Barra Gallardo, Nancy - Probidad Administrativa

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1 PROBIDAD ADMINISTRATIVA (NANCY BARRA GALLARDO) ÍNDICE GENERAL Introducción CAPÍTULO PRIMERO ASPECTOS GENERALES 1. Contexto constitucional 1.1. El proceso de constitucionalización del Derecho 1.2. Vinculación constitucional del Derecho Administrativo 2. Influencia del proceso de modernización 3. Noción de ética pública CAPÍTULO SEGUNDO PROBIDAD ADMINISTRATIVA 1. Noción de probidad administrativa 2. Primer elemento: conducta funcionaria intachable y desempeño honesto y leal 3. Segundo Elemento: Ámbito de aplicación 3.1. Función pública 3.2. Agente público 3.3. Funcionario de hecho 3.4. Autoridades 3.5. Síntesis 4. Tercer elemento: Preeminencia del interés general 4.1. Conflictos de interés 4.2. Tráfico de influencias 4.3. Exigencias y modalidades del interés general CAPÍTULO TERCERO PRINCIPIOS RELACIONADOS CON LA PROBIDAD 1. Eficiencia y eficacia 1.1. Noción

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DERECHO ADMINISTRATIVO

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PROBIDAD ADMINISTRATIVA (NANCY BARRA GALLARDO)

    ÍNDICE GENERAL  Introducción  CAPÍTULO PRIMERO  ASPECTOS GENERALES  1.     Contexto constitucional  1.1.   El proceso de constitucionalización del Derecho  1.2.   Vinculación constitucional del Derecho Administrativo  2.      Influencia del proceso de modernización  3.      Noción de ética pública  CAPÍTULO SEGUNDO  PROBIDAD ADMINISTRATIVA  1.     Noción de probidad administrativa  2.   Primer elemento: conducta funcionaria intachable y desempeño honesto y leal  3.   Segundo Elemento: Ámbito de aplicación  3.1.  Función pública  3.2. Agente público  3.3. Funcionario de hecho  3.4. Autoridades  3.5. Síntesis  4.     Tercer elemento: Preeminencia del interés general  4.1. Conflictos de interés  4.2. Tráfico de influencias  4.3. Exigencias y modalidades del interés general  CAPÍTULO TERCERO  PRINCIPIOS RELACIONADOS  CON LA PROBIDAD  1.     Eficiencia y eficacia      1.1. Noción  

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1.2. Incidencia de estos principios en los sistemas de control  2.     Publicidad y transparencia  2.1. Uso de información privilegiada  2.2. El principio de transparencia en la contratación  administrativa  2.2.1.     Contratos a que se refiere el precepto  2.2.2.     Sistema de propuesta como regla general  2.2.3.  Alcance de la expresión “naturaleza de la negociación” respecto del trato directo  CAPÍTULO CUARTO  TRATAMIENTO DE LOS CONFLICTOS  DE INTERESES  1.     Inhabilidades  1.1.     De ingreso  1.1.1. Contratación  1.1.2. Parentesco  1.1.3. Idoneidad moral  1.2. En el ejercicio del cargo  1.2.1. Directivo superior  1.2.. Destinación a otra dependencia  1.2.3. Norma residual del Estatuto Administrativo  1.3. Situación transitoria       1.3.1. Unidad de trabajo  1.3.2. Destinación  2.     Incompatibilidades  2.1. Deber de desempeñar el cargo  2.2. Incompatibilidades específicas  2.2.1. Incompatibilidad horaria  2.2.2. Incompatibilidad de actividades  2.2.3. Puerta giratoria  2.3.     Régimen de compatibilidad del Estatuto Administrativo  3.     Declaración de intereses       3.1. Finalidad  3.2. Contenido  

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4.     Responsabilidad administrativa  4.1. Contexto jurídico  4.2. Medida disciplinaria de destitución  4.3. Problemas prácticos  Conclusiones  Bibliografía 

INTRODUCCIÓN

En el presente trabajo de tesis se somete a análisis el concepto de la probidad administrativa, a la luz de las innovaciones normativas que sobre esta materia derivan de la entrada en vigencia de la ley Nº 19.653 –sobre probidad administrativa aplicable a los órganos de la Administración del Estado–, así como la incidencia de aquél en su aplicación práctica al desempeño de la función pública.

Ello en atención a la estrecha vinculación que el derecho administrativo, como disciplina jurídica, posee respecto de su homónimo constitucional, por cuanto, es precisamente la regulación constitucional la cual, en el marco de un estado de derecho, condiciona las actuaciones del Estado, de sus órganos y agentes. En efecto, la parte dogmática de la Carta Fundamental está llamada a orientar la actuación de los órganos del Estado en pro de su finalidad.

En este contexto, por cierto que el tratamiento normativo e interpretativo del denominado principio de probidad administrativa no es nuevo, desde el punto de vista de su inserción en nuestro ordenamiento jurídico, ni tampoco su conceptualización y estudio en el plano de las ciencias sociales.

Éste, tradicionalmente ha sido asociado al estudio de la ética pública, como contrapuesto a la noción de corrupción, haciéndose sinónimo de la honradez y la rectitud en el actuar.

Sin embargo, son escasos los estudios del tema desde una perspectiva netamente jurídica, no obstante lo determinante que éste resulta para efectos del análisis de otros tópicos actualmente en

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discusión en la doctrina administrativa, como la responsabilidad de los agentes estatales y el derecho administrativo sancionador.

En efecto, se discurre mucho en relación con las alteraciones e infracciones al principio de probidad, por lo cual es menester aclarar y conceptualizar qué debemos entender por éste en la esfera administrativa, cuáles son los elementos jurídicos (y no jurídicos) que actualmente lo conforman, las obligaciones y exigencias que impone y la relación de éstas con los derechos fundamentales garantizados por la Constitución Política, la finalidad y objetivos de la normativa en él inspirada, y los demás valores o principios que se integran en su configuración.

Lo anterior, unido al antecedente inmediato de la dictación de la citada ley Nº 19.653, vale decir, el Informe de la Comisión Nacional de Ética Pública, cuyas directrices y lineamientos generales se recogieron en la formulación del pertinente proyecto de ley, y en el cual se establece que se ha constatado una carencia en la debida regulación normativa, que permita evitar la expansión de la corrupción –no generalizada en nuestro país–, son algunos de los elementos que, a nuestro juicio, evidencian la especial importancia del tema.

En este estudio se procura examinar en forma pormenorizada los elementos conformadores del indicado principio de probidad administrativa, así como las exigencias que de él derivan, en relación con los valores constitucionales de eficiencia y eficacia, publicidad y transparencia de la actuación de los órganos de la Administración y de sus agentes, para, con el mérito de dicho examen, ofrecer algunas aproximaciones tendientes a la determinación de su sentido y alcance.

Ello por cuanto la mayor o menor operatividad de este valor condiciona el respeto por las normas constitucionales relativas a los derechos fundamentales de los administrados y de los funcionarios, así como en el correcto desempeño de los cometidos estatales, especialmente en lo que a la subfunción administrativa se refiere.

Se intenta exponer los principales criterios elaborados por la jurisprudencia administrativa, aun con antelación a la entrada en vigor de la ley Nº 19.653, sistematizándolos, con el objeto de considerar alternativas y parámetros de interpretación respecto de la nueva

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normativa y de los eventuales vacíos que aparecieren en su aplicación práctica.

En especial se intenta establecer pautas de interpretación respecto del tratamiento de los conflictos de intereses al interior de la Administración del Estado, útiles para la determinación en casos particulares de la existencia o no de responsabilidad administrativa, y de la forma en que ella debiera hacerse efectiva conforme a los parámetros que al moderno derecho administrativo sancionador le fija la Carta Fundamental.

En este sentido, cabe destacar que, atendido que este estudio se encuentra enfocado fundamentalmente a la interpretación jurídica de la probidad administrativa, no se abordan temas relacionados como el tratamiento de la ética en el Poder Judicial o en el derecho parlamentario, ni se recurre, salvo en lo que hemos considerado estrictamente imprescindible, a otras disciplinas sociales como la ciencia política o la administración pública.

En razón de lo anterior, el estudio de elementos jurisprudenciales se centra básicamente, en la jurisprudencia administrativa emanada de la Contraloría General de la República, aun cuando ocasionalmente se citan sentencias del Tribunal Constitucional y de los Tribunales de Justicia.

Finalmente, sólo nos resta expresar que, en momentos en que tanto la probidad como la corrupción son temas recurrentes de análisis y debate desde perspectivas sociológicas, económicas y políticas, en los medios de comunicación, seminarios y organismos internacionales, esperamos que este estudio contribuya a clarificar el sentido y alcance que, jurídicamente, corresponde al principio de probidad administrativa.

CAPÍTULO PRIMERO

ASPECTOS GENERALES

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1. CONTEXTO CONSTITUCIONAL

1.1. El proceso de Constitucionalización del Derecho

El proceso de constitucionalización del derecho no puede ser estimado como ajeno a cualquier tema jurídico de investigación, por cuanto influye en el tratamiento normativo de las diversas instituciones, así como también en los criterios hermenéuticos que los diversos operadores del derecho utilizan en relación con la Carta Fundamental y el ordenamiento subordinado.

En efecto, producto de este proceso las diferentes ramas del ordenamiento jurídico positivo de cada Estado, e incluso el no positivo –entendiendo por tal las diversas ciencias del derecho–, sin excepción, deben ser concebidas, interpretadas y aplicadas a partir del bloque de constitucionalidad y volviendo a él, es decir, "la constitucionalización del derecho es un proceso de larga duración, cuyo epígono o resultado culminante consiste en la comprensión, aplicación y control de todos los principios y normas jurídicas a partir del Derecho Constitucional y retornando a él".

Ahora bien, es menester advertir que la constitucionalización del derecho no se ha producido de manera homogénea en todas las ramas jurídicas, debiendo destacarse su desarrollo en materia penal , sin perjuicio de lo cual su presencia es cada vez mayor en los restantes ámbitos del ordenamiento jurídico, y esto debería conducir a una transformación del orden jurídico.

Sin lugar a dudas, este proceso constituye el cambio más relevante que se ha producido en la última parte de este siglo, como una reacción al positivismo literalista, siendo fruto, en primera instancia, de la elaboración jurisprudencial, constituyendo una tendencia que se asocia con la revalorización de la conciencia constitucional, del estado de derecho y, en definitiva, del humanismo.

Es así como se produce la proyección de los principios y valores contenidos en la Carta Fundamental al resto de las ramas del derecho, con un claro fortalecimiento del principio de supremacía constitucional, que se manifiesta en las leyes, decretos, actuaciones administrativas,

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sentencias judiciales o fiscalizaciones practicadas por los organismos de control.

Tal proceso se manifiesta por la impregnación de cada una de las ramas del ordenamiento jurídico positivo de cada estado de los principios y normas del bloque de constitucionalidad; el intérprete recibe el derecho constitucional y opera, trabaja con él, generándose en el ámbito interpretativo una cierta superación de los monismos hermenéuticos, evidenciando, cada vez en mayor medida, un pluralismo metodológico. De ello deriva la circunstancia de que el acatamiento a lo preceptuado en la Constitución Política se observa también en la hermenéutica, en primer lugar, al texto y contexto, a la historia y espíritu del Código Político.

De este modo, los principios y normas de la Carta Fundamental se difunden a todo el sistema jurídico impregnándolo de los valores que ella contiene, "el sistema jurídico entero se somete a la Constitución concebida no como un sistema de Derecho Positivo, únicamente, sino que sobre ello con el carácter de plexo de valores, configurativo del proyecto máximo de bien común con el que se identifica una sociedad democrática".

No obstante lo expresado, es menester anotar que, como lo hace presente Cea, "así entendido tal proceso, poco tiene él de sorprendente o novedoso. Más bien, podría calificárselo de adecuación real de los postulados jurídicos y políticos a los principios constitucionales, haciendo de la Ley Suprema de un Estado-Nación la norma efectivamente máxima. Podría decirse que, en avance simétrico con el Constitucionalismo por el mundo entero, la consecuencia lógica de la primacía que ese movimiento infundió al Código Político tuvo que ser llevada a la práctica".

De hecho, la Constitución asegura una unidad del ordenamiento esencialmente sobre la base de un "orden de valores" materiales expreso en ella y no sobre las simples reglas formales de producción de normas, unidad del ordenamiento que es, sobre todo, una unidad material de sentido, expresada en unos principios generales de derecho, que al intérprete toca, particularmente, investigar y descubrir, o la misma Carta Fundamental declara de manera explícita.

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Como puede advertirse, el intérprete constitucional se encuentra con una serie de consideraciones que determinan su actuar de un modo diverso del tradicional hermeneuta legal, su actuación está fundamentada en una serie de contenidos axiológicos y valorativos –no sólo jurídicos sino también políticos–, lo que, en mayor o menor medida, va a determinar la conformación de un régimen político dado. Ello, además, determina elementos interpretativos diversos de los contenidos en los artículos 19 al 24 del Código Civil, como también, una utilización diferente de esos criterios tradicionales, ya que la supremacía de la Carta Fundamental y su fuerza normativa directa imponen la interpretación finalista por sobre la literalista.

Lo anterior implica una cierta unificación del ordenamiento jurídico, en torno a la Carta Fundamental, pero no sólo en lo relativo al texto de la misma, sino en todo lo que diga relación con las normas, principios y valores que ella contiene, y que va a servir de base para las demás normas integradoras del sistema jurídico, las que deben ser concebidas y aplicadas con sujeción a la Constitución.

De igual modo, cabe mencionar, como consecuencia de lo anterior, el desarrollo de una mayor conciencia y cultura en torno a la fuerza normativa directa e inmediata de la Constitución, con un vigor normativo per se, entendiéndose en su carácter de derecho positivo imperativo sin necesidad de que las disposiciones legales mediaticen la ejecución de los preceptos supremos, perdiendo vigencia teorías como la de la "ley pantalla” , respecto del examen de juridicidad de los actos reglamentarios, ya que "se ha pasado del principio de legalidad al principio de constitucionalidad, y (que) se asiste, correlativamente, a una constitucionalización progresiva de las ramas del derecho".

Por último, es menester destacar que la constitucionalización del derecho ha generado una modernización del sistema jurídico, un replanteamiento de las asignaturas jurídico-constitucionales, al establecer la primacía de los derechos fundamentales. En efecto, el desarrollo del dicho proceso coincidió con el acrecentamiento y vigorización del respeto y promoción de los derechos humanos proclamados por la Carta Fundamental, ya que, en definitiva, implica el sometimiento del ejercicio del poder a aquéllos, mediante una efectiva justicia constitucional, poniendo en la base del derecho constitucional a la persona, individualmente considerada o actuando en un grupo intermedio.

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1.2. Vinculación constitucional del Derecho Administrativo

El Estado, dentro de un sistema democrático y de derecho está condicionado en sus actuaciones por el marco legal establecido por la Constitución. Ella en muchos de nuestros países, especialmente aquellos que han optado por el sistema legal de origen romano, establece las funciones y ámbito de acción de los poderes del Estado y, por ende, de la Administración Pública.

Las constituciones modernas contienen gran número de disposiciones relacionadas directamente con el derecho administrativo, muchas de las cuales son pilares fundamentales de esta disciplina y permiten asentar en ellas sólidas construcciones jurídicas. Ha operado así un proceso de constitucionalización del derecho administrativo, que tiene real importancia y que conviene mostrar en toda su trascendencia.

Las normas de derecho administrativo introducidas en la Constitución han adquirido, a consecuencia de esa jerarquía normativa, una estabilidad muy superior a la que les hubiera dado su consagración meramente legal.

Al hallarse colocadas por encima de la voluntad legislativa, a menudo cambiante en razón de circunstancias ocasionales, han logrado una mayor permanencia. Además, dada su jerarquía normativa no es posible desconocerlas por vía legal –tales leyes serían inconstitucionales– ni la ausencia de reglamentación impide su aplicación inmediata.

Dentro del proceso de constitucionalización del derecho administrativo destaca la frecuencia con que las constituciones de mediados del siglo XX han incorporado a sus textos diversas disposiciones respecto del estatuto de los funcionarios.

En efecto, las constituciones del siglo XIX contenían muy raramente normas sobre los empleados públicos, salvo el principio de que todos los ciudadanos tienen acceso a los empleos públicos según su capacidad y sin otra distinción que la de sus virtudes y talentos, tomada de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789.

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Sin embargo, a partir de las constituciones de la primera posguerra se van inscribiendo preceptos sobre algunos aspectos de la administración de personal y se convierten en capítulos enteros en las constituciones sancionadas últimamente, no obstante lo cual en América Latina el fenómeno es reciente.

El derecho constitucional, si bien determina algunos principios respecto de las personas-funcionarios, en cuanto servidores del Estado, también establece otras normas que alcanzan a las mismas personas en cuanto ciudadanos, en cuanto trabajadores y en cuanto personas. El funcionario, por ser tal, no pierde su calidad de persona o de trabajador; de modo que los derechos, deberes y garantías que la Constitución atribuye a las personas en general, no pueden ser quitados a los funcionarios sin texto constitucional que lo autorice.

En este contexto, el desarrollo del proceso de constitucionalización del derecho determina una revalorización y revisión de los conceptos de servicio público, función pública y, por cierto, de la denominada "ética pública" o más bien del principio de probidad administrativa, más aún si se tiene en consideración la vinculación de la actividad administrativo-gubernativa con la finalidad del Estado que nuestra Carta Fundamental conceptualiza de manera expresa en su artículo 1º, al iniciar el tratamiento de las Bases de la Institucionalidad.

La regla básica del derecho administrativo requiere que la administración opere dentro de los límites de la Constitución y la ley. En un estado social y democrático de derecho la administración pública es una organización que debe distinguirse por los principios de legalidad, de eficacia y de servicio. En este momento nos interesa destacar la idea de servicio, sobre todo, porque no se puede olvidar que la justificación de la existencia de la Administración se encuentra en la orientación a los intereses colectivos, en el servicio del bien común.

La idea de servicio es el fundamento constitucional de la Administración Pública. La idea de servicio a la sociedad, por otro lado, debe conectarse con una administración que presta servicios de calidad y que promueve el ejercicio de los derechos fundamentales de los ciudadanos. La Administración moderna que demanda el Estado Social y democrático exige, en última instancia, que sus agentes asuman el protagonismo de sentirse responsables, en función de la

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posición que ocupan en el engranaje administrativo, de sacar adelante los intereses colectivos.

Así, las normas de conducta de los agentes públicos tienen como último referente a los principios de ética pública que provienen del ethos cultural y del sistema democrático. Pero sus referentes inmediatos son la Constitución, las leyes y las disposiciones reglamentarias que las rigen. O sea, aquellas normas positivas, a través de las cuales se da forma concreta a los valores.

Es en este contexto en el cual la Comisión Nacional de Ética Pública propone en su informe la constitucionalización de los principios de probidad y de transparencia, como un primer paso para establecer una política nacional de ética pública, reconociendo que el tema es extraordinariamente complejo por la concurrencia de múltiples factores en su configuración.

Al efecto, manifestó que "con el objeto de fortalecer y resguardar la Ética Pública, la Comisión ha estimado conveniente incorporar en la Constitución Política de la República dos principios básicos en esta materia, que en su texto no aparecen explicitados como tales. Ellos son los principios de Probidad Funcionaria y de Transparencia de la Función Pública".

"Al adoptar rango constitucional, tales principios serán un marco referencial necesario para toda actuación de los agentes públicos, además de una exigencia jurídico-positiva de máxima jerarquía en nuestro ordenamiento. A tal efecto, parece propicio que un nuevo artículo 8º de la Carta Fundamental explicite que todo agente público deberá observar estrictamente el principio de probidad".

La reforma constitucional que sugirió la Comisión Nacional de Ética Pública fue recogida en dos mociones parlamentarias promovidas en 1995 y actualmente archivadas en el Congreso Nacional.

Sin embargo, gran parte de las sugerencias formuladas por dicha comisión fueron recogidas –empleando un poco usual procedimiento pre-legislativo–, en el proyecto de la actual ley

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Nº 19.653, sobre probidad administrativa aplicable a los órganos de la Administración del Estado, modificando importantes cuerpos legales, entre los que cabe destacar las leyes Nºs. 18.575, 18.834 y 18.883; Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado, Estatuto Administrativo y Estatuto Administrativo para Funcionarios Municipales, respectivamente.

En términos generales, estimamos que las modificaciones producidas en el contexto del ordenamiento jurídico producto de la dictación del referido texto legal no sólo sistematizan el tratamiento de la ética pública, sino que recogen los conceptos jurídicos que, en relación con ella, ha desarrollado la doctrina y la jurisprudencia (básicamente administrativa), singularizando los imperativos que de ello derivan para el desempeño de la función administrativa y su orientación al servicio de los intereses colectivos.

2. INFLUENCIA DEL PROCESO DE MODERNIZACIÓN

Es indudable que en las dos últimas décadas (desde la dictación de la Constitución Política de 1980), se ha producido un cambio en nuestro país en relación con el papel del Estado, asumiendo éste su rol subsidiario de la actividad de los particulares y de ejecutor de las grandes políticas y programas atinentes a la vida nacional.

El fenómeno de la modernización del Estado suele vincularse con el grado de gobernabilidad y el fortalecimiento de la democracia participativa en un determinado país, sin embargo, también comprende la ordenación de la actuación estatal a su finalidad última, con un marcado acento en el servicio a la comunidad. Así, la modernización del Estado debe orientarse "desde la gente, a partir de ella, y para que la autoridad pública sirva a la sociedad civil, todo en el contexto de un sistema democrático".

En idéntico sentido ha evolucionado la percepción de la Administración y de quienes ejercen funciones o empleos públicos, pretendiendo que se perfeccionen y adecuen a las exigencias de esta nueva perspectiva. Además, es importante destacar que una administración que presente altos niveles de calidad de gestión, tendrá mejores posibilidades de adaptarse y desenvolverse en un mundo social, económico y político, cada vez más globalizado.

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Lo anteriormente expuesto, en cuanto a su vinculación con la probidad o ética funcionaria, ha sido muy bien expresado por Gaviria –a quien nos permitimos citar in extenso–, al señalar que "un Estado moderno es la mejor barrera contra la corrupción. No sólo es importante un ejecutivo eficaz y transparente si no lo son, también, un cuerpo legislativo deliberativo y fortalecido en sus funciones de control político, y una justicia capaz de investigar y sancionar. La existencia de pesos y contrapesos entre los poderes públicos es esencial para acabar con la corrupción. Igualmente lo son las medidas para eliminar los trámites innecesarios; para estimular la competencia; y las disposiciones para dar transparencia a la administración pública, el reconocimiento efectivo de los derechos de petición e información, así como el de la motivación y publicidad de los actos y decisiones. Lo es también el fortalecimiento de la responsabilidad o "accountability" en la Administración.

La lucha contra la corrupción pasa también por la modernización de la función pública, incluida la existencia de un sistema adecuado de selección de los empleados basado en el principio del mérito, el reconocimiento de salarios competitivos y los estímulos a la productividad. Incluye también los buenos regímenes disciplinarios y la transparencia y reglas de juego claras y precisas en la actividad contractual del Estado; el efectivo control y transparencia de las actividades de los partidos políticos y el escrutinio de sus finanzas y el de las campañas electorales; como la tipificación de todos los delitos en materia de corrupción y los mecanismos de control para lavado de activos".

Igualmente es preciso reconocer las reformas positivas realizadas en las últimas décadas en el afán de perfeccionar y adaptar el régimen administrativo a las exigencias de una realidad distinta, parte del permanente proceso de adecuación del sistema administrativo conforme al rol subsidiario que ha asumido el Estado, dentro de un contexto de respeto de los grandes valores que son propios del estado de derecho, en el cual la Administración jamás habrá de estar concebida como un fin en sí misma, sino como aparato ejecutor de las grandes políticas y estrategias nacionales en los diferentes campos que interesan a la vida nacional.

Entendida de este modo la actividad de la administración, ésta, además del apego al bloque de constitucionalidad, debe desarrollar

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una gestión idónea para el logro de los resultados inmediatos y el cumplimiento de sus fines últimos.

De lo expuesto, podemos colegir que ya no basta con el cumplimiento formal de los requisitos, fácticos y jurídicos, que para la emisión de un acto administrativo exige el legislador, sino que también existirá infracción de la normativa constitucional y legal cuando se actúe con manifiesta ineficiencia o ineficacia.

Ello se ve corroborado si se atiende a la circunstancia de que ya en 1994, el Sr. Presidente don Eduardo Frei Ruiz-Tagle impartió un instructivo presidencial para la buena marcha de la Administración, en el cual reconocía que "la Administración no tiene otro norte que el bien común", y añadía, enseguida, en lo relativo a la probidad, que "cuidar de los bienes y los recursos del Estado, ello no es sólo no atentar contra ellos; se trata de hacer un buen uso de ellos".

En ese mismo año, el Primer Mandatario creó el Comité Interministerial de Modernización de la Gestión Pública, encargado de impulsar y coordinar los esfuerzos modernizadores de los ministerios y servicios del Estado, así como de diseñar y proponer políticas generales sobre la materia.

El referido comité ha impulsado diversas líneas de acción, las que, junto con dotar de una mayor transparencia a la actividad de la Administración del Estado, han fomentado el respeto del principio de probidad administrativa.

El referido curso de acción gubernamental, creemos que se recoge en la ley Nº 19.653, tanto en lo que se refiere a la noción o concepto del principio de probidad, en el tratamiento de los elementos que componen o integran dicho principio, como en las exigencias específicas que las disposiciones del Título III que se introduce a la ley Nº 18.575, imponen a quienes desarrollan una función o ejercen un empleo público; de ello nos ocuparemos a continuación.

3. NOCIÓN DE ÉTICA PÚBLICA

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El Diccionario de la Academia de la Lengua Española define ética, como aquella "parte de la filosofía que trata de la moral y de las obligaciones del hombre". A partir de una noción tan vasta, podemos deducir que la ética abarca las diversas manifestaciones de la actuación humana, sin que pueda circunscribirse, de manera exclusiva o excluyente, a un ámbito específico.

De este modo, el sujeto de la ética es la persona, sea que actúe en su esfera privada o en el ejercicio de una función de carácter público. En este sentido, Pacheco expresa que "es frecuente oír que el ser humano es esencialmente ético. Lo ético es una dimensión de la persona humana y de su actuar que la sitúa en el camino de la humanización. La vocación del ser humano, hombre y mujer, es ser persona, y aquél se realiza en la historia cuando se inserta en un proceso que lo lleva a ser más humano en una sociedad cada vez más humana. De ahí que las dimensiones individual y social estén estrechamente relacionadas".

Siguiendo al mismo autor, cabe agregar que "lo anterior lleva consigo la necesidad de vivir como propias estas dos dimensiones, que también se las llama privada y pública. Sin embargo, lo privado y lo público, así como la dimensión individual y social se dan históricamente en una sola realidad que es la persona (individual y social a la vez). La sociedad no es una realidad fatal y desgraciadamente ineludible. Es el campo de la realización de cada hombre y de todos los hombres, el hombre por ser tal es social. Y será humano sólo en sociedad".

Por ende, la diferencia entre la ética pública y la privada no se fundamenta en el contenido valórico, sino en la calidad en que el sujeto debe dar cumplimiento a un determinado valor. Así, "la ética pública dice relación a los deberes de la persona en cuanto miembro de una sociedad organizada; la ética privada, a los deberes del individuo en su relación directa con otros individuos. La fuente de ambas éticas es común porque su contenido se construye sobre los mismos principios y derechos fundamentales; su expresión puede ser distinta en cuanto el contexto en el cual se aplica es diverso".

Aun cuando la ética pública es condición de la ética privada, en la medida que la realización del bien común permite el bien particular para todos y cada uno de los miembros de la comunidad, la conciencia de la obligatoriedad ética frente a la cosa pública es tenue, lo que

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queda de manifiesto si se atiende al hecho de que el fenómeno se aborda sólo desde la óptica de las sanciones a aplicar en caso de infracciones, pero muy poco se ha analizado en torno al perjuicio que éstas constituyen a nivel social.

Además, "existe una tendencia a relegar el fenómeno de la corrupción a la esfera de lo público y, en segundo momento, desligar de toda responsabilidad personal frente a la impersonalidad colectiva de lo público".

Como puede advertirse, la ética pública, inseparable de la privada, dice relación con los comportamientos de cualquier ciudadano o de las instituciones u organismos, en cuanto tienen una significación directamente social; tales comportamientos son evaluados mediante criterios, valores o principios que va privilegiando la comunidad en razón de su vinculación con el bien común de ella.

En el siglo XX, con la irrupción de la teoría de la organización científica del trabajo en el ámbito de la Administración Pública, el paradigma bajo el cual se reconstruye a esta última es el de la empresa privada, con preeminencia de valores como la eficacia, la eficiencia y la productividad. De este modo, el régimen de la función pública se flexibiliza, aun a riesgo de disminuir las garantías jurídicas y limitando los derechos de los funcionarios que la propia Constitución les garantiza , lo que se torna particularmente complejo en lo que a la responsabilidad administrativa se refiere.

Unido a lo anterior, se produce el advenimiento del denominado "Estado manager o de prestaciones", en el que su función capital no es sólo legislar, sino, ante todo, actuar y, por consiguiente, el locus de la decisión se traslada a las instancias que por su estructura están en capacidad de actuar, y concretamente del Parlamento a las instancias gubernamentales y administrativas.

Como consecuencia de lo anterior se introducen en el ámbito de la administración pública los principios y técnicas del management, es decir de la organización científica del trabajo, propios de la esfera empresarial privada. "La influencia del management se acentúa durante la década de los ochenta, al hilo de la difusión de las ideologías neoliberales y en la perspectiva de una reforma del Estado, que pretende tanto la retracción de lo público (Estado mínimo, Estado

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modesto), como una modernización administrativa de signo antiburocrático".

El Estado moderno se visualiza como una gran empresa dentro de la comunidad política, tal vez con más derechos que obligaciones sobre sus dirigidos.

No obstante ello, cabe hacer presente que, a nuestro entender, no pueden ponderarse exclusivamente los conceptos de eficiencia, eficacia y productividad, sino que corresponde que ellos sean complementados con los objetivos y finalidades propios de la Administración –que deben corresponder a los de los administrados–, en tanto rectores de su actividad, así como también con los derechos de los funcionarios, en cuanto tales y en cuanto ciudadanos.

En efecto, en los orígenes del constitucionalismo –asociado al estado liberal de derecho–, los actuales derechos de primera y segunda generación eran concebidos como una de las formas de contrapesar el poder público, en tanto límites de éste.

Sin embargo, con el advenimiento del estado social los derechos fundamentales han adquirido un nuevo papel, configurándose "como un conjunto de valores o fines directivos de la acción de los Poderes Públicos. En otras palabras, la Administración Pública del Estado Social debe orientarse hacia su realización efectiva".

En efecto, como lo sostiene Cea, "el Estado Social de Derecho es garantista desde un triple punto de vista. Primero, porque en la Constitución que lo regula aparecen reconocidos y asegurados los derechos del hombre, siendo el núcleo o esencia de tales derechos lo que se declara como principal garantía. Segundo, porque en esa Constitución se proclama su primacía sustantiva y formal con respecto a todos los demás principios y normas del sistema jurídico, contemplándose mecanismos de control eficaces para velar por el respeto a tal supremacía, con lo cual se garantizan los derechos humanos reconocidos en ella frente al legislador y a la burocracia administrativa, especialmente. En fin, el Estado Social de Derecho es garantista, en tercer lugar, porque establece fórmulas específicas de amparo y protección de los derechos humanos asegurados en la Constitución respectiva".

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Si bien en un principio la ética pública se vinculaba, de manera casi exclusiva, con la administración del dinero público ya existente en la esfera del Estado, o bien con la posesión de más riqueza proveniente de otros circuitos, se ha generado un resurgimiento de la preocupación por la ética del gobierno y la administración del Estado en cuanto actuación orientada y determinada por una finalidad específica.

En este orden de ideas, es menester recordar que la administración pública es, entre otras cosas, una organización compuesta de personas que gestionan intereses colectivos, funcionarios que realizan, fundamentalmente, una tarea de servicio público, ejerciendo labores en orden a la satisfacción de las necesidades sociales, por lo que las consideraciones éticas o deontológicas constituyen algo connatural a su desempeño y, en definitiva, suponen un lógico crecimiento de la calidad de su labor.

Efectivamente, "la Ética aplicada a la función pública tiene su eje básico en la idea de servicio. Ética, pues, como ciencia de la actuación de los funcionarios orientados al servicio público, al servicio de los ciudadanos. En una palabra, la Ética de la función pública es la ciencia del servicio público en orden a la consecución del bien común".

Por consiguiente, respecto de la Administración del Estado, la ética o probidad administrativa debe orientarse al estudio del comportamiento de los funcionarios en relación con la finalidad que les es inherente: el servicio público. De este modo, la moralidad de la actuación de un funcionario debe analizarse en relación con la citada finalidad que justifica, por lo demás, la existencia de la Administración.

En el contexto actual de Estado democrático y social de derecho, la noción de servicio público ya no sólo se vincula con la satisfacción o atención de las necesidades básicas, sino que además con los derechos fundamentales de los ciudadanos y la efectividad del acatamiento de éstos. La administración, en cuanto servidora de los intereses colectivos, tiene la misión de promover el libre ejercicio de los derechos fundamentales por parte de todos los ciudadanos, incluidos sus funcionarios.

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En efecto, tal como lo señaló la Comisión Nacional de Ética Pública en su informe, "la función pública debe ser desempeñada teniendo como objetivo, siempre y únicamente, la defensa y promoción de bienes e intereses generales. Esta es la esencia del servicio público. He aquí la orientación y restricción fundamental de todos quienes abracen la función pública".

En este sentido concordamos con Drapkin, en que el solo incremento de la racionalidad y la eficiencia de la función pública administrativa y su apego a la legalidad, no resultan suficientes para alcanzar una gestión idónea, en el amplio sentido del término, y cumplir los fines superiores del Estado y la Administración que se fundan y orientan en valores esencialmente éticos como son el bien común y el interés público.

En consecuencia, podemos señalar que un comportamiento ético no se refiere sólo a lo relacionado con la honestidad, sino que se extiende además a la calidad y perfección del trabajo, al clima laboral, a la atención del ciudadano, es decir, la Ética es más amplia que la censura de conductas corruptas en razón de un beneficio pecuniario directo e inmediato, sino que exige un trabajo bien hecho y, sobre todo, una continua y constante referencia al público, a los ciudadanos, en la tarea administrativa . Además, mientras la probidad constituye un principio que apunta a imponer un comportamiento moral, la corrupción es un vicio en las conductas debidas, es decir, altera la esencia del principio en los comportamientos esperados.

CAPÍTULO SEGUNDO

PROBIDAD ADMINISTRATIVA

1. NOCIÓN DE PROBIDAD ADMINISTRATIVA

En primer término recordemos que la Constitución Política, en su artículo 38, ordena a una ley orgánica constitucional que determine la organización básica de la Administración del Estado, garantice la carrera funcionaria y los principios de carácter técnico y profesional en que deba fundarse, y asegure tanto la igualdad de oportunidades de

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ingreso a ella como la capacitación y el perfeccionamiento de sus integrantes.

En armonía con dicha disposición constitucional y con el contexto de valores y principios de la Carta Fundamental se dictó la ley Nº 18.575, Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado, texto que, por su parte, fijó una serie de principios a los que la Administración y sus agentes debían ceñirse en el ejercicio de la función pública.

Así, la citada ley Nº 18.575, con anterioridad a la modificación introducida a su texto mediante la ley Nº 19.653, contemplaba en su artículo 7º la enunciación del principio de probidad administrativa –noción que en términos análogos reiteraban las letras g) de los artículos 55 de la ley Nº 18.834, sobre Estatuto Administrativo, y 58 de la ley Nº 18.883, Estatuto Administrativo para Funcionarios Municipales–, prescribiendo, en lo que interesa, que los funcionarios de la administración deberán "observar estrictamente el principio de probidad administrativa, que implica una conducta funcionaria moralmente intachable y una entrega honesta y leal al desempeño de su cargo, con preeminencia del interés público sobre el privado".

Al entrar en vigencia la ley Nº 19.653, producto de las modificaciones que ésta introdujera a la ley Nº 18.575, el actual inciso segundo del artículo 52 de este último texto legal, prescribe, en términos parecidos a los que empleaba su artículo 7º, que el principio de probidad administrativa consiste en observar una conducta funcionaria intachable y un desempeño honesto y leal de la función o cargo, con preeminencia del interés general sobre el particular.

Ahora bien, el concepto en estudio es amplio y abarca situaciones y conductas no prohibidas expresamente por la ley, pero que resultan reñidas con este principio –las que han dado lugar a una nutrida jurisprudencia administrativa–, de lo que se sigue que resulta prácticamente imposible describir en la ley todas las posibles conductas que atentan en contra de la probidad, por lo que se estimó necesario que ella se mantenga a nivel de principio, por sobre las normas legales que prohíben las conductas impropias más evidentes.

Por cierto que la diversidad y complejidad de conductas, hechos o actos en que pueden incurrir los funcionarios que impliquen una

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infracción a este principio determina que la eficacia plena del mismo debe apreciarse considerando las situaciones especiales que concurren en cada caso que se analiza, como lo ha manifestado la jurisprudencia administrativa, incluso desde antes de la entrada en vigencia de La ley Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado.

A lo anterior cabe añadir que, entre los defectos del sistema normativo vigente antes de la dictación de la ley Nº 19.653 se contaba la circunstancia de que las disposiciones existentes no impedían las formas más sofisticadas de corrupción, como el caso del tráfico de influencias, el clientelismo o los donativos.2

Ante esta realidad, dicho cuerpo legal "persigue objetivos her-menéuticos y pedagógicos, en la medida que pretende inspirar la interpretación del resto del ordenamiento aplicable a la Administración, así como la actuación concreta de sus órganos. Por lo tanto, en caso de duda, el verdadero sentido y alcance de los pasajes oscuros de una norma administrativa deberá entenderse del modo que más conforme parezca al debido respeto del principio de probidad".3

Por cierto que para que tales objetivos se materialicen es necesaria, al menos, una meridiana claridad respecto de los elementos que se desprenden y/o integran este principio conforme a la normativa actual.

Para tal efecto distinguimos tres elementos, a saber, una "conducta funcionaria intachable y el desempeño honesto y leal"; el ámbito de aplicación de la normativa que, sobre probidad administrativa, contiene la ley Nº 18.575, atendido que ya no sólo se alude a un cargo público sino que también al desempeño de una "función"; y la posición preeminente del interés general sobre el particular.

2. PRIMER ELEMENTO: CONDUCTA FUNCIONARIA INTACHABLE Y DESEMPEÑO HONESTO Y LEAL

En relación con este primer elemento, consistente en una "conducta funcionaria intachable y el desempeño honesto y leal", cabe anotar que tal expresión no ha experimentado modificaciones con la entrada en vigencia de la ley Nº 19.653, por lo que nos referiremos brevemente a ella.

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Recordemos que, en términos generales, la probidad es la rectitud y moralidad a que tiene que ajustarse la conducta humana, que supone el cumplimiento cabal del comportamiento debido o justo, principio que en la esfera pública, "como concepto ético político se aplica a la conducta de los agentes públicos y se refiere a la integridad en el cumplimiento de las obligaciones y deberes propios y anexos a los cargos y funciones públicas".4

En este sentido, es útil agregar que la probidad, en cuanto valor, corresponde a un orden superior que al de la simple legalidad, esto es, a la esfera de la ética, por lo que en la formulación de dicho principio confluyen la moral y el derecho".5

Por ende, conforme a las consideraciones anteriores estimamos que la expresión legislativa "conducta funcionaria intachable y desempeño honesto y leal" alude a "la integridad (moral) en el obrar de una persona, esto es, el actuar en forma recta, proba, intachable desde el punto de vista ético, y por tanto, puede considerársela como un valor y una virtud moral que pueden poseer o desarrollar las personas para guiar su comportamiento en el sentido de la corrección moral en el desempeño de cualquier actividad o trabajo que lo requiera, sea éste en el ámbito particular o público".

Corrobora el parecer expuesto la circunstancia de que diversas disposiciones de nuestra Carta Fundamental determinen el marco de la función pública, entre las que interesa destacar el ar-tículo 1º, inciso cuarto, el que al establecer el papel instrumental del Estado, "contempla, aunque no lo diga, que dicho rol no podría ser cumplido sino sobre la base de la juridicidad, de la responsabilidad, de la eficiencia, del control, de la racionalidad y de la probidad. Si no fuera así dicho deber se desnaturalizaría".

A este respecto recordemos que "el plexo axiológico que informa a la Ley Fundamental es un correctivo de los excesos del positivismo formalista, de la burocracia indolente e ineficiente, del control o fiscalización desmesurados y del voluntarismo estatal omnímodo, entendido éste en su equivalencia de único dispositivo elaborador de normas jurídicas".

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A su vez, del examen de las normas legales que regulan el ingreso y permanencia en el cargo de los servidores públicos –contenidas fundamentalmente en las leyes Nºs. 18.575, Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado y 18.834, sobre Estatuto Administrativo–, se deduce que se exige a los servidores estatales ser moralmente intachables, tanto en la forma en que ejercen sus cargos como en su comportamiento como particulares, lo que, por lo demás, resulta acorde con lo manifestado en torno a que la ética es única, sea que se examine desde una perspectiva pública o privada.

En este sentido, puede señalarse, a modo de ejemplo, que, en base al deber de los funcionarios de observar una vida social acorde con la dignidad del cargo, la jurisprudencia administrativa ha concluido que el incumplimiento de compromisos económicos por parte de un funcionario puede dar origen a la aplicación en su contra de una medida disciplinaria.

Disposiciones que contienen este tipo de obligaciones nos parecen discutibles jurídicamente, toda vez que exceden el ámbito de la relación especial de sujeción en que tradicionalmente se ha fundado la potestad disciplinaria de la Administración, aun cuando pudieron haberse justificado en los orígenes del sistema administrativo francés, en razón de estimarse al empleado como un representante del Estado al cual servía.

3. SEGUNDO ELEMENTO: ÁMBITO DE APLICACIÓN

La aplicación de la ley debe analizarse desde el punto de vista de en qué época se produce (entrada en vigencia), en qué espacio físico (ámbito territorial), y cuáles son las personas o sujetos imperados por sus disposiciones.3

Respecto de la ley Nº 19.653, cabe precisar que ella no contiene disposiciones especiales respecto de la entrada en vigor del Título III de la ley Nº 18.575, sobre Probidad Administrativa, la cual se produjo con la publicación en el Diario Oficial de aquel cuerpo legal, el 14 de diciembre de 1999, ni tampoco en lo relativo a la territorialidad de esa preceptiva.

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Atendido lo anterior, nos referiremos a la tercera de las posibilidades antes mencionadas, esto es, los sujetos imperados por la normativa contenida en el Título III de la ley Nº 18.575, lo que constituye el segundo elemento que, de acuerdo a nuestro enfoque, conforma el principio de probidad administrativa, esto es, quienes desempeñan un cargo o función públicos.

Sabemos que, en armonía con lo prescrito en la letra a) del ar-tículo 3º de la ley Nº 18.834, denominada Estatuto Administrativo, cargo público es aquel que se contempla en calidad permanente o transitoria, de planta o a contrata, en los servicios de la Administración del Estado, en cuanto expresan el desempeño de una función administrativa.4

Como puede advertirse, el concepto de cargo público, a partir de su definición legal, se encuentra claramente delimitado, reconociéndose que mediante él se realiza una "función administrativa", pero referido sólo a los empleos de planta de una determinada institución o al desempeño en ella de cargos a contrata, denominándose a quienes sirven tales plazas "funcionarios o empleados públicos".

Según veíamos, el enunciado del principio se refiere al desempeño de la "función o cargo", de modo que, consignado qué se entiende por cargo público, es forzoso cuestionarnos el alcance del vocablo "función", el cual fue incluido en el texto por considerar que es diferente al concepto de cargo.

3.1. Función pública

En términos generales podemos sostener que la función pública es la actividad que desarrollan los órganos del Estado en la consecución de su fin, vale decir, ella "representa la actividad que debe desarrollar el agente público".

En este mismo sentido Villegas sostiene que "la idea de función implica necesariamente actividad y cuando ésta es referida a los órganos del Estado (lato sensu) la función es pública o estatal. Ese poder se exterioriza por medio de las funciones legislativa, administrativa y jurisdiccional. Así, pues, el concepto de función pública no se contrae únicamente al orden administrativo, sino que se extiende también al orden legislativo y al jurisdiccional".

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Ello, por contraposición a la actividad privada, por exclusión de lo que no ingresa a aquel ámbito de actuaciones, tomando como supuesto que "todo trabajo repercute en el bien del país, pero es la función pública la que incide directamente en el bien común porque constituye un servicio dirigido explícitamente al bien de toda la población".

Desde una perspectiva amplia, tal como lo señala Bascuñán, se la puede definir como el sistema de relaciones activas que tienen a la sociedad como beneficiario o destinatario, al Estado como obligado benefactor, al servicio como instrumento y al bienestar colectivo como fin.

Es conocido que la función, razón de ser y causa final del Estado es crear las condiciones sociales que permitan a todos y cada uno de los integrantes de la comunidad nacional alcanzar su mayor realización espiritual y material posible, y que toda función que efectúe el Estado idealmente debe orientarse a esa misión, pero con ello no hacemos más que identificar función pública con actividad del Estado, sin atribuirle a aquélla un contenido material que la caracterice.

En este contexto, es menester añadir que, con un criterio estricto, "a la función pública se le puede conceptualizar como la actividad que desarrolla la dotación o elemento humano de la Administración del Estado para poner en funcionamiento el servicio público,” esto es, la relación jurídica (régimen estatutario) existente entre la Administración del Estado y las personas que en ella se desempeñan, en lo relativo al ingreso, los deberes y derechos, la responsabilidad y la expiración de funciones de ese personal.

Por cierto que tal relación es finalizada, ya que los cargos y funciones públicas no tienen otra justificación que atender oportuna y eficazmente las necesidades de la comunidad social, en cumplimiento de los fines de bien común que corresponden al Estado, lo que comprende diversas facetas, una de las cuales es el ejercicio de la actividad administrativa y que se caracteriza por la existencia de cometidos y objetivos específicos comprendidos en la competencia de cada servicio público.

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Ahora bien, como lo señala Cea, la subfunción pública administrativa puede ser concebida y explicada desde una triple perspectiva, a saber, en sentido orgánico, la que cumplen todos los servicios, organismos y empresas que integran la Administración Pública o del Estado ; en sentido material, la que satisface permanente y concretamente las necesidades públicas; y, en sentido formal, la que se desarrolla con sujeción a los trámites y procedimientos contemplados en la legislación para ese efecto.

Concordamos con esta noción, puesto que la función administrativa en cuanto actividad de los órganos de la Administración, materializada conforme una determinada ritualidad y formalidades, destinada a satisfacer en forma concreta y directa las necesidades colectivas , no puede ser parcializada o fragmentada en su examen, sino que, distinguiéndose las tres perspectivas aludidas, debe enfocarse en su integridad, destacando, por cierto, los criterios orgánico y material por sobre el formal, atendido el carácter adjetivo de este último.

Puntualizado lo anterior, corresponde analizar la terminología que se emplea respecto de quienes pueden ejercer tal función a fin de establecer a qué personas –además de aquellos que sirven empleos de planta y a contrata–, en razón del mecanismo de sujeción o vinculación que mantengan con la Administración, se les aplican las disposiciones que, sobre probidad administrativa, introdujo la ley Nº 19.653, en la ley Nº 18.575.

Veíamos que las expresiones funcionario y empleado público se emplean en sentido estricto para aludir a quienes desempeñan un cargo público, sea de planta o a contrata, atendiéndose en este caso al desarrollo de la función pública que por su intermedio se efectúa desde la triple perspectiva a que alude Cea. Sin embargo, existen otras denominaciones, tales como agente público, autoridad pública, o funcionario de hecho, que es preciso examinar.

A este respecto, no puede dejar de tenerse en cuenta que la Comisión Nacional de Ética Pública manifestó que "la denominación funcionario público aparece demasiado restringida para designar a quienes ejercen una función pública. Esto comprende a quienes laboran para el Estado en cualquier ámbito de la administración, desde cualquier poder público e incluyendo a las empresas estatales".

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3.2. Agente público

Doctrinariamente, la expresión agente público es probablemente la que posee el mayor alcance, referido a todo aquel sujeto que desempeñe funciones estatales, sean judiciales, legislativas o administrativas, se trate de un funcionario público propiamente tal o no, autoridad o empleado.

Con ella se alude al sujeto designado según ciertos requisitos y procedimientos y dotado de la aptitud jurídica y competencias necesarias, según lo dispone el ordenamiento jurídico correspondiente, para ejecutar la gestión de los "asuntos públicos" y en cuyo ejercicio deberá demostrar que posee la idoneidad moral suficiente que asegure la probidad de su desempeño.

Por su parte, Jezé hace sinónimos los términos "agentes del servicio público" y "funcionario público", refiriéndose a ellos como los individuos investidos de un empleo permanente y normal que colaboran con el funcionamiento de un servicio público propiamente dicho, aun cuando lo hagan de manera temporaria, ya sea que realicen actos jurídicos u operaciones materiales.

A su vez, la Comisión Nacional de Ética Pública expresó que en otros países se ha generalizado el uso del término "agente público", sean ellos elegidos o designados. Estos agentes públicos tienen a su cargo los asuntos comunes (de todos los chilenos) y, por lo mismo, están dotados de distintos grados de autoridad y capacidad de decisión sobre materias que afectan al conjunto de la comunidad nacional.

Añadiendo, que los principios orientadores del ejercicio de la función pública deben ser aplicables a todo agente público, esto es, "toda persona que desempeñe una función pública, cualquiera sea el poder u órgano del Estado en que se desempeñe, su rango o calidad", poniendo el acento en el aspecto material.

En este mismo sentido, es conveniente recordar que la Convención Interamericana contra la Corrupción3 , en su artículo 1º, define función pública como "toda actividad temporal o permanente, remunerada u honoraria, realizada por una persona natural en nombre del Estado o al servicio del Estado o de sus entidades, en cualquiera de sus niveles

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jerárquicos" y "funcionario público", "oficial gubernamental" o "servidor público" como "cualquier funcionario o empleado del Estado o de sus entidades, incluidos los que han sido seleccionados, designados o electos para desempeñar actividades o funciones en nombre del Estado o al servicio del Estado, en todos sus niveles jerárquicos".

Lo expuesto implica que la expresión funcionario público –además del sentido técnico que le confiere el artículo 3º de la citada ley Nº 18.834–, empleada en términos genéricos, como sinónimo de agente público, abarca a todos cuantos ejercen una función del Estado, sin perjuicio de que dicho texto normativo, para efectos de su aplicación, recurra a un elemento objetivo y descriptivo con el fin de singularizar a qué sujetos les será aplicable, lo cual, por cierto, no es óbice para atribuir un amplio alcance a la expresión "cargo o función" contenida en la consagración del principio de probidad administrativa en el artículo 52 de la ley Nº 18.575.

Corrobora lo anterior la circunstancia de que el artículo 260 del Código Penal, con un criterio amplio, prescribe que "se reputa empleado a todo el que desempeñe un cargo o función pública, sea en la administración central o en instituciones o empresas semifiscales, municipales, autónomas u organismos creados por el Estado o dependientes de él, aunque no sean del nombramiento del Jefe de la República ni reciban sueldo del Estado. No obstará a esta calificación el que el cargo sea de elección popular", siguiendo una moderna postura jurídica, que también contemplan otros ordenamientos jurídicos.

Por su parte, Labatut y Del Río señalan que "por cargo público debe entenderse una vinculación al Estado, de carácter permanente o transitoria, originada por el desempeño de funciones políticas, administrativas o judiciales". Etcheberry también hace hincapié en la noción de "función pública", diciendo que "la función crea al empleado y no a la inversa".

La jurisprudencia de nuestros tribunales, si bien vacilante y casuística, se ha ido inclinando por este concepto amplio, así, por ejemplo, se ha señalado que:

"La Empresa de los Ferrocarriles del Estado es una persona jurídica de derecho público, representada por su Director General, funcionario

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que es de nombramiento exclusivo del Presidente de la República. El objeto de la empresa es el de servir fines públicos y sus recursos son proporcionados por la generalidad de los habitantes del país, siendo por tanto, un servicio público, atendido por agentes públicos. Los empleados de la Empresa de Ferrocarriles del Estado tienen el carácter de empleados públicos".

" un cargo es público, en oposición a la actividad privada, cuando vincula al empleado con las actividades del Estado o de otras corporaciones o entidades destinadas a satisfacer fundamentalmente necesidades públicas, en otras palabras, organismos de carácter permanente cuya finalidad es la satisfacción de tales necesidades de una manera regular y continua, y es evidente que las municipalidades, dados los fines que la Constitución Política del Estado y su ley orgánica les señalan, participan de estas características".

"Aunque en el estatuto orgánico de una empresa dependiente de CORFO se señala que sus empleados estarán sometidos a las disposiciones del Código del Trabajo y a sus leyes complementarias, debe tenerse presente que tal determinación sólo obedece a fines administrativos y de orden previsional y que ella en ningún caso puede marginar a todos los empleados de las responsabilidades por los delitos que cometen en el desempeño de sus cargos públicos o de interés colectivo".

Siendo coincidente con esta opinión jurídica, la jurisprudencia administrativa ha expresado, en relación con el personal de Codelco que, siendo ésta una empresa pública creada por ley e integrante de la Administración del Estado, "la remisión al Código del Trabajo que efectúa el artículo 25 del D.L. Nº 1.350, de 1976 –texto orgánico de la Corporación del Cobre de Chile–, sólo implica la determinación del estatuto de su personal, sin que ello altere la condición de funcionario público del personal directivo, ejecutivo, profesional, técnico y administrativo de dicha empresa. La función estatal que el legislador ha atribuido a Codelco, trae como consecuencia que sus elementos integrantes, en tanto organismo del Estado –fines, recursos, personal y régimen jurídico– también revistan el carácter de públicos. Por ello, resulta un contrasentido que en un organismo de naturaleza pública, sus bienes, capital o utilidades serían privados o los agentes encargados de la conducción y administración de la entidad serían trabajadores particulares".

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Sin perjuicio de lo anteriormente señalado, cabe distinguir que el personal de las empresas, cuya creación conforme a normas de derecho privado es autorizada por ley de quórum calificado, según lo ordenado por el inciso segundo, del Nº 21, del artículo 19 de la Carta Fundamental, esto es, aquellas que se constituyen como sociedades anónimas, aunque sea en parte con recursos públicos , recientemente se ha resuelto que:

"(...) la actividad empresarial del Estado no forma parte de la función pública del mismo, y por lo tanto, debe regularse dicha actividad por las mismas normas que se aplican a los particulares, es decir, el Estado es en estos casos, un particular más".

"(...) es decir, Empremar S.A. no es Estado bajo el punto de vista penal, pues se rige por la legislación común general aplicable a los particulares, como porque no puede sostenerse que el procesado haya desempeñado una función pública por el hecho de haber trabajado en calidad de abogado de dicha empresa, lo que es requisito esencial del tipo, ya que como sostiene un autor, la calidad de empleado público, para los efectos penales, está siempre dada por la función que una persona desempeñe (A. Etcheberry, Derecho Penal, T.IV, pág. 180). Reafirma esta conclusión la opinión del destacado profesor Rafael Bielsa, quien en su obra Derecho Administrativo, señala que no es empleado ni funcionario público el que, cualquiera sea su carácter, no forma parte del personal de alguno de los tres poderes del Estado, ni realiza actividad en él, agregando que si alguna autoridad puede, en virtud de ley, dar encargo o comisión circunstancial a un particular, en ese caso para reputar funcionario al designado debe realizar una actividad para el Estado.

Como queda de manifiesto, en nuestro Derecho Penal, la doctrina y jurisprudencia están contestes en que la calidad de empleado público debe ser advertida a través de la naturaleza de la función desempeñada y de la entidad en que ella se desarrolle, puesto que, como se indicara, incluso distingue entre las empresas del Estado creadas por ley y la actividad empresarial del Estado desarrollada conforme lo prescrito en el Nº 21 del artículo 19 de la Constitución Política.

Esta distinción también se ha efectuado en el ámbito administrativo, en el que la jurisprudencia ha precisado que los trabajadores que se desempeñan en empresas públicas creadas por ley, cualesquiera

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sean las normas que regulen sus vinculaciones con el respectivo organismo, tienen la calidad de servidores públicos.4

Enseguida, en otro orden de consideraciones, la reiterada jurisprudencia administrativa también ha reconocido que quienes se desempeñan en un organismo de la Administración en virtud de un contrato a honorarios, si bien no son, en sentido estricto, funcionarios o empleados públicos, tienen el carácter de servidores estatales, en la medida que prestan servicios al Estado, en virtud de un contrato suscrito con un órgano de aquel carácter.

También, dicha jurisprudencia ha señalado que la circunstancia de que a los contratados a honorarios no les resulten aplicables las normas estatutarias que rigen a los empleados del organismo de que se trate, sólo tiene por finalidad permitir a la Administración la posibilidad de contratar transitoriamente personas para que cumplan cometidos específicos o realicen labores accidentales, sin que en aspectos como jornada laboral, remuneración o desvinculación del servicio, entre otros, éstas puedan reclamar para sí los derechos que el régimen estatutario confiere a los funcionarios públicos propiamente tales.

No obstante lo anterior, ello no implica sustraer a los contratados a honorarios del cumplimiento de principios jurídicos de bien común establecidos en otros cuerpos legales –como la ley Nº 18.575–, en el sentido de permitirles "ejercer funciones públicas" si carecen de la idoneidad para ello.

Además, mediante dictamen Nº 18.196, de 2000, se señaló, en lo que interesa, que una determinada incompatibilidad no resulta aplicable a los empleados que en razón de un contrato a honorarios desarrollan labores para el mismo organismo en que cumplen sus tareas, toda vez que aquélla se refería a las "actividades particulares" de autoridades o funcionarios, "carácter que no poseen las funciones que, en virtud de esa clase de convenios, se prestan a una entidad del Estado".

Como puede advertirse, la jurisprudencia emitida por la Contraloría General ha reconocido que quienes se desempeñan en calidad de contratados a honorarios, prestan una función pública, si bien no son, en sentido estricto, funcionarios públicos ni desempeñan un cargo de ese carácter, no obstante que, a diferencia de lo que ocurre en materia

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penal, para ello sólo se atiende a la naturaleza del órgano en que se presta el servicio y no se examina el contenido material de éste.

La importancia de atender conjuntamente al contenido material y al aspecto orgánico de la función pública, a nuestro juicio, resulta evidente tratándose del personal de las corporaciones municipales de educación, salud y atención de menores creadas al amparo del D.F.L. Nº 1-3.063, de 1980.

En efecto, dicho cuerpo normativo dispuso el traspaso a las municipalidades de una parte de las funciones públicas de las indicadas áreas, fijando las bases para que los municipios prestaran el servicio público respectivo, sea directamente o a través de corporaciones o fundaciones constituidas conforme las prescripciones del Título XXXIII, del Libro I, del Código Civil.

En lo referente a las funciones que se desarrollan mediante las señaladas instituciones sin fines de lucro, tanto el Tribunal Constitucional como la jurisprudencia administrativa han reconocido que aquéllas son de carácter público.

Así, el Tribunal Constitucional, en su sentencia Rol Nº 50, en relación con las funciones "compartidas" de los municipios –entre las que se encuentran las encomendadas a los servicios traspasados–, expresó que el permitir a estas entidades crear corporaciones y fundaciones de derecho privado sin fines de lucro, para el cumplimiento de las indicadas funciones, "importa otorgar a las municipalidades la atribución de trasladar funciones que les son propias, según el campo de acción que les ha fijado la Constitución, a entidades con personalidad jurídica distinta de ellas. Esta traslación de funciones y atribuciones, en principio, no es constitucionalmente aceptable, por cuanto la Carta Fundamental encarga a las municipalidades la realización de estas funciones públicas".

Por su parte, la jurisprudencia administrativa también ha reconocido que, en el caso en examen, estamos en presencia de funciones públicas, declarándolo expresamente respecto de la salud municipalizada , al señalar que "el proceso de traspaso definitivo del servicio de la atención primaria de salud, desde los Servicios de Salud hacia las respectivas municipalidades, ha comprendido prácticamente

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todos los elementos que conforman un servicio público, vale decir, las funciones, el personal, el financiamiento y la parte orgánica".

En conformidad con lo expuesto, si se atiende sólo al contenido material de la función que realizan, sería posible deducir que los trabajadores de tales corporaciones son servidores o agentes públicos, aun cuando la entidad en que prestan sus servicios esté estructurada como un organismo privado.

No obstante ello, es menester advertir que la Contraloría General de la República se ha pronunciado expresamente sobre la calidad jurídica de este personal, con un enfoque meramente orgánico, absteniéndose de intervenir en asuntos relativos a los trabajadores de las corporaciones en comento ya que, por tratarse de organismos privados, concluye que sus empleados no son funcionarios públicos.

Como puede advertirse, entonces, desde el punto de vista administrativo, se ha recurrido, fundamentalmente al criterio orgánico para determinar quiénes son funcionarios o agentes públicos, concluyéndose que lo son todos quienes laboran en una entidad estatal –esto es, los organismos del Estado descritos y regulados por la Constitución Política de la República y en el inciso segundo del artículo 1º de la ley Nº 18.575, Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado–, cualesquiera que sea el vínculo que los una a ellos.

Esta interpretación por cierto que tuvo, en su oportunidad, una cierta tendencia expansiva, al incluir categorías de servidores que, como el contratado a honorarios, si bien no son funcionarios públicos stricto sensu se ha estimado que cumplen un cometido para el Estado, por trabajar para una entidad pública, resultándoles aplicables una serie de deberes e incompatibilidades.

Sin embargo, ella resulta insuficiente, a nuestro juicio, cuando nos enfrentamos a la figura de los denominados "servicios traspasados" que han sido entregados en administración a entidades sin fines de lucro, reconociéndose, implícitamente, que ha operado un traspaso inconstitucional de funciones públicas al sector privado; pero, sin embargo, el personal que para ello se emplea no ha sido reconocido como agente estatal, lo cual nos parece un contrasentido.

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Por el contrario, en el ámbito penal, el problema se examina con un acento en el contenido material de la función que se realiza, por lo que será agente o funcionario público, toda persona que desempeñe una función pública administrativa.

Este último criterio nos parece acertado si recordamos que en el Estado Social de Derecho y por aplicación del principio de subsidariedad, muchos de los cometidos estatales son compartidos por el Estado con la sociedad civil, consistiendo dichos cometidos en las "tareas o labores que los agentes públicos realizan con el propósito de satisfacer, en forma regular y continua, las necesidades espirituales y materiales de la colectividad que permitan, al conjunto y a cada cual, llevar una vida digna".

3.3. Funcionario de hecho

Enseguida, respecto del denominado "funcionario de hecho", es menester recordar que, en armonía con lo prescrito en el artículo 7º de la Carta Fundamental, el ingreso a la Administración conforme a la forma dispuesta por la ley es lo que determina la posibilidad de ejercer válidamente funciones públicas administrativas.

En este sentido, es menester que los individuos hayan sido incorporados o integrados a la institución respectiva mediante la investidura prevista al efecto en el ordenamiento jurídico , por lo que no puede ser considerado funcionario el sujeto que haya sido irregularmente investido de un cargo público, o que, incluso, lo ejerza sin haber recibido jamás ningún tipo de investidura.

No obstante que ello es plenamente ajustado a lo preceptuado en nuestro ordenamiento, por aplicación del principio de seguridad o certeza jurídica, el derecho no puede dejar de desconocer las distorsiones que, en la práctica, implicaría el negar absolutamente la validez de las actuaciones de una persona que ejerza un cargo o función pública de manera irregular, pudiendo incluso no encontrarse dicho sujeto de mala fe y prolongarse tal situación por un lapso considerable.

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De tal suerte que "la base de la teoría del funcionario de hecho es el respeto debido a la creencia fundada de los terceros en la regularidad y legitimidad de una situación jurídica –error communis facit ius– y el reconocimiento de que es preferible la seguridad a la anarquía en las relaciones sociales", por lo que los efectos propios de la doctrina del funcionario de hecho consisten, precisamente, en validar los actos dictados por personas que sólo "detentan" una potestad pública.

Sin perjuicio de lo anterior, resulta útil hacer presente que cabe distinguir entre el funcionario de hecho –la persona que, sin título o con título irregular, ejerce funciones públicas como si fuese funcionario– del usurpador de funciones, esto es, el sujeto que se arroga ilegítima y conscientemente el ejercicio de un cargo público.

Además, es dable tener en consideración que "los actos del funcionario de hecho deben ser validados en sus efectos ya producidos, siempre que el acto haya cumplido las formas y requisitos legales y respetado, además, los límites de competencia de los funcionarios de jure; porque la teoría de los funcionarios de facto solamente convalida la carencia de investidura regular del agente. No suple, en cambio, la ausencia de un cargo ni de una función".

De lo expresado, se sigue que para que una persona sea considerada como funcionario de hecho y, por consiguiente, sus actuaciones se estimen como válidas frente a terceros es menester que se reúnan ciertas condiciones, a saber: a) existencia legal del cargo o empleo público de que se trate, b) que la ilegalidad resida en la irregular investidura del funcionario, y no en la competencia del órgano en el cual éste se desempeña, c) que el funcionario sirva el cargo en cuestión ejerciendo las potestades propias de aquél, y d) que se actúe bajo apariencia de legitimidad, que será lo que permitirá fundar el error común de los terceros que interactúen con ellos.

En este mismo sentido, la jurisprudencia administrativa ha reconocido la existencia del "funcionario de hecho", mediante dictámenes Nºs. 31.752, de 1982; 6.632, de 1993 y 43.855, de 1999, entre otros, confiriéndoles derecho a percibir la remuneración correspondiente por el lapso en que se hubiesen desempeñado en tal calidad, a fin de evitar un enriquecimiento injusto por parte de la Administración.

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Finalmente, cabe anotar que el sistema de responsabilidades a que está sujeto esta especie de servidor es idéntico que el de un funcionario de jure, por cuanto la trasgresión de los deberes u obligaciones por el agente público determina consecuencialmente su responsabilidad administrativa, civil y penal. El funcionario de hecho, en principio, no está exento de ninguna de estas responsabilidades, ya que la irregularidad del vínculo o del título no puede ser causa de irresponsabilidad, puesto que no constituye impedimento para el cumplimiento de sus deberes en cuanto funcionario. Por ende, no podrá argüir para eludir su responsabilidad disciplinaria, civil o criminal, los vicios de que pueda adolecer su designación (nombramiento o elección), por lo que también se encuentra obligado por las normas que regulan la conducta funcionaria, entre ellas, las relativas al acatamiento del principio de probidad administrativa.

3.4. Autoridades

En primer término, recordemos que el inciso primero del artículo 52 de la citada ley Nº 18.575, en armonía con lo establecido en el artículo 13 del mismo texto, señala que las autoridades de la Administración del Estado, cualquiera sea la denominación con que las designen la Constitución y las leyes, y los funcionarios de la Administración Pública, sean de planta o a contrata, deberán dar estricto cumplimiento al principio de la probidad administrativa.

De igual forma, diversos preceptos del Título III de la ley 18.575, emplean la expresión "autoridades o funcionarios" para aludir a los obligados a respetar el principio de probidad o a dar cumplimiento a algún mandato específico que diga relación con aquél.

En este apartado nos referiremos al alcance que, en nuestra opinión, tiene esta distinción ya que es forzoso cuestionarse con qué objeto se alude no sólo a los funcionarios sino que también a las "autoridades" y quiénes son éstas.

En este sentido, no deja de ser útil tener en consideración que el Diccionario de la Lengua Española, entre otras acepciones, señala que el término "autoridad" se refiere a "(3) Potestad que en cada pueblo ha establecido su constitución para que le rija y gobierne, ya dictando leyes, ya haciéndolas observar, ya administrando justicia. (5) Persona revestida de algún poder de mando o magistratura".

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De los indicados conceptos quedan de manifiesto dos elementos fundamentales para que estemos en presencia de una autoridad, del primero, el cometido específico que, por medio de una atribución entregada por la Carta Fundamental, se efectúa a una persona determinada y, del segundo, la relación de subordinación, que es consustancial a la potestad de mando.

Ahora bien, a la luz de esta noción podemos suponer que la normativa al referirse expresamente a las autoridades, lo hace en el entendido que éstas no necesariamente serán funcionarios públicos, en sentido estricto, de manera que resulta necesario mencionarlas a fin de incluirlas dentro de los sujetos imperados por sus disposiciones.

Lo anterior se corrobora por la existencia en nuestro ordenamiento de "autoridades" o agentes públicos que no han sido considerados funcionarios: los Ministros de Estado y los concejales.

En lo relativo a los Ministros de Estado, cabe recordar que el inciso segundo de la letra b) del artículo 2º, del D.F.L. Nº 338, de 1960, anterior Estatuto Administrativo, luego de definir empleado público o funcionario como la persona que desempeña un empleo público en algún servicio fiscal o semifiscal y que por lo tanto se remunera con cargo al Presupuesto General de la Nación o del respectivo servicio, preceptuaba que "los Ministros de Estado no quedan comprendidos en esta denominación y no les serán aplicables las disposiciones del presente Estatuto, salvo aquellos preceptos en los cuales se les ha incluido expresamente".

Con un criterio técnico, por cierto que el Presidente de la República, en cuanto Jefe del Estado no desempeña un empleo público en los términos previstos en el indicado D.F.L., y se encuentra al margen de las disposiciones del mismo, por lo que los ministros, al ser sus colaboradores directos e inmediatos, tampoco podían quedar comprendidos dentro de la noción legal de funcionarios, pero no puede desconocerse que ambos constituyen "autoridades" del Estado, cuyas plazas, atribuciones y funciones se encuentran previstas en la Carta Fundamental.

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Por otra parte, respecto de los concejales, es del caso anotar que los artículos 40 y 89 de la ley Nº 18.695, Orgánica Constitucional de Municipalidades, respectivamente, prescriben que "son funcionarios municipales el alcalde y las demás personas que integren las plantas de personal de las municipalidades", y que "a los concejales no les serán aplicables las normas que rigen a los funcionarios municipales, salvo en materia de responsabilidad civil y penal".

A partir de los preceptos reseñados la jurisprudencia administrativa ha señalado que de ellos "se infiere que los concejales no invisten la condición de funcionarios municipales", y agrega que "no obstante que los concejales no tienen el carácter de funcionarios municipales, es del caso hacer presente que de acuerdo con lo dispuesto en los artículos 107, inciso primero de la Constitución Política y 2º de la Ley de Municipalidades, el concejo constituye un órgano de la municipalidad, de manera que las actuaciones que sus miembros desarrollen en el ejercicio de sus cargos y en representación del mismo, implican el cumplimiento de una función pública y no de un acto personal y voluntario del concejal".

Al respecto es menester precisar que, si bien, al concejo, en calidad de órgano colegiado integrante de la municipalidad, se le han conferido facultades normativas, resolutivas y fiscalizadoras, y no a los concejales individualmente considerados, ello no obsta a la calidad de "autoridad" de estos últimos, carácter que, por lo demás, les ha reconocido la jurisprudencia administrativa, desde antes de la entrada en vigor de la ley Nº 19.653.

La indicada jurisprudencia es perentoria en manifestar que los concejales no son funcionarios, sin perjuicio de lo cual, en el ejercicio de sus cargos, ejecutan una función pública. Tal predicamento, aparentemente contradictorio, recibe explicación si se atiende al inciso tercero del citado artículo 40 de la ley Nº 18.695, el cual dispone que a los concejales les serán aplicables las normas sobre probidad administrativa establecidas en la ley Nº 18.575.

En este orden de ideas, cabe destacar que en la historia legislativa de la ley Nº 19.653, se dejó expresa constancia de que los conceptos de "autoridades" y "funcionarios", son "comprensivos de las dos grandes posibilidades de prestación de servicios a la Administración del Estado", lo cual confirma que la expresión "autoridad" ha sido

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empleada en su acepción genérica, para aludir a cualquier persona revestida de algún poder, mando o magistratura.

Como puede advertirse, de lo expuesto, es dable colegir que la incorporación de la locución "autoridades" dentro de los obligados por el principio de probidad, tiene por objeto no dejar margen a la duda de que éste resulta vinculante para todos quienes, en el más amplio de los sentidos, desempeñan una función pública gestionando los intereses de la comunidad.

Corrobora lo anterior el que la Comisión Nacional de Ética Pública manifestara que "la probidad no es una conducta exigible a los funcionarios públicos en un sentido restringido como miembros de la administración pública, sino a toda la jerarquía que gobierna, legisla, hace justicia, administra y constituye la esfera pública del país (...) la actual normativa [anterior a la dictación de la ley Nº 19.653] que establece la obligación de observar el principio de probidad funcionaria, está restringida sólo a algunos funcionarios de la Administración del Estado, lo que hace conveniente incluirla como norma de aplicación general a todo agente público".

A mayor abundamiento, cabe recordar que "este principio rector constituye una base esencial para el correcto ejercicio de la función pública y por ello se proyecta al ejercicio de toda función (pública) con independencia del cuerpo de normas y especificidad de la ley estatutaria que regule a quien la desarrolla".

Sin embargo, no podemos desconocer la incidencia que esta distinción o precisión entre "autoridades o funcionarios" en tanto obligados por el principio en comento produce en el ámbito de la responsabilidad y sanciones por incumplimiento de tal imperativo, aspecto al que nos referimos en uno de los apartados del capítulo cuarto.

3.5. Síntesis

Lo expuesto nos permite afirmar que, producto de la modificación legislativa introducida por la ley Nº 19.653, a la ley

Nº 18.575, la observancia del principio en comento se extiende de modo expreso a todos los funcionarios, servidores, agentes y

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autoridades públicas, vale decir, a todos quienes ejerzan un cargo o desempeñen una función de carácter público, por cierto, dentro de la Administración del Estado, campo regido por la citada ley Nº 18.575, conforme lo prescrito en su artículo 1º, en armonía con los artículos 1º y 38 de la Constitución Política.

De este modo, se subsana uno de los defectos detectados en relación con la normativa previa a la dictación de la ley Nº 19.653, consistente en que las disposiciones no eran uniformes "para una misma categoría de funcionarios que pertenecen a distintos sectores, dejando incluso algunos sin cubrir o comprender".

Además, se recoge la doctrina elaborada por la jurisprudencia administrativa, la cual ya en 1967, se pronunció en orden a que "el principio de probidad administrativa afecta a todos los servidores públicos genéricamente considerados (...) cualquiera que sea el régimen legal a que estén afectos". Pronunciamiento que añade, para fundamentar tal aserto, que "la circunstancia de que el personal de la Junta (de adelanto de Arica) se encuentre regido en sus relaciones jurídicas con el Servicio por el Código del Trabajo no obsta a la aplicación de elementales principios estatutarios de carácter general".

También, cabe tener en consideración la historia del establecimiento de la ley Nº 19.653, en la que se manifestó que "la idea es que todo el que ejerce una función pública, de cualquier naturaleza o jerarquía que ella sea, en cualquiera de los poderes, organismos, entidades o empresas del Estado, debe observar estrictamente el principio de probidad".

Por ende, el Título III de la ley Nº 18.575, y las demás disposiciones de dicho cuerpo normativo sobre la materia, tienen un mayor ámbito de aplicación que las contenidas en otros cuerpos legales más específicos, como la ley Nº 18.834, que rige las relaciones entre el Estado y el personal de los Ministerios, Intendencias, Gobernaciones y de los servicios públicos centralizados y descentralizados creados para el cumplimiento de la función administrativa, con las excepciones que establece el inciso segundo del artículo 18 del primero de los textos citados, o la ley Nº 18.883, Estatuto Administrativo para Funcionarios Municipales.

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Tal aserto se ve confirmado por la circunstancia de que varios de los numerales que contiene el artículo 62 de la ley Nº 18.575 –catálogo no taxativo de las conductas que atentan gravemente contra el principio de probidad administrativa–, constituyen una reiteración o repetición de las prohibiciones enumeradas en el artículo 78 del Estatuto Administrativo , con lo cual su inclusión en el texto de aquel cuerpo legal, además de consignarlas expresamente como contravenciones específicas al principio de probidad administrativa, las hace aplicables a las autoridades y funcionarios en general, y no sólo a quienes se rigen por la ley Nº 18.834.

No obstante lo anterior, cabe tener presente que, "por la diversidad y especiales características de las funciones desempeñadas en el ámbito de la gestión pública, las disposiciones propuestas deben entenderse sin perjuicio de la aplicación de las normas contenidas en leyes generales o especiales aplicables a los funcionarios de la Administración del Estado, las que tendrán el carácter de complementarias, siempre que dispongan exigencias u obligaciones específicas o más rigurosas que las señaladas en este cuerpo legal (ley Nº 18.575)".

Finalmente, debemos hacer presente que, en nuestra opinión, esta extensión del ámbito de aplicación del principio que nos ocupa es sólo una consecuencia del establecimiento de un estatuto ético general y básico para todos los servidores públicos, el que, conforme al principio de igualdad ante la ley, debe regir respecto de todos ellos, sin que corresponda conceder privilegios o imponer obligaciones a unos que no beneficien o graven a otros, por cuanto, en términos generales, los empleados de la Administración se encuentran en condiciones similares, consultándose, además, la subsistencia de preceptos más rigurosos basados en razonables diferencias.

4. TERCER ELEMENTO: PREEMINENCIA DEL INTERÉS GENERAL

Recordemos que el precepto original (artículo 7º de la ley

Nº 18.575) que contenía la enunciación del principio de probidad administrativa, aludía a la preeminencia del "interés público sobre el privado", expresión que fue reemplazada por "interés general sobre el particular".

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Ello obedece, tal como se desprende de la historia legislativa de la ley Nº 19.653, a la circunstancia de que se prefirió hablar de interés general y no de interés público y de interés particular y no de interés privado, por estimarse que lo contrapuesto a interés público es el interés particular, en atención a lo analizado por la Comisión Nacional de Ética Pública respecto de las esferas de intereses de lo público y lo privado.

La idea central que preside la distinción entre intereses públicos y privados consiste en que los primeros se refieren a los asuntos y bienes que son de toda la comunidad y que, en consecuencia, no pertenecen ni son apropiables por nadie.

La característica equivalente, pero antinómica, de los intereses privados es que ellos están vinculados con los fines individuales de cada miembro de la sociedad, especialmente con aquellos referentes a la propiedad, la riqueza y el lucro.

De este modo, los intereses privados se determinan en base a una finalidad de índole particular o personal del interesado que altera, eventualmente, la objetividad de éste para el desarrollo de una función pública, relacionada, de manera eminente más no exclusiva, con aspectos de carácter patrimonial o pecuniario.

En este contexto se distinguen los conceptos de conflictos de interés y de tráfico de influencias a los que nos referiremos a continuación.

4.1. Conflictos de interés

Los conflictos de intereses constituyen el área más común de la problemática que encierran las conductas denominadas antiéticas. La razón por la cual este tema es de especial relevancia es debido a que, en la mayoría de los regímenes, las decisiones de los funcionarios se encuentran limitadas por una vaga noción de interés público, que se presta para muchas interpretaciones y que deja amplios espacios para que se cometan actos corruptos.

De hecho, en nuestra indagación respecto del tema nos encontramos con dos fórmulas doctrinarias para enfrentar esta noción. La primera

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de ellas estima que un conflicto de intereses puede ser definido como una situación en la que un funcionario público tiene un interés privado o personal suficiente para actuar en un determinado sentido en las actividades administrativas. Las modalidades que admitiría por ende, serían muy variadas, comprendiendo desde el tráfico de influencias hasta el amiguismo o el nepotismo.

Por otra parte, "la tendencia (con mucho) dominante entre aquellos autores que han dedicado al tema estudios de carácter jurídico consiste en centrar tales estudios en los conflictos de interés de carácter financiero, es decir, aquellos que enfrentan al cargo o funcionario público ante el dilema de beneficiar su interés pecuniario o económico personal o de favorecer el interés general, por más que ambos puedan verse una vez más entrelazados". Sobre esta base, el derecho no prestaría atención sino a este último tipo de intereses, los únicos, se estima, susceptibles de evaluación más o menos objetiva y, por tanto, susceptibles también de normación jurídica.

En este sentido se orienta, también, la regulación de la ética parlamentaria, preceptos que, "a pesar del muy desigual desarrollo del concepto de "interés económico" encontrado en ellas, dicen relación tanto con las fuentes de ingresos de los parlamentarios como con su participación en toda clase de organización, salvo política, que podría implicar un conflicto de interés, en el cumplimiento de sus funciones como tal".

Nuestra Carta Fundamental contiene normas expresas respecto de los conflictos de intereses a propósito de las causales de cesación en el cargo de los parlamentarios, "se entiende y justifica la preocupación del Poder Constituyente en punto a precaver y sancionar los conflictos de intereses, sea que digan relación con los órganos del Estado entre sí o con los agentes sociales y económicos privados. Pero ese es un tópico de general preocupación y no sólo atingente a los parlamentarios".

Por su parte, la Comisión Nacional de Ética Pública, afirma que existe una especie de consenso moral en el sentido de que los agentes públicos deben evitar toda situación que tenga una influencia negativa sobre su independencia de juicio y decisión, motivo por el cual, especialmente después de la Segunda Guerra Mundial, en las democracias se han perfeccionado instrumentos jurídicos para definir las prohibiciones y restricciones que se les deben imponer a todos

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aquellos que ingresan a la función pública, las que tienen un objetivo común: maximizar la imparcialidad, prohibiendo ciertas actividades y funciones en que existe el riesgo eventual de que se afecten o dañen los intereses públicos, subordinándolos a intereses privados, con un marcado acento preventivo.

En este contexto, ante los denominados "conflictos de interés", se plantea la complejidad de garantizar la imparcialidad de los agentes públicos, para hacerse cargo de los asuntos comunes, sin que sus actos privilegien o beneficien a sus propios intereses privados.

Debemos agregar que, a nuestro juicio, si bien la normativa en estudio vincula el concepto de interés a aspectos patrimoniales o pecuniarios, no es menos efectivo que también se incorporan otras situaciones como las relaciones de parentesco, en las que igualmente existe la posibilidad de un conflicto de intereses, aunque éste sea sólo potencial, manifestado como una circunstancia que priva de la debida imparcialidad u objetividad al agente público, de manera que el conflicto se genera no por la posibilidad de obtener un beneficio económico para el empleado o un tercero relacionado, sino por la existencia de cualquier circunstancia que le pueda restar imparcialidad a la actuación de aquél en el ejercicio de sus funciones.

Ello, obviamente se convierte en salvaguarda de los derechos de los administrados, por cuanto prohíbe la sola posibilidad de acción discriminatoria en su contra, contribuyendo a garantizar la igualdad de trato en el ejercicio de aquéllos.

Así, por lo demás, lo recoge el artículo 62 Nº 6 de la ley Nº 18.575, al contemplar entre las conductas del personal de la Administración que contravienen, especialmente, el principio de probidad administrativa, la de intervenir, en razón de las funciones, en asuntos en que se tenga interés personal o en que lo tengan el cónyuge, hijos, adoptados o parientes hasta el tercer grado de consanguinidad y segundo de afinidad inclusive.

A su vez, los incisos segundo y tercero de ese precepto se refieren, respectivamente a: 2) Asimismo, participar en decisiones en que exista cualquier circunstancia que le reste imparcialidad; 3) Las autoridades y funcionarios deberán abstenerse de participar en estos asuntos,

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debiendo poner en conocimiento de su superior jerárquico la implicancia que les afecta.

Aplicando dichos preceptos, la jurisprudencia administrativa ha manifestado, en relación con la facultad de un jefe de servicio para resolver sobre la prórroga de la contratación de una funcionaria, que aquél debía abstenerse de participar en la decisión de prorrogar o no la contratación de la servidora en cuestión, ya que un antecedente objetivo –una querella criminal–, demuestra la existencia de un conflicto entre ambos empleados que obsta a la imparcialidad con que debe adoptarse la pertinente resolución.

Sin embargo, es menester hacer presente que el criterio con que se emitió dicho pronunciamiento ya había sido desarrollado con anterioridad por la jurisprudencia administrativa, aun sin la existencia de norma expresa sobre la materia, pudiendo citarse a vía de ejemplo el dictamen Nº 781, de 1999.

En dicho oficio, se resolvió un reclamo de calificaciones interpuesto por un académico de una universidad, teniendo como antecedentes que el afectado había interpuesto querella criminal en contra de quien luego integraría una de las comisiones informantes de dicho proceso, por el delito de injurias graves en su contra en que habría incurrido en carta dirigida al rector, lo que independientemente de la calificación de delito que la justicia criminal le otorgase en definitiva a las expresiones allí vertidas, constituía un juicio valórico sobre la actuación universitaria del recurrente. Además, otro académico, que integró esa misma comisión, había servido de testigo en el indicado proceso judicial y la carta que motivó la querella también fue firmada por un miembro de número de la comisión de calificación de la facultad, el que, a su vez, suscribió una declaración de académicos, en que éstos solidarizan con el querellado y manifiestan la necesidad de que el querellante no siga manteniendo su calidad de jefe de departamento.

En mérito de tales circunstancias se concluyó que, aunque no existía norma legal o reglamentaria que, en relación con el proceso calificatorio de los académicos de la universidad, contemplara causales de inhabilitación o recusación respecto de los integrantes de las comisiones que en él intervienen, en resguardo de la objetividad e imparcialidad que, en general, debe imperar en los procesos calificatorios, ante una situación como la analizada, en que existe constancia previa de la opinión que a los integrantes de las comisiones

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referidas les merece la actividad de un académico sujeto a su evaluación, corresponde que los miembros de la comisiones calificadora o informante, en su caso, se abstengan de participar en los acuerdos que esos órganos adopten respecto del funcionario ocurrente.

Por otra parte, cabe destacar el dictamen Nº 44.864, de 2000, que estimó procedente la instrucción de un procedimiento disciplinario contra un director jurídico de un municipio, quien actuando privadamente y en representación del ex gerente general de una empresa que se adjudicara la licitación privada para el diseño e instalación de las páginas web de esa entidad edilicia, presentó demanda laboral en contra de aquélla. Lo anterior, porque si bien a la dirección jurídica no le cupo actuación en el proceso de licitación –puesto que aquél fue encomendado a otra unidad municipal– y, además, la actuación del funcionario como abogado patrocinante se realizó antes de la vigencia de ley

Nº 19.653, con posterioridad a esa data, él, en su calidad de director jurídico, emitió un informe que implicaba participar en el proceso de toma de decisiones respecto de la situación de la empresa involucrada, en circunstancias que objetivamente existía un elemento que le restaba imparcialidad para intervenir en esa gestión, sin que ello se altere por el hecho de que el informe evacuado pueda estimarse ajustado a derecho.

Como puede advertirse, el oficio reseñado implica una clara aplicación de las normas contenidas en el Nº 6 del artículo 62 de la ley Nº 18.575, y el reconocimiento de que la prohibición en comento tiene por objeto precaver o evitar la existencia de una situación poco transparente, aun cuando en la especie no se produzca un efecto determinado.

Además, la citada jurisprudencia, tanto anterior como posterior a la entrada en vigencia de la ley Nº 19.653, no constituye sino una concreción y aplicación de lo prescrito en el Nº 2 del artículo 19 de la Carta Fundamental, que impide a la autoridad establecer diferencias arbitrarias, lo que fácilmente puede ocurrir en los casos en que exista una circunstancia objetiva que altere la imparcialidad del servidor que debe adoptar una determinada decisión, más aún si tal potestad posee elementos discrecionales.

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Todo lo anteriormente expuesto confirma que para que se configure un conflicto de intereses no se requiere que, en la práctica, se actúe con parcialidad, sino que basta con que se presente alguna circunstancia que, momentáneamente o en relación con un asunto en particular, pueda restarle imparcialidad a un servidor determinado para el ejercicio de la función pública, por lo que se trata de una situación eventual de discriminación arbitraria o desviación de fin.

De este modo basta la simple amenaza o posibilidad de menoscabo de la imparcialidad y objetividad en el actuar del agente administrativo, en tanto "bien jurídico protegido", para que se configure el conflicto en comento.

4.2. Tráfico de influencias

Bajo la denominación genérica de "tráfico de influencias", se asocian conductas específicas denominadas nepotismo, "amiguismo" o "compadrazgo".

Tal como lo plantea Cury, el tráfico de influencias es una conducta que, en nuestro medio –y probablemente, en los de la mayoría de los países iberoamericanos– no sólo ha contado con la tolerancia de la sociedad, sino que, incluso, ha estado rodeado de un cierto halo de prestigio, conformando características personales que se aprecian y que acrecientan la influencia de sus portadores.

En nuestra realidad latinoamericana se encuentra muy arraigada la subcultura del "amiguismo" o del "compadrazgo", lo que conduce, casi inevitablemente, a que no se distinga en forma clara entre el interés público y el privado, y por ende, a que se produzcan conflictos de intereses.

Sin embargo, "siempre coexistió con la admiración por el "influyente" un trasfondo crítico, que yace en el núcleo de ciertas opiniones indisimuladamente peyorativas (...) estos criterios adversos han cobrado mayor significación y, actualmente, prevalecen sobre los halagadores: usar la influencia de que se dispone para asegurarse o asegurar ventajas a otros ha llegado a contemplarse como una forma de "corrupción" que debe ser drásticamente reprimida, lo cual equivale a decir, castigada con una pena".

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En general, podemos señalar que, en lo que interesa, el tráfico de influencias implica ejercer la potestad de que goza el empleado o la influencia que su cargo le otorga, en beneficio personal, de su familia o amigos, en lugar de aspirar al servicio de los intereses colectivos.

De esta noción se desprende la intervención de dos órdenes de sujetos: los activos, que son quienes, investidos de potestades públicas , las ejercen sobre los pasivos, los cuales, con o sin potestad pública, en razón de su situación, se encuentran en posición de acceder y satisfacer las demandas de los primeros.

El contenido de esta figura no necesariamente se conforma por la orden impartida de un superior jerárquico a uno o más de sus subalternos, sino que más bien adquiere la modalidad de una inducción a actuar o no actuar de un modo determinado, sin que sea elemento imprescindible la existencia de un vínculo de subordinación entre ambos sujetos.

El objetivo del tráfico de influencias es conseguir que la persona sobre la que se ejerce (sujeto pasivo) acceda al requerimiento que le es formulado, para beneficio de quien trafica con su influencia o para un tercero relacionado o allegado al inductor. Sin embargo, lo que determina la ilicitud de esta figura es la sola circunstancia de abusar o utilizar la autoridad, cargo o posición funcionaria en que se encuentre el sujeto activo, y no sólo su objetivo –el que por sí sólo puede configurar una desviación de fin en el ejercicio de las atribuciones o potestades inherentes a un determinado empleo público–, o las consecuencias o efectos del perfeccionamiento de un acto de esta índole.

A este respecto, la Comisión Nacional de Ética Pública estimó necesario establecer específicamente el tráfico de influencias como prohibición para los funcionarios públicos, señalando que "deberán considerarse expresamente como infracciones administrativas aquellas conductas que, mediante el abuso de la función pública desempeñada, supongan el ejercicio indebido de influencias tendientes a la obtención de resoluciones injustas que beneficien al infractor".

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En definitiva, tal proposición fue recogida en el Nº 2 del artículo 62 de la ley Nº 18.575, el cual menciona, entre las conductas que contravienen especialmente el principio de la probidad administrativa, la de hacer valer indebidamente la posición funcionaria para influir sobre una persona con el objeto de conseguir un beneficio directo o indirecto para sí o para un tercero; de manera tal que, como puede advertirse, se describe el tráfico de influencias propiamente tal como una conducta específica y diversa de la intervención en asuntos en que tuviesen interés ciertas personas relacionadas por parentesco con un determinado servidor, o el empleo de bienes de la institución u organismo estatal para fines ajenos a los institucionales, contempladas en el estatuto administrativo, a las que solía reconducirse esta figura.

Quien incurre en la indicada conducta no sólo privilegia un interés particular, sino que, además, al ejercer la influencia que un determinado cargo público pueda proporcionarle, transgrede el deber de moralidad y rectitud con que debe desempeñar las funciones que le han sido encomendadas, atentando con ello, además, contra el primer elemento que hemos definido como integrante del principio de probidad administrativa.

4.3. Exigencias y modalidades del interés general

El artículo 53 de la ley Nº 18.575, señala que "el interés general exige el empleo de medios idóneos de diagnóstico, decisión y control, para concretar, dentro del orden jurídico, una gestión eficiente y eficaz".

Además, prescribe que el interés general "se expresa en el recto y correcto ejercicio del poder público por parte de las autoridades administrativas; en lo razonable e imparcial de sus decisiones; en la rectitud de ejecución de las normas, planes, programas y acciones; en la integridad ética y profesional de la administración de los recursos públicos que se gestionan; en la expedición en el cumplimiento de sus funciones legales, y en el acceso ciudadano a la información administrativa, en conformidad a la ley".

Como puede advertirse, el citado precepto consagra las exigencias y modalidades de expresión del interés general, de las que aparece de manifiesto que el principio de probidad se complementa e integra, por una parte, con los de eficiencia y eficacia y, por otra, con los de transparencia y publicidad, ya que estos últimos constituyen una

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garantía de aquél, desempeñando, simultáneamente, un rol preventivo y disuasivo.

Por cierto que no es novedoso el que la actuación de la Administración se encuentre regida por diversos principios, además del de probidad, ya que el texto original de la ley Nº 18.575, dedicaba gran parte de su Título I a la enunciación de imperativos de ese carácter.

Sin embargo, con las modificaciones que dicho texto experimentara con la entrada en vigor de la ley Nº 19.653, fundamentalmente en su artículo 3º, no sólo se reiteran y sistematizan los principios rectores de la actividad administrativa, sino que ellos se enfocan de una manera integral –tanto desde el punto de vista orgánico como funcionarial–, en función de la finalidad de la Administración que esa misma disposición se encarga de destacar.

De tales principios, de su consagración normativa y su alcance nos ocupamos en el capítulo siguiente, bastando aquí sólo con señalar que estas modalidades de expresión del interés general refuerzan –conjuntamente con el establecimiento de catálogo ejemplar de conductas atentatorias contra el principio de probidad–, y se añaden a las exigencias o requerimientos que tradicionalmente se han formulado a quienes se desempeñan en la administración pública, sea mediante la aplicación del principio que nos ocupa, o de otros, como el de juridicidad o el de interdicción de la arbitrariedad.

CAPÍTULO TERCERO

PRINCIPIOS RELACIONADOS CON LA PROBIDAD

La ética pública no consiste sólo en un grupo de normas que pueden aplicarse sin consideración de los sujetos y del contexto en que deben ser cumplidas, ni menos puede estimarse que ellas comprenden únicamente enérgicas prohibiciones y limitaciones. "La ética pública necesita, ante todo, un trasfondo valórico común".

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En efecto, y tal como lo hiciera presente el Ministro Secretario General de la Presidencia en su oportunidad, existe un "eje orientador" de la ética pública, basado en valores sociales compartidos y que contempla tareas específicas para los actores sociales.

Por cierto que en la actuación administrativa subyacen numerosos principios y/o valores que informan dicha actividad, tales como: el principio de legalidad, de igualdad, de continuidad de la función pública, de responsabilidad, de coordinación, de impugnación, de eficiencia, de economía procedimental, de probidad y de transparencia, entre otros.

Algunos de ellos, como el principio de igualdad, por ejemplo, tienen un ámbito de aplicación muy amplio, sin que puedan circunscribirse sólo a la subfunción administrativa, pero sin que corresponda, tampoco sustraer a ésta de aquél.

Dicho contenido valórico se hace evidente si se atiende a lo dispuesto en el artículo 3º de la ley Nº 18.575, el que dispone que la Administración del Estado está al servicio de la persona humana; su finalidad es promover el bien común atendiendo las necesidades públicas en forma continua y permanente y fomentando el desarrollo del país a través del ejercicio de las atribuciones que le confiere la Constitución y la ley, y de la aprobación, ejecución y control de políticas, planes, programas y acciones de alcance nacional, regional y comunal.

Enseguida, añade, el inciso segundo de ese precepto que la Administración del Estado deberá observar los principios de responsabilidad, eficiencia, eficacia, coordinación, impulsión de oficio del procedimiento, impugnabilidad de los actos administrativos, control, probidad, transparencia y publicidad administrativas, y garantizará la debida autonomía de los grupos intermedios de la sociedad para cumplir sus propios fines específicos, respetando el derecho de las personas para realizar cualquier actividad económica, en conformidad con la Constitución Política y las leyes.

La citada disposición reformula el concepto sustancial o funcional de Administración con dos propósitos fundamentales. El primero consiste en adecuar esa definición a la Constitución Política.

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En este contexto recordemos que, producto del proceso de constitucionalización del derecho que explicáramos brevemente en el capítulo primero de esta investigación, "la Constitución debe ser concebida con la cualidad de un sistema o conjunto armónico de principios y preceptos, lo cual quiere decir que unos y otros no pueden ser considerados aisladamente".

En virtud de lo anterior, siendo la ley una de las especies de normas que integran el ordenamiento positivo, éste es un sistema de normas válidas y vigentes cuya estructura jerárquica tiene a la Constitución como estatuto básico y supremo, subordinado al cual se encuentran todos los preceptos dictados con sujeción a ella , por lo que no es de extrañar que uno de los propósitos de la modificación legal en comento sea el de dejar constancia expresa de la armonía entre la Ley de Bases Generales de la Administración del Estado con los principios, valores y preceptos de la Carta Fundamental, y especialmente con la finalidad del Estado.

El segundo propósito consiste en establecer patrones de una ética pública aplicable a los funcionarios individuales, como servidores públicos, y a la Administración misma, como organización. Las leyes administrativas en vigencia contenían un concepto restringido de probidad, que atendía a la conducta funcionaria de los empleados públicos, pero no planteaba igual exigencia de rectitud en su actuar al complejo organizacional de la Administración.

Ello es de vital importancia si se considera que "las normas constitucionales pierden toda o gran parte de su eficacia potencial si no operan efectivamente controles de la opinión pública, de los medios de comunicación social, de los entes fiscalizadores, de la magistratura y otras instancias encaminadas a infundir realidad al valor de la probidad en el desempeño de las funciones públicas".

Como puede advertirse, con la inclusión en términos expresos de los aludidos valores en la Ley de Bases Generales de la Administración del Estado, se hace una declaración que antes no existía, en cuanto a la validez y a la necesidad de someter la actuación de la administración en forma permanente a dichos imperativos.3

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Lo anterior, además, constituye un avance en la superación del entendimiento del ordenamiento legal como derecho político o, con más exactitud, iusestatal, estatista, consecuencia de lo cual ha sido el énfasis en un derecho administrativo en pos de una concepción similar a la de la cultura europea y, con anterioridad, anglosajona, vale decir, un derecho público cuya columna es el Derecho Constitucional en su declaración y defensa de los derechos humanos, concebido desde la persona y no a partir del Estado.4

De los principios que se contienen en el inciso segundo del citado artículo 3º, nos avocaremos, en primer término, al examen de la eficiencia y la eficacia, ya que, si bien el antiguo artículo 5º de la ley

Nº 18.575, establecía el deber de las autoridades y funcionarios de velar por su cumplimiento, vinculándolos con la simplificación y rapidez de los trámites y el mejor aprovechamiento de los medios disponibles, con las modificaciones introducidas por la ley Nº 19.653, ellos se integran en el principio de probidad, como exigencias y modalidades del interés general, no sólo desde la perspectiva del agente público, sino que también como un mandato finalizado para la Administración en cuanto organización.

Luego, nos referiremos a los principios de publicidad y transparencia, los cuales, al menos en su enunciación expresa, son novedosos en nuestro sistema administrativo, y respecto de los cuales la normativa también contiene un tratamiento desde una doble perspectiva: organizacional e individual.

1. EFICIENCIA Y EFICACIA

1.1. Noción

La incorporación de estos conceptos, como principios que debe observar la Administración del Estado en el desarrollo de sus funciones, en el texto del inciso segundo del artículo 3º de la ley Nº 18.575, implica el reconocimiento de una concepción más amplia que el mero acatamiento a la ley.

En efecto, a partir de dicha concepción "no basta, pues, con el cumplimiento formal de los requisitos propios de los actos

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administrativos que exige el legislador, sino que también existe infracción de la normativa de carácter orgánico constitucional cuando se actúa con manifiesta ineficiencia o ineficacia".

Además, ello importaría una vulneración de la Carta Fundamental, la que contiene un párrafo especial relativo a las "Bases Generales de la Administración del Estado", en el que si bien no se consignan de manera precisa los conceptos o criterios fundamentales sobre los que ésta se estructura, evidencia el interés del constituyente sobre la materia al encomendar a una ley orgánica constitucional su posterior desarrollo y complementación, toda vez que "nadie desconoce hoy en día que en la administración de un Estado moderno se debe hacer frente a los múltiples y complejos problemas del mundo actual, en forma oportuna y eficaz".

La administración, desde un punto de vista organizacional, puede visualizarse como un conjunto de elementos –estructura, procedimientos y atribuciones–, dispuestos para garantizar la eficacia y eficiencia en el desempeño de la subfunción administrativa, sin embargo, para ello la carrera funcionaria reviste vital importancia, dado que "no es posible concebir una Administración eficiente sin agentes públicos que actúen con sentido profesional, con probidad y que sean seleccionados y promovidos en función de su idoneidad y mérito y que gocen de dignidad, pero que sólo gocen del derecho a permanecer en sus cargos mientras tengan un comportamiento que sea compatible con el interés público comprometido” , de lo cual, por una parte, deriva la importancia de esclarecer el significado de las exigencias de eficiencia y eficacia y, por la otra, confirma que tales imperativos integran el principio de probidad.

En primer término, cabe señalar que si atendemos al Diccionario de la Lengua Española, eficacia significa virtud, actividad, fuerza y poder para obrar, de lo que se sigue que será eficaz alguien o algo que logre hacer efectivo un intento o propósito. La eficacia se encuentra así vinculada con la efectividad, esto es, la cualidad de efectivo, real y verdadero, en oposición a lo quimérico, dudoso o nominal.

A su vez, el citado diccionario contempla para la palabra eficiencia, el significado de "virtud y facultad para lograr un efecto determinado" así como la "acción con que se logra este efecto".

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Como puede advertirse, la eficacia evoca básicamente la producción intencionada (con arreglo a un fin o causa) de una realidad (adecuada al fin) como resultado de la acción de un agente idóneo para obrar (...) mientras la eficacia alude a la producción real o efectiva de un efecto, la eficiencia se refiere más bien a la idoneidad de la actividad dirigida a tal fin.

En armonía con tal definición, para la ciencia económica, la eficiencia comprende el manejo o administración de los recursos en cuanto a su optimización en el uso y a obtenerlos en sus costos alternativos más bajos.

De este modo, la eficiencia mide la capacidad o la cualidad de la actuación de un sistema o sujeto económicos para lograr el cumplimiento de un objetivo determinado, minimizando el empleo de recursos , distinguiéndose varios tipos, a saber, eficiencia técnica –mide relación entre recursos y resultados físicos–, económica –relación costos de uso de recursos con valor de resultado–, de la asignación o distribución óptima de los recursos disponibles, productiva –producción a mínimo costo–, operativa y adaptativa.

La eficiencia es un concepto de administración que se localiza en el uso de los medios o recursos disponibles, postulando su mayor rendimiento al menor costo. Alude, también, a una cualidad directiva que permite disponer de la mejor manera posible los recursos humanos, financieros, materiales y tecnológicos con que cuenta una organización, atendidas las circunstancias globales en que ella se desenvuelve, para realizar útilmente una labor determinada.3

Por su parte, la eficacia es el logro de las metas propuestas –generalmente analizadas sólo desde una perspectiva cuantitativa– por la propia administración, en especial con el tiempo definido para lograrlas , por lo que puede definirse como el grado o medida en que se alcanzan los objetivos propuestos con antelación.

La eficacia, es una idea que subraya y acentúa el logro de los objetivos, el alcance de las finalidades de la organización, velando porque sean convincentes, esto es, se concreten y realicen en forma consecuente y adherente con el medio administrativo en el cual se inserta la organización y la planificación que los inspira.

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Con el enfoque expuesto, la eficacia se centra en el resultado de la acción, mientras que la eficiencia lo hace en la acción misma.

Ahora bien, en el ámbito jurídico público, a partir de la concepción del Estado social de derecho se pone énfasis no sólo en la eficacia formal de las normas y de los actos administrativos, sino que además en el cumplimiento de los fines y objetivos de la actividad estatal, y se recurre, por cierto, a la ciencia económica para introducir técnicas de organización y de gestión que procuren una mayor eficiencia administrativa.

Ambos conceptos, si bien se pueden diferenciar conceptualmente, en la práctica se interrelacionan de manera muy estrecha y se complementan, dado que la eficiencia por sí sola puede transformarse en un mero dato estadístico si no se analiza en orden a los objetivos propuestos, entre los cuales, por cierto, en razón de la especial naturaleza de las funciones públicas, deben incluirse parámetros cualitativos y no sólo cuantitativos.

En efecto, "la eficiencia se refiere al proceso técnico, al proceso de transformar los recursos que se han adquirido en bienes o servicios finales, y por ende seríamos más eficientes en la medida que con una determinada cantidad de recursos podamos proveer la mayor cantidad de bienes o servicios finales. Y allí, anote, la eficiencia ligada a la calidad de servicios, que es otro parámetro que hay que determinar, y están absolutamente relacionados, porque nosotros quizás podríamos aumentar los niveles de eficacia mucho, pero disminuyendo la calidad de servicios".

Una muestra de esta necesaria relación entre eficiencia y eficacia en el ámbito jurídico administrativo la encontramos en el artículo 11 de la ley Nº 18.575, disposición que, al referirse al control jerárquico, prescribe que éste se extenderá tanto a la eficiencia y eficacia en el cumplimiento de los fines y objetivos establecidos, como a la legalidad y oportunidad de las actuaciones.

La eficacia es un mandato-deber para la administración (y para su personal) de obrar en cumplimiento de sus fines y de realización efectiva de éstos, es decir, de producción de resultados efectivos.

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La eficiencia posee aquí un significado similar al que le atribuye la ciencia económica, relacionado, en lo que a nosotros nos atañe, con la idoneidad del personal para el desempeño de sus cargos y también con la expedición en el ejercicio de sus funciones para la oportuna ejecución de los cometidos del servicio.

Precisado lo anterior, cabe agregar que, si bien la eficacia y la eficiencia constituyen, en cuanto principios rectores de la actuación de la Administración y de sus agentes, imperativos para éstos, además son exigencias del interés general cuyo predominio ordena el principio de probidad, por lo que se integran con éste complementándolo en su contenido.

De lo expuesto se sigue que el acatamiento del principio de probidad administrativa determina que el desarrollo de la función pública no sólo sea moralmente intachable –especialmente desde el punto de vista pecuniario–, sino que también eficiente y eficaz en la obtención, o más bien en la colaboración para alcanzar el bien común que la Ley Fundamental reconoce como finalidad del Estado.

En efecto, dentro del concepto de probidad, "la gente no sólo desea que los funcionarios públicos no cometan irregularidades con el dinero que pertenece a todos los chilenos, desviándolo hacia fines ilícitos (...) sino que se utilice en forma eficiente y se invierta bien (...) no sólo se conforma con evitar que el dinero sea sustraído indebidamente, pide al Estado que lo gaste bien".

La ley Nº 18.575 contiene diversas normas que, al tratar de la observancia del principio de probidad se refieren al ejercicio eficiente y eficaz de la función pública. En este sentido destaca el artículo 62 Nº 5, inciso tercero, que regula la concesión por parte de las líneas aéreas del "millaje" u otras franquicias de análoga índole, disposición que constituye un precepto nuevo en nuestro ordenamiento, mas no un concepto novedoso.

El referido inciso prescribe que "el millaje u otro beneficio similar que otorguen las líneas aéreas por vuelos nacionales o internacionales a los que viajen como autoridades o funcionarios, y que sean

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financiados con recursos públicos, no podrán ser utilizados en actividades o viajes particulares".

La aludida disposición, tuvo su origen en una indicación parlamentaria, con el objeto de impedir que un beneficio que deriva del ejercicio de un cometido público, favorezca a una autoridad o funcionario a título personal y no al organismo público que financia sus viajes. Es decir, que el "millaje" que se ha obtenido por viajes en desempeño de funciones públicas no sea utilizado luego para el provecho particular del agente público.

Ello, por cuanto "se apunta tanto a proteger la probidad como la eficiencia en el gasto público, porque constituye un desincentivo para privilegiar líneas aéreas que otorguen esta franquicia en desmedro de otras y para la planificación deliberada de rutas más largas que las necesarias y, al mismo tiempo, permitiría a la institución negociar en mejores términos el valor de los pasajes aéreos".

Señalábamos que la noción de utilización o destino de fondos públicos que subyace en esta norma no es nuevo, ello por cuanto, mediante dictamen Nº 29.452, de 1986, la Contraloría General de la República se había pronunciado al respecto, ante una consulta formulada por una oficina regional, en orden a determinar si los servidores públicos que utilizan los servicios de Lan Chile para trasladarse a cumplir comisiones de servicio o cometidos funcionarios, pueden hacer uso de los premios en pasajes que concede esa empresa a través del sistema denominado "Lan Pass".

En dicho pronunciamiento se manifestó que "es improcedente que los funcionarios públicos que viajan en aviones de Lan Chile en razón del desarrollo de comisiones de servicio o de cometidos funcionarios, participen, por ese motivo y en beneficio personal, en el sistema de promoción y premios a que se alude".

La anterior conclusión se fundamenta, en primer término, en que dichos viajes no obedecen a un propósito de interés particular y que los funcionarios no sufragan el valor de los pasajes, ya que éstos les son proporcionados por la entidad a que pertenecen con cargo a los recursos presupuestarios que la ley consulta para el cumplimiento de sus fines institucionales.

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Además, en que la concesión de las referidas franquicias significaría, en las condiciones expuestas, "vulnerar principios fundamentales de probidad administrativa de general aplicación".

En el mismo sentido, con motivo de la entrada en vigencia de las modificaciones introducidas por la ley Nº 19.653, al texto de la ley Nº 18.575, la Contraloría General de la república impartió instrucciones sobre esta materia, mediante el oficio Nº 21.809, de 2000.

A través de dicho documento se expresó que "el indicado beneficio sólo puede ser ocupado por el funcionario o autoridad cuyo viaje ha dado origen a él, o por otro servidor del mismo organismo público en que aquél se desempeñe y sólo para el cumplimiento de actividades del servicio".

Del mismo modo, se precisó que dicha prohibición rige desde la entrada en vigencia de la ley Nº 19.653, de manera tal que los funcionarios o autoridades que a esa data (14 de diciembre de 1999) tenían millaje acumulado, en virtud de los viajes efectuados por razones de servicio y financiados con recursos públicos, se encuentran impedidos de hacer uso del mismo a contar de la indicada fecha, salvo que ello se realice con fines institucionales.

Enseguida, el instructivo en comento recomienda a las instituciones de la Administración, antes de adquirir los pasajes aéreos, el acordar con la respectiva línea aérea las medidas necesarias para que el beneficio de que se trata sea utilizado conforme a los parámetros señalados.

De este modo, las diversas reparticiones deben "negociar" con las líneas aéreas, determinando las condiciones en que se computará y hará efectivo el "millaje institucional", pudiendo, incluso y en la medida que cuente con atribuciones para ello, suscribir un convenio que fije los términos en que esta relación comercial se lleve a cabo.

Finalmente, cabe hacer presente que respecto del ámbito de aplicación de esta prohibición, el citado oficio Nº 21.809, cita los artículos 1º y 54 (actual 52) de la ley Nº 18.575, de modo que las autoridades y funcionarios de la Administración, con independencia de

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la naturaleza del vínculo que los una con ella, se encuentran sujetos a aquélla.

Otra norma que merece destacarse atendida la clara vinculación que efectúa de los principios en comento con la probidad administrativa, es la contenida en el Nº 8 del artículo 62 de la citada ley Nº 18.575, el que establece entre las conductas atentatorias del principio de probidad, la contravención de los deberes de eficiencia, eficacia y legalidad que rigen el desempeño de los cargos públicos, con grave entorpecimiento del servicio o del ejercicio de los derechos ciudadanos ante la Administración.

Esta norma, si bien en principio puede aparecer como muy drástica y genérica, requiere para su aplicación de dos elementos muy difíciles de determinar como son el grave entorpecimiento del servicio o del ejercicio de los derechos ciudadanos ante la Administración, supuestos que, a su vez, han sido formulados en términos generales, de modo que su concurrencia –sin un apego estricto, por cierto, al principio de tipicidad de las infracciones administrativas–, deberá analizarse casuísticamente.

No obstante la aprehensión planteada en el párrafo anterior, la jurisprudencia administrativa, mediante dictamen Nº 30.733, de 2000, en relación con un sumario administrativo instruido por el Fondo Nacional de Salud, manifestó, luego de citar el numeral que nos ocupa, que en la especie, el desempeño poco acucioso de sus labores por parte de la sumariada, "permitió el otorgamiento improcedente de credenciales de beneficiario del Fondo Nacional de Salud, con su consiguiente uso indebido en perjuicio de esa institución, de manera tal que (...) resulta válidamente aplicable en la especie la medida disciplinaria de destitución, por cuanto su actuación ha importado una vulneración grave del principio de probidad".

1.2. Incidencia de estos principios en los sistemas de control

Tradicionalmente el control de nuestra Administración Pública se enfocaba a partir de la denominada auditoría de regularidad, con sus dos parámetros fundamentales: el patrimonial y el normativo.

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El examen patrimonial, mediante las "rendiciones o revisiones de cuentas", consiste en la aplicación de un control contable que tiene como finalidad "evitar y reducir los fraudes, estafas, malversaciones de recursos fiscales, distorsión de los presupuestos, apropiación indebida de los fondos y, en general, reducir y evitar la poco eficaz utilización de los recursos fiscales” . En definitiva se reduce este tipo de control a un mero instrumento para evitar fraudes u otras formas de lesión a los bienes del Estado en provecho de intereses particulares.

Por su parte, el denominado control normativo se refiere al cumplimiento de la legislación vigente y los controles ex ante a que se someten los actos administrativos y los procesos de gasto e inversión públicos. La finalidad de este control es el cumplimiento de las funciones establecidas en la normativa, dentro del ámbito de competencia respectivo y conforme a los procedimientos que, en su caso, se hayan consignado en aquélla, para obtener los resultados y objetivos que, eventualmente, se definían previamente.

Sin embargo, el tratamiento jurídico de la Administración del Estado desde la doble perspectiva –organizacional y funcionarial– que hemos venido esbozando, requiere que la cultura jurídica conjugue coherente y adecuadamente la dignidad y los derechos de la persona expresados y garantizados por normas jurídicas positivas, por una parte, y la acción eficaz y eficiente del Estado con el control –previo o posterior– de ésta, por la otra.

En este sentido, siendo los valores y principios que fluyen de la Carta Fundamental los que condensan la razón justificativa ético-social del ordenamiento fundamental, ellos constituyen "tanto el punto de partida como de llegada para la comprensión, seguida de la interpretación y aplicación, de las normas constitucionales y su desarrollo por el legislador, la administración activa y sus órganos de control, los tribunales, cualquier ente estatal y la sociedad sin exclusión alguna de individuo o agrupación".

Es así como actualmente, de acuerdo a la doctrina y experiencia de países desarrollados, la tendencia es extender el control público a aspectos tales como la economía, la eficiencia o la efectividad, poniendo énfasis –a partir de nociones de la ciencia de la administración–, en los resultados de la gestión pública.

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De este modo nos encontramos con otros tipos de control, a saber: a) el de eficacia, que mira a los resultados de la gestión administrativa; b) el de legalidad, que conlleva el respeto a las normas por parte de cada uno de los órganos y agentes de la administración, y c) el de eficiencia o rendimiento, que atiende al racional empleo de los recursos y que "tiene por objeto verificar si se alcanzan las metas propuestas en tiempo oportuno y con economía de recursos” . "Tal modalidad de control es objetiva, es decir, centrada en la constatación o verificación cuantitativa del cumplimiento de las metas de gestión o de producción, asignadas a un servicio público o empresa estatal, respectivamente".

Por cierto que el control de gestión o de resultados, es particularmente útil, sobre todo en lo que al gasto e inversión se refiere, pero éste debe ser complementado adecuadamente con principios como el de la legalidad del gasto público.

De hecho, "la evaluación por resultados muchas veces es vista como un riesgo, cuando no una agresión, por los funcionarios públicos” , y ello por cuanto, a nuestro entender, la teoría de la organización y de la gestión presenta varios obstáculos para evaluar la eficiencia productiva en el sector público , entre ellos, la dificultad en la definición y en la medición de los resultados –expresado en la elaboración de los programas de mejoramiento de la gestión a los que se asocian las mediciones del desempeño institucional –, la imperfección y distorsión de los indicadores de resultados disponibles, por la imposibilidad de la captación de diferencias cualitativas entre las actividades (más aún tratándose de la prestación de servicios), y el abuso de la discrecionalidad administrativa en la búsqueda de vías y procedimientos de minimización de costos, en desmedro del cumplimiento de la normativa pertinente.

Estimamos que para prevenir la corrupción y el fraude deben implementarse procedimientos de control que aseguren el resguardo de los bienes, la exactitud y confiabilidad de la información, la eficiencia en las operaciones y el control del cumplimiento de las políticas preestablecidas, con estricto cumplimiento de las disposiciones constitucionales, legales y reglamentarias atingentes.

Lo anterior por cuanto si los valores de la Parte Dogmática de la Ley Suprema se aseguran a todas las personas y es obligación de los órganos estatales respetarlos y promoverlos, conforme a lo dispuesto en su artículo 5º, ello determina que dichos valores le infunden al

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Instrumento de Gobierno de la Constitución un significado activo e impulsor hacia la realización de la referida dignidad y derechos, generando la necesidad de control.

En efecto, tal control, llámese así o también fiscalización, debe ser ejercido precisamente para corregir e impulsar la acción administrativa a la satisfacción de las necesidades públicas, en base a las directivas operativas que la Constitución Política y la ley Nº 18.575 le han fijado, entre las que "constan valores o finalidades como la (...) probidad administrativa, la preeminencia del interés público sobre el privado y el control jerárquico permanente, tanto de eficiencia y eficacia cuanto de legalidad y oportunidad, esto sin perjuicio de las instancias externas de control".

De este modo, no basta con la denominada "auditoría integral" si se entiende a ésta como un procedimiento que tiende a medir el rendimiento real con relación al rendimiento esperado, dado que, en la actuación de la administración, más que en el desenvolvimiento de cualquier otra organización, si bien confluyen elementos económicos, destacan y priman por sobre aquéllos los sociales, de servicio público y éticos, que deben ser considerados al momento de evaluar la eficacia y la eficiencia de una determinada entidad.

Además, cabe tener en consideración que los órganos públicos suelen acudir a técnicas jurídicas inspiradas en el derecho privado, a fin de ganar en agilidad y, por ende, en eficiencia en el cumplimiento de sus funciones y cometidos; sin embargo, por esta vía puede generarse un camino de retorno hacia la discrecionalidad arbitraria en perjuicio de los derechos humanos.

Una gestión eficiente de la Administración Pública requiere de un sistema de control de mejor calidad y cantidad, lo que repercutirá en la calidad de los servicios que se presten a los ciudadanos.

2. PUBLICIDAD Y TRANSPARENCIA

Tal como consta en la historia legislativa de la ley Nº 19.653, "quizás uno de los aspectos que la gente más critica de las instituciones públicas es la especie de secreto con que se administran los recursos públicos y con que se toman las decisiones", pese a que sólo con un

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adecuado acceso a la información los ciudadanos se encontrarán posibilitados de efectuar un control activo respecto de la gestión administrativa.

Sin transparencia y publicidad es imposible establecer si la actuación funcionaria se ajusta o no a los principios de probidad administrativa, menos aún si la democracia social demanda, como lo señala Cea, "el ejercicio efectivo de los derechos de participación por nuevos grupos", acercando el poder a un control ciudadano.

La existencia y fundamentalmente la observancia de estos principios de transparencia y publicidad tienen una gran repercusión legal, por cuanto son el único medio real y efectivo para controlar el cumplimiento de los principios que informan la probidad administrativa.

De hecho, tal como lo manifestó la Comisión Nacional de Ética Pública en su informe, "en las sociedades democráticas esa evaluación requiere que las conductas y acciones, a través de las cuales se canalizan las funciones públicas, se realicen de tal modo que ellas estén siempre, salvo escasas excepciones, expuestas a la vista y el conocimiento de la sociedad civil".

De ello deriva, a juicio de esa Comisión –consideración que compartimos–, el que "el carácter transparente de las funciones constituye un principio anexo a la integridad y la responsabilidad. En ausencia de disposiciones, mecanismos e instrumentos que hagan exigible la transparencia, la probidad pública no puede ser sometida al escrutinio ciudadano y, en consecuencia, su mera enunciación es letra muerta. La transparencia se aplica a la totalidad de la función pública. Incluye, en consecuencia, al agente, la gestión y los actos públicos. Es sabido que los fenómenos de corrupción proliferan cuando las funciones públicas no son transparentes y escapan, por lo mismo, al control institucional y ciudadano. Por esta razón, su aplicación debe estar garantizada por la publicidad del patrimonio y los intereses de los agentes públicos y la simplicidad y publicidad de los procedimientos de la gestión y los actos estatales".

Tratándose de actos de autoridad y de la Administración del Estado, precisamente por el ejercicio de poder que ellos conllevan, la transparencia y la publicidad de la función pública son esenciales para poder controlar que el obrar administrativo se ajuste a la ley y a los

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principios éticos de la probidad administrativa, permitiendo una adecuada y efectiva fiscalización y control por parte de los medios de comunicación y, en general, por los mecanismos de control no institucionales (informales).

En efecto, entendiendo a la administración como un complejo de órganos que debe estar abierto natural, espontánea y permanentemente a la sociedad frente a la cual es responsable, la ley impone a las autoridades y funcionarios el deber de rendir cuenta al público de su gestión.

Este deber corresponde al derecho de las personas a saber las condiciones en que la Administración cumple con sus deberes serviciales e instrumentales, la forma como se manejan los bienes públicos, los recursos cuya gestión la comunidad le ha confiado para los efectos de satisfacer el interés general. Derecho que configura una modalidad especial de control, modalidad a su vez del denominado control social a que permanentemente están sujetos dichos órganos y agentes públicos, que es uno de los elementos básicos del sistema de frenos y contrapesos del poder, y que posibilita una importante forma de participación.

Sin embargo, cabe advertir que aunque "la garantía final de la sumisión del Estado a la sociedad y el respeto de los derechos humanos yace en la conducta vigilante que la sociedad ejerza sobre aquél, para obligarlo a encuadrarse en la idea de derecho democráticamente establecida” , el no Estado o sociedad civil ha quedado en la sombra conceptual y práctica, en situación pasiva y no protagónica de la vida nacional, regional o comunal, ya que de frente al Estado, la sociedad civil chilena ha sido usualmente concebida como un ente carente de autonomía.

Aun así, esta forma de control social –cuyo ejercicio responsable sirve para desenmascarar la corrupción, para estimular la probidad y multiplicar la confianza en las instituciones– es entonces la que se facilita, merced a la transparencia y a la publicidad, tan categóricamente afirmadas por esta legislación como valores fundamentales del servicio público.

En este orden de ideas, debemos manifestar que en la ley Nº 18.575, "la publicidad está establecida como una consecuencia lógica de la

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transparencia que debe inspirar los actos de la Administración, la que, a su vez, está concebida para cautelar el principio de probidad administrativa, que el legislador quiso reforzar con la dictación de la ley Nº 19.653".4

Con todo, debe destacarse que, en lo que a la actuación administrativa se refiere, el principio matriz es el de la publicidad, por cuanto a partir del carácter público –o sea, no secreto ni reservado– de los actos estatales es que el legislador ha impuesto a los órganos públicos los deberes de permitir y promover el conocimiento de las decisiones públicas, así como de los fundamentos en que se apoyan y de los procedimientos conforme a los cuales se han adoptado. Una consecuencia de aquel principio es la transparencia, en los términos dispuestos por el Legislador.

En efecto, el inciso segundo del artículo 13 de la aludida ley orgánica constitucional la consagra de manera expresa, en relación con el ejercicio de la función pública, al disponer que ésta debe ejercerse con transparencia, "de manera que permita y promueva el conocimiento de los procedimientos, contenidos y fundamentos de las decisiones que se adopten en ejercicio de ella".

Como corolario de lo anterior, el inciso tercero de esa disposición agrega que son públicos los actos administrativos de los órganos de la Administración del Estado y los documentos que le sirvan de sustento o complemento directo o esencial.

De lo expuesto aparece de manifiesto que el precepto en examen regula, especialmente, la publicidad de los actos administrativos, entendiéndose por tales las declaraciones de voluntad mediante las cuales la Administración, en ejercicio de sus potestades, manifiesta su decisión en un determinado sentido y, además, los antecedentes en que ésta se basa.

No obstante que la citada norma se refiere especialmente a los actos administrativos, el principio de publicidad no se circunscribe solamente a éstos, sino que impregna toda la gestión administrativa, como se establece en el inciso segundo de ese precepto.

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Lo anterior, toda vez que, como lo señala Fernández, "son diversas las razones que permiten sostener que la publicidad de los actos estatales es un principio de jerarquía constitucional. Así, y en primer lugar, tal principio es una consecuencia indubitable del Régimen Político trazado en la Constitución; en segundo lugar, así se desprende de la libertad de información que el Código Político asegura a todas las personas en su artículo 19 Nº 12 inciso 1º (...); en tercer lugar, la publicidad de los actos estatales es un supuesto indispensable para el adecuado ejercicio y la oportuna defensa de los derechos fundamentales; y finalmente, porque la confidencialidad constituye la excepción, ya que cuando el Poder Constituyente ha querido dotar a un acto público con el carácter de secreto o reservado, así lo ha señalado especial y expresamente; por lo que –mutatis mutandi– la regla general es la publicidad de los actos estatales".

En este sentido, la jurisprudencia administrativa, incluso con antelación a la entrada en vigor de la normativa en comento , ha informado que la Administración activa se encuentra obligada a entregar copia de un documento a un particular que lo requiera, en la medida que se reúnan dos requisitos: que aquél no se refiera a asuntos que revistan el carácter de reservados y que la información contenida en el antecedente solicitado afecte directamente al particular o se vincule con situaciones fácticas en que le corresponda intervenir.

Además se señaló –mediante dictamen Nº 26.074, de 1984–, que la respuesta a peticiones de información debe ser formal, debiendo constar por escrito por razones de certeza y buena técnica administrativa "y propende a la cabal protección de los derechos de los administrados". Como puede advertirse, el indicado pronunciamiento reconoce implícitamente un mecanismo de control social en la publicidad de la información y de las actuaciones administrativas, que permite resguardar los derechos fundamentales de los administrados.

También, allí se precisa que a consecuencia del derecho de petición consagrado en el Nº 14 del artículo 19 de la Carta Fundamental, existe la correspondiente obligación del funcionario requerido de contestar, por la vía administrativa, lo que en derecho proceda, debiendo adoptarse, en un plazo prudencial, una determinación frente a lo pedido, que puede consistir en un pronunciamiento que acoja o deniegue lo solicitado, o bien, en el caso de que la autoridad carezca de competencia, debe limitarse a declarar ese hecho, dándose debido conocimiento de la respuesta al solicitante.

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Enseguida, cabe anotar que los incisos siguientes del indicado artículo 13 regulan la forma de acceder a la información, los únicos casos en los que es procedente denegar el acceso público a ella y el derecho de oposición de los terceros interesados o eventualmente afectados con la difusión de la misma, contemplándose, además, en el artículo 14 un procedimiento de reclamación para ante los tribunales de justicia.

Al respecto, procede recordar que si bien el citado artículo 13 establece que son públicos los actos administrativos, en los términos indicados, en su inciso undécimo esa norma establece las causales en cuya virtud puede denegarse la entrega de documentos o antecedentes requeridos, a saber: la reserva o secreto establecidos en disposiciones legales o reglamentarias ; el que la publicidad impida o entorpezca el debido cumplimiento de las funciones del órgano requerido; la oposición deducida en tiempo y forma por los terceros a quienes se refiere o afecta la información contenida en los documentos solicitados; el que la divulgación o entrega de los documentos o antecedentes afecte sensiblemente los derechos o intereses de terceras personas, según calificación fundada efectuada por el jefe superior del órgano respectivo, y el que la publicidad afecte la seguridad de la Nación o el interés nacional.

Si bien tales causales son las únicas que puede hacer valer la autoridad para denegar la entrega de los antecedentes requeridos, en torno a este punto estimamos válida la crítica a dichas causales de denegación de información, por cuanto las excepciones a la publicidad que en dicho texto normativo se contemplan son muy generales e imprecisas.

Además, concordamos con Fernández en cuanto a que si el principio general (publicidad) se encuentra contemplado, por mandato de la Carta Fundamental, en una ley orgánica constitucional, entonces las excepciones a dicho principio deben tener también ese carácter, más aún si la confidencialidad se refiere a los documentos y antecedentes en que se basa el acto, de manera que es inconstitucional declarar la reserva o secreto por medio de reglamentos.

En este contexto cabe recordar que "siempre sometida en todo a la Constitución, la potestad reglamentaria es, además, sublegal porque, respetando la jerarquía normativa, las reglas que dicta su titular están inmediatamente sujetas a las leyes. Trátase, por ende, de determinaciones complementarias de los preceptos legales,

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secundarias e inferiores, con posibilidades limitadas y tasadas. En el sentido estricto con que fue definida, en suma, la potestad reglamentaria no se produce más que en los ámbitos que la ley le entrega, no puede intentar dejar sin efecto las disposiciones legales o contradecirlas y le es prohibido, en fin, suplir a la ley allí donde ésta es necesaria para producir un determinado efecto o regular un cierto contenido".

A lo anterior es menester agregar que la infracción constitucional por parte del inciso final del artículo 13 de la ley Nº 18.575, que encomendó al reglamento establecer los casos de reserva o secreto de la documentación y antecedentes que obren en poder de los órganos de la Administración del Estado, se materializó mediante el indicado texto reglamentario, contenido en el decreto Nº 26, de 2001, del Ministerio Secretaría General de la Presidencia, el cual, a su vez, encomienda a los jefes de servicio que, por medio de resolución fundada, determinen los documentos y antecedentes de la respectiva institución pública que estarán afectos al secreto o reserva, limitándose el indicado decreto a definir criterios para ello.

Como puede advertirse, con la dictación del indicado texto reglamentario se ha ratificado la aludida infracción constitucional por cuanto, como se indicara, los casos de confidencialidad son materia de reserva de ley –orgánica constitucional respecto de actos emanados de la Administración del Estado–, lo que se fundamenta, en definitiva, en que toda limitación al ejercicio o defensa de los derechos fundamentales sólo corresponde al legislador.

Por consiguiente, si no procede que la potestad reglamentaria intervenga en la determinación de los casos de excepción a la publicidad, menos aceptable, desde el punto de vista jurídico, resulta el que sea la autoridad administrativa quien por sí y ante sí –sin perjuicio del procedimiento de reclamación ante los tribunales de justicia contenido en el artículo 14 de la ley Nº 18.575–, declare el secreto o reserva de ciertos documentos y antecedentes.

Lo expuesto si se tiene en consideración que al reglamento de ejecución le está entregado, de un modo general, el desarrollo de las normas subordinadas, no esenciales, necesarias para la aplicación de la ley, pero ello sólo en la medida que sea la ley la que regule los principios, directrices y objetivos generales, tanto de carácter material como formal, en torno al tópico de que se trate, caso en el cual el

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reglamento, en su labor ejecutivo-práctica de tales aspectos, debe orientarse y ceñirse a aquéllos.

Este enfoque, al que evidentemente no se ajusta el citado artículo 13 de la ley Nº 18.575, armoniza con la forma genérica en que la Constitución consagra la reglamentación ejecutiva, generadora también de normas –esto es, de disposiciones generales y obligatorias–, sometidas eso sí a un imperativo adicional, el de reconocer el rango superior de la ley que ejecutan, a cuyas prescripciones deben atenerse para los efectos de su cumplimiento y desarrollo.

Aceptar que la ley pueda intervenir no sólo en lo básico y rector, sino también en todo el desarrollo normativo, dedicándose ella a reglamentar, importaría no sólo permitirle invadir el ámbito de la potestad reglamentaria sino que también privar al reglamento de su razón de ser. Por ello consideramos que cabe un reglamento de ejecución respecto de la materia que nos ocupa, pero para que este sea emitido sin infracción a la Ley Fundamental es menester que sea la ley –orgánica constitucional–, la que fije los criterios, parámetros y directrices que permitan al texto reglamentario, y no a la autoridad administrativa por remisión de éste, establecer los casos de excepción de secreto o reserva de la documentación y antecedentes relativos a los actos de los órganos de la Administración del Estado.

No obstante lo anterior, estimamos que, en términos generales, se ha generado un cambio en la forma de manejar la información relativa a la actuación administrativa, asumiendo que, en principio, las decisiones que se adopten, así como la documentación que las sustenta son públicas.

En este sentido la Contraloría General de la República, mediante dictamen Nº 24.577, de 2000, ante la solicitud de efectuar una investigación sumaria para determinar si existen responsabilidades administrativas, por el hecho de que uno de sus pronunciamientos fuera mencionado en un diario de Santiago, antes de la notificación al interesado, señaló que tal requerimiento resultaba improcedente, "comoquiera que los oficios de es(t)a Entidad, una vez firmados, fechados y numerados, constituyen documentos públicos y su contenido puede ser conocido, desde ese momento, por cualquier persona que tenga interés en la materia".

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Además, se pronunció –a través del dictamen Nº 42.779, de 2000–, acerca de las peticiones de conocimiento de sumarios administrativos y de informes de fiscalización de la Contraloría General.

En relación con los procedimientos sumariales expresó que la resolución que afina un proceso disciplinario, disponiendo la aplicación de una medida disciplinaria, la absolución o el sobreseimiento, constituye un acto administrativo en los términos en que lo previene la norma que ahora se analiza (artículo 13 de la ley Nº 18.575), por lo cual no puede sino concluirse que dicha resolución –y los documentos que le sirvan de sustento o complemento directo y esencial, esto es, en la especie, el expediente sumarial– se encuentran comprendidos en la regulación de los artículos 11 bis y 11 ter (actuales 13 y 14) de la ley Nº 18.575.

Enseguida, y en atención a lo dispuesto en el artículo 131 de la ley Nº 18.834, en orden a que el sumario será secreto hasta la fecha de formulación de cargos, oportunidad en la cual dejará de serlo para el inculpado y para el abogado que asumiere su defensa, precisa que los sumarios administrativos son secretos durante la etapa indagatoria, y en el lapso que media entre la formulación de los cargos y la fecha en que el proceso queda concluido sólo pueden ser conocidos por los inculpados y por su defensa, en tanto que, una vez afinados, ellos están sometidos al principio de publicidad, al cual, como regla general, están sujetos todos los actos de la Administración.

Por último, en lo que respecta a los informes definitivos de fiscalización que emite dicho Organismo de Control, indicó que tales documentos –en cuanto declaraciones de voluntad mediante las cuales, en función de su potestad administrativa de fiscalización, manifiesta su decisión en un sentido determinado– constituyen actos administrativos en los términos del artículo 11 bis (actual artículo 13), por lo que los mismos también se encuentran comprendidos en la regulación de ese artículo y del 11 ter (actual 14) de la ley Nº 18.575, de modo que son públicos y su entrega sólo puede ser denegada por las causales previstas en el inciso undécimo del artículo 11 bis (actual 13), antes aludido.

2.1. Uso de información privilegiada

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En torno al principio de publicidad, además de la dificultad de delimitar las razones o causales que, por la vía excepcional, permiten restringir el acceso a la información, nos encontramos con el uso de información reservada como una de las actuaciones que los funcionarios de la administración estaban impedidos de llevar a efecto, conforme la letra g) del artículo 78 de la ley Nº 18.834, que les prohíbe ejecutar actividades, ocupar tiempo de la jornada de trabajo o utilizar personal, material o información reservada o confidencial del organismo para fines ajenos a los institucionales.

Tal precepto ahora, ha sido incorporado, además, en el catálogo ejemplar de las conductas que contravienen especialmente el principio de probidad administrativa, en el Nº 1, del artículo 62 de la ley Nº 18.575, descrita como usar en beneficio propio o de terceros la información reservada o privilegiada a que se tuviere acceso en razón de la función pública que se desempeña.

En este contexto, no puede desconocerse que el uso de la información reviste hoy en día vital importancia, ya que cualquiera sea su tipo permite a quien la posee tomar decisiones acertadas u oportunas.

La Comisión Nacional de Ética Pública estimó necesaria la inclusión, como infracciones administrativas, de aquellas conductas que supongan el aprovechamiento en beneficio privado de la información reservada obtenida en razón de un cargo, lo que requiere la adopción de dos tipos de medidas necesariamente complementarias.

En primer lugar, el establecimiento de legislación adecuada que regule de manera orgánica el tema de la información, incluyendo su recopilación, uso, procesamiento y transferencia. En segundo término, una fuerte acción educativa y formativa para superar la relajación de estándares morales que el fenómeno revela.

Ahora bien, el establecimiento expreso de esta conducta como atentatoria al principio de probidad administrativa, es el corolario de la incorporación de disposiciones sobre publicidad (principio de transparencia) de la actividad de la Administración –fundamentalmente en los arts. 13 y 14 de la ley Nº 18.575

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En efecto, decíamos que la actividad administrativa tenía una doble perspectiva, en cuanto a la actuación de la Administración como órgano, que es el lo que regulan los preceptos citados en último término, y en cuanto al desempeño de las funciones y cargos públicos por parte de los agentes estatales, aspecto al que se refiere el numeral primero del aludido artículo 62.

Hasta el momento de realizarse esta investigación, la jurisprudencia administrativa no ha emitido pronunciamiento sobre el indicado numeral, a diferencia de lo ocurrido respecto del deber de publicidad para la Administración, contenido en el artículo 13.

Ello, a nuestro juicio, es una manifestación de la complejidad de establecer, determinar y comprobar si un determinado servidor ha incurrido en un manejo privilegiado de información.

Este enunciado es más bien una medida de carácter preventivo (disuasivo si se quiere), por cuanto "así como es difícil descubrir el traspaso de información privilegiada a un tercero, es prácticamente imposible, en muchos casos, hacer algo similar con esa misma transferencia en el fuero interno de una persona desdoblada en dos", como sería el caso, por ejemplo, de quien posea simultáneamente las calidades de servidor público y de empresario.

Lo dispuesto por la norma en comento además se relaciona con lo prescrito en el inciso final del artículo 56 de la ley Nº 18.575, que consagra la incompatibilidad denominada en doctrina "puerta giratoria" –a la que nos referiremos en el siguiente capítulo–, no obstante lo cual cabe puntualizar que uno de los objetivos de ésta radica en impedir el uso de información privilegiada adquirida durante el desempeño de un cargo público, en un empleo en una entidad privada relacionada, ejercido con posterioridad al cese de funciones.

2.2. El principio de transparencia en la contratación administrativa

Otra de las conductas atentatorias contra el principio de probidad es la contemplada en el numeral séptimo del citado artículo 62 de la ley Nº 18.575, consistente en omitir o eludir la propuesta pública en los casos que la ley la disponga.

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Esta disposición, a nuestro juicio, debe entenderse en relación con lo establecido en el artículo 9º del mismo cuerpo legal, que prescribe que "Los contratos administrativos se celebrarán previa propuesta pública, en conformidad a la ley.

El procedimiento concursal se regirá por los principios de libre concurrencia de los oferentes al llamado administrativo y de igualdad ante las bases que rigen el contrato.

La licitación privada procederá, en su caso, previa resolución fundada que así lo disponga, salvo que por la naturaleza de la negociación corresponda acudir al trato directo".

Las reseñadas disposiciones tienen por objeto garantizar que el procedimiento de contratación que se efectúe por la Administración, además de regirse por los principios de libre concurrencia, igualdad de los oferentes y estricta sujeción a las bases –que ya habían sido desarrollados con antelación por la jurisprudencia administrativa– se realice de manera transparente como una forma de asegurar la corrección del mismo.

Respecto de este artículo nos parece interesante referirnos a tres temas abordados por la jurisprudencia, debiendo destacar, en todo caso, que para efectos de lo previsto en el Nº 7 del artículo 62 de la ley Nº 18.575, el más relevante de ellos es la característica de "regla general" que la interpretación de la norma contenida en el artículo 9º realizada por la jurisprudencia administrativa le ha atribuido al sistema de propuesta, pública o privada, con los matices que indicaremos.

2.2.1. Contratos a que se refiere el precepto

Mediante dictamen Nº 46.532, de 2000, se precisó que la expresión "contrato administrativo" debe entenderse con un alcance amplio, en el sentido que abarca los diversos tipos de contratos que celebren los entes de la administración, tanto en el ámbito de sus potestades exorbitantes como en el de su actuación en un plano de igualdad con los particulares, conforme lo prescrito en el artículo 19 Nº 21, de la Carta Fundamental.

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Ello atendido que el artículo 9º en comento, como ya expresáramos, tiene por fin resguardar la probidad administrativa por la vía de asegurar la transparencia que debe presidir los procesos de contratación que realicen los organismos de la Administración.

Además, lo anterior se encuentra en armonía con la historia fidedigna del establecimiento de la norma, en orden a que "debe ser entendida en sentido amplio de manera de considerar todos los contratos de la Administración del Estado".

Sin perjuicio de concordar, en principio, con lo expuesto, estimamos que, si bien el alcance que cabe otorgarle a la expresión "contratos administrativos" es amplia, la normativa en estudio se encuentra, en armonía con el citado artículo 19 Nº 21 de la Carta Fundamental, inserta en un contexto que podríamos denominar "comercial", por contraposición a la prestación de servicios personales.

Lo anterior, por cuanto una de las características fundamentales del régimen de la función pública en países que, como el nuestro, han seguido el modelo organizativo de corte francés ha sido que las condiciones de empleo no se establecen mediante negociaciones o contrataciones directas, con términos variables, sino que se determinan de manera más o menos detallada por normas objetivas, que el poder público no puede alterar unilateral-mente para un caso en particular.

De este modo, dicho régimen tiene su origen en una norma legal estatutaria, y no un acuerdo de voluntades o un contrato de adhesión. A este respecto, es útil hacer presente que si bien es cierto que cuando una persona ingresa a la Administración Pública, es porque "ha manifestado su deseo de hacerlo (...) y cierto es, también, que la Administración resuelve incorporarlo por cualquiera de las vías legales que regulan el ingreso (pero), ni en la generación de este vínculo que el nombramiento hará nacer, ni en la regulación toda de la nueva calidad, ni en nada, habrá jurídicamente un atisbo siquiera de situación convencional".

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En este orden de ideas cabe distinguir entre el contenido y los elementos de la relación funcional que están preestablecidos por la ley y el acto en virtud del cual se adquiere la calidad de funcionario, ya que, como explica Sayagués, "la naturaleza de la relación jurídica en que se encuentra el funcionario frente a la Administración, es una cuestión distinta de la naturaleza del acto por el cual se adquiere la investidura del funcionario".

De ello se sigue que el vínculo entre funcionario y Administración posee una naturaleza jurídica que no puede asimilarse al de una convención o contrato de derecho privado, puesto que es el Estado el que, por medio de su actividad legislativa, fija el sistema que regula dicho vínculo, con prescindencia de la voluntad de quien o quienes pasen a desempeñarse como funcionarios públicos, los que, producto del nombramiento se incorporan a este status jurídico objetivo (impersonal) y general.

Lo expresado resulta igualmente aplicable respecto de las contrataciones a honorarios, toda vez que si bien los términos del contrato de estos servidores admiten un cierto marco de discusión o "negociación" entre las partes, ellos no dejan de estar exentos de la aplicación de diversas disposiciones que regulan el régimen jurídico de la función pública, como son, entre otras, las relativas al cumplimiento del principio de probidad, o el sistema de inhabilidades de ingreso a la Administración, las que integran o complementan la regulación de tales contrataciones.

Además, la vinculación del personal con la Administración se encuentra regida por diversas normas, como las que contempla el párrafo 1º del Título II de la ley Nº 18.834, sobre el ingreso a la carrera funcionaria o el artículo 10 del mismo cuerpo legal, referente a las contrataciones a honorarios, las cuales en general contienen las garantías suficientes de imparcialidad, objetividad y transparencia.

Por las consideraciones anteriores, estimamos que la referida expresión se encuentra circunscrita a la contratación "comercial" de la administración, sin que deban entenderse comprendidas en ella las formas de vinculación del personal a la administración.

2.2.2. Sistema de propuesta como regla general

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En el citado dictamen Nº 46.532, de 2000, se expresó que el trato directo constituye una excepción frente al sistema de propuesta, por lo que es necesario que su justificación conste en un acto administrativo, siendo indiferente, en todo caso, que éste se dicte en forma previa o que conste en el mismo instrumento que aprueba el contrato. Además se indicó que no puede entenderse que la sola invitación a presentar ofertas o cotizaciones quede comprendida dentro del concepto de licitación privada, pues esta última se caracteriza por constituir un concurso previamente regulado en un cuerpo normativo constituido por lo que se denomina bases administrativas.

A lo anterior, cabe agregar que, por exigencia expresa del ar-tículo 8º bis (actual artículo 9º) de la ley Nº 18.575, en caso de llamarse a propuesta o licitación privada, es menester la dictación de una resolución fundada, es decir, motivada, que contenga las razones de tal decisión.

En base a los distintos requisitos que para cada modalidad de contratación contiene el artículo 9º discrepamos de la jurisprudencia administrativa en cuanto a que la licitación, pública o privada, sea la regla general y el trato directo, la excepción.

En efecto, y recordando que el bien jurídico protegido por estas normas es el principio de transparencia que, como integrante del de probidad, debe regir los procesos de contratación, resulta evidente que el mayor resguardo a dichos valores los proporciona el sistema de licitación o propuesta pública, por sus características propias, por lo que dicho precepto simplemente dispone que los contratos administrativos se celebrarán previa propuesta pública, "en conformidad a la ley".

Enseguida, resulta útil tener en consideración que la normativa al referirse a la licitación privada, no la establece como una alternativa a la propuesta pública, sino que requiere, para que aquélla sea válidamente procedente, que así se disponga por resolución fundada, lo cual demuestra que su empleo sólo corresponde ante una situación excepcional, por lo que la propuesta o licitación pública constituye la regla general.

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Confirma el parecer expuesto la circunstancia de que el precepto en comento, el referirse al trato directo, no sólo exige que se disponga mediante resolución fundada, sino que vincula tal fundamento exclusivamente con la "naturaleza de la negociación", único caso en que procede acudir a este mecanismo, atendido que, de los tres que se han señalado, es el más vulnerable desde el punto de vista de la transparencia en el desarrollo del proceso de contratación.

En este sentido, estimamos que la normativa establece una verdadera "cascada": la licitación pública, como regla general, sin mayores exigencias que las de ajustarse a la ley en su desarrollo; la licitación privada, dispuesta mediante resolución fundada, como excepción y, el trato directo, constituyendo una situación excepcionalísima, requiriéndose no sólo que se ordene fundadamente, sino que, además, tal fundamento debe radicar únicamente en la naturaleza de la negociación; vale decir, desde la modalidad que garantiza en mayor medida la transparencia y, por ende, la imparcialidad y objetividad en la contratación, al tipo más feble.

2.2.3. Alcance de la expresión "naturaleza de la negociación", respecto del trato directo

A través del oficio Nº 44.460, de 2000, se concluyó que el trato directo constituye una excepción frente al sistema de propuesta, cuya procedencia se determina por la "naturaleza de la negociación", expresión en la cual deben entenderse incluidos los casos en que el propio legislador ha autorizado expresamente el uso de esa forma de contratación, toda vez que se entiende que éste ha calificado directamente la naturaleza de la negociación en tales situaciones.

Ello ocurre, por ejemplo, tratándose de la ejecución de programas de fomento por parte de los gobiernos regionales, toda vez que el número 3 de la glosa 02 del capítulo relativo a esos entes de la ley Nº19.651, de presupuestos del año 2000, les permite "suscribir convenios directos" con otros organismos o servicios públicos, bajo las condiciones que señala e incluso con instituciones privadas sin fines de lucro para llevar a cabo programas de ese tipo.

A lo anterior, cabe añadir que, conforme lo expresado en el dictamen Nº 45.278, de 2000, el trato directo corresponde, atendida la naturaleza de la negociación, en aquellas situaciones en que las

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circunstancias o características del contrato a celebrar hacen del todo indispensable suscribirlo en forma directa o bien innecesario llevar a cabo un procedimiento de propuesta, tales como el surgimiento intempestivo de una necesidad que debe satisfacerse urgentemente o la adquisición de un producto respecto del cual sólo existe un proveedor.

Finalmente, es útil hacer presente que, desde un punto de vista financiero –según se indicara a través del dictamen Nº 34.434, de 2000–, se estima que el sistema de contratación directa permite dar pleno cumplimiento a los principios de eficiencia y eficacia contenidos en ley Nº 18.575, por cuanto de este modo se logra una mayor optimización en la utilización de los recursos públicos.

CAPÍTULO CUARTO

TRATAMIENTO DE LOS CONFLICTOS

DE INTERESES

Como indicáramos en los capítulos anteriores, uno de los elementos que integran el principio de probidad administrativa es la preeminencia del interés general por sobre el particular, que en términos jurídicos se materializa en la normativa destinada a precaver los potenciales conflictos de intereses.

Recordemos, además, que los indicados conflictos, aun cuando frecuentemente se vinculan al ámbito económico, financiero y/o patrimonial, pueden tener su origen en otro tipo de situaciones, tales como el ejercicio de una profesión u oficio por parte de un servidor de la Administración, sus vinculaciones comerciales o la existencia de relaciones de parentesco o de familia con otros agentes del organismo en el cual se desempeñe, resultando particularmente sensible su regulación normativa si se atiende a garantías constitucionales como las relativas a la igualdad ante la ley y para acceder a los cargos públicos, la libertad de trabajo y el derecho a desarrollar libremente cualquier actividad económica.

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Ello, por cuanto, en definitiva, se refieren a circunstancias que objetivamente pueden alterar la imparcialidad con que debe ejercerse la función pública, lo cual implica, además, un riesgo para la transparencia que debe caracterizarla.

En razón de lo expuesto, en el presente capítulo nos dedicaremos al análisis del régimen de inhabilidades e incompatibilidades específicas que la ley Nº 18.575 contempla respecto de los agentes de la Administración, por cuanto éste constituye una modalidad de prevención de los citados conflictos de intereses.

Del mismo modo, aludiremos a la obligación de ciertos servidores de presentar declaración de intereses, medida en la cual confluyen la indicada prevención de los conflictos de intereses con los principios de transparencia, publicidad, objetividad e imparcialidad, posibilitando el control social sobre el ejercicio de las funciones públicas.

1. INHABILIDADES

Las inhabilidades se encuentran relacionadas con las condiciones que los postulantes a un cargo público deben reunir para el desempeño del mismo, cuyo tratamiento se expresa en dos momentos, al ingresar a una determinada entidad, y durante la permanencia en ella.

En efecto, la jurisprudencia administrativa, a propósito de la regulación contenida al respecto en la ley Nº 18.834, ha expresado que si bien el artículo 11 de ese cuerpo legal se refiere a los requisitos de ingreso a la Administración del Estado, las condiciones que establece son exigencias para el desempeño funcionario, por lo que necesariamente deben mantenerse durante toda la vinculación administrativa del empleado.

Agrega que admitir lo contrario pugna con la lógica y aun con el texto expreso de la citada ley Nº 18.834, cuyo artículo 144, letra b), establece la declaración de vacancia por pérdida sobreviniente de alguno de los requisitos de ingreso a la Administración.

1.1. De ingreso

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Conforme lo dispuesto en el artículo 55 de la ley Nº 18.575, los postulantes a un cargo público deberán prestar una declaración jurada que acredite que no se encuentran afectos a alguna de las causales de inhabilidad previstas en el artículo 54 de esa ley orgánica.

El objetivo de esta declaración es permitir una adecuada fiscalización de la aplicación de estas normas, sancionándose el incumplimiento del deber de presentarla, de conformidad con lo dispuesto en el artículo 210 del Código Penal, relativo al falso testimonio.

En virtud de lo expuesto, la referida declaración, además, debe acompañarse al respectivo acto administrativo de nombramiento, al momento de remitirse a la Contraloría General de la República para su trámite de toma de razón o registro, en su caso, a fin de posibilitar el control de legalidad de aquél en lo que a esta materia se refiere.

Por otra parte, respecto de las inhabilidades de ingreso que establece el artículo 54 de la ley Nº 18.575, es preciso hacer presente que, como la misma disposición lo indica, ellas son "sin perjuicio de las inhabilidades especiales que establezca la ley", expresión que debe entenderse referida a inhabilidades diferentes de las que se mencionan en dicho precepto, las que, por ende, deberán también recibir aplicación en los casos específicos de que se trate.

No obstante lo anterior, atendido que el citado artículo 54 contiene una normativa básica y obligatoria para todos los servicios afectos a sus disposiciones, aquél debe prevalecer por sobre los preceptos que al momento de su establecimiento se encontraban vigentes y que pudieren contemplar inhabilidades menos estrictas, como necesaria consecuencia del principio de igualdad ante la ley que consagra la Carta Fundamental.

En este sentido, la jurisprudencia administrativa –mediante dictamen Nº 33.122, de 2000–, concluyó que una inhabilidad contemplada en el D.F.L. Nº 1, de 1980, del Ministerio de Defensa Nacional, Estatuto del Personal de la Policía de Investigaciones de Chile, "ha perdido su eficacia jurídica, debiendo la situación a que se refiere quedar regida por la nueva normativa, pues no resulta aceptable que la Policía de Investigaciones de Chile hubiese podido quedar afecta a una

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inhabilidad menor que la establecida de un modo general para la Administración, por una ley orgánica constitucional como es la ley Nº 18.575".

1.1.1. Contratación

Hasta antes de la entrada en vigor de la ley Nº 19.653, tratándose de la prestación de servicios a entidades estatales, existían diversas disposiciones que limitaban la actuación de personas jurídicas que estuviesen integradas por funcionarios públicos, las que fueron interpretadas por la jurisprudencia administrativa como una manifestación del principio de probidad.

Así, por ejemplo, tratándose de la celebración de convenios que involucren la prestación de servicios personales a los organismos e instituciones regidos por el decreto ley Nº 249, de 1974, el artículo 16 del decreto ley Nº 1.608, de 1976, y su reglamento, aprobado por decreto Nº 98, de 1991, del Ministerio de Hacienda, regulan expresamente el caso de que dichos convenios se celebren con personas jurídicas, prohibiéndose la contratación cuando éstas tengan uno o más socios que sean funcionarios de las entidades regidas por el referido decreto ley Nº 249, cuya representación, en conjunto, sea superior al 50% del capital social, o que tengan entre sus trabajadores a personas que sean funcionarios de esas instituciones. En este mismo sentido, cabe destacar que el artículo 40, letra b), del D.F.L. Nº 7, de 1980, del Ministerio de Hacienda, impide a los funcionarios del Servicio de Impuestos Internos ocupar cargos directivos, ejecutivos y administrativos en entidades que persigan fines de lucro.

Actualmente se contemplan, en la letra a) del artículo 54 de la ley Nº 18.575, tres casos de inhabilidades de ingreso a la Administración del Estado:

a) Las personas que tengan vigente o suscriban, por sí o por terceros, contratos o cauciones ascendentes a doscientas unidades tributarias mensuales o más, con el respectivo organismo de la Administración Pública.

b) Quienes tengan litigios pendientes con la institución de que se trata, a menos que se refieran al ejercicio de derechos propios, de su

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cónyuge, hijos, adoptados o parientes hasta el tercer grado de consanguinidad y segundo de afinidad inclusive.

c) Los directores, administradores, representantes y socios titulares del diez por ciento o más de los derechos de cualquier clase de sociedad, cuando ésta tenga contratos o cauciones vigentes ascendentes a doscientas unidades tributarias mensuales o más, o litigios pendientes, con el organismo de la Administración a cuyo ingreso se postule.

Como puede advertirse del tenor de la disposición reseñada ella se vincula con situaciones que objetivamente configuran lo que hemos denominado conflictos de interés, impidiendo el ingreso a la Administración de quienes puedan ver afectada la imparcialidad y transparencia en su actuar en razón de sus vínculos contractuales, comerciales o profesionales.

1.1.2. Parentesco

En primer término, es preciso anotar que, en lo que a las inha-bilidades por parentesco se refiere, estas normas aparentemente tan drásticas, severas e incluso injustas, "dicen relación con el hecho de que entre parientes cercanos existen complicidades humanas complejas que perturban una buena administración".

Ante el riesgo del nepotismo, como una de las modalidades en que se manifiesta el tráfico de influencias, hay dos posibilidades: o se sanciona la conducta del que se dejó influir por un interés subalterno privado, lo que obliga a una estrategia represiva difícil de comprobar, o se adopta una política de prevención y se identifican previamente por la ley aquellas hipótesis de conflicto de intereses más riesgosos o evidentes.

En este contexto, la letra b) del citado artículo 54 establece que no podrán ingresar a cargos en la Administración del Estado las personas que tengan la calidad de cónyuge, hijos, adoptados o parientes hasta el tercer grado de consanguinidad y segundo de afinidad inclusive respecto de las autoridades y de los funcionarios directivos del organismo de la administración civil del Estado al que postulan, hasta el nivel de jefe de departamento o su equivalente, inclusive.

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Ahora bien, la indicada inhabilidad no es general, en el sentido de que ella no se extiende a toda la Administración, sino que sólo a una de sus reparticiones, aquélla en donde exista la situación de parentesco.

No obstante ello, la expresión "organismo de la administración civil del Estado al que postulan", no puede entenderse en relación con las diversas dependencias de una entidad estatal, puesto que ella ha sido empleada en términos genéricos, referida al conjunto de oficinas, dependencias o empleos que conforman un cuerpo o institución, conforme lo señalado en el Diccionario de la Lengua Española.

Además, así se consignó en la historia legislativa del precepto , en el sentido de que dicha expresión equivale a una organización que se caracteriza por contar con elementos humanos, financieros y materiales, legalmente adscritos a la dirección de una jefatura responsable, para alcanzar por medio de ellos un fin público, vale decir, como sinónimo de servicio público o institución.

Por su parte, la jurisprudencia administrativa, atendiendo una consulta formulada por un Servicio de Salud, manifestó que

–teniendo en consideración que diversos preceptos de la ley Nº 18.575, emplean las locuciones organismo u órgano como análogas de servicio público o institución, entre los que cabe mencionar los artículos 1º, 21, 28, 56 y 61–, la expresión "organismo de la Administración del Estado", debe entenderse comprensiva de la totalidad del Servicio de Salud ocurrente, y no respecto de cada una de sus dependencias.

En otro orden de consideraciones, es dable anotar que la inhabilidad en comento no requiere para su configuración más que los supuestos objetivos de parentesco que la norma indica, sin que sea necesario que entre la autoridad o funcionario directivo de la entidad de la administración civil del Estado de que se trate y el cargo o función al que postule una persona vinculada por parentesco con aquél exista relación jerárquica, directa o indirecta.

Por otra parte, resulta útil destacar que, producto de la inclusión de este tipo de inhabilidades en la ley Nº 18.575, la citada letra b) del artículo 54 resulta aplicable al ingreso a cualquier cargo del organismo

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de la administración civil del Estado de que se trate, en el cual el postulante tenga alguno de los vínculos a que el precepto alude, con independencia del régimen jurídico al que se encuentre sujeto el respectivo empleo.

En razón de lo anterior, la Contraloría General de la República, mediante dictamen Nº 36.880, de 2000, expresó que, dado que los departamentos de educación, como de salud y demás servicios traspasados, constituyen unidades de las municipalidades, los empleos a través de los cuales se cumplen sus cometidos revisten la condición de municipales y, por ende, el ingreso a los mismos se encuentra condicionado a que el postulante no tenga alguna de las calidades que el citado artículo 56 (actual artículo 54) establece respecto de cualquiera de las autoridades y funcionarios directivos del Municipio, en los términos que indica, aun cuando se rijan por normas estatutarias diversas.

Por otra parte, cabe hacer presente que la inhabilidad en comento no resulta aplicable al postulante cuyo pariente se desempeñe en un cargo adscrito o en extinción , toda vez que éstos conforman un sistema paralelo a los respectivos empleos de planta, constituyendo una adicional, al margen de los estamentos directivos de los servicios, por lo que carecen de jerarquía, de manera que quienes los sirven no pueden ser considerados funcionarios directivos y, por tanto, no generan la inhabilidad en comento.

Ello, por cuanto al establecerse como generadores de la inhabilidad a las autoridades y funcionarios directivos el propósito de esto no ha sido otro más que atender a quienes, dentro de un servicio público ejercen potestades de administración, gestión, dirección, decisión y control, que determinan una mayor esfera de influencias en dicho organismo, facultades de las que, por cierto, carecen quienes sirven un cargo en extinción.

Finalmente, aunque parezca de perogrullo, es menester puntualizar que la inhabilidad de ingreso por parentesco, lo es de ingreso, y por tanto no se aplica a quienes ya se desempeñan en un determinado organismo de la Administración del Estado, sin perjuicio de que estos servidores puedan verse afectados por una inhabilidad sobreviniente, o se encuentren amparados por disposiciones transitorias, situaciones a las que nos referiremos más adelante.

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Así, aquélla no resulta válidamente aplicable tratándose de las prórrogas de las designaciones a contrata, ni de las modificaciones que experimenten los términos del vínculo que une a un determinado empleado con un servicio en particular (como sería el cambio de grado al cual se encuentra asimilado un funcionario a contrata)237 , ni impide al personal en servicio postular a otro empleo de la misma institución, aun cuando se trate de acceder a una plaza de una planta diferente de aquélla a la cual pertenece el cargo que el interesado se encuentre ocupando , ya que estas situaciones no constituyen un ingreso a la Administración.

1.1.3. Idoneidad moral

Por su parte, la letra c) del indicado artículo 54, ordena que no podrán ingresar a cargos en la Administración del Estado, las personas que se hallen condenadas por crimen o simple delito.

Al respecto, cabe tener presente que la inclusión de la inhabilidad en estudio se efectuó teniendo en consideración que la letra f) del artículo 11 de la ley Nº 18.834, impedía el ingreso a la Administración de las personas que se hallen procesadas o condenadas por crimen o simple delito.

A la luz de ese precepto, en la tramitación legislativa de la norma en análisis se prefirió consagrar una disposición de idéntico tenor a la consignada en el Estatuto Administrativo, reduciendo los alcances de la inhabilidad sólo respecto de los casos en que la persona hubiera sido condenada por crimen o simple delito, eliminando el estar procesado.

Precisado lo anterior, cabe referirse al alcance de la expresión "que se hallen condenadas" que emplea la norma. Sobre este aspecto, hasta la época en que se realiza esta investigación la jurisprudencia administrativa no ha emitido pronunciamientos que se refieran específicamente a la letra c) del aludido artículo 54, no obstante ello y, atendida la similitud de esta norma con la que ya se indicara de la ley Nº 18.834, recurriremos a los dictámenes emitidos en relación con esta última.

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Al efecto, se ha expresado que la citada ley estatutaria contempla, como uno de sus principios básicos, la idoneidad moral, la cual es consustancial al ingreso y permanencia en la administración, condición que se pierde, entre otros, cuando el afectado incurre en actos tipificados como delitos por la ley, sean ellos inherentes o no a la función pública y siempre que haya sido condenado por sentencia definitiva en causa criminal y esté cumpliendo o haya cumplido la pena.

De este modo, la inhabilidad de ingreso en comento afecta no sólo a quienes al momento del ingreso estén cumpliendo condena –como pudiera literalmente interpretarse la expresión "se hallen condenadas"–, sino también a quienes ya la han cumplido, dado que su objetivo es velar por la más absoluta idoneidad de los funcionarios, todo lo cual, además, armoniza con lo dispuesto en la letra e) del artículo 38 de la ley Nº 10.336, Orgánica Constitucional de la Contraloría General de la República, que obliga a esa Entidad a llevar una nómina de los condenados por crimen o simple delito de acción pública o inhabilitados por fallo judicial para servir cargos u oficios públicos, impidiéndole tramitar ningún decreto o resolución que nombre para un empleo público al afectado por sentencia firme de esa naturaleza.

Sostener el criterio contrario, en orden a que la expresión "hallarse condenado" se encuentra referida a quien esté cumpliendo la condena, equivale a hacer inoperante la norma, puesto que resulta evidente que, en la generalidad de los casos –penas privativas o restrictivas de libertad–, esa persona se encontrará impedida durante ese lapso de desempeñar un determinado cargo o empleo público, lo que obliga a entender que ella concierne a quienes afecte una sentencia definitiva condenatoria en causa criminal, sea que se encuentren cumpliendo o hayan cumplido las penas impuestas.

En este contexto, cabe precisar que, de acuerdo con lo consignado en el Nº 4 del artículo 93 del Código Penal, el indulto no quita al favorecido el carácter de condenado para los demás fines que determinen las leyes, lo que en un sentido amplio debe entenderse comprensivo de los fines de orden administrativo, por lo que la persona que ha sido condenada por crimen o simple delito, habiendo sido indultada con posterioridad, se encuentra igualmente impedida de ingresar a un empleo público.

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En otro orden de ideas, es útil tener en consideración lo dispuesto en la ley Nº 18.216 –que establece las medidas de remisión condicional de la pena, reclusión nocturna y libertad vigilada como alternativas a las penas privativas o restrictivas de libertad–, en lo que a la omisión de antecedentes prontuariales se refiere.

El artículo 29 de ese cuerpo legal señala que el otorgamiento por sentencia ejecutoriada de alguno de los señalados beneficios a quienes hayan sido condenados por primera vez por crimen o simple delito, tendrá mérito suficiente para la omisión, en los certificados de antecedentes, de las anotaciones a que dieron origen el auto de procesamiento y la condena.

Luego, el inciso segundo del mismo precepto prescribe que el cumplimiento satisfactorio de las medidas alternativas que prevé la ley Nº 18.216, por quienes no hayan sido condenados anteriormente por crimen o simple delito, tendrá mérito suficiente para la eliminación definitiva, para todos los efectos legales y administrativos, de tales antecedentes prontuariales.

Como puede advertirse de la disposición reseñada, la franquicia de la omisión prontuarial tiene carácter provisorio durante la vigencia de la medida de reemplazo, convirtiéndose en definitiva si el beneficiado cumple cabalmente la medida alternativa.

Ahora bien, si además de lo prescrito en el indicado artículo 29 de la ley Nº 18.216, tenemos en consideración que el requisito de idoneidad moral para el ingreso a la Administración se acredita, en términos generales, mediante el respectivo certificado de antecedentes emitido por el Servicio de Registro Civil e Identificación, es forzoso concluir que cuando los beneficiados por alguna de las medidas de cumplimiento alternativo de las penas gocen de la franquicia de omisión de los antecedentes prontuariales, ésta tiene el alcance de "hacer desaparecer" los efectos de la condena, de manera que debe considerarse al favorecido como si no la hubiese sufrido para todos los fines legales y administrativos, de modo que tales personas no quedarán comprendidas dentro de la expresión "se hallen condenadas".

Se exceptúan de la indicada franquicia de omisión de antecedentes los certificados que se otorguen para el ingreso a las Fuerzas Armadas,

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de Orden, Gendarmería de Chile y los que se requieran para su agregación a un proceso criminal.

En razón de lo anterior, los interesados en ingresar a alguna de las referidas instituciones se encontrarán inhabilitados de hacerlo, aun cuando hayan sido favorecidos por alguno de los beneficios de la ley Nº 18.216, lo cual, evidentemente, se fundamenta en una mayor estrictez en la apreciación de la exigencia de idoneidad moral para el personal de aquéllas en virtud de la particularidad de las funciones que desempeñan.

En mérito de lo expuesto, es posible afirmar que la inclusión de esta inhabilidad de ingreso (y permanencia), no obedece a la existencia de una circunstancia objetiva que implique un conflicto de intereses, real o eventual, sino que ella se relaciona, más bien, con lo que podríamos denominar el "perfil del empleado de la Administración", desde un punto de vista de aptitud moral para desempeñarse en ella.

Se extiende de este modo el alcance del elemento moral del principio de probidad, homogeneizando el tratamiento del tema.

En suma, no es un problema de conflicto de intereses, sino que se prefiere a quienes poseen un certificado de antecedentes intachable.

1.2. En el ejercicio del cargo

Las inhabilidades sobrevinientes, esto es, las acaecidas durante el desempeño del cargo, se encuentran tratadas en el artículo 64 de la ley Nº 18.575, precepto que dispone que deberán ser declaradas por el funcionario afectado a su superior jerárquico dentro de los diez días siguientes a la configuración de alguna de las causales señaladas en el artículo 54 de ese mismo texto legal. En el mismo acto deberá presentar la renuncia a su cargo o función, salvo que la inhabilidad derivare de la designación posterior de un directivo superior, caso en el cual el subalterno en funciones deberá ser trasladado a una dependencia en que no exista entre ellos una relación jerárquica.

Cabe puntualizar que, como ya se indicara, las inhabilidades sobrevinientes resultan igualmente aplicables a las personas

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contratadas a honorarios, por cuanto el conflicto de intereses que normas como la reseñada intentan prevenir, se producirán respecto de las personas que se encuentren en alguna de las situaciones descritas en las letras a) o b) del artículo 54, con independencia del vínculo jurídico que los una con la Administración.

Por su parte, así lo ha manifestado, también, la jurisprudencia administrativa, mediante dictamen Nº 25.466 bis, de 2000, en el que además se señaló que a la conclusión anterior no obsta la circunstancia de que el artículo 56 (actual artículo 54) señale que no podrán ingresar a "cargos" en la Administración las personas que allí se indican, ya que si bien la persona contratada a honorarios no ocupa un cargo público, sí ejerce una función de carácter público y, del análisis de las diversas disposiciones de la ley Nº 19.653, aparece de manifiesto la intención del legislador en orden a impedir que desempeñen tareas de esa naturaleza quienes se encuentren en alguna de las situaciones previstas en las letras a) y b) de ese precepto.

Destaca dicho pronunciamiento que el artículo 66 (actual artículo 64) de la ley Nº 18.575, expresamente dispone que, producida una inhabilidad sobreviniente por razón de parentesco, el subalterno afectado deberá presentar la renuncia "a su cargo o función", lo que confirma lo expresado, en cuanto se asimilan los empleos públicos con las funciones públicas.

Además, tal aseveración resulta concordante con lo que señaláramos en el capítulo segundo, respecto de un mayor ámbito de aplicación del principio de probidad administrativa, como uno de sus elementos integrantes.

Finalmente, sostiene el aludido dictamen que un criterio contrario al expuesto llevaría al absurdo de entender que una persona afectada por alguno de los vínculos contractuales o de parentesco a que alude el artículo 56 (actual artículo 54) de la ley Nº 18.575, no podría desempeñar en una entidad un cargo de planta o a contrata de aquellos a que se refiere el artículo 3º letra a) de la ley Nº 18.834, pero, en cambio, sí podría prestar servicios para la misma institución en virtud de un contrato a honorarios.

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Desde un punto de vista metodológico debemos advertir que respecto del alcance de esta norma (artículo 64) discurriremos fundamentalmente en base a las inhabilidades por parentesco, por cuanto estimamos que ellas poseen una mayor relevancia, tanto en lo relativo a la interpretación que les ha dado la jurisprudencia administrativa en las variantes de su aplicación práctica, como también, por cuanto, a diferencia de la inhabilidad por falta de idoneidad moral, intentan precaver un conflicto de intereses.

Recordemos que el artículo 64, en cuanto trata de las inhabilidades sobrevinientes impone al funcionario afectado dos obligaciones: a) declarar la inhabilidad a su superior en el plazo de 10 días, y b) presentar la renuncia a su cargo o función en el mismo lapso.

De este último imperativo, el servidor de que se trate puede excluirse, de manera excepcional, sólo en caso de que, respecto de la inhabilidad se reúnan dos exigencias copulativas: a) que ella derive de la designación posterior de un directivo superior y b) que el subalterno en funciones sea destinado a una dependencia en que no exista entre ellos relación jerárquica.

1.2.1. Directivo superior

En relación con la primera de las indicadas exigencias, es dable indicar que la expresión "directivo superior" que se contempla en el artículo 64 de la ley Nº 18.575, debe entenderse en relación con los servidores que ocupan alguno de los cargos directivos a que alude la letra b) del artículo 54 de ese mismo texto legal, esto es, aquellos funcionarios que se desempeñan en la planta o escalafón directivo hasta el nivel de jefe de departamento o su equivalente.

Precisado lo anterior, surge la interrogante de si corresponde o no aplicar esta norma de excepción en los casos de elección popular de una determinada autoridad.

En efecto, tanto los términos designación como elección aluden al nombramiento o selección de una persona para ejercer algún cargo, por lo que la aplicación de la norma en la situación indicada no se encuentra condicionada por la circunstancia de que se emplee o no el sufragio para tal efecto, no obstante lo cual debe tenerse presente

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que, por tratarse de una norma de excepción ella debe ser interpretada restrictivamente, circunscribiéndose sólo a los "directivos superiores", expresión de carácter técnico administrativo alusiva al escalafón directivo de la planta de personal de una determinada repartición pública.

Ahora bien, la referida expresión "directivos superiores" no necesariamente comprenderá a las autoridades, por cuanto ello sólo acontecerá en la medida que las plazas que éstas desempeñen se encuentren comprendidas en el escalafón directivo de la planta del respectivo servicio. Un claro ejemplo de un caso en que ello no ocurre es el de los concejales, por cuanto si bien éstos son autoridades comunales, como ya se indicara, no son funcionarios municipales ni se encuentran contemplados en las plantas de personal de dichas corporaciones.

1.2.2. Destinación a otra dependencia

Respecto de la medida de destinación que se contempla en el ar-tículo en examen, cabe hacer presente que el objetivo de dicha norma es permitir que aquellos funcionarios que sean afectados por la mencionada inhabilidad a consecuencia de la designación posterior de un directivo con el cual se encuentran relacionados por parentesco, puedan seguir desempeñándose en el respectivo organismo, pero en una oficina en que no exista el vínculo de jerarquía.

Lo anterior, por cuanto, tal como lo ha precisado la jurisprudencia administrativa , la inhabilidad en comento se configura cuando se reúnen dos requisitos esenciales, a saber, que exista alguno de los vínculos de parentesco a que alude el referido artículo 54, y que entre las personas ligadas por aquél se produzca una relación jerárquica, sea directa o indirecta.

De este modo, la solución legislativa consiste precisamente en eliminar uno de los supuestos de configuración de la inhabilidad, cual es la dependencia jerárquica, sin embargo, como consta en la historia legislativa del precepto, "esta solución es parcial, porque cuando se trata del jefe superior del servicio, no hay solución posible. Una alternativa sería el cambio de repartición y, otra, es no aplicarles la norma a los cargos de confianza exclusiva o a los jefes de servicio exclusivamente".

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En efecto, tratándose del jefe de servicio, cualquiera que sea la dependencia a la que se destine al subalterno, existirá un vínculo de jerarquía respecto de aquél, resultando, en tal caso, inoficioso el cambio del mencionado servidor a otra oficina de la entidad de que se trate, de manera tal que puede estimarse que no pudiendo operar en ese caso la norma de excepción que le permitiría continuar en funciones, corresponde que presente la renuncia a su respectivo cargo o función.

Lo anterior, por cuanto el riesgo de que se produzca un conflicto de intereses si la relación de parentesco se produce con el jefe de servicio es mucho mayor que si se tratase de otra jefatura, situación esta última que, además, se ve atenuada por la destinación a otra unidad en donde no exista dependencia jerárquica.

Además, al configurarse la inhabilidad, sin que ella pueda ser solucionada por la vía de la destinación del subalterno, se trataría de una situación de pérdida sobreviniente de los requisitos de ingreso a la Administración, los que, según veíamos, también lo son de permanencia en el empleo.

Precisado lo anterior, cabe hacer notar el carácter imperativo que la jurisprudencia administrativa le ha dado a destinación en comento.

Así se ha manifestado, mediante oficio Nº 44.892, de 2000, que a la aplicación de la medida de destinación no obsta la calidad de funcionario a contrata del subalterno afectado, "puesto que si bien en principio no resulta procedente la destinación de un personal contratado, en la especie se trata de dar cumplimiento a un mandato legal imperativo, de jerarquía orgánico-constitucional, cuya finalidad es proteger un deber fundamental –la probidad– dentro de la Administración del Estado y a cuya estricta observancia se hallan obligados, acorde el artículo 54 (actual artículo 52) de la ley Nº 18.575, todos los servidores estatales, sean de planta o a contrata".

En el mismo sentido, se ha indicado –a través del dictamen

Nº 9.173, de 2001–, que no impide la señalada destinación la circunstancia de que, eventualmente, el subalterno deba cambiar su residencia a otra localidad, por cuanto, "según lo ordena la letra e) del

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artículo 55 de la ley Nº 18.834, los empleados públicos se encuentran obligados a cumplir las destinaciones que disponga la autoridad competente".

"En relación con lo anterior, resulta necesario hacer presente, además, que de acuerdo con lo prescrito en el artículo 67 de la citada ley Nº 18.834, la destinación implica, para los funcionarios regidos por ese cuerpo legal, la obligación de prestar servicios "en cualquier localidad", lo cual demuestra que ellos pueden ver alterada su residencia en virtud de dicha medida, lo que, como es obvio, con mayor razón resulta procedente si la misma deriva de la aplicación de lo previsto expresamente en una norma legal, como ocurre con el artículo 66 (actual artículo 64) de la ley Nº 18.575".

1.2.3. Norma residual del Estatuto Administrativo

Como puede advertirse, lo ordenado en el artículo 64 de la ley Nº 18.575, será aplicable cuando la relación de parentesco a que ella se refiere exista entre un empleado y otro que ocupe un cargo en el respectivo organismo que sea, al menos, equivalente al de jefe de departamento y que, además, se trate de una inhabilidad sobreviniente, esto es, que se haya producido con posterioridad a la entrada en vigencia de la ley Nº 19.653.

No obstante ello, es dable hacer presente que el actual artículo 79 de la ley Nº 18.834, ordena, por su parte, que en una misma institución no podrán desempeñarse personas ligadas entre sí por matrimonio, por parentesco de consanguinidad hasta el tercer grado inclusive, de afinidad hasta el segundo grado, o adopción, cuando entre ellas se produzca relación jerárquica, agregando, en su inciso segundo, que si respecto de funcionarios con relación jerárquica entre sí, se produjera alguno de los vínculos indicados, el subalterno deberá ser destinado a otra función en que esa relación no se produzca.

La inhabilidad que esta última disposición consagra también tiene por finalidad impedir que las personas ligadas por los vínculos que allí se indican, desempeñen funciones para un mismo organismo del Estado cuando entre ellas se produzca una relación jerárquica, la cual puede ser directa o indirecta.

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Esto último se ve corroborado por el análisis del Nº 4 del artículo 5º de la ley Nº 19.653, ya que esta norma suprimió la expresión "directa" que se contemplaba en el artículo 79 de la ley

Nº 18.834, como exigencia para que se produjera la inhabilidad por parentesco, lo que, unido al examen de su historia fidedigna , demuestra claramente que la intención del legislador no ha sido otra que la de impedir que dentro de un mismo organismo público existan autoridades o funcionarios que se encuentren vinculados por alguna de las calidades a que se refiere el mencionado precepto legal, con otro servidor que se desempeñe en la entidad de que se trate, bajo dependencia jerárquica de aquél.

Sin perjuicio de lo anterior, es útil hacer notar que la norma estatutaria no exige que el funcionario con el cual se pueda producir el vínculo de parentesco posea un determinado nivel o jerarquía, por lo que lo en ella dispuesto regirá siempre que exista una relación jerárquica, directa o no, entre dos empleados sujetos a dicho cuerpo legal.

Lo expuesto determina, a nuestro juicio, el carácter residual de la inhabilidad que contempla el citado artículo 79, complementario de las disposiciones de la ley Nº 18.575, sobre la materia, respecto del personal que está llamado a regir.

Por último, consideramos necesario hacer presente que mediante dictamen Nº 15.664, de 2000, la Contraloría General de la República concluyó que la inhabilidad por parentesco no rige entre los ministros de Estado y el personal de su dependencia, conforme lo establece el inciso final del artículo 79 de la ley Nº 18.834, "disposición que se tuvo presente durante la tramitación de la ley Nº 19.653 –tal como consta de la historia fidedigna de su establecimiento, fundamentalmente de los informes de la Comisión de Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento del Senado–, y que, sin embargo, no fue objeto de modificación".

El fundamento de la subsistencia de esta excepción puede explicarse, por una parte, si se atiende a la circunstancia de que, sólo en el caso del Ministerio de Educación, conforme lo prescrito en el artículo 4º de la ley Nº 18.956 –que reestructura el Ministerio de Educación Pública–, el Ministro es el jefe superior del Ministerio, siendo en los demás casos, como lo prevé el artículo 24 de la ley Nº 18.575, los Subsecretarios quienes poseen tal calidad y, por otra, el sistema especial de responsabilidad a que están sujetas tales autoridades,

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atendido su carácter constitucional de colaboradores directos e inmediatos del Presidente de la República.

1.3. Situación transitoria

La ley Nº 19.653, al incorporar los artículos 54 y 64 a la ley Nº 18.575, y modificar el artículo 79 de la ley Nº 18.834, ha ampliado la inhabilidad por parentesco a todos los casos en que exista un vínculo de jerarquía, sea directo o indirecto.

Ahora bien, dentro del personal que se encontraba en servicio a la fecha de su entrada en vigencia existían personas vinculadas por parentesco que, sin embargo, no se encontraban afectadas por esta inhabilidad por no existir entre ellas una relación jerárquica directa, único supuesto en el cual se configuraba aquélla.

Por lo anterior resultaba necesario regular la situación de tales empleados que, producto de la entrada en vigor de esta normativa más estricta quedaban afectos a la inhabilidad en comento, aspecto al que se refiere la disposición tercera transitoria de la ley Nº 19.653, toda vez que producto de la introducción de nuevas causales de inhabilidad, se modifica el régimen de cesación de funciones de los indicados servidores.

En efecto, dicho artículo prescribe que los funcionarios en servicio al 14 de diciembre de 1999, "a quienes afecte la inhabilidad establecida en el artículo 56 (actual artículo 54) letra b) de la ley Nº 18.575, deberán dejar constancia de este hecho en su declaración de intereses. Si no estuvieren obligados a presentarla, deberán efectuar una declaración simple, suscrita con ese preciso fin, la que deberán entregar al jefe de personal del servicio, o quien haga sus veces, en el plazo de sesenta días contados desde la vigencia de esta ley".

"Estos funcionarios no podrán desempeñarse en la unidad de trabajo en que ejerce su cargo el directivo con el cual están relacionados. La autoridad máxima del organismo en que se verifique esta situación deberá destinar al empleado subalterno a una oficina de distinta dependencia, en el mismo plazo fijado en el inciso anterior".

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"La Contraloría General de la República elaborará una nómina de los funcionarios a que se refiere esta disposición, de la cual remitirá copia al Presidente de la República y a la Cámara de Diputados".

Al respecto, resulta útil anotar que, de acuerdo con lo ordenado en la norma reseñada, aquellos funcionarios que se encontraban en servicio a la fecha de entrada en vigencia de la ley Nº 19.653, que sean afectados por dicha inhabilidad, no podrán continuar desempeñándose en la unidad de trabajo en que ejerce su cargo el directivo con el cual exista el vínculo de parentesco, permitiendo, de manera excepcional, que el subalterno sea destinado a una oficina de distinta dependencia, en la cual no se produzca entre ellos relación jerárquica.

1.3.1. Unidad de trabajo

Tal como lo ha señalado la jurisprudencia administrativa, la expresión "unidad de trabajo" que se contempla en el citado precepto ha sido empleada en su acepción genérica.

A consecuencia de ello consideramos que debe entenderse referida a cualquier dependencia de un servicio, cualquiera sea su denominación orgánica, ya sea que se encuentre integrada por una o más oficinas, que dependan jerárquicamente de un mismo servidor, e incluso, comprenderá, como es natural y lógico, a todo una entidad pública cuando se trate de analizar la inhabilidad en estudio respecto de la autoridad máxima de una institución, comoquiera que, en este evento, existirá la relación de jerarquía de éste respecto de todas las dependencias de aquélla.

1.3.2. Destinación

Atendido el alcance que hemos explicado de la expresión unidad de trabajo, resulta forzoso manifestar que en los organismos de la Administración del Estado no puede desempeñarse ninguna persona que posea los vínculos de parentesco a que se refiere el artículo 54 de la ley Nº 18.575, en relación con la autoridad máxima de tales entidades, ya que, en este caso, la unidad de trabajo a que alude la indicada norma transitoria se encuentra constituida por todo el servicio.

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Por ende, en tal situación no será posible aplicar lo prescrito en la disposición tercera transitoria de la ley Nº 19.653, en orden a destinar al afectado a otra oficina de distinta dependencia respecto de aquélla en la que actualmente presta sus funciones, toda vez que en tal evento, persistirá la relación jerárquica que implica la existencia de la inhabilidad en examen.

En efecto, no puede desconocerse que esta norma tiene por finalidad permitir que los funcionarios a los que está llamada a aplicarse puedan seguir desempeñándose en el respectivo organismo, tal como lo ha afirmado de manera reiterada la jurisprudencia administrativa.

Sin embargo, la propia norma impone una condición para que ello proceda, cual es la destinación del subalterno con el objeto de impedir la relación jerárquica con el pariente, supuesto que tiene por finalidad sustraer a este último de la esfera de influencias de aquél.

Lo anterior, por cuanto el amparo que la disposición tercera transitoria establece para los funcionarios afectados por la inhabilidad por parentesco, requiere que, dentro del lapso que ella señala, se elimine uno de los requisitos para que se configure la citada inhabilidad, la relación jerárquica, por cuanto es esta circunstancia la que –unida al hecho de la vinculación de familia–, la que determina la existencia objetiva de un eventual conflicto de intereses.

En último término, cabe recordar que normas como la disposición tercera transitoria de la ley Nº 19.653, o el artículo 62 Nº 6, inciso segundo, que impone a los funcionarios el deber de abstención en asuntos en que exista cualquier circunstancia que les reste imparcialidad, tienen por objeto evitar una situación de riesgo, sin importar si en la práctica se produce efectivamente un atentado contra la probidad o alguno de sus elementos, pues éste viene conceptualizado normativamente por la sola eventualidad de conflicto.

2. INCOMPATIBILIDADES

2.1. Deber de desempeñar el cargo

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La función pública implica para quien la ejecuta el deber estatutario de dedicación al cargo, el que, a su vez, impone al servidor público obligaciones precisas y determinadas indispensables para que la función pública que se ejerza sea eficiente y eficaz.

En principio, el tratamiento del problema de los conflictos de intereses es lo que origina la regulación en materia de incompatibilidades, esto es, la prohibición de ejercer dos actividades en forma conjunta, ello por cuanto, si bien, separadamente nada obstaría a su licitud, su conexión en el tiempo vicia dicha legitimidad por confundir los intereses a los que ambas sirven.

En general, el deber de desempeñar el cargo obsta al desempeño paralelo de otras actividades (públicas o privadas), por cuanto ello no beneficia a la Administración, ya que quien acumula funciones o actividades "suele verse impedido de desempeñarlas con eficiencia y a veces ni siquiera puede materialmente cumplirlas".

En efecto, el sistema de incompatibilidades –que en términos amplios constituye una especie de prohibición, en la medida que impone al empleado obligaciones de no hacer– busca asegurar la dedicación exclusiva a una función y, por consiguiente, la independencia e imparcialidad en la toma de decisiones.

La imparcialidad de los funcionarios puede también ser puesta en entredicho por la permisión de actividades privadas. En este punto el derecho comparado impone, por regla general, la más rigurosa incompatibilidad: en algunas legislaciones ni siquiera se establecen normas al respecto, porque resulta inimaginable que se pueda ser funcionario y al propio tiempo ejercer la misma profesión en el sector privado. Los estatutos que abordan esta cuestión, como el francés, suelen ser muy rigurosos: "los funcionarios dedicarán la integridad de su actividad profesional a las tareas que les sean confiadas. No podrán ejercer a título profesional una actividad privada lucrativa de cualquier naturaleza que sea". La incompatibilidad sin excepciones se justifica por razones de ética –real o supuesta colisión de intereses públicos y privados– y también de productividad, que no se concibe pueda ser óptima en dos empleos o profesiones.

Como puede advertirse, los principios de transparencia –manifestado a través de la exigencia de imparcialidad en el actuar–, y de eficiencia

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y eficacia, que integran el principio de probidad, determinan la necesidad de establecer un régimen de incompatibilidades, el que, por lo demás, se ajusta a las situaciones en que el Constituyente permite limitar la libertad de trabajo y el derecho a desarrollar cualquier actividad económica, distinción que, encontrándose referida a la generalidad de los empleados públicos, armoniza también con lo prescrito en los Nºs. 2 y 17 del artículo 19 de la Carta Fundamental.

Ahora bien, en lo relativo al régimen legal que regula el desempeño simultáneo de una función pública con el ejercicio de una profesión, comercio o actividad privada, la regla general es que sean compatibles, siempre que con ello no se perturbe el fiel y oportuno cumplimiento de los deberes funcionarios. Esto es, que no se merme el interés público que se debe servir.

De este modo, la incompatibilidad entre el servicio a la Administración y una actividad privada se determina, en primer término, por la naturaleza de ésta, en la medida que resulte inconciliable con su desempeño como agente público. Así la permisividad o no de actividades privadas de los funcionarios sigue siendo orientada desde el punto de vista ético más que de productividad.

Actualmente existe consenso en que el funcionario, mientras presta sus servicios a la Administración Estatal, debe dedicarse por entero a la función pública durante toda la jornada que le corresponde, pero nada impide que fuera de ella tenga derecho a desarrollar cualquiera otra actividad privada, siempre que sea lícita y conciliable con su posición oficial.

2.2. Incompatibilidades específicas

La Comisión Nacional de Ética Pública planteó que, como regla general, las actividades e intereses privados de un particular no pueden considerarse causales de inhabilidad para ingresar a la función pública. No obstante, agrega, el debido resguardo del interés general y la prevención de los conflictos de intereses que pudiesen suscitarse durante el ejercicio de la función pública, exigen fortalecer los sistemas de inhabilidades específicas que eviten que un agente público resuelva o incida en materias relacionadas con un interés relacionado incompatible.

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Como corolario de ello, el artículo 56 de la ley Nº 18.575 –en términos similares a como lo consagraba el antiguo artículo 87 de la ley Nº 18.834, hoy derogado–, establece que "todos los funcionarios tendrán derecho a ejercer libremente cualquier profesión, industria, comercio u oficio conciliable con su posición en la Administración del Estado, siempre que con ello no se perturbe el fiel y oportuno cumplimiento de sus deberes funcionarios, sin perjuicio de las prohibiciones o limitaciones establecidas por ley".

De este modo, la ley Nº 19.653, en armonía con la garantía contemplada en el Nº 21 del artículo 19 de la Carta Fundamental, no ha hecho sino confirmar en todos los ámbitos de la Administración la vigencia del principio según el cual no les está vedado a los funcionarios públicos realizar privadamente una actividad económica lícita, siempre que la desarrollen con sujeción a las exigencias señaladas y que su ejercicio no se encuentre prohibido o limitado por la ley.

2.2.1. Incompatibilidad horaria

El derecho a que se refiere el inciso primero del artículo 56 de la ley Nº 18.575, se encuentra sujeto a limitaciones establecidas en el mismo precepto, el cual, en su inciso segundo, dispone que "estas actividades (las particulares) deberán desarrollarse siempre fuera de la jornada de trabajo y con recursos privados. Son incompatibles con la función pública las actividades particulares cuyo ejercicio deba realizarse en horarios que coincidan total o parcialmente con la jornada de trabajo que se tenga asignada".

Reitera la incompatibilidad en comento la ley Nº 18.575, cuando contempla en el Nº 4 de su artículo 62, en la nómina de las conductas que contravienen especialmente el principio de probidad administrativa, las que importen "ejecutar actividades, ocupar tiempo de la jornada de trabajo o utilizar personal o recursos del organismo en beneficio propio o de terceros".

De este modo, consideramos que las indicadas normas tienen la virtud de complementar en términos explícitos los diversos sistemas de incompatibilidades que afectan al personal de la Administración en

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razón de la existencia de diversos cuerpos estatutarios especiales, con el objeto de asegurar que las exigencias que impone el principio de probidad se respeten cabalmente a propósito de la ejecución de la jornada de trabajo, esto es, que ella se cumpla en su integridad, que no sea alterada por circunstancias de solo interés particular y que no se ocupe tiempo de ella en actividades particulares.

Así, no se impide que los servidores públicos desarrollen actividades de la índole indicada, sino que éstas interfieran con su desempeño en el servicio público y afecten de alguna forma a la jornada que tienen el deber de cumplir y se efectúen durante el transcurso de ella.

Precisado lo anterior, cabe destacar la circunstancia de que, si bien la limitación que se comenta no se encontraba explícita en el ordenamiento jurídico vigente antes de la dictación de la ley Nº 19.653, sí se contenía de manera implícita en él.

Lo anterior, por cuanto, conforme lo ordenado en los artículos 55, letras a) y d), y 59, inciso final, de la ley Nº 18.834, los funcionarios regidos por ese cuerpo estatutario deben desempeñar las funciones del cargo en forma regular y permanente durante la jornada de trabajo que están obligados a cumplir.

En este sentido, es útil recordar que la jurisprudencia administrativa –mediante oficio Nº 26.428, de 1994–, terminantemente señaló que el derecho de los funcionarios públicos para ejercer actividades particulares se encontraba condicionado, entre otras circunstancias, a que no se produzca con tal motivo una perturbación del fiel y oportuno cumplimiento de las obligaciones funcionarias, entre éstas la de servir el cargo público durante toda la jornada de trabajo, por lo que resultaba improcedente que una servidora desempeñara actividades de carácter docente en una entidad de carácter privado dentro de su jornada de trabajo. En sentido similar se pronunció el oficio Nº 43.538, de 1971.

En relación con lo anterior, cabe consignar que en los artículos 104 y 105 de la ley Nº 18.834, se reconoce el derecho de los empleados estatales para solicitar permisos con o sin goce de remuneraciones por los períodos que en ellos se señalan, los que pueden fluctuar entre medios días y tres meses, permitiéndoles ausentarse transitoriamente de sus labores por motivos particulares.

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Como puede advertirse, cuando un servidor necesite ejecutar una actividad particular dentro de un horario que coincida con su jornada laboral, el ordenamiento jurídico le permite excepcionalmente solicitar alguno de los permisos aludidos para el desarrollo de aquéllas, comoquiera que, para tales fines, el respectivo empleado puede hacer uso de los mencionados permisos.

Por otra parte, lo expresado no impide, por cierto, que cuando las necesidades del servicio lo requieran, se fijen determinadas jornadas especiales para uno o más funcionarios –como por ejemplo, guardias de seguridad, nocheros o programadores de computación–, toda vez que en tales situaciones el interés general será el que requiera que ese personal desarrolle sus labores durante un horario distinto del establecido para el cumplimiento de la jornada normal de trabajo, con el objeto de facilitar el cumplimiento de las actividades de carácter público encomendadas al servicio de que se trate.

Finalmente debemos señalar que el desarrollo paralelo de un cargo público y de actividades particulares, puede obstaculizar el óptimo cumplimiento de los imperativos de eficiencia y eficacia, puesto que, aun cuando con ello no se altere la jornada de trabajo del servidor de que se trate, su capacidad de trabajo puede verse disminuida por el natural cansancio que deriva del desempeño de múltiples tareas, como también la dedicación al ejercicio de la función pública, la que en no pocas ocasiones requiere de la ejecución de trabajos extraordinarios, cometidos funcionarios o comisiones de servicio.

2.2.2. Incompatibilidad de actividades

El inciso segundo del artículo 56 de la ley Nº 18.575, establece, además, dos incompatibilidades con el ejercicio de la función pública. La primera de ellas dice relación con las actividades particulares de las autoridades o funcionarios que se refieran a materias específicas o casos concretos que deban ser analizados, informados o resueltos por ellos o por el organismo o servicio público a que pertenezcan.

Al respecto, la Contraloría General de la República, mediante dictamen Nº 34.796, de 2000, puntualizó que la incompatibilidad en comento alcanza a todas aquellas materias que, atendida su

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competencia, deban ser resueltas por el respectivo organismo y no sólo por una unidad del mismo, ya que aun en este evento, siempre será el servicio el que se pronunciará sobre la materia en cuestión.

En este orden de ideas, resulta útil tener en consideración que mediante dictamen Nº 45.287, de 2000, el indicado Organismo de Control se pronunció respecto de la inhabilidad en comento, en relación con el personal del Instituto Nacional de Desarrollo Agropecuario, del Ministerio de Agricultura y del Servicio Agrícola y Ganadero, para postular y ser beneficiarios del sistema de incentivos para la recuperación de suelos degradados contenido en el D.F.L. Nº 235, de 1999, del Ministerio de Agricultura, y su reglamento aprobado por decreto Nº 202, de 2001, de esa misma repartición.

Señala el indicado pronunciamiento luego de mencionar diversas disposiciones de los indicados cuerpos normativos, que "en las normas reseñadas queda claramente definida la participación que corresponde a los servicios mencionados en el otorgamiento del beneficio del sistema de incentivo para la recuperación de suelos degradados, razón por la cual, para los efectos de la inhabilidad que se examina, debe entenderse que la concesión de tales franquicias constituye una materia específica que debe ser analizada, informada y resuelta por los referidos organismos".

Por ende, concluye que los funcionarios de los indicados servicios se encuentran inhabilitados para postular al beneficio pecuniario contemplado en el sistema de incentivos para la recuperación de suelos degradados, "ya que, en este caso, se configura la incompatibilidad prevista en el inciso tercero del artículo 58 (actual inciso segundo del artículo 56) de la ley Nº 18.575".

Esta incompatibilidad tiene por objeto evitar, por una parte, que las actividades privadas del empleado alteren la debida imparcialidad con que él, o sus compañeros de labores, deben desempeñar sus cargos y, por otra, que se ejerza tráfico de influencias en el servicio público de que se trate a fin de obtener decisiones o pronunciamientos favorables al interés particular comprometido o derivado de la actividad de uno o más funcionarios del mismo.

La segunda incompatibilidad establecida en el indicado inciso segundo del artículo 56, se refiere a la representación de un tercero en

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acciones civiles deducidas en contra de un organismo de la Administración del Estado, salvo que actúen en favor de alguna de las personas señaladas en la letra b) del artículo 54 o que medie disposición especial de ley que regule dicha representación.

Ella no es nueva, puesto que las letras c) de los artículos 78 y 82 de las leyes Nºs. 18.834 y 18.883, respectivamente, contemplan, entre las prohibiciones a que están afectos los funcionarios públicos regidos por esos textos legales, el actuar en juicio ejerciendo "acciones civiles" en contra de los intereses del Estado o de las instituciones que de él formen parte, salvo que se trate de un derecho que ataña directamente al funcionario, a su cónyuge o a sus parientes hasta el tercer grado de consanguinidad o por afinidad hasta el segundo grado y las personas ligadas a él por adopción.

Como puede advertirse, la prohibición prevista en los citados cuerpos estatutarios es similar a la incompatibilidad que se establece en el aludido inciso segundo del artículo 56 de la ley

Nº 18.575, salvo en cuanto esta última es aplicable a todos los servidores de la Administración del Estado, con independencia del régimen estatutario que rija su vinculación con ella.

Acerca de esta inhabilidad, estimamos suficiente con reseñar el contenido del dictamen Nº 7.083, de 2001, en el cual la Contraloría General de la República determina el actual alcance y ámbito de aplicación de esta normativa, en especial respecto de la intervención de funcionarios abogados en procesos por delito de manejo en estado de ebriedad.

En efecto, señala ese pronunciamiento que "sea que el servidor de que se trate desempeñe sus labores en la Administración del Estado en calidad de empleado de planta o a contrata o en virtud de un convenio a honorarios, le resulta igualmente aplicable la indicada incompatibilidad en relación con el ejercicio de su profesión".

Precisado ello, expresa que "la prohibición establecida en el inciso tercero del artículo 58 (actual inciso segundo del artículo 56) de la citada ley Nº 18.575, dice relación con el ejercicio de acciones en "causas civiles", esto es con materias litigiosas de índole patrimonial en que la contraparte sea un organismo de la Administración del

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Estado, por lo que no comprende los procesos penales, carácter que poseen los juicios que dicen relación con el manejo en estado de ebriedad".

Para afirmar tal aserto recurre a la historia fidedigna del establecimiento de la ley Nº 19.653, en la que se dejó constancia de que con la prohibición funcionaria de actuar en juicio ejerciendo acciones civiles en contra de los intereses del Estado o de las instituciones que de él formen parte, se aclara en la ley el sentido y alcance de esta prohibición, recogiendo la interpretación de la Contraloría General de la República en orden a que, para transgredir este deber de abstención, "es menester que haya una contienda jurisdiccional en que pueda resultar comprometido el interés pecuniario del Estado o de las entidades que integran el sector público".

Agrega que en su dictamen Nº 79.895, de 1976 –emitido en relación con lo que prescribía el artículo 163 del D.F.L. Nº 338, de 1960, que prohibía al funcionario público actuar directa o indirectamente contra los intereses del Estado o de las instituciones que de él formen parte–, se concluyó que los abogados funcionarios están obligados a inhibirse de patrocinar causas en las cuales exista la posibilidad de una condena pecuniaria que afecte a un ente público o de asumir la defensa de personas que deban concurrir a estrados jurisdiccionales, teniendo como contraparte a un servicio de la Administración, en un asunto litigioso de naturaleza patrimonial.

Enseguida, contrastando el contenido de la incompatibilidad en relación con el delito de manejo en estado de ebriedad, al que se refiere la consulta que da origen al pronunciamiento, expresa que "la prohibición en estudio no se ve vulnerada por la actuación profesional de un funcionario abogado en un proceso criminal que se instruya con ocasión del delito de manejo en estado de ebriedad, ya que en éste no existe posibilidad de que se condene pecuniariamente a algún ente público, ni se trata, por cierto, de un asunto litigioso de índole patrimonial".

"A lo anterior no obsta la posible condena en costas o aplicación de multas a que alude el ocurrente, ya que, si bien ambas poseen una connotación económica por cuanto se expresan en dinero, es menester hacer presente, por una parte, que las costas, según lo establecido en el artículo 24 del Código Penal, constituyen una

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obligación que va envuelta en toda sentencia condenatoria en materia criminal, cuyo objeto no es otro que el de reembolsar los gastos originados por el litigio y, por otra, que la multa, de acuerdo a lo prescrito en los artículos 21 del Código Penal y 121 de la Ley Nº 17.105, sobre Alcoholes, Bebidas Alcohólicas y Vinagres, es una de las modalidades que adquiere la pena, por lo que resulta evidente el carácter sancionatorio de éstas".

"De lo expuesto queda de manifiesto que atendidas las características de la condena en costas y de la imposición de una multa en los procesos en comento, la circunstancia de que, en definitiva, aquéllas se decreten, no es suficiente para atribuirle a las actuaciones de un abogado en las causas penales por manejo en estado de ebriedad la calidad de patrocinantes de "acciones civiles" a que se refiere el artículo 58 (actual artículo 56) de la ley Nº 18.575".

En consecuencia, informa que "los abogados que prestan servicios para la Administración del Estado –sea como funcionarios titulares o a contrata o en virtud de un convenio a honorarios–, se encuentran habilitados para representar a inculpados, reos o condenados en delitos por manejo en estado de ebriedad".

La razón de la exclusión de los juicios criminales de esta incompatibilidad deriva de la circunstancia de que este tipo de procesos persigue, en último término, el interés general del Estado y de la sociedad de reprimir el ilícito penal de que se trate con el objeto de proteger un determinado bien jurídico y obtener una sentencia justa, sea condenatoria o absolutoria, iter en el cual la actuación de un abogado está precisamente destinada a coadyuvar a la administración de justicia en tal sentido , a diferencia de lo que ocurre con las denominadas –por contraposición–, "causas civiles", en las que el interés pecuniario que involucran tiene un carácter particular, renunciable y transable entre las partes.

2.2.3. Puerta giratoria

Hasta hace algunos años, existía un concepto laxo de intereses incompatibles entre la actividad pública y la privada. El conflicto entre el interés público y el privado solamente se aplicaba coetáneamente y no secuencialmente. Un agente público podía dejar de serlo y actuar inmediatamente en su antigua esfera de acción, pero ahora en el

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sector privado, por cuanto no existía ninguna norma que incompatibilizara tal actuación, o permitiera que por la vía de la jurisprudencia –ya no administrativa, sino judicial – se estimara tal conducta como indebida.

La Comisión Nacional de Ética Pública, dejó claramente consignado en su informe que una fuente posible de conflictos de interés surge del traspaso de quienes, luego de desempeñar funciones públicas, pasan a ejercer labores en empresas privadas que fueron objeto de regulación, fiscalización, control o relaciones contractuales permanentes con el anterior empleado del sector público.

En este contexto estima que, mientras se desempeña la función pública, pero se conoce o presume un destino laboral futuro en una empresa privada de las mencionadas, se configura un conflicto de interés que cabe prevenir. Asimismo, es también contrario al interés público y la equidad que quienes dejan su función pública para ejercer una privada relacionada, puedan valerse indebidamente de información o contactos originados durante el desempeño de sus labores en el Estado.

En la actualidad, en democracias avanzadas, la incompatibilidad se prolonga por años e incluso de por vida. La técnica por excelencia de regulación de conductas posteriores al desempeño del cargo o función pública es la que establece restricciones a los empleos que el funcionario saliente pueda ocupar en el sector privado. Con este propósito, se establecen limitaciones temporales que oscilan, en el caso de la regulación norteamericana, entre la perpetuidad, respecto de aquellas materias más íntimamente relacionadas con los antiguos cargos o función pública, a un año, en relación con funcionarios públicos que pretendan realizar determinadas actividades de colaboración o asesoramiento . Hoy en Chile, aunque no existen prohibiciones legales penalizadas, al menos empieza a existir la conciencia de que un acto de esta índole es indebido.

En efecto, el nuevo artículo 56 de la ley Nº 18.575, dispone, en su inciso final, que "del mismo modo son incompatibles las actividades de las ex autoridades o ex funcionarios de una institución fiscalizadora que impliquen una relación laboral con entidades del sector privado sujetas a la fiscalización de ese organismo. Esta incompatibilidad se mantendrá hasta seis meses después de haber expirado en funciones".

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Se expresó en la historia legislativa, respecto de la manera de conciliar esta norma con la garantía constitucional de la libertad de trabajo, que "la prohibición se encuentra dentro de las hipótesis contempladas por la Constitución Política de la República que permiten restringir la libertad de trabajo, entre las que está la moral y el orden público. En esta materia existe un asunto de orden moral que permite defender la constitucionalidad de la norma. Existen otras prohibiciones análogas en el Código Orgánico de Tribunales y en la Ley de Drogas".

Además, en lo que respecta a la duración de la inhabilidad, que originariamente se extendía por un año, "se convino en que un plazo de seis meses resulta adecuado para salvaguardar el interés público, habida consideración de que lo reprochable es dejar el sector público e ingresar al sector privado sin solución de continuidad, para desempeñarse en la misma área de actividad que contribuía a fiscalizar".

En lo que respecta al régimen sancionatorio, inicialmente se establecía una pena de multa, no obstante, a indicación de la senadora Feliú, se consideró que "debe establecerse una sanción que tenga importancia desde el punto de vista de dejar manifiesto el grado de reproche que merece la conducta para la Administración Pública. En este sentido (...) la sanción lógica es la inhabilitación por un determinado período para el desempeño de un cargo u oficio público, toda vez que repugna con el sentido de probidad que el funcionario público que ha ejercido labores de fiscalización respecto de una determinada empresa, luego se desempeñe en ella con una remuneración alta".

Sin embargo, ni en dicha disposición, ni en algún otro precepto de la ley Nº 18.575, se contempla una sanción específica para el incumplimiento de este imperativo (sea la pena de multa, o la de inhabilitación para el desempeño de cargos públicos), así como tampoco un procedimiento para hacer efectiva la responsabilidad que de ello derive, o la forma de determinar, precaver o fiscalizar que esta situación prohibida se produzca, salvo la norma genérica sobre responsabilidad que se contiene en el artículo 61 de ese cuerpo legal, la cual, en nuestra opinión, resulta insuficiente, puesto que se trata de una infracción que acaece con posterioridad al cese de funciones en una entidad pública.

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Dicho precepto indica, en lo que interesa, que "la infracción a las conductas exigibles prescritas en este Título hará incurrir en responsabilidad y traerá consigo las sanciones que determine la ley". Agregando que "la responsabilidad administrativa se hará efectiva con sujeción a las normas estatutarias que rijan al órgano u organismo en que se produjo la infracción".

Finalmente, debemos agregar que estimamos que la norma que se ha incorporado, si bien representa un avance en lo que a la consagración de la conducta se refiere, resulta incompleta en cuanto a la forma en que ella se va a controlar. Decíamos que la Contraloría General de la República se ha declarado impedida de intervenir en esta materia, y con toda razón, puesto que se trata de ex-servidores estatales, sin embargo, si se estimase que la fiscalización corresponde a la Dirección del Trabajo, en virtud de las disposiciones generales contenidas en el D.F.L. Nº 2, de 1967, tampoco se prevé la posibilidad de aplicar una medida en contra del infractor, lo que nos permite sostener que se trata de una norma de carácter disuasivo, programático si se quiere, que no contempla mecanismos efectivos de represión de la conducta que prohíbe, en el evento de que ella se concrete.

2.3. Régimen de compatibilidad del Estatuto Administrativo

En materia de incompatibilidades, en nuestro ordenamiento jurídico, y tratándose de funciones públicas comprometidas, la regla general viene dada por el Estatuto Administrativo (ley Nº 18.834), texto que en su artículo 80 establece la incompatibilidad entre sí de empleos o funciones que se presten al Estado.

La Comisión Nacional de Ética Pública estimó que "dicha regla es adecuada, por cuanto responde a un sano principio de administración pública y que también lo son las excepciones a ella contempladas en el antedicho cuerpo legal".

Con todo, cabe señalar que la ley Nº 19.653 no ha alterado las normas contenidas en el artículo 81 de la ley Nº 18.834, que constituyen excepciones a la norma general de incompatibilidad que afecta a los funcionarios estatales en relación con el desempeño de otros cargos o funciones de carácter público.

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En este orden de ideas, es dable recordar que, según lo prescrito en el artículo 80 de la ley Nº 18.834, todos los cargos a que alude dicho cuerpo estatutario serán incompatibles entre sí, y "lo serán también con todo otro empleo o toda otra función que se preste al Estado", aun cuando los funcionarios de que se trate se encuentren regidos por normas distintas de las contenidas en él.

Como puede advertirse, a diferencia de las incompatibilidades establecidas en el artículo 56 de la ley Nº 18.575, las que contiene la indicada norma estatutaria dicen relación con el ejercicio de otros cargos o funciones públicos y no con el ejercicio de actividades particulares o privadas. La explicación de esto radica en que su establecimiento obedece a parámetros de eficiencia y eficacia, más que a la prevención de conflictos de intereses.

Ello, por cuanto en general se estima que el empleado público debe dedicarse por entero a su función y, por lo tanto, no hay cabida para que pueda desempeñar paralelamente diferentes funciones públicas.

No obstante ello, el propio estatuto administrativo contempla, en su artículo 81, excepciones a la incompatibilidad, de entre las cuales nos referiremos a la contenida en su letra a), relativa al ejercicio de cargos docentes de hasta un máximo de doce horas semanales.

Sobre este aspecto cabe puntualizar que, según lo establecido en el artículo 82 del referido cuerpo legal, la indicada compatibilidad "no libera al funcionario de las obligaciones propias de su cargo, debiendo prolongar su jornada para compensar las horas que no haya podido trabajar por causa del desempeño de los empleos compatibles".

En este contexto, cabe hacer notar que la compatibilidad en comento sólo permite el cumplimiento de esta clase de labores en instituciones estatales de educación, ya que ella no se refiere a actividades de carácter particular, como ocurre con la docencia que se efectúa en entidades privadas, la que, en armonía con lo prescrito en el artículo 56 de la ley Nº 18.575, sólo se puede realizar en un horario que no coincida con la jornada que el respectivo funcionario debe cumplir en el organismo de que se trate.

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No obstante lo expresado, el Ejecutivo ha enviado al Congreso Nacional un proyecto de ley que "modifica el artículo 58 (actual artículo 56) de la ley Nº 18.575, para compatibilizar la actividad docente y profesional de los funcionarios públicos".

En lo que interesa, según señala el Mensaje de dicho proyecto, "no fue intención del legislador, como tampoco ha sido el criterio de la doctrina y la jurisprudencia, producir en los hechos una incompatibilidad total entre la función administrativa y la actividad particular o docente (...) En mérito de lo anterior, el proyecto que someto a vuestra consideración (...) permite desarrollar actividades docentes a los funcionarios de la administración, tanto en establecimientos públicos como privados hasta un máximo de doce horas semanales".

Como puede advertirse, de los términos de la norma propuesta aparece de manifiesto que en ella no se distingue la incompatibilidad de un empleo público con otro de la misma índole y la que se produce con actividades privadas, situaciones que, como analizáramos, tienen supuestos y tratamientos normativos diversos. Sin perjuicio de ello, el proyecto tiene el mérito de pretender homogeneizar las disposiciones relativas al ejercicio de cargos y labores docentes a nivel general para el personal de la Administración, con independencia del estatuto que rija su relación funcionaria.

3. DECLARACIÓN DE INTERESES

Como cuestión previa, estimamos necesario puntualizar que para efectos de esta investigación hemos considerado innecesario examinar en detalle la regulación que nuestro ordenamiento contempla respecto de la obligación de presentar declaración de intereses –fundamentalmente en los artículos 57 y siguientes de la ley Nº 18.575, y en el decreto Nº 99, de 2000, del Ministerio Secretaría General de la Presidencia, que reglamenta dichas disposiciones legales–, ya que lo que nos interesa es determinar el alcance que tiene este nuevo imperativo para los empleados públicos, en cuanto aplicación del valor de la transparencia en el tratamiento de los conflictos de intereses, para lo cual nos referiremos en general a esta exigencia , cuyo objeto es dejar constancia pública de los intereses que eventualmente pudieran restarles imparcialidad a aquéllos en relación con los asuntos en que deban intervenir en razón de sus funciones.

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3.1. Finalidad

En primer término, recordemos que aparte de los controles institucionales –los formalizados políticos y jurídicos que reconoce el ordenamiento–, existen controles no institucionales o mecanismos informales de fiscalización del ejercicio del poder público, como serían la prensa y la opinión pública en general. Por cierto que éstos pueden constituir instrumentos idóneos de control de la actividad pública, sin embargo, su mayor o menor intensidad dependerá del desarrollo de estos instrumentos en la sociedad política de que se trate.2

En este contexto, la transparencia aparece como un instrumento fundamental para prevenir y combatir la corrupción. "Ella permite detectar con facilidad cualquier irregularidad y, además, favorece un efectivo control social sobre la gestión pública".

El ejercicio responsable del control social, en virtud de los principios de transparencia y publicidad, obliga a las autoridades y agentes públicos a ser más cuidadosos en el desempeño de sus funciones, sirve para identificar la corrupción, estimula la probidad y aumenta la confianza ciudadana en el estado de derecho y en el régimen democrático.

La confianza es una de las bases de la gobernabilidad democrática y descansa en la responsabilidad de los agentes por sus actos ante la sociedad civil. Tal responsabilidad no puede ser demandada sin que exista una gran transparencia, es decir, sin una perfecta visibilidad de las acciones desarrolladas en el ejercicio de las funciones públicas.

Recuérdese a estos efectos que "las normas constitucionales pierden toda o gran parte de su eficacia potencial si no operan, efectivamente, controles de la opinión pública, de los entes fiscalizadores, de los medios de comunicación social y otras instancias encaminadas a infundir realidad al valor de la probidad en el desempeño de las funciones estatales".

El establecimiento de un sistema expedito de inhabilidades e incompatibilidades específicas analizadas en las páginas anteriores, tiene como corolario lógico la exigencia de declarar intereses. Ello por cuanto "se considera necesario establecer para los funcionarios

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públicos la obligación de declarar bajo juramento las actividades que desempeñan en el sector privado

–tanto en el momento en que ingresen a la función pública, como cuando durante su ejercicio se pretenda iniciar alguna actividad privada–, de manera que la administración pueda fiscalizar eficazmente el cumplimiento del régimen de incompatibilidades".

Tal como consta de la discusión parlamentaria de la ley Nº 19.653, "la tendencia de las sociedades modernas es agregar un factor distinto (a la declaración de patrimonio): la declaración de intereses. Éstos no siempre se expresan en los bienes materiales de una persona. (...) la incorporación de la declaración de intereses da plena transparencia al ejercicio de los cargos públicos".

Asimismo, el establecimiento de este tipo de instrumentos descansa en la obligación básica de todo servidor público de inhabilitarse de oficio, expresando la causa para ello. La declaración de intereses contiene un razonable principio de conocimiento de las relaciones económicas y profesionales que ligan a la autoridad o al funcionario, lo que es suficiente para conocer su imparcialidad frente a las decisiones que adopte288 . En este sentido, la publicidad de las declaraciones de intereses permitirá la necesaria puesta en práctica de un procedimiento breve y expedito mediante el cual cualquier particular pueda solicitar la inhabilitación específica.

En razón de lo anterior, en el derecho comparado las declaraciones de intereses financieros constituyen el más importante de los mecanismos específicos para evitar la producción de conflictos de interés o para dar solución a aquellos que ya se hubieren planteado. Sin embargo, en el ordenamiento norteamericano se ha cuestionado si ello atenta contra la intimidad del cargo o del funcionario público declarante, ante lo cual la jurisprudencia existente, inicialmente procedente de tribunales estatales, confirmó la proporcionalidad y, por ende, la constitucionalidad de esta exigencia, pues la información que los poderes públicos pretenden obtener a través de ella es relevante a efectos de evitar potenciales o reales conflictos de interés.

En efecto, como lo sostiene Bielsa , "las leyes sobre enriquecimiento ilícito de los funcionarios, al obligar a éstos a manifestar o informar al Estado sobre su gestión patrimonial, no crean una medida indagatoria arbitraria, sino una consecuencia de condenables comprobaciones de enriquecimientos sospechosos, corroboradas sincrónicamente con

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actos administrativos o legislativos jurídica y moralmente inexplicables".

En nuestro ordenamiento, la publicidad de las declaraciones permite una mayor transparencia tanto en el contenido de las mismas como en la actuación de los agentes llamados a efectuarla y, además, el deber de actualización (cada cuatro años y cada vez que ocurra un hecho relevante que la modifique) busca evitar que se burle la finalidad de su establecimiento, puesto que, en la mayoría de los casos, el enriquecimiento ilícito se produce durante el ejercicio del cargo. Además, las variaciones en los intereses pueden poner de manifiesto situaciones en que puede darse el tráfico de influencias o bien generarse conflictos de intereses.

Por último, debemos señalar que la declaración de intereses constituye una garantía de imparcialidad para los administrados, así como una herramienta para que éstos fiscalicen la actuación de los agentes públicos. Por ende, "es importante generar mecanismos para entregar información a la sociedad acerca de los intereses de las autoridades y de los funcionarios más importantes, de modo que sea posible verificar que se abstengan de intervenir en lo que pueda beneficiarlos privadamente. Esta finalidad se alcanza satisfactoriamente con la declaración de intereses. Lo que protege al administrado frente a una posible resolución adversa dictada sobre la base de intereses particulares de la autoridad o del funcionario, es la transparencia en el escenario en el cual se adoptan las resoluciones. En este sentido, el conocimiento anticipado de sus intereses permite calificar el grado de independencia que tiene y adoptar oportunamente las medidas tendientes a prevenir una situación corrupta".

3.. Contenido

En cuanto al contenido de la declaración, el artículo 58 de la ley Nº 18.575 señala que ella "deberá contener la individualización de las actividades profesionales y económicas en que participe la autoridad o el funcionario".4

En este orden de ideas estimamos oportuno recordar lo expresado en la historia legislativa del precepto, en el sentido de que "el avance de los tiempos posibilita la existencia de intereses distintos de los económicos o de los profesionales. Por consiguiente, debiéramos

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entender que el concepto de intereses es mucho más amplio y comprende, por ejemplo, vinculaciones con determinado tipo de organizaciones, sean nacionales o extranjeras, que persigan o no fines de lucro. Porque las relaciones e intereses con respecto a este tipo de organizaciones pueden ser tan fuertes que privan a las personas de imparcialidad para tomar adecuadamente una resolución".

En este contexto, entendemos que se encuentran inmersas las disposiciones del decreto Nº 99, de 2000, del Ministerio Secretaría General de la Presidencia –Reglamento para la declaración de intereses en comento–, en especial aquellas que se refieren al contenido de la declaración, ya que la descripción que se efectúa, principalmente de las actividades profesionales, pudiera estimarse que excede lo que, en sentido estricto, éstas comprenden.

Al respecto cabe anotar que el artículo 3º de dicho cuerpo reglamentario dispone que se entiende por actividad profesional el ejercicio o desempeño por parte de la autoridad o funcionario, de toda profesión u oficio, sea o no remunerado, cualquiera sea la naturaleza jurídica de la contratación y la persona, natural o jurídica, a quien se presten los servicios.

Dicho precepto se complementa con lo establecido en el artículo 4º del citado decreto, en orden a que se reputan actividades profesionales las colaboraciones o aportes que los llamados a confeccionar la declaración realicen respecto de corporaciones, fundaciones, asociaciones gremiales u otras personas jurídicas sin fines de lucro, cuando se trate de aportes o colaboraciones frecuentes y que sean realizados en razón o con predominio de sus conocimientos, aptitudes o experiencia profesional.

En torno a esta disposición estimamos equívoca la expresión "se reputan actividades profesionales", por cuanto, a nuestro juicio, las actividades que enumera el precepto son profesionales, no es que se entiendan como tales, sino que, para efectos de incluirlas en la declaración, sólo interesan las que se desarrollen con cierta frecuencia y que, obviamente, se encuentren vinculadas con el quehacer profesional del servidor de que se trate.

A su vez, el artículo 5º de ese mismo texto, en lo referente a las actividades económicas señala que éstas comprenden el ejercicio o

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desarrollo por parte de la autoridad o funcionario de toda industria, comercio u otra actividad que produzca o pueda producir renta o beneficios económicos, incluyendo participación en personas jurídicas con o sin fines de lucro.

Como puede advertirse, el reglamento describe las actividades, profesionales y económicas que, entendiéndose comprendidas en los conceptos empleados por el legislador, deben ser incluidas en la declaración de intereses, con una clara intención de evitar cualquier interpretación personal del obligado que contrariase el valor de la certeza o seguridad jurídica.

Particular importancia reviste la enumeración precedente si se recuerda que la no presentación oportuna de la declaración o el incumplimiento de la obligación de actualizarla generan responsabilidad administrativa, pudiendo ser sancionado el infractor, de acuerdo a lo ordenado en el artículo 65 de la ley Nº 18.575, con las medidas disciplinarias de multa y/o destitución.

Además, el artículo 66 del mismo cuerpo legal sanciona la inclusión de datos relevantes inexactos y la omisión inexcusable de la información relevante requerida por la ley, también con la medida disciplinaria de destitución.

Por consiguiente, la precisión en el contenido de la declaración de intereses es de suma importancia, por cuanto, atendidos los objetivos perseguidos con el establecimiento de la obligación de presentarla, las sanciones que la normativa contempla para los casos en que se incurra en inexactitud u omisiones, alcanzan incluso a la destitución, la más drástica que el ordenamiento consulta en materia administrativa, especialmente cuando se pondera "el alcance de indignidad pública que conlleva para el afectado".

Ello, por cierto que debe armonizarse con las exigencias derivadas del principio del debido juzgamiento, en virtud del cual el ejercicio de los poderes sancionadores que posea el titular de un órgano de la Administración, debe someterse, por lo menos, a ciertas reglas procedimentales que garanticen la defensa de la persona a quien se le imputa la perpetración de un hecho sancionable.

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Por ende, aplicando reglas generales del derecho, estimamos que debe instruirse un sumario administrativo o investigación sumaria, que permita reunir los elementos de juicio necesarios para aplicar o no alguna de las sanciones contempladas en la ley Nº 18.575, en relación con la declaración de intereses.

4. RESPONSABILIDAD ADMINISTRATIVA

Ya veíamos que de acuerdo a lo señalado por la Comisión Nacional de Ética Pública, la probidad pública, como concepto ético político, se aplica a la conducta de los agentes públicos, y se refiere a la integridad en el cumplimiento de las obligaciones y deberes propios y anexos a los cargos y funciones públicas. Añadiendo que la responsabilidad también es parte de la probidad.

Por cierto que en el marco de esta investigación no pretendemos agotar el examen de la responsabilidad administrativa a que se encuentran afectos los funcionarios públicos, sino que –a partir de una somera descripción de la evolución jurídica que ha experimentado la potestad disciplinaria en el contexto del derecho sancionador–, procuraremos analizar la relación probidad y responsabilidad en lo que a la aplicación de la medida disciplinaria de destitución se refiere, a más de referirnos a algunos problemas prácticos relacionados.

4.1. Contexto jurídico

En primer término, recordemos que la responsabilidad disciplinaria de los funcionarios es aquella que se desarrolla en el interior de la relación de servicio y en garantía del cumplimiento de los deberes y obligaciones del funcionario, con sanciones que inciden sobre sus derechos.

En efecto, ella "se suscita cuando en el ejercicio de su cargo, o con ocasión de su función, el funcionario o empleado público incurre en un acto o en una omisión o, en fin, en un hecho, que lleguen a configurar una contravención al orden administrativo, vale decir, al régimen de deberes, conformado por las obligaciones y prohibiciones, que se encuentra jurídicamente establecido".

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Enseguida, cabe anotar que la potestad disciplinaria se legitima en la posición de sometimiento voluntario en que se encuentran los funcionarios. Se postula que el fundamento de esta potestad es un vínculo especial de sujeción del empleado, el que "surge de la relación que existe entre el deber a que se somete voluntariamente el funcionario y la supremacía de la Administración, que aplica sanciones disciplinarias para el mejoramiento del servicio".

Justamente porque la potestad disciplinaria se justifica en la especial relación de poder a que se encuentra sujeto de forma voluntaria el empleado, no tiene un alcance represivo mayor que el de la privación de los derechos de la relación de servicios, siendo por ello la sanción máxima que a través de la misma puede imponerse la de separación del servicio, la pérdida de la condición de funcionario, la destitución.

Así se entiende que la potestad disciplinaria viene a constituir una técnica de reforzamiento del contenido de deberes que lleva consigo el vínculo de una persona con la Administración.

En este contexto, la potestad disciplinaria siempre ha estado vinculada y se ha justificado en términos sustanciales en función del principio de jerarquía, del que deriva la disciplina que el superior debe mantener con respecto a quienes le estén subordinados y que, no sólo determinaba la mayor o menor gravedad de las sanciones que en relación con una determinada infracción se impusieran, sino que incluso entregaba a la discrecionalidad del superior ejercer o no tal atribución.

En efecto, "la relación especial de servicio en que se encuentra el funcionario respecto de la Administración, le coloca en una posición jurídica distinta, que al introducir limitaciones en el actuar de la persona que ejerce funciones públicas, conlleva una relajación de los principios que rigen el derecho administrativo sancionador general, principios extraídos del ámbito del derecho penal".

Al respecto debemos advertir que la construcción conceptual de "relaciones de especial sujeción" que tradicionalmente ha explicado las características de la potestad disciplinaria, no puede, sin embargo, amparar un atentado contra los derechos fundamentales, así entonces ésta ha evolucionado, evolución que ha conducido o está conduciendo

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a entender que los poderes disciplinarios son parte de los poderes sancionatorios generales de la administración.

De este modo, la naturaleza propia que se entendía que tenían las sanciones disciplinarias, hoy se ha trocado por una virtual identificación de dichas penas con el resto de las sanciones administrativas, discutiéndose la aplicación plena de las garantías de un debido proceso a los procedimientos administrativos de carácter disciplinario, entre las que interesa destacar la tipicidad de la conducta sancionable.

Por ende, desde una perspectiva sustancial, se han incrementado las garantías de los funcionarios, observándose una penetración de los principios informadores del Derecho Penal como la tipicidad, la culpabilidad y la adecuación de las sanciones con la entidad de la infracción, lo que reduce la discrecionalidad con la que se manejaba la responsabilidad disciplinaria , llegándose incluso a aplicar por el Tribunal Constitucional español el principio de la tutela judicial efectiva a la potestad sancionadora administrativa.

No obstante lo anterior, es útil consignar que en lo que respecta a la responsabilidad administrativa, la regulación de sanciones de este carácter es particularmente compleja si se considera la mayor flexibilidad con que tradicionalmente se han interpretado las infracciones.

4.2. Medida disciplinaria de destitución

El artículo 119 de la ley Nº 18.834, disponía que la destitución es la decisión de la autoridad facultada para hacer el nombramiento de poner término a los servicios de un funcionario, y que "procederá siempre en los siguientes casos", señalando a continuación tres situaciones concretas y una cuarta causal genérica consistente en los demás casos contemplados en ese Estatuto o en leyes especiales.

A partir de dicho texto, la jurisprudencia administrativa expresó de manera invariable y reiterada que, atendido que el estatuto administrativo no describe tipos penales, ni asigna sanciones a cada infracción cometida, sino que señala un conjunto de obligaciones que deben cumplir los funcionarios públicos, dentro y fuera de la

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institución, todo hecho que importe una infracción grave a las obligaciones y deberes funcionarios faculta a la autoridad administrativa para aplicar dicha medida disciplinaria.

Lo anterior, además, por cuanto estimó que la enumeración contenida en el citado artículo 119 no era taxativa, señalando sólo los casos en que procederá siempre la destitución, lo que no excluye que pueda aplicarse en otras situaciones de infracción grave a los deberes funcionarios.

Ahora bien, producto de las modificaciones introducidas al denominado estatuto administrativo por la ley Nº 19.653, el artículo 119 de aquél, manteniendo el concepto de destitución, señala que procederá sólo cuando los hechos constitutivos de la infracción vulneren gravemente el principio de probidad administrativa y en los casos que contempla a continuación, hipótesis idénticas a las que contenía con anterioridad.

Si se atiende al tenor actual del artículo 119 de la ley Nº 18.834, este establece, con carácter taxativo, las causales por las que procede la aplicación de la medida disciplinaria de destitución.

Por cierto que ello no emana únicamente de un examen literalista del precepto, sino que se ve reforzado por la historia fidedigna del establecimiento de la ley Nº 19.653 –fundamentalmente de los informes evacuados por las comisiones respectivas tanto del Senado como de la Cámara de Diputados–, en los que consta que, a indicación del Ejecutivo, se incorporó esta modificación al texto estatutario, a fin de "dar a las causales que se enumeran el carácter de taxativas", con lo cual la aplicación de la medida disciplinaria de destitución "sólo procederá cuando haya causa legal expresa".

Lo anterior implica un fortalecimiento del principio de legalidad de las sanciones, esto es, que sea una norma de dicho carácter la que establezca las medidas punitivas aplicables en caso de concurrencia de ciertas conductas.

Del mismo antecedente legislativo queda de manifiesto que la alusión a que la citada sanción será procedente "cuando los hechos constitutivos de la infracción vulneren gravemente el principio de la

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probidad administrativa", tiene por objeto describir una conducta reprochable que admite diversas modalidades de ejecución, las que, en todo caso, deben poseer el carácter de graves para ser castigadas con dicha medida.

Como puede advertirse, en especial de lo expresado en el párrafo precedente, si bien, formalmente, se ha establecido una enumeración taxativa de las causales que hacen procedente la medida disciplinaria de destitución –lo que pudiera estimarse como una aplicación del principio de tipicidad–, la redacción de la norma que nos ocupa es tan amplia que, de todas maneras, deja entregada su determinación a la discrecionalidad del sancionador y/o de la jurisprudencia.

De este modo el principio de la tipicidad, que dentro de las garantías de un racional y justo procedimiento contempla nuestra Carta Fundamental en el Nº 3 de su artículo 19, opera en el ámbito administrativo de manera atenuada, ya que subsisten cláusulas indeterminadas, correspondiendo la calificación de las infracciones en leves, graves y muy graves a la propia Administración11 , sin que se observe plenamente la finalidad del citado precepto constitucional en orden a impedir que se establezcan normas sancionatorias sin que se describa adecuadamente la infracción incriminada.

En efecto, tal como lo ha expresado la Contraloría General de la República a través de sus dictámenes, atendido que las actuaciones de un funcionario que impliquen una vulneración del principio en estudio son múltiples, la aludida medida disciplinaria de destitución puede ser aplicada por la comisión de distintas faltas que afecten el señalado principio, siempre, por cierto, que ellas signifiquen una trasgresión grave del mismo.

En razón de lo anterior, estimamos que subsiste un cierto grado de discrecionalidad –que también está presente en otros aspectos de la regulación estatutaria como el sistema de calificaciones–, el que no necesariamente debiera implicar la comisión de arbitrariedades, puesto que el ejercicio de potestades con elementos discrecionales, más que las homónimas regladas, se encuentra condicionado por los principios de racionalidad e interdicción de la arbitrariedad y la teoría de la desviación de fin.

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Sin perjuicio de lo expresado, estimamos que la modificación que ha experimentado el aludido artículo 119 de la ley Nº 18.834, constituye un reforzamiento de la carrera funcionaria consagrada en el artículo 38 de la Carta Fundamental y desarrollada, conforme al mandato constitucional, por la ley Nº 18.575.

En efecto, como lo ha expresado la jurisprudencia administrativa, ella requiere para su debido resguardo "que la sanción que pone término al empleo del funcionario (municipal) no esté sujeta al mero arbitrio del alcalde (jefe de servicio), en cuanto éste pueda infligirla indistintamente por cualquier falta, sino que sólo pueda ser aplicada en los casos contemplados expresamente en la ley".

De allí que resulte armónico con el establecimiento de la estabilidad en el empleo de los funcionarios, como principio y como garantía, que su cese de funciones se disponga en razón de causal legal que faculte para poner fin a esa condición de estabilidad.

Lo anterior por cuanto es evidente que lo que el legislador orgánico constitucional ha querido, en plena concordancia con el mandato que le impuso la Constitución, es que la cesación de los servicios del personal de la Administración esté rodeada de las máximas garantías, haciendo efectiva la carrera funcionaria e impidiendo el ejercicio abusivo de sus atribuciones por parte de las autoridades administrativas. Una de tales garantías consiste en reservar y remitir al legislador la regulación de determinadas materias particularmente importantes para los derechos de las personas, en este caso, de los funcionarios públicos, frente al ejercicio del ius puniendi por parte del Estado.

Por ello se ha dispuesto expresamente que la cesación de funciones, en virtud de la destitución, opere sólo y exclusivamente en aquellos casos establecidos y descritos, aun cuando sea de un modo genérico, previamente por el propio legislador.

Esta evolución, aun cuando es mínima en torno a dotar de las garantías de un debido procedimiento a la imposición de sanciones administrativas, nos parece acertada, ya que, como señala Cea, "la tendencia en el Derecho Comparado es a reglar cabalmente los actos que integran el Derecho Administrativo Disciplinario y Sancionador", ya que, "si una ley da poderes discrecionales al jerarca administrativo,

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ninguna duda cabe que ella vulnera los principios de reserva y de separación de los poderes".

En efecto, nos encontramos con un antecedente que evidencia una tendencia a tipificar las infracciones administrativas, con la inclusión del actual artículo 62 de la ley Nº 18.575, el cual, si bien contiene una enumeración no taxativa, describe, en términos bastante amplios, algunas conductas que vulneran gravemente el principio de probidad administrativa.

Dicha enumeración, unida a los elementos jurídicos integrantes del principio de probidad que hemos tratado de esbozar en el curso de esta investigación, derivados de las normas introducidas por la ley Nº 19.653, e incluso reconocidos y declarados con anterioridad por la jurisprudencia administrativa, si bien nos permiten advertir la amplitud del principio de probidad administrativa, especialmente en su relación con otros valores, a la vez, se constituyen en herramientas para el intérprete y el sancionador a fin de evitar arbitrariedades en el ejercicio de la facultad punitiva de la Administración.

Ello, por cierto que constituye sólo un paliativo mientras se adecue la potestad sancionadora a los imperativos del moderno derecho administrativo sancionador, asunto que importa una evaluación de la factibilidad de aplicar los principios del debido proceso en materia penal, al ámbito administrativo, ya que, por ejemplo, la jurisdiccionalización de las facultades disciplinarias de los entes administrativos, puede llevar a una disparidad de criterios en la apreciación de las conductas –heterogeneidad que hoy, por lo general, no se produce atendida la interpretación basada en precedentes que efectúa la Contraloría General de la República– si ella se efectúa como un simple traspaso de competencias a los tribunales penales, por lo que procedería examinar otras alternativas como el establecimiento de una sala de las Cortes de Apelaciones, especializada en materias administrativas.

Sólo nos resta agregar que esta tarea es necesaria y urgente, por cuanto "el debido proceso no es una exigencia adjetiva, sino que un derecho humano esencial, postulado básico irrebatible del Estado de Derecho, trátese del ámbito jurisdiccional, que es el suyo típico (...) de los actos de la Administración o, en definitiva, de los de cualquier ente público".

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4.3. Problemas prácticos

En primer término, cabe anotar que persiste la imposibilidad práctica de imponer medidas disciplinarias a los alcaldes, quienes revisten la condición de funcionarios públicos, no obstante que su investidura provenga del sufragio popular, puesto que éste constituye el mecanismo para determinar la persona que va a ejercer ese cargo por un determinado lapso, pero no lo exime del régimen de responsabilidad administrativa, al cual se encuentra afecto, además, por expresa mención del artículo 40 de la Ley Nº 18.695, Orgánica Constitucional de Municipalidades.

El problema se presenta por cuanto, aun cuando se haya efectuado un sumario administrativo en contra de un alcalde, por carecer éstos de superior jerárquico a quien le correspondería aplicar la medida pertinente, la única posibilidad de sancionar a estas autoridades se ha visto reducida al mecanismo de la destitución o remoción ordenada por el Tribunal Electoral Regional, conforme lo previsto en los artículos 60, letra c) y 65, inciso segundo, de la Ley Nº 18.695, Orgánica Constitucional de Municipalidades.

Lo anterior, por cuanto si bien la legislación vigente dispone expresamente que los alcaldes tendrán responsabilidad administrativa por ser funcionarios, el problema radica en que no existe autoridad administrativa a la que se le hayan otorgado potestades disciplinarias respecto de tales servidores , salvo algunos casos puntuales como ocurre, por ejemplo, respecto del uso indebido de vehículos fiscales a que se refiere el decreto ley Nº 799, de 1974, cuyo artículo 11 entrega dicha potestad a la Contraloría General de la República.

Ello implica que, en la generalidad de los casos, no es posible aplicar una medida disciplinaria a la autoridad superior del municipio, existiendo entonces un vacío de la ley en esta materia, el que, por cierto, no puede llenarse por la vía de la interpretación administrativa.

Finalmente, y en otro orden de consideraciones, debemos enunciar que dentro de las complejidades del sistema de responsabilidad administrativa, tal como lo manifiesta García Mexía, "la regulación de las sanciones que hubieran de aplicarse a los cargos situados al margen de la escala jerárquica de la carrera funcionaria es mucho más problemática.

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Así, mientras que naturalmente no les es de aplicación el régimen disciplinario propio de los funcionarios públicos, no sería inimaginable, empero, la imposición de sanciones de dureza equiparable, principalmente de índole pecuniaria (...) con todo, la siguiente pregunta sería casi obligada y pretendería inquirir acerca del carácter (independiente o no) de la autoridad encargada de imponer la sanción al alto cargo infractor".

En este contexto, las sanciones que para conductas específicas contempla la ley Nº 18.575, a partir de las modificaciones introducidas por la ley Nº 19.653, presuponen que el infractor es un funcionario, por cuanto se radica en su superior la facultad de imposición de la respectiva medida disciplinaria, discurriendo sobre la base del procedimiento administrativo general, vale decir, sumario administrativo o investigación sumaria, pero no se plantea una solución frente a situaciones en que el infractor sea el jefe superior del servicio o alguna de las autoridades que pueden ser acusadas constitucionalmente.

Por otra parte, recordemos que en nuestro ordenamiento jurídico nos encontramos con diversas autoridades del Estado, entre ellas algunas pertenecientes a la Administración, sujetos al mecanismo de acusación constitucional, conforme lo dispuesto en los artículos 48, Nº 2 y 49, Nº 1 de nuestra Carta Fundamental.

Tal institución no dice relación con actuaciones políticas, sino que con delitos, infracciones legales o constitucionales y abusos de poder, de modo que "en realidad el instituto de la acusación en juicio político nos sitúa ante una responsabilidad constitucional, en que si bien existe un interés público, no es propiamente una responsabilidad política".

De lo anteriormente expuesto podemos concluir que el procedimiento que nuestra Constitución denomina acusación constitucional, en lo que respecta a las autoridades integrantes de la Administración del Estado, es un mecanismo para hacer efectiva la responsabilidad de éstos que derivare del ejercicio de sus cargos o funciones públicas, con ocasión de una acción u omisión, que implique una infracción de los deberes y obligaciones que aquéllos le imponen.

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En este sentido, debemos tener presente que "el criterio que preside la determinación de los funcionarios acusables es evidentemente hacer responsable en juicio político a altos titulares de los distintos órganos del Estado. La omisión de otros funcionarios de gran categoría o de quienes ejercen cargos de menor importancia, no significa, naturalmente, que están exentos de toda responsabilidad por sus actos ministeriales, sino que tal responsabilidad habrá de hacerse valer directamente por otros medios y ante otros cuerpos del Estado".

El referido sistema de responsabilidad administrativa de estos agentes estatales, atendida la calificación de exclusiva que la Ley Suprema le atribuye a las facultades de la Cámara de Diputados y el Senado a este respecto, determina que no les sean aplicables las normas generales sobre responsabilidad administrativa, excluyendo la posibilidad de que otros organismos, diversos de las Cámaras, conozcan o resuelvan la materia.

Para graficar lo anterior, examinaremos el caso de los intendentes quienes, conforme el Nº 2 del artículo 48 de la Constitución Política, pueden ser acusados constitucionalmente por infracción de la Constitución y por los delitos de traición, sedición, malversación de fondos públicos y concusión.

En armonía con las indicadas disposiciones constitucionales, la ley Nº 19.175, Orgánica Constitucional sobre Gobierno y Administración Regional, dispone en su artículo 8º, en lo que interesa, que los intendentes y gobernadores cesarán en sus cargos por las siguientes causales: f) Destitución por acuerdo del Senado, conforme a lo dispuesto en el artículo 49, Nº 1, de la Constitución Política de la República.

De la norma reseñada se sigue que no resultaría lógico iniciar un sumario administrativo en contra de estas autoridades, dado que como resultado de éste no podría aplicarse la medida disciplinaria de destitución, atendido que ésta como causal de cese de funciones se encuentra radicada en el Senado.

Además, en el referido proceso administrativo tampoco podría aplicarse la suspensión del empleo, sea en su carácter de sanción disciplinaria o de medida preventiva, ya que ella se encuentra regulada expresamente, en el inciso final del artículo 48 de la Carta Política,

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como uno de los efectos de la declaración de que ha lugar a la acusación, lo que, en uso de sus facultades exclusivas, compete a la Cámara de Diputados.

En estos casos, una infracción grave al principio de probidad administrativa podría permitir fundamentar una acusación constitucional en razón de haber incurrido el funcionario en concusión, esto es, la acción arbitraria hecha por un funcionario público en provecho propio, ya que en tal caso se privilegiaría un interés particular por sobre el general, vulnerándose el principio de probidad administrativa.

Como puede advertirse, aun cuando teóricamente las altas autoridades de la Administración del Estado se encuentran sujetas a responsabilidad en el ejercicio de sus cargos, consultándose un mecanismo para hacerla efectiva en su caso, en la práctica, por la naturaleza y procedimientos propios de la acusación constitucional, ésta sólo se reservará para las infracciones de mayor gravedad, excluyéndose, por ende, un amplio espectro de actuaciones, las que para los demás funcionarios pueden dar origen a un sumario administrativo o una investigación sumaria.

CONCLUSIONES

Tradicionalmente, una de las características de las sanciones administrativas y del régimen de derechos y deberes funcionarios cuya infracción las motiva, ha sido su valoración o determinación con criterios más bien deontológicos que jurídicos, no obstante su consagración normativa.

En efecto, ya al inicio de esta investigación anunciábamos la escasez de estudios netamente jurídicos respecto del principio de probidad administrativa, aun cuando éste se encontraba contemplado en el ordenamiento jurídico nacional con anterioridad a la dictación de la Ley Nº 19.653, sobre Probidad Administrativa aplicable a los órganos de la Administración del Estado.

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Lo anterior resulta aún más paradójico si consideramos la lenta, pero sostenida, constitucionalización experimentada por el derecho administrativo y sus nociones esenciales, entre las que destacan, en lo que a efectos de nuestro estudio atañe, el servicio público, la función pública y la probidad administrativa, permeándose el accionar de los órganos que la Ley Fundamental establece con los valores y principios derivados de la Parte Dogmática de la misma.

Más aún si se considera que, en palabras de Cea, las normas constitucionales pierden toda o gran parte de su eficacia potencial si no operan efectivamente controles de la opinión pública, de los medios de comunicación social, de los entes fiscalizadores, de la magistratura y otras instancias encaminadas a infundir realidad al valor de la probidad en el desempeño de las funciones públicas.

En el presente trabajo se ha sometido a análisis la formulación actual del principio de probidad administrativa y sus repercusiones en el ejercicio de la función pública, examen a partir del cual concluimos que la noción de probidad administrativa que –producto de las modificaciones introducidas por la ley Nº 19.653, a la Ley Nº 18.575, Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado–, se encuentra actualmente vigente, se compone de tres elementos, a saber: a) una conducta funcionaria intachable y el desempeño honesto y leal de la función o cargo, b) un mayor ámbito de aplicación en relación con los sujetos imperados, y c) la posición preeminente del interés general por sobre el particular.

El primero de ellos, el cual se mantiene en idénticos términos que en la normativa anterior, nos permite determinar la subsistencia de criterios valóricos más que jurídicos en la apreciación de la conducta funcionaria debida.

En efecto, tal imperativo encuentra su origen en la concepción de que el empleado público representa al Estado, lo cual le exige comportarse con rigurosidad moral no sólo cuando sirve su cargo o función, sino que también en su esfera privada y/o social, lo cual estimamos excede la esfera de la relación de especial sujeción en que se fundamenta la potestad disciplinaria de la Administración.

Respecto del ámbito de aplicación del principio de probidad administrativa –segundo elemento– podemos concluir que la expresión

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"función o cargo" que contiene su enunciado – así como otras disposiciones que lo desarrollan, pudiendo citarse a vía ejemplar el artículo 64 de la ley Nº 18.575, relativo a las inhabilidades sobrevinientes–, determinan que aquél resulte exigible a todas las personas que laboran, conforme a los procedimientos que la legislación establece, para los servicios, organismos y empresas que integran la Administración del Estado, a fin de que ésta satisfaga las necesidades públicas de manera regular y continua.

De este modo logramos determinar que resultan obligados a observar el principio que motivó esta investigación, los funcionarios públicos –en sentido estricto–, las autoridades y los agentes o servidores públicos, como una aplicación del principio de igualdad ante la ley garantizado en el Nº 2 del artículo 19 de la Constitución Política.

A consecuencia de lo anterior, establecemos que la naturaleza del vínculo entre empleado y administración no resulta determinante en este sentido, debiendo atenderse a la materialidad de la actuación desarrollada por sobre criterios formales u orgánicos, puesto que éstos si bien pudieron ser útiles en alguna época, hoy resultan insuficientes.

Enseguida, el tercer elemento conformador del principio de probidad administrativa, relativo a la preeminencia del interés general por sobre el particular, tanto en su consagración normativa como en la historia legislativa de éstas, nos permite concluir que la ley Nº 19.653 tiene por finalidad prevenir, más que reprimir la ocurrencia de hechos contrarios a la probidad, ya que de aquél derivan regulaciones tendientes a evitar que el servidor público llegue siquiera a estar situado en una posición o situación que favorezca la ocurrencia de infracciones.

Ello, por cuanto pudimos constatar que el objetivo de este elemento es impedir la existencia de conflictos de intereses, aun eventuales, los cuales se encuentran relacionados no sólo con aspectos patrimoniales sino que más bien se refieren a la imparcialidad y objetividad en el desempeño del cometido público, de manera que también comprenden figuras como el nepotismo o el tráfico de influencias.

Como exigencias y modalidades de la indicada preeminencia pudimos establecer la integración del principio de probidad administrativa con otros valores jurídicos, que si bien se encontraban presentes, de forma explícita o implícita, en el ordenamiento jurídico, ahora se

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interrelacionan producto de esta integración, tanto en lo relativo a la actuación del agente público, como en cuanto mandato finalizado para la Administración.

De hecho, al examinar los principios de eficiencia y eficacia, quedó de manifiesto, por una parte, que la actuación del agente público debe ser diligente en orden a la consecución de su finalidad, a la oportuna ejecución de los cometidos del servicio y, por otra, que el actuar del complejo organizacional (Administración) debe ajustarse a estos parámetros, todo lo cual implica un reconocimiento de sistemas de control no sólo financieros, sino de gestión, comúnmente denominados auditorías integrales, en los que, por cierto, deben considerarse de modo prevalente la finalidad de la Administración y el acatamiento a la juridicidad.

En este mismo sentido, expresamos que los principios de publicidad y transparencia, de carácter constitucional, integran el de probidad administrativa, constituyendo un medio eficaz de prevención e identificación de las infracciones a éste.

Ello, atendidas las exigencias de publicidad que, en lo que dice relación con las actuaciones de la Administración, sea mediante actos administrativos o mediante la contratación administrativa, se contemplan en la legislación estudiada. Del análisis de dicha normativa podemos concluir que la excepción se encuentra constituida por la reserva o secreto de los mismos –garantizándose la tutela judicial efectiva del acceso a la información por medio del pertinente procedimiento de reclamación, en armonía con lo prescrito en el Nº 12 del artículo 19 de la Carta Fundamental–, lo cual resulta aún más evidente en la regulación de los sistemas de contratación, que varían entre la propuesta pública –el más transparente– y el trato directo, con los resguardos que, en el cuerpo de esta investigación, analizamos.

A este respecto debemos también hacer presente que los casos de reserva o secreto de documentos y antecedentes son de reserva legal, por lo que la reglamentación dictada sobre este tema vulnera la Ley Fundamental, por las razones que en su oportunidad indicamos.

Por otra parte, determinamos que, en lo que respecta a los funcionarios, los principios de transparencia y publicidad los vinculan directamente tanto en su actuación diaria, consultándose como

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infracciones especiales al principio de probidad administrativa el participar en decisiones en que exista cualquier circunstancia que le reste imparcialidad debiendo comunicar la misma a su superior jerárquico, como en el desarrollo general de funciones o cargos de cierta relevancia (jefe de departamento o superiores), casos en que el ordenamiento les demanda la presentación de una declaración pública de intereses económicos y profesionales.

Como puede advertirse, tales imperativos derivados de la preeminencia del interés general, en tanto elemento integrador del principio de probidad administrativa, buscan fortalecer y garantizar la publicidad y transparencia de las actuaciones de la Administración y de sus agentes, lo cual, además, constituye una medida preventiva en lo que respecta a la existencia de conflictos de intereses.

Ello, por cierto que se constituye en una importante salvaguarda de los derechos de los administrados, posibilitando la concurrencia del control social respecto de las actuaciones administrativas, aminorando, por ende, la ocurrencia de arbitrariedades y discriminaciones en la adopción de decisiones.

Del mismo modo y con idéntica finalidad, la eventual presencia de los aludidos conflictos da origen a un detallado régimen jurídico de inhabilidades e incompatibilidades que se extienden incluso a una data posterior a la cesación de funciones.

Ahora bien, sin perjuicio de lo anteriormente expuesto y del examen en el cuerpo de esta investigación de otros problemas jurídicos de carácter técnico, mas no por ello menos relevantes, nos parece oportuno formular algunas consideraciones globales en torno al tema de este trabajo.

Al respecto, estimamos importante recalcar que, en terminología de Thomas Kuhn, la entrada en vigencia de la ley Nº 19.653, no vino a alterar ni la ciencia normal ni las matrices disciplinares que al efecto habían sido desarrolladas por la jurisprudencia administrativa, de modo que, desde un punto de vista material, los servidores de la Administración del Estado no han experimentado grandes modificaciones en la regulación jurídica del ejercicio de sus cargos o funciones.

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Así, en general, la indicada normativa no constituye una modificación al contenido material del régimen de deberes y obligaciones funcionarias, antes bien, una reformulación de éste, recogiendo la experiencia, la evolución conceptual y los criterios o directrices desarrollados por la Contraloría General de la República, mediante la emisión de dictámenes, como también por la doctrina.

Sin embargo, la unificación del tratamiento del tema en el texto de la Ley Nº 18.575, Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado, su aplicación amplia respecto de sus agentes, con prescindencia de la naturaleza del vínculo que los une, tienen un mérito indiscutible en lo que al fortalecimiento de la probidad administrativa se refiere en el contexto de la ética pública.

Del mismo modo, la nueva formulación del sistema de inhabilidades e incompatibilidades y la inclusión de mecanismos como la declaración de intereses, de los principios de eficiencia, eficacia, publicidad, y transparencia, como también la regulación de la contratación administrativa, además de la sujeción del procedimiento concursal a los imperativos de libre concurrencia de los oferentes al llamado administrativo y de igualdad ante las bases que lo rigen, conforman un sistema coherente de prevención de conflictos de intereses.

Lo anterior reafirma que el interés general y el amplio ámbito de aplicación del principio de probidad administrativa, son los dos elementos jurídicos de éste.

En armonía con ello se pone el acento, respecto de todos los agentes públicos, en el tratamiento y prevención de los conflictos de intereses como elemento esencial de determinación de las conductas corruptas o vulneratorias de la preeminencia del interés general contemplándose, además, infracciones al principio de probidad administrativa configuradas sobre la base de atentados a otros valores –publicidad, transparencia, imparcialidad, eficiencia y eficacia–, cuyo tratamiento se impone como exigencia o modalidad del indicado interés general.

Finalmente, debemos concluir que el contenido de las nuevas disposiciones de la ley Nº 18.575, de las infracciones que contempla,

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así como también las modificaciones introducidas a las normas estatutarias en relación con las medidas disciplinarias y especialmente con la destitución, constituyen un avance en lo que a las exigencias del derecho administrativo sancionador se refiere, correspondiendo que a futuro se perfeccione el tratamiento punitivo diferenciado de las meras infracciones al principio en comento y de las conductas propiamente corruptas, esto es, aquellas que importan la concurrencia de un conflicto de intereses.

En efecto, la amplitud e indeterminación con que se describen las conductas, sin sujeción rigurosa al principio de tipicidad de las sanciones, atenta contra las garantías del debido proceso que se han desarrollado en materia penal, y que irradian al derecho sancionador en general.

En este sentido, los empleados públicos siguen siendo afectados por el incumplimiento, por parte de la legislación, de las exigencias contenidas en el Nº 3 del artículo 19 de la Carta Fundamental.

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