Betty Neels - Historia de amor en Invierno -...

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ABC Amber LIT Converter http://www.processtext.com/abclit.html ABC Amber LIT Converter http://www.processtext.com/abclit.html Historia de amor en invierno Betty Neels Resumen Claudia Ramsey estaba muy agradecida al señor Thomas Tait-Bullen por todo lo que había hecho por su tío abuelo, por eso aceptó encantada su proposición de casarse con él por conveniencia. Pero se acercaban las navidades y Claudia estaba empezando a romper todas las normas... ¡se estaba enamorando de su marido! Lo único que no podía hacer era enamorarse de su marido. CAPÍTULO1 Claudia tomó varios libros y estornudó cuando el polvo que tenían se le metió en la nariz. ¿Cómo se le había ocurrido po-nerse a limpiar la biblioteca de su tío abuelo Wi-lliam en lugar de disfrutar de aquellos días de va-caciones en casa? Tomó el plumero y volvió a estornudar. Era alta, delgada, tenía una cara preciosa y un pelo rojo y brillante que llevaba recogido. Vestía una bata de trabajo que le quedaba muy grande, tenía la cara cubierta de polvo y le brillaba la nariz. Aun así, el hombre que la estaba mirando desde la puerta pensó que era muy guapa. Claudia lo miró cuando lo oyó carraspear. No había nada en él que la hiciera sentirse incómoda. De hecho, era el epitoma de la elegancia y la se-guridad. Era grande, muy alto y muy fuerte, no muy joven, pero atractivo con la edad. Tenía el pelo canoso y lo llevaba corto. Debía de tener casi cuarenta años y Claudia se preguntó quién era. -¿Ha venido usted a ver a mi madre o a mi tío abuelo William? -le preguntó-. Se ha equivocado de puerta, pero cómo lo iba a saber, ¿verdad? -le sonrió para que no se sintiera incómodo. El desconocido no parecía encontrarse incómodo en absoluto. -Al coronel Ramsay -contestó el desconocido arrugando la nariz ante tanto polvo-. ¿No

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Historia de amor en invierno

Betty Neels Resumen Claudia Ramsey estaba muy agradecida al señor Thomas Tait-Bullen por todo lo que había hecho por su tío abuelo, por eso aceptó encantada su proposición de casarse con él por conveniencia. Pero se acercaban las navidades y Claudia estaba empezando a romper todas las normas... ¡se estaba enamorando de su marido! Lo único que no podía hacer era enamorarse de su marido. CAPÍTULO1 Claudia tomó varios libros y estornudó cuando el polvo que tenían se le metió en la nariz. ¿Cómo se le había ocurrido po-nerse a limpiar la biblioteca de su tío abuelo Wi-lliam en lugar de disfrutar de aquellos días de va-caciones en casa? Tomó el plumero y volvió a estornudar. Era alta, delgada, tenía una cara preciosa y un pelo rojo y brillante que llevaba recogido. Vestía una bata de trabajo que le quedaba muy grande, tenía la cara cubierta de polvo y le brillaba la nariz. Aun así, el hombre que la estaba mirando desde la puerta pensó que era muy guapa. Claudia lo miró cuando lo oyó carraspear. No había nada en él que la hiciera sentirse incómoda. De hecho, era el epitoma de la elegancia y la se-guridad. Era grande, muy alto y muy fuerte, no muy joven, pero atractivo con la edad. Tenía el pelo canoso y lo llevaba corto. Debía de tener casi cuarenta años y Claudia se preguntó quién era. -¿Ha venido usted a ver a mi madre o a mi tío abuelo William? -le preguntó-. Se ha equivocado de puerta, pero cómo lo iba a saber, ¿verdad? -le sonrió para que no se sintiera incómodo. El desconocido no parecía encontrarse incómodo en absoluto. -Al coronel Ramsay -contestó el desconocido arrugando la nariz ante tanto polvo-. ¿No

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debería usted abrir una ventana? -No se pueden. Son muy viejas -contestó Claudia-. Son las originales, ¿sabe? ¿Por qué quiere usted ver al coronel Ramsay? -Porque me ha pedido que viniera. -No es asunto mío, ¿eh? -dijo Claudia colocando otros dos libros-. Salga usted por donde ha venido y, cuando llegue a la puerta lateral, llame. Tombs le abrirá -le indicó girándose hacia las es-tanterías pensando que sería alguien del bufete de abogados de su tío abuelo-. No creo que me vaya a caer muy bien -añadió en voz baja. Lo volvió a ver media hora después cuando, habiendo dejado el plumero y habiéndose lavado las manos, fue a la cocina a tomarse un café. La casa era grande y antigua y, como estaban casi en invierno, muchas de sus habitaciones esta-ban heladas porque la calefacción también era vieja. La única pieza que estaba realmente calentita era la cocina. Como solo estaban su madre, la señorita Pratt, que era el ama de llaves, Jennie la doncella y, por supuesto, Tombs, que era tan viejo como la casa, tomaban el café de la mañana en la cocina. Si había invitados, la señora Ramsay servía el café en el salón, en el que hacía un frío horrible, en servicio de Sèvres sobre bandeja de plata, pero en la cocina cada uno tenía su taza de loza. A pesar de aquel ambiente distendido, a nadie se le habría ocurrido empezar antes de que la se-ñora Ramsay se llevara su taza de loza a los la-bios. Claudia entró en la cocina seguida por Rob, el perro labrador. Su madre ya estaba allí y, junto a ella, como si llevara toda la vida haciéndolo, es-taba el desconocido. Cuando la vio entrar, se le-vantó y Claudia se paró en seco. Enarcó una ceja a su madre y esperó una expli-cación. -Sí, ya sé, cariño, que deberíamos estar en el salón, pero están limpiando la chimenea y, ade-más, al doctor Tait-Bullen le gusta estar en la co-cina. El aludido sonrió. -Ven a tomarte un café, Claudia -le indicó su madre-. Te presento al doctor Tait-Bullen, que ha venido a ver al tío. Esta es mi hija Claudia. Claudia inclinó la cabeza. -¿Cómo está usted? -saludó algo fría-. Espero que el tío William no esté enfermo.

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El médico miró a su madre antes de contestar. -El coronel tiene el corazón delicado y yo creo que podría venirle bien que lo operáramos. -¿Está enfermo? Pero si el doctor Willis lo vio la semana pasada y no dijo nada. ¿Está usted se-guro? El doctor Tait-Bullen, un cirujano de reputada profesionalidad, asintió muy serio. -El doctor Willis no dijo nada porque quería tener una segunda opinión -le explicó. -¿Y por qué no ha venido? -Iba a hacerlo, pero le ha surgido una urgencia de última hora. Obviamente, yo solo he venido para dar mi opinión. La última palabra la tiene el doctor Willis y, por su puesto, el coronel. La señora Ramsay miró a su hija. -Tienes que entender que el doctor Willis quería tener la opinión de un colega y ha elegido al doctor Tait-Bullen, que es buenísimo. Claudia se quedó mirándolo y él le aguantó la mirada. No parecía molesto. -¿Y qué nos aconseja? -Quiero esperar a que llegue el doctor Willis para hablar con él primero. -¿Pero está mi tío enfermo? ¿Muy enfermo? -Claudia, deja de molestar al doctor -la reprendió su madre-. ¿Alguien quiere más café? Claudia apartó su silla de la mesa. -Yo, no, gracias -contestó-. Si me necesitáis, estaré en la biblioteca -sonrió. Una vez allí, volvió manos a la obra y se dio cuenta de que se había comportado mal. Estaba arrepentida y sorprendida porque el desconocido le había caído bien. ¿Por qué se había mostrado tan brusca? Se había comportado como una ado-lescente maleducada y debía pedir perdón. Se pasó un buen rato ensayando su discurso y lo tenía ya casi terminado cuando la interrumpie-ron. -Si esas palabras eran para mí -dijo el doctor Tait-Bullen-, me siento halagado.

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Estaba apoyado en la puerta detrás de ella y le sonrió. Sin darse cuenta, Claudia sonrió también. -Sí, eran para usted. Me he comportado mal y quería pedirle perdón antes de que se fuera. -No hacía falta, señorita Ramsay. Uno debe te-ner condescendencia con las pelirrojas que reci-ben malas noticias. -Ahora el que está siendo mal educado es us-ted -murmuró Claudia-. ¿De verdad el tío Wi-lliam está gravemente enfermo? -añadió ner-viosa-. No sé porqué no me lo habían dicho. No soy una niña. -No, no es una niña, pero el doctor Willis y yo queríamos hablar primero -contestó sentándose-. Esta casa es preciosa, pero demasiado grande para ustedes tres, ¿no? -Sí, pero lleva perteneciendo a la familia mu-cho tiempo. Además, la mayoría de las habitacio-nes están cerradas, con lo cual no da mucho tra-bajo. Tombs lleva aquí toda la vida y la señora Pratt y Jennie llevan mucho años ya. Los jardines están un poco descuidados, pero Stokes viene de vez en cuando a echarme una mano. -¿Usted no 'trabaja? -Ahora, no -contestó-. Estuve de ayudante de clínica, pero Londres está muy lejos, así que estoy buscando trabajo más cerca para poder venir a casa más a menudo. -Claro, Salisbury, Southampton, Exeter... -Exacto. Tienen buenos hospitales y, además, no me gusta demasiado Londres. ¿Usted vive allí? -Trabajo allí casi siempre. -El doctor Willis ya está aquí -anunció Tombs desde la puerta-. La señora está en el salón, seño-rita Claudia, y Jennie ya ha encendido la chime-nea para que los doctores estén a gusto. -Gracias, Tombs -contestó Claudia-. Acom-pañe al doctor Tait-Bullen. Yo voy a asearme un poco. Una vez a solas, se soltó el pelo, se lo cepilló y fue a reunirse con su madre. La encontró acompa-ñada por los dos médicos. El doctor Willis y su madre eran viejos amigos y, de hecho, había tra-tado a su padre antes de su muerte hacía ya varios años. Además, como también vivía en una casa antigua, solo con su ama de llaves, solía ir a me-nudo a visitarlos. -Hola, preciosa -la saludó con una sonrisa-. Haz compañía a tu madre mientras yo hablo con mi colega, ¿quieres?

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-Por supuesto -contestó Claudia-. Ustedes quédense aquí, que nosotras vamos mientras a ver qué tal va la comida. -Nos contarán lo que va mal, ¿verdad? -preguntó su madre desde la puerta. -Por supuesto. Una vez en el comedor, Claudia ayudó a su madre a poner la mesa. -¿Está el tío abuelo William muy enfermo, mamá? -Me temo que sí, cariño. Lleva mal mucho tiempo, pero no quería que lo viera otro médico. Por fin, hemos podido convencerlo para que de-jara que el doctor Tait-Bullen viniera a verlo. Pa-rece un buen hombre, ¿verdad? -Sí, eso parece -contestó Claudia dándose cuenta de que, bajo su apariencia profesional, ha-bía un. hombre al que le apetecía mucho conocer. Estaban mirando por los ventanales cuando Tombs llegó para anunciar que los doctores ha-bían bajado ya, tras ver al paciente. El doctor Willis fue directamente hacia la se-ñora Ramsay y le tomó la mano. No le dijo nada, pero la miró a los ojos y su madre le devolvió la misma mirada de confianza y afecto. «Están enamorados», se dijo Claudia. No tuvo mucho tiempo de dar vueltas a aquella idea pues el doctor Tait-Bullen estaba explicándo-les que el tío William necesitaba un triple bypass cuanto antes. El problema era que el paciente no quería que lo sometieran a aquella operación. -¿Se curaría con ella? -se apresuró a preguntar Claudia-. ¿Podría llevar de nuevo una vida normal? -El coronel es un hombre mayor, pero con esta operación podría llevar la vida que corresponde a su edad, sí. -Ya, pero... -Claudia, deja al doctor Tait-Bullen que termine -la reprendió su madre. -Perdón -se disculpó sonrojándose. -Entiendo su angustia -le dijo el doctor viéndola enrojecer-. Si al doctor Willis le parece bien, me ofrezco a volver en breve para intentar de nuevo convencer al coronel, pero tengo la im-presión de que el único que va a poder arrancarle un sí es él porque se conocen hace mucho tiempo.

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-Hemos hablado de lo que era mejor para el paciente y hemos decidido ponerle un tratamiento y una dieta adecuada. -Estoy segura de que habrán decidido lo mejor para él -dijo la señora Ramsay-. Nosotras tam-bién intentaremos convencerlo para que se opere -prometió-. ¿Te importaría pasarte por aquí de vez en cuando a verlo, George? -Encantado -contestó el doctor Willis. -Gracias. Por cierto, doctor Tait-Bullen, se queda usted a comer, ¿verdad? La comida estará lista en una media hora. -Tengo que volver a Londres, señora Ramsay, lo siento -contestó el aludido estrechándole la mano a la madre de Claudia-. Estaremos en con-tacto -le dijo a su colega. -Claudia, acompaña al doctor al coche -le indicó su madre. . Atravesaron la casa en silencio y bajaron los escalones de la puerta principal. Una vez allí, Claudia vio un Rolls Royce gris oscuro. -Usted no es un médico normal, ¿verdad? -Soy médico, sí, y cirujano. -¿Catedrático? -También -rió el doctor Tait-Bullen. -¿Y por qué no me lo ha dicho? -Porque no me parecía que fuera necesario. Tantos títulos me hacen sentir viejo. -Pero si no lo es... -Bueno, tengo treinta y nueve años. ¿Y usted? -Casi veintisiete -contestó Claudia. -Me sorprende que no esté casada -comentó. -Pues no lo estoy -le espetó-. Todavía no he conocido a nadie que mereciera la pena. ..Aunque he tenido varios pretendientes -le aseguró. -No me sorprende -sonrió el doctor Tait-Bu-llen, pensando qué raro era ver a una mujer peli-rroja de ojos grises-. Va usted a intentar conven-cer al coronel para que se opere, ¿verdad? -añadió cambiando de tema.

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Claudia asintió y él le estrechó la mano, se metió en su coche y se fue. Ella volvió al salón y se encontró a su madre charlando con el doctor Willis. Al verla entrar, ambos sonrieron. -¿Se ha ido? -preguntó su madre-. Qué hombre tan sencillo, desde luego. George me estaba contando que es uno de los mejores cirujanos del país. No sé si le tendría que haber servido en la cocina -añadió frunciendo el ceño-. ¿Crees que el tío va a seguir su consejo? -No creo, mamá. Voy a subirle la comida, a ver si puedo hablar con él-contestó Claudia. El tío abuelo William no tenía ninguna inten-ción de hablar de aquel tema con nadie. Cuando Claudia intentó sacarlo, el anciano le dijo que se metiera en sus asuntos, algo que ella hizo inme-diatamente pues conocía de primera mano la irritabilidad de su tío y, además, lo quería mu-cho. Se había portado muy bien con ella y con su madre tras la muerte de su padre. Las había reco-gido en su casa y se había ocupado de su educa-ción, siempre dejando claro, eso sí, que habría preferido vivir solo con el servicio. Aun así, Clau-dia estaba convencida de que las quería. Era una pena que, cuando muriera, la casa fuera a pasar a un primo lejano al que ella no co-nocía. Que hubiera dispuesto lo necesario para que no se quedaran en la calle era otra razón para estarle agradecidas. Su madre percibía una pensión muy humilde y, tras años viviendo muy bien, le habría costado mucho mudarse a una casa pequeña y estar con-trolando los gastos con lupa. Iban a echar de menos la mansión, y a Tombs, la señora Pratt y Jennie, pero Claudia suponía que encontraría trabajo y les iría bien. Lo malo era que su madre iba a echar de menos a sus amigos, sobre todo al doctor Willis, que siempre estaba dispuesto a ayudarla con lo quefuera. Los días fueron pasando con lentitud mientras Claudia terminaba con la biblioteca. Una vez he-cho, pasó a arreglar el invernadero que había al fondo del jardín. Por las mañanas hacía un frío insoportable, así que Stokes se encargaba del jardín y ella de las especies de interior, sobre todo de los jacin-tos y los tulipanes que quería tener floridos paraNavidad. Todos los días, pasaba una hora o así con su tío abuelo, le leía el periódico y lo escuchaba cuando le contaba viejas batallas de su época de militar. Se negaba a hablar de enfermedad, pero Claudia lo veía cada vez más fatigado y con me-nos apetito. El doctor Willis iba a verlo a menudo y, al final de una semana en la que lo vio peor que nunca, le comunicó a la señora Ramsay que había hecho llamar de nuevo al doctor

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Tait-Bullen. Llegó una húmeda mañana de noviembre y Claudia, que estaba en el invernadero, no se en-teró. Le habían dicho que iba a ir, pero no sabían el día exacto pues el doctor era un hombre increí-blemente ocupado. Vio al paciente, habló con el doctor Willis y, cuando tras hablar con la señora Ramsay, ella le pidió a Tombs que fuera a buscar a su hija, el doc-tor Tait-Bullen se ofreció a ir él en persona. Al verla vestida con pantalones de trabajo y una vieja chaqueta, se preguntó si algún día iba a poder verla como a las mujeres de su edad, lim-pia y bien arreglada. Pronto decidió que estaba guapísima tal y como estaba y aquello lo hizo sonreír. -Hola -saludó Claudia sonriendo también-. ¿Sabe mi madre que ha llegado? No será que el tío está peor, ¿verdad? -Ya he visto a su tío y ya he hablado con su madre y con el doctor Willis. Llevo aquí ya un rato. Su madre quiere que vaya para la casa. Claudia dejó la bandeja de semillas que estabapreparando. -El tío abuelo William no quiere que lo ope-ren... He intentado hablar con él, pero no quiere escucharme. .. -Me temo que a mí me ha dicho lo mismo y lo peor es que, como nos hemos retrasado, ahora no sé si vamos a poder operarIo aunque queramos. -¿Es demasiado tarde? Pero si solo hace una semana que estuvo usted aquí. -Si lo hubiera operado inmediatamente, habría tenido posibilidades de recuperarse y de hacer una vida normal. -¿ Y ahora ya no hay posibilidades? -Vamos a seguir haciendo todo lo que podamos -le aseguró muy serio. -Lo sé -asintió Claudia-. ¿Cómo se lo ha tomado mi madre? ¿Se lo ha dicho ya a ella? -Sí -contestó el doctor observándola mientras se lavaba las manos con agua helada. -No puedo ponerme guantes para trabajar con semillas, ¿sabe? Son muy pequeñas -le explicó. -¿Prefiere las flores a los libros? -le preguntó él mientras iban hacia la casa. -Sí, pero no podría vivir sin libros. Prefiero comprarme un libro que un sombrero.

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El doctor Tait-Bullen pensó que sería una pena, además, ocultar aquel pelo tan bonito bajo un sombrero, pero no dijo nada. -¿ Te ha dicho el doctor Tait- Bullen lo que pasa? -le preguntó su madre nada más llegar. -Sí, mamá. ¿Quieres que suba a ver al tío? -Nos ha mandado a todos al infierno, así que te aconsejo que esperes un poco -contestó su ma-dre-. El doctor Tait-Bullen va a volver a subir a verlo, pero antes se tomará usted un café, ¿ ver-dad? Tras tomarlo, el doctor subió a ver a su tío abuelo. Estuvo bastante tiempo con él y Claudia comenzó a ponerse nerviosa, se levantó y se puso a pasearse por la estancia. -Supongo que ya no hace falta que vuelva -co-mentó. -Profesionalmente, no, pero al coronel le ha caído bien porque el doctor Tait-Bullen es sin-cero, pero cauteloso. El coronel sabe que trata a sus pacientes con humanidad y le gusta. Mientras volvía a Londres, el doctor Tait-Bu-llen recordó su visita. Había hablado con el coro-nel de muchas cosas, ninguna que tuviera nada que ver con su enfermedad. Lo único que le había dicho al respecto era que quería morir en su cama y que, aunque sabía que era un buen cirujano cardiovascular, no quería que lo operaran porque consideraba que, a su edad, no merecía la pena. Él no había intentado hacerlo cambiar de pare-cer porque estaba de acuerdo con él. Era cierto que le podría haber prolongado un poco la exis-tencia, pero no le podría haber asegurado que fuera a tener calidad de vida. Se habían despedido como amigos y le había dicho que, si tenía tiempo, volvería a verlo. Y lo iba a hacer porque quería volver a Vera Claudia. Al llegar a Londres, fue directamente al hospi-tal. Tuvo una tarde muy ocupada y no pudo ni co-mer. Al llegar a casa, suspiró aliviado. Se trataba de un edificio estilo Regencia situado en una calle arbolada y de cuyo mantenimiento se encargaba un mayordomo eficiente y severo. -La señorita Thompson ha llamado para recor-darle que han quedado esta noche. Le he dicho que estaba usted en el hospital y que no sabía a qué hora iba a volver -le informó Cork-. Espero haber hecho bien, señor.

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-Ha hecho usted estupendamente, Cork -con-testó el doctor Tait-Bullen-. No sé qué haría sin usted. ¿Había quedado con ella esta noche? No me acuerdo. -Lo han invitado a una obra de teatro –contestó Cork-. Creo que hoy es la noche del estreno. -¿Y había dicho que iba a ir? No recuerdo haberlo anotado en la agenda. -Dijo que, si tenía tiempo, iría. -¡Pues no tengo tiempo y estoy muerto de hambre! -exclamó el doctor entrando en su des-pacho. -La cena estará en un cuarto de hora, señor. Le he dejado el teléfono de la señorita sobre la mesa. El doctor Tait-Bullen marcó el número y le contestó la voz chillona y desagradable de Honor Thompson. -Ya era hora -le reprochó--. ¿Por qué no estás nunca en casa? Es muy tarde. Nos vemos en el teatro. Los Pickering me pasan a buscar dentro de diez minutos. -Honor, lo siento mucho, pero no voy a poder ir. Ya te dije que solo iría si tenía tiempo y no lo tengo. Preséntale mis excusas a los Pickering. -La verdad, Thomas, es que no me eres de mu-cha ayuda para salir -rió Honor tras unos minutos charlando-. Creo que te voy a dejar. -Estoy seguro de que hay una cola de hombres deseando llevarte al teatro, Honor. De verdad, yo no puedo. -Te vas a quedar solterón, Thomas. A ver si te tomas un poco de tiempo libre para enamorarte. -Me lo pensaré. -Házmelo saber cuando hayas decidido algo -dijo Honor colgando. Thomas colgó también y se olvidó de ella al instante. A la mañana siguiente tenía que dar una conferencia y la tenía todavía a medio terminar. Cenó y volvió al despacho. Cuando se fue a la cama horas después, recordó a Claudia ataviada con su vieja chaqueta y sonrió.

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Los primeros días de noviembre estaban siendo muy fríos y el tío abuelo William estaba tan apa-gado como ellos. -Me voy a morir ya, así que decidle al doctor Tait-Bullen que quiero verlo -dijo una mañana. -Pero es un hombre muy ocupado... –contestó el doctor Willis. -Ya lo sé, pero dijo que vendría -dijo el an-ciano enfadado-. ¡Claudia, ve y llámalo ahoramismo! Claudia obedeció y se encontró con la voz de Cork, que le dijo que el doctor no estaba en casa. -Es urgente. ¿Sabe dónde lo podría encontrar? -insistió-. No soy una amiga suya ni nada. Mi tío es un paciente suyo y está muy mal. Quiere verlo antes de morir-le aclaró. -En ese caso, tome nota del número de su con-sulta privada -contestó el mayordomo. Claudia le dio las gracias y marcó el nuevo te-léfono. La señorita Truelove le dijo que el doctor estaba con un paciente y que la llamaría en cuanto terminara. Claudia esperó hasta que el doctor Tait-Bullen en persona le devolvió la llamada. -Mi tío abuelo dice que se muere y quiere verlo, pero sé que es usted un hombre muy ocu-pado... -Estaré allí esta tarde a las siete -contestó el médico, oyéndola suspirar aliviada. -Muchas gracias. Perdón por interrumpirlo. -Me alegro de que me haya llamado. -Hasta luego -se despidió Claudia. Efectivamente, llegó a las siete. Estaba perfecto. Nadie habría dicho al verlo que llevaba en pie desde las seis de la mañana y que no había co-mido. El doctor Willis lo estaba esperando y juntos subieron a ver al paciente. -Están hablando de pyrenaicum aureums y de tenuifolium pumilum -anunció George al bajar. -¿Dos nuevos síntomas? -preguntó la madre de Claudia.

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-Dos especies de lirios -le aclaró su hija. -No te preocupes, querida. Tu tío está disfrutando de su última conversación. Me alegro de que el doctor Tait-Bullen haya venido -la consolóGeorge. -Pero si no está haciendo nada por ayudarlo... «Precisamente, por eso lo está ayudando», pensó Claudia. -¿Se va a quedar a cenar? -preguntó. No se quedó. -Espero que no le hayamos estropeado la noche, que no tuviera usted una cita o algo. Claudia se dio cuenta de que no contestaba al comentario de su madre sino que pedía hablar a solas con el doctor Willis. Al volver, les confirmaron las malas noticias. -El coronel no va a tardar en morir, pero está contento y sereno. Está en buenas manos con el doctor Willis -les anunció al despedirse-. Me ha pedido que subiera usted a leerle el periódico an-tes de la cena. La quiere mucho, ¿sabe? -le dijo a Claudia. El coronel murió mientras le leía el periódico tan tranquila y pacíficamente que ella no se dio cuenta hasta que hubo terminado de hacerlo. -Has estado hablando de lirios, ¿verdad, tío? -sonrió-. Me alegro de que el doctor Tait-Bullen viniera a verte -añadió besándolo y bajando a dar la mala nueva a su madre. CAPÍTULO 2 El coronel era una persona muy apre-ciada en el pueblo y mucha gente acudió a su casa a dar el pésame por su muerte. La madre de Claudia se ocupó de atenderlos debida-mente. El doctor Willis la ayudó y le infundió ánimos. Menos mal, porque los iba a necesitar para cono-cer al primo que lo iba a heredar todo. Ocurrió el día del funeral. Era un hombre de mediana edad, de belleza austera y ojos fríos. Les habló con educación cal-culada, dio el pésame brevemente y se fue a ha-blar con el abogado del coronel. Cuando volvió, pidió hablar con la señora Ramsay y Claudia. -Todo parece estar en orden -anunció mirando el fuego de la chimenea-. El testamento aún no se ha abierto, pero no creo que vaya a haber sorpresas. Tengo que volver a York des-pués del funeral, pero estaré de vuelta en dos o tres días. Mónica, mi esposa, vendrá conmigo para instalarnos cuanto antes. Mi casa de York ya está a la venta, así que les ruego

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que se vayan cuanto antes. -No creo que le importe a usted mucho que no tengamos adónde ir -dijo la madre de Claudia. -No mucho, la verdad -dijo el hombre mirán-dolas con frialdad-. Ya sabían que esto iba a pa-sar, han tenido tiempo de tomar medidas. -Claro -dijo Claudia-, pero no creíamos que nos fueran a echar así de .bruscamente. Díganos cuándo van allegar usted y su mujer para que nos hayamos ido -añadió-. ¿Qué hay de Tombs, la señora Pratt y Jennie? Tengo entendido que el tío abuelo William los mencionó en su testa-mento. -Por supuesto, les pagaré un mes -contestó el primo lejano pensativo-. Aunque puede que me interese quedarme con las dos mujeres. Así Mónica no tendrá que buscar a nadie que no conozca la casa. -¿ Y Tombs? _No, él no. Es muy mayor. Seguro que tendrá una buena pensión. -¿ Tiene usted hijos? -¿Por qué lo pregunta? -dijo sorprendido. Claudia no contestó. -Qué bendición que solo sea usted un primo lejano -comento. -Me temo que no la entiendo. -No, claro que no. Si eso es todo, ya nos vere-mos luego en la cena. Lo vio sonrojarse de rabia mientras se despe-dían de él y salían del salón. Tras informar al servicio de lo ocurrido y ase-gurarles que iba a hacer todo lo que estuviera en su mano para encontrarles trabajo, fue a reunirse de nuevo con su madre. La encontró nerviosa, paseándose arriba y abajo por su dormitorio. -¿Qué ocurre, mamá? -He estado hablando con el doctor Willis... -¿ Y? ¿Qué te ha aconsejado? -Bueno...

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-Mamá, se quiere casar contigo, ¿verdad? Por eso estás tan nerviosa-sonrió Claudia-. Sé que os queréis. -Sí, es cierto, pero, ¿cómo me voy a casar con él ahora? ¿Cómo voy a dejaros a ti y a los demás tirados, mi amor? -No nos dejas tirados, mamá -la tranquilizó Claudia-. George es un hombre buenísimo, no podrías haber elegido mejor -añadió tomándola de la mano. -Todavía no le he dicho que sí -rió su madre. -¿Qué más te ha dicho? -Que su ama de llaves se ha despedido y que podemos llevamos a la señora Pratt. Además, está seguro de que a Jennie no le costará mucho en-contrar trabajo por aquí. -¿Y Tombs? -Nos lo llevamos también. George siempre ha querido tener mayordomo. Solo me quedas tú, cariño. -No te preocupes por mí, mamá. Estoy bus-cando trabajo y, tarde o temprano, lo voy a encontrar. Quiero trabajar por esta zona. Así podré venir a veros los fines de semana. -¿No lo dices solo para que no me preocupe? -Claro que no. -Si eso es lo que quieres, a mí me parece maravilloso. -Estupendo, entonces, vamos a decírselo a Tombs y a los demás. A quien no hay que decír-selo bajo ningún concepto es al primo Ramsay. Durante la cena, el odioso primo les informó de todos los cambios que tenía intención de llevar a cabo en la casa, desde el jardín hasta las cortinas. -Esas cortinas las eligió la madre del tío abuelo William cuando se casó -le informó Claudia. -Mejor me lo pones. Ya va siendo hora de cam-biarlas. Deben de estar llenas de polvo y gérmenes. -No creo. En esta casa se limpia y se cuida todo mucho. El primo no le contestó. No le caía bien aquella chica pelirroja de lengua rápida, así que prefirió hablar solo con su madre.

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Cuando todos los amigos y conocidos del coronel se hubieron ido, el señor Potter, su abogado, se dirigió con los demás al salón. Había sido amigo de la familia durante años y estaba real-mente dolido porque el señor Ramsay le había comunicado que prescindía de sus servicios. -Por favor, que alguien avise a Tombs, a la se-ñora Pratt y a Jennie -pidió. El señor Ramsay lo miró impaciente, pero el abogado lo ignoró y esperó a que llegara también el doctor Willis. El testamento era corto y escueto. La casa y sus tierras eran para el primo lejano y sus herederos. A la señora Ramsay le dejaba acciones en una em-presa, suficiente para mantener su estilo de vida. Lo mismo para Claudia, a condición de que nin-guna tocara el capital. A Tombs y a la señora Pratt les dejaba cinco mil libras y a Jennie, mil. -Una vez .leída la última voluntad del coronel, me gustaría hablar a solas con la señora Ramsay, Claudia y el señor Ramsay, por favor -dijo el se-ñor Potter-. Me temo que tengo malas noticias para ustedes dos -añadió cuando el servicio se hubo retirado-. La empresa en la que el coronel les dejó las acciones ha quebrado. No he podido hacer nada para cambiar el testamento, pero le pido, señor Ramsay, que haga usted algo para que estas dos señoras no se queden sin nada. El aludido no movió un músculo. -La renta de la que estaríamos hablando no es muy alta -insistió el abogado-. Si quiere, le in-dico la cantidad a la que ascendían las acciones. No espero que pague usted el importe completo, pero una pequeña cantidad para cada una. . Claudia vio a su madre enrojecer. -Muchas gracias, señor Potter -dijo-, pero ni mi madre ni yo vamos a aceptar nada del señor Ramsay. -Tengo muchos compromisos -intervino el primo lejano-. Aunque quisiera, no podría ha-cerlo. Claudia vio que el abogado iba a seguir insis-tiendo, así que le hizo una seña para que lo dejara y el hombre, aunque la situación le parecía espan-tosa, se calló. -¿Se va a quedar usted a cenar, señor Potter? -preguntó la madre de Claudia en un tono

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neutral que disimulaba cómo se sentía-. Ahora que me acuerdo, a usted siempre le gustó el cuadro de la escalera y el tío se lo tenía prometido, ¿verdad? Claudia, ve a buscarlo -indicó-. No tiene mucho valor y, además, uno debe cumplir las promesas -sonrió hacia el señor Ramsay. El señor Potter no se quedó a cenar y, cuando Claudia lo acompañó al coche, le mostró su preo-cupación. -¿Qué van a hacer ahora? -No se preocupe. Mi madre se va a casar con el doctor Willis y yo tengo muchas posibilidades de conseguir un buen trabajo. Tombs, la señora Pratt y Jennie están colocados, así que todos vamos a estar bien. -Menos mal -sonrió el hombre aliviado-. ¿Mantendremos el contacto? -Por supuesto -contestó Claudia dándole un beso en la mejilla. Después de cenar, Claudia fue a hablar con su madre. -Mamá, ahora sí que te vas a tener que casar con George porque ya se lo he dicho al señor Pot-ter -sonrió. -¡Pero si no tenemos nada preparado! -protestó su madre. -No te preocupes. Hay una licencia especial que creo que se concede en menos tiempo que la normal y, al fin y al cabo, el vicario es amigo de siempre, ¿no? -George me ha dicho que quiere verme mañana por la mañana, así que hablaré con él. -Llévate a Rob -le pidió su hija-. Al primo no le gustan los perros. El señor Ramsay se pasó la mañana siguiente yendo de habitación en habitación haciendo in-ventario de sus nuevos posesiones. Claudia lo tuvo que acompañar para decirle lo que era de valor y lo que no, pues el hombre quería vender muchas cosas. Era tan osado que confundía las piezas buenas con las malas y en un par de ocasiones Claudia no lo sacó de su error. Estaba muy preocupada por intentar recuperar los tesoros de su tío abuelo cuando salieran a la venta, pero no tenía dinero para hacerlo. Aquello la entristeció sobremanera. Conocía al dueño de la tienda de antigüedades de Ringwood. Tal vez, la dejara pagar a plazos... Tocó la carta que había recibido aquella ma-ñana. Era del trabajo que había solicitado en Sout-hampton y todavía no la había abierto.

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-¿Dónde está tu madre? -le preguntó el señor Ramsay con frialdad. -Ha estado ordenando la ropa blanca con la se-ñora Pratt, ha sacado a Rob de paseo y creo que ahora está haciendo la compra. Volverá para la hora de comer. -Muy bien. Quiero hablar con ella para decirle cuándo nos instalamos aquí definitivamente mi mujer y yo. . -Voy a la cocina a ver qué tal va la comida -dijo Claudia. Tras hacerlo, se puso un impermeable y se dirigió al invernadero. Había solicitado el puesto de cuidadora en un hospital geriátrico a las afueras de Southampton porque no había otra cosa en la prensa; no espe-raba ni que le contestaran, pero lo habían hecho y estaban interesados en ella. No le pagaban tanto como ella creía, pero po-día empezar inmediatamente, en cuanto hubieran contrastado sus referencias. Así, su madre se que-daría más tranquila y ella tendría algo de dinero para su futuro inmediato. Vio a su madre a la hora de comer y, por su cara; comprendió que la conversación con el doc-tor Willis había sido satisfactoria. A media tarde, se fueron solas a sacar a Rob de paseo y pudieron hablar. -¿Dónde va a ser la boda? -No sé, cariño -contestó su madre riendo-. No me voy a casar hasta que no te vea a ti bien. -Pues, entonces, ya puedes ir pidiendo la licencia porque ya tengo trabajo. He recibido la con-testación esta mañana. Es en un hospital en Sout-hampton. -¿De verdad? -rió su madre encantada-. ¿Te interesa o lo aceptas para ponemos las cosas fáci-les a George y a mí? -Es exactamente el trabajo que estaba bus-cando –mintió- .Me pagan bien y estoy cerca de vosotros. Podré venir en vacaciones y los fines de semana. -Estupendo. Menos mal que todo se va arre-glando a pesar del horrible primo del tío William. George le ha encontrado un trabajo a Jennie en el pueblo. Así seguirá conservando sus amistades y podrá ver a Tombs y a la señora Pratt cuando quiera. -Me alegro. ¿Cuándo os casáis, entonces? -En cuanto George tenga la licencia. -¡Qué bien, mamá! Por cierto, el señor Ramsay quiere hablar contigo para comunicarte sus

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planes de mudanza aquí. -Esta noche hablaré con él... No fue necesario esperar tanto pues, cuando volvieron del paseo, las estaba esperando. -¿Podría hablar un momento con usted en mi despacho, señora Ramsay? -dijo dejando claro que no quería que Claudia estuviera delante. Claudia lo agradeció porque así tenía tiempo de empezar a hacer su equipaje. Tenía mucha ropa y recuerdos que empaquetar. Esperaba que el primo volviera cuanto antes a York y estuviera unos cuantos días allí. Así, les daría tiempo de re-coger todo y de irse para cuando volviera con su mujer. ¡El muy arrogante se creía que la señora Pratt y Jennie se iban a quedar a su servicio después de cómo había tratado a Tombs! Bajó al salón a la hora del té y habló con su madre. -Se ha ido a ver al vicario -le dijo la señora Ramsay al ver su cara de curiosidad-. Se va a York mañana por la tarde y vuelve con su mujer en dos días. Me ha dicho que le diga a la señora Pratt y a Jennie que cuenta con ellas, claro que no se ha molestado ni en preguntárselo, y que des-pida a Tombs. -¿Por qué no se lava el solito su ropa sucia? -preguntó Claudia indignada. -Ni siquiera me ha preguntado dónde nos íba-mos a ir tú y yo. Ha dado por supuesto que a casa de algunos amigos. -Qué hombre tan despreciable. ¿Sabe que te vas a casar con George? -No, claro que no. -¿Has hablado con Tombs? -No, voy a ir ahora. Durante la cena, no se habló de la partida del señor Ramsay, pero, efectivamente, se fue al día siguiente. -Me interesaría que se quedaran un día más para enseñarle todo a Mónica -tuvo la osadía de pedir ya en el coche-, y que Tombs no estuviera aquí para entonces. Llegaremos de noche, así que dígale a la señora Pratt que tenga la cena prepa-rada y a la doncella que tenga las habitaciones lis-tas y la casa caldeada. Al cabo de una hora, todos estaban recogiendo a toda velocidad. El doctor Willis se llevó sus per-tenencias mientras Tombs limpiaba la plata, Jen-nie se encargaba de dejar las

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habitaciones hechas y la señora Pratt preparaba la cena. Tras degustarla, cansados, pero contentos, se fueron a dormir. Se levantaron pronto, comprobaron que todo estaba en orden y se fueron a casa del doctor Wi-llis. -Somos muchos -se lamentó la señora Ramsay. -No pasa nada, querida -la tranquilizó su pro-metido-. La casa es grande y Jennie se incorpora mañana a su nuevo trabajo. -Y yo al mío en un par de días -anunció Claudia. -¿Te apetece? -le preguntó George con cariño. -Mucho. ¿Cuándo os vais a casar? –sonrió Claudia. -La semana que viene -contestó George-. Va a ser algo pequeñito, nosotros y los más allegados. He puesto un anuncio en elTelegraph. Para entonces, todo el pueblo conocía al nuevo propietario de la casa del coronel y a nadie le caía bien. Lo veían como un extraño que no había in-tentado integrarse ni había hecho ningún acerca-miento. Muy al contrario, les había hablado con frialdad y los había mirado con desprecio desde el primer día. Claudia recibió una segunda carta del hospital anunciándole que sus referencias eran correctas, que podía incorporarse cuando quisiera y que le daban alojamiento. Les escribió diciendo que aceptaba el trabajo y que se incorporaría al día siguiente por la noche, así que George la llevó a Southampton por la tarde, más o menos a la misma hora que el señor Ramsay llegaba a su nuevo hogar. El muy canalla se había creído que iba a encon-trar una casa caliente y una buena cena en la mesa y se encontró con la casa a oscuras. Abrió la puerta con el ceño fruncido y se dio cuenta de que estaba vacía. Mónica entró tras él y encontró la carta en la que la madre de Claudia les anunciaba que, tal y como se les había pedido, se habían ido y que el servicio también porque no querían quedarse trabajando allí. También les de-cía que tenían comida en el frigorífico, las chime-neas preparadas para que las encendieran y las ca-mas hechas. -Se han ido -rió Mónica-. Me preguntoadónde. -La verdad es que no me importa en absoluto -contestó su marido-. Ya encontraremos servicio en el pueblo. Esto es muy pequeño y se van a pelear por el puesto.

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-¿No dijiste que había un mayordomo? -Sí, pero era muy viejo. -No tienes corazón -lo reprendió Monica-. Ve a por el equipaje mientras yo voy a ver qué han dejado de comer. A regañadientes, el doctor Willis dejó a Clau-dia en la puerta del hospital. Era un lugar gris y sombrío y George rezó para que no fuera igual por dentro. Claudia agarró su maleta y le sonrió. -Os veré en la boda. Sé que vais a ser muy felices. Eres un buen hombre, George -le dijo antes ,de entrar en el edificio. No había avanzado más que unos metros y ya -se había dado cuenta de que aquello no le iba a gustar, pero no podía hacer nada. Un portero le preguntó qué deseaba, así que Claudia se presentó. El hombre le indicó que de-jara allí su equipaje y la llevó por un largo pasillo hasta el despacho de la directora del centro. Era una estancia austera y fea y la mujer estaba. pálida y llevaba un corte de pelo corto y poco fa-vorecedor. -¿La señorita Ramsay? Soy la señorita Norton. Hoy ya es muy tarde, así que será mejor que se instale y se vaya a dormir, pero antes me gustaría explicarle el horario para mañana. La mujer le explicó que tenía tres días por se-mana de siete de la mañana a tres de la tarde, dos días libres y el resto de tres de la tarde a diez de la noche. Claudia sonrió encantada. Eso quería decir que podría pasar dos noches seguidas en casa. Una enfermera llamada Symes la condujo a su habitación. -Mañana le toca el ala B -le informó-.Primera planta, treinta camas. La encargada es la hermana Clark-añadió con cara de preocupación. -¿ Y? -preguntó Claudia. -Y está desbordada de trabajo, así que no haga caso de sus comentarios. No los hace con mala in-tención. -¿Qué hace exactamente una cuidadora? En el anuncio no se especificaba y la señorita

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Norton tampoco ha sido muy explícita. -De todo -contestó la enfermera-. No tenemos mucho personal cualificado, así que le va a tocar hacer lo que haga falta. Subieron en el ascensor hasta el último piso, entraron por una puerta en la que ponía «Privado» y avanzaron por un pasillo. -Es aquí -anunció la enfermera Symes-. Esta es su habitación, el baño está al final del pasillo y allí está también la cocina. La habitación era pequeña, tenía una cama, una mesilla y un armario. Estaba muy limpia y se veían los tejados y las chimeneas vecinas desde la ven-tana. También había una jofaina y un espejito so-bre una estantería. Claudia decidió que con unas cuantas fotografías y unos cojines estaría mucho más alegre. -Vamos a por su uniforme -anunció la enfer-mera-. Le dan tres, pero tiene que llevar siempre delantal cuando esté de servicio. Tras recoger los vestidos marrones y amplios que conformaban el uniforme, la enfermera Sy-mes le enseñó el hospital. Era muy grande y anti-guo y había pacientes por todas partes. No era en absoluto lo que esperaba, pero tam-poco quería apresurarse en sus conclusiones. Mientras el doctor Tait-Bullen desayunaba, Cork le puso sobre la mesa elTelegraph doblado por la página en la que se anunciaba el enlace en-tre George Willis y Doreen Ramsay. -Interesante -comentó el doctor-. ¿Qué hará su hija? Supongo que se quedará en casa del coro-nel. No volvió a pensar en el asunto hasta aquella noche, cuando llamó a George para darle la enhorabuena. -¿Cuándo es la boda? -Dentro de cuatro días -contestó su colega explicándole la situación. -¿Y Claudia? -preguntó el doctor Tait-Bullen. -Afortunadamente, ha encontrado trabajo en el geriátrico de Southampton. Es un sitio horrible, pero necesitaban a alguien con urgencia. -¿Me estás diciendo que el nuevo propietario los ha echado a todos? ¿Pero no eran

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familiares? -Sí, un primo lejano. -Estupendo -apuntó el doctor recordando a aquella joven de pelo rojo-. Voy a ir a Bristol en un par de días. ¿Te importa que me pase a veros y a daros la enhorabuena en persona? -¿Cómo nos iba a importar? Estaremos encan-tados de recibirte y, si pudieras asistir a la boda, nos encantaría también. Tras colgar, el doctor Tait-Bullen se arrellanó en su butaca. Cambiando un par de citas, no había ninguna razón para no ir. CAPÍTULO 3 Cuando terminó su primer día de trabajo, Claudia sabía exactamente lo que era una cuidadora: una persona que hacía camas, llevaba bandejas, cuñas, maletas y sábanas. Cuando no estaba haciendo eso, estaba sacando y metiendo a los enfermos en la cama, buscando za-patillas, gafas, dentaduras postizas, dando de comer a los que no se valían por sí mismos y arre-glándoles el pelo a las señoras. Trabajaba sin descanso. Menos mal que le to-caba librar en un par de días. Su madre y George se casaban dentro de tres. Iba a poder ir a la boda, aunque iba a tener que irse de Little Planting di-rectamente después de la ceremonia. Había autobuses muy a menudo entre Sout-hampton y Romsey, pero el problema era la co-municación con su pueblo. -No te preocupes -la tranquilizó su madre-. Irá alguien a recogerte. Llámame mañana y me dices en qué autobús llegas. ¿Estás contenta? -Sí -le aseguró con tanto aplomo que su madre se lo creyó. Claudia tomó una taza de té con otras emplea-das del centro y, luego, se subió a su habitación y se metió en la cama. Le dolían los pies y estaba agotada. Había sido un día muy duro y, además, se sen-tía sola y triste, pero tenía que aguantar hasta ha-ber ahorrado lo suficiente como para poder estu-diar algo que la ayudara a conseguir un trabajo mejor. Un trabajo que le permitiera comprarse ropa e irse de vacaciones. Algo que tuviera que ver con ordenadores, taquigrafía y escribir a máquina. -Recepcionista -murmuró. Sí, algo que le dejara los fines de semana libres y cuyo horario fuera de nueve a cinco. Quería te-ner un apartamento propio en el que invitar a sus amigos a cenar y, tal vez,

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conociera a algún hom-bre del que se enamorara y con el que pudiera for-mar una familia. .. El rostro del doctor Tait-Bullen se dibujó en su mente, pero lo apartó rápidamente porque no lo iba a volver a ver más y, aunque así fuera, no creía que se hubiera fijado en ella como mujer. Se preguntó qué habría bajo aquella apariencia profesional y seria. Probablemente, un hombre agradable y. .. En ese momento, llamaron a la puerta y entró una chica joven del turno de noche. -La señora Legge, la del andador, se ha caído y se ha roto una pierna y un brazo -le anunció-. Hay que llevarla al hospital central y la tiene que acompañar una enfermera, pero la hermana y yo no damos abasto. ¿Le importaría hacerlo usted? Claudia asintió y se preparó para trabajar un par de horas. Cuando hubo terminado, cenó con las otras chicas, vio la televisión un rato y se fue adormir. Cuando, por fin, salió de allí al día siguiente, tomó el autobús y Tombs la estaba esperando. El mayordomo le puso al corriente de su nueva vida, de lo bien que estaban en casa del doctor Willis y de cómo iban los preparativos de la boda. Tombs parecía haber perdido varios años. Claudia no lo había visto así de contento en la vida y se alegró sinceramente por él pues le tenía un cariño especial. Una vez en casa del doctor Willis, su madre sa-lió a recibirla y le enseñó el conjunto con sombrero con el que se iba a casar para ver qué le parecía. -La boda va a ser pequeña porque así lo quere-mos. George tiene mucho trabajo durante las si-guientes dos semanas, pero después nos vamos a ir unos días a Cornualles. Tiene una casa de campo preciosa en St. Anthony, ¿sabes? Por su-puesto, volveremos para Navidad. ¿Vas a podervenir? -No lo sé, mamá. Me dicen los días que tengo libres con poca antelación y, a veces, se cambian de repente, pero te aseguro que haré todo lo que pueda para venir. Todavía quedaban cinco semanas para las vaca-ciones de Navidad. Podía pasar cualquier cosa... La boda era a las once de la mañana y un orgulloso Tombs era el encargado de llevar a la novia al altar. Claudia se puso su traje gris y salió para la iglesia antes que ellos. El puñado de amigos al que habían invitado ha-bía sido engullido por los habitantes del pueblo, que habían acudido a verse casar al médico al que adoraban con la señora Ramsay. Claudia se sentó en primera fila y miró a su al-rededor para ver quién había ido. Todos

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excepto, por supuesto, el primo lejano y su esposa. Tam-poco habrían sido bien acogidos. Cuando el órgano comenzó a sonar, todos se giraron hacia la puerta para ver entrar a su madre del brazo de Tombs. La misa fue breve, sencilla y emotiva. Mucha gente se acercó a saludar a Claudia, pero ella quería salir cuanto antes de la iglesia pues el doctor Tait-Bullen la estaba observando desde el fondo de la misma. No sonreía, pero le encantó verlo de todas formas. -Hola, me alegro de verlo -lo saludó yendo ha-cia él y tendiéndole la mano-. ¿Lo ha invitadoGeorge? -Me he invitado yo solo -contestó el médico estrechándole la mano con frialdad-. Vi el anun-cio en elTelegraph y, como tengo que ir a Bristol, me he pasado por la iglesia. -¿Viene usted a casa? -le preguntó Claudia una vez fuera. -Sí -contestó él abriéndole la puerta de su co-che-. ¿Sigue usted viviendo en casa del coronel? George me dijo que tuvieron que irse todos,.. -Sí, nos hemos ido todos -contestó Claudia va-gamente al detectar poco interés por su parte. -¿Y usted qué ha hecho? -Oh, aceptar un trabajo en Southampton al que tengo que volver esta tarde, por cierto. Para entonces ya habían llegado a casa de Ge-orge, así que aparcaron y entraron. Casi inmedia-tamente, los invitados los separaron y Claudia se fue a buscar a su madre. La encontró desbordando felicidad y alegría. -Qué pena que te tengas que ir hoy -protestó. -Sí, mi turno empieza a las tres, así que me voy a tener que ir pronto. ¿Crees que Tombs podrá llevarme? -Por supuesto. -Por otra parte, me da pena hacer que se pierda esto. Está encantado... Casi mejor se lo voy a pe-dir a Tom Hicks, el del taller. Diez minutos después, volvió a la mesa de bufé y se encontró de nuevo con el doctor Tait-Bullen, que la recibió con una copa de champán y unasonrisa. -Ya la llevo yo a Southampton. ¿A qué hora se quiere ir? -le preguntó.

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-Pero si me ha dicho que iba usted a Bristol.. . -Sí, pero voy bien de tiempo. ¿A qué hora se quiere ir? -Mi turno empieza a las tres e iba a tomar el autobús en Romsey. De verdad, no hace falta que me lleve hasta el hospital. Se perdería usted la ce-lebración -contestó Claudia dándose cuenta de que el doctor Tait-Bullen no le estaba haciendocaso. -Si nos vamos a la una y media, llegaremos bien. ¿Le gusta el trabajo? -Sí. Aunque llevo poco tiempo, me parece muy. ..interesante. En ese momento, el vicario se unió a ellos y Claudia aprovechó para acercarse a hablar con el señor Potter. -Me alegro de que todo haya salido bien -le dijo el abogado--. ¿Habéis vuelto a saber algo de los Ramsay? -Ni sabemos nada de ellos ni queremos saberlo -contestó Claudia-. No se preocupe, señor Potter. Nos dio mucha pena irnos de la casa, pero no nos habríamos quedado aunque nos lo hubieran pe-dido. Hasta la una estuvo hablando con diversos amigos de toda la vida y, cuando llegó el mo-mento, se despidió de su madre y de su marido, les anunció que el doctor Tait-Bullen la acercaba hasta Southampton y les prometió volver en cuanto pudiera. Subió a su habitación a recoger su equipaje y, tras despedirse cariñosamente de Tombs, se aco-modó en el coche del doctor. -¿Sabe usted salir a la carretera de Romsey? -le preguntó-. Hay que atravesar el pueblo y girar a la izquierda en el primer cruce. Luego, es todo recto, pero tenga cuidado porque las carreteras son estrechas. -Gracias -contestó el médico. -Estamos todos encantados con que George haya dado trabajo a Tombs, ¿sabe? Llevaba mu-chos años con mi tío abuelo William y no hay mu-chos mayordomos como él... El doctor Tait-Bullen asintió sin abrir la boca. -¿Es usted de esas personas a las que no les gusta hablar mientras conducen? El médico volvió a asentir. -Bueno, si no quiere hablar... -observó mirando por la ventana-. Supongo que está usted cansado.

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-No, no estoy cansado en absoluto. Claudia, ¿no tendrá usted libre la semana que viene? -¿Por qué? El médico no contestó. -En teoría, tengo dos días, pero me lo pueden cambiar en el último momento. -No me parece que ese hospital sea el mejor lugar para formarse como enfermera –objetó el doctor Tait-Bullen. -Ya me he dado cuenta. -¿Ha dicho que está libre el viernes a partir de las tres? Llámeme y pasaré a buscarla para pasar la tarde juntos. -Ah, muy bien -dijo Claudia-. ¿Y no me pregunta si me apetece ese plan? -Perdón, creí que le gustaría a usted volver a verme. A mí me apetece mucho volver a verla. -¿Para qué? -Para ver qué pasa. Claudia se quedó perpleja. -Se lo agradezco, pero no se enfade si me cambian el día libre de repente. Para entonces, ya estaban llegando a su des-tino. A las dos y media, estaban en la puerta del hospital. El doctor Tait-Bullen le abrió la puerta, le llevó la maleta hasta el vestíbulo y se despidió de ella con un breve apretón de manos. -Gracias por traerme -sonrió Claudia. El doctor Tait-Bullen sonrió también y Claudia pensó que debería hacerlo más a menudo pues le iluminaba el rostro. Su sonrisa la iba a acompañar aquellos días de soledad en los que se iba a dar cuenta de lo mucho que necesitaba un amigo. Cuando Claudia se hubo ido, el doctor Tait-Bu-llen habló con el portero y fue conducido por un largo pasillo a un despacho. Claudia se pasó todo el día pensando en él mientras observaba a los pobres viejecitos ingre-sados en el centro. Estuvo trabajando sin parar hasta que se metió en la cama a las diez de la noche y se durmió inmediatamente teniendo la sensación de que la boda de su madre había sido un

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sueño. A la mañana siguiente se duchó, se puso el uni-forme y volvió a ocuparse de los enfermos y a aguantar la afilada lengua de la hermana. Pero se lo perdonaba porque estaba desbordada de tra-bajo. Mientras cambiaba una cama por enésima vez, se dijo que la hermana era buena persona aunque sus modales no fueran los más correctos. Sin embargo, cuando la mujer le comunicó que le habían cambiado el turno de librar el viernes y que, en lugar de trabajar por la mañana, iba a tra-bajar por la tarde, se planteó si le seguía resul-tando tan simpática. No iba a poder salir con el doctor Tait-Bullen y no tenía forma de avisarlo. Rezó para que no se enfadara. Claro que el hecho de que se enfadara le daba igual, ¿no? Así, no volvería a querer verla. Aquello la entristeció. Al día siguiente, .la hermana la llamó a su despacho. -Al final, tienes el turno de la tarde libre, como habíamos quedado al principio –le dijo-. Va a venir otra enfermera un par de días, así que no hace falta que cambies el turno. Claudia salió del despacho y, mientras bailaba por el pasillo, pensó que el futuro no iba a ser tan malo como lo había imaginado. El viernes amaneció frío y húmedo. Claudia cruzó los dedos para que el tiempo mejorara, pero no lo hizo. De hecho, se levantó viento. No tenía más remedio que ponerse el traje gris y el abrigo. Muy adecuado para las condiciones climatológi-cas, pero no para que el doctor Tait-Bullen la invi-tara a tomar el té en ningún lugar de moda. A las tres en punto, subió corriendo a su habita-ción y no perdió un segundo por temor a que la volvieran a llamar con alguna urgencia. Veinte minutos después, tras haberse duchado y vestido como una centella, estaba en el vestí-bulo del hospital ataviada con su boina granate y sin aliento. No había podido más que ponerse un poco de colorete y pintarse los labios. Lo cierto era que te-mía no estar muy guapa. El doctor Tait-Bullen la iba a mirar e iba a pensar que estaba perdiendo el tiempo... El doctor la estaba esperando apoyado en la pa-red de mármol y no estaba pensando aquello ni por asomo. Muy al contrario, la veía como la mu-jer más guapa que había visto jamás. Aun con aquel traje tan sobrio, estaba maravillosa. Claro que habría estado espectacular con un saco de pa-tatas. Sin embargo, ninguno de aquellos interesantes pensamientos se reflejó en su rostro cuando avanzó hacia ella.

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-Hola -lo saludó ella sonriendo-. Espero que no me estuviera esperando hace mucho –añadió apartándose un mechón de pelo de la cara-. No me ha dado tiempo a peinarme bien -se excusó-. Tampoco me he arreglado. ¿Le importa? -No, en absoluto. Está usted muy guapa -contestó el doctor Tait-Bullen. Su cumplido le gustó pues lo había dicho son-riendo y eso le daba sensación de que había sidosincero. -¿Le apetece que tomemos un té? Había pensado cenar luego en el campo. -Me parece una idea estupenda -contestó Claudia-. Siempre y cuando no me lleve a un res-taurante demasiado elegante. No estoy vestida para la ocasión. Si lo hubiera sabido... Es que me he puesto lo primero que he encontrado porque no quería que se fuera... -se interrumpió al darse cuenta de que estaba balbuceando. El doctor Tait-Bullen sonrió. -Hay un hotel pequeño y tranquilo en un pueblecito cerca de Wickham que es perfecto, pero primero vamos a tomar el té. La llevó a un salón de té apacible y tranquilo situado en el centro de Southampton. No había mucha gente y se sentaron junto a la ventana. La camarera les llevó té con pastas y, mientras las degustaban, el doctor Tait-Bullen consiguió , que Claudia confesara que el trabajo era muyduro. -Pero mis compañeras son simpáticas y las ancianas son buenas... excepto una o dos... -¿Y eso? -Bueno, se enfadan -le explicó-. Yo también me enfadaría en su lugar, todo el día sentada en una silla y sin poder valerme por mí misma. No tienen familia o, por lo menos, no se ocupan de ellas. Si tuvieran hijos o maridos... -Aunque los tengan, es difícil ocuparse de una persona mayor cuando uno tiene su vida, sus hijos y tiene que ir a trabajar todos los días. -Sí, lo sé, pero los padres son lo primero. -¿Se va a quedar mucho tiempo trabajandoaquí? -El suficiente para ahorrar y poder estudiar... Todavía no sé qué, la verdad, y me temo que estoy hablando demasiado de mí misma. Cuénteme algo de usted. -Vivo y trabajo en Londres. Tengo una casa allí y Cork, que lleva conmigo mucho tiempo,

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me cuida. Tengo pacientes en vanos hospitales y una consulta privada. Opero un par de veces por se-mana, a veces tres. Viajo de vez en cuando para dar conferencias o para dar mi opinión en casos puntuales. -¿Tiene muchos amigos? -Tengo algunos, sí. No estoy casado, Claudia. -Debería habérselo preguntado hace mucho -dijo ella sonrojándose-, pero como no nos conocemos mucho... -Eso tiene remedio -le aseguró él. Tras tomar el té, se montaron en el coche y el doctor Tait-Bullen la llevó por estrechas carrete-ras secundarias parando de vez en cuando para que cruzara un caballo o un pastor con su rebaño. La mayor parte del trayecto transcurrió en si-lencio, pero no era incómodo sino natural y de agradecer. Hacía mucho tiempo que Claudia no estaba tanfeliz. Evershot era un pueblecito precioso y el hotel, pequeño y acogedor, resultó serIo también. Antes de cenar, se sentaron en la barra y tomaron un vino. Cenaron ravioli de marisco al jengibre, pe-chuga de pato con patatas paja y coles de Bruselas enanas y pastel de pera con helado de canela. Claudia se lo tomó todo encantada porque en el hospital comía bastante mal. -Qué bueno estaba todo -comentó al terminar el helado-. ¿Le he dicho que casi me cambian el turno libre hoy? La hermana me lo cambió a la mañana y, luego, me lo volvió a poner por la tarde. Un milagro. El doctor Tait-Bullen, artífice del milagro, la miró y sonrió. Mientras tomaban un café, charlaron apacible y serenamente, algo que Claudia echaba de menos en el hospital pues no había tiempo. Por eso, se lanzó a hablar sin pensarlo. -¿Lo estoy aburriendo? -preguntó de repente. -En absoluto -contestó el doctor-. No creo que me aburriera jamás de escucharla. Me tengo que ausentar un par de días, pero a la vuelta me gusta-ría volver a verla. -¿De verdad? A mí me encantaría -sonrió Claudia-. Nos lo hemos pasado bien, ¿verdad? Cuando lo conocí, pensé que no me iba a caer bien, pero 'he cambiado de parecer. -Eso espero porque, como ha dicho, nos los hemos pasado muy bien.

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El doctor Tait-Bullen la llevó al hospital y la besó en la mejilla bajo la atenta mirada del por-tero. Una vez en su habitación, Claudia se dio cuenta de que no había vuelto a mencionar que la quisiera ver. -Soy tonta -se dijo peinándose frente al es-pejo-. Lo ha dicho para disimular. Le he debido de resultar de lo más aburrida. Por eso no me ha preguntado cuándo nos íbamos a volver a ver -selamentó. Se metió en la cama, triste porque el doctor Tait-Bullen le caía bien y se encontraba a gusto en su compañía. Dos días después, cuando se disponía a salir a dar un paseo a pesar del mal tiempo que hacía, el portero le dijo que tenía que ir a la sala de visitas. -¿Yo? -se asombró Claudia-. ¿Por qué? -No lo sé. -Gracias. Claudia se dirigió hacia la sala y pensó preocupada que podría ser su madre. ¿Habría pasado algo en casa? Al abrir la puerta, se encontró con el doctor Tait-Bullen apoyado en la chimenea. -Vaya, no esperaba recibir visita -sonrió-. Iba a salir a dar un paseo. ¿Cómo es que se ha pasado por aquí?. -Porque sabía que tenía la tarde libre -contestó él sonriendo-. He llamado y me lo han dicho. Tengo que salir de viaje durante un par de días y quería verla antes. -¿A mí? ¿Por qué? ¿Le ha pasado algo a mi madre o a George? -No, por lo que yo sé están perfectamente -contestó el doctor-. Claudia, antes de seguir ha-blando, me gustaría que me contestara a una pre-gunta sinceramente. ¿Está de verdad a gusto tra-bajando aquí? Si no es así, ¿le importaría decirme qué quiere hacer? -¿Por qué lo quiere saber? El doctor Tait-Bullen no contestó. -Bueno, lo cierto es que.., no, no estoy a gusto -confesó-. Lo siento mucho por las ancianas, pero echo de menos el jardín, el pueblo y estar al aire libre. Me cuidan bien, pero me siento atrapada, ¿sabe? En cuanto a qué quiero, supongo que lo mismo que cualquier persona. Un hogar, un marido e hijos.

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-¿Nada de amor? -Eso también, por supuesto -añadió-. ¿Por qué quiere saberlo? El doctor Tait-Bullen se quedó mirándola fijamente un rato. -¿Le gustaría casarse conmigo, Claudia? Ella lo miró atónita. -No hace falta que me lo diga ahora mismo. He estado pensando y creo que seríamos un matri-monio feliz y bien avenido. Yo necesito una es-posa y usted se muere por tener libertad. Nos po-dríamos ayudar en muchos aspectos. No tengo duda de que usted es una perfecta anfitriona y sé que nos lo pasamos bien juntos. Sería usted libre para hacer lo que quisiera. No he dicho que la quiera ni espero que usted me quiera a mí, pero ya tendremos tiempo de conocernos. Me parece que casamos lo antes posible sería lo mejor para los dos. Tendría que avisar al hospital con una se-mana, pero nos podríamos casar antes de Navi-dad. Claudia abrió la boca y la volvió a cerrar. Pensó en lo que le acababa de decir. Todo sonaba lógico, como si lo hubiera estado pensando muy bien. No la quería, pero le debía de gustar por lo menos porque, de lo contrario, no querría casarse con ella. A Claudia le encantaría tener una casa, conocer a gente, hacer amigos y estar con él. Aquel hom-bre le gustaba y mucho. -¿Se lo pensará? -le preguntó el doctor Tait-Bullen-. Entenderé perfectamente si me dice us-ted que no. He sido sincero con usted. No le he prometido amor ni devoción eterna, pero sí le ofrezco una vida en común que creo que podría hacerla feliz. Nos gustan las mismas cosas, ¿no? Nos reíamos de los mismos chistes. Seríamos compañeros y amigos. Para mí, eso es más impor-tante que una infatuación incierta. Tenía razón. Era una propuesta de matrimonio prudente y sincera y se la hacía uno de los hom-bres más guapos que conocía. No sabía dema-siado de él, pero, tal y como le había dicho, iban a tener todo el tiempo del mundo para conocerse. Además, Claudia sabía instintivamente que el doctor Tait-Bullen sería un buen marido. Lo miró. -Sí, gracias, me casaré con usted –contestó riendo-. Pero si no sé cómo se llama... El doctor Tait-Bullen se acercó a ella y le puso las manos en los hombros. -Thomas -contestó besándola-. Gracias, Claudia. CAPÍTULO 4

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Yahora qué hacemos? -preguntó Claudia mirándolo a los ojos. Thomas sonrió. Tenía ante sí a una mujer hecha y derecha a la que le gustaban las cosas cla-ras, nada de coqueteos superfluos. -Di esta misma noche que te vas -contestó- y llámame. Voy a estar en Edimburgo. Te voy a dar mi número. En cuanto acabes aquí, vendré a bus-carte. -¿Y adónde voy a ir? -A casa de George. Si quieres, podríamos casamos allí. Habla con tu madre. -Sí, la voy a llamar. -Es una pena, pero no me da tiempo a pasarme por Little Planting en persona. Dile que la llamaré esta tarde -le pidió agarrándola de la mano--. Este lugar es el menos adecuado para una propuesta dematrimonio, ¿verdad? -A mí no me importa. En nuestro caso, la luna y las rosas no habrían tenido sentido. Thomas frunció el ceño. -¿ Vas a ser feliz, Claudia? Soy bastante mayor que tú... -Me gustas tal y como eres, Thomas -le ase-guró Claudia-. No quiero que cambies nada. Claro que vamos a ser felices, ya lo verás. -Me tengo que ir. Siento mucho no tener tiempo ni para tomar un café contigo. Claudia lo acompañó a la salida y Thomas le dio un beso puro y casto que no significaba nada. Ella esperó a que se metiera en el coche y se alejara para regresar a sus quehaceres. Tenía que escribirle una carta apropiada a la se-ñorita Norton y llevársela en persona. Además, te-nía que llamar a su madre. Escribió la carta y entró en el despacho de la directora algo nerviosa. No podía decirle que no la dejaba irse, ¿verdad? No, claro que no, pero aun así Claudia no las tenía todas consigo. Un cuarto de hora después, salió y suspiró ali-viada. La señorita Norton no se había opuesto a su partida, pero le había dicho que le parecía una irresponsabilidad por su parte y que se pensara muy bien lo del matrimonio. Se puso el impermeable y fue a llamar a su ma-dre. Había un teléfono en el hospital, pero estaba situado en un pasillo muy transitado. Su madre se mostró encantada aunque sorprendida.

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-No sabía que Thomas y tú estabais juntos, pero estoy muy feliz. Ya verás cuando se lo cuente a George. ¿Qué planes tenéis? -Queremos una boda pequeña y sencilla. Va-mos a pedir una licencia especial, corno vosotros, y nos queremos casar también en Little Planting. Me voy en cinco días. Thomas va a venir a bus-carme. ¿Podría quedarme en tu casa hasta la boda? Solo serán un par de días. -Por supuesto, mi amor. A ver qué hacemos con el vestido... El resto del día se le pasó como en un sueño porque estaba pletórica de felicidad. Se encontraba tan contenta que no paraba de sonreír y quería que todo el mundo a su alrededor sonriera también. La hermana, desde luego, no sonrió en abso-luto cuando se enteró de su marcha pues se lo tomó como una afrenta personal. Terminó de trabajar a las diez y le pareció que era muy tarde para ir a la cabina que había en la calle, así que llamó desde el teléfono del hospital. Marcó el número que Thomas le había dado y esperó con miedo a que no contestara. -Soy yo -dijo cuando Thomas descolgó el teléfono-. Espero no haberte despertado. -No, claro que no -le aseguró estudiando el expediente médico del paciente que tenía que operar al día siguiente-. ¿Has hablado con la se-ñorita Norton? -Sí, me puedo ir en cinco días, bueno, cuatro ya. El viernes. -¿Por la mañana? -Sí, haré el equipaje el jueves por la noche. -Muy bien, pasaré a buscarte a las nueve.. -Gracias, pero, ¿no tienes que trabajar? -Sí, pero por la tarde. Te dejaré en Little Planting y, desde allí, me iré a Londres. Necesito que me des unos datos. ¿Dónde has nacido? ¿Cuántos años tienes? ¿Algún otro nombre además de Clau-dia? ¿Tienes nacionalidad británica? Claudia contestó a sus preguntas con diligencia para no entretenerlo. -Mi segundo nombre es Eliza -confesó esperando que Thomas se riera. Pero no lo hizo.

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-Es un nombre antiguo precioso -comentó-. Debes de estar cansada, querida. Acuéstate y descansa. Nos vemos el viernes. -Buenas noches -se despidió Claudia. Le habría gustado que le hubiera dicho algo como «te echo de menos» o «me apetece mucho verte», pero ya le había advertido que no iba a fin-gir lo que no sentía y Claudia lo entendía. Mientras se desvestía, entendió que su matri-monio iba a ser algo desprovisto de falsos senti-mientos, de amores fingidos y de mentiras. Al día siguiente por la tarde fue de compras. No tenía mucho dinero, pero tenía que comprarse algo decente para casarse. Tuvo suerte y encontró una tienda en liquidación con todo el género a mi-tad de precio. Lo que más le hubiera apetecido habría sido llevar un vestido blanco y velo, pero eligió un vestido con chaqueta de lana. Era de color azul y tenía el cuello y los puños de terciopelo gris. La dependienta le encontró un sombrero de ter-ciopelo a juego y Claudia decidió que no necesi-taba buscar más. -¿Es para una ocasión especial? -le preguntó la mujer. -Sí... para mi boda ,..contestó Claudia. Aquello hizo que la dependienta se dejara llevar por su corazoncito y le hiciera un precio espe-cial. Eso se tradujo en dinero para comprar guan-tes y zapatos nuevos. Contenta con sus compras, Claudia volvió al hospital. Era demasiado tarde para tomar el té y de-masiado pronto para cenar, así que se fue a su habi-tación y se probó todo de nuevo. Estuvo peinándose de diferentes maneras, pero ninguna le gustaba. Los días pasaban muy despacio. El viernes pa-recía no llegar nunca y Claudia tuvo tiempo de preguntarse si no estaría cometiendo el error más grave de su vida. Una llamada o una carta de Tho-mas la hubieran tranquilizado, pero no tuvo noti-cias suyas. Le había dicho que la pasaría a buscar el vier-nes por la mañana y punto. Volvió a hablar con su madre, que estaba encantada. -¿No estás contenta? –le preguntó emocio-nada-. ¿ Os vais a ir de luna de miel? -No, Thomas solo tiene un día libre. Ya nos iremos más adelante. El jueves se despidió de sus pacientes y les dejó todos los floreros llenos de flores frescas.

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-Es una pena que te vayas -le dijo la hermana, sorprendentemente simpática-. Las pacientes te aprecian mucho. Sus compañeras se despidieron de ella con cariño y le pidieron que les enviara fotos de la boda. -No va a ser nada del otro mundo -dijo-. Solo la familia y unos cuantos amigos. -¿ Y quién necesita más? Con lo guapo que es tu novio, os podríais haber casado los dos solos –dijo una de las chicas que había visto a Thomas. Todas rieron y compartieron una botella de jerez de despedida. Mucho antes de las nueve, Claudia ya estabaesperando. ¿Y si Thomas hubiera cambiado de opinión? Asustada, se sentó en el vestíbulo y esperó. Cuando llegó, Thomas vio que Claudia estaba nerviosa y la miró a los ojos. -Me voy a casar con un tesoro -le dijo-. Eres puntual, algo esencial siendo la mujer de un mé-dico. ¿Sabes por qué? Porque nosotros no lo so-mos en absoluto. -Sí, he bajado un poco pronto -confesó Clau-dia-. Es que estaba nerviosa porque no sabía si... bueno, si quizá te habrías... No, en el fondo sabía que ibas a venir. -Por supuesto. ¿Te has despedido de todo el mundo? Claudia asintió, así que Thomas agarró su maleta y juntos se dirigieron al coche. -Si te parece bien, nos podríamos casar el lu-nes -comentó Thomas ya en ruta-. Podría ir a Little Planting el domingo por la noche, casamos el lunes por la mañana y volver a Londres esa misma tarde. Tenía que trabajar el martes, pero tenía el lunes por la noche para enseñarle a Claudia su nuevo hogar. Cork estaba encantado con las buenas nue-vas y había prometido tener lista una cena estu-penda para la ocasión. Le hubiera gustado que su jefe se casara de una manera más tradicional, pero se había resignado. Aquello recordó a Thomas un detalle importante, así que paró el coche. Rebuscó en su bolsillo y sacó una cajita de terciopelo oscuro. -Nuestro compromiso debe de ser uno de los más cortos dela Historia -dijo entregándosela

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a Claudia. Era un zafiro precioso rodeado de diamantes y montado en oro. Agarró la mano izquierda de Claudia y lo deslizó en su dedo anular. -Es precioso -suspiró ella extasiada-. Gracias, Thomas. -Es el anillo de compromiso de mi abuela. Me lo dejó para que se lo entregara a la mujer con la que me casara. -¿Te quería mucho? -Muchísimo. Éramos muy amigos. -¿La echas de menos? --Sí, todos la echamos de menos... Mis padres, mis dos hermanas y mi hermano pequeño. Los co-nocerás a todos en Navidad. -Estupendo -contestó Claudia-. ¿Viven todos en Londres? -No, mis padres viven en Cumbria, en un pue-blecito que se llama Finsthwaite, al sureste del lago Windermere. Es un lugar apartado, pero pre-cioso. Está en el centro del Grizedale Forest, pero no muy lejos de Kendal. Ann, la mayor de mis hermanas, está casada con un abogado y vive en York. Amy y su marido, que es ganadero, viven en Melton Mowbray. James es registrador y trabaja en el Hospital Infantil de Birmingham. -¿No van a venir a la boda? -Mis padres, sí, pero al resto los conocerás en Navidad. La pasaremos en Finsthwaite. -No me conocen de nada. ¿Y si no les gusto? -Eres mi mujer -sentenció Thomas. Cuando llegaron a casa de George, un más que sonriente Tombs les abrió la puerta y les dio la en-horabuena. Pasaron al salón, donde los estaba es-perando su madre, que abrazó con cariño a su hija y besó a su futuro yerno en la mejilla. -Qué sorpresa -les dijo-. Estamos encantados. George estaba operando, pero Tombs va a ir a buscarlo. No. teníamos ni idea. .. «Ni yo tampoco», pensó Claudia. -Habíamos pensado en casamos el lunes -anunció. -Pero, cariño, ¿y tu vestido? ¿Y qué hacemos con los invitados? Es muy poco tiempo...

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-A Thomas le gustaría que vinieran sus padres. -Si a usted le parece bien, señora Willis. Nos gustaría una boda sencilla y pequeña y yo solo tengo un día libre. Nos gustaría casamos por la mañana e irnos a Londres por la tarde. Así, podría-mos pasar el resto del día juntos. -Por supuesto, queridos -sonrió la madre de Claudia-. Qué poco tiempo vais a poder pasar juntos... -se lamentó. -Ya nos tomaremos la revancha más adelante -prometió Thomas. Se giró al ver a George entrando en el salón. -Espero no haber estropeado sus planes para hoy -se disculpó. -No nos vamos hasta finales de la semana que viene -contestó su colega estrechándole la mano y besando a Claudia-. Espero que os quedéis a comer. Tombs acababa de dejar una bandeja con café y pastas y Claudia repartió las tazas y sirvió a todo el mundo. -Yo no puedo -contestó Thomas-. Tengo que pasar consulta esta tarde. Claudia observó a su futuro marido allí sen-tado, tranquilo y sereno, con todo bajo control, mientras su colega le explicaba las dificultades de estar casado con un médico. Thomas no decía nada, pero Claudia sospechaba que debía de estar tan ocupado como el marido de su madre. -Nos vemos el domingo por la noche -se des-pidió Thomas cuando Claudia lo acompañó al co-che-. Vendré con mis padres y nos hospedaremos en el Duck and Thistle -añadió tomándole las ma-nos-. ¿Estás segura, Claudia? -Sí, Thomas -contestó-. Es raro casarse así, ¿ verdad? Pero estamos seguros de que es lo que ambos queremos. Sería absurdo estar meses per-diendo el tiempo. Además, aunque estuviéramos meses de noviazgo, ¿tú crees que nos llegaríamos a conocer mejor? Tú estarías todo el día traba-jando y yo ocupada con los preparativos de la boda. -Eres una mujer de lo más práctica, Claudia -dijo Thomas besándola castamente y metiéndose en el coche para irse. Claudia lo despidió con la mano y volvió al sa-lón. -Hija, estamos todos encantados por ti. Tho-mas es perfecto para ti. Vais a ser muy felices jun-tos. No me puedo crecer lo que han cambiado nuestras vidas en unas semanas. Entonces, no teníamos ni un penique ni un techo bajo el que co-bijamos y ahora yo estoy casada con George, fe-liz, y tú vas a ser igual de feliz con tu marido. Cambiando de tema,

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¿te has comprado algo? -Sí, un vestido con chaqueta y sombrero a juego y un par de cositas más -contestó Claudia-. Ya me compraré ropa nueva en Londres. No he te-nido, tiempo y Thomas lo sabe -añadió-. ¿Sabes? No había motivo para esperar. Mi trabajo en el hospital resultó no ser lo que yo esperaba y Tho-mas quería que lo dejara cuanto antes -sonrió-. Y yo, para ser sincera, también. -Supongo que se enamoraría de ti la primera vez que os visteis -comentó su madre. -Como casi todo el mundo. Mira George y tú. -Bueno, en nuestro caso, querida, George se enamoró de mí rápidamente, pero a mí me llevó bastante tiempo darme cuenta de que estaba ena-morada de él. Me atrevo a decir que, si no hu-biera sido por el horrible primo lejano y nuestra horrible situación cuando nos echaron de casa, tal vez nunca me habría dado cuenta de que lo quería. -Entonces, fue una suerte que pasara lo que pasó. ¿Has vuelto a saber algo de ellos? -No, no suelen salir mucho y en el pueblo no caen bien -suspiró su madre-. Qué gusto que no tengamos que preocupamos por ellos. ¿ Qué te pa-rece que pongamos bufé el lunes? La señora Pratt se muere por prepararte la comida. Es una pena que vaya a ser una boda tan pequeña. ¿No te pa-rece? -No, a mí me parece bien así -le aseguró Clau-dia sonriente. Claudia se despertó pronto el lunes por la ma-ñana. De hecho, todavía no había amanecido, así que se puso la bata y bajó las escaleras. En la cocina, ya estaban la señora Pratt, prepa-rando delicados vol-au-vents, y Tombs sacando brillo a la cristalería. Tras tomar una taza de té con ellos y decirles lo mucho que los iba a echar de menos, salió a pa-sear a Rob. Hacía mucho frío, pero iba a ser un precioso día de invierno. ¿Un buen presagio? Ojalá. Subió a su habitación y abrió las ventanas de par en par. Al otro lado del pueblo, estaban durmiendo Thomas y sus padres. Habían llegado la tarde ante-rior, ella los había visto acercarse desde su habita-ción y había bajado corriendo a recibirlos. Estaba ansiosa por conocer a sus nuevos suegros y esperaba verdaderamente caerles bien.

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La madre de Thomas había sido la primera en entrar. -Mamá, papá, os presento a Claudia -había dicho besándola en la mejilla. Ambos la habían abrazado con cariño llenándola de felicidad. El padre dé Thomas era físicamente muy pare-cido a su hijo, pero con el pelo cano. Su madre era tan alta como Claudia y muy guapa. No llevaba maquillaje ni el pelo teñido, era una belleza natu-ral. Además, iba bien vestida, de forma elegante y sencilla. A Claudia le cayó bien desde el principio. George y su madre se habían unido a ellos y la noche había transcurrido en un ambiente cómodo y relajado. Habían hablado de todo un poco, pero no le habían hecho preguntas recelosas sobre la boda. -¿Te arrepientes? -le preguntó Thomas al despedirse. -Claro que no -contestó Claudia-. No, te aseguro que no, Thomas. Estaba recordando mirando por la ventana y vio que se acercaba alguien por el sendero. Era Thomas. -¿ Vienes a dar un paseo? -la invitó. ¿Cómo habría adivinado que era lo que más le apetecía en aquellos momentos? -Bajo en cinco minutos -contestó Claudia cerrando la ventana. Se puso unos pantalones y un jersey viejos so-bre el pijama, se recogió el pelo, se lavó los dien-tes y bajó, se puso el abrigo y salió a reunirse con Thomas. Él la tomó del brazo y comenzaron a andar. -¿No te has puesto guantes? -le preguntó quitándose los suyos y poniéndoselos-. Los novios no suelen salir a pasear el día en el que se casan. -Ya, pero es que nuestra boda no es una boda normal -le recordó Claudia. Mientras caminaban, Thomas le fue infor-mando sobre diferentes aspectos de su vida profe-sional y personal. -Espero que te caigan bien mis amigos. La mayoría están casados. .. -¿Tienes alguna amiga? No soy una mujer cotilla, pero debería conocer tu pasado, ¿no? -Sí, he salido con algunas chicas, pero nunca ha habido nada serio.

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-¿Te ha molestado que te lo preguntara? No era mi intención. Ya te he dicho que no soy una persona cotilla, pero no me gustaría meter la pata. De todas formas, no creo que hayas tenido mucho tiempo para enamorarte. -No sé si para enamorarse hay que tener tiempo -contestó Thomas-. Yo creo que, más bien, sucede en un abrir y cerrar de ojos. Lo que sí te aseguro es que a mí no me ha sucedido, no sé si habrá sido por falta de tiempo o no. Te prometo que, a partir de ahora, el que tenga libre será para estar contigo. Vamos a ser felices, ya lo verás. Nos llevamos bien, así que seremos buenos compañeros y amigos. -Tienes razón -contestó Claudia parándose bajo un árbol para admirar el amanecer-. Es pre-cioso, ¿verdad? Lo voy a echar de menos. -Te entiendo. Por eso, había pensado en que podríamos buscar una casa de campo por aquí cerca. Podríamos venir a pasar los fines de se-mana porque está muy cerca de Londres -dijo Thomas pasándole el brazo por los hombros. -Oh, Thomas, eso sería maravilloso –sonrió Claudia-. ¿A ti te gustaría? -Mucho. Si quieres, podemos empezar a buscar después de Navidad. Ya había amanecido por completo. -Será mejor que volvamos ya -comentó Claudia-. Nos tenemos que vestir para la ceremonia. -Sí, tienes razón. Aunque te diré que estás muy guapa con eso que llevas... -Pero si me he puesto cualquier cosa encima del pijama y el abrigo que llevo no sé ni de quién es -sonrió Claudia. -Da igual, estás preciosa -insistió Thomas poniendo rumbo a casa del doctor Willis. La dejó en la puerta de la cocina con un beso y se alejó tras rogarle que no llegara tarde. -Está su madre contenta -le advirtió la señora Pratt al entrar-. ¿Cómo se le ocurre irse por ahí la mañana en la que se casa? -Ha sido precioso, un paseo que nunca olvidaré -contestó Claudia besando al ama de llaves-. Ha sido el principio de algo muy bonito -añadió disponiéndose a desayunar. -Eso espero, jovencita -intervino su madre sentándose a la mesa de la cocina. -¡Oh, mamá, hemos visto amanecer juntos! -exclamó Claudia emocionada. -Me alegro, cariño -contestó su madre acari-ciándole la mano-. Te entiendo perfectamente.

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Por cierto, George ha tenido que salir de repente a atender al hijo de la señora Parson, que se ha cor-tado con una botella rota en el brazo, pero estará de vuelta a tiempo para la boda -le aseguro. Claudia se miró en el espejo y, durante unos instantes, deseó que fuera un vestido de boda tra-dicional con un velo muy largo en lugar del con-junto azul que llevaba. Se había vestido con cuidado y esmero, se ha-bía colocado el sombrero ladeado y se había pei-nado y maquillado como había podido. Para una boda pequeña y sencilla suponía que estaba bien. ¿ Y si no salía bien? Tanto Thomas como ella estaban convencidos de que sí pero, ¿y si no era así? Supuso que estaba siendo víctimas de los mismos nervios de última hora que todas las no-vias. Se retiró del espejo y miró por la ventana. El Duck and Thistle no estaba lejos, pero no se veía desde allí. ¿Estaría Thomas asomado también a la ventana de su habitación arrepintiéndose de ha-berle propuesto matrimonio? Su madre entró en su habitación y la sacó de sus pensamientos. -Mira qué bonito, cariño -dijo entregándole un precioso ramo de novia-. Thomas no sabía de qué color ibas a ir, así que te las ha mandado blancas. Claudia lo tomó y se sintió, al instante, como una novia. Thomas había dicho que quería una boda sen-cilla, pero eso no evitó que medio pueblo se acer-cara a la iglesia para acompañar a Claudia en aquellos momentos. Sin embargo, se sentaron al fondo del templo para no molestar y, al finalizar la ceremonia, fueron a darles la enhorabuena y a desearles mucha felicidad. Ya en casa de George, brindaron con champán y se sentaron a comer. La señora Pratt, a pesar de haber tenido poco tiempo, había preparado unos platos dignos de reyes. Suflé de queso, salmónen croûte, ensalada y, para terminar, tarta nupcial. -Todo lo mejor para la señorita Claudia -anunció el ama de llaves. . Fue una comida tranquila, con brindis por los novios y todo. Thomas rellenó las copas y mandó ir al servicio. -Mi mujer y yo les queremos dar las gracias por haber hecho este día todavía más feliz -brindó a su salud entregándoles una copa de champán a cada uno.

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La señora Pratt y Tombs no cabían en sí degozo. Tras tomar café en el porche, Thomas anunció que se tenían que ir. -Muchas gracias por habemos prestado tu casa para la ocasión, George. En cuanto estemos insta-lados en Londres, espero que vengáis a vernos -se despidió de su suegro-. De todas formas, nos veremos en Navidad -añadió refiriéndose a todos. -Claro que sí -contestó su madre. Tardaron un poco en despedirse de todos, pero al final Thomas metió el equipaje en el maletero y esperó a que su mujer besara a la señora Pratt y a Tombs, dejara una nota para Jennie y abrazara a su perro. -Ha sido todo tan rápido. ..-suspiró cuando ya estaban a varios kilómetros del pueblo. -No te preocupes, Claudia -la tranquilizó Thomas acariciándole la mano-. Si te resulta más fá-cil, en lugar de pensar que estamos casados, piensa que somos novios y estamos prometidos. -No, estamos casados y punto. En cuanto me haya acostumbrado, todo irá bien -le prometió-. No creas que me arrepiento. Soy muy feliz, pero me encuentro un poco perdida. -Vas a tener todo el tiempo del mundo para encontrarte. Mañana tengo que trabajar, pero el miércoles estaré en casa y podremos hablar. Ahora, cuando lleguemos a casa, Cork habrá pre-parado té y tendremos la noche para nosotros. Espero que la boda te haya gustado tanto a ti como me ha gustado a mí. -Oh, sí -le aseguró Claudia-. Las flores eran preciosas. Me hicieron olvidar que iba vestida normal y corriente. Me; hicieron sentir como si llevara un vestido de novia con velo y todo, como una novia de verdad. -Eras una novia de verdad. Estabas preciosa, cariño. Aquel comentario la hizo sentirse tan feliz que estuvo el resto del día de un humor excelente. CAPiTULO 5 Ladescripción que Thomas le había hecho de su casa de Londres. había sido vaga, así que Claudia se había imaginado la típica casa de dos pisos en una calle con tráfico. Cuando su marido paró ante su nuevo hogar, aunque era ya casi de noche, vio que se trataba de una calle elegante llena de árboles. -Hola, Cork -saludó Thomas al mayordomo que los recibió-. Claudia, te presento a Cork, que a partir de ahora te va a cuidar tan bien como me cuida a mí -añadió poniéndole una

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mano en el hombro al aludido-. Cork, te presento a mi mujer. Claudia le dio la mano y le sonrió. Cork deci-dió inmediatamente que era una joven simpática y agradable, perfecta para su jefe. -Les deseo toda la felicidad del mundo –dijo con solemnidad. -Gracias -contestó Thomas dejando los guantes y el abrigo de Claudia en una silla. -Les llevaré el té al salón en cinco minutos, señor -sonrió Cork. Cuando el mayordomo hubo desaparecido, Thomas tomó a Claudia de la mano y la guió por un pasillo hasta una gran sala cuyos venta-nales daban a la tranquila calle por la que ha-bían llegado. El salón disponía de chimenea, dos sofás y una librería de madera maciza con una mesa de-lante, un escritorio y un maravilloso armario chino junto al ventanal. También había una si-llería de lo más cómoda tapizada en el mismo terciopelo granate con el que estaban confeccio-nadas las cortinas. En las mesas auxiliares había revistas y libros debidamente ordenados, lo que dejaba de mani-fiesto que se trataba de una estancia bien decorada y cómoda. Claudia se sintió inmediatamente a gusto en aquel salón. Cork les llevó el té y Claudia lo sir-vió con naturalidad, como si llevara años hacién-dolo. Thomas la observó atentamente. Había tenido clara desde el principio que era la esposa ade-cuada para él. Se consideraba demasiado mayor para enamorarse, así que no tenía intención de hacerlo. Cada vez tenía más trabajo y le gustaba. Estaba seguro de que Claudia se adaptaría muy bien a su estilo de vida. Tenían gustos parecidos, así que las cosas iban a ir muy bien. Cork retiró el servicio de té y acompañó a Claudia a la planta superior. Su habitación estaba al final de la casa y daba a un pequeño jardín. Aunque estaban en invierno, estaba precioso. Se-guro que en primavera y en verano tenía que ser una maravilla. -El baño es esa puerta de la derecha -le in-formó Cork-, y la de allí es el despacho del doc-tor. Si quiere, mañana le enseñaré el resto de la casa. -Gracias, Cork. También le agradecería que me contara un poco cómo se hacen las cosas en esta casa, quiero decir, que me dé algún consejo pues supongo que usted sabe exactamente cómo le gusta al doctor que se lleve todo. -Por supuesto, señora.

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Una vez a solas, se fijó en su habitación y decidió que era un primor. Tenía una cama con dosel preciosa, un exquisito espejo y una mesa de deli-cada marquetería bajo la ventana. A cada lado de la cama, había una mesilla con sendas lamparitas rosas. También había un armario, por supuesto, y el baño era de ensueño. En él había una puerta, la abrió y se encontró con otra habitación, más aus-tera, pero igual de bonita. No se había parado a pensar en cómo estaría amueblada la casa de Thomas. Era obvio que te-nía medios económicos, pero los muebles de aquel lugar eran verdaderos tesoros. ¿Los habría heredado o sería coleccionista? Bajó para preguntárselo. -¿Te gusta tu habitación? -le preguntó su marido, que estaba revisando el correo-. La mayor parte de los muebles me los dejó mi abuela. Eran de la familia de mi abuelo, que tenía una mansión enorme en Berkshire. Me encantaba ir de pequeño y me sigue encantando. -Me encanta la habitación y me encanta el mo-biliario -le aseguró Claudia-. ¿Te gusta comprarmuebles? -No es que sea coleccionista, pero cuando en-contremos una casa en el campo, te prometo que saldremos juntos a amueblarla. No sé cuándo va a poder ser porque tengo unos meses muy ocupados por delante. Tumbada en su cama, Claudia recordó el día de su boda. Habían pasado una agradable velada charlando como si llevaran toda la vida casados y habían descubierto que estaban de acuerdo en casi todas las cuestiones esenciales de la vida. Cork les había servido una deliciosa cena a base de ensalada, faisán con guarnición y un postre que había inventado él y que consistía en una crema pastelera sobre un lecho de almendras con licor. Al finalizar, habían tomado café y habían vuelto a brindar con champán, pero aquella vez en com-pañía del mayordomo de Thomas. Claudia se había ido a la cama muy feliz. Se estaban conociendo, pero en lugar de hacerlo an-tes de casarse lo iban a hacer estando ya casados. Se quedó dormida pensando en que Cork le iba a enseñar la casa al día siguiente y

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deci-diendo que no debía decir nada que pudiera per-turbar al mayordomo hasta que se lo hubiera ga-nado. No era cuestión de herir susceptibilidades diciéndole cómo tenía que llevar la casa de ahí en adelante. Desayunó a las siete y media. Thomas le había dicho que desayunara ella más tarde, pero Claudia le había contestado que prefería hacerlo con él porque, además, le gustaba madrugar. Al ver que fruncía el ceño, se había apresurado a asegurarle que no hablaría. Y cumplió su palabra. Se tomó los huevos re-vueltos en silencio y, a continuación, se puso una tostada con mermelada. Thomas se fue cuando ella todavía no había terminado de desayunar y se despidió de ella acariciándole el hombro. -Supongo que llegaré tarde esta noche... -¿A qué llamas tú tarde? ¿Cork te tiene la cena preparada vengas a la hora que vengas? -Sí, pero intentaré llegar antes de las ocho. Si me surge algo, te llamo. Y se fue. Cuando Cork fue a retirar la mesa, ella acababa de terminar de desayunar. -¿Quiere que le enseñe la casa, señora? -Sí, gracias, Cork. Supongo que tendrás cosas que hacer, así que, cuando te venga bien, me lo di-ces. Voy a llamar a mi madre y a escribir un par de cartas. ¿Suele venir alguien a echarle una mano, por cierto? -La señora Rumbold viene todas las mañanas excepto los sábados y los domingos. Es una per-sona de confianza, trabajadora y leal. Si le parece bien, le serviré el café a las diez y, como después estoy libre, le enseñaré la casa. -Muy bien, Cork. ¿Cuándo voy a conocer a la señora Rumbold? -Hoy mismo, señora. Llega a las nueve. Claudia habló durante un buen rato con su madre, le dijo lo feliz que estaba y le prometió ha-cerle una fiel descripción de la casa en otra oca-sión. Colgó justo cuando Cork entró acompañado del ama de llaves, una mujer menuda de ojos vi-varachos, rostro redondo y sonrisa bondadosa. -Qué gusto ver a otra mujer en esta casa -dijo la señora Rumbold estrechándole la mano.

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-Muchas gracias -sonrió Claudia. Intercambiaron un par de frases más y Cork carraspeó para indicarle al ama de llaves que la con-versación había terminado. Claudia se tomó el café, servido en una dimi-nuta taza de plata de ley. Después de comer, dio un paseo y se acercó a la calle principal del vecindario para consultar los horarios de los auto-buses. No había grandes tiendas cerca, pero sí algún pequeño comercio aquí y allá. Se trataba de co-mercios como a los que ella estaba acostum-brada: tiendas de lanas, fruterías selectas, libre-rías, un pequeño salón de té muy elegante y un anticuario. . Estuvo observando algunos artículos en el es-caparate de este último y volvió a casa recordando la mañana que había tenido. Cork le había sido de mucho ayuda, pero es-taba claro que sentía cierto recelo hacia ella. Aun así, le había enseñado todos los rincones y reco-vecos de la casa con suma amabilidad. La casa había resultado ser más grande de lo que parecía ya que contaba con tres pisos. La co-cina era una de las estancias de la casa que más le gustaban pues le recordaban a la de casa del tío abuelo William. Al llegar, llamó a la puerta y recordó que tenía que pedirle a Thomas que le diera un juego de lla-ves. Su marido no llegó hasta casi las ocho y Clau-dia se dio cuenta de que estaba cansado, así que no hablaron mucho. Cenaron en un agradable si-lencio y, cuando terminaron, Claudia anunció que estaba cansada y que se iba a retirar a su habita-ción. Sabía que había hecho bien, pero le había do-lido ver la cara de alivio de Thomas al oír sus pa-labras. Sin embargo, le deseó buenas noches y le dio un beso en la mejilla para, a continuación, recor-darle que tenía libre la mañana siguiente y que saldrían de compras. Voy a abrirte una cuenta en Harrods y otra en Harvey Nichols y, además, voy a dar orden a mi banco para que te pase una suma de dinero al mes a tu cuenta, pero mañana iremos de compras jun-tos. A la mañana siguiente, la llevó a Harrods y le dijo que se comprara lo que quisiera. -¿Te refieres a un vestido y un abrigo y cosas así? ¿Cuánto me puedo gastar? -preguntó Clau-dia. -Con un vestido, no haces nada. Cómprate va-rios. Por supuesto, un buen abrigo para el

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frío y todo lo que te guste. No mires los precios -son-rió-. Vamos a salir mucho, ¿sabes? -Vestidos de noche -suspiró Claudia encan-tada. -Claro, y también un par de conjuntos de gala porque tenemos un par de fiestas. No olvides algo abrigado para el lago, para que podamos salir a pasear. -¿No te importa esperar? -Claro que no -contestó Thomas sentándose en un cómodo sofá-. Ven de vez en cuando a en-señarme lo que te vas comprando, ¿de acuerdo? Así fue cómo Claudia se encontró comprando un montón de cosas en compañía de una vende-dora vestida de crepé negro. Hacía tiempo que; no se compraba nada y su ar-mario estaba muy pasado de moda, pero eso no fue obstáculo para que supiera qué quería com-prarse exactamente. Un precioso abrigo entallado verde, una falda de lana con una cazadora de cuero a juego, un jer-sey de cachemir, un vestido de punto azul y otro en gris marengo y, por consejo de la vendedora, varias blusas de seda y una chaqueta ligera de lana. Le enseñó todo a su marido antes de tomar un café y seguir. A continuación, había elegido un vestido de crepé en tono oro viejo y otro en verde esmeralda. Thomas insistió en que se comprara también un vestido largo con la cintura ceñida para que realzara su espléndida figura. -¿No debería parar ya? -preguntó Claudia. -No, claro que no. Hay que comprar todo lo que necesites. ¿Qué te queda? -Vestidos de noche. No tardaré mucho... –leaseguró. Tras adquirir dos vestidos preciosos, se reunió con él para ir a comer. -Si no me has arruinado, iremos luego a Harvey Nichols -bromeó Thomas. -Pero si me he comprado de todo –protestó ella. -¿Ah, sí? ¿Y qué me dices de la topa interior, los camisones, los zapatos, las botas, un impermeable Burberry y un sombrero para la misa de Navi-dad? -Piensas en todo, ¿eh? -dijo Claudia mirándolo atónita. -No, pero es que tengo dos hermanas y he salido muchas veces de compras con ellas. -Está bien. Si no te importa..

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-Claro que no -le aseguró Thomas pensando que estaba guapísima. Comieron en Harvey Nichols y, aunque Claudia no tenía mucha hambre porque estaba muy emocionada, tomó salmón a la plancha y ensalada de manzana. Retornó fuerzas y se pasó otra hora comprando más cosas. -Voy a comprar regalos para mi familia -anun-ció Thomas dejándola en el departamento de len-cería femenina-. ¿Quedamos en una hora en la puerta principal? Claudia se hubiera perdido entre las prendas que allí encontró, pero se recordó que solo dispo-nía de sesenta minutos. Cuando llegó donde ha-bían quedado, Thomas la estaba esperando. -¿Quieres que te lo envíen a casa con lo de-más? -le preguntó mirando las nuevas bolsas. -No, gracias -contestó Claudia-. No quiero separarme de los conjuntos que me he com-prado. No te puedes ni imaginar lo bonitosque... -¿Te apetece que tomemos el té? -la interrumpió. Lo tomaron y charlaron durante un buen rato. -¿ Te gustaría ir a Little Planting antes dela Navidad ? Podría librar un domingo, si quieres. No olvides que la semana que viene tenemos el baile del hospital. Te advierto que intentarán enro-larte en todo tipo de actividades benéficas. No te dejes embarcar en demasiadas. Mientras cenaban en casa, llamaron a Thomas para una urgencia y se tuvo que ir apresurada-mente. -Me lo he pasado muy bien hoy -le dijo despidiéndose de ella con un beso en la mejilla. -Yo también, pero me temo que me he gastado una buena parte de tu dinero... -Nuestro dinero -la corrigió-,Y ha sido un placer. Después de cenar, Claudia se sentó en el salón a hojear algunas revistas. Se miró en el espejo y se preguntó si no debería cortarse el pelo. ¿Debe-ría también hacer un curso para aprender a maqui-llarse? Decidió que, para empezar, debía arreglarse las manos porque las tenía estropeadas de trabajar en el hospital. Era la mujer de un cardiólogo conocido y no podía avergonzarlo. Tras desearle buenas noches a Cork, subió a su dormitorio. No acababa de saber si el mayordomo la apreciaba o no. Debía de temer que interfiriera en su forma de llevar la casa, algo que Claudia no pensaba hacer ni por asomo.

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A la mañana siguiente, se reunió con Thomas en el desayuno. Estaba impecable, como siempre, pero visiblemente cansado. -¿ Volviste muy tarde? -Alrededor de la una. Espero no haberte despertado. -No, claro que no. ¿Te suelen llamar muy a menudo así de repente? -Cuando me necesitan, sí. -¿ Vas a ir al hospital ahora por la mañana? -Sí, tengo que ver a un paciente que operé hace poco y .luego, por la tarde, tengo consulta privada. -¿ Vas a venir a comer? -Me temo que no -contestó Thomas-, pero creo que llegaré a la hora del té. ¿Estarás bien? -Sí... -Debería haberte advertido que estoy mucho tiempo fuera de casa. Cuando se fue, Cork le informó de que la se-ñora Rumbold iba a hacer limpieza del salón, así que Claudia decidió salir a explorar un poco. -¿La comida a la una, señora? -le preguntó elmayordomo. -Sí, pero no hace falta que ponga la mesa solo para mí. Con una bandeja será suficiente -sonrió Claudia antes de irse. Al entrar en Hyde Park, vio a un perrito pequeño bajo unos arbustos. No ladraba ni se movía, así que Claudia pensó que su dueño estaría cerca, pero cuando salió una hora después el can seguía en el mismo lugar. Era un cachorro, estaba muy delgado y temblaba de frío. Claudia se agachó a acariciarlo y el perro la miró aterrorizado. Estaba atado con una cuerda y la tenía tan prieta al cuello que, si hu-biera intentado moverse mucho, se habría aho-gado. Claudia consiguió cortar la cuerda con las tije-ras de manicura que siempre llevaba en el bolso y se lo metió dentro del abrigo. El animal ni pro-testó. -Cosita pequeña -le dijo acariciándolo-. Te vas a venir a casa conmigo. Te prometo que no vas a pasar hambre ni miedo nunca más.

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Cuando estaba cerca de casa, se preguntó qué diría Thomas. ¿ Y Cork? El mayordomo ya la había visto acercarse caminando y le tenía la puerta abierta. -Cork, me he encontrado a este cachorro atado a un árbol de Hyde Park. Tiene hambre y está muerto de frío. Cork miró al perrito y sonrió. -El doctor siempre ha querido tener un perro, ¿sabe? ¿Qué le parece si lo ponemos en una caja de cartón con una mantita junto al horno? Tras darle leche tibia, Claudia se fue a comer. Al terminar, pasó a la cocina a verlo. -Gracias por tenerlo aquí con usted -le dijo a Cork-. Le prometo que haré todo lo posible para que no lo moleste. -No se preocupe, señora. Me encantan los perros. -¿De verdad? A mí, también -sonrió Claudia. Agarró al perro y se fue con él a la sala de estar, una pequeña salita que había junto al despa-cho de Thomas y en la que le gustaba estar cuando estaba sola. El cachorro se quedó dormido junto al fuego y, poco después, Cork le llevó una bandeja, con té y una tacita. -Es leche con huevo -le explicó. Ambos lo miraron y decidieron que tenía mejor aspecto. -En cuanto pueda, lo lavaré -prometió Claudia-. Ha dejado de temblar. .. Subió a su dormitorio a cambiarse de ropa y, cuando llegó Thomas, estaba arrodillada junto a la caja de cartón dando de comer al pequeño. -Thomas, me alegro de que estés aquí -dijo levantándose al verlo-. Mira lo que me he encon-trado esta mañana. Thomas se dio cuenta de que fuera lo que fuera lo que hubiera en aquella caja era importante para Claudia pues estaba radiante de felicidad, así que se acercó a ver qué era. -Cork me ha dicho que siempre has querido tener un perro -musitó Claudia. -Es cierto -rió su marido-. ¿Dónde lo has encontrado? Claudia le explicó lo sucedido.

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-Y Cork se ha portado de maravilla y... ¿me lo puedo quedar, por favor? No sé qué raza es, pero me atrevo a decir que va a ser muy guapo de mayor. Thomas miró fijamente al animal. -Podría ser -contestó-. Vamos a examinarlo. Claudia observó cómo su marido agarraba al animal con cuidado y lo examinaba con mimo. El perro no dijo absolutamente nada y permaneció tranquilo. -Está muerto de hambre y parece que le han pegado, pero no detecto huesos rotos. Voy a lla-mar al veterinario para que venga a verlo. -¿Nos lo quedamos, entonces? ¿No te importa? -preguntó Claudia emocionada. -No, claro que no me importa. Es cierto que siempre he querido tener un perro. Cenaron encantados y, al poco rato, llegó el veterinario. El hombre estuvo de acuerdo con el diagnóstico de Thomas. -Le han pegado y lo han tenido atado. Pobrecillo -¿Alguna idea de qué raza es? -De ninguna -contestó el simpático veterinario-. No creo que vaya a crecer mucho ni a ser muy guapo, pero os va a llenar de cariño, eso os lo aseguro. Le voy a poner un par de vacunas. Durante unas semanas, con salir al jardín tendrá suficiente ejercicio y, en cuanto a las comidas, hay que darle muy a menudo y en poca cantidad. Va a estar usted ocupada, señora Tait-Bullen. -Tengo tiempo y me gusta -le aseguró Clau-dia-. ¿Quiere un café? Cuando Thomas lo acompañó a la puerta al cabo de un rato, el veterinario elogió lo guapa y encantadora que era su mujer y los invitó a cenar a su casa. Cuando volvió al salón, Claudia estaba arrodillada junto a la caja del cachorro.. -:Gracias, Thomas -le dijo sinceramente. El perro era negro, tenía unas orejas enormes y un rabo que más bien parecía de rata. -¿ Todos tus amigos son tan simpáticos como el veterinario? -le preguntó su esposa. -Me alegro de que te haya caído bien. Conocerás a muchos más en el baile. ¿Necesitas algún vestido más o...?

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-No, Thomas, tengo uno perfecto. Bueno, creo que es apropiado para la ocasión, pero si lo quie-res ver tú antes... -Me fío de ti, Claudia. Tienes mucho gusto –le aseguró tumbándose en su sofá preferido. Claudia se fue a la cama con la sensación de que había sido un día magnífico. Era una maravi-lla lo bien que se llevaba con su marido y los múl-tiples temas de conversación que tenían. Cada día, descubría algo en él que le gustaba y esperaba que a Thomas le pasara lo mismo con ella. Se acurrucó bajo las sábanas y cerró los ojos. CAPiTULO 6 A la mañanasiguiente, Thomas no tuvo que irse a trabajar hasta las nueve, así que aprovecharon para lavar y cepillar al cachorro. -¿Qué nombre le ponemos? -preguntó Claudia-. Debería ser un nombre muy inglés puesto que lo he encontrado en Hyde Park. -Elígelo tú, que eres la que se lo ha encontrado,¿no? -Sí, bueno... ¿qué te parece Harvey? Suena bien, ¿eh? Además, es fácil de decir. Harvey levantó una oreja y ladeó la cabeza. Cada vez tenía mejor aspecto. Thomas se fue al cabo de un rato y le prometió a su esposa volver para la hora del té a no ser que surgiera alguna emergencia. -Qué bien -contestó Claudia tan visiblemente encantada que su marido la miro confundido-. Pareces sorprendido... Lo sorprendente fue que a él también le apete-cía estar de vuelta en casa cuanto antes para estar con ella. A las cuatro en punto, Cork tenía el servicio de té preparado en la sala de estar y, como Thomas había llamado para decir que llegaría en breve, Claudia se trasladó allí con el perrito a esperarlo junto a la chimenea. Había salido a dar un buen paseo y todavía iba vestida de calle, con una blusa de seda y una falda de lana. Se había acicalado el pelo e incluso se había empolvado la nariz. Cuando entró, Thomas la encontró magnífica.

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-Qué bien se está aquí -comentó yendo hacia ella y dándole un beso en la mejilla-. ¿Qué tal lo has pasado hoy? ¿Has tenido un buen día? ¿Qué tal está Harvey? -Está mejor. Míralo, casi como un cachorronormal. Harvey se tomó aquello como un cumplido y movió el rabo. -¿No te importa que lo tengamos aquí? No creo que se vaya a salir de su caja. -Da igual que se salga. No creo que vaya a ha-cer nada. Sí, es verdad, cada vez va pareciendo más un perro de verdad -contestó Thomas acari-ciando al cachorro-. Supongo que John querrá volver a verlo. Cork les llevó el té con magdalenas, bizcocho de frutas y sándwiches. -Qué buena pinta tiene todo -lo felicitó Claudia. -Gracias, señora. ¿La cena a la hora de siempre? Claudia asintió. -¿ Va a volver a salir el señor? -Espero que no, Cork. Tengo muchos papeles que mirar, así que voy a aprovechar para trabajar un poco en casa esta noche. Claudia sonrió plácidamente mientras servía el té. Desde luego, si prefería pasar ese tiempo con él, no dijo nada. Cuando se disponían a servirse un poco de biz-cocho de frutas, llamaron a la puerta y, en un abrir y cerrar de ojos, Cork entró en la sala acompa-ñado por una mujer. -Hola, Honor, me alegro de verte -saludó Thomas levantándose. Claudia también se levantó y supo inmediata-mente que aquella mujer y ella no se iban a llevar bien, pero sonrió por educación. -Cariño, te presento a Honor Thompson -dijo Thomas-. Honor, te presento a mi esposa, Clau-dia. -Siéntate, por favor, y tómate una taza de té con nosotros -la invitó estrechándole la mano-. Voy a decirle a Cork que sirva más... Honor se sentó en el sofá que había enfrente de la chimenea y se quitó el abrigo, dejando al des-cubierto un cuerpo perfecto envuelto en un ves-tido negro corto y caro. Claudia se preguntó si a Thomas le gustarían las mujeres sin curvas, y se dio cuenta de que

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su cuerpo no era asÍ. Mientras le servía una taza a Honor, esta le re-prochó a Thomas que no le hubiera dicho que se iba a casar. -Ya te imaginarás la sorpresa que me he llevado. Claudia le pasó su taza de té y sonrió de nuevo. -Veo que eres amiga de mi marido de toda la vida, pero solo se lo dijimos a la familia más cercana -le explicó-. Fue una boda muy senci-lla. -No pienso perdonarte así como así, Thomas -contestó Honor poniéndole la mano en el brazo. El aludido se levantó y dejó su taza sobre la mesa sin contestar. Honor lo miró enfadada y se sonrojó. -Supongo que no conoces bien a tu marido -le espetó a Claudia-. Obviamente, no os ha dado tiempo. -El suficiente como para saber que queríamos casamos -contestó ella muy tranquila-. ¿Vives en Londres? -Por supuesto. ¿Dónde iba a vivir? -¿Y no te gusta viajar? Por Inglaterra, me refiero. Hay sitios preciosos... -Odio el campo. A mí me gusta salir a cenar, al teatro y a bailar -rió Honor-. No creo que Tho-mas vaya a dejar de hacerlo solo por estar casado. -Mi marido hará lo que le apetezca, por su-puesto, pero los hombres casados suelen dejar de salir con amigas precisamente porque están casa-dos. Si no hubieran querido casarse y abandonar esa vida, no lo habrían hecho, ¿no estás de acuer-do, cariño? -Completamente -contestó Thomas-. Honor, ¿has visto nuestra última adquisición? -añadió tomando a Harvey en brazos. Honor miró al perro con asco. -¿No lo dirás en serio? Pero si es un chuchofeísimo. -Es un cachorro muy valiente y cariñoso. Es cierto que no está en todo su esplendor, pero eso es porque ha pasado por malas experiencias. Tiene un par de heridas en las patas y... -No te acerques a mí con eso -se estremeció Honor levantándose-. Me tengo que ir. He que-dado para salir. Encantada de conocerte –añadió mirando a Claudia con frialdad-.

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Supongo que ya nos veremos... si es que salís. Cork la acompañó a la puerta y volvió a la sala a tiempo de oír la reacción de la señora Tait-Bu-llen. -Menos mal que te has casado conmigo. Honor te habría comido vivo en dos años. ¿Todas tus amigas son así? Thomas estaba sentado en su butaca con Harvey en el regazo. Se esperaba que Claudia reaccionara con frialdad y enfado, no con sorna, y aquello le pareció divertido. -Me estoy dando cuenta, sí, de que me he casado con una mujer que es un tesoro. Eres calmada, prudente, educada... Por otra parte, te diré que nunca tuve intención de casarme con Honor aunque sospecho que ella conmigo tenía otras ideas. Nunca fue mi novia, ¿sabes? Sí, salíamos de vez en cuando, pero siempre de forma plató-nica. Hace mucho tiempo que no me enamoro. Te lo habría contado, te lo prometo. -Entonces, los dos estamos de acuerdo en que es una suerte que estemos casados -sonrió Clau-dia. -Estamos de acuerdo -asintió Thomas-. Dicho esto, vamos a olvidamos de esta mujer y vamos a hablar de cosas que nos interesan. El próximo do-mingo estoy libre. ¿Quieres que vayamos a ver a George y a tu madre? -Por supuesto -contestó Claudia radiante-. Mi madre debe de estar ya liada con los preparativos de Navidad. Le encanta poner el árbol, las guir-naldas y demás adornos. Cuando vivíamos con el tío abuelo William, mi madre se encargada de toda la casa y la dejaba preciosa. -Decidido entonces. Nos llevamos a Harvey, además. ¿Quieres que vayamos a comprar rega-los? -Podría ir yo mañana... ¿Y los de tu familia? -No voy a tener tiempo -contestó Thomas contrariado-. Si te hago una lista,¿te importaría ocu-parte tú? -Encantada. Así que al día siguiente por la mañana, Claudia se fue de compras con la lista que Thomas le ha-bía dejado junto a la taza del desayuno. Empezaba por su madre y terminaba por una tal Maggie a la que había que comprarle unas za-patillas de la talla seis. Su padre no aparecía por ningún sitio, así que Claudia supuso que Thomas había comprado ya su regalo. Claudia añadió a Cork y a la señora Rumbold a la lista y se fue.

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Compró un chal de cachemir para su suegra, pañuelos de seda para sus cuñadas y un juego de aseo de viaje para su cuñado. Como también ha-bía sobrinos y sobrinas, pasó una deliciosa hora en el departamento de juguetes de Harrods. Thomas volvió a casa agotado y con semblante preocupado. Saludó a Claudia con su acostum-brado beso, se sirvió una copa y se sentó en la bu-taca con Harvey. -¿Qué tal día has tenido? -le preguntó a su mu-jer. -Bien, pero no creo que quieras que te lo cuente ahora mismo -contestó Claudia-. ¿Quieres que hablemos del tuyo? No entiendo nada de me-dicina, pero sé escuchar. Aquello hizo reír a Thomas. -Eres realmente comprensiva, cariño. Es como si lleváramos años casados y te aseguro que mu-chas veces lo que más deseo cuando vuelvo a casa es alguien que me sepa escuchar -sonrió. A continuación, le habló sobre pacientes que no evolucionaban como se esperaba, listas inter-minables de operaciones y otros tipos de proble-mas. -¿ Tienes un buen equipo? -le preguntó Clau-dia. -Inmejorable -le aseguró Thomas-. Te los pre-sentaré a todos en el baile del hospital. Tengo dos cirujanos, varios enfermeros y una ayudante de quirófano buenísima. Claudia no pudo evitar sentir ciertos celos. Le habría encantado ser ella su ayudante. -Espero no haberte aburrido... -En absoluto. Me gusta que me hables de tu trabajo. La medicina me interesa. En ese momento, Cork anunció que la cena estaba servida. Al día siguiente, Claudia compró los regalos de George, de Tombs, de la señora Pratt y de Jennie. Qué maravilloso era tener dinero para poder com-prar sin mirar los precios. Thomas era muy generoso en aquel aspecto, pero Claudia no quería abusar pues no se había casado con él por su dinero. De hecho, se dio cuenta de que aunque no hubiera tenido un penique también se habría. casado con él. Aquello la tomó por sorpresa y la dejó intranquila. El baile del hospital era al día siguiente y Clau-dia quería estar guapa, así que se pasó la tarde ha-ciéndose las uñas, lavándose el pelo y experimentando con el maquillaje, pero al final decidió que se veía mejor con un poco de colorete y de pinta-labios, como siempre.

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En cuanto al pelo, decidió hacerse un recogido bajo y sencillo que le iba bien al óvalo de su cara. Había quedado con Thomas en cenar ligero en casa antes de ir al baile, pero ya eran las siete y no había aparecido, así que Claudia se dirigió a la co-cina seguida de Harvey. -¿Cork, qué hacemos? El doctor y yo nos te-nemos que ir a las ocho y media y supongo que, cuando llegue, querrá ducharse y cambiarse. Hoy había lenguado a la plancha para cenar, ¿verdad? ¿Qué le parece si lo dejamos para ma-ñana y hacemos solo una tortilla francesa y ensalada? -Ya lo había pensado, señora, y es exactamente lo que iba a preparar. -Espléndido, Cork. Me voy arriba a cambiarme... Thomas llegó media hora más tarde y Claudia, ya duchada y lista para vestirse, se enfundó en su albornoz y bajó a saludarlo. -Hola, ya creías que no venía,¿eh? –bromeó su marido. -Lo cierto es que me estaba poniendo un poco nerviosa, sí... -contestó Claudia dándose cuenta de que no la había besado como de costumbre-.¿Quieres cenar ya o prefieres cambiarte pri-mero? -Veo que tú todavía no has terminado de arreglarte. ¿Te parece que cenemos? -Muy bien, Cork va a servir la cena hoy en la salita. La verdad es que te cuida muy bien. -Y a ti, también, ¿no? -¡Por supuesto! Es una joya este hombre -contestó yendo hacia la salita. Cork sirvió la cena y Thomas le dijo que era exactamente la comida que le apetecía tomar. Ha-biendo oído el cumplido de su señora, Cork con-testó que el menú había sido idea suya. Lo cierto era que se había dado cuenta de que la mujer de su jefe no tenía intención de quitarle su papel en la casa y le estaba empezando a caer bien. Tras cenar, se fueron a vestir y se encontraron media hora después en el salón. Claudia se había puesto un vestido de gasa de color beige y no sa-bía si a Thomas le iba a parecer suficiente. -Estás maravillosa -le dijo su marido tranquili-zándola al instante-. Me gustaría que te pusieras este conjunto. Creo que le va de maravilla a ese vestido -añadió entregándole una cajita. Era un collar de perlas con broche de diamantes y pendientes a juego.

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-Dios mío -exclamó Claudia-. Qué maravilla. Son tan delicadas que casi me da miedo ponérme-las -sonrió-. Muchas gracias -dijo dándole un beso en la mejilla. -Mi abuela me lo dio para que yo se lo regalara a mi esposa -contestó él poniéndole el collar. -Debía de quererte mucho -comentó Claudia sintiendo cierta decepción. Le habría encantado que hubiera sido un regalo elegido por Thomas para ella, pero sonrió radiante. -¿Nos vamos? Claudia miró a su marido, que estaba guapísimo con su traje de chaqueta a medida, y asintió. Cork los despidió en la puerta con Harvey debajo del brazo. Ya en el coche, Claudia se puso un poco nerviosa. -No conozco a nadie... -se lamentó. -No te preocupes, cariño -la tranquilizó Tho-mas poniéndole la mano en la rodilla un instante-. Pronto tendrás muchos amigos. Al llegar, Thomas dejó el coche a uno de los porteros para que lo aparcara y escoltó a su esposa al interior del hospital. Allí, su marido le presentó a mucha gente y, al terminar, la llevó a la pista de baile. Qué bien bai-laba Thomas. Pronto Claudia se encontró muy a gusto en aquel ambiente e incluso bailó con algunos colegas de su marido mientras él la miraba desde lejos y sonreía. Al cabo de un rato, fueron juntos al cóctel y, mientras tomaban unos canapés, charlaron encan-tados. -¿Te lo estás pasando bien? A mí no paran de hacerme cumplidos sobre mi mujer –observó Thomas. -¿De verdad? -contestó Claudia sonrojándose. -Sí, de verdad, y yo estoy completamente de acuerdo. Estás preciosa con ese vestido. Volvieron a casa pasadas las doce de la noche. Cork les había dejado chocolate preparado, así que se sentaron a tomárselo en la cocina con el ca-chorro a sus pies.

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-Ha sido una noche muy divertida –comentó Thomas-. Los tienes a todos encandilados. -Muchas gracias, pero es solo porque soy la novedad -contestó Claudia halagada. -No seas modesta -rió Thomas. Al día siguiente, Claudia se levantó un poco más tarde de lo normal y su marido ya se había ido a trabajar. -Hace un tiempo horrible -le anunció Cork al verla bajar a desayunar-. El señor ha dicho que tenga usted cuidado. Claudia se asomó por la ventana y vio que, efectivamente, el día estaba gris, triste y lluvioso. -Espero que mejore para el fin de semana por-que nos queríamos ir el domingo a Little Planting a ver a mi familia. Por cierto, Cork, tiene usted un día libre a la semana, ¿verdad? -Dos medios días, señora. -Bien. Se lo digo porque estaba pensando que podría usted tomarse el domingo también de descanso. Supongo que tendrá familiares a los que ir a ver. -Muchas gracias, señora. ¿A qué hora se van? -Muy pronto, me parece, y no creo que volvamos hasta después de la hora del té. Tras desayunar, Claudia pasó la mañana envol-viendo regalos. Después de comer, paró de llover, así que se enfundó en el abrigo y sacó a Harvey a pasear. Al volver, vio con placer que Thomas ya había vuelto. -Qué gusto que estés en casa-lo saludó-. Le voy a decir a Cork que nos sirva el té. ¿Has tenido un día muy liado? -Como de costumbre -.contestó Thomas dándole un trozo de magdalena a Harvey. No se dio cuenta de la carita de Claudia que, a veces, se sentía excluida de su vida profesional. Tal vez era porque su marido creía que no le interesaba. -Has causado sensación, ¿sabes? -¿Yo? ¿Por qué? -Todos están encantados contigo. Nos han invitado a mil cenas y eventos. Prepárate para un in-vierno muy movidito -rió Thomas.

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Al cabo de un rato, se levantó para ir a trabajar un poco a su despacho y Harvey se fue con él, de-jando a Claudia sentada sola en la salita. Antes de casarse, Thomas le había dicho que buscaba una compañera. ¿Se había olvidado o era que se aburría con ella? «No seas tonta ni te compadezcas de ti misma», se dijo. En la cena, Thomas sugirió que de camino a Little Planting podían parar en otros pueblos para mirar casas. -Cuando tengamos la casa de campo, ¿pasare-mos allí los fines de semana? -preguntó Claudia encantada. -Siempre que sea posible, sí, por supuesto. -Hay un pueblecito precioso que se llama Child Okeford. Está al sur de Shaftesbury, cerca de Blandford, y bien comunicado con la auto-pista. Cuando era pequeña solía ir bastante con mi madre porque tenía una amiga allí. No sé cómo estará ahora, pero entonces era muy bo-nito. -Decidido, entonces. Iremos a echarle un vis-tazo el domingo -sonrió Thomas. Se fueron a las ocho de la mañana, con los re-galos en el maletero y Harvey dormido en el asiento trasero envuelto en un chal viejo. Claudia estaba encantada. Llevaba su cazadora nueva de cuero a juego con unas botas que habían costado una pequeña fortuna, pero que eran có-modas y suaves como el terciopelo. Le habría gustado que Thomas le hubiera dicho algo, pero ni se dio cuenta de lo que llevaba puesto. Siempre le decía que estaba guapísima, pero lo cierto era que nunca se fijaba en cómo iba vestida. Claudia intentó no pensar en ello pues era un buen hombre y se llevaban estupendamente. Una hora y media después, llegaron a Child Okeford. Hacía poco sol y el pueblo aún dormía apaciblemente. -¿Aparcamos y nos damos una vuelta? -propuso Claudia. Dejaron el coche en el centro de la población y, acompañados de Harvey, se pusieron a andar y aexplorar:

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-No ha cambiado -apuntó Claudia-. La tienda sigue en el mismo sitio... y el pub, también. Se pararon para admirar la iglesia y anduvieron por la calle principal y las colindantes. Todo estaba muy bien cuidado y las casas eran precio-sas. -Vamos a meternos por aquí -dijo Claudia viendo una callecita llena de árboles. La calle bacía curva y, alfondo, había una casa bastante grande con un cartel de «Se vende» en la vieja verja de hierro. Debía de llevar vacía cierto tiempo porque no tenía cortinas y el jardín estaba salvaje. Claudia miró a su marido. Thomas abrió la cancela y juntos recorrieron el camino de piedra que llevaba hasta la puerta de entrada de la casa. Claudia se asomó por una ventana. -Es la cocina. Mira. Fueron mirando a través de varias ventanas para hacerse una idea de cómo era el edificio. Cada vez les gustaba más. De hecho, Thomas apuntó el teléfono de la agencia inmobiliaria que la tenía en venta. -Oh, Thomas, ¿tanto te gusta? -preguntó Claudia emocionada. -Sí, la verdad es que me encanta. El teléfono es de aquí.Es de un señor llamado Blandford. ¿Lo llamamos desde el coche a ver si nos la enseña? -¿Hoy? ¿Ahora? Oh, Thomas... Su marido sonrió y la observó encantado.Es taba sonrojada y radiante y sintió tremendos de-seos de abrazarla y de besarla. Aquello lo tomó por sorpresa. Era como si la acabara de ver por primera vez. -Ahora mismo -contestó. Dicho y hecho. Llamaron al agente y resultó que el hombre se mostró encantado de enseñar-les la casa, así que quedaron con él en media hora. Mientras esperaban, volvieron a la casa y deam-bularon por el jardín. Tenía una buena parcela y, al fondo, un cobertizo. -¿Será el garaje? -preguntó Claudia-. Mira, hay un invernadero y un cenador... Oh, Tho-mas... -suspiró agarrándolo del brazo. El agente llegó puntual y tras asegurarles que no pasaba nada por haber llamado un

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domingo, les abrió la puerta y los guió por el interior de lacasa. -El tejado fue reparado hace un par de años, las paredes son de piedra y ladrillo. La propietaria ingresó hace seis meses en una residencia para mayores, pero la casa está muy bien cui-dada. Del vestíbulo salía una escalera que conducía a la planta superior y tres puertas. Claudia abrió la primera y se encontró en una pieza enorme que, obviamente, era el salón. Siguieron con la segunda, que era más pequeña. -El comedor -dijo contenta yendo hacia la cocina. Arriba, había tres dormitorios y un baño. Claudia se paseó sola por la casa mientras Thomas se quedaba hablando con el agente. Cuando fue a reunirse con su esposa, se la encontró mirando por una ventana imaginándose el jardín bien cuidado. -¿Te gusta? He hecho una oferta y el agente me ha dicho que mañana, cuando haya hablado con la propietaria, nos dará una contestación. -¡Oh, Thomas!-exclamó Claudia rodeándole el cuello con los brazos y besándolo en la boca. Nunca antes se habían besado así y Claudia se apresuró a apartarse y a pedir perdón. -Lo siento, me he dejado llevar. El rostro de Thomas no se alteró. El beso lo había perturbado, pero no dejó que se le notara. -Espero que podamos comprarla -se limitó a comentar. Claudia se dio cuenta de que a Thomas le gustaba realmente la casa. La idea de amueblarla juntos y de pasar en ella apacibles fines de semana la llenó de gozo. CAPÍTULO 7 La madrede Claudia salió a recibirlos en cuanto llegaron. -¿Qué os ha pasado? -preguntó nerviosa porque habían llegado un poco tarde-. Pasad, pa-sad, hay café preparado. .. Aquella noche, de camino de regreso a Lon-dres, Claudia pensó que había sido un día feliz. Habían charlado, se habían dado regalos, había visto a Tombs y a la señora Pratt, habían dado un paseo después de comer con Rob y con Harvey y, por supuesto, habían hablado de la casa de campo que se iban a comprar.

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Con la ayuda de su madre, Claudia ya. tenía pensada prácticamente toda la decoración del lu-gar. -¿Qué te parecen cortinas de rayas blancas y azules en la cocina? -le preguntó a Thomas en el coche. -Preciosas, pero esos temas te los dejo a ti -contestó su marido. Aquello decepcionó a Claudia, que se había hecho ilusiones de decorar la casa los dos juntos, pero se recordó que Thomas era un hombre muyocupado. -Ha sido un día precioso, Thomas-le dijo sin-ceramente-. Harvey se lo ha pasado también en grande. No hablaron mucho más. Thomas se limitó a contestar a los comentarios de Claudia con edu-cada indiferencia. Era como un muro entre ellos. Fue un alivio llegar a casa y ver a Cork esperán-dolos en el vestíbulo con la puerta abierta. El mayordomo se llevó a Harvey a la cocina y Claudia fue tras él. -¿Ha tenido un buen día, Cork? -le preguntó. -Sí, gracias, señora. Espero que su excursión haya sido placentera. -Ha sido una maravilla -contestó Claudia, sin contarle nada de la nueva casa por temor a que a Thomas no le hiciera gracia. Tras hablar sobre la cena, Claudia subió a su habitación y cuando bajó se encontró con que no había ni rastro de su marido. -Le han avisado que había una urgencia y se ha tenido que ir -le explicó Cork-. Me ha dicho que le diga que la llamará en cuanto pueda. Claudia no contestó ya que se había quedado sin palabras. ¿Se había ido sin despedirse deella? -Le voy a servir la cena, señora -añadió Cork. -Muy bien. Espero que no vuelva muy tarde. Claudia cenó sola y se fue a la salita con Harvey. Ya era tarde y Thomas no había llamado. In-tentó leer, pero no se podía concentrar. A las doce de la noche, dejó a Harvey en su ca-mita junto al horno y se despidió de Cork que, como de costumbre, se iba a quedar esperando despierto a Thomas. En ese momento, sonó el teléfono.

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Cork contestó y se lo pasó a Claudia pues era su marido. -Vete a dormir, cariño -le dijo Thomas-. Me parece que me voy a pasar aquí casi toda la noche. Pásame a Cork, por favor. El mayordomo escuchó atento. -Sí, señor -dijo contrariado antes de colgar-. Dice que no lo espere, que cierre la casa y me vaya a dormir también -le dijo a Claudia. Tras desearle buenas noches, Claudia subió a su habitación. Intentó esperar despierta, pero el sueño la venció y acabó quedándose dormida. Cerca de las cuatro de la madrugada, se des-pertó sin motivo aparente. Se puso la bata y las zapatillas y bajó a la cocina. Poco después, oyó la llave en la puerta principal y entró Thomas. -¿No deberías estar en la cama? -le preguntó aparentemente molesto. -Lo cierto es que sí -contestó ella indignada. -Estoy cansado, voy a dejar el maletín y me voy a la cama. Claudia sintió unas tremendas ganas de llorar. Thomas se comportaba como si no quisiera que estuviera allí. Decidió irse a dormir, pero cuando estaba subiendo las escaleras se giró para pregun-tarle a su marido a qué hora quería desayunar. -A la de siempre. -¡Pero si son las cuatro de la mañana! Thomas no contestó. Se metió en el despacho y cerró la puerta. Aprovechando que nadie la veía, Claudia lloró amargamente mientras seguía subiendo las escaleras. Thomas se sentó en su butaca, nervioso. Ha-berse encontrado a Claudia en bata y camisón y con el pelo revuelto lo había alterado sobrema-nera. Cuando se había planteado casarse con ella, no había esperado que se produjeran situaciones así. La idea era casarse con una mujer buena y agradable y disfrutar de las bonanzas del matrimonio sin enamorarse. Hacía años que había perdido la esperanza de enamorarse porque le había entregado el corazón a una mujer y ella se lo había destrozado.

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Entonces, había decidido que no creía en el amor y ahora, para su asombro, se acababa de dar cuenta de que aquella idea ya no le era válida. Claudia se quedó dormida llorando y se des-pertó unas horas después con un aspecto horrible. Tenía los párpados hinchados y la nariz sonro-sada. Intentó disimularlo con un maquillaje carísimo que le habían prometido que obraba milagros y bajó a desayunar creyendo que lo había conse-guido. Había decidido hablar del tiempo tranquila-mente para que Thomas se diera cuenta de que la conversación que habían mantenido de madru-gada no tenía importancia. Sin embargo, él ya estaba sentado a la mesa y le dio los buenos días de forma cortante, como si no quisiera hablar, así que Claudia descartó eltó pico climatológico y le contestó también con se-quedad. Cork volvió a la cocina tras haber servido el café, las tostadas y los huevos revueltos bastante preocupado. Claudia, a la que para entonces ya apreciaba sinceramente, estaba pasándolo mal y eso lo entristecía. -Si no fuera el señor Tait-Bullen -le dijo a Harvey-, habría asegurado que habían discu-tido, pero lo conozco bien y sé que eso no es po-sible. Nunca pierde el tiempo en cosas tan tontas. Se lo ve enfadado y la señora ha estado llorando.. . El perro ladeó la cabeza y emitió un ladrido sentido que le valió un par de lonchas de beicon. Thomas observó a Claudia y se dio cuenta de que había estado llorando, pero no dijo nada al respecto. Desde luego, no era el momento para decirle que se había enamorado de ella. Conociéndola, posiblemente le diría que no dijera tonterías. -Espero llegar hoy para la hora del té -se limitó a comentar. -Muy bien -contestó ella-. ¿Hace falta com-prar algún otro regalo para tu familia? -añadió de-seosa de hacer las paces con él. -Yo creo que para mi familia lo tenemos todo, pero, ¿qué me dices de la señora Rumbold? -Le he comprado una chaqueta muy bonita, pero me apetece comprarle también una buena caja de bombones. ¿Qué te parece? -Una idea muy buena -contestó Thomas levantándose-. Luego nos vemos. Pásatelo bien.

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Aquel era el último día que Claudia tenía para encontrar un regalo para su marido. Era difícil pues tenía de todo, así que se pasó toda la mañana mirando escaparates. En una de sus incursiones anteriores le había comprado una figura de porcelana de un perro que era exactamente igual que Harvey, pero no le pa-recía suficiente. Al final, compró una corbata de seda roja y un marco de plata. Una vez en casa,tomó una de las fotografías que Cork había hecho el día de su boda y la puso. No era muy buena, pero estaban los dos riéndose. ¡A ver si así se acordaba de que se habían casado con la intención de ser felices! Estaba haciendo un cojín con una preciosa tela color crema que había comprado cuando llegó Thomas. Claudia observó con alivio que estaba tan calmado como siempre, así que tomaron té y charlaron con normalidad. Después de cenar, se sentaron en la salita, ella con su cojín y él con el periódico. «Como un matrimonio de toda la vida», pensó Claudia encantada, decidiendo que no debía mo-lestar jamás a Thomas cuando tuviera aspecto de estar cansado. Al día siguiente, cuando sacó a Harvey de paseo por la noche estaba muy oscuro. La verdad era que el perro había mejorado mucho y era muy obediente. Cuando regresaba a casa, se cruzó con dos jóvenes. Al cabo de unos segundos, se dio cuenta de que la estaban siguiendo, así que agarró a Harvey en brazos y apretó el paso. ¿Qué debía hacer? ¿Salir corriendo? ¿Gritar? Se giró y se los encontró a pocos centímetros de ella. Thomas llegó a casa antes de lo previsto y se encontró con que Claudia no estaba. Cork salió a recibirlo y le dijo que la señora había salido a pasear al perro a Hyde Park. -Le he dicho que era un poco tarde, pero me ha dicho que quería airearse un poco. Normalmente, va a por Bayswater Road. -Voy a buscarla -contestó Thomas volviendo a ponerse el abrigo. Las calles estaban casi desiertas mientras Tho-mas avanzaba por ellas a buen paso. De repente, oyó los ladridos de Harvey y vio a Claudia condos jóvenes.

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Le acababa de dar una patada en la espinilla a uno de ellos, que estaba aullando de dolor. -Vamos a romperle el cuello a tu perro... –la amenazó. Sin pensarlo, Thomas se abalanzó sobre ellos y les dijo que se fueran o llamaba a la policía. Los chicos se pusieron en pie y salieron corriendo. -Gracias, Thomas -dijo Claudia con voz trémula-. Querían hacer daño a Harvey. -Y a ti, también -contestó Thomas enfadado-. ¿Cómo se te ocurre salir de casa a estas horas? Claudia, no se esperaba aquello sino un poco de comprensión y cariño. ¡Thomas era un monstruo inhumano ! Y, además, no se lo podía decir porque la llevaba agarrada del brazo caminando a toda velocidad hacia casa. Thomas no dijo nada. Lo que más deseaba era abrazarla, pero no lo hacía por temor a que un abrazo llevara a un beso y un beso a cosas más pe-ligrosas. Era preferible caerle mal de momento que asustarla con un amor que no se esperaba ni había demandado. Al llegar a casa, la sentó en una butaca y le dio un vaso. -Bébetelo -le indicó. -¿Qué es? -Brandy. Claudia obedeció aunque no le gustaba el brandy y, cuando Thomas le acarició el hombro para consolarla, prorrumpió en llanto. -No estoy llorando -protestó-. Es por culpa del brandy. Thomas sonrió y fue a quitarse el abrigo. -¿Le ha pasado algo a la señora? –preguntó Cork preocupado en el vestíbulo. -Le querían robar, pero no le han hecho nada. Está un poco asustada. -Voy a por el té. -Muy bien. Cork, dale a Harvey una galleta o algo porque a él también le han dado un buen susto. A los pocos minutos, el mayordomo apareció en la salita con el servicio de té y el perro. Se encontró con Claudia visiblemente afectada y esperó que el señor Tait-Bullen la consolara adecuadamente.

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Claudia aceptó el pañuelo que su marido le ofrecía y se limpió las lágrimas. -Tendría que ir a arreglarme un poco -se lamentó. -No hace falta, estás preciosa -contestó Thomas con ternura. Se estaba arrepintiendo de haberse mostrado tan brusco con ella en el parque. Había sentido miedo al verla en peligro y el miedo lo había he-cho enfadarse. Debía pedir perdón cuanto antes. Le sirvió una taza de té y un bollo y se la dejó en la mesa. -Me he asustado mucho, ¿sabes? -le dijo con amabilidad-. Te podrían haber hecho algo. Pro-méteme que no vas a entrar en un parque nunca más de noche. -Te lo prometo -contestó Claudia-. Te has enfadado mucho... -Sí, me he comportado mal. Tú no tenías la culpa de lo sucedido. En Little Planting no suce-den esas cosas y no tenías por qué saberlo. «Menos mal que volvemos a llevamos bien», pensó Claudia comiéndose el bollo. Tomaron el té sin prisas y estuvieron hablando dela Navidad , que iban a pasar en el norte con la familia de Thomas. -Hay sitios preciosos para pasear. Aquello está increíble en invierno. Te quiero enseñar una cosa especial así que llévate ropa de abrigo y unas buenas botas -dijo Thomas. -Muy bien -sonrió Claudia. Aquella noche, cuando se fue a la cama, pensó que todo había vuelto a la normalidad. Thomas no había hablado demasiado después de cenar, pero tenerlo cerca era agradable. El día de Nochebuena lo iban a pasar en Finsthwaite. Era una viaje largo, pero Thomas le dijo que el recorrido, de unos trescientos kilómetros, era casi todo por autopista. Por la mañana fue a trabajar al hospital, y partieron a media tarde calculando que llegarían en aproximadamente cuatro horas. Claudia hizo las maletas con cuidado y se aseguró de meter todos los regalos. Además, había que llevar la cesta de Harvey, sus latas de comida y su hueso preferido. Había decidido ponerse la cazadora de cuero con una falda de lana y un jersey de cachemir para el

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viaje. También se llevó su abrigo de invierno y un sombrero para ir a la iglesia, un vestido de punto, unas blusas de seda y unas chaquetas de lana. Quería que Thomas estuviera orgulloso de ella. Se fueron finalmente a las tres de la tarde y las calles estaban llenas de compradores de última hora y de árboles de Navidad. -Me encantan las Navidades -comentó Claudia muy contenta-. Espero que Cork se lo pasebien. -Seguro que sí -contestó Thomas-. El día de Navidad lo pasa con una hermana viuda que tiene y al día siguiente vienen unos amigos a comer conél. -Ah, qué bien. -He pensado parar en Birmingham para tomar el té y que Harvey estire un poco las patas. Tras aquel comentario, Thomas pasó la mayor parte del tiempo en silencio, pero fue un silencio cómodo y Claudia se dedicó a pensar en sus co-sas. La preocupaba caerle bien a su familia, así que se hizo una lista mental de posibles temas de con-versación. El Rolls se deslizó veloz por la carretera. No había mucho tráfico y no tardaron en llegar a Bir-mingham. Allí, tomaron el té bastante deprisa y siguieron camino. -¿Vamos a volver a parar? -preguntó Claudia. -Me gustaría no hacerlo hasta haber salido de la autopista, pero si lo necesitas me lo dices. -Lo decía por Harvey. -A lo mejor con un poco de suerte se queda dormido. Una hora después, estaban saliendo de la auto-pista y otra más tardaron en estar atravesando Kendal. Allí, la carretera se estrechaba y discurría entre campos labrados y pequeños pueblos. Thomas se metió por una comarcal que bordeaba el lago y, a lo lejos, apareció Finsthwaite. Era un pueblecito con unas cuantas granjas, una tienda, una oficina de correos, iglesia y escuela. Era un paraíso perdido que Claudia veía por primera vez a la luz de la luna y con un árbol de Navidad junto a la puerta de la iglesia.

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Thomas atravesó el pueblo y giró a la izquierda parando el coche ante la casa en la que había na-cido. Era un edificio precioso, antiguo, de piedra gris. Nada más llegar, todos salieron a recibirlos y las hermanas de Thomas se apresuraron, tras besos y abrazos, a llevarse a Claudia junto a la chi-menea y a darle una taza de exquisito café. -Cenaremos en media hora -anunció Amy-. Si te quieres cambiar, haz lo que quieras. ¿ Qué tal el viaje? Cuando Claudia se terminó el café, sus cuñadas la condujeron escaleras arriba y le mostraron su habitación. -Ahí tienes el baño y el vestidor. Baja en cuanto te hayas cambiado. Tenemos que poner los regalos debajo del árbol. Y la dejaron allí, en aquella habitación de altos techos y muebles grandes. Era de lo más acogedora y Claudia deshizo el equipaje tranquilamente y se cambió de ropa. Se puso un vestido estam-pado, se peinó y se maquilló un poco. Se sentó en la cama y se dio cuenta de que estaba nerviosa por tener que bajar. Thomas no de-bería haberla dejado sola. En ese momento, llamaron a la puerta y entró su marido. -¿Qué tal te encuentras? -le preguntó sentándose junto a ella en la cama y pasándole el brazo por los hombros-. No te agobies, están todos encantados de verte. Vamos a bajar. ¡Mi padre está esperando para abrir el champán y James quiere besarte bajo el muérdago! Al bajar, Claudia deseó que hubiera sido Thomas quien quisiera besarla. , «Qué tontería», pensó. Su marido no era un hombre que demostrara sus sentimientos abiertamente. Ya se lo había ad-vertido antes de casarse. Le había dejado claro que no estaba interesado en el amor y ella había estado de acuerdo. La familia entera estaba reunida en el salón, desde cuyos ventanales se veía el jardín. La chi-menea estaba encendida y se respiraba un am-biente de felicidad y amor. Era obvio que la fami-lia de Thomas se quería mucho. Brindaron con champán y se dirigieron al co-medor, cuya mesa y sillas estilo victoriano hicie-ron las delicias de Claudia. De las paredes colga-ban varios cuadros y supuso que se trataba de retratos de antepasados. En el centro de la mesa lucía un centro de rosas y el mantel y las servilletas eran de hilo blanco. Por supuesto, la cubertería era de plata y la vajilla de porcelana de Coalport.

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Tenía hambre y la cena fue magnífica. Sopa de corzo, faisán asado y pastel de chocolate y almen-dras. No sabía muy bien qué estaba bebiendo, pero estaba feliz. Además, Thomas, que estaba sentado a su lado, le había tomado un par de veces la mano y aquella la había alegrado todavía más. Después de cenar, dispusieron los regalos bajo el árbol. -Solemos ir todos a misa por la mañana, pero si queréis Thomas y tú podéis ir ala Misa del Gallo -le dijo Amy-. La iglesia está aquí al Iado, es .un pequeño paseo y la misa es preciosa. Nosotros solíamos ir, pero ahora tenemos niños y no podemos. -¿Cuántos tienes? -Dos y el tercero nacerá en primavera. Ann tiene uno -sonrió su cuñada-. Son una bendición, pero también dan mucho trabajo. Claudia se sentó junto a su suegra hasta que la mujer decidió que ya iba siendo hora de que se fueran a dormir. -El desayuno a las ocho y misa a las diez y media -les recordó. -Creo que Claudia y yo nos vamos a ir ala Misa del Gallo -sonrió Thomas. -Entonces, os dejaremos abierta la puerta de atrás. Le voy a decir a Maggie que os deje café hecho y tenéis sándwiches en la nevera por si venís con hambre. Tras darse las buenas noches, se fueron todos y Claudia y Thomas se quedaron junto a la chimenea. -¿ Te cae bien mi familia? -Estupendamente -contestó sinceramente-. Yo siempre he estado solo con mi madre porque mi padre murió hace mucho tiempo. Tiene que ser maravilloso tener hermanos. -La verdad es que sí. No nos vemos mucho, pero nunca fallamos en las ocasiones importantes. -¿Tus padres no se sienten solos con todos los hijos lejos? -No, están encantados de estar juntos. Mi ma-dre tiene su jardín y mi padre colabora con varias empresas. Les encanta pasear y, además, aquí hay bastante vida social incluso en invierno -le ex-plicó consultando el reloj-. ¿Quieres que vayamos andando a la iglesia? Está a unos diez minutos. -Voy a por el abrigo -contestó Claudia.

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Además del abrigo, se puso el sombrero de terciopelo y guantes. Al bajar, Thomas le abrió la puerta y la tomó del brazo para guiarla por las ca-lles del pueblo. Al llegar, la iglesia estaba casi llena. Thomas le presentó a varias personas, pero Claudia tuvo tiempo de admirar al sencillez del templo y de disfrutar de la misa. -Es Navidad... -dijo Claudia al volver a casa. -Cierto, y no tenemos que esperar a estar debajo del muérdago -contestó Thomas besándola y soltándose de repente al darse cuenta de que había perdido el control. A Claudia le había encantado el beso. Si no la hubiera tomado por sorpresa, le habría correspon-dido, pero la había soltado demasiado pronto y no le había dado tiempo. Tal vez en otra ocasión. .. Cuando volvieron a casa, tomaron café en la cocina junto a Harvey y Thomas le anunció con gran placer que había comprado la casa de ChildOkeford. -¿De verdad? Oh, Thomas, qué maravilla -contestó Claudia extasiada, dándole un beso en la mejilla y haciéndole casi perder el control por segunda vez. -Vamos a dormir -apuntó su marido-. Ha sido un día muy largo. -Y muy feliz también -contestó ella. Cuando bajó a desayunar a la mañana siguiente, Claudia se encontró el comedor tomado por los niños que reían y disfrutaban. Thomas estaba allí jugando con ellos. Obvia-mente se llevaban bien y Claudia no pudo evitar pensar que sería un padre estupendo. El único problema era que no parecía dispuesto a tener descendencia de momento. «Talvez dentro de unos años...», pensó. Pero se apresuró a apartar aquella idea de la cabeza, ya que sabía que Thomas se había casado con ella para tener compañía y una mujer que se ocupara de la casa y de sus amistades. Su matrimonio era una unión basada en la amistad y la compatibilidad. Volvieron a ir a misa y Claudia, sentada entre Thomas y su madre y cantando villancicos, se dijo que era la chica más afortunada del mundo.

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CAPÍTULO 8 La comida de Navidad fue pronto para que los niños pudieran compartirla con los mayores. Pavo con coles de Bruselas, patatas asadas, apio al horno y salsa de arándanos. Todo perfecto y, por supuesto, la tarta y el cham-pán. Tras el café, se dirigieron al salón a abrir los re-galos. Los primeros fueron los niños porque tenían que ir a dormir la siesta. . Luego, los mayores. Estaban todos allí, inclui-dos Maggie, las dos doncellas y el jardinero. El padre de Thomas entregó los regalos y pronto el suelo del salón estuvo cubierto de papeles como minutos antes lo había estado con los niños. Claudia deseó que George y su madre estuvie-ran allí también, pero la consoló saber que, cuando la había llamado aquella mañana, la había encontrado de un humor excelente. Miró a Tho-mas y sonrió. Su marido se acercó a ella al verla al borde de las lágrimas, se sentó y la tomó de la mano. -No has terminado de abrir tus regalos. -No, es que tengo muchos y todos preciosos -contestó Claudia tomando una cajita y mirando la etiqueta-. Oh, es el tuyo -añadió abriéndolo y encontrándose con unos pendientes de zafiros y diamantes maravillosos. -Oh, Thomas... -Venga, dale un beso -dijo Amy-. Ahora, ya eres de la familia. Todos se giraron hacia ellos, así que Claudia besó a Thomas tímidamente en la mejilla y sesonrojó. Thomas le puso los pendientes y Claudia se le-vantó para mirarse en el espejo que había sobre la chimenea. Tras admirarlos, volvió a sentarse junto a Thomas pues le quedaban varios regalos por abrir. Un fular de seda de parte de Harvey, un tarjetero de cuero rojo con sus iniciales de parte de sus suegros y unos guantes, un perfume y un joyero de sus cuñados. Se levantó para dar las gracia a todos y, cuando volvió a sentarse, era Thomas quien estaba abriendo sus regalos. Guardó el de Claudia para el final. La corbata le encantó y, tras mirar la foto de su boda, no dijo nada. -Es un recuerdo -se apresuró a explicarle Claudia.

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No le debía de haber gustado. Le debía de haber parecido una ñoñería por su parte. -La voy a poner en la mesa de la consulta -dijo Thomas-, para que todo el mundo vea la mujer tan guapa que tengo. -No lo he hecho para eso sino por... no sé cómo decírtelo, es difícil de explicar. -No hace falta, Claudia. Creo que te entiendo perfectamente y me ha encantado el regalo. ¿Quieres que vayamos a dar un paseo? -Qué idea tan estupenda -apuntó su madre-. ¿Por qué no llevas a Claudia a ver el bosque? El té se va a servir hoy un poco más tarde por los ni-ños. Volved sobre las cinco. Claudia se puso el abrigo, el fular nuevo y las botas y se reunió con su marido. Tomaron de nuevo el camino de la iglesia y, al llegar a ella, torcieron a la izquierda. En un abrir y cerrar de ojos, estaban en el bosque. Estaba oscureciendo y hacía una tarde preciosa. -Ha sido un día maravilloso. Estoy muy feliz. ¿Y tú? -dijo Claudia. -Hay lugares en los que es imposible no sen-tirse feliz -contestó su marido-. Creo que la casa de Child Okeford va a ser uno de ellos. ¿Cómo la vamos a llamar? -Christmas Cottage, por supuesto -contestó Claudia sin dudarlo-. Me gustaría tener un gato para que Harvey tuviera compañía. Por cierto, ¿no lo tendríamos que haber traído con nosotros? -Estaba profundamente dormido. Ya le daré yo una vuelta después del té. -¿Tus padres no tienen perro? -Jasper, nuestro labrador, murió hace un mes. Llevaba muchos años con ellos y mis padres están todavía apenados, pero ya tengo pensado com-prarles otro. -Eso es muy bonito, Thomas. No se te escapa nunca nada, ¿verdad? -le preguntó parándose y mirándolo a los ojos. «Solo haberme enamorado», pensó él. -Intento pensar en todo, sí -contestó. Volvieron para tomar el té con la familia y charlaron animadamente hasta que se hizo hora de subir a cambiarse y a arreglarse, pues los padres de Thomas tenían invitados a tomar una copa. Eran amigos de toda la vida que rápidamente la aceptaron e intentaron que se sintiera

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cómoda. Cuando se fueron los invitados, Maggie montó el bufé en el salón. Había preparado todo tipo de maravillas, desde salmón ahumado a pastel de pollo pasando por ensaladas variadas y pan recién hecho. Claudia se sirvió un plato moderado y se sentó en el sofá junto a Ann. -Mi hermano y tú hacéis muy buena pareja -le comentó-. Teníamos muchas ganas de que se ca-sara, ¿sabes?; pero desde que aquella novia lo dejó para casarse con un hombre de negocios su-ramericano, no había vuelto a enamorarse. Se había convertido en un soltero muy codiciado y, si no, que se lo digan a Honor Thompson. Supongo que no la habrás conocido. -Sí, estuvo en casa el otro día. -¿Ah, sí? No permitas que nada de lo que te diga te perturbe. Para Thomas nunca ha signifi-cado nada. Mi hermano tiene muy claro lo que quería en la vida y, por eso, se ha casado contigo. Claudia se sintió incómoda. ¿Se habría casado Thomas con ella para quitarse de encima a todas aquellas mujeres que lo asediaban? ¡No, claro queno! Se podía haber casado con cualquier de ellas, pero la había elegido a ella. Si Honor quería hacer alguna tontería, que la hiciera. Claudia estaba muy segura de su matrimonio. Se fueron después de comer al día siguiente. Por la mañana, habían ido a dar otro paseo por el bosque hablando dela Semana Santa. -Supongo que para entonces la casa de Child Okeford estará terminada -comentó Thomas-. Podríamos invitar a mis padres a que la conocie-ran. Estarían encantados. Tenemos que ir para allá en cuanto podamos. Estoy seguro de que tienes ya la cabeza bullendo con ideas para decorarla, ¿verdad? -¡Así es! -contestó Claudia emocionada. Antes de irse, se despidieron de todos con afecto. Habían sido dos días entrañables. A Clau-dia le había caído fenomenal la familia de su ma-rido y se había sentido muy cómoda en su casa. Ojalá fueran a menudo, pero no sabía si Thomas iba a tener tiempo. Se montó en el coche con sincera pena y ad-miró aquellos campos por última vez mientras Thomas conducía en silencio.

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-Estás muy callada -comentó al cabo de un rato. -Creía que no querías hablar, que tendrías muchas cosas en las que pensar -contestó Claudia. -¿Como por ejemplo? -En tu trabajo, en tus padres, en las Navidades... -¿Te lo has pasado bien? -Me lo he pasado fenomenal -le aseguró-.Han sido unos días maravilloso y tus padres y tus hermanos me han caído muy bien. -Tú a ellos, también. Pararon a tomar el té cerca de Birmingham y pasearon a Harvey antes de montarse en el coche de nuevo y seguir camino. -¿Estás preocupado por algo? -le preguntó Claudia a su marido al verlo como ausente-. Si no quieres, no me lo cuentes. No me voy a sentir ofendida. Aquello hizo reír a Thomas. -No estoy preocupado -le aseguró poniéndose a hablar de Christmas Cottage. Claudia se sintió dejada de lado. Su marido lo había hecho muy bien, pero lo cierto era que no le había contado lo que lo preocupaba. Las calles de Londres estaban vacías y, al lle-gar a la suya, los recibió Cork y un delicioso olor procedente de la cocina. -La cena estará lista en media hora -anunció. -Excelente -contestó Thomas-. Voy a aprovechar para dar una vuelta a Harvey. Claudia subió a su habitación y deshizo el equipaje. Al bajar, Harvey estaba junto al fuego, pero no había ni rastro de su marido. -El señor está en su despacho -le explicóCork. -Gracias, Cork. ¿Qué tal las Navidades? ¿Se lo ha pasado bien? -sonrió Claudia. -Muy bien, señora. Espero que ustedes también. -Sí, la verdad es que ha sido maravilloso.

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Cork se retiró a la cocina y Claudia se quedó sola cosiendo en la salita. Después de la algarabía de gente que había vivido en casa de los padres de Thomas, se le hacía un poco duro verse tan sola. Cuando unos minutos después Thomas fue a la salita, se paró en la puerta y observó a su esposa. Estaba preciosa cosiendo en su butaca junto al fuego. Parecía que llevara allí toda la vida. Qué difícil se le hacía imaginarse la casa sin ella. Se preguntó qué palabras elegiría si quisiera decirle que se había enamorado de ella, pero apartó aquella tentación de su mente. Se dijo que debía tener paciencia. Tal vez, algún día Claudia llegara a quererlo, pero hasta entonces debían ser buenos amigos. Era una suerte tener tanto trabajo como tenía por- que así estaba ocupado. -Esta semana tengo mucho trabajo -le dijo sentándose enfrente de ella-, pero podríamos ir a Child Okeford el domingo. Así, también podrías estar un par de horas con tu madre. -Me parece una idea estupenda. -No sé si te había comentado que en un par de semanas tengo un seminario en Liverpool y tendré que ausentarme dos días. Me temo que te vas a quedar sola. -No pasa nada -contestó ella-. Me han invitado a varios eventos a raíz del baile del hospital y, además, tendré que empezar a mirar cosas para la casa de campo. -Sí, tienes que empezar a pensar cómo quieres decorarla. -Y tú, que también vas a vivir en ella -le recordó Claudia. Pasaron el resto de la noche charlando amigablemente y Cork pensó que parecían un matrimonio que llevara toda la vida juntos. «Deberían salir a bailar o a cenar por ahí», pensó el mayordomo. A Claudia no se le pasaba por la mente algo así pues estaba encantada con quedarse en casa cosiendo mientras Thomas leía después de cenar. Durante los días siguientes no lo vio mucho. Thomas se iba muy pronto por las mañanas y volvía para cenar. Le había explicado que había una gripe muy fuerte y que tenían bajas incluso entre el personal sanitario. Claudia no podía hacer para ayudarlo, así que se preocupaba de que tuviera siempre una buena cena esperándolo. Ella paseaba con Harvey, hacía algunas com-pras, tomaba café con varias de las mujeres

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que había conocido en el baile y algunas tardes leía los libros de medicina que Thomas tenía en sudespacho.. No siempre entendía lo que estaba leyendo, pero le gustaba hacerlo por poder entender a su marido si este le hablaba de su profesión. El día de Nochevieja, Claudia se lavó el pelo, se pintó las uñas y, por la tarde, salió a dar un largo paseo con Harvey. Al volver, secó al perro, se quitó la ropa de lluvia y bajó a la salita a tomar el té junto al fuego. Ya había pasado la hora y Cork no llegaba con el servicio de té. Claudia supuso que no se había dado cuenta. Transcurrida media hora, se acercó a la cocina. Aquello no era normal. Cork era una persona muy eficiente y no tenía ese tipo de des-cuidos. Se lo encontró sentado en una silla completamente pálido. -¿Se encuentra mal? -le preguntó acercándose a él-. Cork, tiene usted muy mala cara. Tiene que meterse en la cama ahora mismo. Cork protestó, pero Claudia no le hizo caso. Al ver que no podía levantarse solo, lo ayudó a llegar hasta la cama y, una vez allí, le quitó los zapatos y lo arropó bien. -Su té, señora -tartamudeó el mayordomo. -Ni lo piense -lo tranquilizó Claudia-. Duerma un poco. En cuanto el señor vuelva, le diré que venga a verlo. Creo que tiene usted gripe. Dejó a Cork bien instalado y preparó té. Mien-tras se tomaba un sándwich abrió los armarios de la cocina en busca de ingredientes para preparar la cena porque, obviamente, ya no iban a salir. Cuando Thomas llegó, Claudia se apresuró a contarle lo ocurrido y le suplicó que fuera a ver a Cork cuanto antes. -Ahora mismo voy -contestó su marido muy tranquilo-. Supongo que será la gripe. ¿Le has to-mado la temperatura? -No, le castañeteaban tanto los dientes que temí que se rompiera el termómetro. Thomas asintió y se dirigió a la habitación de Cork. Mientras, Claudia se quedó terminando de pelar las patatas. Había comida de sobra en el fri-gorífico y había elegido preparar filetes de salmón con patatas y guisantes. No era un menú esplendoroso para la noche de Fin de Año, pero no le dio demasiada importan-cia. -Efectivamente, tiene gripe -dijo Thomas vol-viendo a la cocina-. No está muy mal, pero

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le he dado paracetamol y luego voy a ir a verlo otravez. -Pobre -suspiró Claudia-. Siéntate y toma un poco de té. La cena no va a ser nada del otro mundo, pero es comida... Thomas se sentó y observó a su mujer. Un poco desorganizada, pero eficiente y rápida. Tras tomarse el té, se levantó y comenzó a poner lamesa. Claudia era una buena cocinera y, mientras preparaba el salmón, pensó con pena en el pre-cioso vestido que había elegido para salir aquella noche, en la deliciosa cena que habrían degustado y en el brindis por el nuevo año que habrían compartido. Preparó un zumo de naranja natural para Cork mientras Thomas terminaba con la mesa. Le había llevado un tiempo porque no sabía dónde estaban las cosas, pero la había dejado tan maravillosa como si la hubiera puesto Cork. Acto seguido, abrió el frigorífico y sacó una botella de champán. Sirvió dos copas y le acercó una a Claudia. -Siento mucho que no podamos salir a cenar y a bailar, pero te prometo que lo haremos otro día. -No te preocupes por mí -contestó Claudia probando el champán-. ¿ Qué tendrá el champán que me hace sentirme de tan buen humor? -aña-dió, haciendo reír a Thomas. -Qué bien huele -comentó su marido. Claudia sirvió la cena y Thomas la degustó agradecido, pues solo había comido un sándwich en el hospital por falta de tiempo., -Eres una cocinera fantástica -le dijo sinceramente-. Con menudo joya me he casado. Claudia se sonrojó. -No te creas que sé cocinar cosas muy elaboradas. Al tío abuelo William no le gustaba la comida cara -rió-, así que soy especialista en salchichas y cosas por el estilo. -Háblame de él -le dijo Thomas rellenándole la copa. Animada por el champán, Claudia se lanzó a hablar, pero de pronto se calló. -Te estoy aburriendo. Es porque he bebido. No deberías haberme servido tanto champán... -selamentó. -No eres aburrida en absoluto -le aseguró su marido sinceramente-. Además, tenemos que co-nocemos,¿no?

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Mientras Claudia preparaba café, Thomas fue a ver a Cork. -Está dormido como un bebé -anunció al vol-ver-. En cuanto se ponga bien, nos iremos a pasar el día a Child Okeford para hablar con el cons-tructor que se va a encargar de la reforma. Tene-mos que buscar jardinero también. Le preguntaremos al agente que nos la vendió, seguro que conoce a alguien del lugar. Mi idea es no cambiar nada original de la casa, pero hay que cambiar la puerta del cobertizo y poner una un poco mejor para poder meter el coche. ¿Has pensado tú en algo que quieres cambiar o añadir? Claudia negó con la cabeza. -Me encanta tal y como está -contestó-. ¿Cuánto tiempo crees que van a tardar en hacer las reformas necesarias y en arreglar el jardín? -No creo que mucho. Fregaron y recogieron juntos y, en un abrir y cerrar de ojos, eran las doce menos cinco. Tras ir a ver a Cork de nuevo, Thomas sirvió otras dos co-pas de champán, brindó con su mujer cuando el reloj dio la última campanada y la besó. Fue un beso dulce que derritió a Claudia. -Feliz año, cariño -le deseó Thomas. -Feliz año -contestó ella-. Estás contento, ¿verdad? Me refiero a que estemos casados. Nos llevamos bien y te prometo que no voy a interferir nunca en tu trabajo. -Estoy encantado, Claudia -le aseguró Tho-mas-. Me tendría que haber casado hace años. i Contigo, por supuesto! -Entonces, no me conocías -rió Claudia-.¿Mañana tienes que ir al hospital? -En principio, no. ¿Quieres que vayamos a la casa de campo? -¿ Y qué hacemos con Cork? No lo podemos dejar solo... Thomas sacó el teléfono móvil y llamó a alguien. -Vendrá un enfermero a las ocho de la mañana. Se quedará con él hasta que volvamos. Lo co-nozco desde hace muchos años, es de toda confianza. Claudia lo miró emocionada. -Un día entero para nosotros... -Nos tenemos que llevar papel, bolígrafo y el metro para ir midiendo las habitaciones y poder empezar a comprar los muebles. Será mejor que te vayas a dormir si nos queremos ir

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pronto. Por cierto, ha sido una cena maravillosa con la mujer más maravillosa del mundo. Aquel comentario no era habitual en su marido y Claudia se quedó boquiabierta. -Es el efecto del champán -sonrió saliendo de la cocina. Thomas fue a ver a Cork, cerró la casa y se fue a su despacho seguido por Harvey. Claudia se despertó a las seis y bajó a la cocina a preparar té. Pasó a ver a Cork, que estaba mejor, y subió a vestirse. Cuando volvió a bajar, se encontró a Thomas con un hombre de mediana edad saliendo de la habitación del mayordomo. Tras presentarlos, Thomas puso la mesa para los tres y desayunaron los huevos revueltos y el beicon que Claudia había preparado. -Muchas gracias por haber venido en su día libre, señor Peverell-le dijo sinceramente. -De nada, señora. Mi mujer ha ido a pasar el día con su madre y las niñas están con sus amigas, así que... -¿Tiene usted hijas? -Dos, una de catorce y la otra de dieciséis –le explicó el enfermero. Thomas escuchó la charla de su mujer con el señor Peverell, maravillado de lo fácil que le re-sultaba a Claudia gustar a todo el mundo. Con ra-zón, él se había enamorado de ella. Salieron antes de las nueve y, como no había nada de tráfico debido a las celebraciones de la noche anterior, llegaron pronto a Child Okeford. -¿Quién tiene las llaves? -preguntó Claudia. -Hay que pasar a buscarlas a la casa de al Iado contestó Thomas. El pueblo estaba tranquilo, pero el vecino que le tenía que dar las llaves ya estaba despierto. La casa estaba un poco abandonada, pero Clau-dia se la imaginaba ya con jarrones de rosas, cor-tinas y el jardín lleno de flores. Fueron habitación por habitación, mirándolo todo con minuciosidad. La escalera estaba bien y las ventanas no habría que cambiarlas. Sí había que encargar armarios nuevos para la cocina y un buen horno, pero el fregadero antiguo de piedra se iba a quedar donde estaba. Hicieron una segunda ronda y salieron al jar-dín. Era más grande de lo que creían y

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descubrie-ron que había manzanos. -Podríamos poner un huerto -sugirió Claudia-. Y hay sitio para poner un invernadero y para hacer una casita más pequeña para que pudieras tener un sitio tranquilo para ti. Thomas esperaba que Claudia pidiera una pis-cina, pero no lo hizo aunque sí le apetecía hacer un laguito con ranas y peces. Fueron al pub del pueblo y comieron muy bien mientras siguieron haciendo planes alegremente sobre la casa que había enamorado a ambos. -Mañana mismo empezamos la reforma -anunció Thomas-. ¿ Quieres que nos pasemos a ver a George y a tu madre? -¿Nos da tiempo? ¿Y Cork? -Tenemos que volver a cerrar la casa, así que podemos llamar al señor Peverell a ver qué tal está. -Oh, Thomas, qué feliz soy... CAPITULO 9 Ylo siguió siendo hasta que llegó a casa. Habían tomado el té en casa de su madre y les habían contado a ella y a George sus planes para la casa de campo, pero se habían ido pronto para ver cómo estaba Cork. El trayecto de vuelta, sin embargo, transcurrió casi en silencio y Claudia supuso que ambos esta-ban perdidos en sus pensamientos. Al llegar a casa, Thomas pasó a hablar con el señor Peverell en la habitación de Cork mientras Claudia se cambiaba. Cuando bajó, su marido se había encerrado en su despacho. Era como si hubiera levantado una barrera in-visible entre ellos. Claudia se dijo que estaría can-sado o preocupado por el trabajo y que se le ha-bría pasado para la hora de la cena. Preparó chuletas de cordero con coles de Bru-selas, patatas y salsa de menta. A Cork le hizo una tortilla francesa y el mayordomo le aseguró que se encontraba mejor y que estaría en pie en un par dedías. -Espero que haya encontrado la señora todo a su gusto en la cocina -comentó. -Por supuesto -le aseguró Claudia-, pero echamos de menos su maravillosa comida. Cork, aunque estaba débil, consiguió sonreír ante el cumplido. Los primeros días de enero pasaron deprisa. Claudia siguió encargándose de la casa, salía

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a hacer la compra y cocinaba. Aunque la señora Rumbold iba todos los días, siempre había algo que hacer. Tuvo cuidado de pedir consejo a Cork sobre todo, desde la flores a las facturas. Cuando el ma-yordomo se sintió un poco mejor, se sentó en una silla junto al horno y se envolvió en una manta para indicarle cómo cocinar. A Claudia aquello le pareció un poco aburrido pues sabía cocinar perfectamente, pero sabía que Cork lo hacía con buena voluntad y no dijo nada. Thomas estaba de lo más ocupado. Se iba pronto por las mañanas y volvía casi para cenar. Sin embargo, siempre tenía tiempo para ir a ver a Cork y estar con Claudia. Ella notaba que su marido mostraba cierta re-serva con ella e hizo memoria por si hubiera dicho o hecho algo que pudiera haberlo molestado. ¿Lo habría decepcionado? Decidió preguntárselo cuando Thomas pasara algo más de tiempo en casa. Cuando Cork se recupero por completo, volvió a hacerse cargo de la casa y le dejó claro a Clau-dia educadamente que, aunque apreciaba que lo hubiera ayudado con la casa, ya no era necesario que siguiera haciéndolo. Así que Claudia volvió a sus largos paseos con Harvey, a tomar café con las mujeres de los cole-gas de trabajo de Thomas y a leer los libros de su marido para intentar salvar la distancia que se ha-bía instaurado entre ellos. Fue un alivio cuando Thomas le dijo que debía ir Liverpool dos o tres días y le preguntó si le gustaría pasar ese tiempo con su madre. -Podría dejarte en su casa de camino y, luego, os venís las dos para Londres en tren. -Me encantaría. La voy a llamar. Va a decir que sí, seguro. Así, podremos salir de compras juntas. --Por supuesto, llévala a Harrods y a Harvey Nichols y carga sus compras a nuestra cuenta. Lo había dicho con tanta amabilidad que Claudia sintió deseos de preguntarle si le pasaba algo, pero no lo hizo porque había vuelto muy tarde y estaba muy cansado. Dejaron a Harvey con Cork porque Claudia solo iba a dormir una noche en casa de su madre. Claudia estaba deseosa de mostrarle su casa por-que su madre todavía no la conocía. Dos días después, una mañana lluviosa, se montó en el coche con Thomas y dejaron atrás a Cork y a un lloroso Harvey. -Espero que el perro no le dé mucha lata a Cork -suspiró Claudia-, y que él no se encuentre demasiado solo...

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-Yo creo que está encantado de que nos haya-mos ido. Así, podrá echarse la siesta cuando esté cansado, discutir con la señora Rumbold y be-berse mi Oporto cuando le venga en gana. -Nunca lo haría -rió Claudia-. Es tu fiel esclavo. -Y el tuyo-contestó Thomas-. Te llamaré esta noche, pero no te preocupes si no te llamo todos los días. No hablaron mucho más y Claudia se dio cuenta de que, aunque su marido estaba simpá-tico, parecía como si el verdadero Thomas estu-viera escondido bajo aquel hombre a cuyo lado iba sentada. Pensó en preguntarle si algo iba mal, pero cambió de opinión. No le pareció justo preocuparlo cuando tenía dos días de seminario por delante. A media mañana estaba en casa de su madre y a pesar de sus ruegos para que Thomas se quedara a comer, él prefirió tomarse solo una taza de café y seguir camino. Claudia lo acompañó al coche y Thomas se despidió de ella con un beso en la mejilla. Cuando se iba a ir, Claudia metió la cabeza por la ventani-lla para desearle buen viaje y suerte en el semina-rio. Al verla tan cerca, Thomas dio un respingo y se echó hacia atrás. Aquel gesto hizo que Claudia sintiera un escalofrío por la espalda. «No me soporta», pensó al borde de las lágrimas. Obviamente, cuando volviera a casa iban a tener que hablar. .. Disfrutó de su día con George y con su madre. Era obvio que eran felices juntos. Fueron a Child Okeford y les enseñó la casa. Aunque no tenía las llaves para entrar, vieron que la reforma ya habíaempezado. Al día siguiente, llevó a su madre a Londres. Thomas había llamado al llegar a Liverpool. Se había mostrado amable, pero Claudia percibió in-cluso por teléfono que le pasaba algo. A su madre le encantó su casa y Cork le pare-ció una maravilla. Claudia la llevó a pasear por el parque con Harvey y, al día siguiente, se fueron de compras. Siguiendo el consejo de Thomas, le regaló una falda de lana y un jersey de cachemir que le quedaban a las mil maravillas. Como Thomas no llamaba, tuvo que decirle a su madre que tenía mucho trabajo.

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-Pobrecillo -contestó la señora Willis-. ¿No debería frenar un poco? Ahora es un hombre ca-sado. El trabajo es importante, pero su esposa,también. -Adora su profesión, pero, cuando tengamos la casa de campo lista, podremos pasar allí fines de semana lejos de su trabajo. Llevó a su madre ala estación de tren a la ma-ñana siguiente y, cuando la vio irse, se sintió muy sola. Al salir, decidió no volver a casa en taxi sino ir dando un paseo. Era un largo camino, pero no tenía nada mejor que hacer. Estaba cerca de casa cuando se encontró con Honor. Intentó sonreír educadamente y pasar de largo, pero la otra mujer no se lo permitió. -Claudia... te llamas Claudia, ¿no? Qué placer volver a verte. He estado de viaje, ¿sabes? Es que no aguanto Londres en esta época del año. Llamé a Thomas antes de irme y me comentó que os ibais a pasarla Navidad con su familia. Qué ho-rror, ¿no?, tener que ir tan lejos para un par dedías. -Nos lo pasamos muy bien -contestó Clau-dia-. Me alegro mucho de verte, pero te tengo quedejar... Honro le puso la mano en el brazo. -¿No quieres que nos tomemos un café? No, la verdad era que no quería, pero por educación aceptó. Al fin y al cabo, era amiga de su marido y no podía mostrarse descortés con ella. Además, estaba siendo agradable. Mientras se tomaban el café y tras haberle con-tado sus vacaciones en Italia, Honor comenzó a hacerle preguntas sobre Thomas. -¿Está fuera? ¿En uno de sus viajecitos? -No es un viajecito, es por trabajo. Está en Liverpool y, a lo mejor, tiene que ir también a Leeds -le explicó Claudia. -¿Se ha llevado a Emma? -preguntó Honor malévola-. Su secretaria suele ir con él a todas partes, ¿verdad? Es una chica muy guapa, efi-ciente y sexy. Supongo que ahora que está casado será más discreto. -No sé de qué me estás hablando. -Oh, perdona -se apresuró a decirle Honor-. Creí que lo sabrías. Al fin y al cabo, es obvio que Thomas y tú no estáis enamorados. No hay más que veros. ..-se interrumpió al ver que Claudia se levantaba.

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-Deja de decir tonterías-le espetó-. No sabes más que hacer el mal a los que te rodean. Me daslástima. -Veo que te has enfadado -sonrió Honor-. ¿No me crees? Llama al despacho de tu marido y ya verás como Emma no está. -No pienso hacerlo. Adiós, Honor. Espero no volver a verte. -No quieres saberlo, ¿eh? -dijo Honor-. No me sorprendería que Thomas te dijera que el viaje va a durar más de lo previsto. Claudia no contestó. Se limitó a darse la vuelta y a irse a casa. Mientras andaba, recordó la conversación que acababa de mantener con Honor y se dijo que no debía, bajo ningún concepto, llamar a su despa-cho. Apenas probó la comida que Cork le había pre-parado. Sacó a Harvey a pasear por la tarde y, en cuanto volvió a casa, llamó por teléfono. La señorita Truelove le confirmó que Emma no estaba, que nunca iba cuando Thomas salía deviaje. -Una chica muy eficiente, indispensable -le aseguró. Tras unos minutos charlando, colgó y rezó para que la señorita Truelove no se hubiera preguntado el porqué de su llamada porque se sentía mala y desleal, pero no más que su marido... -Lo odio -le dijo a Harvey llorando. No era cierto, no lo odiaba. Lo amaba y menudo momento para darse cuenta. Si no lo amara, la relación con Emma le habría dado igual. Al no estar su matrimonio basado en el amor, Thomas era libre de hacer lo que qui-siera. Sabía que nunca se mostraría cruel con ella, que jamás la trataría mal, que siempre sería suamigo. Sin embargo, al haber descubierto que lo amaba todo aquello no le parecía suficiente. Tenían que hablar de eso. No le iba a decir que se había enamorado de él, pero quería asegurarse de que no se arrepentía de haberse casado con ella. Cenó poco y estaba cosiendo cuando llamó Thomas. -Estoy en Leeds. Volveré en cuanto me sea po-sible, pero me temo que me quieren retener un par de días más.

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-Muy bien :-dijo Claudia antes de colgar el teléfono. El día siguiente se le hizo interminable. Lo llenó con paseos e intentó comer un poco más. A las diez se fue a la cama agotada de tanto pensar. -A la cama -le dijo a Harvey. . Fue hacia la cocina, pero el perro se paró en el vestíbulo y comenzó a ladrarle excitado a la puerta. Acto seguido, entró Thomas. Cerró con cuidado y acarició al perro antes de quedarse mirando a Claudia, que se había que-dado sin palabras. Tenía ensayado lo que le iba a decir, pero su llegada la había pillado por sorpresa. -Hola, dijiste que volvías mañana -lo saludó. -He vuelto porque pasa algo, ¿verdad? Lo noté anoche cuando te llamé. Cork acudió a hacerse cargo de su abrigo, le preguntó si quería beber o comer algo y se llevó a Harvey. -Se corta el ambiente con cuchillo -le dijo al perro en la cocina-. ¿Qué ha pasado? Sea lo que sea, espero que lo arreglen. Harvey aceptó una galleta y movió el rabo. -¿Quieres beber o comer algo? –preguntó Claudia. -Ya me lo ha preguntado Cork y le he contestado que no. No estabas escuchando, ¿verdad? A ti te pasa algo y quiero saber qué. Estabas muy enfadada y no querías hablar conmigo. ¿Por qué? La tomó del brazo y la llevó a la salita para hablar. -Sentémonos -le dijo amablemente. Claudia sintió deseos de abrazarlo, pero primero tenía que saber qué pasaba con su secretaria. Decidió no mencionarle el encuentro con Honor porque Thomas podía decirle que era una mala persona, pero la señorita Truelove era otra cosa. -¿Dónde vas cuando no estás en el seminario? Quiero decir, ¿tienes amigos, te vas a un hotel?.. No sé, cuando terminas la jornada, digo... Como no lo estaba mirando no vio la cara de total sorpresa de su marido y siguió hablando.

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-¿No quedas con gente? ¿No cenas con nadieconocido? Al ver su mirada de cólera, se sentó. -¿Me estás acusando de algo, Claudia? Creo que deberías ser más explícita -le espetó Thomas. Había llegado demasiado lejos como para parar. Además, necesitaba saberlo. Tomó aire y dijo: -Tu secretaria, Emma, no estaba en tu despa-cho y la señorita Truelove me ha dicho que nunca está cuando tú estás de viaje... -¿Quieres saber dónde estaba por algún motivo en especial? -le preguntó Thomas cruzando laspiernas. -Sí, me parece que tendrías que habérmelo contado. Sé que no importa porque no... nos que-remos, pero soy tu mujer. -A ver si me he enterado bien. Alguien te ha dicho que cuando me voy de viaje me llevo a Emma y que, cuando no estoy trabajando, pasa-mos buenos ratos juntos, ¿no? -dijo con despre-cio-. ¿Quién te ha dicho eso? Porque sé que al-guien te lo ha dicho. Estoy seguro de que tú jamás pensarías algo así. -Por supuesto que no -le aseguró-. Ni se me había pasado por la cabeza, pero me encontré conHonor... -¿Y te crees lo que ella te cuenta? Claudia lo observó y se dio cuenta de que estaba furibundo, pero se estaba controlando. -No, pero me dijo que seguro que Emma no estaba en tu despacho, se rió -y me dijo que no tenía valor para comprobarlo... llamé a la seño-rita Truelove y ella me dijo que Emma no es-taba, -Entiendo -dijo Thomas poniéndose en pie-. Ya sé que nuestro matrimonio no es como los de-más, pero creía que confiábamos el uno en el otro y esperaba que, con el tiempo, nuestros sentimientos se fueran haciendo cada vez más profundos. Veo que me había equivocado. Si no eres fe-liz, y no creo que lo seas, tómate tu tiempo y piensa en lo que quieres hacer. Ya hablaremos de ello -dijo yendo hacia la puerta-. Tengo trabajo, así que buenas noches. -¿Estás muy enfadado? -le preguntó Claudia compungida. -Sí -sonrió él amargamente.

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Claudia lo oyó silbar a Harvey y cerrar la puerta de su despacho. Subió a su habitación y se dio cuenta de que no le había dicho si Emma es-taba con él o no. Pensó y pensó durante toda la noche y no llegó a ninguna conclusión. No podía decirle a Thomas que lo quería, no después de lo que había hecho. Sin embargo, precisamente porque lo quería, tenía que hacer algo, pero no sabía qué. Bajó a desayunar maquillada para intentar disi-mular las ojeras. Al verla tan mal, Thomas tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no to-marla en brazos y llevarla a un lugar más tran-quilo donde confesarle lo mucho que la quería. No podía hacerlo, claro, pues Claudia le había demostrado el día anterior que lo que sentía por él no era fuerte. De haberlo sido, jamás habría du-dado de él. -Hoy tengo un día muy liado -dijo con voz calmada-. ¿Podríamos cenar un poco más tarde? Tengo una reunión en el hospital a última hora y no sé lo que va a durar. Terminó de desayunar, le deseó que tuviera un buen día y se fue. Claudia estaba dándole su tostada a Harvey ,cuando sonó el teléfono. -¿Señora Tait-Bullen? Soy Emma, la secretaria de su marido. La señorita Truelove me ha dicho que me había llamado usted. Perdone por no ha-ber estado, pero cuando el doctor sale de viaje me da permiso para ir a ver a mis padres a Norfolk. Me caso este verano y tenemos muchas cosas que preparar, ¿sabe? ¿En qué la puedo ayudar? -Emma, muchas gracias por llamar -contestó Claudia anonadada-. Te llamé porque, precisa-mente, mi marido me había dicho que te casabas y quería preguntarte qué querías de regalo -impro-visó-. Thomas quería que fuera una sorpresa, pero yo prefiero hablarlo con naturalidad para, así, acertar seguro. Emma le dio las gracias varias veces y, tras colgar, Claudia se dijo que había sido una tonta y que con su escenita del día anterior había acabado con cualquier posibilidad de que Thomas se ena-morara de ella. Iba a tener que seguir viviendo con él sin con-fesarle su amor y Thomas, que debía de despre-ciarla, la iba a tratar con educación pero con frial-dad, algo que no sabía si iba a poder soportar. Descolgó el teléfono y llamó al despacho de su marido. La señorita Truelove le dijo, tras consultar con el doctor, que no podía ponerse en aquellos mo-mentos y que no lo esperara despierta aquella no-che. La mujer parecía preocupada, así que Claudia se vio en la obligación dedecir le que no era

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nada importante. Y se lo repitió un par de veces, no tanto para convencer a la señorita Truelove sino a sí misma. Estaba nerviosa y no le apetecía pasarse todo el día en casa esperando a que volviera Thomas para, además, tener que sufrir su distanciamiento. Subió a su habitación, se vistió y, al bajar, fue a hablar con Cork. -Voy a salir a dar un paseo en coche. ¿Le im-portaría traerme el Mini, por favor, mientras yo saco a Harvey? -¿No prefiere que la lleve yo, señora? El tráfico está muy mal y... -Llevo años conduciendo -mintió Claudia. Solo había conducido el coche de su tío abuelo un par de veces, pero la ira y la frustración la ha-bían cegado. -No voy a comer en casa -anunció poniéndole la correa al perro. Cuando volvió, el Mini la estaba esperando. Cork se despidió de ella con Harvey en brazos y en tono preocupado le dijo que tuviera cuidado. Al principio, todo fue bien, pero al cabo de una hora Claudia deseó estar en cualquier sitio menos al volante de un coche. El tráfico de Londres era realmente espantoso y no estaba preparada para soportarlo. Solo la ha-cía seguir adelante la obsesión por alejarse de Thomas. Siguió el mismo camino que había hecho muchas veces con él y, cuando se vio por fin en las tranquilas carreteras comarcales, dio gracias. A mediodía llegó a Child Okeford y enfiló hacia Ch-ristmas Cottage. Estaba lloviendo y la casa estaba triste. Entró y se encontró con una cuadrilla de obreros. Aunque estaba preocupada, admiró todo lo que habían he-cho ya. Se presentó y les dijo que esperaba no molestar, pero que le gustaría dar una vuelta por la casa. Uno de ellos la acompañó de habitación en ha-bitación y le fue explicando lo que habían hecho ya y lo que todavía quedaba por terminar. -Voy a ir a comer al pub y, luego, me daré un paseo por el pueblo. ¿A qué hora se van ustedes? -le preguntó. -Sobre las tres -contestó el hombre.

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-Muy bien. Entonces, les dejo aquí mi coche. -Muy bien, señora. Eran casi las dos de la tarde cuando Claudia llegó al pub, pero le sirvieron café y sándwiches sin problema. Para cuando terminó, eran casi las tres. Volvió a casa justo cuando los obreros estaban cargando la furgoneta, así que se despidió de ellos, se montó en el Míni y puso rumbo a nin-guna parte. Esperó unos minutos y, cuando los vio irse, volvió y entró en su casa. Ya había luz, pero solo una bombilla en la cocina. Habían dejado una silla de madera allí y sesentó. Estaba cansada y se arrepentía de haber ido hasta allí, pero había querido ver la casa en la que, tal vez, habrían podido ser felices. -Tengo que volver a casa y pedirle a Thomas que me deje explicárselo. Thomas recibió a su último paciente de la con-sulta privada y se dirigió al hospital. Iba a salir pronto y esperaba estar en casa para tomar el té con Claudia y poder hablar. Tenían mucho de lo que hablar. Su matrimonio no estaba funcionando. En solo unas semanas, Claudia le había dejado claro que no confiaba enél. Aun así, le iba a confesar su amor. Al terminar de hacer la ronda en el hospital, llamó a Cork. -¿Está la señora? -le preguntó. -Me alegro de que haya llamado, señor. Me estaba empezando a preocupar. Se ha ido esta ma-ñana en el Mini y me ha dicho que no iba a venir a comer, pero no me ha dicho adónde iba. -¿Estaba enfadada? -Sí, señor. -Muy bien. Volveré en cuanto pueda. Supongo que habrá ido a ver a su madre. Llame a casa del doctor Willis y pregúntaselo, por favor.

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Vio a un último paciente y salió corriendo hacia casa. -No está en casa de su madre -le dijo Cork al entrar-. No tendría que haberla dejado marchar -se lamentó el mayordomo. -No digas tonterías, Cork. No es culpa tuya. Además, creo que sé dónde está -lo tranquilizó Thomas. -¿De verdad? ¿Quiere que le prepare el té? -Luego, Cork. Voy a ir a buscarla –contestó Thomas volviendo a salir por la puerta. Thomas atravesó Londres mucho más rápido de lo que lo había hecho Claudia porque a aque-llas horas no había tráfico. Llegó a Child Okeford en tiempo récord y, una vez en Christmas Cottage, vio el Mini. Apagó el motor y salió del coche acompañado de Harvey. Claudia estaba sentada en la cocina. Se había quedado dormida y Thomas aprovechó para admirarla. Harvey ladró suavemente al verla y Claudia abrió los ojos. Se quedó mirando a su marido fijamente y fue hacia él. -Thomas, querido, creí que no iba a volver averte. . Thomas la abrazó con amor. -¿Has dicho «querido»? --Sí, te llamo así porque te quiero. Antes, no lo sabía y ahora estoy hecha un lío... -Yo también te quiero, mi amor. Llevo algún tiempo enamorado de ti, pero había perdido las esperanzas de que tú me quisieras. -He debido de estar ciega. ¿Cómo no nos he-mos dado cuenta de que nos queríamos? –sonrió Claudia. Thomas la besó encantado de que todo se hu-biera aclarado. -¿Estabas huyendo? Te lo digo porque la pró-xima vez que lo hagas no te dejes el carné de con-ducir en casa -rió entregándole el documento que Cork le había dado. -No pienso volver a hacerlo -le prometió Claudia-. Oh, Thomas, ¿me quieres? ¿me quieres de verdad?

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-Te quiero tanto que no puedo imaginarme mi vida sin ti. -Tenemos toda la vida para estar juntos -dijo Claudia besándolo-, y vamos a ser muy felices. Con Harvey, por supuesto. -Y con un buen puñado de niños, mi amor. Claudia lo miró con amor y vio que el distanciamiento entre ellos se había esfumado y que te-nía ante sí al hombre con el que iba a ser feliz el resto de sus días. -Vámonos a casa, querida -dijo Thomas. FIN