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Facultad de Economía, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) Causas y consecuencias económicas de la primera guerra mundial Author(s): Manuel SANCHEZ SARTO Source: Investigación Económica, Vol. 12, No. 2 (SEGUNDO TRIMESTRE 1952), pp. 213-229 Published by: Facultad de Economía, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) Stable URL: http://www.jstor.org/stable/42777753 Accessed: 26-09-2017 14:39 UTC JSTOR is a not-for-profit service that helps scholars, researchers, and students discover, use, and build upon a wide range of content in a trusted digital archive. We use information technology and tools to increase productivity and facilitate new forms of scholarship. For more information about JSTOR, please contact [email protected]. Your use of the JSTOR archive indicates your acceptance of the Terms & Conditions of Use, available at http://about.jstor.org/terms Facultad de Economía, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) is collaborating with JSTOR to digitize, preserve and extend access to Investigación Económica This content downloaded from 34.192.2.131 on Tue, 26 Sep 2017 14:39:57 UTC All use subject to http://about.jstor.org/terms

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Facultad de Economía, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)

Causas y consecuencias económicas de la primera guerra mundialAuthor(s): Manuel SANCHEZ SARTOSource: Investigación Económica, Vol. 12, No. 2 (SEGUNDO TRIMESTRE 1952), pp. 213-229Published by: Facultad de Economía, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)Stable URL: http://www.jstor.org/stable/42777753Accessed: 26-09-2017 14:39 UTC

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Causas y consecuencias económicas de la primera guerra mundial

Manuel SANCHEZ SARTO

I

En el mes de septiembre de 1920, el profesor inglés I. A. Hob- son publicaba en la revista Political Science Quarterly un artículo cuyo título, traducido al español, rezaba lo siguiente: "¿Por qué la guerra vino por sorpresa?" Se refería a la primera guerra mundial, y hubiera podido referirse a todas las grandes guerras de nuestra asendereada generación, porque, sin quererlo, sobre el leit rnotiv de la sorpresa, vino a dar en una tesis por demás intere- sante y eterna : "La dramática antítesis de autocracias agresivas y democracias pacíficas, en la historia reciente, es falsa, y el hecho de no percibir esa falsedad, constituye la verdadera y gran sor- presa".1

Entiéndase bien : la primera Guerra mundial no causó extra- fíeza a políticos, estadistas y militares, comerciantes y periodistas, sino a los pueblos llanos lanzados a la lucha. Ante los sentimientos nacionales se presentó, por los dirigentes, la gran contienda como la única y gran salida, susceptible de garantizar el ulterior des- arrollo económico, y, en el más extremo de los casos, la supérviven- cia misma de las naciones respectivas.

Apenas terminada la Guerra franco-prusiana (1870-71) el prín- cipe de Bismarck había atesorado en la fortaleza de Spandau, cerca de Berlín, 25 millones de francos - una parte pequeña de la in- demnización de guerra pagada por Francia - , para sufragar los gas- tos del primer día de una futura movilización general ; y allí se mantuvo intacta esa suma hasta el último día de julio de 1914. Por otro lado, en 1905 quedó perfectamente diseñado el famoso

1 J. A. Hobson: "Why the War Came as a Surprise?" Political Science Quarterly, septiembre, 1920, p. 357.

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Plan Schlieffen, preparado por los estrategos alemanes para el caso de nn nuevo conflicto con Francia y sus aliados: el plan comprendía la concentración del grueso de las fuerzas alemanas en el frente occidental, el paso a través de Bélgica y la realización de un amplio movimiento semicircular del ala derecha del ejérci- to tudesco, que pivotaría sobre el centro hasta lograr el cerco de París. Exactamente la estrategia que se intentó desde agosto de 1914.

Francia también tuvo su plan, el Plan 17, trazado sólo en 1913 por el general Joseph Joffre, jefe del Estado Mayor Francés desde 1911, influido por las ideas estratégicas del general Ferdi- nand Foch. Los militares franceses ignoraban la amenaza que pu- diera venirles por Bélgica - por la zona comprendida entre los ríos Sambre y Mosa, camino de todas las invasiones, desde Atila - y fiaban por completo en el éxito de una ofensiva propia por el cen- tro y el ala derecha, con propósito de forzar el paso del Rhin y avanzar hacia el corazón de Baviera.

Mas no eran sólo los militares quienes tenían aprestados sus planes para la eventualidad de una gran guerra. Estadistas y di- plomáticos de las grandes y medianas potencias se esforzaron, ya durante el último cuarto del siglo xix, por fortalecer la posición de los respectivos países y de sus sistemas de alianzas. El tratado entre Alemania y Austria, de 1879, fué la primera piedra en el edificio de una fraternidad bélica que sólo vendría a derrumbarse con la derrota de 1918. Poco después de aquella fecha, en 1882, se establecía la Tríplice Alianza entre las dos naciones citadas e Ita- lia, pacto duradero hasta la defección de este último país a sus dos aliados, en mayo de 1915. En 1887 apuntaba la primera gran reacción de los futuros "aliados", con el primer pacto del Medite- rráneo entre Inglaterra e Italia, aunque, en el fondo, estas nacio- nes, secretamente secundadas por España, trataban de detener los avances del colonialismo francés en Marruecos. Para agosto de 1891, Francia y Rusia firmaban un convenio de tenue alcance, "para el mantenimiento de la paz", en el caso de una amenaza pro- veniente de Inglaterra y Alemania, a la sazón empeñadas en es- carceos diplomáticos.

Apenas iniciado el siglo presente se entablan las primeras ne- gociaciones para una alianza anglo-japonesa, cuya firma, en enero

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de 1901, puso término al "espléndido aislamiento" de los británi- cos. En 1904 se afirma la Entente anglo-francesa, forzada por el estallido de la guerra entre Rusia y J apón, y se completa, en agos- to del misma año, con el tratado entre Inglaterra y Rusia.

Tales desarrollos, de los cuales sólo ofrecemos las fitas más salientes, iban creando en Europa el clima militar, político y di- plomático, para la gestación de una gran guerra. Contribuían a en- conar las pasiones ciertas actividades como las de los revanchistas franceses, Paul Déroulède y su "Liga de Patriotas", simbolizados por el general Boulanger, en 1886; otros movimientos de análogo contenido ultranacionalista brotaban en Alemania y Rusia, a la vez que se encendían los irredentismos de Servia, Bohemia e Italia y las veleidades militares de "la joven Turquía".

Y así volvieron a tener presencia, en nuestros tiempos, los versículos 10 y 11 del capítulo III del Libro de Joel, en el Antiguo Testamento: "...proclamad guerra, despertad a los valientes; llé- guense, vengan todos los hombres de guerra. Haced espadas de vuestros azadones, lanzas de vuestras hoces. Diga el flaco: fuer- te soy."

Pero ¿eran, éstos, brotes irreprimibles de la obscura condi- ción bélica de los hombres de Occidente, o expresión de grandes conflictos económicos sin otra salida aceptable que la guerra? ¿Era, ésta, "la gran ilusión" de que hablaba Norman Angelí, y traería por igual una pérdida ingente para vencedores y vencidos? ¿Ven- dría, al fin de la contienda, una paz milenaria, con "casas para loa héroes" y abundancia inacabable para todos los habitantes de la Tierra? Lo cierto es que desde la primavera de 1914 podía predi- carse de Europa lo que un agudo cronista decía con motivo del reciente bloqueo de Berlín: "La paz está a la merced del primer disparo de un sargento."

Bien pronto iban a experimentar los pueblos en lucha, que la guerra es un experimento caro, sin victoria final para ningún bando, y que las constelaciones económicas generadoras del con- flicto bélico no se apagarían a su térjnino.

* * *

De todas las explicaciones parciales de la primera guerra mun- dial, ninguna tan convincente, en el orden económico, como la del

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desarrollo de un "nuevo imperialismo". Clark Grower ha escrito acaso la obra más agudamente crítica2 acerca de ese gran problema de los últimos cuatro siglos, vivo todavía -en el momento presente.

Hasta 1870, más de la mitad de la superficie habitada de la Tierra no había sido explorada por europeos. Siglo tras siglo, las grandes empresas comerciales ultramarinas habían sido, además, dé particulares y sus asociaciones: salvo en el Continente ameri- cano la acción de los merchant adventurers había sido desarrolla- da mediante factorías enclavadas en el litoral de los continentes

nuevos, pero sin penetrar a fondo, como había ocurrido en el caso de los imperialismos actuantes en las tierras de América.

Buscaban los nuevos colonizadores puntos de apoyo para mer- cados donde pudieran colocar los productos de su industria. Pero esas hegemonías comerciales privadas recibieron su golpe de gra- cia cuando, el 2 de agosto de 1858, un MU dado para la India puso término a los privilegios de la Compañía inglesa para las Indias orientales y atribuyó a la Corona británica la gobernación de esos reinos. Cuando la reina Victoria de Inglaterra se coronó, en l9 de enero de 1877, Emperatriz de la India, el colonialismo comer- cial dejó de ser tarea privada - la de los personajes de Kipling y de Conrad - para convertirse en misión principalísima, nacio- nal, de las grandes potencias y sus gobernantes. Desde entonces se habló de la "misión civilizadora" de los viejos países, y de la "carga que en lo sucesivo tenía que soportar el hombre blanco".

Walter Bagehot,8 a quien se deben los más sabios consejos para uso de los banqueros de su tiempo, y de los futuros, supo ex- presar en pocas frases toda la filosofía crematística de los impe- rialistas de nuevo cuño, hombres y pueblos. "Un hombre nuevo - decía - , con un pequeño capital propio y un gran capital pres- tado, puede superar a un hombre muy acaudalado, cuando éste sólo depende y dispone de su propio capital."4 "El comercio in- glés se ha convertido esencialmente en un comercio con capital prestado."5 Y el patrón oro fué su mejor instrumento.

a Clark Grower: The Balance Sheet of Imperialism. Nueva York, Co- lumbia University Press, 1936.

• Walter Bagehot: Lombard Street. Londres, 1873. Harley Whithers hizo una nueva edición en 1927.

4 Ibid., p. 15. • Ibid., p. 16. Cf. Además, Herbert Feis, Europe, the World Banker.

1870-1914. Yale University Press, 1930.

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Con capitales y con primeras materias extranjeras, el "nuevo imperialismo" buscó afanosamente, y con éxito, ese alimento para sus industrias, en las anchas áreas de los pueblos retrasados del Asia, durante la "era del Pacífico" que había venido a suplantar a la escena atlántica del drama de tres siglos. Vivíase acuciado y obseso por un nuevo "complejo de El Dorado". Y era curioso que todavía a fines del pasado siglo pudiera tener aún validez, una validez ya poco duradera por cierto, la frase del historiador Barnes, con referencia a la "América Latina, sobre cuyos Estados, pocos recomiendan que ejerzamos, o tratemos de ejercer, un con- trol político."6 Y decimos poco duradera, porque ya en 1900 los Estados Unidos habían invertido en los países latinos de nuestro Continente más de 500 millones de dólares ; 2 165 en 1914, y 17 967 - la cifra más alta de todos los tiempos - en 1932. Pero en 1933, 6 000 millones, de esos préstamos, iban a parar - por razones de insolvencia - a fondo perdido, como "precio de las tendencias im- perialistas norteamericanas", según la frase del profesor Barnes.7

En pasadas épocas y para los hombres que vivían, coloniza- ban y gobernaban en ellas, lo importante no eran los efectos de esas actividades en los nuevos territorios trajinados por esos pio- neros del gran capitalismo, sino las repercusiones en Europa, des- de la famosa "revolución de los precios" de principios del siglo XVI, a mediados del xvn, sagazmente investigada por Hamilton.8 Ahora, a fines del Ochocientos, los nuevos colonizadores penetra- ban en grandes grupos tierra adentro de los países nuevos, en busca de espacios vitales: primero se procuraba el control del comercio y de las primeras materias ; después se recurría al respec- tivo Ministerio de Estado en solicitud de defensa y respaldo; fi- nalmente, si el caso lo merecía, reclamábase la intervención ar- mada y el dominio sobre la administración pública de los países comercial y financieramente sojuzgados.

Al servicio directo o inconsciente de esa política estaban las masas de emigrantes, cada vez más copiosas, de Europa a Amé- rica. La situación demográfica del Viejo Continente era por de-

6 Harry Elmer Barnes: An Economic History of the Western World . Nueva York, 1942, p. 671.

7 Ibid., pp. 673 ss. E. J. Hamilton: American Treasure and the Price Revolution in

Spain , 1501-1650. Harvard University Press, 1934.

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más aterradora: en 1750 Europa contaba con una población de 140 millones de habitantes: en 1914, con 463. No es, pues, sorprendente que la corriente emigratoria (50 millones de europeos, entre 1800 y 1914) fuese cada vez más caudalosa, dç Oriente a Occidente del Atlántico, y que un mayor refinamiento tecnológico en materia de financiación y diplomacia, convirtiera esos grupos, de modo espontáneo o deliberado, en cabezas de playa y puntas de lanza de los viejos países en las áreas nuevas del mundo entero.

Y no se conformaban con una superficial victoria los esta- distas que prepararon la primera Guerra mundial. A los pocos me- ses de iniciadas las hostilidades, en 13 de octubre de 1914 - cuan- do ya Francia había sufrido el dolor de ver ocupadas sus zonas más prósperas, pero el alma había vuelto al cuerpo tras la hazaña del Marne - Izvolsky, embajador ruso en París, comunicaba lo siguiente al ministro ruso Sazonov : "Delcassé me dice que Francia mantiene inalteradas sus demandas: no se conforma con menos

que con la destrucción despiadada del poderío económico y polí- tico alemán". Anhelo de exterminio al estilo cartaginés, política que en años posteriores ha venido a quedar suplantada por otra de sentido romanó, que no aniquila, sino sojuzga, haciendo de seres e instituciones, en los países vencidos o absorbidos, siervos para el logro de la prosperidad del vencedor.

* » #

El statu quo de los países europeos en los catorce primeros años del siglo, sólo era una situación tolerable para los países con viejos dominios coloniales: la Inglaterra imperial; la Fran- cia de Argelia, Túnez e Indochina; los Países Bajos, poseedores de ricas tierras en Indonesia; Rusia, cuyos dominios se extendían a las tierras siberianas y del centro de Asia.

El Reino Unido controlaba 55 colonias, con 12 millones de millas cuadradas y 392 millones de habitantes (casi 100 veces la extensión de la metrópoli, y 8 veces y media su población). En el extremo opuesto figuraban como have nots , en el gran reparto, Alemania con poco más de un millón de millas cuadradas en te- rritorios coloniales, habitadas por unos 13 millones de autóctonos (como la quinta parte, en número, de la población metropolitana),

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e Italia, con colonias cuya extensión era sólo cinco yeces mayor que los dominios europeos de la casa de Saboya, y estaban habita- das por una población colonial equivalente a la trigésima parte de la de la metrópoli.

Para Alemania, las colonias no pasaban de ser una satisfac- ción de carácter nacionalista, y un refugio, casi un destierro, para los inadaptados del propio país. Gran Bretaña y Francia, sus rivales, compraban más productos alemanes que todas las colonias germánicas, en conjunto. El Reich pensaba en expansiones de tocio género, sin embargo: unas aparentemente pacíficas y constructi- vas, aunque animadas por un espíritu imperialista, como el ferro- carril Berlín-Bagdad; otras, de ostensible sentido agresivo, con una levísima capa de emigración bíblica, como las colonias de ale- manes del Volga, tras de cuyas apetencias se traslucía una mar- cha belicista hacia el Este (Drang nach Osten).

En 1896 (3 de enero) se cursó por el Emperador Guillermo II el famoso telegrama Kruger, con motivo de la cuestión boer, que vino a señalar la ruptura de hostilidades, con sentido popular, entre Alemania y la Gran Bretaña, animadversión germánica que culminó durante la Guerra con el slogan "Dios castigue a Ingla- terra" (Gott strafft England ).

Aunque desde 1848 venía despertando la conciencia del sector obrero, como clase, la biblia marxista, "El Capital", no pasó de ser, durante mucho tiempo, patrimonio académico de los socialis- tas científico«. Hasta pudo pensarse en que de la lucha entre Bis- marck y el Emperador alemán, y de sus empeños por instaurar un gran sistema de política social y de seguros colectivos, derivara una suavización de las ancestrales luchas de clase. Los movimien- tos sindicales en la segunda mitad del siglo xix tuvieron que recorrer un arduo y espinoso camino: primero por la humaniza- ción del trabajo, reduciendo en diversas etapas la jornada de labores y limitando la utilización de mujeres y niños en minas y manufacturas; luego, velando por la mejora del salario real y propiciando el acceso de los trabajadores a la educación en todos sus niveles ; más tarde, respondiendo a la invitación que desde los gobiernos se les hacía para restar virulencia al conflicto de clases, y utilizando para mitigarlo, no tanto medios revolucionarios, sino evolutivos y correctores (cooperativas, seguros sociales, institu-

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ciones paritarias y arbitrales, consejos de fábrica, participación en las utilidades empresarias, movimientos románticos de reforma social, etc.). Y así, cuando el movimiento sindical no agotaba su empuje en el juego de los conflictos del trabajo, en los cuales el obrero buscaba, en lo personal, un mayor bienestar y holgura, sos- layando otras metas más altas, los partidos socialistas se inspi- raban en conceptos fabianos y se apartaban con horror de los pe- queños grupos extremistas (las Internacionales, después de la primera), y el ala anarquista del movimiento obrero preconizaba la acción directa y la no colaboración con el Estado, olvidando que con el exterminio de la estructura empresaria y estatal se acababa, a un tiempo, con las causas del mal y con el paciente cuya cura- ción se apetecía.

El paso inmediato consistió en el acceso de la clase obrera organizada a los órganos parlamentarios populares. Es curioso observar cómo esa representación, muy exigua en sus principios, defendió rudamente sus posiciones antimperialistas ; por ejemplo, en 1870, dos diputados socialistas, los únicos, en el Reichstag de la Confederación germánica del Norte, Liebknecht y Bebel, se -ne- garon a votar los créditos de guerra para la lucha contra Francia. Ese fué uno de los primeros empeños parlamentarios del Partido social-demócrata alemán, recién fundado en el Congreso de Eise- nach (1869).

Casi un cuarto de siglo había de transcurrir hasta que (1893) en el Reino Unido se fundara el Partido laborista independiente, inspirado por los fabianos de primera hora (Sidney y Beatrice Webb y George Bernard Shaw) hacia el campo de las posibilida- des prácticas, lejanas de toda acritud en la lucha de clase (so- cialismo municipal, control de las condiciones del trabajo por el Estado). Y otros cinco lustros más pasaron hasta que Ramsay Mac Donald puso término a la atildada "oposición de Su Majestad" y formó, en 1924, el primer gobierno laborista, cuya administra- ción no rozó siquiera ninguno de los grandes problemas de la na- cionalización de los medios productivos, particularmente en las industrias y servicios básicos, piedra de toque del gran socialis- mo ortodoxo.

Los prodromos de la primera Guerra Mundial sometieron a prueba, en 1914, la robustez ideológica de los movimientos socialis-

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tas en el Occidente de Europa, Puestos en el trance de elegir entre la paz a toda costa y las aspiraciones nacionalistas, las represen- taciones obreras se inclinaron por la guçrra, y sus miembros re- dondearon la unanimidad parlamentaria en las horas decisivas. Por un momento se creyó que la Internacional Socialista haría abortar las movilizaciones cuidadosamente preparadas por los "pa- triotas". Una sola figura, desde Francia, hubiera podido elec- trizar las masas obreras para ese tipo de acción, én toda Europa: nos referimos a Jean Jaurès. Pero este líder de los socialistas

radicales franceses cayó asesinado en la víspera de la movilización. Así surgió un conflicto mundial generado por los gobernan-

tes imperialistas del nacionalismo, por diplomáticos duchos en alianzas, por comerciantes ambiciosos, armamentistas sin escrú- pulos y periodistas tergiversadores de la verdad. Vencieran o per- diesen sus Gobiernos, las grandes masas de trabajadores nada te- nían que ganar en esta cruenta lucha. Pasarían años hasta que los proletarios, anhelantes de una mejora de su nivel de vida, empezaran a estructurar y defender sus aspiraciones : entre tanto, confundidos en un mismo ejército, vistiendo un mismo uniforme, empresarios y agricultores, industriales y profesionistas alcanza- ron por igual los más altos niveles de un estéril heroísmo.

Sopesando en términos económicos el albur de la Gran Guerra, nadie se hubiera decidido a hacerla: pero otros motivos, metidos en la entraña misma de la vida social, la hicieron tristemente inevitable. La chispaN fatal se prendió en los Balkanes, especie de Corea de la primera preguerra, cuando en Sarajevo (28 de junio de 1914) un estudiante dió muerte a los Archiduques herederos de la Corona austrohúngara.

II

"La guerra, para acabar con las guerras" no pasó de ser una trágica mascarada. Los militares alemanes habían creído a pies juntillas en una decisión fulminante : el general Helmuth von Molt- ke, sobrino del gran estratego de la era de Bismarck, y Jefe del Estado Mayor alemán en 1914, consideraba ya tan lograda la' de- cisión en los campos de Francia que, en 25 de agosto de dicho año, no tuvo inconveniente en desprenderse de seis grandes uni-

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dades, destacándolas al frente ruso. Ese error y la genialidad de Gallieni, comandante de la plaza de París, destruyeron el mito de un final inmediato y victorioso para los alemanes.

Tampoco se confirmó la general creencia en una guerra "loca- lizada". Eso podía haber ocurrido en la lejana Edad Media, cuando las guerras eran más bien choques de pequeños con- tingentes de mesnaderos, que asolaban una pequeña comarca, mien- tras los mercaderes de los pueblos en lucha seguían traficando en paz, y los pastores apacentaban en común sus rebaños. Ahora era otra cosa: nada menos que una guerra total, en cuyos azares y destinos quedaban envueltas no sólo las unidades beligerantes sino la población civil de retaguardia, con niños, mujeres y ancia- nos, devorados por la odiosa maquinaria de la "economía bélica" ( Kriegswirtschaft ) .

Por primera vez se registró una negación profunda de la re- gla áurea de la economía capitalista: la libertad de empresa. La economía de los países beligerantes quedó socializada, iniciándose una tfueva relación entre gobierno e industria: en Alemania la movilización económica fué total, bajo la dirección de Walther Rathenau, el Director de la A. E. G., a pesar de ser un hombre liberal, filósofo y poeta. Entonces se empieza a hablar de las "plan- tas de guerra" también en Francia, cuyos famosos talleres Citroen dieron la pauta para la movilización económica americana en la segunda Guerra mundial. Incluso los grandes capitanes de la indus- tria y los príncipes de las finanzas sirvieron a su país, sin lucro alguno, como los one dollar men de la reciente gran guerra.

Pero hubo también una afirmación prometedora; la coopera- ción interaliada, tenue y lenta al principio, orgánica desde que Lloyd George vino a ocupar, en 1915, el Ministerio de Municiones de Inglaterra, verdadero precedente de la futura organización eco- nómica internacional.

Así acabó la vieja y rosada paz, la relativa armonía entre lo& pueblos. Cayeron para mucho tiempo la convivencia tolerante y el anhelo de tranquilidad que habían servido de base a la prosperidad de Europa. Ya no habría más fronteras sin campos atrincherados, ni libre circulación internacional sin pasaportes y visas, ni co- mercio sin barreras de competencia y de odio, ni auténtica comu- nidad internacional de la ciencia.

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CONSECUENCIAS ECONOMICAS DE LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL 223

* * *

Norman Angelí tenía razón: la guerra no es un negocio ni para vencedores ni para vencidos.9 Acaso un gran sistema queda- ría substituido por otro nuevo y alteradas las posiciones imperia- les de los antiguos titulares del poder. Pero los pueblos, como en- tidades de riqueza y cultura, seguían con sus problemas como antes: que "ninguna forma de organización puede ser provechosa, a la larga, si no contribuye de modo permanente a incrementar el bienestar general humano".

Irreparables pérdidas en recursos naturales, es decir, huma- nos y patrimoniales, tuvo ese alocado conflicto. En su obra sobre las consecuencias económicas de la paz,10 Mr. John Maynard Key- nes sugería que podrían cifrarse en una suma comprendida entre 1 600 y 3 000 millones de libras esterlinas los daños físicos infli- gidos a Gran Bretaña y sus aliados en campos y minas, edificios, naves y pertenencias civiles. La revista Scholastic11 escribía en 1934 lo siguiente: "El costo financiero de la guerra mundial hu- biera bastado para prociirar a cada familia en Inglaterra, Fran- cia, Bélgica, Alemania, Estados Unidos, Canadá y Australia una casa de 2 500 dólares, sobre un lote de 500 acres, y con un ajuar valorado en 1 000 dólares ; una biblioteca de 5 000 000 dólares para cada ciudad de más de 200 000 habitantes, en los mencionados paí- ses, y una Universidad de 10 millones de dólares para las mismas comunidades; un fondo susceptible de pagar indefinidamente un sueldo de 1 000 dólares anuales a 125 000 maestros y otras tantas nurses ... y todavía quedaría dinero para comprar todo el patri- monio de Francia y de Bélgica".

• Norman Angelí: The Fruits of Victory. Londres, 1921. 10 John Maynard Keynes: The Economic Consequences of the Peace .

Londres, 1919. Un luminoso cuadro de esos efectos - aunque en lo esen- cial limitado a Inglaterra y el Commonwealth británico - se contiene en el jugoso manual de Arthur L. Bowley, Some Economic Consequences of the Great War. Londres, 1930. La Fundación Carnegie para la Paz Mun- dial ha reunido la serie más ingente de estudios en su monumental obra en ciento treinta y dos volúmenes Economic and SocicCl History of the World War. New Haven, 1921-1934. La República alemana de Weimar dió una prueba clara de su buena fe publicando cuarenta volúmenes los documentos secretos de la Cancillería del Reich, correspondientes a los años 1871-1914.

11 Scholastic. 10 noviembre, 1934, p. 14. Apud. Barnes, op. dt., p. 679.

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224 INVESTIGACION ECONOMICA

Pero más dolorosas e irreparables aún fueron las pérdidas de vidas. El número total de muertos, sin contar Rusia, fué de 6 534 000, según estimaciones del estadístico austríaco Dr. Max Winkler 12 en el Statistisches Jahrbuch de 1937. De esa cifra co-

rrespondió a Alemania 1 855 000 (15.5% de la población) ; a Fran- cia 1325 000 (18.2%) ; a Austria, 812 000 (16.6%) ; al Reino Uni- do, 744 000 (8.8%) ; a Hungría, .645 000 (18.7%), y a Italia 563 000 (10.1%).

Cada familia conoció, en su sangre, el precio vivo de la gue- rra. Pero ¿quién pagaría el costo financiero de ese inútil conflicto? Le loche paiera, había dicho Jules Klotz, Ministro de Hacienda del gobierno francés; "pagarán los vencidos", había afirmado el banquero Helfferich, Presidente del Reichsbank de Alemania. El país germánico financió la guerra con empréstitos internos, gra- vando con su servicio de amortizaciones e intereses las generacio- nes futuras. Inglaterra, en cambio, dando en eso un alto ejemplo de su tradicional civismo, lo hizo con impuestos corrientes en un régimen de business as usual , sobre todo con gravámenes sobre el ingreso.

Entonces, como en la reciente guerra de 1939 a 1945, cada inglés pagó con su propio y actual ingreso, con la severa estrechez de su racionamiento alimenticio, con la realización de sus inversio- nes exteriores, con la liquidación de su espléndido Imperio, con la transición irreparable> desde su condición de primer acreedor del mundo a la del más grande deudor que la Historia ha conocido.

* « *

Quedaba por derrumbarse otra "gran ilusión" ; la de que la post- guerra no sería sino un retorno, más o menos penoso, a la situa- ción de antaño.

Por lo pronto la recuperación fué lenta, mucho más lenta que la de la Segunda Guerra Mundial. Renació el occidente de Europa sobre las ruinas y estragos morales de la guerra, pero con crisis profundas, inflaciones pavorosas, como la provocada en 1922- 1923 por el desplome del marco, y causando desajustes tremendos, como los de la agricultura norteamericana, boyante primero, con

" Cif. ap ud Bowley, op cit., p. 41.

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CONSECUENCIAS ECONOMICAS DE LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL 225

las perspectivas de la demanda europea, deprimida después, hasta la gran crisis norteamericana.

No se pensaba en un mundo nuevo, sino en la "reconstrucción" del antiguo. Reconstrucción: así se titulaba una gran revista aus- piciada por el Manchester Guardian y publicada, en los idiomas vernáculos respectivos, por los grandes países de Europa.

Pero sobre el desajuste de la economía de guerra vinieron los sinsabores de la desmovilización, con sus desquiciamientos huma- nos, sus plantas manufactureras redundantes, sus stocks de guerra subastados a cualquier precio. A seguida de la dilapidación bélica, costosísima e inútil, llegó la hora de la sobriedad, de la estanda- rización forzada, del trabajo con máquinas anticuadas, sin refac- ción posible, de las escaseces que obligaban a apretar un poco más el cinturón, sobre los estómagos hambrientos.

Como de todas las grandes guerras, de ésta no salieron tam- poco nuevas teorías económicas, sino técnicas que perseguían una mayor eficiencia, contactos más estrechos con la realidad viva a la cual se trataba de dominar mediante el institucionalismo, sobre todo en Norteamérica. Sólo habría de crearse el universalismo de

Othmar Spann,13 nutrido en los místicos alemanes de la Baja Edad Media (el maestro Eckhart), fuente a su vez de un sistema jerar- quizante, que abocaría en las corporaciones del fascismo italiano y en las aberraciones del nazismo teutón. Menos teoría que en otros tiempos, y más investigación histórica, como correspondía a una época de hechos y valores tangibles: así surgieron obras importantes, como las de Sombart14 y Tawney,15 sobre grandes proyecciones del capitalismo, junto a las cuales sólo podemos se- ñalar realizaciones teóricas del tipo de las de Cassel,16 von Mises 17 y Schumpeter.18

Había, además, un general anhelo: la necesidad y defensa de la paz: hasta los belicosos alemanes acuñaron - poca circulación

18 Othmar Spann : Tote und lebendige Wissenschaft . Jena, 1925, y Der wahre Staat. Leipzig, 1922.

14 Werner Sombart: Der Moderne Kapitalismus. 6* ed. Leipzig, 1924- 1927. (Traducción española por el Fondo de Cultura Económica.)

15 R. H. Tawney: Religion and the Rise of Capitalism. Nueva York. 1926.

16 Gustav Cassel: The Theory of Social Economy . Londres, 1923. 17 Ludwig von Mises: Die Gemeinwirtschaft. Jena, 1922. " Joseph Schumpeter : Theorie der wirtschaftliche Entwicklung. 2* ed.

Munich, 1926. (Traducción española por el Fondo de Cultura Económica.)

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tuvo esa moneda - , un lema apasionante: "¡Guerra, nunca más!" (Nie wieder Krieg.) Después de la borrachera de sangre, los Esta- dos Unidos se atrevían, por su parte, a formular esta afirmación presuntuosa: "El mundo está maduro para la democracia",

Pero ¿era cierta esa tesis optimista? A poco de terminar la guerra, cada país publicó su propia versión del conflicto, en los llamados "libros de colores": libros blanco, azul, naranja, amari- llo, rojo... Cada nación veía las cosas a su manera: como decía el escritor Luigi Pirandello: "Cada uno tiene su propia verdad". Hasta Alemania, arrodillada en su derrota, tuvo la suya, y empezó por llamar Diktat (convenio impuesto) al Tratado que firmó en- la galería de los espejos de Versalles, el día 28 de junio de 1919: rechazaba así el cargo de exclusiva responsabilidad por la guerra, contenido en el artículo 231 del Tratado, preparando con ello el camino del revisionismo, al que la Alemania de Hitler pondría, catorce años más tarde, un terminante final, y Goebbels un lema amenazador: "Más cañones y menos mantequilla".

* « »

A la quiebra de un sistema, con la imposibilidad de substituirlo por otro más sano y fuerte; a las pérdidas materiales, humanas y morales de la guerra; a la superposición de una crisis cíclica - la de 1920-2! - sobre las calamidades del pasado conflicto, vinieron a agregarse dos grandes series de perturbaciones. Estaba representada una de ellas pór el trastorno fundamen-

tal del intercambio, virtualmente libre, entre los pueblos que ha- bían regido la prosperidad del occidente de Europa, desde la era victoriana. En un mundo de países remodelados y organizados para el comercio, nada podía ser tan catastrófico como la perturbación de sus tratos : guerra de aranceles, cuotas, prohibiciones, y ten- dencias a la autarquía, vinieron a ser el lenguaje común entre los países retraídos y recelosos en sus nacionalismos. La guerra había terminado en fosos y trincheras, pero no así en las conciencias de los gobernantes: Europa siguió viviendo, en la paz, una economía bélica, hecha de intervenciones crecientes del Estado, de negación del individuo y sus libertades, de producciones tan pronto arre- batadas por una Europa hambrienta, como almacenadas en stocks

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gigantescos, imposibles de realizar por falta de capacidad adqui- sitiva en los potenciales compradores. Cada nación se convirtió en una ciudadela con una tónica belicosa, que de momento sólo era ostensible en el encogimiento del espíritu civil y en el recelo ante todo y contra todos, pero donde germinaba ya la semilla de las nuevas guerras del futuro.

El segundo gran fenómeno perturbador fué el régimen de repa- raciones, cruel bumerang que, lanzado vigorosamente por los alia- dos contra sus adversarios, revirtió sobre los vencedores, sem- brando conflictos y quebrantando una comunidad de intereses y aspiraciones, tan trabajosamente lograda, durante la guerra, por quienes de ella habían de salir como vencedores.

No se tuvo en cuenta, al principio, que las reparaciones repre- sentaban un pago unilateral (transfer); inicialmente no se las consideró en términos de capacidad de pago de los vencidos y en voluntad de admisión por los triunfadores. Los aliados se negaban a recibir las cuotas de reparaciones a que tenían derecho, en la única forma viable de exigirlas a un país exhausto de disponibi- lidades metálicas: es decir, en especie. Las altas murallas arance- larias levantadas en los Estados Unidos por la Fordney-Mac Cum- ber Act <de 1922, en buena parte se alzaron para impedir la pe- netración de un río de mercaderías alemanas y el trastorno de la economía interna americana. Las voraces bocas que se habían abierto sobre la depauperada Alemania del primer lustro de la postguerra, presa de la inflación, hubieron de cerrarse paulatina- mente durante esos años.

La Comisión de Separaciones anunciaba en 27 de abril de 1921 que Alemania tendría que pagar 132 000 millones de marcos oro, es decir, la mitad, aproximadamente, de lo que en julio de 1920 se había imaginado la Conferencia de Spa. En 1924 un nuevo sistema se inaugura, racional y peligroso a un tiempo: racional, porque el Plan de Charles Dawes se basó en un minucioso examen de la real capacidad de pago de Alemania durante el período 1924- 1927 ; peligroso, porque para asegurar el funcionamiento del Plan, fué preciso que los norteamericanos otorgaran un empréstito de 200 millonea de dólares, base de la recuperación industrial germá- nica y oculto fundamento y generador de futuras e irremediables agresiones. Un nuevo plan, el de Owen Young, redujo nuevamente

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las reparaciones e inició el desmoronamiento del sistema. Cuando el Presidente Hoover otorgó al Reich alemán, en 1930, una mora- toria de un año, los alemanes sólo habían pagado 36 500 millones de marcos oro. El acceso de Hitler al poder, en 30 de enero de 1933, puso un rudo término a esas obligaciones creadas por la victoria de los aliados.

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Las dos supremas consecuencias de la Primera Guerra Mun- dial han sido el majestuoso despliegue de la potencialidad econó- mica norteamericana y la creación del mundo soviético. El primero de esos dos fenómenos nos presenta, desde el tér-

mino de la guerra, a los Estados Unidos, como el país de poten- cialidád financiera y económica más vigorosa del mundo. Acree- dora de todos y aislacionista con Wilson y Hoover, Norteamérica ha visto crecer a un tiempo su ingreso y su patrimonio nacional, y sus obligaciones internacionales. Cierto es que esa posición nueva e incomparable sólo ha alcanzado sus realizaciones más vastas en los pocos años transcurridos desde la segunda postguerra; pero bas- tó ese breve lapso para convertir el embrión pujante en un árbol frondoso, de ondas y extensas raíces. Hoy representa a sí misma y a un mundo al que sirve de centro. La American way of life no cons- tituye el término de una evolución creadora sobre descansados laureles y con un dragón vigilante sobre las reservas áureas de Fort Knox. Es un país con estas misiones y con deberes muy ar- duos, cuya prosperidad no puede mantenerse y acrecentarse sobre un mundo en miseria. Así se vió por sus gobernantes en 1943, 19 y así lo esperan, si aun es tiempo, los pueblos poco desarrollados de la tierra, a los que puede dar ayuda técnica sin mediatización polí- tica, recursos financieros para acelerar el desarrollo, sin la exi- gencia de una servidumbre militar.

El otro gran fenómeno es el surgimiento del mundo oriental bajo el signo del comunismo. Yerran quienes opinan que la gene- ración de ese sistema político se debe a la improvisación, a una gran coyuntura histórica aprovechada en el momento crucial por Lenin. Desde 1902 analizó los males de Rusia un selecto núcleo de

l* The United States in the World Economy . Department of Com- merce, Washington, 1943.

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pensadores, en Berlín, París y Ginebra; muchos de ellos, la ma- yoría, fueron devorados por ese gran Estado arrollador, pero sus obras fueron reunidas en la gran Correspondencia Rusa editada en Berlín, en 1921.

Excedería los límites de nuestro panorámico examen, lo mis- mo en este caso que en el de los Estados Unidos, intentar siquiera una enumeración, formular un índice de magnas cuestiones. Por eso nos limitaremos a subrayar un solo aspecto, ligando nuestras notas finales con un gran interrogante que quedó abierto en ante- riores páginas.

Ricardo, el gran economista inglés, había preconizado que los salarios no pueden elevarse por encima del mero nivel de subsis- tencia. Tal afirmación, de donde arranca, más aún que de la me- todología hegeliana, la construcción de Marx, situaba al prole- tariado en un nivel de fatal incapacidad para las grandes realiza- ciones de liberación política. Romper ese maligno eslabón, y des- pertar en las capas humildes el pleno sentido de una conciencia de clase y una mística y optimista voluntad de acción, constituye el logro más profundo del régimen comunista, cuyo nacimiento físico coincide, más que se origina, con la Primera Guerra Mundial.

Si la afirmación no sonara, en uno y otro mundo, a herejía horrenda, podría decirse que ambas constelaciones tienen un sano principio eň común: el reconocimiento de la trascendental impor- tancia de los factores económicos en la vida y actividades de indi- viduos y naciones. Y - dígase lo que se quiera - ofrecen también una coincidencia reprobable: la de restar importancia a las super- estructuras ideológicas, cuando son éstas, y no los medios instru- mentales de la economía, por maravillosos que sean, los que mo- delan una vida digna de ser vivida.

Cualquiera que sea la salida a ese pavoroso conflicto en que esas dos potencias se han puesto a sí mismas y han puesto al mundo entero, éste no se resigna a la aberración de una muerte voluntaria. Que si la Primera Guerra Mundial fué un conflicto insensato, y la Segunda una conflagración necesaria, la guerra tercera sería, ni más ni menos, que una acción irremediable y universalmente suicida.

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