Bamberger, Bernard - La Biblia Un Enfoque Judio Moderno

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. BAMBERGER Bibli oteca del hombre contemporáneo

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. BAMBERGER

Bibli oteca del hombre contemporáneo

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BIBLIOTECA DEL HOMBRE CONTEMPORAKEO

1 — C. G. Jung : Conflictos del alma infantil

2 — K. Horney: La personalidad neurótica de nuestro tiempo

3 — "W. ílollitscher: Introduc­ción al psicoanálisis

4 — F. Künkel y R. K. Dicker-son: La formación del ca­rácter

5 — J . Rumney y J. Maier: So­ciología. Lu ciencia de la sociedad

6 —• A. Adler: Guiando al niño 7 — E. Kromm: El miedo, a la

libertad 8—-A. N. Whitehead: Los fines

de la educación 9 — C. G. Jung : Psicología y

educación 0 — E. Fromra: El arte de aviar 1 — V. Klein: El carácter feme­

nino A. Freud: Introducción al psicoanálisis para educado­res B. MaHnowski: Estudios de psicología primitiva

14 — B. Russell: Análisis del es­píritu

1 5 — G. Highet: El arte de en­señar

16 — L . Klages: Los fundamentos de la caracterología E. Jones y otros: Sociedad, cultura y psicoanálisis de hoy M. Klein y otros: Psicolo­gía infantil y psicoanálisis de hoy

19 — F. Alexander, A. A. Brill y otros: Neurosis, sexualidad y psicoanálisis de hoy

2 0 — F . Dunbar y otros; Medi­cina psicosomática y psico­análisis de hoy

2 1 — P . Schilder y otros: ¿Psi­quiatría y psicoanálisis de hoy

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- "W. M^Dougall: Introduc­ción a la psicología

- G. Palmade: La caractero­logía

- M. Reuchlin: Historia de la psicología

- G. Viaud: La inteligencia - D . Lagache: El psicoanálisis j M. Mégret: La guerra psi­

cológica - H. Baruk: Las terapéuticas

psiquiátricas - P . Chauchard: La medicina psicosomática

- P. Piehot; Los tests men-

- J. Maisonneuve: Psicología social

- J , C. Filloux: Psicología de los animales

-G. Palmade: La psicotéc-nica

- R. Binois: La psicología aplicada

- J. Chazal: La infancia de­lincuente

- M. Abeloos: El crecimiento - P . Chauchard: La química

del cerebro - J, Delay: La psicofisiología

humana - P. Chauchard: La muerte - P . H. Maucorps: Psicología

militar - P . Chauchard: Fisiología de

la conciencia - E. Baumgardt: Las sensa­

ciones en el animal - F. Grégoire: El TTIÚS allá - P. Chauchard: El cerebro

humano - H. Piéron: La sensación - J. C. Filloux: El tono men­tal

-A. Bal : La atención y sus

-R . S. Woodworth, Ch. Spearman y otros: Psicolo­gías dinámicas y factoriales

{Sigue en la pág. 119)

VOLUMEN

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BERNARD J. BAMBERGER New York

LA B I B L I A Un enfoque judío moderno

EDITORIAL PAIDÓS BUENOS AIRES

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Título del original inglés

T H E BIBLE: A MODERN JEWISH APPROACH

Publicado por

HlIXEL LlTTLE BOOKS

B ' N A I B ' R I T H H I L L E L FOUNDATIONS

WASHINGTON, D. C , 1960

Versión castellana de EUGENIA LUBLIN

Supervisión MARSHALL T. MEYER

Impreso en la Argentina — Printed in Argentina

Queda hecho el depósito que previene la ley N* 11.723

1* edición, 1963 2* edición, 1967

Corregida

©

Copyright de todas las ediciones en castellano by

EDITORIAL PAIDÓS S.A.I.C.F.

Cabildo 2454 Buenos Airea

Í N D I C E

I. EL INTERROGANTE 7

¿Tiene valor la Biblia para el hombre moderno?

I I . L A B I B L I A E N LA CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL 10

¿Qué es un clásico? La influencia bíblica sobre el lenguaje, la literatura y las artes. El libro del pueblo. Su influjo en la historia europea y nor­teamericana. La Biblia en la vida judía.

I I I . E L R E D E S C U B R I M I E N T O D E L M U N D O B Í B L I C O 19

Hallazgos arqueológicos en el Cercano Oriente. La originalidad de la Biblia es puesta en duda.

IV. D E S A F Í O A L O S TIRANOS 24

Despotismo en el antiguo Oriente. El Éxodo im­pone la autorización divina a la revuelta popu­lar. Crítica social. Los pecados de la nación son denunciados. Ningún héroe es libre de culpa. El recuerdo de la esclavitud.

V. E L D E S C U B R I M I E N T O D E LA H U M A N I D A D . . 33

El intento de restringir la esclavitud. El Shabat como fuerza redentora. La protección al forastero. La unidad de la humanidad. Paz mundial. Valo­ración del individuo.

VI . E L DIOS D E L S I N A Í 4 1

Monoteísmo. Dios y su distinción de la naturaleza. Intentos de subestimar Jas conquistas religiosas de los maestros bíblicos.

V I L L A S D E F I C I E N C I A S 4 7

Dificultades intelectuales para el lector moderno de la Biblia. Dificultades morales. Cómo los sa­bios enfrentaron esas dificultades en el pasado.

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VIII. ¿QUÉ ES LA CRÍTICA DE LA BIBLIA? 55 Por qué era inevitable un nuevo enfoque. El ataque a las Escrituras. Los creyentes adoptan el método crítico. Conquistas y limitaciones de la crítica bíblica.

IX. DE QUÉ MODO AYUDA EL MÉTODO CRÍTICO . 63

El mosaico bíblico. Historia, leyenda y ficción. Desarrollo ético y religioso. Lectura selectiva de las Escrituras.

X. BREVE TABLA DE MATERIAS 70

El orden, nombres y contenido de los libros bí­blicos. Tora, Profetas, Escritos.

XI. MODO DE VIDA 86 Conceptos bíblicos. Su expresión concreta. Los elementos aparentemente anticuados. La Biblia: requerimientos y tarea. El libro de este mundo. Motivos para la rectitud. Pecado. Necesidad tan­to de la virtud social como de la personal. Dios, el hombre y la naturaleza. El problema del mal.

XII. ¿Es LA BIBLIA LA PALABRA DE DIOS? 101

Los profetas y su reivindicación de haber expre­sado la palabra de Dios. Los profetas, ni des­honestos ni psicópatas. Su racionalidad. Su genio. Revelación progresiva.

XIII. EL PUEBLO ELEGIDO 109 La elección de Israel, un dato histórico. Su sig­nificado para los maestros bíblicos.

XIV. SUGERENCIAS PARA LECTURAS ADICIONALES 113

BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL EN CASTELLANO* 116

I

EL INTERROGANTE

¿Qué significado, qué valor encierra la Bi­blia para el hombre moderno, y en particular, para el judío moderno?

Tal pregunta carece de interés para quienes se hallen convencidos de antemano de que la Biblia es el producto de una revelación sobrenatural. Si Dios nos ha comunicado explícitamente Su voluntad y si la Biblia es el auténtico compen­dio de Sus mandamientos, resulta innecesario discutir su relevancia. Nuestra tarea se redu­ce a tratar de comprender y obedecer.

Quizás haya otro sector dogmático proclive a desechar nuestro interrogante: es el de quie­nes están convencidos por anticipado de que la Biblia es una colección de cuentos de viejas, indigna de que las personas cultas le dediquen una seria atención. La Biblia contiene páginas que son desmentidas por los hallazgos de la ciencia moderna aceptados de modo general.

Parece extraño que un siglo después de Dar-win este hecho signifique algo así como una sorpresa para muchos estudiantes. Pero aunque la Biblia se remonte al período pre-científico, ¿hemos de desecharla precipitadamente como si careciese de todo valor? La mentalidad cien­tífica exigiría, por lo contrario, un enfoque ob­jetivo de este sólido documento histórico y un examen preciso y cuidadoso de él.

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Tal es el propósito de este ensayo. Aquí no daremos por sobreentendido que la Biblia es el compendio inescrutable de la revelación di­vina, ni que es "simplemente" esto o lo otro. Trataremos de juzgarla honesta e imparcial-mente y de descubrir qué hay en ella de inte­resante para nosotros.

En este ensayo la palabra Biblia y sus equi­valentes designan a la Biblia hebrea, que tanto los judíos como cristianos aceptan como sagra­da escritura. Es aquello que los cristianos de­nominan Antiguo Testamento, pues para éstos el término Biblia incluye también el Nuevo Testamento. Nuestra investigación no se ex­tenderá hasta este último. No hemos de juzgar el valor del Nuevo Testamento ni explicaremos en este contexto por qué los judíos no lo han admitido entre sus sagradas escrituras. Sen­cillamente, no es el tema de discusión que en­caramos aquí.

Nuestro estudio deberá conducirnos en úl­tima instancia a analizar un problema básico; la relación personal entre el lector moderno y la Biblia. Para las generaciones anteriores, y aun para muchos millones de contemporáneos nuestros, la Biblia no es tan sólo un libro entre muchos otros (este hecho requiere de por sí un minucioso estudio). Pero si no establecemos una hipótesis inicial basada en el origen y au­toridad divinos de la Biblia, ¿conservará ésta una trascendencia especial, contemporánea y personal para nosotros? ¿O será a lo sumo una interesante colección de documentos antiguos?

Es el individuo quien debe decidir, en última instancia, por sí mismo. Este ensayo constituye

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un intento de plantear el problema con cla­ridad, para disipar en alguna medida la confu­sión que, de otro modo, perturbaría al lector, para proporcionarle los elementos de informa­ción necesarios y para presentar algunas su­gerencias que puedan ayudarle a llegar a sus propias conclusiones.

Pero antes de entrar al meollo del problema debemos dar un considerable rodeo. Otros asuntos ocuparán nuestra atención en primer término. Pues aun cuando la Biblia no tuvie­ra ningún mensaje significativo a nuestra épo­ca, no carecería de importancia, pues todos coinciden en que la Biblia es un clásico.

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II

LA BIBLIA EN LA CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL

Es una tentación definir a un clásico como el libro que sabemos que deberíamos leer, ¡pero que preferiríamos no leer! Un clásico nos exige, a menudo, un pequeño esfuerzo adicional al prin­cipio, pero nos brinda una satisfacción más ple­na y prolongada que la "lectura ligera". Con frecuencia, muchos cursos sobre las "Obras Maestras de la Literatura" son sorprendente­mente agradables. Pero desde un punto de vis­ta más formal, un clásico es una obra que ha sido incorporada al acervo cultural de un pue­blo y ha ejercido una influencia continua.

Algunos libros son clásicos porque inaugura­ron en su época nuevas formas de pensamiento. La mayoría de los clásicos científicos pertene­cen a esta categoría. En la actualidad a nadie se le ocurriría estudiar medicina por los escri­tos de Galeno o química por las monografías de Priestley. Aunque son libros clásicos, intere­san por un motivo primordialmente histórico. Todo su contenido de valor permanente fue asi­milado por los libros que los reemplazaron.

A veces un clásico cuyo asunto principal es­tá pasado de moda, puede sobrevivir por su encanto literario. Pero la auténtica literatura tiene algo más que excelentes, cualidades retó­ricas. Las grandes obras, aunque hayan sido

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escritas hace mucho tiempo y en otros climas, extraños para nuestra experiencia y manera de pensar, tratan aspectos de la vida humana tan fundamentales y tan perennes que aún conser­van el poder de emocionarnos. La atracción que ejerce Homero sobre el lector moderno no radica sólo en su poderoso estilo y en su noble cadencia. Pues si bien puede no interesarnos demasiado una primorosa armadura o los ban­quetes de bueyes asados, nos compadecemos del anciano Príamo cuando implora la entrega del cuerpo de su hijo, y nos estremecemos cuando la inteligencia de Odiseo compite desesperada­mente con la obtusa fortaleza del Cíclope.

Sin duda, la Biblia no es un clásico sólo en el sentido histórico. Todo el que lea la historia de José (Génesis, capítulos 37, 39-45) compren­derá que la suya es una prosa narrativa de primera clase; tampoco es posible dejar de per­cibir el lírico poder del lamento de David por Saúl y Jonatán (Samuel II, capítulo 1). El mé­rito de estos dos fragmentos no reside única­mente en el vigor y concisión del lenguaje, sino en la intensidad del sentimiento humano que los impregna.

Hemos mencionado que los clásicos influyen de modo continuo sobre la cultura. La epopeya de Homero no sólo inspiró al teatro, la pintura y la escultura de la Grecia antigua, sino que afectó poderosamente la cultura latina, medie­val y moderna. (Una reciente comedia musical reeditó el relato de Troya en un medio ambien­te rural norteamericano.) Estas influencias, aunque vastas y profundas, son débiles cuando

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se las compara con el impacto de la Biblia so­bre la civilización humana.

Este impacto deriva en parte de que la Biblia ha sido traducida virtualmente a todos los idio­mas. Pocas veces reflexionamos sobre la im­portancia que tienen las traducciones para la difusión de la cultura, lo que quizás se explica por lo obvia que es esa importancia. La prime­ra traducción con pretensiones y vastamente divulgada de la que tenemos noticia fue una versión griega de la Biblia (la Septuaginta) realizada por los judíos de Alejandría algunos siglos antes de la Era Cristiana. El proceso de traducción de la Biblia ha continuado desde en­tonces. En muchas lenguas, el primer monu­mento literario fue una versión bíblica, que fijó así una norma para el estilo de esa lengua. Esto es aplicable no sólo a los pueblos más atra­sados. En general se admite que la versión de la Biblia realizada por Lutero constituyó el impulso fundamental para la creación del idio­ma alemán moderno. La versión del rey Jaime, en el año 1611, modificó profundamente la usan­za y estilo del idioma inglés.

Expresiones idiomáticas hebreas, tales como the skin of muy teeth (la piel de mis dientes) (Job, 19.20) y a land flowing with milk and honey (tierra que fluye leche y miel) Ex. 3.8) han sido adoptadas por el idioma inglés. La influencia del estilo bíblico sobre los escritores de habla inglesa ha sido observado con frecuen­cia: Abraham Lincoln es un caso típico.

Los temas bíblicos han constituido una fuente inagotable de recursos para la creación artís­tica. Sería agotador enumerar todos los ejem-

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píos; pero pensamos inmediatamente en el Pa­raíso Perdido de Milton y en la trilogía de José de Thomas Mann; en Athalie y Esther de Raci-ne y en la tierna obra de Marc Conolly, Las verdes praderas, en el Moisés de Miguel Ángel y en muchos de los mejores lienzos de Rem-brandt; en los oratorios de Haendel, en el Rey David de Honegger y en la Sinfonía de los Sal­mos de Stravinsky. La música litúrgica (que comprende algunas de las mejores obras maes­tras que se hayan compuesto), está inspirada en gran medida en textos de la Biblia hebrea. El Sanctus es Isaías 6.3; el Benedictus, el Salmo 118.26.

Mencionar todos los poemas, obras de teatro, novelas, óperas y otras creaciones importantes basadas en temas bíblicos, no bastaría para cal­cular la influencia que la Biblia ha ejercido sobre la literatura. El extinto doctor Solomon Goldman publicó más de seiscientas páginas de Ecos y Alusiones del libro del Génesis extraídos de obras de escritores europeos y norteamerica­nos. E incluso esta voluminosa colección no era más que una muestra del material disponi­ble relativo a uno solo de los libros bíblicos.

Todo esto destaca el hecho de que no es po­sible comprender la cultura occidental sin tener algún conocimiento de la Biblia. Pero aún no hemos expuesto el punto principal. A fin de comprenderlo volvamos a Homero.

En pleno apogeo de la civilización clásica, Homero pertenecía al patrimonio de todo aquel que hablara griego. Los poemas homéricos eran una especie de sagrada escritura, la materia más importante de la educación elemental, el

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tema de canciones y representaciones populares, el factor desencadenante de toda conversación corriente. Pero con la desaparición de la civili­zación clásica la influencia homérica llegó a su fin. Su recuerdo persiste entre una minoría amante de la lectura, la élite culta y versada en literatura, pero no pasa de allí.

Sin embargo, si bien la Biblia fue siempre motivo de interés para los eruditos, se ha infil­trado constantemente en la vida de las masas. Aun el hombre iletrado de la Edad Media co­nocía los relatos de la Biblia por los sermones que oía en la iglesia y por su representación en piedra y en los vitrales de colores. Con la Re­forma Protestante la Biblia se convirtió rá­pidamente en el libro del pueblo. Cuando la imprenta la hizo más accesible, se abrió cami­no hacia los hogares donde ningún otro libro era conocido. Era leída constantemente duran­te el culto familiar y por las personas que bus­caban orientación y consuelo. Robert Burns describe una escena familiar en la vida de una pobre familia escocesa:

"El padre, cual sacerdote, lee en la sagrada hoja, Cómo Abraham fue amigo de Dios en lo alto; O Moisés proclamó eterna lucha Contra la ruda progenie de Amalee; O cómo el bardo real en gimiente postura Yacía bajo la ira vengadora del Cielo; O el patético lamento de Job y su gimiente llanto; O el salvaje fuego seráfico del arrebatado Isaías; U otros sagrados profetas que tañen la lira sagrada".

Quizás la ilustración más dramática sea la proporcionada por los negro spirituals. Escla-

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vos raptados de las selvas africanas y condu­cidos a la servidumbre en el Nuevo Mundo ex­presaron sus ansias de libertad cantando Go Down, Mose y proclamaron su fe con cantos sobre Daniel y Josué. La poesía negro-nortea­mericana contiene pocas referencias acerca del Congo, pero muchas sobre el Jordán.

La influencia de la Biblia en la vida, pensa­miento y carácter de las personas ha sido pro­funda. Su efecto sobre la sociedad y su historia es más fácil de medir. Ya se ha mencionado la relación entre la Biblia y la Reforma Pro­testante. El carácter social y espiritual de la Europa del siglo xvi fue el más apropiado para estimular el interés por la Biblia. Pero tam­bién es evidente que la misma Biblia irradió una buena parte de la energía que dio origen a la Reforma. Los resultados de esta transforma­ción no se limitaron a las áreas de la doctrina cristiana o la organización eclesiástica. En esa época se iniciaron muchos tipos de cambios so­ciales, políticos y culturales.

La lectura de la Biblia ejerció un efecto di­námico mucho después de la consolidación de la Reforma. Los desacuerdos sobre el signifi­cado de las Escrituras fueron una de las causas principales de la multiplicación de las sectas protestantes. Una de las consecuencias fue la repetida tendencia a destacar el elemento he­breo, lo cual conducía a veces a amenguar el énfasis de los conceptos y valores específica­mente cristianos. Los peregrinos del Mayflower establecieron un Estado conscientemente inspi­rado en la teocracia del antiguo Israel. Los estudios de hebreo fueron cultivados en la pri-

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mitiva Nueva Inglaterra; los nombres del An­tiguo Testamento eran de uso general; el Shabat puritano, una imitación de la costumbre judía, era observado de crepúsculo a crepúsculo. (Por supuesto, los puritanos santificaban' el domingo de este modo; pero posteriormente, los Baptistas del Séptimo Día y los Adventistas del Séptimo Día retornaron al Shabat histórico.)

Fue sin duda una feliz coincidencia que la Campana de la Libertad llevara la inscripción: "Y pregonaréis libertad en la tierra a todos sus moradores" (Levítico, 25.9). Pero no fue casual que los patriotas predicadores compararan du­rante la revolución norteamericana a Jorge III con el faraón y a George Washington con Moi­sés; que Benjamín Franklin propusiera que el Gran Sello de los Estados Unidos represente a Israel cruzando el Mar Rojo, y que los enemigos de la esclavitud citaran, constantemente textos de los Cinco Libros de Moisés.

Algunas sectas puritanas adoptaron tantas costumbres del Antiguo Testamento que fueron estigmatizadas como judías. Probablemente la acusación no fuera justificada. Pero en la Rusia del siglo xix se produjo un vasto movimiento judaizante. No fue consecuencia de la propa­ganda judía, pues ocurrió en las zonas del in­terior del Imperio de donde los judíos estaban excluidos. Según parece, la gente del pueblo acostumbraba leer la Biblia en voz alta duran­te las largas noches del invierno ruso, y esa lectura y discusión la indujeron a descartar el Nuevo Testamento a favor del Antiguo. La primera etapa de este proceso fue la adopción del sábado como Shabat; un grupo considerable

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llegó hasta la formal y completa adopción de la religión judía.

En nuestros días esta historia se repitió en la remota aldea italiana de San Nicandro. Un cam­pesino denominado Donato Manduzio, lisiado por una herida de la Primera Guerra Mundial, comenzó a leer una Biblia que obtuvo de un misionero protestante. Se convenció de la ve­racidad del judaismo y ganó muchos adeptos entre los demás aldeanos. El grupo fue formal­mente admitido en la comunidad judía en el año 1946, y al fallecer Manduzio emigró en ma­sa a Israel.

Hemos descrito la influencia de las Escrituras en el mundo cristiano. En la vida judía sus efectos fueron menos detonantes, porque la in­fluencia bíblica era permanente y no tenía lí­mites. Durante dos mil años, la mayor parte de los varones judíos aprendieron a conocer la Biblia y algunos de sus comentarios más sim­ples en la fuente original. El estudio del hebreo era menos común (si bien no desconocido) en­tre las mujeres, aunque disponían para su uso de traducciones y paráfrasis de la Biblia en el lenguaje cotidiano. Copiosas selecciones de los Salmos y otros libros bíblicos eran incluidas en sus oraciones diarias. El Shabat y la observan­cia de las festividades estaban profundamente vinculados con la enseñanza de las Escrituras. Todas las relaciones familiares, comerciales y de la vida comunitaria estaban reguladas por un sistema de leyes inspirado en los Cinco Libros de Moisés. La enseñanza y la investigación se basaban en el mismo texto fundamental. Los gramáticos, lexicógrafos y comentadores bus-

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carón, en España y Francia, una exacta com­prensión del idioma de las Escrituras. Los le­gistas trataron de determinar las implicaciones y aplicaciones de los mandamientos bíblicos. Los filósofos y místicos elaboraron pruebas de que sus flamantes teorías ya habían sido suge­ridas en las palabras de las Escrituras. Cuando Mahoma designó a los judíos "el Pueblo del Libro", cuando Heine se refirió a la Biblia como a la "Patria portátil", aludían más a la verdad que a la poesía.

¿Cuál es, entonces, el secreto de la vitalidad de la Biblia, tan estable a través de los siglos cambiantes? ¿Cómo ejerció tan dinámico poder sobre tantas épocas y pueblos? ¿Tiene todavía un mensaje importante para los nombres y mu­jeres del siglo XX?

Volvemos a postergar la respuesta mientras incorporamos una nueva magnitud a esta inda­gación.

III

EL REDESCUBRIMIENTO DEL MUNDO BÍBLICO

Entre las realizaciones más sobresalientes del intelecto humano debemos incluir la recons­trucción de la historia y cultura del antiguo Cercano Oriente. Por cierto que la grandeza de Egipto nunca fue olvidada: las Pirámides y otras estructuras descollantes fueron visible tes­timonio de su soberbia pericia en ingeniería, arquitectura y artes decorativas. Algunas mues­tras del poderío y de la civilización de Babilo­nia, Asiría y Fenicia fueron preservadas por los historiadores de la antigüedad, y todavía se recordaban las glorias de la antigua Persia. Pero el gran Imperio Hitita había sido total­mente borrado de la historia; unos ciento cin­cuenta años atrás, nuestras nociones sobre Egipto y Babilonia eran fragmentarias y en gran parte erróneas.

En la época actual se ha rescatado una parte considerable de la historia de los orígenes de la civilización. La arqueología ya no es una confusa cacería en busca de tesoros escon­didos, sino una ciencia exacta y disciplinada, que ha descubierto toda clase de estructuras, desde fortalezas y palacios hasta obras indus­triales y chozas de campesinos. Investigadores expertos han identificado herramientas y uten­silios, tejidos, piezas de alfarería, joyas, cosmé-

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ticos, objetos de arte y símbolos religiosos de pueblos olvidados. Formas de escritura obso­letas durante miles de años han sido descifra­das por métodos análogos a los utilizados para "violar" un código secreto; y docenas de len­guas desde hace mucho tiempo muertas, han recuperado por lo menos una cuasi vida pol­vorienta.

Hay abundantes datos escritos. Inscripciones reales, códigos jurídicos, textos mitológicos y rituales, crónicas históricas, cartas personales y oficiales, documentos comerciales, amuletos mágicos, ejercicios escolares —escritos sobre arcilla, piedra y papiros—, todos ellos están ahora a disposición de los estudiosos. A partir de estas revelaciones, escritas o de otro tipo, hemos obtenido una imagen mucho más am­plia e interesante de la historia antigua.

La investigación de las lenguas, literatura y cultura del antiguo Cercano Oriente, es una rama importante dentro del estudio de la hu­manidad, y es digna de atención por sus valo­res intrínsecos. Pero tiene especial interés para los estudiosos de la Biblia, pues los nuevos descubrimientos nos proporcionan datos abun­dantes sobre los vecinos del Israel antiguo y completan el cuadro de los antecedentes histó­ricos de las Escrituras. Los datos arqueológi­cos han aclarado los problemas de la investi­gación bíblica y nos han ayudado a comprender muchos párrafos oscuros del texto sagrado.

Pero si bien los descubrimientos recientes han vertido mucha luz sobre la Biblia, algunos expertos han utilizado el nuevo material para

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ensombrecer en cierto modo las Escrituras. La arqueología ha probado aun con mayor certeza aquello que la Biblia misma revela con clari­dad: que las civilizaciones de los valles del Nilo y del Eufrates son mucho más antiguas que los escritos bíblicos o los acontecimientos que éstos registran. Leemos en el Génesis que Abraham nació en la ciudad de Ur. Esta ciudad, exca­vada hace algunas décadas, fue asiento de una cultura avanzada siglos antes de la probable época de Abraham. La historia de Egipto se remontaba a quizás dos mil años cuando Moi­sés organizó su revuelta. ¿No era plausible que los hebreos, que vivían en aquellos imperios antiguos y altamente civilizados, asimilaran sus ideas éticas y religiosas de su medio ambiente?

Tales teorías fueron planteadas hace mucho tiempo a partir de suposiciones, pero ha lle­gado el momento en que se las cree realmente demostrables. En este caso hay que tomar en cuenta dos factores: el entusiasmo natural ante tesoros reconquistados, y el inequívoco prejui­cio antijudío de algunos estudiosos. Se anunció en varios medios que los israelitas eran poco menos que traficantes de religión y moral de segunda mano. ¡Los conceptos religiosos y éti­cos, los cuentos y leyendas, las disposiciones legales halladas en las Escrituras fueron copia­dos de Egipto y Babilonia!

El estudioso interesado en examinar por sí mismo estas teorías ya está en condiciones de hacerlo. Las epopeyas babilónicas, el Código de Hammurabi, el Himno al Dios del Sol de Akhenaton, y otras supuestas fuentes de ins­piración de los cronistas hebreos, han sido reu-

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nidas en un grueso volumen, con traducciones al inglés preparadas por competentes orienta­listas *. Todo aquel que tenga la resistencia necesaria para leer estas crónicas puede llegar a sus propias conclusiones. Hallará algunos pocos casos en que los autores bíblicos utiliza­ron indudablemente motivos literarios y aun frases de fuentes anteriores. Encontrará una cantidad de paralelos (no tantos como lo sugie­re el índice del volumen), algunos de los cuales quizás no sean accidentales. Pero descubrirá también diferencias de perspectiva, contenido, espíritu y estilo tan profundas, que destacarán con mayor nitidez que nunca la originalidad de los cronistas bíblicos.

Los antiguos israelitas no estaban en modo alguno aislados de los otros pueblos y de sus culturas. Palestina, el puente entre Asia y África, ha estado sometida durante la mayor parte de su historia a una u otra de las grandes potencias.

Cuando los ejércitos no maniobraban en el territorio de Israel, las caravanas lo atravesa­ban. Las excavaciones arqueológicas en Pales­tina revelan una cultura material con predomi­nio de influencias foráneas. La alfarería, el marfil labrado, los sellos, las decoraciones para el hogar, y otros utensilios sobrevivientes de los antiguos hebreos, son en general mediocres, y en el mejor de los casos, no son más que bue­nas copias de modelos egipcios o extranjeros. El templo de Salomón, como lo relata la misma

* Ancient Near Eastern Texts Relating to the Oíd Testament, editado por James B. Pritchard. Princeton University Press, 1950.

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Biblia, fue planeado y edificado por un arqui­tecto fenicio. Las fortificaciones de las ciuda­des israelitas no eran tan macizas ni estaban tan bien construidas como las murallas ante­riores edificadas en los mismos sitios por los habitantes de Canaán.

Los antiguos israelitas no se distinguieron por sus aptitudes técnicas, comerciales, marítimas, militares o artísticas *. Pero los escritores que produjeron son únicos por su elevado nivel inte­lectual y su incomparable belleza de exposición.

Veamos algunas de las formas en que la Bi­blia se diferencia de otras literaturas del Oriente antiguo.

* No se debería hacer demasiado hincapié en estas afirmaciones. Los israelitas no fueron de ningún modo primitivos incompetentes. El túnel cortado a través de la roca sólida para traer agua desde el estanque de Siloam hasta Jerusalen (Crón. II, 32.20), por el cual aún fluye agua, es una prueba de que el rey Ezequías poseía hábiles ingenieros; y la fundición de cobre construida a orillas del Mar Rojo bajo la direc­ción del rey Salomón (excavada en 1938 y años suce­sivos por el doctor Nelson Glueck) fue parte de un proyecto industrial ambiciosamente organizado. Con todo, las realizaciones materiales de Israel estaban muy por debajo de las de sus vecinos, mientras que las enseñanzas religiosas y éticas de la Biblia —tal como aparecerán en los capítulos siguientes— exce­dieron todo lo producido por esos grandes imperios.

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IV

DESAFÍO A LOS TIRANOS

Los antiguos escritos orientales exhalan el hálito del despotismo. El rey es, por lo menos, el representante designado por Dios. El Código del rey Hammurabi está inscripto sobre los cos­tados de una columna de piedra; la parte supe­rior del capitel representa al monarca recibien­do las leyes de manos del dios sol. Los reyes asirios se representaban como los amados favo­ritos de Asur, la deidad nacional; era para obe­decer a su mandato que se empeñaban en sus conquistas.

Esta tendencia alcanzó su expresión más ple­na en Egipto. Estaba sobreentendido que el fa­raón jamás cometía un error y que sus ejércitos eran invariablemente victoriosos (los monar­cas asirios tampoco perdieron nunca una bata­lla). Sus proezas atléticas eran sobrehumanas y sus hazañas de fuerza y puntería están orgu-llosamente registradas en los monumentos. Pero hay algo más importante aún: el faraón es li­teralmente un dios encarnado. Aun en vida re­cibe honores divinos; después de la muerte se le identifica totalmente con Amón o alguna otra deidad cósmica.

Se ha dicho con frecuencia que el faraón Akhenaton (alrededor del 1380-1362 a. E. c.) era monoteísta. Reconocía sólo al disco solar (Aton) como divino y su himno a Aton es de un tono muy elevado y de una calidad moral iniguala-

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da en las fuentes egipcias. Pero sólo a la fami­lia real le estaba permitido venerar directa­mente a Aton. Los demás sólo podían acercarse a la suprema divinidad venerando al faraón, su regente en la tierra.

El acontecimiento principal de la Biblia he­brea es el Éxodo, la revuelta de los esclavos hebreos contra el faraón, la deidad visible. Dios no ha de identificarse o aliarse con un dirigente terrenal, sino que se sitúa del lado de los opri­midos. Él es el Padre de los huérfanos y el Defensor de las viudas (Salmos, 68.6). Pero el Dios de Israel no hacer valer Su autoridad su­prema: solamente contra los gobernantes ex­tranjeros. Juzga asimismo a los reyes israelitas y éstos reciben Su apoyo y aprobación sólo mientras se ajusten a Su ley de justicia.

La ley mosaica prescribe que el rey deberá ser elegido por el pueblo de entre "sus herma­nos". La sangre que corre por sus venas no es más azul que la de sus subditos. Debe estudiar con diligencia y obedecer fielmente la Tora, la Ley Revelada. No debe multiplicar sus esposas, ni comprar demasiados caballos, ni acrecentar en exceso sus tesoros, a fin de que la arrogancia no lo conduzca a descuidar la voluntad de Dios (Deuteronomio, 17). Uno de los cronistas bí­blicos consideró la misma instauración de la monarquía como un acto de deslealtad a Dios, puesto que sólo Él había de ser el Rey de Israel (Samuel I, 8). Los profetas de Israel se permi­tían las críticas más libres y francas respecto de sus reyes.

Hagamos aquí una breve pausa. Existe un papiro egipcio conocido como Las Protestas del

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Labriego Elocuente. Se refiere a un pobre al­deano explotado por los funcionarios del go­bierno que, a pesar de las amenazas y el vapu­leo expone ante el mayordomo principal sus quejas por las injusticias sufridas. No sabe que el faraón está al corriente de lo sucedido y que ha ordenado al mayordomo principal que permita al labriego expresarse libremente. Al fin, el aldeano es vindicado y sus justos recla­mos le son concedidos.

Este interesante documento es una prueba de que en el antiguo Egipto existía alguna con­sideración por los derechos humanos y que la crítica social no había sido suprimida totalmen­te. Pero no es posible pasar por alto la cautela con que dicha crítica fue expresada. Ésta toma la forma de una edificante ficción que no hace otra cosa que señalar los defectos de los funcio­narios codiciosos y corrompidos. No se ataca el sistema en sí, ni se sugieren mejores o dife­rentes normas. Sobre todo, la autoridad supre­ma es cuidadosamente resguardada de toda culpa.

El faraón es divinamente sabio y absoluta­mente bondadoso.

En contraste con ello veamos algunas tajan­tes expresiones de un profeta judío, dirigidas al monarca reinante que construía a la sazón un lujoso palacio:

"¡Ay del que edifica su casa sin justicia, y sus salas sin equidad, sirviéndose de su prójimo de balde, y no dándole el salario de su trabajo!

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Que dice: edificaré para mí casa espaciosa, y salas airosas; y le abre ventanas y la cubre de cedro y la pinta de bermellón.

¿Reinarás, porque te rodeas de cedro? ¿No comió y bebió tu padre, e hizo juicio y justicia, y entonces le fue bien? Él juzgó la causa del afligido y del menesteroso, y entonces estuvo bien. ¿No es esto conocerme a mí?, dice Jehová.

Mas tus ojos y tu corazón no son sino para tu avaricia, y para derramar sangre inocente, y para opresión y para hacer agravio. Por lo tanto, así ha dicho Jehová de Joaquín, hijo de Josías, rey de Judá: No lo llorarán, diciendo: ¡Ay hermano mío!,

¡Ay, hermana!

Ni lo lamentarán diciendo: ¡Ay, señor! ¡Ay, su grandeza! En sepultura de asno será enterrado, arrastrándole y echándole fuera de Jerusalén".

(Jeremías, 22.13-19.)

Si no traición absoluta, esto era con toda se­guridad lése majesté. Durante gran parte de su vida Jeremías estuvo en aprietos. En varias ocasiones se salvó a duras penas de ser ejecu­tado por su osadía. Y fue tan sólo uno de los muchos que atacaron valientemente los inte­reses creados.

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Joaquín, el destinatario del estallido anterior, era una criatura débil que gozaba de escaso apoyo popular y se mantenía en el trono gracias al respaldo de un amo extranjero. Pero en cier­ta oportunidad, David, el más apto y afortu­nado de todos los reyes israelitas, el favorito de sus soldados y el héroe de su pueblo, fue censurado cara a cara por el profeta Natán, y se humilló ante la reprimenda (Samuel II, 11, 12). Ni siquiera las distorsiones del David y la Betsabé de Hollywood pudieron oscurecer total­mente la grandeza de la actitud del profeta.

Este espíritu independiente halló su medio de expresión principal entre los profetas, pero no se limitó a ellos. Cierta vez el vigoroso y competente rey Acab vio desbaratados sus pla­nes por un modesto granjero llamado Nabot. Acab deseaba comprar cierta propiedad que pertenecía a aquél, pero Nabot no quería se­pararse de la "herencia de sus padres". El rey estaba enfadado, pero aparentemente compren­dió que no podía insistir en la transacción; fue su esposa Jezabel, una princesa fenicia, quien resolvió la cuestión tramando el asesinato de Nabot. Entonces la propiedad fue confiscada por la corona; pero ni siquiera Jezabel pudo evitar que el profeta Elias denunciara la infa­mia (Eeyes I, 21).

De modo que mientras los otros escritos del antiguo Cercano Oriente constituyen una de­fensa del orden establecido y una glorificación de lo divino o de los gobernantes designados por la divinidad, la Biblia somete tanto la auto­ridad real como la sacerdotal a un examen per­manente por medio de las pruebas más elevadas

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de justicia y santidad. El recopilador del Libro de los Reyes reseña la vida de todos los monar­cas de Israel y Judea, juzgándolos según su fidelidad a la Ley. Descalifica a algunos de los gobernantes más prósperos, cuyas proezas se mencionan en los monumentos asirios, con la concisa observación de que procedieron mal bajo la mirada del Señor.

En realidad se hallaba muy difundida la creencia de que Dios había elegido a la dinas­tía de David para un reinado imperecedero; mas la promesa estuvo siempre condicionada a la obediencia del rey a la voluntad divina:

"Si dejaren sus hijos (los de David) Mi Ley, Y no anduvieren en niis juicios, Si profanaren sus estatutos, Y no guardaren Mis mandamientos, Entonces castigaré con vara su rebelión, Y con azotes sus iniquidades. Mas no quitaré de él Mi misericordia.

(Salmos, 89.31-34.)

Mucho de lo anterior ejemplifica una carac­terística general de la Biblia: toma en consi­deración la verdad desagradable y embarazosa. La autoglorificación es un rasgo común de las literaturas nacionales, ya sean antiguas o mo­dernas; pero los cronistas bíblicos tratan con mayor severidad a su propia nación que a cual­quiera de las otras. (Y sin embargo no carecían de patriotismo.)

Reconocen con franqueza que Israel no pertenece a las cepas más antiguas. No remon­tan su genealogía hasta un dios o un semidiós, ni siquiera hasta la tribu original de la cual

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derivan todos los demás pueblos. Los primeros once capítulos del Génesis esbozan los princi­pios de la historia de la humanidad; sólo al final del capítulo 11 nos encontramos con los antecesores directos del pueblo hebreo. Josué dice a su generación: "Vuestros padres habi­taron antiguamente al otro lado del río, esto es, Taré, padre de Abraham y de Nacor, y servían a dioses extraños" (Josué, 24.2). Ni puede Israel sostener la pureza racial: "tu padre fue amorreo y tu madre hetsa" (Ezequiel, 16.3).

Un elemento constante en el pensamiento bí­blico es que Dios ha elegido a Israel para que sea Su pueblo en un sentido especial; pero esta elección no implica que Israel posea una supe­rioridad inherente y necesaria. Por lo contra­rio, hace resaltar con mayor agudeza los defec­tos y pecados del pueblo. Los profetas, que denunciaron tan amargamente a los ricos y po­derosos explotadores del pobre, no idealizaron a las masas proletarias. Eran igualmente seve­ros con todos aquellos que violaban la ley de Dios, cualquiera fuese su clase o rango. Israel es descrito repetidamente por las Escrituras como un pueblo obstinado, y sus reincidencias en la idolatría son recordadas con reprobación.

Los muchos desastres que afligieron a la pe­queña nación no son atribuidos a la brutalidad y crueldad de otros poderes, sino a las propias fallas espirituales de Israel. A veces, en su celo, los profetas producen la impresión de que su pueblo era moral y religiosamente inferior a sus vecinos. (Es probable que esto no fuera

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así: los padres conscientes juzgan con indul­gencia a los hijos de los demás y son mucho más exigentes con los propios.)

"¿Acaso alguna nación ha cambiado sus dioses, aunque ellos no sean dioses? Sin embargo, mi pueblo ha trocado su gloria

por lo que no aprovecha." (Jeremías, 2.11.)

En el libro que lleva su nombre, el austero y fanático Jonás es contrapuesto a los marine­ros paganos que son, sin embargo, piadosos y gentiles. Ellos saben que su nave se halla en peligro por ser Jonás el pasajero, pero hacen todo lo posible para llevar el barco nuevamen­te a la costa antes de aceptar a desgano su pro­pia sugerencia de echarlo al mar (Jonás, 1.2 y siguientes).

Lo mismo que el pueblo, también los héroes están expuestos a una crítica implacable. Ni un solo personaje de la Biblia es descrito sin tacha —ni Abraham, el amigo de Dios, ni Moisés, el trasmisor de la ley. Aparecen ante nosotros en toda su dimensión humana, con cualidades no­bles y elevadas que inspiran nuestra admira­ción, pero también con naturales y conocidas debilidades.

Una manifestación extraordinaria de esta in­sistencia bíblica respecto a la verdad absoluta, es la reiteración con que se recuerda al pueblo su esclavitud en Egipto. En la actualidad con­sideramos que la esclavitud implica un repro­che y una degradación para aquellos que se aprovecharon de ella más que para sus vícti-

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mas; y quizás por esa razón ya no se afectan frases como "acuérdate que fuiste siervo en tierra de Egipto" (Deuteronomio, 5.15). Pero en una época en que la esclavitud era una ins­titución generalizada y el esclavo era jurídica­mente inferior a todo ser humano, no habrá sido agradable recordar que los propios ante­pasados habían sido esclavos. Con todo, este tema es constantemente repetido en la Biblia, no sólo como una incitación a agradecer a Dios que nos haya redimido de ese estado sórdido y humillante, sino también como un desafío a nuestra categoría humana.

Pero el tema de la esclavitud debe ser exa­minado con más detenimiento, porque nos con­duce a uno de los logros supremos del pensa­miento bíblico: el descubrimiento de la huma­nidad.

V

EL DESCUBRIMIENTO DE LA HUMANIDAD

La abolición de la esclavitud es un hecho que apenas pertenece a los siglos recientes y no ha sido lograda aún en todo el mundo; a veces la propiedad privada de esclavos ha sido reempla­zada por sistemas aun peores, como el de la Unión Soviética. No es sorprendente, entonces, que en un período en que la esclavitud era totalmente respetable por doquier, la Biblia aceptara esa institución como algo normal. Mu­chas de sus disposiciones relativas a los escla­vos son comparables a las de otros códigos antiguos. Aun la regla de que un esclavo judío no debía ser mantenido en servidumbre perpe­tua sino como sirviente bajo contrato por no más de seis años (Éxodo, 21.1 y sigtes.) tiene antecedentes en el Medio Oriente.

Pero la Tora contiene por lo menos tres pun­tos totalmente originales sobre este tema. En primer lugar, el repetido mandamiento según el cual tanto los esclavos como los hombres li­bres gozarán del privilegio del descanso sabá­tico. Tal regla no podía existir en civilizaciones que no poseyeran el Shabat.

La segunda disposición dice así: "Si alguno hiriere el ojo de su siervo o el ojo de su sierva, o io dañare, le dará libertad por razón de su ojo. Y si hiciere saltar un diente de su siervo, o un

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diente de su sierva, por su diente le dejará libre". (Éxodo, 21, 7). Los intérpretes rabínicos explican, sin duda con mucho acierto, que esta ley otorga la libertad al esclavo en compensa­ción por cualquier daño físico importante in­fligido por el amo. En ningún código de la Antigüedad parece haber algo aunque sólo sea remotamente comparable a esta ley. No se abusaba siempre de los esclavos, sino sólo al­gunas veces, y en ocasiones eran tratados con benevolencia. En la Antigüedad no era inusita­do que un esclavo recibiera su libertad, mas esa franquicia dependía enteramente de la vo­luntad del amo. Pero penar la brutalidad hacia un esclavo mediante la liberación de éste, orga­nizar la comunidad para prevenir el abuso de un semejante, eso sí que era algo nuevo.

Antes de analizar la tercera disposición bí­blica, será oportuno examinar una sección con­comitante del Código de Hammurabi:

"Si un señor hubiere ayudado a un siervo del Estado o al siervo de un ciudadano particular o a una sierva de un ciudadano particular, a escapar por las puertas de la ciudad, será condenado a muerte. Si un señor hubiere amparado en su casa a un siervo o a una sierva fugitivos, pertenecientes al Estado o a un ciudadano particular, y no lo hubiere entregado bajo citación de la policía, ese ciudadano propietario será condenado a muerte" (Hammurabi 16.16; Prit-chard, op. cit., págs. 166 - 67).

Pero la Tora ordena:

"No entregarás a su señor al siervo que huyere a ti, de su amo. Morará contigo, en medio de ti, en

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el lugar que escogiere en algunas de tus ciudades, donde a bien tuviere; no le oprimirás."

(Deuteronomio, 23, 16, 17)

Estos versos inspiraron a los abolicionistas norteamericanos, aun después que la Suprema Corte, en Dred Scott, repudiara la ley bíblica. La Tora presume que ningún esclavo huiría de su amo para buscar asilo entre nosotros sin que lo impulse una buena razón. No sólo nos prohi­be devolverlo a su dueño, sino que insiste en que le demos la oportunidad de comenzar una nueva vida. Esta ordenanza es tan radical que los estudiosos dudaron que pudiera ser llevada a la práctica y sugirieron que no se la interpre­tara literalmente.

Pero aunque este pasaje nos resulte sorpren­dente, no hay razón para dejarlo de lado. Hay otras leyes en la Tora (especialmente en el Deuteronomio) que parecen poco prácticas y realistas, y que estarían más próximas a ser la expresión de un noble propósito que la codifica­ción de una práctica corriente. Quizás la ley del esclavo fugitivo pertenezca a esta catego­ría. Con todo, es significativo que el espíritu poético de Israel soñara con un orden social en que los hombres no permanecerían some­tidos a la esclavitud contra su voluntad.

Así es como la Biblia, que de esa manera tra­tó de controlar la esclavitud y hacerla menos inhumana, proclama una verdad que, llevada a su conclusión última, debe condenar la escla­vitud como algo por principio injusto.

De los muchos ejemplos que podemos citar, las palabras de Job son las más simples y apa­sionadas;

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"Si hubiera tenido en poco el derecho de mi siervo y de mi sierva, cuando ellos contendían conmigo, ¿Qué haría yo cuando Dios se levantase? Y cuando él preguntara, ¿qué le respondería yo? El que en el vientre me hizo a mí, ¿no lo hizo a él? Y, ¿no nos dispuso uno mismo en la matriz?"

(Job, 31.13-15.)

La noción de que cada individuo necesita y tiene derecho a un descanso periódico de su trabajo ya es algo tan arraigado en nuestra ci­vilización que lo consideramos natural. Pero la idea del Shabat no es de por sí evidente. Aun en el período romano, el Shabat judío era des­deñado como la consecuencia de una supersti­ción que conducía al hombre a malgastar la séptima parte de su vida en el ocio y (quizás peor aun) a reducir en la misma medida el poder productivo de sus esclavos y de sus ani­males.

Comprobamos hoy que el Shabat posee un valor inestimable para la salud física y mental del individuo, y más aún para su desarrollo espiritual. El Shabat es la afirmación visible de que cada individuo es algo más que un en­granaje en la maquinaria económica, que tiene derecho a sí mismo, a su cuerpo y a su espíritu. Esto está claramente implícito en la legislación bíblica que incluye a los esclavos y los animales en el mandamiento del descanso sabático (Éxo­do 20.10, etc.). La evolución del Shabat judío como día de descanso, culto, consagración y felicidad familiar, no se produjo totalmente du­rante el período bíblico. Pero el espíritu esen-

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cial del Shabat está bien expresado en el re­clamo del profeta:

"Si retrajeres del día de reposo tu pie, de hacer tu voluntad en mi día santo; y lo llamares delicia, santo, glorioso de Jehová; y lo venerares, no andando en tus propios caminos, ni buscando tu voluntad, ni hablando tus

[propias palabras, entonces te deleitarás en Jehová".

(Isaías, 58.13-14.)

Y a pesar de algunos reclamos en sentido contrario, el Shabat bíblico es único. Las fuen­tes babilónicas hablan de un día denominado Shapatum, que etimológicamente significa lo mismo que Shabat; pero este Shapatum babiló­nico era un día ocasional de mal augurio, en el cual las actividades de ciertos personajes ofi­ciales estaban restringidas. La idea de un día de descanso semanal para todos llegó a la huma­nidad a través de la Biblia hebrea.

En honor a la verdad, podemos decir que los cronistas de la Biblia descubrieron el concepto de humanidad y, más aún, esa idea se adentró en su sensibilidad. Lo hemos comprobado en las palabras de Job relativas al natural huma­nitarismo con que se refería a su esclavo. La misma actitud aparece en las menciones que se hacen respecto a otros grupos que en aque­llos tiempos (y a veces aún hoy) estaban subal-ternizados: el de los forasteros.

En general, el forastero carecía de derechos en el mundo antiguo, a menos que hubiera ob-

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tenido la protección personal de un ciudadano nativo del país donde residía. Tal institución (que los romanos denominaban hospitium) no se menciona en la Biblia con claridad. La Tora insiste, en cambio, repetidamente, en que al forastero debe acordársele un trato justo y hu­mano, aunque no estuviera especialmente cali­ficado para ello.

"Un mismo rito tendrás, tanto el extranjero como el natural de la tierra." (Números, 9.14 y se repite con frecuencia). Pero esto no es suficiente para proteger al forastero contra la injusticia. '"Corno a un natural de vosotros ten­dréis al extranjero que more entre vosotros, y lo amarás como a ti mismo; porque extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto" (Levítico, 9.34).

Los cronistas bíblicos hacen remontar la ima­gen de la humanidad como ente único hasta la Creación y la proyectan hacia adelante hasta la edad de oro. Los capítulos iniciales del Géne­sis se refieren al origen del hombre, no a un sector o rama de la humanidad. En el mito hindú, las diferencias de casta se remontan has­ta el mismo principio: los brahmanes nacieron de la cabeza de Brahma, las castas inferiores, de las partes bajas del cuerpo. Muchos pueblos creyeron que ellos, o por lo menos sus gober­nantes, eran descendientes directos de un dios y que, en consecuencia, su sustancia era mejor que la del resto de la humanidad. Pero la Bi­blia ve a todos los hombres como una sola raza, creada "a la imagen de Dios".

Por lo tanto, no es por azar que la Biblia constituye el único escrito antiguo que proyecta

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la imagen de una fraternidad humana univer­sal, liberada del azote de la guerra, y que vive en un ambiente de seguridad y felicidad. Este es un concepto al que los otros pueblos sólo se aproximan por su esperanza de establecer un imperio mundial en el cual la nación vencedora mantendría el orden por la fuerza. Roma es­tuvo a un paso de imponer este tipo de paz a través de la represión. El ideal bíblico es to­talmente distinto. La paz mundial no ha de lo­grarse mediante el empleo de las armas, sino renunciando a ellas:

"Y martillarán sus espadas para azadones, y sus lanzas para hoces; no alzará espada nación contra nación, ni se ensayarán más para la guerra. Se sentará cada uno debajo de su vid, y debajo de su higuera, Y no habrá quien los amedrente".

(Miqueas, 4.3, 4; Isaías, 2.)

Este es uno de los pasajes de la Biblia mejor conocidos y citados con mayor frecuencia; pero hay un párrafo menos divulgado que alcanza alturas más sublimes aún. Palestina era el puen­te entre los imperios contendientes de Egipto y Mesopotamia; y sus habitantes soportaron mu­chos sufrimientos a lo largo de los siglos en manos de las dos potencias rivales. Pero un profeta vaticinó que: "En aquel tiempo Israel será tercero con Egipto y con Asiría para ben­dición en medio de la tierra; porque Jehová de los ejércitos los bendecirá diciendo: Bendi­to el pueblo mío Egipto, y el asirio obra de mis manos, e Israel mi heredad". (Isaías, 19.

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24-25). Para apreciar la grandeza espiritual de esta frase debemos imaginarnos a un checos­lovaco contemporáneo y democrático diciendo: "Bendito Mi pueblo de Alemania, la obra de Mis manos, Rusia, y Mi heredad, Checoslova­quia".

A medida que los pensadores bíblicos capta­ban cada vez con mayor claridad la imagen de una humanidad universal, reconocían también más ampliamente la importancia y valor del in­dividuo. No nos estamos refiriendo al individuo fascinador, al héroe, al conquistador, al semi­diós. Tales personalidades excepcionales, que son en general guerreros y gobernantes, son celebradas en los cantos e historias de todos los pueblos. Pero el hombre o la mujer común se limitaba a formar parte de una unidad mayor —clan, tribu o nación— y toda la significación que pudiera tener su vida la hallaba en el su­miso desempeño como parte de esa unidad. Es en la Biblia donde la importancia del ser huma­no común es gradualmente reconocida, más por su sensibilidad y sus sufrimientos que por sus realizaciones. La ley bíblica destaca la impor­tancia del respeto a los sentimientos del indivi­duo. Esta actitud conduce al surgimiento de la religión personal. La Biblia no cesa de sub­rayar la vinculación del grupo o nación con la deidad mediante las instituciones y ceremonias de la religión; pero le añade cada vez en mayor medida el reconocimiento de la relación directa entre el corazón humano y Dios por medio de la fe y la confianza.

VI

EL DIOS DEL SINAÍ

Ya hemos visto que las Escrituras fueron las primeras en promover la proclamación y pro­tección de ciertos valores humanos básicos. Muy pocos lectores modernos podrán discutir el mé­rito perdurable de estos principios e ideales. Pero cuando pasamos a los problemas teológi­cos, no es tan fácil llegar a un acuerdo, y ello se debe, por lo menos en parte, a la dificultad para definir los términos. Sin embargo, crea­mos o no en Dios, debemos reconocer que el progreso bíblico en el concepto de la deidad es objetivamente tan grande como su progreso en los ideales éticos y sociales; y ambos elementos estuvieron siempre íntimamente relacionados.

Los textos del antiguo Cercano Oriente rebo­san con nombres de infinitos dioses y detallan mitos relativos a las guerras, banquetes, amo­res y querellas de esos mismos dioses. Las dei­dades no estaban (como se suponía) completa­mente identificadas con sus imágenes; pero a pesar de ello, los honores rendidos a las imá­genes constituían una parte importante de su culto. Para todos los fines prácticos, los pue­blos antiguos eran idólatras. Existía, eso sí, una tendencia a elevarse por encima del politeísmo mitológico hacia un concepto de deidad más amplio, más abstracto y más universal. Hay insinuaciones ocasionales de que los diferentes dioses de la religión popular eran tan sólo nom-

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bres o aspectos diferentes de un dios supremo. Pero ésta fue una tendencia que nunca se ex­presó de manera efectiva en la práctica.

El Dios de la Biblia es el Dios único, Crea­dor del universo físico, Soberano de todos los hombres y naciones, Fuente de todos los valo­res. No ha de ser retratado en pintura o es­cultura, puesto que está por encima y más allá de toda representación material. No tiene es­posa o mujer que se le equipare. Sus actos de creación nunca son descritos, como sucede con tanta frecuencia entre otros pueblos, en térmi­nos de reproducción sexual.

Los dioses paganos eran, generalmente, re­presentaciones de algunos aspectos de la na­turaleza: el cielo, el sol, el océano, el Nilo, la cosecha. Esto es aplicable también al denomi­nado monoteísmo de Akhenaton. Se adoraba a Aton, descrito como deidad única, universal y benefactora, pero fundamentalmente identifica­da con el disco visible del sol. El Dios de la Biblia, sin embargo, es Señor de toda la natu­raleza; nunca se le confunde con ningún fenó­meno específico: "Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos" (Salmos, 19.1). "Alabad a Jehová desde la tierra, los monstruos marinos y todos los abismos; el fuego y el granizo, la nieve y el vapor, el viento de la tempestad que ejecuta su palabra" (Salmos 148.7-8).

He aquí un curioso pasaje de extracción egipcia:

"Ahora Ra (el dios sol) entraba cada día a la cabeza de su dotación ocupando su lugar en el trono de los dos horizontes. Una divina

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ancianidad distendió su boca. Echó su saliva en el suelo. Isis la amasó para sí con su mano, junto con la tierra sobre la que se hallaba. Creó de ello una augusta serpiente... El augusto dios apareció afuera, acompañado por los dioses del palacio, para poder pasear como todos los días. La augusta serpiente lo mordió... El ve­neno tomó posesión de su carne." *

No hay en la Biblia nada ni remotamente se­mejante a este grosero mito. Pero tampoco hay en los escritos antiguos nada comparable a afirmaciones como:

"Yo Jehová y ninguno más que yo, que formo la luz y creo las tinieblas, que hago la paz y creo la adversidad, Yo Jehová soy el que hago todo esto".

(Isaías, 45.6-7.) "¿A qué, pues, me haréis semejante o me

[compararéis? dice el Santo. Levantad en alto vuestros ojos, y mirad quién creó estas cosas; Él saca y cuenta su ejército; a todas llama por su nombre."

(Isaías, 40.25-26.)

Una cuidadosa investigación revelará una vislumbre de conceptos más elevados entre los babilonios y los egipcios. Creían, indudable­mente, en la preocupación de los dioses por la justicia y en que éstos eran la fuente de las leyes que gobernaban la sociedad. Del mismo

* Pritchard, op. cit, pás. 16-17,

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modo, un cuidadoso escrutinio de la Biblia re­velará algunas referencias mitológicas ocasio­nales. Algunas son puramente literarias; Milton y Goethe no creyeron en las deidades paganas que con tanta frecuencia evocaron. Pero es me­nester conceder que es posible encontrar en la Biblia hebrea, aquí y allá, vestigios de una creencia mística del culto a la imagen, de opi­niones religiosas que no se elevan hasta el nivel universal y espiritual de los fragmentos que hemos citado. Con todo, existe una enorme di­ferencia entre los escritos religiosos de Israel y los de sus antiguos vecinos. Las percepciones más elevadas de los textos egipcios y mesopo-támicos son ocasionales, excepcionales y ligeras; carecen de consecuencias significativas para el culto popular. Pero las expresiones más eleva­das de la Biblia son explícitas, dominantes y decisivas. Las ideas más groseras son en su mayor parte excepcionales; por regla general, fueron, ya calladamente ignoradas, ya reinter-pretadas a la luz de enseñanzas más sublimes que se referían a la fe y a la moral. El monoteís­mo ético de la Biblia hebrea transformó la vida de la humanidad.

Resumamos los resultados de nuestra breve e incompleta indagación. El antiguo Israel era un pequeño pueblo poco importante en pobla­ción, riqueza, cultura material, poder militar e influencia política. Durante gran parte de su historia nacional estuvo subordinado a grandes potencias que poseían una civilización técnica y artística avanzada. Pero a lo largo de un perío­do de siglos este pequeño pueblo produjo escritos vibrantes de pasión y belleza, que proclamaban

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una forma de vida nueva y sublime; enseñaban la existencia de un Dios invisible, amítico, uni­versal y justiciero; sostenían, contra la autori­dad de los reyes nacidos o impuestos por man­dato divino, la dignidad y libertad del hombre común; afirmaban la unidad de la humanidad y el derecho de todos los hombres a un trato justo y compasivo; vislumbraban un mundo re­dimido de la tiranía y de la guerra, donde los hombres vivieran armónica y fraternalmente sometidos a la ley divina.

¿Cómo lo hicieron? ¿Cómo interpretar este repentino salto hacia adelante? ¿Cómo explicar la aparición, en el seno de este pequeño pueblo, de tantos maravillosos genios religiosos y de tantos ideales éticos avanzados?

Algunos estudiosos han alegado que Israel tomó sus ideas de otros pueblos. Esta preten­sión, como ya hemos visto, es absurda.

Otros han tratado de restar importancia al problema, subestimando la magnitud de la re­ligión bíblica. Es cierto que hoy leemos la Biblia a la luz de siglos de interpretación, y podemos asignar ocasionalmente a un versículo particular un significado más profundo que el previsto por el autor original.

No obstante, el intento de empequeñecer la grandeza espiritual de los profetas y escribas bíblicos no hace más que revelar un prejuicio profundamente arraigado.

Investigadores menos parciales han intentado explicar el desarrollo de las ideas bíblicas a la luz de la historia social, económica y política de Israel. Tales investigaciones son sin duda provechosas: nos ayudan a comprender mejor

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la Biblia. Existe una relación importante entre las condiciones físicas y sociales de la vida de un pueblo, y su cultura y religión.

Sin embargo, aunque no podremos compren­der correctamente la carrera y escritos de Lin­coln sin citar los antecedentes de la Guerra de Secesión ninguna investigación de la historia económica y social norteamericana bastará para explicar la sublimidad del discurso con que Lincoln inauguró su segundo período presiden­cial. La parcial reconstrucción de algunos ca­pítulos de la historia antigua, servirá aun me­nos para explicar la visión e inspiración de Moisés, los profetas y los salmistas. La simple honestidad nos impulsa a admitir que nuestras prosaicas interpretaciones son imperfectas e insuficientes y que estamos ante un misterio pro­fundo. El mensaje bíblico arrastró a muchos de los que han estudiado y meditado sus palabras durante años de seria indagación —sin presun­ciones teológicas a priori— a ser en él alguna especie de revelación divina.

Mas, en este punto, el lector puede objetar; admito que hay muchas cosas espléndidas en la Biblia, ¿pero usted no da demasiado por pre­supuesto cuando se refiere a la revelación di­vina? ¿Qué hay de las páginas sanguinarias y brutales de este libro? ¿Cómo puede usted se­leccionar algunas expresiones más notables de la Biblia, aquellas que más le han seducido y pasar en silencio las menos atractivas?

Es ésta una justa observación que debemos considerar con toda seriedad.

VII

LAS DEFICIENCIAS

El lector contemporáneo de la Biblia podrá encontrar algunas cosas inquietantes a lo largo de su lectura. Podrá sentirse azorado o irrita­do por algunos relatos milagrosos. Aún más desconcertantes son los episodios en que Dios aparece en una relación personal, semihumana, con los hombres, conversando con ellos, y hasta permitiéndoles influir en sus decisiones. Las declaraciones proféticas comienzan general­mente con las palabras: "Así dijo el Señor"; a veces los profetas refieren con pormenores las circunstancias en las cuales Dios les habló. ¿Qué hacer ante tales afirmaciones?

Nuestras dificultades no se limitan a algunos pasajes aislados: comprenden cuestiones que abarcan la Biblia entera. Se ha insistido mu­cho en que el Creador universal ha elegido al pueblo de Israel para interesarse especialmente por él. ¿Puede aceptar esto el hombre moder­no? ¿O puede admitir la idea de que una deidad cósmica exija el desarrollo minucioso de un ceremonial de culto elaborado? Esta última dificultad se agrava con la comprobación de que entre otros muchos pueblos, antiguos y modernos, pueden encontrarse paralelos con los ritos bíblicos, y por la verificación de que muchas de estas reglas parecen enraizadas en ideas primitivas además de supersticiosas.

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Ni siquiera se necesita especial sentido crítico para descubrir muchas contradicciones y discor­dancias en la Biblia misma, y no sólo entre los diferentes libros, sino también en un mismo capítulo.

Las dificultades racionales inquietan aun me­nos que las morales. Algunos fragmentos de la Biblia exhalan un espíritu cruel. Se dice que la exterminación de los canaanitas fue orde­nada por Dios; el fracaso de Israel en el cum­plimiento total de la orden es mencionado como un reproche. Se prescribe con bastante libera­lidad la pena de muerte, en algunos casos por violaciones del ritual, aunque nunca por delitos contra la propiedad. La poligamia es aceptada como legítima y la posición de la mujer dista de ser satisfactoria.

Algún investigador más sensible podrá sentir­se desolado por las implicaciones de la doctrina bíblica sobre la recompensa y el castigo. Como recompensa a la rectitud y obediencia a la ley se prometen la salud, la prosperidad, la victo­ria y la satisfacción. La Biblia reitera incansa­blemente que la maldad llevará al desastre per­sonal y nacional. Y uno se pregunta si esta doctrina de la retribución es verdadera y, cosa aun más importante, si tiene solidez ética.

¿Acaso no puede haber motivación más ele­vada para la rectitud que el precepto de que la bondad rinde dividendos?

Tales son las dificultades con que tropieza el lector de la Biblia, proclive a las reflexiones; pero no son privativas de nuestro tiempo. Cada una de ellas fue señalada hace mucho tiempo. Algunos de los primitivos herejes cristianos es-

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taban convencidos que el Antiguo Testamento no era la revelación de la Deidad Suprema, sino la obra de un Poder inferior y maligno que había gobernado a la humanidad tempora­riamente. A fin de reforzar esta teoría, subra­yaron las deficiencias morales, reales o imagi­narias, de la Biblia hebrea. Sus argumentos, transmitidos por distintos conductos, se repiten desde los escritos antibíblicos hasta las publica­ciones contemporáneas de los "librepensadores".

Pero la mayoría de los pasajes penosos no fueron señalados por críticos hostiles sino por devotos y reverentes estudiosos de las Escritu­ras. En su indagación detallada y minuciosa del Verbo Sagrado observaron cada detalle in­quietante y lo encararon como un desafío que debían enfrentar y superar. Convencidos por anticipado que la Biblia es la revelación de Dios, íntegramente auténtica y divina, sus mé­todos y conclusiones fueron diferentes de aque­llos de estudiosos modernos. No tenían duda alguna respecto de la autoridad de las leyes, aun cuando algunas de ellas les parecieran in­comprensibles. Nunca se les ocurrió recelar de la divina inspiración de los profetas. Y para ellos era de por sí evidente que Dios había elegido a Israel.

Sin embargo, los sabios judíos de la Antigüe­dad y de la época medieval fueron a menudo sorprendentemente osados y "modernos" en sus enfoques. Tenían plena conciencia que la Biblia no era un producto único y homogéneo, sino la suma de libros compuestos en épocas diferentes y bajo circunstancias distintas. En realidad, la tradición judía asignaba la mayor autoridad

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a la Tora, los Cinco Libros de Moisés; el resto de los libros bíblicos era considerado como un suplemento de ese texto primordial.

Los rabinos del siglo n recelaban en cuanto a si debían admitir algunos de los libros en la colección sagrada: Ezequiel, porque parecía con­tradecir la Tora; los Proverbios, por su tono mundano; el Eclesiastés, por contener sentimien­tos que rayaban en lo irreligioso. Estos escritos marginales fueron aceptados sólo después que se los hubo interpretado satisfactoriamente. Uno de los exegetas sostuvo que Job nunca existió y que el Libro de Job era una fábula edificante. Otros rabinos señalaron los variados estilos de los distintos escritos proféticos, basados en los rasgos personales y en las cambiantes circuns­tancias bajo las cuales vivieron los profetas.

Los maestros judíos no dudaban de los mila­gros en sí, no obstante tener plena conciencia de la uniformidad de los procesos naturales. Algunos de ellos propusieron la teoría de que, en el momento de la creación, Dios había esti­pulado que la vigencia de las leyes de la natu­raleza debería suspenderse en ciertas ocasiones futuras. Así, los milagros por los cuales Dios reveló dramáticamente Su majestad quedaban integrados, en cierto modo, a un mundo orde­nado y seguro. Los expertos medievales expli­caron el fantástico episodio del asno parlante de Balaam (Números, 22) y otros pasajes en que aparecían los ángeles, como sueños o visio­nes proféticas, no como sucesos físicos. Los filósofos judíos evitaron muchas dificultades, in­terpretando las expresiones bíblicas como ale­gorías o figuras literarias. Aunque se tomaron

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en esto algunas libertades excesivas, con fre­cuencia estaban acertados: cuando la Biblia se refiere a "la mano fuerte y al brazo extendido" de Dios, no lo dota de miembros físicos, sino que afirma Su poder.

Los predicadores de tiempos antiguos inten­taron racionalizar y justificar la elección de Israel. Dios había ofrecido su Tora a todos los pueblos de la tierra, pero ninguno de ellos esta­ba dispuesto a aceptar su austera disciplina mo­ral, con excepción de los descendientes de Abraham.

Los rabinos tenían plena conciencia de los problemas de la ley ceremonial. A comienzos de la Era Cristiana dividieron los mandamien­tos de la Ley en dos categorías: en primer lu­gar, "aquellos que deberían haber sido dados si no hubieran sido dados", los mandamientos éticos cuyas bases racionales y utilidad social son claras; en segundo lugar, "aquellos respec­to a los cuales Satán (el escéptico que hay dentro de uno mismo) y los gentiles pueden provocar dificultades". Tales preceptos, entre los cuales se incluyen las leyes dietéticas, han de ser considerados como "decretos reales", cuyo valor reside precisamente en la obedien­cia candida y ciega que les prestamos. No tiene importancia para Dios, decía un maestro del siglo ni, cómo matamos un animal que ser­virá de alimento: todas estas leyes nos fueron dadas para que nosotros nos disciplinemos.

Maimónides, el racionalista del siglo xn, trató de sugerir un sentido inherente a cada una de las leyes ceremoniales. Su interpreta­ción del sacrificio es sumamente radical. En la

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Antigüedad, decía, el sacrificio era practicado en forma universal. Si Dios no hubiese permi­tido a Su pueblo que le presentara sus ofrendas, la necesidad psicológica lo habría impulsado a ofrecer sus sacrificios a los dioses paganos. En consecuencia, la ley del sacrificio fue una con­cesión a los requerimientos de una cierta época.

Las dificultades morales antes señaladas fue­ron suavizadas por métodos interpretativos a veces tan extremados que abrogaban la ley bí­blica. El principio de "ojo por ojo y diente por diente" fue explicado sencillamente como el pago de una compensación monetaria por daños físicos. (Una cuidadosa lectura del Éxodo 21, 22-25 sugiere que esta interpretación puede ser la correcta.)

La pena capital desagradaba a las autorida­des talmúdicas (aun para aquellos crímenes que en la actualidad castigamos con la pena de muerte). Por ello introdujeron tantos tecnicis­mos en el procedimiento judicial que la senten­cia de muerte se convertía en algo virtualmente imposible.

Nuevas legislaciones, que comenzaron mucho antes del nacimiento del cristianismo y conti­nuaron hasta bien entrada la Edad Media, ele­varon progresivamente la condición de la mujer, hasta que obtuvo, si no la plena igualdad, una gran dosis de seguridad y dignidad. La poliga­mia era excepcional aun durante el período bíblico, aunque sólo fuera por factores econó­micos; fue formalmente prohibida a los judíos europeos por un rabino alemán del siglo x.

Respecto de las discrepancias y contradiccio­nes internas del texto de las Escrituras, fue-

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ron señaladas hasta en los casos en que no son evidentes a primera vista. Basándose en la esencial unidad de las Escrituras, los sabios hallaron siempre algún método para armonizar las contradicciones. En ocasiones sus sistemas fueron artificiales y forzados, pero no pocas de estas antiguas explicaciones merecen por lo me­nos una respetuosa consideración.

En páginas anteriores hemos indicado cómo los maestros judíos del pasado abordaron las dificultades racionales y morales del texto bí­blico. Un procedimiento similar fue adoptado por los estudiosos cristianos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Dos rasgos dis­tintivos caracterizaron, sin embargo, la inter­pretación cristiana. En primer lugar, la creen­cia de que la Ley, si bien de procedencia divina, era sólo una legislación temporaria, que había sido abrogada por la muerte y resurrección del redentor cristiano. En segundo lugar, la con­vicción de que la Biblia judía íntegra, y los escritos proféticos en particular, anunciaron el ciclo y enseñanzas de Jesús. Este enfoque, se­gún el cual los profetas aludieron en detalle a acontecimientos específicos que ocurrirían siete siglos más tarde, ha sido descartado ahora por muchos eruditos cristianos más objetivos.

En resumen, a través de los siglos los tradi-cionalistas sostuvieron la autenticidad, el origen divino y la unidad esencial de las Escrituras, a pesar de tener plena conciencia de las dificulta­des que de ello derivaban. Sus convicciones básicas los impulsaron a adoptar métodos de interpretación que redujeran al mínimo estas dificultades y fortalecieran la posición por ellos

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elegida. Cuando llegó el cambio, no se debió en primera instancia a un conocimiento nuevo —por lo menos a un conocimiento nuevo acer­ca de la Biblia— sino a un cambio en la pers­pectiva y filosofía total.

Para muchos serios investigadores modernos, la llamada "Crítica de la Biblia" —que ha sido juzgada a veces como un ataque contra la Bi­blia— constituye en realidad una clave para la solución de las dificultades que encontramos en este capítulo.

VIII

¿QUÉ ES LA CRÍTICA DE LA BIBLIA?

Durante muchos siglos la Biblia fue conside­rada sagrada, plena de autoridad e infalible. El ataque contra esta posición comenzó, en el mun­do occidental, durante los siglos xvn y XVIII. Derivó de dos causas principales. Una fue el creciente desarrollo científico, con su tendencia a cuestionar e investigar las creencias y opinio­nes heredadas, y su creciente insatisfacción res­pecto de las explicaciones sobrenaturales. La segunda fue el progreso de los métodos de es­tudio lingüísticos, literarios e históricos, que desde el Renacimiento se aplicaban a los textos griegos y romanos. Este segundo factor fue quizás más decisivo que el primero. Los pensa­dores de la Edad Media habían conocido las dificultades filosóficas del texto bíblico; pero habían hallado una solución a sus problemas en las explicaciones alegóricas de las Escrituras. Así, tanto las exigencias de la razón como el honor de la Biblia recibieron su tributo. Pero cuando la estricta erudición literaria hizo im­posible desvirtuar el sentido del texto bíblico, ya no se pudo disimular durante más tiempo el conflicto entre la ciencia experimental y los documentos revelados.

Las mentes más audaces cesaron de aceptar la veracidad de una afirmación por el solo he­cho de hallarse asentada en la Biblia.

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La embestida contra la autoridad de las Es­crituras se produjo en el mundo gentil.

Durante los siglos x v n y XVIII la mayoría de los judíos se hallaban confinados en un ghetto tanto físico como espiritual. Ajenos a los nue­vos descubrimientos de la ciencia y de la fi­losofía, se habían apegado calmosamente a las formas del pensamiento medieval. La principal excepción, representada por Baruj Spinoza, se hallaba alejada del medio ambiente judío.

Iluminadas por un nuevo enfoque humanista, las dificultades descubiertas en el texto bíblico mucho tiempo atrás, condujeron a conclusiones de largo alcance, con frecuencia sorprendentes. Spinoza fundó abiertamente sus investigaciones bíblicas en sugerencias del comentador judío medieval, Abraham Ibn Ezra. Este último ha­bía insinuado con cautela que algunas oracio­nes del Pentateuco debían haber sido escritas con posterioridad a Moisés. Pero Ibn Ezra sólo quiso dar a entender que existen ciertas adi­ciones posteriores agregadas a la Tora, aunque él tenía la certeza de que ésta había sido reve­lada por Dios a través de Moisés. De ese mismo testimonio Spinoza extrajo consecuencias mu­cho más radicales. Sugirió que en realidad la Tora fue compilada ocho siglos después de Moisés, en tiempo de Ezra.

Pero si no es obra de Moisés, se debe recha­zar su pretensión de tener paternidad y ante­rioridad divinas. Spinoza no cometió la impru­dencia de presentar cargos de falsificación o fraude, como lo hicieron algunos de sus suce­sores. Aceptó que la Biblia era una obra de importancia práctica que tenía por objeto in-

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culcar la moralidad y afianzar el orden de la sociedad. Pero no simbolizaba para él una fuen­te infalible de verdad divina.

Los métodos o conclusiones de Spinoza fue­ron atemperados por su propio espíritu mesu­rado y por la sólida base de estudios hebreos que había recibido en su niñez. Sus partidarios de la época del Iluminismo, de conocimientos superficiales y temperamento agresivo, llega­ron a actitudes extremas en sus expresiones an­tibíblicas. Los juicios de Tom Paine sobre la Biblia revelan un vivaz estilo periodístico, pero no una seria erudición. Estaba convencido que los libros bíblicos constituían una serie de fábulas, destinadas a esclavizar la mente hu­mana, y facilitar así la esclavitud del cuerpo. Admitía que el libro de Job es una excepción; ¿que debía haber llegado a la Biblia por error?

Sin embargo, no era posible obtener resulta­dos sólidos mediante presurosas conjeturas apo­yadas en propósitos anticlericales.

Los investigadores profesionales de la Biblia, la mayoría de los cuales sostenía una teología positiva, si bien no ortodoxa, obtuvieron resul­tados mucho mejores con la aplicación del mé­todo crítico. Casi todos ellos eran protestantes. Entre los precursores judíos en ese campo, Abraham Geiger (1810-1874) fue uno de los primeros, tanto por su ubicación cronológica co­mo por sus méritos. La cantidad de judíos que participaban en el moderno estudio de la Biblia aumentaba constantemente, y en la actualidad se los incluye entre los más eminentes espe­cialistas del tema.

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A esta ciencia se la denomina a menudo "Crí­tica de la Biblia", designación poco afortunada, porque parece implicar una actitud de hostili­dad o censura. En realidad, no significa más que la aplicación a la Biblia de los métodos de estudio críticos y exactos utilizados con todos los documentos históricos. No nos extendere­mos aquí sobre ellos o los resultados obtenidos, sino que nos limitaremos a sugerir sus inferen­cias para una valoración más amplia de la Biblia.

Cada texto copiado a mano sufre, en mayor o menor grado, errores de transmisión. Cada escriba efectúa cambios, sean inadvertidos o intencionales, omite una palabra aquí o añade otra allí. Cuantos más manuscritos poseamos sobre un trabajo, tanto más complicada será la tarea de determinar con exactitud qué es lo que escribió el autor. Pero en este sentido la Bi­blia hebrea es totalmente diferente de otros documentos antiguos. Durante casi dos mil años los manuscritos fueron escrutados con tanta mi­nuciosidad que todas las copias sobrevivientes son muy semejantes. Pero aun esta versión controlada con tanta escrupulosidad (el deno­minado texto Mesotérico), no es completamen­te uniforme. Es cierto que la mayor parte de las variantes del manuscrito son de menor im­portancia; pero aun éstas originan en el cre­yente ortodoxo el siguiente interrogante: ¿Cuál es la auténtica palabra del Señor?

La rígida supervisión del texto hebreo apenas precedió a la era cristiana. La traducción grie­ga, realizada algunos siglos antes, estaba basa­da en un texto hebreo considerablemente dife-

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rente del que nosotros poseemos. Su lectura tiene en ocasiones más sentido que la versión hebrea actual. Más aún, hay pasajes donde tanto el texto hebreo como el griego son poco satisfactorios y son pasibles de enmiendas (ba­sadas tan sólo en conjeturas) que brindan un mejor significado. Algunas oraciones y párrafos parecen estar fuera de lugar. Otros dan la im­presión de ser inserciones posteriores. En al­gunos casos los escribas parecen haber alterado el texto deliberadamente, por diferentes razo­nes. El estudio de estos puntos constituye la "crítica inferior" o textual de la Biblia. Su efecto consiste en que socava la impresión de estar ante un documento de revelación único, fijo.

La "crítica superior" trata cuestiones más in­teresantes y arriesgadas sobre la composición, fecha y paternidad de los documentos bíblicos, o la reconstrucción de la historia israelita —po­lítica y religiosa— que resulta de este análisis. Ya no se puede dejar de explicar las contradic­ciones externas de las Escrituras: sirven ahora como prueba de la multiplicidad de los autores. En general se considera que la Tora y otros li­bros históricos son obras compuestas, consti­tuidas por documentos de distintos períodos, que reflejan diferentes estratos sociales y ex­presan variados puntos de vista. Las diversas fuentes del Pentateuco datan de épocas muy posteriores a Moisés, y se han acumulado bas­tantes pruebas que apoyan la conjetura de Spinoza, en el sentido que la Tora recibió su forma actual en la época de Ezra.

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La nueva escuela ha atribuido a los profetas una función mucho más decisiva y creadora, especialmente a los últimos profetas, comenzan­do con Amos. De acuerdo con el punto de vista tradicional, la Tora es el documento básico, los profetas fueron simplemente predicadores elo­cuentes que intentaron fortalecer, en su época, las verdades reveladas por Moisés. De acuerdo con el punto de vista crítico, la Tora misma ha recibido una profunda influencia de la percep­ción profética. Las antiguas leyes y tradiciones que contiene han sido considerablemente rea­daptadas a la luz de las ideas avanzadas de los profetas. Algunos eruditos han llegado a afir­mar que los profetas fueron los primeros en enseñar un. claro monoteísmo ético.

En realidad, la crítica bíblica del siglo Xix llegó a extremos insostenibles. Presumía que la escritura era poco conocida en Israel hasta la época de David, y que en períodos anteriores sólo poseíamos vagas tradiciones, en su mayor parte indignas de confianza. Se negó a los re­latos de los patriarcas todo fundamento históri­co, y se argumentó que el de Moisés y el del Éxodo sólo contenían un pequeño núcleo de ve­racidad, cubierto por sucesivas capas de leyen­da. La historia de la religión israelita fue inter­pretada como la evolución, a partir de un culto popular, primitivo y ritual (no muy diferente del paganismo de otros pueblos), hacia la radi­cal y más austera doctrina moral de los profe­tas; y del resultado final se dijo que fue una transacción entre la actitud popular, la sacer­dotal y la profética.

Los descubrimientos ulteriores exigieron una

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considerable revisión de estos conceptos. La arqueología disipó la idea de que los hebreos primitivos eran nómadas analfabetos. La escri­tura estaba difundida aun en los períodos más antiguos de la historia israelita. Las investi­gaciones han probado, además, que hasta las tradiciones orales fueron transmitidas en el Cercano Oriente y durante largos períodos, con sorprendente exactitud- Los eruditos contem­poráneos depositan mayor confianza en las na­rraciones bíblicas que los de la generación ante­rior. Hasta los relatos de los patriarcas contie­nen datos sobre las condiciones sociales y geo­gráficas que descartan la suposición de que fueran meras leyendas forjadas siglos después de ocurridos los hechos que relatan.

Algunos fanáticos ultrafervoroscs han saca­do conclusiones injustificadas de la tendencia conservadora en la crítica bíblica. Los recien­tes hallazgos de la arqueología no han apoyado de ninguna manera los alegatos de la revela­ción sobrenatural. Nuestras ideas sobre esta cuestión quedarán determinadas por nuestra actitud hacia la vida en general, no por estudios de anticuarios. Los historiadores contemporá­neos pueden deducir de sus investigaciones que los relatos de Abraham contienen algunas anti­guas y dignas tradiciones, sin necesidad de creer que Dios ordenó a Abraham que sacrificara a su hijo Isaac y que un ángel intervino a fin de evitar que lo hiciera. Pocas o ninguna de las autoridades competentes negarán que por lo menos algunas de las tribus hebreas vivieron en Egipto en calidad de minorías oprimidas y esca­paron bajo la dirección de Moisés. Pero si

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Moisés pudo realizar milagros agitando su va­ra, eso ya es otra cuestión.

Sería totalmente falso manifestar que las in­vestigaciones recientes han desacreditado la Crí­tica de la Biblia. Simplemente han corregido algunos de los errores cometidos por investiga­dores anteriores que poseían insuficiente mate­rial original. No existe campo del conocimiento humano en el que no se estén rectificando anti­guos errores y en el que no se hayan logrado nuevas perspectivas.

Pero el método crítico no sólo ha ampliado nuestro conocimiento de la Biblia. Además de sacar a relucir nuevas informaciones, ha brin­dado también un beneficio espiritual. Nos pro­porciona un enfoque de la Biblia que afronta las dificultades con integridad intelectual al mismo tiempo que conserva los grandes valores contenidos en ella.

IX

DE QUÉ MODO AYUDA EL MÉTODO CRÍTICO

Muchos individuos a los que se inculcó que la Biblia era la palabra literal de Dios, sufrie­ron una violenta conmoción cuando la volvieron a examinar a la luz del pensamiento científico moderno. Incapaces ya de creer que los escri­tos bíblicos son de origen divino, llegan a la conclusión de que son una patraña y un frau­de. (Pero ni siquiera Tom Paine, como ya lo he­mos visto, pudo sustraerse a la magnificencia de Job.)

El análisis crítico nos salva, sin embargo, de un veredicto tan injusto sobre uno de los bie­nes más preciados de la humanidad, y nos de­vuelve la oportunidad de leer la Biblia con esti­mación y provecho.

Presenta la Biblia como una recopilación de fuentes antiguas, escritas y transmitidas por los hombres. Compuesta a lo largo de un período de casi cien siglos, refleja los cambios en las condiciones sociales y culturales y presenta mu­chas mentalidades y personalidades diferentes. La perspectiva varía de un libro a otro, y mu­chos de los libros forman en sí mismos un mo­saico heterogéneo. Por lo tanto, no es sorpren­dente que de la lectura de las Escrituras no se desprenda una doctrina uniforme. Tantos apor­tes variados originan discrepancias y desave­nencias.

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Más fácil es aceptar el hecho de que algunos pasajes de la Biblia son oscuros y aun imposi­bles de traducir. Ya no nos preguntamos ¿por qué Dios habría de exponer en forma tan clara Su voluntad en algunas partes, para descon­certarnos totalmente en otras? Comprendemos que algunos documentos bíblicos son fragmen­tarios e incompletos; que algunos pasajes han sido tan deteriorados o corrompidos en el curso de la transmisión que ya no son inteligibles; que en ocasiones el significado puede quedar oscurecido por referencias a hechos o situacio­nes que fueron familiares al público original del cronista pero son desconocidos para nos­otros.

Ya no nos vemos ante la difícil disyuntiva de defender la veracidad histórica de toda narra­ción bíblica, o desechar toda la obra como una impostura. El libro de Jonás, por ejemplo, no fue compuesto como parte de la Biblia, y no hay razón para suponer que el autor se propu­siera hacer de él una historia sobria. Este maes­tro diligente y profundo deseaba inculcar en el lector la idea de que el poder de Dios se extien­de sobre toda la tierra y que Su amor envuelve a todas Sus criaturas. Modeló su enseñanza en forma de un relato brillantemente amañado, que se quiebra de pronto cuando el sentido que­da claro.

En otros libros la historia y la leyenda se ha­llan con frecuencia entrelazadas, pero podemos desenredarlas con razonable certeza. Es posi­ble reconocer los datos históricos no sólo por medio de la evidencia interna, sino por su con­cordancia con las crónicas contemporáneas de

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otros pueblos que la arqueología ha sacado a la superficie. Sabemos que, aun en nuestros sofis­ticados tiempos, las leyendas tienden a desarro­llarse en torno a las personalidades famosas y seductoras. Y aunque no son auténticas, tienen valor e importancia porque nos muestran cómo ve la mente popular a los grandes hombres. Una vez comprendido esto, podemos leer con prove­cho los relatos que idealizan la vida de los hé­roes bíblicos.

Un examen de los pasajes legales de la Biblia nos proporciona resultados similares. Muchas ordenanzas reflejan las condiciones económicas, sociales y morales de su época. Las normas legales y éticas son con frecuencia diferentes de las nuestras, y a veces, osamos decir, inferiores a las nuestras. A menudo (como sucede con las leyes sobre esclavitud que hemos citado) vemos que los escritores bíblicos se esfuerzan por mo­dificar los moldes tradicionales en busca de una moral más noble y sensitiva. Y algunas dispo­siciones legales (por ejemplo, la ley del Jubileo en el Levítico 25 y las reglas de la guerra en el Deuteronomio 20-21) probablemente nunca fue­ron llevadas a la práctica: proyectan la elevada visión ética de los idealistas de la Antigüedad.

A veces, las consideraciones teóricas llevaron precisamente al resultado opuesto. Apacibles escribas desahogaron sobre el papel una sed de sangre para la cual no habrían tenido valor en la vida real. Uno de los elementos más inquie­tantes que ya hemos mencionado es la orden ele exterminar a los canaanitas y la condena­ción de Israel por no cumplir plenamente este mandato. En verdad, los pasajes en cuestión

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(así como algunas narraciones de Josué, que refieren grandes matanzas) datan de mucho des­pués de la conquista de Palestina. Sin duda la invasión de las tribus hebreas fue bastante brutal y sangrienta, como sucede en estos episo­dios históricos. Pero fue una invasión gradual. Diferentes grupos tribales penetraron en el país por puntos distintos durante un lapso conside­rable. Muchos canaanitas fueron muertos, mu­chos otros fueron expulsados del territorio; pero muchos permanecieron allí y se amalgamaron gradualmente con los recién llegados.

Posteriormente los cronistas bíblicos se in­quietaron ante la persistencia de las creencias y prácticas paganas en Israel. ¿Cuál era la causa de este mal? Llegaron a la conclusión de que se debía a la perniciosa influencia de los nativos. Dios debió haber deseado que fueran aniquilados; el fracaso de Israel al no extermi­nar a los canaanitas constituyó un pecado.

El progreso del pensamiento ético puede estu­diarse con relación a un asunto bastante similar. La esposa fenicia del rey Acab se esforzó con obstinación por introducir el culto a su dios, el Baal Tyrian, en Israel, esfuerzo que el profeta Elias combatió tenazmente. Algunos años más tarde, un general denominado Jehú derrocó al sucesor de Acab, mató a todos los miembros sobrevivientes de la familia real y se coronó rey. Extirpó luego, por medio de una matanza, el culto a Baal. Fue apoyado en esta aventura por los profetas de su época, incluso el famoso Elíseo, del que se relatan tantas maravillosas historias. Pero en el siglo siguiente el profeta Oseas recordó con horror este incidente. En su

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opinión, Jehú había ejecutado un acto brutal y sanguinario para consolidar su propio poder, y no un acto dé lealtad hacia el Dios de Israel. Oseas anunció que el castigo divino caería pron­to sobre la casa de Jehú (véase Reyes II, 9-10 y Oseas, 1).

Los críticos bíblicos de la última generación observaron una gradual y firme evolución de la religión israelita desde su estado de primitivo culto tribal, en el que la devoción era una cues­tión ceremonial de grupo, hasta una fe universal y espiritual centrada en torno de una ética jus­ticiera y humanitaria. Investigaciones más re­cientes indican que el proceso fue más compli­cado, y eso lo hace también más confuso para nosotros. La evolución no se produjo en sentido lineal. Parece que el monoteísmo no fue un descubrimiento posterior de los grandes profe­tas, sino que ya era conocido en tiempos de Moisés. Los conceptos primitivos y avanzados, el énfasis ético y ritual, el orgullo nacional y el amplio universalismo coexistieron, a veces en conflicto, a veces en combinaciones que pueden parecemos extrañas.

Pero cualesquiera que hayan sido los detalles del proceso, la conclusión es casi siempre la mis­ma. La Biblia no presenta una única doctrina ho­mogénea. Es una crónica de progreso y evolu­ción espiritual. En todo desarrollo de ese tipo aparecen contradicciones. La historia de la de­mocracia norteamericana, por ejemplo, registra períodos de avance y de retroceso. Revela dife­rencias seccionales significativas con respecto a las actitudes sociales. Y a veces nos asombra descubrir que un mismo individuo fue progre-

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sista en una faceta de su pensamiento y reaccio­nario en otras cuestiones. Pueden encontrarse varios fenómenos similares en los escritos bí­blicos.

No obstante, el nuevo enfoque es provechoso y liberador. Comprendemos que si no hubiera habido ni dificultades ni contradicciones, eso sí hubiera sido sorprendente. ¿Cómo una com­pilación de tipo tan antiguo podría contener sólo oro y ninguna escoria? Los elementos bí­blicos ingenuos, supersticiosos, primitivos en lo ético y anticuados en lo teológico, son algo así como la garantía de su autenticidad. Son ele­mentos para medir las realizaciones de los pro­fetas bíblicos.

A través de las edades los hombres han leído la Biblia con criterio selectivo recalcando los puntos que expresaban sus propias conviccio­nes e ideales más elevados, haciendo caso omiso o reinterpretando los pasajes que les repugna­ban. Ya no estamos obligados a tergiversar el simple significado de las Escrituras. Podemos disfrutar de los relatos milagrosos, apreciar su penetrante comprensión humana y su sencilla devoción, sin preocuparnos por las manifesta­ciones poco plausibles que contienen. Podemos pasar por alto los pasajes menos edificantes sin tratar de justificarlos o explicar que no sig­nifican lo que aparentan decir. Sabemos que nuestra avanzada cultura tiene facetas que no pueden ser justificadas y que toleramos (para nuestra vergüenza) sólo porque estamos acos­tumbrados a ellas; pero sabemos también que no obstante estas deficiencias hay valores posi­tivos y genuinos en nuestra civilización.

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Lo importante es que la Biblia contiene, junto con ciertos materiales anticuados, otros muchos que no sólo son válidos para nuestra época, sino que representan un nivel espiritual muy supe­rior al de nuestras realizaciones más elevadas. Las más nobles páginas de la Biblia aparecen tanto más majestuosas e impresionantes en contraste con el fondo de supervivencia primi­tiva registrada por las mismas Escrituras, y con el fondo más amplio del pensamiento del Cercano Oriente, que ya hemos esbozado. Son páginas incomparables por su cálida humani­dad, austera moral, visión social y sublime con­ciencia de Dios.

Ahora estamos casi preparados para entrar en la cuestión fundamental de este ensayo: establecer la relevancia de la Biblia para el lector moderno, y el judío moderno en especial. Sólo nos queda por realizar una tarea más. Ya que la Biblia no es un libro sino una colección de escritos, haremos un breve análisis de éstos y de su contenido. *

* Al comienzo del capítulo VII se plantearon dos importantes problemas generales: la reivindicación de la inspiración divina por parte de los profetas, y la doctrina de la elección de Israel. Estas cuestiones no han sido dejadas de lado, sino que quedan reser­vadas para los capítulos finales de este libro.

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X

BREVE TABLA DE MATERIAS

La Biblia ha sido traducida al inglés muchas veces. La versión más usada, considerada um­versalmente como uno de los clásicos del idio­ma inglés, es la King James Bible, más correc­tamente denominada "Authorized Versión" (Versión Autorizada) de 1611. El magnífico estilo de esta traducción fue muy aprovechado por el grupo de eruditos judíos que prepararon la versión publicada en 1917, la cual se ha con­vertido en un modelo para los judíos de habla inglesa *. Si comparamos esta versión judeo-norteamericana con la Versión Autorizada o cualquier otra traducción de la Biblia realizada bajo los auspicios cristianos, observaremos de inmediato una considerable diferencia en el orden de los libros bíblicos.

Esta divergencia se remonta a la primera tra­ducción de la Biblia, la versión griega efectua­da en Egipto antes de la era cristiana. Los ju­díos alejandrinos que realizaron esta traduc­ción dispusieron los libros en un orden que les pareció más correcto que el de los manuscritos hebreos. Los traductores cristianos han segui­do el orden de los manuscritos, aun cuando sus versiones se basen en el texto hebreo; pero los

* The Holy Scriptures; A New Translation (Una Nueva Traducción). Filadelfia, The Jewish Publica-tion Society of America, 1917.

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traductores judíos modernos se han aficionado a la disposición de los libros en la Biblia hebrea.

La traducción griega, o Septuaginta, incluía cierto número de escritos judíos que no se en­cuentran en la Biblia hebrea. La mayoría de estos escritos fueron trasladados a la versión latina, Vulgata, la Escritura oficial de la Iglesia Católica Romana. (La Vulgata contiene también una obra interesante, Esdras 4, que tanto en el original hebreo como en la traducción griega se han perdido.) El Antiguo Testamento católico es, por lo tanto, más extenso que la Biblia judía o el Antiguo Testamento protestante. Los libros adicionales comprenden los dos Libros de los Macabeos, Tobit, la Sabiduría de Salomón, la Sabiduría de Ben Sira, y otros valiosos docu­mentos. Estos escritos han sido publicados con frecuencia, en forma separada, con el título de Apócrifa (libros esotéricos).

La Biblia hebrea se divide en tres partes: To­ra, Profetas y Escritos.

El significado de la Tora ha sido oscurecido por los antiguos traductores griegos, que la ver­tieron utilizando la palabra ley. Pero si bien el material legal constituye una parte impor­tante de la Tora, ésta contiene, además, seccio­nes narrativas y exhortativas. Una traducción más satisfactoria podría ser "revelación" o sim­plemente "enseñanza". La Tora significa la guía que Dios ha dado al hombre para fijar la con­ducta de su vida. Los profetas designan a veces sus mensajes como Tora.

La usanza judía posterior amplió el alcance del término. Se aplica a esta primera sección de la Biblia —la "Tora escrita"—, más vaga-

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mente a la Biblia como un todo, y luego a la "Tora oral", la exposición tradicional de la Escritura que cristalizó finalmente en la vasta literatura talmúdica.

La tradición atribuye una santidad y autori­dad supremas a la Tora escrita. Los Profetas y los Escritos eran un poco menos sagrados y se los debía interpretar de conformidad con la Tora.

Cuando pasemos revista a los diferentes es­critos bíblicos, observaremos también otra for­ma en que los traductores griegos hicieron sen­tir su influencia. Muchos de los libros bíblicos son designados con los títulos griegos que les dieron esos antiguos traductores, o con nombres basados en los títulos griegos. En hebreo, varios de los libros son denominados simplemente por su primera palabra (o primera palabra distin­tiva) .

I. TORA (PENTATEUCO, CINCO LIBROS DE MOISÉS)

1. El Génesis ("comienzo", en hebreo Be-reshit) contiene las tradiciones hebreas relati­vas al origen del mundo, de la humanidad y del pueblo de Israel. Intenta explicar la inven­ción de las artes y oficios, la variedad de los pueblos y lenguajes, la necesidad del trabajo, la existencia del pecado y de la muerte. Estos antiguos relatos, combinados con algo de poe­sía arcaica, han sido profundamente influidos, en su forma actual, por los avanzados concep­tos religiosos y éticos de los maestros bíblicos. Esto queda notablemente ilustrado por el relato

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del Diluvio, derivado de un lejano mito meso-potámico. La tosca fábula de los dioses guerre­ros, que casi mueren cuando la inundación los priva de los alimentos de los sacrificios, ha sido totalmente transformada por el monoteísmo éti­co de Israel. Los relatos acerca de los comien­zos de la humanidad prosiguen con la historia de los patriarcas hebreos, desde el llamado a Abraham hasta el establecimiento de sus des­cendientes en Egipto bajo la protección de José. Todas estas historias gráficas y emotivas deri­van, de acuerdo con los hallazgos de la enseñan­za crítica, de fuentes que pueden clasificarse, en su conjunto, como "la narrativa profética". Entremezclados con estos coloridos relatos apa­recen fragmentos de contexto más serio, a los que se atribuye un origen sacerdotal. A veces los escritos sacerdotales poseen una dignidad noble, formal, tal como en el relato de la crea­ción (Génesis 1); a veces manifiestan una pre­cisa cualidad reiterativa, tal como en la ley de la circuncisión (Cap. 17).

2. El Éxodo (en hebreo Shemot) continúa la narración con la historia del cautiverio en Egip­to, la liberación de los judíos dirigidos por Moisés y la entrega de los mandamientos en el monte Sinaí. El pacto entre Dios e Israel es violado cuando el pueblo adora al becerro de oro, pero Moisés persuade a Dios para que per­done a Su descarriado pueblo. El Éxodo con­tiene varios capítulos legales: leyes concernien­tes a la Pascua y al Shabat (caps. 12, 16); los Diez Mandamientos (cap. 20); y dos códigos organizados. Uno de éstos contiene muchas ordenanzas sociales y éticas (caps. 21-23); el se-

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gundo es casi totalmente ceremonial (34.12-26). Luego vuelve a aparecer una serie de secciones sacerdotales, entre las que se incluye un deta­llado relato de la construcción del Tabernáculo cara el culto del sacrificio (caps. 25-31 y 35-40).

3. El Levítico (en hebreo Vaikrá) deriva enteramente de fuentes sacerdotales. Describe los variados tipos de sacrificios y las oportuni­dades en que han de ser ofrecidos, y trata en detalle el tema de la continuación ritual —por alimentos prohibidos, contacto con objetos im­puros, ciertas enfermedades, etc.— y los medios de purificación que exige la profanación. Los escritores sacerdotales se interesaban también en los valores éticos. Definían cuidadosamente los grados de parentesco entre los cuales estaba prohibido el matrimonio, y prevenían contra los delitos de desviación sexual. La gran ley de santidad (cap. 19) reúne no sólo la precisión ceremonial, sino también las normas más ele­vadas y sensibles de conducta moral, que con­vergen en la "regla de oro": "Amarás a tu pró­jimo como a ti mismo" (19.18). El Levítico con­tiene también la ley idealista del Jubileo, cuyo propósito era establecer una especie de demo­cracia económica (cap. 25), y que concluye con enérgicas exhortaciones relativas a la recompen­sa por obedecer la ley y el castigo por desobe­decerla.

4. Los Números (en hebreo Bemidbar). La fuente sacerdotal proporciona tediosas series de estadísticas relativas a los censos en el desierto, y algunos temas legislativos; pero también HI­

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cluye la hermosa bendición sacerdotal (6. 22-27). Otros documentos brindan interesantes narra­ciones sobre las aventuras de Israel en el de­sierto, y en especial la fascinante historia de Balaam, en que la prosa narrativa se halla en­tremezclada con sublimes rapsodias poéticas (caps. 22-24).

5. El Deuteronomio ("segunda ley", en he­breo Dvarim) difiere totalmente en su tono y estilo del resto de la Tora. Toma la forma de prédicas de Moisés al pueblo de Israel, antes de su muerte. Los primeros once capítulos reseñan las proezas y pecados de Israel en el desierto, y expresan un elocuente llamado a la lealtad para con Dios y Su Ley. Esta sección contiene el Sherna, que se ha convertido en una especie de profesión de fe judaica: "Oye Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es" (6.4). Las palabras de introducción conducen a un extenso código le­ga], en el cual se mantiene largamente el estilo oratorio. Este código recalca especialmente la restricción del sacrificio al único santuario "que Jehová vuestro Dios escogiere para poner en él su nombre", que es presumiblemente el Templo de Jerusalén. La mayoría de los estudiosos han relacionado, por lo tanto, el Deuteronomio con la reforma del rey Josías en el año 621 a. J. C , cuando todos los altares locales fueron prohibi­dos (véase Reyes II 22,23). El código abarca diversos problemas y es ampliamente humani­tario en muchas de sus disposiciones. Le siguen más exhortaciones, dos notables poemas y la conmovedora historia de la muerte de Moisés.

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II. PROFETAS (NEVI'IM)

Esta sección está subdividida en Primeros Profetas y Últimos Profetas. Los libros de los Últimos Profetas están constituidos principal­mente por las prédicas de éstos. Los Primeros Profetas son en realidad libros históricos, en los cuales, sin embargo, se hacen frecuentes menciones a los profetas y a sus actividades. Estos libros históricos presentan un relato ca­balmente conexo (aunque de ningún modo com­pleto) desde la invasión de Canaán hasta la destrucción del Estado en el año 586 a. e. c.

El libro de Josué deriva, aparentemente, de las mismas fuentes que el Pentateuco. Los otros libros de esta serie comprenden varios docu­mentos anteriores (cuyas fuentes son mencio­nadas a veces por su nombre) reunidos en un sistema moralizador que por su concepto y es­tilo trae hondas reminiscencias del Deutero-nomio.

1. Josué relata la conquista y división del te­rritorio.

2. Jueces (Shoftim) se refiere al período de desorganización y lucha tribal que se prolongó entre la conquista y el establecimiento de un fuerte Estado nacional. Los así llamados "jue­ces" fueron en realidad los jefes de las tribus.

3. Samuel ha sido dividido en dos libros de­bido a su extensión (así como Reyes). En esta obra aparece en primer plano el papel de los profetas. Relata la lucha del profeta Samuel por unificar al pueblo y liberarlo del dominio filisteo; la desventurada tentativa de Saúl por

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gobernar y la elevación y el triunfo de David. La crónica del reinado de David es una obra maestra vivida, recta y honesta descripción his­tórica. El libro contiene varias selecciones poé­ticas, algunas de ellas debidas al mismo David.

4. Los dos libros de Reyes se extienden desde el acceso de Salomón al trono hasta la destruc­ción de Jerusalén. El recopilador concede mu­cho espacio a la construcción del templo de Salomón y, fiel al espíritu del Deuteronomio, recalca la ley del santuario único. Diseminadas a lo largo de una crónica más bien sobria están las historias de los profetas, en especial Elias, Elíseo y Miqueas. Junto con múltiples episodios milagrosos, estas historias encierran un conmo­vedor contenido humano y un elevado objetivo moral.

Cada uno de los libros de los Últimos Profe­tas lleva el nombre de uno de ellos. Ya hemos caracterizado el libro de Jonás; el resto de los libros consiste principalmente en asertos de los profetas tal como fueron escritos o dictados luego de ser pronunciados en público. Ocasio­nalmente presentan material biográfico o auto­biográfico, o extractos relativos a la historia de su tiempo.

De muchos profetas no conocemos más que sus nombres, y en algunos casos ni siquiera és­tos. Los eruditos coinciden en que algunos de los trabajos proféticos son compilaciones y que el autor cuyo nombre llevan no es el único que contribuyó con sus materiales. El caso más importante es el libro de Isaías,

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El profeta Isaías, hijo de Amos, vivió en el siglo VIII a. e. c. Los eruditos le atribuyen gran parte (no la totalidad) de los primeros treinta y nueve capítulos de su libro. Los capítulos desde el 40 al 55 son obra de un profeta desco­nocido que vivió dos siglos más tarde, durante el exilio babilónico, y al que se conoce con fre­cuencia como el Segundo Isaías (Deutero-Isaías). *

Los capítulos finales pueden ser posteriores aun y se les aplica con frecuencia la designa­ción de Trito-Isaías.

Los libros proféticos no siguen un orden cro­nológico. Se hallan clasificados en tres profetas "mayores" y doce "menores". Los términos ma­yor y menor, utilizados en su acepción latina, se refieren al tamaño de los libros, no a su im­portancia relativa. (En la tradición judía, los profetas "menores" son denominados simple­mente "Los Doce".)

La tabla de la página siguiente indica la cro­nología aproximada de los escritos proféticos. Los números indican el orden de la Biblia he­brea.

5. El libro de Jonás es probablemente una composición post-exílica, pero su héroe fue una figura histórica del siglo VIII (Reyes II, 14.25).

El tema principal de los profetas del pre-exi-lio fue la inminente ruina de la nación, ruina merecida por la iniquidad del gobierno, la in­justicia social, y la inmoralidad personal, así

* El primer estudioso de la Biblia que hizo la dis­tinción entre las dos partes del Libro de Isaías parece haber sido Moses ibn Gikatilla, un comentador judío español del siglo xi.

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como la apostasía hacia el paganismo. Al seña­lar el fracaso moral de la nación los profetas confirman magníficas normas de justicia social e individual. Insisten en que el elemento prin-

6. Amos 4. Oseas 1. Isaías 9. Miqueas

10. Nahum 12. Sofonías 11. Habacuc 2. Jeremías

3. Ezequiel (1. Deutero-Isaías)

13. Hageo 14. Zacarías

7. Abdías 5. Joel

15. Malaquías .,

^ siglo VIII

> a. e. c.

> siglo vil

-

> siglo vi

>• siglo v

>dudoso 1

> Pre-Exilio

> Exilio

' Post-Exilio

cipal de la religión es el ético, no el ceremonial; y atacan severamente el culto del sacrificio, que era fundamental en la religión de sus contem­poráneos. (De acuerdo con la tradición, los pro­fetas no oponían objeciones al sacrificio en sí, sino al sacrificio injusto; y esta interpretación es mantenida por muchos eruditos modernos.)

Si bien todos los profetas vaticinaron la in­minente destrucción de Israel, pronto hizo su

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aparición una nota de esperanza última. Desde Oseas en adelante los profetas sugirieron que el castigo, si bien debía ser trágicamente seve­ro, no destruiría al pueblo en su totalidad. La caída tendría un efecto purificador en el rema­nente, que Dios terminaría por redimir con el propósito de crear una nación ideal.

Jeremías y Ezequiel vivieron durante la des­trucción del Estado de Judea. Profetas de la catástrofe en días en que el pueblo aún espe­raba la salvación, comenzaron a dar mensajes de aliento precisamente cuando la situación se hacía desesperante. No alteraron realmente su afirmación fundamental, que la voluntad de Dios se cumple en la historia de la humanidad. El mismo Dios justiciero que debe castigar a la nación pecadora, disciplinará y regenerará el espíritu de ésta y la ayudará a ser digna de re­dención y rehabilitación. Esto conduce a una visión más amplia de la reconciliación de toda la humanidad en paz bajo el reinado de Dios.

Ezequiel difería de los demás profetas por la gran importancia que concedía al culto del Templo y a la precisión ritual, aunque también insistió en los valores morales. No fue un poeta tan sublime como los otros, pero creó muchas páginas de prosa vivida y dramática. Poco más tarde el Segundo Isaías brindó refulgentes men­sajes de esperanza, donde la regla universal, el amor de Dios y la visión de una humanidad redimida alcanzan su expresión máxima. Los últimos capítulos de Isaías han sido siempre la parte más apreciada y más leída de la literatura profética.

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Los profetas post-exílicos transmitieron tan­to mensajes de esperanza como de censura, de acuerdo con las circunstancias en que hablaban. Aunque defendieron con firmeza el idealismo social de los primeros profetas, fueron, con todo, en su mayoría, paladines del Templo y de su culto del sacrificio. En algunos de los últimos profetas notamos una tendencia hacia un nuevo tipo de visión, denominado "apocalipsis", en que se revelan los secretos del "fin de los días" (véase más adelante el Libro de Daniel).

III. ESCRITOS (HAGIOGRAFÍA, KTVVIM)

1. Salmos (Tehilim). Esta es, indudablemen­te, la colección poético-religiosa más impor­tante del mundo. Muchos de los poemas fueron compuestos para ser utilizados como himnos, para ser cantados por el coro del Templo o por el pueblo (95,136). Otros son expresiones de intensos sentimientos personales (73,139). Pe­ro con frecuencia el salmista se hace eco, aun­que hable en primera persona, de las necesida­des y anhelos de la nación entera (por ejemplo, el salmo 9-10, originariamente un poema, y el salmo 66). Estos poemas abarcan toda la gama de las emociones humanas, desde la autohumi-Uación y la desesperación hasta la plácida fe y el agradecimiento gozoso. Algunos son más re­flexivos que líricos, especialmente el salmo 119, compendio de pensamientos piadosos dispuestos en orden alfabético.

2. Proverbios (Mishlé). Esta colección de sabias sentencias, breves en su mayoría, no se diferencia del mismo tipo de literatura de los

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otros pueblos orientales. La parte que comienza en 22.17 es tan semejante a un papiro egipcio que debe haber alguna conexión entre ambos. Muchos de los consejos contenidos en los Pro­verbios son de orden práctico, mundano y pru­dente; pero esta nota preponderante es modifi­cada por muchas expresiones que reflejan la tendencia más característicamente judía de la devoción y la responsabilidad social.

3. Job es un enfoque dramático del problema del mal y el sufrimiento del mundo, en forma de diálogo poético, con una introducción y con­clusión narrativas. Job, un modelo de rectitud y devoción, es abrumado por el infortunio. Sus amigos deducen que está siendo castigado por pecados anteriores; pero Job defiende su ino­cencia, aun contra Dios. Al final Dios apare­ce y justifica a Job contraponiéndolo a sus amigos; pero la existencia del mal sigue consti­tuyendo un misterio. La segunda parte del libro ha sufrido deterioros e inserciones en el texto, y es a veces difícil de comprender; pero en su conjunto la obra perdura como una de las ex­presiones más profundamente sentidas y mag­níficamente escritas del espíritu trágico.

4. El Cantar de los Cantares (Shir HaShi-rim), es una colección de apasionados poemas de amor. Durante generaciones este libro fue explicado como una alegoría del amor de Dios hacia Israel, pero parece evidente que estos hermosos poemas celebran el sencillo amor en­tre hombres y mujeres. Probablemente los com­pusieron para que fuesen cantados en las bodas.

5. Ruth. La t ierna historia de una mujer moabita, que después de la muerte de su esposo

LA B I B L I A 83

judío permanece fiel a su familia y a su reli­gión. Al alegar que el rey David fue descen­diente de Ruth, quizás el autor haya querido protestar contra ciertas tendencias chauvinistas y adversas a los forasteros, comunes en su época.

6. Lamentaciones (Eija), consiste en cinco melancólicos poemas, que lloran la caída de Jerusalén e imploran su restauración. Es pro­bable que la tradición que los atribuye a Jere­mías sea infundada. Los poemas son genuina-mente patéticos, pero carecen de espontaneidad; todos, menos uno, están escritos en forma algo artificiosa.

7. Eclesiastés ("El Predicador", Kohelet). Este libro fascinante y en muchos aspectos des­concertante, está constituido en gran parte por reflexiones ásperas y pesimistas sobre la vani­dad de los esfuerzos humanos.

Sus comentarios, predominantemente escép-ticos, se hallan intercalados con observaciones prácticas al estilo de la "sabiduría" antigua, y con afirmaciones ocasionales de un carácter re­ligioso más positivo. Estos enfoques cambiantes han sido explicados de distintas maneras.

8. Ester. Esta interesante narración relata cómo los judíos de Persia fueron salvados del exterminio por el valor de Ester, la consorte del rey persa, y cómo fue creada la festividad de Purim para celebrar la feliz liberación. Aunque muchos eruditos han defendido el re­lato atribuyéndole carácter total o por lo menos parcialmente histórico, sus argumentos se pres­tan a serias dudas. Difícilmente sea accidental que el autor —como para evitar ofensas— haya

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tenido la consecuente precaución de no utilizar el nombre de Dios y de conservar en su relato una forma eminentemente secular. Es revela­dor que aun los judíos devotos hayan tolerado versiones humorísticas de la historia de Purim, si bien los habría escandalizado la parodia de cualquier otro pasaje de la Biblia. La versión griega de Ester contiene extensas adiciones que le confieren un tono religioso más serio.

9. Daniel es clasificado como profeta en la Biblia cristiana, pero no en las ediciones judías. La primera parte contiene relatos de héroes que fueron leales a su fe a pesar de la persecución y se salvaron milagrosamente dé la muerte. La segunda está constituida por visiones ocultas, y es el principal ejemplo bíblico de la forma literaria denominada apocalipsis. (Poseemos muchos ejemplos extra-bíblicos.) En estos es­critos se predicen por boca de un antiguo hé­roe los sufrimientos futuros del pueblo y su eventual salvación por obra de Dios. En tan­to se supone que Daniel vivió durante el exilio babilónico, el libro fue escrito casi con certeza entre los años 168 y 165 a. e. c.

Durante esos años el gobernante sirio de Pa­lestina trató de imponer a los judíos el culto a Zeus; el libro fue escrito para inspirar al pueblo a mantenerse fiel a pesar de la persecu­ción. Partes de Daniel fueron escritas en ara-meo, lengua emparentada con el hebreo, que gradualmente reemplazó a este último como idioma hablado de Palestina.

10. Esdras, Nehemías 11, y Crónicas 12, (Di-vre Haiamins) fueron originariamente un solo libro, en el cual Crónicas constituía la primera

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parte. Es el compendio de toda la historia bíbli­ca desde la creación hasta el fin del exilio babi­lónico. Hasta la ascensión de David el material es presentado principalmente en forma genea­lógica. La parte fundamental de la obra gira en torno del mismo asunto que Samuel II y el Libro de Reyes, pero al mismo tiempo que añade nuevo material, omite mucho de lo que se encuentra en los otros. El cronista estaba particularmente interesado en el servicio del Templo y en el sacerdocio.

Esdras y Nehemías contienen un relato frag­mentario de la reorganización de la vida judía en Palestina después del Exilio. Los libros con­tienen extractos de las memorias de Esdras, autoridad en cuestiones de la Tora y promotor de muchas reformas religiosas, y de Nehemías, un influyente funcionario persa que fue también judío leal y devoto.

NOTA: LOS Proverbios, Job y el Eclesiastés son clasificados frecuentemente (junto con la apócrifa Sabiduría de Salomón y Ben Sira) como "Literatura sabia", si bien son en verdad muy diferentes, en su espíritu, los unos de los otros.

El Cantar de los Cantares, Ruth, las lamentaciones, el Eclesiastés y Ester son denominados los Cinco Rollos (Meguilot) y cada uno de ellos se halla aso­ciado a un acontecimiento particular del calendario religioso judío.

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XI

MODO DE VIDA

Nuestro breve repaso hace resaltar tanto la variedad de la li teratura bíblica como su estado incompleto. La frase de Goethe, "fragmentos de una gran confesión", ha sido aplicada con justicia a las Escrituras hebreas. Estos escritos no ofrecen un relato continuo y bien organiza­do ni una filosofía sistemática. También las secciones legales, aunque extensas están incom­pletas; para ajustarse a ellas el pueblo judío tuvo que complementarlas por medio de la libre interpretación y las tradiciones orales.

Pero quizás esta parcialización sea la base principal del poder de la Biblia. Los sistemas filosóficos se cuentan entre los bienes más pere­cederos. La Biblia, en cambio, nos ofrece algo diferente: percepciones y sugerencias. Nos abre las puertas y nos incita a hallar el camino, y sobre todo se preocupa por los problemas y experiencias reales de los seres humanos.

El filósofo Spinoza, cuyo enfoque era pagano a pesar de su origen judío, contemplaba la experiencia "según el aspecto de la eternidad." Así, la infinita variedad de la vida quedó reduci­da a una serie de abstracciones, expresadas en forma semi-matemática. El método bíblico es el exactamente opuesto. Presenta "valores ex­ternos" —las instituciones de la fe y la recti­tud— en términos de situaciones específicas y concretas.

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Por ejemplo, la Biblia dedica mucho espacio a la justicia, pero no hay nada que se parezca al intento platónico de definir la justicia en términos tan amplios que se adapten a todas las situaciones. La Tora, en cambio, legisla el caso en que el buey de A cornea al buey de B, o en el que la propiedad confiada por A a B ha sido dañada por negligencia de B, y esta­blece el método justo para resolver los recla­mos de un profeta lanzados contra aquellos que venden grano inadecuado para la alimentación y sisan las medidas (Amos, 1. 5, 6), podemos inferir sus principios sobre las exigencias de la justicia social. Los casos de justicia aparecen en narraciones vividamente relatadas (Samuel II, 12, Reyes I, 3, Jeremías, 26). Se trata cada caso con un criterio que es precisamente el opuesto al académico. Es tanto concreto como apasionado:

"¿Hasta cuándo juzgaréis injustamente y aceptaréis las personas de los impíos? Defended al débil y al huérfano; haced justicia al afligido y al menesteroso. Librad al afligido y al necesitado; libradlo de manos de los impíos".

(Salmos, 82.2-4.)

Los acontecimientos a los cuales se refieren los cronistas bíblicos ocurrieron hace mucho tiempo y las circunstancias pueden ser muy diferentes de las de nuestra época; con todo, la intensa preocupación por el bien y $1 mal otorga a los antiguos documentos una vitalidad continua y nos hace sentir que su mensaje está dirigido a nuestra generación,

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8 8 B . J . B A M B E R G E R

No todas las palabras de la Biblia despiertan un eco contemporáneo en todo lector y en todo momento. Se ha dicho con justicia que cada época posee su propia Biblia. Más de un intér­prete del escrito sagrado ha añadido sus propios conceptos al texto, oscureciendo totalmente su significado real. Pero aun si evitamos tales pro­cedimientos y permitimos que la Biblia nos hable en sus propios términos, nuestra capaci­dad de absorción y reacción variará de acuerdo con las diferencias personales y las circunstan­cias cambiantes.

Sin embargo, no debemos decidir de prisa que, porque una parte de las Escrituras aparen­temente no contenga ningún mensaje para nos­otros, ya será definitivamente anticuada y pa­sada de moda. Una experiencia personal puede aclarar esta observación.

El profeta Nahum ha sido siempre un autor relativamente olvidado. Su breve libro celebra la caída del Imperio Asirio y la destrucción de su capital, Nínive. A diferencia de sus contem­poráneos, que censuraban los defectos de su propio pueblo, Nahum se regocijó con el colapso del gran enemigo de Judea.

Los críticos modernos, al mismo tiempo que admitían su genio literario, se inclinaban a cla­sificarlo como uno de los "falsos" profetas de­nunciados por Jeremías, los cuales nutrían el orgullo nacional en vez de exaltar la conciencia nacional.

Pero sucedió que quien escribe esta obra es­tudió por casualidad el libro de Nahum poco después de la caída de Francia, durante la Se­gunda Guerra Mundial, y quedó sobrecogido

LA B I B L I A 89

ante frases que parecían concebidas para París la ville lumiére, que "multiplicaste tus mer­caderes más que las estrellas del cielo". (Na­hum, 3, 16.)

"Vigila el camino", dice el profeta, "cíñete los lomos, refuerza mucho tu poder...

El escudo de sus varones estará enrojecido, los varones de su ejército vestidos de grana; el carro como fuego de antorchas; el día que se prepare, temblarán las hayas. Los carros se precipitarán a las plazas, con estruendos rodarán por las calles; su aspecto será como antorchas encendidas, correrán como relámpagos".

(2.2, 4, 5.)

Pero los preparativos militares son corrom­pidos por la decadencia de la moral entre el pueblo, que ha perdido su visión y su idealismo:

"Todas tus fortalezas serán como higueras con brevas;

que si las sacuden, caen en la boca del que las ha de comer;

He aquí, tu pueblo será como mujeres en medio de ti;

Las puertas de tu tierra se abrirán de par Len par a tus enemigos"

(3.12, 13.)

¿Y estas sugestivas palabras pertenecen a uno de los libros menores de la Escritura?

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Y así, llegamos al fin del interrogante. ¿Cuál es la importancia de la Biblia para el hombre moderno, y para el judío moderno en especial? Hemos encontrado significativas respuestas, que aún no constituyen la respuesta. La Biblia es sumamente interesante. Es una colección de obras maestras literarias, Es indispensable para la comprensión de la cultura occidental. Pro­porciona al judío los medios para comprenderse mejor de acuerdo a su propio pasado. Pero, por sobre todo esto, la Biblia es el libro de actualidad, el libro que habla a cada generación.

Recuerdo a un profesional próspero, nacido y educado en los Estados Unidos, que sólo tenía unos modestos conocimientos en materia de ju­daismo. Repentinamente lo abrumó la tragedia, a causa de la sorpresiva muerte de su amada hija. Y cuando sus amigos fueron a acompañarlo en su pena, se sentó con ellos y les leyó pasa­jes del Libro de Job.

¿Qué puede decirnos la Biblia?

Muchas cosas, de acuerdo con nuestras nece­sidades, nuestra situación, nuestra voluntad pa­ra aceptar y nuestra capacidad para absorber. Tiene poco para ofrecer a aquellos que no mi­ran la vida con seriedad y sólo se preocupan por conservar una dura superficie bien pulida para ocultar la vaciedad o debilidad del interior. Aun a ellos el cínico Eclesiastés les puede pro­porcionar la idea adecuada, porque indudable­mente su consejo "es bueno comer, beber y gozar el placer", es un consejo nacido de la desesperación y su conplusión es "vanidad de vanidades".

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Pero aquellos que ven la vida como un desa­fío y una gran oportunidad, encuentran la Biblia como una lámpara a sus pies y una luz en su sendero.

Porque la Biblia no es un libro de dogmas estáticos o de contemplación intemporal. Seña­la un camino que conduce hacia adelante y hacia arriba. Es la convocatoria para una tarea. Ya se ha repetido con frecuencia, pero por ser esen­cial debe ser repetido una vez más: para los cronistas bíblicos la edad de oro no se halla en el pasado, en el perdido Edén, sino en un futuro aún por realizarse. El drama de la his­toria, que comenzó con la creación del hombre, alcanza su culminación sólo en la era mesiánica por venir. Cómo habrá de lograrse esta reali­zación, constituye un misterio, así como la vida misma es un misterio. Los cronistas bíblicos no se sienten tan orgullosos de su humanidad como para esperar y buscar la gracia divina. Reverencian la promesa de que Dios nos qui­tará el corazón de piedra y nos dará un corazón de carne, que nos hará más dignos de Su perdón y de Su amor compasivo (Ezequiel, 36.26).

Pero también les resulta evidente que el hom­bre no puede aceptar complacientemente sus propias faltas y esperar de brazos cruzados e1

perdón de Dios sólo porque c'est Son métier. La lucha moral del hombre, su propio esfuerzo por alcanzar la rectitud personal y edificar una sociedad justiciera, es en cierto modo inherente e indispensable para la consumación final. "Vol­veos a mí y Yo me volveré a vosotros" (Mala-quías, 3.7). Estas palabras del profeta se expli­can con la parábola rabínica del hijo del rey que

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se aleja del hogar y duda de su capacidad para encontrar el camino de retorno. "Regresa hasta donde puedas", dice el mensaje paterno, "y yo haré el resto del camino para ir a tu encuentro".

La Biblia es el libro de la vida en este mundo. A lo largo de la mayor parte de las Escrituras, el concepto de una vida futura permanece vago e indefinido, y algunos cronistas parecen recha­zarlo por completo. Sólo en los últimos docu­mentos de la Biblia hay una afirmación inequí­voca sobre la bendita inmortalidad. En conse­cuencia, la Biblia hebrea no niega la esperanza de una vida más allá de ésta, pero tampoco fija la obtención de la gloria celestial como ob­jetivo fundamental del comportamiento humano o del esfuerzo religioso. El centro de la aten­ción está ocupado por los actos justos.

Quizás el énfasis puesto sobre este mundo pueda explicar el sistema un poco rígido y ma­terialista de recompensas y castigo establecido en varios de los libros bíblicos, enfoque del cual el autor de Job renegó con tanta vehemen­cia. Sin embargo, este concepto de la retribu­ción no puede ser desechado demasiado a la ligera. Con frecuencia conviene ser bueno, y a menudo la honestidad es el mejor sistema. Lo inverso también es cierto en muchos casos. Esta regla es correcta, especialmente para los grandes grupos. La prosperidad y estabilidad nacionales dependen del mantenimiento de los valores mo­rales y espirituales. Este es el coherente men­saje de los profetas, documentado en forma efec­tiva por los historiadores, desde Tucídides hasta Toynbee. La teoría se quiebra sólo cuando su­ponemos que es una regla mecánica e invariable,

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de modo que cada infortunio es considerado como la consecuencia de un pecado y todo lance afortunado pasa por ser un aliciente para la propia virtud. Con mucha frecuencia la Biblia sostiene la tesis —que aún orienta la vida de muchos de nosotros— "Sé bueno con el fin de se? feliz". Pero las frases más sublimes de las Escrituras alientan una moral mucho más eleva­da: "Santos seréis, porque santo soy yo Jehová, vuestro Dios" (Lev., 19.2). El sentimiento de comunión con Dios es la auténtica recompensa de la rectitud (véase Salmos, 73, final).

Y esta santidad no exige aislarse del contacto con un mundo pecador. Aun en las cuestiones rituales, estaba previsto que se produciría la contaminación, y se proporcionaron los medios para la purificación. En lo que a la moral se refiere, ni siquiera se pensó en evitar el pecado por medio de la segregación monástica que ale­jase de las realidades del trabajo cotidiano y el contacto social.

Se supone que todos los hombres cometerán el mal, no como consecuencia de un fatalista "pecado original", sino porque los seres huma­nos no siempre viven a la altura de sus mejores posibilidades. El pecado es un hecho ineludible. Los cronistas bíblicos no se forjan rosadas ilu­siones sobre la bondad humana, ni desechan sus malas acciones como simples pecadillos o des­viaciones psicológicas. Mas hay un doble correc­tivo para el pecado. Por una parte, la asevera­ción constantemente repetida de que Dios es bueno y misericordioso, pleno de compasión y predispuesto para el perdón. Por otra, la opor­tunidad y la capacidad del hombre para retornar

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a Dios. Esta insistencia en el retorno (el "arre­pentimiento" es una traducción inadecuada) es la raíz del optimismo bíblico. El retorno a Dios implica el retorno a Su ley; un cambio íntimo que se demuestra en la conducta. Las ofrendas expiatorias prescritas por la ley sacerdotal no eran un sustituto para la regeneración moral y, precisamente, sólo se las podía sacrificar después que el penitente había confesado su falta y en­tregado la mayor reparación posible.

El hecho de que las enseñanzas éticas de la Biblia estén presentadas en forma de una legis­lación específica, de una narración antigua, o de la crítica profética de situaciones planteadas hace mucho tiempo, podría (suponemos) haber dado una apariencia anticuada al mensaje bí­blico. ¿Por qué habría de preocuparme que un potentado oriental hiciera asesinar a uno de sus soldados para incorporar a la esposa de éste a su harén? En esta era de la agricultura meca­nizada, ¿en qué puede interesarme el precepto de que un buey no debe ser amordazado cuan­do pisa el grano para trillarlo (Deuteronomio, 25.4) ? ¿Qué interés personal puedo tener en los ataques de los profetas contra una sociedad en la que prevalecían la esclavitud y la monar­quía absoluta?

Pero el lector moderno reacciona igualmente ante dichos pasajes. Los cronistas bíblicos eran tan vividos y su preocupación por las situacio­nes mencionadas era tan intensa, que sus pala­bras continúan cargadas de palpitante vitalidad. Un tratado académico sobre ética, recién publi­cado, puede parecer más remoto a nuestra vida que la historia de David y Betsabé, o el man-

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damiento del Deuteronomio acerca del buen tra­to a los animales, o la inflamada indignación de Amos contra aquellos que vendían al pobre por dinero y al necesitado por un par de zapatos.

La relativa simplicidad de la civilización bí­blica nos permite comprender con mayor faci­lidad sus valores fundamentales. En nuestro mundo complejo e interdependiente, la deter­minación del bien y del mal en una situación particular puede entrañar el análisis de muchos factores en pugna y la correcta interpretación de datos altamente técnicos. Es tanto más ne­cesario, en consecuencia, que mantengamos la conciencia de las distinciones básicas, "descar­nadas", entre el bien y el mal, entre lo humano y lo inhumano, que nos proporciona la Biblia.

Leemos, por ejemplo: "Cuando entregares a tu prójimo una cosa prestada, no entrarás en su casa para tomarle prenda. Te quedarás fue­ra, y el hombre a quien prestaste te sacará la prenda". (Deuteronomio, 24.10, 11.) Es fácil comprender lo antedicho con un mínimo de co­mentario. Un hombre pobre podría tener que empeñar uno de sus bienes para asegurarse el préstamo que necesita; pero puede evitársele la humillación de presenciar cómo el deudor inspecciona sus pocos lastimosos bártulos para ver cuál de ellos tomará en prenda.

En la Biblia el carácter personal y la justicia social se compenetran y combinan para formar una sola exigencia ética. Nuestro mundo mo­derno perdió mucho con la distinción demasiado aguda entre estos elementos. El enfoque "evan­gélico", que trató de despertar la conciencia de los individuos y elevar el carácter personal, fue

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ineficaz en lo relativo a las injusticias econó­micas y políticas que ninguna acumulación de nobleza personal podría rectificar.

Un cierto número de individuos buenos no constituye necesariamente una buena sociedad. Por otra parte, el enfoque colectivo, ligado prin­cipal pero no exclusivamente con el marxismo, supone, sin pruebas, que un sistema más justo en la distribución de las riquezas o en la admi­nistración de las leyes producirá gente mejor y más feliz. La Biblia, sin un análisis detallado, exige tanto la justicia personal como la de grupo.

Si bien refleja constantemente el prodigio y la belleza del mundo de la naturaleza, la Escri­tura evita la deificación pagana de la misma, así como la interpretación no menos pagana del hombre como parte de la naturaleza. "Los cie­los cuentan la gloria de Dios" (Salmos, 19.1); pero Dios es el Señor de la naturaleza, no su mero Espíritu inmanente.

"Él extiende el norte sobre vacío, cuelga la tierra sobre nada. Ata las aguas en sus nubes, y las nubes no se rompen debajo de ellas. He aquí, estas cosas son sólo los bordes

[de sus caminos; ¡y cuan breve es el susurro que hemos oído de Él! Pero el trueno de su poder, ¿quién lo puede

Lcomprender? (Job, 26. 7, 8, 14.)

Así como Dios es distinto de la naturaleza, así es el hombre distinto tanto de Dios como de la naturaleza. Si bien fue creado "a la imagen

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de Dios" (Génesis, 1.2, 6), existe una inconmen­surable brecha entre el Creador y su criatura.

"Cuando veo Tus cielos, obra de Tus manos, la luna y las estrellas que Tú formaste, digo: ¿qué es el hombre para que tengas de él

[memoria y el hijo del hombre, para que lo visites?"

(Salmos, 8.4-5.)

Pero —y esto es esencial— Dios respeta al hombre, y le ha conferido una categoría y una dignidad diferentes de las del resto de la crea­ción. Y esta distinción es una realidad, a pesar de la relación genética del hombre con los de­más primates.

"Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra. Le hiciste señorear sobre las obras de Tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies".

(Salmos, 8.6, 7.)

La Biblia reconoce la diferencia inherente del hombre con las otras criaturas; no lo disminuye cínicamente ni lo idealiza sentimentalmente. Sus cronistas demuestran tener una penetración casi total de las motivaciones y comportamiento humanos. Esto se revela, sin un análisis sofis­ticado de los matices a la manera proustiana, por la captación intuitiva de la manera de ha­blar y actuar de la gente. La percepción apa­rece en forma de una colorida narración, o en los agudos comentarios de los Proverbios y

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Eclesiastés y en las inquisitivas críticas de los profetas.

Los Salmos, por otra parte, expresan toda la gama de las emociones humanas. Es por ello que a través de las edades han proporcionado a hombres y mujeres las palabras para expre­sar lo que ellos mismos sentían pero no podían articular. Hay aquí poemas de deleite prima­veral inspirados en el mundo y en la vida; de fe serena; de valor en medio de la adversidad. Se encuentran también patéticas notas de de­cepción, temor y soledad, y los incontenidos tonos de la desesperación trágica. Pero aun los lamentos más agonizantes, amarga y airada­mente elevados a Dios, implican una esperanza última:

"Despierta; ¿por qué duermes, Señor? Despierta, no te alejes para siempre. ¿Por qué escondes Tu rostro, y te olvidas de nuestra aflicción, y de la opresión

[nuestra?".

(Salmos, 44.24, 25.)

El futuro nunca es desechado ni en los más oscuros momentos; y por doquier refulge con mesiánico esplendor la seguridad de algo me­jor por venir. Y aunque, como hemos visto, la principal preocupación de la Biblia es para este mundo, tampoco descuida la esperanza de una bendita inmortalidad:

"Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados... Los entendidos resplan­decerán como el resplandor del firmamento; y los

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que enseñan la justicia a la multitud, como las estre­llas a perpetua eternidad".

(Daniel, 12.2, 3.)

Los cronistas bíblicos, cuando son acosados, no se avergüenzan de enfrentar al mismo Dios con sus insistentes demandas. Esto ha sido de­nominado el "elemento prometeico" de las Es­crituras; pero el término no debe tomarse en un sentido demasiado literal. Prometeo condena a Zeus como un malvado tirano; aun desampa­rado, se considera superior al poderoso dios. Los indignados bíblicos apelan de Dios a Dios mis­mo. "El Juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?", exclama Abraham (Génesis, 18.25). Job se lamenta de modo semejante: "¿Te parece bien que oprimas, que deseches la obra de tus manos?" (10.3). La Biblia sondea los males físicos y morales de nuestra existen­cia hasta lo más recóndito y rehusa falsear los hechos aun en beneficio de Dios; pero insiste en que la paradoja debe tener una solución y no permite que la última palabra sea una pala­bra de derrota total.

Porque la obsesión unilateral por el mal, co­mo la que oscurece el cielo en nuestra era ter­monuclear, es tan poco realista como el opti­mismo empalagoso. Leemos en el mismo libro de los Salmos:

"Yo estoy afligido y menesteroso; desde la juventud he llevado tus terrores,

[he estado medroso. Sobre mí han pasado tus iras, Y me oprimen tus terrores".

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y también

"Brame el mar y su plenitud, el mundo y los que en él habitan; los ríos batan las manos, los montes todos hagan regocijo delante de Jehová".

(Véase Salmos, 88.16, 17 y 98.7-9.)

XII

¿ES LA BIBLIA LA PALABRA DE DIOS?

Hemos dado una respuesta al interrogante fundamental con que comenzamos. El valor principal de la Biblia no reside en su poder lite­rario, en su penetrante influencia sobre la cul­tura occidental, en su utilidad para la auto-comprensión judía. Porque la Biblia contiene conceptos relevantes para el lector contempo­ráneo. Su profunda percepción del comporta­miento humano, su infalible preocupación por las necesidades humanas, su estricta moral, su insistencia sobre la justicia del orden social, su perspectiva de la reconciliación humana en un mundo de fraternidad y paz, su tremenda intuición en lo que concierne al hombre, al mundo y a Dios, sus sublimes poemas de adora­ción y anhelo. .. todo esto nos habla con un vi­gor que no podemos ignorar. Estos valores no aparecen disminuidos de manera alguna por el hecho de figurar en antiguos documentos, que contienen también material de menor inte­rés, y que expresan en parte conceptos que no podemos honesta y conscientemente aceptar, porque los elementos anticuados (o aparente­mente anticuados) de la Biblia también son útiles, a su manera, para nuestra educación.

Pero una vez reconocida la importancia de la Biblia, aún podemos preguntar: ¿Y su "inspi­ración"? Al comenzar nuestro estudio dejamos

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de lado la presunción de que la Biblia llegó a nosotros por medio de un proceso sobrenatural, y que poseía una autoridad divina inherente. Pero ahora que hemos examinado su contenido, ¿podemos considerarla, en algún sentido, la pa­labra de Dios? El interrogante es tanto más difícil y necesario desde el momento en que la reivindicación de la inspiración divina no fue hecha meramente en defensa de la Biblia; apa­rece muchas veces en las mismas Escrituras.

En especial, los grandes profetas literarios plantearon este problema en una forma que no permite escapatoria. Hasta el más escéptico de los críticos admite que tenemos en nuestras ma­nos las auténticas palabras que dictaron o escri­bieron los profetas, y éstos encabezaban sus párrafos con la fórmula "Así dijo el Señor". ¿Qué conclusión sacaremos de esto?

Los "librepensadores" han acusado a los pro­fetas de engañar deliberadamente a su audito­rio. Una sugerencia menos hostil es aquélla se­gún la cual Moisés y sus profetas idearon la benévola ficción de la inspiración divina a fin de recomendar al pueblo saludables prácticas físicas y morales. Es imposible tomar en cuenta seriamente tales sugerencias. Todo el que lea a los profetas sin un prejuicio inicial, percibirá su apasionada sinceridad. El más afortunado de los profetas hubo de soportar el desprecio y la injuria; algunos pagaron su osadía con la vida. Cuando los profetas afirmaban que Dios les había hablado, eso era precisamente lo que querían significar.

Entonces, si eran honestos, ¿eran también nor­males y cuerdos?

LA B I B L I A 103

En la actualidad, los sacerdotes reciben con no poca frecuencia la visita de personas que afirman, de manera semejante, haber recibido la revelación divina. Pero entre aquellos que confiaron los relatos de sus visiones al autor de esta obra, ninguno le transmitió un mensaje de contenido reconocible. Tales individuos se hallan sumergidos en fantasías incoherentes y han perdido casi todo contacto con la realidad circundante. Se los debe juzgar como infortu­nados psicópatas, no sólo desde el punto de vista clínico, sino también por razones teológicas. ¡Dios no necesita ciertamente "revelar" tales quimeras!

Aun en tiempos antiguos algunos escépticos aseveraron que "necio es el profeta, insensato es el varón de espíritu" (Oseas, 9.7). Y en nuestra generación dotada de mentalidad psico­lógica, los estudiosos no han pasado por alto las tensiones emocionales y la fantástica imagina­ción de los oráculos proféticos. Por ejemplo, se ha intentado explicar la conducta de Ezequiel en términos psiquiátricos. Esta es una empresa más bien azarosa. Algunas de las experiencias que Ezequiel nos relata podrán parecemos pato­lógicas: pérdida de conciencia, actos compulsi­vos, visiones grotescas. Pero tales fenómenos no eran insólitos entre los profetas profesionales con los cuales Ezequiel tenía alguna afinidad; pudo haber sufrido trances extáticos porque los esperaba o porque se esperaba que los tuviera. Lo cierto es que Ezequiel —en quien estos fe­nómenos peculiares se hallan más marcados que en ningún otro profeta de la literatura— trans­mitió su mensaje de una manera sistemática,

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lógica y argumentativa. Aun sus visiones más fantásticas contienen un simbolismo coherente y de rápida interpretación. Uno se pregunta a veces si no fueron inventadas más bien que espontáneas.

Pero volvamos a otro profeta que presenta el tema en forma más simple. Jeremías exclama:

"Me sedujiste, oh Jehová, y fui seducido; más fuerte fuiste que yo y me venciste; cada día he sido escarnecido, cada cual se burla de mí. Porque cuantas veces hablo doy voces, grito: Violencia y destrucción; porque la palabra de Jehová me ha sido para afrenta y escarnio cada día. Y dije: No me acordaré más de Él, ni hablaré más en Su nombre; no obstante había en mi corazón como un fuego

[ardiente metido en mis huesos; traté de sufrirlo, y no pude".

Es demasiado fácil desechar esto calificándo­lo de "compulsivo". ¿Cuál es la naturaleza de la compulsión? Es el imperativo moral que im­pulsa a proclamar una verdad desagradable y a provocar al resentimiento de aquellos que la escuchan. Es la llamada irresistible del deber que Wordsworth denominó "austera Hija de la voz de Dios". No hay nada irracional en ello. La angustia palpita en las palabras de Jeremías, pero su pensamiento es lúcido y su expresión.

LA B I B L I A 105

cincelada. Jeremías está convencido que este abrumador impulso que lo lleva a proceder en la forma correcta aun en perjuicio de sí mismo es literalmente la voz de Dios.

Pocos profetas se permiten efusiones tan ín­timas y subjetivas como Jeremías. Pero sus expresiones se caracterizan generalmente por la combinación de una quemante intensidad con una prolija claridad. Siempre que el mensaje profético nos resulta oscuro, ello se debe casi con certeza a que se alude a alguna circunstan­cia de la que no estamos informados. Los pro­fetas no fueron racionalistas, si bien su pensa­miento y estilo fueron en extremo racionales. Sus profecías son poéticas en sustancia y estruc­tura, y a veces también elegantes, pero están despojadas de artificio y pulimento. Sus argu­mentos son convincentes y efectivos. Aunque nunca condescendieron a conformar a sus oyen­tes, tenían suma habilidad para atraer al públi­co por medio de dramáticas lecciones objetivas o provocativas frases introductorias. Su profun­do conocimiento de los resortes de las reacciones humanas, así como de los asuntos nacionales e internacionales de su época es casi pavorosa.

Amos fue un pastor de las áridas tierras altas de Judea, que con toda seguridad no sabía leer ni escribir. Sin embargo, en una época de apa­rente prosperidad y seguridad nacionales, pre­vio el colapso que sobrevendría cuando la maquinaria militar asiría se moviera hacia el es te . . . catástrofe que no ocurrió hasta una ge­neración más tarde. Su penetrante análisis de los males de la sociedad israelita y su magnífico

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reclamo de reconstrucción moral, se hallan ex­puestos en un lenguaje de poder atronador y belleza poética que todavía hoy resultan sobreco-gedores, incluso después de la traducción. A una persona honesta le será difícil dudar que la auténtica voz de Dios resuena en las palabras de Amos.

El movimiento de los profetas, cuyo primer documento sobreviviente lo constituye el Libro de Amos, se prolongó durante casi cuatro siglos. Es bien sabido que durante ciertas "épocas de oro" de la cultura —la era de Pericles en Ate­nas, el período Isabelino, la generación de los Padres Fundadores de Norte América— apare­cieron muchos genios y grandes personalidades. Pocas veces, sin embargo, tales períodos de flo­recimiento llegaron a durar trescientos años.

Más aún, estas épocas de oro coincidían ge­neralmente con etapas de prosperidad política y económica. A veces el florecimiento cultural sobrevivió al éxito material, pero por regla ge­neral sólo durante algunas generaciones. Pero el movimiento de los profetas comenzó en vís­peras de la desintegración nacional y continuó gloriosamente mucho después que la vida na­cional fuera completamente aniquilada. Así, aun desde el punto de vista de la historia cultural, la aparición de tantos genios espirituales y li­terarios constituye una anomalía. Hubo, ade­más, otros grandes profetas cuyas palabras no han sobrevivido (conocemos los nombres de dos o t res) , y es probable que lo que tenemos a nuestro alcance sea tan sólo una pequeña parte de lo que realmente enseñaron los profetas que

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conocemos. Añadamos a esto el hecho que ya demostramos previamente, de que la enseñan­za de los profetas fue en todo diferente e infi­nitamente superior a cualquier cosa que poda­mos encontrar en toda la cultura del antiguo Cercano Oriente, y la magnitud del fenómeno quedará aun más realzada. Los adictos a la religión liberal moderna profesan la teoría de la "revelación progresiva". Creen que la ver­dad de Dios se manifiesta a través de la conti­nua búsqueda del esclarecimiento y la bondad en que se empeñan todos los hombres. Todos los científicos, poetas, filósofos y maestros de religión son los canales que conducen la revela­ción de Dios hacia la humanidad. Pero ahora sabemos que ni siquiera la evolución biológica avanza a pasos graduales, casi imperceptibles, tal como lo postuló Darwin. La evolución es un proceso discontinuo que a veces parece estan­carse, y que luego avanza mediante saltos re­pentinos e imprevistos. Si aceptamos el concep­to de una revelación progresiva siquiera como una hipótesis de trabajo, los adelantos registra­dos por la Biblia hebrea constituyen la muta­ción más extraordinaria en toda la historia de la evolución espiritual.

No intentaremos una justificación teológica más completa sobre la afirmación de los pro­fetas según la cual Dios hablaba con ellos y por intermedio de ellos. Pero de una cosa es­tamos seguros. Los profetas no fueron ni psi­cópatas ni farsantes. Fueron hombres con ex­traordinarias dotes intelectuales, morales y es­téticas, que vivieron en una época aún no tan sofisticada como para permitirse un elaborado

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autoanálisis. Nunca dudaron que la poderosa comprensión religiosa que experimentaban les viniera de Dios. Podemos resistirnos a dogma­tizar acerca de la forma en que les llegó el men­saje, pero fue un mensaje digno de ser transmi­tido por Dios a la humanidad.

XIII

EL PUEBLO ELEGIDO

Por fin llegamos al tema que con tanta fre­cuencia se repite en las Escrituras, y que a me­nudo ha provocado el resentimiento de los no-judíos y ha turbado a muchos judíos; la doctri­na de que Dios "eligió" a Israel.

"Cuan extraño es Que Dios .. Eligiera A los judíos",

observa una letrilla mordaz inglesa. Pero por muy fastidiosa, turbadora o extraña que sea, he aquí una realidad que debe ser afrontada.

La Biblia es el producto de la experiencia del pueblo de Israel. Ya la juzguemos con relación a las culturas contemporáneas de ella o consi­deremos su influencia continua sobre la historia de la humanidad, o verifiquemos su importan­cia en nuestra vida, debemos reconocer que es uno de los fenómenos fundamentales en la vida del género humano. Sin ella ni el cristianismo ni el islamismo serían concebibles. En conse­cuencia, la elección del antiguo Israel no cons­tituye una teoría polémica sino un dato his­tórico.

Este dato no explica por sí solo cómo se pro­dujo dicha elección. No excluye la posibilidad de que hubiera otros pueblos elegidos. Tampo-

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co garantiza que el pueblo judío sea aún el pue­blo elegido. El cristianismo ortodoxo cree fir­memente que Dios eligió a Israel en la Antigüe­dad, pero sostiene que esa elección quedó anu­lada cuando los judíos rechazaron al salvador cristiano. El que los judíos constituyan aún en la actualidad un grupo elegido es algo que no se puede decidir sobre la base exclusiva de los escritos bíblicos, y no intentaremos entablar aquí la discusión. Sólo recordaremos breve­mente al lector cómo entendieron los cronistas bíblicos la doctrina de la elección de Israel.

No tenía su origen en ninguna superioridad inherente a la raza israelita. "No por ser voso­tros más que todos los pueblos os ha querido Jehová y os ha escogido, pues vosotros erais el más insignificante de todos los pueblos; sino por cuanto Jehová os amó y quiso guardar el jura­mento que juró a vuestros padres". (Deutero-nomio, 7.7,8). La elección entraña una relación a manera de pacto, es decir que depende de que Israel cumplía fielmente sus responsabilidades para con Dios: "si diereis oído a mi voz, y guar­dareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos". (Éxodo, 19.5). La elección no concede favores, sino que impo­ne obligaciones; Dios tiene el derecho de esperar más de aquellos que ha elegido: "A vosotros solamente he conocido de todas las familias de la tierra; por tanto, os castigaré por todas vues­tras maldades". (Amos, 3.2). Y el mismo profe­ta aclara que la elección de Israel no implica el rechazo de otros pueblos; por lo contrario:

"Hijos de Israel, ¿no me sois vosotros como [hijos de etíopes,

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dice Jehová? ¿No hice yo subir a Israel de la tierra de Egipto, y a los filisteos de Caftor, y de Kir a los árameos?"

(Amos, 9-7.)

Y en los planos más elevados del pensamiento de los profetas dicha elección significa que Israel debe servir y bendecir a la humanidad, brindando testimonio del Dios único y su ley justiciera ante todos los pueblos. Este es el sublime mensaje del Segundo Isaías. Citaremos tan sólo uno de los muchos pasajes pertinentes; pero puede ser ilustrativo reproducir antes otro comentario sobre un pueblo elegido. Así es como Virgilio describe la misión de Roma:

"Otros, en verdad, labrarán con más primor el mimado bronce, sacarán del mármol vivas figuras, defenderán mejor las causas, medirán con el compás el curso del cielo y anunciarán la salida de los astros; tú, ¡oh romano! atiende a gobernar a los pueblos; ésas serán tus artes, y también imponer condiciones de paz, perdo­nar a los vencidos y derribar a los soberbios." *

Mas los profetas hablan a Israel en el nom­bre de Dios:

"Yo Jehová te he llamado en justicia, y te sostendré por la mano; te guardaré y te pondré por pacto al pueblo, por luz de las naciones, para que abras los ojos de los ciegos,

* La Eneida, Lib. VI, 848-854, versión del latín de Eugenio de Ochoa, Madrid, 1869. (N. de la T.).

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para que saques de la cárcel a los presos, y de casa de prisión a los que mueran en tinieblas".

(Isaías, 42.6, 7.)

Y en esta misión de liberación e ilustración la Biblia ha servido sobremanera.

Nuestra conclusión acerca de cuál es la pala­bra de Dios y si los judíos son el pueblo elegido, puede verse alterada por la lectura de las Es­crituras; mas ha de ser, en última instancia, una decisión de fe personal.

Pero cualesquiera que sean las opiniones que se formen en relación con ese fenómeno denomi­nado Biblia hebrea, mal podemos permitirnos ignorarlo.

Este libro concluye en consecuencia con el agregado de algunas pocas sugerencias desti­nadas a ayudar al estudiante para lograr una mejor comprensión ulterior.

XIV

SUGERENCIAS PARA LECTURAS ADICIONALES

El propósito de esta sección es proporcionar una bibliografía sistemática, aunque de tipo ru­dimentario, simplemente para ayudar al estu­diante cuyas inquietudes no sean técnicas a progresar en su comprensión de la Biblia. En esta especialidad existen muchos valiosos co­mentarios, introducciones y estudios cristianos, de fácil obtención en las bibliotecas; nuestra lista destaca, por lo tanto, libros judíos que no siempre son tomados en consideración.

SOLOMÓN B. FREEHOF, Preface to Scripture, Introduc­ción a las Escrituras (Union of American Hebrew Congregations, Cincinnati 1950), refleja un punto de vista similar al de este libro. Presenta una intro­ducción a la Biblia más sistemática y selecciones de pasajes destacados de cada libro, con breves comen­tarios.

JOSEPH H. HERTZ, The Pentateuch and Haftorahs, El Pentateuco y la Haftorá (hay varias ediciones in­glesas y norteamericanas) contiene un comentario completo de la Tora, escrito con espíritu eminen­temente tradicional. En total desacuerdo con nues­tro enfoque, el difunto Gran Rabino del Imperio Británico aboga en esta obra por la unidad y el origen mosaico y divino del Pentateuco. Es un ejem­plo instructivo del método con el cual los religiosos

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conservadores defienden su posición; más impor­tante es la admirable exposición del contenido ético y religioso de la Tora.

El único comentario en inglés que abarca la Biblia íntegra, es el publicado por Soncino Press (The Soncino Books of the Bible). Varios destacados eruditos participaron en este trabajo; son volúme­nes de mérito dispar.

The Holy Scriptures with Commentary. Las Sagra­das Escrituras Comentadas (Jewish Publication Society of America), incluye hasta el presente vo­lúmenes sobre los Números, Deuteronomio, Mi-queas y Proverbios.

The Jewish Commentary for Bible Readers, El Co­mentario Judío para lectores de la Biblia (Union of American Hebrew Congregations), está especí­ficamente concebida para los legos, y hasta el mo­mento comprende Reyes I, Salmos y los "Cinco Rollos".

CLAUDE G. MONTEFIORE, Bible for Home Reading, La Biblia para lectura en el hogar, una publicación in­glesa agotada desde hace mucho tiempo que quizás se encuentre aún en algunas bibliotecas. Es sobre­saliente por su interpretación delicada (y con fre­cuencia inspirativa) del mensaje religioso de la Biblia.

ARTHUR S. PEAKE, Commentary on the Bible, Co­mentario de la Biblia, en un solo volumen (Nue­va York, 1919; en el año 1936 se publicó en "Su­plemento"), es anticuado en partes y en otras evi­dencia cierta tendenciosidad cristiana; es con todo una obra de referencias muy útil.

WILLIAM F. ALBRIGHT, The Archaeology of Palestine, La arqueología de Palestina (Penguin Books,

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1949), es un autorizado resumen del tema. El me­jor compendio sobre los antiguos escritos orienta­les relacionados con la Biblia es el mencionado en este libro, Ancient Near Eastern Texts Relating to the Oíd Testament, editado por James B. Pri t -chard (Princeton University Press, 1950); pero al aficionado le resultará más fácil consultar a Geor-ge A. Barton, Archaeology and the Bible, La Ar­queología y la Biblia (American Sunday School Union, edición revisada en 1937).

Un resumen reciente de la historia bíblica es An­cient Israel, Israel Antiguo, por Harry M. Orlinsky (Cornell University Press, 1954).

Una edición conveniente y económica de la Apocry-pha, es la de Robert H. Pfeiffer (Harper, N.Y., 1953).

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* Especialmente confeccionada por los editores de esta versión.

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