Cabo de la Vela Manaure y

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Para todo lo que quieres vivir... Cabo de la Vela Manaure y Experiencias turísticas únicas

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Para todo lo que quieres vivir...

Cabo de la Vela Manaure y

Experiencias turísticas únicas

En medio de la agitación y la monotonía de la ciudad, el sonido de un acordeón y un alegre vallenato del maestro Rafael Escalona me convi-daron a acercarme hacia una tranquila cafetería.

Pasé el umbral de la puerta y, frente a mí, so-bre la mesa, reposaba un ejemplar de una obra escrita por Gabriel García Márquez: Vivir para contarla. Lo tomé y, con ese sonido de fondo, empecé a sumergirme en sus páginas, en las le-tras que pintaban los ‘universos macondianos’ descritos por este admirable creador del rea-lismo mágico. Uno de estos conquistó toda mi atención, el lugar que dio origen a sus antepa-sados, a lo que él llama su ‘estirpe’: La Guajira.

Junto a la narración mi mente viajó muy le-jos, hasta conducirme a un desierto en el que misteriosos espejismos cautivaban mi visión del horizonte, y donde una manta roja wayúu cubría el cuerpo de una mujer indígena, para después ser levantada con suavidad por el vien-to y conducida sobre la arena ardiente, hacia las aguas apacibles y azuladas del mar Caribe…

No era necesario interpretar la invitación que el mismo García Márquez me hacía, así que salí del lugar y en casa tomé lo necesario para empe-zar un nuevo viaje junto a Filiberto, el reportero gráfico. Nuestra próxima aventura nos conducía hacia un asombroso desierto, un paraíso cubier-to por el esplendor de la sal y de una cultura an-cestral creada por “Maleiwa”, una comunidad de pastores, artesanos y pescadores de costumbres milenarias; viajaríamos hacia la punta del noro-riente colombiano, la península donde la tierra se cubre con el sol, y acoge, en lagunas de ‘agua dulce’, a majestuosas aves que llegan en el vera-no desde lugares remotos a colorear los cielos: nos encontraríamos con el embrujo guajiro.

Llegamos en avión a Riohacha ò, la capital del departamento. Allí nos esperaba Tobi, nuestro guía experto, quien además es descendiente de la casta de los epiayú, uno de los 13 clanes de la nación indígena wayúu. Así, dentro de un vehículo prepa-rado para los más agrestes terrenos, emprendimos el camino hacia el primer destino que nos daba la bienvenida: el malecón, frente a la Avenida Primera.

En ese lugar, además de un alegre y multico-lor pasadizo, bordeado por hermosas artesanías, el mar nos aguardaba tranquilo: un buen augurio para los días que nos esperaban. El suave olea-je invitaba a quitarnos las sandalias y dejar que el pasado cobrara vida. Allí, Tobi nos contó una historia, con el mar como protagonista, el mismo que marcó el inicio del desarrollo de Riohacha.

Transcurría el año 1499 y llegaba a la penínsu-la de La Guajira Alonso de Ojeda, uno de los capi-tanes de la conquista bajo el mando de Cristóbal

Colón, quien le daría el primer nombre al Cabo de la Vela, por la forma que toma el cerro visto desde una embarcación. Su tripulación estaba conformada, entre otros hombres, por Juan de la Cosa, considerado como uno de los más hábiles cosmógrafos de esa época, su diestra mano trazó en 1501 el que podría considerarse como el pri-mer mapa de una zona del territorio colombiano.

Años después, en 1533, este mar fue testigo de una prolongada migración, que tardó ocho años; provenía de la isla venezolana de Cubagua, o ‘Nueva Cádiz’; se trataba de una población de españoles, que después de expulsar al grupo in-dígena que vivía en ese territorio se había dedi-cado a la obtención de perlas hasta el punto de saquear completamente el lecho marino.

“Más adelante, a finales de 1538, soldados de la Gobernación de Venezuela, comisionados por las huestes de Nicolás de Federmann, fun-daron en el Cabo de la Vela a Santa María de los Remedios, y explotaron a los indígenas en la extracción de perlas. Finalmente, con el agota-miento de los recursos, esa actividad continuó cerca del río Ranchería, donde se fundó Rioha-cha, una ciudad que, como dice la tradición oral, renació en 1663, cuando sobrevivió a las aguas que devoraron algunas de sus calles en un ma-remoto, y resurgió de las cenizas a causa de los incendios originados por piratas”.

Al salir de las aguas salinas nos dirigimos al centro histórico, pasamos por el parque Nicolás de Federmann, donde se levantó el castillo de San Jorge, una obra militar de la cual hoy quedan al-gunos vestigios. Visitamos la plaza Padilla y la ca-tedral de Nuestra Señora de los Remedios, donde reposan los restos del almirante José Prudencio Padilla, héroe de la batalla que le dio la indepen-dencia a la ciudad en 1820. Recorrimos sus calles, observamos edificaciones caribeñas y también republicanas, como la Casa de la Aduana, donde fue instalado el Centro de Cultura Municipal.

Mientras en una esquina un hombre daba vida a las notas de un acordeón, el atardecer es-bozaba el misterio de una ciudad costera llena de relatos y de versos de Francisco El Hombre, el juglar vallenato; unos pasos más allá, como si ‘las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia’ nos hubieran guiado y luego se posaran deli-cadamente sobre una vivienda para dejarle su color, reconocimos una casa que data de 1923, en la que fue concebido el Nobel colombiano, o como él lo contó: allí sus padres tuvieron su luna de miel. Este, sin duda, fue un encantador paraje, un conmovedor encuentro, un obsequio de Riohacha, el ‘Portal de Perlas’, o ‘Süchiimma’, la ‘Tierra del Río’, como la nombran los wayúu.

Embrujo Guajiro “Fue el primer viaje a mi Guajira imaginaria, que me pareció tan mítica como la había descrito tantas veces sin conocerla

(…). Mi mayor sorpresa, desde luego, fue la primera visión de Riohacha, la ciudad de arena y sal donde nació mi estirpe desde

los tatarabuelos (…) y donde fui concebido en la luna de miel de mis padres”. Vivir para contarla, Gabriel García Márquez.

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Continuamos el viaje hacia Manaure ù, vía a Maicao; luego en forma paralela a la vía del tren que transporta el carbón de la mina El Cerrejón. Ahora el sol alumbraba tímido la arena, llegaríamos al anochecer.

Apreciamos los ‘portales’, la entrada de algu-nas ‘rancherías’, que son una especie de vecinda-rios wayúu. Admiramos a las mujeres que, a pesar del calor, de la fuerte brisa y de las grandes distan-cias, iban montadas en burro llevando en enormes vasijas el agua para su comunidad. Otras habían elaborado pequeñas casetas, o refugios, a la orilla de la carretera, en las que colgaban los chincho-rros o las hamacas; se les veía sentadas trabajando en las mochilas y en otros tejidos. Nos detuvimos unos minutos, y Tobi les pidió en su idioma, el wayuunaiki (que se habla, mas no tiene escritura), que nos mostraran algunas de sus artesanías; pas-mados observamos esta actividad que nos llena-ba de fascinación. Antes de reanudar el recorrido compré una mochila cuyos intensos colores con-trastaban con el paisaje que admirábamos. Pronto ingresaríamos a una de las rancherías donde nos esperaba una inolvidable experiencia.

A medida que avanzábamos, la arena del de-sierto, que se anunciaba próximo, rodeaba al ve-hículo y se elevaba con el viento, mientras tanto la vegetación se transformaba; de altas palmeras y algunos árboles de troncos medianos que ha-bíamos observado en Riohacha, veíamos ahora especies más pequeñas y delgadas. Eran trupillos, arbustos con menudas y múltiples ramas cuyo fruto es parte de la alimentación de los chivos, el ganado de los wayúu. Pronto, los cardones, o yo-su, como le dicen a una especie de cactus, no se hicieron esperar, algunos eran verdes, otros rojos, parecían estar en llamas, eran bastante altos, al-gunos alcanzaban los dos y tres metros de altura; estaban enfilados, muy rectos, apuntando hacia el cielo. Otras, las tunas, alcanzaban diferentes ta-maños, algunas grandes y otras muy pequeñas, se aferraban a la tierra con imponentes espinas que atemorizaban, pero que en el medio albergaban suavemente a algunas diminutas flores rojas.

Por algunos instantes la vegetación desa-parecía del todo, el sendero superaba lo que

habíamos imaginado; este paisaje nos hacía sentir como si visitáramos otro planeta, así que decidimos bajarnos del vehículo para to-mar algunas fotos, cuando sucedió lo inimagi-nable… A lo lejos podíamos vislumbrar lo que parecía ser un oasis, en el que una gigante la-guna nos esperaba, brillante como un cristal.

Empezamos a caminar hacia el horizonte co-mo si acabáramos de descubrir una maravilla nunca vista. Avanzamos algunos pasos y, cuan-do lo percibimos, nos habíamos alejado varios metros de la camioneta, así que volvimos. Cuan-do llegamos al lado de nuestro guía, él viendo nuestro asombro nos explicó acerca del ‘conju-ro’ de los espejismos que se forman en el desier-to, nos dijo que no era más sino el brillo del sol sobre la arena y que nuestros ojos habían sido engañados… No lo podíamos creer, realmente, a pesar de la ilustración de Tobi, aún volteábamos y el ‘hechizo’ continuaba sucediendo; el éxtasis que experimentábamos no lo podíamos conte-ner, salía por los poros: el desierto había produ-cido en nosotros un encantamiento…

Horas después, cuando nos quedaban tan so-lo 20 minutos de camino, percibimos que muy cerca, sobre la arena, habían sido encajados unos estanques que contenían un líquido transparente reluciente; salimos de la camioneta y observamos que a lo lejos algunos hombres, con ayuda de pa-las, sacaban un sedimento blanquecino parecido a la nieve… Cuando nos acercamos notamos que se trataba de un punto de extracción artesanal de las salinas de Manaure, que hacía parte del gran centro de producción de la sal. Se dice que la ca-pacidad de la actividad de este municipio supera el millón de toneladas anuales de cloruro de so-dio. Aquellos hombres nos dieron la oportunidad de tomar una pala y trabajar por algunos minutos. El olor de la sal en medio del desierto nos llenaba de energía para continuar la travesía.

En el cielo empezaban a asomar algunas estrellas, a pesar de que aún el Sol alumbraba a lo lejos. Así arribamos al municipio de Ma-naure. Al llegar al lugar de hospedaje enten-dimos que la magia nos acompañaría el resto del viaje, entonces nos fuimos a descansar.

Manaure: un planeta multicolor

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“Cuando aún no existían los hombres Iwa, la primavera se casó con Jepilech, el viento que viene del Cabo de la Vela. De esta unión nacerían los guajiros”. Literatura

wayúu. Weildler Guerra, 1990.

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Muy temprano en la mañana partimos desde Manaure por la vía que comunica a este municipio con Uribia ä, la capital indígena de La Guajira.

A solo 15 minutos de trayecto llegamos a Nortechan, la ranchería wayúu que nos recibi-ría. Su ‘portal’ de entrada era muy grande, más que el de las otras que habíamos visto por el camino. Además, la cerca que la rodeaba había sido elaborada utilizando la parte maderable de los cardones, después de haber sido extraí-dos de la arena y secados al sol: el yotojoro.

En seguida nuestro vehículo ingresó y se de-tuvo en una zona conocida como La Enramada, que funciona como la sala de recibo de las visi-tas, las cuales sin una autorización no pueden caminar más allá. Nosotros ese día éramos los invitados de honor y podíamos pasar.

En una ranchería descubriríamos el uni-verso wayúu.

Unos minutos más tarde se acercó a noso-tros Yoleida, una mujer joven, que amablemen-te nos invitó a seguir hasta un terreno de suelo arenoso y plano, que había sido marcado con un círculo. Nos explicó que una ranchería está habitada por una comunidad en la que convi-ven varias personas de una misma familia, es decir de una casta; nos dijo que Nortechan, por ejemplo, abarca cinco kilómetros de ancho y de largo, allí viven 300 personas de esta etnia y han sido construidas alrededor de 50 viviendas.

De una de estas salieron varias niñas, en-tre los 7 y 15 años, con los rostros pintados con geometrías misteriosas, vestidas con lla-mativas mantas guajiras y pañolones, o sawa-naa, que las cubría de la cabeza a los pies; las

más pequeñas llevaban atuendos diferentes, una especie de pantalón corto, un chaleco tejido y las waireñas, o cotizas. Yoleida nos comentó que ese es su traje de gala para el baile, hasta que llegue el día de su primera menstruación, cuando reciben su manta. Junto a ellas estaba un niño de 16 años que portaba una camisa o kamisaa, un carrasco y el wayuco, o taparrabo, sostenido por una faja, o siira, y sobre la cabeza el sombrero de palma enea, el traje de los varones para bai-lar. De repente empezó a sonar la kasha, un tambor redoblante, lo que nos anunciaba que presenciaríamos la danza de la Yonna (tam-bién llamada chichamaya), símbolo de la más entrañable cultura.

Al ritmo de la música la mayor de las niñas fue conducida por el niño a la pista; allí, fren-te a frente, él retrocedía en círculos, mientras ella avanzaba hacia él. Sus pasos eran rápidos, ella sostenía en alto su manta y pañolón, ex-tendiéndola hacia los lados, lo que provocaba que el viento formara ondulaciones en el teji-do. Parecían convertirse en pájaros, en el alca-raván, un ave corredora que anda velozmente.

Este baile nos causó una admiración y res-peto por la nación wayúu y descubrimos las raí-ces más profundas y arraigadas de este pueblo indígena, que lo realiza en ocasiones que me-recen una celebración o cuando alguien tiene un sueño importante, cuando vienen las lluvias o para festejar la entrada a la pubertad de una niña. Fuimos contagiados por la alegría de to-dos los que presenciaban la danza, y aplaudi-mos fuertemente y con respeto cuando finalizó.

Luego se acercaron a nosotros dos mujeres que traían un delicioso platillo que contenía cabrito cocido, acompañado de arroz y, como bebida, chicha helada, sin fermentar, para refrescarnos.

Más tarde, las niñas nos condujeron hacia una zona en la que varios chinchorros, süi, col-gaban del techo, allí nos esperaba Germán Agui-lar Epieyú: un pütchipü’ü, o palabrero wayúu. Nos encontraríamos con un tejedor de las pala-bras de paz de la comunidad, un hombre sabio que aplica el sistema normativo de los wayúus, un conjunto de principios y procedimientos que, incluso, fue declarado por la Unesco como Pa-trimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.

El hombre nos convidó a sentarnos en los chinchorros, el centro de la vida social y fami-liar wayúu, y luego las mujeres nos llevaron café, servido en una pequeña totuma. Cuan-do nos vio, aseguró que ya nos había visto en un sueño la noche anterior. Que él sabía que vendríamos a verlo antes de que se lo comu-nicaran; que estaba seguro de que el conoci-miento que nos daría sería compartido con cientos de personas. Sorprendidos, porque sabíamos que los sueños son guías esencia-les para la vida en la tradición wayúu, lo escu-chamos y no pronunciamos palabra alguna durante todo el tiempo que nos dedicó.

Nos explicó que para el indígena el territo-rio, la lengua materna (wayuunaiki), las cos-tumbres, la autonomía y el gobierno propio hacen parte de la columna vertebral de esta cultura. Este último elemento, por ejemplo, está organizado en 13 castas, es ese el núcleo familiar que identifica al pueblo wayúu, en el

que el clan de la mujer, de la madre (eyu ma-ama), es el dominante y el que prolonga a la familia; de esa manera son líderes sus descen-dientes hombres (guerreros), sus hermanos, tíos maternos (alaula) y abuelos; una gran diferencia de la costumbre de ‘nuestro mun-do’ donde es el apellido del hombre el que se mantiene de generación en generación.

Describió cómo en esta etnia son tres au-toridades las que se reconocen, el ‘alaulayu’ o jefe del clan, el pütchipü’ü, o palabrero wayúu, un conocedor de la historia ancestral, un teje-dor de la solución de un conflicto, y finalmen-te oushu, que puede ser hombre o mujer, es la autoridad espiritual, un guía para los indí-genas, el que decide qué ceremonia religiosa debe celebrarse, el que descifra el significado de los sueños: un componente fundamental para esta comunidad. Finalmente, nos habló de cómo las mejores decisiones son las que se toman en consenso, las más pacientes, las que esperan a que todos los miembros de una familia se pongan de acuerdo, esas son las que duran para toda la vida.

Sentimos que nuestro paso por la ranche-ría, más que una visita, era un viaje hacia el interior de una sabiduría ancestral, aumentó nuestro respeto y admiración por el conoci-miento y la gallardía con la que han sobrevi-vido en el desierto, pero sobre todo por la for-taleza de esta comunidad para salvaguardar sus costumbres y leyes familiares.

Esta, concluíamos, es una filosofía que po-dría ayudarnos a encontrar la ansiada paz a los colombianos.

El universo wayúu en una ranchería

“Hay música de türompa en la ranchería / Nuestras hermanas han terminado el tejido del día / Regresa la noche / El tío Kato’u nos contará algo sobre el saber de los animales / Nuestra madre ya nos alivia / Tomamos mazamorra humeante”. Ranchería, hemos llegado

del pastoreo. Poema de Vito Apüshana.

Dejamos Uribia para dirigirnos hacia el Cabo de la Vela y el peñón del Pilón de Azúcar ë, una montaña sagrada. Recorrimos tres horas y media por carretera destapada y cerca de la orilla del mar; las aves nos acompañaban mientras el sol ponía un brillo intenso a su plumaje extendido. Al llegar nos detuvimos cerca de un peñasco y caminamos en ascenso hacia el Pilón de Azúcar. Tobi nos recomendó que no miráramos hacia atrás hasta llegar a la cima, para tener una visión panorámica del lugar, y así lo hicimos. Mientras subíamos, la aridez del terreno y las rocas sueltas hacían difícil el sendero, al igual que los fuertes vientos que golpeaban nuestro cuerpo, pero el objetivo no daba espera. Subimos en silencio porque entendíamos el significado sagrado que tiene para los indígenas este sitio. Y más arriba, en lo alto, ya estábamos preparados, así que ce-rramos los ojos, giramos nuestro cuerpo y los

abrimos a un paisaje extraordinario…El mar se ‘iluminaba’ con luz propia. Sus olas se movían con fuerza sobre la orilla, pero a lo lejos estaban calmadas. Frente a nosotros un precipi-cio nos intimidaba, pero a través de este admirá-bamos una línea que diferenciaba la profundidad de las aguas con una tonalidad más oscura, de aquellas que tocaban la costa. Hacia donde quiera que miráramos, el paisaje nos brindaba hermosas imágenes. A lo lejos, el agua se encontraba con el cielo, formando una gama de tonalidades, desde el azul hasta el blanco más puro. Y lejos de la playa, en las áridas montañas vislumbramos unas gigantescas ‘arrugas’ que se ‘deslizaban hacia el mar’, estas formaciones nos hacían pensar en el pasado cuando los españoles arribaron justo por esta zona… Descendimos del Pilón de Azúcar hasta la playa, miramos hacia atrás y lo observamos con una

silueta puntiaguda que custodiaba el paisaje ondulado del Cabo de la Vela. Abajo, las aguas espumosas rozaban las arenas color naranja y bañaban con gran poder a las rocas más gigantes, en un movimiento que parecía conducido por el ritmo de una melodía. Mientras que algunos turistas se bañaban en es-tas aguas transparentes, decidimos caminar por la orilla del mar y más allá nos encontramos con otra playa. En este lugar, lejos de la arena y cerca de las montañas rocosas, el oleaje había creado un pequeño ‘estanque’ cuyos bordes habían si-do cubiertos con una especie de musgo verde; además, el fondo de sus aguas estaba cubierto por pulidas y menudas piedrecillas negras… Un milagro de la naturaleza.Llegamos al faro del Cabo de la Vela, una guía en la cima de una montaña para los navegantes. En este lugar nos detuvimos a ver el atardecer, don-

de el Sol se esconde en el mar, cubierto por una ‘sábana’ de tonalidades rojizas y naranjas, como las mantas de las mujeres indígenas.En este paradisíaco lugar nos quedamos varios minutos, embelesados por lo que allí sucedía, hasta que empezó a oscurecer y decidimos volver para seguir hacia el hotel.Dormimos hasta las 5 de la mañana, hora en la que nos alistamos para salir a la playa, recos-tarnos en un chinchorro y esperar el amanecer, mientras tomábamos una taza de café. Podíamos escuchar los sonidos de la oscuridad, de los in-sectos y de las olas que a lo lejos se movían atra-yendo la brisa, lentamente comenzaba el bullicio de las aves que saludaban alegres el nuevo día… Nuestra espera valió la pena porque el Sol se ‘vis-tió’ con una aureola rojiza y sus primeros rayos cayeron sobre el mar formando un camino de luz sobre las aguas…

Cabo de la vela: un camino de luz en el mar

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El fin del mundo: TaroaDespués de desayunar un platillo de arroz con coco y camarones, nos dirigimos a Punta Gallinas ö, en un trayecto de casi 7 horas. Atravesamos el desierto de Portete (en Bahía Portete) y llegamos a Puerto Bolívar. Nuestra próxima parada sería inolvidable: las dunas de Taroa ü. Este fue, si duda, el camino más largo de toda nuestra expedición, no solo porque el viaje tardó varias horas, sino por las inclemencias del de-sierto. El paisaje agreste dominaba por doquier, además de los fuertes rayos de sol y la escasez de agua; la arena hirviendo nos ponía a prueba, más aún porque no estábamos acostumbrados a las condiciones de este ecosistema. Por el contrario, veíamos con sorpresa el coraje de los indígenas para convivir con este medio, algunos usaban una bicicleta o un burro como medio de trans-porte, para llevar el agua y los comestibles a su

hogar, con una tranquilidad imperturbable. De repente parecíamos estar en medio de la nada, las pocas plantas, trupillos y cardones, y los animales que habíamos visto por el camino ya no estaban, el cielo se veía completamente azul y la arena era cada vez más fina, con menos piedras. Llegamos hasta una línea divisoria, hecha por el hombre con decenas de piedras del tamaño de una caracola de mar, lo que nos avisaba que el vehículo nos conducía solamen-te hasta allí. Tobi nos invitó a caminar, no nos dijo a dónde habíamos llegado y se apartó de nosotros varios metros atrás, como dejándonos un espacio para vivir lo que venía. Notamos que frente de nosotros había una gigantesca duna. El fuerte viento provocaba que cada gra-no golpeara piernas y brazos, como si pequeñas agujas quisieran perforar la piel sin hacer daño. Empezamos a subir, los pies se enterraban en

la arena y las partículas entraban a los zapa-tos, lo que hacía complicada la caminata; el sol no tenía contemplación, sentíamos toda su potencia y calor sobre nuestras cabezas. Con cada paso gotas de sudor rodaban cada vez más abundantes… Hasta que llegamos a la cima… Allí las altas temperaturas y el can-sancio pasaron a un segundo plano, el esfuer-zo se tornó en emoción y el alma comenzó a vibrar… Un gran espectáculo se avecinaba. La arena se bañaba con las aguas del mar y hacía que las olas que bordeaban la costa to-maran una tonalidad amarillenta, una colo-ración que hacia el horizonte se difuminaba cándidamente con el celeste del cielo. Se tra-taba de una visión completamente diferente a la que habíamos tenido. Estábamos en la punta noreste de Colombia, donde ‘emerge’ Suramérica en una gran duna del desierto

que terminaba en playa y se envolvía con el mar Caribe… Grandioso…Sin pensarlo ni medir consecuencias, empecé a correr hacia el mar, mis piernas aún se enterra-ban en la arena pero yo no parecía notarlo. Sentía que el sonido de las olas llamaba y yo rápidamen-te respondía. Luego escuché la voz de Filiberto que me repetía en varias ocasiones que tuviera cuidado, entonces desperté, como de un sortile-gio, y noté que podía caerme y resbalar. Al perca-tarnos de que debíamos tener paciencia y cami-nar lentamente hacia el agua, tuvimos el tiempo suficiente para extasiarnos con la grandiosidad de este ‘universo’, el regocijo era incontenible…Al llegar las olas enfriaron los pies y, sin pen-sarlo dos veces, nos arrojamos al agua para refrescarnos y calmar el espíritu aventurero con la armonía del mar… Habíamos llegado al fin del mundo.

Maleiwa me hizo tan hermoso / sí como la primavera que embe-llece a mi tierra chispeando de magias/ la lindeza en sus ojos bajo el rocío de su amor. / Me hizo tan temible, así como el desierto que flamea en su existir. / Me hizo lleno de misterio, así como Pulhowl que habita en las profundidades del mar / así como la estrella fu-gaz que solo un instante brilla en el firmamento.

(Rafael Mercado Epieyú. En: Antología de las literaturas indígenas del Atlántico, el Pacífico y la serranía del Perijá, de Miguel Rocha Vivas).

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Tras el vuelo de los flamencos rosadosRetomamos el viaje hacia un caserío ubi-

cado en Bahía Hondita Å, una población que pertenece a la jurisdicción de Uribia que, co-mo su nombre lo dice, está formada por una pequeña bahía que contiene una laguna a la que migran, desde diferentes partes del mun-do, numerosos tipos de aves, como los flamen-cos, allí nos alojaríamos esa noche.

Al llegar notamos que turistas de varias par-tes del mundo estaban hospedándose en ese lugar. Saludamos a una mujer wayúu que nos recibió y nos llevó a las habitaciones, cuyas paredes y fachadas habían sido elaboradas, una parte con barro y otra con el interior de los cardones del desierto, eran parecidas a las viviendas de los indígenas en las rancherías. Comprobamos que a pesar del fuerte calor, el interior de estas cabañas estaba fresco, no ne-cesitaba de ningún ventilador para enfriarse, lo que nos aseguraba una plácida noche.

Durante el desayuno, al día siguiente, nos encontramos con personas que llegaban des-de Venezuela, Estados Unidos, Alemania, Suiza, Inglaterra y Canadá, estaban deslum-brados por lo que hasta ahora habían visto de La Guajira. Minutos más tarde subimos a una lancha de pescadores wayúu, que nos llevaría a la laguna de la bahía, una formación de agua creada por Punta Gallinas y Punta Aguja, ro-deada por exuberante vegetación, un refugio ideal para aves, mamíferos, reptiles e insectos; en medio del paisaje árido del desierto este era un recorrido extraordinario.

Navegamos con el mar a la derecha y la bahía a la izquierda; durante una hora nos adentramos en un ecosistema verde que nos deleitaba. A medida que avanzábamos vimos garzas de patas amarillas, pelícanos, patos es-pátula, chorlos, chorlitos y otras aves migrato-rias se unían al paisaje. Nos llamó la atención

una bandada de patos rosados que recogían su alimento en las aguas poco profundas de una manera inusual, parecía que estuviesen haciendo un barrido mientras caminaban…

Al fin, a unos pocos metros, los vimos, im-pactantes, altos y esplendorosos: una colonia de flamencos rosados. Nuestra embarcación se detuvo lentamente para poder contemplar-los. Andaban muy juntos, uno detrás de otro, como en un desfile de gala. Sus bellos pluma-jes parecían pintados delicadamente por un artista celestial, eran una gran obra de la na-turaleza. Luego, de forma intempestiva, todos empezaron a volar en círculos; el sonido de las cámaras acompañaban el fuerte graznido de estas aves que mostraban sus alas extendidas y dejaban entrever algunas tonalidades ne-gras, lo cual las hacía más bellas… Estábamos felices por poder apreciar su vuelo fantástico.

En nuestro camino de regreso por la bahía,

vimos que a lo lejos unos pescadores empe-zaron a hacernos señas, buscaban nuestra atención. Así que como navegantes nos di-rigimos rápidamente hacia donde estaban. Cuando logramos tocar tierra observamos a un pez gigante, medía algo más de un metro y 30 centímetros de largo y, por lo que ellos nos advirtieron, pesaba casi 60 kilos, acababa de ser capturado por los nativos. La sonrisa de sa-tisfacción, dibujada en sus rostros, dejaba ver su alegría por el deber cumplido, el alimento para sus familias.

Esa noche los flamencos nos visitaron en sueños, podríamos verlos en un vuelo subli-me… Así que al despertar alistamos nuestro equipaje y salimos de regreso hacia Rioha-cha. Dejamos la alta Guajira, las increíbles dunas, los paisajes agrestes y el verde de la bahía, lugares que nos dejaban inolvidables recuerdos…

• Lleve dinero en efectivo. Solo Rio-hacha y Uribia cuentan con cajeros electrónicos.• La comunicación por teléfono celu-lar es limitada. En algunas zonas del de-partamento funciona un solo operador.• Al salir de Riohacha es importante

contar con el acompañamiento de un guía, ya que algunas vías son destapa-das y de difícil acceso. • Es fundamental desplazarse en ca-mionetas de doble tracción, para evitar cualquier contratiempo.• La hidratación constante es impor-

tante, siempre lleve agua. También un sombrero que lo proteja del sol.• No olvide tener a la mano un pro-tector solar, su uso es indispensable, además de un repelente.• La ropa de algodón podrá ayudarle a lidiar con las altas temperaturas.

Para vivir mejor esta experiencia…

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“La guajira es una dama reclinada / Bañada por las aguas del Caribe inmenso / Y lleva con orgullo en sus entrañas / Sus riquezas guardadas / Orgullo pa’ mi pueblo. / Luciendo con

soltura y elegancia / Una gigantesca manta y joyas de misterio”. Fragmento de la canción ‘La dama guajira’, de Hernando Marín Lacouture.

Desde Riohacha, por su contenido histórico y riqueza natural; Manaure por sus blanque-cinas y deslumbrantes salinas que brotan del mar; el Cabo de la Vela, por sus apacibles atar-deceres llenos de fascinación, hasta Punta Ga-llinas, donde las dunas nos hacen sentir en el fin del mundo, y donde el Sol se viste de rojo al amanecer, esta ‘mujer’, de amplia manta wayúu llamada guajira, nos envolvió en un embrujo del que no pudimos escapar. Sedujo los ojos, maravilló la mente y cautivó el alma de quienes

se ‘perdieron’ en la belleza de sus paisajes. Cada día esta tierra encantadora reveló pa-

ra nosotros una aventura inolvidable, la cual, como dice el pütchipü’ü, o palabrero, empezó como un sueño que se transformó en realidad.

Y así como aquellos que por primera vez pisan la arena y enmudecen porque no pue-den explicar lo que sus ojos muestran, com-prendimos a Gabriel García Márquez, cuando dijo de manera insuperable: “en mi pensa-miento, mi mayor metáfora es La Guajira”.

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Manaure

Cabo de la Vela

Océano Pacífico

Bogotá

Altitud:  Riohacha: 2 msnm. Cabo de la Vela: 47 msnm. Punta Gallinas: 47 msnm.Ubicación: Riohacha, capital del departamento de la Guajira: en el centro del mar Caribe y en el delta del río Ranchería (a 1.064 km de Bogotá). Cabo de la Vela: en el municipio de Uribia, a 108 km de Riohacha. Punta Gallinas: en el municipio de Uribia a 168 kilómetros al noreste de Riohacha.Temperatura promedio: entre 35ºC y 40ºC.Indicativo telefónico: (57- 5)Gastronomía: en las rancherías puede probarse el cabrito asado acompañado por chicha sin fermentar. Durante los recorridos hacia el Cabo de la Vela y Punta Gallinas prima la variedad de platillos del mar, como el arroz con camarones, el cabrito asado, el mero a la plancha, entre otros. En Riohacha el menú de los hoteles incluye una propuesta nacional y comida internacional.