Cinco Semanas en el Jardín de Picasso

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CINCO SEMANAS EN EL JARDÍN DE PICASSO ˙

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CINCO SEMANAS EN EL JARDÍN DE PICASSO˙

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CINCO SEMANAS EN EL JARDÍN DE PICASSO (THE LAST PICASSO) Quino Collantes

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Aquella primavera de 1973 se oía a cualquier hora y en cualquier emisora de radio: The Last Picasso. Sus escasos conocimientos de inglés no daban de sí más que para saber que la canción se titulaba El Último Picasso y que la

cantaba Neil Diamond. Y aunque le hubiera gustado saber que contaba la letra, apenas si podía entender alguna que otra palabra, entre ellas una bien española: don Quijote.Henri Matisse tenía 22 años. Desde los 18 en que se negó a seguir estudiando, se dedicó a dar bandazos que le llevaron a recorrer Europa en auto-stop trabajando en lo que fuera, o sea, en chapuzas que apenas duraban nada. Excepto cuando le aceptaron para fregar platos en el Strand Restaurant, un restaurante de un montón de tenedores alineados que estaba en la isla de Waxholm, en Suecia, a unos treinta kilómetros de Estocolmo. Este trabajo tenía el aliciente añadido de que aparte de un sueldo más o menos digno, iba acompañado de habitación y de las tres comidas del día, lo que le ancló tres meses en la isla. Y aprendió a decir buenos días, buenas noches, por favor y muchas gracias en sueco, idioma infernal e incomprensible hasta para los mismos suecos; o, por lo menos, eso era lo que Henri pensaba. Despues de hibernar en casa de sus padres, decidió buscar un trabajo para financiarse el viaje del cercano verano, así que cuando su madre le dijo te he encon-trado un buen trabajo: cómodo, tranquilo y bien pagado, se apresuró a responder de acuerdo, dónde. -En Notre-Dame-de-Vie, en casa del señor Picasso. Vas a sustituir durante cinco semanas al jardinero. -Pero, yo no soy jardinero. -Bueno, en realidad tú no eres nada, así que he dicho que eras jardinero. Además vas a sustituir al señor Poiret, que no se si sabrás que es amigo de tu padre. No se habrá creído lo de tu experiencia, pero nos ha dicho que prefiere a alguien de confianza. Total, sólo son cinco semanas. Mañana “has quedado” con él; ya te explicará lo que tienes que hacer, que tampoco creo que sea mucho, porque, aunque el señor Picasso es el señor Picasso, su casa no es un palacio precisamente. A la mañana siguiente, a las ocho en punto de la mañana de aquel 8 de marzo de 1973, Henri llegó ante la verja de entrada a la villa de Notre-Dame-de-Vie. La primavera se presentía más por la luminosidad del cielo que por la temperatura y cuando llegó el jardinero, con media hora de retraso, Henri estaba entumecido por el frío. Las puertas se abrieron como ante una señal invisible dando paso a un amplio jardín al fondo del cual se veía la casa. Empezaron el recorrido por el cobertizo en el que guardaban las herramientas. El jardinero le explicó que se limitara a regar todos los días los parterres y los setos recién abonados. También debería quitar las hojas secas de las plantas, limpiar las zonas de césped, rastrillar las zonas de tierra y de gravilla y barrer el porche y la franja de baldosas que rodeaba la casa. -De lo demás ya me ocuparé yo cuando vuelva. Una cosa importante: los señores duermen hasta tarde, así que procura no hacer ruido, sobre todo en esa zona que es donde están los dormitorios.

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Hacia las once salió una señora de la casa y el jardinero le dijo a Henri ven, que te presento a la dueña. -Señora, éste es mi sustituto. -Encantado, señora. -Jacqueline Roque. ¿Cómo te llamas? -Henri Matisse- contestó el muchacho con una gran sonrisa. -¿Henri Matisse? ¿Te llamas Henri Matisse? ¡Dios mío, el destino nos persigue! No entendió las palabras de la señora que se desprendió de su mano como si le hubiera dado calambre. Sus ojos, tan abiertos como su boca, siguieron fijos en los de Henri que, azorado, desvió la mirada hacia el suelo. -Ya le he explicado al chico -terció el jardinero, sin comprender la reacción de la mujer- lo que tiene que hacer y lo que no tiene que hacer; los porteros ya le cono-cen; se sabe los horarios; en fin, ya está todo arreglado. Así que si me permiten... Ni Henri ni Jacqueline se enteraron de lo que decía, ella con los ojos fijos en los de Henri y Henri con la mirada buscando nada en el suelo. -... porque salimos a las cuatro. La señora despertó con el final de la despedida del jardinero y, después de estrecharle la mano y de darle recuerdos para su mujer, desapareció dentro de la casa.

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El nuevo jardinero trabajó hasta las dos reconociendo que su madre tenía razón: el trabajo era poco trabajo. Y, por lo menos, le daba la oportunidad de estar al aire libre y no encerrado entre cuatro paredes como en la mayoría de los trabajos que le ofrecían como si adivinaran, y lo adivinaban, que lo que más odiaba en el mundo era, precisamente, estar encerrado entre cuatro paredes. Durante los dos primeros días no volvió a ver a la señora. Ni a nadie más. Así que, tranquilo, se dedicó a regar los setos y los parterres que el jardinero había abonado; a quitar las hojas secas de las plantas; a limpiar las pocas zonas en las que crecía el raquítico césped; a rastrillar las zonas de tierra y de gravilla y a barrer el suelo del porche y la acera que rodeaba la casa, procurando, eso sí, no hacer ruido cuando traba-jaba debajo de las ventanas de los dormitorios. ∫∫∫∫∫

El cuarto día, hacia las doce, se abrió una de las puertas que comunicaban el interior de la casa con el porche y lo primero que salió fue una voz de hombre con un fuerte acento extranjero que arrastraba las erres y que dijo Buenos días, señor Matisse; hoy hace un día espléndido. Un anciano pequeño y de aspecto frágil avanzó hacia Henri tendiéndole la mano acompañada de una gran sonrisa. Vestía un grueso chaquetón de piel vuelta color tabaco y un pantalón a rayas horizontales que parecía de payaso, calzando unas zapatillas de franela de cuadros que le estaban descaradamente grandes. En realidad, toda la ropa le estaba grande y daba la extraña sensación de que el anciano iba disminuyendo de tamaño poco a poco dentro de ella.

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-Así que usted es Henri Matisse. Pues parece más joven. El jardinero no comprendió la broma y se limitó a contestarla con una sonrisa. -Soy Pablo Picasso. -Soy Henri Matisse. La señora salió al porche al oír la risa de su marido y con gesto agrio cortó la presentación ordenando venga, entra, que te vas a enfriar.

Al día siguiente, más o menos a la misma hora, Henri vio como Picasso, desde la misma puerta, pero sin salir al porche, le hacia señas para que se acercara, indicán-dole silencio con el inequívoco gesto del dedo índice sobre los labios. -¿Quiere ver mi último cuadro? -Claro que sí, don Pablo. -Muy bien, sígame. Usted sabe quíen es Henri Matisse, ¿verdad? -Ya lo creo. Un pintor casi tan importante como usted -contestó resignado hacía años a contestar que sí, que sabía quien era el pintor de quien llevaba nombre y apellido. -¿Le pusieron Henri por Matisse, por el pintor? -No. Mis padres no sabían quíen era Matisse; lo mismo que no sabían quíen era Picasso hasta que usted vino a vivir al pueblo. Me pusieron el nombre por un tío mío que murió en Argelia -contestó el jardinero, algo incómodo por el interrogatorio que estaba seguro que terminaría con la pregunta de siempre: ¿te gusta la obra de Matisse? Y la verdad es que ni le gustaba, ni le interesaba, ni casi la conocía, si se le puede llamar conocer a que un día, harto de la famosa pregunta, ojeó en la biblioteca del ayuntamiento las láminas de un par de libros sobre la obra del pintor... y no le gustaron. Y ahora, la pregunta -pensó. -Matisse, ¿le gusta Matisse? -No -respondió tajante, dispuesto a no mentir; aunque suavizó el no -Bueno, tampoco he visto tantos cuadros suyos. -¿Y Picasso? ¿Le gusta Picasso? -No; tampoco. Aunque le digo lo mismo, tampoco he visto tantos cuadros suyos, es decir, de usted. Picasso soltó una carcajada ante la sinceridad del jardinero y sus ojos refle-jaron un brillo potente, como si les hubieran inyectado una dosis de vida. -Venga; le voy a enseñar el último Picasso. Y cogiéndole de la mano entraron en la casa en el momento en que Jacqueline cruzaba la sala. Picasso, ante la pregunta muda de la mirada de su mujer, le dijo voy a enseñarle mi último cuadro nada menos que a Henri Matisse. Esto de tener a Matisse de jardinero es un lujo que no voy a desaprovechar. El estudio era todo lo contrario de la idea que el jardinero tenía de cómo debería ser el estudio de un pintor, aunque lo cierto es que tampoco tenía una idea bastante definida. El desorden era indescriptible y el jardinero, pensando en voz alta, no pudo contenerse: mi madre tendría que ver ésto, que me está dando la vara todo el día para que ordene mi habitación. Conmigo ya se han dado por vencidos, contestó el pintor

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riendo, pero he tenido que batallar setenta años. Cruzaron la habitación siguiendo un invisible camino en zigzag que sólo el pintor conocía y que sorteaba, con más o menos éxito, una alfombra de tubos de pintura exprimi-dos, pinceles inservibles, tazones sucios con pintura seca de mil colores, papeles arrugados, dibujos que hubieran podido estar en un museo y que estaban allí, pisote-ados en el suelo, pilas de periódicos, frascos de aguarrás vacíos, mediados y llenos y toda una serie de objetos, desde exóticos hasta absurdos, que hubieran necesitado de la labor de un arqueólogo o de un chatarrero que no estuvieran en su sano juicio para ser ordenados y catalogados. Al fin, delante del cuadro, el pintor le preguntó al jardinero qué, qué le parece. -Está bien. -Cómo que está bien. Eso es como decir que no le gusta. Silencio. Retrocedió unos pasos sin dejar de mirar el cuadro; se acercó; se volvió a alejar; se acercó otra vez. Mantuvo la atención y la mirada sobre el cuadro sabiendo que, tras él, el pintor no le quitaba los ojos de encima. Mirando a su alrededor encon-tró la solución: señaló otro cuadro que estaba encima de una mesa, apoyado contra la pared y, sonriendo, dijo me gusta más ése. -O sea que éste no le gusta. -No he dicho eso; he dicho que me gusta más el mosquetero. -Y, ¿cómo ha sabido que es un mosquetero? -Porque está bien claro. Por eso me gusta. Porque se ve que es un mosquetero. Mire: el sombrero con una pluma roja, la espada, los bigotes, el cigarro que fuma, el humo. Es un mosquetero, un espadachín que fuma. Pero esto no se lo que es. -"Esto" es una mujer tumbada, recostada sobre un brazo. -¡Ah! - A usted le pasa como a Santo Tomás. ¿Sabe lo que le pasó a Santo Tomás? -Pues no. -Pues le pasaba lo que a usted. -¿Qué? -Que sólo creía en lo que tocaba y usted sólo cree en lo que ve, en lo que comprende a la primera. Le gusta el mosquetero porque ha visto que era un mosquetero y no le gusta la mujer porque no ve que es una mujer. Y está bien claro que es una mujer. Mírela bien. Bien mirada. Así. ¿Es una mujer o no es una mujer? -Bueno, fijándote bien sí puede decirse que es una figura recostada. Sí, ya la veo. Claro que, pensándolo bien, aun es peor la pintura abstracta -añadió el jardinero intentando arreglarlo. -Hombre, gracias por lo de "peor aun". En el cuerpo diplomático usted no tenía precio. Picasso hizo una pausa, miró hacia la puerta abierta del estudio, hizo una seña al jardinero para que se acercara y le dijo me gusta. -Me gusta usted. Me cae bien. Es usted sincero. Y es que estoy mal acostum-brado, sabe. Es muy difícil no creerte Dios cuando todos te dicen que eres Dios. Así que me gustan los que dicen la verdad y que si no les gusta lo que hago pues lo dicen

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y aquí no ha pasado nada. Hasta a Dios le viene bien una cura de humildad -y bajando el tono de voz se acercó aún más al jardinero y le preguntó -¿Usted fuma? -Sí, claro. -Eso está muy bien. Pues voy a proponerle un trato. Han prohibido fumar a Dios; pero Dios, a pesar de su edad y sus circunstancias, tiene sus necesidades. Así que este es mi plan: usted enciende un cigarrillo, me lo pasa, le doy una calada, se lo paso, me lo vuelve a dar, le doy otra calada... y así hasta que me lo fume entero. Si entra mi mujer verá que fuma usted y me libraré de la bronca. ¿Qué le parece? -Muy bien. De acuerdo. Empecemos. Tenga. -¡Tabaco americano! ¡Qué horror! ¡Que mariconada! Cómo puede un hombre fumar este alpiste. A partir de mañana traiga tabaco negro, fuerte, duro; de ese que se abre paso por la garganta a golpe de pico y pala. Quiero que mis pulmones reconoz-can el veneno que les ha dado alegría setenta años. A pesar de sus quejas Picasso se fumó sin respirar el cigarrillo rubio, riéndose los dos del trajín de cogerlo, fumarlo, dejarlo, mirar hacia la puerta, volverlo a coger..

. ∫∫∫∫∫ Matisse compró una cajetilla del tabaco negro mas negro que había en el estanco. Hacia mediodía, como la mañana anterior, Picasso apareció en la puerta que daba al porche y saludó al jardinero con un sonriente buenos días, señor Matisse; hace una mañana espléndida. Ya en el estudio, el pintor agarró el cigarrillo con dedos temblorosos mientras decía en voz baja, los ojos fijos en la puerta: el mechero señor Matisse; encenderlo es el gran placer añadido. Se fumó dos cigarrillos seguidos mientras pintaba. A su lado, sentado en una banqueta y vigilando la puerta, Henri Matisse veía cómo el anciano había resucitado. Se movía deprisa, embestía el lienzo con energía, retrocedía, avanzaba, mezclaba la pintura y dos veces que se le cayó el pincel al suelo se agachó a recogerlo antes de que el jardinero iniciara el gesto de hacerlo. De vez en cuando se volvía, se reía a carcajadas y gritaba qué le parece, señor Matisse; esto marcha, esto marcha. Sobre el lienzo aparecían y desaparecían formas y colores ante la sorpresa de Henri, que veía cómo el vestido de la mujer tumbada -a la que ya veía como una mujer tumbada- tan pronto era verde como azul como no era; y cómo la cabeza tan pronto aparecía de frente como de perfil como de frente-perfil sobre un fondo ahora blanco ahora amarillo ahora comiéndose gran parte de la ya de por si gran cabeza que de pronto estaba y de pronto ya no estaba. Un vértigo, un vendaval que arrebataba todo lo pintado sobre el lienzo, un pintor que, transformado en el anciano más joven del mundo, gesticulaba, se movía sin parar, se reía a carcajadas y se volvía a cada instante gritándole a su ya amigo qué, qué le parece, señor Matisse.

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A partir de aquel día, el jardinero permanecía tres cigarrillos en el estudio, lo que en medida de tiempo equivalía más o menos a una hora. Después volvía a su trabajo en el jardín y media hora antes de irse volvía al estudio a hacer que se fumaba el cuarto y último cigarrillo del día. Más de una vez entró la mujer del pintor en el estudio diciendo, agriamente, siempre lo mismo: -No creo que sea bueno que Henri fume aquí ese tabaco apestoso. -¿Apestoso? ¡Chanel número 5! Ya que el médico y tú os habeis confabulado para amargarme la vida, dejad por lo menos que el tabaco del señor Matisse perfume mi estudio. Y Jacqueline se alejaba pensando que, por lo menos, podría hacer esa concesión. Tenía que reconocer que la presencia del jardinero en la casa había supuesto una buena dosis de ánimo y alegría en la debilitada salud de su marido. Desde la puerta, le veía pintar, con una energía ya casi olvidada, su último cuadro, mientras que algo que no podía rechazar por mucho que lo intentara le decía que era su último cuadro. Así que, por qué no consentir que el humo vivificador y el olor a tabaco volvieran de rebote al estudio de la mano, ironía del destino, de Henri Matisse. Viendo cómo, una vez más, Picasso cambiaba de forma la cabeza de la mujer que estaba tumbada en el lienzo, Jacqueline se despidió con una media sonrisa del jardinero que, sentado en la que ya era su banqueta, le devolvió la sonrisa encendiendo un nuevo cigarrillo.

∫∫∫∫∫ Las cinco semanas en el jardín de Picasso pasaron volando. Aquella mañana nadie salió de la casa y el jardinero hizo la ronda diaria por el jardín fumando, por primera vez, un cigarrillo negro para él solo, reconociendo que don Pablo tenía razón: el tabaco negro invadía con más violencia la boca y la garganta hasta llegar como una bomba a los pulmones y que, a su lado, el rubio americano era una auténtica mariconada.

∫∫∫∫∫ El día en que sólo quedaban tres para que terminaran las cinco semanas de jardinero sustituto, se abrió la puerta del porche dando paso a la señora que le dijo, ven, don Pablo quiere hablar contigo. Dejó apoyado el rastrillo contra la pared mien-tras con la mano derecha se palpaba el bolsillo trasero del pantalón vaquero en el que llevaba el tabaco y el encendedor. -Pero, por favor, no fumes. Mi marido no se encuentra bien y creo que hoy podría perjudicarle el humo de tu cigarrillo. Entró en el estudio. Picasso estaba sentado delante del cuadro con un pincel en la mano; de la rayas blancas que había añadido sobre la ropa azul de la mujer chor-reaba la pintura hasta el suelo. -Buenos días, don Pablo. -Buenos días, señor Matisse -contestó el pintor tan debilmente que el jardinero imaginó más que oyó el saludo mientras cruzaba el estudio por el sendero aprendido.

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-¿Qué le parece? -¿Ya está terminado? -Sí; ya está terminado. -Pues sabe lo que le digo, que me gusta; y mucho. O, mejor dicho, que yo creo que me gusta porque lo he visto crecer, porque me ha ido gustando poco a poco. Yo creía que usted hacía los cuadros como churros y de eso nada. He visto por lo menos cincuenta mujeres en esa mujer, y me hubiera quedado con cualquiera de las cincuenta. -Pues ésta es la definitiva. Y ahora mi consejo es que se interese usted por la pintura de Matisse. -No, si al final voy a ser un experto en Picasso y en mi colega. ¿Un cigarrillo? -Una calada. Solo una calada para celebrar el final del cuadro. Henri encendió el cigarrillo y se lo pasó al pintor, que cerró los ojos mientras as-piraba una profunda bocanada. Sin abrirlos y aun con el humo dentro le pasó el cigarrillo al jardinero que, después de darle otra calada, lo apagó contra la estufa guardándose la colilla en el bolsillo. -Muy bien, señor Matisse. Ahora me voy a descansar. Hasta mañana a la misma hora.

∫∫∫∫∫ A la mañana siguiente, al cruzar la plaza camino de su última jornada de trabajo, Henri Matisse lo oyó de refilón pero fue suficiente para pararlo en seco: Pi-casso ha muerto. Entonces fue cuando se dio cuenta que la plaza presentaba un paisaje anormal de corrillos de vecinos que comentaban que el pintor había muerto. -... con la luz de su cuarto encendida... -... y un lapicero en las manos... -...el bloc de dibujo abierto... -... como dormido... -... sí, mas o menos al amanecer... -... lo encontró la señora... - ...sí, la señora... -... noventa y tantos... -... recostado contra el cabecero de la cama... -... dibujando, claro... Apresuró el paso hacia Notre-Dame-de-Vie. Un frenazo le sacó del aturdimien-to a la vez que le llegaba un ¡Imbécil! mezclado con la música de The Last Picasso, que salía a todo volumen por la ventanilla abierta del coche que casi le atropella. No le dejaron entrar. La policía le impidió el paso por más que repitió que era el jardinero de la casa. Era una más de las treinta o cuarenta personas que, esgrimiendo cada una sus motivos, querían traspasar la verja. Volvió al pueblo con una sensación extraña en el estómago y antes de llegar a la plaza vomitó el desayuno.

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No quiso volver a la casa. Lo leyó todo en los periódicos, lo escuchó en la radio, lo vio en televisión. Durante diez días no se habló de otra cosa. Por fin, casi un mes después, el señor Poiret, el jardinero, fue a verle y le dijo que dice la señora que vayas mañana por la mañana, que tiene que pagarte.

∫∫∫∫∫ La señora le dio un sobre diciéndo esto es lo tuyo, y añadió: -Ven al estudio. Allí estaba, en su sitio, el último cuadro de Picasso. Parecía distinto al del día anterior, tan distinto que a Henri lo que le hubiera sorprendido es que hubiera sido igual al del día anterior, acostumbrado como estaba a ver un cuadro distinto cada mañana. Las rayas blancas sobre fondo azul que chorreaban pintura hasta el suelo habían desaparecido y en su lugar un fondo de azul más claro se animaba con la ne-vada de unos lunares blancos; bajo la cabeza de la mujer, como si fuera un pañuelo al cuello, aparecía un triángulo rayado de rojo y blanco como única nota de color junto al azul sobre un fondo que había pasado a convertirse en blanco y negro. En el centro, ensimismada y potente, una gran cabeza con unos ojos tan redondos como enormes miraban de frente a Henri (es él -pensó) asomando por detrás de la mujer, como un último retrato, como una despedida. Y debajo del cuadro una carpeta grande, tan sucia de salpicaduras de pintura que no se sabía cual era su color verdadero. -Esto es para ti. Me dijo que te lo diera. Tenía la carpeta preparada desde hacía días. No sé lo que hay dentro, creo que unos dibujos y una carta. Pero no quiero, no puedo verlos. Solamente con ver este cuadro siento que algo se me revienta por dentro. Nunca pensé que habría un último picasso y éste es el último picasso. En fin, se-ñor Matisse, gracias por haberle hecho feliz todos estos días. Y, por cierto: lo sabía. Lo supe desde el primer día. Y más que por el olor de su aliento, que trataba de disimular sin conseguirlo, lo descubrí en sus ojos, que volvieron a brillar como en los viejos y feli-ces tiempos. Acepté jugar el juego de la ignorancia, un juego de alivio ante lo irreme-diable. Esos cigarrillos que tantas veces maldije le dieron la vida que necesitaba para terminar su último cuadro y la fuerza para mirar y reír como lo hizo hasta el último día. Como el primer día en que se conocieron, Henri desvió la mirada hacia el suelo, incapaz de soportar la potencia de los ojos negros y brillantes de Jacqueline Roque. -Gracias de nuevo, Henri Matisse; quizá sin saberlo nos has hecho felices durante cinco semanas, durante las últimas cinco semanas.

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Notre-Dame-de-Vie.

7 de abril de 1973.

Mi muy querido señor Matisse: Aunque siempre pensé que nunca moriría, pues ya ve usted, me equivoqué. Lo que demuestra que Dios es mortal. Señor Matisse (sabe usted que a pesar de cincuenta años de amor-odio, Ma-tisse y yo siempre nos tratamos de usted) quiero agradecerle su sinceridad, su alegría, su amistad y, sobre todo, su tabaco. He podido terminar mi último cuadro gracias a la fuerza contagiosa que emanaba de su juventud y al sabor del tabaco que, después de mirar hacia la puerta de reojo, usted me pasaba. Quiero que guarde, porque ahora estoy seguro de que guardará, estos dibujos preparatorios que fui elaborando al mismo ritmo que construía el cuadro. Y si se los regalo es porque ahora estoy convencido de que le gusta Picasso. No se olvide de contemplar todos los matisses que pueda. Fue un gran pintor. No tan grande como yo, pero sí un gran pintor. Le aconsejo que, dado que es usted aficionado a viajar, vaya a Leningrado para ver en el Ermitage el montón de cuadros que nos compraron Shchukin y Morozov, aquellos ignorantes podridos de dinero. Señor Matisse: gracias por haber sido mi jardinero durante cinco semanas.

Pablo Picasso.

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El autor nació en Valladolid hacia la mitad del siglo pasado y es un escritor tardío, aunque sería más correcto decir un “publicador” tardío. Escritor siempre fue, aunque la vida se empeñara -y se empeñó- en llevarlo por otros vericuetos. Así, mientras escribía con mayor o menor intermitencia, se licenció en Bellas Artes, se convirtió en catedrático de Instituto y en escultor, exponiendo como tal, y pintó y dibujó, y diseñó conocidos locales de Madrid y de otras ciudades de España, y se doc-toró con Premio Extraordinario y se convirtió, durante diez años, en profesor asociado de la Facultad de Bellas Artes de Madrid... y todo esto, por supuesto, mientras seguía escribiendo y escribiendo, dado que el día es largo si bien te lo administras, dicen. Aunque al lector, en realidad, lo que le interesa de un escritor es su obra, las palabras que ha compuesto y que, hilvanadas sobre el papel, forman, en este caso, cuentos sobre Picasso. Habrá lectores a los que les gustaría saber algo más sobre el autor, pero el autor se disculpa y se permite aconsejarles que la mejor forma de conocerle es leyéndolo. Quino Collantes.