1 Cfr. V. Camps: El malestar de la vida pública,págs. 145 y sigs. Grijalbo, Barcelona, 1996.

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hablar sobre estas cuestiones, porque nome cabe duda de que no son más queprejuicios los que me hacen desconfiar demuchas de las cosas que dicen quienes re-claman “mayor presencia” de la ética en lavida cotidiana. Me cuesta simpatizar conla actitud de quienes “se rasgan las vesti-duras” por la formidable distancia que to-davía existe entre la teoría y la práctica,entre la ética y la realidad; por la “cruel-dad” de las leyes del mercado y por la es-túpida pasividad de la “gente” que no re-acciona frente a la manipulación de losmedios. No comparto el sentir de quienesse abandonan nostálgicamente al cultivode “ideales” y “valores” y, entre tanto, noson capaces de dar un paso sin lamentarlos males del presente. Y no puedo pasarpor alto la insatisfacción que siento alcomprobar la vaguedad y la banalidad delas soluciones “prácticas” que algunosproponen. ¿Es posible que el remedio alos males de la comunicación social pasenecesariamente por multiplicar –hastacuándo– el número de solemnes declara-ciones de principios? ¿Bastaría con dictarlas leyes más severas e imponer sancionesejemplares? ¿Quién y cómo administraríaesas sanciones? ¿Es suficiente apelar a laexperiencia profesional contrastada y a la buena voluntad de las personas? ¿Setrataría, por el contrario, de “educar enlos valores”, imaginando que “nosotros”hemos sido capaces por fin de descubrirlas “verdaderas” leyes de la fraternidaduniversal y su repercusión en este terrenoparticular? ¿Podemos conformarnos condecir que lo que hace falta es “un poquitode todo”? En suma, adelanto mi escepti-cismo frente a la pretensión de que la filo-sofía “arregle lo que no funciona”, cons-truyendo utopías en las que todo el mun-do sepa, en todo momento, lo que tieneque hacer.

Tradiciones filosóficas y utilidad de la filosofíaNo obstante, no escribiría estas páginas sino estuviera convencido de que los filóso-fos tienen entre manos conocimientosque “valen para algo”. El problema es queno todos valen, o que no todos valen paralo mismo. Como acabo de decir, no bastaenseñar para educar y, por eso, no es fácilsaber qué conocimientos son útiles. Perosi esto es lo que buscamos, no podemosconformarnos con divulgar un concentra-do de doctrinas filosóficas que algo tenganque ver con el fenómeno de la comunica-ción social. Fuera del ámbito académicono tiene sentido proponer una teoría filo-sófica que tome como referencia algún sis-

tema filosófico general y que pueda darlugar (uno de los mayores vicios de los fi-lósofos es pensar que todo tiene que vercon todo) a aplicaciones sectoriales comolas que necesitamos. Esta última es unaposibilidad que desgraciadamente se dacon cierta frecuencia y sintoniza con el es-píritu de esas personas que ponen muchoénfasis en moralizar la vida (y, por ejem-plo, la comunicación) a través de una pe-dagogía filosóficamente ilustrada. Apartede inútiles, tengo la impresión de que es-tos esfuerzos suelen ser bastante poco in-teresantes desde el punto de vista teórico,cuando no resultan –todo depende decuál sea el marco general elegido como re-ferencia– sencillamente insostenibles.

Muy distinto es el camino que siguenquienes entienden la filosofía aplicada co-mo reflexión sobre problemas concretos.En el caso de la comunicación se trataríade encontrar respuestas razonables paracuestiones como las siguientes: los con-flictos de intereses en la propiedad de losmedios que afectan a la objetividad y a laimparcialidad de la información; las pre-bendas, los beneficios directos o indirec-tos que políticos y empresarios puedenconceder a periodistas o a grupos empre-sariales que operan en este mercado; eluso y el abuso de la publicidad; la licitudde los métodos para la obtención de lasnoticias; las razones para la difusión o pa-ra la ocultación de informaciones, imáge-nes, noticias; los efectos sociales o econó-micos que tiene su divulgación; el conflic-to entre privacidad y el derecho de losciudadanos a estar informados; el equili-brio entre compromiso ético y pluralis-mo; la función de los medios de titulari-dad pública; el respeto a las opiniones yopciones culturales minoritarias o extra-vagantes; los problemas de competenciaentre los medios y la defensa de la calidaden la información2. O cuestiones todavíamás concretas como la selección de loscontenidos informativos de interés públi-co; la configuración de la agenda infor-mativa; la estructura de gobierno de losmedios; la influencia sobre la opinión delos ciudadanos de personas que tienenuna fama desmedida; el impacto de imá-genes ficticias y el uso fragmentado deimágenes verídicas, o la consciente mani-pulación de esas imágenes; los problemasde igualdad de trato y discriminación in-versa en la difusión de contenidos; el tra-

tamiento de presunciones, especialmenteen materias en las que se puede producirla estigmatización de individuos o grupos;la publicidad encubierta; el uso de losmedios de comunicación para la obten-ción de fines sociales, o con fines partidis-tas; el tratamiento de símbolos que repre-sentan creencias y el respeto a institucio-nes. Y la lista podría continuar, aunqueno creo que la relevancia social de estascuestiones coincida necesariamente consu interés teórico o filosófico. Este enfo-que –podríamos denominarlo “casuísti-co”–, puede ser muy fructífero desde elpunto de vista pedagógico y puede coin-cidir con la mentalidad de muchos profe-sionales de la comunicación pero no tardaen mostrar sus limitaciones. Más prontoo más tarde será necesario preguntar quées lo que tienen en común estos proble-mas, si es que lo tienen, y si son coheren-tes las soluciones que damos a cada unode ellos. En efecto, sabemos que respues-tas fragmentarias o incompletas no resuel-ven la incertidumbre y que un métodoque no sea capaz de dar el salto de lo par-ticular a lo general termina por dejar lascosas igual que están. La búsqueda de“buenas razones” para casos particulares,al final, podría no valer más que para darcobertura filosófica a lo obvio o –en elmejor de los casos– a nuestras “mejores”intuiciones pre-teóricas. Por ello, creo quela casuística no es más que un primer pa-so para la elaboración posterior de losproblemas que importan.

La perspectiva que prefiero arranca deuna consideración tan elemental como lasiguiente: la mayor parte de los ciudada-nos y los profesionales de la comunicaciónsuelen tener intereses muy distintos a losfilósofos, distintos incluso a los de aque-llos filósofos que se dedican a la filosofíaaplicada. Unos y otros hablan de cosasdistintas y, desde luego, es difícil pensarque los filósofos tengan una autoridad es-pecial para hablar sobre las cosas que ha-cen los demás. Todo lo contrario: cuandose ocupan de materias que son ajenas a suprofesión lo razonable es pensar que es aellos a quienes les corresponde adecuarseal lenguaje de sus interlocutores. Teniendoen cuenta estas consideraciones y un mo-derado escepticismo respecto de las virtu-des de la filosofía, creo que lo mejor quepodrían hacer los filósofos que quieran po-ner en práctica sus conocimientos es em-prender una modesta labor de clarifica-ción conceptual. En el fondo, eso es loque mejor saben hacer: hablar sobre pala-bras. Y no es poco. La hipótesis que estádetrás de esta ingenua propuesta es que

APLICAR LA ÉTICA A LA COMUNICACIÓN SOCIAL

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2 E. Goodwin: ‘A la búsqueda de una ética en elperiodismo’, págs. 326 y sigs. Grupo Editor Latinoa-mericano, Buenos Aires, 1990.

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para reducir la distancia entre la teoría y lapráctica no queda más remedio que seguiruna estrategia indirecta, dar un rodeo quepasa por la crítica de nuestras formas dehablar y de interpretar las cosas que nosparecen problemáticas. Eso equivale a de-cir que para transformar las prácticas so-ciales –y, si no, ¿de qué serviría la éticaaplicada?–, para encontrar razones quemuevan nuestra frágil voluntad, para po-ner freno al egoísmo y a la tiranía del mer-cado no hay estrategia más eficaz queaquella que comienza por el análisis denuestras maneras de hablar. Es cierto quelas personas que sientan antipatía por elmito del análisis o que dispongan de unanoción más robusta de lo que significa ha-cer filosofía no quedarán demasiado satis-fechas con un plan de trabajo como éste.La filosofía –dirán– es algo, o mucho másque esto. Además –preguntarán–, ¿cuál sesupone que habría de ser el objeto delanálisis filosófico? ¿No acabarán siendoprecisamente esos mismos problemas quehan sido elaborados desde siempre por losclásicos de la filosofía? ¿Cómo hablar decomunicación, o de cualquier otra cosa,antes de haber plantado cara a los proble-mas eternos del pensamiento? Y realmenteno les falta razón. No obstante, hay vecesque los problemas más grandes no son losmás urgentes “en la práctica”. Y como notengo mejores argumentos para sosteneresta afirmación, me limito a apelar al éxitoo al fracaso que aguarda a cada una de es-tas dos diferentes maneras de entender eltrabajo cotidiano de los filósofos: éxito ofracaso que habremos de medir –al menosen cada contexto particular de aplicación–por la capacidad de la filosofía para pro-mover objetivos que nos parecen intere-santes. Acepto, en todo caso, una partefundamental de la objeción porque real-mente no sé qué es lo que distingue unproblema filosófico “verdadero” de unoque no lo es, un problema que sea compe-tencia de la filosofía, de un problema quepueda ser resuelto por otras ciencias o ar-tes. Ni siquiera me atrevo a definir de an-temano los contenidos indispensables deuna ética de la comunicación. De nuevo,apelo a la prudencia y sentido común delos participantes en un hipotético diálogoentre filósofos profesionales y personasque se dedican a otras profesiones.

Sea o no suficiente y útil este progra-ma de clarificación conceptual, un repaso ala bibliografía más difundida sobre estamateria no da pie al optimismo. Puede queel enfoque analítico resulte “pobre”, perolo cierto es que las demás opciones no de-jan en el mejor lugar a la filosofía académi-

ca. Es más: no faltan ejemplos de “mala” fi-losofía, de filosofía que se queda a mediocamino y no aporta nada ni a quienes sonfilósofos a secas, ni a quienes luchan porabrir un espacio para la ética en el mundode la comunicación. Ejemplos que avalan–por desgracia– los peores prejuicios anti-intelectualistas. El caso más claro es el dequienes se aventuran en la búsqueda deuna fundamentación filosófica de los códi-gos deontológicos y no hacen más que ex-traviarse en ella. La mentalidad que estádetrás de algunos de estos intentos podríaser parafraseada, si se me permite ciertasimplificación, de la siguiente manera. Enestos tiempos que corren –dicen algunosseveros filósofos– la gente se ha lanzado demanera insensata a celebrar el triunfo delas libertades y parece haber olvidado queno todo en la vida es libertad. Correspon-de a los filósofos recordar a los demás quelos derechos no son más que una sola carade la moneda, que a cada derecho le co-rresponde un deber y que, si así no fuera,la libertad de cada uno nunca llegaría a sercompatible con la libertad de los demás.Nuestros ilustrados profesores de filosofíaconsideran que su deber consiste en en-contrar la justa medida, el punto correctode equilibrio entre derechos y deberes.Suelen echar mano entonces de más o me-nos apresuradas referencias antropológicasque deberían avalar una misteriosa conver-gencia entre derechos y deberes. Con estajugada, esto es, una vez que han hecho to-do lo que podían para regresar al terrenoque les resulta más familiar, empiezan aencontrarse algo más a gusto y se dedican amostrar a los profanos –según los casos–las virtudes o los irreparables defectos deuna ética aristotélica o kantiana, en susversiones originales o en alguna de sus tra-ducciones recientes; o los peligros del utili-tarismo, de una ética libertaria o de unaética comunitarista3.

Lo único que pretendo dejar claro eneste punto (sin entrar en ninguna clase dediscusión sobre los métodos de la filoso-fía) es que el estudio de los problemas teóricos básicos de la ética y de la filosofíapolítica actual no tiene fácil acomodo enla mentalidad ni en la agenda de los pro-fesionales de la comunicación. Sería máshonesto admitir con franqueza que a losprofesionales de los medios el trabajo delos profesionales de la filosofía ni les gus-

ta, ni les interesa. A pesar de todo, algu-nos filósofos que hablan para profanos si-guen yendo a lo suyo y se permiten insi-nuar que hay algo que no funciona comodebiera en quienes se empeñan en haceroídos sordos a sus explicaciones. Al final,no es raro que disquisiciones muy erudi-tas y graves lamentaciones sobre la tozu-dez de los demás acaben dando coberturaideológica a los más variados intereses co-merciales, políticos o gremiales. Hayquienes escriben, sin dar muestras de fla-queza, que el estudio de la filosofía sirvepara aprender qué es lo correcto; que lafilosofía, aplicada a la comunicación “hu-mana”, es capaz de iluminarnos sobre su“naturaleza” y sus “fines”. Nos hacen sa-ber que, en atención a esos fines –los dela comunicación– el periodista debe serpor encima de todo un “hombre virtuo-so”. Que sus virtudes son la sabiduría, laprudencia en el juicio, la honestidad, elamor a la verdad, la objetividad, la impar-cialidad y, entre otras, la independencia.Que su “misión” consiste en ejercer, deforma honrada y competente, la verdade-ra y justa libertad de expresión. Que ensu labor le guía una particular vocaciónde servicio al bien común, de colabora-ción solidaria al bien de la comunidad yun peculiar sentido de justicia que leaparta de la irresponsable búsqueda debeneficios inmerecidos. La tarea –comopuede imaginar el lector– es ardua, perono hay motivo para perder la esperanzaporque el progreso de la sociedad hapuesto a disposición de los periodistas debuena voluntad instrumentos normativos,como los códigos deontológicos y los li-bros de estilo, que les sirven de apoyo yde orientación en momentos de zozobra.Sabemos que estos códigos son imperfec-tos, pero tenemos la sensación de que sonmejorables. Se necesitarían más normas,principios más fuertes, más valores, paraayudar a los periodistas a tomar decisio-nes acertadas en el día a día4.

En lugar de entrar a discutir cuestionestan importantes y difíciles como las queacabo de mencionar, quizá fuera más pro-vechoso preguntar directamente y sin dudade forma un tanto abrupta, por qué razón–también en la materia específica que nosocupa– la ética suele acabar siendo tan po-co eficaz y por qué tiene esa irresistible ten-dencia a convertirse en retórica hueca. Enotras palabras, por qué los valores, las virtu-des y los deberes proclamados en las más

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3 Cfr., por ejemplo, J. Merrill: ‘Ética y periodis-mo’, en AA VV, La prensa y la ética: ensayo sobre lamoral de los medios masivos de comunicación, selecciónde J. Merrill y R. Barney; traducción de José Clemen-ti et al. Eudeba, Buenos Aires, 1981.

4 E. Goodwin: ‘A la búsqueda de una ética en elperiodismo’, op. cit., pág. 325.

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altas sedes acaban quedando incumplidos.La hipótesis que ya he adelantado es que laclaridad en el uso de algunos conceptos ycategorías sea condición indispensable parasu eficacia; por eso puedo decir ahora quela falta de claridad debería convertirse enobjeto preferente de la atención de los filó-sofos. Esto nos deja una imagen algo insóli-ta de lo que significa “aplicar” la filosofía.Lejos de elaborar y enseñar grandes siste-mas, lejos de escarbar en los fundamentosdel pensamiento, nos conformamos conprestar atención al uso y al abuso de aque-llos lugares comunes que han dejado defuncionar de manera satisfactoria en la con-versación cotidiana. Esta tarea nos propor-cionará razones para seguir criticando a losfilósofos que se limitan a apelar a la buenavoluntad de los profesionales, olvidándosede investigar las condiciones para que esavoluntad llegue a ser buena.

¿Cuánta filosofía hay que enseñara los periodistas?Lo dicho hasta aquí se podría resumir di-ciendo que la filosofía tiene que conseguirser de vez en cuando útil para la práctica; yluego, que para ser útil la filosofía deberíacentrar su atención en el esclarecimiento dealgunos problemas conceptuales que oscu-recen el debate público y nuestra compren-sión del fenómeno de la comunicación so-cial. Renunciamos, por tanto, a aplicar laética desde una perspectiva filosófica, afir-mando que la filosofía vale para otra cosa:proporciona herramientas para que otros–los profesionales, los ciudadanos– decidansobre aquellas cuestiones que les parezcanproblemáticas. La filosofía no dispone deuna perspectiva privilegiada y, la mayoríade las veces, lo que se necesita para decidirbienes es la capacidad para actuar de mane-ra responsable y virtuosa. Pero esta últimacuestión nada tiene que ver con la filosofía“aplicada”, sino con la ética “en general”.De este modo, el filósofo se retira y dejaque sean los buenos profesionales quienesescojan las mejores soluciones. Pero, ¿qué eslo que un filósofo puede enseñarle a unprofesional para poder decidir bien?

Alguien puede pensar que los filósofosdeberían intentar iluminar a los demás so-bre los aspectos esenciales de la comunica-ción social: de eso se ocupan, por ejemplo,las éticas comunicativas. No me parece, sinembargo, demasiado provechoso ofrecer aciudadanos neófitos un esquemático resu-men de estas propuestas, sobre todo si elpropósito sigue siendo hacer algo para quemejore la calidad de nuestra opinión públi-ca. Esto es así, ante todo, por el carácter al-tamente especializado de estas teorías éticas

que nacen en un marco muy preciso sin elcual es difícil entender para qué valen: suobjetivo no es el análisis de fenómenos so-ciales “particulares”, sino reconstruir lospresupuestos mínimos de racionalidad quehacen posible la interacción social. Es evi-dente que el análisis de las éticas comunica-tivas no está desconectado de la realidad so-cial; pero la hercúlea tarea de transitar des-de los principios generalísimos de laracionalidad humana hasta un catálogo denormas suficientemente detallado, tan de-tallado como para que pueda servir de guíaen la práctica profesional, se me antoja difí-cil de cumplir para los comunes mortales.Entre otras cosas porque al poner el énfasisen los principios se acaba por no decir nadainteresante sobre la labor “técnica” de apli-cación o, si se prefiere, sobre la elaboraciónde criterios normativos intermedios y pau-tas para la mediación de conflictos. Y esque, aunque es cierto que la filosofía seocupa de los principios, de las preguntas úl-timas, hay veces que puede ocuparse tam-bién de cosas menos prestigiosas: por ejem-plo de los medios para conseguir fines y,para ser más precisos, de la relación entremedios y fines. Y hay veces que se ocupa decosas todavía menos elevadas: de diseccio-nar problemas, de distinguir entre lo seme-jante y lo diferente, de diferenciar entre loque es relevante y lo que no lo es. Lo curio-so es comprobar cómo esta modesta activi-dad se vuelve absolutamente indispensableen determinadas circunstancias: por ejem-plo, cuando hay consenso sobre los princi-pios, pero no sobre las circunstancias deaplicación. Esto último viene al caso de loque sucede en el ámbito de la comunica-ción, donde la dificultad no está en descu-brir los principios, sino en determinar losinstrumentos mejores para ponerlos enpráctica.

Algunos ejemplos pueden aclarar loque quiero decir. Conviene que en la bús-queda de soluciones para los problemas dela comunicación quienes tienen el poder detomar decisiones no pierdan de vista algu-nas distinciones fundamentales. Entre ellas,la que históricamente ha llegado a estable-cerse entre el derecho y la moral. Es éstauna distinción de sobra conocida por los fi-lósofos del derecho, pero que se vuelve es-pecialmente turbia y delicada en algunasocasiones: así, por ejemplo, cuando nosproponemos diseñar el marco normativode una opinión pública libre. No se trata deestudiar el origen y las razones de esta dis-tinción: eso es tarea de filósofos e historia-dores. Quienes no lo son tendrán bastantecon saber que el ámbito de la ética y el ám-bito del derecho no siempre coinciden y

que el primero suele ser más amplio que elsegundo. De hecho, todo el mundo se dacuenta de que no todas las conductas quenos parecen inmorales son merecedoras desanción jurídica y, al mismo tiempo, quemuchas conductas pueden ser objeto de re-gulación jurídica a pesar de que resultan in-diferentes o irrelevantes desde el punto devista ético. No hay duda de que estas adver-tencias son obvias para quienes se ocupande filosofía, pero no pueden darse todavíapor descontadas en el debate público. Sabe-mos que el derecho debe regular la comu-nicación y que el derecho es el mejor ins-trumento para moralizar la comunicación:pero no debemos olvidar que el derecho,especialmente el derecho de un estado dederecho, tiene ciertos límites.

En segundo lugar, será útil concretarun poco más los ámbitos de aplicación delos principios éticos de la comunicación so-cial. Me refiero a una circunstancia que enocasiones pasa desapercibida: la diferenciaentre comunicación general, como simpleexpresión pública de mensajes, e informa-ción5. Es indispensable observar que mien-tras esta última actividad, la de informar,afecta directamente a valores políticos, laotra no siempre lo hace y puede respondera los más diversos fines6. No se puede pre-tender que todo medio y todo mensaje que-de vinculado a principios tan estrictos co-mo los que desearíamos establecer en elámbito de la información; que cualquier as-pecto de la comunicación social adquieraun función pública y quede subordinado a

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5 No he introducido distinción alguna entre losdiferentes ámbitos de la comunicación porque no creoque afecte a nuestro argumento general, de caráctermeta-filosófico, de cómo aplicar y cómo enseñar laética. Soy consciente de que la ética de la comunica-ción abarca un conjunto de cuestiones muy diversas,que van desde el campo específico de los medios decomunicación pública hasta cualquiera de las formasde difusión de mensajes, incluyendo el enorme campode la publicidad y la propaganda. Por otra parte, abar-ca tanto los contenidos como las técnicas de la comu-nicación, donde se sitúan los problemas de la produc-ción, la gestión y el control de las nuevas tecnologíasen la sociedad de la información. Sobre las implicacio-nes sociopolíticas de estas cuestiones es obligada la re-ferencia a M. Castells: La era de la información: econo-mía, sociedad y cultura. Alianza, Madrid, 1997-1998.

6 Subrayo la idea de que sólo una parte de la in-formación afecta directamente a valores políticos. Enefecto: la diferencia entre formación, información yexpresión no siempre es nítida. Y, por supuesto, cual-quier aspecto de la comunicación, incluso aquellosmás alejados de la transmisión de contenidos de rele-vancia pública, puede tener algún efecto en orden a laformación –entendida como educación– de las perso-nas. Pero llevar al extremo este argumento, por muyinteresante que pueda resultar en ocasiones, distorsio-na en mi opinión el sentido común de las palabras.No obstante, admito que la cuestión no es, ni muchomenos, clara.

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exigencias de carácter democrático. Por esoes imprescindible distinguir entre informa-ción relevante desde el punto de vista públi-co y mera comunicación privada. Se podrádiscutir hasta que se quiera dónde quere-mos establecer el límite entre ambas y habrácontextos, como el de la ciencia y la tecno-logía, donde la distinción se vuelva confu-sa. Sin embargo, negar la diferencia entreestas dos esferas de la comunicación distor-siona la descripción de nuestras sociedades;por el contrario, aceptarla nos lleva a decirque no toda la información que transitapor los medios de comunicación social esigualmente importante para la vida públicade los ciudadanos o interviene de la mismamanera en los procesos de formación de lavoluntad democrática. Sólo una parte de la comunicación social es políticamente re-levante y el resto es –como todos podemosobservar a cada momento– negocio y en-tretenimiento. Y es correcto que así sea:más allá de un límite es lícito tratar la infor-mación como un bien de consumo, comouna mercancía. La ética de la comunica-ción se cruza entonces con la ética de losnegocios: necesitamos hacer compatible elideal de una comunicación abierta con unasituación de comercio equitativo. En la co-municación social intervienen al menos tressujetos distintos, ciudadanos, profesionalesy empresarios, y no existe una solución filo-sóficamente esclarecida para articular susrelaciones recíprocas. Todo depende dedónde queramos poner la frontera entre elinterés público y el privado, que en una so-ciedad libre es igualmente legítimo.

En tercer lugar, habrá que considerar loque sabemos sobre los mecanismos institu-cionales que tenemos a disposición paraponer en práctica el ideal de una comuni-cación no distorsionada. Habrá que anali-zar, en particular, los problemas de efectivi-dad de las diversas experiencias de autorre-gulación profesional; tendremos que ver silos principios recogidos en los códigos de-ontológicos se cumplen o no, por qué mo-tivos se cumplen, qué pasa en caso de in-cumplimiento y qué efectos tienen. Asimis-mo habrá que sopesar la capacidad deinnovación y la eficacia de los mecanismosde control interno y externo de la actividadprofesional. A este propósito, es interesanteobservar cómo el contenido de los diversoscódigos y la actividad cuasi-jurisdiccionalde aplicación casi nunca depara ya sorpre-sas: las normas y las decisiones no suelenser más que especificaciones de principioséticos de dominio común. Ni siquiera en-contramos divergencias de fondo entre losdiferentes documentos nacionales e inter-nacionales, internos o externos a los me-

dios, que puedan dar pie a un análisis com-parativo relevante. Creo que nos encontra-mos en una situación análoga a la que se es-tá dando en las recientes declaraciones dederechos fundamentales: después de unaetapa histórica en que la reivindicación dederechos cada vez más específicos tenía unvalor simbólico incalculable y encendíatrascendentales disputas teóricas y políticas,hemos llegado a una situación caracterizadapor un consenso suficientemente ampliosobre a las líneas fundamentales y hasta so-bre los enunciados de tales declaraciones.En nuestros días, el desafío ya no está en“descubrir” principios nuevos, que hayanpodido permanecer ocultos hasta hoy, sinoen encontrar mecanismos de garantía ade-cuados y pautas para la interpretación deprincipios que se han vuelto ya familiares.En el caso de los diversos instrumentosnormativos de la profesión periodística, co-mo en el caso de los derechos, la aportaciónmás provechosa de los filósofos está en elanálisis de los motivos de la eficacia o inefi-cacia de estos instrumentos. Dicho de laforma más sencilla, es probable que el éxitoo el fracaso de los códigos deontológicosdependa de su fuerza persuasiva. Y es en esamateria en la que los filósofos sí puedenofrecer indicaciones útiles: ellos están fami-liarizados con la interpretación de prácticassociales y son capaces de reconstruir losprocesos que determinan la aceptación o elrechazo de normas7.

Responsabilidades y derechosEl olvido de estas distinciones “teóricas” ex-plica algunas de las dificultades que encon-tramos al “aplicar” la ética, así como la insa-tisfacción que producen algunos experi-mentos conocidos de autorregulación ycontrol de la conducta profesional. El pro-pósito de codificar la ética a través de ins-trumentos normativos (formales o infor-males) encuentra obstáculos que no pode-mos silenciar. En general, se podríaplantear la siguiente hipótesis: la imposi-ción de deberes a través de códigos deonto-lógicos, o a través de cualquier otro instru-mento, tiende a resultar ineficaz cuando losdeberes cuyo cumplimiento se reclama noencuentran un respaldo suficiente. Dichode otro modo: puede que la falta de eficaciade la ética en la comunicación social no sedeba tanto, o no se deba sólo, a la perversi-

dad de los propietarios de los medios, a losintereses de poderes más o menos ocultos,al cinismo de profesionales influyentes o aotras circunstancias análogas a éstas, cuantoa una actitud maximalista que quizá no to-dos compartimos. Y si la eficacia depende–también, o en parte– de la legitimidad, laineficacia generalizada puede ser considera-da como una prueba o, al menos, como unindicio de que algo está fallando en nues-tros intentos por moralizar la comunica-ción. Sugiero, por tanto, cambiar nuestropunto de vista: creo que deberíamos dejarde preguntar directamente cuál debe ser laconducta de los ciudadanos en una situa-ción de comunicación ideal y preocuparnospor saber cuándo consideramos justificadoimponer deberes y qué tipo de sancionesson adecuadas. Es decir, deberíamos co-menzar por aclarar cuándo y cómo consi-deramos legítimo exigir responsabilidadpor el incumplimiento de deberes.

Además de estas razones de índole porasí decir “teórica”, hay una razón más, unarazón “intuitiva” –aunque particularmenteacuciante– para ser prudentes en la atribu-ción de deberes, responsabilidades y sancio-nes. Cualquiera puede entender que exi-gencias excesivamente gravosas tienen unaalta probabilidad de quedar incumplidas. Ycualquiera puede deducir de esa observa-ción una consecuencia bastante incómodapara quienes reclaman la utilización de me-didas con un mayor grado de “compromi-so”: en efecto, es razonable pensar que, lejosde tener efectos moralizantes, normas alta-mente ineficaces deseducan o educan en elincumplimiento sistemático. No hace faltaser demasiado escépticos en relación con lacapacidad de la ética para transformar la re-alidad social para desconfiar de una excesi-va reglamentación y abogar, en cambio, poruna institucionalización responsable de laética. Subrayo –por si hiciera falta– que estallamada a la prudencia no equivale a apos-tar por una incondicional desregulación.Todo lo contrario. Supone recordar que elincumplimiento de ciertos deberes no debequedar nunca sin sanción: pero que la im-posición de sanciones a través de institucio-nes, por su gravedad, requiere unas condi-ciones precisas y mecanismos suficiente-mente objetivos para la atribución deresponsabilidades. En definitiva, lo únicoque pretendo recordar es que la simplemultiplicación de los deberes no produce,de forma automática o por arte de magia,un cambio en la conducta de las personas.Y que esto es algo perfectamente obvio,aunque a menudo se olvide en las disputascotidianas sobre las normas que deben regirla buena práctica profesional. Tengo la im-

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7 En un trabajo reciente, Hugo Aznar ha presen-tado un interesante resumen de los argumentos quesuelen respaldar la adopción de esta clase de instru-mentos normativos. H. Aznar: Comunicación respon-sable: deontología y autorregulación de los medios, págs.33 y sigs. Ariel, Barcelona, 1999.

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presión de que aquí, en la crítica de un pre-juicio que llamaría eticista, los filósofos tie-nen informaciones útiles que aportar.

El prejuicio que me interesa atacar esel de quienes piensan que cuando algo nofunciona bien (y sabemos que el mundode la comunicación está bien lejos del idealde una sociedad abierta) la solución está enimponer deberes y apelar a la buena volun-tad, a la conciencia moral de los ciudada-nos. Buena voluntad y recta conciencia sonconsideradas como la garantía última deque ciudadanos ideales cumplirán las re-glas, quizá porque de ese modo se haránacreedores de alguna clase de recompensa.Las raíces de esta mentalidad se hunden enla religión. Descubrimos que detrás de es-tas ideas hay una forma de entender la res-ponsabilidad que no es compatible con latradición moderna de la libertad. En nues-tro tiempo, la libertad se define como fa-cultad de hacer y sus límites se construyensobre la base de su correlación con la liber-tad de otros. De ahí se desprende que laimposición de deberes (deberes que limi-tan libertades) sólo está justificada en fun-ción de la lesión de derechos. Por eso nopodemos hablar de que existe un deberhasta que no hayamos determinado quiénes responsable de qué, en qué medida y,sobre todo, en virtud del derecho dequien. Asimismo, decimos que la capaci-dad para exigir el cumplimiento de deberespor medio de sanciones que limitan dere-chos es tanto más débil cuanto más impre-cisa y borrosa resulta la determinación dela responsabilidad.

Las alternativas a este planteamientoson –como acabo de decir– difícilmentecompatibles con la concepción liberal dela libertad. No obstante, no es raro escu-char a personas que manejan una con-cepción de la responsabilidad mucho más

exigente. Hay quienes no se resisten a latentación de decir, cuando compruebanque algo no es como debiera, que “al-guien” tiene que ser responsable y quehacen falta normas para que “los demás”se hagan cargo de su responsabilidad yarreglen lo que no funciona. A veces pa-rece que no nos damos cuenta de cuál esla filosofía que está detrás de esta indis-criminada exigencia de responsabilida-des: una filosofía que sólo la puedenmantener quienes creen todavía que elhombre o la humanidad entera no ha ex-piado aún la culpa del pecado original. Otambién –si es que cabe una interpreta-ción secularizada de este relato– quienesestán convencidos de que la humanidadentera permanece en la minoría de edadculpable, o que alguna enfermedad incu-rable y quizá contagiosa debilita la volun-tad de los individuos. Me doy cuenta deque al decir esto estoy caricaturizando es-tas opiniones: no conozco a nadie que seatreva a decir sin más que “alguien”, noimporta quien, tiene que tener la culpade todo lo malo que hay en el mundo.Sin embargo, sí hay personas que se resis-ten a extraer todas las consecuencias quese desprenden de un planteamiento libe-ral sobre la responsabilidad y la exigenciade deberes. Si admitimos que hay cosasindeseables en el mundo que no son cul-pa de nadie, o son culpa de muchos, o noson totalmente culpa de una sola perso-na, no nos quedará más remedio que ela-borar criterios adicionales que permitanmodular y, en su caso, excluir la respon-sabilidad de individuos concretos, titula-res de derechos. No hay deberes sin res-ponsabilidades y sólo hay deberes porquehay un derecho de otros y hasta el límitede la satisfación de ese derecho. Los dere-chos de los otros son la regla que delimi-ta el alcance de los deberes. Por lo demás,esto es algo que saben bien quienes estánacostumbrados a manejar el derecho pe-nal, que no en vano es el sistema másamplio y sofisticado para la exigencia deresponsabilidades. Gran parte de la ela-boración conceptual de los juristas sobreestas cuestiones tiene como finalidad elponer a punto un conjunto de presuncio-nes, reglas y principios explícitos o implí-citos que ajustan y modulan el reprochepenal. Y si después de varios siglos de re-flexión sobre esta materia, al menos des-de los tiempos de la Ilustración, los juris-tas siguen encontrando dificultades yañadiendo instrumentos jurisprudencia-les y dogmáticos nuevos para graduar lassanciones, es señal de que cuando estápor medio la responsabilidad de alguien

que tiene derechos las cosas no tienenque ser tan fáciles como parecen8.

Aunque no tiene sentido proponer elestudio de estas cosas a los profesionalesde la comunicación, sí lo tiene, en cam-bio, valorar cómo juegan en casos parti-culares estas distinciones conceptuales.En efecto, la experiencia indica que en elcontexto de la sociedad de la informa-ción se dan una serie de circunstanciasque oscurecen la asignación de responsa-bilidades. Dicho de la forma más senci-lla: en nuestro tiempo es cada vez másdifícil saber quién tiene la culpa. No bas-ta con lamentar que se ha perdido el au-téntico compromiso cívico de los buenosprofesionales: se trata de analizar las cir-cunstancias que explican por qué motivoesto es así. Habría que considerar, porejemplo, las siguientes cuestiones. Enprimer lugar, que la propiedad y la ges-tión de los medios ya no coinciden. Lapropiedad tiende a quedar en manos deorganizaciones empresariales ajenas almercado de la comunicación, de maneraque la gestión financiera y la elaboraciónde contenidos responde a intereses desujetos diferentes. El resultado de esta si-tuación es una dificultad creciente en laimputación de responsabilidades: cadavez se hace más difícil saber quién, cómoy porqué toma las decisiones en los gran-des holdings mediáticos transnacionales.Fenómenos análogos tienen lugar a esca-la mucho más reducida donde la difu-sión de nuevos sistemas de gestión em-presarial (¡y cuánta mala ideología haydetrás de todo esto!) no hace sino crearredes institucionales que desvirtúan ydespersonalizan la toma de decisiones,

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8 Valga este ejemplo para señalar la presencia desobreentendidos tácitos en el discurso sobre la respon-sabilidad y que reclaman alguna clase de aclaración.En este caso, el análisis nos ofrece las siguientes indi-caciones. El juicio de responsabilidad presupone:1. Intencionalidad en la acción merecedora de repro-che. Por supuesto, la idea de “intención” es causa deinterminables disputas teóricas. No obstante, inclusode forma intuitiva, podemos comprender que sólo siel acto es “libre” (y aquí –de nuevo– cuántas disputassobre el determinismo) puede ser objeto de un juiciode responsabilidad. 2. Conexión causal entre la accióny el daño. Eso implica la aceptación de una teoría (en-tre muchas) sobre la causalidad. Más concretamente,implica la formulación de un conjunto de juicios acer-ca de la relevancia de ciertos hechos. Se trata de saber–en otras palabras– cuándo y por qué decimos que al-go es un “daño” y cómo llegamos a formular ese jui-cio. 3. Alguna doctrina de segundo orden (como, porejemplo, la que apuntaba más arriba sobre la correla-ción entre derechos y deberes) que justifique por quérazón nos parece odiosa la atribución de responsabili-dad sin culpa y por qué razón consideramos que cier-tas garantías de seguridad jurídica deben poner frenoa la exigencia de responsabilidades.

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cubriéndolo todo con el pretexto de laeficiencia. Un segundo tipo de circuns-tancias que diluyen la responsabilidadtiene que ver con la producción de men-sajes. La aceleración en el proceso de fa-bricación de la noticia oscurece hasta lí-mites inimaginables la idea, aparente-mente cierta, según la cual detrás decada mensaje hay un autor, una personaque responsable de lo que se dice. No setrata de hacer aquí una síntesis de todolo que se puede decir a este propósito,pero es claro que la interconexión ins-tantánea entre mundos que están a dis-tancia incalculable (mundos que son engran medida inconmensurables) nos hallevado a una situación en la que ya na-die tiene el control sobre lo que se di-funde e, incluso, sobre lo que uno mis-mo dice, porque nadie sabe ya de dóndeviene lo que está diciendo, si dice o repi-te, o si conoce los efectos de decir lo quedice. Y sin autoría –eso también está cla-ro– no hay responsabilidad. La atribu-ción de responsabilidades se debilita, entercer lugar, por las condiciones en quetiene lugar la distribución de los mensa-jes. Encontramos al menos dos circuns-tancias que se complementan y se refuer-zan entre sí. Por un lado, la deslocaliza-ción y descontextualización de lasfuentes: en una situación en la que cadavez ee más fácil llegar a cualquier partedel mundo, se difunde la costumbre deir y venir lo más rápido posible, de ma-nera que antes de tomar tierra nos en-contramos ya de camino hacia un desti-no tan lejano como fácil de alcanzar. Porotro, la multiplicación y diversificaciónde los canales de distribución que permi-te enviar informaciones a los lugares másremotos y en los más diversos soportes.La diversificación de los canales de apro-visionamiento y distribución ha traídouna desconocida homogeneización de loscontenidos que se difunden. Lejos de tra-ducirse en instrumento al servicio de lapluralidad, la descontextualización de losmensajes deja tras de sí el vacío de signi-ficados que se difuminan en la distancia.Como consecuencia de esto, nadie puedeser responsable ya de las interpretaciones.Cabe además la posibilidad –éste sería elcuarto motivo– de que en la situaciónpresente aparezcan problemas estructu-rales nuevos (derivados de las condicio-nes del mercado, de la evolución culturalque están experimentando las sociedadesdel bienestar primero y del ocio después,de la colonización y modernización delplaneta con el desarrollo tecnológico, et-cétera) que desbordan la esfera de acción

individual y que, por tanto, impiden unavez más la identificación de responsabili-dades. A las anteriores, se suma una últi-ma razón de carácter institucional o pro-cedimental, pues cada vez es más difícilestablecer mecanismos de control de laresponsabilidad que tengan un grado mí-nimo de certeza. Los mecanismos tradi-cionales (leyes y tribunales, de un lado; laopinión pública, por otro) se muestrancada vez más incapaces de incidir sobre larealidad, identificando las violaciones dederechos, reintegrando a las víctimas, evi-tando que quienes incumplen las normassaquen provecho de ese incumplimiento,sancionando las conductas ilícitas y pre-miando las que son lícitas. Han aparecidonuevos mecanismos de control que debe-rían ser más adecuados, porque son másflexibles; sin embargo, y precisamente acausa de su mayor flexibilidad, generandificultades imprevistas cuando se tratade cumplir las exigencias formales de laigualdad de trato. Y sabemos que una Jus-ticia que sea arbitraria, nunca hace justi-cia.

Si este es el marco en que nos move-mos quizá sea conveniente tomar ciertasprecauciones para no caer en un escepti-cismo incontrolado. En particular, enesa forma de escepticismo que se acom-paña a una explícita o implícita, peroacrítica, celebración del mercado. Aun-que tampoco podemos ceder a la tenta-ción de regresar a una concepción de laresponsabilidad incompatible con la li-bertad. La sociedad de la informaciónnos pone entre la espada y la pared. Deun lado, la acción de los sujetos queparticipan en el sistema social de la co-municación ha dejado de ser auténtica-mente libre y, por tanto, ha desvirtuadoel lugar de una auténtica responsabilidadmoral. En el extremo opuesto, tenemosla tentación de modificar nuestra no-ción de responsabilidad, haciéndola másexigente: esto nos devolvería la seguri-dad de que todas aquellas conductas quenos parecen malas no van a quedar sinsanción, pues el bien de todos se impo-ne sobre los derechos de cada uno. Peroesto también encierra riesgos evidentes.Si consideramos que ninguna de estasdos soluciones extremas es buena no nosquedará más remedio que hacer un es-fuerzo por ajustar o modular a través de

reglas y de derechos la exigencia de res-ponsabilidades9.

El primer paso para promover una comunicación democráticaAsí pues, ¿es esto todo lo que pueden ha-cer los filósofos para promover una co-municación más libre? Como filósofos,parece que sí, pero no como ciudadanos.En estas páginas me he limitado a trataralgunas cuestiones preliminares de éticade la comunicación, jugando con las dife-rentes formas de entender lo que significa“aplicar” y “hacer efectiva” la ética. He in-sistido en la necesidad de llevar a cabo re-distribución del trabajo entre profesiona-les de la comunicación y de la filosofía.La idea es evitar, por un lado, que los pri-meros caigan en errores conceptuales queoscurecen su pensamiento; y, por otro, latendencia que tienen algunos filósofos adejarse llevar por antipáticas actitudesmoralísticas y profesorales, que no valensino para divulgar una imagen distorsio-nada y empobrecida de lo que significahacer filosofía. Es cierto que cuando que-da reducida a instrumento de clarifica-ción conceptual, la ética parece perderuna parte de su interés. Pero no por esopierde su valor. Es más, la hipótesis es quesólo de esta manera pueda llegar a conver-tirse en herramienta útil para transformarla realidad. Y creo que es urgente empezarla tarea, entre otras cosas para evitar quelos escritos de ética (aplicada o no) sigansiendo instrumentos al servicio de intere-ses que nada tienen de filosófico y que sepresentan como tales. En particular, meparece especialmente sospechoso el inten-to de utilizar la filosofía para desvirtuar laprioridad de los derechos sobre los debe-res, una prioridad que ha estado en la ba-se del proyecto de convivencia política dela modernidad y que sigue siendo cuestio-nada. Puede que esta labor de clarifica-ción no sea suficiente, pero creo que hayalgo que los filósofos no pueden dejar dehacer: ellos tienen el deber de enseñar aquienes no son de su oficio a que no sedejen seducir por la mala filosofía, recha-zando soluciones dogmáticas o vacías, in-cluso cuando éstas se presentan con el res-paldo de misteriosos argumentos y de al-gún nombre ilustre. n

Andrea Greppi es profesor de Filosofía de laUniversidad Carlos III de Madrid.

ANDREA GREPP I

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9 Sobre ello, cfr. E. Garzón Valdés: ‘Los enuncia-dos de responsabilidad’, en El reparto de la acción: en-sayos en torno a la responsabilidad. Trotta, Madrid,1999.

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a batalla de Inglaterra, aun-que fue al menos tan decisi-va en sus consecuencias co-

mo las de Blenheim o Waterloo,constituyó un acontecimientomucho menos preciso. La im-precisión radica en cuándo em-pezó y cuándo terminó, así comoen lo que ocurrió realmente. Fueuna contienda caballerosa en laque poco más de un millar dehombres jóvenes de ambos ban-dos pelearon en las alturas, conmucho riesgo y muchas cosas enjuego pero sin la miseria de lasbatallas terrestres ni un marca-dor de confianza. Ambos bandosexageraron mucho las pérdidasdel enemigo y las victorias pro-pias. El resultado fue un empate,pero fue uno de esos empates quetenía mucho más valor para unbando –el británico– que paralos alemanes, que sobre el papeltenían que haber ganado de for-ma abrumadora. Un empate eratodo lo que Gran Bretaña nece-sitaba, junto con la debilidad na-val alemana, para evitar la inva-sión, por primera vez desde1066, a través de los estrechosmares. Por tanto, fue uno de losempates más decisivos de la his-toria.

Durante julio y principios deagosto, los alemanes utilizaronsus campos de aviación reciénocupados en Normandía y Bre-taña para realizar bombardeos es-porádicos, sin ningún propósitoclaramente coordinado, sobre laspartes occidentales de Inglaterray del sur de Gales. El 31 de julio,por ejemplo, se tiene constanciade que cayeron bombas en el su-reste de Cornualles, Devon, So-merset, Gloucestershire, el sur deGales y Shropshire. Es difícil veralguna pauta o propósito en esto,pero encaja con mi propio re-

cuerdo de que los días que paséen la casa de mi familia en Mon-mouthshire implicaron pasarmás tiempo en nuestro refugioantiaéreo, casero pero bastanteconfortable, que el que pasaríaen semejantes circunstancias du-rante el resto de la guerra. En elcurso de la mayor parte de lasnoches se produjeron ataques aé-reos de advertencia relativamen-te inocuos durante cuatro o cin-co horas. Al día siguiente, a veceshabía cráteres producidos por lasbombas para inspeccionar, perola mayor parte se encontraban enlas montañas. En estos ataquesde julio murieron un total de258 civiles, en comparación conlos 1.075 de agosto y los más de6.500 de septiembre, momentoen que el blitz sobre las ciudadesindustriales más orientales y Lon-dres se había concentrado mu-cho más.

No obstante, es difícil situar elinicio de la batalla de Inglaterraen julio o a principios de agosto.Cuando en marzo de 1941 elMinisterio del Aire publicó unfolleto de 32 páginas, del que sevendió un millón de ejemplares yque por primera vez ponía en cir-culación el nombre de batalla deInglaterra (nadie lo había vistoen este contexto cuando tuvo lu-gar realmente), se señaló el 8 deagosto como la fecha de inicio yel 31 de octubre como la de fi-nalización. Estas fechas se eligie-ron de modo arbitrario. Se po-dría decir que el 8 de agosto casidaba en el blanco, aunque algu-nos situarían la gran confronta-ción del 15 de agosto como el fi-nal de la obertura y el momentoen que de verdad se alzó el te-lón. Pero el 31 de octubre es másdiscutible. La esencia de la bata-lla de Inglaterra fue que los ale-

manes procuraron por todos losmedios destruir la fuerza de com-bate británica o en el aire o entierra y, además, interrumpir laproducción, que aumentó mu-cho durante los meses de vera-no, de Hurricanes, Spitfires ybombarderos. Fue una batallamuy circunscrita, en parte por-que el principal caza alemán, elMesserschmitt 109, era brillantea altitudes elevadas (lo cual noles servía de mucho si no podíanconseguir que sus adversarios lossiguieran a esas alturas), pero te-nía un radio de acción grave-mente limitado. Los 109 apenaspodían llegar a Londres desde lasbases del norte de Francia, y sinduda no podían sostener com-bates hasta tan lejos desde estasbases. El de batalla de Inglaterra,por tanto, podía considerarse co-mo un nombre algo grandilo-cuente para una batalla de Kent,Sussex y Surrey, casi una batallade los suburbios, aunque sus re-percusiones por supuesto fueronmucho más amplias.

Sin embargo, mucho antesdel 31 de octubre los alemaneshabían modificado su objetivo,primero para bombardear en ma-sa Londres de día, lo cual empe-zó en la tarde del sábado 7 deseptiembre, y otras ciudades, yluego, cuando las pérdidas se hi-cieron inaceptables, para efectuarataques nocturnos. Éstos no ter-minaron el 31 de octubre. No-viembre fue un mes de ataquesterribles, tanto en Londres comoen las ciudades de provincias,siendo el más importante de es-tos arrasamientos, al menos has-ta el de Dresde en 1944, el per-petrado contra los monumentosy tiendas de Coventry, aunquecausó menos daño a sus fábricasde aviación, el 14 de noviembre.

(En realidad, en la noche del 19al 20 murieron en Birmingham1.353 personas, a diferencia delas 554 víctimas mortales del másfamoso ataque sobre Coventrycinco días antes).

Lo que sin embargo sería másasombroso de la batalla de Ingla-terra, aparte de la valentía conque se luchó en ambos bandos,no fue cuándo empezó y cuándoterminó, sino la ignorancia exis-tente en ambos bandos sobre loque estaba ocurriendo en el ban-do contrario. La niebla de la ba-talla fue verdaderamente pene-trante, y esto a pesar del hecho deque los mensajes en clave desci-frados Enigma enviados por ra-dio ya proporcionaban a Chur-chill y al círculo muy restringidoque tenía acceso a esta informa-ción cierta idea de las intencionesalemanas. Casi la única buenanoticia al principio del mandatode Churchill fue la del impor-tante avance en el desciframientode mensajes conseguido enBletchley el 11 de mayo.

Desde muy al principio de laguerra, los mensajes en clave des-cifrados de Bletchley Park (cuyonombre en clave era Ultra) de-sempeñaron un papel vital. Se-gún algunos historiadores, más omenos ganaron la guerra. Yocontemplo los resultados con al-go más de cautela, quizá, en par-te, porque pasé los últimos 15meses antes del Día de la Victo-ria en Europa intentando inte-rrumpir el tráfico diario entreBerlín y los principales mandossobre el terreno. Pero sin dudafueron importantes. El Enigmanaval, que enlazaba a los subma-rinos alemanes con su mando enAlemania, quizá fue el más cru-cial. La amenaza que planteabanal vínculo por mar en el Atlánti-

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B I O G R A F Í A

WINSTON CHURCHILLa batalla de Inglaterra

ROY JENKINS

L

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co Norte, que era vital, aumen-taba o disminuía según lo libre-mente que Bletchley interpretaralas instrucciones del submarinoalemán.

Como ejemplo de la nieblade la batalla, los británicos exa-geraban constantemente la su-perioridad de los recursos ale-manes en aviones y pilotos, y,como una especie de compensa-ción no intencionada, su propioéxito, absoluta y relativamente, ala hora de destruir bombarde-ros alemanes. Las cifras sobre ladisponibilidad de aviones resul-tan particularmente difíciles dedesentrañar1, tanto por la com-

plicación entre las fuerzas de lalínea del frente y la reserva comoporque los alemanes utilizaronmuchos bombarderos contra,primero, los campos de aviacióny, después, contra Londres,mientras que la fuerza de bom-barderos británica se dedicaba aobjetivos más distantes y, portanto, no formaba parte de labatalla como tal.

Sin embargo, lo que pareceque sucedió es que a mediadosde agosto los británicos tenían1.032 cazas disponibles, mien-tras que los alemanes teníanunos cuantos menos, 1.011.Además, el número de pilotosbritánicos disponibles era de1.400, con varios centenaresmenos en el lado alemán. Estocontrastaba con algunos cálculosde la inteligencia británica, quecifraban el número total de pi-lotos alemanes en 16.000, con al

menos 7.300 (incluidos los pi-lotos de bombarderos) desple-gados en unidades operativas dela Luftwaffe.

El domingo 15 de septiem-bre, que constituyó la culmina-ción de los bombardeos de día,la declaración oficial británica,radiada aquella noche, fue quehabían sido destruidos 185 avio-nes alemanes, con una pérdidabritánica de cuarenta. En reali-dad, las pérdidas alemanas as-cendieron a 60 (34 bombarde-ros y 26 cazas), con otros 20bombarderos gravemente daña-dos pero con capacidad para re-gresar a la base. En general, laproporción de 60/40, o inclusode 50/50, en favor de los ata-cantes contra los defensores sehallaba mucho más cerca de laverdad que la de 4,5 a 1 queChurchill avanzó en serio y en laque creía, o al menos así era enel caso de su secretario particu-lar, de mente sobria, John Mar-tin. El motivo no fue el engañodeliberado, aunque Churchill seburlaba mucho de los alemanes

cuando exageraban en sus de-claraciones, sino cierta tendenciacomprensible a hacerse ilusio-nes, reforzada por el hecho deque muchos pilotos de bombar-dero informaban de la mismavíctima como uno de sus com-pañeros próximos, con el resul-tado natural de que se contabandos o tres veces.

Aún más exagerada era la vi-sión alemana del daño que esta-ban infligiendo al Fighter Com-mand y a la fuerza británica ge-neral. El 16 de septiembre,Göring anunció que el FighterCommand había quedado re-ducido a 177 aviones. En reali-dad, por entonces contaba conuna fuerza operativa de 656,con un fuerte caudal de avionesadicionales en reserva o en pro-yecto. Las batallas de aquel ve-rano nunca redujeron la fuerzadel Fighter Command o de laRAF en general. En parte, estose debió al éxito de Beaverbrooken sus primeros meses como mi-nistro de Producción Aeronáu-tica. Heredó un impulso ascen-dente favorable, pero su impla-cable improvisación lo reforzóconsiderablemente. El llamadoPrograma Harrogate de enerode 1940 dispuso la producciónen un año de 3.602 cazas (unacifra muy precisa). El total al-canzado fue de 4.283, lo quesignificaba que estuvieron dis-ponibles casi 352 cazas al mesdurante aquellos cruciales me-ses de verano y otoño. La pro-ducción alemana apenas llegó ala mitad.

Éste fue un factor decisivo ymedio justificó la inclusión deBeaverbrook en el Gabinete deGuerra el 2 de agosto, el primercambio en ese órgano desde elnombramiento de sus cincomiembros a principios de ma-yo. Churchill creía que lo nece-sitaba, en el aspecto personal yen el político. Chamberlain de-jó el puesto de forma efectivadebido a su grave operación decáncer de estómago a finales dejulio, aunque nominalmente si-guió siendo miembro hasta el 3de octubre, antes de que el 9 denoviembre falleciera. Beaver-brook proporcionó a Churchill

ROY JENKINS

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Winston S. Churchill

Churchill se dignó tener algún contactocon el Lord Chancellor Simon, demos-trando con ello el éxito que había tenido enhacerle inocuo, en palabras de Attlee.

1 La fuerza relativa del poder aéreo ale-mán y británico resultaba aún más descon-certante para Churchill en la época de loque parece ahora. En Navidad y Año Nue-vo (1940-1941) pidió prestado un juez(Mr. Justice Singleton) para juzgar y sope-sar los datos en conflicto. Singleton llegó ala conclusión, sorprendentemente equili-brada, de que, sobre todo, la superioridadalemana no era más que de cuatro a tres. Elpréstamo de Singleton fue casi la única oca-sión durante el núcleo de la guerra en que

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otro conservador para compen-sar la presencia de los dos miem-bros laboristas, pero su caráctery estilo eran tan diferentes delos de Chamberlain que su in-clusión apenas sirvió para equi-librar el barco. Quienes habíansido más críticos con el cambiode mayo de 1940 creían que és-te era otro ejemplo de los gra-nujas que sustituían a los hom-bres de sólida respetabilidad. Dela vieja guardia solo quedabaHalifax. Dos meses más tarde,cuando Chamberlain dimitióformalmente, ofrecieron a Hali-fax el puesto de Chamberlaincomo Lord Presidente, pasandoEden al Foreign Office, perosensatamente prefirió conservarel cargo que conocía2.

Kingsley Wood, un ministrode Hacienda ingenioso pero na-da dominante, fue incluido pa-ra equilibrar la admisión de Er-nest Bevin, el ministro de Tra-bajo, que tenía las cualidadesinversas de Wood. Sir John An-derson, pomposo pero en esaépoca no partidista desde elpunto de vista político, tambiénentró, en este caso para ocuparel antiguo cargo de Chamber-lain de Lord Presidente delConsejo. Hasta cierto punto, es-te último nombramiento fueuna patada escaleras arriba, puescuando el blitz sobre Londres sehizo más severo, Churchill deci-dió que necesitaba a un londi-nense que conociera las calles yno a Anderson como ministrode Interior y ministro de Segu-ridad Nacional. Herbert Morri-son, que iba a entrar en el Gabi-nete de Guerra en noviembre de1942, fue ascendido de ministrode Suministros a ese puesto.

En diferentes etapas despuésde octubre de 1940, AnthonyEden, Stafford Cripps, OliverLyttelton y lord Woolton tam-bién entraron a formar parte delgrupo interno. La recompensade Churchill a Beaverbrook el 2de agosto inició, por tanto, unproceso que apartó mucho alGabinete de Guerra de su redu-cido grupo original de ministrosno departamentales (Halifax erala única excepción) para con-vertirlo en un banco de prefec-tos más imprecisos dentro delGobierno.

Habría sido más sensato dar aBeaverbrook el premio de uncondado por sus esfuerzos de-partamentales verdaderamenteimpresionantes, porque nuncafue lo suficiente jugador deequipo como para estar conten-to o ser útil en el Gabinete deGuerra. Frecuentemente quisodimitir, o por su asma o por re-sentimiento, y aunque tuvo va-rias aventuras notables dentrodel Gobierno durante la guerra,en su mayor parte fueron gue-rras en el terreno con colegas(socavar a Cripps en Moscú, dis-cutir con Bevin por la asigna-ción de soldados y con Sinclairpor el entrenamiento de los pi-lotos y tratar de sacar a la fuerzaal Mando Costero del Ministe-rio del Aire) en lugar de realizaruna aportación estable a la di-rección central de la guerra.

Al igual que, al mirar atrás,sorprende la normalidad y co-modidad de la vida durante elverano de 1940, también los ri-gores de la existencia en Lon-dres (y algunas otras ciudades)cuando llegaba la noche y las si-renas ululaban cada vez mástemprano son un claro recorda-torio de que la vida, cuandoGran Bretaña se hallaba sola, noera tan solo una cuestión de de-safío y gloria. Al principio, losbombardeos se llevaron a caboprincipalmente sobre la zonaportuaria y el East End, y la lu-cha por mantener alta la moral yconservar las condiciones de vi-da semicivilizada tenía algo deoperación de comedor popular.Churchill sabía hacerlo, y trasvarios incidentes efectuó con

éxito algunas expediciones paralevantar la moral a partes deLondres en las que apenas habíaestado desde lo de Sidney Streeten 1910. No despreciaba laatención al aspecto personal enoposición a la esencia, e iba ata-viado con uno de sus curiosossombreros, y nunca sin un puro.No era dado a derrochar tran-quilo anonimato en el aire acre.Pero funcionaba, en parte por-que tenía el don de comunicarsentimientos. Cuando sus ojosse llenaron de lágrimas el 8 deseptiembre ante la escena de unaespantosa matanza, una mujerdel lugar que había resultado he-rida por una bomba gritó: “Mi-rad, realmente le importa”, y lamultitud reunida estalló en ví-tores espontáneos.

Luego, los ataques se difun-dieron mucho más al oeste. Lanoche del 15 de octubre señalóel ataque más sostenido sobre elcentro de gobierno de la capital.Cayó una bomba en el Tesoro ymató a tres funcionarios. El co-cinero de Downing Street y suayudante se salvaron sólo por-que Churchill les había ordena-do, unos minutos antes, que co-rrieran al refugio. Pall Mall fuepasto de las llamas. El CarltonClub, a la sazón en aquella calley junto al Reform, quedó des-truido, aunque, curiosamente,sin pérdida de vidas humanas.El futuro Lord ChancellorHailsham se había llevado de lasruinas a su padre, el ex LordChancellor Hailsham, sobre loshombros, al igual que Eneas ha-bía sacado a su padre Anquisesde las ruinas de Troya, como éldejó escrito, de forma típica pe-ro apropiada. Y el capitán Mar-gesson, el gran whip, fue aúnmenos eficaz a la hora de inti-midar a los bombarderos de loque lo había sido con John Pro-fumo medio año antes. Llegóbastante triste y sucio a pasar lanoche en el anexo de DowningStreet, pero cuando el primerministro y su secretario particu-lar inspeccionaron los restos delCarlton Club al día siguiente,les asombró que las zapatillas deMargesson estuvieran pulcra-mente colocadas a la puerta de

su dormitorio, como la cesta deun perro que estuviera aguar-dando el regreso de su morador.

En esta etapa, Londres estabamás expuesta de lo que lo habíaestado cualquier sede de Go-bierno no derrotada en el mun-do civilizado. Moscú en 1812,Washington en 1814 y 1861, yMadrid como bastión republi-cano en 1936-1939 eran los ri-vales más próximos. Pero nin-guna de ellas estuvo sometida aun peso equivalente de obuseso bombas. En estas circunstan-cias, había que considerar en se-rio si Gran Bretaña, incluso afalta de invasión, podía seguirsiendo gobernada desde White-hall y sus inmediaciones. Inclu-so Chequers se consideraba in-seguro los fines de semana deluna llena, cuando era más fácilde localizar desde el aire. Encuanto al número 10 de Dow-ning Street, era una de las casasgrandes más inseguras de Lon-dres, construida a principios delsiglo XVIII, un periodo muy co-nocido por la mala construc-ción. El propio Churchill laconsideraba insegura, aunque suocupación favorita durante losataques aéreos era subir al tejadoo torreón más cercano para ob-servar la acción. Él creía que lapirotecnia tenía que producirruido además de luz, y manteníauna buena provisión de cortinasde fuego antiaéreas, alcanzaranalgo o no; eran mucho mejorespara la moral de los civiles queun silencio sepulcral mientras seesperaba la siguiente explosiónde bomba.

Primero se trasladó el come-dor del número 10 a la antiguasala de mecanógrafas del sóta-no, en el lado del jardín. Se pre-pararon otros tres recintos parael primer ministro, aunque dosde ellos se utilizaron poco. (Es-to, aparte de los planes contin-gentes y, con Churchill, muyimpopulares para trasladar todala sede del Gobierno a Worces-tershire; él se refería a esto conrepugnancia como el “movi-miento negro”.) El más utilizadode los otros recintos fue un rin-cón a nivel del suelo del anti-guo (pero no muy antiguo; se

LA BATALLA DE INGLATERRA

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2 A Eden le ofrecieron entonces la pre-sidencia del Consejo, pero mostró una li-gera preferencia por seguir siendo ministrode Guerra, preferencia que Churchill alen-tó. Churchill le dijo entonces que el futuroestaba, en cualquier caso, con él (Eden).Reiteró que ahora era un hombre viejo,que no debía cometer el error de Lloyd Ge-orge de seguir después de la guerra, que lasucesión debía ser mía (Eden, The Recko-ning, pág. 145). En vista de esto, quizá nofue sorprendente que Eden se impacienta-ra cuando, casi una década y media más tar-de, la prometida sucesión aún no se habíaproducido.

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había construido sólidamente enla primera década del siglo XX)edificio del Ministerio de Co-mercio, frente a St. James’s Parken Storey’s Gate. Estaba a niveldel suelo, en realidad, inmedia-tamente encima de las nuevassalas del Gabinete de Guerra, ypor tanto tenía un poco de luz.Fue reforzado con vigas y per-sianas de acero, pero evidente-mente no proporcionaba una se-guridad absoluta, si bien era unmarco razonablemente cómodoaunque bastante austero, en elque podía disfrutarse de algúnlujo de comida y bebida, y que apartir del 21 de octubre, cuandotuvo lugar el traslado, fue laprincipal base de Churchill du-rante gran parte de la guerra.Pronto fue conocido como elanexo del número 10. Tambiénse le denominaba el Cobertizo.No obstante, a Churchill le gus-taba volver y dormir en el au-téntico número 10, así como ce-lebrar las reuniones del Gabine-te en la sala tradicional cada vezque esto se juzgaba moderada-mente seguro.

Además, estaba el alojamien-to más seguro proporcionadopor la Junta de Transporte dePasajeros de Londres, bajo la es-tación de metro en desuso de laesquina de Downing Street conPiccadilly (conocida en el Go-bierno como la Madriguera). Laestación nunca ha vuelto a serutilizada, pero los dos arcos ro-jos semicirculares, característi-cos de la arquitectura subterrá-nea de los primeros tiempos,aún pueden verse en la actuali-dad. Cosa sorprendente, el trans-porte de Londres proporcionabauna vida lujosa a sus ocasionalesvisitantes oficiales. Colville in-formó de una desgraciada visitael 31 de octubre: “El p. m. seencontró mal, se sentía enfermoy fue a Downing Street, dondeno tenían cena” 3. Pero el 19 denoviembre, Colville informómás felizmente: “Fui con el p.m. a Downing Street, a pasar lanoche y tomamos una cena ex-celente, muy por debajo del ni-

vel de la calle [...]. A la JTPL leva bien: caviar (casi imposible deconseguir en estos días de im-portaciones restringidas), PerrierJouet de 1928, brandy de 1865 ypuros excelentes” 4.

También se preparó un refu-gio más suburbano en DollisHill, en el otro extremo del dis-trito de Willesden. Tenía bue-nos antecedentes en relación conlos primeros ministros, puesGladstone había pasado allí unaparte considerable de los últimosaños que estuvo en la oposición,en la villa que le había prestadolord Aberdeen, en lo que ahorase llama Gladstone Park. Chur-chill, sin embargo, tuvo que con-templar la perspectiva de una es-tancia en circunstancias menosbenignas. En la mañana del do-mingo 8 de septiembre de 1940,había ido a ver las instalacionesde Dollis Hill antes de efectuarsu famosa visita al perjudicadoEast End. Ya el 3 de octubre elGabinete de Guerra celebró unareunión “de ensayo” en la ciu-dadela construida especialmente(los trabajos empezaron justodespués del Pacto de Múnich)debajo de la Sección de Ingenie-ría de Correos, que se habíaconstruido en Dollis Hill en1933, “y se pidió a cada ministroque la inspeccionara y se fami-liarizara con sus aposentos paradormir y trabajar”. No les gustólo que vieron. “Celebramos esteacontecimiento”, escribió poste-riormente Churchill, “con unanimado almuerzo, y luego re-gresamos a Whitehall” 5. Chur-chill, cuyas memorias de guerrano siempre son exactas en cuan-to a los datos, escribió que nun-ca volvieron a Dollis Hill. Noera cierto. Se celebró allí otrareunión del Gabinete de Guerrael 10 de marzo de 1941, perobajo la presidencia de Attlee, node Churchill, que se hallaba in-capacitado debido a un fuerteresfriado. Su ausencia sin dudaexplica su lapso de memoria6.

A principios de noviembretambién se decidió trasladar laCámara de los Comunes de losesplendores neogóticos de Char-les Barry, que, en particular porsu ubicación junto al río, erauno de los edificios más fácil-mente localizables de Londres.Los horarios de las sesiones ya sehabían cambiado de las habi-tuales 14.45 hasta altas horas dela noche, a entre las once de lamañana y las cinco de la tarde.A partir del 7 de noviembre,también se cambió el local aChurch House, el cuartel gene-ral de la Iglesia anglicana, unedificio de Herbert Baker ter-minado un año antes, contiguoa la Westminster School y fren-te a la abadía. Se hallaba a pocomás de doscientos metros delpalacio de Westminster y eramucho menos cómodo, perotambién menos llamativo, y seesperaba que confundiera alenemigo. La mayoría de los par-lamentarios probablemente ha-brían preferido quedarse dondeestaban, y era el Gobierno, em-pujado por el propio Churchill,el que estaba a favor del traslado.No quería correr el riesgo de te-ner que celebrar doscientas otrescientas elecciones parcialessimultáneas.

La acústica del hemiciclo deChurch House era mala, y secreía que empañó el efecto in-mediato del fino éloge de NevilleChamberlain que Churchillpronunció el 12 de noviembre.Sus 10 minutos de frases altiso-nantes pero cálidas y sinceras(que no disfrazaban sus anterio-res desacuerdos con Chamber-lain) sin duda fueron una nota-ble producción, y era evidenteque todas las palabras habían sa-lido de su propia mano7. A pe-

sar de las limitaciones de ChurchHouse, Churchill utilizó las ha-bitaciones complementarias pa-ra unas cuantas reuniones delGabinete de Guerra. En esta fa-se se volvió bastante adicto auna política de movimientosimprevisibles, para la que habíaen realidad algo que decir racio-nalmente. Pero ello significabaque sus secretarios particularesraras veces sabían de antemanodónde iba a instalarse para tra-bajar de día o de noche y teníanque estar siempre preparadospara ir con él o detrás de él, contodos los documentos impor-tantes que podían recoger apre-suradamente.

El estado de exasperación(bastante) cariñosa que estos há-bitos provocaban fue captado deforma brillante por una nota pa-ródica que John Peck (el secre-tario particular número tres) es-cribió el jueves 31 de octubre:

“Acción para hoy Despacho parti-cular: Ruego se preparen para mi usoseis nuevos despachos, en Selfridge’s,Lambeth Palace, Stanmore, TootingBec, el Palladiu y Mile End Road. Co-municaré todos los días a las seis de latarde en qué oficina cenaré, trabajaré ydormiré. Se precisará alojamiento paraMrs. Churchill, dos taquígrafas, tres se-cretarias y Nelson [el gato]. Deberíahaber refugio para todos y un lugar pa-ra mí para observar los ataques aéreosdesde el tejado.Esto debería estar listo el lunes. No de-be haber bombardeos intensivos du-rante las horas de oficina, es decir, en-tre las siete de la mañana y las tres de latarde”.

W. S. C.8

Las circunstancias de su vidaen Londres eran de tanta in-quietud que no sorprende queChurchill diera casi la solemni-dad de una observancia religio-sa a marcharse el fin de semana.Pero había en ello algo más queuna simple huida de las vigas re-forzadas del anexo del número10. Debido probablemente a sushábitos de trabajo, que no aban-donaba –con el dictado, ya fue-ra de libros en tiempos de paz,ya fuera de notas en tiempos deguerra, lo cual le permitía con-

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3 Colville, Fringes of Power, pág. 280.

4 Ibid., p. 297.5 Winston S. Churchill, Second World

War, II, págs. 324-325.6 Valentine, Willesden at War, passim.

7 Ronald Tree (vía Harold Nicolson)escribió que Churchill había dicho que noera una tarea insuperable, ya que admirabamuchas de las grandes cualidades de Nevi-lle. Pero ruego a Dios en su infinita miseri-cordia que no tenga que pronunciar undiscurso similar sobre Baldwin. Esto, enrealidad, sería difícil. (Nicolson, ed., HaroldNicolson: Diaries and Letters, 1939-1945,pág. 129.) Esto era ser injusto con Baldwin.Chamberlain provocó más daño y tambiénfue una personalidad menos atractiva y másestrecha de miras. 8 War Papers, II, pág. 1017.

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trolar todo lo relacionado conel hecho de dirigir un país ase-diado–, le parecía más necesa-rio variar el escenario en el querealizaba su pesada tarea. En losaños treinta corría el chiste deque Hitler y Mussolini siempreatacaban durante el fin de se-mana porque, al hacerlo, pilla-ban a los ingleses de los “años depobreza y penalidades” en unasituación violenta. Pero Chur-chill era mucho más inveteradoen lo de pasar fuera los fines desemana que Baldwin o Cham-berlain o Halifax. Además, legustaba tener público en las co-midas. No era demasiado buenoen la conversación de tú a tú, pe-ro en una mesa a menudo podíaser brillante. Y su brillantez nosólo divertía e inspiraba a sus in-vitados (que con frecuencia erangenerales, almirantes y mariscalesdel Aire, así como ministros yfuncionarios favoritos, familiaresy a veces gente de la alta socie-dad), sino que también propor-cionaba un impulso esencial a supropio ánimo y moral. Costabareunir este público entre las es-trecheces y los refuerzos de susbúnkers de Londres. Allí teníaque conformarse con un públicomás reducido, como anotó Edenen su diario el 25 de noviembre:“He cenado con Winston [...].Estábamos solos. Champán y os-tras en su dormitorio” 9.

La partida el viernes por latarde (ocasionalmente el sábadopor la mañana) con su séquitohacia Chequers llegó a adquirirla importancia de un cambio demarchas esencial o, para seguircon la metáfora automovilísti-ca, de recargar las baterías. Portanto, fue un asunto grave elque Chequers, en la hondonadade Buckinghamshire, se consi-derara inaceptablemente vulne-rable durante la época del mes“en que la luna era llena”. Chur-chill reaccionó a esto con unacaracterística mezcla de decisión,optimismo y egocentrismo. Enla tarde del martes 5 de noviem-bre envió a buscar a RonaldTree, parlamentario conservador

por Market Harborough, y leinformó de que, el viernes si-guiente, le gustaría ir a pasar elfin de semana a Ditchley, la ca-sa de campo de Tree en el nortede Oxfordshire, con todo el per-sonal de secretarios y comuni-caciones (pero no doméstico) deDowning Street-Chequers, yposiblemente algunos otros in-vitados, y utilizarla de este modoen futuros fines de semana enque se necesitara un lugar segu-ro. En realidad, lo hizo un totalde 15 fines de semana durante elsiguiente año y medio, siendoel último en marzo de 1942.

Tree se sintió adulado y acce-dió. Era un angloamericano de43 años y gustos refinados, muybuenos modales y una gran for-tuna, procedente ésta de Mars-hall Field, los grandes almace-nes de Chicago. En los últimosaños de paz había sido un firmepartidario de Eden, opuesto a lapolítica contemporizadora, perono próximo a Churchill. Enaquella época servía como secre-tario particular parlamentario(la forma inferior de vida semi-ministerial) para Duff Cooper,el ministro de Información, yno era uno de los políticos deéxito por naturaleza. Ditchley esuna elegante mansión, recons-truida en la década de 1720 porGibb y Kent para el segundoconde de Lichfield, y fue adqui-rida y delicadamente remodela-da por Tree en 1935. Se en-cuentra a unos once kilómetrosal norte de Blenheim, el lugarde nacimiento de Churchill, ya unos sesenta kilómetros másde Londres que Chequers.

Los Tree, a pesar de lo repen-tino del aviso, estuvieron en ge-neral complacidos por la visita.Esto suponía una carga para sus(considerables) recursos, peroaumentó el interés de sus vidas.Mrs. Tree, una virginiana queera sobrina de Nancy Astor, na-da aduladora y una dama de co-mentarios muy agudos, escribióa Churchill después del primerfin de semana: “Siempre he sidouna de sus mayores aunque máshumildes admiradoras; y quierodecirle lo encantados y honradosque nos sentimos todos de que

haya usted venido a Ditchley. Sile conviene utilizarlo en cual-quier momento, aunque sea di-ciéndonoslo con poca antela-ción, se halla a su disposición”10.A Churchill, al parecer, le gustóDitchley. Alargó la luna llena ados de esos fines de semana ini-ciales de mediados de noviem-bre. La casa era más elegante queChequers (que, sin embargo, seacercaba más al estilo de Chart-well), y la comida era muchísi-mo mejor. Fue una pena que, alfinal de la guerra, tres años des-pués de finalizar el acuerdo dehuésped (no) de pago, cuandoTree perdió su escaño en el Par-lamento, Churchill no diera másmuestras externas de gratitud.

Los incesantes traslados dellugar de trabajo no sólo le con-vertían en un blanco menos pre-visible, sino que también le le-vantaban el ánimo. Le gustabanlas llegadas y partidas, y tam-bién disfrutaba adoptando unaactitud traviesa hacia los pom-posos y los piadosos. “¡Ahora megustaría”, dijo a Colville cuandose acercaban a Chequers en lanoche del viernes 1 de noviem-bre, “cenar... en Montecarlo, ydespués ir a apostar!”11. Su mo-ral era en conjunto alta, en par-te debido a su optimismo natu-ral, sobre todo cuando disfruta-ba de sus estimulantes vitales:de comida, bebida y público a lamesa. Incluso en los momentosmás sombríos, sus valoracionesestratégicas se habían vuelto mo-deradamente favorables. Creíaque la posición de Gran Bretañaera mucho mejor que cuatro ocinco meses antes. Creía que laamenaza de invasión había de-saparecido, pero detestaba de-cirlo en público por si dismi-nuía el estado de alerta. Graciasde nuevo a Colville sabemos,por el día siguiente del mismofin de semana en Chequers, que“Ahora piensa que la invasiónestá lejos, pero esto sólo puededeberse a nuestra vigilanciaconstante”12.

También creía que Gran Bre-taña había aguantado el peso dela matanza causada por los bom-bardeos alemanes y que, si bienera una herida nacional muy de-sagradable, no estaba resultan-do mortal, ni hundiendo la mo-ral de las ciudades ni paralizan-do la producción de aviones yotras fábricas de municiones.Las muertes causadas por losbombardeos se cifraron entre3.000 y 5.000 al mes, una he-morragia soportable. Tampocopensaba que la destrucción deedificios fuera tan desmesuradacomo para hacer imposible queprosiguiera la vida urbana es-tructurada. “Al ritmo actual setardarían 10 años en destruir lamitad de las casas de Londres”,dijo a la Cámara de los Comu-nes el 8 de octubre. “Después,por supuesto, el progreso seríamucho más lento”13.

Nada de todo esto significabaque viera claramente que GranBretaña iba a ganar la guerra...sin la intervención de EstadosUnidos. La única acción ofensi-va en el frente central que podíacontemplar era el bombardeo deciudades alemanas. Fue curioso,y en última instancia perjudi-cial, sobre todo en vista de la só-lida respuesta de Gran Bretaña alos ataques alemanes, que se de-positara tanto optimismo en es-ta dudosa arma. Para obteneruna explicación, probablementees innecesario ir más allá del he-cho de que no se contaba connada más. Esta concentraciónde esperanzas se hizo más extra-ña aún con el fracaso de un ata-que contra Mannheim el 16-17de diciembre de 1940. En unareunión del Gabinete de Guerradel 12 de diciembre se había de-cidido, tras cierta vacilación, quedebía realizarse un intento co-ordinado de quebrantar, me-diante el terror aéreo, la moralde una sola ciudad alemana detamaño medio. Se eligió Mann-heim. El resultado fue decep-cionante. Al parecer se erró elStadtmitte. Sólo murieron 14

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50 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA n Nº 128

9 Eden, Reckoning, pág. 175.

10 War Papers, II, págs.. 1.068-1.069.11 Colville, Fringes of Power, pág. 283.12 Ibid.

13 Hansard, 5 serie, vol. 365, cols.766-778.

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hombres alemanes (más 18 mu-jeres y dos niños), y se perdieron7 de los doscientos 200 británi-cos. Pocas lecciones se aprendie-ron.

Aparte de la completamentecomprensible incapacidad deChurchill, en el otoño de 1940,para ver el camino hacia la vic-toria del Imperio británico sinaliados, también existía una víahacia la derrota que aún lo aco-saba: el peaje mortal de las pér-didas de barcos en el AtlánticoNorte. Ésa era una amenaza re-lativamente oculta, que no ate-morizaba a la mente pública delmodo en que lo hacían las divi-siones Panzer alemanas que es-peraban saltar desde el norte deFrancia o los bombarderos de laLuftwaffe que zumbaban porencima de las principales ciuda-des. Era, por tanto, indispensa-ble que Churchill lo viera conuna claridad de rayos x. Lo ex-puso de la mejor manera en unacarta (de 4.000 palabras) que alfinal envió a Roosevelt, el desti-no más pertinente, el 8 de di-ciembre. Había estado trabajan-do en la carta durante varias se-manas y era evidente que laconsideraba de crucial impor-tancia. La primera mención deella la hizo ya el 26 de noviem-bre.

Cuando llegó fue un docu-mento potente y serenante. Lascifras de hundimientos en elAtlántico Norte eran inquietan-tes:

“Nuestras pérdidas de barcos, cu-yas cifras en los meses recientes se ad-juntan, han sido en una escala casicomparable al peor año de la últimaguerra [...]. Nuestro cálculo de tonela-je anual que debería importarse con elfin de mantener nuestro esfuerzo a ple-na potencia es de 43 millones de tone-ladas; el tonelaje que entró en septiem-bre fue sólo de 37 millones de toneladasy en octubre de 38 millones de tonela-das. Resultaría fatal que esta disminu-ción continuara a este ritmo. Los pró-ximos seis o siete meses reducen la fuer-za relativa de los acorazados en aguasnacionales a un margen menor de losatisfactorio. El Bismarck y el Tirpitzsin duda estarán en servicio en enero”.

La posibilidad de conjurar es-tos peligros dependía de una se-rie de acciones, fuera de la gue-

rra, por parte de Estados Uni-dos. “Si, como creo, está ustedconvencido, señor presidente,de que la derrota de la tiraníanazi y fascista es una cuestiónde gran importancia para el pue-blo de Estados Unidos y para elhemisferio occidental, conside-rará esta carta no una peticiónde ayuda sino una declaraciónde la mínima acción necesariapara alcanzar nuestro propósitocomún”14.

Poco a poco, durante los si-guientes cuatro meses, con elempréstito y la aplicación porparte de la Marina norteameri-cana de la libertad de comerciohasta el meridiano 26, unos dostercios al este a través del Atlán-tico, Churchill consiguió la ma-yoría de sus peticiones. La aus-teridad con que expuso su te-mor a Roosevelt funcionó.También era una señal de que sumente estaba lejos de estar rela-jada en todos los frentes a me-dida que 1940 se dirigía hacia sufin. En noviembre y en diciem-bre hubo dos estímulos. El pri-mero fue un ataque satisfactoriodel Fleet Air Arm sobre unaconcentración de la Marina ita-liana en el puerto de Taranto, yel segundo fue la victoria del ge-neral Wavel, el comandante enjefe británico en Oriente Próxi-mo, sobre los italianos en lafrontera de Egipto y Libia, conla liberación de Egipto de tropasextranjeras y la captura de SidiBarrani y de 40.000 prisionerosde guerra italianos. En realidad,esto no fue más que el primerjuego de la partida de pimpóndel desierto que prosiguió hastaEl Alamein casi dos años mástarde, pero constituyó la prime-ra victoria terrestre británica en15 meses de guerra. Ello com-pensó el fracaso del intento definales de septiembre del generalDe Gaulle, con ayuda británi-ca, de capturar Dakar en el Áfri-ca occidental francesa, y justifi-có el arrojo de Churchill, pues ladecisión de julio de 1940 de re-forzar Oriente Próximo mien-tras Gran Bretaña permanecía

bajo la fuerte amenaza de inva-sión había sido suya.

Churchill apareció en ocasio-nales visitas de inspección du-rante el otoño, pero, no obstan-te, con la excepción de sus finesde semana en Chequers yDitchley, fue su período más es-tático de toda la guerra. No via-jó a Francia como a principiosde verano ni a Estados Unidos,ni al norte de África, ni a Rusiacomo en los últimos años. Fue aDover y Ramsgate el 28 de agos-to y disfrutó bastante al coinci-dir con un ataque aéreo contraesta última. Quedó muy cons-ternado por el efecto de unabomba en el pequeño medio desustento de un hotelero, y en eltren, camino de regreso, dictóuna petición al ministro de Ha-cienda para que realizara unplan de compensación por losdaños causados por la guerra.

En la tarde del domingo 8 deseptiembre, el día después delprimer ataque grave, Churchillrealizó una famosa y muy foto-grafiada visita al East End. El 15(otro domingo), el día más in-tenso de la batalla de Inglaterra,fue a Chequers a visitar al vice-mariscal del Aire Park en su cuar-tel general de Uxbridge del Gru-po 11º, del Fighter Command.El grupo controlaba los escua-drones de cazas que cubrían todoEssex, Kent, Sussex y Hamps-hire. Mientras observaban las lu-ces de los tableros de indicado-res, se hizo evidente que ya noquedaban escuadrones de reser-va en el tablero, y Churchill pre-guntó a Park: “¿Qué otras reser-vas tenemos?”. “Ninguna”, res-pondió Park15. Por fortuna, losaviones alemanes empezaron aregresar casi de inmediato.

Churchill estaba obsesiona-do, correctamente, con la nece-sidad de contar con reservas.Cuando el 16 de mayo habíapreguntado al general Gamelin:“Où est votre masse de mano-euvre?” y había recibido por res-puesta: “Aucune”, había empe-zado a tener dudas sobre Game-lin y sobre Francia. Y al dar

órdenes para la defensa del surde Inglaterra contra la invasiónen julio y principios de agosto,había estado instando constan-temente a los generales a no li-mitarse a desplegar una delgadalínea de tropas a lo largo de lasplayas, sino a asegurarse de quetenían disponibles concentra-ciones móviles de las mejoresunidades en el interior y cercade la costa para atacar en cual-quier punto en que los alema-nes, en caso de llegar a la orilla,fueran más vulnerables.

En cierto modo no sorprendeque Churchill, tras la tensión deobservar el marcador de esta clá-sica batalla aérea del 15 de sep-tiembre (aun cuando ofrecieraun resultado sumamente ine-xacto), cuando regresó a Che-quers a las 16.30 de la tarde, ysegún sus propias palabras, “can-sado por el drama del grupoNúm. 11”16, se acostara y dur-miera hasta las ocho. Sin em-bargo, en otro sentido es notableque pudiera serenarse tanto ensemejante día. El 7 de octubre, aúltima hora de la noche, Chur-chill fue con el general Pile, acargo del Mando Antiaéreo, ainspeccionar las baterías antiaé-reas de Richmond Park y des-pués los reflectores cerca de Big-gin Hill. Entre los dos se per-dieron y Churchill se mojó suspequeños y pulcros pies en elcampo donde estaban situadoslos reflectores, de modo que lle-gó a Downing Street (a las 4.30de la madrugada) de un humordudoso. Su siguiente expediciónfue más de su gusto, pues im-plicó viajar en el tren especialde larga distancia, lo que siem-pre le gustó. Desde media tardedel 22 de octubre hasta la ma-ñana del 24 de octubre, efectuóun viaje por Escocia, examinan-do el astillero de Rosyth e ins-peccionando en Fifeshire las tro-pas polacas que, de un modo unpoco tortuoso, habían llegado aGran Bretaña. El 1 de noviem-bre inspeccionó, ataviado con eluniforme de comodoro del Aire,el cual nunca le quedó bien, un

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14 War Papers, II, págs 1.189-1.197. 15 Ibíd., pág. 816. 16 Ibíd.

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escuadrón de Hurricanes enNortholt.

Eso fue todo en el curso deaquel año, pero probablementefue suficiente. Estaba inmensa-mente ocupado. La mayor partede su trabajo se autogeneraba.No es que tuviera que hacerfrente a la gran masa de papelque le llegaba de sus subordina-dos, sino más bien que estabaconstantemente iniciando, pre-guntado por qué no se cumplíanlos programas, por qué habíatanta gente en el personal de loscuarteles generales, por qué sefabricaban muchos más avionesque los que llegaban a prestarservicio en la línea del frente,por qué el diseño de los tanquesno dejaba de cambiar de un mo-do que impedía su producciónen masa, por qué el Almirantaz-go no podía apreciar que GranBretaña necesitaba con urgen-cia buenos barcos y no barcosperfectos que estuvieran dispo-nibles sólo cuando la guerra hu-biera terminado, y también re-cogiendo pequeños ejemplos denecedades burocráticas que en-contraba con su voraz lectura delos periódicos. Sin duda esto eramuy bueno para mantener a losministros y departamentos enascuas, y era perceptible, lo cualera buena señal, que los minis-tros más próximos a él, sobretodo Eden como ministro deGuerra y Sinclair como minis-tro del Aire, recibían las reprimendasmás mordaces y más frecuen-tes. Eden recibió varias cartasque empezaban con frases como:“Me desagrada el modo en queel Ministerio de Guerra llevó es-te asunto francés” o “Este tele-grama muestra el modo aburridoen que se está llevando la cam-paña en Oriente Próximo”. Sin-clair, que era un amigo muchomás antiguo (aunque proceden-te de otro partido) que Eden, re-cibió una reprimenda más bur-lona pero también más devasta-dora el 29 de septiembre:

“Me alegro mucho de descubrir queestá usted, como de costumbre, com-pletamente satisfecho. Simplemente leenvié el telegrama del Foreign Office

para probar una vez más esa impene-trable armadura de confianza ministe-rial que se ha puesto usted desde quedejó de liderar la oposición al Gobiernoy se convirtió en uno de sus pilares. Obien estaba usted muy equivocado enlos viejos tiempos, o nosotros debemosde haber mejorado enormemente desdeel cambio”17.

A los ministros laboristas losdispensaba casi por entero deesta clase de trato. A. V. Ale-xander, como Primer Lord delAlmirantazgo, recibió un poco ya menudo exasperaba a Chur-chill, pero el tono personal que-daba eliminado porque casi to-das las notas del primer ministroiban dirigidas conjuntamente aél y al almirante Pound, el Pri-mer Lord del Mar. A Bevin,Churchill lo trataba con cautorespeto, como, de un modo di-ferente, hacía con Attlee. Inclu-so Greenwood, que se habíaconvertido en algo así comouna quinta rueda en el vagóndel Gabinete de Guerra, se aho-rraba el látigo escrito. Morrisony Dalton, ninguno de los cua-les, lamentablemente, llegó agustarle jamás, eran dos útilesy eficientes ministros. ConAmery, a pesar de su gran apo-yo el 28 de mayo (junto conDalton), también estaba instin-tivamente impaciente, esperan-do al principio degradarle de laOficina de la India al Ministe-rio de Salud en la remodelaciónde diciembre, como consecuen-cia de que Halifax se marchabaa Washington. En esta etapa,también trataba a Beaverbrookcon una cautela equivalente ala que tenía con Bevin, aunque(en el caso de Beaverbrook) eramás cálida debido a sus antiguasrelaciones fluctuantemente es-trechas y a que le gustaba sucompañía (casi como una adic-ción, lo que Clementine Chur-chill desaprobaba). Churchillcreía que Beaverbrook había re-alizado hazañas prodigiosas alaumentar la producción de Hu-rricanes y Spitfires, y le hacíasufrir su frecuente idea de di-

mitir.El hecho de estar tan ocupa-

do permitía a Churchill evitarlas visitas que no deseaba. El 8de noviembre escribió una cartade firme rechazo, envuelto enuna capa de respeto, al exiliadorey Zog de Albania: “Señor, es-pero que no me considere des-cortés si le digo que, en las pre-sentes circunstancias, mis necesi-dades de tiempo son demasiadoapremiantes para tener el honorde ver a Su Majestad [...]. Elobediente servidor de Su Majes-tad, Winston S. Churchill”18.También se desembarazó de sirArthur Salter e incluso del al-mirante de la Flota sir RogerKeyes, que siempre quería ir aChequers. En cambio, prestóplena atención a la Cámara delos Comunes. Entre el 20 deagosto y el 19 de diciembre ha-bló allí en 12 ocasiones diferen-tes. Estos discursos variabanmucho en extensión y en conte-nido. Dos de ellos, tras las vic-torias de Taranto y Sidi Barrani,sólo fueron breves declaracionesde satisfacción, pero la mayoríade los otros fueron importantesy sobrias valoraciones de la ba-talla de Inglaterra, el blitz y otrasperspectivas. No pretendían al-canzar los elevados vuelos ora-torios del verano, aunque el del20 de agosto incluía la famosafrase: “Nunca en el campo delos conflictos humanos tantoshan debido tanto a tan pocos”; yconcluyó con la comparaciónentre el avance de la coopera-ción angloamericana y el caudalde un gran río: “No podría de-tenerlo si deseara; nadie puededetenerlo. Al igual que el Misi-sipí, sigue fluyendo. Dejémoslofluir. Dejémoslo fluir plena, ine-xorable, irresistible y saludable-mente, hasta tierras más ampliasy mejores días”19. Aun así, Col-ville escribió de ese discurso:“Fue menos oratorio de lousual”20, y Nicolson añadió:

“No intentó despertar entusias-mo, sino tan solo ofrecer unaguía”21.

Lo que también fue perceptiblefue hasta qué punto se dedicó a al-gunos de los asuntos rutinarios del li-derazgo de la Cámara. No se cubriócon la vestimenta de un remoto líderde guerra que sólo podía efectuar de-claraciones épicas. Asumió los deba-tes sobre el cambio del horario de lassesiones y sobre el traslado a ChurchHouse. Pronunció el discurso nor-mal del primer ministro como res-puesta a la apertura de la nueva sesióndel Parlamento por el Rey el 21 denoviembre y aceptó el receso para eldescanso de Navidad del 19 de di-ciembre.

Pasó sus primeras navidadesen Chequers y se permitió unamayor relajación –poco trabajotras el almuerzo el día de Navi-dad– que un año antes. Lasperspectivas sin duda eran me-jores de lo que habían sido seismeses atrás, pero tenía dos cons-tantes preocupaciones impor-tantes medio ocultas: el inexo-rable peaje de las pérdidas debarcos en el Atlántico Norte ylos recursos financieros, quemenguaban rápidamente, conlos que pagar el matériél esen-cial de Estados Unidos. En esteúltimo asunto había entabladodelicadas conversaciones conRoosevelt. Y luego, como paraasegurarse de que los peligrosdel blitz no se olvidaban, ardie-ron grandes partes de la ciudadde Londres (Guildhall, ochoiglesias de Wren y la catedral deSan Pablo se salvaron por poco)en un ataque masivo con bom-bas incendiarias efectuado la no-che del 30 de diciembre. Así ter-minó el annus mirabilis deChurchill. n

[Este artículo corresponde al capítuloV de la quinta parte, titulada ‘¿Salva-dor del mundo? 1939 a 1945’ del li-bro Churchill, Península, Barcelona,2002]

Roy Jenkins es canciller de la Univer-sidad de Oxford y presidente de la Ro-yal Society of Literature

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52 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA n Nº 128

18 Ibíd., págs. 1.066-1.067.19 Hansard, 5 serie, vol. 364, cols.

1.159-1.171.20 Colville, Fringes of Power, pág. 227.21 Nicolson (ed.), Harold Nicolson:

Diaries and Letters, 1939-1945, pág. 109.17 Ibíd., pág. 883.

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Juan Aranzadi El escudo de ArquílocoA. Machado Libros. 2 vol.Madrid, 2001

No han pasado dos años desdeque apareció este libro y, queuno sepa, todavía aguarda la crí-tica que su ambición y esfuerzomerecen. Tampoco esta mía loserá en grado suficiente, puestoque adopta un punto de miralimitado. Eso sí, por varias y re-levantes que sean las tesis quedejo de lado, me propongo dis-cutir las que el propio autorconsidera tan cruciales como pa-ra figurar en su “Prólogo”: nadamenos que los principios ético-políticos que deben inspirar elanálisis teórico y el tratamientopráctico del terrorismo naciona-lista vasco. Y si encaro este co-metido, mucho tiene que vercon ello la sospecha fundada deque algunos de estos principiosestán vigentes en ambientes tenidos por sensatos y hasta pro-gresistas.

Ni matar ni morir: simplemente escaparAlgún Tracio se afana con mi escudo, ar-ma excelente que abandoné mal de migrado junto a un matorral. Pero salvémi vida: ¿qué me importa aquel escudo?Váyase enhoramala: ya me procuraré otroque no sea peor(Arquíloco, frag. 12 de Elegías y frag-mentos dactílicos).

Así reza el texto clásico que,además de depararle título a suobra, expresa la disposición últi-ma del autor y resume sus tesiscentrales. Contra la exaltacióndel héroe, he aquí la apologíadel hombre normal, tan grata alos ojos y oídos de nuestro tiem-po: un tiempo –se ha escrito–en el que “la supervivencia haocupado el lugar del heroísmo

como cualidad admirada”1. Pe-ro vengamos a esas tesis.

De un lado, el rechazo in-condicional de la muerte comoinstrumento político:

“Frente a la actitud heroico-patrió-tica que Pericles elogia y demanda, laactitud cobarde, escapista e insolidariade Arquíloco es la actitud ética desde laque está escrito este libro, una actitudnacida del rechazo incondicional de lamuerte y de todas sus legitimaciones(sean éstas religiosas, patrióticas o polí-ticas), del rechazo de cualquier Causa,por noble que parezca su Nombre(Dios, la Patria, la Libertad, la Demo-cracia) que exija morir o matar por ella”(I, 16).

Más claro todavía, su rechazosin paliativos de ETA

“no obedece fundamentalmente amotivos políticos, sino a motivos éticos,al rechazo incondicional de la muertecomo instrumento político, sea cualfuere la finalidad que se invoque…” (I, 652).

Del otro lado, y en debida co-rrespondencia, la estimación nomenos incondicional de la vida:

“Espero que a lo largo de las páginasdel libro vaya apareciendo claro el por-qué de la opinión derivada de esa acti-tud, que desde el principio y sin entre-tenerme por ahora en justificarla, meapresuro a proclamar: un libro contra elterrorismo que se fundamente en laatribución a la vida humana del valorsupremo tiene que ser a la vez un librocontra la valoración positiva del marti-rio y contra el mesianismo” (ib.).

Nadie reprochará ambigüedad aquien confiesa que su propia po-sición se resume en

“la valoración incondicional de la vi-da por encima de cualquier otro posible

valor –la libertad, la igualdad, la patria,la democracia, etc.– al que aquélla pu-diera subordinarse o sacrificarse…” (I, 663).

Y de tales principios, claro es-tá, sus consecuentes corolarios.El primero será la proclamaciónde una moral de la huida, deuna ética que erige a la deser-ción en valor incontestable: puesla suya es una

“actitud cuya contrapartida es la po-sitiva valoración de la huida como laúnica decisión prudente cuando se sien-te la vida amenazada” (I, 16).

De ahí también

“el carácter intrínsecamente perver-so de la moral cristiana que incita a en-tregar la vida por ‘la más noble de lascausas’, pues nadie se siente más legiti-mado para matar por una Causa quequien está dispuesto a morir por ella; esmuy corta la distancia entre el mártir yel asesino” (I, 69).

Apoyada en estas premisas denaturaleza ética, en fin, he aquísu propuesta política frente alterrorismo:

“Lo único que se opone al terroris-mo es el rechazo de la muerte como ins-trumento político, la renuncia a matar ya morir por Causa alguna, incluida laPatria, la Democracia o cualquier Es-pantajo Redentor promovido por la So-teriología de turno” (I, 581).

* * *

El secreto de lo incondicionalLa principal dificultad de textostales reside en que el lector nosabe hasta qué punto ha de to-marse en serio su lectura; comoesté más inclinado a dudar de síque del autor, rebusca razonesen las que su propia incompe-tencia seguramente no habrá re-

parado. Al fin y al cabo, el es-cándalo es hoy pieza capital dela cultura de masas, pero no porello pierde su indiscutible cali-dad de recurso didáctico. Lomalo es cuando lo escandaloso,al parecer, ni está al servicio depropósito alguno de enseñanzao de cambiar las cosas ni siquie-ra demanda la adhesión de supropio autor, que hasta dice sen-tir alergia hacia las conviccionesy estar libre de toda actitud ideológica (I, 24 y 27). Ver paracreer y que el lector saque susconclusiones.

Por mi parte, me arriesgaré adecir que se trata de tesis cuyoescándalo procede sobre todode su naturaleza incoherente.Dejemos ahora de lado la cues-tión de si ese rechazo a morir ymatar obedece, más que a laexaltación del valor de la vida,sobre todo al temor a la muerte.Pasemos también por alto lamaniobra de revestir de man-dato moral lo que (al menos encuanto a la conservación de lavida propia) ya nos lo ordena elinstinto:

“lo que cada uno quiere ya de por síde modo inevitable no está contenidoen el concepto de deber”2.

Me centraré sólo en la pre-sunta incondicionalidad del im-perativo. Incondicional, es de-cir, sea cual fuere el requisitoque se invoque o se cumpla, almargen de cualesquiera circuns-tancias y consideraciones, conindependencia de la altura ogravedad de la causa, más alláde todas sus legitimaciones.

É T I C A

ARQUÍLOCO COMO PRETEXTOUna ética de la deserción

AURELIO ARTETA

1 A. Bloom: El cierre de la mente mo-derna, pág. 86. Plaza y Janés, Madrid, 1989.

2 I. Kant: La Metafísica de las Cos-tumbres II, Introd. IV, pág. 237. Tecnos,Madrid, 1989.

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Como ese repudio absolutodel recurso a la muerte violentaes imposible en la práctica, pre-cisamente a causa del miedo in-superable a morir uno mismocon violencia, resulta tambiénimpensable en la teoría. Tal vezpor eso la tesis haya de presen-tarse armada de validez incon-dicional, una nueva versión del“prohibido pensar”. Declararlaincondicionada, o sea, blindarlaa todo examen y vacilación, es laforma de conjurar el miedo almiedo. Es una idea que Nietzs-che esboza a propósito del im-perativo categórico por antono-masia:

“La mayoría, ciertamente, prefiereuna orden incondicionada, un manda-miento incondicionado a algo condi-cionado: lo incondicionado les permitedejar de lado el intelecto y es más acor-de con su pereza; a menudo correspon-de también a una cierta tendencia a laobstinación y gusta a las personas quese vanaglorian de su carácter (…). Asítambién se quiere que el imperativomoral sea categórico, ya que se piensaque de esta manera le es más útil a lamoralidad. Se quiere el imperativo: esto es, un señor absoluto debe ser crea-do por la voluntad de muchos, los cua-les tienen miedo de sí y entre sí: él de-be ejercer una dictadura moral. Si no setuviera ese miedo, tampoco sería nece-sario semejante señor”3.

Pues bien, igual que esa dic-tadura moral kantiana vendríaen socorro del miedo de uno ala flaqueza de su propia volun-tad y de los otros, la que aquí sepretende busca neutralizar en loposible el pavor a la muerte vio-lenta. Con resultados prácticos,sobra decirlo, no menos nefas-tos que los teóricos. Si la políti-ca sencillamente desaparece, lamoral se degrada hasta la cari-catura: en realidad queda con-sagrada la banalidad del mal.Todo en la vida humana seríairrelevante salvo la muerte; o, sise prefiere, todo adquiere entrenosotros su exacta dimensión yrelevancia según y cómo asegu-re o estorbe mi propia supervi-vencia.

Adelantemos también que elcarácter inapelable del rechazode partida deja en la oscuridad oen la indeterminación unascuantas cuestiones decisivas pa-ra las tesis que se dilucidan. Pri-mera, y básica, cuál es el límite apartir del que puede hablarse de“vida amenazada”, para delimi-tar en consecuencia hasta quépunto hallaría justificación eldisponerse a morir o a matar ensu defensa. Segunda, que esamuerte (o su amenaza en algúngrado) que se rechaza tanto pue-de ser la propia como la ajena, yque de cada una de ellas podríanser sujetos uno mismo u otros.Tercera, que el morir o el matarpueden invocar en su ayuda odescargo tanto una causa priva-da como pública. La ausenciade estas y otras distinciones, se-pultadas bajo la declaración deincondicionalidad, se ahorramatices imprescindibles.

Muerte propia y muerte ajena1.Pero he sugerido que estamosante proposiciones contradicto-rias entre sí. Bastaría comenzarpor entender que el rechazo a lamuerte es siempre rechazo a lamuerte de uno mismo: Arquílocono dice alegrarse de no habermatado, sino de no haber muer-to. Es lo propio del miedo, “esemóvil básico –según Hobbes–de la transición racional del es-tado ‘natural’ de guerra al estadode sociabilidad pacífica y civili-zada” (I, 84-85), que es la previ-sión de un mal para uno mismo.El miedo es ante todo miedo amorir, no a matar.

Y si es así, el rechazo incon-dicional de mi muerte violentaha de llevar aparejado el rechazosólo condicional a la muerte vio-lenta de otro; es decir, por loque a mí respecta, me absten-dré de amenazar la vida de otrocuando eso no arriesgue o de esemodo salve la mía propia. Asíque la impugnación incondicio-nal de la muerte, cuando se tra-ta de la propia, enuncia una te-sis contraria al respeto absolutode la vida ajena. El no termi-nante a la muerte de uno mismoimplica, en el caso límite (y sal-vo excepción heroica), el sí ne-

cesario a la muerte de algúnotro. Pensar otra cosa es disi-mulo o autocensura, infantil an-gelismo.

Pero es que además la lecturapor Aranzadi de los versos deArquíloco se queda corta y re-sulta por eso harto engañosa. Enuna batalla cruenta –y no se ol-vide que al fondo está aquí la“batalla” librada en Euskadi du-rante 30 años– un escudo no só-lo protege mi propia vida físicaindividual, sino también mi vi-da moral y política, así como laexistencia misma de mi comu-nidad. Al fin y al cabo, el ene-migo no busca tanto mi muertecomo mi sumisión, ni hay bata-lla que se entable contra un úni-co individuo. No vale, pues, mi-rar el escudo tan sólo como ins-trumento de mi propia defensapersonal. Si en mi huida loabandono, a lo mejor salvo mivida, pero puedo también pasarpor cobarde ante mí mismo olos demás y, desde luego, pongoen peligro tanto la vida ajena (delos compañeros que conmigomilitan) y la libertad de la co-munidad entera por la que com-batimos.

No nos paremos aquí. Con-tra lo que supone el poeta (o suintérprete), en nuestro caso elescudo representa mucho másque el conjunto de medios de-fensivos individuales y, en gene-ral, de seguridad o policía. Tam-bién lo son, y juegan un papeldeterminante en la resistencia,las convicciones de cada cualacerca de la propia dignidad, delos requisitos de la libertad co-lectiva, del contenido del idealdemocrático o de las exigenciasde la verdad. Todas ellas son aun tiempo lo que se intenta pro-teger y el instrumento protec-tor. De modo que, por valiosoque fuere, el escudo perdido deArquíloco –como él mismoconstata– se puede reponer ysustituir por otro o por algo quehaga sus veces; ese nuevo escudopuede no sólo “no ser peor”, si-no incluso mejor. Pero lo queya no resulta tan fácil de recu-perar son los valores que cadauno pone en juego, así comotampoco el clima moral de una

comunidad. Lo que no se supletan fácilmente es la libertad, laigualdad o la autoestima, sea deuno o de los muchos. Claro queeso sería ya invocar legitimacio-nes que, según Aranzadi, nadalegitiman.

2. ¿Y qué decir del rechazoincondicional de la muerte aje-na? Lo que ahora se condena esque, desde cualquier excusa po-lítica, otros mueran violenta-mente, ya sea a mis manos o amanos de otros. Pues bien, se-mejante condena absoluta obien choca con la tesis prece-dente o resulta de imposiblecumplimiento o arrastra conse-cuencias de todo punto inde-fendibles.

a) De una parte, se conven-drá que el no a esa muerte ajenapodría significar en ocasiones elsí a la muerte propia. A diferen-cia de lo que suceda en la co-munión de los santos, en las so-ciedades de hombres el rechazoabsoluto a matar a otros seríacontrario a nuestro rechazo nomenos tajante a morir a manosde otros. Si no estoy dispuestoen modo alguno a llegar even-tualmente a matar para así evitarmi muerte violenta o la de losmíos, y no delego en otro seme-jante tarea, entonces es que estoy dispuesto siempre y sin excepción a morir o a que mematen.

b) Claro que ese propósitoresultante de un respeto sin ex-cepción a la vida ajena podríaacarrear sólo mi muerte, y en-tonces estaríamos tal vez anteun valioso acto supererogatorio:muero por no matar o para queotros vivan (verbigracia, porqueprefiero la muerte a la delación);o estamos quizá ante un actobien diferente en que se expresala simple negativa a resistir, seapor cansancio o por hartazgo dela vida… Pero también podríasuceder que mi muerte indivi-dual no viniera sola, sino quetrajera consigo consecuencias in-deseables para los míos o paraotros, incluidas su miseria, su-frimiento o muerte. Así las co-

ARQUÍLOCO COMO PRETEXTO

54 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA n Nº 128

3 F. Nietzsche: Sabiduría para pasadomañana. Fragmentos póstumos 248, págs.88-89. Tecnos, Madrid, 2002.

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sas, y por admirable que ellofuere, si no hay conciencia mo-ral que pueda exigirnos aquellaconducta heroica, esa creenciame ordena –al contrario– abs-tenerme de una conducta quecontribuya a la desgracia más omenos general. En el primer su-puesto, arriesgarse a morir porno matar sería supererogatorio;en el segundo, llegar incluso amatar porque otros no mueransería obligatorio.

Y es que el no a ciertas muer-tes ajenas presupone en casos ex-tremos prestar conformidad a laprobable muerte violenta deotros. Si no estoy dispuesto aamenazar la vida de terceros a finde impedir que perpetren sus ho-micidios, entonces apruebo quealgunos seres sean muertos u hos-tigados por esos terceros. La in-solidaridad o el cinismo me con-ducen a aceptar sin remilgos, des-de mi condición de candorosoespectador, que sean otros los quematen y otros los que mueran.

c) De modo que la más en-cendida negativa a matar unomismo se acompaña, cuando me-nos, del permiso de que alguienmate por uno. Se decide que seaalgún otro el que se “ensucie” lasmanos. En cuanto pongamos ellímite infranqueable en la legíti-ma defensa de la vida (es decir, encuanto se entiende que reducir elpeligro de perderla violentamen-te exige exponerse también a per-derla o a quitársela a otro por cau-sa de la fuerza que requiere en-frentarse a ese peligro), no haymás remedio que encargar a otrosla tarea institucional de matar porevitar la propia muerte o la de losconciudadanos. Y si ese límiteamplía su radio, porque la no-ción de “vida amenazada” resultacoextensiva con una vida políticabajo la injusticia, más necesariotodavía será que alguien desem-peñe el cometido de la amenazapública contra quien pudieraamenazarnos.

* * *De lo contrario, estaríamos perdidos.Pues si frente a la injusticia no hay lu-gar para la propia defensa y la del otro,incluso violenta; si hay que entregarse

resignadamente a la voluntad omní-moda del criminal o del déspota, o con-fiar en su persuasión…, entonces la po-lítica ha perdido su primera y más acre-ditada razón de ser.

Adiós a la política Por decirlo brevemente, desapa-rece de un plumazo ese reino enel que la fuerza y la sanción sonlos instrumentos específicos delas acciones y relaciones. Conella desaparece también el re-curso al miedo general como lapasión política por excelencia.Pero un miedo respecto deotros, que por principio se ne-gara a provocar a su vez el mie-do mayor de esos otros para asídejar de temerles, está condena-do a reproducirse sin fin. ¿Nohabría que llamar antipolítica auna situación en la que, a cam-bio de excluir la violencia físicaque amenace mi vida, me some-tiera a todas las demás violen-cias? Allí cualquier persona quereniegue de semejante principioético-político es ya mi amo po-tencial; puede ser mi amo realen cuanto se lo proponga. Esta-mos ante la inmensa paradojade una política desarmada. A finde cuentas, ¿por qué el Estadohabría de hacer por los ciuda-danos lo que éstos no deben enmodo alguno querer, es decir,amenazar la vida de quien ame-naza la nuestra? Pero entonces,¿para qué el Estado?

Negada la violencia legítima(al menos en su uso extremo), ypor presuntas razones éticas, seesfuman también los dilemasmorales que aquélla comporta.A primera vista, la ética de laresponsabilidad habría sido arro-llada por la ética absoluta o in-condicional de las convicciones.¿Estamos seguros? Mientras We-ber propone una política ani-mada por “la entrega apasionadaa una causa” y la “fe”4, pero quese hace cargo de sus consecuen-cias, Aranzadi no predica al ciu-dadano otro principio que el desalvar su vida como fuere, vale

decir, la falta total de conviccio-nes; y, a un tiempo, puesto quese trata de una convicción abso-luta, con total desprecio de susconsecuencias. Pero también aquien postula esta ética, a la parincondicionada y antievangéli-ca, habrá que replicarle: “has deresistir al mal con la fuerza, puesde lo contrario te haces respon-sable de su triunfo” (ib., p. 162).

Y es que Aranzadi, así lo pa-rece, se extravía a la búsquedade un ideal en el que la amistadviene a confundirse con -cuandono a sustituir a- la política. “¿Esposible seguir manteniendo re-laciones sociales basadas en lainmediatez, la confianza, el‘compartir’ y la autonomía sinatomización en sociedades estructuradas por el Parentesco,el Estado y/o el Mercado?”, lle-ga a preguntarse en su prólogo(I, 23).

Se desentiende de averiguarsi semejante atmósfera de in-mediatez y cordialidad no re-queriría, pese a todo o por ellomismo, la vigilante amenaza dela violencia legítima. Lo de-muestra cuando se acoge al quetiene por ideal de vida de losepicúreos, “escépticos respectoa la actividad política en un Im-perio ‘globalizado’, cultivadoresde la amistad como única rela-ción interhumana digna de res-peto y entregados al prudentedisfrute de los placeres…” (I, 29). Sólo que los epicúreos,si damos crédito a las palabrasde su fundador, no ignoraronque su privilegiada comunidadde sabios en la que cultivaban laataraxía o imperturbabilidadera posible gracias a la seguridad(aspháleia) y que este requisito,a su vez, surgía a resultas delejercicio del poder. Pues la se-guridad más alta (“nacida de latranquilidad y alejamiento res-pecto de la muchedumbre”) bro-ta “cuando ya se ha conseguidohasta cierto punto la seguridadfrente a la gente”, y esta últimavendrá como fruto de ese ciertopacto sobre lo conveniente parael trato comunitario en queconsisten la justicia y el dere-cho. Sólo entonces se hace po-sible “la adquisición de amis-

tad”, el mayor bien que la sabi-duría aporta a la felicidad hu-mana5. De suerte que aquellasencantadoras relaciones inter-personales no son propias de lacomunidad política, pero se ins-criben en ella porque subsistengracias a ella.

¿Idiotas o ciudadanos?1. Sería difícil negar que tan ro-tundo repudio de la muerte representa la más impecable ex-presión de la libertad de los mo-dernos, un ejercicio exclusivo dela libertad negativa frente a cual-quier demanda de libertad posi-tiva o participativa… a pocoarriesgada que ésta fuere. Y esque ¿hasta dónde llevaremos elrechazo incondicional de lamuerte y de sus signos?, ¿hastaqué grado de molestias para unomismo y para los demás? He ahíla apología colmada del homo oe-conomicus, el que economiza an-te todo en su propia vida: ese queahorra riesgos y rentabiliza segu-ridades; alguien, ni que decir tie-ne, que en asuntos públicos es-coge siempre la salida y nunca lavoz6. ¿No es lo que Aranzadi vie-ne a sostener cuando menospre-cia el valor de las manifestacionescallejeras o, en general, cuandopondera lo muy poco que pode-mos hacer los demócratas contraETA? (I, 666 sigs.).

2. Pero se diría que esto no seaviene demasiado con su con-cepción de la democracia, unaconcepción con la que en loesencial comulgo. Como él, creoque es hoy labor teórica priori-taria despejar la ambigüedad deeste concepto que cubre hoy ca-si cualquier práctica pública.Desconfío asimismo de esa uni-versal sacralización de la demo-cracia que toma cualquiera desus resoluciones, como si el mer-cado y sus mecanismos fuerancosas de otro mundo, por ex-

AUREL IO ARTETA

55Nº 128 n CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

4 M. Weber: “La política como voca-ción”. El político y el científico, págs. 153y 156-57, Alianza, Madrid, 1988.

5 Máximas capitales, 6, 14, 27, 31, 33y 36. En C. García Gual: Epicuro, Alian-za, Madrid, 1981. Cfr. también del mis-mo, Epicuro. Ética. Texto bilingüe, Ba-rral, Barcelona 1974.

6 A. O. Hirschmann: Salida, voz ylealtad, F.C.E, México, 1977.

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presión genuina de la voluntadpopular o representación apro-ximada de la ciudadanía (I, 24-26). En suma, también para míla democracia es ante todo una“cuestión de principios o de va-lores”, el principio de la igual-dad política real de todo ciuda-dano y el valor de su considera-ción como sujeto libre de sucomunidad; y por eso no “sim-plemente una forma de gobierno,un régimen político con divi-sión de poderes, parlamento ele-gido, libertad de partidos, reco-nocimiento legal de los derechoshumanos, etc” (II, 535; cfr.582). Procedimientos e institu-ciones democráticas brotan delprincipio democrático y habránde juzgarse por su fidelidad aél… Sólo que de todo ello no sededucen ciertas desgraciadas te-sis de Aranzadi, sino justamentelas opuestas. En síntesis:

a) Parece un grave contrasen-tido ofrecer el ideal de la De-mocracia como el valor políticopor excelencia para, al mismotiempo, rechazar abrupta y rei-teradamente que pueda consti-tuir una Causa por la que expo-ner la propia vida y, llegado elcaso, amenazar la de quienespretenden que la comunidadpública se organice según losprincipios y valores contrarios(I, 16, 581, 652 y 663). Esa De-mocracia, como condición denuestra libertad colectiva y portanto también de los derechosciviles de cada uno, es una ins-tancia capaz de justificar el re-curso a la violencia.

b) Si tal concepción fuerte dela Democracia es la que se man-tiene, no debería importarnosdemasiado la autoconciencia dequienes se tienen por demócratassin serlo. Resulta un contrasen-tido, sin ir más lejos, tachar dedemocrático al nacionalismovasco en su núcleo etnicista. Elnacionalismo pacífico y el na-cionalismo terrorista, además dehermanarse en sus fines (I, 655),comparten también medios tanrelevantes como ciertas creen-cias que determinan su procesocomún: la pertenencia a una co-

munidad étnica anterior y su-perior a la ciudadana; la reali-dad sagrada de un Pueblo dis-tinto de su Sociedad; la preva-lencia de improbables derechoscolectivos sobre los individua-les; la prioridad de la construc-ción nacional sobre cualquierotro proyecto civil, etc. De suer-te que no todos los fines políti-cos pueden ser perseguidos porvía democrática (I, 653), por lomismo que no cabe declarar elabsurdo de que “la independen-cia de Euskadi es un objetivotan estúpido y tan legítimo comocualquier otro” (I, 660, cursivamía). Ni la democracia ha de re-ducirse a un método político,¿en qué quedamos?, ni lo de-mocrático ha de tomarse sinmás como sinónimo de pacífico(I, 657, 660). Por eso la ideolo-gía democrática, más que “acon-sejar” negarse a las concesionespolíticas bajo la violencia (II,582), ordena sin reservas esa ne-gativa.

c) En definitiva, por defici-tario que fuere el régimen de-mocrático español con relacióna esa Democracia como princi-pio y valor (I, 551 sigs.), no loserá tanto como para cuestionarabiertamente la legitimidad desu lucha antiterrorista. Es lo quehace Aranzadi, como se verá alfinal de esta réplica.

* * *Toca ahora repasar los pronuncia-mientos éticos que sirven al autor depremisas para sus propuestas políticas yasí hacer notar cómo un principio deapariencia impecable, pero en realidadinfundado, puede traer consigo resul-tados desastrosos.

La vida no es un valor1. Recuérdese que Aranzadi sos-tiene que a la vida humana hayque atribuirle “el valor supremo”(I, 16) o, en otras palabras, quees menester predicar “la valora-ción incondicional de la vidapor encima de cualquier otroposible valor –la libertad, laigualdad, la patria, la democra-cia, etc.– al que aquélla pudierasubordinarse o sacrificarse” (I, 663).

Salgamos cuanto antes al paso:la vida humana no es un valor, si-

no un bien o el soporte y condi-ción de todo valor; en este caso,de los valores políticos y morales.La vida se vuelve valiosa cuandoes no sólo vida, sino específica-mente humana; es decir, digna,libre, comunitaria, igual, amical,etc. Luego son la libertad o la jus-ticia o la amistad las que dotan devalor a la vida humana; no es lavida sin atributos lo valioso, sinolo que hacemos con ella, los con-tenidos con que la llenamos, losespacios de humanidad que leabrimos. Poner la vida por enci-ma de los valores es suponer a lavida valiosa al margen de los va-lores. O sea, considerarla valiosaen tanto que pura vida biológica:sin haber conquistado su huma-nidad, sin haber desarrollado susvirtudes y excelencias. No es sim-plemente la vida lo propio delhombre, según nos adelantó Aris-tóteles, sino una cierta vida (zoéntina) que se resume en el vivirbien (eu zén) y que sólo la polís (yno otras asociaciones menores)hace posible7.

Admitamos en todo caso quela vida humana dispone de unvalor potencial…, que se harámás o menos actual en la medidaen que incorpore aquellos valores.Vivir como humanos viene a serinventar, aceptar o cuestionar va-lores (o contravalores), vivir con-forme a (o contra) ellos. Y algu-nos de tales valores serán lo sufi-cientemente elevados como paraque la vida de un hombre –desdeluego, la de uno mismo; bajociertos requisitos, la de otros–pueda exponerse a su sacrificiocon el fin de no perderlos, recu-perarlos o aumentarlos. No hayduda de que preservar la vidaconstituye por lo general para loshombres una preferencia inme-diata o un deseo de primer orden,pero nuestra autonomía se juegaen los deseos de segundo orden,que nacen de nuestra capacidadreflexiva y evaluadora y con losque ponemos en cuestión o en sudebida jerarquía nuestros impul-

sos espontáneos. La supervivenciaserá un fin que no es un deber8.

La vida humana constituye el requisito básico para que en el mundo haya valores. Comoescribe J. Raz, “la vida es unaprecondición del bien y nor-malmente un bien condicional,pero no es incondicional e in-trínsecamente buena”; de ahí sutesis de que “la vida no es de va-lor intrínseco, que el valor noreside en la vida misma, sino só-lo en su contenido” y que la vi-da representa “simplemente unaprecondición de esos conteni-dos”9. No puede ser valor loque, antes que ser fruto de laautodeterminación, nos viene yapredeterminado. Y si ni siquieraes un valor, mal podrá ser el va-lor supremo, a menos que fueraun dislate proclamar –como ha-cemos con frecuencia– que cier-tas clases de vida no merecen servividas, o no deberían llamarsehumanas o no alcanzan el rangode una vida digna. Pero muchomenos todavía, claro está, po-drá considerarse la vida el únicovalor, que es a fin de cuentas enlo que se convierte cuando laproclamamos el valor más ele-vado.

2. Este dogma del valor su-premo de la vida es más bien laexpresión suprema del nihilis-mo contemporáneo: nada vale.Efectivamente, si la vida huma-na fuera el valor por excelencia,entonces no habría propiamen-te valores: pues en ese caso nues-tra vida sería compatible concualquier valor, con cada uno ysu contrario, con tal de que sir-vieran para asegurar la meraexistencia. Ya no importarían losvalores, sino tan sólo la vida; nohabría lugar al juzgar y preferir,sino al mero ser, al sobrevivir.Así es como el máximo idealmoral de los seres humanos pa-sa a ser el mínimo común deno-minador de los seres vivos; secanjea la moral por la biología y,

ARQUÍLOCO COMO PRETEXTO

56 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA n Nº 128

7 Ética nicomaquea I, 7-8. Política I, 2.8 A juicio de Kant, los dos fines que

son a la vez deberes para el hombre son “lapropia perfección y la felicidad ajena”. LaMetafísica de las Costumbres II, Introd. IV.

9 J. Raz: “The value of staying alive”.En Value, Respect and Attachment, págs.77 y 78, Cambridge U.P., Cambridge(UK), 2001.

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para colmo, se declara que la fi-delidad a esa llamada biológicaes el comportamiento más dig-no de los sujetos morales.

Viene, pues, a cuento aquellode Cioran:

“Una civilización comienza a de-caer a partir del momento en que laVida se convierte en su única obsesión.Las épocas de apogeo cultivan los valo-res por sí mismos: la vida no es másque el medio de realizarlos…” 10.

Tal vez así se entienda que lomás pernicioso del terrorismono radica en que desprecia lapropia vida. Su principal mal-dad estriba en que –por el mie-do que inocula– pervierte de ra-íz nuestras intuiciones prácticas,pone cabeza abajo la escala devalores y mancilla lo que hacevaliosa nuestra vida individualy colectiva.

El derecho a la vida no es el primero1. Claro que el derecho a la vidaresulta el primero en tanto quefundamental puesto que, sin él,no habría ningún otro derecho.Su anterioridad será así tempo-ral o lógica, pero no se trata deuna prioridad cualitativa o unaprevalencia moral. Por eso es deltodo falso sostener que “antesincluso que los derechos y liber-tades políticas, y por encima deellos, está el derecho a la vida”(I, 663). Tal cosa sería tomar lacondición del valor por el valormismo y por el máximo valor; elbien subjetivamente más precia-do como el objetivamente másprecioso.

La vida es humana y valiosaprecisamente gracias también aldisfrute de todos esos derechosde que gozamos como seres li-bres e iguales, esto es, los dere-chos políticos. De ahí que la vidahumana como objeto de dere-cho sea secundaria respecto deotros objetos de derecho. En-tiéndase: el derecho a la vidaprecede a los otros porque éstostienen que suponer aquél; peroese particular derecho sólo ad-

quiere sentido gracias a los otros,y por eso no los precede, sinoque en realidad procede del res-to de derechos fundamentales.

2. Más atrás se defendió queel rechazo de la muerte violentapropia o ajena no puede ser ab-soluto o incondicional, pues nun-ca son descartables situacionesque hagan legítimo matar o mo-rir por esos mismos derechosque confieren sentido tanto alderecho a la vida individual co-mo a la colectiva. Así las cosas,de la naturaleza misma del debercorrespondiente a este derecho,el de respetar la vida ajena, ¿nose desprenderá también el deberde defenderla cuando esté amena-zada, y más aún cuanto tal ame-naza sea a todas luces injusta?Que no sea un deber jurídico(aunque ahí está el delito de de-negación de auxilio…), ¿evitapensarlo como un deber moral?

Alguien verá llegado el mo-mento de replicar que los actossuperogatorios, por muy valiososque sean (o precisamente por elinmenso valor que albergan), enmodo alguno son obligatorios.Dar la vida por otro sería sumuestra más elocuente. Puesbien, contra lo que da a enten-der Aranzadi, no faltan situacio-nes en que se nos demanda que“nos expongamos” al menos enproporción a la cuantía o rangodel bien o del valor puestos enjuego. Prueba de ello es que unavida que se preserva a costa dedejar morir al amigo o de some-terse al impostor, la que se aco-moda sin protesta a la igno-minia, nos parece una vida humana degradada. Y así lo ex-perimenta tanto el propio sujetoen la vergüenza o remordimien-to que le asaltan como sus(cuando menos, los mejores) ve-cinos y espectadores medianteel reproche que aquella conduc-ta les merece.

Dígase cuanto se quiera, laconciencia moral no nos solicitaabominar de “cualquier Causa(…) que exija morir o matar porella”. De ser así, es de temer quenos solicitara igualmente dejarde vivir como humanos, o sea,como seres que invocan razones

y valores por los que guiarse yjustificarse, y que las demás cria-turas, inconscientes y reguladaspor la necesidad, no requieren.Tal cosa sería descender a un ni-vel natural o premoral de la ac-ción humana, un talante por elque muchos –según contó el clásico–, con tal de vivir, re-nuncian a las razones que danvalor a su vida: et propter vitamvivendi perdere causas…

3. Porque la tentación inne-gable estriba en prescindir pau-latinamente de todos los demáscon tal o a fin de salvaguardareste primordial derecho a la vi-da; en estar dispuesto a sufriratropellos o expolios, a condi-ción de ejercer o salvar este de-recho de subsistir. De tanto in-sistir en el carácter obviamenteprevio del derecho a la integri-dad física, otros muchos que-dan en la penumbra y entoncesvenimos a proclamar varias co-sas… que el terrorista percibecon toda nitidez. Primera, y su-puesto que yo respetaré el delos demás, proclamo que cier-tamente todos mis prójimosdeben respetar este derechomío a la vida como el más bási-co. Pero asimismo, y no menos,que antes incluso de que así loentiendan y cumplan con se-mejante deber, y por si acasoalgunos de ellos se mostraranreacios a cumplirlo, yo mismoestoy en la obligación de cuidarde mí por encima de todo. Loque era deber pasivo del otropasa a ser mi principal deberactivo, ya no con respecto a lavida ajena sino con relación a la propia. Y así es como, porúltimo, elevo la pusilanimidady cobardía a virtud: que nadieme pida arriesgar un pelo por lasalvación de nadie (y menos delconjunto), porque mi derechoa la existencia es absoluto y es-tá por encima de cualquier otraconsideración. He ahí la apo-teosis de la propia seguridad…,con exquisita conciencia.

Una ética para fugitivosAnuncia Aranzadi su propósitode preparar en los próximosaños una obra

“…que intente dilucidar cuáles seríanlas reglas de sabia prudencia que en elmundo actual podría quizá seguir quienapreciara los valores que, según algu-nos antropólogos, ha presidido la con-ducta de la humanidad durante el 90%de su existencia sobre la faz de la Tie-rra…”.

Cabe deducir por lo que sigueque tales valores se condensanen “la inmediatez, la confianza,el ‘compartir’ y la autonomía sinatomización” en los que basarlas relaciones sociales, unos va-lores de plasmación imposibleen “sociedades estructuradas porel Parentesco, el Estado y/o elMercado” (I, 23).

1. No parece empresa desde-ñable, ni mucho menos, éstaque luego denomina “ética parafugitivos del Parentesco, del Es-tado y del Mercado”. De mo-mento, Aranzadi se limita aofrecernos una primera entrega:“la postura ética” desde la queescribe su libro (I, 24), la actitudnacida como reverso de aquelrechazo incondicional de lamuerte y de todas sus anticipa-ciones (I, 16). Y tal actitud con-siste, según se vio, en “la positi-va valoración de la huida comola única decisión prudente cuan-do se siente la vida amenazada”(ib.). La verdad es que no seacierta a comprender que todoslos desafíos para nuestra vida in-dividual, y que recomendaríanpor razones morales la fuga, pro-vengan de las instituciones pa-rentales, estatales o mercantilesvigentes, y sólo de ellas. Ni tam-poco se explica por qué hay queescapar de tales mecanismos, siacaso fuera factible, en lugar deenfrentarse a ellos para trans-formarlos… justamente por unimpulso moral. Mientras tantaincógnita se despeje, la ética dela huida semeja una huida de laética y no resulta un agravio rotular esta presunta ética parafugitivos más bien como unaética para cobardes. Sobre todo sicontamos para ello con laaquiescencia del autor.

Arquíloco relataba haberabandonado su escudo, no depropósito ni loco de alegría, sino“mal de mi grado”. Que el poe-

AUREL IO ARTETA

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10 E. Cioran: Breviario de podredum-bre, pág. 127, Taurus, Madrid, 1977.

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ta añadiera luego su satisfacciónporque así conservó su vida, sue-na a una especie de “adaptacióncognitiva”, a una fórmula racio-nalizadora para reprimir o su-blimar después la vergüenza dehaber perdido su arma11. Su co-mentarista, en cambio, propo-ne arrojar armas y bagages comoprimera providencia; mientrasArquíloco al menos comenzó alibrar su combate, Aranzadi pre-dica la conveniencia de escapar-se de él por todos los medios;así que la del uno se llamaríahoy “objeción sobrevenida”, ladel otro una objeción de princi-pio. Pero el caso es que salvar elpellejo como fuere y al precioque fuere no expresa ningúnprincipio ético, ni constituyeuna virtud ni un deber. Calificaresa disposición “cobarde, esca-pista e insolidaria” como una ac-titud ética no sólo envuelve unsinsentido, sino ganas de burla.Revelar una ética para desertorescomo mandato universal, o sea,desacreditar por completo la va-lentía, confundir la cobardía conla prudencia y consagrar esa de-ficiencia como suma virtud…,equivale a la transvaloración deestos valores, un cometido paraun nuevo Nietzsche.

2. Si damos por buenas laspalabras de Aranzadi, se diríaque es el miedo el punto de apo-yo de toda esta ocurrencia. Apoco que se entiendan, sin em-bargo, hablan menos del miedo(una emoción), que de la cobar-día (un vicio).

“Afortunadamente, el miedo (…)ha estado siempre presente en mis rela-ciones con ‘el problema vasco (…); yfue también por miedo a unas supues-tas amenazas de ETA por lo que, a par-tir de 1985, decidí (…) silenciar micreciente rechazo a sus crímenes (…).

Lo que para Fernando fue un acicate ala asunción de sus reponsabilidades cí-vicas, para mí fue un eficaz procedi-miento disuasorio” (I, 84-85).

Que padecer miedo, en sujusta medida y siempre que noaboque en un terror paralizante,sea una fortuna se explica por elhecho de que esta emocióncumple un saludable efecto de-fensivo frente a un peligro real.Pero si en ese lugar y en esetiempo tocaba en verdad asu-mir aquellas “responsabilidadescívicas” y el miedo más bien ledisuadió de ello, entonces aquelafecto fue ocasión de una des-gracia moral. Nuestro hombretuvo miedo, y de eso segura-mente no fue responsable. Fueresponsable cuando, según re-conoce, decidió callar su denun-cia de los criminales a causa deese miedo; o sea, cuando al mie-do respondió con cobardía.

Por lo demás, el reconoci-miento de la cobardía podrávolver a su sujeto más simpáti-co, pero su franqueza no hacebueno el mal del que se sincera.¿Qué digo? Si nuestro hombreconfiesa esa cobardía y exhibesu insolidaridad como un tro-feo, es para proponerlas nadamenos que como ideales paratodos. No se tiene noticia deque Arquíloco llegara a tanto.

Legitimación sin legitimidad1. Sólo que la cobardía es malaconsejera y, lo sepa o no quien lapadece, su mala conciencia tieneque hacerse perdonar. Para ellonada mejor, en primera instancia,que dar de lado sin distincióncuanto pudiera conferir a ciertasempresas humanas la altura sufi-ciente como para arriesgar la vidapor ellas. Aranzadi lo expone a lasclaras desde el comienzo: el re-chazo incondicional de la muer-te viene a una con el repudio

“de todas sus legitimaciones (seanreligiosas, patrióticas o políticas), delrechazo de cualquier Causa, por nobleque parezca su Nombre (Dios, la Pa-tria, la Libertad, la Democracia) queexija morir o matar por ella” (I, 16).

Si se presupone que no hay cau-sa legítima alguna, entonces no

sólo carece de sentido llegar atanto; es que tampoco hay opor-tunidad siquiera para que el pro-pio coraje o su carencia se pon-gan a prueba. La huida ya no esla conducta del cobarde ni la delcínico, sino tan sólo la del vir-tuoso bien informado.

Esta ética de tan bajo raseroequipara interesadamente cadauna de las justificaciones de lasconductas arrojadas hasta elpunto de no molestarse en revi-sarlas; las desprecia a todas poradelantado. Tiene que descon-fiar por principio y por igual delas grandes palabras con que serevisten las causas colectivas, pa-ra así ahorrarse su examen dete-nido: no vaya a ser que la indis-cutible justicia o racionalidad dealguna de ellas le corte la cómo-da retirada. Y esta tendencia serefuerza además mediante el ex-pediente de servirse del concep-to de legitimidad en su sentidoweberiano (como mera legiti-mación o creencia social en unacausa o un régimen) y no en elsentido habermasiano de mere-cimiento de esa legitimación (ojustificación racional y moral deesa causa o régimen). No es deextrañar que, en consecuencia,se renuncie a toda perspectivacrítica para moverse tan sólo enun plano positivista y con apa-riencia de neutralidad.

Aquella idea de que nadie sesiente más legitimado para ma-tar por una Causa que quien estádispuesto a morir por ella (I, 69),pongamos por caso, transportaun lugar común que no siem-pre se confirma. Abundan lospacíficos dispuestos a morir yno a matar por su Causa, y mástodavía la especie opuesta de losque no harían ascos a matar porla suya sin la menor intenciónen contrapartida de morir porella. Pero lo que importa resaltares que el que pocos o muchos sesientan impelidos a morir y ma-tar por el triunfo de sus idealesnada dice de la justicia de esosideales. La legitimación (respal-do social) no desvela la legitimi-dad (sustento moral) ni la pro-duce. Aunque el terrorismo con-tara con mayor legitimación,seguiría careciendo de toda legi-

timidad; y aunque el ideal de-mocrático fuera rechazado porla mayoría, no por ello perderíaun ápice de su innegable legiti-midad.

Todo eso queda arrumbadoen el pensamiento del autor porla única cuestión digna a su jui-cio de tenerse en cuenta: ¿al-guien va a morir o a matar ennombre de tales pretensiones?De las Causas sólo valen las queno convocan a la muerte en suconsecución. En cuanto asomaalguna posibilidad de muerteviolenta, desaparece toda legiti-midad y la menor demanda deella se vuelve criminal. El terro-rismo (y, si fuera el caso, el anti-terrorismo) es malo tan sóloporque mata, y eso es todo.

2. Como era de temer, aque-lla cobardía pregonada tiene queinspirar una sospecha sistemáti-ca acerca de la moralidad de esosmóviles que impulsan los gran-des designios humanos en casode acompañarse de violencia. Elrecurso a la muerte infecta a to-dos, lo mismo a sus agentes quea sus pacientes:

“Confieso no tener el más mínimoaprecio por los mártires de Causa algu-na, confieso que detesto a quienes sa-crifican su vida por el ‘dios’ que fuere y,sobre todo, a quienes exigen o piden aotros ese sacrificio al que ellos se mues-tran, con variable sinceridad, dispues-tos. Pero tanto o más que de los márti-res voluntarios y de quienes cantan susvirtudes, abomino de los especialistasen fabricar mártires involuntarios, delos carroñeros que -a semejanza de losanimales que se alimentan de los cadá-veres que azarosamente encuentran-disfrazan a las víctimas como mártires, enun intento de capitalizar para su Causamuertos que de nada quisieron dar tes-timonio en vida y a los que no cabríahacer mejor homenaje póstumo que eldoloroso reconocimiento del absurdoy la inutilidad de su muerte” (I, 17).

Ya sería discutible que losmártires lo fueran voluntaria-mente, como si buscaran sumuerte con fervor masoquista,cuando lo voluntario radica másbien en la aceptación conscien-te del riesgo de morir y la con-fianza en que la causa en juegolo merece. Más irritante aún esaprender que la víctimas invo-

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11 En un pasaje que parece calcadodel verso del griego, Horacio relata tam-bién a su amigo Pompeyo Varo cómo“contigo conocí la veloz fuga y el mal de-jado escudo (non bene relicta), cuando ro-to quedó el valor (virtus)…” (Odas, libroII, oda 7ª. Trad. Fdez-Galiano. Cátedra.Madrid 2000). Otro traductor aún lo de-ja más claro: “…cuando en la huída olvi-dé mi escudo, ¡vergüenza me da decirlo!”.(Porrúa. México 2002).

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luntarias –en razón de esta mis-ma involuntariedad– no debe-rían ostentar el nombre de már-tires. ¿Será que el daño sufridono testifica objetivamente, másallá de su propia autoconcien-cia y propósito, la injusticia dela que son víctimas? Al no ha-ber previsto o aceptado el sa-crificio que al fin se les impuso,¿no son por ello mismo vícti-mas de mayor cuantía (valga laexpresión) que las otras? ¿Deverdad que a la muerte de lamayoría de los caídos en la tra-gedia vasca hay que tacharla de“absurda”, y no le cuadra mejorel adjetivo de “lógica” desde unpunto de vista causal y, sobretodo, de “inicua” a una miradapolítico-moral?

Pero aquí nada ni nadie se sal-va. Todos y todo –lo político y locriminal, lo excelso y lo rastrero,lo razonable y lo irracional, elverdugo y la víctima– se conde-nan por igual y sin remisión.¿Habrá un solo justo entre no-sotros? De ninguna manera: oaprovechados o necios, tertiumnon datur12. Será difícil encon-trar más desdén y menos piedad.

Un antiterrorismo proterrorista¿Entonces? Desde el mismoarranque Aranzadi nos comu-nica su intención de escribir“un libro contra el terrorismo”(I, 16). Al final de su primer

volumen remachará, a no du-dar sin hipocresía ni reserva al-guna, que él no justifica enmodo alguno el terrorismo deETA:

“Que nadie vea por tanto, en lasconsideraciones del próximo capítulo,la más leve legitimación, justificación odisculpa del terrorismo. En mi opinión,ni tan siquiera bajo el franquismo tuvola ‘lucha armada’ de ETA justificaciónética o política” (I, 533).

¿Y la lucha armada contraETA? En este caso, tantas debi-lidades argumentales como he-mos detectado no se suman enbalde y acaban en un vómitoque ahoga aquellas buenas in-tenciones:

“Uno de los más nefastos efectosmorales y políticos del terrorismo hasido beatificar todo antiterrorismo, in-cluidas las modalidades del mismo quemimetizan los dispositivos ideológicos ymorales de los apologistas del terror;así por ejemplo, cualquier intento derentabilizar moral, política o ideológi-camente a las víctimas de ETA comomártires de la democracia, del PP, delPSOE o de una Causa cualquiera no essino mimetizar patéticamente la necro-lógica etarra” (I, 534).

1. Aunque tal querencia jus-ticiera pueda anidar en el áni-mo de bastantes ciudadanos, ymás en los momentos de máxi-ma tensión, nada obliga a acep-tar que de hecho en la Españacontemporánea se haya beati-ficado todo antiterrorismo.Existen mecanismos legales ycontroles judiciales que dificul-tan la venganza: la infamia delos GAL fue un episodio pasa-jero… y felizmente condenadopor los tribunales. Vengamosentonces al posterior reprochede la rentabilidad que, aviesa-mente al parecer, persigue unapolítica antiterrorista. Podríatratarse de un intento de renta-bilidad partidaria, y ello, aun-que no merezca aplauso, tam-poco debía sonar tan escanda-loso: bastaría pensar que así esla lógica de los partidos o quelos partidos nacionalistas en ge-neral resultan los principalesbeneficiados de un “conflicto”que no habría cobrado sus di-mensiones actuales si no fuera

precisamente por la sangre de-rramada13…

Pero se tilda expresamente deperversa la rentabilidad moral,política o ideológica obtenida através de las víctimas del terro-rismo, y aquí todo deja de com-prenderse. Nos enteramos así deque, puesto que ETA celebra co-mo mártires del Pueblo Vasco asus propios muertos, denomi-nar mártires de la democracia alos nuestros significa caer en mi-metismo respecto del compor-tamiento del mundo etarra. Sediría que la imitación de la pri-mera conducta por la segunda(¿y por qué no al revés?) no sólolas iguala a ambas en su traza si-no también en su mismísimaesencia. Idénticos epítetos tie-nen que nombrar idénticas rea-lidades. Una vez más, entre ellasni hay diferencias que estable-cer entre objetivos y medios, nimejores o peores avales argu-mentales que debatir, ni más al-tos o bajos valores que sopesar.Lo mismo da morir matandoque morir matados, una Causaque la otra, una justificación quela opuesta; sólo estamos ante re-probables martirios y fanatismospor ambas partes.

2. Este nihilismo, este desdénde los valores o esta equivalenciade doctrinas y conductas, sí queresulta “uno de los más nefastosefectos morales y políticos del te-rrorismo”, cuando no el que más.Tan malas razones deparan armasal enemigo al tiempo que nos pri-van de armas contra él. Ni todoslos mesianismos ni todas las dis-posiciones al martirio son de lamisma calaña y, antes de apro-barlos o condenarlos, habrá queconocer sus fundamentos y susmetas. Sería poco riguroso aducirque la defensa a ultranza de un ré-gimen democrático responde aun impulso comparable al queentraña la ideología etnicista que la amenaza.

Naturalmente que “hacersedemócrata no ha vacunado nun-ca ni inmuniza hoy a nadie con-

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12 Hasta qué punto se ofusca Aranza-di en este punto crucial lo indica unaafirmación que pasa por alto un mecanis-mo psicológico elemental. Así, deja caerque se agravia la memoria de las difuntos“añadiendo al absurdo inútil, irreparable eirrescatable de la muerte el mercantil con-suelo de que ‘sirva para algo’ “ (I, 534-35).Pero eso lo dicen por lo común no los po-líticos, sino los parientes más allegados alas víctimas; y sobre todo lo expresan conla fórmula habitual de que ojalá ese asesi-nato “sea el último”. Con ello no están re-duciendo, ¡qué barbaridad!, su muerto amercancía, sino que se esfuerzan sencilla-mente en mitigar su dolor. Vienen a decirque lo único que les aliviaría de aquellapérdida es la idea de que ha servido paraterminar con el horror general. Pues, en-tonces, tan importante habría sido la vícti-ma, tan unánime reconocimiento iba asuscitar su contribución a la paz o tan du-radero su recuerdo como el último inmo-lado…, que su desaparición podría habermerecido la pena.

13 R. Sánchez Ferlosio: Escritos y artícu-los I, pág. 216. Destino, Barcelona, 1992.

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tra la maldad política”, sea éstael nacionalismo, el racismo o laexplotación económica (I, 27).Pero la democracia entendidacomo principio se proclamaenemiga mortal de tales ismos eincluso en su versión procedi-mental los atenúa. Aunque fue-ra cierto que la distancia entre elmártir y el asesino, según diceAranzadi, es “muy corta” (I, 69),eso se aplicará ante todo allídonde las creencias predominansobre las ideas. En el peor de loscasos, una idea (la democrática,por ejemplo) no pierde su nú-cleo racional aunque para algu-nos o bastantes se haya degrada-do a creencia; y, en la mejor hi-pótesis, un credo (como eletnicista) no pierde su conteni-do irracional, y por ello poten-cialmente violento, por muchoque unos cuantos lo revistan dealgún aparato argumental.

3. Aranzadi advierte una ma-nera de que el terrorismo persis-ta indefinidamente, a saber, abase de descualificar por abs-tracción a sus víctimas. Lo diceal referirse al asesinato de Yoyes:

“Sólo el dolor me hizo percibir loimportante que es para la perpetuacióndel terrorismo o de cualquier otra for-ma de justificación de la muerte la des-cualificación de la víctima, la difumina-ción de su concreción bajo una catego-ría abstracta dictada por una ideología”(I, 87).

Y tiene razón sobrada, no falta-ba más. Lo que sorprende es queel denunciante parezca no darsecuenta de haber caído en el mis-mo pecado que denuncia; paraser exactos: de haberlo cometidoen razón de sus explícitos presu-puestos.

¿O acaso no ha esparcido undespiadado desdén sobre todaslas víctimas causadas por ETA?¿Es que no ha puesto su empeñoen dejar bien sentado que, porlo que toca a las víctimas volun-tarias, se trata de creyentes enalguna doctrina de salvación,mientras que las estúpidas porinvoluntarias no merecen otracosa que “el doloroso reconoci-miento del absurdo y la inutili-dad de su muerte” (I, 17)? ¿No

procede esta descualificación delas víctimas a su vez de una pre-via y paralela descualificación detodas las doctrinas legitimadorasde la muerte, sin asomo de exa-men comparativo en términosde racionalidad o de justicia? Y,a la postre, ¿no se está así incu-rriendo (siquiera por omisión)en otro ejercicio descalificador,esto es, en la equiparación de laviolencia propiciada por un Es-tado de derecho y la que practi-ca una banda armada, la queamenaza en defensa de un régi-men democrático lo mismo quela empleada para instaurar unalocura etnicista?

Pues –ya se adelantó–, pordeficitario que sea el régimendemocrático español con rela-ción a la democracia como prin-cipio y valor (I, 551 sigs.), no loes tanto como para dudar de lalegitimidad de su lucha antite-rrorista. Su ventaja no sólo es decarácter moral, como concede alo más el propio Aranzadi cuan-do manifiesta la razón que leimpide caer en la “progresista”equidistancia entre ETA y el Es-tado español: “la superioridadmoral de un Estado que ha abo-lido la pena de muerte sobreuna ‘organización armada’ quemata a quien se le antoja” (I, 652). Le conviene asimismosin la menor sombra de dudauna superioridad política in-conmensurable en términos delegitimación y legitimidad. Perola trampa final del razonamien-to de Aranzadi es concluir que,mientras no denuncie deficien-cias institucionales tales comola presunta xenofobia contra losinmigrantes (I, 539), la enco-mienda al Ejército de la salva-guarda de la unidad de España,los privilegios de la Iglesia Ca-tólica y, por encima de todo, lamonarquía española (la marcade origen del franquismo, el sín-toma más relevante de nuestraescasa calidad democrática) (I, 551 y sigs., 582)…, el sedi-cente demócrata español carecede crédito bastante para arreme-ter contra el terrorismo y el in-dependentismo vasco. Es el ma-nido subterfugio abertzale deque, en tanto no se enumeren

todos y cada uno de los males deeste mundo, nadie cuenta conautorización para señalar el malque causa el nacionalismo vasco.Y así, por mor de esta falsa pu-reza14, el autor adopta de hechoesa equidistancia de la que dicerenegar.

Un paso más y la probable ra-zón que le asiste, cuando previe-ne del peligro de exhibir la opo-sición a la maldad terrorista co-mo signo exclusivo de nuestrabondad democrática, la pierde sinsalirse del mismo párrafo. No esdescartable el riesgo de que laatención a las víctimas de ETApueda servir a algunos (a los peores ciudadanos) “para blin-dar emocionalmente contra lacrítica todo aquello que los te-rroristas atacan”. Vamos a admi-tirlo, pero de ningún modo ad-mitiremos que eso que los terro-ristas atacan sea, “por ejemplo, lademocracia española” (I, 535).¿Qué más hace falta para com-prender que ETA ataca a Espa-ña, no a la democracia española(como tampoco atacó a la dicta-dura como tal)? A estas alturasde barbarie ¿alguien cree que lesimporta una u otra forma de go-bierno?, ¿deberemos acaso tomaren serio el sarcasmo de su “de-mocracia vasca”? El terrorismoatentaría en la democracia másideal como atenta en esta demo-cracia, lo mismo que ha actuadocon bastante menos encarniza-miento bajo un régimen dicta-torial que bajo otro democráti-co-liberal. Sencillamente tieneque combatir a muerte contratodo poder, todo pensamiento ytoda persona que nieguen lospresuntos derechos de su pre-sunto Pueblo.

También de este modo seperpetúa el terrorismo. Tambiéncuando es positivamente califi-cado de manera indirecta, aun-que sea a fuerza de descalificar

sin remisión a sus contrarios.Claro que la condena de quiencondena a los terroristas noequivale por sí misma a unaaprobación de los terroristas, pe-ro resulta casi inevitable quesuene a cierta disculpa. Sea co-mo fuere, Aranzadi va muchomás lejos que Arquíloco. El poe-ta griego se limita a tirar su es-cudo y echarse a correr, pero nose le ocurre proponerse comomodelo cívico y nada dice de lajusticia o la oportunidad deaquel combate en que andabametido. Nuestro antropólogo, alerigir la deserción civil en con-ducta ejemplar, no sólo se de-sentiende de las razones enfren-tadas en la lucha entre vascos yabandona a su suerte a sus hastaahora conmilitones, sino quecuestiona la limpieza de sus mó-viles y, a fin de cuentas, la legi-timidad misma de la batalla. n

Aurelio Arteta es catedrático de Éti-ca y Filosofía Política en la Universi-dad del País Vasco.

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14 “Nada es puro, nada es puro, he ahíel grito que ha envenenado a este siglo”.A. Camus, Carnets 2. En Obras IV, págs.254-55, Alianza, Madrid, 1996. Y pocaspáginas después: “Miseria de este siglo.No hace mucho tiempo había que justifi-car las malas acciones; ahora hay que jus-tificar las buenas” (pág. 260).

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alter Benjamin, que, se-gún se dice, era unhombre tímido y difícil,

tenía algo que hacía que la gen-te quisiera sacarle una foto. Unode los aspectos mejores de labiografía, ampliamente ilustra-da, de Momme Brodersen, es-crita más de medio siglo despuésde su muerte, es que los lectoresnorteamericanos finalmente po-demos conocer y observar surostro. Su melena flotante; susgafas –que enmarcan unos ojossentimentales con grandes pár-pados, que miran hacia abajo ose pierden en las distancias me-dias (sin mirar a la cámara, sinomás allá de ella, o quizás a travésde la cámara)–; la mano –queforma una V bajo su mentón ysubraya su cara; un cigarrillocolgante, que parece que no es-té para fumarlo sino para aplas-tarlo–, todo nos hace sentir quenos encontramos en presenciadel hombre más serio que hayahabido en el mundo.

Algunas de la visiones más ra-diantes de Benjamin aparecierontarde en su vida, al final de losaños treinta en su amado París, laépoca de la Grand Illusion de Re-noir, después de caer el Frente Po-pular, antes (no mucho antes) deque llegaran los nazis. En 1937,Gisèle Freund fotografió a Benja-min trabajando en la Bibliothè-que Nationale. Ahora es una delas grandes dames de la cultura eu-ropea, pero entonces era unacompañera judío-alemana refu-giada, veinte años más joven queBenjamin, que vivía de modoaún más precario. En una foto-grafía Benjamin busca entre lasestanterías, en otra está escribien-do en una mesa. Como siempre,su mirada traspasa la cámara,aunque claramente sabe que está

ahí. Estas fotografías en la biblio-teca son imágenes de un hombrecompletamente absorto en su tra-bajo y de acuerdo consigo mis-mo. Su aura de total concentra-ción puede hacer que nos sinta-mos torpes y tontos. O nos puedehacer recordar la razón por la queDios nos dio este gran cerebro ynos enseñó a leer y escribir.

¿En qué trabajaba aquel día?Es probable que en su inmensomanuscrito Arcades, una investi-gación sobre el París del sigloXIX que acompañó su vida du-rante todos los años treinta.(Cuando cruzó a pie los Pirine-os en 1940 para escapar deFrancia, lo llevaba consigo y nolo abandonó. Lisa Fittko, suguía, contó que le parecía quepara él el manuscrito era másvalioso que su vida). Pero pudohaber sido uno de sus últimosgrandes ensayos de ese caracte-rístico género moderno que es lateología sin Dios. Éste es unejemplo de «Tesis sobre la filo-sofía de la historia»:

Una pintura de Klee llamadaAngelus Novus nos muestra a unángel que se aleja de algo a loque mira fijamente. Tiene la bo-ca abierta y las alas desplegadas.Así es como se pinta al ángel dela historia. Su cara está mirandohacia el pasado. Donde nosotrospercibimos una cadena de acon-tecimientos, él ve una única ca-tástrofe que continuamentearroja escombros sobre escom-bros y los lanza ante sus pies. Alángel le gustaría quedarse, paradespertar a los muertos y rehacerlo que está hecho pedazos. Perouna tormenta sopla desde el Pa-raíso; y le atrapa las alas con talviolencia que el ángel ya no laspuede cerrar. Esta tormenta loempuja irremediablemente ha-

cia el futuro, al que da la espal-da, mientras los montones deescombros siguen creciendo ha-cia el cielo. Esta tormenta es loque llamamos progreso.

El verdadero ángel modernode Benjamin es presa de cadainquietud y contradicción inter-na que obsesionan a nuestra his-toria. Y, sin embargo, en la bi-blioteca, está tan perfectamentecómodo en el mundo modernocomo ninguno de nosotros loestará nunca.

Por su propio bien, quizásdemasiado cómodo. Duranteaños, sus amigos le animaban aque abandonase Europa. Theo-dor Adorno, probablemente sumejor amigo, hizo un viaje a Pa-rís en 1938 como último recur-so para sacarlo de allí. Pero in-sistía en que se mantendría fir-me, «como alguien que paramantenerse a salvo en un nau-fragio, se sube a la punta delmástil, aunque ya se está rom-piendo. Y desde ahí tener laoportunidad de lanzar señalespara que lo rescaten». Como po-esía es fantástico, pero como re-alidad –¿señales a quién?, ¿res-catado por quién?– era una lo-cura. Después de que Hitlercomenzara la guerra, Brodersennos cuenta que «dos veces en elcambio de año entre 1939 y1940 se encontró con su ex es-posa Dora, pero no se rindió asus súplicas para que abandona-se París [como hicieron ella y suhijo Stefan] y se pusiese a salvo.En cambio, había renovado sucarné de lector de la Bibliotè-que National para proseguir consu trabajo».

No pudo trabajar mucho.Brodersen y Jay Parini cuentanmuy bien esta historia sombría yabsurda. Después de ser arresta-

do con la ayuda de la policíafrancesa e internado en un cam-po para extranjeros enemigos–¡donde editó el periódico delcampo!– Benjamin comprendióque tenía que marcharse. Perolas puertas se cerraban rápido.(De ello trata Casablanca). Sedirigió a Marsella, donde se en-contró con Arthur Koestler. Ko-estler dijo después que hablaronsobre drogas y suicidio. ¡Quéconversación debieron de tener!(«Como carpinteros quieren co-nocer qué herramientas / Nuncase preguntan qué construir» –An-ne Sexton en su encuentro conSilvia Plath–). Gracias a la di-plomacia de Max Horkheimer,Benjamin tuvo la sorprendentebuena suerte de poder conseguirun visado para Estados Unidos.Pero no lo podía usar si no esca-paba primero de Francia, queestaba rodeada por el ejércitonazi. Con un pequeño grupo derefugiados, realizó una heroicacaminata por los Pirineos haciaEspaña. Lastrado por culpa deuna enfermedad de corazón, te-nía que detenerse continuamen-te para respirar. Al final él y sugrupo cruzaron la frontera. Peroles detuvieron por la noche enPortbou, donde las autoridadeslocales rechazaron sus docu-mentos y los amenazaron condevolverlos al día siguiente aFrancia y a la Gestapo. Los otrosrefugiados decidieron esperar yver, pues tal vez podrían con-vencer, o sobornar, a la policíalocal. Benjamin no esperó. Des-de hacía mucho tiempo usabamorfina, y llevaba una buenacantidad. En algún momento dela noche se inyectó una sobre-dosis, y murió a las pocas ho-ras. Irónicamente, justo despuésde su muerte la policía cambió

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S E M B L A N Z A

WALTER BENJAMINUn ángel en la ciudad

MARSHALL BERMAN

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de opinión y todos los demásrefugiados de su grupo lograronsalvar la vida. Medio siglo des-pués, en 1994, con España otravez en democracia, los habitan-tes de Portbou erigieron un no-table pero frío monumento depiedra en su memoria, diseñadopor el escultor israelí Dani Ka-van, que representa una sobriaescalera que se dirige hacia losacantilados que cuelgan sobre elmar. El cineasta australiano Ri-chard Hugues hizo un docu-mental que muestra con granbelleza ese trágico paisaje.

Ésta es una de las clásicas his-torias desgarradoras del siglo XX.Es importante, especialmentepara la gente que admira a Ben-jamin y venera su memoria, ob-servar que en su participación enla historia fue víctima del régi-men más perverso que se hayaconocido, pero que devolvió elpuñetazo. Quizás deberíamosdecir que lo sorprendió, gol-peándose a sí mismo. Infravalo-rado la mayor parte de su vida,llegó al estrellato con su muerte.El monumento de Portbou sólolleva grabada una frase, sacadade uno de sus últimos trabajos,«Sobre el concepto de historia»:«Es más arduo honrar la memo-ria de los anónimos que la de losrenombrados. La construcciónhistórica esta dedicada a la me-moria de los anónimos». Bro-dersen ofrece una glosa: «Es difí-cil no preguntarse si la muerte deBenjamin fue “evitable” e “inne-cesaria” pero es una pregunta in-contestable y sin sentido. [Tan-tos] otros morirían, innecesaria-mente, anónimamente, en otrasfronteras; y millones más mori-rían sin fronteras a la vista».

Estoy seguro de que tantoBenjamin como Brodersen es-tán en lo cierto, aunque ambossuenan un poco complacientes.Humphrey Bogart, al final deCasablanca, se esfuma noble-mente y deja atrás su felicidad,pero sabe, y nosotros sabemos,que la cámara lo sigue; él es laestrella. Benjamin, insultado einjuriado durante gran parte desu vida, encontró al final unamanera de ser una estrella en lamuerte. Su ensayo, su monu-

mento, su biógrafo y yo inten-tando escribir sobre él estamosdesafinando de algún modo bá-sico. Puede que sea imposiblehablar de los asesinos y las vícti-mas del nazismo sin dar algunasnotas falsas. Pero, en un giro tí-pico de Benjamin, sería inclusomás falso no hablar para nadade esto.

La muerte de Benjamin en-sombrece su vida; es un acto du-ro de seguir. Pero necesitamosluchar para devolverlo a la vida,porque tenía mucho que decir.Un problema es que fuese queri-do por tanta gente diferente–Brecht, Adorno, GershomScholem, Hannah Arendt– yque todos ellos escribieran tes-tamentos conmovedores que de-cían que en el fondo él era igualque ellos. Desde los setenta,Benjamin ha sido el foco de unculto a la muerte al estilo de Syl-via Plath, que consagra el suici-dio como la respuesta más au-téntica a la vida moderna. Esteculto ha magnificado todo lo ex-céntrico, perverso y amenazantede su sensibilidad –¡y hay mu-cho!–. Felizmente, los autores yeditores de estos libros lo ven ylo quieren por su apego a la vida.

Brodersen ha realizado unaimpresionante investigación y hasacado a la luz un montón de ma-terial fascinante. Su libro WalterBenjamin: A Biography (Verso,Londres,1996) es indispensablepara desenmarañar la vida y laobra de Benjamin. Por desgracia,tiende a no saber qué hacer con loque encuentra. Por ejemplo,cuando Brodersen analiza al pa-dre de Walter, Emil, toma al piede la letra los vilipendios edípicosdel hijo al viejo padre, al que con-sidera un alemán filisteo, estúpi-do y convencional. Entoncesmenciona que Emil había vividodurante varios años en París y quehabía hecho dinero en el negociode las subastas de arte. Tambiénseñala que Walter creció con ins-titutrices francesas. Trata estosasuntos como si fuesen líneas de-sechables. Claramente se guía porel mismo Benjamin, que en sumemoria de 1932, «Una crónicade Berlín», considera que fueronhechos poco importantes. Pero si

pensamos en ellos aunque sea unpoco, sugieren que el hijo no haestado tan alejado del padre comoa él mismo le gustaba pensar. Enel ensayo de Benjamin, «París, ca-pital del siglo XIX», hay un epí-grafe que sugiere algún tipo dehommage. Cita a Karl Gutzkow,poeta radical y amigo del jovenMarx: «Mi buen padre estuvo enParís». El buen padre de Benja-min no sólo estuvo en París, sinoque mantuvo vivo ese recuerdoen su hogar de Berlín. Como re-sultado, Benjamin conocía elidioma francés y su cultura confluidez y sin haber tenido que es-forzarse. Fluidez que alimentó al-gunos de sus mejores trabajos, pe-ro que lo hacía ser envidiado ysospechoso en el mundo culturalalemán, en el que pasó la mayorparte de su vida. Seguramente noha habido otro alemán que se sin-tiera tan perfectamente cómodocon la cultura francsa desde Hei-ne. Esta fácil naturalidad (in-consciente) aparece intensamenteen sus ensayos sobre Baudelaire,Napoleón III y Haussmann,Proust o el surrealismo. Usandouna de sus palabras clave, los es-critos de Benjamin sobre París tie-nen un aura que no aparece enabsoluto en sus escritos sobre suciudad natal, Berlín. En sus es-critos parisinos, incluso cuandose equivoca, está intuitivamentecerca de su material de un modoque ni usted ni yo alcanzaremosni siquiera cuando acertamos.Siempre me preguntaba cómohabía adquirido esa intimidad. Yes fascinante comprobar que pro-viene de su vida de niño, de susmás tempranas relaciones huma-nas y más profundas fuentes desentimiento.

Durante al menos dos siglos,desde la Ilustración francesa, mu-cho antes de la Revolución, Parísera el Otro ancestral de Alema-nia. Los alemanes siempre hanvisto París como fuente primariade dos cosas que, según ellos, lesfaltan: sexo y estilo. Muchas delas políticas de identidad alema-nas –lo creativo y provechoso, asícomo lo ilusorio y peligroso, delpensamiento alemán– se desa-rrollan con el amargo sentimien-to colectivo de que el sujeto ale-

mán es un tonto lleno de sensi-bilidad que vive justo al lado deun mosquetero atractivo y ele-gante. Por supuesto que son es-tereotipos, pero cuando la gentecree en ellos, dan forma a sus vi-das; y sacuden al mundo cuandomillones de personas luchan enguerras monstruosas en su nom-bre. Imaginemos a un Benjaminque se veía a sí mismo como untonto nativo, pero al que los de-más veían como un mosqueterono alemán. Nunca comprendiópor qué no podía encajar en lakultur alemana, a la que se sentíatan leal, pero donde no dejabade ser odiado no sólo por ser unjudío que conocía su cultura me-jor que ellos, sino también por-que era un mosquetero que en-cajaba tan bien y con la mismanaturalidad tanto en casa comoen la Ciudad de la Luz.

Brodersen muestra cuánta dela energía y del espíritu de Ben-jamin había en el movimientojuvenil alemán anterior a la Pri-mera Guerra Mundial, en el quecientos de miles de chicos ado-lescentes (en las grandes ciuda-des también había muchachas)se dedicaban a salir al campo engrupos muy organizados, paracontactar con la naturaleza, es-calar montañas, dormir en paja-res, bañarse en riachuelos, tocarla guitarra, cantar canciones fol-clóricas y celebrar la «vida sim-ple», que consideraban «auténti-ca» –tan radicalmente diferentede las carreras de negocios, pro-fesionales o militares para las quelos habían preparado sus padres–.En cierta forma, la «joven Ale-mania» evoca a la contraculturade los años sesenta; en otras, pa-rece como una escuela prepara-toria para el fascismo. Benjaminsabía que, como judío, siempresería un forastero. Pero aguantó,animado por su amistad e inti-midad con Gustav Wyneken, unseguidor de Nietzsche, y gurú ca-rismático del grupo. (Por lo quesabemos de Wyneken y su formade vivir, sería posible que su amis-tad hubiera encubierto algún tipode amor erótico. Pero Brodersenno ayuda en esto: su escritura,que nunca es intensa, se hace es-pecialmente opaca cuando entran

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en juego las emociones huma-nas). Benjamin trabajó en variosperiódicos del movimiento, y fuea menudo reprendido por suseditores por «ir demasiado lejos»;desgraciadamente, no se nos dicequé significaba «demasiado le-jos». Cuando comenzó la Prime-ra Guerra Mundial, Wynekenanimó a los muchachos al derra-me de sangre patriótico –él y elmovimiento quedaron a merceddel Estado, pero perdieron a mu-chos de sus más devotos hasidim,incluyendo a Benjamin–. PeroBenjamin nunca perdió el sueñode la «juventud libre» que podríarenovar el mundo.

El pequeño mundo propiode Benjamin, el Sindicato Librede Estudiantes de Berlín, debió

de ser un extraño escenario.Brodersen nos cuenta que, a lasemana de la guerra, uno de losamigos más queridos de Benja-min, el joven poeta Fritz Hein-le, y su prometida, Rika Selig-son, abrieron las espitas de gasde la cocina del sindicato y sesuicidaron. Benjamin lamenta-ría toda su vida la muerte delmuchacho, aunque también–un siniestro leitmotiv– admira-ría la acción de su amigo. ¿Pen-saron estos jóvenes que con suautodestrucción pondrían a lagente contra la guerra? (Pense-mos en los suicidios de monjesbudistas en Vietnam). ¿Hay al-gún indicio de que a alguien lehaya importado, o de que al-guien se haya enterado siquie-

ra? Si Brodersen lo encuentra,no lo dice. La siguiente fase esincluso más preocupante, puestiene lugar enteramente en laórbita de la cultura de la juven-tud alemana; esta vez no se pue-de culpar al Estado Mayor. Elgrupo completo de Benjaminparecía haberse apoyado en elhermano menor de Heinle,Wolf, y la hermana menor deRika, Traute, para seguir a sushermanos más allá del acantila-do. La muchacha se suicidó en1915; el joven permaneció vivohasta 1923. ¿Qué deberíamoshacer con estas fusiones asesi-nas entre lo personal y lo políti-co?1 El suicidio de adolescentesposee una fascinación universalpara la cultura moderna joven.(Y es un horror universal para lospadres modernos). Tuvo un lus-tre especial en Alemania, por lahistoria suicida de Goethe en1776, Las desventuras del jovenWerther, un momento clave enel nacimiento de la cultura ale-mana que trajo el reconocimien-to mundial de su vitalidad. ErikErikson ha escrito con muchasensibilidad sobre el suicidio dejóvenes. Pensaba que un intentode suicidio podía incluso presen-tarse como parte de un desarrollosaludable –¡sólo si los jóvenes so-breviven!–. La parte más tristede la historia de Heinle es quenuestro héroe y sus amigos noparecían haber conocido a nadieque pensara que la vida podríaser algo bueno para ellos.

Los capítulos de Brodersen so-bre Benjamin en la república deWeimar están llenos de materia-les interesantes, pero parecencontar la misma historia una yotra vez. A Benjamin le anima-

ron a trabajar en un departa-mento universitario, pero el úni-co profesor que lo comprendíatuvo que jubilarse repentina-mente y el que llegó no le so-portaba. Se hizo editor de unarevista nacional que vio cerrarseantes de haber podido empezar.Intentó hacer lo que parecía unlucrativo negocio editorial, peroel editor cayó en bancarrotacuando su libro se estaba impri-miendo. ¡Oy! ¿No es ésta unahistoria de I. B. Singer llamada«Benjamin Shlimazl» o unacantata de las Estaciones de laCruz?

Los problemas de Benjamineran reales. («Incluso los paranoi-cos tienen enemigos», le gustabadecir a Delmore Schwartz). A al-gunos no les gustaba por ser ju-dío, cosmopolita y, aunque al pa-recer nunca tuvo carné de comu-nista, siempre fue compañero deviaje de la revolución. A otros lesdisgustaba –comenzando por elpartido comunista– porque secrecía con la ironía, la paradoja yel juego dialéctico, y nadie podíapredecir, y mucho menos contro-lar, lo que iba a pensar o a decir.Provocaba estos problemas porser el hombre y el escritor que es-taba orgulloso de ser.

Mucho del material recopiladopor Brodersen tiene una lecturamenos sombría que la suya. Esimpresionante que Benjamin sigaescribiendo, incluso en momen-tos desalentadores. (Y nunca fueolvidado: los editores seguían lla-mándolo y siempre estaba ha-ciendo tratos, aunque siemprefracasasen). Es fascinante ver quetantos grandes escritores de Wei-mar –Hesse, Von Hofmannsthal,Rilke, Brecht, Thomas y Hein-rich Mann–, aunque no se so-portaran entre ellos, tenían muybuena opinión de Benjamin. Yno sólo fue uno de los primerosescritores serios en cualquier idio-ma que entendió las posibilidadesde la radio –lo que no sorprendea los lectores de «La obra de arteen la época de la reproducciónmecánica» (1936)–, sino que ade-más realizó más de cien emisio-nes, y tuvo una audiencia devota,que los nazis desconectaron en1933. (¿Existen guiones, cintas o

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1 Vale la pena comparar a Benjamincon Lukács como supervivientes de suici-dios juveniles. Ambos se vieron tremen-damente afectados cuando murieron susseres más queridos. Pero Lukács no pare-ce sentir nada positivo hacia el suicidio desu primer amor, por lo que siempre seculpó a sí mismo. Para Benjamin, el sui-cidio de su mejor amigo siempre parecióhaber tenido una atracción fatal; comouna mórbida señal de luz de neón de unbulevar que parpadea intermitentementepero nunca se apaga, su visión de FritzHeinle nunca debió de dejar de hacerleseñas desde «la otra parte».

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transcripciones? Sería fantásticooírlo o verlo).

Brodersen narra los muchosintentos frustrados de Benjaminpor conseguir que su padre fi-nanciara su carrera académica.Pero olvida la ironía central deesta situación. Emil Benjamin,forzando a su hijo a ganarse lavida como periodista, lo hizo sa-lir a las calles y meterse en el cen-tro de una metrópoli acelerada,saturada de medios de comuni-cación y con un entorno ultra-moderno. Su triunfo fue que enesta situación se sentía muchomás cómodo de lo que jamás hu-biera estado en el cerrado mundode las universidades alemanas,góticas y antisemitas2. Recorde-mos que en ese sótano claustro-fóbico el profesor de Benjamin,Georg Simmel, una de las gran-des mentes del siglo, estuvo con-gelado como adjunto hasta loscincuenta y cinco años –¿cin-

cuenta y cinco?– y ni siquiera laspresiones que hizo Max Weberdurante años le ayudaron a con-seguir un trabajo de verdad. Enese mundo, los alumnos y losprofesores apoyaban a los nazisaños antes de que la sociedad engeneral lo hiciera. ¿Pensaba Ben-jamin que esa gente le iba a vercomo algo más que a K. inten-tando entrar en su castillo? Lapregunta que surge, que Broder-sen no responde, es por qué Ben-jamin quiso entrar allí en primerlugar. Cuando podamos explicaresto, estaremos más cerca delprincipio de su trágico drama.

Brodersen nos acerca al des-file de mujeres fascinantes quepasaron por la vida de Benja-min: su mujer, Dora Kellner,escritora de suspense y editorafeminista; su amante, la drama-turga comunista Asja Lacis; lapsicoanalista y sexóloga Char-lotte Wolff; Julia Cohn, amigade Dora, que hizo un espléndi-do busto de Benjamin; ToetBlaupot ten Cate, una jovenpintora holandesa de la que seenamoró en Ibiza; Sasha Stone,que diseñó sus libros; HannahArendt, Gisèle Freund, y mu-chas más. Durante toda su vida,siempre hubo por lo menos unamujer especial junto a él. Sonlas grandes estrellas de la granprovisión de ilustraciones deBrodersen. Pero no quiere ha-blar de ellas. Desentierra imá-genes luminosas, pero algunasveces parece volver a enterrarlas

de nuevo. ¿Quién es esa jovencon el pelo sobre los ojos?¿Cuán cerca estuvo de Benja-min? ¿Qué significaba para él?La política de Brodersen pareceser la de no preguntar y no ex-plicar. Sus mujeres son herma-nas de otro planeta. Esto es ungran error, pues las mujeres ayu-daron a Benjamin a sentirse có-modo en este mundo.

Poeta en su juventud, Benja-min comenzó con alegría. Éstees el ambiente del primero de lostres volúmenes de sus SelectedWritings. (Walter Benjamin: Selec-ted Writings, Volume I: 1913-1926,editado por Marcus Bullock y Mi-chael W. Jennings. Harvard Uni-versity Press, Cambridge, Mass.,1966). Los editores debieron dehaber debatido entre organizarel conjunto cronológicamenteo hacerlo temáticamente; e hi-cieron la elección correcta. La progresión del tiempo nosayuda a ver cómo se desarrolla-ba su mente en pasajes desdeBerlín a París, desde la juventuda la edad madura, de la elegan-cia a la marginalidad, de la pri-mavera de Weimar a Hitler. (Mipropia sensación es que lo me-jor vino al final, cuando peorestaban las cosas).

Una mirada al índice de con-tenidos de Selected Writings –es-cribe sobre lenguaje, tiempo, co-lores, libros infantiles, amor, vio-lencia, mesianismo– nos muestralo provocativo que era y su infi-nita variedad de temas. Los dosartículos más largos, ambos delprincipio de los años veinte, ynunca traducidos hasta ahora,son su tesis doctoral, «El con-cepto de crítica en el romanti-cismo alemán», y su largo ensa-yo sobre la última novela deGoethe, Las afinidades electivas.

Su tesis sobre el romanticis-mo, al resaltar la ideas de Schlegel y Novalis, desarrolla elconcepto de una «poesía pro-gresista universal.» Benjaminrefuta el canon reaccionario dela cultura alemana que está gol-peando como la marea contrala democracia. Intenta captar alejército de héroes de la culturade derechas de la RevoluciónFrancesa– e, implícitamente, la

alemana–. Su ensayo sobre Goethe nos muestra cómo estegran hombre, en la cumbre desu fama, pertenecía realmenteal partido del diablo; cuántoodiaba al recto mundo alemánque le convirtió en un monu-mento nacional. Es una piezaejemplar de crítica literaria, queanaliza brillantemente las dis-tintas capas de imágenes de laobra, sus motivos principales,símbolos y subtextos. Es tam-bién un estudio pionero en so-ciología de la cultura, pues ana-liza la «imagen» de Goethe ysus complicadas relaciones consus lectores. Los estudios sobrela recepción del arte y sus pú-blicos son ahora un lugar co-mún, pero lo que da tanta fuer-za a la sociología cultural deBenjamin es que, al contrarioque los escritores contemporá-neos, conoce los libros de me-moria y en profundidad. Final-mente, es un gesto hacia la uni-versidad alemana en-tu-cara ycómete-tu-orgullo, que le mues-tra todo lo que ha perdido porno aceptarlo. (Pero consideran-do cómo eran los académicos,probablemente se sintieron ali-viados). El reverente senti-miento de Benjamin hacia latradición da consistencia a laslecturas radicales que hace deésta. Ambos ensayos pueden sermuy inspiradores para quieneshagan hoy estudios de la cul-tura. Pueden ser, pero proba-blemente no lo serán, porquesus lectores deben estudiar mu-cho antes de tener acceso a sucaudal.La novela de Jay Parini, Benja-min’s Crossing (Henry Holt, Nue-va York, 1996) ofrece algo quefalta a las biografías: una claravisión de cómo debió de ser re-almente el hombre. Parini noshace ver y sentir su dulzura y sunobleza; su humor cambiantey volátil, que podía hacerlo seruna presencia imponente en unmomento y un montón de cris-tales rotos el siguiente; sus rá-pidos cambios de empatía y ge-nerosidad a narcisismo, y vice-versa; su atractivo (miren lasfotos), que tiende a no mencio-narse en los comentarios, qui-

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2 Antes de 1945, las carreras académi-cas precisaban de esas subvenciones, y na-die llegaba a profesor si su familia no erarica y generosa. La ley G. I y las exigenciasde la Guerra Fría cambiaron el sistemadurante algún tiempo, y las universidadesse abrieron a talentos de las clases inferio-res. En este caso, la Guerra fría, incuestio-nablemente, funcionó como fuerza de-mocratizadora. El presidente Clinton esquizás su beneficiario más ilustre. Yo soyotro, junto a cientos más. Pero con la con-tracción del Estado del bienestar y el finalde la Guerra Fría, puede ser que la puertase haya vuelto a cerrar y la vida académi-ca vuelva a la tradición aristocratizanteque dominó la mayor parte de su historia.

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zás porque los críticos piensanque no es suficientemente no-ble. Tengo dos problemas conBenjamin’s Crossing. Lo primeroes que aunque sea una granidea contar la historia con vocesdiferentes, Parini permite queGershom Scholem y su agendamística judía se entrometancrecientemente entre las otrasvoces, sin dejarnos saber porqué. Segundo, mientras Parinise concentra por completo en elfinal de la vida de Benjamin, sequeda sorprendentemente enblanco a la hora de su muerte.El libro parece moverse haciaun momento culminante, don-de Parini intentará entrar en lamente del héroe en su últimanoche, cuando se agita en la ca-ma esperando a que la morfinalo mata. Pero no ocurre. Estáatormentado, está cansado, yde repente pasa a su verbo enpasado. ¿Por qué Parini nos lle-va tan cerca del final de Benja-min y corta en el último mo-mento? Me gustaría saberlo.¿Está realmente escribiendouna novela interactiva posmo-derna en la cual los lectores,presumiblemente por el bien denuestra personalidad moral, es-tamos obligados a escribir no-sotros mismos la última travesíade Benjamin?

A cualquier lector que sesienta unido al héroe de Bro-dersen o Parini lo abrumaránlas preguntas angustiosas quesiempre hacen los supervivien-tes. ¿Qué lo empujó hacia el lí-mite? ¿Por qué un hombre quese ha enfrentado con la Gesta-po se desalienta con unos sim-ples policías de pueblo? ¿Estabarealmente desalentado o fue to-do una farsa? ¿Estaba decididoa morir en su amada Europa y ano embarcar nunca hacia la tie-rra prometida? ¿Estaba ansiosopor encontrarse con su queridoFritz? Aquella noche, si alguienhubiera llamado a su puerta, olo hubiera abrazado, ¿se hubie-ra podido salvar?, ¿habría esta-do contento? («Reía porque noestaba muerto» –Pierre, Mau-rice Sendak–). Cuando yacía enla cama, ¿pudo haber tenido re-mordimientos? ¿Se sentiría

completo? Para los supervivien-tes, las preguntas como éstasson inevitables, inabordables eincontestables.

Sabe Dios lo que debió desentir Adorno. Pensemos en élleyendo la última carta de Ben-jamin, donde explica que el sui-cidio es inevitable, intentandoencajarla con su carta anterior,en la que Benjamin espera conilusión caminar juntos porCentral Park. (Bernard Mala-mud pudo haber unido estaspiezas en su fría historia tem-prana, «The German Refu-gee»). En su epigrama «No haypoesía después de Auschwitz»,Adorno nos castiga a todos;¿qué tormentos ocultó sólo pa-ra sí mismo en sus treinta añosde superviviente? Benjamin de-bió de estar muy decidido a noser un superviviente.

Hay un profundo problemaen gran parte de la literaturasobre Benjamin, y sobre la cul-tura de Europa central en suconjunto. Los hombres y mu-jeres jóvenes que alcanzaron lamayoría de edad en esa cultura–desde la época de Goethe has-ta la década de 1930– crecie-ron con el Romanticismo ale-mán, con su nostalgia cósmica,su sentimentalismo, la pesadacarga de la añoranza de los bos-ques oscuros, su deliberado ais-lamiento del mundo moderno,sus pactos suicidas y sus Liebes-tod. Ésta es la cultura de Bro-dersen; su corazón se sobresaltacon esos acordes trágicos. ParaParini, éste es el corazón de lahistoria de Benjamin. Nuncanegaría que es parte de la histo-ria de Benjamin. Pero en la cul-tura de los judíos centroeuro-peos, desde Mahler a Freud oKafka, o el mismo Benjamin,hasta Lubitsch, Ophuls, Stern-berg, Stroheim o Billy Wilder,la maldición romántica coexis-te con un espíritu cómico e iró-nico, cosmopolita y urbano,que busca la luz en los moder-nos bulevares de la ciudad y ensus galerías, salas de música ycafés, en sus exhibiciones demoda y publicidad y en su in-cesante proliferación de mediosde comunicación. Benjamin se

desarrolla en la contradiccióndel hado negro de su alma y laalegría de las calles. ¿Recuerda aGene Kelly en Un americanoen París? Igual que el jovenKelly vuela por los bulevares,el maduro Benjamin, con sumisma aptitud y finura, davueltas y se eleva con su mente.Lo hizo en el brillante ensayode 1935 (que nunca dejó de re-visar) «París, capital del sigloXIX» y en sus ensayos sobre Ná-poles, Marsella, Moscú y Ber-lín. También lo hizo en «Laobra de arte en la época de lareproducción mecánica», don-de descubre lo que llama una«óptica dialéctica» que muestracómo las películas y el psicoa-nálisis son parte de la mismaonda larga de la historia, y don-de proclamaba que ahora, en lacresta de esta ola, «la distinciónentre autor y lector está a pun-to de perder su carácter básico[...]. En cualquier momento, ellector está listo para convertir-se en el escritor». Estaba bai-lando aquel día de 1937 cuan-do Gisèle Freund lo fotografióen la Bibliotèque, y a través delmanuscrito Arcades que llevóhasta su muerte. (Finalmentesaldrá un texto completo enalemán y Harvard publicarápronto su traducción al inglés).Incluso cuando los nazis, consu propio sentido de condena-ción, lo empujaron hacia lamuerte, mostró a sus lectorescómo bailar en las calles y hacerexigencias al mundo moderno.Era demasiado tarde para quepudiera bailar en Central Park,pero no es demasiado tarde pa-ra que lo recordemos bailando.

Todos estos libros compren-den a Benjamin y ayudan a recordarlo. Pero ahora que lohemos hecho, deberíamos ve-nerarlo no por su muerte, sinopor su vida desbordante. Ar-chivarlo junto a Eros, no a Tá-natos: el «Eros constructor deciudades» de Auden. Disfrute-mos de la amplitud de sus imá-genes, su imaginativa fertilidad,su apertura hacia el futuro y sucomprensión de la comedia co-mo parte de la tragedia de lostiempos modernos. Estemos

contentos. El Ángel de la His-toria ha vuelto nuevamente alas calles. n

[Este artículo corresponde al capítulodoce del libro Aventuras marxistas, SigloXXI Editores, Madrid, 2002]

Marshall Berman es autor de Todo losólido se desvanece en el aire.

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ace poco, Rafael del Águi-la abogaba en estas mismaspáginas por un esclareci-

miento analítico de la noción detolerancia. Respecto de ella, diceDel Águila, “tenemos de todomenos claridad”, o, si se quiere,“la confusión es clarísima”1. Hay,sin embargo, más de un caminopara llegar a la oscuridad. Puedeocurrir, en primer lugar, que lapalabra en cuestión se use condistintos significados, cada unode ellos claro en su contexto, yque a veces se juegue fraudulen-tamente con esta variedad de sig-nificados. También puede suce-der que nadie sepa con claridadcuál es el significado de una pala-bra y sin embargo se use (a la ma-nera del rey que va desnudo) co-mo si la claridad hubiera que dar-la por descontada. Me parece que“liberalismo” es un ejemplo de loprimero e “igualdad” lo es de lo segundo.

Pero la confusión de la tole-rancia pertenece a un tercer tipo.Pertenece a las palabras cuyo sig-nificado está razonablemente cla-ro pero son poco atractivas si selas usa con el significado que tie-nen, mientras que resultan pro-vechosas cuando se las emplea demanera vaga, insinuante o alusi-va. La palabra “tolerancia” y susderivadas son de las más presti-giosas en la retórica pública decualquier sociedad liberal. Quienabogara por la intoleranciageneralizada o sostuviera que latolerancia es mala, o prescindi-ble, o carente de todo interés,ofendería escandalosamente al

sentido común de este tipo de so-ciedad; empeñarse en proclamaralgo parecido sólo se puede en-tender como una provocacióndestemplada o como una muestrade cinismo. Si elogiando a alguiendigo que es una persona into-lerante, y no lo digo para hacermenotar ni para molestar a mis in-terlocutores, es fácil concluir quetengo una idea muy torcida de loque resulta plausible en mi socie-dad. La buena fama de la tole-rancia parece a primera vista algomuy halagüeño; es signo de queciertas actitudes bárbaras y envi-lecidas sufren un severo asedio so-cial. Esto invita a creer que quientrate de menoscabar el prestigiode la palabra “tolerancia” será pro-bablemente un individuo un tan-to sospechoso y acaso un cóm-plice de los elementos más tur-bios de la sociedad2.

Sin embargo, merece la penacorrer ese riesgo. De lo contrariohabría que sostener que el pro-greso de las costumbres exige decuando en cuando las chapuzasverbales, el autoengaño y el ha-blar por hablar; es posible que talcosa sea cierta pero defenderlo re-sulta todavía más incómodo quedenunciar los abusos de la tole-rancia. No es ninguna novedadel que muchas veces los conceptosnormativos (y los conceptos engeneral) ganan el éxito social acosta de vaciarse casi por entero;si todo el mundo echa mano deellos es porque se ha visto que sir-ven para un roto y para un des-

cosido. La mayor parte de losusos de la palabra “tolerancia”, ysobre todo los de su opuesto,son meramente declamatorios yedificantes. Pruebe, si no, el lec-tor, cuando se encuentre con unpronunciamiento contra la in-tolerancia, a sustituir este últimotérmino por otro que exprese al-go muy semejante y que conser-ve el sentido; lo que encontraráson palabras como crueldad,barbarie, encanallamiento o vi-leza, todas ellas más intensas ytruculentas pero también másexactas.

¿Por qué, entonces, decir“intolerancia”, que parece por lodébil un eufemismo de las ante-riores? Llamar, por ejemplo,intolerantes a los criminales deguerra o a los skin heads es unacostumbre muy arraigada peroresulta tan poco idónea como losería llamar descortés a un vio-lador o a un asesino. Es un casode desmesura por defecto que,creyendo ser justiciera, atribuyelo menos a quien merece lo más.De una cultura en la que cun-diera este último uso podría de-cirse, desde luego, que susmiembros aprecian la cortesíapor encima de todo, pero no pa-rece que esto favorezca una no-ción de cortesía razonablementeconsistente. Esto es lo que pasacon la tolerancia, que de tantollenarnos la boca con ella no sa-bemos ya muy bien lo que es.

Las razones de la toleranciaEn verdad, por tolerancia hay queentender cosas harto más modes-tas. Así ocurría, al menos, en épo-cas en que el significado de la pa-labra estaba razonablemente cla-ro. Antes de que la retóricapública contemporánea desgasta-ra casi del todo este concepto, so-

lía entenderse que alguien tolera-ba una acción u omisión de otrocuando, teniendo capacidad paraimpedirla y razones bastantes encontra de ella, no se oponía a lamisma en virtud de razones deorden superior3. Por ejemplo, aPatricia le desagrada fuera de to-da medida la música del baile delas sevillanas (no sólo le pareceun signo de muy mal gusto sinoque la asocia con la ignorancia,con la superstición y con expe-riencias personales desagradables)pero pone buena cara cuando suamiga Leticia –que ha acudido acenar a su casa– saca del bolso undisco de sevillanas y solicita oírlo.Patricia podía haber alegado do-lor de cabeza o simplemente ha-ber dicho que detesta aquellamonserga pero se abstiene de ha-cerlo porque le parecería descon-siderado. Hay aquí tres elementospertinentes: la capacidad que Pa-tricia tiene de impedir la audi-ción del disco (está, al fin y al ca-bo, en su casa), las razones encontra de dicha audición (le pa-rece una música embrutecedora)y, en fin, las razones que se opo-nen a impedir la audición (iríacontra las exigencias de la hospi-talidad). Ninguno de los tres ele-mentos puede estar ausente paraque haya tolerancia. Si Patriciano tiene capacidad de impedirnada, entonces no puede decirseque tolere ni deje de tolerar aque-llo; y lo mismo ocurriría si a Pa-

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F I L O S O F Í A

EL LABERINTO DE LA TOLERANCIA

ANTONIO VALDECANTOS

H

1 R. del Águila: Tolerancia y multi-culturalismo. Instrucciones de uso, CLAVES

DE RAZÓN PRÁCTICA, 125, pág. 10 (sep-tiembre 2002).

2 Una buena y saludable crítica delaprecio bobo por la tolerancia se encon-trará en el artículo de Aurelio Arteta ‘Latolerancia como barbarie’, en el volumencolectivo Tolerancia o barbarie, págs. 51-76, compilado por Manuel Cruz. Gedisa,Barcelona, 1998.

3 Estoy adaptando la caracterizaciónde Ernesto Garzón Valdés en su excelenteartículo ‘No pongas tus sucias manos sobreMozart’. Algunas consideraciones sobre elconcepto de tolerancia, CLAVES DE RAZÓN

PRÁCTICA, 19 (enero-febrero 1992), reco-gido después en su libro Derecho, ética ypolítica, págs. 401-416. Centro de Estu-dios Constitucionales, Madrid, 1993.

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tricia le gustasen las sevillanas o lediese igual oírlas que no. Nadietolera propiamente algo cuandono puede oponerse a ello ni cuan-do lo aprueba o le resulta indife-rente.

La tercera condición tambiénparece imprescindible si es que latolerancia ha de poder explicarsepor razones. Lo que importa esque uno tiene en contra de algorazones que, por sí solas, habríande llevar a no consentirlo perotambién tiene razones en contrade impedirlo. Cabe llamar a lasprimeras razones del rechazo y alas segundas razones de la toleran-cia. En el caso de Patricia, las ra-zones de la tolerancia son enalte-cedoras para ella (o, al menos, nola denigran) pero esto no tienepor qué ocurrir siempre. Patriciapodría haber sido tolerante porno tener ganas de complicarse lavida, o porque Leticia es una per-sona poderosa de quien puede re-cibir favores, o porque siendo to-lerante con Leticia esa noche sabeque aumenta la probabilidad deque Leticia sea tolerante con ellaotras veces. En el primer caso, larazón de la tolerancia es la perezay en los dos últimos un cálculoestratégico más o menos inconfe-sable. Lo anterior no ha de preo-cupar mucho a nadie, porque lasrazones de la tolerancia puedenser muy poco sublimes y hastamezquinas. Lo único que impor-ta es que basten para poner ensuspenso la acción que sería co-herente con las solas razones delrechazo. Pero esto no significa,nótese bien, que las razones delrechazo hayan quedado anuladaso se hayan desvanecido. Patriciasigue detestando las sevillanas, demodo que está en una tesitura deno poca incoherencia. Cree almismo tiempo que hay que evitar

el oír sevillanas y que hay que de-jar de evitar el oír sevillanas; y po-see, pues, creencias contradic-torias, aunque alojadas en distin-tos pisos o niveles de su edificiode creencias. La tolerancia es, an-tes que cualquier otra cosa, uncaso de incoherencia, aunquepueda tratarse de una incoheren-cia justificada.

Lo que no se ve con claridades por qué las razones de latolerancia han de ser siempre demejor estofa que las razones delrechazo. Muchas veces es de te-mer que no lo sean en absoluto.Si me disgusta mucho que al-guien humille a otro y, teniendocapacidad de impedir cierto actode humillación, lo tolero porqueme conviene (aunque quizá su-fra mucho por ello, esto no im-porta aquí) habría que ser bas-tante cerril para esperar que miacción pudiera justificarse por seruna muestra de tolerancia. Loque justifica la tolerancia es el ti-po de razones que la mueven, no elque ella se dé. Si el bellaco tole-rante trata de justificar sus accio-nes echando mano de la toleran-cia misma, no se ve muy bien quéclase de justificación está dando.En puridad no da ninguna, puesen este caso parece que es la pro-pia tolerancia lo que ha de recibirjustificación.

“Tolerante” es el adjetivo quese usa para calificar a quien lleva acabo ciertas acciones que poseenlas cualidades antes expuestas. Ensí mismo, no es ni bueno ni ma-lo; su bondad o maldad dependede las razones que expliquen laacción correspondiente, las cualespueden ser del pelaje más variado.Muchas veces en que se echa ma-no de ideales o normas tolerantespara justificar cierta acción, lo quese quiere decir es otra cosa. Se di-

ce que alguien sacrifica, por ejem-plo, cierto valor en aras de la to-lerancia, pero esto es una mani-fiesta vaciedad. Se entendería me-jor si se dijera que uno actúa decierto modo porque cree que hayque obrar con anchura de miras,o que hay que procurar com-prender las razones ajenas, o quesiempre hay que dudar de que lasrazones de uno sean las mejores.La amplitud de miras, el tratar deponerse en el lugar del otro, el es-píritu autocrítico, falibilista y ex-plorador y cosas por el estilo sonbuenos ideales que pueden justi-ficar la conducta tolerante; pero laclaridad obliga a no confundir-los con la tolerancia misma que,por sí sola, no es ni buena ni ma-la.

Además, al igual que puededarse tolerancia sin ninguna deestas razones, también puede ocu-rrir que esos ideales proporcio-nen razones precisamente en con-tra de la tolerancia. Muchas veces,me opondré a tolerar ciertas cosasporque he logrado una compren-sión de las razones del otro sin lacual acaso sería tolerante. Puedeocurrir que el esfuerzo por com-prender las razones ajenas mu-dando las propias lleve a encon-trar razones de rechazo que deotro modo no habrían podidoformarse y a eliminar, o debilitarmucho, las razones de tolerancia.Sería muy poco sensato creer quecuanto más y mejor se conoce aalguien más razones hay paraconsentirle cualquier cosa. A ve-ces sucede precisamente al revés.

Tolerancia negativa y tolerancia positivaDesde luego, la tolerancia no seda tan sólo en el ámbito de losgustos, las aficiones y los valoresestéticos. No en vano suele afir-

marse que esta noción surgió encontextos principalmente reli-giosos y hay también casos de to-lerancia (y de su opuesto) en elámbito político y en los distintosámbitos que se suelen hacer corresponder a lo moral o a la“moralidad” (una parcela éstaque, por fortuna, no toca aho-ra delimitar). Hay también ca-sos frecuentes de lo que llama-ré tolerancia epistémica, la quetiene por objeto la difusión o ex-presión pública de conjuntos decreencias que sus portadores tie-nen por verdaderas y justificadas,aun cuando otros no les conce-dan alguno de estos dos atributos(o ninguno de ellos). En seguidame ocuparé con cierto detalle deesta última.

Cualquiera de los tipos men-cionados de tolerancia puede dar-se en dos formas que es aconseja-ble distinguir. Puede decirse quehay tolerancia vertical (ya sea es-tética, religiosa, epistémica o laque fuere) cuando quien toleraostenta poder o autoridad y quienes tolerado está subordinado a esepoder; la hay, por el contrario,horizontal cuando la tolerancia seda entre iguales. Así expuesta, ladistinción es oscura, puesto que,según se ha visto ya, todo acto detolerancia (incluidos los horizon-tales) exige cierta capacidad que eltolerante posee y de la que el to-lerado carece. Por eso es mejordefinir la tolerancia horizontal co-mo aquella que un agente indivi-dual o colectivo ejerce con otrosagentes individuales o colectivosde tal manera que sea esperableque en otras circunstancias losahora tolerables ocupen el lugarde tolerantes; mientras que en latolerancia vertical esta reciproci-dad está ausente (nadie esperaría,por ejemplo, que un súbdito de

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Enrique VIII pudiese ser toleran-te con el rey o un hijo fiel de laiglesia católica con el pontíficereinante). La tolerancia verticaltuvo importancia (quizá fue laúnica que la tuvo) en los pri-meros siglos lo que se suele lla-mar modernidad, mientras quela horizontal cobra gran realcehoy día, sin que por eso la ver-tical haya pasado a ser cosa in-significante.

A veces se hacen distincionesun tanto más arriesgadas. Porejemplo, Carlos Thiebaut hadeslindado la tolerancia negati-va de la que llama positiva4. Laprimera es la que alguien prac-tica cuando meramente se abs-tiene de impedir acciones aje-nas que le desagradan o contralas que tiene razones, mientrasque la segunda acontece cuandoel tolerante posee una disposi-ción activa a comprender las razones de aquellos a quienestolera y, llegado el caso, a mo-dificar por ello las propias. Al-guien podría decir que la tole-rancia positiva de Thiebaut esatacable con el argumento queantes he dado; en realidad,Thiebaut tendría que decir“amplitud de miras”, “ponerseen el lugar del otro”, “espírituautocrítico” o “afán explorador”o cosas semejantes. Creo, sinembargo, que esta objeción nosería del todo adecuada y quela distinción entre tolerancianegativa y positiva merece pre-servarse. El tolerante positivode que habla Thiebaut es al-guien que ciertamente tolerapor las razones señaladas. Peroveamos un poco cuáles puedenser las historias epistémicas deeste tolerante.

Un caso posible es que hayaempezado siendo un tolerantesólo pasivo o negativo y termineen la tolerancia positiva. No hayduda de que la tolerancia de Pa-

tricia es negativa entre las quemás; su disposición a compren-der lo que de valioso pueda ha-ber en las sevillanas es nula. Sinembargo, a fuerza de tolerarnegativamente a Leticia duran-te muchas cenas seguidas, Pa-tricia puede llegar a adquiriruna familiaridad con ese tipode música de la que carecía has-ta entonces. Puede llegar inclu-so a cobrarle cierta afición o, almenos, a mitigar su repudio.Desde luego, si después de diezveladas se llega a este resultado,ya no podrá decirse que a la un-décima vez Patricia tolere a Le-ticia, porque entonces no habrárazones de rechazo. Pero quizáno haga falta llegar a tanto paraque las creencias de Patricia semuden severamente. Puede su-ceder que Patricia siga teniendoun juicio desfavorable de las se-villanas y que, estando sola o encompañía distinta de la de Pa-tricia, jamás se le ocurra escu-char un disco de ese tipo.

Cabe que el resultado sea,por ejemplo, irónico (en algunode los sentidos de esta endia-blada palabra): Patricia se di-vierte en cierto modo con la ite-ración del episodio de las sevi-llanas y encuentra inapropiadosu ceñudo proceder anterior; loque hace ahora es medio reírsede sí misma, tomando un pocoa broma todo lo que tenga quever con las sevillanas y con lasvisitas de Leticia (esto puede te-ner, por ejemplo, el curiosoefecto de que Patricia se descu-bra de pronto tarareando sevi-llanas al ducharse, efecto com-patible con su juicio sereno deque se trata de un productomusical abominable). ¿Ha deafirmarse entonces que Patriciaha mudado de creencias? Acasono ha cambiado tanto sus cre-encias como el modo de tenerlaso, si se prefiere, el lugar queocupan en su mapa epistémico.Lo que resulta claro es que latolerancia ya no es meramentenegativa, y esto no significa, sinembargo, que haya dejado dehaber tolerancia. Casi podríadecirse que Patricia se tolera iró-nicamente a sí misma. La tole-rancia y la ironía son fenóme-

nos más emparentados entre síde lo que a primera vista parece.

Tolerancia, ironía y disimuloLa ironía es, como la toleranciapuede llegar a ser, un caso feliz deincoherencia. Los retóricos anti-guos distinguieron entre dos for-mas de ironía: una por dissimu-latio u ocultación de la propiaopinión; y la otra por simulatio oacción de sostener fingidamenteuna opinión propia coincidentecon la de la parte contraria5. Tan-to la una como la otra son licen-tiae o vicios aparentes que sólo semuestran como virtudes a quienposea el adecuado iudicium 6, al-go muy cercano a lo que el dere-cho canónico medieval llamabadissimulatio et tolerantia. En unagudo artículo de 1995 contra laatosigante beatería de la toleran-cia, Francisco Tomás y Valientedio pistas del mayor interés sobreel parentesco de esta noción conel disimulo o manga ancha ca-nónica: si a un eclesiástico se leacusa con justicia de algo pero laejecución del castigo puede cons-tituir un periculum animae parael acusado porque éste es débil ysu salud moral se quebraría conel castigo, entonces sus superioresdeben mostrarse, por razón pec-cati vitandi, disimuladores (en unsentido muy semejante al de laironía en la retórica antigua) y“tolerantes”7. Tolerar algo esobrar como si aquello que se re-chaza fuera admisible, algo muysemejante al disimulo (que pue-de entenderse como el actuarconforme a creencias contrarias a

las que se poseen) y a ciertas for-mas de la ironía (o expresión decreencias que uno no tiene).

Lo que más importa aquí esla ambigua condición de lo quese tolera o disimula o es objetode ironía. Normalmente, losanimales humanos son capacesde adquirir hábitos de toleran-cia, de disimulo y de ironía; ca-da una de las acciones describi-bles como pertenecientes a unode estos tres tipos cae dentro deltipo de que se trate en virtud desu analogía con otras accionesque la experiencia social subsu-me bajo ese tipo. Sé, por ejem-plo, que lo que estoy oyendoahora es irónico porque lo in-terpreto según el modelo deotras interpretaciones que he he-cho o he visto hacer con éxito yque daban como resultado lacondición irónica de lo que seinterpretaba. Aprendí a usar lapalabra “ironía” y sus derivadospor medio de ciertos actos dehabla cuya comprensión exigíaentender también esa palabra.Adquirí, cabe decir, estereotiposirónicos y el modo de reconocercomo ironías actos de habla queno se atuviesen del todo a di-chos estereotipos8. Pero el usodel concepto de ironía está so-metido a inestabilidad porqueno siempre se es capaz de de-terminar sin sombra de duda sialgo es irónico o no9. Es fre-cuente el fenómeno de decir al-go con intención irónica y queel interlocutor lo tome en sen-

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4 C. Thiebaut: De la tolerancia, VisorDis, Madrid, 1999, passim, y tambiénVindicación del ciudadano, págs. 259-282.Paidós, Barcelona, 1998. He sacado tam-bién provecho de un escrito inédito suyo:¿Hay que proteger la(s) cultura(s)? (Sobrealgunos debates contemporáneos y el estatu-to normativo de la tolerancia).

5 Vid. H. Lausberg: Manual de retóri-ca literaria, § 902, vol. II, págs. 290-291.Gredos, Madrid, 1991 .

6 Vid. H. Lausberg: op. cit., § 8, vol. I,págs. 64. Sobre la licentia, Lausberg traecomo autoridad a Isidoro de Sevilla: Eti-mologías, I, 35, 1.

7 F. Tomás y Valiente: ‘Ensayo sobre latolerancia y su historia’, en A orillas delEstado, pág. 231. Tecnos, Madrid, 1996.Tomás y Valiente remite a la obra de Pao-lo Grassi L’ordine giuridico medievale, págs.210 y sigs. Laterza, Roma/Bari, 1995.Tanto la ironía como la tolerancia se fun-dan en un esquema de contradicción decreencias semejante al de la “preterición”.He dedicado a esta última el artículo ‘Yo-es pretéritos’, en M. Aguilar Rivero (ed.),Los límites de la subjetividad, págs. 103-135. Fontamara/UNAM, México, 1999.

8 En un sentido de “estereotipo” quecreo es muy semejante al uso de HilaryPutnam en The Meaning of ‘Meaning’’.Hay traducción castellana de este escritoen L. M. Valdés Villanueva (ed.): La bús-queda del significado, págs. 131-198.Tecnos, Madrid, 1991. Quien lo prefiera,puede sustituir los estereotipos de Put-nam por los esquemas de Kant (vid. ‘El es-quematismo de los principios puros delentendimiento’, Crítica de la razón pura,A137 B176 - A147 B187).

9 Contra la robusta concepción deWayne Booth en su clásico A Rhetoric ofIrony, University of Chicago Press, Chi-cago, 1974. (Hay traducción castellana:Taurus, Madrid, 1986). “Todas las iro-nías son estables o fijas”, cree Booth (págs.5-6), “en el sentido de que, una vez que seha efectuado la reconstrucción del signi-ficado, el lector no se ve obligado a soca-varlo con posteriores demoliciones yreconstrucciones”.

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tido literal; y también ocurreque algo empieza siendo cosade bromas y acaba siéndolo deveras10. No faltan, por cierto, losfenómenos de dirección inversa,pero lo que más interesa son loscasos a medio camino entre lo li-teral y lo irónico; en ellos no pue-de decirse que uno haya añadidola correspondiente creencia a surepertorio de creencias verdaderaspero tampoco que la haya exclui-do como falsa. La creencia poseeun régimen provisional deindeterminación, a la espera qui-zá de que nuevos episodios defi-nan mejor la condición de queha de disfrutar en adelante. Pue-de ocurrir, desde luego, que esosepisodios no se den nunca y queel estado de indefinición no seainterino sino eterno, aunque enese caso lo más probable será quela creencia ambigua acabe pordesvanecerse.

Algo semejante le pasa al di-simulo y, lo que ahora importamás, también a la tolerancia.Aprendí estereotipos de toleran-cia que soy capaz de proyectar acasos novedosos y aprendí a re-conocer como casos de toleran-cia cosas que se salían del este-reotipo; pero después me siguenquedando dudas sobre si alguienestá tolerando algo o simple-mente lo acepta. Parece que Du-rántez, antitaurino tremendo,tolera que sus hijos menores deedad vayan a los toros. Durántezes amigo mío de hace muchosaños y yo sé de sobra que su opi-nión sobre las corridas de torosapenas podría ser peor de lo quees, de modo que cuando me di-ce que sus hijos van a los toros yque él no se opone yo interpre-to su acción (o su omisión) co-mo una muestra de tolerancia.Pero hace poco me enteré deque en mayo pasado Durántezfue visto más de una vez acom-pañando a sus hijos en el metroa media tarde hasta la estaciónde Ventas y haciendo cola por lamañana temprano en el despa-

cho de billetes de la calle de laVictoria; y también me hancontado que en el transcurso deuna cena muy concurrida em-pleó varias veces metáforas tau-rinas para hablar mal del go-bierno y dio abundante noticiadel matrimonio de cierto diestroy de los negocios de determina-do ganadero. Ahora ya no sémuy bien, la verdad, si es sim-plemente tolerante con los to-ros o si el asunto ha rebasado yala mera tolerancia, por más quela firma de Durántez siga apare-ciendo en todas las proclamasantitaurinas que he visto últi-mamente (incluso después demayo pasado). Tiendo a pensarque la cosa se le ha ido un pocode las manos, y ya veré qué mecuenta la próxima vez que lovea; mientras tanto, no meteríayo la mano en el fuego para abo-gar por la condición estricta-mente tolerante de Durántez,aunque tampoco diría sin másque ha cambiado de arriba aba-jo sus creencias contrarias a lallamada fiesta nacional.

Dudas como ésta, que se dancon harta frecuencia en la inter-pretación de la conducta ajena,acontecen también en relacióncon la propia. Nadie está librede que le ocurran cosas pareci-das a la de Durántez; y todospodríamos, si se nos fuerza a serveraces, referir sucesos propiosdonde la tolerancia ha sido elportillo para enfangarnos en lo-dazales epistémicos de muy ce-nagosa indefinición. La toleran-cia es, por naturaleza, inestable ygracias a su condición precaria yprovisional puede servir a mu-danzas de creencias que de otromodo habrían sido inverosími-les. Cuando el tolerante cambiade creencias, le debe su cambioa la tolerancia, aunque se lo de-ba como una consecuencia noprevista ni deseada de la acciónde ser tolerante.

La tolerancia como virtudPero pasemos, según lo prometi-do, al modo de tolerancia que seda cuando alguien tolera ciertostipos de expresión de creenciasque no considera verdaderas nijustificadas. Es útil preguntarse si

la tolerancia puede ser tenida poruna virtud epistémica (en el senti-do que trataré en seguida de acla-rar)11. Antes de ello, todavía hayque hacer una nueva distinciónentre la tolerancia epistémica y latolerancia que se podría llamar“práctica”. La primera consiste enconferir plausibilidad a creenciascontra las que se tiene razonesque cree buenas para tomarlas co-mo implausibles; la segunda enconsiderar aceptables accionescontra las que hay razones bas-tantes para no aceptarlas. Ambosson, pues, casos más o menosnotorios de incoherencia, aunquela tolerancia epistémica puedeverse como un caso de toleran-cia práctica; al fin y al cabo to-lerar una creencia implausible estolerar la acción de sostener o dedifundir en cierto contexto esacreencia (nadie podría tolerar es-tados mentales de otros o dejarde hacerlo). La tolerancia cientí-fica, por su parte, sería un tipoparticular de tolerancia episté-mica que ocurre cuando lascreencias toleradas pertenecen ateorías científicas y se expresanen comunidades de este tipo.

Entenderé por virtud epis-témica un “modo de ser” indivi-dual –aunque socialmente cau-sado– cuya posesión maximizaal mismo tiempo la discrimina-ción de la verdad y la justifica-ción de las creencias y el logro denuevas creencias justificadas yquizá verdaderas. Si además seadmite que la actividad científi-ca es un contexto privilegiado deactividad epistémica (porque enél se producen creencias verda-deras y justificadas de un tiposingularmente valioso, o inclu-so –según algunos– paradigmá-tico de lo que ha de tenerse porcreencia verdadera y justificada),

entonces las virtudes epistémi-cas se hallarán en los miembrosde las comunidades científicasen un estado más desarrollado omás puro, o al menos en ciertaforma más valiosa; como, porejemplo, la virtud ética de latemplanza puede encontrarse en-tre la gente común pero se espe-ra hallarla más acrisolada entrelos catadores de vinos o la valen-tía entre los bomberos y soco-rristas. La agudeza, la periciaexperimentadora, la constanciay la percepción atenta son, eneste sentido, virtudes epistémi-cas, como también lo es la cohe-rencia, que guarda con la tole-rancia relaciones más bienconflictivas12.

“Tolerancia” tiene el aspectode un nombre de virtud de unmodo que no lo tiene, por ejem-plo, “autonomía”. Si decimos queCelia es aguda, templada y dota-da de autonomía, hay algo en eltercer predicado que disuena untanto, lo que no ocurre cuando sedice que Delia es aguda, templa-da y... tolerante. En principio, noresulta implausible tomar la to-lerancia como una virtud. Si seadmite la distinción de Aristótelesentre virtudes éticas o del caráctery virtudes dianoéticas o del co-nocimiento, resultará difícil clasi-ficar sin disputa a la tolerancia enuno de los dos tipos. Por un lado,la tolerancia de creencias es unfenómeno epistémico; por otro,es una habituación. Pero estono es una objeción de mucho pe-so contra la idea de que la tole-rancia es una virtud; al fin y alcabo, la dicotomía de Aristótelespuede abandonarse con provechoa poco que uno se convenza deque el conocimiento ha de en-tenderse como una práctica so-cial. De antiguo, la tolerancia vie-ne siendo cosa que anda de la ma-no de lo que se llama espíritucientífico y tenida por práctica ovirtud muy propia de las gentes

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11 El intento más ambicioso de unateoría del conocimiento fundada en lanoción de “virtud epistémica” es el librode Linda Trinkhaus Zagzebski Virtues ofthe Mind. An Inquiry into the Nature ofVirtue and the Ethical Foundations ofKnowledge, Cambridge University Press,Cambridge, 1996. Una buena recopila-ción de lecturas es la de Guy Axtell, ed.:Knowledge, Belief, and Character. Readingsin Virtue Epistemology. Rowman & Lit-tlefield, Lanham (Maryland), 2000.

12 Sobre la tolerancia como virtudpuede verse el artículo de Bernard Wi-lliams ‘Toleration: An Impossible Vir-tue?’, en David Heyd, ed., Toleration. AnEllusive Virtue, págs. 18-27. PrincetonUniversity Press, Princeton (Nueva Jer-sey), 1998.

10 Puede verse, de Stanley Fish, ‘Losbajitos no tienen razón de vivir: lectura dela ironía’, en Práctica sin teoría: retórica ycambio en la vida institucional, págs. 135-159. Destino, Barcelona, 1992.

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de ciencia. Que algunos de loshéroes principales de la primerarevolución científica fueran víc-timas de formas muy típicas deintolerancia ha contribuido mu-cho a lo anterior. A quien se de-dica a la ciencia se le supone la to-lerancia porque el científico in-tolerante es un animal humanoque desafía las clasificacionesusuales tanto como el moralistaproclive al despilfarro o el estetaamante de los convencionalismossociales.

Un argumento muy conocidoy poderoso en favor de tomar a latolerancia como una virtud epis-témica de las más esenciales es elde John Stuart Mill en el capítuloII de su ensayo Sobre la libertad.Mill no emplea aquí la palabra “to-lerancia” pero sus argumentos ca-san perfectamente con esta no-ción. Sostiene Mill que el logro dela verdad es siempre producto de la controversia; una creenciapuede probarse como verdaderasólo si hay al menos otra creenciaque ha sido probada como falsadespués de tomarla en serio con ladebida atención. La comprensiónde una tesis es también la deaquello que se le opone. Esta cu-riosa teoría de la verdad enunciaque “verdad” es, sobre todo, fal-ta de correspondencia con enun-ciados que ha habido que aban-donar pero que tienen que estaren cierto modo presentes paraque se sepa que otros son verda-deros. Se necesita, así pues, de latolerancia de creencias (o, mejordicho, de la tolerancia de la difu-sión pública de las creencias, enparticular las tenidas por falsas)si es que han de poder formarseenunciados verdaderos. Ésta es laprimera y más sencilla justifica-ción milliana de la tolerancia epis-témica13.

La segunda es más ambiciosa.Mill creía que la aceptación socialde los enunciados verdaderosamenaza con hacer olvidar que laverdad se funda en la controver-sia. Toda tesis o doctrina verda-

dera –que en un primer momen-to tuvo que ser litigiosa– tiende ala larga a afirmarse como si fueraun prejuicio o una rutina. Paracontrarrestar esta tendencia de laverdad a petrificarse es precisobuscar medios con que recrear elestado inicial de controversia. Hade tolerarse, entonces, la difusiónde creencias contrarias a la ver-dad establecida –de creencias, portanto, falsas– para asegurar la vi-veza de los enunciados verdade-ros; pero esto no ha de tolerarsecomo quien sobrelleva o consien-te algo fastidioso, sino que se hade fomentar de manera activa yaun entusiasta14. Cabe todavíauna tercera justificación. Las dosprimeras son justificaciones ins-trumentales de la tolerancia; gra-cias a ella se forman creencias ver-daderas y se asegura que las yaposeídas no se conviertan en pre-juicios rutinarios. Pero la terceraes intrínseca: la tolerancia es bue-na en sí misma porque los finesde la vida humana son múltiplesy plurales, e irreductibles a uni-dad15.

Mill sostiene que la toleranciaes epistémicamente pertinente yaun esencial, pero falta por ver siesa pertinencia se puede enten-der en términos de virtud. Meparece que hay que considerar aMill (y aquí estriba mucho de suinterés) un defensor de la tole-rancia positiva. Esto convierte asu tesis en algo más significativo ydesafiante. La pregunta no seráentonces si la tolerancia sin máses una virtud epistémica sino si loes una forma particular y muyexigente de ella, a saber, la positi-va. Es tentador tomar la toleran-cia positiva a la manera de Millcomo una virtud epistémica y ha-cerlo de la forma más completa.La virtud de la tolerancia sería en-tonces imprescindible para poderdecidir si una creencia es verda-dera y está justificada; y también

para producir nuevas creenciascon estos dos atributos. Pero ade-más la actividad científica exigiríaesta virtud de manera eminente;el modo como se han formadolas mejores teorías científicas seríala muestra más clara de la virtudde la tolerancia. (Debe recordarseque Mill es ambiguo y aun con-tradictorio respecto a esto; por unlado, dice que incluso las mejoresteorías –él habla de la física new-toniana– han de pasar por laprueba de la controversia cons-tante pero, por otro, excluye deesta práctica a las matemáticas y ala física)16.

Además, podría concluirse,una sociedad será tanto más tole-rante cuanto mejor funcione elcircuito entre tolerancia científica,tolerancia epistémica ordinaria ytolerancia práctica (la de accionesdistintas de la acción de procla-mar una creencia). La toleranciasería una virtud en toda sociedadhumana saludable porque, sinatribuir ese “modo de ser” a susmiembros, no podría ejercerseninguna de las prácticas deenriquecimiento personal y socialque Mill estima constitutivas delbien humano. Los ciudadanosnecesitaríamos entonces toleran-cia práctica y también toleranciaepistémica (que serían virtudescomunes a todos), aunque en unainevitable división del trabajocognoscitivo algunos habrían deposeer, además, la virtud de la to-lerancia científica. Los tres tiposde tolerancia no sólo encajan demanera natural sino que unos pa-recen depender de otros con lamejor compenetración.

La tolerancia como anomalíaResulta muy difícil, sin embargo,sostener que semejante armoníapueda darse siempre. La toleran-cia no es en puridad una virtuddel científico, si por tal ha de en-tenderse un modo de ser consoli-dado. La tolerancia es tan sólo al-go que aparece en trechos muyepisódicos de la actividad cientí-fica; puede ser un buen trucoheurístico para formar hipótesisfecundas y un buen instrumento

pedagógico para ilustrar el signi-ficado de teorías ya aceptadas, pe-ro seguramente no se podría hacermucha buena ciencia si se siguie-ran al pie de la letra las instruc-ciones de Mill. Los científicos tie-nen que ser tolerantes alguna vezpero conviene que lo sean pocas.El retrato romántico que pintaMill sería contraproducente si seaceptara de manera general. Hayuna razón muy poderosa en con-tra de su romanticismo epistemo-lógico: un sistema de creencias nopuede someterse a revisión en sutotalidad porque los cambios decreencias obedecen en realidad alprocedimiento de preservar oamurallar ciertas creencias queadoptan un papel parecido al delos prejuicios y las rutinas, dejan-do otras desguarnecidas y ex-puestas al ataque exterior. Es ver-dad que pueden variar los límitesde ese recinto amurallado perotambién lo es que el recinto mis-mo tiene que existir, con unos lí-mites o con otros.

Podría pensarse que lo excep-cional de la tolerancia es cosa de lapráctica científica; eso dejaría elcamino abierto a seguirla consi-derando una virtud epistémica ypráctica, aunque ya no fuera unavirtud científica. Pero en realidadlas prácticas de formación de cre-encias no científicas y las demásprácticas sociales en las que es per-tinente la tolerancia se parecenmucho a la ciencia. Si el individuoordinario siguiera la tolerancia co-mo una norma en la formaciónde sus creencias estaría segura-mente tan desahuciado como elcientífico; y otro tanto ocurriríacon quien la adoptara como nor-ma en el conjunto de sus prácticassociales. Nuestras creencias sobrecualquier cosa han de contenerpor fuerza un trasfondo de pre-juicios incuestionados; y nuestrasacciones en cualquier ámbito hande comprender algunas cuya per-tinencia no se discute. Abogar porlos prejuicios no sólo es inelegan-te; también es innecesario, por-que se defienden por sí solos. Latolerancia no es una virtud; es, entodo caso, una corrección –acasonecesaria– de la coherencia, que síque es una virtud científica, epis-témica y práctica.

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13 Vid. J. S. Mill: ‘On Liberty’ [1859],en On Liberty and Other Writings, págs. 20-21. Ed. S. Collini. Cambridge, CambridgeUniversity Press, 1989. En adelante, OL.

14 OL, págs. 40-41, 43, 45.15 Un clásico sobre este asunto es I.

Berlin: John Stuart Mill and the Ends ofLife, Council of Christians and Jews,Londres, 1959; reimpreso en Four Essayson Liberty, Oxford University Press, Ox-ford, 1969. Este volumen se ha editadonumerosas veces en castellano por Alian-za (Madrid). 16 OL, pág. 46.

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La relación entre la coherenciay la tolerancia es semejante a laque estableció Aristóteles entre ladikaoisyne o justicia y la epieikeíao equidad. Nadie es justo si no esequitativo pero sólo es equitativoel justo a quien espantan los ex-cesos de su virtud. El individuocoherente posee una disposiciónconsolidada a la coherencia de suscreencias y de sus acciones quepermite tener la expectativa denuevas creencias y accionescoherentes. La coherencia es unavirtud del tipo de las que Aristó-teles llamó “dianoéticas” o inte-lectuales, pues en gran parte seadquiere por aprendizaje; perocae también dentro de las llama-das “éticas”, ya que constituye unrasgo de carácter adquirido me-diante la habituación social. Po-demos saber cómo hay que sercoherente pero no cómo hay queser tolerante porque hacer un sis-tema exhaustivo de excepcionessería materia para el delirio17.Ahora bien: la coherencia plena ysin fisuras no es una virtud de losindividuos humanos (lo puedeser de algunos de sus productosintelectuales; así ciertas teoríascientíficas, pero éste es otro usode “virtud”18). Quien se guía consensatez por la máxima de la co-herencia sabe que tiene que cederen ciertos momentos y ser tole-rante. El coherente absoluto no esun virtuoso, sino sólo un purita-no de la coherencia. El puritanis-mo ha sido un vicio muy arraiga-do tanto de la filosofía moral co-mo de la epistemología moderna,y urge acabar con él.

Las excepciones son tan im-portantes como las normas (y a

veces más ejemplares) pero sólolas normas son sistemáticas. Pen-sar que la tolerancia es virtud re-sulta, entonces, prepóstero; si sehiciera, habría que tomar a la co-herencia como una corrección su-ya. El espíritu romántico de laepistemología de Mill merece serrecuperado pero no puede recu-perarse convirtiéndolo en princi-pio. Es instructivo comprenderque la tolerancia no pierde nadade su valor cuando se la toma co-mo corrección y como excepción.Al contrario; anima a sospecharque tanto en la racionalidad epis-témica como en la práctica algu-nas excepciones son más valiosasque la correspondiente norma. Sila tolerancia fuera una virtud ten-dríamos un caso indeseable denormalización de la excepción.Pero normalizar las excepcioneses sólo una obsesión de raciona-listas dogmáticos a los que noconviene hacer demasiado caso.Más que principio, norma o vir-tud, la tolerancia –y en particularla epistémica– es una señal de queno hay principios, normas ni vir-tudes (ni siquiera en la ciencia)que no merezcan quebrantarse sa-biamente.

Me parece que de lo que hetratado de exponer puede seguir-se alguna consecuencia de ciertointerés sobre el papel de la tole-rancia en los cambios de creen-cias. La tolerancia sirve para cam-biar de creencias porque es ines-table y precaria y obliga a queuno se las ingenie de modo que sesupere esa precariedad. Está a me-nudo amenazada por la tentaciónde volverse intolerante y otras porla de pasarse al bando rival. Hay,creo, una suerte de “astucia de latolerancia”. Al tolerar algo, unono sabe siempre en qué va a aca-bar parando dicha tolerancia. Sino tolerásemos nunca nada, nues-tras creencias serían mucho másconservadoras e inmovilistas delo que son, de modo que la tole-rancia se justifica en último tér-mino por su papel activo en pro-curar una experiencia más rica yvaliosa. Pero esto sólo sirve parasaber que hemos de ser epis-témicamente tolerantes algunasveces; lo que no dice es cuándohemos de serlo ni proporciona cri-

terios de validez de la tolerancia.No hay que lamentar, sin embar-go, esta aparente deficiencia. Laexperiencia individual y social esun repertorio muy abigarrado decriterios, de reglas y de normas,pero también de ejemplos no re-gulares. Lo que una buena expe-riencia contiene son casos valiososde tolerancia que no cabe erigiren normas generalizables. Losbuenos ejemplos de tolerancia noson ejemplares porque enseñen aser imitados sino porque sonmuestra de que algunas veces hu-bo que quebrantar principios quese tenían por inviolables. Y labuena calidad de la experienciase mide, entre otras cosas, por lasveces en que ha habido que variarlo que se estaba acostumbrado aconsiderar invariable.

El valor de la tolerancia es elque tienen las rarezas, las irregu-laridades y las anomalías. Segu-ramente las cosas más valiosas dela vida son anómalas, aunque esono quiere decir, claro está, quetodas las anomalías tengan valor.La tolerancia no puede figurar enlos principios sistemáticos de laconducta de nadie porque es unfallo de sistematicidad; se produ-ce a pesar de los principios de unoo en contra de ellos, y muchasveces es ocasional, inopinada, aza-rosa y advenediza. Esta conclu-sión defraudará a mucha gente.Defraudará, desde luego, a quie-nes creen que la grandeza de losconceptos morales está en su con-dición sistemática, a quienes estánconvencidos de que si algo esbueno tiene que serlo siempre yen todas partes y de que lo buenonunca está peleado con lo bue-no. Que la tolerancia sea una ra-reza no es, sin embargo, un des-doro para ella. O no lo es, al me-nos, si se le pierde el respeto alinveterado prejuicio según el cuallas normas son siempre de mejor

estofa que sus excepciones. Megustaría que el lector viera en elcaso de la tolerancia un buen mo-tivo para deshacerse de ese pre-juicio (que es uno de los dogmasmás opresivos de la teoría moralmoderna).

Pero esta conclusión defrau-dará a muchas más personas, notodas ellas cultivadoras de lasciencias morales ni lectoras de esegénero literario. Porque, más quecomo un concepto, la toleranciaha acabado funcionando comouna contraseña. A propósito de lanoción de tolerancia no se sabe sies mayor la hinchazón semánticao la franquicia pragmática. Elproferir la palabra “tolerancia”con tono grave y el oírla con ges-to aprobatorio son signos de per-tenencia a cierta tribu cultural.Le pasa lo mismo que a otros tér-minos-contraseña (de los cualesel más destacado es, probable-mente, “solidaridad”): el hablarcon unción de ella se premia enseguida con un certificado de vir-tud19. Las sociedades humanasno pueden prescindir quizá de lascontraseñas ni de las palabras edi-ficantes, pero los teóricos no estánobligados a ganarse la vida di-ciéndole a la gente lo que la gen-te espera oír. Al contrario: el me-jor servicio público que la teoríapuede hacer es sembrar el desen-gaño sobre los poderes mágicosde algunas palabras. A menudo,el destino de los conceptos mora-les es el de las contraseñas, las me-dallas y los escapularios, pero qui-zá no sea siempre así. Hay vecesen que se suspenden ciertas ex-pectativas taumatúrgicas sobre eluso de ciertos conceptos y éstosacaban sirviendo para algo. La to-lerancia solicita con apremio sersometida a dicha operación. Enalgunas ocasiones inesperadaspuede descubrirse que el mismotérmino que se usa como contra-seña puede emplearse tambiéncon fines inteligentes. O, al me-nos, sin la enojosa obligación deimpostar la voz cada vez que unolo pronuncia.n

Antonio Valdecantos es profesor deFilosofía Moral. Autor de Contra el rela-tivismo.

ANTONIO VALDECANTOS

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17 He defendido una noción de la mo-ral como constelación de anomalías enmi artículo Anomalías y desacuerdos, queaparecerá próximamente en un volumencolectivo de homenaje a Javier Muguerzacompilado por Francisco Álvarez y Ro-berto R. Aramayo, y también en ‘Emo-ciones responsables’, Isegoría, 25, págs.63-90 (2001).

18 El que Carlos Pereda llama “proce-dimental”. He sacado provecho de la lec-tura de su escrito inédito ‘Epistemologíanaturalizada y virtudes epistémicas’ y de‘Hermenéutica, virtudes epistémicas y co-lonialismo’, en M. Beuchot, C. Pereda,eds.: Hermenéutica, estética e historia. Me-moria de la cuarta Jornada de Hermenéu-tica, págs. 39-74. UNAM, México, 2000.

19 Para este fin es recomendable acen-tuar la palabra en su primera sílaba, pro-cedimiento muy habitual para distinguirun término ilustre de sus parientes hu-mildes. Repare el discreto lector en que lapalabra “tolerancia” se suele pronunciarcon acento en la o, como si fueran dos pa-labras distintas que se pronunciaran se-guidas: “tóle”-“ráncia”. El caso de “sóli”-“daridád” es llamativamente semejante.

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E N S A Y O

LOS FUTUROS PERDIDOS

MANUEL ARRANZ

George SteinerGramáticas de la creación.Traducción de Andoni Alonsoy Carmen Galán Rodríguez.Siruela, Madrid, 2001.

Gramatología de la esperanzaTomemos la frase: “el principiodel fin”. ¿Es algo más que unafrase afortunada?, ¿algo más queuno de esos tópicos recurrentescon los que ponemos bajo sos-pecha a una civilización que nose resigna?, ¿y qué queremos de-cir con esto, a qué no se resigna,por qué esa palabra tan equívo-ca?, ¿no deberíamos usar térmi-nos más técnicos?, ¿apelar me-nos a la nostalgia? Sin duda, co-mo reza un delirante spotpublicitario en que la imagendel hambre o de la violencia, di-rectas, sin ningún tipo de dis-fraz, se contraponen a la marcade un conocido whisky. Sin du-da vamos a seguir bebiendobuen whisky por mucha hambreque se pase en el mundo. ¿Es es-to lo que han querido decir losanunciantes? Sin duda no es es-to lo que han querido decir, pe-ro es también lo que dicen y nohace falta ser semiólogo paradarse cuenta. Por lo demás nodicen nada que ya no supiése-mos. Lo que resulta injustifica-ble ya no es el hecho en sí, la co-existencia de la opulencia y lapobreza como signo de una épo-ca que aparentemente había di-rigido todos sus esfuerzos a aca-bar con la miseria y que por finparecía estar en condiciones dehacerlo, ni siquiera el reconoci-miento de este hecho, sino suexplotación por decirlo de algúnmodo: hasta la miseria puedeproducir beneficios. Sin dudadeberíamos apelar menos a lanostalgia. Éstos son los datos:

“Entre agosto de 1914 y la ‘lim-pieza étnica de los Balcanes’, loshistoriadores calculan en más de70 millones el número de hom-bres, mujeres y niños víctimasde la guerra, del hambre, de ladeportación, del asesinato polí-tico y de la enfermedad”. Y algomás adelante: “debido a la mag-nitud de la masacre, este sigloposee el contraste absurdo entrela riqueza disponible y la mise-ria efectiva, junto a la probabi-lidad de que las armas termo-nucleares y bacteriológicas pue-dan acabar totalmente con elhombre y con su entorno, do-tando así a la desesperanza deuna nueva dimensión”.

¿Podría llamarse a esto elprincipio del fin? Sin duda. Pa-ra Steiner éstos son los térmi-nos del problema, éste es elmundo en que vivimos, y en es-te mundo y con esos preceden-tes se plantea la pregunta: ¿Quésentido tiene hoy la esperanza?Y para contestarla, con su habi-tual maestría y como cuestiónprevia, nos trae a la memoria elsentido que tuvo, cómo surgióla esperanza, cómo cambio, có-mo estuvo a punto de perdersey, cómo resurgió una vez másde sus cenizas. De la vincula-ción de la esperanza con el me-sianismo, sea éste religioso opolítico poco importa, y de su actual declive, Steiner había ha-blado ya en varias ocasiones. És-ta es de hecho una de sus másfructíferas líneas de pensamientoque suele formular en las ambi-guas relaciones y continuos des-plazamientos semánticos entrelos dos discursos que han domi-nado, o presidido si se prefiere, laformación de la conciencia mo-derna: el discurso teológico y eldiscurso filosófico. Hoy ambos

en decadencia, pues uno no fuenunca la refutación del otro másque aparentemente, sino su com-plemento, su condición gramati-cal, y a la decadencia de uno haseguido necesariamente la deca-dencia del otro.

Mientras peinamos las profundidades: ¿crear la nada o no crear nada?Steiner es un autor que recuerdaa Hermann Broch, para quienla obligación de prestar ayuda alos demás estaba por encima decualquier otra consideración,personal, profesional, política oreligiosa. Y esto es algo que suscomentaristas suelen pasar poralto. La importancia de su laborcrítica como interprete de la cul-tura escrita, la brillantez y origi-nalidad de sus análisis, hace queolvidemos ese otro aspecto, quepor lo demás sustenta todo suedificio crítico: Steiner no esúnicamente un historiador delas ideas, sino un intelectual, esapalabra sospechosa y anticuadaque se usa precisamente paranombrar a quien está por enci-ma de toda sospecha. Pero vea-mos cómo plantea Steiner la de-cadencia de los discursos y loque anuncian.

El creacionismo o mito de lacreación, es, nos dice, un mitoresistente. Buena prueba de elloes que perviva todavía cuandohace tiempo que se dejó de creeren un creador. Subsiste su tripleraíz intacta: hebrea, griega y lati-na, a través de una multitud deverbos que siguen, por decirlo dealgún modo, conjugando lostiempos y los modos de la histo-ria. Y el creacionismo es resisten-te porque es el sustento teóricode la esperanza, ya que sin unaidea de creación no puede con-

cebirse la esperanza. Y porque lacreación está indisolublemente li-gada a la palabra, que la refiere,que la narra, que la relata, que larecrea, y cuantos verbos quera-mos con el sentido de contarque implica el tiempo, un tiem-po anterior y un tiempo poste-rior. Así, la creación es expre-sión de lo creado, del mismomodo que la idea es expresióndel pensamiento. Crear a partirde la nada, es decir, del desco-nocimiento de la tradición seconvertirá para muchos artistasdurante el siglo XX, tanto escri-tores y pintores como músicos,en “crear la nada”, como con-trapartida o reconocimiento úl-timo de la contingencia de lacreación que podía no haber si-do; es decir, literalmente la dis-yuntiva para el artista entre “cre-ar la nada” o “no crear nada” erauna falsa disyuntiva en la medi-da en que no puede elegir nocrear nada sin renunciar implí-citamente a su condición. Perocreación no sólo implica descrea-ción sino también acabamiento,cumplimiento y, consiguiente-mente incumplimiento, bos-quejo, provisionalidad; una ideade la perfección y una idea de laimperfección de la obra que re-presenta dos ideales estéticos tancontrapuestos como antagóni-cos, y que vuelven a plantear enotros términos las gramáticas dela creación. Y en estas gramáti-cas de la creación hay conceptoscapitales, antiguos, conceptosque hoy tal vez no signifiquennada pero que por haberse con-vertido en significantes puros si-guen animando o desanimandolos discursos aparentemente másajenos a su retórica. Para Stei-ner uno de estos conceptos in-dudables es el de encarnación y

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sus secuelas, es decir los intentosde refutación, de negación designificado a un concepto irra-cional.

“Viejas herejías reviven en los mo-delos de la ausencia, de la negación oeliminación, del aplazamiento del sig-nificado, propios de la teoría de la de-construcción de finales del siglo xx. Lacontrasemántica de los deconstruccio-nistas, su rechazo a adscribir un signifi-cado estable a los signos son estrategiasbien conocidas en la teología negativa”(pág. 75).

Aquí asesta Steiner un golpebajo a la deconstrucción, una te-oría que nunca fue de su agradoy a la que acusa de estar llevan-do a cabo el programa contrarioque se proponía. Resumiendo:los signos tienen un significadonegativo que confirma a la pos-tre su significado positivo. Y es-

to, una vez más, necesariamen-te, pues si, como dijimos antes,la decadencia del discurso teo-lógico arrastraba al discurso fi-losófico a la decadencia, tam-poco puede ser reducido nianulado, ningún campo semán-tico del concepto creación sinque los otros se vean a su vez al-terados. Las connotaciones teo-lógicas, filosóficas y poéticas dela creación, o si se prefiere reli-giosas, metafísicas y estéticas,forman una unidad consubs-tancial que nos recuerda másbien el misterio de la Trinidadque la imagen de las esferas con-céntricas que propone Steiner.Imagen ésta inverosímil puesbasta con preguntar: ¿Qué es-fera recubriría o escondería ensu interior a qué esfera? ¿Y nosería absurdo, aunque tentador,

pensar que la religión constituiríael núcleo, la filosofía la capa in-termedia y el arte la superficie?

Entre creación e invenciónEl análisis de las dicotomías sue-le ser siempre fructífero. Paraque haya una dicotomía los tér-minos o conceptos dicotómicosno tienen que ser naturalmenteni sinónimos ni antónimos,aunque se usen indistintamenteen uno de los dos sentidos. Tales el caso que estudia Steiner en-tre “creación” e “invención”.Términos que divergen tantocomo convergen y que se de-muestran particularmente aptospara esclarecer algunos puntososcuros de los procesos creati-vos, como por ejemplo, el pa-pel del azar o de los hallazgosfortuitos en la elaboración de

una obra. La lógica dicotómicaque preside el análisis o la inter-pretación de una obra no es másque una cómoda convención,una explicación plausible deprocesos ilógicos e irracionalesque no conjugan siempre igualsus tiempos gramaticales ni res-petan sus respectivos modos. Laasignación de un principio auna obra siempre es problemá-tico; siempre se podrá encontrarun principio anterior al princi-pio o, incluso (no otra cosa es laanticipación) un principio pos-terior al final; y si es sin dudaexagerado decir que la críticasurge precisamente para asignarun principio a la obra, no lo esen cambio decir que éste consti-tuye uno de sus más conspicuosproblemas. La preocupación porel principio, que traducen lostérminos latinos y alemán inci-pit y Ur, y que los procesos decreación artística, lejos de escla-recer, oscurecen todavía más, loque traduce, de forma indirecta,es la preocupación por el final;pues si el principio no le con-cierne directamente, no se sabecómo empezó realmente la obra,se presiente en cambio que el fi-nal sí nos concierne o, lo que eslo mismo, que la tendremos queterminar nosotros. De ahí la fra-se de “final de la historia”, queno es otra cosa que una formamás tolerable para la razón denombrar el “final del tiempo”;pero que, sin embargo, sí quieredecir algo cuando se entiende lahistoria hecha por los hombres,una historia con fines y se asistea una historia que escapa al con-trol de los hombres, que inclusose hace en contra de los fines delos hombres y que por consi-guiente sólo puede tener un fi-nal: su clausura definitiva. Elhombre no vive ya en un tiem-po histórico en la medida enque en un tiempo histórico lospasados eran ciertos y los futu-ros predecibles. Pero al mismotiempo poner punto final a algosignifica a la vez comenzar otracosa, o incluso la misma cosa,pues del mismo modo que po-demos pensar, y formular enimágenes más o menos verosí-miles, un comienzo, pero no po-

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George Steiner

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demos hacer lo mismo con elcomienzo de los comienzos,tampoco podemos formular niimaginar el final de todos los fi-nales. El lenguaje tiene este pri-vilegio: confiere sentido a lasproposiciones, pero también escapaz de enunciar proposicionessin sentido.

El capricho ontológicoEl hecho de que la obra pudierano haber sido, que el artista, porejemplo, hubiera decidido nocrearla, no sólo plantea su con-tingencia, sino a la vez la nega-ción de esta contingencia queha elegido ser de una forma de-terminada de entre todas aque-llas formas en las que podía ha-ber sido. Porque lo que es nece-sario no siempre lo es de unaforma necesaria. Una de lascuestiones que primero se plan-tean cuando se habla de necesi-dad y contingencia referidas a laobra de arte, es la de la perfec-ción o imperfección de esa obra,y la conclusión no puede serotra: si la obra podía no habersido, si la obra podía haber sidode otras múltiples formas y ma-neras, entonces, necesariamen-te es imperfecta. Imperfección,no es necesario decirlo, en la quereside paradójicamente su me-jor virtud. Esto mismo podríaaplicarse al ser, que podría nohaber sido, o haber sido de otromodo, pero que el haber llegadoa ser como es la única manifes-tación de su ser. Las considera-ciones, en uno y otro caso, decómo podían haber sido o de loque podían haber llegado a ser,no son más que especulaciones.Lo único que realmente impor-ta es que la obra sea como esgracias, precisamente, tanto a lalibertad de poder no haber sidocomo de haber sido de otro mo-do. La obra implica o reúne esasdos libertades en sí misma, y asípuede decirse de ella que es a lavez todo lo que no es. Y en lacuenta de todo lo que no es pue-de ponerse todo aquello, boce-tos, tanteos, apuntes, notas, de-sechados, pero que fueron ne-cesarios en cierto modo, unmodo muchas veces negativo,para hacerla posible. La obra re-

produce nuestra experiencia vi-tal; sus complejidades, arbitra-riedades y caprichos son losnuestros, sus imperfeccionestambién son las nuestras. Estareproducción es una relaciónque la hermenéutica traduce enlos términos de texto y contexto;y la originalidad del pensamien-to de Steiner consiste en invertiruna vez más los campos semán-ticos. Así, el texto no sería ya laobra y el contexto la realidad,sino que el contexto estaría for-mado por una acumulación deobras que determinan, condi-cionan o influencian la forma-ción o deformación de nuestraconciencia de la realidad, es de-cir, que producen un texto cuyasclaves de legibilidad o ilegibili-dad se pierden, por decirlo así,en la noche de las obras. Pode-mos decir, entonces, que elhombre crea lo que descubre pa-ra poder descubrir lo que crea.En esta paradoja irresoluble estátal vez la clave, según Steiner, detoda creación genuina y la solu-ción de la clásica dicotomía en-tre creación e invención. O paradecirlo de otro modo, el hombrecrea lo que inventa a la vez queinventa lo que crea.

Saturación y depuraciónDos conceptos extraídos de lafísica. Aplicados a la literaturavienen a significar los desespe-rados intentos del escritor pordevolver al lenguaje un sentidooriginario. El lenguaje está sa-turado por el uso. Usos lingüís-ticos y usos extralingüísticos, asícomo abusos de todo tipo, quese traducen tanto en discursosininteligibles como en discursospredecibles hasta en los más mí-nimo detalles. Sin embargo, esasaturación es también su rique-za y las tentativas de depuraciónproducen en ocasiones textostan puros que apenas significannada. Pero saturación y depura-ción ilustran también otra dua-lidad paradójica. La obra podíahaber sido algo más, es decir, sele podía haber añadido algo mástodavía, pero también podía ha-ber sido algo menos, podía con-tener algún elemento menos.Naturalmente el significado no

es proporcional al grado de sa-turación o depuración de laobra, sino a la tensión que se daentre ambas. Lo que quiere de-cir también que toda obra estásiempre y necesariamente ina-cabada, incompleta, que su pun-to final siempre es una arbitra-riedad de su autor, una decisiónpersonal que no tiene nada quever con la obra, aunque tengaque ver con una idea de la obra.

Uno de los debates más fruc-tíferos de la historia de las cien-cias es el debate sobre los fun-damentos epistemológicos de lasdistintas disciplinas. Una formaésta de cuestionar sus propiosprincipios más allá de su necesi-dad. Y aunque no pueda decirseque estos debates hicieran preci-samente progresar a las cienciasera indiscutible que constituíanuna especie de deber moral. Pe-ro ¿hay algo parangonable a estoen el arte?, ¿algo a lo que se pue-da llamar con propiedad funda-mentos epistemológicos de lapoesía por ejemplo?, ¿no es elenunciado mismo una aberra-ción, precisamente epistemoló-gica? La aplicación de teorías deunas disciplinas a otras discipli-nas no sólo ha sido posible, sinoincluso muchas veces provecho-sa. Por ejemplo, entre las mate-máticas y las ciencias naturalesha habido siempre un flujo deinfluencia mutuo. Pero no seobserva nada parecido en el arte.Es más, cuando se dice que unanovela tiene una estructura mu-sical todo el mundo sabe queeso no es más que una forma dehablar; del mismo modo, quecuando se habla del tema narra-tivo de algunos poemas sinfóni-cos, por ejemplo.

Los debates sobre los funda-mentos epistemológicos de lasdistintas disciplinas científicasse desarrollan siempre en el len-guaje específico de esas mismasdisciplinas. Es más, podría de-cirse que es precisamente eselenguaje específico el que los ha-ce posibles, incluso, que de loque se trata en el fondo no esmás que de la pertinencia de eselenguaje. Lo que vendría a explicar por qué en la literatura,que no tiene un lenguaje especí-

fico, sino más bien todo lo contrario, es decir, el habla com-partida, no son posibles esos de-bates sobre fundamentos epis-temológicos. De estas premisasSteiner llega a una conclusióndemostrable y obvia: “las cien-cias pueden encontrar múltiplessoluciones a un mismo proble-ma”, soluciones que pueden ser,y de hecho lo son, intercambia-bles; y a otra indemostrable ymenos obvia: el arte sólo puedeencontrar una solución únicapara cada problema, y si en-cuentra más de una soluciónnunca son intercambiables, puesproducen distintos efectos. Unasimplificación que encontraríatal vez su justificación en la di-ferencia que establece Steinerentre creación e invención, con-sistiría en decir que las cienciasinventan, mientras que el artecrea. Y otra, que las ciencias seescriben en plural mientras queel arte se escribe en singular. Talvez incluso esta segunda simpli-ficación resulte más convincen-te que la primera, en razón pre-cisamente de su arbitrariedad.No hay demostración lógica quepueda con una buena paradoja.La invención presupone el pro-greso, la creación no.

Literatura “pura” y “aplicada”La literatura “aplicada” sería pa-ra Steiner la literatura realista.Y, según él, no hay otra. Inclusolas más desaforadas improvisa-ciones son en el fondo realistas.Los géneros literarios no seríanmás que convenciones forma-les, pero incluso su ausencia osu perversión, es decir, la mezclade géneros, los géneros híbri-dos, etcétera, también sería, co-mo ha podido verse en la histo-ria reciente de la literatura, a lapostre una convención. Y con-vención es una palabra próxi-ma, fonéticamente hablando, acombinación, que es la formapropia de proceder de la pro-ducción literaria. Combinacio-nes de elementos de diversosuniversos, por decirlo así: léxi-cos, sintácticos, semánticos, et-cétera. Pero también, en otrosentido, las convenciones for-males han sido invenciones, de

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modo que no pueden separarsetan tajantemente invención ycreación. Y es que la mayoría delas veces los ejemplos sólo sirvenpara tratar de corroborar lo quedamos por sentado. No sonnunca una demostración en símismos, sino casi siempre lailustración de una demostraciónindemostrada y quizá indemos-trable. Por lo demás el arte com-binatorio, por muy sutil quesea, no explica ni resuelve elcomplejo problema de la crea-ción y, tal vez deberíamos ad-mitir que, como en el caso delas matemáticas que pone Stei-ner de ejemplo, sus posibilida-des son ilimitadas al mismotiempo que infinitas, pues la li-teratura, y éste es tal vez el ma-yor escollo con que tropezamos,no sólo recrea la realidad, unarealidad siempre preexistente,sino que en algunos casos, quepara Steiner no admiten duda(Celan, Kafka, Hölderlin), lacrea. Y el hecho de que la cree apartir de elementos preexisten-tes no desmiente esta teoría.

Pero más que el problemade la limitación o ilimitación delas posibilidades combinatoriasdel lenguaje, lo que preocupa aSteiner, lo que constituye para élel auténtico problema es que elmismo lenguaje del que se sirvela poesía haya servido a las cau-sas más abominables y crimina-les de la humanidad. Que lalengua de Paul Celan sea la mis-ma que la de Auschwitz no essólo una cruel paradoja, es unabsoluto difícilmente asumible.¿Si el lenguaje es capaz de laspeores traiciones, cómo se podráconfiar en él?, se pregunta Stei-ner. Pregunta tal vez retórica,pues, ¿acaso no significa lo mis-mo que preguntarse: si el len-guaje puede mentir, cómo sa-bremos cuándo dice la verdad?Entendemos lo que quiso decirAdorno con la célebre frase:“Después de Auschwitz ya noes posible la poesía”; y Adornopodía haber escrito la palabra“esperanza” en lugar de la pala-bra “poesía”. La frase hubiera si-do más rotunda, pero menoseficaz. Evidentemente, la poe-sía y la esperanza siguen siendo

posibles, siempre serán posibles,pues son lo más humano denuestra humanidad, podría de-cirse que una traduce a la otra,que son “el último reducto”.

Todos estos presupuestosapuntan en una dirección única:el trasfondo sociológico del arte.Una vieja, y tal vez incluso ran-cia teoría que Steiner sintetizaen esta frase: “No hace falta serun marxista (aunque a vecesayuda) para comprender cómolos datos sociales, económicos eideológicos conformadores cir-cunscriben, moldean el arte, lamúsica y la literatura”. Antiguaverdad que no siempre ni nece-sariamente es verdad. La socio-logía de la literatura explica laliteratura con base sociológica,pero exclusivamente la literatu-ra con base sociológica. Es decir,todas esas obras, que son –escierto– la mayoría, que repro-ducen, o reflejan, o recrean, unarealidad determinada, obras pa-ra las que el mejor elogio es laperfección con que reflejan elmodelo. Sin embargo, la autén-tica literatura no está condicio-nada, ha permanecido siempreajena a la realidad y, aunque nosiempre de espaldas, sí la mayo-ría de las veces. La realidad po-drá ser su escenario, esto es casiinevitable, pero no es su argu-mento. Estas obras en cambiono reflejan modelos, sino quelos crean. La sociología del artees naturalmente un remedo dela sociología de las ciencias, en laque los postulados sociológicossí son incuestionables. Los des-cubrimientos necesitan un caldode cultivo y se producirán inde-fectiblemente tarde o temprano,independientemente de su des-cubridor. Pero esto no es ciertoen el arte. Sin Einstein hubieraacabado habiendo teoría de larelatividad, pero sin Beethovenno habría habido nunca novenasinfonía. Pero la sociología delarte sigue empeñada en restarimportancia a la figura del autor,en proclamar el anonimato dela obra o la autoría compartida,y vuelve entonces su mirada aépocas remotas en las que el au-tor era más artesano que artista.Viejo argumento una vez más

que apenas demuestra nada.Hoy día las obras de arte colec-tivas, las obras de arte anónimas,son puras banalidades. Al con-trario que en la ciencia en la quela colaboración se ha vuelto in-dispensable.

Evidentemente todo, o casitodo, puede ser consideradodesde un punto de vista socio-lógico o psicológico; pero esono constituye más que un pun-to de vista. “La historicidad de-termina las opciones de la ima-ginación”, escribe Steiner. Perono determina la imaginación yla imaginación se distingue pre-cisamente por imaginar lo ini-maginable. Decir que la formadetermina el fondo es tan banalcomo decir lo contrario. Y am-bas cosas son verdad; pero sonverdad a la vez.

Poiesis y “noche del alma”Si hay un argumento que refutadefinitivamente ese híbridomezcla de teoría de la recepcióny sociología del arte, al que sehan convertido la mayoría de loscríticos literarios, es el que Stei-ner expresa en estos términos:

“El movimiento creador es también in-dividual, atrincherado en la fortalezadel yo, como lo está su propia muerte,jamás en colaboración, jamás inter-cambiable. Tendremos ocasión de verque esta íntima relación de la poiesis yla muerte, de la individuación del actoestético y metafísico y de la soledad dela extinción personal, es una cuestióncentral” (pág. 225).

Aquí Steiner está muy próximoa Blanchot, para quien ésta esefectivamente la cuestión cen-tral de la literatura. Que el arte,y muy particularmente la litera-tura, florezca en épocas de re-presión política no es ningunaparadoja. En primer lugar nosiempre sucede así, y, en segun-do lugar, la literatura, la pala-bra, tiene un vínculo indisolublecon la verdad, con la libertad ycon la justicia.

La teoría de la recepción loque en realidad está ilustrandocon sus postulados de las distin-tas interpretaciones de las obrasen función de su contempora-neidad, de su carácter históricocultural, y principalmente so-

cial, no es, en contra de lo quese presume, esa característica delas obras que las hace esclavasdel tiempo y que o bien las en-cumbra o bien la relega al olvi-do, sino una característica pre-cisamente del público (hoy haypoco público para la poesía, porejemplo, por eso vemos comotantos poetas se pasan a la nove-la en busca de lectores) y de esoque ha venido en llamarse, conuna fórmula aberrante, indus-tria de la cultura, que dicta elconsumo e incluso la produc-ción de obras con criterios derentabilidad. No puede decirse,aunque haya quien lo sostenga,que hoy entendamos mejor aShakespeare de cómo lo enten-dieron sus contemporáneos. Lateoría de la recepción resultaatractiva porque nos concede to-do el control sobre las obras, lashace aparecer como obras relati-vas cuando la realidad es que notenemos ningún control sobreellas y son obras absolutas, en elsentido de que su valor no resi-de en nuestra apreciación, tanvariable y expuesta por lo de-más, sino en sí mismas. Aunquesostener una cosa así resulte hoydía anacrónico. En el arte, alcontrario que en las ciencias, nohay progreso. Ninguna obra vie-ne a arrinconar a las preceden-tes. Es más, toda obra nueva de-be cerciorarse de no haber sidoarrinconada ella retrospectiva-mente. El arte subvierte la tem-poralidad en dos sentidos dis-tintos, pero complementarios.Por un lado, no necesita, comonecesitan las ciencias, a las obrasanteriores; el arte no conoce elprogreso y en ningún caso po-dría decirse que el Ulises fue po-sible gracias a La Iliada comopuede decirse de la mayoría delos descubrimientos científicos,que sin descubrimientos previos,que pueden producirse inclusoen campos alejados de su objeto,nunca serían posibles. Y el otrosentido en que el arte subvierteal tiempo es en que no envejece.La Divina Comedia y el Ulisessiguen vivos, siguen actuandoen nuestras conciencias, a dife-rencia una vez más de lo queocurre en las ciencias, en las que

LOS FUTUROS PERDIDOS

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los nuevos descubrimientos con-vierten a los viejos en meras cu-riosidades históricas.

Genealogía de la postrimeríaTodo lo dicho, ya revista la for-ma de teorías como las aludidasde la recepción o de la decons-trucción o se quede en meroscomentarios, hipótesis o, para-dojas más o menos sutiles, máso menos teñidas de sociologis-mo o historicismo, estaría en-globado en el enunciado del li-bro de Steiner que nos ha servi-do de marco de referencia:Gramáticas de la creación. Es de-cir, hay leyes, usos, costumbres,tradiciones, convenciones, hábi-tos, normas, condiciones, for-mas, etcétera, o su negación,que rigen o gobiernan la crea-ción literaria. O mejor dicho,las había. Pues nada de eso sirveya hoy día. La conceptualizaciónde la experiencia, por decirlo dealgún modo inteligible, se haquebrado. La conciencia delhombre que los conceptos detiempo y espacio vertebraban seha disuelto. Hoy día el lenguajede la creación no se rige por nin-guna gramática y en consecuen-cia corremos el riesgo de estarproduciendo un contexto en elque las obras del pasado nos re-sultarán completamente ininte-ligibles. Hipótesis poco plausibletal vez, pero desde el momentoen que puede ser formulada de-bería ser tenida en cuenta, má-xime cuando lo que eran indi-cios de la crisis del lenguaje queestaba en su origen hoy es, enprácticamente todos los ámbi-tos, una realidad incuestionable.Crisis equivale a devaluación. Lapalabra ya no es un valor, la me-dida del valor que fue siempre.

Los cambios que se hanproducido en la comunicación,función por excelencia del len-guaje, afectan a la creación. Alo largo de la historia siempre lahabían afectado. Entonces se ha-blaba de formas de comunicar,de transmitir, de contar histo-rias. Formas fueron el romance,el soneto, la sonata, la novela,la sinfonía, etcétera, como luegolo fueron el collage, la fotografíao el vídeo. Pero no todas las for-

mas son equiparables, y aunquela distinción entre formas purase impuras sea hoy poco perti-nente sí es pertinente, en cam-bio, decir que la comunicaciónsí progresa, de hecho es lo quemás progresa, y que se ha pro-ducido un cambio sin prece-dentes en la recepción del arteque afecta profundamente a lacreación. Hasta los mismos cri-terios, inmutables hasta haceapenas 50 años, para consideraralgo arte han sido subvertidos.Una conclusión provisional, pe-ro con visos de definitiva es quelos medios de comunicaciónmejoran y multiplican las posi-bilidades de comunicación a untiempo que empobrecen la crea-ción. Por lo demás, tampoco esseguro que mejoren la comuni-cación en el sentido amplio(¿pero es que hay otro sentido?)de comunicación con el mun-do que nos rodea, con las cosas,con los otros.

Sin duda se ha producidouna revolución, pero ya hemosvisto bastantes revoluciones co-mo para saber que las revolucio-nes cambian menos las cosas delo que aparentan cambiarlas yque muchos cambios sustancia-les se han conseguido sin apenasruido. Tal vez los cambios en lacomunicación lo que anuncian,de lo que son causa y efecto almismo tiempo, sea un cambiomás profundo todavía y radicalen el lenguaje. En el lenguaje delarte y en el lenguaje cotidiano,en el profesional, en el familiar,etcétera. Un cambio en el len-guaje que afecta naturalmente ala lectura, a la enseñanza y a lacultura. El lenguaje no se limitaa comunicar o transmitir signifi-cados, sino a la vez a ocultarlos,crearlos o pervertirlos. Pero todasesas operaciones eran formaliza-bles y más o menos al alcancedel análisis y la interpretación.Hoy ya no lo están. Hoy fijar unsignificado no sirve para nada en la medida en que cualquiersignificado es provisional y alea-torio, interpretar un texto se haconvertido en una operación ridícula, un juego más o menosingenioso que no convence a na-die.

Antes de que llegara a resol-verse la contradicción por exce-lencia del lenguaje o, quizá éstasea la solución, la única soluciónposible, la contradicción queoponía el todo puede ser nom-brado, todo puede ser puesto enpalabras, nada escapa al poderomnívoro del lenguaje, a la pro-posición contraria, el lenguajenunca podrá abarcar las infinitasposibilidades de existencia, siem-pre se quedará a las puertas,siempre será insuficiente; antesdecíamos de que esta contradic-ción, que no es otra que la con-tradicción entre lenguaje y si-lencio de la poesía, pudiera serresuelta, y tal vez cuando máscerca se estaba de una soluciónde compromiso, es decir, ni lo uno ni lo otro, resumida ma-gistralmente en la primera pro-posición del Tractatus: “Todoaquello que puede ser dicho,puede decirse con claridad: y delo que no se puede hablar, mejores callarse”, se produce un giro,un brusco cambio de orienta-ción, a nadie le importa ya de loque se puede hablar y de lo queno se puede hablar, lo que sepuede expresar y lo que es inex-presable porque desde el mo-mento en que se la considera re-lativa, la verdad ha dejado de in-teresar, desde el momento enque la verdad no puede verifi-carse ha dejado de ser verdadera.

Y ésta ha sido la mayor pér-dida. Aplicar procedimientos deverificación a la imaginación o ala poesía era evidentemente unsinsentido, pero un sinsentidológico que tenía que conducirindefectiblemente a su devalua-ción. Decir que la verdad estápor encima de la lógica tienesospechosas resonancias. Sinembargo, aunque se tienda a ol-vidarlo, el fundamento de la ló-gica es el lenguaje y no al revés.Del mismo modo que Heinepredijo que la quema de librosconduciría a la quema de hom-bres y mujeres, la crisis actualdel lenguaje es una manifesta-ción de una crisis mucho másprofunda, de una crisis de laconciencia; y la conciencia llevaaparejadas cosas tan decisivaspara la convivencia como son la

responsabilidad, la tolerancia ola ética, cosas que siguen dandoque hablar y que pensar, cosasde las que depende que esos in-ciertos futuros de los que hablaSteiner no sean ya de antemanounos futuros perdidos. n

Manuel Arranz es es traductor. Autorde Con las palabras.

MANUEL ARRANZ

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79Nº 128 n CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

REALIDAD

Azarn Pensar es pensar la incertidumbre.

n Lo más cierto de este mundo es que elmundo es incierto.

n ¿Es el azar un producto de nuestra ignoran-cia o un derecho intrínseco de la naturaleza?

n La incertidumbre empuja hacia launiformidad global, pero es, confrecuencia, la única esperanza para elnacimiento de una innovación local.

n Uniformidad: situación en la quecualquier cosa que no sea cualquier cosatiende a ser cualquier cosa.

n Lo lógicamente viable se nutre de loimaginable.

n Lo verosímil se nutre de lo lógicamenteviable.

n Lo probable se nutre de lo verosímil.

n Lo real se nutre de lo probable.

n A la realidad se accede vía una, dos o tres de los siguientes tipos deselección: la selección fundamental (de la materia inerte), la selección natural (de la materia viva) y la selecciónartificial (de la materia inteligente).

n La selección fundamental templa la probabilidad de existencia de aquelloque es compatible con la realidadpreexistente y con las leyes fundamentalesde la naturaleza.

n El primer ser vivo surgió en el mundoinerte, el primer ser inteligente en elmundo vivo y el primer ser creativo en elmundo inteligente.

n La selección natural fue un logro de laselección fundamental y la selecciónartificial un logro de la selección natural.

n Lo lamento, hermano, de poco te sirvióllegar segundo en aquella memorablecarrera de medio millón deespermatozoides.

n Hay muchas más maneras de no ser quede ser.

Tiempon El tiempo siempre acaba pasando…, essólo cuestión de tiempo.

n El pasado se nutre espontáneamente defuturo, pero para nutrir el futuro con elpasado hay que invertir toneladas deinteligencia.

n Predecir el pasado es la habilidad másfrecuente de los que siempre tienenrazón.

n La primera frase de muchas novelasalude al tiempo (cronológico o climático)o al espacio (ubicación o paisaje).

n La conquista del espacio empezóinmediatamente después de crearse eltiempo.

n Es posible elegir el espacio, imposibleelegir el tiempo.

n ¡Qué fácil es ver un árbol caído y quédifícil verlo caer!

n El tiempo matemático (de los relojes)no cambia para así poder medir elcambio.

n El tiempo físico (de las carambolas debillar) determina toda la historia y todo elfuturo a partir de cualquier instante, o sea,es un tiempo prescindible, una ilusión.

n El tiempo termodinámico (de la gota detinta que se diluye en agua) es irreversibley define la dirección del pasado hacia elfuturo.

n El tiempo fisiológico (del envejecer) seacelera porque cada vez pasan menos cosasa igual intervalo de tiempo matemático.

n El tiempo histórico (de los caminos quese bifurcan) se despliega como un árbolirrepetible de frondosidadprogresivamente creciente.

VIDA

Ser vivon Un ser vivo es una parte del mundo quetiende a mantener una identidadindependiente de la incertidumbre delresto del mundo.

n Un Individuo es un Todo más bienindependiente de Partes más bieninterdependientes.

n El entorno es una de las partesesenciales de un ser vivo.

El libro de Jorge Wagensberg, Si la naturaleza es la respuesta,¿cuál era la pregunta? 500 pensamientos sobre la incertidumbre,(Tusquets, colección Metatemas, Libros Para Pensar la Cien-cia, creada para: “Fundamentar el fuego cruzado de ideas y lapromiscuidad entre las distintas formas de conocimiento”)contempla aspectos como el azar, el tiempo la evolución o laidentificación colectiva, desarrollados en frases encadenadas que

viajan de un pensamiento a otro, descansan en ideas que “so-brevuelan libremente las fronteras” y evidencian las tesis del au-tor, que sospecha que “sólo hay 3 formas puras de conocimien-to: la ciencia, el arte y la revelación”. Dividido en cuatro sec-ciones (Realidad, Vida, Conocimiento y Civilización),precedidas cada una por un sugerente prólogo, esta selecciónincluye aforismos representativos de cada parte.

Selección: Nuria Claver

C A S A D E C I T A S

JORGE WAGENSBERGAforismos sobre la incertidumbre

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n ¿Qué es la vida? La intersección detodos los seres vivos.

n La mejor definición escrita de vidaequivale al manual de instruccionesmínimo para vivir.

n Hay muchas maneras de estar vivo, perosólo una de estar muerto.

n Hay infinitas maneras de no estar enequilibrio, pero sólo una de estar en él.

n Equilibrio es el estado de la materia enel que ya ha ocurrido todo lo que podíaocurrir.

Seguir vivon Complejidad más anticipación es iguala incertidumbre más acción.

n La solución trivial para seguir vivo,cuando la incertidumbre aprieta, se parecemucho a no vivir: letargo, hibernación,formas resistentes… (Independenciapasiva).

n La solución no trivial para seguir vivo,cuando la incertidumbre aprieta,combina dos estrategias: la de mejorar laanticipación y la de mejorar la acción.(Independencia activa).

n La solución última para seguir vivocuando la incertidumbre aprieta no esconservar una identidad, sino conservar latendencia a conservarla, para lo que, aveces, conviene cambiar de identidad.(Nueva independencia).

n La ilusión de todo ser vivo es seguir vivo.

n Seguir vivo equivale, tácticamente, acomer y no ser comido.

n Desde una sopa bacteriana hasta unConsejo de Administración, la ilusión deseguir vivo favorece ciertas estrategias ¡y lascontrarias!: competir o colaborar, destacar opasar desapercibido, especializarse odiversificarse…

n La inteligencia es una capacidad paraanticipar la incertidumbre del entorno.

n La inteligencia 0 es la no-inteligencia, yno es capaz de anticipar nada; la de unapiedra.

n La inteligencia I es capaz de anticiparuna incertidumbre frecuente; es la

inteligencia de una hormiga, que no la deuna piedra.

n La inteligencia II es capaz de anticiparuna incertidumbre inédita mediante lafacultad de buscar un plan B cuandofracasa el plan A; es la inteligencia de unpulpo, que no la de un calamar ni la deuna hormiga.

n La inteligencia III es capaz deadministrar instintos a la hora deanticipar una incertidumbre; es lainteligencia de un perro, que no la de unacebra ni la de un pulpo.

n La inteligencia IV es capaz de crearconocimiento inteligible.

n El sistema inmunológico es una formade inteligencia.

n El cerebro es el órgano animal de másprestigio a la hora de anticipar laincertidumbre del entorno…

n El conocimiento es la prestación másprestigiosa del cerebro para anticipar laincertidumbre del entorno.

n La ciencia es la forma más prestigiosa deconocimiento a la hora de anticipar laincertidumbre del entorno.

n La tecnología es el uso más prestigiosodel método científico a la hora de regularla incertidumbre del entorno.

Evoluciónn La selección natural favorece alseleccionado, la selección artificial alseleccionador.

n Con la selección artificial, el problemasuele preceder a la solución; con laselección natural ocurre siempre locontrario.

n El viejo dilema de qué fue antes elhuevo o la gallina hace tiempo que tienesolución: fue el huevo, aunque, claro, noera de gallina.

n La evolución tiene una componentevertical, que afecta a la complejidad de losorganismos, y otra horizontal, que afectaa su diversidad.

n La evolución vertical ocurre cuando laincertidumbre arrecia y aumenta lacomplejidad de la vida.

n La evolución horizontal ocurre cuandola incertidumbre amaina y aumenta ladiversidad de la vida.

n El motor de la evolución es laincertidumbre y la selección natural es suconductor.

n La selección natural es un filtro que dejapasar las innovaciones que favorecen laindependencia del seleccionado respectode la incertidumbre del entorno.

n La idea de Darwin de la selecciónnatural es, probablemente, la idea másbrillante de toda a historia de lacivilización.

Progreson La realidad pesa unos dos billones ymedio de trillones de cuatrillones de kilosde materia.

n La vida es un raro estado de la materiainerte.

n La inteligencia es un raro estado de lamateria viva.

n La cultura es un raro estado de lamateria inteligente.

n La civilización es un raro estado de lamateria culta.

n La materia es la rebelión de la nadacontra sí misma.

n La materia viva es la rebelión de lamateria inerte contra la incertidumbre.

n La materia inteligente es la rebelión dela materia viva contra la incertidumbre.

n La materia civilizada es la rebelión de lamateria inteligente contra laincertidumbre.

n La perfección existe, porque es imaginable,pero no es perfecta, porque es inalcanzable.

CONOCIMIENTO

Conocimienton Conocimiento es una representaciónnecesariamente finita de una complejidadpresuntamente infinita.

n El conocimiento es el remedio contra elmiedo a no conocer.

AFORISMOS SOBRE LA INCERTIDUMBRE

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n El lenguaje es la primera forma deconocimiento.

n Si la autoconsciencia precedió alconocimiento, ¡qué embarazosoentreacto!

n Crear es seleccionar.

n Crear es crear conocimiento ¿Qué si no?

n Cualquier producto mental transmisiblese enmarca, tarde o temprano, en unespacio finito: un poema, una pintura, unaecuación matemática, una ley de la física,una melodía, una mueca, un plano…

n Conviene enunciar “conocer antes quecomer”… hasta que la hipoglucemia nosnuble la vista.

n Todo lo que hace falta para ejercitarse conel conocimiento está en la conversación.

n Preguntar es rebelarse, responder esadaptarse.

n Un paradigma es una tregua entre dospreguntas.

n Cultura es información transmisible porvía no genética.

n La abstracción requiere saber limpiar lamemoria.

Ciencian La ciencia es realidad pensada.

n Abandonar la idea de que estamos en el centro del universo es un métodoinfalible para que el mundo sea un pocomás inteligible (es el caso de Copérnico,Darwin, Freud…).

n Hipótesis de la Partición Cognitiva del Mundo: el mundo se divide en dos partes y las dos existen: 1) Yo, y 2)el resto del mundo.

n Ampliación de la Hipótesis de laPartición Cognitiva del Mundo: en el mundo, donde yo no estoy, existenotras mentes.

n Existen tantas particiones cognitivas delmundo como mentes hay en el mundo.

n El conocimiento que no se puedetransmitir de una mente a otra no esconocimiento.

n El conocimiento es la manera detransmitir la experiencia.

n Ver es abrir la percepción.

n Mirar es fijar la vista.

n Observar es recrear la mirada.

n Experimentar es inventar unaobservación.

n Simular es construir un Todo a partir desus Partes y de sus mutuas Interacciones.

n La simulación, ¿es un sustituto de lateoría o un sucedáneo del experimento?

n La simulación se usa en lugar deexperimentos imposibles o en lugar deteorías no inimaginables, para prolongarasí la dialéctica experiencia-teoría quemueve el progreso científico.

n La ciencia adora la negación, adora ladisyuntiva, adora la duda y adora lapregunta. ¿O no?

n El método científico no sirve para tenerideas, sino para tratarlas.

n El mérito científico tiene cuatro fasesigualmente importantes: 1)tener unaidea; 2) tratarla para crear conocimiento; 3) caer en la cuenta de su trascendencia, y 4) convencer deello a los demás.

n Ciencia y Tecnología se elaboran con elmismo método, pero difieren en suobjetivo.

n La ciencia es para conocer el mundo, latecnología para cambiarlo.

n La historia de la ciencia es la historia delas buenas preguntas.

n La historia de las creencias es la historiade las buenas respuestas.

n La sociología contiene más ideologíaque la psicología, la psicología más que labiología, la biología más que la química yla química más que la física.

n Las grietas del método científico serellenan con pasta de ideología.

Arten Acto artístico es toda complejidadinfinita emitida por una mente en forma

finita, cuando otra mente declara recibirtal complejidad en su presunta infinitud.

n Obra de arte: la que participa en por lomenos un acto artístico.

n Artista: cualquiera de los dosparticipantes en un acto artístico.

n La emoción en arte está en laconsumación misma del acto artístico ycorresponde al receptor.

n Sinceridad en el arte: cuando un artistaexperimenta el acto artístico consigo mismo.

Revelaciónn Conocimiento revelado es unarepresentación finita presentada como parteinseparable de una complejidad infinita.

n Una revelación no cambia, en todo casose puede cambiar de revelación.

n La interpretación es el último margenpara resolver una contradicción entre unarevelación y la realidad del mundo.

n Fundamentalismo: el margen de lainterpretación tiende a cero.

n Creer es genética, comprender es cultura.

n La única fe posible es la que cree en laposibilidad del cambio de fe, y para ellose necesita mucha fe.

n El creyente está más interesado en loque ya sabe que en lo que no sabe.

n El creedor está más interesado en lo queno sabe que en lo que ya sabe.

n La razón, la buena razón, siempre seofende cuando una creencia, una buenacreencia, le cierra el paso.

n Lo mejor que la humanidad ha hecho afavor de sí misma ha sido por gracia decreedores y ante la resistencia de creyentes.

n La abolición de la esclavitud nunca fue unsueño de creyente, sino un boceto de creedor.

n La liberación de la mujer, la mitad de lahumanidad, aún es una batalla decreedores contra creyentes.

n La democracia hunde sus raíces en unacreencia de creedor, cualquier otrosistema en una creencia de creyente.

JORGE WAGENSBERG

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n Las lagunas del conocimiento suelen serinundaciones de sólidas creencias.

n La idea de Dios es universal en todas lasculturas, porque fue favorecida por laselección natural para todos aquellos seresque, habiendo accedido al conocimiento eintuyendo que éste era útil para vivir en laincertidumbre, entraron en pánico al caeren la cuenta de que no conocían aún nada.

n Si blasfemar es ofender a Dios, no haymayor blasfemia que la de asegurar quetodo lo que ocurre en este mundo lo espor voluntad divina.

Ciencia, arte y revelaciónn Una intuición es un roce entre laincertidumbre y una vivencia.

n La grandeza de la ciencia es que puedecomprender sin necesidad de intuir.

n Lalgrandeza del arte es que puede intuirsin necesidad de comprender.

n La inteligibilidad científica es de unarara belleza.

n Arte y ciencia son dos formas de conocimiento, pero mejor subirse a un avión diseñado por un científico que a otro ideado por un poeta.

n Desconfío de la idea que no cabe en una frase.

CIVILIZACIÓN

Identificación colectivan La ética es la estética del comportamiento.

n Civilización es cultura universalmente útil.

n No se puede pinchar el pensamientoajeno como si fuera un teléfono, luego es inútil oponerse: el mundo de las ideas es libre,libérrimo.

n Toda frontera real es difusa.

n Toda frontera inventada es nítida.

n La ética consiste en acordar fronterasnítidas ideales para así no pisar las difusasfronteras reales.

n La normalidad es una curiosidadestadística, casi siempre injusta.

n Un mundo de prohibiciones invita acrear; un mundo de obligaciones, a dimitir.

n Religión: consuelo íntimo con alto riesgo de infamia colectiva.

n Espanta constatar que a ningunareligión le haya hecho ilusión apuntarse a alguno de los grandes logros morales de lahumanidad, como la abolición de laesclavitud o la liberación de la mujer.

n Los beneficios últimos de una identidadcolectiva siempre son, me temo, individuales.

n Identificación colectiva: fastidio universalque empieza cuando dos personas se felicitanal descubrirse de repente algo en común.

n El sueño de la razón produce monstruosy la falta de cambio el sueño de la razón.

n Si ya no queda ningún argumento,siempre se puede probar con la tradición.

n La más antigua tradición científica es lade traicionar tradiciones.

n El prestigio es la única tradición renovable.

n La tradición es la ocurrencia según lacual un cabrero del desierto de hace2.000 años puede influir una mañana, alas once, en la decisión de un ejecutivo enManhattan.

Convivencian La felicidad requiere que el futuro seaincierto.

n La libertad es la capacidad para pensarlos propios límites.

n El sistema democrático de convivenciaestá concebido con mucha más cienciaque arte y revelación, pero todo seinvierte durante el periodo electoralcuando trufamos las calles con retratossonrientes de los candidatos.

n La utopía es una liebre de trapo.

n La verdad requiere rigor, la mentiraimaginación.

n La simple publicación de una mentirapuede convertirla en verdad (tal banco va mal), y la simplepublicación de una verdad puede convertirla en mentira (tal autopista está colapsada.

n Espanta pensar que vender protecciónrequiera ponerse a favor del cliente, perono hasta el punto de que éste no necesiteprotección.

n Espanta imaginar al jefe de ventas deuna fábrica de armas o medicamentosforzando su imaginación para ampliarmercado.

n Espantan las burradas que grandespensadores han llegado a decir de lasmujeres.

n Espanta recordar que la esclavitud hayasido perfectamente compatible conmilenios de judaísmo, cristianismo,islam...

n No estoy seguro de lo que es unanación, pero sí de lo que es una naciónmoderna: la que cae en la cuenta de queninguna otra nación va a hacer lainvestigación científica por ella.

n Defender violentamente la paz es unacontradicción, sí, pero algo menor que lade rendirse pacíficamente a la violencia.

n Sólo hay una contradicción mayor quela de negar la democracia a losantidemócratas: aceptar que éstos acabendemocráticamente con aquélla.

Jorge Wagensberg es director del Museu de laCiencia de la Fundación “La Caixa”. Autor de Nosotros y la ciencia, Ideas sobre la complejidad delmundo e Ideas para la imaginación impura.

AFORISMOS SOBRE LA INCERTIDUMBRE

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