Carbón amargo

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• Narrativa de ficción• 43 relatos de opacidad y de miseria• Formato 160x210 mm / 248 págsLa vida cuelga de unos cordones bien delgados, guaje. Desde que la comadrona te tironea de los hombros y te hace un lazo en el ombligo. De poco valen esas cuerdas de cáñamo del grosor de tu brazo ni los cables que apuntalan el tranvía ni los cabos que amarran la panza de las barcazas a los norays del muelle. Hagas lo que hagas la huesuda hila tus horas con un algodón de zurcir que no resiste muchos tironeos. A quién se le ocurre que las riendas de acero trenzado del aparejo de la jaula le puedan ganar una cinchada a esta vieja puta desdentada. Más confiara yo en la seda de las arañas, guaje. En estos socavones todo pende de tientos resbaladizos y débiles piolines. Unas tristes marionetas, guaje, eso nomás somos.

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La obra literaria del autor ha sido declarada de interés municipal

por la intendencia de Tigre. Decreto 1593/12 del 28 de noviembre de 2012.

Fecha de catalogación: 25/02/2015 © Gregorio Echeverría 2015 © Auditgraf ediciones 2015 ISBN: 978-987-33-6900-1 Diseño gráfico Dissegnogrosso

Prohibida la reproducción total o parcial

por cualquier medio y soporte, sin autorización expresa del titular de los derechos de propiedad intelectual

Realizado el depósito que marca la ley 11.723

Libro de edición argentina / Impreso en Argentina

Echeverría, Gregorio Entre las zarpas. - 1a ed. - Ricardo Rojas : el autor, 2015. 248 p. ; 22x15 cm. ISBN 978-987-33-6900-1 1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título CDD A863

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A los esclavos del rey blanco

a las víctimas de la reina negra

a los caen en medio del tablero

sin saber de qué va la cosa

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Prefacio

Al encarar la selección de textos para armar este volu-

men, me puse a pensar en la semiótica de Carbón amargo. En un principio me pareció evidente la explotación del trabajo hu-mano. Tanto este cuento, que da título al libro, como Eslabones, Marionetas o Aquí no pasa el tiempo, tienen que ver con la his-toria minera de Asturias. Y con mis amigos de la Fundación Juan Muñiz Zapico, valerosos custodios del patrimonio cultural de la cuenca minera y de sus luchas a lo largo de siglos.

Pero posteriores reflexiones me llevaron a considerar la grisura y la sordidez que suelen opacar la alegría de vivir de la gente. Sobre todo cuando la penuria económica se cierne como un ahogo constante que va tiñendo las historias individuales de pardos y de grises.

No es el cristal con el que preferiría mirar la cuestión. Pero es un hecho que los relatos seleccionados comparten esa tonalidad deprimente de la carencia, la frustración y el des-encuentro.

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Acaso la recurrencia de estas tonalidades devenga al ca-bo si no en una conclusión abarcadora, al menos en una insisten-cia capaz de establecer ese diálogo que nace a partir del cono-cimiento —y reconocimiento— de situaciones y estados aními-cos que catalizan la comunicación y esbozan las afinidades.

Todo lo cual nos hace sospechar que nos encontramos emparentados en una misma latitud de la vereda.

GE / abril 2015

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Aquí no pasa el tiempo 1

“Rompe… rompe… rompe hermano el silencio…”

Carlos González; Canción del minero ciego

Los gringos abandonaron esta explotación cuando la re-volución empezó a meterse con el negocio del oro y la plata. Acá abajo quedaron las piquetas y muchos carros a medias car-gados de mineral. Apagaron los hornos y desactivaron los moli-nos, las zarandas, las plantas de amalgama y las mesas de lava-do. Al fondo de la galería 27 quedaron también los cuerpos de muchos compañeros fusilados durante la última huelga, unos meses antes de que a los misters se les diera vuelta la tortilla. Alguien susurró la orden de acarrear todos los muertos hasta la 27, que habíamos clausurado porque a esta profundidad se filtra un arroyito de agua sulfurosa desde el hogar mismo del volcán, que desde que se extinguió empezaron a enfriarse los gases y a subir el agua. Cuando los gringos abandonaron la mina, el azu-frado ya tapaba los cuerpos y se echaron encima varias carreti-lladas de salitre. Al menos los dejamos a salvo de las ratas. Hi-cieron correr la voz de que iban a barrenar las últimas galerías para que nadie pudiera sacar provecho de las instalaciones ni de

1 Finalista del I Certamen internacional de Microrrelatos Mineros “Manuel Nevado Madrid” / Fundación Juan Muñiz Zapico, Asturias 2004.

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los cadáveres. Me quedé acá abajo porque nada había arriba que me llegara a interesar. Mis ojos no podían ver flamear las bande-ras de la revolución, mis dos hijos están sepultados debajo del salitre y su madre murió poco después de pena y privaciones. En el apuro de la huida, en medio de los gritos de los capataces y las amenazas de los soldados, nadie tomó en cuenta mi demora. Salvo el viejo Ezequiel, que conocía mi decisión. De todos mo-dos los gringos no se animaron a dinamitar las galerías porque la revolución ya ganaba las calles y se la veían venir. No estoy del todo ciego, pero no puedo abrir los ojos a la luz del sol. Mis pu-pilas permanecen dilatadas día y noche, acomodadas para captar la escasa iluminación de las lámparas de carburo en la negrura de los socavones. Aquí no pasa el tiempo. Y si pasa nadie se en-tera. Me entretengo trabajando pequeñas porciones de mineral para modelar figuras de guanacos y vicuñas y otros motivos que me nacen de la imaginación. Cada tres o cuatro semanas Eze-quiel me baja un balde de provisiones con uno de los aparejos de mano y se lleva un puñado de mis animalitos. El agua no es ma-la, salvo el ligero gusto al azufre, pero uno se acostumbra. Ya casi no quedan vestigios del salitre. ❚

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Bajo el pretil del puente

No hay una sola casa que no esté llena hasta el techo con el pesar de un negro muerto.

Toni Morrison; Beloved

Ningún negro muere una sola vez y de repente. Toda ne-gritud remuere cada atardecer al encenderse los primeros grillos cuando chispean su candela los luceros y se agachan para dormir los jornaleros y los animales. Negro que no haya sido muerto una docena de veces por los alguaciles y los perros no sería ne-gro de confiar, qué sería de un negro al cual nunca persiguiera la justicia de los blancos y el látigo del amo. Nacer negro es la pri-mera muerte para cualquier negro, ahí nomás de borrego antes de la tuberculosis y las fiebres, antes aún de las cadenas y el ce-rrojo y las lastimaduras en sus tobillos y las muñecas ulceradas. Un negro cuando cumple diez años está de vuelta del mal de Si-meón y de la salmonella, del mal de ojo y de las mataduras que dejan en la piel los lazos de cuero crudo y las amarras de cáña-mo sin contar los lonjazos en la espalda. A los diez años ha de saber del hambre y las diarreas que sobrevienen por caminar al sol con el estómago vacío y habrá muerto ya y resucitado diez o doce veces por lo menos. Porque al cumplir los veinte —si los cumple— nadie va a preguntarle negro dónde naciste ni cuántos años tienes, en primer lugar porque cualquiera sabe que el negro

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es mentiroso por ser negro y hasta es de desconfiar su propia condición de negro, a tanto llega su pertinacia y afán en el en-gaño. Más bien el censista tratará de averiguar de su ignorancia en números y primeras letras y estará calculando por el aspecto de su dentadura cuántas veces la muerte lo ha devuelto a este mundo para cumplir con sus obligaciones. Es sabido que por es-quivar el bulto al compromiso de los corrales y la labor del cam-po de todo son capaces estos diablos, hasta de morirse o hacer al menos la pantomima de la muerte. Todo para dar lástima y a despecho incluso de los sermones del obispo de Jackson, quien no se cansa de encarecer desde el púlpito el inmenso valor de las virtudes teologales agregando por su cuenta antes del amén la importancia de la humildad y la obediencia en el sendero de la salvación. Si es que llega a los veinte el negro habrá recibido va-rios disparos de pistola y muchos perdigones en las costillas, más unos puntazos y cortes de gravedad variada y hasta puede haber muerto arrastrado por un caballo desbocado, porque los negros viajan amarrados al pescante con grilletes y trozos de ca-dena ceñidos a las varas. Entonces una docena al menos de muertes en rencilla y algunos accidentes exigen resurrecciones y componendas hasta con los doctores porque ninguno quiere mezclar a sus pacientes ni atenderlos con los mismos instrumen-tos que curan a los blancos. Cualquier negro que alcance a los veinte años sabe ya más de muertes y de resurrecciones que el mismísimo Bautista quien no era negro porque de haber sido ne-

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gro no hubiera sabido escribir y además nadie hubiera confiado en su palabra. Tengo los ojos llenos de barro. Tengo las orejas llenas de barro. Para hablar tengo que escupir el barro que se metió hasta adentro de mis tripas. Ella me dice que no se habla con la boca llena y me da un cazote con los nudillos de cuero viejo que duelen como el demonio. Peor que si me diera con el cabo de un rebenque o con la fusta que usa el viejo para castigar a los negros remolones. Siempre anda castigando a los negros porque todos los negros son remolones. Yo por suerte no soy ne-gro. Nomás el barro de andar todo el día en el chiquero reto-zando entre los marranos. Abuelo Zab era negro. Tío Ezequiel era negro también. Y tía Flora era negra y eran negras bien ne-gras tía Blanca y tía Rosa y todos mis primos y primas. Yo y mis hermanos no somos negros porque abuelo Zab se escapó con una mujer blanca de la casa grande y tuvieron dos hijos antes de que los hombres de la casa grande los encontraran del otro lado de la montaña. Mi padre decía siempre que la parte de sangre blanca que llevamos es una maldición. Aunque mi madre es ne-gra y se reía que los dientes le brillaban al escucharlo. Para ella la maldición era nada más que no paráramos de hacer diabluras sobre todo a las horas de la siesta. Y todo el mundo sabe que los cuarterones y los mulatos somos mucho peores que los negros. Porque los negros se juntan con los negros y viven como pueden cantando y trabajando hasta que un día ya no pueden cantar ni trabajar y los llevan a enterrar pasando el cementerio de los

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blancos. Pero los mulatos y los cuarterones llevamos adentro es-ta rabia de no ser ni blancos ni negros y todo el tiempo los ne-gros nos patean el trasero y nos insultan y los blancos se ríen de nosotros y nos llaman negros despintados y motas en lavandina porque en este mundo lo que es negro es negro y lo que es blan-co es blanco pero nadie sabe de qué color somos los cuarterones y los mulatos. Un blanco será blanco como la nieve o como la clara del huevo. O como el copo de algodón recién lavado. Y un negro será negro como boca de lobo o como un saco de carbón. O como el cielo de Wilsons en una noche de julio en luna nueva. Pero ¿de qué color somos los cuarterones? Es como el agua don-de la niña Almira de la casa grande lava sus pinceles cuando se aburre de pintar. A medida que pinta y enjuaga el agua se pone rosada y luego azulada y verdosa y mostaza y barrosa y al fin agarra un color sucio indefinido que no es marrón ni gris ni negro. Nada más un color sucio igualito a la piel de la espalda de los cuarterones y mulatos. Por este puente llegaron a galope aquellos soldados de la retaguardia de Hannon después de Athens, perseguidos por la caballería de la Unión. Los esclavis-tas lo demolieron para que los del norte no pudieran atravesar el río, no al menos por estos alrededores. Al terminar la guerra el puente fue reconstruido y el nuevo pretil lució de veras impor-tante, rehecho con durmientes del ferrocarril desmantelado por gente de Sherman en su paso hacia las bocas del Mississippi. Y lució especialmente importante cuando en él quedó colgando del

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pescuezo mi abuelo Zab como corolario de su historia con la mujer blanca de la casa grande. O sea mi abuela. A ella la mata-ron de un tiro y la sepultaron sin mucha ceremonia en el cemen-terio de los blancos, pues como explicó con cierto embarazo el reverendo Cummings al bendecir los terrones de su tumba, ella fue una víctima más del desafuero generado por los abolicio-nistas enemigos de Dios, de la familia cristiana y de la nación americana. Flora repasa con la yema de sus dedos la espalda os-cura de Efraín. Con mucha suavidad para no despertarlo porque el mulato ha sucumbido a una jornada dura en el maizal y a una noche tormentosa en brazos de esta belleza morena que por ahí a escondidas alguien murmura que es su media hermana pero qué les importa si ellos en el fervor de la pasión han sabido cabalgar más allá de la montaña más allá donde todos los caminos se jun-tan en una sola playa y después el gran mar donde los caballos se largan a nadar en medio de la espuma mientras las olas tami-zan sus rostros a través de una luz verdosa hasta que no parecen seres de este mundo. Un mismo fuego los reconforta y los con-sume y ellos saben que han de cabalgar hasta que se apague el astro fulgurante que los guía y los impulsa a despecho de los sermones del presbítero y de las viejas lenguas del poblado. También le agrada barrerle la piel con sus pestañas tan espesas y largas que la niña Esmeralda las contempla con envidia. No sé para qué quiere una negra esas pestañas murmura desnuda ante el espejo comparando sus senos esmirriados con el busto ampu-

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loso de Flora a quien ha espiado más de una vez en el baño. Casi siempre odia ese cuerpo de azabache turgente como una fragata con todo su paño tremolando al viento del amanecer, aunque muchas noches se desliza en sueños hasta el catre donde la mu-lata duerme de costado dándole la luna en las ancas poderosas y entonces la ahoga el deseo de lamer esos pezones increíbles que brillan en la oscuridad con una tenue fosforescencia rosada. El alba suele sorprenderla aún entredormida con los labios apreta-dos y un hilillo de sangre escurriendo entre las comisuras por el mentón y a lo largo del cuello. Sigue lamiendo negra ramera que tu negro hace días que está lamiendo el barro bajo el pretil del puente. Quién crees que seas hija de Belzebú que pretendías re-servar el perfume de tus carnes para un mulato cuarterón que se atrevió a espiar el dormitorio de una mujer blanca. Seguro que ante la piel de una muchacha blanca no habrá pensado en ti ¿o sí, qué crees? Voy a hacerte un hijo para que aprendas a quién debes el perfume de tus carnes. He de darte permiso para que puedas parir tu crío en el chiquero. Si es varón voy a empalarlo apenas nazca sin cortarle el cordón. Así podrás tirar de sus pies hasta que la pica le asome por el cogote. O del mismo cordón hasta que sus tripas se te enrosquen en las manos. Guarda esas lágrimas y el odio de tus ojos, que son las mismas lágrimas y el odio con que me miraba tu madre hace menos de quince años a la semana de comprarla. Y si es mujer para que me deleite he de guardarla por unos pocos años y cuando se me plazca delante de

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tus ojos le enseñaré lo que es la virilidad del amo blanco. Deja ya de lamer y abre tus ancas que voy a galoparte en pelo como galopo en pelo a mis yeguas cimarronas hasta que las ahogan los sudores y lamen el rebenque. La piel de la mulata ni brilla ni se tensa ni transpira. Bajo el pretil del puente, el barro que el Big Black arrastra desde Wilsons hasta el Mississippi envuelve su cuerpo desnudo con una capa de lodo de varias pulgadas. El ba-rro cenagoso formaría en unas horas una cáscara dura y quebra-diza en el supuesto caso de que el cuerpo fuera izado y puesto a secar al sol. Bastaría para ello jalar con fuerza de la robusta cuerda de cáñamo de una pulgada holgada que le ciñe el pes-cuezo, arrastrando al subir la roca de veinticinco libras amarrada a sus tobillos. Claro que en todo el condado nadie arriesgaría el cogote por desatar los apretados nudos de la Ley. De todos mo-dos, el barro pegajoso del Mississippi la proteje de la voracidad de los peces y los coyotes y el betún aluvial la preserva de cual-quier contacto con el agua impidiendo la putrefacción de sus carnes. Cuando el amo blanco desapareció de la casa grande na-die supo qué hacer porque en la casa grande el amo piensa por todos y es el único que da las órdenes. La amita Esmeralda per-maneció semanas encerrada en su habitación sin asomar la cara ni para la comida ni para las oraciones de la noche. Doña Almira se encerró en el ático entre sus caballetes y sus lienzos y sus em-plastos de trementina y los pomos de óleo y los pinceles. El ala-zán del amo blanco permanece encabestrado en el establo sin

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que nadie se anime a soltarlo, pues todos conocen el mal humor del animal, al cual solo el amo blanco le pone las manos encima. Todas las mañanas la misma mulata de siempre abre las puertas y ventanas del dormitorio del amo blanco y ventila las sábanas intactas. La servidumbre repite semana tras semana la misma ru-tina que semana tras semana ha venido repitiendo desde hace veinte años. Mi madre sigue rezongando entre sus ollas y puche-ros y azuzando al hurón que se ocupa de los ratones en la cocina y la despensa. En los campos amarillean el maíz y los girasoles y al llegar la temporada blanquean los capullos del algodón. Na-die hace preguntas. Acaso a nadie le preocupa la suerte del amo blanco. Acaso ni lo nombran por temor a que reaparezca de re-pente. Y a la hora de los rezos cada cual agacha la cabeza y dice sus oraciones sin mover los labios. De modo que nadie sabe quién reza por su alma ni quién lo hace para rogar que los cuer-pos amarrados bajo el pretil del puente permanezcan en sus en-volturas de olvido y barro hasta el día en que vuelvan a resonar las trompetas en el valle. Alguna mañana el Big Black ha de empezar a detener su marcha. Puede que el cauce quede seco. Tal vez sea el momento de cortar esas cuerdas que cuelgan des-de Dios sabe cuándo. No sabemos cuántos duermen ahí bajo el pretil del puente. Si llegara a bajar el agua alguno acaso hasta podría atreverse a despertar. ❚

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Todos los gatos son pardos

Sombras calladas en medio de la madrugada en medio de una humedad pegajosa en medio del silencio en medio de calles y veredas embarradas. Un animal de múltiples tentáculos reptan-do zigzagueando hacia la guarida ajena que es necesario asaltar demoler conquistar destruir para satisfacción de los instintos de los distintos de los tintos en su propia sangre siempre que no llegan nunca. Nunca llegaron y una oscura consciencia tan oscu-ra como la calle en la madrugada les sopla al oído que hoy tam-poco que es inútil porque siempre estuvieron afuera son los eternos del otro lado los del costado opuesto los del campo con-trario. En la humedad pegajosa de la madrugada murmullos al-gunas órdenes sigilosas llanto de las guaguas voces perentorias de hagan silencio de cállense carajo nadie hable nadie piense na-die respire hasta que estemos adentro pedazo de hijos de puta.

El ingeniero dice que el gilastrún ya está liquidado y que vamos por más. Acordate que el ingeniero no tiene nombre infe-liz si se llega a enterar que lo nombramos somos boleta pelotu-do. Claro nosotros siempre dando la cara y poniendo el lomo y ellos tranqui con sus buenos tintos y el whiscacho total para nos-otros con el tetrabric alcanza porque estos negros de mierda solo tienen paladar para el vinagre y orejas para lo que no tienen que escuchar.

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Fumá tranquilo y andá pensando cómo juntar a la gente para una movida grosa eso dijo el quía una movida grosa y las próximas elecciones papá adentro dicen que el ingeniero paga tres mangos por boleto en este nacional. Si seguís botoneando no vas a llegar a las próximas elecciones imbécil ya te dije que hace falta mucha memoria para laburar con el ingeniero y no acordarse ni en pedo de las cosas que te dijeron que tenías que olvidarte minga de los kilombos en la cancha minga de los aprietes a los coreanos minga de las bengalas en la bailanta. Ya les dije que en el Riachuelo hay mierda suficiente pero qué le puede hacer una raya más al tigre.

Hay un par de canas en la entrada sigan callados manga de boludos que la cana está arreglada el rengo no es ningún pe-lotudo y cuando dice que está todo arreglado está todo arreglado qué joder. Ahí atrás vienen los camiones con las piquetas y las grinfas y en los autos hay algunos fierros por si las moscas pero el concejal aseguró que no pasa nada porque la yuta sabe lo que le conviene y los capos no quieren otro fiambre ahora que se sacaron de encima al infeliz que pretendía depurar la fuerza. Ese va a ir a depurar el Riachuelo eso es lo que va a depurar dijo un comisario de la pesada tres días antes de que el capo se fuera a la mierda con el auto contra una acoplado cargado de bolsas de cemento. Ustedes metanlé para adelante cada uno sabe lo que tiene que hacer y todo rapidito y en silencio antes que se aviven y caigan los de la otra seccional a embarrar la cancha.

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El concejal dio una hora justita para levantar todo y car-garlo en los camiones y cuando digo levantar todo quiero decir levantar hasta los cagaderos no sé mi me entendieron pedazo de boludos.

Preparen las comunicaciones a los medios antes que al-gún hijo de puta se adelante con versiones improvisadas el jefe ya explicó cómo es la cosa y si alguno mete la gamba no va a chocar con un acoplado sino va ir de cabeza al Riachuelo metido en un bloque de cemento nada de pasarle facturas a la cana ya saben que cada uno hizo lo que tenía que hacer. La cagada fue del intendente con las adjudicaciones a los bolita habiendo tan-tos argentinos sin hogar esa es la madre de Dorrego que les que-de bien claro a todos y sobre todo mucho micrófono y bastante cámara a la gente de la calle que para eso los mantenemos como potrancas ganadoras para que hagan bien su papel gritando viva la patria y repartiendo escarapelas que a fin de cuentas todos es-tos indocumentados vienen a matarse el hambre y a sacarnos el trabajo y ni siquiera pagan impuestos y hay que regalarles casas con baños instalados si ellos están acostumbrados a mear en la calle y cagar en las veredas. Que los de contaduría vayan prepa-rando el presupuesto para reinstalar todo lo que rompieron los muchachos y vayan separando todo lo que sirva para volverlo a utilizar y si vuelven a usar un acoplado con el logo de la planta la próxima necrológica va a ser la de ustedes. Todavía sobran fleteros desocupados gracias a Dios.

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Un cabrón filmó todo la madrugada de las torres del Fo-navi y andan los zurdos de la tele metiendo el hocico tienen las patentes de todos los vehículos del operativo y las caras de dos punteros y más de treinta de los muchachos. Ya pasaron el bardo a los fiscales y el paquete va derecho a una cámara federal así que no quiero imaginar la cara del ingeniero mejor que ni lo nombres porque si llegan a llamarlo para una indagatoria vamos todos en cana y más de uno fondeado en el Riachuelo. Uno de los fiscales está caliente porque dos de las camionetas eran de fleteros de la fábrica y quieren agregar esta causa a la muerte del jefe de la federal mejor que se guarden todos por un tiempo y avisen a la oficina de la planta para que movilicen a todos los que intervinieron en la licitación de las torres porque los muni-cipales son flojos de lengua y alguno va a revolear la media en cuanto lo aprieten un tantito así. Y para rematarla termina de ca-garme a puteadas el secretario del sindicato porque dejamos que estos hijos de puta escracharan a dos delegados de la planta que la otra noche manejaban los autos que hacían el aguante. Fil-maron con infrarrojos si será boludo el que dijo que de noche todos los gatos son pardos. ❚

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Arroyo Abundancia

Cuando llegaron Micaela y el capataz, lo encontraron aferrado al pedestal de la batea, pero hacía ya tiempo que estaba muerto. El propio capataz recordaría años después, al caer des-peñado por la parte más empinada del barranco que se desplo-ma sobre los rápidos, la expresión de asombro y odio que refle-jaba la cara del marido de Micaela.

El odio no es un sentimiento extraño en el valle, donde no solo los viejos lavadores sino hasta las culebras y perros va-gabundos parecen dejados de la mano de Dios. Las cruces mi-serables del cementerio y las escuetas lápidas resumen sin disi-mulo la historia del poblado, armado como campamento impro-visado a principios de siglo durante una de las tantas corridas tras el rastro del legendario Arroyo Abundancia, cuando alguien echó a correr la voz de que a menos de tres millas río arriba an-tes de los rápidos, una sola cribada era capaz de rendir veinte dólares en oro.

Al disiparse la fiebre del oro —tan abruptamente como se había gestado— los más jóvenes se pusieron en marcha detrás de otras tentaciones o al menos en procura de excusas aceptables para eludir el duro destino de agricultores o vaqueros. Y dejaron atrás sin miramientos a una docena de viejos demasiado enfer-

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mos para prestar alguna utilidad y de un carácter tan agrio que los hombres se afeitaban de memoria, por no contemplar sus feas caras en un espejo. Entre ellos ninguno más cascarrabias ni más loco que el marido de Micaela y tal vez no le faltaran ra-zones. El llamado del oro le había alborotado la sangre varios años antes que el Klondike le sorbiera el seso a todo un ejército de zaparrastrosos que en su vida había empuñado una piqueta ni lavado siquiera su cara. Se creía que había sido el primero en acampar en el valle y hay quien jura que a él se debía aquella historia de las cribadas de veinte dólares. Lo cierto es que cami-no hacia el valle alzó a Micaela en un tugurio de Gustine o tal vez de Dos Palos, con la promesa de un futuro de placeres y ri-queza interminable y la muchacha que apenas llegaba a fin de mes con el jornal de cocinera y algunas propinas pensó que nada más malo que la miseria y aun la muerte podían aguardarle en aquellas soledades que el viajero le pintaba con una paleta es-pléndida de colores y de aromas. El hombre no era un Adonis aunque a ella le había parecido varonil y sobre todo confiable y poco dudó para empacar sus escasas pertenencias y montar en la mula que traía a la par, ella contenta por el brillo de promesas que campeaba en los ojos de él y él satisfecho de asegurarse quien le atendiera el fogón y le calentara las mantas. Para solemnizar el trato le pidieron la bendición al cura al pasar por Jackson y hasta llegar al valle pudieron vislumbrar algo que de-bía parecerse a la felicidad.

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Ese primer verano tuvo para la pareja la sensación de lo nuevo y la seguridad de que la fortuna avizorada estaba ya poco menos que al alcance de sus manos. Y ella aún no había llegado a comprender que era poco más que la yunta de mulas para ese hombre que no tenía pensamiento ni fuerzas sino para cavar y cribar para llegar a la noche tumbado por el cansancio y el mal-humor. El matrimonio era menos un acuerdo de afectos que un pacto de servicios y el carácter hosco y parco del lavador no era proclive a otro intercambio que no fuera dar órdenes y pedir ex-plicaciones, pegamento escaso en verdad para sostener algún vínculo entre un varón y una mujer.

Al verano siguiente pasó por el valle un mozo bien mon-tado tratando de averiguar las condiciones del terreno y la ubi-cación de los arroyos y alguien le habló del hombre y la mujer instalados cuatro millas arriba de los rápidos. Picado por la curiosidad y tal vez porque hacía semanas que no veía a su alre-dedor más que cateadores malencarados y barbudos, el hombre se dirigió al campamento. Desmontó y la mujer le sirvió café ca-liente y él habló del Sonora y de los camaroneros de las playas del sur y de las novilladas de San Joaquín y ella le habló de su cocina en la fonda de Gustine y del hombre que la había alzado de allí con un delirio de oro en la mirada y de los días solitarios y las noches sombrías y le indicó dónde podía encontrar al hom-bre lavando sus paladas de arena. Nadie sabe lo que hablaron los dos hombres pero al atardecer regresaron juntos y él anunció

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que el mozo levantaría su rancho a unos doscientos pasos al nor-te y permanecería a su lado para ayudarlo en las excavaciones.

Indiferentes a la muerte del viejo, Micaela y el capataz establecieron de inmediato un pacto para continuar la prospec-ción utilizando el mismo precario equipo de explotación y soste-niendo la misma ilusión de denunciar un día remoto la propie-dad de la parcela. El único cambio perceptible fue que levan-taron los cuatro trastos del campamento para trasladarlos al ran-cho del capataz, no más lujoso pero al menos más sólido frente a las ventiscas invernales. Cambiar de amo tuvo mínima significa-ción para la mujer, habituada a la obediencia y al silencio. Aun-que algunas noches las paredes miserables pudieron atestiguar suspiros y temblores apenas más humanos que el reclamo de amor de los coyotes y los lobos. Hasta que una mañana antes de salir a las excavaciones, el capataz dijo sin mirarla que cabalga-ría hacia la capital del condado para abastecerse de provisiones y sin otra explicación se dirigió a la parte más alta del barranco, donde había estado cateando las últimas semanas. La mujer lo siguió en silencio con la mirada y en cuanto lo perdió de vista se arrodilló en el piso de tierra, al costado del hogar. Removió un par de piedras para poner al descubierto el escondrijo donde el capataz iba guardando sus bolsitas de cuero de panza de venado con seis u ocho onzas de pedregullo dorado. Al inicio del vera-no, Micaela había contado once saquitos. Ahora se encontró con un bulto de lona cosido con tientos de cuero, que sin duda conte-

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nía cerca de docena y media de bolsillos. El atado estaba acondi-cionado como para un largo viaje. Sin respirar siquiera, la mujer se levantó y salió del rancho, en dirección al barranco.

El capataz estaba arrodillado junto a un pozo de un pie de diámetro al mismo borde del acantilado y el rugido del agua al atravesar los rápidos sesenta pies allá abajo le impedía escu-char el canto de los sinsontes y el balido de las cabras. Al recibir el empellón alcanzó a darse vuelta pero ya su cuerpo volaba en el aire al encuentro de las aguas espumosas y los peñascos negros.

La mujer emprendió el regreso hacia el rancho. Sin apu-ro retiró el atado de lona y se puso a preparar algo de ropa y toda la comida disponible para una larga cabalgata. ❚

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Tire dié

Las luces del Paraninfo se van atenuando. A la par de los murmullos. La platea —colmada— zumba y parlotea como un enjambre de avispas. Tintineo de collares y brazaletes. Runrun de chales sedosos y pieles acariciantes. Cloqueo insonoro casi de gargantillas y pendantifs esgrimidos con discreta ostentación entre carraspeos y toses mesuradas. Ninguna hilación tan exi-gente —ningún chisme tan urgente— que impidan valorar con ojo crítico los ternos de buen corte, los peinados y los tailleurs gallardos adelantándose a lo largo de los pasillos. Casi todos los espectadores de la platea se sentirían mucho más cómodos en sus butacas de abono del Teatro Municipal. Pero el Instituto de Cine ha sido inflexible en el asunto. Y la Universidad opta final-mente por suprimir las localidades numeradas.

En un país de sólida trayectoria ferroviaria, toda charla educada mezcla con afectación referencias ecuménicas a la Tour Eiffel, el Duomo o il Pallazzo de gli Uffici con elogios explíci-tos para el Talgo, el Espresso Bologna-Nápoli, el Transiberiano o el Canadian Pacific y hasta un réquiem nostalgioso por el Ex-preso Bagdad-Estambul, más apostillas vernáculas acerca del Tren de las Nubes, el Libertador o el Cóndor y —a partir de esta première— del Ferrocarril Mitre cruzando a paso de hombre el

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río Salado y los bañados, sobre una estructura casi impensable de vigas de hierro oxidadas y desparejas.

Por fin y acallados los parloteos y las luces, Fernando 2 sube al proscenio para explicar con justos detalles el origen y el desarrollo del documental. No más que lo imprescindible para dar paso a la proyección.

Contar —eso sí— el apoyo entusiasta del personal del ferrocarril. Permitiendo que la platea adivine con audacia el tiro-neo para figurar en el reparto y en los créditos. Lo previsible ca-da vez que la grisura de la burocracia avizora la perspectiva de zafar por un instante del anonimato.

También se refiere con afecto a “los verdaderos protago-nistas” de su película, aclarando que el trabajo de campo ha pri-vilegiado la autenticidad de los testimonios por sobre eventuales consideraciones compositivas.

Las cámaras han sido manejadas con virtuosismo. La es-tación del Ferrocarril Mitre, en calle General López al fondo. El terraplén. Flanqueado por la barriada Tire dié, un conglomerado de familias de escasos recursos.

El tren “de la manga” es la principal actividad de niños y adolescentes de ambos sexos. Antes de cruzar el río, rumbo a Rosario y Buenos Aires, el tren atraviesa una vasta zona de ran-

2 Fernando Birri, cineasta argentino nacido en Santa Fe en 1925, director de Tire dié, documental de 33 minutos de duración, realizado en colaboración con el Instituto de Cinematografía de la Universidad Nacional del Litoral.

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chos y bañados. Por el terraplén pasan a media marcha dos tre-nes diarios: uno, a eso de las siete de la mañana, el otro alrede-dor de medianoche. Los días de “manga” —jueves y sábados— hay también uno a la hora de la siesta.

Una muchedumbre de chiquilines de entre tres y quince años atisba la proximidad del tren, con su cargamento de curio-sidad y de expectativa. La jugosa reserva de monedas de cinco, diez y veinte centavos que los pasajeros llevan en carteras y bol-sillos. Con las que comprarán al mismo tiempo la diversión de un espectáculo “pintoresco” y el módico ejercicio de subsidiar sus consciencias enjutas.

Una vigilia bullanguera. Plena de gritos, risas y carreras. Corren a la par de la formación, a uno y otro lado del terraplén. ¡Tire dié! ¡Tire dié, oiga! Desde las ventanillas vuelan las mone-das. Los chicos tratan de cazarlas en el aire. Si no, se arrojan ro-dando terraplén abajo detrás del tesoro. Cuando los vence el cansancio de la carrera, se pegan una revolcada —habitualmente desnudos— en charcos que los perros y algunos cerdos aceptan compartir.

La pantalla va mostrando en primer plano caritas que en silencio despliegan historias difíciles de calificar. Las constantes son pobreza, hambre, desocupación. Además de las enfermeda-des claro. Padres muertos o ausentes. Mozos que viven de chan-gas. Nadie con más de uno o dos años de escuela. Acorralados por la falta de medios y a menudo por el agua.

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Cuando crece el Salado, la correntada llega hasta los ran-chos. Después baja, pero el bañado sigue alimentándose con las lluvias. Algún día el agua va a llegar para quedarse.

El puente ofrece mejores posibilidades, es cuando el tren se ve obligado a reducir la marcha. Y arriba hay menos compe-tencia. Y más monedas.

Los turistas veteranos saben que esta es la parte más sus-tanciosa. Se trata de ser los primeros en trepar a la estructura de hierro, para seguir la formación en su lento recorrido. Corriendo sobre la vereda de lajas rotas y medio descalzadas. Saltando de durmiente en durmiente. Eludiendo el obvio peligro de caer al agua desde una altura considerable. Poca cosa para criaturas que desde antes de nacer vienen eludiendo el acecho del hambre, una gastroenteritis o el raquitismo. Mirando con ansiedad hacia las ventanillas a las que asoman los pasajeros en procura de diver-sión barata. ¡Tire dié! Las monedas deben saltar de las carteras y los bolsillos. ¡Tire dié! Las manos sonrientes ya van a lo suyo. ¡Tire dié! Una, otra, varias, muchas monedas al aire. Bien alto. ¡Tire dié, diga! Hay que alcanzarlas. Esas leves mariposas de metal que suben y vuelven a caer dibujando rizos y parábolas. ¡Tire dié, oiga! Demasiadas manos para tan pocas moneditas. ¡Tire dié! Alguna caída al agua es inevitable. Intrascendente cuando hace calor. Casi un premio adicional. ¡Tire dié! Pero con el frío nada divertido.

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Aunque la alegría de la moneda que traen entre los dien-tes les haga olvidar el chapuzón indeseado. ¡Tire dié! No faltan pasajeros malévolos que las arrojan bien afuera. Para forzar la zambullida. ¡Tire dié! Que se lo ganen. Así tiene otra gracia, claro. ¡Tire dié, oiga! ¡Tire dié! Y también algunos manotazos. La pelea inevitable habiendo tanta mano. Para poder volver con el botín a casa. Una. Dos. Tres. Ninguna. Vea si es tonto, pues. El buey lerdo toma el agua turbia.

Los guardas vigilan para impedir que los chicos suban a los coches. En los de carga les resulta más fácil. Hasta se suele conseguir un poco de leña o de carbón, siempre bien recibido en las humildes viviendas.

La cámara sube y la platea —a oscuras— respira con ex-citación ante el traqueteo y la visión espumante del agua co-rriendo en torbellinos diez metros allá abajo. El viejo puente fe-rroviario no parece ofrecer demasiadas garantías. Los pilares crujen y los durmientes se expanden y deprimen a un ritmo des-parejo. Cada viga tiembla a su propio compás. Cada una de los cientos de placas de unión se retuerce a medida que el peso del dinosaurio avanza como dudando entre continuar o retroceder. Un viento de otoño nada solidario castiga de costado al convoy. Lo que agrega nuevos temblequeos y silbidos al caos de vibra-ciones y ronquidos. La locomotora apenas ha recorrido el primer tercio del puente, cuyo largo total se aprecia en la pantalla en no menos de dos mil metros.

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En más de una ventanilla destellan los flashes amateurs. El espectáculo es interesante para presenciarlo. Pero tanto más para sorprender a familiares y amigos con un relato piola apoya-do por buenas fotos. Alguna acallada vocación de periodista grá-fico seguramente se impacienta imaginando un documento pleno de compromiso social. No solo los chicos del Instituto van a capitalizar este impensado contraste. Hasta algún titular en Arial 120 bold se debe gestar a compás del traqueteto y los gritos de los gurises.

Los chicos del barrio han sido especialmente invitados. Están ahí y allá. Sentados en silencio en la oscuridad de la sala. Mirándose grandotes en la pantalla. Reconociéndose con una mezcla rara de orgullo y de vergüenza. Codeándose sin animarse a gritar. Ni hablar siquiera. Pasmados.

¿Cómo te llamás? Carlos. ¿Cuántos años tenés? Once. ¿Vas a la escuela? No. ¿Trabajás? No. ¿Y tu mamá? Ella sí, tra-baja para afuera. ¿Sacaste mucho hoy? Dos de veinte. También las muchachas ejercen este oficio de “mangueritas”. La miseria no hace distinción de sexos. ¿Y vos? Yo trabajaba de ayudante de albañil. Uno o dos días por semana. Pero se gana muy poco. Ahora estoy ayudando a mi tío que está en una obra en Guada-lupe. ¿Vos? Yo soy Eduardo. Somos muchos hermanos. Como doce o trece. No, yo tampoco voy a la escuela. Me gustan las películas de tiros.

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¿Qué te gustaría ser? Policía. ¿Qué hacen tus hermanos? El mayor labura en una panadería. Tengo una hermana que tra-baja en un rancho allá abajo todos los fines de semana. ¿Sola? No, con el novio. Él se lleva toda la plata. A veces le deja algún mango y Raquel lo trae a casa. Sapito tiene seis años. Dice que es el dueño del puente. Él y su perro. Se salvó de la polio con un pie mal desarrollado que no le permite correr. Pocas veces aga-rra más de dos o tres monedas. Pero se acuerda que cuando Colón le ganó a Rosario la gente tiraba billetes de diez. Medio a los tirones el tren se aleja hacia la otra costa. El puente ha resis-tido un día más. La esperanza puede volver a sonreir.

A medida que el tren se sigue yendo despacio, se encienden algunas luces en la sala. Murmullos a medias sofoca-dos. ¡Qué barbaridad! Pensar que esa gente vive tan cerca nues-tro. Aplausos. Muchísimos. A mí esto me parece una vergüenza. No saben hacer otra cosa que chupar. ¿Viste la desfachatez? To-das esas negritas son unas putas y viven ahí en esos ranchos con los cafishios.

Los vecinos del barrio miran asombrados las pieles y los ternos y los tailleurs aplaudiendo de pie. Aplaudiendo a la panta-lla, por supuesto. Al director. A los actores de reparto. ¿A qué otra cosa pueden aplaudir? Es gente que no sirve para nada. Tra-bajan de inundados. Saben que siempre van a recibir colchones y comida. Cuando baja el agua vuelven a levantar los ranchos en el mismo lugar. Nosotros somos los boludos que trabajamos y

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pagamos impuestos. Y a estos los arreglan para las elecciones con unas empanadas y una damajuana. Pensar que nos pueden llegar a gobernar estos analfabetos. De todos modos las mujeres de la parroquia mantenemos un ropero y mandamos algo de co-mida cuando se puede. Pero no hay derecho, m’hijita. Yo pienso que lo único que hacemos es fomentarles la vagancia y los vi-cios. Bueno, en realidad yo conozco alguna gente pobre muy limpia y decente. Pero son los menos, no nos podemos engañar, querida. No están dispuestos a hacer sacrificios y asumir obliga-ciones, como hemos hecho nosotros. Prefieren que los sigamos manteniendo.

En cuanto empiezan a moverse los espectadores hacia los pasillos para abandonar la sala, vuelven a apagarse las luces. La invitación menciona solamente la première de Tire dié. Pero es evidente que —con buen criterio— han decidido agregar al-gunas variedades para cortar un poco el clima.

Todo el mundo retrocede y cada cual procura encontrar su butaca en medio de la oscuridad. Una semipenumbra ayuda finalmente a que la gente vuelva a ubicarse. La pantalla se ilu-mina apenas con una escena del mismo puente ferroviario ya cayendo la noche. Se escucha el traqueteo del tren muy en se-gundo plano. Pero desde el fondo de la escena viene creciendo un sonido de lluvia mezclado con bramidos de agua desplazán-dose a gran velocidad entre piedras y otros obstáculos.

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En la pantalla se percibe con vaguedad la caída de árbo-les y postes arrastrados por el empuje de la correntada. En algún momento cambia el ángulo de la cámara. Ahora la platea ve avanzar el tren de frente hacia ella. La estructura de hierro del puente se parece al esqueleto de un enorme dinosaurio. El tren mismo asume el perfil espeluznante de un tiranosauro apremia-do por la tormenta de viento y agua. La pitada de la locotora, ya muy en primer plano, estremece a todos. Un ulular ronco y ame-nazante de animal malherido pero furioso.

Algunos gritos desde la primera fila de butacas. Varios espectadores se levantan de sus asientos. ¡Agua! ¡Enciendan las luces! Un par de acomodadores acude de inmediato. Las linter-nas confirman la alarma. Chorros de agua avanzan por el prosce-nio y se descuelgan hacia la platea por el frente del escenario. La pendiente de la sala es considerable. Esto hace que el agua se estacione ante las primeras filas, desde donde empieza a subir rápidamente de nivel. La sorpresa genera un silencio solamente quebrado por el audio de la película y el borboteo —a cada mo-mento más exigente— de la incipiente catarata.

Un breve intervalo durante el cual la cordura pugna por prevalecer por sobre la evidencia del insólito fenómeno del cual todos son testigos. La lucidez asegura esto no puede ser. El más conciliador pragmatismo no admite dejar de reconocer el hecho. El río Salado se desborda alocado a través de la pantalla. Y la lluvia, el barro y el agua del río están inundando la sala a in-

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creíble velocidad. Entonces sí. La frágil quietud estalla en un griterío infernal. Nadie atiende el pedido de luces. Mientras unos solicitan, otros exigen. Muchos lloran en silencio. Virgen santí-sima de Guadalupe. Una mujer intenta conducir una rogativa en voz alta. Los pasillos se atoran de gente que en su desesperación no sabe si avanzar o retroceder. Una orden imperiosa logra ha-cerse escuchar por sobre la barahúnda. Que cada cual permanez-ca tranquilo en su lugar. La muchedumbre, hambrienta de con-ducción, acata la directiva. Pero en pocos minutos se corre la voz de que el agua cubre ya las primeras hileras de asientos. Los involucrados se ponen de pie sobre las butacas. Varias personas mayores pierden estabilidad al intentarlo y caen al agua, unos de espaldas y otros de cara al suelo. Gritos pidiendo auxilio. Gritos ofreciendo apoyo. Gritos porque sí sin saber para qué. Nadie presta ya la menor atención a lo que ocurre en la pantalla. Muy pocos seguro alcanzan a apreciar el lento avance de la locomo-tora hacia un primerísimo primer plano. Toma por cierto muy impactante, sostenida por la lluvia torrencial, relámpagos y el rugido de la creciente. La sala es un caos. Al avance del reman-so en dirección al foyeur se suman los gritos de la gente y el chispazo de los cables alcanzados por el agua. El terror de me-dio millar de personas encerradas en una trampa líquida y omi-nosa se traduce en todos los registros imaginables. Desde el sus-piro ahogado hasta el alarido histérico y continuado.

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Unas gargantas ululan como ánimas en pena. Otros pata-lean sobre sus butacas. La sensación del agua subiendo por enci-ma de las pantorrillas hace recrudecer ruegos, órdenes y amena-zas. Aquí y allá, sobre todo en la cercanía del escenario, se abre paso la noticia de un herido o de alguien ahogándose. Los pocos que permanecen más o menos despejados intentan calcular la altura que llegará a alcanzar el agua junto al escenario cuando las puertas de acceso a la sala puedan empezar a dar salida al aluvión líquido. En medio del absoluto desorden, concuerdan en que se requiere despejar por lo menos doce filas de butacas para sacar a la gente del peligro inmediato.

El caos ha juntado por fin —sin distingos— a las pieles con las blusas modestas y a las chombas y camperas con los ternos elegantes. Aunque de todos modos, si alguien pudiera mantener la frialdad como para apreciar el detalle, las diferen-cias subsisten. Los vecinos de Tire dié están habituados al casti-go del agua. Moverse descalzos en el Paraninfo les resulta tan natural como andar en patas por la vida. Las pieles y los ternos, en cambio, sienten que ese lento retroceso en procura de la sali-da, con el calzado arruinado y el agua mugrienta llegándoles a la rodilla, es algo inaceptable para personas honestas que trabajan y van a misa y pagan sus impuestos. En menos de quince minu-tos, desde el comienzo de la catástrofe, la paleta general de la escena vira hacia los medios tonos. Casi en un suspiro, los ne-gros pasan a ser menos negros. Y el blanco se reconvierte en un

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tono menos limpio. Prevalecen ahora los secundarios y los com-plementarios sobre los primarios saturados. Se atenúa el contras-te. Se suavizan las luces y las sombras.

Aunque pocos aprecien lo que continúa exponiendo la pantalla, la escena ha llegado al límite exacto de su virtualidad. El fuerte primer plano se curva poco a poco desde la escena ha-cia la platea. Y a`fin la locomotora irrumpe en el escenario, en medio del telón rasgado cual los velos del templo. Como rabioso ojo de cíclope, su reflector frontal atraviesa la oscuridad de la sala, iluminando —a través de la estructura del foyeur y las es-calinatas de acceso— hacia el boulevard Carlos Pellegrini.

Sobre más de dos metros de agua inquieta —casi bautis-mal— varias embarcaciones se mueven sin apuro, cruzando a los espectadores y a algunos curiosos agregados hacia la vereda de enfrente. ❚

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Cuando las papas queman

Ebrio sin duda / cuando hizo el universo estaba Dios…

Joaquín Castellanos; El temulento

Debió haberme consultado, nos hubiéramos ahorrado muchos dolores de cabeza. Él también por supuesto. ¿Cómo pu-do? La gente es hija del rigor. Si queremos mantener el orden, nada puede quedar librado al arbitrio de nada. Ni de nadie. Claro que la vida es importante. La vida de cualquiera es importante. Incluso la de un papa. Pero mucho más importante es la jerar-quía. Y el respeto a rajatabla a esa jerarquía. Esta jerarquía digo porque es la nuestra. No hablamos de cuestiones abstractas. La familia es la máxima jerarquía. Y yo dentro de la familia, por supuesto. Por si alguien estuviera pensando en la mafia o en la cosa nostra, no me estaba refiriendo a ellos por cierto. Los her-manos ocupan un lugar en todo esto. Nada más que un lugar. Su lugar. Todo ocupa su lugar en el universo. Todo está en el lugar que debe estar. En el momento que sea necesario. Es decir cuan-do yo lo disponga. No fue fácil sentarlo en esa silla. No porque a alguien le importaran los vicios de sus parientes. Que en este te-rreno ninguna de mis ovejas puede arrojar la primera piedra. Tu-ve peores delegados por cierto. Mi memoria se ofusca al recor-darlos.

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Fue complicado porque muchos lo sabían difícil de ma-nejar. Y casi no hubo modo de fabricar un humo razonablemente blanco. Hubo que ponerlos a dieta. Cualquier otra vía hubiera generado un escándalo.

Lo cierto es que costó. Un parto casi. Lo pienso y me acuerdo de Juana y me vienen vahídos. La silla gestatoria resultó un buen parche. Pero parche al fin. Si una logró vender la man-zana, no va a faltar otra que lo intente. Ya se sabe que tienen pacto con la guerrilla.

Pero todo a su debido tiempo. Ahora tengo que resolver el escándalo que va a desatar la renuncia de ese imbécil. ❚

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Anaximandro de Ogún

“Como es arriba, es abajo. Lo alto es espejo de lo bajo.”

Hermes Trismegisto: Kybalion.

Todos le tememos y con sobrada razón. El relincho lasti-mero —bravío— de Anaximandro, aleteando como el graznido de un cuervo de mal agüero sobre las noches miserables de la vi-lla, es un certero mensaje: se oyó tres veces antes que el viejo Alcibíades se viniera abajo desde aquel andamio de un quinto piso; sonó casi en el momento en que un Falcon oscuro le pasa-ba por encima al mayor de los Villagra y a la bicicleta; se escu-chó un par de horas antes de que Gumersinda —la gorda que vendía flores en Chacarita— se ahogara tan feo con la espina de merluza. Las ruedas de mate con que los allegados al pai coro-namos las noches de terreiro, dan pie para el comentario, la es-peculación, teorías caprichosas y —de tanto en tanto— el chi-choneo y la broma. El nudo del problema es dilucidar si el famo-so relincho proviene —según juran los fieles del sector más con-servador— de la garganta del caballo del Ogún o —de acuerdo con los más desprejuiciados— de las cuerdas vocales de Anaxi-mandro. Es decir del mismísimo Ogún guerrero, que es su santo de cabeza. Si la yerba y el agua caliente abastecen el debate, se suele entrar al punto más grave de la cuestión (cosa que nunca

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sucede antes de que los gallos anuncien las primeras luces del día): si el Ogún se presenta a pie o con su cabalgadura. Tópico delicado por cierto —e insoluble— dado que no admite otra prueba que una videncia, y la vieja Gumersinda, que era la única vidente del terreiro, hace un par de años nos ha privado de su fa-cultad, no por voluntad de la pobre mujer sino por culpa de la famosa espina. Es cierto que —bastante tiempo atrás— había perdido Gumersinda parte de su crédito, no porque su desem-peño dentro del terreiro fuera criticable (en realidad era el alma mater, fabricando velones, macerando yuyos, preparando coc-ciones, haciendo limpiezas, en fin, la rutina necesaria) sino por-que Anaximandro, celoso de un poder que ambicionaba para sí, no perdía ocasión de acosarla, ya sea quitando relevancia a sus videncias o haciendo alusiones malévolas a propósito de su gor-dura y aspecto desaliñado. Y aunque nadie lo menciona, todos sabemos que la última videncia de Gumersinda —Gumersinda de Xangó, como se presentaba orgullosa a despecho del viejo— lo involucraba de modo poco amable. “Parece que tu Ogún baja nomás a caballo, pai, se me ocurre por el olor a bosta que anda siempre cerca tuyo, digo.” Y había agregado, sin dar lugar a la réplica violenta: “cuidate digo Anaximandro, porque estoy vien-do como si tu Ogún se te cayera encima, con caballo y todo, cualquier día de estos, digo”. “¡Vieja de mierda, ojalá te atragan-taras con tus palabrotas de bruja!” no se había hecho rogar la respuesta cortante.

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Así ha quedado la cosa, olvidada o haciendo que la te-nemos por olvidada, que nadie da importancia a la más que des-graciada coincidencia de que antes de una semana y con relin-cho de por medio, una filosa espina de pescado se consagraba como inconsciente instrumento de la rencorosa desiderata.

Seguro que le tememos. Astuto y vengativo, Anaximan-dro nos tiene encadenados a la servidumbre de sus megalómanas puerilidades. A instancias del santo (nunca habla ni obra por su propia cuenta) es que se impone el rígido código de saludos y besamanos. Se fijan horarios y, si bien los clientes adinerados son recibidos a cualquier hora, para los menesterosos que acu-den en procura de alivio o de consuelo, se ordenan turnos, cues-tionarios, oblaciones y larguísimas esperas. Se instituye un diez-mo en especies para todo el que solicite un trabajo, no importa la índole del mismo. Se restringe el acceso a la luanda, so pretexto de la presunta peligrosidad de los exús allí encerrados.

En fin, Anaximandro comienza a recorrer el duro camino que debe conducirlo —según él y según sus pais— a la apoteo-sis de la fama y la fortuna. Dispone, incluso, que se olvide el nombre de Gumersinda, aduciendo que la vieja, bastante antes de su muerte, desvariaba como si se drogara. Hace confeccionar ostentosos ropajes de ceremonia. Los ritos empiezan a celebrar-se a ritmo de ajojós y atabales. Simultáneamente se renuevan los relinchos y las maldades. La parálisis facial del viejo Villagra (quien no se priva de relacionarlo a gritos con la muerte del

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muchacho), una sospechosa peste que acaba con las gallinas de Sabina y Mercedes —las dos solteronas que para no pasar frente a la puerta del terreiro cruzan de vereda haciendo la señal de la cruz— el nacimiento de un prematuro deforme en casa de Fras-quito el tipógrafo, que jura echando lumbre por la boca y por los ojos, que no le tiene miedo ni al mismísimo diablo. Sucesos an-ticipados o acompañados —puntualmente— por el aterrorizante relincho de Anaximandro. O del caballo de su Ogún, que sobre el punto no se ha llegado a conclusiones valederas.

Hasta que una noche de matanza, mientras unos limpian con esmero paredes y piso para eliminar las trazas de sangre, caña y vela derretida y el Increíble empieza con los preparativos para el mate, tenemos la respuesta. Anaximandro —aún en tran-ce en el sitio del santo— permanece sentado y decaído, como costándole recuperarse. Rechaza el cigarro que le ofrece Valen-tín. Hortensia moja toalla tras toalla, secándole el torrente de su-dor que, partiendo de la cabeza, le inunda ojos, pómulos, men-tón, brazos y pecho. Al rato empieza a emitir un quejido bajo y lastimoso, como una mezcla de relincho y maullido, y por gestos indica que lo dejen solo. “Está todavía con el santo”, advierte Indalecia.

En el patio observamos cómo dos masas oscuras de nubarrones deformes avanzan una contra otra en el cielo a me-dias iluminado por la luna otoñal en creciente. El movimiento es solemne, cual si fueran a encontrarse con exactitud, encima mis-

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mo del terreiro. Adentro recrudece el gemido del pai. El mate va pasando de mano en mano, en silencio. Todos contemplamos —fascinados— el espectáculo cósmico. Uno de los nubarrones va tomando la forma de una recia cabalgadura, montada por guerre-ro de casco, armadura, espada y lanza. “El Ogún”, murmura al-guien con reverente asombro.

Frente al brioso conjunto, la otra nube va adquiriendo una tonalidad rojiza con reflejos lechosos, al tiempo que lo que para algunos ya asemeja un gigante sentado en actitud reflexiva —una mano sosteniendo el mentón y el codo apoyado sobre la rodilla— se va levantando con una terrible y serena fuerza, al llegar ante él caballo y jinete.

La lucha es inevitable, dados los gestos del Ogún, la con-tera de la lanza en tierra, encabritado el caballo y echando espu-ma por las fauces abiertas y cortando el aire a derecha e izquier-da con su temible espada.

El gigante, en cambio, se alza con parsimonia. Clavada la mirada en los ojos de su atacante, revuelta la cabellera e hirsu-ta la barba, eleva el brazo derecho a la altura de su cabeza, entrecerrados el anular, el pulgar y el meñique, formando índice y mayor un símbolo inconfundible. “¡Xangó!” es el grito aterro-rizado unánime. El corcel, afirmando las patas traseras, se levan-ta con furia, presto a derribar con sus cascos al gigante. El jinete, empuñada con firmeza la lanza por la izquierda y blandiendo con la diestra el espadón, se prepara para matar.

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El gigante ni se mueve. Solo su mano avanza, de modo casi imperceptible, brillando como si la estuviera consumiendo un fuego blanco.

Rompiendo el dramático silencio, el relincho cubre cielo y tierra. Pero no es el relincho triunfal que espanta a los vecinos de la villa, sino un estertor, un grito agónico que recorre en unos segundos desde el registro agudo del desafío hasta el bajo tre-molante de la muerte. Acompañando la desarticulación del relin-cho, el corcel se desploma sin apuro —como una marioneta con los hilos cortados— junto con su jinete, ahora ya sin lanza y sin espada. Desde el lugar del santo llega, en ese mismo instante, el otro grito.

Cuando entramos, Anaximandro ya está muerto. Caído junto al tronco de ibirapitá, frente a la imagen impasible de Xan-gó, aplastado por la pesadísima escultura de bronce del Ogún guerrero a caballo.

Por sobre todos los demás perfumes, un fuerte olor a bosta fresca flota en la penumbra del templo. ❚

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— Anda Lupercio, llena el pichel y arrima unas sardinas, hombre. Que este usagre lo encuentro cada noche más aguado.

— Aguadas tendrás tú las entendederas, Corvejón, que no parece que los caldos de mi tina se vean menos negros que tu hígado y tu consciencia, Dios me perdone.

— Serás cabrón so desalmao, que te dan las ínfulas para za-herir a un triste harapo de estos malditos socavones, pero ya na-die se hace cargo de lo que uno debe hacerse cargo, ni tiene co-jones para arrear a un tío chivato como yo lo hice cuando me cuadró hacerlo.

— Anda hombre, no te pongas pesao, vete pa’casa que esto no pasa de un rejoneo cariñoso, que bien sabes lo tanto que te se te aprecia en el poblao.

Tumbado sobre la mesa descoscojada en el rincón más oscuro de la taberna y ya ajeno a las pullas del cantinero y al bullicio de los que procuran estirar los céntimos que les deja la quincena magra, el hombre se sumerge en el pozo de su cons-ciencia, una hondura por cierto más opresiva que la de aquella galería en las profundidades de La Barcina. Tres lustros después de terminada la guerra civil, aún se interroga —durante algún re-lámpago de lucidez— acerca de cómo olvidar lo que no quisiera

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recordar pero porfiadamante lo acorrala durante la vigilia, para atenazarlo apenas intenta cerrar los ojos. Porque al cerrarlos se le aparecen aquellos otros ojos, los del avieso capataz de zorras, enterrado hasta el cogote en la montaña de hulla renegrida titi-lando en la oscuridad bajo la luz de un par de lámparas. Él había planeado todo al dedillo, la carga del mineral en la vagoneta, al final del segundo turno, cuando todos se apresuran por ganar la boca del pozo para correr a casa, el murmurado comentario al oído del capataz. Los ojos del miserable habían relampagueado de gozo, ante la prometida delación del Corvejón. La cosa daba para el secreto y el sigilo. Bien al fondo de la última galería, casi entrada la noche. Nada más descalzar la cremallera del volquete, trabada precariamente con una piqueta y santas pascuas.

— Ayúdame Corvejón, que no puedo moverme, coño. — Para soltar la lengua no tendrás necesidad de moverte,

chivato. — ¿Qué quieres decirme, desgraciado? — Que ahora me vas a confesar con pelos y señales quién

delató a mi hermano y a cuántos más de nosotros llevas man-dado al matadero, hijo de puta.

Una larga noche había durado la agonía del delator. Cuando comprendió que ya de nada le servía negar, había escu-pido aquellas palabras que cayeran sobre el Corvejón como

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plomo derretido. Que no solo los había delatado a los fascistas, también se había regodeado viendo cómo los fusilaban por la es-palda y les iban echando en yunta por la boca de uno de los po-zos abandonados. Acaso la ofensa de aquella burla haya ardido sobre la herida ensangrentada del hombre que perdiera a varios camaradas de trabajo y a su propio hermano. Con su postrer aliento, el deleznable soplón había hurgado incluso donde las palabras más pudieran lastimar, pintando con impensada elo-cuencia el siniestro apocalipsis desarrollado en las entrañas de la mina que, de una u otra manera, habría de terminar por devorar-los a todos, republicanos y fascistas. El odio es como una carco-ma que no reconoce tirios ni troyanos.

— Cuenta Corvejón, cómo lo emparedaste antes de que es-pichara, en el tramo del viejo ramal ciego.

— Llénale el pichel, Lupercio, que el vino ha de soltarle la lengua y la memoria.

— Hala, hombre, que no hiciste sino lo que más de uno hu-biera deseado, de estar en sus cabales.

El hombre bebe y calla. No ha de alcanzar todo el vino del mundo para que se atreva a contar a sus desbocados cofrades que la muerte del impío, lejos de aquietar su alma, había sido como soplo sobre el rescoldo. Una brasa lacerante que lo man-tuvo en vilo durante quince años. Quince años de trasnochar a la

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luz de su lámpara minera, yendo y viniendo y paleando pedre-gullo en el fondo del pozo abandonado, hurgando entre restos medio momificados por el salitre que aún brotaba de las paredes. Salitre y un agua sucia sulfurosa que había conservado aquellos tristes despojos a salvo de las alimañas de cuatro patas. Las otras habían hecho bien a consciencia su trabajo. ❚

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Apoteosis

Física y mentalmente deprimido, Danilo Carroño era uno de esos típicos desagraciados que parecen transitar por el mundo al solo efecto de resaltar las virtudes ajenas por el mero trámite de enjuiciar y denostar a cuanto prójimo tuviera la peregrina idea de amarrar al costado de su muelle. Es decir, no a cualquier prójimo, qué va. Sus víctimas predilectas eran las gentes senci-llas y honestas que a su alrededor desarrollaban las diversas acti-vidades naturales en una comunidad suburbana que acaba de sa-lir de un tremedal político y lucha con empeño en juntar oxígeno para meterse en el próximo. Transitaba el quía —para cuando ocurrieron los sucesos de que quiero ocuparme— por esa difícil si las hay década humana en que empiezan a ralear los rizos y a abundar las texturas adiposas, acompañado todo ello de ilusorias hazañas amatorias y pequeñas tropelías más bien propias de ru-fianes y personajes marginales. Así resultaban para Danilo obje-tivos apetecibles las morochas zandungueras a la caza de mari-dos ajenos y las hijas —e hijos— de la noche que necesitaban reforzar sus ingresos por la vía cómoda de engordar el ego de los casanovas de cuarta, al tiempo que les adelgazaban las fal-triqueras.

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De una educación ligera y una cultura ad hoc, su mayor hazaña consistía en plagiar estrofas de dudosa estatura con las que imaginaba seducir a las doncellas de su equívoca corte de amor. Remedos que firmaba de su puño y letra con el mismo desparpajo con que firmaba las facturas de sus protegidas a es-paldas de la ingrata vigilancia de su mujer, hastiada de una con-ducta tan obvia como desprolija. A tal grado de disparate llega-ron sus trapisondas y tan agudo era el sentido de su mala cons-ciencia, que en una ocasión, atendiendo al teléfono a su hijo ma-yor, le disparó a boca de jarro “esta mujer será una puta pero me hace muy feliz, aunque igual de tu madre no me voy a separar”. El pobre muchacho apenas alcanzó a explicar que lo llamaba por un asunto de dinero.

Capitán —pirata— de una modesta industria autopar-tista, disfrutaba de navegar por las procelosas aguas donde los grandes de ese negocio se mueven como en su salsa, anunciando a quien quisiera oírlo que “él la tenía más larga”. Circunstancia infeliz que terminó por ubicarlo en los anales de la siquiatría, junto a la patota de tenorios abierta o encubiertamente homo-sexuales, unidos todos por la común preocupación —por el co-mún espanto— de querer ser lo que no son y no atreverse a asu-mir lo que son en realidad.

Lo cierto es que la dama de marras —perdonando lo am-puloso del título— tenía por su lado bastante internalizado el aforismo de Schoppenhauer, según para quien una mujer debía

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ser señora en la sala, cocinera en la cocina y puta en la cama. Si bien se cuidaba de aclarar a quien la escuchara que su casa era muy chiquita y no tenía siquiera un living. Y que le desagradaba cocinar. Con lo cual todas sus apuestas iban a parar encima del colchón. Para regocijo y beneplácito del gran amador, que al cabo de cada encuentro volaba —ajustándose los pantalones y haciendo a las corridas el nudo de la corbata— a difundir los pormenores de su desempeño. En realidad, jamás olvidaba las artesanías de su partenaire, justo es reconocerlo. Gracias a lo cual la susodicha se encontró de la noche a la mañana con una impensada tropa de admiradores que so capa de las insensatas confidencias de Danilo se abocaron alegremente a gozar de la generosidad sexual de la odalisca, ávida por su parte de cons-tantes y azarosas mediciones de rating. El desborde culminó en un culebrón con ribetes de folletín cuando el desaforado tenorio, en un arranque de sadomasoquismo e imbecilidad muy suyos, le puso un piso a la fulana frente mismo al hogar conyugal. No sin declarar con sincera emoción que —puesto que las amaba a am-bas en igual medida— no veía inconvenientes en una vecindad que le aportaba evidentes comodidades. Todo pensado y dicho con la soltura de un potentado oriental en tren de asegurar la dis-ponibilidad de sus esposas, facilitando al mismo tiempo su vigi-lancia porque uno nunca sabe. Rematado todo ello con una pri-vadísima línea telefónica de puerta a puerta, recurso ya probado en ocasión de una deslucida y breve carrera como vocal de una

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institución pública a la cual contribuyó a hacer mucho más pú-blica merced a posturas desopilantes, galanteos desvergonzados y módicos latrocinios.

Aun pisando lo patético, lo hasta aquí relatado bien pu-diera enmarcar la biografía de más de un rufián de los que abun-dan en cualquier latitud. Si no fuera porque este excelente cre-tino, en un esfuerzo por superar sus propias marcas, se propuso vejar y menoscabar a un tiempo a todo su entorno con la oblicua intención de que los breves pasos de comedia se convirtieran en un sainete digno de memoria. Con plena consciencia de que un oscuro hado se ocupaba a menudo de recortarle las alas, decidió llevar a cabo su proyecto en medio de absoluto secreto para evi-tar intervenciones que opacaran la magnificencia del evento.

La pequeña localidad amaneció atiborrada de pasacalles y carteles anunciando la candidatura de Danilo al cargo de alcal-de en las próximas elecciones comunales. La consigna, concisa pero elocuente “Danilo puede” y la cara sonriente del preclaro sinvergüenza prometían una campaña desopilante, en un medio siempre atento al modesto desafuero y al recatado puterío. Pues el plato fuerte del programa era la elección de la primera dama, la mujer que habría de acompañarlo en su gestión. Cuya pre-selección se decidiría en lucha pública y libre entre las candi-datas, a saber su esposa, su amante y las simpatizantes que se quisieran plegar a la contienda. Decidido a dar al espectáculo un brillo circense, Danilo Carroño escribió de puño y letra las con-

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diciones de la lucha. Vestidas con mínimos colaless y embadur-nadas en vaselina, las postulantes disputarían el cargo en un round a tiempo abierto en un ring de barro bajo nivel, rodeado de tribunas por los cuatro costados. La luchadora que quedara en pie se consagraría de hecho como candidata electa.

Así planteadas —y debidamente publicitadas— las co-sas, hasta la tarde anterior al encuentro figuraba inscripta, aparte de las dos consabidas agraciadas, una mujer de mediana edad que de joven había sido consecutivamente contratada como co-cinera en casa de Danilo, acosada sexualmente, seducida (o vio-lada según distintas versiones) por el quía y despedida a conti-nuación sin resarcimientos y sin explicaciones. Y un conocido travesti de la zona, quien expuso a gritos su derecho a disputar el cargo electivo, puesto que si Danilo no se privaba de pagar por sus servicios cuando sus apetitos se lo exigían, él (ella) no veía razón para que se lo (la) excluyera del ejercicio de sus derechos cívicos. Todo lo cual determinó que el interés del público fuera en aumento y el día del hecho la plaza y las calles aledañas estu-vieran colmadas de curiosos y apostadores. Más, como es de su-poner, representantes de periódicos y revistas locales y algún ca-marógrafo. Exacerbado incluso el interés y el volumen de las apuestas porque a última hora habían aparecido otras dos mujer-zuelas, asegurando que si de compartir la cama se trataban los antecedentes, en los locales donde ambas trabajaban —daban se-ñas y precisiones de los burdeles en cuestión— existían registros

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fehacientes de la concurrencia asidua de Danilo y el uso previo pago de todos los servicios de la casa.

Danilo estaba sentado en medio de la tribuna oficial, vestido de punta en blanco para presidir el fasto políticode-portivo. A las once en punto, una banda de música arrancó con los acordes de una marchita zumbadora, al tiempo que por el centro de la plaza avanzaba un pequeño desfile encabezado por algunas porristas seguidas por las seis contendientes, que saluda-ban y sonreían a la gente y a las cámaras.

Al llegar la bulliciosa delegación frente a la tribuna de Danilo, las mismas porristas se ocuparon de quitar las batas a las contendientes, alineadas ante el supremo desfachatado. La mar-chita fue reemplazada por un redoble de tambores. Con toda so-lemnidad, las bikinis subieron hasta el lugar de Danilo, lo alza-ron en vilo y en andas lo condujeron lentamente hasta el centro del ring. Procedieron a quitarle la ropa, a despecho del pataleo y los improperios del homenajeado y sin darle ocasión de reaccio-nar ni defenderse, lo zambulleron en el barro a patadas y mano-tazos mientras la banda arrancaba con entusiasmo con la carga de la caballería ligera y el público estallaba en una ovación es-truendosa y una variada gama de aplausos, estribillos y pe-dorreos.

Al rato las siete figuras dentro del ring eran una sola masa de barro, una de ellas procurando arrastrarse fuera y las seis restantes recuperándolo una y otra vez ante los alaridos de

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las tribunas. Cuando Danilo dejó de gritar y casi no respiraba de dolor y de vergüenza, las seis parcas lo levantaron nuevamente en andas y sin rodeos empezaron a marchar a través de la plaza, en medio de la multitud que las vitoreaba. Al llegar al borde del arroyo que canalizaba las aguas servidas y los desperdicios del barrio, lo hamacaron un par de veces en el aire y lo arrojaron sin miramientos al medio de la correntada maloliente. Los timbales y todos los bronces enloquecidos, tronaban los compases finales de la Obertura 1812. ❚

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Caminata

Llego al final de ese martes sin saber dónde ni cómo co-menzó. El vino ejerce efectos curiosos sobre la memoria. Golco suele hablar de cierta pérdida de memoria anterógrada y memo-ria retrógrada. Un sabio este tordo. También dice que los pañue-los de las viudas son chiquitos. Y se ríe el desgraciado. Y a ve-ces suelta algunas historias de esposas y suegras. Tres matri-monios. Se ve que al hombre no le alcanzó con su primera ex-periencia.

No me hago demasiadas preguntas, en principio porque no se me ocurre qué carajo tendría que preguntar. Y sospecho que tampoco estoy en condiciones de responderlas. Lo dejamos ahí, sonrío con picardía cruzando las manos. Sé que está ano-checiendo, para eso me dan todavía las tabas. El cielo ya oscuro y se van encendiendo las luces de la calle. Un gusto amargo me llena la boca y la cabeza. De no mediar las últimas copas llega-ría a darme cuenta que estoy caminando por los alrededores de Corrientes y Jorge Newbery, frente a Chacarita. Pero es evidente que la larga recorrida desde aquel boliche del fondo de Paternal estuvo sembrada de paradas y pormenores alcohólicos. Sí —cu-riosamente— me viene a la mente un sonsonete de algún poema de otro trasnochado preguntando —inútilmente— el remanido

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desde dónde venimos y hacia dónde vamos. Al cuete preguntaba el chabón, reflexiono para mis adentros. Los únicos que te vie-nen con esas preguntas son los milicos. Y digas lo que digas te van a curtir el lomo, hermano. Yo no vengo de ninguna parte.

El camino me viene trayendo desde los fondos del ce-menterio y bordeando el costado. Seguramente desde más allá de Alejandro Magariños Cervantes. Cruzando avenida San Mar-tín. Garmendia. Elcano. Guzmán. Quién sabe qué capítulos, pá-rrafos o versículos, desde alguna pregunta o algún recuerdo que se arrimó justo antes del primer tinto rasposo en el mostrador de aquel bodegoncito.

No soy hombre de juntarme con cualquiera. Sé que hom-bre que abre la boca suele morir preso de sus propias confi-dencias. Morir, eso pensé. Sí creo recordar que en algún instante de mi peregrinación —me pesa la intuición de un largo recorri-do— algo trajo a mi memoria la historia de tío Celestino y sus años preso en lo que su mujer llamaba “el hospital” o La Pa-ternal. Y que también prima Estela ha vivido un tiempo en Magariños Cervantes. Recuerdo muy confusamente un paso a nivel (¿el de Warnes?) y los gritos de la gente y el silbato de un cana.

Y acá me encuentro ahora, ya entrada la noche, con un par de litros de tinto barato encima, seguro apenas de mi filia-ción, la sensación de pisar sobre las nubes y muchas ganas de mear.

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Un colectivero me putea al cruzar la avenida, frenán-dome casi encima. Ya sobre la vereda me detengo intentando pensar. Desde una pizzería me llega un olorcito tentador. Busco en los bolsillos, pero no encuentro ni monedas. Seguro quedaron sobre el último mostrador.

¿Cuál último? Una neblina tenue dibuja halos alrededor de los faroles de la calle. Esta calle la conozco. Al doblar la es-quina de Concepción Arenal dudas y vacilaciones. Mirando fijo el cartel de la calle, vuelvo los ojos hacia una vidriera que me regresa una imagen borrosa. Ese soy yo. Argentino. Argentino no, rosarino. Casado. Cincuenta y dos o cincuenta y tres años. De la vidriera al cartel de la esquina. No, entonces yo soy Con-cepción Arenal. Ahí lo dice bien clarito. Y es jodido, porque ahora ni sé donde nací.

Casi al final de la cuadra, me detienen las luces y la gen-te de un velatorio. Nadie me conoce y es natural que nadie me lleve el apunte. Unos miran para otro lado. Mi aspecto, después del vino y la caminata, no debe ser demasiado atractivo. Me pa-so la mano por una barba de dos días. Intento conversar con una vieja sentada en un rincón de la primera sala. La mujer me cuenta de un hijo enfermo y de un juicio por su jubilación o por una pensión. ¿Era conocido suyo?

Me aparto sin saber qué decir. Tropiezo con un chiquito medio dormido y una mujer más joven me ofrece café. Acepto la tacita. La mujer me dice que ya está azucarado. Le agradezco

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y aprovecho para preguntar la hora. Once y veinte. Algunas si-llas y varias butacas duermen. Un sillón ronca por lo bajo. Miro con disimulo alrededor para ubicarme. Mejor esquivar a los deu-dos. Por lo menos hasta que le vea la cara al finado. Mejor muerto conocido.

El ambiente está bastante pesado de cigarrillo y flores viejas. Pienso once y veinte y recuerdo medio en la penumbra un reloj en lo alto de una pared y la sonrisa abierta y franca de las dos menos diez. Plena siesta de una tarde calurosa de alguna estación del Urquiza. Arata. O tal vez Artigas. No hay demasia-da gente, pero me cuesta acercarme al catafalco. Tres mujeres mayores, codo con codo, rezan su rosario intercalando entre es-tación y estación unos compases de llanto contenido y breves comentarios a media voz. Esa media voz de los velatorios y las iglesias que recorre sin apuro los pliegues de la ropa, el sudor de las caras, el descascarado de las paredes, las manchas del piso.

Me alzo en puntas de pie, pero una espalda corpulenta me obstruye casi el horizonte. Me corro un poco, para dar de ca-ra con un uniforme de guardián de plaza o de portero, que me contempla con desaprobación. Sé —pienso— que no tengo nada que hacer en este velatorio de caras extrañas y silencios graves.

Un nuevo intento por acercarme al féretro tropieza con la porfiada negativa de una pareja mayor que ocupan el lugar to-mados ella de la cintura de él y él del hombro de ella.

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Apenas un resquicio a través del que percibo con difi-cultad dos iniciales de metal sobre la tapa apoyada contra la pa-red, detrás del crucifijo. Reconozco que lo más prudente es bo-rrarme sin llamar más la atención. Me imagino que en cualquier momento algún policía con cara de pocos amigos me encarará y habrá preguntas de quién y cómo y documentos y todo eso.

Una vez en la primera sala, las cosas resultan más senci-llas. Secándome la cara con el pañuelo, voy como buscando un lugar fresco y termino en unos minutos en la vereda.Todavía intranquilo, casi desconcertado. Desubicado.

La noche se presta para caminar. Cuando no se tiene un rumbo, todos los rumbos son buenos. Alguna noche oscura de junio me sorprendió —recuerdo— casi cuarenta años atrás, an-dando como hoy, sin rumbo, por boulevard Gálvez camino hacia el Puente Colgante. Un rato después apoyado contra la baranda, en el centro del puente, contemplando las venas negras del río correr silenciosas hacia el sur. Recuerdo también que esas aguas negras se fueron llevando hilacha por hilacha una historia de amores desencontrados y amargos. Y que las primeras luces de la mañana me fueron volviendo a la realidad.

Mi realidad de ahora es otra noche en otra ciudad que no es mi Santa Fe. Pero me resulta imposible precisar los lugares por donde voy andando como entredormido. Así me imagino que caminan los sonámbulos.

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Apenas me llama la atención, al cruzar unas vías cerca de alguna estación, el enorme reloj que me sonríe desde las dos menos diez, a la altura de un primer piso en una ochava, treinta o cuarenta metros adelante. La siesta hace todo mucho más lento. La gente ya no corre. Los gritos que parecían estallar se quedan en el esbozo de un susurro. Pierdo hasta la noción de las calles y las horas. Y la locomotora que también silencia su sil-bato profundo y deslizándose sin curiosidad y sin ruido va ami-norando la marcha hasta detenerse suavemente, como un fantas-ma de hierro rojo y amarillo, justo encima de mí. ❚

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Terra nostra santa

Ella no habita el Cielo. Vive en las profundidades del mundo.

Y allí nos espera. La tierra que nos da de comer

es la que nos comerá.

Eduardo Galeano; Los hijos de los días.

Hacen traer tierra de Las Lomas. Buena tierra colorada

que mezclada con agua y bien amasada da una pasta suave semi-mate, cálida. Parece sangre, piensa Eliseo. Parecida a la de Taor-mina, opina Tonino. Le piden prestado el caballo a don Severo. Un tobiano viejo y gordo que está ya para el sacrificio. Pero ca-paz de rodar y rodar sobre la pasta colorada sin levantar la cabe-za. Eliseo lo lleva del cabestro, gacha la frente ambos, ambos igualmente sudorosos y callados. De tanto en tanto Tonino deja de lado los moldes de madera y se agacha para tomar un puñado de barro. Lo desmenuza con delicadeza, se lo lleva a la boca, de-ja un surco rojo sobre la mejilla. Dale más agua dice. O si no, to-davía está muy grueso. Nuncia —entretanto— prepara el horno. Con paja del terraplén y con la tierra más tosca, la que después de pisada y pisada todavía conserva terrones y pedregullo.

Tonino moldea el primer ladrillo un domingo por la ma-ñana. Lo alisa con amor, quitando con los dedos hasta la menor

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rebaba. Lo alza con las dos manos a la altura de los ojos. Dio santo. Se escapa una lágrima. Lo da vuelta con cuidado. Dio mio santo.

La pila empieza a crecer. Se orean al sol y cada tres se-manas se prepara una hornada.

A Eliseo el barro le parece vivo. Sobre todo desde aquel día en que cae un gorrión y el barro se lo traga. En cuanto el pa-jarito toca la superficie tersa, una burbuja se levanta desde el fondo y engulle a la presa. Al rato toda la masa rojiza tiembla en una convulsión viscosa, dos o tres veces, hasta recuperar la calma.

Tonino los cuenta todos los días. Los mira con amor y repite con satisfacción mil doscientos, mil ochocientos, tres mil … Eliseo está cada día más delgadito y encorvado y el matungo acompaña con su tranco moroso el paso tardo del muchacho. So-bre todo a partir del día en que sorprende a Tonino echando al barro el perro del corralón. Lo arrastra bien de madrugada, con una bolsa alrededor de la cabeza y atadas las patas traseras con una soga corta. Quiere gritar pero Tonino ya ha revoleado al animal, que va a parar casi al centro del circo. El barro retiem-bla. Una cima se forma a su alrededor levantando al animal has-ta casi medio metro. Después Eliseo se tapa los ojos y grita. Pe-ro por encima del grito sube hasta el cielo del amanecer el bur-bujeo ominoso del barro. Hay unas ondas pesadas. Después nada.

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En la primavera llegan a los doce mil. Tonino dispone comenzar con el cambio de luna. La luna nueva nos dará suerte, explica. Hace venir a la pequeña Silvina —la hija del finado Ro-melio— y a Pancho su ahijado de confirmación.

Cavan cimientos y toman medidas. Ruedan plomadas y se alinean niveles y Tonino da órdenes como un general y canta. Nuncia acarrea ladrillos. Va y viene, la cabeza ladeada, suspi-rando de tanto en tanto. La casa Dio, la casa.

Eliseo es apenas una sombra. Agachado de la mañana a la noche sobre el pastón. Varias veces lo ven de rodillas sobre la argamasa. Tonino lo mira y le grita apúrese, apúrese, no se me duerma. Una mañana lo encuentran de cara al pastón, quieto y en silencio. Nuncia lo retira como un cuerpo muerto y lo tiende sobre la tierra. La tierra se mueve y se escucha como un suspiro profundo.

A los tres días muere, a pesar de los cuidados de Nuncia, quien a escondidas le prepara alguna taza de caldo. Vamos, va-mos, no me pierdan tiempo, refunfuña Tonino. Así no rinde el trabajo. La casa no adelanta de esta manera.

A pesar de las protestas de Nuncia, lo colocan desnudo sobre la montaña de pastón. Unos dedos largos y grises salen del cemento y poco a poco introducen el cuerpito escuálido dentro de la masa sibilante. Un eructo monstruoso brota de la mezcla al cabo de media hora. Vamos, vamos, urge Tonino. La casa tiene que estar terminada para el verano. No me pierdan tiempo.

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Silvina alcanza ladrillos a Tonino y Pancho reemplaza a Eliseo en el pastón. Nadie le da importancia a la desaparición del caballo de don Severo. Apenas perciben una noche el relin-cho de agonía del animal, que seguramente se ha acercado de-masiado al cemento. A mediodía aún está hirviendo la masa de portland, arena y cal y algún chorro salta hacia arriba como si el organismo mineral estuviera de fiesta.

Cuando las paredes llegan a los dos metros y medio, en-cuentran a Silvina arrodillada sobre la pasta. Sus cabellos hundi-dos en el cemento y unos dedos grises alzándose desde abajo y enredándose en el cuerpo de la niña. No consiguen sacarla del silencioso sopor en que ha caído. Muere en pocas horas. Tonino maldice por el retraso de la obra. Dio santo, la casa va atrasada. No me pierdan tiempo. Nuncia se pone a su lado cuando empie-zan con el techo. Pancho está cada día más callado. Andando haraganes, que la casa no puede esperar.

Pancho duerme en el interior, de cara al cielo. Así lo en-cuentran una mañana, con ese ronquido extraño. Tonino —grita Nuncia desesperada— parece el ronquido de la muerte. Lo que se nos va a morir es la casa si todos nos dejamos estar, brama Tonino.

A Pancho lo dejan sobre la tierra, dentro de la casa don-de se acuesta por las noches. Nuncia opina que no es reposo para cristianos y a instancias suyas y a regañadientes, Tonino cava una fosa de medio metro y lo sepulta sin mayores ceremonias.

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De la tierra brota un bajo profundo y se siente como un estre-mecimiento que se propaga hasta las paredes.

Cuando colocan la última tabla del techo Nuncia se echa de cara al suelo y Tonino no la puede levantar. Aunque también es cierto que no hace demasiados esfuerzos. Permanece dos días en agonía y muere balbuceando la casa, Dio mio, la casa, ya fal-taba tan poco…

Tonino la sepulta junto a la tumba de Pancho. Una fosa amplia que cubre con la buena tierra colorada que ha sobrado de los ladrillos. De paso sirve para levantar un poco el contrapiso. Alinea tejas sin descanso. No come ni duerme. Una suerte de fiebre lo consume al darse cuenta que se le viene encima el ve-rano. Dio mio, falta poco. La casa, Dio santo, la casa.

El veinte de diciembre coloca las últimas tejas. Se per-signa en silencio y mirando por última vez hacia el cielo, se quita la ropa, se lava y se echa sobre la tierra cara abajo. En el centro de la casa. ❚

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Eslabones

Con la primavera llegan los primeros sinsontes y abren sus corolas diminutas las bromelias y los nuevos enjambres re-volotean sobre el borde del monte para elegir el próximo hogar. Los días son más largos y tibios, aunque padre dice que allí aba-jo lo único que se alarga es la noche. Madre lo observa con du-reza cuando padre dice esas cosas. ¿Cuándo has de llevarme a-bajo, padre? Los niños me miran espantados de mi atrevimiento. La cara de madre se ve más blanca que un cirio pascual. La de padre en cambio parece una talla de piedra pómez. Aparta de sí el plato a medio terminar y se levanta de la mesa con una mirada oblicua. Desde que yo nací padre baja hacia allá con las prime-ras luces y regresa al caer la noche. Madre cuenta que antes ba-jaba al terminar el verano para no regresar hasta la siguiente pri-mavera. Adivino que allá abajo hay hombres fuertes y valientes muy parecidos a padre. Aunque nadie habla de esto en casa. Al-guna vez pregunté por qué no veía en el pueblo a los padres de los otros niños y a la misa del domingo asistían solamente sus mujeres. Madre me obligó a callar con un gesto cortante. Padre agachó la cabeza sobre su porción de calabaza. En abril cum-pliré diez años y no me agrada que me traten como una criatura. El Capataz vino a visitarnos el mes pasado y dijo que ya estoy grandecito. Está hecho un hombre dijo. Yo reventaba de orgullo.

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Mis hermanos me miraban con envidia. Madre se atragantó con una ramilla de orégano o algo así. Padre amagó responder al Ca-pataz pero bajó la cabeza y siguió pelando una patata. Al rato se fueron y madre quedó secándose unas lágrimas. Ya no volví a la escuela. Madre me pedía que la ayudara en esto o en lo otro o me contaba historias que abuela le contaba cuando era niña. Al-gunas historias eran tristes y otras bastante alegres pero madre siempre acababa sus relatos llorando. Su rostro se afinaba día a día y no solo por la llegada del nuevo niño. Me daba vuelta de golpe y la sorprendía mirándome con una cara extraña. No decía nada, solamente mirarme y suspirar con una pena mansa. A la semana padre regresó una tarde más temprano que de costum-bre, cuando aún los pájaros no se habían recogido en sus nidos. Caminamos tomados de la mano hasta la hora de la cena. Madre iba y venía sin alzar la cabeza y sin decir una palabra. Apenas terminamos de comer padre se levantó y al dar las buenas no-ches me dijo a media voz “mañana bajaremos juntos”.

Creo que no pude pegar los ojos. O quizá todo lo que pensé fuera una pesadilla. Las ausencias de padre. Los silencios de madre. La sentencia aprobadora del Capataz. Las miradas de envidia de mis hermanos. Con la primera claridad comimos un bocado y caminamos en silencio hasta la boca de la mina. ❚

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Bijou

Por qué las perras de todas las putas se tienen que llamar

Bijou. No es que me importe. En realidad no me preocupa para nada. Bastantes problemas tiene una en la vida para hacerse ma-la sangre por el nombre de los animales. Pero no sé qué me dan todas estas putarracas del edificio. Que hay momentos que esto parece la casa de tócamerroque. Bijou bájate. Bijou súbete. En dos patitas Bijou. Bijou picarona ¿dónde te escondiste?

No es que una vaya a andar todo el tiempo con la oreja pegada a las paredes qué va. Es este conventillo que estornuda el empleado de correos del quinto al fondo y se sacuden las per-chas en el ropero de mi apartamento y eso que yo estoy en el se-gundo a la calle. Así le ha dejado el cigarro anda. En dos oca-siones lo he cruzado en el descanso a las siete y cuarto cuando vuelve del trabajo y lo he parado para ofrecerle una buena receta para el catarro.

Pues ni por esas, señor mío, ni las gracias. Que el día que la vida le pese un tanto así nomás pues se echa debajo de un tren que faltaría más espichar envenenado por una vieja arpía. Bien que se escurrió escaleras arriba porque no le fuera a echar cuatro frescas o atizarle unos coscorrones.

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Nada me extrañaría que de pasada le hubiera golpeado la puerta a la zorra esa del cuarto efe con cualquier excusa. Que ya se sabe que con esa no hacen falta disimulos porque se le van los ojos detrás de los hombres. Dios me perdone menos mal que una no es de fijarse en la vida ajena. Pero es que estas paifocas son de lo que no hay vamos.

Ni que se hubieran elegido a propósito los quías de peor facha y las tías más sospechosas para juntarlos en este inquili-nato. Y eso que a todo el que se le presenta lo primero que le platica el encargado es acerca de la honorable laya del vecin-dario. Que no se le da cuarto o apartamento en renta a cualquiera no vaya usted a creer. Dos o tres días lo menos para dar el sí, previo estudio de informes y referencias. Y que garantes y ava-les y no sé cuántos melindres para terminar acoquinado por la sonrisita de la primera zorra que le hace una caidita de ojos. Si conoceré yo a los hombres porra.

Eso que Rigoberto que en paz descanse no era de los peores. Tenía el pobre aquello de la mala bebida claro. Chapado a la antigua pero respetuoso como él solo, eso sí. Nadie me hu-biera faltado en su presencia ni era él de faltarle a nadie estando sobrio. Pero los viernes era fatal. La paga en el frigorífico es semanal y el camino de regreso pasaba con frío o con calor por el Café de los Inmortales. Y no era él solo ojalá. Allí para la flor y nata de la sección cuartos traseros que es lo mejor visto de la planta. Que una los escuchaba y se creían más que un ferroviario

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con eso le digo todo. Nunca pisé ese tugurio que bien hubiera querido enterarme al menos bajo qué decorado pasaba el des-graciado las últimas horas de sus viernes y buena parte de las madrugadas del sábado. Pero me tenía sentenciada que si me atrevía a asomar las narices por allí no me quedaba hueso sano. Y puesto que me lo decía sin una gota de alcohol en los cuajares y era hombre de palabra, hube de tomar buena cuenta de la ad-vertencia. Muy a mi pesar como podrá usted imaginar. De todos modos cuando se le disipaba el efecto del aguardiente era muy de contar aquellas charlas interminables con todo lujo de deta-lles. Por eso sería capaz de ponerle en autos de la biografía de sus empingorotados compadres como si los tuviera aquí delante. Mala cagadera le diera a todos ellos. Insoportables en cuanto se les empieza a calentar el hocico. Y como son de llevar encima las facas de la faena estaba de Dios que alguna vez había de pa-sar lo que pasó.

A los quías acabé conociéndolos en el velatorio del po-bre Rigoberto. Como los tenía tan presentes por lo prolijo que era el finado ni falta hizo que me dieran sus nombres a medida que tartamudeaban sus pésames y sus condolencias. Pues no va-ya usted a creer que hubiera visos de razón en lo que alguna de sus mujeres o un abribocas que nunca faltan soltara en los corri-llos del descanso o dentro de los baños. Ya sabe usted cómo son esas cosas vaya.

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No era una mala persona mi Rigoberto. Pero es que a na-die que no tenga sangre de horchata se le puede hablar de su mujer en los términos que lo hacían aquellos descastados esa es la verdad. Que el pobre bien aprendido se tenía aquello de que el honor ha de ser defendido con la vida sea o no sea honor.

Tengo para mí que todo empezó al venir a vivir al terce-ro al fondo uno de los capataces de playa del frigorífico mire usted lo que son las cosas señor. Estaba yo por casualidad re-pasando el frente y sacando algo de brillo al aldabón, que me gusta tener la casa como Dios manda. Y este Garcilaso, que así me enteré por su propia boca que se llamaba sin que yo le pre-guntara no vaya usted a pensar, andaba entrando sus bártulos. Por los muebles se veía a la legua que era hombre sin familia. Pena de hombre buen mozo pensé para mis adentros, que una con el pensamiento no peca ni ofende. Me ofrecí como buena cristiana y vecinos que éramos a partir de ese día para lo que necesitara mientras acabara con los acomodos y trastornos de la mudanza. Cuando volvió Rigoberto de la faena aquella tarde le dije conviene que le ofrezcas lo que pueda necesitar a esta per-sona porque es un compañero de trabajo.

Es un capataz no un compañero me soltó a boca de jarro el mal llevado. Porque reconozco que el orgullo era uno de sus feos defectos y no el único que Dios lo tenga en la gloria. Peor aún por tratarse de un superior que Dios sabe las vueltas de la vida y cuando uno menos lo imagina necesita un favor de quien

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menos piensa. Pero el finado que en paz descanse era testarudo y se mantuvo en sus trece y hasta creo Dios me perdone que es-quivaba cruzarse con él por evitar el saludo. Según eché de cuenta por los dichos a medias en el velatorio, al siguiente día de mudarse Garcilaso a nuestro edificio empezaron los codazos y las risitas. Y no solo en los descansos sino mismo en plena tarea y entre aquellos forajidos virgen santa siempre con las orejas abiertas y el ánimo dispuesto para las peores atrocidades. Que el capataz se había mudado aquí porque todo el mundo sabía que era una casa de putas. Yo bien sé lo que son las mujeres de la vida y cómo las tratan los canallas de toda ralea. Y puedo ase-gurar a usted que aquel mozo nunca tuvo conmigo una fea pala-bra ni un mal modo. Que yo era para él todo una dama vaya. Lo más audaz que llegó a decirme un viernes por la noche que bajó a golpear mi puerta con suma discreción para pedirme algo para el pecho fue que le resultaba extraño verme junto a un hombre tan rústico. De más está decir que me apresuré a poner las cosas en su sitio para no dar pie. Aunque algún gesto se me pueda ha-ber escapado al compararlo tan guapo y fino con mi pobre Rigo-berto. Que la verdad no ofende y el pobre era de maneras pasto-riles por no decir con toda franqueza cerriles. Era de muy mal genio Dios lo tenga en la gloria. Y no le daba el caletre ni para deletrear los titulares del periódico. Pero no me hacía faltar nada y dentro de nuestra estrechez éramos lo que se dice si no felices al menos una pareja bien avenida. Eso.

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Pues le repito como suena. Que no le di pie para nada aunque le juro señor mío que por momentos sentí que se me iban los ojos. Es que una no es de madera qué va. Pero con la mirada ni con el pensamiento una no ofende a nadie. Y da pena pensar que un hombre tan guapo no tenga quién le acerque un tazón de caldo, qué quiere usted que le diga. Por algo el Señor bendijo a aquella samaritana. ¿Que no era una mujer la de esa historia dice usted?

Así son todos los hombres, vaya por Dios. Machistas emperrados que no hay virtud según ellos debajo de unas polle-ras. Pues faltaba más que me clava usted la mirada de un modo señor mío que pierdo la hilación de todo este asunto. Estábamos según creo en medio de aquella plática inocente nada del otro mundo entre buenos vecinos. Unas buenas friegas con untura blanca y unos parches de incienso y amanece usted como nuevo ni qué decirlo.

Leí en su cara que la vergüenza lo intimidaba para acep-tar mi modesta colaboración. Digo modesta y no necesito agre-gar que desinteresada como usted podrá imaginar. Conque le di un empujoncito muy discreto para quitarle el embarazo y le dije ande usted no tenga cuidado. Caliento un pocillo de untura y busco el incienso y el algodón. Subo dentro de un momento a su apartamento vaya usted. El pobre hombre se ve que no tenía pa-labras para agradecerme. Que casi le doy con la puerta en las na-rices allí parado como un lelo.

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Conque me tomé mi tiempo para preparar lo necesario para las friegas y el emplasto y componerme un poco el peinado y darme una pasada de polvos de arroz y una pizca de colorete en las mejillas y de rouge en los labios que una ha sido criada como Dios manda y no es de andar por ahí desgreñada ni des-arreglada, porque se sale de casa y nadie sabe qué puede acon-tecer. Que no habré tenido escuela pero no bajo ni a la puerta de calle sin cambiarme los calzones.

Que le noto una sonrisita mal disimulada pero por esta luz que me alumbra señor mío no fue criada la hija de mi madre para confundir una obra de caridad con otros manejos que me excuso de aclararle que usted bien entiende a qué me refiero. Y si una se perfuma a veces con algo de exageración no vaya a creer usted que es por provocar sino todo lo contrario. Pues sa-brá usted que los buenos perfumes ostentan la virtud de tapar y disimular otros olores que no tienen nada de malo porque obra son de Dios pero tienen la particularidad de atraer y excitar a los hombres sin que una dé motivo ni lugar.

Así pues empolvada y perfumada y con algo de color na-da más que lo admitido por la decencia subí al apartamento de Garcilaso con los emplastos y un platito de rosquillas del día, se-gún me daba el cuerpo que el pobre hombre se acostaría en ayunas, que ya sabe usted lo que son los hombres solos de faltos de voluntad para la cocina y menos estando enfermos vaya.

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Pues no quiero abusar de su tiempo ni de su paciencia porque bien se hará usted cargo de mi estado de ánimo en estas circunstancias y respondiendo a una de sus primeras preguntas he de aclararle que no eché cuenta del tiempo que estuve en el domicilio del acusado, conste que lo digo en los términos por usted empleados a pesar de lo mal que me saben. Y que por dar-le a usted satisfacción calculo habrá sido cosa de una hora o a lo más hora y media, que una no es de hacer las cosas de mala gana y a las apuradas como por compromiso qué va. Prueba cabal de ello es que el mozo en cuestión quedó relajado y agradecido co-mo según dijo con encendidas palabras si le hubieran puesto las manos encima las huríes del paraíso. Bien me costó hacerle en-trar en confianza pues era su pretensión que le dejara la medici-na sobre una mesa, que él mismo se haría las friegas antes de acostarse.

Como podrá usted comprender una no fue educada a Dios gracias para tratar a un prójimo como si fuera un perro, de manera que luego de darle un pescozón y decirle no sea usted niño ande, le obligué a sentarse en el borde de la cama y con cuidado le quité la camisa y le di unas señoras friegas estando la untura aún a buena temperatura, pues son remedios que fríos de nada valen. Para la espalda fue necesario convencerle de que se acostara con nuevo repertorio de excusas y melindres que si una no tuviera experiencia y no supiera que todos los hombres son unos niños apocados allí hubiera quedado la cosa.

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Pero no señor que nadie dejó los servicios de la decla-rante a mitad de camino, conque a voltearse y dejar aquellas re-cias espaldas a mi cargo. En respuesta a otra de sus preguntas que le diré con el mayor respeto me pareció algo impertinente le aclaro que ni su pecho desnudo ni su espalda me parecieron na-da del otro mundo aunque guardé para mi coleto lo suave de su piel y la dureza de su musculatura que se ve no era el hombre de vida sosegada sino acostumbrado a la intemperie y las tareas de fuerza.

Conque una vez que lo tuve de espaldas puse a entibiar lo que quedaba del preparado mientras empezaba a masajearle a partir del cuello y de los hombros sintiendo eso sí señor mío que al fin cedía su terquedad dando muestras aunque sea de un míni-mo de agrado. Derramé sobre él la pócima calentita y la fui ex-tendiendo con ayuda de friegas a lo largo de sus costillas. Bien se ve que el pobre estaba poco acostumbrado a estos cuidados, pues es cosa que empezó a gemir y estremecerse que por un momento pensé le hubiera apretado sin querer alguna vieja lasti-madura y al fin se volvió cara arriba mirándome de un modo ex-traño. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que su relaja-miento no era parejo y comencé a sospechar que aquellos gemi-dos eran indicio de que Garcilaso estaba exigiendo unos cuida-dos bastante más profundos y perentorios.

Pero he de atenerme aquí a las instrucciones de mi abo-gado pues se me ha dicho que nadie está obligada a hacer decla-

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raciones que ofendan el pudor o avergüencen su decoro, habien-do sido llamada a comparacer en calidad de testigo y teniendo en cuenta la consideración que por mi luto es exigible.

A la pregunta si tengo algo que agregar a la declaración de los compañeros de trabajo del occiso de que el acusado se acercó durante la mañana del lunes del hecho a la sección cuar-tos traseros convidando con un plato de rosquillas no tengo co-mentarios.

A la pregunta si tengo algo que agregar a la declaración de los antedichos compañeros de que el acusado se acercó al oc-ciso ofreciéndole una rosquilla con palabras socarronas, no ten-go comentarios.

A la pregunta si tengo en mi apartamento una perra y en tal caso diga su nombre respondo sin inconvenientes qué sí es verdad y como todo el mundo sabe mi perrita se llama Bijou. ❚