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Mar Langa Pizarro Cincuenta y ocho artículos sobre narrativa contemporánea Índice Alfredo Bryce Echenique, El huerto de mi amada , Planeta, 2002 Almudena Grandes, Los aires difíciles , Tusquets, 2002 Ana M. Briongos, La cueva de Alí Babá , Lumen, 2002 Ángela Vallvey, Los estados carenciales , Destino, 2002 Ángeles Caso, El resto de la vida , Planeta, 1998 Varios Autores, Cuentos eróticos de Navidad , Tusquets, 1999 Varias Autoras, Hijas y padres , Martínez Roca, 1999 Lo del amor es un cuento , Ópera Prima, 1999 Arturo Pérez-Reverte, La carta esférica , Alfaguara, 2000 La muerte de Cela Care Santos, Trigal con cuervos , Algaida, 1999 Leopoldo Alas Coloma Fernández Armero, Querida yo , Plaza & Janés, 2000 Edmundo Paz Soldán, La materia del deseo , Alfaguara, 2002 Eduardo Mendicutti, El ángel descuidado , Tusquets, 2002 Enriqueta Antolín Eugenia Rico, La muerte blanca , Planeta, 2002 Federico Andahazi, Las piadosas , Plaza y Janés, 1999 Fernando Fernán-Gómez, Capa y espada , Espasa, 2001 Fernando Marías, El Niño de los coroneles , Destino, 2001

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Mar Langa Pizarro

Cincuenta y ocho artículos sobre narrativa contemporánea Índice Alfredo Bryce Echenique, El huerto de mi amada , Planeta, 2002 Almudena Grandes, Los aires difíciles , Tusquets, 2002 Ana M. Briongos, La cueva de Alí Babá , Lumen, 2002 Ángela Vallvey, Los estados carenciales , Destino, 2002 Ángeles Caso, El resto de la vida , Planeta, 1998 Varios Autores, Cuentos eróticos de Navidad , Tusquets, 1999 Varias Autoras, Hijas y padres , Martínez Roca, 1999 Lo del amor es un cuento , Ópera Prima, 1999 Arturo Pérez-Reverte, La carta esférica , Alfaguara, 2000 La muerte de Cela Care Santos, Trigal con cuervos , Algaida, 1999 Leopoldo Alas Coloma Fernández Armero, Querida yo , Plaza & Janés, 2000 Edmundo Paz Soldán, La materia del deseo , Alfaguara, 2002 Eduardo Mendicutti, El ángel descuidado , Tusquets, 2002 Enriqueta Antolín Eugenia Rico, La muerte blanca , Planeta, 2002 Federico Andahazi, Las piadosas , Plaza y Janés, 1999 Fernando Fernán-Gómez, Capa y espada , Espasa, 2001 Fernando Marías, El Niño de los coroneles , Destino, 2001

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Fietta Jarque, Yo me perdono , Alfaguara, 1998 Gonzalo Garcés, Los impacientes , Seix Barral, 2000 Gonzalo Suárez, Yo, ellas y el otro , Areté, 2000 Gustavo Martín Garzo, El valle de las gigantas , Destino, 2000 Imma Monsó, Como unas vacaciones , Tusquets, 1999 Isabel Clara Simó, Mujeres , Alfaguara, 1998 Jaime Romo, Un cubo lleno de cangrejos , Lengua de Trapo, 1998 Javier Reverte, La noche detenida , Plaza y Janés, 2002 Javier Sarti, El estruendo , Espasa, 2002 Releyendo a Borges José Luis Ferris, Bajarás al reino de la tierra , Planeta, 1999 José Luis Sampedro, El mercado y la globalización , Destino, 2002 José María Guelbenzu, Un peso en el mundo , Alfaguara, 1999 José Ovejero, Qué raros son los hombres , Ediciones B, 2000 José Saramago, Memorial del convento , Alfaguara, reedición de 1998 Josefina Pla, in memoriam Juan Carlos Arce, El matemático del rey , Planeta, 2000 Juan José Millás, Dos mujeres en Praga , Espasa, 2002 Juan Marsé, Rabos de Lagartija , Areté, 2000 Laura Espido Freire, Melocotones helados , Planeta, 1999 Leopoldo Alas, El extraño caso de Gaspar Ganijosa , Seix Barral, 2001 Luis Landero, El mágico aprendiz , Tusquets, 1999 Luis Landero, El guitarrista , Tusquets, 2002 María García Lliberós, Como ángeles en un burdel , Algaida, 2002 Manuel Vázquez Montalbán, Erec y Enide , Areté, 2002 Marta Echegaray, Alfonsina , Lumen, 2001 Marta Rivera de la Cruz, Que veinte años no es nada , Algaida, 1998 Marta Rivera de la Cruz, Linus Daff, inventor de historias , Plaza & Janés, 2000 La novela histórica Pedro Maestre, Alféreces provisionales , Destino, 1999 Rafael González, El regate cola de vaca , Aguaclara, 1999 Ray Loriga, Tokio ya no nos quiere , Plaza y Janés, 1999 Rosa Montero, El corazón del tártaro , Espasa, 2001 Cincuenta años del Premio Planeta Aprender a escribir: los talleres literarios Umberto Eco, Baudolino , Lumen, 2001 Vicente Romero, El miedo es un camello ciego , Destino, 2002 Vicente Soto, Mambrú no volverá , Alianza, 2001 Alfredo Bryce Echenique, El huerto de mi amada, Planeta, 2002 Dice que la fama lo condujo a la depresión, y que, después de Un mundo para Julius (Premio Nacional de Literatura de Perú 1972), se propuso no escribir más. Cuenta su infancia en Lima con un dejo de nostalgia irónica. Reúne sus anécdotas parisinas en rasgos impresionistas, donde cada trazo tiene el nombre de un afamado escritor del boom. Explica el origen del famoso microcuento de Monterroso, e imita la voz de Rulfo, los ademanes de García Márquez, los despistes de Borges, las intrigas de Vargas Llosa.

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Tiene la mirada burlona de los que saben que para reírse del mundo hay que empezar por reírse de uno mismo; las manos expresivas de quienes confían en ellas para acompañar la voz; y los giros que le prestó su Perú natal, su París adoptivo, y ese Madrid, del que en tantas ocasiones se ha ido para siempre, y al que acaba volviendo cada vez. No es ni de aquí ni de allá. Y ese estar a caballo entre dos continentes, entre dos maneras de entender el tiempo y la vida, ha dejado huella en su escritura, y en su forma de afrontar el mundo. Aunque, pensándolo bien, tal vez esto último sea una redundancia. Porque Alfredo Bryce Echenique (Lima, 1939) narra su vida como si fuera una novela, y tiene una voz tan propia que su narrativa se hace inconfundible. A Bryce le debemos un castellano capaz de conjugar la oralidad con la poesía, las palabras sublimes con los rasgos vulgares; le debemos unos narradores multiformes, y unas obras que, invitando a la risa, nos sumergen en la sinrazón de la existencia, en la hipocresía social, y en los ecos de otras lecturas. Pero además, quienes coincidimos con él en Tabarca hace cuatro años, tenemos una deuda añadida: las veladas en la isla en un congreso sobre islas; y una conferencia pospuesta por la pérdida de papeles, que acabó siendo la improvisación más divertida y magistral que yo recuerde. No atravesaba su mejor momento vital y, sin embargo, el discurso de Bryce se llenó de lucidez, y la sala de carcajadas cómplices e imparables. Desde la contraportada de su última novela, El huerto de mi amada (Premio Planeta 2002), Bryce reta a la cámara a través de sus gafas, con el rostro severo y una chispa de socarronería en los ojos. Y así justamente es la mirada que nos ofrece esta novela: la de un falso ingenuo que, en su seriedad apasionada, transparenta los contornos de una ciudad plagada de seres miserables que no producen ni rabia ni odio, sino hilaridad. Eliminando los factores locales, esa Lima de 1956, que palpita en la historia de un personaje que, como Bryce en aquel momento, tiene diecisiete cándidos años, podría ser cualquier otra ciudad de cualquier otro país. Y, sin embargo, sólo puede ser la Lima de Echenique, a la que va y vuelve, en su obra y en su vida. De igual modo, la historia de amor entre Carlos Alegre y Natalia de Larrea y Olavegoya, con los dieciséis años que los separan, y la consiguiente oposición de la «sociedad respetable» del lugar, podría estar en la base de cualquier obra insustancial. Porque la diferencia entre una novela folletinesca y El huerto de mi amada no se halla el tema: el valor de ésta última es su sensible humor omnipresente, su inteligente distanciamiento, y ese lenguaje suyo, bruñido con tanto esmero que alcanza el brillo de lo espontáneo. En una sola frase, Bryce puede incluir varios narradores, saltar de un punto de vista a otro, jugar con las palabras con una alegría casi infantil, y trasformar el costumbrismo en amable pero contundente crítica social («en ese país nadie paga sus impuestos», p. 219; «tuvo que explicarle [...] que en el Perú no todo el mundo es siempre rubio», p. 245). En un solo párrafo, la sensualidad desbordada da paso a la risa, la comedia a la tragedia, la alusión a la elisión, el realismo al delirio. Vuelve el narrador (los narradores) a los mismos detalles para ampliarlos o corregirlos, para verlos desde otra perspectiva. Vuelve el autor a jugar con las citas, las canciones, los títulos de libros y películas, en un

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gesto en el que no siempre se distingue el homenaje de la burla. Y la novela conjuga expresiones inglesas, francesas e italianas, con vocablos malsonantes («en la puta vida se levanta antes del mediodía», p. 140), juegos verbales («academias de equitación, tan poco equitativo», p. 129; «clavar su pica definitiva en Lima», p. 242), dichos populares («ningún peruano mea solo», p. 186) y hasta greguerías («pony, ese caballito bonsái», p. 125). Suena el título a amores medievales y estilizados, a cursilerías de un adolescente que, rumbo a la casa de campo de la mujer a la que ha conocido horas antes, es capaz de preguntar «¿Adónde queda el huerto de mi amada?» (p. 38). Y, sin embargo, hay más del enfoque socarrón con el que ella adopta la versión más castiza de esa expresión para inquirir: «¿Sabes que te estoy llevando al huerto?» (p. 40). Porque, como explica uno de los mellizos en ese «Acto seguido» disparatado que imita los vodeviles y no acaba en «Fin» sino en «Por fin», «la vida es una historia pésimamente mal contada por un imbécil de mierda» (p. 68). Lógico, por tanto, el acelerado epílogo (treinta páginas para relatar quince años), que arroja el amor al terreno de lo novelesco, y deja el final abierto, porque «va a ser el cuento de nunca acabar» (p. 286). Carlitos se enamora, como el niño que es, de una mujer madura, independiente, rica y separada; consigue compaginar el erotismo y el escándalo con su rancio catolicismo; y trata de insertar citas de Petrarca (p. 76) y expresiones de El Cantar de los Cantares en la descripción del cuerpo de su amante, sin poder evitar la palabra «tetas». A través del amor, el muchacho adquiere clarividencia freudiana («un caso de predestinación fálico-clitórico-vaginal», p. 212) y filosófica («el infierno son los demás», p. 70; «se hace camino al andar», p. 71). Y, tal vez por eso, aunque «a Carlitos siempre se le bifurcaban los senderos» (p. 102), la pareja logra «hacer el amor y el humor» (p. 86) durante dieciocho años. Así pues, El huerto de mi amada es, básicamente, una novela de amor y humor ya millonaria, con la que el Premio Planeta ha logrado uno de sus no numerosos aciertos. Una obra en la que los seguidores de Echenique volverán a encontrar muchos de los rasgos que el autor ha impreso en su narrativa desde Huerto cerrado (Premio Casa de las Américas 1968) hasta La amigdalitis de Tarzán (1999), pasando por La felicidad ja, ja (1974), Tantas veces Pedro (1977), La vida exagerada de Martín Romaña (1981), El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz (1985), Magdalena peruana y otros cuentos (1986), La última mudanza de Felipe Carrillo (1988), Dos señoras conversan (1990), No me esperen en abril (1995), Reo de nocturnidad (Premio Nacional de Narrativa 1998) y las «antimemorias» Permiso para vivir (1993). En todas ellas, el tono alegre y las anécdotas cómicas nos conducen a un trasfondo de seriedad y desencanto, como la foto de Bryce en la contraportada de El huerto de mi amada. Almudena Grandes, Los aires difíciles, Tusquets, 2002 Almudena Grandes (Madrid, 1960) se dio a conocer en nuestro panorama

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literario con la novela Las edades de Lulú (1989), que alcanzó el Premio Sonrisa Vertical, y saltó de las páginas impresas a la gran pantalla, de la mano de Bigas Luna. Desde entonces, cada dos o tres años, Grandes ha acudido a su cita con los lectores, cosechando el éxito dentro y fuera de nuestro país. En cada nueva obra, la prosa de esta autora se ha ido afirmando, mientras mantenía algunas de sus características: presencia dominante de los personajes femeninos, múltiples introspecciones, y sugerentes historias en primera persona. Tras seguir el aprendizaje erótico de Lulú, pasamos a conocer la soledad de Benito y Manuela (Te llamaré Viernes, 1991), a indagar en el pasado y el presente de dos hermanas mellizas (Malena es un nombre de tango, 1994, llevada al cine en 1996 por Gerardo Herrero), a observar la búsqueda de identidad de varias féminas en el Madrid actual (Modelos de mujer, cuentos, 1996), y a presenciar la vida de las cuatro mujeres que protagonizaron Atlas de geografía humana (1998). Ahora, en Los aires difíciles, parece que Almudena Grandes ha querido rescatar lo mejor de sus obras anteriores, para construir una novela larga y atractiva, en la que el presente de los personajes tiende hilos hacia el pasado del que huyeron al instalarse en una urbanización de Rota. Una arquitectura narrativa perfectamente construida permite que las tramas se unan sin transición, que los retazos del ayer se inserten sin problemas en el hilo argumental, y que los saltos se produzcan sin estridencias. La autora ha dejado atrás esa cómoda primera persona en la que se había instalado y, sin abandonar su apuesta por la psicología de los personajes, y por el reflejo de cómo influye en ellos la actualidad española, ha dado un paso más, al insertar detalles en los que puede leerse una preocupación más social, una mayor atención por lo externo, y una ambición narrativa más rica y más profunda. La historia de Los aires difíciles comienza el 13 de agosto de 2000, un día ventoso en el que Juan se instala en su nueva casa, mientras Sara observa a los que se convertirán en sus vecinos. El nexo más visible entre ambos será Maribel, la asistenta que comparten. Alrededor de esos tres personajes, pululan dos niños (Tamara, la sobrina de Juan; y Andrés, el hijo de Maribel) y un disminuido psíquico (Alfonso, el hermano de Juan). Los seis acabarán constituyendo una nueva familia, que los resarcirá del pasado que vamos descubriendo a través de la verborrea incansable de Maribel, y de las incursiones narrativas de esta novela que, constantemente, nos traslada desde Rota hasta otros escenarios para abrir otros dos hilos narrativos: el que explica la vida de Juan, desde la pobreza de su infancia, la pasión de su adolescencia, y los motivos que le han hecho huir de Madrid, trocando su vida de médico soltero por la de responsable de Alfonso y Tamara; y el que nos conduce desde la opulencia de los primeros años de Sara, a la mediocridad de su vida adulta, que desemboca en la presente riqueza. Esas historias secundarias sostienen e interrumpen la principal. Son tan largas y tan detalladas que podrían haber constituido otras novelas. Y, sin embargo, el acierto de su dosificación, la maestría de la construcción narrativa, el tino para volver al relato principal en el momento oportuno, y las estudiadas reiteraciones, las convierten en una parte integrante (incluso imprescindible) del devenir de la trama. A ello contribuye

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también el magnífico trazado que Grandes consigue con su otra protagonista: Maribel, esa mujer aparentemente simple y vulgar, acaba canalizando gran parte de la fuerza narrativa. Es ella la que más se transforma, la que más nos sorprende, la que más avala a Almudena Grandes como autora capaz de crear personajes en tres dimensiones. El secreto de estos logros está en el lenguaje cuidado que, sin embargo, parece fluir con la naturalidad de la sencillez; en el regocijo por el detalle, claramente heredero del gusto decimonónico, con el que en tantos otros aspectos conecta esta novela; y en la destreza con la que Grandes ha sabido, una vez más, mostrarnos el mundo introspectivo de sus criaturas. Si a todo ello añadimos una previsible historia de amor y sexo, que se va matizando hasta sorprendernos; un intento de asesinato que conecta la ficción con las noticias de malos tratos a mujeres; el dibujo preciso de la maldad y la resignación, de la pasión destructiva y obsesiva; y la sombra siempre reinante de la duda en forma de homicidio, Los aires difíciles se perfila como una novela autoexigente y desbordada, que recoge y amplía las mejores virtudes de la prosa de su autora. El poniente y el levante, omnipresentes en las explicaciones infantiles de Andrés y en la vida cotidiana de Rota, entran a formar parte de las reacciones de Alfonso, de los estados de ánimo de Sara, y de la conciencia científica de Juan. En ese momento, dejan de ser unos aires difíciles para convertirse en los aliados de esos náufragos que parecen haber llegado a una isla de confidencias, donde la soledad de la huida sucumbe ante la solidaridad del cariño. Sólo entonces, los personajes empiezan a crecer, cuando se sienten abocados a asumir el ayer como único sistema para distanciarse de él. Del mismo modo, la prosa de Almudena Grandes ha avanzado en Los aires difíciles, apoyándose en la experiencia, pero sin desdeñar la novedad. Y el resultado es una novela extensa, trabajada y hermosa, en la que la pasión de la autora por los procesos internos no ha nublado una creciente preocupación por mostrar lo externo con un detalle moroso, que se afina paulatinamente, como el sonido del viento junto al mar. O como las variaciones de una melodía que crece en el aire. Ana M. Briongos, La cueva de Alí Babá, Lumen, 2002 De nuevo, suenan vientos de guerra en ese Oriente de cuentos y reyes magos, que antes llamábamos Próximo y, últimamente, muchos quieren alejar hasta convertir en Oriente Medio. Fue primero Afganistán, el país que la prensa dibujó como sede de los retrógrados talibán. Ahora se trata de Iraq. Y, en medio de ambos, se halla ese Irán que pasó de la corrupción europeizante del Sha al poder de los basijí, los guardianes de la revolución islámica que, supuestamente, iba a devolver al país a sus esencias. La visita de Jatamí despertó la curiosidad española por un pueblo que lucha por abrirse al mundo, sin que ello implique dejar de censurar música, películas y periódicos, ni que su presidente acepte compartir una mesa donde haya vino... Irán guarda tesoros como Persépolis; ciudades limpias, hermosas y ordenadas como Isfahán; la belleza paciente de sus miniaturas y sus

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míticas alfombras; y unas gentes deseosas de preguntar y de contar. Es un país en ebullición, que da paso a los cambios con cuentagotas, temeroso del Consejo de los Doce Guardianes, que supervisa los tres poderes en nombre del Islam. Su pueblo, convencido de que sólo el esfuerzo le hará salir del túnel, reza tres veces al día en lugar de cinco, porque «Alá prefiere que trabajemos a que oremos». Sus mujeres conducen, van a la universidad, y acceden (con dificultades) a los cargos públicos (salvo al de jueces, porque «la sensibilidad femenina no permite la ecuanimidad»), pero van tapadas con el uniforme islámico, heredan la mitad que sus hermanos y, hasta finales de 2002, podían ser lapidadas por adulterio. Las minorías (armenios y judíos, fundamentalmente) tienen sus representantes en el Congreso, sus barrios, sus templos y sus cultos, y hasta permiso para beber alcohol; pero apenas se relacionan con el resto de la población, y no pueden ejercer en empresas del estado. Y peor suerte corren los de la religión Bahaí, perseguidos por herejes. En ese mundo contradictorio y atrayente transcurre La cueva de Alí Baba, el último libro de Ana M. Briongos (Barcelona, 1946). Es un nuevo acercamiento al tema que ya tratara en su cuaderno de viajes Negro sobre negro (1996), y no sale de la región a la que se acercara en Un invierno en Kandahar (2001; premio especial Grandes Viajeros de Aramaio, 1998). Autora de una novela de misterio para niños (L'enigma de la Pe Pi, 2001), y de diversos artículos en revistas de viajes y periódicos, Briongos estudió literatura en Teherán, y pasó casi diez años en Irán y Afganistán, trabajando como asesora e intérprete. Su visión, por tanto, aporta algo más que un recuento de impresiones y exotismos. Es, como promete, un acercamiento a la vida diaria del país de las deslumbrantes mezquitas azules. Irónica a veces, pero siempre enamorada de Irán, Ana Briongos desgrana las dudas que se ciernen en torno a la vida cotidiana de los descendientes de los persas. Tal vez el lector eche en falta alguna descripción más precisa, y algo más de profundidad al narrar la historia que explica el presente. A cambio, la voz de la autora destila comprensión, afecto y cercanía por esa parte de un Oriente Próximo convulso, que lucha por distanciarse tanto de quienes se autoproclaman los jueces del universo como de los que justifican toda atrocidad en el nombre de Alá. Ángela Vallvey, Los estados carenciales, Destino, 2002 Desconcierta esta novela ganadora del Nadal, porque nunca sabemos si las palabras de los protagonistas son de ellos o de su autora; porque siempre nos planteamos hasta qué punto todo es una broma bien urdida o Ángela Vallvey ha caído en la trampa de su pretendida parodia; y porque los referentes cultos son tan obvios que no dejan de sonarnos postmodernos. Por si a alguien se le escapaba, la propia contraportada nos explica que Los estados carenciales que le dan título no precisan receta médica cuando se convierten en un libro. Son los mismos «estados carenciales» que sirvieron para anunciar Aspirinas y Redoxones: un malestar general y un agotamiento propios de nuestro tiempo. Bien por la broma en una novela que

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trata sobre la felicidad, pero ¿era inevitable que Vallvey nos la dedicara («para ti, lector o lectora [...] que buscas la felicidad»)? ¿era necesario el consejo preliminar «evita el dolor en tu camino [...] y disfruta de la lectura»? Dado que, a pesar de todo, estamos ante una novela, decidimos hacer caso al segundo consejo. Disfrutar de la obra no es difícil: está bien escrita, sabe combinar registros, tiene dosis de ironía, y posee una estructura adecuada. Claro que, si los títulos de las tres partes son ya una evidente parodia de los libros de autoayuda, ¿para qué redundar encabezando cada capítulo con una frase célebre? Ángela Vallvey (San Lorenzo, Ciudad Real, 1964), que recibió el premio Jaén de poesía 1998 por El tamaño del universo, es autora de otros dos poemarios, de varias novelas juveniles, y de las novelas A la caza del último hombre salvaje (1999) y Vías de extinción (2000). Últimamente, ha repetido que la obra ganadora del Nadal tiene como referente La Odisea. Pero la mediocridad antiheróica de los personajes de Estados carenciales recuerda más al Ulises de Joyce; y la trama de Homero ha pasado aquí por el filtro postfeminista, que hace que sea Penélope quien abandone a Ulises y a Telémaco. Aunque, a sus dos años, no podemos imaginar a Telémaco con una «sonrisa semidesdentada», nos divierten sus anécdotas. Y, a pesar de que la Academia filosófica que dirige Vili parezca en exceso una ficcionalización de Más Platón y menos Prozac (de Lou Marinoff), sus integrantes constituyen una humanizada galería de los desubicados de nuestro tiempo: mujeres que viven con dos hombres; homosexuales que luchan por la aceptación; ancianos felices a los que sus consortes no soportan tener en casa; hombres separados que se han quedado con sus hijos o que castigan a la Barby de su ex mujer; artistas que no consiguen vivir de su arte; un profesor-filósofo que reparte doctrinas de felicidad que él mismo no sabe aplicar... En el fondo de esta atrayente galería de fracasos (que, no por rozar la inverosimilitud nos suena menos cotidiana), destaca la peripecia vital de la familia de Vili: su suegra octogenaria; su mujer, que por no dar lástima opta por ser insoportable; su hija Penélope, y la familia de ésta; y los amigos y conocidos de todos ellos. Narrada con soltura, y salpimentada de expresiones coloquiales y citas clásicas, esta novela sobre la felicidad no ofrece sorpresas en su desenlace. Pero, cuando estamos por cerrar el libro, Vallvey no resiste la tentación de aleccionarnos de nuevo con una sarta de consejos: «lo único que verdaderamente posees es aquello que no pueden robarte». Menos mal que nadie podrá robarnos su buena prosa; y, que, después de todo, las citas que la lastran, si no robadas, son prestadas. Ángeles Caso, El resto de la vida, Planeta, 1998 Desde sus comienzos, la prensa convirtió en colaboradores a escritores de prestigio. Con la llegada de la democracia, y el consiguiente auge de los medios de comunicación, periodismo y literatura estrecharon su secular relación: no sólo muchos novelistas fueron contratados por los diarios, sino que afamados periodistas publicaron novelas. Uno de los casos más

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mencionados es el de Rosa Montero (1951), quien alcanzó gran éxito con unas primeras obras accesibles, éticamente convincentes, pero lastradas por su afán educativo y sus personajes arquetípicos. Más tarde, tal vez guiados por las arrolladoras cifras de ventas del ex-corresponsal Arturo Pérez Reverte (1951), varios locutores de radio y presentadores de televisión siguieron el ejemplo de sus colegas de la prensa. Y Planeta los premió. Quizá todo empezara con la polémica concesión del Premio Planeta 1992 a Fernando Sánchez Dragó (quien ya había quedado finalista en 1990). Pero el nombre de Sánchez Dragó (1936) estaba avalado por sus conexiones con el ámbito cultural, y por la obtención del Premio Nacional de Literatura 1979. A la finalista del Planeta 1994, Ángeles Caso (1959), la identificábamos más con los medios audiovisuales que con el mundo de las letras. Y lo mismo sucedía con Fernando García Delgado (1947) y Fernando Schwartz (1937), quienes ganaron las convocatorias de ese premio en los dos años siguientes. Ser finalista o ganador del Premio Planeta supone, además de una considerable dotación económica, la garantía de llegar a un gran número de lectores que, en compras posteriores, suelen optar por novelas de autores conocidos. Seguro que tal acicate contribuye a que los galardonados continúen publicando obras literarias. La última de estas publicaciones ha sido la quinta incursión en la narrativa de Ángeles Caso: El resto de la vida. Se trata de una obra lineal, cuya trama contemporánea adquiere lustre intelectual al recurrir al mito griego de Orfeo. El texto es sencillo y elegante, como reza la solapa. Además, si usted ha hecho un curso de lectura rápida y quiere probarse que el esfuerzo ha merecido la pena, está ante el libro ideal: podrá contarle a todo el mundo que ha leído una novela en menos de dos horas. ¿Una novela? ¿pero no dijo Poe que un cuento tarda en leerse entre media hora y dos horas y media? ¿Entonces, El resto de la vida es un cuento? No, no puede ser: la misma solapa habla de «una novela sobre las trampas de la identidad, la fuerza del deseo y el peso de la memoria» y, además, la obra supera las cien páginas que limitan la extensión del cuento. Así que, o Poe no conocía los cursos de lectura rápida, o es que los ordenadores hacen maravillas. Si usted se empeña en alimentar su ego, y no confía en la informática, sáltese lo que queda de este párrafo. Porque, si imprimimos El resto de la vida con la tipografía habitual, y sin dejar un tercio de las páginas en blanco o con sólo la mitad del espacio escrito, esta «novela» ocuparía setenta páginas. Es decir que, según la teoría literaria, y según Poe, estamos pagando casi dos mil pesetas por un cuento. Me dirán que la calidad de una obra no puede medirse por la extensión sino por la capacidad de interesar o conmover al lector, por la calidad de la prosa, por la originalidad de la trama... Bien, en ese caso, he de señalar que El resto de la vida nunca conmueve, y que el artificio de hacernos dudar sobre la identidad de Starvos no es suficiente para interesar al lector. Además, el recurrir a un mito clásico parece más una necesidad de dar sentido y barniz al texto que una originalidad. Es cierto que consigue una prosa correcta, depurada y elegante, que logra bellas descripciones, y que acude a temas que están de moda en nuestras letras. Pero no sé si todo ello basta para que la consideremos «una buena novela». Eso sí, como tiene

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las tapas duras, la inversión acaba resultando barata: queda perfecta en el salón. Varios Autores, Cuentos eróticos de Navidad, Tusquets, 1999 Como si se tratara del más genuino regalo navideño, Tusquets ha ocultado el rosa que identifica los libros de «La Sonrisa Vertical» con una sobrecubierta verde que parece adornada por un lazo rojo. Este diseño es un guiño más en el juego de transgresión que supone unir dos temas tan aparentemente alejados como navidad y erotismo. Una transgresión atrayente por original, por lúdica... por festiva. Cuentos eróticos de Navidad es el título ciento once de la primera colección de literatura erótica creada en nuestro país: «La Sonrisa Vertical» nacía a la par que el premio que lleva su nombre, a finales de 1978, bajo la dirección de José Luis García Berlanga y Beatriz de Moura. Puede extrañar que, en contra de lo que ha sucedido en otros países, la novela erótica no tuviera en España demasiada demanda al terminar la dictadura. La explicación se halla en la creciente tolerancia de la censura hacia este género; de hecho, la última etapa franquista, conocida como los años del «destape», estuvo marcada por una serie de películas (en general de muy baja calidad) y de publicaciones periódicas eróticas y pornográficas. Desde 1978 hasta nuestros días, la vigencia de la narrativa erótica se ha mantenido sin estridencias ni sobresaltos. «La Sonrisa Vertical» ha cumplido veintiún años y, desde 1986, comparte espacio editorial con «La fuente de Jade» (de Alcor-Martínez Roca). Algo más tarde, Plaza & Janés ideó «X Libris», una colección erótica que recoge textos escritos por mujeres (y, según la editorial, para mujeres). Además, el género cuenta con algunos nombres indiscutibles, como L. Azancot, cuyas novelas sirvieron de empuje inicial a una renovación que se vería representada por E. Tusquets en la tendencia discursiva, y por M. Espinosa en la paródica. A ellos podemos añadir un buen número de narradores procedentes de la costa mediterránea, como los valencianos J. J. Seguí, V. García Cervera y V. Muñoz Puelles, y los catalanes J. Bras y M. Abad. De los citados, sólo Mercedes Abad ha participado en Cuentos eróticos de Navidad, volumen que recoge trece relatos escritos específicamente para este libro: nueve de los autores son hombres (seis españoles y tres hispanoamericanos), tres mujeres (dos de ellas españolas); y Perro negro está firmado con el pseudónimo de Irene González Frei (quien ganara la XVII edición del premio «Sonrisa Vertical» con Tu nombre escrito en el agua). Si nos fijamos en el tema central de los relatos, podemos destacar que Dorso de diamante (M. Montero) y Perro negro se centran en las relaciones lésbicas; y Dulces sueños (E. Mendicutti), Otra Navidad en familia (L. A. de Villena) y Tres reyes (A. Estébez) en las homosexuales. En los demás, encontramos el peso de la impotencia (Un árbol en el jardín, A. Mª Moix); el cumplimiento de deseos reprimidos (Nochebuena con nieve, L. Padura Estévez); la rememoración de toda una vida (El hogar del fuego, A. Luna); la búsqueda fetichista de un sabor (El sabor, F. Benítez Reyes);

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la seducción por medio de un cuento erótico (Ideogramas húmedos, M. Abad); y la iniciación durante la infancia y la adolescencia, ya sea en brazos de una francesa (Sola esta noche, M. Talens), de una mujer madura (La amiga de mamá, J. Cercas) o de una primita avispada (El niño y la sirena, J. Mª Álvarez). Algunos cuentos, como el de Luis Antonio de Villena, nos deparan sorpresa final. Mientras en unos el erotismo es apenas una excusa, en otros las descripciones se hacen obvias; en tanto unos nos transportan a paisajes y épocas lejanas, otros nos remiten a situaciones actuales, como el régimen cubano o el gobierno del PP. En todos ellos, «erotismo» y «navidad» consiguen fundirse para generar un volumen que, como habrán imaginado al ver el nombre de los autores, tiene una calidad media más que estimable. Por eso, el libro se convierte en un modo distinto de afrontar las fechas que se nos avecinan. O en un regalo original que no necesita envoltorio. Varias Autoras, Hijas y padres, Martínez Roca, 1999 Hace ya tres años, Laura Freixas prologó y editó una colección de relatos titulada Madres e hijas. Ahora, la editorial Martínez Roca ha sacado al mercado un libro que podría ser visto como un complemento de aquel. Según la contraportada, Hijas y padres reúne once relatos inéditos de otras tantas escritoras contemporáneas, con el fin de esclarecer un tipo de relación emocional que «posee una naturaleza secreta que se oculta en lo más hondo del espíritu humano». En principio, el tema podría interesar a cualquiera: a casi todos nos gusta que nos ayuden a profundizar en algo tan etéreo como «el espíritu humano». Además, alrededor de la mitad de la población somos «hijas», y buena parte de la otra mitad es o será padre. Sin embargo, un tema interesante no hace un buen libro. Una buena antología de relatos ha de estar avalada por la calidad literaria, y por una cierta uniformidad. Hijas y padres es tan heterogénea que ni siquiera todo en ella son «relatos»: hay cuatro cartas, cuatro cuentos y tres textos a caballo entre la reflexión y la literatura. Quizá el lector se enfrentaría al libro desde otra perspectiva si se le explicara cuál ha sido el criterio que ha llevado a la selección de las autoras. Pero no sólo se obvia dicha explicación sino que, repasando una y otra vez la lista de las mismas, no he conseguido deducir si tal criterio ha existido. Dos de ellas, que sepamos, nunca se han dedicado a la literatura propiamente dicha. Son la periodista y Premio Espasa de Ensayo 1992 Margarita Rivière; y la psicóloga y articulista Alejandra Vallejo-Nájera. Las nueve restantes habían publicado obras literarias de muy distinta resonancia editorial: Hijas y padres recoge textos de escritoras casi desconocidas para el gran público (Flavia Company y Almudena de Arteaga) y de otras que están alcanzando su favor (María Jaén y Laura Freixas); y los entremezcla con escritos de narradoras de éxito como Lucía Etxebarría (ganadora del Premio Nadal 1998, por Beatriz y los cuerpos celestes), las Premios Planeta Zoé Valdés (1996, por Te di la vida entera) y Carmen Posadas (1998, por Pequeñas infamias), y las finalistas

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de ese mismo galardón Ángeles Caso (1994, por El peso de las sombras) y Carmen Rigalt (1997, por Mi corazón que baila con espinas). Resulta difícil entender que a alguien que no sea su propio padre puedan interesar las «Confesiones secretas» de Almudena de Arteaga. La «Carta a Juan-Antonio Vallejo-Nájera» sólo tiene el mérito de hacernos más cercano a un famoso psiquiatra. Y Carmen Posadas no desaprovecha la oportunidad para convertir «Tú y yo tan raros como siempre» en un ajuste de cuentas con los que no son capaces de apreciar la calidad (para ella, indiscutible) de sus obras. Al menos, las cuatro autoras que han recurrido al campo de la ficción (Flavia Company con «Carta al padre»; Lucía Etxebarría con «Tortitas con nata»; María Jaén con «Si yo fuera Lo»; y Margarita Rivière con «El imprevisto») nos han eximido de confesiones personales que, si no están perfectamente articuladas, sólo satisfacen al lector menos ambicioso. Pero esto no significa que los cuentos sean lo mejor del libro. Los recuerdos poetizados de Ángeles Caso («La alegría de vivir») tienen una fuerza y una belleza literarias mayores que las de sus creaciones novelescas. Laura Freixas es capaz de conjugar sencillez e ironía en «Don Mariano y la tribu de los Freixolini». Carmen Rigalt acierta a desmitificar la figura paterna en «La sonrisa que te debo». Y Zoé Valdés consigue transportarnos hasta su Cuba natal en «Carta a él, mi padre». No se puede hacer una buena antología sin partir de unos criterios claros, que el lector ha de conocer. Sin embargo, Hijas y padres reúne algunos textos que nos harán disfrutar... y que no podemos encontrar publicados en otro lugar... Lo del amor es un cuento, Ópera Prima, 1999 En el mundo editorial actual, dominado por la publicidad, las expectativas de venta, y los más variados artificios de seducción al lector, todavía hay proyectos que apuestan por la creación y por la calidad. Una prueba de ello es la existencia de «Ópera Prima», que no sólo edita libros de autores muchas veces desconocidos, organiza un premio de nuevos narradores, y prepara antologías de poemas y relatos, sino que, además, invita a los lectores a participar en tertulias, exposiciones y actos culturales, y los alienta a opinar sobre las obras de los creadores noveles. Un buen día, Ópera Prima decidió proponer un título curioso para una antología: Lo del amor es un cuento. Y, según nos dicen en el prólogo, les llovieron relatos de los más diversos autores. De ese material, seleccionaron veintiocho cuentos escritos por «jóvenes» de entre 25 y 44 años: veinte hombres y ocho mujeres. Organizaron la selección en dos volúmenes de unas doscientas páginas cada uno, lo vistieron con una portada roja (como corresponde al tema) que ilustraron con doce fotografías, y lo lanzaron al mercado. El resultado «no pretende ser generación adjetivada» porque «las generaciones [...] han tenido siempre una finalidad conjunta», y en esta antología «no hay más intención compartida que la de la sospecha por la

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literatura ni más unión [...] que la de convivir en estas páginas». Y es que, en dichas páginas, encontramos nombres de narradores que publican por primera vez, como Belén Reyes, Enrique Redel y Claudia Larraguibel, junto a los de jóvenes consagrados por los premios o el éxito editorial, como Espido Freire (Premio Planeta 1999), Marcos Giralt Torrente (Premio Herralde 1999), Pilar Adón (Premio Nuevos Narradores 1999), Nicolás Casariego, Berta Vías y Juan Bonilla. Para muchos de sus personajes, está claro que «lo del amor no es un cuento», aunque ellos mismos no sean sino parte de un cuento de amor. Porque, en estos relatos, el amor da vaivenes desde y hacia la concepción romántica que hemos heredado, se funde con el erotismo, y nos transporta a los más diversos escenarios. En sus más variadas expresiones, es el amor lo que recorre y unifica la antología, que nos da una visión heterogénea de un sentimiento tan antiguo como el ser humano... y como su necesidad de narrar. Conviven en estos cuentos las parejas que se separan, incapaces de superar los obstáculos del paso del tiempo, y las parejas que creen volver a encontrarse fortuitamente al cabo de los años; las relaciones homosexuales, los hombres que contemplan las infidelidades de sus mujeres, el sexo sin implicaciones, y la respuesta a los anuncios de las revistas infantiles; las esperas infructuosas y las añoranzas del pasado. Conviven los relatos escritos en forma de diario y en forma de diálogo, las evocaciones de un «tú», y las narraciones en primera persona. Y las expresiones van desde la calidez poética hasta la jerga juvenil, desde la puntuación más académica hasta la ruptura con las normas ortográficas. Así, el amor, dispar como sus historias, se convierte en el motor de los cuentos, transformando a los personajes. Estos jóvenes autores unen el amor y la literatura en sus relatos, como si ambos fueran la expresión de una vida... o de una imaginación que cada ser humano se forja para sobrevivir: «el primer libro es como el primer amor, uno cree que será eterno, único y definitivo» (Blanca Riestra, Vol. I, p. 179). Y, sin duda lo es. Tan eterno, único y definitivo como el segundo y los siguientes. Porque, en el fondo, «lo del amor es un cuento», el cuento que cada uno de nosotros inventa, y que forma parte de un cuento mayor, que es la vida; o el cuento que estos autores han escrito, y que forma parte de un cuento mayor, que es esta interesante antología. Arturo Pérez-Reverte, La carta esférica, Alfaguara, 2000 Cuando Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) publica un libro, su portada ampliada se adueña de las librerías; los telediarios se hacen eco de la noticia; y, durante meses, vamos leyendo sobre los galardones recibidos, las traducciones en diversos países, y las incesantes reediciones. Por eso nos sorprendió acabar el año sin Misión en París, la nueva aventura de ese espadachín con quien los lectores de El capitán Alatriste, Limpieza de sangre y El sol de Breda se han acostumbrado a pasar las últimas navidades. Para compensarlos, la primavera se inauguró con La carta esférica. Pérez-Reverte apostó fuerte cuando dejó el periodismo para

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dedicarse a la literatura. Y está claro que, al contrario que sus personajes, él ha ganado: los 230.000 ejemplares de esa primera edición se han agotado en una semana, sin que otros tres títulos suyos hayan desaparecido de la lista de los diez libros de bolsillo más vendidos. En La carta esférica, Pérez-Reverte ha conseguido explotar sus mejores recursos: los que llevaron a la revista Lire a compararlo con Dumas en 1993, los que nos hicieron disfrutar con El maestro de esgrima (1988), La tabla de Flandes (1990, Grand Prix de la Literatura Policiaca) y El club Dumas (1993, Premio Rosekrantz de Dinamarca a la mejor novela extranjera). El propio autor ha querido conectar La carta esférica con sus novelas anteriores. Por eso, el narrador se permite el guiño de citar La tabla de Flandes sin advertirlo («alguien apuntó una vez que [...] los enigmas [...] son sobres cerrados que contienen otro enigma en su interior», p. 463); la obra encierra una trama de eclesiásticos que buscan el poder, como La piel del tambor (1996); y su protagonista, (que sabe que «en el mar como en la esgrima [...] todo consistía en tener al adversario a distancia», p. 375) podría haber sido un mercenario como Alatriste: «en otro tiempo, [...] tal vez él mismo hubiera terminado como corsario» (p. 348). El escritor español que más vende ha logrado volver a reproducir esta difícil receta del best-seller de calidad: adquiera una documentación rigurosa (puede costarle, como al autor, un año y medio de bucear por mapas antiguos e historias jesuíticas). Mézclela hábilmente con un puñado de fantasía, al que puede añadir, si lo desea, un personaje real (por ejemplo, Piloto). Agregue dos dosis de aventura, tres de suspense, y una de técnicas de folletín. Bátalas con dos protagonistas creíbles y una trama elaborada. Mientras lo cuece todo durante más de un año, ligue un lenguaje cuidado y un ritmo adecuado con escenarios que conozca perfectamente. Por último, adorne el plato con la publicidad adecuada. Si sigue todos los pasos, los comensales quedarán encantados. El autor los ha seguido: nada en La carta esférica se ha dejado al azar. Desde la subasta con la que se inicia el libro, hasta el final, que los asiduos de Reverte probablemente intuirán antes de que llegue, todo forma parte de una trama perfectamente elaborada. El lector «devorará» con tanto placer las casi seiscientas páginas en las que se desarrolla el argumento, que resistirá la tentación de saltarse unos párrafos para saber qué pasa después. Y ello a pesar de que, hasta la página 96, no sabemos cuál va a ser el motor del libro; hasta la 287 no se nos confirma una sospecha básica; y hasta la 450 no llega la consolidación de una historia latente desde el comienzo. La carta esférica es una novela de barcos, tesoros y amores. De aventura y suspense. De malos y de buenos que no lo son tanto, pero que saben que «cuando los malos rondan, lo normal es que tarde o temprano alguno asome la oreja» (p. 533). Una historia en la que nuestro tiempo se entrecruza con la época de los corsarios, guiada por un personaje apasionado de los libros y los océanos (como el propio autor, que en cuanto pudo se compró un velero), para quien el mar es «el sustitutivo de la espada de Catón, del veneno de Sócrates» (p. 386), y lo conoce tan bien que se permite opinar que «Julio Verne [...] no tenía ni la más remota idea de la práctica de la navegación» (p. 283).

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Usando la técnica cervantina, Pérez-Reverte hace que su novela encierre otros relatos. Relatos que narran los personajes tras la fórmula de «voy a contarte una historia» (p. 88), generando así un juego de espejos en el que producen otros personajes; y relatos que introduce ese narrador que parece decimonónico hasta que nos revela que «cada cual tiene su personaje, y lo interpreta lo mejor que puede» (p. 482). Todo tan borgiano y posmoderno como el recurso de citar libros, películas, cómics, canciones... haciéndolos coincidir en la misma de escala de una tabla de valores en la que todos están interconectados como si formaran parte de «la biblioteca de Borges» (p. 129). Y es que, «después de tantas novelas, tantas películas y tantas canciones, ya ni siquiera había borrachos inocentes» (p. 468). Al perderse las fronteras entre el relato y las otras expresiones culturales o paraculturales, el protagonista de La carta esférica puede sentir «un calorcillo tibio [...] donde las telenovelas dicen que se tiene el corazón» (p. 324), y vagar como «vagó como Orson Welles en La dama de Shanghai, como Gary Cooper en El misterio del barco perdido, como Jim perseguido en el puerto por el fantasma del Patma» (p. 141). Puede estructurar su vida en tres etapas, marcadas por tres autores, y observar con curiosidad el álbum de Tintín con el que Tánger le explica su plan. Por eso, Piloto lo ve como a un Don Quijote moderno, y le advierte: «siempre leíste demasiados libros... Eso no podía traer nada bueno» (p. 336). La jerga marinera se mezcla con las onomatopeyas. Las alusiones literarias y paraliterarias («el resto [...] te lo contaré camino de Gibraltar. O como decían los viejos folletines, en el próximo capítulo»), con la paráfrasis de chistes (Horacio es descrito como «un ex militar argentino de padre griego y madre italiana, que habla español y que se cree inglés», p. 275) y de letras de canciones («rubias que no eran jóvenes pero sí audaces», p. 281). El resultado es un lenguaje vivo, actual y convincente. El imprescindible para esta novela que, como El maestro de esgrima, La tabla de Flandes, El club Dumas, Cachito y Territorio Comanche, probablemente acabará adaptada al cine. Pero no esperen al futurible: la lectura de La carta esférica les seducirá. La muerte de Cela Para usted, hace una semana que Cela ha muerto. Las televisiones, las radios y los periódicos, probablemente, han empezado a silenciar su nombre, porque todo el mundo (o, al menos, todo el mundo que lo deseaba, y encontró un medio donde publicarlo) ha desgranado ya sus recuerdos, y emitido su pésame. Tal vez, este comentario ha quedado un poco viejo; pero no por ello me resisto a hacerlo. Porque eso que para usted forma parte de la semana pasada, para mí, que escribo, ocurrió hace apenas veinticuatro horas. Era una mañana normal: me enfrentaba al tráfico enrevesado, plantándome cómo explicar las familias lingüísticas, mientras mi hija me tendía su biberón vacío desde el asiento trasero. Entonces, la noticia, todavía sin

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confirmar, rompió la normalidad. Pensé muchas cosas. La más dura, pero la más persistente, fue que el Cela ser humano acababa de hacerle un favor al Cela escritor. Me explico: dentro de unos años, casi se recordará con media sonrisa (la misma con la que hoy comentamos que Juan Ramón Jiménez era un hipocondríaco que siempre usaba como criterio para elegir su vivienda el que estuviera cerca de la consulta de un médico; o un tímido que atravesaba el salón de su casa, oculto tras un biombo, para eludir las visitas de su mujer) la ambigüedad política de un hombre que fue censor y trató de ser delator; y resultó censurado, y contribuyó a la redacción de la Carta Magna de nuestra democracia. Apenas se hablará de su manifiesta antipatía y rebuscada sordidez, que algunos dicen que ocultaba una exquisita educación y un enorme cariño por los amigos. En el futuro, quedará sólo la nómina de los premios recibidos, y no los desvelos del escritor por conseguirlos ni sus opiniones maldicientes sobre ellos; ni los desvelos de otros para impedir esos galardones ni las duras críticas que recibió cuando los alcanzó. Para entonces, Cela habrá dejado de ser ese clásico vivo de obligatoria lectura en los institutos, al que todos los alumnos se enfrentan con la mezcla de desgana y de desazón que produce el leer algo para un examen. Y será, por fin, un clásico más, al que quizá la gente se acerque con curiosidad y una cierta reverencia. Entonces, cuando se haya difuminado la imagen que el ser humano se forjó con la misma tenacidad con la que forjaba sus personajes, será más sencillo mirar esa obra en la que nunca faltó el desvelo por lenguaje, la pasión por la literatura, la complacencia en la observación del detalle, la impronta de los grandes creadores españoles, la huella de los renovadores extranjeros... Será estéril, por fin, seguir discutiendo sobre su persona, porque quedará su creación desnuda. Para leerla. Para disfrutarla. Para representar a ese hombre que, cuando alguien le preguntó quién era, respondió: «lo que soy, está ahí». Y señalaba los estantes en los que almacenaba las obras que había escrito. Ahora que el Cela deliberadamente polémico nos ha dejado, es tiempo de redescubrirlo a través de lo que fue. Por mi parte, voy a guardar en el fondo de la biblioteca aquellas obras en las que no alcanzó la grandeza. Y ya estoy desempolvando La colmena, La familia de Pascual Duarte, Oficio de Tinieblas 5 y San Camilo 1936. Ojalá este comentario sea una invitación para que usted, que ahora está recordando que ya ha pasado una semana desde la muerte de Cela, olvide sus exámenes escolares, y vuelva a leer alguna de sus obras. Porque ahora que don Camilo no nos va a sorprender en las revistas del corazón ni presidiendo una organización antisocialista, podemos, por fin, leerlo como a un clásico. Care Santos, Trigal con cuervos, Algaida, 1999 En este falso cambio de siglo perturbado por conflictos y reconstrucciones, tender la mirada hacia el pasado se está convirtiendo en un modo de analizar el presente; y de advertir sobre un futuro en el que ni la ciencia ni la técnica parecen garantizar la felicidad de los seres

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humanos, empeñados en enarbolar fronteras, razas y religiones como excusa para la destrucción de los demás. Desde esa perspectiva, la historia de Janjian, una mujer que ha de enfrentar un pasado del que no tiene memoria, se convierte en una forma de interrogarnos a todos sobre nuestras vivencias. Las que nosotros mismos hemos forjado, y las que nos han sido impuestas por la geografía y la historia. Para que esa trama simbólica cobre eficiencia, Care Santos (Mataró, Barcelona, 1970) ha tenido el acierto de ubicar Trigal con cuervos (Premio Ateneo Joven de Sevilla 1999) en seis tiempos y dieciséis lugares (ocho europeos y ocho orientales), que se estructuran como una pieza musical cuyo «preludio» es, en realidad, parte del «Finale». Entre uno y otro, el lector ha de recomponer la importancia de los personajes secundarios; y, si no quiere perderse el significado global de la novela, tiene que prestar atención a sus historias aparentemente inconexas, para hilvanarlas en el conjunto monolítico de la trama. Trigal con cuervos es la sexta publicación de esta Licenciada en Derecho, que colabora en el suplemento cultural de La Razón. El estilo de su obra inaugural, Cuentos cítricos, se repitió en Intemperie, con la que consiguió el Premio Alcalá de Henares 1996. Un año más tarde, aparecieron La muerte de Kurt Cobain, Okupada y El tango del perdedor. En todas ellas, podemos rastrear algunos de los ejes de la novela ganadora del Premio Ateneo Joven de Sevilla: la mezcla dulzura y fracaso estaba ya presente en Cuentos cítricos; el peso de las pasiones era fundamental en Intemperie; La muerte de Kurt Cobain (1997) se centraba en el valor de la amistad; y unos seres derrotados que vivían en la etapa de entreguerras protagonizaron su primera apuesta por la narración larga, El tango del perdedor. Care Santos ha hecho de la literatura un medio de expresión de unas inquietudes que se materializan de modo certero. La prueba está tanto en las publicaciones citadas como en las de 1999: la novela que lleva por título el de un cuadro de Van Gogh, y el volumen de cuentos Ciertos testimonios de Venezuela. Además, hay que destacar que la variedad de escenarios, la extensión temporal del relato (desde 1915 a 1981), y la multitud de temas que se tratan facilita que Trigal con cuervos pueda ser leída de modos muy diversos. Para unos, será una historia de amor en la que el único recuerdo de Janjian sobre su infancia mueve el resto de su vida. Para otros, Trigal con cuervos explicará, sobre todo, la importancia de la amistad. Algunos la interpretarán como una novela testimonial que analiza la brutalidad del siglo XX, desde el holocausto armenio de 1915 a los campos de concentración nazis. No faltarán los que prefieran ver en Janjian una metáfora de la soledad y el desamparo del hombre contemporáneo. Habrá quienes consideren que la trama se basa en las predicciones de un adivino, rompiendo así con el realismo histórico para alzarse hacia el exotismo; y quienes decidan leerla como una hermosa obra de ficción, en la que se pone de relieve el valor de la palabra, y se brinda al lector la posibilidad de participar en el desarrollo de la acción. Todo ello, y quizá mucho más, está en Trigal con cuervos. Sólo falta que nos despojemos de prejuicios, y nos aventuremos a descubrirlo por nosotros mismos.

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Leopoldo Alas Los aniversarios nos ofrecen la excusa perfecta para saldar viejas deudas o para volver sobre aquellas obras que, en su día, nos impresionaron. Por eso, el primer año de este nuevo siglo nos acerca a un zamorano que ejerció de cuentista y de crítico, y que nos dejó una de las más hermosas novelas del siglo XIX. Evidentemente, estamos hablando de Leopoldo Alas (1852-1901), «Clarín», y de La Regenta. Aunque, si queremos hacerle justicia, no deberíamos olvidar sus artículos, sus volúmenes de relatos (especialmente Doña Berta y Adiós, cordera) y su otra novela (Su único hijo). Explicaba Juan Oleza (en su introducción de Cátedra) que La Regenta se redactó entre el otoño de 1883 y abril de 1885 (es decir, que cuando se publicó el primer volumen, en diciembre de 1884, estaba todavía inconclusa); que tuvo éxito, pero que no se agotó hasta 1893, y que no se reeditó hasta 1901. Buena parte de la crítica del momento simplemente la ignoró, quizá como represalia a los juicios que su autor vertía en sus artículos de prensa. Y Clarín, a pesar de haber escrito a un amigo confesándose orgulloso de haber creado “una obra de arte” a los treinta y tres años, llegó a albergar dudas sobre su capacidad como novelista. Ha pasado más de un siglo desde entonces: La Regenta ha entrado a formar parte de los currículos de literatura, y ha merecido gran cantidad de estudios. Pero ¿puede todavía entretenernos y conmovernos? ¿o es una novela para esos seres que el lector común ha de juzgar como unos ociosos, que no tienen nada mejor que hacer que discutir si existe un naturismo español o lo nuestro fue simplemente realismo? Si usted ya leyó La Regenta, la respuesta es obvia. En caso contrario, quizá se haya privado de este placer por su volumen: el lector actual, tan acostumbrado a las ficciones en doscientas páginas, puede rehuir enfrentarse a una obra de casi mil. Sin embargo, para disfrutar de La Regenta sólo habrá de vencer esa reticencia inaugural. Dado el primer paso, el libro le obligará a dar el resto, porque su lectura le cautivará. Ubicada en Vetusta, esa ciudad inmovilista que duerme una eterna siesta, La Regenta es el drama de unos personajes inconformistas, y se puede leer como un exponente del conflicto entre la libertad individual y las imposiciones sociales. Claro que también encierra un análisis de la soledad, la insatisfacción y el deseo: los aficionados al psicoanálisis pueden probar sus conocimientos diseccionando el alma de Ana Ozores (huérfana, casada sin amor, anhelante de un hijo que no llega) y de Fermín (que mantuvo latentes sus conflictos hasta que conoció a Ana). Los adictos a las teorías sobre la búsqueda de la excelencia tendrán buenos argumentos para explicar cómo la lucha por Ana es, en realidad, una parte más de la lucha por el poder que sostienen Álvaro y Fermín (tal vez por eso la criticó con tanta dureza el obispo de Oviedo). Los lectores impenitentes captarán las referencias literarias y los guiños que explican los comportamientos de los personajes. Los interesados por nuestra historia encontrarán en la novela un certero retrato de los comienzos del Nuevo Régimen; y los que conocen las tendencias literarias podrán buscar los rasgos naturalistas que seducían al autor. Las feministas entenderán que

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Ana podría ser el ejemplo de mujer alienada que se rebela; y los que disfrutan más con el erotismo sugerido con el explícito se deleitarán con el arsenal de alusiones y elusiones. Porque La Regenta contiene todo eso, y mucho más. Podríamos decir que es una novela sobre la insatisfacción femenina, sobre los cambios desconcertantes de una sociedad (la nuestra) que pasaba del Antiguo Régimen a la Restauración. Pero la sencillez de su lectura es como la engañosa claridad de las aguas tropicales: aunque creemos verlo todo desde la superficie, el coral está al fondo. Por eso, afirmar que La Regenta es una novela sobre el adulterio resulta una afirmación sólo parcialmente verdadera. Ana Ozores, como Emma Bovary, es una mujer adúltera (algunos dicen que sólo de pensamiento, pero véase el final del capítulo XXVIII) en un mundo que no tolera el adulterio femenino. Sin embargo, a diferencia de ella, Ana no teje su deseo con los hilos de la literatura, ni es capaz de pasar de un amante a otro. Como Ana Karenina, la protagonista de La Regenta busca la felicidad, pero carece de la energía de Karenina. Las tres son castigadas, las tres comparten (aunque en distinta medida) el mismo «pecado imperdonable», las tres son hijas de su tiempo. Es más, Ana Ozores mantiene una deuda con las otras dos: su creador admiraba a Flaubert, y conocía la producción de Tolstoi. Pero nuestra Ana es la única a la que la sociedad repudia. Tal vez porque Clarín, como un nuevo Cervantes, se plantea su novela como una ironía que muestra los entresijos del mito de don Juan y del drama calderoniano. El bizcocho remojado en chocolate que comparten Fermín y Teresina, ese símbolo de una relación sexual que no se explicita, ha quedado en mi memoria como la catleya de Proust. Y si usted todavía no se ha imaginado a Ana Ozores, piense en ella encontrándose con Fermín a la salida de misa, azorados ambos; piense que va a la habitación de su marido a conversar, arrastrando el vacío de no tener hijos, y lo encuentra ridículo; y se encierra en su cuarto a llorar, ansiando sentir amor por Víctor; y «pensando ella misma que estaba borracha [...] Ana, desnuda, viendo a trechos su propia carne de raso [...] sin piedad azotó su hermosura inútil» (p. 355). Es la imagen de una mujer desesperada, que sublima las relaciones, y quiere imitar a los místicos. La sociedad en la que vive no se lo perdonará; como no le perdonó a su padre que traicionara a su clase social para casarse con una «modistilla». Conflictos de clases, conflictos de sexos, conflictos interiores provocados por la soledad y las imposiciones sociales. Ciertamente, al sumergirnos en el ambiente de La Regenta, sentimos que hemos cambiado bastante en un siglo... ¿O han cambiado sólo las formas? Tal vez, este comienzo de milenio sea un buen momento para preguntárnoslo. Y leer La Regenta una de las formas más gratas de buscar la respuesta. Coloma Fernández Armero, Querida yo, Plaza & Janés, 2000 En 1996 en el mundo anglosajón, y un par de años después en España, los lectores (sobre todo, las lectoras) se vieron sorprendidos por un personaje cómico: Bridget Jones. Tal fue el éxito de la novela de Helen

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Fielding que, si usted buscó una agenda para el 2000, es fácil que ojeara La agenda de Bridget Jones, en la que el antiguo santoral se había sustituido por frases del tipo de «¡horror, queda un mes para empezar el verano! ¡ponte a dieta!», y las habituales tablas de conversión de medidas habían sido reemplazadas por otras en las que se podía consultar el tiempo que cada uno de los sexos tarda en hacer determinadas cosas, como llamar a los amigos para contarles la última conquista. Igual que sucediera con los protagonistas de Historias del Kronen, la de El diario de Bridges Jones se convirtió en el paradigma de un determinado grupo social. Bridges trabajaba en una editorial, vivía sola, y durante todo el diario iba proponiéndose una y otra vez lo que parecían ser los cuatro objetivos de su vida: conseguir un novio, adelgazar, dejar de fumar, y controlar el consumo de alcohol. En diversos medios, muchas mujeres se rebelaron contra esa imagen de fémina superficial e incapaz de ser feliz sin un hombre. Pero lo cierto es que la novela alcanzó considerables cifras de ventas en todos los países en los que fue publicada. Como no podía ser de otra manera, a Bridges le salieron varias imitadoras: mujeres que superan los treinta años, tienen una profesión atractiva, escriben un diario, dan cuenta de sus problemas para encontrar un compañero que cumpla con sus expectativas, viven deprisa, comen mal, quieren adelgazar, consumen drogas (legales o no), y no acaban de disfrutar de sus triunfos. La última de la saga es la protagonista de Querida yo, una obra que no sabemos si calificar de novela, y que la propia contraportada define como «un diario. Y un plano de arquitectura. Y un laboratorio de mujeres [...] Y una novela. Y un ensayo [...] Es el diario de una confusión». Un diario sin fechas con «una estructura heredada de los once años que he pasado redactando textos de publicidad», nos dice su autora. En su huida de sí misma, el texto se convirtió en un paréntesis: «no conseguí resolver ni uno solo de mis conflictos pero me fabriqué otra personalidad» (p. 11). La escritora juega con las semejanzas entre ella y su personaje («Ella soy yo auque no se parece nada a mí», p. 15), para retratarnos a una mujer que siempre llega tarde a las cosas importantes, adora los aeropuertos, utiliza con soltura el correo electrónico, habla de sus novios usando un número en vez de un nombre, desea tener un hijo pero se ve en la obligación de buscar antes al padre («sueño con un hombre normal», p. 72) y, como «los michelines y la verdad» se le escapan «por las costuras del vestido» (p. 30), acude a terapia, hace yoga, y escribe un diario. Aunque sabe que «unos soportan bombardeos mientras otros nos miramos el ombligo» (p. 60), ella sigue con sus dietas de adelgazamiento, sus lecturas, sus salidas nocturnas y su masoquismo sentimental. Consciente de sus limitaciones, se lame las heridas tratando de convencerse de que «las mujeres son las jefas de la vida» (p. 171), y cierra el libro con una frase lapidaria: «la soledad es lo que viene después de este capítulo». Escrito con corrección pero sin brillantez, Querida yo es un texto entretenido en el que muchas mujeres se verán reflejadas, con un personaje menos frívolo que Bridges Jones (y, también, menos divertido) que, aunque sea el alterego de la autora, acaba resultando una recreación literaria. Sus referencias a nuestra realidad cotidiana nos acercan a esa «Ella que

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soy yo» haciéndola creíble (y «querible»). En resumen, un buen libro si no pretendemos más que entretenernos con la fotografía desteñida de un fragmento de nuestra realidad. Edmundo Paz Soldán, La materia del deseo, Alfaguara, 2002 Las obras de Edmundo Paz Soldán (Cochabamba, 1967) están marcadas por la experiencia vital de su autor: un licenciado en Ciencias Políticas y doctor en Literatura Hispánica, que imparte clases en una universidad neoyorquina, y se ha convertido en el escritor boliviano contemporáneo con más eco internacional. Su producción comprende los volúmenes de cuentos Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1999); así como las novelas Río Fugitivo (1998), Días de papel (Premio Erich Guttentag 1992), Alrededor de la torre (1997) y Sueños digitales (2000). Tres de estas obras han sido editadas en España; y no faltan las traducciones al inglés y al alemán, ni las contribuciones a antologías publicadas en Europa y las dos Américas. Su última novela, La materia del deseo (Alfaguara, 2002), presenta a Pedro Zabalaga, un profesor de «Política y Dictadura» que regresa a su Bolivia natal huyendo de la pasión que siente por una de sus alumnas de Madison. La profesión del protagonista permite al autor hacer un retrato de las universidades estadounidenses, con sus miserias, sus envidias y sus luchas por el poder; e insertar reflexiones sobre la realidad de latinoamericana, con sus crisis y sus problemas político-sociales. La excusa para el regreso de Pedro Zabalaga a «Río Fugitivo» es descubrir las claves de la novela que escribiera su padre, un héroe de la lucha contra la dictadura. En esa búsqueda, Pedro está acompañado por una antigua novia, Carolina, que se dedica a recuperar los correos electrónicos borrados en los ordenadores; por René Mérida, hijo del supuesto traidor del grupo liderado por el padre de Pedro; y por su tío David, el único superviviente de ese grupo subversivo, que ahora se gana la vida inventando crucigramas. Y, como si de un crucigrama más se tratara, la novela se llena de acertijos, hasta convertirse casi en un thriller que conduce a una verdad muy distinta de la que Pedro perseguía. Lejos de los escenarios rurales característicos de la novela hispanoamericana de hace unas décadas, Edmundo Paz crea un escenario urbano comparable al que utilizan otros escritores latinoamericanos jóvenes. Que nadie espere encontrar indígenas en sus páginas; ni descripciones de esos barrios de La Paz, imposiblemente colgados a cuatro mil metros de altitud; ni retratos de esa naturaleza sobrecogedora de los Yungas, con sus plantaciones de coca. Porque los personajes de Paz Soldán viven en ciudades; se mueven en moto; leen a Borges, Pynchon y Kerouac; y escuchan a Nirvana y a Marilyn Manson. Sin embargo, no estamos ante una novela aséptica: el hecho de que el protagonista (al igual que su autor) participe de dos civilizaciones le hace mostrarse crítico con el idealismo de la izquierda de la generación anterior, y consciente de la crisis vital de la nueva generación, falta de valores e incapacitada para el compromiso personal y social. Porque Pedro, al huir de su pasión por Ashley, no hace

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sino demostrar que no puede establecer vínculos duraderos; al escapar de Estados Unidos descubre su desarraigo en Bolivia; y, al perseguir la figura de un padre idealizado, no puede sino encontrar una realidad menos grata que la deseada. La materia del deseo recupera elementos que ya aparecían en otras obras de Edmundo Paz: como en Río fugitivo, la realidad familiar del personaje se cubre de misterios; como en Sueños digitales, se plantea un enigma político-policial en el que se encubre el pasado; como el protagonista del cuento «Dochera» (de Amores imperfectos, ganador del premio Juan Rulfo 1997), el tío de Pedro inventa crucigramas; y, como en el conjunto de su producción, la prosa de esta novela resulta fácil de leer, y ofrece una visión del mundo pragmática, sin grandes reivindicaciones, pero con búsquedas personales que, casi siempre, terminan en fracasos. Eduardo Mendicutti, El ángel descuidado, Tusquets, 2002 La narrativa de Eduardo Mendicutti (1948) está marcada por su prosa actual y humorística; y por su atención a la realidad circundante, el amor y el sexo. Estos intereses se han materializado en un libro de relatos (Fuego de marzo, 1995) y nueve novelas, entre las que cabe mencionar la erótica Siete contra Georgina (1987); la testimonial Tiempos mejores (1989), donde critica el cambio en las personas; Una mala noche la tiene cualquiera (1982), en la que utiliza la historia reciente como marco; El palomo cojo (1991), donde analiza las relaciones humanas; Los novios búlgaros (1993), con su incursión en el tema de la prostitución masculina; y Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (1997), donde aborda el tema de la transexualidad. En El ángel descuidado, Mendicutti nos traslada hasta 1965 para relatar el primer amor de dos adolescentes que conviven en un internado religioso. Como el escenario es un mundo cerrado, lo que acontece en la España de los años sesenta se perfila a través de escasas pinceladas. Frente a esa falta de referencias externas, dentro de los muros del internado, desfila toda una galería de personajes masculinos: estudiantes y profesores a los que la vocación no impide la ruptura con los votos más básicos. El narrador, sin embargo, no es uno de los muchachos enamorados, capaz de renunciar a todo por perpetuar su pasión, sino ese mismo chico convertido ya en adulto. Su mirada, carente de inocencia, se tiñe de nostalgia y de ironía. Treinta y cinco años después de la despedida, el azar lleva a Rafael a conocer el paradero de Nicolás. Mientras el primero ha alimentado el recuerdo de los momentos que ahora narra, el segundo ha preferido alejarse del pasado: ha tratado de borrar de su memoria esa relación homosexual; y ha salido de la pobreza, montando una próspera empresa. Treinta y cinco años son demasiados para coincidir en algo. Por eso, las citas se van aplazando hasta que los dos deciden no materializarlas. Aunque el tiempo parece asegurar el distanciamiento, la voz de Rafael es capaz de volver a palpitar con la evocación. Pero, poco a poco, la realidad achata las sombras del recuerdo: el ser amado sólo es un ángel porque quien ama le pinta alas. Concluido el amor, los ángeles se tornan

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humanos, imperfectos, decepcionantes. Y la memoria se desvela como una hermana de la literatura: un arma para recortar el pasado hasta que tenga los contornos deseables. Sorprende que unos personajes tan sometidos a las normas morales del internado jamás se planteen su relación como un pecado. Pero claro, la explicación estaba en una de las citas que encabezan la novela: «Señor, concédeme la castidad, pero no ahora». Y es que, digan lo que digan los religiosos de la orden, hasta el hermano Estanislao sabe que «Dios también creó a los chicos guapos»; ésos por los que otros pueden postponer o anular todos sus principios, convirtiéndose así en ángeles descuidados. Enriqueta Antolín A principios de los años ochenta, ya estaba claro que los escritores no guardaban en sus cajones maravillosas obras prohibidas por la censura, y que los lectores no se sentían atraídos ni por el experimentalismo a ultranza de los últimos años del franquismo, ni por la literatura convertida en un instrumento de denuncia de la injusticia. La sociedad se hallaba en un proceso de transformación que demandaba una nueva forma de narrar. Ante el éxito de Bélver Yin (Jesús Ferrero, 1981), y la proliferación de autores noveles, los críticos empezaron a hablar de «novela de la democracia» o «novela de la posmodernidad». Concluida esa década de continuos debates, parecía evidente que la única característica de la «nueva novela» era su fascinación por el arte de contar historias. Con ese fin, muchos de los escritores volvían al pasado a través de la memoria, investigaban en sí mismos, se enfrentan a amores imposibles, se rebelaban ante lo establecido, y buscaban refugio en mundos exóticos o provincianos. Ya había pasado el entusiasmo inicial de la crítica y del público cuando apareció la primera obra de Enriqueta Antolín (Palencia, 1941). Ya no se recurría continuamente al tópico de la proliferación de novelas escritas por mujeres. Enriqueta Antolín llegó a la literatura casi sin aviso: sólo la conocíamos por sus colaboraciones en la prensa, y por un cuento aparecido en El País. Por eso nos sorprendió que, al publicar su primera novela (La gata con alas, Alfaguara, 1992) anunciara que era el primer volumen de una trilogía. Una trilogía que se completaría con Regiones devastadas (Alfaguara, 1995) y Mujer de aire (Alfaguara, 1997) que, más que continuaciones de La gata con alas, suponen un atrayente ejercicio de variaciones, permutaciones y repeticiones en las que la historia de esa niña que va creciendo se llena de prolepsis y analepsis, y acaba constituyendo una cuarta obra que no es del todo la suma de los tres volúmenes. La protagonista de esta trilogía está saliendo de una anestesia y, desde ese mundo de realidades narcóticas, recuerda su infancia. En la situación generadora de recuerdos, en los recursos expresivos, en el intimismo subyacente, en la exactitud de la palabra, la obra de Enriqueta Antolín coincide con La lluvia amarilla (Seix Barral, 1988) de Julio Llamazares, y se relaciona con el llamado «nuevo realismo» del «grupo leonés» que, para

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Mateo Díez (Ínsula, n.º 572), aúna tres elementos básicos: «imaginación, palabra y memoria». A través de su narradora, Enrique Antolín recrea la memoria individual y colectiva, y analiza a la niña que lleva dentro. Por eso, la crítica se cuestionó si estaba ante una novela, una autobiografía novelada o un libro de memorias. Para la autora, sin embargo, no había dudas: por más que la protagonista hubiera vivido en Toledo, tuviera hermanos con los mismos nombres que los de la escritora, y compartiera muchas de sus experiencias vitales, la obra era una novela, y la protagonista un ser de ficción. Y a mí me recordaba a otra magnífica novela de la infancia aparecida pocos años antes en otro rincón del planeta: La niña que perdí en el circo (RP editores, 1987) de la paraguaya Raquel Saguier (Asunción, 1940). Casi sin dudar, me atrevo a asegurar que ninguna de las dos autoras conoce la obra de la otra pero, por una de esas mágicas coincidencias que se dan a veces en literatura, ambas profundizan en un ayer individual determinado por las circunstancias históricas, caen en la cuenta de que siguen siendo la niña que creyeron perdida, consiguen un lenguaje intimista y hermoso, juegan con las palabras hasta convertirlas en los cimientos de algo que no es verdad ni es mentira sino simplemente ficción. Enriqueta Antolín afirma: «nunca voy a escribir nada que no tenga que ver con la memoria»; y habla de su obra como de una «novela de amores» que «borra los límites de la realidad y la fantasía» al mezclar «mentira, verdad y evocación». Ese mismo procedimiento le ha servido para elaborar sus aportaciones a la literatura juvenil (Kris y el verano del piano, 1997; Kris y su panda en la selva, 1998), y su inclasificable Ayala sin olvidos (Alfaguara, 1992). Y le servirá, en el futuro, para seguir labrando una obra introspectiva y hermosa que va ganando calidad y seguridad según pasan los años. Una obra en la que el lector se reconoce al tiempo que descubre a los personajes, se analiza a través de los recuerdos de aquéllos, y saborea un universo mágico en el que la ficción acaba siendo como un espejo distorsionado a través del cual se reencuentra consigo mismo. Eugenia Rico, La muerte blanca, Planeta, 2002 La muerte blanca es fría y dulce. Les llega a los cosacos que, ebrios de vodka, se tienden sobre la nieve hasta que los vence el sueño, y se les congela el miedo. Y les llega a los adolescentes que, como el hermano de la narradora de esta novela, fallecen dejando en blanco todas las páginas de su vida. Desde ese título simbólico, la existencia humana y la literatura se funden en la obra ganadora de la XVI edición del Premio Azorín: «porque una novela no puede detenerse en el primer capítulo [...]. Ni un hombre morir antes de ser hombre» (p. 68); y porque «todo lo que hacemos lo hacemos para no morir. Por eso escalamos montañas, por eso escribimos libros, por eso tenemos hijos» (p. 150). A la prosa de Eugenia Rico (Oviedo, 1972) se le nota su vinculación con la poesía, género en el que esta autora hizo sus pinitos literarios. Como ella misma ha afirmado, en La muerte blanca hay «una historia de búsqueda

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y resurrección que demuestra que el amor es indestructible», «un canto al paraíso perdido de la infancia, la bajada a los infiernos para buscar al ser amado y el regreso», y una «evocación de la felicidad vivida». Pero que nadie espere un relato de arquitectura narrativa, porque esta novela es, ante todo, una sucesión de retazos del pasado, entreverados con pensamientos vitales. Una búsqueda alucinada, en la que la narradora repite el juego de dudar de los límites entre la vida y la muerte: «puede que yo también [...] confunda las cosas. Quizá estoy muriendo en mi cama y pienso que estoy contando una historia en la que mi hermano ha muerto [...]. Él está a mi lado [...] Está vivo. Soy yo quien muero» (p. 116). Se trata de un recurso que utilizaron, entre otros, Juan Rulfo (en Pedro Páramo) y Julio Llamazares (en La lluvia amarilla). A éste último, Eugenia Rico le confiesa un agradecimiento explícito en la última página de La muerte blanca; y uno implícito, cuando su personaje afirma que, años después de su muerte, descubrió que las camisetas de su hermano «olían a amarillo» (p. 190). No resulta extraño, porque el autor leonés, con el que Rico coincide en muchos de sus rasgos narrativos, no dudó en manifestar que la primera novela de esta autora, Los amantes tristes (2000), era «la mejor prueba de que sí hay buenos escritores en España». Los amantes tristes, que Bousoño calificó de «libro excelentísimo», indagaba en el amor, la soledad, la esperanza y la amargura, a través de sus tres protagonistas, símbolos de la ruptura entre lo real y lo soñado, cuyos únicos puentes se llaman locura y literatura. La muerte blanca vuelve, en cierto modo, a los mismos temas: el amor, la búsqueda del yo, y el constante caminar hacia el futuro con la vista fija en el pasado. Convencida de que «mi hermano quería dejar huella. Yo soy su huella» (p. 46), la narradora se sumerge en el dolor para recuperar la felicidad que reside en el recuerdo. En ese viaje, falta el soporte de una historia excepcional, de una trama que guíe al lector por sus páginas. Pero, a cambio, existe todo un universo de sugerencias que, no por repetidas, dejan de tener el encanto de lo que aparta de los usos literarios más comunes. Y es que, después de todo, en un mundo «lleno de supervivientes que no saben a qué han sobrevivido» (p. 176), «las palabras son la única medicina que tenemos para la enfermedad llamada Muerte» (p. 116). Federico Andahazi, Las piadosas, Plaza y Janés, 1999 Verano de 1816. El poeta británico Percy Bysshe Shelley y su mujer, Mary Wollstonecraft Shelley, comparten una estancia estival con Lord Byron y su secretario, el doctor John William Polidori. Byron propone que cada uno de ellos redacte un cuento de terror, y Mary Shelley escribe su primera obra, destinada a servir de inspiración a un buen número de novelistas y cineastas: Frankenstein o el moderno Prometeo. Parece que el relato que el propio Byron preparara para aquella velada quedó inconcluso, pero el que fuera su secretario se encargó de terminarlo: Lord Byron se apresuró a negar la autoría de El vampiro (publicado bajo su nombre en 1819), mientras Polidori la reclamaba para sí. El vampiro (recogido por la editorial Península en Fantasmagoriana) no dio a Polidori la fama

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literaria que él ansiaba, pero sentó las bases de un personaje que llegaría a su cumbre con Drácula (Bram Stoker, 1897). Federico Andahazi (Buenos Aires, 1963) se ha interesado por la confusa autoría de El vampiro, y ha partido de ese verano de 1816 para componer su segunda novela. En el primer capítulo de Las piadosas (1999), el narrador relata sus pesquisas acerca de la correspondencia de Polidori, y nos introduce en una historia («tan fantástica como inesperada», p. 20) que promete ser una «laboriosa reconstrucción» de los supuestos fragmentos de las cartas de Polidori. A partir de este procedimiento tan literario para dar verosimilitud a la historia, nos sumergimos en una novela que sigue la estela de obras emblemáticas. Como en Drácula, el eje de Las piadosas son las cartas que Polidori va recibiendo. Y en un juego que recuerda la técnica barroca del «arte dentro del arte», tan usada en El Quijote, una de esas cartas reproduce una misiva dirigida al Dr. Frankenstein. La correspondencia ofrece a Polidori la posibilidad de superar sus complejos, y convertirse en un buen escritor. Pero para ello, se ve abocado a un oscuro pacto que nos recuerda al del mítico Fausto (convertido en protagonista de cuentos populares en el siglo XVI, e inmortalizado por Goethe en 1808). Al igual que sucediera en obras románticas como Ambrosio o El Monje (Matthew Gregory Lewis, 1796) y Christabel (Samuel Taylor Coleridge, 1800), lo sobrenatural y lo erótico se dan la mano, haciendo que Las piadosas conecte con la anterior novela de Andahazi (El Anatomista, 1996). Tanto la anécdota real que sirve de punto de partida a Las piadosas como la actualización de los temas del género gótico, la reconstrucción del personaje de Polidori, y el planteamiento de la autoría literaria hacen de esta novela una obra atrayente. Andahazi, además, reproduce el clima terrorífico de la corriente a la que se adscribe («la casa entera cimbreó a causa de un trueno», p. 94), suele conseguir un lenguaje apropiado, y pretende demostrar una sólida cultura literaria. Sin embargo, en ocasiones, abusa de la expresión «en rigor», se excede al transcribir listas de libros de los que no aporta más información que el título, cae en algún anacronismo, y no parece darse cuenta de que el narrador de una carta ha de ser siempre limitado. Esos «pequeños errores» serían anecdóticos si Andahazi no hubiera tratado de rizar el rizo en el capítulo undécimo de la tercera parte. En él, el autor se deja llevar de nuevo por las enumeraciones, y parece ignorar que Fernán Caballero no fue un hombre, sino el pseudónimo de Cecilia Böhl de Faber. Y, al no explicarnos qué tipo de pacto pudieron hacer ni ella ni Mary Shelley, el argumento de toda la novela pierde peso: la nueva visión de la autoría literaria y el vampirismo, atrayentes hasta ese momento, se nos antojan un recurso sin madurar. Menos mal que Andahazi es capaz de devolvernos la ilusión de la ficción en el capítulo siguiente, con un final digno de los relatos borgianos. Fernando Fernán-Gómez, Capa y espada, Espasa, 2001 Los libros escolares nos hicieron concebir el Barroco como sinónimo de

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arte recargado, distante de los preceptos renacentistas. Sin embargo, el Barroco es, sobre todo, una época de crisis: crisis económica, social, demográfica... y crisis de las ideas. La vida se convirtió en sueño, en teatro. El mundo ya no podía explicarse, como en la Edad Media, aludiendo sólo a los designios divinos; la fe humanista en el hombre tampoco servía; y no había llegado todavía la etapa de adorar a la diosa razón. Por tanto, los autores habían de buscar sus propias vías de escape al pesimismo, bien haciendo propaganda del orden vigente, bien refugiándose en la belleza sonora de los versos, que se retorcieron como los cuerpos de las esculturas. Y nuestros manuales de la escuela intentaban explicarnos todo esto a través de fragmentos de las obras de Góngora, Quevedo y Lope de Vega, minuciosamente escogidos por su alarmante sencillez o su exasperante complicación, debidamente interpretada para evitarnos la congoja. Tanto nos allanaron el camino que la senda desbrozada estuvo a punto de perder sus atractivos recovecos. Hasta que encontramos a un Quevedo capaz de desafiar a Dios para acercarse al amor; a un Góngora cuya temperatura subía al describir el tálamo de Acis y Galatea; a una Sor Juana en la que la dulzura no era óbice para la reivindicación; a un conde de Villamediana que cantaba a Faetón con la misma soltura con que hablaba de la pasión, fustigaba a alguaciles y cornudos, y se dedicaba a esquivar a los primeros y hacer que aumentara el número de los segundos. Su asesinato nunca aclarado contribuyó a convertir su vida en un mito que pesa incluso más que su producción literaria. Patricio de la Escosura, Juan Eugenio Hartzenbusch, Joaquín Dicenta, Nestor Luján, Carolina-Dafne Alonso-Cortés y muchos otros se inspiraron en él para escribir sus obras. El último intento ha sido el del académico de la RAE Fernando Fernán-Gomez (Lima, Perú, 1921). Conocido como actor (Oso de Plata 1976 y 1985), director de cine (Goya 1987 al mejor director y al mejor actor por El viaje a ninguna parte) y dramaturgo (Premio Lope de Vega 1978 por Las bicicletas son para el verano), Fernán-Gómez es un hombre polifacético, que ha recogido sus artículos (Impresiones y depresiones, 1987), ha publicado sus memorias (El tiempo amarillo, 1990; Aquí sale hasta el apuntador, 1997), y ha recibido premios tan importantes como el Nacional de Teatro 1985, el Nacional de Cinematografía 1989 y el Príncipe de Asturias de las Artes 1995. Fernán-Gómez se inició como novelista con El vendedor de naranjas, en 1962. El mal amor (finalista del Premio Planeta 1987) constituyó su primer acercamiento a la novela histórica, género en el que siguió con un relato ameno pero esquemático, La cruz y el lirio dorado (1998), donde narró las intrigas de la corte de los Medici. Capa y espada (2001) repite las virtudes y los errores de esta última: se lee con agrado, se nota la documentación previa, y el lenguaje resulta sencillo y adecuado; pero ni Juan de Tassis (el conde de Villamediana) ni los personajes que lo rodean logran parecer seres de carne y hueso. Aunque se aprecia que el autor haya incluido algunos versos del conde, sobra didactismo: las prolijas explicaciones sobre la corte y el teatro barrocos resultan superfluas, ralentizan el ritmo, y lastran el misterio. Sin esos cortes, hubiéramos apreciado mejor el juego de narradores; hubiéramos disfrutado de los hilos que conducen hacia la muerte del conde; hubiéramos valorado más la arquitectura de una novela en la que todo fluye hacia unas páginas finales

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que no aventuran nada nuevo, pero recopilan todo lo anterior. La novela histórica se adentra en un territorio tan atractivo como peligroso: al fundir lo verdadero con lo verosímil, hay que difuminar los límites. De lo contrario, se corre el riesgo de caer en lo increíble, o de hacer de la ficción una mera excusa para volver a frecuentar la historia. Y la historia, por atractiva que resulte, ha de subordinarse a las reglas de la ficción para transformarse en novela. Fernando Marías, El Niño de los coroneles, Destino, 2001 El publicista y guionista Fernando Marías (Bilbao, 1958) comenzó su andadura como narrador con la novela La luz prodigiosa (Premio Novela Corta de Barbastro 1991), en la que un vagabundo afirmaba haber salvado a García Lorca. Cinco años más tarde, apareció Esta noche moriré, un thriller psicológico en forma de novela epistolar, claramente influida por cine, donde seguíamos las tretas de un preso que, por medio de sus cartas, trataba de provocar el suicidio del policía que lo había detenido. Un libro de relatos (Páginas ocultas de la historia, en colaboración con Juan Bas) y dos novelas juveniles (Los fabulosos Hombres Película y El vengador del Rif) completaban su currículum de autor. Un currículum que, con El Niño de los coroneles, se ve ahora ornado con el premio que, en 1944, vino a abrir una brecha de luz en el oscuro panorama de nuestra narrativa: el Nadal. De este modo, Marías entra a formar parte de una nómina en la que figuran escritores indiscutibles en la historia literaria española de las últimas décadas, como Miguel Delibes (1948), Carmen Martín Gaite (1957), Ana María Matute (1959) y Francisco Umbral (1977); narradores de prestigio y reconocimiento, como Álvaro Cunqueiro (1968), Manuel Vicent (1986), Juan José Millás (1989) y Gustavo Martín Garzo (1999); y galardonados de más discutible calidad e interés, como José Ángel Mañas (1994) y Pedro Maestre (1996). La novela premiada en esta edición comienza con una cita de Georges Arnaud, tan sugerente como adecuada: «que nadie busque en este libro esa exactitud geográfica que no es más que un engaño: Guatemala, por ejemplo, no existe. Lo sé: he vivido allí». Y si Guatemala no existe, tampoco Leonito, ese país caribeño al que se traslada Ferrer, un periodista a quien su jefa ha encargado una investigación sobre la Montaña Profunda, con motivo del Quinto Centenario. No obstante, Leonito podría ser cualquiera de los países donde las distintas dictaduras instalaron el terror de la tortura y las desapariciones, donde se refugiaron los acólitos del nazismo cuando acabó la Segunda Guerra Mundial. En El Niño de los coroneles, subyacen la realidad y la fantasía, el cine y la literatura. Por eso, no resulta difícil verse tentado a apuntar que la novela es una recreación americana de El jardín de los suplicios, de Octavio Mirbeau; o una revisión del mito de Frankenstein, como sugiere la propia contraportada; o, como ha confesado su autor, una ficción que nació al amparo del informe Nunca más de Ernesto Sábato, y de las noticias sobre los secuestros de niños en la Rumania de Ceaucescu. Todo esos materiales se vislumbran en esta obra. Sin embargo, no ha de esperar el lector una

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novela sobre desaparecidos, sino una reflexión sobre la bondad y la maldad, una indagación sobre una pregunta básica: «¿por qué matan los hombres buenos?». Y, para tratar de alcanzar una respuesta, El Niño de los coroneles juega a ser una novela de aventuras que, como si de una caja china se tratara, contiene una larga carta, que a su vez tiene dentro de sí otra carta en la que no se omite incluir nuevos documentos. Novela dentro de la novela, un recurso muy cervantino (o muy borgiano, si hemos de señalar todo lo posmoderno de la obra). Cada relato tiene un protagonista (el periodista, el psiquiatra que ha rechazado el Nobel de la Paz, el torturador) cuya conexión más evidente es El Niño de los coroneles, ese Frankenstein moderno del que nos hablaba la contraportada. Pero hay algo más: como en los folletines decimonónicos, casi nadie es de verdad quien parece, casi todos tienen algo que ocultar. Quizá el único que ha asumido su vida es ese torturador, capaz de los más horribles crímenes y las más refinadas torturas, a quien la enfermedad devuelve su mirada de hombre bueno. Con tantos personajes principales, dos escenarios tan diferentes (el París de la Resistencia, y Leonito hasta 1992), y una mezcla de géneros tan llamativa (aventuras, policiaca, folletín, gótica, mítica, y hasta indigenista), Fernando Marías ha necesitado de un hábil ejercicio de integración para conseguir una novela unitaria, con descripciones creíbles, ambientaciones acertadas, y una trama seductora. Para lograrlo, ha recurrido a un narrador omnisciente que desaparece ante la lectura de una carta que, para mayor efectismo, leemos a la vez que el protagonista, pero al ritmo que él nos marca: con saltos puntuales para volver sobre el texto en el momento oportuno, y con esperas intencionadas para conocer determinados pasajes. Es decir: la metaficción de la lectura al servicio de la trama. Alguna vez, sin embargo, las excesivas coincidencias nos parecen innecesarias; las pinceladas de realismo mágico se nos antojan fuera de lugar; y el final, tan cerrado, no contribuye a la sorpresa, sino al distanciamiento. Alguna vez, nos gustaría que nos explicaran (desde la lógica de la verosimilitud, no desde la necesidad de redondear el «más difícil todavía») cómo una violación que no impide a una indígena acabar con sus guardias sí la priva de la posibilidad de ser madre (p. 58); o cómo alguien que está en una fiesta, y es recogido por un helicóptero, aparece después con equipaje (p. 252); o cómo, en pleno Caribe, consiguen cultivar hojas de coca (que en la novela llama «hojas de cocaína», p. 328), o por qué un periodista usa su sangre y sus últimos segundos de vida para escribir «¡¡¡Muerte al rey de España» (p. 248), en un intento de delatar a sus asesinos, en lugar de dar un nombre o un lugar. Y echamos en falta una mayor profundización en ese pueblo que habita la Montaña, y que parece más una excusa que un motor de la trama. Quizá el autor se ha obsesionado con no caer en las trampas que él mismo se había ido tendiendo, y por ello no ha visto los cabos que quedaban sin atar. Aun así, son pequeños errores para una obra de más de quinientas páginas, que usa un lenguaje adecuado, crea personajes interesantes, y pasa por temas tan escabrosos como la eutanasia, la tortura, los derechos de los indígenas, y las miserias de los héroes sin incurrir en la demagogia. El Nadal ha premiado, esta vez, a un autor preocupado por el estilo y por el

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relato, que ha retomado los recursos y los temas de sus obras anteriores para amalgamarlos en una novela construida desde una imaginación evidente, una tradición identificable, y una documentación que, lejos de ocultarse, llega a integrarse en el texto. Fietta Jarque, Yo me perdono, Alfaguara, 1998 Dicen que vivimos una Posmodernidad que comparte con el Barroco la necesidad de evasión, el sentimiento de desengaño, la estética de lo inestable. Si el Renacimiento creía que el mundo podía organizarse a la medida del ser humano, el Barroco supuso la crisis del racionalismo. Si la Modernidad nos garantizó que la historia siempre avanzaba, y que la ciencia y la técnica facilitarían nuestras vidas, la Posmodernidad constata que el conocimiento es relativo (D. Lyon, Posmodernidad, 1996), y concluye que «la historia no existe, Dios ha muerto si es que alguna vez estuvo vivo» (E. García Díez, Quimera, n.º 70-71). Sin embargo, «puesto que el pasado no puede destruirse [...], cabe volver a visitarlo con ironía, sin ingenuidad» (U. Eco, Apostillas a «El Nombre de la Rosa», 1984). Esta forma de «visitar el pasado» ha dado lugar a la «Nueva Novela Histórica», un género que ha triunfado en las letras universales de las dos últimas décadas, y que nació con la publicación de El reino de este mundo (A. Carpentier, 1949). A diferencia de la narrativa histórica tradicional, esta «Nueva Novela» no se narra desde un punto de vista omnisciente y único, ni se centra en la aventura amorosa. Además, las dificultades de sus protagonistas no llegan del exterior sino de su propia condición de seres humanos. Son características que Yo me perdono (F. Jarque, 1998) comparte con obras tan emblemáticas y dispares como Memorias de Adriano (M. Yourcenar, 1951), El arpa y la sombra (A. Carpentier, 1979) y Vigilia del Almirante (A. Roa Bastos, 1992). La periodista peruana Fietta Jarque, afincada en España desde 1983, vuelve a interesarse por el tema que la llevó a co-escribir el libro-reportaje Entrevista con los ángeles (El País-Aguilar, 1995), y consigue que su primera novela se convierta en una apasionante reinterpretación histórica. Igual que en El club Dumas (A. Pérez-Reverte, 1993), el motor de Yo me perdono está en la lectura de unos libros capaces de desvelar secretos. Como El nombre de la rosa (U. Eco, 1980), la novela de Fietta Jarque conjuga un argumento seductor con una minuciosa ambientación en el pasado, sobre la que planea la teoría literaria de J. L. Borges. La acción de Yo me perdono se sitúa en lo que fuera el corazón del imperio inca, casi un siglo después de la llegada de los españoles a Cuzco. La estructura de la ciudad, visible todavía hoy, nos sirve de metáfora para explicar esta obra: las fachadas coloniales, adornadas de hermosos balcones, apenas disimulan las piedras incaicas sobre las que se alzan. Del mismo modo, en esta novela, la cultura indígena subyace bajo la religiosidad cristiana y las costumbres importadas del Viejo Continente; y Fietta Jarque encuentra el modo de explicar una y otras, sin perder el hilo que nos guía por un Perú aparentemente pacífico, pero desgarrado por

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tensiones subterráneas. En Yo me perdono, la voluntad de poder conduce al intento de convertir el templo de Andahualillas en un nuevo libro sagrado que sea capaz de dominar al pueblo. Para ello se alían un párroco culto y tolerante, un comerciante con pasiones prohibidas, un indígena que aúna la sabiduría de los dos mundos, y el pintor que habrá de materializar el milagro. La pugna sorda de sus personalidades y sus propósitos genera una trama que une intrigas inventadas por la autora, acontecimientos documentados (descubrimientos, sublevaciones, publicaciones...) y personajes históricos (Luis Riaño, Diego Fernández de Córdoba...). Sólo alguna repetición léxica y alguna discordancia verbal delatan la condición de opera prima de esta novela coral en la que lo real y lo ficticio, lo pasado y lo atemporal, lo cotidiano y lo inexplicable se amalgaman en un argumento interesante y bien narrado. Avanzar por las páginas de Yo me perdono supone someterse a un ejercicio de seducción, desvelar engaños, penetrar la mente humana, y concluir que nunca han existido verdades absolutas. Gonzalo Garcés, Los impacientes, Seix Barral, 2000 La concesión del Premio Biblioteca Breve 2000 a Los impacientes (Gustavo Garcés) nos obliga a plantearnos si la juventud sigue siendo un valor determinante en nuestras letras. En España, Garcés (Buenos Aires, 1974) era un perfecto desconocido: su única publicación anterior, la novela Diciembre (1997), apareció exclusivamente en Argentina, donde tuvo una buena acogida. El autor tenía entonces veintitrés años, y contaba con una formación bastante cosmopolita para su edad: tras pasar por las aulas de Alemania y Estados Unidos, había cursado Filosofía y Letras en su ciudad natal. Con veintiséis años, Garcés es un asiduo colaborador en la prensa cultural de su país; y el jurado del premio Biblioteca Breve, integrado por escritores de la talla de Cabrera Infante, Luis Goytisolo y Pere Gimferrer, ha decidido otorgar el galardón a su segunda novela. La trayectoria de este premio lo ha convertido no sólo en uno de los más prestigiosos del ámbito español, sino también en un modo de estudiar la evolución de nuestras letras. Creado en 1958, las primeras convocatorias del Biblioteca Breve sirvieron para difundir obras objetivistas y de denuncia social, como las de García Hortelano, Luis Goytisolo y Caballero Bonald; en 1963, recayó en La ciudad y los perros, la novela de Vargas Llosa con la que estallaría el boom de la narrativa hispanoamericana que tanto iba a influir en la literatura española; Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé, que supuso la consolidación de la nueva forma de narrar, lo obtuvo en 1965; tras el éxito de Volverás a Región (1967), Juan Benet entró definitivamente en la historia literaria cuando lo consiguió, en 1969, por Una meditación; y la concesión a José Leyva, en 1972, por La circuncisión del Señor Solo fue un indicio de la etapa experimental que estaba comenzando en nuestra narrativa. Los impacientes es una novela ambiciosa, con unos personajes, un ambiente y un lenguaje marcadamente argentinos. Sin embargo, no nos parece que ello

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le otorgue la solidez y el nivel al que el Biblioteca Breve nos tiene acostumbrados, aunque sus aciertos eviten que el crédito del citado galardón peligre, como lo hiciera el del prestigioso Premio Nadal al avalar novelas como Historias del Kronen (Mañas, 1994) o Matando dinosaurios con tirachinas (Maestre, 1996). Al contrario de lo que sucediera con ellas, no es difícil intuir una pluma valiosa en Los impacientes. No obstante, el pretendido distanciamiento de la adolescencia acaba resultando artificioso: tanto el autor como los personajes se hallan demasiado cerca de esos veinte años que creen ya tan superados. Por eso, las citas cultas y los alardes de conocimientos filosóficos y psicológicos no acaban de convencernos sino que, por el contrario, resultan un lastre para una novela que podría haber dado mejores resultados. Para ello, hubiera bastado ahondar en las figuras de Keller y Boris, despojar el texto novelesco de digresiones excesivas, ayudar al lector con algunos datos temporales, desarrollar las referencias a la música, y elaborar más la trama. Garcés ha elegido bien sus maestros (cita a Nietzsche, Yourcenar, Plath, Hammett, Eliot y Wilde; evoca frases de García Márquez; y tiene presente Rayuela en la creación de Mila y en la importancia dada a la ciudad), maneja con soltura los recursos metaliterarios, se adentra con naturalidad en temas polémicos como la homosexualidad, se sumerge en un existencialismo posmoderno, y acierta con el uso del lenguaje. Son virtudes que comparte con otros compañeros de generación y de continente, recientemente galardonados o publicados con éxito en nuestro país. Cuando la madurez despoje sus obras de los errores propios de su edad, podrían llegar a producir un nuevo boom. Esperamos que el Biblioteca Breve haya valorado esa posibilidad: no queremos pensar que Los impacientes sea la mejor novela que se ha presentado al premio, ni que su jurado se haya dejado llevar por la moda de laurear la juventud más que la calidad. Gonzalo Suárez, Yo, ellas y el otro, Areté, 2000 Llevamos tres años de enhorabuena: Gonzalo Suárez (Oviedo, 1934) nos ha ofrecido ochenta relatos (La literatura, 1997), una biografía novelesca en la que el polémico marqués de Sade pasa a ser el exponente de una época (Ciudadano Sade, 1999), y una meritoria novela (Yo, ellas y el otro, 2000). Además, en 1997, Alfaguara publicó sus cuentos completos, y Plaza & Janés reeditó buena parte de su producción novelesca. Suárez comenzó a dedicarse al cine y a las letras en la década de los sesenta, y sus dos actividades están estrechamente relacionadas: sus obras narrativas son tan cinematográficas como literarias sus películas y, en alguna ocasión, las primeras han servido de base a las segundas (como ocurrió con Mi nombre es sombra, 1996, basada en un cuento de El asesino triste, 1994). Ya su primera novela, De cuerpo presente (1963), aportaba una visión irónica de la literatura y el cine negro americanos. Además, si buscamos las claves de sus películas, hemos de recurrir a su novela Rocabruno bate a Ditirambo (1966). Conviene recordar que mientras Gonzalo Suárez desarrollaba su

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cinematografía más experimental, apareció su primer libro de relatos, Trece veces trece (1964). Diez años más tarde, publicó su excelente novela de espías Doble dos, a la que siguieron Gorila en Hollywood (1980) y La reina roja (1981). Su primer éxito comercial llegó con la película Epílogo (1984), y se repitió con Remando al viento. En 1991, Javier Cercas estudió su producción narrativa en Obra literaria de Gonzalo Suárez; y, en 1997, Francia le concedió la Medalla de Caballero de las Artes. Estamos, por tanto, ante un autor-director heterogéneo y atractivo, que acaba de sacar al mercado una novela divertida, inteligente, cuidada, estructurada y conseguida. La contraportada nos presenta Yo, ellas y el otro como un vodevil, pero es mucho más que eso. Tiene de vodevil las anécdotas rocambolescas que se conjugan para dar cuerpo al argumento; las mentiras y los malentendidos que provocan la sonrisa del lector; y poco más. El resto es una utilización posmoderna del género, que llega a la parodia. De hecho, la novela arranca con el texto de una vieja agenda en el que se cita a Freud, Kant, Simenon y Beethoven. Tan extraña mezcla es un claro indicio de la unión de subgéneros, registros y voces que, en manos del autor, pierden los contornos, para convertirse en modelos que se usan según la conveniencia. En medio de las risas, los disparates, los resortes de novela negra, de folletín decimonónico, de comedia de intrigas y de historia pasional, emergen la prostitución, la homosexualidad, y los problemas conyugales. «Necesitamos ritos, trompetas, imágenes, discursos, mentiras» (p. 8), y eso es lo que la obra nos ofrece. Sólo que la realidad, a veces, no cabe en los disfraces que inventamos. Entonces, surge la locura que lleva al asesinato, y que engendra la trama de una novela en la que subyace una evidente denuncia a nuestra sociedad, nuestro arte, nuestro modo de vida desquiciado. Así, un autor es «alguien que reitera machaconamente un pensamiento redundante [...] para hacer durar [...] lo que se diría holgadamente en un telegrama» (p. 15), «los críticos no hacen preguntas, sólo saben las respuestas» (p. 40) y «la prensa había hecho de la piel de toro un pellejo de letra impresa para la pandereta que los medios audiovisuales hacían resonar» (p. 38). La gente ha perdido sus valores para ganar dinero («bajo la égida del franquismo, ambos esperábamos a Godot. Ahora, en la España democrática, él era avezado corredor de bolsa», p. 19), porque vivimos «en un mundo donde el tráfico es creciente y el pensamiento menguante» (p. 100), y «la religión impone sus horarios como El Corte Inglés» (p. En medio del caos, la crítica y la desesperanza, Gonzalo Suárez rompe una lanza a favor de la mujer que, aunque no escapa de la mediocridad y la hipocresía, tiene el mérito de luchar contra su destino («una mujer deja de ser mujer cuando se casa para pasar a ser esposa, como un pez deja de ser pez para ser pescado, y ella no se resignaba», p. 124) y el valor de reconocer: «no me arrepiento de haber nacido [...] y no me importa morir [...] Lo que de verdad me asusta es vivir» (p. 188). Al final de este milenio, en el fondo de Yo, ellas y el otro, la vida ya no es sueño, sino que «el teatro y la vida son sólo vodevil» (p. 15). Y como a tal consigue Gonzalo Suárez que los miremos: sin perder la sonrisa ni la capacidad crítica.

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Gustavo Martín Garzo, El valle de las gigantas, Destino, 2000 Érase una vez un muchacho que se llamaba Lázaro, y acaba de dejar atrás su infancia; y llegó al pueblo, como cada año, a pasar el verano con su abuelo. Y érase un abuelo al que le gustaba contar historias; y una perra que vivía con él; y un grupo de amigas del chico, y de amigos del abuelo. Ése podría ser el comienzo del resumen de la última novela de Gustavo Martín Garzo (Valladolid, 1948), El valle de las gigantas. Claro que, si lo hiciésemos así, ustedes imaginarían que el muchacho se aburre con el abuelo, y descubre el amor en brazos de una de las adolescentes, de la que se separa al terminar el estío. Como no queremos tenderles esa trampa, comenzamos de nuevo. En algún lugar de este país marcado por una guerra que ya sólo recuerdan los viejos, vivía un hombre que había luchado con el bando perdedor. Pasaba las tardes con un amigo que no hablaba, porque «hablar no era tan distinto a tender las redes [...] y no quería seguir enseñoreándose con el mundo» (p. 23). A veces, se confundía de hora, y no iba a recoger a su nieto adolescente; otras, su cuerpo achacoso le jugaba malas pasadas, y lo dejaba postrado. Pero no por ello perdía su amor por la vida, y su amor por contar historias. Unas historias que guardaban demasiado parecido con lo real para ser falsas, pero que tenían demasiadas dosis de fantasía para ser reales. Y, entre relato y relato, su nieto fue madurando, hasta que concluyó: «ninguno de nosotros entendemos gran cosa de los demás, y por eso la clave de la vida sólo podía consistir en estar al lado de los que queríamos, sin tratar de juzgarles ni pedirles explicaciones, tomando sólo lo que quisieran entregarnos» (p. 154). A Lázaro, como a nosotros, le seducen las historias de ese abuelo entrañable que jura haber estado con su amigo en el Valle de las Gigantas, donde convivió con unas mujeres hermosas, dóciles y crueles; que reinventa la Biblia para explicar el mundo; y que acaba revelando un secreto tan atractivo como increíble. Mientras, la vida del pueblo sigue su curso, empujada por realidades de drogas, delincuentes reflexivos, discapacitados psíquicos, y chicas que se aburren con la cotidianidad, y evocan leyendas de reinas locas. Con un lenguaje poético, un ritmo cercano al discurso oral, unos personajes sólidos, una historia seductora, y un gran alarde de imaginación, Gustavo Martín Garzo consigue implicarnos en esta novela que nos advierte que «la realidad no tiene por qué confundirse con la verdad» (p. 53), y se lamenta de que «los hombres no tengan nunca lo que las mujeres necesitan» (p. 167). Así, el tema del amor (que aparecía en La vida nueva, 1996; El pequeño heredero 1997; Los cuadernos del naturalista, 1998; y Las historias de Marta y Fernando, Premio Nadal 1999) se toca con las puntas de los dedos en El valle de las gigantas, que encierra personajes tan fantásticos como el extraterrestre de Ña y Bel; y sigue el camino de renovación literaria emprendido con sus primeras creaciones (Luz no usada, 1985, y Una tienda junto al agua, 1991), y consolidado en el derroche de imaginación de El lenguaje de las fuentes (Premio Nacional de Narrativa 1994). Este licenciado en Psicología ha recibido el Premio Hurtado de León 1992

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por sus relatos El amigo de las mujeres, y el Premio Miguel Delibes 1995 por Marea oculta. El valle de las gigantas es una expresión más de ese amor por las letras que lo lleva a colaborar en diversas publicaciones periódicas, y le hizo codirigir la revista Un ángel más (1987-1990) y cofundar El signo del gorrión. Un amor que le permite demostrar que, sin despegarse de los escenarios conocidos, la literatura puede ayudarnos a dejar atrás realidad roma y chata, y así enseñarnos, como a Lázaro, a enfrentar mejor la vida. Imma Monsó, Como unas vacaciones, Tusquets, 1999 De vez en cuando, las vacaciones se convierten en la válvula de escape imprescindible para mantener la cordura. Los nuevos paisajes y las nuevas gentes ayudan a enfocar los días de otra manera; y eso da fuerzas para volver enfrentar la cotidianidad desde otra perspectiva. De vez en cuando, entre los títulos que abigarran los estantes de las librerías, encontramos uno que transforma el hecho de leer en una aventura, que le da a nuestras horas de ocio el sabor de un viaje placentero hacia otros mundos, hacia otros personajes, hacia nosotros mismos. Una psiquiatra reconocida pero insatisfecha decide buscar un paciente que excite su curiosidad, un caso de investigación en el que pueda prescindir de todas las normas objetivas de la psiquiatría, un problema en el que pueda volcarse sin trabas profesionales. Por eso decide cerrar su consulta, y emprender la búsqueda de ese paciente ideal, cuya patología termine con su crisis vocacional como sólo son capaces de hacerlo unas vacaciones muy especiales. A su anuncio responden varias personas, pero Glenda elige a Poltern, un profesor de música desesperado por una fobia sin antecedentes científicos: la incapacidad de soportar las repeticiones que amenaza con convertir su vida en un infierno de soledad sin alicientes. Con esos dos personajes, Imma Monsó (Lérida, 1959) ha elaborado Como unas vacaciones, una obra sin fisuras ni estridencias, capaz de capturar al lector con un ritmo sostenido, unas descripciones primorosas, un sentido del humor pausado, y una tierna ironía en el planteamiento de las situaciones. Creo que éstas son las principales características de esta novela, con la que Monsó confirma el buen hacer literario que la crítica alabó en sus publicaciones anteriores: el libro de cuentos Si és no és y la novela Nunca se sabe (Premio Prudenci Bertrana, mejor libro de la narrativa catalana 1998 y Premio Tigre Juan). Además, Como unas vacaciones cuenta con una galería de interesantes personajes secundarios, cuyo comportamiento nos hace plantearnos nuestras emociones; concede una gran importancia a la satisfacción de las necesidades básicas, haciendo del tema de la comida un símbolo del modo de enfrentar la vida; y conduce a los protagonistas hacia un final tan lógico como extraordinario. Es el final con el que el libro comienza, y al que el lector habrá de volver al terminar la última página. En ese primer capítulo, un narrador en primera persona observa cómo ha acabado la historia de Glenda y de Poltern, y necesita conocer su evolución. Como el

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lector, ese narrador al que luego casi olvidamos empieza a tener algunas certidumbres: «supe que no serían unas vacaciones cortas. [...] Supe, en definitiva, que no me iría de allí hasta poder explicar aquellas vidas [...] Y me convertí en el huésped incógnito de aquella historia» (pp. 14-15). El resto del libro se relata en tercera persona, con una estructura de linealidad casi intacta, y un aire evocador que parece el resultado de una mezcla perfectamente homogénea y actualizada de los recursos centroeuropeos y de las novelas sureñas. Monsó ha trabajado el artificio del lenguaje hasta dotarlo de una apariencia natural y poética; ha exacerbado el problema de la monotonía hasta convertirlo en el tema de su relato; ha concebido unos personajes tan similares a nosotros que únicamente pueden existir en una novela; y ha terminado ofreciéndonos una historia de amor que sólo puede salvar a esos personajes llevándolos hacia la más terrible de las locuras. Por eso, la evolución de Glenda, que en algún momento se nos antoja inexplicada, genera un clima similar al que, hace diez años, forjaron Jeannette Winterson en La pasión y Eduardo Mendoza en La isla inaudita. De vez en cuando, la única manera de mantener la cordura es abandonarla definitivamente; el único modo de soportar lo cotidiano, mirarlo con los ojos de lo extraordinario; la mejor forma de conseguir unas vacaciones reparadoras, sumergirnos en una buena novela. Como la de Imma Monsó. Isabel Clara Simó, Mujeres, Alfaguara, 1998 El cuento está de moda en España. Por fin, parecen haber pasado los tiempos en los que cuentistas de la talla de Ignacio Aldecoa (1925-1969) tenían que escribir novelas para ser valorados. Gracias a escritores como José María Merino o Juan José Millás, el público ha ido desterrando la idea de que el cuento es un género menor y, desde los años ochenta, la narrativa breve vive un apogeo cuyo único precedente en nuestras letras se dio en el periodo que va desde el Romanticismo hasta la Guerra Civil. En estos meses, hemos asistido a la reedición de relatos clásicos, y al nacimiento de dos interesantes antologías: Los cuentos que cuentan (Anagrama, selección de F. Valls y J. A. Masoliver) y Cien años de cuentos (Alfaguara, recopilada por J. M. Merino). Son sólo los últimos síntomas de esa eclosión, que se unen a la proliferación de talleres y publicaciones sobre el arte de escribir relatos, y al gran prestigio alcanzado por algunos de los innumerables premios dedicados a este género (entre ellos, el Antonio Machado, el Gabriel Miró, el Emilio Hurtado, el Max Aub y el Ignacio Aldecoa). Como apuntó certeramente Edgar Allan Poe, el cuento se caracteriza por «poder ser leído de un tirón». Esta particularidad lo convertiría en idóneo para los que buscan disfrutar sin mucho esfuerzo, pero no hemos de olvidar que un volumen de relatos exige la capacidad de cambiar continuamente de historia. Quizá por eso, el público sigue prefiriendo la narrativa larga, y las cifras de ventas del libro de cuentos casi nunca alcanzan las de una novela. La edición en catalán de Mujeres, con sus

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100.000 ejemplares vendidos, constituye una auténtica excepción, un nuevo indicio del auge del relato breve. La clave de este éxito editorial reside en que Isabel-Clara Simó (Alcoy, 1943) tiene un buen número de lectores catalanohablantes cuyo incondicionalismo se ha ganado con obras como Ídols (Premio de la Crítica del País Valenciano 1986), La salvatge (Premio Serra d'Or 1993) y La inocent (Premio Valencia de Literatura). La traducción de Mujeres al castellano es una buena oportunidad para que el resto del público se acerque a su producción. Hace veinte años, Isabel Clara Simó ganó el Premio Víctor Català de relatos con És quan miro que li veg, volumen al que siguieron otras aportaciones al mismo género. En Mujeres (Alfaguara, 1998), Simó abandona la influencia del realismo mágico que se vislumbraba en algunas de sus creaciones anteriores y, como hiciera en Històries perverses (Premio Sant Jordi 1993), aglutina sus cuentos en torno a un tema unificador que trata con comprensión, ironía y angustia. Y es que las trece narraciones de Mujeres, con su mirada heterogénea al universo femenino, reinciden en una inquietud que Simó había manifestado en relatos como «Plaer de dona» o «La bona persona» (Alcoi-Nova-York, 1987). Si estuviésemos en cualquier otro país europeo, el hecho de que el libro demuestre que «no todas las mujeres son iguales» podría contribuir a que la traducción repitiera el éxito del original. Sin embargo, como parece que en España no hay más lectoras que lectores, ese argumento no garantiza el triunfo. Me parece justo que así sea: frente a los cuentos tradicionales, en los que importa más «lo que se narra», el cuento literario ha de demostrar su calidad por «cómo se narra». La autora de Mujeres evidencia su capacidad para crear personajes verosímiles y cercanos, domina el arte del diálogo, y perfila un lenguaje realista, elaboradamente espontáneo. Sólo nos decepciona cuando cae en argumentos demasiado obvios («Gorrioncillos», «Nike») pero, por lo general, saca partido a la destrucción de tópicos («Ya te lo decía yo»), y huye del maniqueísmo («Si me quisieras», «En el metro»). Además, hace incursiones meritorias en la corriente de conciencia («Mesa siete»), sabe captar nuestro interés ocultando datos («Amor de madre»), nos hace disfrutar con algún final sorprendente («Entre clase y clase», «La abuela Sixta»), nos arranca sonrisas («La chocolatería suiza»), y nos crea la sensación que provocan las injusticias irremisibles («La foto», «Leonor, te quiero»). En definitiva, hay más aciertos que errores en este libro que, por su prosa cuidada y llana, está al alcance de cualquier lector y, por sus recursos, puede satisfacer a quienes exigen algo más que un argumento con gancho. Jaime Romo, Un cubo lleno de cangrejos, Lengua de Trapo, 1998 La eclosión narrativa de los años ochenta coincidió con la crisis editorial: empresas con solera que desaparecían o se vinculaban a grandes grupos, y puesta en marcha de inusitadas estrategias comerciales. Dado el éxito de la «nueva narrativa», se produjo un desbordamiento de títulos, y proliferaron las colecciones que siguieron la pauta de «Nueva Ficción»

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(Alfaguara), «Novela Cátedra», «Nueva Narrativa Española» (Ediciones Libertarias) y «La Flauta Mágica» (Tusquets). El papel del escritor en la sociedad de la última década ha hecho de la literatura una profesión atractiva, un camino «fácil» para colaborar en la prensa, participar en las tertulias radiofónicas, y ser reclamado en cualquier tipo de evento. Ahora, además, escribir parece al alcance de cualquiera: en los quioscos, junto a los fascículos de punto de cruz y aeromodelismo, encontramos entregas que enseñan a elaborar obras literarias de todos los géneros. Sin embargo, entre tanto advenedizo, hay autores excelentes y, frente a tanto libro innecesario, muchas buenas novelas no encuentran un editor dispuesto a arriesgar su capital en un mercado cada vez más fiel a los «jóvenes consagrados» (por lo visto, convertirse en escritor tiene, además, el aliciente de ser joven hasta la cincuentena). Con la difícil vocación de ser una editorial independiente y de calidad, nació, hace tres años escasos, Lengua de Trapo. En su catálogo de algo más de veinte títulos, conviven nombres conocidos (como Juan Madrid y Pedro Zarraluki) y narradores noveles. De sus proyectos colectivos destaca el aparecido a finales de 1997: Páginas amarillas (treinta y ocho relatos inéditos de nuevos narradores españoles), que pronto encontrará su complemento en Líneas Aéreas (cuentos de escritores hispanoamericanos jóvenes que no han sido difundidos en España). Del heterogéneo repertorio de Lengua de Trapo forma parte la primera novela del periodista radiofónico Jaime Romo. Si hubiéramos de elegir un sólo adjetivo para describirla, no tendríamos ninguna duda: Un cubo lleno de cangrejos (1998) es posmoderna de la primera a la última página, sin excluir su portada (con un diseño pop-art), su contraportada (con un resumen coloquial e irónico) ni su solapa (con una biografía que dice: «Jaime Romo. Sietemesino [...] Declarado inútil para defender a la patria, [...] actor mediocre [...]. Ha escrito para múltiples revistas, pero sólo se acuerda de Surexpres»). Hay libros, como los de Belén Gopegui, que nos interpelan sobre nuestras vidas, y nos reclaman una lectura sosegada, para degustar sus frases y sus ideas. Y hay libros para cuando no queremos plantearnos nada, para cuando sólo necesitamos una historia que nos resulte ajena aunque cotidiana. Un cubo lleno de cangrejos es el prototipo de estos últimos: un lenguaje descarnado, una acción cambiante que nos mantiene en la lectura trazando nuevos hilos entre hechos inconexos, una sátira social tan evidente que no duele, un humor tan negro que no admite sutilezas, y unos personajes que reúnen las características de los arquetipos caricaturizados (políticos seducidos por la erótica del poder, machos prepotentes, jovencitos caribeños dispuestos a satisfacer a señoras aburridas, vascos que cocinan «rico, rico», periodistas homosexuales capaces de cualquier cosa por una exclusiva...). Leyéndola, abundamos en la idea que cada día nos ofrecen los medios de comunicación: la sociedad se mueve por oscuros intereses y, como decía el más emblemático de los pesimistas, cada uno asciende hasta su límite de incapacidad. Eso sí, todo narrado en un tono que no da lugar a la amargura ni a la reflexión y que, tras los modismos vulgares, esconde algunos hallazgos narrativos.

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Javier Reverte, La noche detenida, Plaza y Janés, 2002 La noche detenida lo tiene casi todo para convertirse en un éxito de ventas: un personaje que comparte experiencias vitales con su autor; un lenguaje sin complicaciones, que se acerca al del periodismo; un escenario que remite a hechos que, no hace mucho, nos mantuvieron pendientes de los telediarios; un enfoque humano de los problemas ajenos; una dosis de crítica a los compañeros de profesión; una historia de amor tan previsible como necesaria para la trama; y un premio, el Ciudad de Torrevieja 2002, que lleva consigo una importante labor de marketing, y una tirada de cien mil ejemplares para la primera edición de la obra. Sumemos un autor suficientemente conocido por el gran público (Javier Reverte ha escrito poemarios, libros de viajes, y novelas como Los dioses debajo de la lluvia, Trilogía de Centroamérica, Muerte a destiempo, La dama del abismo y Todos los sueños del mundo), y restemos el hecho de que el lector tiene aún reciente otra novela española (que, además, fue llevada al cine), ubicada en un escenario similar: Territorio comanche, de Arturo Pérez Reverte. Javier Reverte confiesa: «a veces, para aproximarse mejor a la verdad, es necesario recurrir a la ficción» (p. 11). Por eso, aunque estamos leyendo literatura, tendemos a creer en la veracidad del relato. Y no sólo porque el autor estuvo en Sarajevo por las mismas fechas que su protagonista, y porque éste es un novelista al que le encargan una serie de reportajes, sino porque todos sabemos que los viajes son una ocasión propicia para despertar los sentimientos y acercarnos a nosotros mismos; y porque los personajes que rodean al principal (los otros reporteros, la traductora, los habitantes del hotel) nos recuerdan a otros seres que hemos conocido en otros libros, en otras películas y en otros documentales televisivos. La noche detenida contiene algunos deslices (nombres de ciudades que se recuerdan en una página, y se han olvidado páginas más tarde), algunas opiniones que parecen pertenecer más al autor que a sus personajes («todos los nacionalismos quieren falsificar la historia», p. 123; «el crimen del nuevo siglo será el nacionalismo», p. 188) y una curiosa mezcla de lenguaje sencillo, introspección y frases supuestamente poéticas («una lluvia lánguida lloraba sobre Sarajevo», p. 198). Pero, sobre todo, es una cita con los hombres que se han acostumbrado a las guerras, y necesitan la tensión de las balas y la visión de los cadáveres para seguir viviendo; con las ciudades que hemos amado nada más verlas, sin importarnos siquiera si son hermosas o infernales; con las críticas que todos hemos esgrimido en ocasiones («la televisión es antes espectáculo que información», p. 82); con las necesidades banales (un folio donde escribir, unas cuerdas para una guitarra) que, sin embargo, son capaces de sacarnos de la desesperación; con las paradojas que todos encerramos («viajaba al lado de la muerte [...] y mi existencia parecía cobrar sentido», p. 163; «hay algo inaprensible que une a la guerra y al amor», p. 171); y con los amores que siempre perduran, porque «terminan [...] antes de empezar a morir», p. 177). Una cita a la que podríamos faltar sin perder nada imprescindible; o a la que podemos acudir para revisitar territorios conocidos por senderos diferentes.

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Javier Sarti, El estruendo, Espasa, 2002 ¿Bastan dos novelas y un Premio de Cuentos Gabriel Miró para consolidar a un narrador? Francamente, yo no lo sé. Pero sí sé que habrá que seguir la interesante trayectoria que Javier Sarti Barrachina (Valencia, 1954) iniciara el año 2000, con la publicación de La memoria inútil. Quienes comentaron aquella obra, destacaron la madurez de una opera prima que combinaba recursos de metanovela y novela de intriga, sin desdeñar ni el retrato generacional, ni el buceo en el ser humano, ni temas tan trascendentes como la soledad, la vejez y la importancia de las rupturas amorosas. Al igual que sucede en su segunda incursión en el género, La memoria inútil comenzaba presentando a una mujer en una situación desesperada. Aquí se trataba de María, decidida a suicidarse tras haber matado a su hermano y a otras cuatro personas. Desde la cárcel, María ofrece una entrevista en exclusiva a su vecina Rosa, a quien la soledad de su reciente y forzada separación ha obligado a replantear su vida. Los hilos de la historia se complican: cuando María descubrió que Rosa era amante de su hermano, empezó a espiarle, hasta que éste la sedujo, iniciando así el proceso que acabaría en asesinato múltiple. A raíz de las entrevistas con María, la vida de Rosa da un vuelco, y atrapa definitivamente al lector en un laberinto que Sarti teje con maestría. También el relato con el que ganó la XLVII edición del Concurso Gabriel Miró, «No hay mensajes», se desarrolla a través de la resolución de un misterio: un mensaje anónimo en un contestador automático es el inicio de una serie de llamadas cuya importancia acabarán descubriendo los protagonistas. En El estruendo, la estructura de los veintiséis capítulos supone un continuo salto del presente (la conversación entre dos hombres mientras una mujer amordazada se desespera en la habitación contigua) al pasado (el remoto, de los recuerdos del tiempo en que los dos hombres convivieron; y el cercano, de lo acontecido desde el decisivo y fortuito reencuentro). La mujer es Laura, una chica ambiciosa y sencilla, que abandonó la mediocridad familiar para vivir con un novio mucho mayor que ella. Y quienes dialogan son ese novio (Julio, un ejecutivo de éxito, que trabaja en una financiera) y Andrés (un mendigo que fuera amigo de Julio, y que tiene un enorme poder sobre éste). El concepto de locura y el de éxito se tambalean: ante Adrián, la vida de la pareja se desmorona, aplastada por el peso de un pasado que dejó heridas incurables (Julio), y de un presente en el que la verdad que se ha querido ignorar irrumpe sin concesiones (Laura). El camino que Sarti elige para narrar ese proceso es una prosa clara y trabajada, trufada de incursiones psicológicas, descripciones urbanas, recursos típicos del thriller, y sorpresas bien dosificadas. De ese modo, la novela mantiene el interés del lector, seducido por el contraste entre dos hombres que fueron amigos, y compartieron a una mujer que nunca dejó de obsesionar a Julio; y que condujo a un médico prometedor, Adrián, hasta el alcoholismo y la

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miseria. Con sus dos novelas, Javier Sarti ha conseguido labrarse un estilo, aprovechar los resortes de algunos de los subgéneros que más atraen al público, y profundizar en el ser humano sin caer en la retórica ni en las trampas discusivas. Así, este autor que entretiene y trasciende, se perfila como mucho más que una promesa. Releyendo a Borges Si cualquier excusa es buena para releer a este argentino afrancesado que se nutrió de literatura inglesa, el centenario de su nacimiento se vuelve un argumento ineludible. Saco de la estantería Ficciones, y encuentro mi caligrafía de hace años anotando márgenes, subrayando frases, invadiendo vacíos. Y veo en esas palabras escritas a lápiz un indicio del sentimiento que ha hecho de Ficciones un clásico. Porque «clásico no es un libro [...] que necesariamente posee tales o cuales méritos: es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad» (Borges, «Sobre los clásicos»). Por encima de los mitos borgianos (tigres, laberintos, agua, bibliotecas, puñales...) me asalta una cita que, hace mucho tiempo, quedó grabada en mi memoria: «los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres». Gracias a esa frase de «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», comprendí que el ser humano sólo tiene tres modos de convertirse en un dios: espejos, cópula y creación artística. Y, tal vez, un cuarto: la complicidad con los creadores. Dado que, para nuestro autor, «todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare, son William Shakespeare», hoy les propongo convertirnos en Borges, releyendo «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius». Este cuento tiene la estructura de cajas chinas tan típica de Borges: un mundo imaginario (Uqbar) produce exclusivamente literatura fantástica, en la cual se hace referencia a una región (Tlön) en cuyo lenguaje se describe un tercer mundo fantástico (Orbis Tertius), que sirve de aglutinante de la realidad. Como en las novelas de terror, el lector acabará invadido por lo narrado: «el mundo será Tlön». Como en El Quijote, un libro avala los hechos que desmienten los límites entre realidad y fantasía. Y es que, en Tlön, la realidad son las paradojas con las que Borges se burla del experimento llevado a cabo en Cambridge en los años veinte: el intento de cambiar la metafísica cambiando el lenguaje. Por eso, las escuelas filosóficas de Tlön se corresponden con las que Borges conoció. Y, por eso, «los metafísicos de Tlön no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica». El cuento está, desde su primera frase («debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar»), plagado de símbolos: bien mirada, una enciclopedia no es sino un espejo imperfecto del mundo en el que se refleja la memoria. Como Tlön, nuestra realidad es «un laberinto urdido por los hombres [...] destinado a que lo descifren los hombres». Por eso, este relato trata de crear un nuevo lenguaje con el que criticar

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el lenguaje. Y, puesto que Tlön tiene demasiados parecidos con lo «real», nos planteamos si la ciencia (que creemos que explica las cosas) no explicará sólo la naturaleza de nuestra mente. Otros cuentos de Ficciones, como «El jardín de senderos que se bifurcan», «Pierre Menard, autor del Quijote» y «La Biblioteca de Babel», resultan también inolvidables. Además de su trama y de su prosa magistral, estos relatos contienen la clave para comprender a Borges. Para saber, por ejemplo, que pasada su etapa ultraísta, concluyó que «todas las obras son obras de un solo autor que es anónimo e intemporal», y que nuestra vida no es sino «una apariencia que alguien estaba soñando». Y, aunque conviene recordar que Borges escribió que «el tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges», mientras paso las páginas, comprendo que «el hoy fugaz es tenue y es eterno» como esa fotografía del autor con su gato... Y empiezo a dudar si él ha soñado mi artículo o si, al escribir estas líneas, no me estaré inventando a Borges. José Luis Ferris, Bajarás al reino de la tierra, Planeta, 1999 Leer Bajarás al reino de la tierra (José Luis Ferris, Premio Azorín 1999) es sumergirse en un relato de estructura circular donde lo intuido no evita la sorpresa. Es avanzar por el camino de una prosa jalonada por la presencia constante de la poesía. Y no digo esto con el afán crítico con que se han escrito frases similares cuando otros poetas de nuestro país se internaron por primera vez en el mundo de la novela. Ni siquiera insinúo que Ferris (Alicante, 1960) use un lenguaje poético, pues no lo usa. La poesía está presente porque el protagonista de Bajarás al reino de la tierra es un doctorando cuya vida gira en torno al concepto de amor que nos ha llegado a través de la lírica. Y porque quienes conozcan la producción anterior de José Luis Ferris encontrarán, en la base de esta obra, ideas que el autor ya había perfilado en sus versos. Gonzalo Beltrán, el joven doctorando, llega a Salamanca (la misma ciudad en la que el autor concluyó su licenciatura en Filología Hispánica) cuando la apertura intelectual ensayada por Ruiz-Giménez ha terminado con su destitución, y la atmósfera literaria se ve dominada por «falsos poetas que se empachan de consignas y convierten su oficio en una lamentable labor de propaganda» (p. 34). Aparentemente ajeno a la represión franquista, y a su respuesta por parte de los intelectuales, Gonzalo piensa que «a la hora de escribir no hay más ideología ni consigna que el relato bien construido o la historia que consiga remitirnos a pasiones humanas» (p. 65). Por eso le «preocupa la literatura tanto como la vida» (p. 35), y decide dedicar su tesis a estudiar la lírica del Siglo de Oro, en la que el amor aparece «como hecho inevitable que conduce, sin otra escapatoria, hacia el dulce tormento» (p. 40). Dos meses en esa ciudad castellana bastan para que se opere la transformación que hará que Gonzalo «baje al reino de la tierra». La

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presencia de una mujer, y el asesinato de un niño, son suficientes para demostrarle que, en un régimen dictatorial, las delaciones no tienen por qué sustentarse en realidades, y que, como piensa su director de tesis, «nadie, salvo algún alma desprovista de la más elemental experiencia en el asunto, podría defender a estas alturas la idea del amor platónico» (p. 77). Sin embargo, la sorpresa final viene a confirmar que, incluso «a estas alturas», el amor puede ser un «bendito sufrir o pena deleitosa» (p. 170) y, como en el siglo XVI, sigue siendo capaz de unir el hielo y el fuego, la vida y la muerte. Debajo de ese duro aprendizaje, el lector encuentra la realidad española de los años cincuenta. El metódico seguimiento de Ferris de las noticias del diario La Gaceta de esa época le ha ayudado a recrear con fidelidad ese mundo opresivo, en el que «todos estamos vigilados» (p. 29). Pero la opresión no llega sólo del exterior: casi todos los protagonistas de la novela se ven constantemente condicionados por el pasado, como le sucede al periodista que «llevaba veinte años huyendo de un cadáver» (pp. 9 y 236) o al mismo Gonzalo Beltrán, a quien su enfermedad ha privado de las experiencias propias de la adolescencia. «A veces hay que leer por el placer que ello comporta, no con el único fin de emitir una sentencia pública que exculpe o condene al autor del libro» (p. 62), nos advierte un personaje de esta novela. Y así lo hemos hecho. Esto no evita que, a posteriori, nos veamos en el compromiso de enjuiciarla. De decir, por ejemplo, que Ferris consigue un narrador verosímil a pesar de que en algún momento olvide su omnisciencia (p. 119). De señalar que la prosa tiene un ritmo sostenido, con momentos especialmente logrados (como el de la página 184), pero con algunas citas excesivamente largas y eruditas, que restan intensidad a la narración (como la de Castiglione, en página 174). De anotar que los personajes adquieren solidez cuando los vemos actuar y debatirse, enfocados por una mirada certera que deduce de sus actos incluso lo que ellos ignoran (como ocurre en la página 121 con Alicia). De valorar, en definitiva, que Bajarás al reino de la tierra tiene méritos suficientes para haber alcanzado el Premio Azorín. La publicación de la obra por la editorial Planeta le garantiza una difusión de la que no disfrutaron las novelas que consiguieron este prestigioso premio (actualmente, el segundo mejor dotado de nuestras letras) antes de que, en 1994, la citada editorial empezara a apoyar la iniciativa de la Diputación Provincial de Alicante. Seguro que Ferris aprovechará los diez millones de pesetas de este galardón para seguir dedicándose a las letras, al igual que utilizó la Beca a la Creación Literaria del Ministerio de Cultura para escribir su primer libro de poemas (Piégalo, 1985, Premio de la Crítica de la Comunidad Valenciana). Decíamos al comienzo que, en Bajarás al reino de la tierra, los conocedores de la poesía de José Luis Ferris iban a encontrar ideas que ya habían leído en sus versos. Aunque Gonzalo esté convencido de la posibilidad del «amor como utopía, como estado de perfección en el que no cabe la posibilidad de consumar el deseo» (p. 40), el autor sabe (como expresó en Cetro de Cal, 1985, accésit al Premio Adonais) que «de nada sirve / si estar solo / son pájaros de fiebre que me habitan / Pero de nada sirve y para nada, / este amor / que hace trizas la noche y / hace

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incendios la noche» (p. 44). Y, aunque no suceda, no es difícil imaginar a Gonzalo suplicando, como el propio Ferris en Niebla Firme (1989), «Dame el bálsamo carnal que no conozco» (p. 18); dictando un epitafio que diga: «Yo he sido el habitante más triste de tu cuerpo / el que odiaba las leyes de los dioses absurdos. / He sido aquel muchacho que comía en tus ojos / fragmentos de ternura hasta dolernos» (Niebla Firme, p. 15). José Luis Sampedro, El mercado y la globalización, Destino, 2002 Unos se reúnen en foros internacionales para proclamar que la globalización es inevitable y positiva, y que la tecnología nos conduce hacia un futuro de información y riqueza. Otros se lanzan a las calles para denunciar que, meced a esos argumentos, vivimos en un planeta cada vez más injusto, porque la diferencia entre los ricos y los pobres es progresivamente mayor, y nadie parece dispuesto a evitarlo. En este contexto, se hace imprescindible evaluar las consecuencias de esa globalización que, lo queramos o no, nos afecta a todos; y plantearnos cómo queremos que sea el mundo en el que vivimos. En su nuevo libro, El mercado y la globalización, Sampedro recoge las tesis del Foro Económico de Nueva York y del Foro Social de Porto Alegre; pasa de puntillas sobre algunas de las concepciones del mercado; y ataca sin demagogia la injusta situación internacional, dominada por un país como Estados Unidos, ese gigante herido que se niega a consentir un mundo mejor para todos. Si globalizamos algo más que la economía, sostiene Sampedro, lograremos «otro mundo posible». El planteamiento es atractivo porque, sin entrar en la política, recoge las inquietudes de quienes siempre defendieron que el progreso no ha de sumir en la miseria a la mayoría en beneficio de una minoría; porque las ideas se defienden con argumentos, y no con atentados contra bancos y sedes de grandes sociedades; y porque el autor de este trabajo maneja con rigor la lengua que utiliza. Solo que, incluso los profanos en la materia, echamos en falta algo más de profundidad en esta reflexión crítica. Y, si no fuera porque Sampedro tiene una trayectoria tan sólida como intachable, estaríamos tentados a pensar que se ha aprovechado del mercado para criticar al mercado; y de nuestro dinero para demostrarnos que sólo con dinero se puede comprar la «libertad» que tratan de vendernos los defensores de la economía globalizada. El hecho de que un libro que critica el mercado se haya convertido en uno de los más vendidos en la última feria no deja de ser una paradoja. Además, sus ciento cuatro páginas bellamente encuadernadas (e ilustradas por Santiago Sequeiros) serían apenas treinta si el tamaño de la letra y los espacios en blanco se redujeran a los habituales en una obra divulgativa. Por eso, aunque estemos convencidos de que hay «otro mundo posible», los lectores quisiéramos encontrar algo más que unas pocas ideas expresadas con claridad y buena prosa. Por ejemplo, no estaría mal que el libro respondiera a las atractivas preguntas que surgen de su propia contraportada: «¿cómo sería ese mundo?» «¿cómo lograr que el poder político de los gobiernos vuelva a controlar el hoy supremo poder

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económico transnacional?». A pesar de eso, en El mercado y la globalización, subyace la valentía de un hombre que ha sabido ganarse sus lectores, y no necesita entrar en una polémica de actualidad que podría hacerle perder algunos. Subyace también el propósito didáctico de un catedrático de economía que consigue una obra para el gran público; y la lucidez de quien, a los ochenta y cinco años, ha decidido seguir pensando, comprometiéndose, y creando para nosotros «otros mundos posibles», en las páginas de una novela o de una obra de divulgación. José María Guelbenzu, Un peso en el mundo, Alfaguara, 1999 «No quiero ser Dios, pero quiero ser alguien. Quiero saber que tengo un peso en el mundo» (p. 121). Para enunciar esta frase, la protagonista de la última novela de Guelbenzu ha conducido cuatrocientos kilómetros, ha insultado a su interlocutor, ha llorado, ha tratado de esgrimir razones superficiales que explicaran su estado... Una vez formulado su deseo más íntimo, esa mujer habrá de recorrer la parte más difícil del camino: bucear en las heridas, tratar de dilucidar qué es «tener un peso en el mundo», y tomar partido. Porque ese deseo sólo le deja dos opciones: o asumir la «insoportable levedad del ser», con la desazón que producen las elecciones que sabemos erróneas de antemano; o tomar una decisión dolorosa y excluyente, que la privará de sus muletas y sus máscaras, y la dejará desarmada para siempre. Un peso en el mundo plantea una reflexión sobre el hombre contemporáneo, que se siente desgarrado por la insatisfacción aunque posea lo que hace unos años se consideró la panacea de la felicidad. A quienes conozcan las primeras obras de Guelbenzu, esta frase puede inducirles a creer que Un peso en el mundo exige un gran esfuerzo intelectual. Si a ello añadimos que carece de narrador, muchos se alejarán de la tentación de leerla. Por eso, conviene aclarar desde el principio que, a esta novela, le sobran recursos para atraer al lector: el diálogo nunca desfallece, la trama tiene fuerza, las escenas se suceden con soltura, y la estructura está perfectamente equilibrada. Pensarán que es demasiado atrevida la afirmación, pero estoy segura de que Un peso en el mundo será una de las mejores obras que se editen este año. Con ella, Guelbenzu (Madrid, 1944) ha logrado crear su novela más ambiciosa, y mantenerse fiel a su trayectoria como escritor. Una trayectoria que comenzó con El mercurio (1968), ese texto que asumía explícitamente su condición de «derivado de otros textos», y nos mostraba unos personajes que leían y vivían en el desarraigo. El mercurio se publicó cuando nuestra literatura necesitaba una renovación urgente (que ya había sido ensayada por Tiempo de silencio), cuando los autores de nuestro país empezaban a conocer las novelas de los escritores hispanoamericanos (Vargas Llosa, García Márquez, Carpentier), y las de los españoles exiliados (Sender, Ayala, Max Aub). Esas circunstancias hicieron que los de «la generación del 68» acercaran al lector a unos modos de escribir y de leer poco usuales, conectando con la vanguardia interrumpida

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por la guerra, y liquidando una literatura social cada vez más simplista y menos satisfactoria. La renovación de El mercurio no sólo afectaba a la forma del relato, sino también a su contenido. Por ello, a las influencias de Durrell, Joyce, Kafka, Rimbaud y Quevedo, el propio autor añadía la de Cortázar (por sus planteamientos morales), y la de las técnicas del cine, el jazz y el cómic. Tras esa primera novela, Guelbenzu moderó la experimentalidad en Antifaz (1970), para después centrarse en testimonios de personajes solitarios, atormentados y acechados por la imposibilidad de comunicación. El pasajero de ultramar (1976), La noche en casa (1978) y El río de la luna (1981) emplean recursos estructurales novedosos para expresar la dialéctica del hombre consigo mismo y con el exterior. Ya en ellas se apunta el camino de sus siguientes creaciones: El esperado (1984), La mirada (1987), La tierra prometida (1992) y El sentimiento (1995) suponen una apuesta por la introspección que une lo moral y lo psicológico. Una apuesta en la que profundiza con Un peso en el mundo, novela en la que, además, continúa con su escritura arriesgada, al presentarnos exclusivamente el diálogo de dos personajes. En narrativa, el arte del diálogo es uno de los recursos más complicados de desarrollar: requiere un ritmo apropiado, un tono que lo haga creíble, y un asunto que lo convierta en necesario. Al prescindir del narrador, Guelbenzu da un salto al vacío, y consigue caer de pie. Y es que no es fácil que dos personajes que hablan nos aporten los datos imprescindibles para seguirlos, sin incurrir en explicaciones inverosímiles; no resulta sencillo insertar poesía (Keats, Baudelaire, Yeats, Byron) y filosofía (Kant, San Agustín, Platón, Sartre) sin que el tono conversacional se resienta. Por si eso fuera poco, Guelbenzu ha logrado el «más difícil todavía»: ubicar al lector, y hacerlo partícipe de las reacciones de los personajes, sin necesidad de acotaciones. Así, por medio el diálogo desnudo, vamos conociendo a una mujer, de unos cuarenta años, que se ha trasladado hasta un pueblecito del norte para hablar con Fausto. Él fue su profesor en la universidad, y ella necesita aclarar sus ideas. En los días que pasan juntos, se apoyan, se enfrentan, se acaloran, sufren y comparten. Y Fausto obliga a la mujer a tomar conciencia de sí misma, a saber que «ser mejor es algo parecido a merecerse la felicidad» (p. 296). Mientras la relación entre ambos se transforma, la figura de ella se va perfilando a través de sus palabras y de sus actos. Y, cuando ya pensábamos que Guelbenzu se había encariñado más con su anónima protagonista que con el viejo profesor, Fausto empieza a desnudarse tras un biombo traslúcido que sólo al final del relato se hará transparente. Como señalaba el autor (Babelia, 20-2-99), «cualquier persona que intente hacer algo bien, se juega algo». Eso lo sabe Fausto, lo descubre la mujer, lo experimenta Guelbenzu en su escritura. Y lo asumirá cualquier lector capaz de arriesgarse con una obra que es clara sin caer en la superficialidad, que habla del hombre contemporáneo sin aludir a los tópicos, que sorprende sin deslumbrar. Un peso en el mundo se disfruta como disfrutamos de la conversación con esos pocos amigos que no nos dicen lo que queremos oír, sino lo que no nos atrevemos a enunciar. Por eso, conviene guardarla bien: quizá hayamos de releerla cuando la búsqueda de

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nuestro peso en el mundo ponga en peligro esa seguridad que tratamos de forjar cada mañana. José Ovejero, Qué raros son los hombres, Ediciones B, 2000 ¿Se ha planteado alguna vez por qué decidimos comprar un libro? Los expertos en mercadotecnia sí lo han hecho, y han concluido que sólo la tercera parte de los libros se selecciona de forma impulsiva. Para el resto de las adquisiciones, se sigue la intuición, la recomendación de amigos, y la crítica de diarios y revistas. La Cambra del Llibre de Catalunya ha llegado a establecer, en orden decreciente, los factores que determinan la compra. La lista está encabezada por el tema, seguido del autor, el precio, el consejo de los conocidos, el estilo literario, y las críticas que la obra ha recibido. Es decir, que en ningún momento se contempla que un título pueda influir en la elección. Sin embargo, he de confesar que, en esta ocasión, todo comenzó por el título. Me pareció llamativo, provocador, incluso divertido. Supongo que lo mismo pensó el escritor, o quienquiera que se lo pusiese. Sólo después descubrí que José Ovejero (Madrid, 1958) no me era del todo desconocido. Este licenciado en Geografía e Historia, dedicado a la interpretación, y afincado en Bruselas, es autor de China para hipocondríacos, obra que ganó el Premio Grandes Viajeros 1998. Además, se había acercado a la literatura con el poemario Biografía del explorador, con Cuentos para salvarnos a todos, y con las novelas Añoranza del héroe y Huir de Palermo. Sus protagonistas habituales, esos héroes modernos y algo trágicos, están presentes también en Qué raros son los hombres. Ante todo, hemos de decir que éste es un libro dispar, compuesto por diez relatos que tratan de mostrarnos el «eterno masculino». Por sus páginas desfilan hombres que viajan a Cuba, y se resisten a convertirse en prototipos del españolito que se permite echar una cana al aire con una mulata; maniacos que llaman a una mujer siempre a la misma hora; heterosexuales que observan con curiosidad a los homosexuales con los que conviven; profesores de tenis de señoras maduras; padres que desean a sus hijas o que basan su vida en la posesión de un automóvil; divorciados que no soportan un retraso mínimo; «progres» que no perdonan que los demás hagan lo que ellos predican... Personajes a los que trata con ironía o con cariño. Personajes que consiguen atraernos o que nos dejan indiferentes. Como los hombres. En las ambientaciones, se nota que José Ovejero no reside en España. En los relatos, que sólo a veces consigue hilvanar todas las hebras que convierten un puñado de líneas en algo que llega al lector, hay frases bien construidas y aseveraciones profundas junto a argumentos tópicos y finales mal resueltos. Cuentos que no aportan nada («Los conquistadores») y relatos sugerentes («Las penas del infierno», «El peso de las horas»). Aunque «los hombres sólo se parecen a sí mismos» (p. 122), a veces, una pareja consigue que estar juntos se convierta «en una costumbre sin sabor a rutina» (p. 212). Por eso, si lo que el autor pretendía demostrar es lo que ya sabíamos (que los hombres son tan raros como las mujeres, y en ello

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reside su atractivo), José Ovejero ha cumplido su propósito. Pero si trataba de conseguir un volumen de relatos de calidad sostenida, tendrá que exigirse más a sí mismo, porque, en algunos momentos, nos parece que, de su libro, puede afirmarse lo que una de sus protagonistas afirma de los hombres: «lo atractivo [...] es su fachada». O, lo que es lo mismo, su título. José Saramago, Memorial del convento, Alfaguara, reedición de 1998 La figura Saramago (Azinhaga, Portugal, 1922) siempre ha estado rodeada de polémica. El Vaticano lo define como un «comunista recalcitrante», y el subsecretario de cultura portugués Sousa Lara vetó El evangelio según Jesucristo (1991) para el premio Europa, por considerar que atentaba contra el catolicismo. Ni la calidad de su prosa, ni los doctorados honoris causa por las universidades de Turín, Sevilla y Pisa, ni la admiración de grandes autores preocupados por los derechos humanos consiguieron impedir la controversia y el autoexilio. Por eso, aunque llevaba varios años apareciendo como candidato al Nobel, la concesión de este premio en 1998 no dejó de ser una sorpresa. En nombre de la Academia Sueca, el catedrático Kjell Espmark valoraba «la ironía, la simpatía y la distancia sin distancia» de las novelas de Saramago, y decía esperar que «con este premio se anime a conocer su obra un numeroso público». Al repasar esas declaraciones, pensé que el prestigio del Nobel podría alentarnos a algo que, a buen seguro, satisfaría a Saramago: tal vez, gracias al conocimiento de su producción literaria, empecemos a superar la secular indiferencia española por nuestro país vecino. Porque, leyendo a Saramago, comprendemos que la frontera que nos separa es menos importante que todo lo que nos une. Y captamos las sensaciones que los portugueses transmiten a sus visitantes: una dulzura expresada sin alarde, un espíritu crítico que no amarga, una «saudade» que no evita el vitalismo, y un detenerse en los detalles más ibérico que europeo. Son rasgos que se perciben, especialmente, en la trilogía que consolidó a Saramago en el mundo de las letras (Memorial del convento, El año de la muerte de Ricardo Reis y La balsa de piedra), y en sus libros posteriores (Historia del cerco de Lisboa, El evangelio según Jesucristo, Casi un objeto, Viaje a Portugal, Ensayo sobre la ceguera, Cuadernos de Lanzarote y Todos los nombres). Aunque Saramago publicó su primera novela en 1947, fue Memorial del convento (1982) la obra que le otorgó la valoración de la crítica no condicionada por criterios extraliterarios. En las páginas de Memorial del convento, documentación e imaginación se dan la mano para sorprendernos. Cuando creemos estar leyendo un relato sobre reyes portugueses del siglo XVIII, nos descubrimos ante una historia de amor en la que nadie habla de amor. Cuando confiamos en una prosa tradicional, nos sumergimos en una puntuación que dicta sus propias reglas. Cuando nos preguntamos quién es el narrador omnisciente, éste se limita, se comenta a sí mismo, se multiplica cambiando de persona y de perspectiva. Cuando consideramos la minuciosidad de la ambientación histórica, los anacronismos intencionados

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aparecen para darnos una nueva visión del mundo. La aparente sencillez de su prosa oculta la complicada estructura de Memorial del convento, y hace patente la posición crítica de José de Sousa (ése es el auténtico nombre de Saramago) frente a las instituciones: la Iglesia y la nobleza coartan las libertades, obstruyen el progreso, y condicionan la vida de un pueblo que no puede sino volverse hipócrita, conservador y entrometido. Es un placer leer esta novela que aúna magia e historia, y cuestiona lo establecido sin romper con la ficción (su ritmo sólo decae en algunas páginas de descripción excesivamente exhaustiva). Saramago merece ser paladeado con tanta calma como su país. Y Memorial del convento se convierte en una novela tan esclarecedora como El año de la muerte de Ricardo Reis (1984) para adentrarnos en el mundo literario de este polémico portugués. Josefina Pla, in memoriam El correo electrónico plagado de dolor de Guido Rodríguez Alcalá (uno de los mejores escritores de la literatura paraguaya actual) me anunciaba la muerte de Josefina Pla once días después de comenzar el año. Se trataba de una noticia especialmente triste ya que, siendo española de origen, la ignorancia de su obra en nuestro país no tiene visos de cambiar. Y ello a pesar de que, en España, Josefina Pla obtuvo la Medalla de Oro de Bellas Artes 1995, fue postulada para el Premio Cervantes 1989, y nombrada Miembro Correspondiente de la Real Academia de la Historia y Dama de la Orden de Isabel la Católica. La importancia de su figura viene avalada por algo todavía más importante que los premios (como el de la Sociedad Internacional de Juristas, por su defensa de los derechos humanos), los nombramientos (miembro de las Academias de la Historia de Colombia, Puerto Rico y Paraguay, «Doctora Honoris Causa» de la Universidad Nacional de Asunción, y «Mujer del año 1977» en Paraguay), los trofeos (como el Ollantay de Venezuela, por su investigación teatral), y las medallas (como la del Ministerio de Cultura de Brasil): Josefina Pla contaba con el reconocimiento de todos los autores y artistas del país en el que pasó la mayor parte de su vida. Esa unanimidad, difícil en cualquier medio, resulta particularmente llamativa en un lugar donde el reducido ámbito intelectual está plagado de rencillas, donde la larga dictadura stronista maleó la vida cultural llenándola de favoritismos y de enfrentamientos personales. Josefina Pla, de orígenes valencianos, había nacido a principios de siglo en Isla de Lobos (Canarias). En 1924, conoció en Villajoyosa al ceramista paraguayo Julián de la Herrería, y se casó con él dos años más tarde. Ya en su país adoptivo, ejerció como ceramista, pintora, ensayista, crítica, periodista y profesora. Además, fue propietaria y directora del Museo de Cerámica y Bellas Artes. Y desarrolló una gran actividad literaria marcada por el intimismo, por la influencia del simbolismo, la poesía pura y el relato conversacional. Fue la única mujer del grupo poético Vy'a raity, surgido en la Asunción de los años cuarenta, e integrado por autores como Augusto Roa Bastos y Elvio Romero. Además de sus quince volúmenes

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poéticos, escribió literatura infantil, una treintena de obras teatrales, un buen número de cuentos y una novela. Helio Vera, probablemente el mejor de los cuentistas paraguayos actuales, afirmaba (Noticias, 17-1-99): «Josefina Plá fue una de esas personas excepcionales que dio a la cultura todo lo que pudo dar. No sólo en cantidad sino también en calidad [...]. Como narradora, como poetisa y como crítica, Josefina Plá deja una obra cuyo conjunto impresiona por su coherencia y por su rigor estético [...]. Josefina Plá logró lo que casi nadie alcanza: una función emblemática en la cultura paraguaya. Y, como mujer, ocupó un espacio que ya quisieran para sí muchos escritores de pelo en pecho». La coordinadora del Taller «Cuento Breve» de Asunción, Dirma Pardo, me contaba que Josefina fue enterrada en el Cementerio Español de la capital paraguaya. Sin embargo, los medios de comunicación de nuestro país ni siquiera se han hecho eco de su muerte. Valga este artículo como modesto homenaje a una gran escritora y artista, que supo defender con pasión su condición de persona y de mujer, y que apoyó a cuantos se acercaron a reclamar su mecenazgo. Ojalá el público español pudiera acceder a la obra de quien, habiendo crecido en nuestra tierra, trabajó sin desaliento en ese rincón postergado de América Latina. Y ojalá otros valiosos autores del continente gozaran de mejor suerte que Josefina, y consiguieran penetrar en este país que les dio su lengua y los condenó al olvido. Juan Carlos Arce, El matemático del rey, Planeta, 2000 Si algún subgénero parece estar en alza en la literatura universal, éste es el de la novela histórica. Lukács, en su célebre estudio de 1966, constató su nacimiento en el siglo XIX, y lo vinculó a la Revolución Francesa (que favoreció el desarrollo de la burguesía, y el sentimiento popular de ser parte de la historia). No obstante, la tendencia más común en nuestros días, la «nueva novela histórica», tiene pocas de las características de su predecesora decimonónica: cuestiona las versiones oficiales, y se acerca a los acontecimientos sin la «distancia épica» a la que las obras clásicas nos tenía acostumbrados. En nuestro país, la nueva etapa de esplendor de la novela histórica empezó tras la muerte de Franco, cuando el público lector encontró en ella un medio para conocer el pasado, y entender el presente. Tantos fueron los relatos sobre la historia del periodo franquista que, ya en 1978, Juan Marsé los parodió en La muchacha de las bragas de oro. Por otra parte, su auge se ve acreditado por los numerosos premios literarios que han recaído en novelas de tema histórico; por los éxitos de ventas de las obras de Eco y Yourcenar; y por la favorable acogida que el subgénero ha tenido en narradores tan dispares como Arturo Pérez Reverte, Julio Llamazares, Antonio Muñoz Molina, Lourdes Ortiz, José Luis Sampedro, Juan José Armas Marcelo, Paloma Díaz-Mas, Rosa Chacel, Raúl Ruiz, Jesús Fernández Santos, Eduardo Mendoza y Luis Mateo Díez, por citar sólo algunos. Parece que el tema del franquismo y de la guerra civil sigue siendo un motivo recurrente en la novela del cambio de siglo, pero ya no lo es tanto

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como a comienzos de la democracia: nuestros escritores han vuelto su mirada hacia otras épocas y otros problemas que, no por lejanos, resultan menos interesantes. Y, quizá, uno de los momentos con los que el lector actual (tan acosado por el concepto de «crisis», en su acepción etimológica de «cambio») se siente más identificado es el Barroco, con sus tensiones entre lo material y lo espiritual, sus excesos, su ruptura de lo racional y lo canónico. Juan Carlos Arce (Albacete, 1958) ha situado El matemático del rey en la corte de Felipe IV, para fotografiar esa época de renacimiento científico, de luchas políticas y corrupciones económicas. Ha sazonado su historia con algunos asesinatos, un amor que perece por falta de comprensión, y otro que lucha a pesar de la sociedad. Y ha hecho convivir a diplomáticos y ladrones, a científicos y truhanes, cuestionando así unas instituciones que prefieren el inmovilismo a la verdad. Es decir, que, como viene sucediendo en otras novelas históricas recientes, ha mezclado el subgénero con los recursos de la novela de aventuras y la sentimental. Juan Lezuza es el vehículo de tal entramado: un matemático enamorado del cielo y sus misterios, que, como tantos otros, ha descubierto que la Tierra gira alrededor del Sol, y por ello ha de enfrentarse a una Inquisición empeñada en no cuestionar ni una línea de la doctrina oficial. Se plantea, de ese modo, una trama atrayente, desde la que abordar los entresijos de una época, y algunos temas tan intemporales como el de las dificultades que pone la sociedad al individuo para alcanzar la verdad, y vivir en concordancia con ella. Pero Arce no ha sabido prescindir de algunas repeticiones machaconas que dicen poco a favor del concepto que el escritor tiene de sus lectores; ni ha querido profundizar en el eje central de la novela a costa de sacrificar los temas adyacentes, tal vez por creerlos más interesante para un público acostumbrado a la fórmula del best-seller. Por ello, podemos afirmar que se trata de una novela atractiva y razonablemente bien escrita, pero que no alcanza el nivel deseable. Y es una lástima, porque su creador (acostumbrado al lenguaje teatral, ganador de premios de relatos, y autor de la novela Melibea no quiere ser mujer) podría explotar mejor sus recursos, si dejara de lado lo típicamente comercial. Juan José Millás, Dos mujeres en Praga, Espasa, 2002 La obra ganadora del Premio Primavera 2002, Dos mujeres en Praga, invita a un juego que nos lleva a través de la omnisciencia de un narrador-testigo que, poco a poco, nos ofrece las pistas para que entendamos el porqué de su falta de limitaciones. En ella, Juan José Millás (Valencia, 1946) mantiene los ejes temáticos de su producción anterior: la presencia de seres angustiados; y la tendencia a hacer de la literatura un medio para tratar sobre la propia literatura. Como El desorden de tu nombre (1986), Dos mujeres en Praga introduce un personaje-escritor; como No mires debajo de la cama (1999), esta novela vuelve a la reflexión metaliteraria; como en Cerbero son las sombras (Premio Sésamo 1974) y en La soledad era esto (Premio Nadal 1988), se adentra en los entresijos de la soledad; como en

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El jardín vacío (1983), la memoria sirve para que el hoy y el ayer se relacionen; como en Papel mojado (1983), vida y escritura rivalizan; como en Volver a casa (1990), se acerca a la suplantación de la identidad; y, como en Tonto, muerto, bastardo e invisible (1995), encontramos personajes cuyo pasado ha sido una farsa. Luz Acaso acude a Álvaro Abril para que éste redacte su biografía; pero, en cada entrevista, le va narrando una vida que desmiente la información anterior. María José, que quiere ser escritora, se instala en el piso de Luz, porque su cocina le hace tener la sensación de estar en una ciudad que no conoce: Praga. Álvaro, que alcanzó el éxito con su primera novela, y no consigue concebir nuevas historias literarias, empieza a inventarse una vida que acabará convergiendo con la de Luz. Y el narrador, un periodista que en su día publicó un cuento, se siente atraído por las coincidencias entre ese relato y lo que Álvaro le narra. En medio de esa maraña de cajas chinas, donde cada historia es el resultado de otra, la vida y la invención de la vida no tienen límites ni para quienes las perfilan: María José le regala al narrador el título de la novela que nosotros leemos («Dos mujeres en Praga suena bien [...]. No escribo novelas, pero si algún día me decido, te tomaré la palabra», p. 172); y no se elude autocrítica metaliteraria («no le parecería creíble en la ficción, y sin embargo acababa de suceder en la realidad», p. 106; «todo es demasiado novelesco», p. 115). Así, la literatura y la vida se funden: «la vida está llena de novelas» (p. 144), «todo el mundo cree que su vida es un best-seller» (p. 153), «estaba siendo víctima de una ficción» (p. 163), «leí la carta [...] asombrado por la mezcla que había en ella entre realidad y ficción. Comprendí que toda escritura es una mezcla diabólica de las dos cosas» (p. 209). Una mezcla que Millás ha amalgamado con acierto, ha amasado con cuidado, ha cocinado con mesura, y nos ha servido sobre un hojaldre de palabras, entre cuyas capas no encontramos sino otras palabras que configuran otras historias. Se aconseja servir con una copa de vino blanco y frío, porque fría es la soledad de esos protagonistas desesperados que sólo encuentran en la ficción el motor de sus realidades; y frío el sentido crítico de este autor, que desentraña nuestra sociedad manteniéndose fiel a sí mismo gracias a su ironía. Juan Marsé, Rabos de Lagartija, Areté, 2000 Rabos de lagartija pone fin a los siete años pasados sin esos barrios barceloneses en los que los personajes sólo escapan de la mediocridad cotidiana a través de los sueños. Marsé ha ido creando un universo literario propio desde su primera novela, y se ha mantenido fiel al mismo en toda su producción. Por eso, los lectores de Marsé encontrarán en la prosa de Rabos de lagartija muchos elementos que les resultarán familiares. Este barcelonés de sesenta y siete años formó parte la llamada generación del medio siglo, la de los escritores del realismo social que, a partir de los años cincuenta, decidieron usar la novela para denunciar la situación

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española. Desde comienzo de la década hubo obras en las que se llevó a cabo esa denuncia, como Las últimas horas (1950, J. Suárez Carreño), La colmena (1951, C. J. Cela), La noria (Premio Nadal 1952, L. Romero) y Los bravos (1954, J. Fernández Santos). Pero fue en 1956 cuando los editores Seix y Barral llegaron a un acuerdo con varios escritores para usar la narrativa como arma de oposición al régimen franquista. Al contrario que la mayoría de los integrantes de su generación, universitarios de clase media-alta que trataban de denunciar la situación de los obreros y campesinos españoles, Marsé era autodidacta y conocía bien las circunstancias de la clase obrera: a los trece años comenzó a trabajar, y hasta los veintiséis vivió de su salario en un taller de joyería. Ni sus colaboraciones en Ínsula desde 1958, ni el premio Sésamo 1959 por su relato Nada para morir lo alejaron del mundo laboral: en 1959 se trasladó a Francia, donde tuvo que continuar ejerciendo diversas profesiones. Aunque la crítica estaba ya patente en sus dos primeras novelas (Encerrados con un solo juguete, 1960; y Esta cara de la luna, 1962) fue la tercera, Últimas tardes con Teresa (Premio Biblioteca Breve 1965; llevada al cine en 1984), la que supuso un hito en la evolución del realismo social. Últimas tardes con Teresa desarrollaba la crítica característica de este movimiento (a través de la historia de amor de una señorita de la alta sociedad catalana y un muchacho de los barrios bajos), pero lo hacía desde planteamientos formales innovadores: mezcla de registros, uso de la parodia, introducción de la subjetividad del narrador, y combinación de la tradicional tercera persona y una novedosa segunda persona autorreflexiva. Esta simbiosis de crítica social y renovación formal se mantuvo en sus obras posteriores, en las que, desde La oscura historia de mi prima Montse (1970, más tarde llevada al cine), la memoria adquirió un valor fundamental. En 1973, Marsé recibió el Premio Internacional de Novela de México por Si te dicen que caí, que no había podido ser publicada en España. El levantamiento de su secuestro en nuestro país, en 1977, convirtió esta novela en un auténtico éxito de ventas durante la transición. Manteniéndose fiel a sus escenarios, sus críticas, su lenguaje y la importancia de la memoria y la oralidad, Marsé consiguió el Premio Planeta 1978 por una obra que no tardó en ser convertida en película: La muchacha de las bragas de oro, una metanovela que caricaturiza la figura de un viejo falangista que recrea e inventa el pasado. Volvió a las memorias ficticias en Un día volveré (1982), donde presenta el tema del franquismo con un tratamiento imaginativo, que se repetirá en su libro de relatos de Teniente Bravo (1987), y en su novela de intriga Ronda del Guinardó (1984, Premio Ciudad de Barcelona), donde pone la tensión al servicio de su propósito de contar una historia. En la década de los noventa, Marsé abrazó la novela de aventuras con El amante bilingüe (1990, Premio Ateneo de Sevilla), una obra paródica que analiza irónicamente los problemas lingüísticos catalanes; y con El embrujo de Shangay (1993, Premio de la Crítica y Premio Europa), en la que volvió a recuperar el tema de la posguerra española. Tras publicar Un paseo por las estrellas (1995), recibió el Premio Juan Rulfo 1997 por Las

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mujeres de Juanito Marsé. Rabos de lagartijas hereda elementos de todas ellas: la subjetividad de Últimas tardes con Teresa se acrecienta hasta convertir ahora en narrador a un feto que observa lo que ocurre a su alrededor desde el útero materno; la memoria, que conducía la trama de La oscura historia de mi prima Montse y de Un día volveré, es el motor de esta novela que vuelve a usar el tema de la guerra como lo hiciera Si te dicen que caí; la parodia y la oralidad de La muchacha de las bragas de oro son, de nuevo, dos elementos fundamentales; el protagonista de Rabos de lagartija, David Bartra, aparecía ya en uno de los relatos de Teniente Bravo; el tiempo de la historia, 1945, coincide con el de Ronda del Guirnaldó; los sueños y la idealización del padre ausente ayudan a sobrevivir a David igual que ayudaron a la protagonista de El embrujo de Shanghai; y el tema de los «charnegos», tan presente en El amante bilingüe, se materializa a través de la figura del amigo maltratado por su tío. Además, se repiten las referencias al cine, el uso del diálogo, la figura de los héroes que dejan de serlo, el aparente desorden de la trama, la obsesión por los registros lingüísticos, y la moralidad de un escritor comprometido con la realidad y con la novela. Pero no todo es repetición de lo anterior: el mundo de David no es sólo el de la mediocridad y la escasez de la posguerra. David construye sus propias realidades a través de un perro, un amigo de su edad, un confidente que baja desde el recorte de una revista para hablar con él, y un padre que, aunque ausente, se le aparece para mostrarle «su verdad». Gracias a ellos, el protagonista emprende una huida que borra los límites de la realidad, y le hace vencer su odio por Galván, ese inspector que busca a su padre y se enamora de su madre. Sólo en el último capítulo, David, que ya ha superado los veinte años, decide optar por la verdad y perseguirla con su cámara para dar constancia de la situación en la Barcelona de 1951. Es ese capítulo el que da un salto en el tiempo, amarra los cabos sueltos, y concluye la historia de un modo algo precipitado. A esas páginas les falta la fuerza del resto de la novela... pero, a la vez, consiguen que Rabos de lagartija nos demuestre que, a pesar del paso de los años, Marsé sigue empeñado en demostrarnos que hay que comprometerse porque, como dice el padre de David, «si se pierde la memoria, se pierde todo». Laura Espido Freire, Melocotones helados, Planeta, 1999 El Premio Planeta, que nació en 1952 con el propósito de galardonar obras inéditas de narradores desconocidos, lleva años recayendo en famosos y «famosillos» que se han decidido a escribir novelas sencillas y fáciles de leer. Afortunadamente, la comercialidad y la calidad literaria a veces coinciden en la misma obra; y Planeta fue capaz de apreciarlo cuando premió a novelistas como Soledad Puértolas (1989), Antonio Muñoz Molina (1991) o Juan Manuel de Prada (1997). La concesión de este año ha supuesto otra agradable sorpresa. Aunque Laura Espido Freire (Bilbao, 1974) no fuera del todo desconocida en

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el mundo de las letras, se la puede considerar una escritora que está comenzando. Eso sí, que comienza con la fuerza de los que están convencidos de sí mismos. Esta colaboradora de la prensa abandonó Derecho para estudiar Filología, tras haber asistido a un taller literario. Centró su primera novela en la historia de una adolescente que, al madurar, aprende a odiar. Y, con menos de veinticinco años, consiguió que Planeta se la publicara. La crítica recibió Irlanda (1998) con entusiasmo; y la obra fue traducida al francés y al alemán al año siguiente de su edición en España. Esas traducciones coincidieron con la aparición de su segunda novela, Donde siempre es octubre (1999), en la que realiza una indagación onírica en la realidad, a través de la recreación de dos mundos paralelos. Melocotones helados (1999) es su tercera obra publicada, aunque, gracias al «empujón» del Premio Planeta, no tardaremos en tener en las librerías sus libros de relatos, hasta ahora inéditos. Melocotones helados cumple los requisitos del premio al que se presentó: se trata de una novela entretenida, sencilla y agradable de leer. Pero, además, está bien escrita, resulta interesante, y contiene una estructurada trazada con minuciosidad: es el juego temporal lo que da lugar a la historia de una familia cuyas protagonistas (las tres Elsas) parecen marcadas por una especie de destino siniestro. El narrador omnisciente de Melocotones helados hace que el tiempo gire sobre sí mismo para combatir el olvido. Y lo que creímos que iba a ser la explicación del pasado de Elsa grande acaba conduciéndonos a la tragedia de la soledad y las sectas que vive Elsa pequeña; al misterio de la desaparición de la niña Elsa; y, sobre todo, a la España de la Guerra Civil, en la que el abuelo se convierte en protagonista de amores, elecciones y sinsabores. Todas las historias no contadas van cobrando cuerpo en el relato, y el peso de la memoria, que cautivó a los narradores del grupo leonés, se convierte en la materia prima del texto. Entonces, la realidad y el mito pierden sus límites, como esas tres Elsas cuyos destinos parecen confluir. Y la prosa equilibrada de Espido Freire alza sus vuelos para conectar con esa familia de Aurelianos, Remedios y Arcadios que construyera García Márquez. Como ella, la familia de las tres Elsas se nos descubre con sus soledades, rebeliones y símbolos. Sin necesidad de recurrir a un exceso de datos históricos, Melocotones helados nos transporta a la España de la posguerra, y nos retrata la vida contemporánea de nuestro país. Sin ahondar demasiado en los personajes, la novela consigue crear seres cercanos y verosímiles. Sin alardear de artificios expresivos, la prosa oscila entre la agilidad y el lirismo. Sin buscar culpables, la memoria se erige en la única posibilidad de salvación contra el olvido. Esperemos que Laura Espido Freire sea capaz de mantener sus virtudes en futuras novelas porque, igual que «existen muchos modos de matar a una persona y escapar sin culpa» (p. 9), existen muchas formas de acabar con la calidad literaria de un autor. Una de ellas es presionarle para que publique sin tregua, y mantenga así la fama repentina que le dio el Premio Planeta.

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Leopoldo Alas, El extraño caso de Gaspar Ganijosa, Seix Barral, 2001 El nombre de Leopoldo Alas (Arnedo, La Rioja, 1962) se convirtió en uno de los símbolos de la posmodernidad madrileña. Algunos lo conocerán por su actividad como columnista, primero en El Mundo (1989-1999), y ahora en Diario 16. Para otros, será la voz que, cada tarde, pone los comentarios culturales en el programa Así es la vida, de Radio Nacional. Los aficionados a la poesía, sabrán de él por su labor como director (1987-1992) de la revista Signos, y como autor de unos poemarios (Los palcos, 1988; La condición y el tiempo, 1992; y La posesión de miedo, 1996) que aúnan la preocupación por el compromiso y por una estética que trata de romper con el clasicismo. A esas actividades literarias o paraliterarias, habría de añadirse que Alas ha escrito y estrenado las obras teatrales Última toma (1985) y La pasión de madame Artú (1992), codirige la colección Signos de Huerga y Fierro, y es autor de los libros de ópera Sin demonio no hay fortuna (1987) y Estamos en el aire (1997), y de los ensayos La orgía de los cultos (1988), De la acera de enfrente (1994), Hablar desde el trapecio (1995) y Los amores periféricos (1997). En el campo de la narrativa, había publicado los volúmenes de relatos África entera tocando el tam tam (1981) y Descuentos (1986), y la novela Bochorno (1991). Por tanto, El extraño caso de Gaspar Ganijosa es la segunda novela de un hombre que, desde hace veinte años, está dedicado plenamente a las letras. Tal vez por eso, el título de esta obra tiene resonancias literarias, que se confirman en los guiños, en la trama, e incluso en un protagonista dedicado a la docencia de la literatura. Gaspar Ganijosa es un cuarentón desengañado y solitario, que se refugia en la cultura, y predica la búsqueda del placer. Hasta que un día, unos versos de Lezama Lima rompen su monótona existencia para conducirlo a una extraña metamorfosis que, cuando se opera, lo convierte en un esclavo de su sexo. La trama, salpicada de referencias a literatos, músicos y filósofos, aliñada con descripciones casi costumbristas y con personajes fracasados, es un muestrario de las diversas formas de enfrentarse al amor, a la soledad, a la satisfacción de las necesidades básicas del ser humano. Todo ello desde la voz de un narrador que parece objetivo y omnisciente, y se desvela mordaz e irónico. El protagonista de El extraño caso de Gaspar Ganijosa, dominado por «su fabuloso falo» que despierta al ritmo de los versos, se verá abocado a transgredir sus inhibiciones, a romper las convenciones, a convertirse en un hombre brutal... a romper con todo lo que había creado para sentirse anclado a la sociedad y a la vida. Esta atractiva historia, que se relata con un lenguaje cuidado, rezuma imaginación, y expone sin piedad el estado de nuestra sociedad, tiene el aliciente añadido de demostrar que un libro puede cambiar nuestra vida. Lástima que ese libro no vaya a ser la novela de Alas. Porque parece que, como a Gaspar Ganijosa su vida, al autor se le ha ido de las manos su obra, pasando de la diversión crítica al vodevil, de las situaciones curiosas a las consecuencias esperables y absurdas. Alas confesaba en una entrevista que, con la creación de un protagonista homosexual, no había

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pretendido hacer una novela para homosexuales sino para que cualquier lector pudiera entretenerse. Lo hubiera conseguido, si hubiera medido mejor el devenir de su argumento. Luis Landero, El mágico aprendiz, Tusquets, 1999 Han pasado casi diez años desde que se editara la primera novela de Luis Landero (Alburquerque, Badajoz, 1948), Juegos de la edad tardía. El largo proceso de maduración de esa extensa narración al estilo cervantino, que conjugaba humor comprensivo y prosa esmerada, fue recompensado con el premio Ícaro, el de la Crítica, el Nacional de Narrativa, el de París y el Mediterranée Étranger. Semejante éxito inaugural hacía pensar que Landero, al igual que muchos autores españoles del momento, iba a comenzar a publicar sin tregua para no desaparecer del mercado. Afortunadamente, los pronósticos fallaron: Landero continuó trabajando a su ritmo, y sus nuevas obras no llegaron a las librerías hasta cuatro años más tarde. Además de El oficio de escritor, en 1994, aparecía su segunda novela, Caballeros de fortuna. Aunque fue el libro que lo confirmó en el mundo de las letras, Landero no suele hablar de él. Y es que Caballeros de fortuna fue escrita bajo la responsabilidad que conlleva el triunfo y, a pesar de su prosa cuidada, no alcanzó el nivel de su opera prima. Dos años después, se publicó Entre líneas, un discurso autobiográfico protagonizado por el profesor Manuel Pérez Aguado. Y ahora nos llega su tercera novela, El mágico aprendiz. En una entrevista reciente (Babelia, 30-1-99) Landero explicaba que el título surgió cuando leyó que Husserl era llamado «el mágico aprendiz»: enseguida relacionó el apodo con su personaje (y con la tarea del escritor). Pero las conexiones de Edmund Husserl (1859-1938) con la novela podrían ir más lejos: la «fenomenología» creada por este filósofo, que tanto influiría en Heidegger y Sartre, proponía que «toda intuición primordial es una fuente legítima de conocimiento» (Ideas: una introducción a la fenomenología pura, 1913); y el conocimiento que Matías Moro va adquiriendo, durante el año que abarca El mágico aprendiz, no procede precisamente de la razón. Matías Moro, al igual que Gregorio Olías en Juegos de la edad tardía, es un hombre maduro que lleva una vida monótona. Casualidad, curiosidad e intuición precipitan el nacimiento de unas «ilusiones tardías» (p. 118) que, como a Gregorio, lo hacen preguntarse si no estará soñando. Cuando Matías comparte algunas de sus fantasías con sus compañeros de oficina, éstos lo arrastran hacia una aventura donde lo sublime y lo mezquino se muestran como las dos caras de la misma moneda. Una aventura en la que los personajes crecen, se desnudan, dudan, se reafirman... y acaban siendo como las personas que todos conocemos. Porque sus vidas (como las nuestras) parecen «una novela» o una obra «de Bertold Brecht y de teatro épico» (p. 283) en la que no falta «algo de expresionismo» (p. 284). La prosa de Landero, deslizándose con la fluidez que sólo otorga la buena literatura, nos lleva a pensar que los sueños son posibles. Lo consigue sin engañarnos, sin dejar de poner una nota de humor y de ironía que, al

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distanciarnos de los personajes, nos permite verlos mejor. Por eso, en un juego pessoano, el mágico aprendiz de tardías aventuras se convierte en un héroe algo grotesco que jamás abandona su condición de ser humano, que roza el triunfo y fracaso con la conciencia de que no hay demasiada diferencia entre ambos. Quizá Landero podría habernos ahorrado algunas páginas de pensamientos repetitivos pero, aunque no lo haya hecho, El mágico aprendiz nos atrapa con la sencillez de lo cotidiano, con la naturalidad de su prosa trabajada, con la verosimilitud de unos personajes a los que no nos cuesta imaginar paseando por cualquier calle, preguntándose, en una tarde de invierno, dónde acaba lo real, qué es la magia del amor, hacia dónde van sus vidas. Luis Landero, El guitarrista, Tusquets, 2002 Hay autores de los que lo sabemos prácticamente todo: conocemos el timbre de sus voces, la expresión de sus rostros, sus manías cotidianas, el número de bastones o de ranitas que poseen, y hasta el nombre de sus perros, la marca de sus afrodisíacos y el laboratorio que fabrica sus antidepresivos. Son los habituales de las tertulias radiofónicas, los saraos pseudoculturales, y el papel couché de las revistas del corazón. Y muchos lectores se acercan a sus obras como un modo más de aproximarse a la figura pública en la que ellos se han convertido. De otros escritores, sólo poseemos los datos que nos aportan las solapas de sus libros. Para ganarse sus adeptos, han contado con el aliciente exclusivo de su prosa; y sus nombres han llegado a constituir un sello de garantía de calidad. Luis Landero (Alburquerque, Badajoz, 1948) pertenece a esa segunda clase de autores, a la que afirma que es mucho más literario quedarse en casa leyendo una novela que asistir a los actos de presentación de otra. Si no fuera así, puede que el mayor atractivo de El guitarrista residiera en averiguar hasta qué punto coincide el autor con Emilio, ese protagonista que, como Landero, «cuando ni siquiera sospechaba que algún día llegaría a ser escritor» (p. 13), fue guitarrista de flamenco, aprendiz en un taller mecánico, y estudiante en una academia nocturna. Afortunadamente, la propia dinámica de la novela nos disuade de tales averiguaciones. Resulta irrelevante si lo narrado refleja las experiencias vitales del escritor, porque estamos ante una obra plenamente literaria. Tan literaria como esa excelente opera prima, Juegos de la edad tardía, con la que alcanzó el premio de la Crítica, el Nacional de Narrativa, el Ícaro, el de París y el Mediterranée Étranger. Desde entonces, han pasado trece años. Tiempo suficiente para madurar tres novelas (Caballeros de fortuna, 1994; El mágico aprendiz, 1999; y la que ahora comentamos) presididas por personajes que llevan unas vidas monótonas y solitarias, antes de que en ellas arraigue una ilusión que los transforma. Sin embargo, hay cambios sustanciales en esta nueva entrega. El más evidente es el paso de la tercera a la primera persona del relato. Ese giro implica acortar distancias: se pierde parte (sólo parte) de la ironía bondadosa con la que los narradores anteriores nos presentaban a sus criaturas; y, a cambio, se gana en frescura, en intimismo, en densidad y

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en misterio. Como todos los hechos pasan por el tamiz de la visión de Emilio, sólo el lector puede subsanar la falta de omnisciencia, y decidir si la perspectiva del narrador limitado refleja o distorsiona la realidad. Así, ignoraremos siempre con quién tuvo el protagonista su iniciación sexual en medio de una oscuridad llena de cuerpos anónimos; nunca sabremos si Raimundo ha renunciado definitivamente a sus ilusiones para asumir el papel de agricultor casado y fracasado; y, sobre todo, siempre nos quedará la duda de si Adriana jugó desde el comienzo con Emilio, construyó ese romance como fruto de una enfermedad mental, o se inventó una historia para no admitir sus miedos. Otra de las diferencias entre las novelas anteriores de Landero y El guitarrista es que la última no está protagonizada por un hombre maduro que busca un modo de salir de una existencia anodina, sino por un muchacho. O, mejor dicho, Emilio, que ha de tener en el momento de narrar la misma edad que tiene Landero al escribir, relata lo que le sucedió «hace unos treinta y cinco años» (p. 29), cuando era sólo un adolescente «dispuesto a comprar a cualquier precio una certeza» (p. 303). Estamos, por tanto, ante una novela de aprendizaje. Sin embargo, se trata de un discurso abierto: nos quedamos sin conocer si, al final, el personaje opta por el París bohemio de los artistas o por la vuelta al duro mundo laboral conjugado con los estudios, en medio de la soledad y la falta de perspectivas. Poco importa lo que le sucediera a Emilio al día siguiente de aquel en el que acaba la novela, porque el mayor acierto de Landero es hacer desfilar ante nosotros a unos seres que cobran vida en las páginas: como el resto de sus personajes, los que pululan por esta novela nos resultan seres cercanos y comprensibles. No hay héroes, sólo gente que busca una vía de escape para huir por un momento de la mediocridad: Emilio se balancea entre la penuria y el arte; su madre, entre la lucha por la supervivencia y unas pasiones que nunca sabemos si ella vive o Emilio imagina; su primo Raimundo, entre el alcoholismo y el sueño de la fortuna; su jefe, don Osorio, entre la perversión y el amor ilimitado; Adriana, entre la teatralidad y la sublimación; y el elenco de desesperados que quieren ser artistas, entre la realidad del fracaso y la utopía de la fama. Tras esa galería de personajes, en la que ni los más secundarios parecen planos, subyace una reflexión sobre el arte como tabla de salvación. La música y la literatura pueden transformar a un hombre: ambas implican singularizar la realidad, porque sólo así se puede comunicar lo que se pretende. Landero (como Rodó cuando advierte: «un escritor es, más que nada, alguien que posee el don del asombro y sabe transmitirlo», p. 231) lo sabe y lo practica: hasta las anécdotas más intrascendentes se narran con morosidad, y adquieren visos de grandes hechos imprescindibles para el relato. Se trata, una vez más, de la recreación cervantina de la historia, atravesada por el afán minucioso del realismo decimonónico que, en este siglo XXI, se hallan actualizados en la pluma de Landero, penetrados por un humanismo pesimista y generoso, y encarnados en personajes que dedican su «vida a perseguir un sueño» (p. 303), sin atreverse a soltar las amarras que los atan a la realidad. Así, los límites entre la verdad y la ficción se tornan ambiguos: en la mente de Emilio («prefería quedarme en casa leyendo novelas de aventuras,

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que me resultaban más reales y excitantes que las aventuras de verdad», p. 111); en la concepción del mundo de Adriana («es una locura [...] Así comienzan siempre las tragedias», p. 205; «pensaba que todo esto era un juego [...] como en las películas o en las novelas. Cosas que los enamorados se inventan por el puro gusto de inventar», p. 307); en el relato de Raimundo («¿te va gustando mi historia, primo? ¿a que parece una novela?», p. 56); y en el de este escritor que ha sabido llevar su pasado al territorio de la literatura, donde la verosimilitud ocupa un rango más alto que la verdad. María García Lliberós, Como ángeles en un burdel, Algaida, 2002 María García-Lliberós (Valencia, 1956) es una economista que ha dirigido los Medios de Comunicación de la Comunidad Valenciana, y que se declara apasionada por la literatura. En los años noventa, su narrativa empezó a editarse, y a cosechar diversos premios: el Gabriel Sijé para La Encuestadora (1992); el de la Crítica de la Comunidad Valenciana para Equívocos (1999), novela con la que también fue finalista del Ateneo de Sevilla; y, por fin, el mismo Premio Ateneo 2002 para Como ángeles en un burdel. En esta última, Angélica repasa su vida por medio de un cuaderno. Al principio, lo hace siguiendo el consejo de su psicólogo pero, cuando tal necesidad desaparece, continúa reconstruyendo su presente y su pasado. Así, conocemos su relación con el doctor Pellicer, un hombre que podría ser su padre, y que manipula la vida de Angélica hasta convertirla en una joven dependiente que habrá de buscar la libertad usando las mismas armas que han esgrimido contra ella. Estamos, por tanto, ante una novela de aprendizaje en la que no faltan ni sordidez ni soledad; y, sin embargo, el texto es un grito de esperanza, de reivindicación de la individualidad, de búsqueda de la felicidad. Como ángeles en un burdel enlaza, en muchos aspectos, con Equívocos: en ambas trata la autora de dar entidad a detalles cotidianos aparentemente intrascendentes; en las dos, aparece la sociedad actual como marco, y el cine como referencia; las dos reflejan el juego de verdades, mentiras y apariencias de unos personajes para los que el sexo y el amor adquieren una dimensión fundamental; y, aunque el motor de la acción de Equívocos fuera un hombre, las auténticas protagonistas de ambas son mujeres. Incluso algún personaje de Equívocos ha pasado a Como ángeles en un burdel para ocupar un lugar secundario; y la homosexualidad, desmenuzada en la novela anterior, aparece en ésta como guiño final. Sin embargo, a pesar de ese tono común, las diferencias son múltiples: en tanto que Joaquín vivía en Madrid, Angélica reside en Valencia (y de ahí el paisaje urbano perfectamente perfilado, los detalles multiplicados, la importancia de la luz); mientras el punto de vista de Equívocos era múltiple, todo el relato de Como ángeles en un burdel pasa por la interpretación de la protagonista (acentuándose así la introspección que, sin embargo, no evita las referencias a la situación político-social de la España del momento); y, si la estructura de Equívocos era fundamental en

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el relato, la de esta nueva novela se simplifica para tender a la linealidad. En las últimas páginas, la focalización única se rompe, en un intento de estructura circular que no conduce al final más afortunado de los posibles. Porque la historia de Joaquina y Marcelino, que aquí parece un añadido, tal vez hubiera podido independizarse en otra novela. Éste, junto a algún descuido lingüístico fácilmente subsanable, es el principal defecto de una obra en la que la protagonista adquiere una voz propia y dota al relato de un ritmo adecuado. Un relato que se acerca al universo femenino sin fórmulas recetarias, sin axiomas preconcebidos, sin el maniqueísmo propio de algunas novelas sobre mujeres. Manuel Vázquez Montalbán, Erec y Enide, Areté, 2002 El amor y la muerte. El eros y el tánatos. Son las dos fuerzas que mueven al ser humano, tanto para los griegos como para los representantes del amor cortés medieval; tanto para Freud como para los autores contemporáneos. Dos fuerzas, tres personajes, tres escenarios y tres formas de enfrentar la existencia. Eso es lo que conjuga la última novela de Manuel Vázquez Montalbán (Barcelona, 1939). Julio Matasanz recibe un homenaje en la Ría de Vigo, donde tiene que dar una conferencia para la que elige la reivindicación de la primera novela de Chrétien de Troyes (Erec y Enide). A través del relato de su estancia en Galicia, el lector va descubriendo a un hombre que, aparentemente, ha triunfado, pero que no ha conseguido romper la soledad ni con el apoyo de su mujer (Madrona) ni en los encuentros con su amante (la medievalista Myrna). Mientras, Madrona se esfuerza en lograr que esas navidades sean la ocasión de superar las distancias familiares. Para ello, Julio y su sobrino Pedro han de encontrarse, y reconciliarse. Pero Pedro y su compañera Myriam se hallan en Centroamérica, trabajando en un proyecto solidario. El reconocido profesor emérito, la mujer madura de buena familia y los jóvenes idealistas son los tres polos de una novela que se condimenta con otras muchas especias: las alusiones a hechos reales de actualidad; la transcripción de la conferencia de Julio, con su reflexión sobre el amor, y sus dosis de documentación erudita; los múltiples personajes secundarios que rodean a los protagonistas; y la peripecia de la feliz pareja de cooperantes, que ha de huir de las mafias centroamericanas. En medio de todo, varios aciertos: el tiempo, aunque ocupa apenas unas jornadas, parece alargarse gracias a la variedad de escenarios y anécdotas; se insertan con naturalidad datos autobiográficos en el contexto de la ficción (hecho muy común, últimamente, en nuestros escritores); se demuestra que el ser humano apenas ha cambiado a pesar del paso de los siglos; existe una evidente invitación a que volvamos a leer las novelas del ciclo artúrico, desde otra perspectiva; y, sobre todo, el personaje de Julio, con sus grandezas y sus miserias, resulta redondo, convincente y atractivo. Sin embargo, hay ocasiones en que la historia se fragmenta en exceso (se dedican demasiadas páginas a Dora y Pepón, en

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detrimento de la profundización en la soledad de Madrona); las aventuras de Pedro y Myriam rozan la inverosimilitud (el autor parece olvidar que lo que puede ser cierto, no tiene por qué ser verosímil); y algunos datos que ofrece el narrador en una página se contradicen en las siguientes. Aunque no hubieran venido mal algunos de los ingredientes a los que Vázquez Montalbán nos tiene acostumbrados (críticas más sutiles, historias más trabajadas, e ironías más atrayentes), Erec y Enide logra encararnos con el desengaño y con la esperanza, con la fuerza del altruismo y con la voz de la decrepitud. Y es que estamos ante una novela digna y entretenida, que admite varios niveles de lectura. Pero, el intento de complacer simultáneamente al lector que busca novelas de calado y al que lee sólo para distraerse, puede provocar que el primero se enoje con las trivialidades, mientras el segundo se aburre con las introspecciones y los discursos. Marta Echegaray, Alfonsina, Lumen, 2001 Casi al comienzo de Alfonsina, sabemos que fue la abuela de la protagonista quien «introdujo en su vida lo irreal, haciéndolo no sólo posible, sino probable». Es un arranque prometedor porque, cuando un lector se sumerge en una novela, casi siempre es eso lo que busca: que la ficción cobre vida en las páginas hasta convertirse en una verdad tangible. Y Alfonsina, como la literatura hispanoamericana que más se edita en nuestro país, conjuga el mundo cotidiano con la magia de lo inexplicado. Ella vive en un edificio de vecinos que se enfrentan a las goteras, los incendios, las discusiones por la instalación de un ascensor, y los rencores larvados. Pero tiene una mano de plata, e inventa amantes que acaban visitándola. Para conjugar esos dos mundos que conviven al mismo nivel, Marta Echegaray, que ya había publicado dos libros de cuentos y una novela, ha estructurado esta obra en tres partes. En la primera, «Alfonsina cumple años», el narrador nos muestra a su protagonista el día de su cuadragésimo aniversario, para dar un salto hasta su infancia, habitada por los relatos de la abuela Alba, sobre caballeros capaces de darlo todo por sus damas. Una infancia compartida con su hermana Guiomar y sus padres que, muertos los tres poco más tarde, no renuncian a visitarla en forma de fantasmas. Un tiempo pasado en el que Alfonsina «sólo quería una explicación cualquiera a su mano perfectamente articulada, ágil y elegante, indiferente al dolor [...] pero dichosa de acariciar y agradecida de recibir». Esta parte podría funcionar como un relato independiente, conectado con la literatura fantástica, y con recursos tomados de la novela lírica. Y sería un buen relato. Por algún motivo, Marta Echegaray decidió continuar la historia. «Alfonsina y los demás» nos muestra al resto de los habitantes del inmueble: la beata Amalia Aibizu, que trata de esconder un adulterio; Modesto Roca, el homosexual que prefiere ser llamado Señor de Bagdad o Modesty Blaise; doña Virtudes, la pantalonera que pretende ocultar su desmedido interés por los hombres; la envidiosa e hipocondríaca Dolores... Son personajes no exentos de interés, cuyas descripciones se mezclan con

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guiños al lector, como declarar que Alfonsina no es escritora sino escribidora, o recordar que la ingenua Caperucita ha viajado hasta Manhattan. Sin embargo, conforme la protagonista va perdiendo tal papel, la novela se difumina. ¿Cuál es el sentido de dedicar treinta y cuatro páginas a transcribir la «obra teatral» que escribe Alfonsina para los amigos de Modesto? Y ¿qué hace allí el poemita que el narrador llama «esta ingenua letra para una nana»? Cuando el lector llega a «Alfonsina y el amor», la singularidad de la novela y el culturalismo que destila han perdido una frescura que a duras penas se recobra en lo que debiera ser su cumbre: el amante onírico que llega a casa de Alfonsina para que ella reconozca «sin dificultad el sexo de plata maravillosamente vivo y terso del hombre que amaba». La protagonista «nuca sabrá si sueña o es soñada». Nosotros sí sabemos que todo aquello que convierte Alfonsina en una novela sugerente y decididamente original en el contexto de nuestras letras se halla demasiado difuso para que deslumbrante la imaginación de Marta Echegaray logre vestir lo irreal de posible. Marta Rivera de la Cruz, Que veinte años no es nada, Algaida, 1998 La contraportada de Que veinte años no es nada nos promete una novela en la que Cósimo Herrera, un escritor obsesionado con el Nobel, se retira a una ciudad de provincias. Con ese protagonista, Marta Rivera de la Cruz (Lugo, 1970) se acerca a la vertiente más ligera de la metaficción que, en los últimos años, han desarrollado obras tan diversas como Beatus ille (Muñoz Molina, 1986), Soy un escritor frustrado (Mañas, 1996) y Extraña forma de vida (Vila-Matas, 1997). Pero el relato no incluye su propio proceso de creación: no estamos ante una metanovela como las que pusieron de moda en España los de la generación del medio siglo (Benet, García Hortelano, los Goytisolo...), y cultivaron algunos de los nuevos narradores (Pombo, Papell, Millás, Longares, Merino...) y de los más veteranos novelistas (Cela y Delibes). En esta obra, ganadora del III Premio Ateneo Joven de Sevilla, el dar sentido a la existencia buscando el sentido de la escritura (el «scribo, ergo sum» inventado por Steven Kellman, en 1980, para definir a los «egógrafos») acaba revelándose un procedimiento tan falso como insatisfactorio. Por eso, lo autorreferencial no rompe la ilusión del lector ante la ficción. Y, si bien es cierto que Cósimo Herrera escribe una novela, y que Luisa del Amo lee el manuscrito, nunca se nos permite acompañar a Luisa en ese ejercicio lector como acompañábamos a Mariana en La muchacha de las bragas de oro (Marsé, 1978). Aún así, Que veinte años no es nada se fragua a ritmo de tangos y lecturas. Las letras de unos (presentes incluso en el título) y los fragmentos de otros van sembrando el libro de intertextualidades, guiños y homenajes. La novela se llena de los ecos de esas otras voces y, al hacernos disfrutar con ellas, se convierte en un nuevo argumento para la esperanza: parece que, por fin, ha pasado esa moda de los escritores jóvenes que manifestaban sin pudor que no leían, que todos sus

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conocimientos procedían del mundo audiovisual. La técnica de Marta Rivera llega de los libros, y eso se nota. No en vano, la autora prepara su tesis en Filología, publica artículos sobre literatura, y ya había ganado el I Certamen de Narración Corta Ánxel Fole (1996) y el segundo Premio de Novela Joven y Brillante (1997). Su pasión por la América de habla hispana se revela tanto en detalles triviales (el origen de Cósimo, las descripciones de Buenos Aires, las citas de Borges y Lugones...) como en el trasfondo del texto (un tiempo tan actual como mítico, una estructura de apariencia sencilla pero perfectamente trabada). Marta Rivera ha aprendido con Rulfo a crear lugares simbólicos, con García Márquez a presentar una galería de personajes secundarios tan sólidos como los principales, con Isabel Allende a introducir lo paranormal en lo cotidiano, con Carpentier a ensartar los capítulos como si fueran las cuentas de un collar imaginario. Su novela, como muchas de las de sus compañeros de generación, contiene alguna contradicción interna (compárense las páginas 204 y 266), alguna incorrección gramatical, algún error de puntuación que debieran haberse corregido antes de la impresión. Pero, sobre todo, comparte con ellas la «reprivatización» de la que hablaba Mainer en De postguerra: una «reprivatización» que se manifiesta en la aparición de temas como la soledad y la identidad del individuo, y en una autorreferencialidad que no impide que la obra derive de la vida y no de la propia literatura. Tal vez por eso, Que veinte años no es nada se lee con el placer de descubrir lo extraordinario en lo habitual, de compartir el gusto por contar (y por conocer) las historias de unos seres ficticios con los que podemos identificarnos. Marta Rivera de la Cruz, Linus Daff, inventor de historias, Plaza & Janés, 2000 Hace dos años que Marta Rivera de la Cruz (1970) consiguió el Premio Ateneo Joven de Sevilla con su primera novela, Que veinte años no es nada, en la nos narró la vida de un escritor que se retiraba a esa Ribanova provinciana que guardaba tanto parecido con el Lugo natal de la autora. Gracias a esa obra, el nombre de Marta Rivera (que ya había ganado el premio de Narración Corta Ánxel Fole 1996, el segundo Premio de Novela Joven y Brillante 1997) empezó a sonar como el de una nueva promesa de nuestras letras. La publicación de su segunda novela, Linus Daff, inventor de historias, hace que la labor narrativa de esta periodista sea ya algo más que una esperanza. Sus dos obras están íntimamente conectadas. Ambas contienen una galería de personajes secundarios perfectamente trazados (como Luisa y su familia en Que veinte años no es nada, o Pedro Almeidas y Lucrecia Sánchez en Linus Daff, inventor de historias), y una ubicación común: aunque en la segunda novela los escenarios se diversifican, Galicia sigue siendo un marco de referencia. La influencia de las letras latinoamericanas en la autora, que ha dedicado su tesis a García Márquez, se hacía presente en Que veinte

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años no es nada, y convierte a Linus Daff, inventor de historias en heredera del relato oral. Y, lo que quizá es más importante, en las dos encontramos una reflexión sobre el amor, sobre la soledad, y sobre la tarea del escritor de fundir la realidad con la ficción: el protagonista de la primera, Cósimo Herrera, harto de no conseguir una obra digna del Nobel, optaba por la soledad, y se convertía en el objeto del amor de Luisa; ahora, Linus Daff, que se dedica a camuflar la realidad para hacerla del gusto de quienes recurren a él para comprarle una historia, entra en contacto con soledades disimuladas, y con seres que esperan conseguir el amor póstumo. Linus Daff empieza inventando la figura de su padre durante la niñez, para suplir una falta de información que le martiriza. Cuando el misterio deja de serlo, descubre que su propia invención es ya para él más cierta que la verdad. El día que Daff comprende que muchos seres humanos necesitan maquillar la realidad para ser aceptados, comienza un floreciente negocio que lo lleva a recorrer Europa, a viajar a Nueva York, a vivir en la Cuba anterior a la revolución castrista, y a recalar en Galicia. Daff se vale del terror que causa Jack el Destripador para crear un falso héroe, sobrevive al hundimiento del Titanic, asiste al drama de los que abandonan España en busca de la fortuna y son esclavizados por quienes se aprovechan de su condición de analfabetos, y conoce de cerca la precariedad de los pueblos gallegos durante el reinado de Alfonso XII. Así, Marta Rivera va presentando la vida del primer tercio del siglo veinte, a través de datos que nos ayudan a situar en el tiempo un relato capaz de criticar con dulzura cualquier época humana. Hacer de la mentira un arte obliga a Daff no sólo a ejercitar la imaginación, sino también la psicología («uno de los mejores métodos para conseguir triunfar en la sociedad es el de hacer creer a cada interlocutor que su conversación es sumamente brillante»), la curiosidad («en realidad no había cosa en el mundo que provocase en él un aburrimiento sincero») y la autodisciplina («se imponía la penitencia de almorzar una fuente entera de sesos de cordero, que detestaba con toda su alma, para acostumbrarse a comer cualquier cosa manteniendo una expresión de esfinge»). Si todos los personajes que pueblan el rico universo de la novela hubieran seguido las normas del protagonista, la intervención de éste hubiera sido innecesaria. Claro que, entonces, nosotros no podríamos disfrutar de esta obra con la que Marta Rivera ha conseguido continuar la labor emprendida en la anterior, perfeccionando su escritura aun a costa de perder parte de la importa de su prosa, y de recurrir a un final que debiera haber trabajado más. La novela histórica Ahora que las temperaturas bajan y los días se acortan, vuelven los buenos tiempos para las estufas, los sillones orejeros y los libros. Eso pensaba la otra tarde, cuando, después de algunos meses de rebuscar a mis anchas en los estantes de las librerías, hube de sortear a otros lectores, abstraídos en la búsqueda de una novela. En los expositores de grandes

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letras de colores, en las mesas de las novedades, y en las listas de los más vendidos, los libreros habían destacado algunos títulos de autores de renombre, y trataban de aprovechar ese tirón, ubicando a su lado a escritores más desconocidos, pero que comparten temas similares. Si no lo son ya, a base de persuadirnos, acabarán siendo los éxitos de ventas de la temporada. Y ya no sorprende a nadie que este año, como casi todos los años de las últimas décadas, muchos de los libros con los que narradores, editoriales, distribuidores y libreros han decidido que compartiremos las tardes de invierno sean novelas históricas. Poco importa que los críticos no se pongan de acuerdo al juzgar este género, que unos consideran que utiliza el pasado para reflexionar sobre el presente, y otros que lo usa para evitar enfrentarse a la realidad contemporánea. Poco importa porque la novela histórica, que surgió a finales del siglo XVIII como consecuencia del desarrollo de la burguesía, lleva décadas siendo una de las tendencias más frecuentadas por los autores, más apreciadas por los lectores, y más galardonadas. El Premio Planeta ha apostado por novelas históricas como En el día de hoy (Jesús Torbado, 1976), Autobiografía de Federico Sánchez (Jorge Semprún, 1977), La muchacha de las bragas de oro (Juan Marsé, 1978), Yo, el rey (Juan Antonio Vallejo Nájera, 1985), No digas que fue un sueño (Terenci Moix 1986), En busca del unicornio, (Juan Eslava Galán, 1987), El triángulo (Ricardo de la Cierva, 1988) y El manuscrito carmesí (Antonio Gala, 1990). Además, el Nadal se fijó en José Asenjo Sedano (Conversación sobre la guerra, 1977) y en Carlos Rojas (El ingenioso hidalgo y poeta Federico García Lorca asciende a los infiernos, 1979), quien ya había obtenido el Premio Ateneo de Sevilla 1977 por Memorias inéditas de José Antonio Primo de Rivera. El Premio Fastenrath 1978 (La que no tiene nombre) coincidió con el Nacional de Novela 1979 (Extramuros) en galardonar obras históricas de Jesús Fernández Santos; Juan Benet obtuvo el Premio de la Crítica 1983 por Herrumbosas lanzas; en 1984, Paloma Díaz-Mas fue finalista del Herralde con El rapto del santo Grial, y Pilar Pedraza ganó el Ciudad de Valencia con Las joyas de la serpiente; en 1986, Eduardo Mendoza se hizo con el Ciudad de Barcelona por La ciudad de los prodigios; el Premio Internacional Plaza & Janés 1987 galardonó a Decidnos, ¿quién mató al conde? (Néstor Luján); y Terenci Moix recibió el Premio Fernando Lara 1996 por El amargo don de la belleza. En España, la muerte de Franco trajo consigo el deseo de conocer el pasado que la censura había tratado de ocultar; y la respuesta fueron las más de ciento setenta novelas que, entre 1975 y 1982, trataron el tema de la Guerra Civil. Pero no se trataba de un fenómeno exclusivo de nuestra transición: la excelente acogida de las novelas de Umberto Eco y Marguerite Yourcenar en todo el mundo, durante los años ochenta, era una muestra de la conciencia finisecular de las conexiones entre historia y ficción. Esa misma conciencia provocó la profusión de la tendencia más abundante de las letras hispanoamericanas de los últimos años: la «nueva novela histórica», en la que se cuestiona la historia oficial, se insertan anacronismos e invenciones, y se desmitifica a los supuestos héroes. En España, el gran renovador del género fue Raúl Ruiz (El tirano de Taormina, 1980; Sixto VI, relación inverosímil de un Papado indefinido, 1982; La

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peregrina y prestigiosa historia de Arnaldo de Montferrat, 1984; Los papeles de Flavio Alvisi, 1985), quien usó personajes intemporales que recorren una historia muy documentada, donde tienen cabida las preocupaciones lingüísticas, los sueños y la invención. Los argumentos históricos sirvieron de trampolín a algunos narradores mayores que alcanzaron el éxito en la democracia, como José Esteban (El himno de Riego, 1984; La España Peregrina, 1985); y fueron desarrollados por escritores de todas las edades: autores consagrados, como Camilo José Cela (Mazurca para dos muertos) y José Eduardo Zúñiga (La tierra será un paraíso); representantes de generaciones intermedias, como Isaac Montero (Pájaro en una tormenta, 1984; Ladrón de lunas, 1998), José Antonio Gabriel y Galán (El bobo ilustrado, 1986), Rafael Chirbes (Los disparos del cazador, 1994; La larga marcha, 1996) y Félix de Azúa (Mansura, 1984; Cambio de bandera, 1991); nuevos narradores, como Javier García Sánchez (Última carta de amor de Carolina von Günderrode a Bettina Brentano, 1985; El sueño de Escipión, 1998) y Pedro García Montalvo (trilogía La primavera marcha hacia el invierno, 1983-1988); y escritores de otros géneros, que decidieron probar suerte en la novela, como Fernando Fernán Gómez (El mal amor, finalista Planeta 1987; Capa y espada, 2001). Tal variedad de intereses y edades, y el hecho de que toda novela cuyo objetivo sea recrear un momento anterior a las vivencias de su autor se considere histórica, ha propiciado la diversidad de sus manifestaciones: hay narraciones en las que la historia parece una excusa para analizar el presente, como las de Manuel Villar Raso (Pastora, el maqui hermafrodita, 1977; Las Españas perdidas, 1984), Carlos Pujol (La sombra del tiempo, 1981; Un viaje a España, 1983; El lugar del aire, 1984; Es otoño en Crimea, 1985; La noche más lejana, 1986; Jardín inglés, 1987) y Lourdes Ortiz (Urraca, 1982; La liberta, 1999); reconstrucciones del pasado en tono legendario, como Luna de lobos (Julio Llamazares, 1985); y mezclas de historia y fantasía, como las de Juan Pedro Aparicio (Lo que es del César, 1981; La forma de la noche, 1994), Luis Mateo Díez (Apócrifo del clavel y de la espina, 1977; Las estaciones provinciales, 1982; Días del desván, 1997; La ruina del cielo, 1999) y Eduardo Alonso (El insomnio de una noche de invierno, Premio Azorín 1982; Los jardines de Aranjuez, 1986; La flor del jacarandá, 1991). Hay obras que abogan por la libertad, como las de Juan José Armas Marcelo (Las naves quemadas, 1982; El árbol del bien y el mal, 1985); y algunas en las que la historia es un medio para investigar en la naturaleza humana, como las de José Luis Sampedro (Octubre, octubre, 1981; La vieja sirena, 1990; Real Sitio, 1993). Existen autores que escriben ficción libre de base histórica (Juan Goytisolo: La saga de los Marx, 1993); y otros que mezclan la historia con los recursos de la novela de intriga (Pedro Casals: Las hogueras del rey, 1989; Antonio Muñoz Molina: El jinete polaco, Premio Planeta 1991), la erótica (Leopoldo Azancot: La novia judía, 1977, Premios Reseña, Zikkurath y B'nai B'rith; Fátima la esclava, 1980; Jerusalem, una historia de amor, 1986) o la de aventuras (José María Merino: El oro de los sueños, 1986; La tierra del tiempo perdido, 1987; y Las lágrimas del sol, 1989). Y los mayores éxitos de ventas han llegado cuando el género ha perdido su pureza, para acoger recursos de otras tendencias: Arturo Pérez Reverte ha aunado ambientaciones históricas con

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tramas policiacas y recursos folletinescos en El húsar (1986), El maestro de esgrima (1988), La tabla de Flandes (1990), El club Dumas (1993) y la serie El capitán Alatriste. Como puede verse, el lector tiene donde escoger: basta con que revuelva en los estantes de librerías y bibliotecas, o con que se deje seducir por las novelas que ocupan los expositores mejor situados: allí conviven los últimos títulos de Umberto Eco y la alicantina Matilde Asensi, con las novedades de autores casi desconocidos, y las ediciones de bolsillo de los premiados y los superventas de temporadas pasadas. Sin duda, algunas son pésimas creaciones de quienes han creído encontrar la fórmula perfecta para llegar al mercado, pero otras pueden amenizar las tardes invernales, o explicar nuestro confuso presente sumergiéndonos en la historia. Pedro Maestre, Alféreces provisionales, Destino, 1999 Un buen sector de la crítica se rasgó las vestiduras cuando Pedro Maestre (Elda, 1967) alcanzó el prestigioso Premio Nadal por Matando dinosaurios con tirachinas (1996). Mientras su autor la definía como una obra inmersa en el «realismo poético», muchos expertos la señalaron como una manifestación más de esa moda de novela intrascendente escrita por jóvenes. Y le reprocharon los mismos errores que a las creaciones de sus compañeros de generación: una trama que no aportaba ninguna novedad, y una resolución narrativa insatisfactoria. Sólo la salvaron de la etiqueta de «estética nirvana» sus dosis de poesía, y un escenario distinto del paisaje urbano característico de dicha estética. Por tratarse de un autor alicantino, la obra de Maestre causó aún más expectación en esta Comunidad. Los hechos, las situaciones, los personajes planteados en Matando dinosaurios con tirachinas eran fácilmente identificables. Esto provocó iras exageradas y alabanzas desmedidas. Quienes fueron capaces de aislarse de unas y otras compararon la obra ganadora del Nadal con la opera prima de Pedro Maestre, Trapos sucios, que había quedado finalista del Premio Nuevos Narradores 1995. A la vista de ambas, concluyeron que la prosa de este Licenciado en Filología Hispánica permitía presagiar la consolidación de algunos aciertos que ya se esbozaban en sus dos libros inaugurales. Benidorm, Benidorm, Benidorm, (1997) defraudó incluso a los más optimistas. La historia tragicómica de un riojano cuarentón, que se va Benidorm para superar el abandono de su mujer, daba como resultado un relato previsible, destinado al público menos exigente. Su lectura reafirmó a los que opinaban que la fama de Maestre era producto de las necesidades de un mercado editorial empeñado en difundir obras cuyo único mérito radicaba en la juventud de sus autores. Cuando dos años sin apenas noticias de Maestre parecían confirmar su desaparición del mundo literario, se ha publicado Alféreces provisionales (1999). A través de los recuerdos desordenados de Miguel, que van fluyendo en las anodinas horas de un verano en el que se ve condenado a estudiar matemáticas, se va perfilando su paso de la niñez a la adolescencia. Alféreces provisionales es, por tanto, una novela de aprendizaje narrada

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desde la memoria, que nos aporta las referencias necesarias para ubicar a Miguel en la realidad española de los años ochenta: menciones al golpe de estado del 23-F, alusiones a las luchas sindicales, fragmentos de canciones de los grupos de rock del momento... Tantos son los datos dispersos que, si los juntamos, acabamos deduciendo que Miguel Cancelet, ese pre-adolescente que vive en la calle «Alféreces provisionales», bien podría ser un alterego de su autor. Lo más original del libro son las anotaciones a mano que se van colando entre la letra impresa para configurar un todo que se rectifica y se matiza: un rompecabezas que el lector va recomponiendo a partir de dibujos, tachaduras y problemas de matemáticas cada vez más complejos. Como si esa asignatura que ha condenado a Miguel a la soledad estival fuera una alegoría de las dudas y los problemas que acechan al personaje en su realidad cambiante. Sin embargo, esa singular composición no evita que el libro caiga en unas reiteraciones innecesarias, capaces de romper bruscamente con el clima de ternura que a veces alcanza. Quizá consciente de esas limitaciones, Maestre trata de llamar nuestra atención sobre sus virtudes, por medio de una última página en la que las anotaciones manuscritas ya no son de Miguel. En un guiño metaliterario excesivamente evidente, esa página reproduce las «notas para la novela» de un autor que, en el margen de un examen de «Literatura Contemporánea» de quinto de Filología Hispánica, nos recuerda la noción de Proust sobre el funcionamiento de la memoria, el concepto de tiempo psicológico, y la necesidad de recurrir al habla popular. No sé si esto denota una falta de confianza en sí mismo o en la capacidad del lector: seguro que este último ya se había dado cuenta de que esos aciertos volvían a permitirle confiar en que las futuras obras de Maestre consigan plasmar un potencial narrativo que, de momento, se intuye más que se palpa. Rafael González, El regate cola de vaca, Aguaclara, 1999 Los escritores intuyeron, mucho antes de que los psicólogos lo demostraran, que las experiencias de la niñez y de la adolescencia son básicas para explicar las reacciones de los adultos. Tal vez por ello, desde El Lazarillo de Tormes, han sido muchas las obras literarias que se han ocupado de esos años que determinan la personalidad del individuo. La primera novela de Rafael González Gosálbez (Alicante, 1966), El regate cola de vaca, reúne varios personajes que viven esa etapa de formación, autoafirmación y desengaños; y narra el proceso que lleva a Héctor Cortázar a concluir que la vida consiste, básicamente, en hacer (y en evitar que nos hagan) todo tipo de regates. El regate cola de vaca, recién publicada por Aguaclara, obtuvo el Premio de Novela Joven 1996, convocado por el Instituto de la Juventud del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales. Era una buena inauguración en el ámbito de la novela para este alicantino, conocido por su dedicación a los textos teatrales y a los guiones cinematográficos. Como se sabe, muchas de las obras que ha escrito Rafael González, en solitario o en compañía de Paco Sanguino, han sido premiadas (Premio Marqués de Bradomín para 013

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varios: informe prisión; Premio Ciudad de Alcoy para La pesadilla; Premio Generalitat Valenciana para Metro; Premio Durango-Baqué para El culo de la luna; Premio Ciudad de San Sebastián para Creo en Dios), y algunas han conseguido ser estrenadas o editadas en países como Francia, Chile, Argentina y Estados Unidos. Además, su corto El columbarium ganó los certámenes para cineastas aficionados de Praga (República Checa) y Deisburgo (Alemania), en 1994; y fue galardonado con la medalla de plata en la Danubiale 95 (Austria). El regate cola de vaca no es la primera experiencia narrativa de Rafael González: son suyos los libros de cuentos Caimán, Cuba y Bocas llenas de peces rojos (el relato que da título a este último obtuvo el Premio Jaén 1991). Sin embargo, su labor como autor teatral condiciona notablemente su prosa. En el peso de esta influencia está la mayor virtud de El regate cola de vaca: Rafael González consigue un lenguaje preciso, con una narración espontánea y trabajada y, lo que parece aún más difícil, unos diálogos frescos y creíbles, caracterizadores de sus personajes. Paradójicamente, el mayor defecto de la novela también se debe a la influencia del teatro: el lector de prosa carece del escenario que se ofrece al espectador teatral, y por ello echa en falta una explicación más detallada del ámbito espacial, temporal y social en el que se mueven esos personajes. No es que la narración nos deje ante el vacío, pero González podría haber aprovechado mejor los detalles que, certeramente, ha ido eligiendo para situarnos: la muerte de John Lennon, el intento de golpe de estado, el fin del franquismo... Rafael González estructura su novela en siete partes casi autónomas, encabezadas por otros tantos nombres propios, y dedicadas a distintos personajes que acabarán condicionando la «educación sentimental» del que, aparentemente, es el protagonista de la obra. Y digo «aparentemente» porque, una vez hemos concluido la lectura, tenemos la sensación de que el autor, al igual que Héctor («Julio Cobo me parecía un tipo muy atrayente», p. 99), se ha dejado seducir en exceso por Cobo, y ha acabado por dedicarle más atención que al personaje principal. A pesar de eso, estamos ante una novela que logra conectar con el lector, y lo transporta a ese pasado en el que varios hechos anecdóticos marcaron su vida. Por encima de cualquiera de sus defectos, El regate cola de vaca, trasluce las aptitudes de Rafael González para la novela, muestra evidentes homenajes a algunos autores narrativos (p. 54), y nos deja el sabor agridulce de una ironía, en la que contrastan los pensamientos y las palabras, y por la que, constantemente, nos sentimos aludidos. Ray Loriga, Tokio ya no nos quiere, Plaza y Janés, 1999 ¿Se ha planteado cómo sería usted si borrara de su memoria aquello que nunca debió haber existido? La última novela de Ray Loriga tiene la respuesta: «un hombre sin memoria ve constantemente imágenes del futuro. La nostalgia desaparece» (p. 181). Puede que usted piense que, muerta la nostalgia, se acaba el dolor. Sin embargo, el protagonista de Tokio ya no nos quiere (1999), vendedor y consumidor de la droga del olvido, reconoce:

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«no puedo recordar las enfermedades, pero recuerdo el dolor. Como alguien que ha perdido la casa y aún guarda la llave» (p. 39), porque «la memoria es el perro más estúpido, le lanzas un palo y te trae cualquier cosa» (p. 56). Por eso se plantea «¿no es estúpida esa fe que la gente tiene en el pasado, como si el pasado fuera más cierto que el presente o el futuro?» (p. 29). Al igual que su protagonista, Jorge Loriga Torrenova (Madrid, 1967) ha preferido esta vez el futuro: en «estos primeros años del milenio» (p. 127), el sida ha desaparecido, la química hace posible que cada uno moldee su pasado, y un programa de reencarnación informática permite que nadie nos olvide si nuestro deseo es ser recordados. A pesar de lo novedoso de este argumento, y del cambio de imagen del autor, Tokio ya no nos quiere mantiene algunas de las características que vinculan a Loriga a lo que se ha llamado «realismo sucio», «realismo duro» o «realismo sórdido» (debido a sus conexiones con el «realismo sucio» norteamericano), «estética nirvana» (en referencia al grupo musical) y «rockandrollo» (por las influencias del cine y el rock que se basan en la presencia del sexo, las drogas y la violencia). Quizá sea El triunfo (F. Casavella, 1990) la obra que inauguró esta tendencia en nuestro país, pero la primera que alcanzó el éxito fue Lo peor de todo (R. Loriga, 1992), la historia desnuda de un adolescente que representa a la generación del rock y el cómic. A partir de su aparición, autores como F. Romero, P. Maestre, J. Machado, B. Prado y E. Iglesias comenzaron a publicar novelas que usaban un lenguaje marcadamente jergal, y demostraban una actitud nihilista, rebelde, narcisista y amoral. Más tarde, la versión cinematográfica de Historias del Kronen (J. Á. Mañas, 1994), llevó el realismo sucio hasta un amplio público. Mientras, Loriga siguió usando su estilo desgarrado, con ecos patentes del cine, el vídeo, el rock y la música minimalista. En 1993, recogió sus relatos underground en El canto de la tripulación; y recibió el Premio de Novela El Sitio por Héroes, una obra de prosa anárquica en la que un muchacho desencantado se encierra en su habitación para olvidarse del mundo sumergiéndose en la música. En los dos años siguientes, recopiló algunos textos en Días extraños, y relató, en Caídos del cielo, la huida de un adolescente tras disparar contra un guardia de seguridad. Además, hizo una incursión en el cine con La pistola de mi hermano, que fue premiada en varios festivales a pesar de las malas críticas recibidas en nuestro país. En Tokio ya no nos quiere, Loriga persevera en el uso de sus recursos característicos, como el cambio de escenario, las referencias a películas, la presencia del mundo de las drogas, y la impresión brutal del sinsentido de la existencia. Sin embargo, el autor ha madurado. Ha pulido su lenguaje habitual para hablar de sexo, y algunos párrafos se acercan al tono de H. Miller. Los personajes han dejado de ser adolescentes, la violencia ya no es un motivo recurrente, la trama alcanza una coherencia que contrasta con la anarquía anterior y, una vez nos acostumbramos al ritmo de su prosa, la obra va cobrando interés. Cuando consiga acabar con sus frases aparentemente brillantes pero vacías, con sus escenas infundadas, con sus contrasentidos y sus exageraciones, puede que llegue a cumplir la promesa que el editor nos hace en la contraportada: ser el medio que une «Joseph

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Conrad a J. G. Ballard». Creo que aún no lo ha conseguido, pero parece que no va por mal camino. Rosa Montero, El corazón del tártaro, Espasa, 2001 Dos de los rasgos de nuestra literatura en la transición fueron la incursión de las mujeres, y un acercamiento de la prosa de creación a la realidad cotidiana, facilitada por la llegada de los periodistas al mundo de novela. Los comienzos narrativos de Rosa Montero (Madrid, 1951) son claramente representativos de ambos rasgos. De hecho, esta autora, que ha colaborado en varios diarios, revistas y suplementos, recibió el Premio Mundo de Entrevistas 1978, y el Premio Nacional de Periodismo de Reportajes y Artículos Literarios 1980. Y, al igual que Esther Tusquets, Carme Riera y Montserrat Roig, vio como sus novelas se convertían en auténticos éxitos de ventas, en un momento en el que la «literatura de mujeres» era una etiqueta debatida por los escritores y los críticos, y explotada por las editoriales. La parte positiva del debate estuvo en que la moda de la literatura femenina (y, sólo a veces, feminista) permitió revisar las obras de las escritoras de posguerra. La negativa fue que, en la profusión editorial, se coló una «literatura femenina» que sólo cumplían la segunda parte del enunciado, ya que la calidad era bastante escasa. También en las primeras novelas de Rosa Montero se dijo que el éxito no siempre estaba avalado por méritos literarios, sino por la accesibilidad para el gran público, y por las reivindicaciones del mundo femenino; que resultaban éticamente convincentes, pero se hallaban plagadas de personajes arquetípicos e ideas preconcebidas. Crónica del desamor (1979) era, en realidad, una yuxtaposición de varios relatos, que transparentaban monólogos interiores de mujeres solas, deseosas de libertad, e incapaces de vivir sin un hombre. El origen periodístico de la autora confería a su prosa un lenguaje vivo, y los lastres de intentar hacer, de un conjunto de crónicas, una novela. A lo largo de su obra, la fábula se ha ido independizando de sus orígenes de periodista para plantear temas más universales, como la soledad, la búsqueda de la libertad y el problema de la dependencia. Con La función Delta (1981), trató de subsanar los defectos de su «novela» anterior, al presentar a una sola protagonista. Aun así, el mensaje de que la mujer siempre está explotada acababa resultando excesivamente propagandístico. Más lograda y menos panfletaria que las anteriores fue Te trataré como una reina (1983), que mostraba los ideales de la protagonista, y sus choques con el medio. Tras una novela costumbrista que desarrolla el tema del poder en una disección sociológica de los entramados de una internacional, Amado amo (1988), publicó Temblor (1990), El nido de los sueños (1991), Bella y oscura (1993), el volumen Entrevistas (1996), y unas biografías de mujeres, destacadas pero casi desconocidas, Historias de mujeres (1996). El giro definitivo de su obra se dio con La hija del caníbal (Premio Primavera de Novela 1997), donde usó los recursos del thriller para narrar la búsqueda de Ramón, que se unía a la búsqueda del sentido de la

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existencia. En 1998, apareció el conjunto de relatos Amantes y enemigos. Y ahora vuelve al thriller, con El corazón del Tártaro, para ofrecernos una obra equilibrada, minuciosamente construida, que comienza con una llamada matutina a partir de la cual Sofía Zarzamala vive el día más angustioso de su existencia. Zarza ha de huir de esa voz que le anuncia «Te he encontrado», y en el camino, se encontrará consigo misma, dejando al aire las heridas de un pasado marcado por las drogas, las traiciones y la familia. En su huida, se perfila la relación entre Zarza y su madre, muerta o asesinada mientras ella era una niña; con el padre que tuvo o el que inventó; con su gemelo Nico, que fue su refugio y el inductor de su caída; y con sus otros dos hermanos: la que le demuestra que cada uno labra su vida, y el que le hace cuestionarse los límites del amor y la inteligencia. La vida, dice Montero en una entrevista, es como el cubo de Rubik que maneja Miguel, el hermano menor de Zarza: un juego complicado y, a veces, desesperante. La afición de la autora por la metaliteratura, presente desde su primera novela, la ha invitado a tratar de dar un paso más, a convertir a Zarza en editora de leyendas medievales, en las que la protagonista cree encontrar indicios de lo que a ella le ocurre con Nico. Y creemos que esto no lo ha conseguido: casi parece como si algunos textos de la novela medieval que Rosa Montero está preparando se le hubieran colado en ésta. La alusión a las leyendas (que explican en parte el título de la novela), el recurso borgiano del apócrifo, más que dotar a la obra de un barniz culto, la ha bañado con la duda de la inverosimilitud. Por más que Zarza sea editora, los textos no acaban de encajar en la novela. Por más que la autora haya tenido buen cuidado en explicarnos que la protagonista es licenciada, no entendemos cómo ha dado el salto desde su pasado a su presente laboral. A pesar de las distancias socioculturales entre ambas obras, la relación de Zarza con Nico no puede dejar de recordarnos Belver Yin: dos gemelos, una relación ambigua, y la condena a no-ser el uno sin el otro. Porque Zarza, por encima de todo, es una mujer que no sabe cómo amar y, aunque ella crea lo contrario, esto hace que el infierno (el Tártaro clásico) no sean los otros, sino ella misma. Por tanto, la huida no puede ya ser un alejamiento de los recuerdos, sino una indagación en el dolor. La trampa que ha urdido aquí Rosa Montero es similar a la que ya nos tendiera en La hija del caníbal: podemos pensar que lo importante es saber «quién» atormenta a Zarza, cuando lo interesante es adentrarnos en su culpa y en su miedo. Y, si caemos en la trampa, el final (mejor, dicho, el doble final, para que elijamos el que más nos gusta), más que sorprendernos, nos defraudará. El leguaje de El corazón del Tártaro es literario. Hermosamente literario, cuidadosamente literario. A veces, desesperadamente literario. En el CD que una cadena de librerías regala con el libro, Rosa Montero dice que ha hecho un esfuerzo por no llamar drogas a las drogas, por evitar la sordidez de ese mundo. El resultado no deja de ser chocante: los marginados (a los que Montero es tan aficionada), los que han abandonado cualquier esperanza de vida, los que necesitan una dosis más que un plato de comida, no suelen hablar con metáforas y metonimias y, cuando lo hacen, es que no están en la calle, sino en una novela que no ha sabido

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recrearlos como son. Le ha faltado, quizá, lo que le sobró en otras etapas: usar sus dotes de buena observadora, y acercar la literatura a la realidad. A cambio, nos ha dado una obra que es, de nuevo, como el cubo Rubik: un ingenio arquitectónico, en el que las infinitas posibilidades se van concretando a fuerza de pericia, de paciencia, de perseverancia: sólo el estudio de las combinaciones pasadas puede darnos la pista de la solución definitiva. Cincuenta años del Premio Planeta Rosa Regás dijo que usaría los cien millones de pesetas (antes de impuestos) del Premio Planeta para comprar tiempo, que era su bien más preciado y más escaso. Después, como había ganado el Nadal (por Azul, 1994) y el Planeta (por La canción de Dorotea, 2001) en sus respectivos cincuentenarios, bromeó con la posibilidad de lograr el Premio Cervantes en el año 2026, coincidiendo con su quincuagésima edición. Que se cumpla la broma de su segunda declaración es, tal vez, más fácil que conseguir el propósito de la primera. Porque, desde aquella noche en la que la editorial de Juan Manuel de Lara le concedió el galardón, Regás se ha visto abocada a sucesivas entrevistas en los medios de comunicación, con sus consiguientes desplazamientos, conversaciones telefónicas, felicitaciones... y falta de tiempo. Su rostro ha poblado las páginas de los diarios, las imágenes de los informativos, los anuncios en la prensa, y las contraportadas de los doscientos diez mil ejemplares de la primera edición de la novela. No en vano, Planeta es una de las treinta empresas españolas que más gasta en publicidad; y su galardón, el de mayor difusión del país: según las estadísticas, hay un volumen premiado por Planeta en todos los hogares españoles. Aunque pocas de las novelas premiadas hayan sido alabadas por la crítica, una revisión de las obras elegidas puede servir de radiografía de lo que este país ha venido leyendo en los últimos cincuenta años. La primera clasificación podría hacerse en función del sexo: hasta los años noventa, sólo cinco mujeres ganaron el Planeta (Ana María Matute en 1954, Carmen Kurt en 1956, Marta Portal en 1966, Mercedes Salisachs en 1975 y Soledad Puértolas en 1989), y sólo cuatro convocatorias tuvieron una finalista femenina (Elisa Brufal en 1957, Hilda Pereta en 1972, y Salisachs en 1955 y 1973). Esta tendencia se rompió en 1994: durante cuatro años consecutivos, el ganador fue un hombre y la finalista una mujer (1994: Camilo José Cela y Ángeles Caso; 1995: Fernando G. Delgado y Lourdes Ortiz; 1996: Fernando Schwartz y Zoé Valdés; 1997: Juan Manuel de Prada y Carmen Rigalt); y, desde 1998, de los ocho premiados y finalistas, seis han sido mujeres (1998: Carmen Posadas y José María Mendiluce; 1999: Espido Freire y Nativel Preciado; 2000: Maruja Torres y Salvador Compán; 2001: Rosa Regás y Marcela Serrano). ¿Significa eso que las escritoras de estos últimos años escriben mejor que sus compañeros varones? Juzguen ustedes mismos, a tenor de la calidad de las novelas. Lo que sí constatan los estudios de mercado de esos mismos años es que hay más lectoras que lectores de narrativa de ficción; y que

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las mujeres prefieren obras escritas o protagonizadas por personas de su mismo sexo... Se puede argumentar que muchas de las galardonadas por el Planeta utilizaron un pseudónimo masculino; pero tampoco se puede olvidar que muchas voces han denunciado que la editorial podría haber estado pactando de antemano con los premiados. Sea como fuere, Planeta siempre ha sabido hacerse eco de las tendencias que más éxito comercial han alcanzado. De todos es sabido que, en los quince primeros años de democracia, la narrativa histórica tuvo una enorme repercusión comercial. Y el Planeta premió a quienes apostaron por esa tendencia: Jesús Torbado (1976), Jorge Semprún (1977), Juan Marsé (1978), Antonio Larreta (1980), José Luis Olaizola (1983), Juan Antonio Vallejo Nájera (1985), Terenci Moix (1986) y Juan Eslava Galán (1987). Otra de las tendencias que triunfó en esos años fue la novela policiaca. Y ahí estuvo el Planeta para galardonar a autores destacados de este subgénero codificado, como Manuel Vázquez Montalbán (Premio de 1979) y Pedro Casals (finalista en 1986 y 1989); para hacer finalistas a Alfonso Grosso (1976 y 1978) y a Juan Benet (1980), cuando decidieron reducir la experimentalidad, y aumentar su número de lectores; y para apostar por una obra de calidad como Queda la noche (de Soledad Puértolas, Premio de 1989). El Planeta no ha olvidado a los autores de prestigio (Francisco Umbral fue finalista en 1985; y Torrente Ballester y Camilo José Cela lo ganaron en 1988 y 1994, respectivamente), a escritores conocidos (Antonio Gala resultó ganador en 1990; y Fernando Sánchez Dragó fue finalista en 1990, y ganador en 1992) ni a personajes famosos (Ángeles Caso fue finalista en 1994; Fernando G. Delgado, Fernando Schwartz y Carmen Posadas lo ganaron en 1995, 1996 y 1998, respectivamente). Pero también ha habido apuestas por los narradores jóvenes: Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956) fue premiado en 1991, por la misma obra que el año siguiente obtendría el Premio Nacional de Literatura; Juan Manuel de Prada (Baracaldo, 1970) ganó la convocatoria de 1997; y Laura Espido Freire (Bilbao, 1974), la de 1999. El caso de Rosa Regás (Barcelona, 1933) no coincide con ninguno de los hasta ahora señalados. La canción de Dorotea no se adscribe ni a la tendencia histórica ni a la policiaca; y su autora no es una celebridad ni una joven que está comenzando. De hecho, Regás se define como una madre de cinco hijos que empezó a escribir cuando, por fin, tuvo tiempo para hacerlo. Para ser, como ella dice, una narradora tardía y lenta, el listado de sus obras no resulta desdeñable: además de las novelas ya citadas, ha publicado dos libros de viajes (Ginebra, 1988; Viaje a la luz de Cham, 1995), dos novelas (Memoria de Almator, 1991; Luna Lunera, Premio Ciutat de Barcelona 1999), dos recopilaciones de artículos de prensa (Canciones de amor y batalla, 1995; Más canciones, 1998), dos volúmenes de relatos (Pobre corazón, 1996; Desde el mar, 1997), un libro sobre su familia (Sangre de mi sangre, 1998), y una selección de cuentos populares (Hi havia una vegada, 2001). Así pues, La canción de Dorotea es su cuarta incursión en el mundo de la novela, y su tercera obra de este género que ha resultado premiada. ¿Sus ingredientes? La mentira como medio para alcanzar aquello que nunca se podrá ser (Adelita); y el ansia por conocer la verdad, que obliga al ser

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humano a enfrentarse consigo mismo (Aurelia). Un argumento que se teje sobre la base de un misterio que obsesiona, rompe la plácida monotonía, y cuestiona las bases sobre las que se asienta la vida: Aurelia no puede evitar sentirse atraída por lo que, en principio, parece provocar su repulsa; la fealdad de Adelita encierra una belleza escondida, y su bondad no es sino una coartada. Una casa de campo, una profesora universitaria, una guardesa eficiente y un hurto constituyen el punto de partida de la trama. Los paisajes rurales, hermosos para unos días, que se transforman en una necesidad vital; las deudas con el padre ya muerto que acaban pasando factura; y unos personajes secundarios cuyo atractivo reside en el enigma de la infamia ayudan a que la prosa sosegada de La canción de Dorotea se lea con agrado. Aunque ese final plagado de explicaciones prolijas, sórdidas y ambivalentes, parezca denotar que, para haber cerrado la obra como se merecía, la autora necesitaba ese tiempo que, supuestamente, le darán los millones del Planeta. Aprender a escribir: los talleres literarios En Obabakoak (1988), Bernardo Atxaga incluyó un relato titulado «Para escribir un cuento en cinco minutos». Para alcanzar tal proeza debe conseguir una pluma, un papel en blanco, un reloj de arena, una mesa frente a una ventana, música en alguna lengua incomprensible para usted, y un diccionario. Reunidos estos elementos, basta asumir que somos seres hechos de letras, y permitir que éstas fluyan. Una vez escrita la primera palabra, las demás acudirán a su encuentro para constituir una historia. Con cinco minutos, siempre según Atxaga, le sobra tiempo, así que «no se ponga nervioso, vaya tranquilamente a la cocina [...] Beba un poco de agua [...] y antes de volver a sentarse ante la mesa eche una meada suave (en el retrete, se entiende, porque mearse en el pasillo no es, en principio, un atributo de lo literario)». Esas normas básicas se funden con el cuento que el propio Atxaga va escribiendo para demostrarnos la viabilidad de su propuesta. Nada dice el narrador guipuzcoano de la necesidad de tener una historia que contar, o de dominar las más elementales técnicas narrativas. El relato de Atxaga es, evidentemente, un delicioso juego no exento de ironía. Un juego que, sin embargo, acaba llevándonos a la conclusión de que Edgar Allan Poe denunciaba en «Filosofía del escritor»: «La mayoría de los escritores prefiere dar a entender que compone bajo una especie de espléndido frenesí, una intuición extática, y se estremecería ante la idea de que el público echara una ojeada [...] a las penosas correcciones e interpolaciones». Ni Poe ni Atxaga nos hablan de la conveniencia de recibir una formación específica, pero a nadie se le escapa que, en los últimos años, las posibilidades de «aprender a escribir» han proliferado en nuestro país. Además de publicaciones periódicas como Taller de Literatura y Creación Literaria o Escribir y Publicar, encontramos en los kioscos los fascículos del Taller de escritura (de Salvat) y de Descubra el placer de escribir

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(de Planeta Agostini). Si a alguien no le basta, en las librerías hallará numerosos estudios dedicados al tema, desde los generales (como el Curso de redacción de G. Martín Vivaldi) hasta los específicos (como La práctica del relato, de Ángel Zapata; La cocina de la escritura, de Daniel Cassany; Para ser novelista, de John Gardner; o El gozo de escribir, de Natalie Golberg). Todas esas publicaciones proporcionan trucos y consejos, reflexiones y ejercicios; pero si lo que pretende es que alguien le diga cuáles son sus fallos y cuáles sus virtudes, no le queda más remedio que hacerse amigo de algún escritor en el que confíe... o de apuntarse a uno de los talleres literarios que se anuncian a través de Internet (como el prestigioso de Fuentetaja) o que se organizan en las diversas ciudades españolas (por ejemplo, Ángeles Mastretta y Augusto Monterroso han impartido recientemente talleres en La Casa de América de Madrid; y en Alicante, tanto Aula Abierta como la Universidad le dan la oportunidad de iniciarse en el mundo de la escritura creativa). Dicen los detractores de los talleres literarios que el talento no se enseña, y que esta nueva moda es producto de unas condiciones de mercado que han convertido el oficio de escritor en una profesión atractiva. Ambas afirmaciones son ciertas, pero encierran profundas omisiones. Por una parte, tampoco se enseña el talento para la pintura, y nadie discute la oportunidad de las aulas de Bellas Artes. Por otra, siempre han existido talleres, aunque su forma y su nombre hayan cambiado. Antes eran reuniones periódicas, en cafés o domicilios particulares, de personas que compartían su afición por la escritura. Se los denominaba tertulias, academias, salones. Esas manifestaciones de la inquietud literaria llegaron a su institucionalización (y a su rentabilidad pecuniaria) en Estados Unidos, cuando diferentes universidades comenzaron a impartir los creative writing courses. En el ámbito de América Latina, los talleres suelen tener un marco menos académico, aunque su importancia para las letras no haya sido menor. Son famosos los argentinos y mexicanos, pero incluso países de literaturas más modestas, como Guatemala o Paraguay, empiezan a tener ya una consolidada trayectoria. Baste decir, a modo de ejemplo, que de dos de las principales escritoras paraguayas actuales, Renée Ferrer y Raquel Saguier, se formaron en un taller de escritura. En España, el fenómeno de los talleres literarios, tal como los entendemos ahora, es relativamente reciente. Comenzó hace menos de veinte años, cuando algunos escritores hispanoamericanos (como José Donoso) trajeron a nuestras latitudes la fórmula del seminario impartido por un profesor que trata de ayudar a los asistentes a vencer el bloqueo, a corregir el estilo, y a analizar los distintos aspectos del género al que se dediquen. Si usted siente la necesidad de escribir, quiere disfrutar de la magia de crearse una vida alternativa a través de las vivencias de sus personajes, o desea recuperar el placer de jugar con las palabras, los talleres y las publicaciones especializadas le abrirán algunas puertas. Pero si lo que quiere es ganarse la vida con las letras, las posibilidades se reducen considerablemente. Claro que puede probar suerte (algunos, quizá con menos calidad que usted, lo han conseguido): todavía hay editoriales dispuestas

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a apostar por talentos anónimos... y puede ir destinando el presupuesto de las vacaciones a comprar sellos si piensa presentarse a todos los concursos existentes. ¿Cree que exagero? Pues échele un vistazo a la Guía de concursos y premios literarios de España (Fuentetaja, 1997). Y, si sus esfuerzos no dan el fruto económico deseado, no se preocupe, acabará sabiendo tanto sobre técnicas literarias que quizá decida montarse una academia de cursos de escritura creativa. Sería una hermosa actualización de la fábula de ese cazador de dragones que, al descubrir que los dragones no existían, se dedicó a enseñar a otros a cazarlos. Umberto Eco, Baudolino, Lumen, 2001 Pocas novelas han tenido un éxito tan indiscutible como El nombre de la rosa. Publicada en 1980, traducida a numerosas lenguas, y origen de la película del mismo nombre, hubo un tiempo en que esa obra se convirtió en tema de conversación de sobremesas. No haberla leído era algo así como no conocer ahora a los protagonistas de los largos concursos televisivos que, semana tras semana, suscitan las simpatías y las antipatías de los adictos al medio, y proporcionan un argumento pseudocultural compartible por gentes muy diversas. Algunas veces, cuando me siento excluida de esas tertulias en las que la gente habla de personajes totalmente desconocidos para mí, como si fueran parte de una familia que ellos tuvieran en común, pienso que debo de poner la misma cara que tenían aquellos que, por no haber leído El nombre de la rosa, quedaban al margen de los debates sobre las excelencias de mezclar la historia erudita con los recursos de la literatura de intriga; sobre el acierto de replantearse el mito de la oscura Edad Media, y construir unos protagonistas con las misma pasiones que los seres humanos del siglo XX; sobre la inteligente intertextualidad (que, entonces, todavía no era un eufemismo de «plagio»); y sobre los guiños borgianos (que, más tarde, supimos que estaban en la base de eso que se dio en llamar la «posmodernidad»). Con El nombre de la rosa, Umberto Eco (Alejandría, Italia, 1932) pasó de ser el nombre de un profesor de Semiótica conocido por sus estudios lingüísticos, a convertirse en un novelista al que podía citar casi cualquiera. Años más tarde, las editoriales trataron de convencer al gran público de que El péndulo de Foucault (1988) repetía las virtudes de la novela anterior. Y era cierto que los recursos de la obra coincidían con los usados en El nombre de la rosa; pero a los personajes les faltaba la fuerza de sus predecesores. Por eso, aunque muchos compraron la novela, no tantos la leyeron. Más desapercibida pasó La isla del día de antes (1994), a pesar de los esfuerzos publicitarios, y de que, por algún motivo, la gente que se ha visto seducida por un libro de ficción sigue confiando en que su autor haga gala de esa capacidad creadora en su producción posterior. Baudolino, la cuarta novela de Eco, lleva dos meses ocupando las estanterías más destacadas de las librerías españolas. Va por la cuarta edición, ha vendido más de doscientos mil ejemplares y, seguramente, serán muchos los que ahora estén pensando en ella como solución para borrar de

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la lista de compromisos navideños a ese familiar o amigo al que han decidido dedicar un presupuesto de entre tres y cuatro mil pesetas. Al fin y al cabo, el nombre de Umberto Eco en una portada blanca sobre la que destaca un dibujo azul y rojo (con apariencia de miniatura de incunable), la edición en tapas duras, y el cómodo tamaño de letra de sus más de quinientas páginas, hacen del libro un regalo bastante aparente. El problema está en que Baudolino sólo empieza a ser interesante a partir del momento en que acaban otros libros: pasadas, aproximadamente, las ciento cincuenta primeras páginas. Y, aun a partir de ese punto, la novela convence menos por su condición de obra de ficción, que por lo que tiene de recopilación pseudoerudita: lo que toma de los bestiarios medievales, lo que cuenta del Santo Grial, lo que explica de la concepción geográfica del mundo en el siglo XII... Materias que, o mucho me equivoco, o no causan interés suficiente para alejar a nadie del concurso televisivo, y llevarlo a las páginas de un libro. Respecto al lector con más ansias de erudición, probablemente no es en una novela sino otro tipo de documentos donde buscará este tipo de informaciones. Tal vez, lo más interesante de Baudolino sea la reflexión sobre la mentira, como medio para engañar a los otros, pero también como modo de dar sentido a la vida, y de trazar una Historia válida para un pueblo (para cualquier pueblo), que necesita mitos con los que identificarse; el juego de cajas chinas en el que un narrador cuenta una historia en la que hay otros narradores que cuentan las suyas; y la repetición del sistema de mezclar recursos de diversos géneros narrativos (el fantástico, el policiaco, el histórico), e inventar un final sorprendente. Sin embargo, para conseguir esos logros, no se necesitaban tantos alardes lingüísticos en el capítulo primero. Ni tanta documentación previa. Ni tantas páginas. Vicente Romero, El miedo es un camello ciego, Destino, 2002 Desde siempre, periodismo y literatura han caminado de la mano. Por eso no sorprendió que Vicente Romero (Madrid, 1947) saltara de las pantallas de Televisión Española (informativos, En Portada, Informe Semanal), y los libros de cine y reportajes, a las páginas de su primera novela (Los placeres de La Habana, 2000). Su carrera periodística había comenzado en Pueblo (1968- 1984), el diario que lo envió a cubrir la guerra de Vietnam, a pesar de tener sólo veintidós años. En sus tres décadas como corresponsal, ha dado cuenta de conflictos y miserias, ha padecido los calabozos de Checoslovaquia y de Chile, y ha recibido premios como el Ondas Internacional, el del Club Internacional de Prensa, el Víctor de la Serna y el Cirilo Rodríguez Bravo. Agnóstico («aprendí a no creer en nada») y comprometido («el día que me acostumbre a la injusticia será el momento de dejar de ir»), Romero sigue confesándose enamorado de su oficio, y no duda en considerar la objetividad periodística como una trampa. Él mismo reconoce: «el periodismo te da una serie de elementos para la narrativa que son absolutamente esenciales». Así pues, no resulta descabellado afirmar que sus novelas son, en cierto modo, una continuación

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de su labor informativa. Los placeres de La Habana ficcionalizaba el presente de Cuba, basándose en los cambios de un país que Romero conocía desde hacía un cuarto de siglo. Ahora, en El miedo es un camello ciego, traza una historia en la que realidad y ficción vuelven a darse la mano. La Argel que el autor frecuentó en 1994, durante esa guerra civil encubierta que sumió a la antigua colonia francesa en el terror, es el marco de un relato de pasión entre un empleado de una constructora española y su misteriosa amante argelina. Sólo la certeza del encuentro de cada jueves les hace soportable la barbarie, ese clima enrarecido que, como sabemos desde la primera página del relato, acaba con la vida de uno de los compañeros del protagonista. Por la novela pululan personajes secundarios reales, identificados con sus nombres, y protagonistas inventados, que se inspiran en seres existentes. El recurso de la historia son los recuerdos y la relectura del diario que Carlos ha ido escribiendo, y decide destruir antes de regresar a España. La ambientación tiene reminiscencias de reportaje (quizá de ahí el engorroso uso de las cursivas en la primera parte del libro); y la supuesta tensión se diluye en algunos momentos. A cambio, el lector encuentra una atmósfera vívida, y el autor no cae en la trampa de ofrecernos más datos de los que Carlos posee: la identidad de esa Violeta que es su obsesión y su escape, esa mujer frágil y curtida como todos los que deciden huir de la opresión creando un universo paralelo, será siempre un enigma. Porque Romero ha conseguido mantenerse en los cauces de un narrador limitado que observa con la curiosidad de un viajero, relata con la minuciosidad de un periodista, y construye así el drama de quienes han de afrontar la amenaza de un presente incierto sin visos de futuro. Vicente Soto, Mambrú no volverá, Alianza, 2001 Vicente Soto (Valencia, 1919) es un autor de larga trayectoria que, en parte por decisión personal, y en parte por la distancia geográfica que da residir en Londres desde 1954, no ha seguido los dictados de las modas ni las tiranías de los agentes literarios: siempre ha manifestado su interés por narrar la infancia, con un tono entre realista y lírico; y el resultado de sus desvelos ha ido apareciendo en distintas editoriales. Por eso, aunque lleva más de cincuenta años publicando (Vidas humildes, cuentos humildes es de 1948), y ha recibido algunos galardones importantes (Premio Nadal 1966 por La zancada; Premio Gabriel Miró 1968 por La prueba; Premio de Novelas y Cuentos 1973 por Casicuentos de Londres; Premio Hucha de Oro 1975 por El girasol; finalista del Premio Plaza y Janés 1986 por Una canción para un loco; y Premio de las Artes y las Ciencias de la Comunidad Valenciana 2001), ni sus portadas suelen ocupar espacios publicitarios ni su nombre suele aparecer en las secciones de «Cultura y Sociedad» de los periódicos. Su última obra, Mambrú no volverá, acaba de recibir el Premio de la Crítica Literaria Valenciana 2002. En ella, como tantas otras veces en la producción de Vicente Soto, los ejes son la memoria y el recuerdo. Recupera Soto los espacios rurales, en cuadros impresionistas donde lo

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real y lo onírico se dan la mano a través del intimismo de un lenguaje de resonancias líricas. Y mientras Blas toca la canción de ese Mambrú que se fue a la guerra y ya no volverá, vemos desfilar el ambiente de Campoazor, de esa España del primer cuarto de siglo XX, que tampoco ha de volver. Allí, un Javier preadolescente, soñador y anémico, indaga sobre el amor y la muerte, acompañado por una lechuza y un espantapájaros que cobra vida. Sólo ellos tres conocen la misteriosa carta firmada por «tu puta más triste». Es la carta que hilvana las escenas dispersas, que abre paso a los secretos de los pueblos aparentemente ordenados y anodinos, que reclama un espacio para la poesía, y que impide que Javier, como Mambrú, pueda volver a su vida anterior. Aunque echamos de menos que se profundice en la figura de Javier, y llegue a cansar el excesivo protagonismo que cobra el espantapájaros, sorprende que una novela de aprendizaje como ésta, escrita por un autor octogenario, adquiera la frescura de un monólogo interior estructurado en la voz de un niño de doce años. Novela lírica como La zancada (1966), historia de un adolescente como en Tres pesetas de historias (1983), con rasgos de realismo mágico como en Luna creciente, luna menguante (1993), Soto ha sabido mantenerse fiel a sí mismo en este Mambrú no volverá, donde ha conjugado el acierto en el tema, la belleza en el lenguaje, y la verosimilitud en el personaje.

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