Book the knick

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The Knick “Dualidad visceral” Es un Fanart con fines aca-démicos, y sin ningún fin comercial.Basado en la serie “The Knick” original de HBO.

⋅Dirección Editorial: Juan Manuel Mejía.⋅Fotografía y edición: Juan Manuel Mejía.⋅Textos: Daniel Mejía.⋅Diseño y diagramación: Juan Manuel Mejía.ISBN: 978-1234567897

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Pág 18 Herman Barrow Pág 24 Sister Harriet

Pág 12 Dr. AlgernonPág 6 Dr. John Thackery

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The Knick nos acerca a las luchas y experiencias diarias del grupo de innovadores cirujanos, enfermeras y equipo del hospital neoyorquino The Knickerbocker. Está ambienta-da a principios del siglo 20, en una época donde las eleva-das tasas de mortalidad y la ausencia de antibióticos hacían del ejercicio de la medicina casi un milagro. Su personaje central es el Dr. John W. Thackery, un genial y arriesgado cirujano cuyo talento médico se contrapone a los vicios y secretos de su oscura vida privada. Con una exquisita direc-ción de arte y una cuidada fotografía, The Knick es una serie dramática que muestra en detalle las vivencias personales y profesionales del staff de este hospital, y nos traslada a un momento histórico en la ciencia médica donde los avances cambiaron paradigmas y abrieron nuevas posibilidades.

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“Pasamos nuestras vidas arremetiendo contra los mismos molinos de viento, entonces ¿Por qué no perdí la esperanza como él?

Porque esos molinos contra los que embestía-mos fueron creados por el hombre para girar una piedra que transforma la generosidad de la tierra en harina. De esos humildes comienzos creció el sorprendente y moderno mundo en el que vivi-mos ahora. No podemos conquistar las montañas, pero nuestros ferrocarriles ahora andan a través de ellas con facilidad. No podemos vencer al río, pero podemos doblarlo a nuestro antojo y poner diques para nuestros propósitos vivimos ahora en un tiempo de infinitas oportunidades.

Más se ha aprendido sobre el tratamiento del cuerpo humano en los últimos cinco años que en los últimos quinientos.” - 1898

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Capítulo 1 - Dr. John Thackery

Al momento de sentarse recibe su pri-mer llamado, se trataba de un embarazo en previa, justo lo que estaba esperando; al fin podían realizar el procedimiento de forma exitosa. Era inevitable no pensar en todas esas mujeres que habían muer-to en procedimientos fallidos, recordaba sus rostros, el tamaño de su embarazo, sus bustos, recordaba incluso los segun-dos que había invertido en cada uno de los procedimientos.

No podía darse el lujo de mostrar un solo rasgo de resaca o nervios, por eso decidió que dos inyecciones era justo lo que necesitaba.

El viejo barrio chino siempre era el lu-gar ideal luego del trabajo, se había acostumbrado a ir allí luego de cada cirugía importante, al menos en este

lugar no tendría la presión de la excelencia, en este lugar podría dormir plácidamente y aprovechar la cocaína para satisfacer a las prostitutas, no para salvar vidas.

El lugar era un antro asqueroso, tres camas llenas de pulgas y la oficina –si podía llamarse así- del viejo Wang. Un traficante chino que ha-bía aprendido que las mujeres hacían más di-nero que la milicia. Las chicas eran adorables, sabían exactamente cuándo necesitaba una dosis y cuándo despertarlo para ir al hospital. Además de esto, en su residencia no podía en-contrar un par de tetas donde dormir.

La resaca invadía todo su cuerpo, de ca-mino al hospital, sintió cada una de las piedras que marcaban un desnivel en el camino de su carro. Aún no enten-día cómo un par de caballos podían llevarlo tan rápido desde el viejo ba-rrio Chino hasta El Knick.

Al llegar a su oficina, sus manos temblaban sin parar, sin duda algu-

na necesitaría una dosis para po-der asistir a cualquier cirugía, al menos si quería dar una buena impresión a los presentes. No dejaba de molestarse el sen-timiento de impotencia que aparecía al momento de en-trar en el hospital; esa vieja impotencia por no poder hacer las cosas perfec-tas siempre, por no re-solver el problema a tiempo, o por descu-brir una idea errada.

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eentía que podía trabajar toda la noche, a pesar de la falta de luz y el inmanente dolor en su cuerpo, John lograba en-focar su concentración en un nivel casi inhumano. El nuevo procedimiento que intentaba crear salvaría a las personas

del temible monstro de la apendicitis.Sabía que el verdadero enemigo era el órgano mismo, el apéndi-ce, aunque útil, representaba un arma de doble filo para el cuer-po, pues en cualquier momento podría fallar; y esto significaba una dolorosa muerte.

Hacía algún tiempo había es-tado pensando en la posibilidad de vivir sin el órgano, muchos le habían llamado estúpido por esta idea. Sin embargo, pensaba que si la posibilidad de daño natural allí era mayor a la de los demás órganos, también lo era la posi-bilidad de extirparlo del cuerpo. Un procedimiento igual se había realizado nunca, lo sabía con cer-teza, pero eso le daba más alien-tos para encontrar una solución y testar alternativas, lo único que representaba un obstáculo era la falta de material de experimenta-ción, hacía ya un mes que no te-nía un cadáver donde probar sus

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vía de extirpación, esto lo volvía loco. ¿Cómo podía saber si estaba en lo correcto si ni siquiera sabía si podía realizarse el procedi-miento tal como lo pensaba?

Preguntas como estas le acechaban la concentración, aunque el solo pensarlas ha-cía posibles dedicarles la misma concen-tración a sus posibles respuestas.

Ya estaba amaneciendo, los tenues ra-yos de luz que alcanzaban a colarse por sus cortinas le indicaban que tendría que dejar a un lado sus ideas y volver a la vida real, aquella vida donde se veía obligado a seguir un compor-tamiento ideal, donde no podía arriesgar la vida de sus pacientes por probar una razón. Esto lo te-nía claro más que cualquier cosa, el riesgo es posible, si se puede salvar una vida.

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“El trabajo libre sin duda puede cambiar la ecua-ción. La historia nos lo ha demostrado”

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El viaje de vuelta a Nueva York ha-bía sido más agotador de lo que lo esperaba, no solo porque el cuerpo se cansaba, sino por la ilu-

sión de volver a su hogar para ayudar a sanar personas. Al fin y al cabo era lo úni-co que sabía hacer; el curar personas, a pesar de los prejuicios de las personas, siempre había sido su talento y pasión.

Durante el viaje recordó todos aque-llos intentos fallidos por arruinar su ca-rrera, todos sus supuestos compañeros riéndose de él, diciendo sin más “nun-ca habrá un Dr. Algernon en un hospi-tal, al menos no uno de color”. Recordó también a los mismos profesores em-peñados en asignarle doble trabajo, o entusiasmados al no dar más que silen-cio ante sus preguntas.

Capítulo 2 - Dr. Algernon

Todo aquello había quedado atrás, la inclusión cultural de Europa y las puertas de Harvard, se abrieron ante él, dándole la posibilidad de demostrar su talento, de dar rienda suelta a sus manos y a su mente, y encontrarse con la satisfacción de poderse dirigir a sí mismo como un habilidoso cirujano con un futuro prometedor por delante.

El Knick era la oportunidad para forjar un futuro en su tierra natal. Aunque le preocupaba los prejuicios raciales de los Estados Unidos, lo único que podía pensar era en las posibilidades que tenía al llegar. Ser asistente en cirugía del Dr. Thackeryera un puesto que seguramente muchos médicos querían, pues la mente brillante de su futuro jefe era sin duda una mina que explo-tar, millones de cosas por aprender.

Al fin llegó a su destino. El barrio para negros no era más ni menos de lo que esperaba en Nueva York, una docena de edificios acabados y mugrientos con un pésimo servicio de acueducto; ba-ños comunitarios, peleas callejeras y ceños fruncidos era mucho de lo que vería cada día durante su estancia allí.

Algernon sabía que no podía esperar más, aunque esto no evitaba que recordara las comodidades de Europa, sin embargo, no se dejó desalentar por comparaciones sin sentidos y con entusiasmo se diri-gió entonces a su futuro.

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De un día a otro todo su entusiasmo se derrumbó, todas sus expectativas, sueños, esperanzas e ideas se vieron tan inúti-les que el Dr. Algernon llegó a la humilde conclusión de que no puede encontrársele el sentido a tener este tipo de cosas.

El Knick había sido un lugar de contrastes, llenaba sus expectativas y a la vez la realidad hacía darse cuenta de que nunca se iban a cumplir. Ver al Dr. Thackery en acción fue un espectáculo para él. A ciencia cierta podía decirse que su fama le precedía; sus manos hacían arte en la mesa de operaciones, y sus ideas novedosas y arriesgadas eran un don que solo él podía darse el lujo y el riesgo de poseer.Al llegar al hospital la reacción fue una típica; miradas extrañas,

murmullos insultantes, más invitaciones a irse que a quedar-se. Las personas aún se impresionaban de ver a una persona de color usando un buen traje y hablando en términos médi-cos. No obstante, el llegar en plena cirugía lo animo a pensar que todas las posibilidades que se había planteado durante su viaje podían suceder.

Fue algo distinto al terminar la cirugía, pues se encontró con la sorpresa de una contrariedad abrupta; Thackery dis-cutía aireadamente con el administrador del hospital; no quería una persona de color en sus filas, mucho menos como su primer asistente.Su conclusión estaba herrada después de todo, sí tenía sentido tener sueños en Nueva York; no los de un médico, pero al menos podía soñar con propinar una pali-za al primer negro que se encontrara, con suerte sería un obrero que le propinara los golpes suficientes como para que el dolor destruyera sus conclusiones absurdas.

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Capítulo 2 - Dr. Algernon

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Ella era lo único en lo que podía pensar en todo el día. Las cuentas pasaban a estar en un segundo plano cuando se trataba de ella. Incluso las operaciones matemáticas

se hacían automáticamente sin la necesidad de poner mayor atención en ello.

En alguna manera le entristecía no poder pre-sentarla a todos sus allegados, aunque si era since-ro consigo mismo, no importaban en absolutos sus allegados si podía estar con ella. Ya lo sabía, una prostituta no podía ofrecerle una relación estable o incluso ordinaría, sin embargo Sybil lo podía todo, era capaz de hacerlo olvidar sus problemas y sabía que, a su manera, le profesaba un amor sincero.

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Capítulo 3 - Herman Barrow

Ella no entendía en absoluto los asuntos fi-nancieros de El Knick, al fin y al cabo, muy pocas personas podrían e incluso tener intereses en los asuntos del administrador de un hospital. A pesar de esto, Sybil siempre asentía como si estuviera entendiendo y le daba un reconfortante masaje al terminar con sus llantos.

Al Sr. Barrow le emocionaba terminar de traba-jar, por eso se apresuraba a terminar sus tareas

temprano. Aunque esto sucedía en muy pocas ocasiones, se esforzaba por llegar rápido a ver a su amor, así podría pasar más tiempo con ella. Un prostíbulo, aun-que suene extraño, le parecía un lugar acogedor. Mucho más barato los dividen-dos de los gastos de su casa y con una colchonería mucho más cómoda.

No podía esperar un segundo más para verla, imaginaba múltiples reaccio-nes a su regalo. Le gustaba imaginarse su rostro y su esbelto cuello con aquel collar de perlas en él. Era costoso, lo sabía, aunque nada era lo suficiente si podía hacer feliz a su amada con ello. Todos los regalos que le daba eran de ese porte, lindos y costosos, el anillo de esmeralda, los aretes de diamante, los vestidos de seda y los cosméticos.

Aquella noche llegó un poco más tar-de de lo usual, pero todo el trabajo valió

la pena, por fin podía verla sonreír al ver su hermoso regalo.

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ser atendidos en el hospital, un propio empleado reclamaba sus supuestos dominios. Al parecer su doctor menos favorito tampoco era capaz de entender que el hecho de tener un contrato en el hospital no le hacía acreedor de la posibilidad de operar de verdad en la sala. Sin embargo, para evitar problemas debía asignarle una oficina, tal vez el sótano de lavandería se adecuaría a sus necesidades.

Al dar una buena excusa para mantener calmado a su insoportable negro, llegó su terror en persona. Este sí que era un inconveniente que hacía que los otros dos parecieran juegos de niños. Edwards y sus hombres lo esperaban fuera de su oficina,

Capítulo 3 - Herman Barrow

Los problemas no parecían parar aquel día. Al llegar fue asaltado por el Dr. Thackery; como era de extrañarse, necesitaba más

cadáveres para llevar a cabo sus expe-rimentos. Al parecer, Thack no era capaz de entender que los cuerpos en Nueva York, además de que eran un produc-to costoso, era uno controlado por Ed-wards, el líder de la mafia del centro, y ya debía lo suficiente allí como para com-prar cadáveres. Debía hacer algo pron-to, de lo contrario, la permanencia de su mejor doctor estaría en riesgo.

El segundo problema vino después, esta vez el Dr. Algernon reclamaba por sus derechos. Como si no fuera suficien-te con los negros sin seguro que querían

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en este caso no podía hacer nada. Salir corriendo de su hospital era algo cuando menos imposible, y fuese a donde fuese, siempre tendría que volver.

Sabía que pronto enviarían a alguien a cobrar-le, aunque nunca se imaginó que se presentaría Edwards en persona. Un hombre con tan pocas palabras como él era algo incierto, al parecer su len-guaje favorito eran las golpizas. Así pues entro con sus acechado-res al despacho con la esperanza de salir vivo y en poco tiempo de estos aprietos.

Se demoró menos de lo que esperaba, entregaron una nota en un pequeño trozo de papel: “una semana para pagar” y un buen gol-pe en su rostro para que entendie-ra adecuadamente el mensaje.

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Tom Cleary: Hermana, no me juzgue demasiado duro. Sólo soy un pobre pecador a los ojos del Señor. Hermana Harriet: El Señor ama a todos sus hijos por igual. Aunque en su caso, Sr. Cleary, estoy seguro de que va a hacer una excepción.

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Ser voluntaria en El Knick había sido una bendición para su vida. Luego de salir del convento había conocido suficiente maldad en los hombres como para que

la fé que intentaba profesar se hubiera vuelto un asunto automático. Allí en cambio era diferente, se consideraba adecuada para el puesto, pues a pesar de ver la muerte a los ojos en tantas oca-siones sabía ver allí la esperanza de los hom-bres en la vida eterna y el llamado de Dios para aquellos que lo necesitan.

El Knick no era solo muerte, a diferencia de otros hospitales; con cirujanos tan buenos como los que veía allí, podía estar se-gura la existencia de los mila-gros y la intervención de Dios en las manos de aquellos buenos hombres. Además se regocijaba al ver la vida en su mayor expre-sión, todos aquellos nacimientos exitosos que daban felicidad a las familias le confirman la im-portancia de su vocación y las maravillas del Señor.

Aquel día era uno como cualquiera, poco antes del ama-

necer, como era de costumbre, salía al patio trasero a entregar su nuevo día a Dios por medio de un rosario. Esto era algo tan natural en ella, que ya ni siquiera tenía que mirar el escapulario de sus manos para seguir el orden, para ella, el rosario era parte de sus manos, una extensión de su cuerpo. Siempre le había fasci-nado aquel objeto, aunque era un simple collar, encontraba en él la energía y el apoyo suficien-te para levantarse cada día.

Al medio día se dirigió al pa-bellón de recuperación como era de costumbre. Predicar la palabra del Señor a los enfer-mos era lo que más le alegraba del día, puesto que le emocio-naba ver que alguien necesitara del espíritu de Dios.

Así era como su oración se al-zaba en este salón y, sin importar su condición, todos alzaban su rostro para encontrar en su voz, la sanación de su espíritu.

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Su día libre era el día propio para dedicarse a sus pro-pios pensamientos. Luego de escuchar y perdonar pecados ajenos, era el momento de enfrentarse a sus propios demonios. Lo curioso es que siempre al

terminar el día, tenía más pecados que cualquiera.Su mañana siempre comenzab a con una contradicción.

En sus días libres no rezaba el rosario, le parecía inoportu-no e hipócrita hacerlo si consideraba las acciones por venir. No obstante, nunca dejaba su rosario, si lo hiciera, perdería una parte importante de su cuerpo, de sigo misma.

Sus pecados continuaban con el desprecio del hábito. Este era uno que no podía evitar pues era necesario llevar ropa informal a donde se dirigía. Seguían más adelante con la mentira, era necesario presentarse como una enfermera.

Esto no era del todo una mentira, en el monasterio y el hospital había aprendido suficiente como para poder re-emplazar a cualquier enfermera.

El pecado siguiente era la falsa consolación, aunque no sabía si era así, la hermana Harriet les decía a todas estas chi-quillas que Dios las perdonaría pues estaban haciendo uso de su albedrío, luego estaba el acto mismo. Sin duda alguna era un peca-do para la mayoría, ahora, no era capaz de imaginarse las opinio-nes de las personas si supiesen que una monja lo hacía.

Sacar un feto de un cuerpo no era una tarea difícil. Como todo procedimiento quirúrjico tenía que hacerse de forma cuidadosa y

delicada, la dificultad estaba en que la madre fuera lo suficientemente resistente como para sobrevivir.

Este era el único momento del día en el que soltaba el rosario. Aunque solo lo hacía porque era necesario, sentía la falta gigante en su cuerpo. Este amulato representaba toda su vida; sus oraciones, sus plegarias, sus pecados, e incluso los agradeci-mientos que recibía de los enfermos.

Así pues, al salir del domicilio de su pacien-te, necesitaba algo lo suficientemente fuer-

te como para encontrar la paz consigo misma. Esta vez las oraciones no

bastaban, esta vez una botella de ron añejo era lo único

que podría ayudarle.

Capítulo 4 - Sister Harriet

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