Christian Metz, Trucaje y Cine (1971)
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CHRISTIAN METZ – Trucaje y cine
Christian Metz (1931-1993)
1. La noción de bandas de imágenes.
La parte visual de un film sonoro (o la totalidad de un film mudo)
corresponde a lo que se llama la «banda de imágenes». A pesar de este
nombre, la banda de imágenes no está formada únicamente por imágenes, sino
que comprende también dos elementos de naturaleza diferente: por un lado,
todo un corpus de enunciados escritos, como el título de un film, las
menciones de los títulos, la palabra «Fin», los carteles del cine mudo, los
subtítulos de los films sonoros exhibidos en versión original en el extranjero,
las diversas indicaciones del tipo «Veinte años más tarde», etc.; y por otro lo
que hace al objeto de este estudio: diversos efectos ópticos obtenidos por
manipulaciones apropiadas y cuyo conjunto constituye un
material visual no fotográfico. Una «cortina», un «fundido» son cosas visibles
pero no imágenes, ni representación de algún objeto; un «flou», un
«acelerado» no son fotografías, sino modificaciones pertinentes a las
fotografías. El «material visible de las transiciones», como dice Etienne
Souriau (1), es siempre extra-diegético. Mientras que las imágenes del film
tienen como referencia a objetos, los efectos ópticos tienen como referencia,
de alguna manera, a las imágenes mismas, o al menos a las que son contiguas
en la cadena. El teórico marxista Béla Balázs subrayaba que estos
procedimientos ópticos señalan una intervención directa del cineasta en el
relato (2), mientras que las fotografías (incluso las que están en movimiento,
como las del cine) únicamente expresan el punto de vista del autor a través de
la fabulación de una «historia»: la manera en que ésta se despliega revela -al
mismo tiempo que la oculta-, envuelve en resumidas cuentas, la posición del
autor sobre los acontecimientos presentados; es este efecto de envolvimiento
que se puede presentir en la noción de «puesta en escena», que engloba al
guión técnico, al montaje, a los movimientos de aparatos, etc. Se trata en suma
de un cierto tipo de relación entre la ideología y el contenido manifiesto del
texto fílmico. Con un fundido a negro, por el contrario, esta relación se
desplaza y el cineasta (o de alguna manera la cámara) parece hablar en
nombre propio: «efectos fílmicos absolutos», «expresive technique of the
camera» como resume Béla Balázs (3). Sin embargo, no se debe olvidar que
estos efectos ópticos no son obtenidos en el rodaje; algunos son producidos en
laboratorios. Algunos resultan, pues, de una manipulación de la cámara, a
diferencia de otros que resultan de una manipulación de la banda (4). Es una
primera división posible, en el interior de los «procedimientos especiales».
2. Trucajes y signos sintácticos.
Esta división no es la única. Se puede igualmente distinguir entre las
manipulaciones que desembocan en lo que llamamos (conservaré la palabra
para ir más rápido) marcas sintácticas, que en la primera categoría ubicamos
los «signos de puntuación»; y las que constituyen lostrucajes: inversión de la
banda, acelerado, cámara lenta, exposiciones múltiples en un mismo cuadro
que permiten mostrar sobre la misma imagen dos «ejemplares» del mismo
actor conversando entre sí, etc. La noción de trucaje tal como se ha propuesto
aquí no debe ser confundido con los «trucajes» o los «efectos especiales» de
los que hablan los técnicos de los estudios. Preocupados por los problemas
prácticos de su oficio, los técnicos consideran como efectos especiales todos
los efectos que hay que realizar especialmente, y que requieren, además de las
faenas normales de la filmación, una pequeña técnica particular: están en los
estudios los especialistas del trucaje, su nombre figura a veces en los títulos.
Así definido, la rúbrica de los efectos especiales evidentemente va a formar
para el semiólogo un conjunto de figuras bien heteróclito. Jean Louis Comolli
tiene razón en señalar (5) que las nociones de los técnicos -que tienen a veces
una característica profesional y por así decir corporativa- no pueden ser
consideradas automáticamente como conceptos teóricos: hay que examinar
cada caso.
3. Taxemas y exponentes
En el tema que nos ocupa, la introducción de una tercera pertinencia va
permitir la división de los dominios de los efectos ópticos de modo distinto. Si
consideramos la posición del significante con relación al resto de la cadena
perceptible del film (=criterio distribucional), el fundido a negro va a oponerse
a todos los otros procedimientos. En efecto, éste ocupa un segmento más o
menos largo de la banda de imágenes en sí misma; cuando un cierre en
fundido es seguido de una apertura en fundido, queda un breve instante
durante el cual el rectángulo negro es el único dato visual proporcionado al
espectador: en este caso el efecto óptico es, por lo tanto, un taxema fílmico en
el sentido de Louis Hjelmslev, un segmento indescomponible de la cadena que
monopoliza la pantalla durante un momento. Lo que define todos los
procedimientos especiales, como lo hemos visto, es una suerte de diferencia
con relación a la fotograficidad. Para el fundido a negro, esta diferencia
reside en el hecho en que el mismo film durante un instante no da a ver
ninguna fotografía. Con los otros efectos ópticos, la situación es diferente.
Consideremos el caso de la sobreimpresión o el fundido encadenado:
consisten en superponer dos unidades de percepción que son ambas de
naturaleza fotográfica; ciertamente, su superposición no es en sí misma una
fotografía: es esta característica que aquí define la diferencia. Pero en ningún
momento el espectador podrá ver únicamente el efecto óptico, sino que verá
imágenes afectadas de un efecto especial, como una clase de exponente
semiológico. El procedimiento ya no es un taxema, sino un exponente de uno
o varios taxemas, es suprasegmental. Es decir, se refiere a una imagen que le
es contemporánea, mientras que el fundido a negro se refiere a las imágenes
que le son inmediatamente anteriores o posteriores.
Comparado al fundido a negro, procedimiento-taxema, los procedimiento-
exponentes son bastantes numerosos: iris, cortinas, lentillas especiales, "flou",
inversión de la banda, acelerado, cámara lenta, inserción de "vistas" fijas en
medio de la banda, fundido encadenado, sobreimpresión, sobreexposición,
montaje simultáneo (varias fotos al mismo tiempo, división de la pantalla en
«escenas», pero por yuxtaposición y sin sobreimpresión), etc.: todos los
efectos que suponen (y que afectan) una o varias fotografías. No obstante,
algunos de ellos admiten variantes mediante las cuales se convierten (si se
puede decir) en cuasitaxemas. Por ejemplo el iris (en apertura o en cierre). Si
se considera la parte de la imagen que queda visible hasta el final es un
procedimiento-exponente, siendo aquí el exponente el halo negro que se cierra
sobre lo que se sigue viendo. Pero si se considera este iris invasor que solicita
la mirada por sí mismo, éste se revela como cercano al fundido a negro -que,
además, lo ha reemplazado, a lo largo de la historia del cine, en la mayoría de
sus empleos-, y es hasta cierto punto el iris en tanto que tal que ocupa el
segmento correspondiente del film (o al menos de la banda de imágenes, ya
que este estudio se limita a ello y deja de lado los elementos sonoros).
Podemos aplicar observaciones similares a la cortina, según que se consideren
las dos imágenes como si una de ellas empujara fuera de la pantalla a la otra
(entonces el efecto producido es de un exponente de estas dos imágenes), o
que se considere esta curiosa evicción en sí misma que puede, en última
instancia, convertirse en espectáculo esencial hasta que dura su proceso. Esto
se produce sobre todo en una de las variantes técnicas de la cortina en la que
una banda blanca de cierta amplitud barre la pantalla, empujado por la imagen
que viene y empujando la que se va: efecto empleado por ejemplo en Tom
Jonesde Tony Richardson (Inglaterra, 1963), y que tiende a hacer de la
transición un segmento autónomo, por el hecho de la agresividad perceptiva
del material extradiegético utilizado. Esta impresión se hace aún más fuerte
cuando la banda blanca no se desplaza paralelamente en vertical por el
rectángulo de la pantalla, sino que adopta un itinerario más de fantasía a través
del tejido textual, como por ejemplo una raya que barre circularmente la
pantalla a partir de un punto central (también en Tom Jones, en donde estos
procedimientos corresponden a una voluntad de distanciamiento, y son el
equivalente cinematográfico de una cierta escritura alegre propia de las
novelas del s. XVIII). Por el contrario en Los siete samurais de Akira
Kurosawa (Japón, 1954), y en muchos otros casos, aparece una variante de
cortina sensiblemente diferente: es una especie de ola de sombra que recorre
la pantalla lateralmente, separando (sin ser bien percibida en sí misma) la
imagen que «sale» y la que «entra»: en este caso la cortina es un exponente de
dos imágenes, y por ende nos vuelve traer al caso general. Si los efectos
ópticos son raramente taxemas es porque lo propio del film es entregarnos
imágenes tratadas de tal o de tal manera, y no algo diferente de las imágenes
(ésta es en suma la definición del procedimiento-taxema). Intentaré mostrar,
un poco más adelante, que en el cine clásico el régimen de funcionamiento
que se considera óptimo para los efectos especiales es la que permite
relacionarlos a la vez -por una división de la creencia y una denegación de la
percepción- a la diégesis y a la enunciación. Ahora bien, el procedimiento-
taxema está marcado de entrada como fuera de la diégesis, por lo tanto se
encuentra del lado del discurso en acto. El fundido a negro responde a
exigencias a veces imperiosas de claridad en el relato (que es capaz de
satisfacer en razón su particularidad misma): hay casos en que el cineasta
desea separar netamente una secuencia de la siguiente. Usual por su empleo,
este procedimiento es excepcional por su estatuto; no podríamos compararlos
más que con ciertos títulos (los que están sobre cartones, y no sobre el fondo
de la imagen), con algunos títulos en cierta magnitud y la palabra «Fin» (bajo
la misma reserva): todos los momentos fílmicos en que la banda de imágenes
no nos ofrece ninguna imagen; además, en estos últimos casos se nos ofrece
un texto escrito; en el fundido a negro, no se nos ofrece nada: el rectángulo
negro es menos percibido como tal, sino como un breve instante de vacuidad
fílmica. Su fuerza reside en esta extenuación. Este vacío singular de la
pantalla, en el universo fílmico que normalmente está tan pleno y tupido, nos
lleva a suponer por su situación insólita una separación fuerte entre el antes y
el después, y el fundido a negro es quizá el único signo de «puntuación»
verdadero que el cine tiene a su disposición hasta hoy. Su eficacia reside en
que es irregular (como se dice de una conjugación), y por su eficacia se ha
vuelto habitual. Raro en el sistema, es común en el texto.
Otra distinción importante es la que concierne únicamente a los trucajes y no a
los signos «sintácticos». Con la sola palabra «trucaje» tenemos la costumbre
de designar dos especies de intervenciones que no se sitúan en el mismo punto
del proceso total de la fabricación del film. Los unos, que llamaré trucajes
profílmicos, en el sentido preciso que la filmología da a este adjetivo (6),
consisten en una pequeña maquinación que ha sido previamente integrado a la
acción o a los objetos frente a los cuales se ha plantado la cámara; es antes del
rodaje que algo ha sido«trucado». Éstos son en el fondo «juegos» análogos a
los de los prestidigitadores. Los códigos específicos del cine sólo tienen un
lugar débil, aunque los films recurran a ellos frecuentemente. Para los técnicos
son trucajes de igual estatuto que los otros, ya que deben ser puestas a punto
especialmente como los otros. El recurrir al «doble» es un ejemplo usual; el
doble reemplaza al actor en algunas escenas (acrobacia difíciles o peligrosas,
por ejemplo); el cineasta elige una persona parecida al actor o a la actriz,
maquilladores y vestuaristas hacen el resto, el operador tiene el cuidado de no
filmar más que a cierta distancia y bajo cierto ángulo, etc. Entre los «trucos»
de Georges Méliès, muchos eran profílmicos y no cinematográficos. Méliès
no hacía diferencia, prestidigitador de oficio, consideraba sus trucos
cinematográficos como sucedáneos en forma previsoria de sus juegos de
ilusionista que diversas insuficiencias en la maquinaria de su teatro habían
hecho imposible durante un tiempo (7). En 1896, cuando Méliès inaugura el
«truco de desaparición» en Escamoteo de una dama -se trataba de hecho de
una simple interrupción de la toma en la que la dama se salía del campo-, esta
resolución no estaba a gusto de él: este procedimiento reemplaza a su parecer
la ilusión del teatro que le falta en ese año. Si a partir de 1900 la invención
cinematográfica de Méliès disminuye y se sofoca, es en parte porque su nuevo
estudio comporta un conjunto de aparatos teatrales perfeccionados. Por su
lado Jean Cocteau ha declarado (8) que en varios de sus films, sobre todo
en Orfeo (1950), había preferido maquinaciones más antiguas que los trucajes
de cine: por ejemplo, los reflejos en los cristales son «interpretados» por
dobles. A estos trucos profílmicos se oponen a los del cine que le son
específicos. En la elaboración del film, éstos intervienen en otro momento. Es
decir, pertenecen a la filmación y no a lo filmado. Como lo dije ya, son
producidos, según los casos, durante el rodaje (=trucaje de cámara) o luego
(=trucaje de banda realizado en laboratorio): en todo caso no antes. En otra
parte intenté mostrar (9) que la «especificidad cinematográfica» es un
fenómeno que admite gradaciones: algunas figuras son menos específicas que
otras, sin dejar de serlo. Esta presencia, en el interior mismo del dominio
globalmente específico (que a su vez no es más que una parte del film) de
varios grados de especificidad, se deja también constatar, entre otros, en el
caso de los trucajes cinematográficos (=trucajes no profílmicos). El «flou»,
por ejemplo, se debe a la filmación y no a la acción filmada: por ende es
«específico»; no obstante, el "flou" es una técnica fotográfica que el cine se ha
contentado en retomar; esto no equivale a decir que esté desprovisto de toda
especificidad, ya que una de las características propias a los códigos
cinematográficos es integrar en ellos los códigos fotográficos; sin embargo, el
"flou" es el menos específico del cine -ya que lo comparte con otros muchos
«lenguajes»-, por ejemplo el acelerado que supone una multiplicidad de
fotograma es posible únicamente en el cine y no es compartido con la
fotografía. En suma, lo que hay que comparar con los trucajes profílmicos, es
la gama completa de diferentes trucajes más o menos cinematográficos. En
cuanto a los efectos ópticos que se consideran con valor «sintáctico» y que no
participan en nada del trucaje, constataremos que jamás son profílmicos: la
pantalla negra, el fundido encadenado, el iris, las cortinas, la panorámica, etc.
son todos, en sus diferentes grados, procedimientos cinematográficos que
implican el trabajo de la cámara o la preparación de la banda. Es lógico, ya
que se trata de marcas de enunciación que el cine, a lo largo de su historia, ha
constituido lentamente y cuya finalidad consciente excluía la intervención en
el corazón mismo de la acción filmada: éstas pertenecen al relato y no a la
historia, a la instancia de la narración y no a la instancia narrada. Veremos no
obstante que, a pesar de esta situación de principio, el funcionamiento real del
film los induce a inclinarse, al menos en parte, en provecho de la diégesis.
5. Trucajes imperceptibles, trucajes invisibles, trucajes visibles.
A través de su contenido, la distinción de lo profílmico y de lo
cinematográfico se ubicaba del lado de la fabricación del film; lo que sigue
por el contrario concierne a su lectura. A primera vista, ésta parece aplicarse
únicamente a los trucajes, y no obstante induce, gradualmente, a volver sobre
la distinción entre los trucajes y los procedimientos sintácticos. En el cine
clásico (el cine de la diégesis), un protocolo minucioso y codificado, que
forma parte de la institución cinematográfica, prescribe los diferentes tipos de
relación que el espectador podrá mantener con los trucajes; tocamos aquí una
verdadera regla de la percepción, que está en sí misma ligada -es lo que quiero
mostrar- a la repartición histórica de los géneros cinematográficos. Algunos
trucajes son imperceptibles mientras que otros, por el contrario, están
destinados a aparecer (acelerado, cámara lenta, etc.). Los trucajes
imperceptibles, además, no deben ser confundidos con los trucajes invisibles.
El recurso a los dobles es un trucaje imperceptible; hemos visto las
precauciones que toma el cineasta: si se lleva a buen término, el espectador no
notará que ha habido trucaje; podrá saberlo por haberlo leído en una revista de
cine, pero poco importa, si no lo ha notado, que lo sepa o no (incluso es mejor
que lo sepa como lo veremos más adelante). El trucaje imperceptible es
perfectamente compatible con la convención, propia de la mayoría de los
films actuales, en un grado mínimo de realismo de término medio, es decir,
bajo el régimen de lo que se llama «film realista». Si el actor es más bajo que
la actriz (=films con Charles Boyer e Ingrid Bergman), él lleva puesto zapatos
especiales, o no es fotografiado más que bajos ángulos estudiados; el
film Crin blanco de Albert Lamorisse (Francia, 1952) ha sido rodado con tres
o cuatro caballos diferentes, mientras que nos cuenta la historia realista de un
caballo (y por supuesto de uno sólo), etc. El trucaje invisible es otra cosa. El
espectador no sabría decir cómo ha sido realizado, ni en qué punto exacto del
texto fílmico interviene; es invisible porque no sabemos dónde está, porque no
lo vemos (en tanto que vemos un "flou" o una sobreimpresión); pero es
perceptible, ya que se percibe su presencia, la «sentimos», y, además, este
sentimiento es considerado como indispensable, en el código, para una
apropiada apreciación del film. De este modo los trucajes empleados en los
films, los más logrados sobre «el hombre invisible» son: trucajes muy
convincentes, imposibles de localizar, pero de cuya existencia no hay ninguna
duda y constituye incluso uno de los intereses mayores del film, que cada uno
acordará en encontrar como «bien hecho» en razón de su perfecta calidad
(mientras que una secuencia con dobles sólo está bien hecha si no se sospecha
de su intervención). El espectador habituado al cine, y que conoce la regla del
juego, dispone de este modo de tres regímenes perceptivos que corresponden
respectivamente, en el film, a trucajes imperceptibles, a trucajes visibles y a
trucajes perceptibles pero invisibles. En canto a las marcas de puntuación, no
nos sorprendamos de constatar que también pertenecen todas ellas a la
categoría de los efectos visibles.
6. El trucaje como maquinación confesada.
Así, la teoría indígena del cine (10) reserva ciertos efectos ópticos un lugar
aparte, convirtiéndolos en instrumentos retóricos, en cláusulas de discurso,
escapando de este modo al universo de la maquinación. Pero por el contrario
es esta maquinación la que define el estatuto oficial de los trucajes en la
institución cinematográfica. Curiosamente, resulta de ello que el trucaje
está siempre confesado. Se confiesa en el film mismo si se trata de un trucaje
invisible pero perceptible (y a fortiori de un trucaje visible); y si es un trucaje
imperceptible, se confiesa, por así decir, en los contornos del film, en su
publicidad, en los comentarios, que van a insistir sobre la proeza técnica en
que el trucaje imperceptible debe ser imperceptible. (No nos dejemos engañar
por los casos particulares en donde la publicidad, al menos inmediata, calla
sobre ciertos trucajes imperceptibles cuya revelación perjudicaría la otra
publicidad: por ejemplo la del actor, si su talla es pequeña y que el film la ha
«agrandado» artificialmente; silencio provisorio y puntual que no impide que
el cine, en su publicidad ampliamente definida, insista gustosamente sobre sus
capacidades de maquinación.) Cierta duplicidad se vincula por lo tanto a la
noción misma de trucaje. Hay en ello algo que está siempre oculto (ya que
sólo es trucaje en la medida en que la percepción del espectador es
sorprendida), y simultáneamente se indica siempre algo, ya que es importante
que sean los poderes del cine los que se vean acreditados en esta sorpresa de
los sentidos. El trucaje visible, el trucaje invisible y el trucaje imperceptible
representan tres tipos de solución, tres niveles de equilibrio entre estas dos
exigencias fundamentales.
7. El trucaje como proceso de diegetización.
Las marcas sintácticas se separan así de los trucajes porque no son, en
principio, maquinaciones. De este modo el término «efectos especiales» (cuya
comprehensión es, además, bastante vago) está en general reservado a los
trucajes y excluye en su mayoría los signos retóricos. No obstante, estos
últimos son efectos especiales en la definición que ha sido dada al comienzo
de este texto: procedimientos ópticos particulares y localizados, que no se
confunden con el desarrollo normal de los fotogramas, efectos visuales pero
que no son fotográficos. Sin duda es por este parentesco tecnológico que los
trucajes y las marcas de enunciación son menos fáciles de distinguir,
concretamente, que como podríamos creer según la bipartición de principio
que nos propone a este propósito la vulgata de los comentarios
cinematográficos. Esta última nos dirá, por ejemplo, que tal «procedimiento»
tiene el valor de una señal sintagmática de separación entre un antes y un
después, mientras que la cámara lenta es un trucaje destinado a crear una
atmósfera onírica. Y es verdad que, en algunos casos, la diferencia es neta
(aunque la cámara lenta, por convencionalización progresiva, pueda
convertirse en signo retórico del pasaje al sueño, lo que vuelve a plantear el
problema...). Pero inclusive dejando esto, y concediendo que la oposición es a
veces bastante clara y dividida, todavía queda la cuestión de que no es ni ha
sido siempre así. Lo que se experimenta hoy como simple figura de discurso
era usualmente, para los primeros espectadores del cinematógrafo, un «truco»
mágico, una pequeña maravilla sorprendente y fútil al mismo tiempo. Es
Méliès, lo sabemos, quien ha elaborado una buena parte de los efectos ópticos
que están aún hoy en uso, pero él los consideraba como «formulitas mágicas»,
«abracadabrantes» (para retomar las observaciones de Georges
Sadoul (11) continuadas por Edgar Morin (12)), más que como figuras de
lenguaje, como lo ha mostrado pertinentemente Jean Mitry (13). Fue necesario
la fuerza del hábito, y la progresiva estabilización de los códigos, para que
algunos trucajes cesen de ser trucajes (es particularmente claro en el caso del
fundido encadenado). Esta incertidumbre de la diacronía se proyecta en parte
sobre el plano sincrónico, dentro del cine actual. Cuando un fundido
encadenado figura entre dos secuencias en la que se quiere señalar la
separación y a su vez un lazo pronunciado -ya que ésta es en suma el
significado de esta «puntuación»- en ese momento es marca de transición
(pero sigue siendo todavía marca evocadora). Si este fundido encadenado,
estirado esta vez con más insistencia, superpone durante un tiempo el rostro
soñador del héroe y la representación del sueño, el indicador retórico, de ahí
en más sensible como tal, no se libera del todo bien de una empresa de trucaje,
y la secuencia guarda un toque maravilloso y mágico. Un paso más hacia
atrás, y será la sobreimpresión prolongada: trucaje que ahora, sin embargo, se
superpone con el principio de una deixis de enunciación, como en el pasaje
de La balada del soldado de Grigori Chukhrai (U.R.S.S., 1959), en que el
joven héroe lleva consigo, en el tren que atraviesa un triste paisaje invernal, el
recuerdo encantado de algunos breves instantes de felicidad. Es comprensible
que los efectos ópticos, frecuentemente, se muestren como oscilante entre el
estatuto de trucaje y de cláusula. No siendo fotografías, éstos no son nunca
«realistas»; permanecen un poco al margen con respecto al resto del film (es
justamente en este aspecto que éstos son procedimientos «especiales»), y esta
separación, sentida de algún modo, es interpretada (según el contexto, el
género del film: fantástico, burlesco, o por el contrario menos marcado por lo
fabuloso, etc.) ya como un salto hacia lo insólito, ya como una indicación
metalingüística que ayuda comprender mejor las imágenes contiguas. En la
secuencia de La balada del soldado, la sobreimpresión del rostro de una
muchacha sobre un paisaje invernal y sobre imágenes ferroviarias no busca de
ninguna manera engañar al espectador: es claro que en la «realidad» (=la de la
diégesis), el soldado hace un viaje en tren; es mentalmente que éste evoca los
rasgos de la muchacha que encontró hace un momento. Se podría decir otro
tanto de la célebre secuencia en forma acelerada de La línea general(o Lo
viejo y lo nuevo) de Einsenstein (U.R.S.S. 1929): la kolkhoziana (14) y el
obrero han logrado por fin sacudir la inercia del establecimiento oficial, y
están a punto de obtener la firma necesaria para la compra de un tractor; los
servicios ministeriales, que habíamos visto hasta el momento como
soñolientos, casi dormidos, de repente van a animarse (gracias al acelerado) a
una febril actividad que desemboca en un santiamén en la preciosa firma: pero
nosotros sabemos bien que se trata de una caricatura (así como de una
convención propia al género burlesco), y que las oficinas del ministerio,
aunque convenientemente solicitados, como lo sugiere el film, no están
considerados que trabajen de ese modo en la realidad diegética. Por el
contrario, los films sobre «el hombre invisible» (que recuerdan muchas veces
un procedimiento especial, el fondo negro con escondites) alcanzan su meta -
cuando lo alcanzan- en la medida en que tenemos la impresión de que el
héroe, no obstante invisible, está en la verdad diegética y que está a punto de
girar lentamente la manija de la puerta: el efecto fallaría si la idea del
procedimiento óptico empleado estuviese netamente presente en nuestro
espíritu, como en los films torpes. Por lo tanto sólo hay trucaje cuando
hay engaño. Podemos convenir el uso de este término en los casos en los que
el espectador atribuye a la diégesis la totalidad de los datos visuales que le
son proporcionados: en los films fantásticos, la impresión de irrealismo no es
convincente más que si el público tiene el sentimiento de asistir, no a una
ilustración plausible de procedimientos que obedece a una lógica no humana,
sino a encadenamientos perturbadores o «imposibles» que se desarrollan a
pesar de todo frente a él sobre el modo de surgimiento acontecimental. En el
caso contrario, el espectador opera entre el material visible en que se
constituye el texto fílmico una suerte de selección espontánea, y sólo relaciona
a una parte de ella a la diégesis. Los servicios del Ministerio de Agricultura
han trabajado más rápido porque se les ha hablado en un tono conveniente:
tenemos aquí el retorno a la diégesis. El film ha querido bromear sobre esta
rapidez inesperada, la ha exagerado irónicamente: tenemos aquí la intensión,
un retorno a la enunciación. En la exacta medida en que se halle mantenida
esta bifurcación perceptiva, lo connotado no puede hacerse pasar como
denotado, es decir, no habría trucaje: el efecto óptico no ha sido confundido
con el juego normal de los fotogramas, lo visual en su totalidad no ha sido
tomado por lo fotográfico, la diegetización no ha sido completa.
8. Trucajes y marcas retóricas (retorno): fluidez de la fronteras.
Es lo que explica que, en numerosos casos, haya y no haya a la vez trucajes.
La segregación perceptiva definida hace un instante no es mantenida en su
rigor, ni abandonada definitivamente. El espectador no es víctima de la
maquinación al punto de ignorar su existencia, pero no es consciente de ello al
punto de que pierda su eficacia. La actitud del espectador, cuya creencia se
divide, responde así a la del cine, por eso decía yo que el film propone sus
trucajes como maquinaciones confesadas. En este juego, la institución
cinematográfica siempre gana, ya que ella gana dos veces: como
representación en la mediada en que es efecto especial, poco sensible como
tal, es atribuida a la diégesis (=debilitamiento de la segregación, caída en la
magia), y por la afirmación de su poder en la medida en que este
procedimiento, bastante marcado como tal, es llevado en provecho del
discurso: es decir, mantiene la segregación y la retórica lúdica, de ahí los
encantos del cine. Ahora se comprende mejor porqué las puntuaciones y otras
transiciones no se distinguen muy bien, muchas veces, de los trucajes. Esto
sucede no sólo porque, en la historia del cine, las reglas sintácticas
comenzaron siendo trucajes, sino también porque éstas tienen en común con
los últimos la tecnología, de ser efectos especiales. Además, los trucajes, en
una de sus vertientes (la enunciación confesada), manifiestan un parentesco
intrínseco con las marcas retóricas y no se han separado en última instancia
más que, en sincronía, por el umbral de un pasaje: de la maquinación
confesada (trucaje), se pasa a la figura puramente sintáctica cuando la
confesión se desambigua suficientemente para que la maquinación no sea sólo
una, y para que el espectador, ante el efecto óptico, no atribuya estas partes a
la diégesis (es el caso de algunos fundidos a negro que se dan claramente para
los límites de los «capítulos»). Se mantiene como verdad, entonces, que es
la ausencia de maquinación que define, frente al trucaje, la pura señal de
transición. Solo que es raro que una señal de transición sea pura, que no esté
acompañada de un principio (¿o de un fin?) de trucaje. En los mejores films
logrados sobre «el hombre invisible», el espectador más ingenuo -a condición
de estar habituado ir al cine- no pierde nunca completamente de vista, en
medio de su apasionante interés por la intriga, que las imágenes han debido
ser obtenidas por alguna técnica especial. Inversamente, en la secuencia de La
línea general, el espectador más crítico y advertido tendrá fugitivamente la
impresión, en medio de las reflexiones que esboza sobre la escritura del
cineasta, que los personajes del film se desplazan «de verdad» tan rápido de
cómo se los ve. Tanto el distanciamiento como la identificación nunca se dan
completamente; es uno de los aspectos de esta «interfusión» de lo real y lo
imaginario que ya había estudiado bien Edgar Morin en El cine o el hombre
imaginario. La sintaxis del film queda pegado a los movimientos de la
afectividad, y el trucaje maravilloso puede en cualquier momento convertirse
en convención en el cine realista. Los films fantásticos más cautivantes, los
burlescos más divertidos nos ofrecen trucajes que permanecen siempre más o
menos percibidos como instrumentos del discurso; incluso es lo que
constituye estos géneros: sólo pueden funcionar como tales porque suscitan en
el público una reacción doble y contradictoria: creencia en la realidad,
maravillosa o cómica, de los acontecimientos presentados, e
interés para la proeza en que el cine se muestra capaz. Estos géneros reposan
sobre un equilibrio frágil, que es susceptible de ser roto en cualquier momento
en un sentido o en otro. Es sin duda una de las razones por las cuales hay tan
pocos buenos films burlescos, y menos aún buenos films fantásticos. La
dimensión retórica, en suma, es sensible en el mismo trucaje, que no
es más que maravilloso. A la inversa, la figura de discurso no es más que
sintáctico, ésta alienta usualmente el proceso de diegetización. Hemos visto
más arriba que enLa balada del soldado se supone que el espectador no
diegetiza el contenido de la sobreimpresión: sabe que la muchacha no está en
el tren y que el soldado se encuentra en él «indefectiblemente», y que el efecto
óptico sirve para introducir convencionalmente imágenes mentales en la
representación de la diégesis. No obstante está claro que esta forma de
introducirlas (de la que no se negará el aspecto convencional) no es en
absoluto el equivalente de un enunciado lingüístico como «El soldado, en el
tren, pensaba en la muchacha». Este último hubiera provocado una
representación de palabras, en el sentido freudiano de la expresión, mientras
que la sobreimpresión se da a ver como una «representación de cosas»; es
más, las dos imágenes, la diegética y la mental, se recargan sin marca formal
de diferenciación y en «soportes» idénticos (=ambos fotográficos); de este
modo lo que es considerado que separa a los ojos de una lógica "despierta" -
oposición de lo «real» con la evocación mental- se encuentra, por la virtud del
procedimiento cinematográfico, sutilmente negado y borroneado en el
momento mismo en que la convención lo indica expresamente: el exponente
narrativo del «pasaje a la interioridad» se desdobla forzosamente de
sugestiones más inquietantes y más profundas: se presenta desde el principio
como una condensación de dos rostros, donde el deseo del soldado encuentra
su realización, éste arrastra consigo siglos de leyendas y cuentos sobre la
telepatía amorosa, la presencia en la ausencia y los ojos del alma. Es en esta
medida que pierde su pureza sintáctica y hace crecer la diégesis. Es el caso de
todos los signos de diégesis, aunque en distintos grados; su eventual pureza es
sólo un caso límite. El otro caso límite, que nos conduce al extremo opuesto
(por ende, del lado de los trucajes), son los efectos imperceptibles, de los que
hablé más arriba (los dobles por ejemplo). Es sin duda el único en que no
tenemos modo de preguntarnos en qué medida la intervención especial ha sido
percibida como diegética: ésta no ha sido percibida en absoluto, y por lo tanto
podemos estar seguros que todo ha sido en provecho de la diegésis. Llegado a
esta instancia, la institución cinematográfica prefiere asegurar su poder antes
que mostrarlo: la maquinación está a su máximo, la confesión en su mínimo.
9. La denegación de la percepción en el cine.
En los casos de mediación (que forman la mayoría de los trucajes y una buena
parte de las marcas «sintácticas»), el doble juego sólo es posible, por el lado
del espectador, por un proceso psíquico algo parecido a la denegación que ha
sido descrita por Freud a propósito de la angustia de la castración y el
nacimiento del fetichismo. A lo que llamamos «espectador» del film, en
efecto -aquél que mira el film-, no solamente es el yo consciente (que además,
como se sabe, es un sujeto «escindido»), sino la persona en su conjunto. El
pensamiento lógico «desdiegetiza» sin cesar los procedimientos
ópticos: sabe que la muchacha de La balada del soldado (el objeto del deseo)
no está presente en el tren. Pero al mismo tiempo un otro pensamiento, más
ligado a los procesos primarios y al principio de placer, no se ve advertido de
lo que sabe el yo, ya que no ha sido notificado (o que ha rechazado la
notificación): éste diegetiza sin interrupción lo que la clara consciencia
gramaticaliza simultáneamente. Hay que decir que este pensamiento tiene un
profundo interés en ello (tras la identificación secundaria con el soldado, que
el film da a ver, que es especular en esto): este otro pensamiento desea que la
muchacha esté en el tren, y el film le permite justamente con la ayuda de esta
sobreimpresión (que «condensa» tan bien), alucinar o soñar esta presencia. De
este modo los poderes de la institución cinematográfica vendrían al encuentro
de los deseos que, en el espectador, no son superficiales o transitorios; el cine,
en este intercambio, se encuentra más fortalecido. La posibilidad misma de
dividir constantemente su creencia tiene mucho valor en la empresa
cinematográfica sobre el espectador: representa para él una formación de
compromiso, altamente beneficiaria, entre un cierto grado de satisfacción
pulsional y un cierto grado del mantenimiento de las defensas, ya que elude la
angustia. Es en buena parte en razón de este orden que se deben los
fenómenos individuales de vínculo en el cine, que resultan de una evolución
ampliamente opaca y sufrida (donde la formación de compromisos tiene algo
de síntoma), o por el contrario de la elaboración lúcida de una economía que
sea la menos perjudicial posible, tras la desidia de los integrismos del super-
yo y la adquisición por el sujeto de una mínima capacidad de soportarse a sí
mismo. Este último caso, que corresponde a las formas menos obtusas de
la cinefilia, explica también la larga empresa de algunas formas del cine
clásico, como los films de género, que manejan el placer de complicidad
difícilmente reemplazable.
10. Del trucaje de cine al cine como trucaje.
Quizá nos sorprenda que las consideraciones de alcance bastante general sean,
de modo gradual, la continuación de un análisis de los trucajes y de los signos
de puntuación, es decir, fenómenos asaz particulares que sólo ocupan una
pequeña porción del tejido textual del film. Pero estos casos particulares, en
realidad, no son particulares más que en la medida en que ponen
particularmente en evidencia dos hechos que no tienen nada de particular y
marcan al cine en su conjunto: el rol de la maquinación confesada en la
institución cinematográfica, y la denegación de la percepción en la economía
espectatorial.
Es importante captar, en efecto, que el cine en su conjunto es, de alguna
manera, un extenso trucaje, y que su posición con relación al conjunto del
texto es muy diferente en el cine y en la fotografía: diferencia que se debe en
última instancia a la constitución del cine sobre varias fotografías, que hace
desfilar los «planos» en el interior del film y los fotogramas en el interior del
plano. El trucaje de una fotografía es una empresa "abrupta" (única y además
fija), porque la representación que ella da de su objeto es considerada
inflexiblemente analógica y saca de ahí su régimen específico de
funcionamiento social. Pero vemos al mismo tiempo lo que le falta de este
modo a la fotografía: en su gran parte, exponentes sintácticos del discurso que
son tan numerosos en el cine. Ciertamente la incidencia angular, la distancia
de la toma, la iluminación, etc. constituyen una interpretación subjetiva del
objeto fotografiado, y la sociedad admite que otros «tratamientos» habrían
sido posibles para el mismo objeto. Pero esta interpretación, como lo ha
mostrado pertinentemente Roland Barthes (15), es sentida culturalmente como
una clara connotación, y de ninguna manera relacionada a la denotación, es
decir, al objeto representado, el equivalente de la diégesis en el caso de la
fotografía fija. Todo sucede como si la regla del juego invitara al espectador
de una fotografía a operar una severa división perceptiva entre las intenciones
del fotógrafo (siempre más o menos observables como tales, y que podrían
tornarse en trucaje) y la representación fotográfica en sí misma, en principio
estrictamente fiel ya que es obtenida por así decir de un solo disparo. El
espectador llega de alguna manera a «reencontrar», bajo el coeficiente de
enunciación en que se opera la sustracción mental, esta «fotografía (incluso
utópica) bruta, frontal y neta» de la que habla Roland Barthes. El sentimiento
común quiere que la denotación no sea construida, y que todo lo construido
sea la connotación. He aquí la dificultad (no técnicamente, sino
psicológicamente, deontológicamente) para trucar una fotografía: el fotógrafo
no tiene elección más que entre una toma «normal» -que, incluso muy
solicitada, no será trucada ya que lo idealmente denotado encontrará el medio
de atravesar indemne todos los efectos que simplemente lo adornan- y, si
quiere verdaderamente engañar a la gente, la mentira caracterizada, la práctica
fraudulenta, como en los «montajes» fotográficos, hábiles collages de dos
tomas diferentes, de la que se sirven los políticos deshonestos para
desacreditar a sus adversarios, que supuestamente el «objetivo» habría
sorprendido en una situación comprometedora. El trucaje fotográfico debe ser
un error descarado o no ser. Le es incómodo intervenir toscamente en el
interior mismo de la acción fotografiada, ya que se considera que la fotografía
remite en bloque a un espectáculo real que reproduciría de manera indivisa, no
dejando de este hecho ninguna falla, ninguna fisura que daría oportunidades a
un hábil trucaje, o a un semi-trucaje. Por el contrario, el cine aprovecha una
gran parte de estos intersticios, siembra allí cada uno de sus pasos. Cada
pasaje de «plano» a «plano» por ejemplo -o de fotograma a fotograma, si
pensamos en el acelerado o en la cámara lenta de débil amplitud- ofrece la
ocasión de deslizar, entre los pavimentos compactos pero disjuntos que
producen los códigos analógicos, las habilidades de un trucaje sutil y
permanente que es conforme a los usos, y que no tiene ninguna necesidad de
ir hasta la mentira para ejercer su eficacia, ya que puede permitirse jugar sobre
la multiplicidad de las fotografías y el encadenamiento de éstas, cuya
existencia es asimismo confesada y moral: la denotación ya no es indivisa, se
da a sí misma para construir (es una de las grandes diferencias semiológicas
entre el cine y la foto), ya no hay obstáculo que se imponga entre lo denotado
y lo connotado: de este modo se pasa suavemente y sin discontinuidad de la
simple intención discursiva (que no obstante el espectador le atribuirá a la
diegésis) a un principio de trucaje en que, sin embargo, este mismo espectador
será parcialmente embaucado. El mismo montaje, que está en la base de todo
el cine, es ya un trucaje perpetuo, sin ser reducido a lo falso en los casos
ordinarios: si varias imágenes sucesivas representan un lugar bajo ángulos
diferentes, el espectador, víctima del «trucaje», percibirá espontáneamente
este lugar como unitario, ya que es justamente su percepción la que
reconstruye la unidad: el trucaje, en este caso, reposa sobre una proyección, y
esta es otro aspecto de la construcción analógica, la construcción de lo
representado: construcción en el film, y también construcción en el espíritu
del espectador. Pero simultáneamente, este último no ignorará que ha visto
varias fotografías: no habrá sido engañado. Hoy estamos tan habituados al
montaje que a nadie se le ocurriría ponerlo entre los trucajes (o entre los
efectos «especiales») ya que es una manipulación tan común y generalizada.
Pero el montaje -que permanece como el prototipo de trucaje en fotografía, un
hecho muy significativo- era mencionado en 1912, en un libro de Ducom
sobre la técnica del cine, como el más elemental de los trucajes. En el cine, en
última instancia, son los recorridos que, según la manera en que se
especifican, fundan la sintaxis más común autorizando los trucajes más
deliberados o más raros. Así se explica que los trucajes imperceptibles sean
los únicos trucajes puros, y que con éstos se pueda asegurar la ilusión para el
espectador, ya que éste no ha notado nada. Desde que abordamos el vasto
dominio de las intervenciones perceptibles, trucaje y lenguaje son sólo dos
polos situados en los extremos de un eje común y continuo, distintos entre sí
por su centro de gravedad pero no por sobre sus fronteras.
***
La cuestión de la diferencia que tratamos hace un instante entre el cine y la
fotografía tiene algo de paradójico. Parecería en efecto, por otros aspectos,
que nuestra cultura acuerda al cine un crédito de realidad muy superior al
concedido a la foto: el cine, que dispone de movimiento, de despliegue
temporal (sin hablar del sonido y de la palabra), ¿no parece «reproducir la
vida» de manera mucho más completa -mucho más «viva», como se dice
usualmente no por azar- que la fotografía? Pero hay que tener cuidado. El
funcionamiento social de estos dos lenguajes no se debe solamente a sus
supuestas relaciones con la «realidad», sino tanto más por su posición
respectiva con relación a la tradición histórica de las artes de la representación
(epopeya, novela clásica, pintura con tema, teatro de intriga, etc.). El cine -por
su abundante índices de realidad que pueden estar al servicio de la ficción-se
ha insertado sin demasiados esfuerzos en esta tradición. Demasiado
desarmada, demasiado «pobre», la fotografía se ha quedado fuera de ésta, y
una parte notable de sus empleos se destacan en este orden que consideramos
como «no artístico»: fotos de identidad, fotos de familia, ilustraciones para
libros técnicos de todo género, fotos de archivo, etc. En esto la imagen social
de la foto se estrecha pesadamente, y acarrea con ella resabios de estado civil
de la que el cine está exento. Cuando la fotografía no dispone de un poder de
realidad suficientemente prestigioso para que le encarguemos tareas,
consideradas más nobles, del imaginario ficcional, a cambio le prestamos
(siempre míticamente), en un movimiento en que puede leerse como un deseo
de inmediación, una especie de integridad feroz (aunque sin brillo) en el
respeto literal de esta misma realidad: es esta reputación de "intratable" es la
que reduce a aquél que truca a un simple falsario. Por el contrario el cine se
beneficia en el espíritu público de esta especie de indulgencia que está a mitad
de camino de la fascinación -como los misóginos con respecto a las mujeres-
y que consentimos de manera general a todas aquellas cosas de las que no
esperamos una honestidad completa, y por ende pueden permitirse cierta
duplicidad sin caer en la infamia. Volvemos a encontrar aquí la cuestión de la
maquinación confesada como dije anteriormente. El cine se ha convertido un
arte de representación, y la cultura ha legitimado, como lo ha hecho en su
momento con la novela o la pintura, sus juegos sobre la ficción de realidad y
la realidad de la ficción: de este modo tiene «facilidades» sociales que le son
propias a los herederos, de las que no dispone la fotografía.
***
Es sólo eso. Las tecnologías, en este problema, también tienen un gran peso.
Las del cine y las de la fotografía son, a decir verdad, bastante vecinas, ya que
la segunda forma parte de la primera y que, más esencialmente, éstas
producen ambos códigos analógicos en donde se elabora la semejanza, y por
ende la impresión de no-códificación. Entre uno y lo otro, la diferencia reside
sobre todo en el grado de complejidad. Esta cuestión es muy importante. La
codificación fotográfica es relativamente simple y compacta: mecánica
robusta que no conoce suaves desarreglos, y que no podríamos falsear más
que por una intervención suficientemente brutal para que se denuncie en ella
una alteración en el curso admitido de las cosas. La mecánica del cine, aunque
sea también de tipo analógico, comporta un número mayor de procedimientos
variados de codificación, enlazados por un complejo entretejido de
conexiones: cada fotograma es una fotografía, pero que no sucede al primero
más que por una mediación de un fondo «negro» cuyo lapso es materia de
decisión (esto ha variado desde la época del mudo hasta ahora); estos
fotogramas son agrupados en paquetes (los «planos») cuya concatenación abre
cada vez una elección (corte franco, efecto óptico, etc.): mecánica de alta
precisión, en el que el poder de la semejanza crece aún más, pero crece
también al mismo tiempo la vulnerabilidad en ligeros desarreglos que no son
otra cosa que la otra cara de numerosos arreglos necesarios. Haría falta
mostrar esta cuestión un poco más ampliamente. Pero sólo tomaré como
prueba de ello una característica relevante a los trucajes cinematográficos: y
es que ninguno de ellos puede trucar completamente lo que es trucado. La
demora sobre la imagen, que altera el movimiento normal, deja intacto a la
fotograficidad. El "flou", que desarregla la acomodación, no modifica la
posición respectiva de los objetos en el espacio. La inversión de la banda
respeta en el orden temporal una suerte de principio de especularidad. Dos
recortes empalmados en el mismo plano dejan subsistir las superficies
fotográficas no trucadas. La cámara lenta, que rompe con la velocidad de
desplazamiento admitida, no altera ni la forma ni la dirección del movimiento,
etc. Tocamos aquí un problema que ha sido muy debatido últimamente, en la
que recientemente Jean Patrick Lebel ha consagrado un libro cuya
argumentación es apremiante y en que ciertos desarrollos me parecen sólidos
y convincentes (16). Sin embargo, estoy en desacuerdo con una de las tesis
centrales de la obra: a mi parecer la técnica no designa una suerte vallado que
estaría fuera del alcance de la historia. Es verdad que la técnica, por el hecho
de su funcionamiento, prueba la verdad científica (no ideológica) de los
principios que están en la base. Pero el cómo de su funcionamiento (=los
arreglos de la máquina), que no se confunde con su porqué, no está de
ninguna manera bajo el control de la ciencia, e implica opciones que no
pueden ser más que de orden socio cultural. Aunque la técnica se mantenga
alejado de la cultura, ciertas tecnologías -por el juego de sus características
técnicas, como he intentado mostrar- se prestan a intervenciones en las que las
determinaciones históricas se dan sin ninguna duda. No es necesario ser
marxista para convencerse de esto mirando alrededor de uno.
Conclusión. El cine, ¿en qué historia?
En el horizonte de todos estos problemas, estamos llevados a interrogarnos
sobre la naturaleza exacta de las relaciones, a la vez real y mal conocido, que
la institución cinematográfica -y no únicamente el cine comercial-mantiene
con la ideología en general. ¿En qué medida esta institución se sostiene en el
deseo de seducir al cliente, en la búsqueda de ganancia, y por ende en el
régimen económico (o en sus supervivencias bajo otros regímenes)? ¿En qué
medida esta institución está ligada al acontecimiento, histórico en sí mismo y
no obstante desfasado con relación a la cronología de los sistemas
económicos, que constituye la emergencia de las artes de representación, y la
simple existencia de una diégesis? Y para terminar ¿En qué medida el cine en
su totalidad no es más que una invención por la que el hombre intenta
responder a los objetivos obstinados que le propone su narcisismo, investido
en formas lúdicas de una estesis perpetua susceptible sin embargo de ser
tomada en la temporalidad de una historia? Ahora bien, ¿ésta sería una tercera
historia?
NOTAS
1) «Les grands caractères de l’univers filmique» contribución a L’univers
filmique (obra colectiva, Flammarion, 1953), p. 11-31.
2) Pasaje citado p. 19.
3) Theory of the Film (Londres, Dennis Dobson, 1952), p. 144.
4) Theory of the Film (op., cit.), p. 143.
5) En «Technique et idéologie» (Cahiers du Cinéma, 1971, ns. 229, 230, 231,
y las siguientes), J. L. Comolli observa pertinentemente que no hay que
reducir a la cámara únicamente todo el conjunto de la tecnología
cinematográfica (n. 229, p. 7-8). Op. Cit. n. 231, p. 47.
6) Es profílmico todo lo que se pone frente a la cámara (e inversamente) para
la toma.
7) Georges Sadoul: «Georges Méliès y la primera elaboración del lenguaje
cinematográfico» Revue internationale de Filmologie, n. 1 junio-agosto 1947,
p. 23-30.
8) Entretiens autour du cinématographe (recopilados por André Fraigueneau),
Paris, Ed. André Bonne, 1951, p. 126 a 138.
9) Cap. X de Langage et cinéma (Paris, 1971).
10) Con este nombre se designa generalmente a una tradición de teorías
internas al cine. Es el resultado de un efecto acumulativo de las observaciones
más pertinentes de las críticas de las películas, el mejor ejemplo sigue siendo
el clásico libro de André Bazin ¿Qué es el cine? (Ver J. Aumont y
otros Estética del cine, Paidós Barcelona 1989.) [N. del T]
11) Op. Cit. p. 26 (nota 7, p. 178).
12) Le cinéma ou l’homme imaginaire (Paris, Ed. de Minuit, 1956) p. 57 a 63.
13) Esthétique et psicologie du cinéma (Paris, Ed. Universitaires), Tomo I
(1963), p. 271 a 279.
14) Viene del ruso kolkhoz que significa granja colectiva. [N. del T] 15)
«Rhétorique de l’image», Communications, 4, 1964, p. 40-51. 16)Cinéma et
idéologie, Paris, 1971, Ed. Sociales.
Christian Metz, Trucaje y cine (1971)
Traducción Domin Choi., Floresta, verano caluroso de 1999.
Domin Choi es estudiante de la carrera de Artes con orientación combinadas de la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Actualmente es ayudante de la materia de Teoría y Medios de la Comunicación, dirigida por Oscar Traversa, de la misma carrera. También es ayudante de la materia de Semiótica de los géneros contemporáneos de la carrera de Ciencias de la comunicación.