Bajo La Estrella de Los Cheroquis
description
Transcript of Bajo La Estrella de Los Cheroquis
280
LA ESTRELLA
DE LOS CHEROQUÍES
FORREST CARTER
FUNDACIÓN DE ESTUDIOS TRADICIONALES, A. C.
F ORR ES T CA RTER
2
La Estrella de los Cheroquíes
Forrest Carter
Traducción de Horacio González Trejo
Círculo de Lectores
LA ESTRELLA DE LOS CHEROQUÍES
Editor e Impresor:Fundación de Estudios Tradicionales, A. C.Camino a Lagunillas s/n Llanos de la Fragua
36220, Guanajuato, Gto., México.
Primera Edición 2012ISBN en trámite
Código Fundación: 75
Fundación de Estudios Tradicionales, A. C.Institución Cultural de Beneficencia Privada
Registro Público de la Propiedad y del Comercio 67,127 (V07, X12)RFC: FET040828LA0
Callejón de Temezcuitate Nº. 83, Guanajuato, Gto., MéxicoTeléfonos: (473)6522597 y (473)7560090
Correo electrónico: [email protected]
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
3
SUMARIO
Pequeño Árbol 5
La Ley 13
Sombras en la pared de una cabaña 23
El zorro y los podencos 35
«Me interesas, Bonnie Bee» 52
Conocer el pasado 65
Pine Billy 77
El lugar secreto 90
El oficio de Abuelo 101
Negocios con un cristiano 120
En la tienda del cruce 140
Una aventura peligrosa 154
El maizal del claro 178
Una noche en la montaña 192
Willow John 215
La asistencia a la iglesia 236
El señor Wine 249
El descenso de la montaña 263
La estrella del Can Mayor 284
De nuevo en casa 311
La canción de la partida 320
F ORR ES T CA RTER
4
Pequeño Árbol
Tras la muerte de papá, mamá sólo sobrevivió un año. Por
eso cuando tenía cinco años acabé viviendo con los abuelos.
Según Abuela, después del funeral los parientes tuvieron
una terrible discusión. Formaron un corro en el patio trasero
de nuestra choza en la ladera y le dieron vueltas y más vuel-
tas al problema de qué hacer conmigo, mientras se repartían
el cabecero pintado de la cama, la mesa y las sillas.
Abuelo no abrió la boca. Permaneció en un extremo del
patio, apartado y Abuela se quedó detrás de él. Él era me-
dio cheroquí, ella, de pura cepa.
Abuelo sobresalía por encima de los demás; era alto,
medía metro noventa y tres, y llevaba el gran sombrero ne-
gro y el traje negro y pulido que sólo se ponía para asistir a
la iglesia y a los funerales. Aunque Abuela no apartó la vis-
ta del suelo, Abuelo me miraba todo el rato por encima del
corro, así es que fui hacia él cruzando el patio, me aferré a
su pierna y no quise soltarlo ni siquiera cuando intentaron
separarme.
Abuela dijo que no protesté ni lloré, que simplemente
me agarré fuerte; estuvieron un buen rato tirando de mí,
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
5
pero yo no quise soltarme, y entonces Abuelo bajó los bra-
zos y posó su mano enorme sobre mi cabeza.
—Dejadlo en paz —dijo.
Así fue como me dejaron en paz. Abuelo casi nunca ha-
blaba en público y, según Abuela, en las contadas ocasio-
nes en que lo hacía, la gente le prestaba atención.
Descendimos por la ladera en aquella sombría tarde in-
vernal y salimos a la carretera que conducía a la ciudad.
Abuelo abría la marcha a un lado del camino, con un saco
al hombro en el que llevaba mi ropa. Entonces aprendí
que, siempre que ibas detrás de Abuelo, tenías que correr;
Abuela, que avanzaba detrás de mí, se levantaba de tanto
en tanto las faldas para poder seguirle el paso.
Al llegar a las aceras de la ciudad, anduvimos de la
misma manera, con Abuelo al frente, hasta que llegamos a
la parte trasera de la terminal de autobuses. Allí estuvimos
mucho rato. Cuando entraban y salían los autocares, Abue-
la leía los letreros de los parabrisas. Abuelo comentó que
Abuela podía leer tan bien como el que más. Reconoció en-
seguida nuestro autobús, justo cuando caía el crepúsculo.
Esperamos a que todos los pasajeros subieran; e hici-
mos bien, porque los problemas surgieron en el mismo ins-
tante en que cruzamos la puerta del autocar. Abuelo iba
F ORR ES T CA RTER
6
delante, yo en medio y Abuela estaba en el primer escalón
que hay al subir. Abuelo cogió su monedero del bolsillo de-
lantero del pantalón y se dispuso a pagar.
—¿Dónde están sus billetes? —preguntó el conductor
a gritos, y todos los pasajeros se incorporaron para mi-
rarnos.
Abuelo no se inmutó. Le dijo al conductor que nos dis-
poníamos a pagar y Abuela le pidió en voz baja, detrás de
mí, que le dijera adónde íbamos. Abuelo se lo dijo.
El conductor comunicó el importe a Abuelo y, mientras
él contaba las monedas con suma atención —porque había
muy poca luz—, el chófer se volvió hacia los pasajeros y
alzó la mano derecha.
—¡Jao!, ¡jao! —exclamó, y se puso a reír.
Los pasajeros también rieron. Me sentí mejor porque
me di cuenta de que eran amables y no se habían molesta-
do porque no tuviéramos billetes.
Caminamos hasta el fondo del autobús y vi a una seño-
ra que parecía enferma. La zona que rodeaba sus ojos era
de un negro malsano y tenía la boca roja como de sangre.
Cuando pasamos a su lado, la mujer se tapó la boca con la
mano, la apartó y se quejó:
—¡Ao... ! ¡Ao... !
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
7
Supuse que el dolor se le pasó pronto porque rió y los de-
más pasajeros rieron con ella. El hombre que viajaba a su lado
también reía y se daba palmadas en la pierna. Un enorme y bri-
llante alfiler sujetaba su corbata, por lo que deduje que eran ri-
cos y que, en caso de necesidad, podrían pagar al médico.
Me senté en medio, entre mis abuelos. Abuela estiró el
brazo y dio unas palmaditas afectuosas en la mano de
Abuelo, y entonces él estrechó la mano de ella por encima
de mi regazo. Me sentí bien y me quedé dormido.
Entrada la noche bajamos del autocar, al lado de un cami-
no de grava. Abuelo echó a andar y Abuela y yo lo seguimos.
Hacía un frío que pelaba. La luna había asomado; parecía la
mitad de una gran sandía, y cubría de una luz plateada el ca-
mino, que trazaba una curva y se perdía en lontananza.
No me fijé en las montañas hasta que dejamos el cami-
no y nos internamos por rodadas de carros con hierba en el
centro. Las montañas eran oscuras y estaban en sombras,
la media luna colgaba sobre una cresta tan alta que para
mirarla tenías que echar la cabeza hacia atrás. Me estre-
mecí ante la negrura de las montañas.
—Wales, está cansado —dijo Abuela detrás de mí.
Abuelo paró y se dio la vuelta. Me miró y el gran sombrero
dejó su rostro en sombras.
F ORR ES T CA RTER
8
—Es mejor cansarse cuando has sufrido una pérdida
—contestó.
Abuelo se giró y reanudó la marcha, pero ahora era
más fácil seguirle. Había aminorado el paso, y supuse que
él también estaba cansado.
Mucho después abandonamos las rodadas de los carros,
cogimos un sendero y nos internamos entre las montañas.
Tuve la impresión de que íbamos a chocar con una de ellas
pero, al avanzar, los montes parecían abrirse y rodearnos.
Nuestros pasos comenzaron a resonar y nos envolvieron
diversos sonidos; por entre los árboles nos llegaban como sus-
piros; era como si todo hubiese cobrado vida. Ya no tenía frío.
A nuestro lado oí como un tintineo de agua que corre: un
arroyo fluía sobre las piedras y formaba pozas, en las que se
detenía antes de seguir su estrepitoso curso. Estábamos en las
hondonadas de las montañas.
La media luna desapareció tras la cumbre y salpicó el fir-
mamento de luz plateada. Así, la hondonada quedó cubierta
con una cúpula gris brillante que se reflejó sobre nosotros.
Detrás de mí Abuela se puso a tararear; supe que era
una melodía india, y no hacían falta palabras para que en-
tendiera su significado; me sentí seguro.
De repente ladró un perro y pegué un brinco.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
9
Fue un ladrido largo y lastimero, un aullido que se
quebró en sollozos que el eco recogió y llevó cada vez más
lejos, de regreso a las montañas.
Abuelo rió entre dientes.
—Seguro que es la vieja Maud... No tiene el olfato de un
perro faldero y depende de su oído.
Un minuto después estábamos rodeados de podencos.
Los perros gimieron alrededor de Abuelo y me olisquearon
para conocerme. La vieja Maud volvió a aullar, esta vez
muy cerca, y Abuelo gritó:
—¡Calla, Maud!
La perra supo quién le hablaba, se acercó corriendo y
saltó sobre nosotros.
Caminamos sobre los leños colocados para cruzar el
arroyo: en la otra orilla se alzaba una cabaña de troncos
construida bajo grandes árboles, con la montaña al fondo y
un porche que recorría la fachada.
La cabaña tenía un pasillo ancho que separaba las habi-
taciones. Este pasillo estaba abierto en los extremos. Algu-
nas personas lo llaman «galería», pero los montañeses lo de-
nominan «trotaperros» porque los podencos lo utilizan para
correr de un lado a otro. A un lado había una amplia sala
que servía de cocina, comedor y sala de estar; al otro lado
F ORR ES T CA RTER
10
del trotaperros estaban los dormitorios: el de los abuelos y el
que se convertiría en el mío.
Me tendí sobre la suave lona de piel de ciervo, que es-
taba tensada en una estructura de madera de nogal. A tra-
vés de la ventana abierta divisé la arboleda de la margen
opuesta del arroyo, oscura en medio de esa luz espectral.
El recuerdo de mamá y la novedad del sitio donde estaba
me agobiaron.
Una mano me acarició la cabeza. Abuela se había sen-
tado a mi lado, en el suelo; la rodeaban sus largas faldas y
el pelo trenzado, salpicado de canas, le caía sobre el hom-
bro y llegaba hasta su regazo. Miró por la ventana y se pu-
so a cantar con voz suave y baja:
El bosque y el viento de la arboleda
han percibido su llegada.
Papá montaña le da la bienvenida con su canto.
No temen a Pequeño Árbol
saben que su corazón rebosa afecto
y canturrean: «Pequeño Árbol no está solo».
Hasta el tonto y pequeño Lay-nah,
de aguas balbuceantes y parlanchinas,
danza alegre entre las montañas:
«Ah, oíd mi canción
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
11
sobre el hermano que se ha reunido con nosotros:
Pequeño Árbol es nuestro hermano y ya está aquí».
Awi usdi el cervatillo,
Min-e-lee la codorniz,
y hasta Kagu el cuervo entonan esta canción:
«Valeroso es el corazón de Pequeño Árbol
y su fuerza es la bondad.
Pequeño Árbol nunca estará solo».
Abuela cantó y se meció suavemente. Oí hablar al vien-
to y Lay-nah, el arroyo, canturreó algo sobre mí, se lo con-
tó a todos mis hermanos.
Supe que Pequeño Árbol era yo y me sentí dichoso de que
me quisieran y me aceptaran. Por eso dormí y no lloré.
F ORR ES T CA RTER
12
La Ley
Abuela había pasado todas las tardes de una semana haciendo
unos mocasines para mí. Se sentaba en la mecedora, que crujía
bajo su ligero peso mientras trabajaba, canturreaba y la leña fi-
na de pino chisporroteaba en la chimenea. Valiéndose de un
cuchillo curvo, cortó la piel de venado y preparó las tiras que
utilizó para unir los bordes. Cuando terminó, remojó los moca-
sines en agua. Me los puse mojados y caminé hasta que se seca-
ron, fui de un extremo a otro de la sala hasta que se adaptaron a
mis pies. Eran suaves, cómodos y ligeros como el aire.
Esa mañana, después de ponerme el mono y abrochar-
me la chaqueta, estrené por fin los mocasines. Estaba oscu-
ro, hacía frío e incluso era demasiado temprano para que el
susurrante viento matinal agitara los árboles.
Abuelo había dicho que podía acompañarlo al sendero
alto, siempre y cuando me levantara, y advirtió que él no
me despertaría.
«Por la mañana, el hombre se levanta por propia volun-
tad», me había dicho sin sonreír.
Pero Abuelo hizo mucho ruido al levantarse, chocó con
la pared de mi habitación y habló en tono muy alto con
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
13
Abuela. Así que lo oí, salí antes que él y lo esperé con los
podencos en la oscuridad. —¡Vaya, si estás aquí!—Abuelo
parecía sorprendido.
—Sí, abuelo —respondí y procuré disimular lo orgullo-
so que estaba.
Abuelo señaló con el dedo a los perros que saltaban y
brincaban a nuestro alrededor.
—Vosotros os quedáis aquí —ordenó.
Los perros metieron el rabo entre las patas, gimieron,
suplicaron y la vieja Maud empezó a aullar, pero no nos si-
guieron. Se quedaron allí todos juntos, decepcionados,
viendo cómo nos alejábamos.
Yo había estado por el sendero bajo que seguía la orilla
del arroyo, que serpenteaba y caracoleaba con la hondona-
da hasta llegar al prado en el que Abuelo tenía el granero,
y donde también estaban su mulo y su vaca. El sendero al-
to se bifurcaba hacia la derecha, seguía la ladera de la
montaña y ascendía en pendiente en la misma dirección
que la hondonada. Troté detrás de Abuelo y noté la brusca
inclinación del sendero.
También sentí algo más, como me había dicho Abuela.
Percibí a Mon-o-lah —la madre tierra— a través de los
mocasines. Noté que aquí empujaba y se hinchaba, que
F ORR ES T CA RTER
14
allá se ondulaba y cedía ... así como las raíces que surca-
ban su cuerpo y la vida del agua que recorría lo más pro-
fundo de su ser como si fuera sangre. Estaba tibia, mulli-
da y me acunó en su pecho, como Abuela había dicho.
El aire frío convertía mi aliento en nubes de vapor y el
arroyo quedó muy abajo. Las ramas peladas de los árboles
goteaban agua desde las púas de hielo que rodeaban sus
extremos y, a medida que subíamos, empezamos a ver hielo
también en el sendero. Una luz gris alivió la oscuridad.
Abuelo se detuvo y señaló un lado del sendero. —Ahí
tienes las huellas de los pavos ... ¿Las has visto?
Me puse a gatas y vi las huellas: pequeñas impresiones
como de palitos que se extendían a partir de un eje central.
—Prepararemos la trampa —añadió Abuelo y se alejó
del sendero hasta dar con el hueco de un árbol.
Lo vaciamos. Primero quitamos las hojas; luego Abuelo
sacó su cuchillo de hoja larga, lo clavó varias veces en el
terreno esponjoso y retiramos la tierra, que esparcimos en-
tre las hojas. Cuando el agujero fue tan profundo que des-
de el interior yo no veía el borde, Abuelo me ayudó a salir,
arrastramos ramas de árboles para taparlo y sobre estas co-
locamos brazadas de hojas. Abuelo cavó con el cuchillo de
hoja larga un surco que descendía hasta el agujero y volvía
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
15
a subir hacia las huellas de los pavos. Sacó del bolsillo un
puñado de granos de maíz indio rojo, los esparció por el
surco y arrojó unos cuantos al interior del agujero.
—Y ahora nos vamos —dijo, y echó a andar hacia el
sendero alto.
El hielo, que cubría la tierra como un baño de azúcar gla-
seada, se resquebrajaba a cada paso que dábamos. La montaña
de enfrente pareció aproximarse a medida que la hondonada,
mucho más abajo, se convertía en una delgada grieta; el arroyo
parecía el borde de un cuchillo de acero clavado en la grieta.
Nos sentamos sobre las hojas, junto al sendero, en el mismo
momento en que los primeros rayos del sol acariciaban la cum-
bre de la montaña que se alzaba al otro lado de la hondonada.
Abuelo sacó del bolsillo una galleta salada y carne de venado
para mí y, mientras comíamos, contemplamos la montaña.
El sol dio en la cima como una explosión y arrojó una
lluvia de chispas y reflejos. El centelleo de los árboles he-
lados hacía doler los ojos y se desplazó montaña abajo, co-
mo una ola, mientras el sol hacía descender las sombras
nocturnas. Un cuervo explorador lanzó tres severos recla-
mos para advertir de nuestra presencia.
En ese instante la montaña chasqueó y lanzó suspiros
que arrojaron pequeñas bocanadas de vapor. Silbó y mur-
F ORR ES T CA RTER
16
muró mientras el sol despojaba a los árboles de su letal ar-
madura de hielo.
Abuelo la contempló, igual que yo, y estuvo atento a
medida que los sonidos aumentaban con el viento matinal,
que provocó un suave susurro en la arboleda.
—Está cobrando vida —comentó con voz baja y suave,
sin apartar la mirada de la montaña.
—Es verdad, abuelo, está cobrando vida —coincidí.
En ese mismo instante supe que Abuelo y yo compren-
díamos algo que la mayoría de las personas desconocen.
Las sombras nocturnas retrocedieron montaña abajo, a
través de un pequeño prado cargado de hierba e iluminado
ahora por el baño de luz. El prado estaba en la ladera de la
montaña. Abuelo señaló con la mano: varias codornices ba-
tían las alas, saltaban entre la hierba y se alimentaban de
semillas. Luego Abuelo señaló el gélido cielo azul.
Aunque las nubes brillaban por su ausencia, al princi-
pio no reparé en el punto que sobrevoló la cumbre. Au-
mentó de tamaño. De cara al sol para que su propia som-
bra no la precediera, el ave descendió en picada por la la-
dera; parecía un esquiador sobre las copas de los árboles,
con las alas a medio plegar... como un proyectil marrón...
cada vez más rápido en dirección a las codornices.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
17
Abuelo rió entre dientes. —Es Tal-con, el halcón.
Las codornices se alborotaron y se apresuraron a refugiar-
se en la arboleda... pero una no fue lo bastante rápida. El hal-
cón la alcanzó. Las plumas volaron por los aires y las aves ca-
yeron al suelo. La cabeza del halcón subía y bajaba, asestando
con el pico golpes letales a su presa. Segundos después em-
prendió el vuelo con la codorniz muerta entre las garras, as-
cendió por la ladera y cruzó la cumbre de la montaña.
Aunque no lloré, sé que puse cara de pena porque
Abuelo dijo:
—Pequeño Árbol, no te entristezcas. Es La Ley. Tal-con
atrapó a la lenta y así la lenta no criará polluelos que tam-
bién se muevan despacio. Tal-con come un millar de ratas de
campo que devoran huevos de codorniz, huevos que se con-
vertirían en aves rápidas y lentas, de modo que Tal-con vive
de acuerdo con La Ley. Ayuda a las codornices.
Abuelo arrancó del suelo, con ayuda del cuchillo, una raíz
dulce; la peló para que expulsara su jugosa reserva invernal
de vida. La partió por la mitad y me pasó el trozo más grueso.
—Es La Ley —insistió apacible—. Coge sólo lo que
necesites. Cuando caces venados, no elijas los mejores. Es-
coge los más pequeños y los más lentos y de esta manera
los venados se harán fuertes y siempre te darán carne. Pa-
F ORR ES T CA RTER
18
koh, la pantera, lo sabe y tú debes aprenderlo. —Abuelo se
echó a reír—. Sólo Ti-bi, la abeja, almacena más de lo que
puede aprovechar... y por eso los osos, los mapaches... y los
cheroquíes le roban. Otro tanto ocurre con la gente que
acumula y atesora más de lo que le hace falta. Les será
arrebatado. Y habrá guerras por este asunto... y tendrán
largas conversaciones para tratar de conservar más de lo
que les corresponde. Afirmarán que una bandera les da de-
recho a hacerlo... y los hombres morirán a causa de las pa-
labras y de la bandera... pero no cambiarán las reglas de
La Ley.
Bajamos por el sendero y el sol estaba ya alto cuando
llegamos a la trampa para pavos. Los oímos antes de avis-
tar la trampa. Estaban dentro del agujero, glugluteaban y
emitían escandalosos silbidos de alarma.
—Abuelo, no están encerrados —dije—. ¿Por qué no
bajan la cabeza y salen?
Abuelo se echó al suelo y metió casi todo el cuerpo en
la trampa, sacó un enorme pavo que graznaba, le ató las
patas con una tira de piel y me miró sonriente.
—Tel-qui se parece a algunas personas. Es un sabeloto-
do que jamás baja la vista para mirar lo que lo rodea. Le-
vanta tanto la cabeza que no ve lo que tiene delante.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
19
—¿Como el chófer del autocar? —pregunté porque no
podía olvidar lo mucho que había incordiado a Abuelo.
—¿El chófer del autocar? —Abuelo puso cara de
desconcierto, lanzó una carcajada y siguió riendo mien-
tras metía la cabeza en el agujero y sacaba otro pavo—.
Me parece que sí. Ahora que lo pienso, lanzó una espe-
cie de graznido. Pequeño Árbol, para él se trata de una
carga muy pesada y nosotros no tenemos de qué preo-
cuparnos.
Abuelo colocó los pavos en el suelo, con las patas atadas.
En total eran seis y los señaló.
—Tienen aproximadamente la misma edad... se sabe
por el grosor de las crestas. Pequeño Árbol, sólo necesita-
mos tres, tienes que elegir.
Caminé en torno a los pavos tendidos en el suelo.
Me agaché, los estudié y volví a dar una vuelta a su al-
rededor. Tuve que poner mucho cuidado a la hora de esco-
ger. Me puse a gatas y me desplacé entre los pavos hasta
separar los tres más pequeños.
Abuelo guardó silencio. Desató la tiras de piel de las pa-
tas de los que no elegí, que emprendieron el vuelo y aletea-
ron por la ladera. Abuelo cargó dos pavos al hombro.
—¿Podrás llevar el que queda? —preguntó.
F ORR ES T CA RTER
20
—Sí, abuelo —respondí, aunque no estaba muy seguro
de haber hecho lo correcto.
Una ligera sonrisa arrugó el rostro huesudo de Abuelo.
—Si no fueras Pequeño Árbol... te llamaría Pequeño
Halcón.
Seguí a Abuelo cuesta abajo. El pavo era pesado, pero
me sentí bien cargándolo al hombro. El sol se había incli-
nado hacia la montaña más lejana y su luz se colaba entre
las ramas de los árboles que bordeaban el sendero, por eso
allí donde pisábamos había como dibujos dorados. Al caer
la tarde invernal, el viento había amainado y oí que Abue-
lo, que iba delante, tarareaba una canción. Me habría gus-
tado perpetuar ese instante ... porque supe que había con-
tentado a Abuelo: había aprendido La Ley.
Camina por las montañas bajo el sol de una tarde invernal,
recorre los dibujos del sendero que desciende hasta la caba-
ña; hemos seguido el rastro de los pavos, paraíso que los
cheroquíes conocemos bien.
Contempla el perfil de la montaña y asiste al nacimiento de
la mañana; escucha la melodía del viento en la arboleda,
nota la vida que mana de Mon-o-lah, la tierra, y conocerás
La Ley de todos los cheroquíes.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
21
Aprende que la muerte en vida aparece cuando rompe el día,
que una no existe sin la otra; observa la sabiduría de Mon-
o-lah, y así conocerás La Ley y comprenderás el alma de to-
dos los cheroquíes.
F ORR ES T CA RTER
22
Sombras en la pared de una cabaña
Aquel invierno pasamos las tardes sentados ante la chime-
nea de piedra. Los nudos de madera ligera que extraíamos
del centro de los tocones podridos chisporroteaban y par-
padeaban a causa de la densa resina roja, llenando las pa-
redes de sombras que brincaban, se contraían y volvían a
saltar, haciendo que se poblaran de fantásticos dibujos que
aparecían y desaparecían, que aumentaban de tamaño y se
alejaban. Se producían prolongados silencios en los que
contemplábamos las llamas y las sombras danzarinas. Al
cabo de un rato, Abuelo rompía el silencio y hacía algún
comentario sobre las «lecturas».
Dos veces por semana —las noches del sábado y del
domingo—, Abuela encendía la lámpara de queroseno y
nos leía algo. Encender la lámpara era todo un lujo y no me
cabe duda de que lo hacían por mí. Debíamos usar mode-
radamente el queroseno. Una vez al mes bajaba al pueblo
con Abuelo y cargaba el bidón con una raíz encajada en el
pitorro para no derramar una sola gota durante la vuelta.
Llenar el bidón costaba cinco centavos y Abuelo demos-
traba la confianza que había depositado en mí porque me
permitía llevarlo hasta la cabaña.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
23
Cuando íbamos al pueblo, llevábamos la lista de libros
preparada por Abuela. Abuelo se la entregaba a la biblio-
tecaria y devolvía los libros que Abuela le enviaba. Supon-
go que no conocía nombres de autores modernos, porque
en la lista siempre figuraba el señor Shakespeare (Abuela
siempre anotaba que nos dieran cualquiera de sus obras
que no hubiésemos leído, ya que no conocía los títulos). En
algunas ocasiones ese desconocimiento le causaba a Abuelo
muchos problemas con la bibliotecaria. La mujer retiraba
de los estantes diversos libros del señor Shakespeare y leía
los títulos. Si Abuelo no recordaba el título, la bibliotecaria
leía un fragmento... a menudo Abuelo le pedía que siguiese
leyendo y la mujer recitaba varias páginas. A veces yo re-
conocía el relato antes que Abuelo, le tiraba del pantalón y
le hacía una señal para indicarle que habíamos leído esa
obra. La cosa acabó convirtiéndose en una especie de
competición: Abuelo intentaba decir el título antes de que
yo reconociese el libro, pero enseguida cambiaba de idea,
con lo cual la bibliotecaria se hacía un lío.
Al principio la mujer se inquietó y preguntó al abuelo
para qué quería los libros si no sabía leer. Abuelo le explicó
que era Abuela quien nos los leía. A partir de aquel día lle-
vó su propia lista de nuestras lecturas. Era una mujer ama-
F ORR ES T CA RTER
24
ble y sonreía en cuanto nos veía aparecer por la puerta. Un
día me dio una piruleta de rayas rojas y yo la guardé hasta
que salimos. La partí en dos y la compartí con Abuelo, que
sólo aceptó el trozo más pequeño, porque no logré romper-
la exactamente por la mitad.
Consultábamos constantemente el diccionario porque
yo tenía que aprender cinco palabras por semana. Empe-
zamos por el principio, y eso me creó muchos problemas
porque a lo largo de la semana tenía que tratar de formar
frases con esas palabras. Es un ejercicio muy difícil cuan-
do todas las palabras que aprendes en una semana empie-
zan con A, o con B, si es que ya has llegado a esa letra.
También leímos otros libros, entre ellos Decadencia y caí-
da del Imperio Romano..., y a escritores como Shelley y
Byron, que Abuela no conocía, pero que nos recomendó la
bibliotecaria.
Abuela leía despacio, inclinaba la cabeza hacia el libro y
sus largas trenzas rozaban el suelo. Abuelo se mecía hacia
atrás y hacia delante en su mecedora, que emitía un caden-
cioso crujido; siempre sabía cuándo estábamos en un punto
emocionante porque Abuelo dejaba de balancearse.
Cuando Abuela leyó la historia de Macbeth, vi cómo
aparecían el castillo y las brujas en medio de las sombras, los
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
25
vi cobrar vida en las paredes de la cabaña y me acerqué a la
mecedora de Abuelo. Él dejó de balancearse cuando Abuela
llegó a la parte de las puñaladas, la sangre y todas esas tra-
gedias. Abuelo dijo que no habría pasado nada si lady Mac-
beth se hubiera ocupado de hacer lo que una mujer tenía
que hacer en lugar de meterse en lo que justamente le co-
rrespondía al señor Macbeth; además, no era una verdadera
dama y no entendía por qué la llamaban así. Abuelo dijo to-
do esto al calor de la primera lectura. Más tarde, después de
meditarlo, comentó que era indudable que había algún pro-
blema con esa mujer (a la que se negó a llamar lady) y nos
explicó que una vez había visto a una gama en celo que, al
no encontrar un macho, se volvió loca, chocó contra los ár-
boles y finalmente se ahogó en el riachuelo. Añadió que era
imposible saber si todo era culpa del señor Macbeth —aun-
que había indicios en este sentido, el señor Shakespeare no
lo precisaba—, debido a su incapacidad para tomar la más
mínima decisión.
Abuelo le dio vueltas y más vueltas al asunto y al final
optó por achacar la mayoría de las culpas a la señora Mac-
beth, que tendría que haber descargado su rabia y su mal-
dad de otra manera —aunque no fuese más que golpeándose
la cabeza contra la pared—, en lugar de matar a los suyos.
F ORR ES T CA RTER
26
Abuelo se puso de parte de Julio César cuando lo ase-
sinaron. Dijo que no podía estar de acuerdo con todo lo
que el señor César había hecho —en realidad, tampoco era
posible saber todo lo que había hecho—, pero insistió en
que Bruto y sus cómplices formaban la pandilla más mala
de la que había oído hablar. Le parecía espantosa la forma
en que se ensañaron con aquel individuo, se juntaron todos
y lo mataron a puñaladas. Añadió que, si tenían diferencias
con el señor César, tendrían que habérselo dicho para po-
der arreglar las cosas pacíficamente. Se enojó tanto que
Abuela tuvo que calmarlo. Abuela dijo que todos los pre-
sentes estábamos a favor del señor César en lo del asesina-
to, por lo que Abuelo no tenía con quién discutir; además,
había ocurrido hacía tanto tiempo que no creía que ahora
se pudiese hacer nada para cambiar la situación.
Topamos con verdaderos problemas al leer sobre George
Washington. Para comprender lo que significaba para Abue-
lo, es necesario conocer parte de los antecedentes.
Abuelo tenía los enemigos naturales de cualquier mon-
tañés, a lo que hay que sumar que era más pobre que una
rata y más indio que otra cosa. Supongo que ahora sus
enemigos recibirían el nombre de «estado», pero Abuelo
llamaba «la autoridad» al sheriff, al delegado de hacienda
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
27
estatal o federal o a los políticos de cualquier clase y los
consideraba poderosos monstruos que no tenían el menor
respeto por los que se ganan la vida y se las apañan como
pueden.
Abuelo me explicó que ya era un «hombre hecho y de-
recho cuando se enteró de que fabricar whisky iba contra
la ley». Y añadió que un primo suyo tampoco lo supo nun-
ca y se murió sin saberlo. Dijo que su primo sospechaba
que la autoridad quería jugársela porque no votaba «co-
rrectamente»1 y que jamás llegó a enterarse de cuál era el
modo correcto y exacto de votar. Abuelo estaba convenci-
do de que su primo había muerto antes de tiempo de tanto
preocuparse en época de elecciones por quién votar, por
cómo resolver su «problema». Se ponía tan nervioso que le
dio por beber mucho, y a la larga eso lo llevó a la tumba.
Abuelo achacaba la muerte del primo a los políticos que, en
su opinión, eran responsables de casi todos los crímenes
que se podían rastrear en la historia.
Cuando años después leí aquel libro de historia, me di
cuenta de que Abuela se había saltado los capítulos referen-
tes a las luchas de George Washington con los indios; sé que
sólo leyó las partes buenas de George Washington para que
F ORR ES T CA RTER
28
1 El autor hace un juego de palabras con right, que tanto puede significar «votar lo que corresponde» como «votar a la derecha", (N. del T.)
Abuelo tuviese a alguien a quien mirar y admirar. Abuelo no
tenía el menor respeto por Andrew Jackson ni, como ya he
dicho, por ningún otro político, que yo recuerde.
Después de escuchar las lecturas de Abuela, Abuelo
empezó a hablar de George Washington en muchos de sus
comentarios... y lo ponía como prueba de que, en política,
podía haber un hombre bueno.
Hasta que Abuela metió la pata y leyó sobre la decisión
de gravar el whisky con un impuesto.
Abuela leyó que George Washington se propuso cobrar
impuestos a los fabricantes de whisky y decidir quiénes po-
dían destilarlo. Leyó que el señor Thomas Jefferson res-
pondió a George Washington que era un error, que los po-
bres granjeros de las montañas sólo tenían pequeñas parce-
las en las laderas y no podían cultivar tanto grano como los
terratenientes de las llanuras. Leyó que el señor Jefferson
advirtió que la única manera en que los montañeses extraían
beneficio del maíz era fabricando whisky y que esta cuestión
había causado problemas en Irlanda y en Escocia (de hecho,
es por este motivo que el whisky escocés sabe a quemado:
los productores huyeron de los representantes del rey y de-
jaron quemar sus perolas). George Washington no se atuvo
a razones e hizo aprobar el impuesto al whisky.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
29
Este comentario le llegó hasta el alma a Abuelo. Dejó
de mecerse, no pronunció palabra y contempló el fuego
con la mirada perdida. Abuela se arrepintió porque, des-
pués de la lectura, le dio a Abuelo unas palmaditas en el
hombro y lo rodeó por la cintura mientras se dirigían al
dormitorio. Yo me sentí casi tan mal como Abuelo.
Un mes más tarde, cuando Abuelo y yo íbamos al pueblo,
me di cuenta de lo afectado que estaba. Habíamos descendido
por el sendero, Abuelo delante y yo detrás; ya habíamos deja-
do atrás las rodadas de los carros... y ahora avanzábamos por
el lateral de la carretera. De vez en cuando pasaba algún que
otro coche, pero Abuelo jamás volvía la cabeza porque no
aceptaba que lo llevasen. De repente, un coche paró a nuestro
lado. Era un vehículo abierto, sin ventanillas y con capota de
lona. El hombre que lo conducía estaba vestido de político y
supe que Abuelo no aceptaría que lo acercara al pueblo, pero
me llevé una gran sorpresa.
El individuo se asomó y gritó por encima del ruido del
motor:
—¿Queréis que os lleve?
Abuelo se lo pensó durante un minuto, aceptó, dio las
gracias, montó en el coche y me hizo señas para que subie-
ra a la parte trasera. Empezamos a avanzar por la carretera
F ORR ES T CA RTER
30
y me emocionó ver la velocidad con que cubríamos las
distancias.
Abuelo siempre permanecía erguido y se sentaba recto
como una flecha, pero en el coche y con el sombrero puesto
era demasiado alto. Como no quiso apoyarse en el respaldo,
se vio obligado a inclinarse, con la espalda recta, hacia el pa-
rabrisas; daba la impresión de que no sólo observaba la ca-
rretera, sino que también estudiaba el modo de conducir del
político que llevaba el volante. Me di cuenta de que el hom-
bre se puso nervioso y de que a Abuelo le importaba un ble-
do. Al final, el político preguntó:
—¿Vais al pueblo?
—Sí —replicó Abuelo.
Cubrimos unos cientos de metros más.
—¿Es usted granjero?
—Algo así —repuso Abuelo.
—Yo soy profesor en el State Teachers College —dijo
el hombre. Aunque se expresó con arrogancia, me sor-
prendí y me alegré de saber que no era político. Abuelo no
dijo nada—. ¿Es usted indio? —se interesó el profesor.
—Sí —murmuró Abuelo.
—Ah —masculló el profesor, como si aquello lo expli-
case todo sobre nosotros.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
31
De pronto Abuelo giró la cabeza hacia el profesor y
preguntó:
—¿Qué sabe de George Washington y del impuesto al
whisky?
Parecía que Abuelo le hubiera dado un par de tortas al
profesor.
—¿El impuesto al whisky? —repitió el profesor casi
gritando.
—Sí, el impuesto al whisky —confirmó Abuelo. Súbita-
mente el profesor se ruborizó y se puso nervioso; pensé que
tal vez había tenido algo que ver con el impuesto al whisky.
—Pues no sé —reconoció el profesor—. ¿Se refiere al
general George Washington?
—¿Acaso hay algún otro? —preguntó Abuelo con ex-
presión de sorpresa.
Yo también me sorprendí.
—No —respondió el profesor—, pero no sé nada de es-
te tema.
La respuesta me pareció sospechosa y a Abuelo tampoco
le sentó muy bien. El profesor miró hacia adelante y tuve la
sensación de que iba cada vez más rápido. Abuelo observa-
ba la carretera a través del parabrisas y en ese momento
comprendí por qué había aceptado viajar en coche.
F ORR ES T CA RTER
32
Aunque con gran desesperanza, Abuelo volvió a tomar
la palabra:
—¿Sabe si el general George Washington recibió algu-
na vez un golpe en la cabeza...? Es posible que, en alguna
de las batallas en que participó, una bala de fusil lo alcan-
zara en un lado de la cabeza.
El profesor no miró a Abuelo, estaba cada vez más ner-
vioso.
—Yo… —titubeó—, doy clases de literatura y no sé
nada de George Washington.
Cuando nos acercábamos al pueblo Abuelo dijo que
nos apeábamos. No estábamos ni remotamente cerca del
sitio al que nos dirigíamos. Al bajar a un lado de la ca-
rretera, Abuelo se quitó el sombrero para dar las gracias
al profesor, pero este apenas nos dio tiempo y desapare-
ció dejando una nube de polvo tras de sí. Abuelo comen-
tó que era el tipo de modales que cabía esperar de per-
sonas como ese hombre. Él también pensaba que su acti-
tud era sospechosa y dijo que tal vez era un político que
se hacía pasar por profesor; muchos políticos se movían
entre la gente honrada sin dar a conocer su condición.
Abuelo añadió que no era posible descartar que fuese
profesor porque, por lo que tenía entendido, la mayoría
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
33
de los que se dedicaban a la enseñanza estaban mal de la
cabeza.
En opinión de Abuelo, George Washington seguramen-
te recibió un golpe en la cabeza en alguno de los combates
que libró, cosa que explicaba una decisión como la de gra-
var el whisky. Entonces contó que tuvo un tío al que una
mula le había dado una coz en la cabeza y que, a partir de
aquel momento, no volvió a ser el mismo; él pensaba (aun-
que nunca lo dijo en público) que su tío se había aprove-
chado de aquello para justificarse, como la vez en que un
hombre volvió a su cabaña y encontró a su esposa acostada
con el tío de Abuelo. El tío salió a gatas al patio, se atrin-
cheró como un puerco y empezó a comer porquería. Claro
que nadie supo si estaba fingiendo... mejor dicho, el marido
no lo supo. Abuelo añadió que su tío vivió muchos años y
murió pacíficamente en la cama. Claro que a él no le co-
rrespondía juzgarlo. A mí me pareció que esa explicación
sobre George Washington tenía sentido y pensé que tal vez
aquello explicaba otras cosas que había hecho.
F ORR ES T CA RTER
34
El zorro y los podencos
Caía la tarde invernal cuando Abuelo metió a los viejos
Maud y Ringer en la cabaña porque, según dijo, no quería
que se sintieran incómodos ante el resto de los podencos.
Supuse que estaba a punto de ocurrir algo. Abuela ya lo
sabía. Sus ojos relampagueaban como luces negras y me
puso una camisa de piel de venado, igual a la de Abuelo, y
la mano en el hombro, como había hecho con él. Me sentí
casi adulto.
Aunque no hice una sola pregunta, permanecí alerta.
Abuela me entregó un saco con galletas y carne y dijo:
—Esta noche me sentaré en el porche, estaré atenta y
os oiré.
Salimos al patio, Abuelo llamó a los perros con un sil-
bido y nos pusimos en marcha por la hondonada, cami-
nando junto al arroyo. Los podencos correteaban de un la-
do a otro y nos metían prisas.
Abuelo sólo tenía los perros por dos motivos. El prime-
ro era el maizal. Cada primavera y verano encomendaba a
los viejos Maud y Ringer que se quedaran allí y montasen
guardia para defenderlo de los venados, mapaches, jabalíes
y cuervos que pretendieran zamparse su cosecha.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
35
Como decía Abuelo, la vieja Maud no tenía olfato y prácti-
camente no servía para nada cuando se trataba de seguir el
rastro de un zorro; pero, su oído y su vista eran buenos, y eso
le permitía hacer algo y sentirse orgullosa porque sabía que
era útil. Abuelo insistía en que era muy malo que un podenco
o cualquier otro ser no se respetara a sí mismo.
Ringer había sido un buen rastreador, pero ahora era
viejo. Tenía la cola partida, lo que le daba un aspecto peno-
so, y no veía ni oía demasiado bien. Abuelo explicó que
juntó a Ringer con la vieja Maud para que la ayudase y se
sintiese valioso ahora que era viejo; esa actividad le hacía
sentirse importante, se notaba en su manera de caminar,
con las patas tiesas, con orgullo, sobre todo en los períodos
en que montaba guardia en el maizal.
Cuando cultivaba maíz, Abuelo daba de comer a los vie-
jos Maud y Ringer en el granero de la hondonada, que no es-
taba muy lejos del maizal. Los perros permanecían fielmente
en su sitio. La vieja Maud era los ojos y las orejas de Ringer.
Veía algo en el maizal y echaba a correr, aullando como si
fuera la dueña; Ringer la seguía y hacía lo mismo.
Corrían aparatosamente por entre las plantas y la vieja
Maud era bien capaz de pasar de largo junto a un mapache
si no lo veía, porque le resultaba imposible olerlo... pero
F ORR ES T CA RTER
36
Ringer, que iba detrás, lo percibía perfectamente con el ol-
fato. Apoyaba la nariz en la tierra, bufaba roncamente y
seguía al intruso. Lo expulsaba del maizal y le seguía el
rastro olfateándolo hasta que el mapache trepaba a un ár-
bol. Entonces regresaba apenado. Lo cierto es que Ringer y
la vieja Maud jamás se daban por vencidos y cumplían su
misión.
El segundo motivo por el que Abuelo tenía podencos
era por pura diversión: para rastrear zorros. Nunca utilizó
perros para salir de caza. No los necesitaba. Abuelo cono-
cía abrevaderos y comederos, costumbres y huellas, incluso
el modo de pensar y la personalidad de todos los animales
mejor que cualquier perro.
Cuando lo persiguen los podencos, el zorro rojo traza
un círculo. El círculo siempre tiene la madriguera en el
centro y suele medir cerca de dos kilómetros de diámetro.
Mientras corre hace jugarretas: retrocede, se mete en el
agua y deja pistas falsas, pero no se sale del círculo. A me-
dida que se cansa, el círculo que recorre se va haciendo
cada vez más pequeño hasta que, al final, se repliega en su
guarida. A esto lo llaman «enzorrarse».
Cuanto más corre, más calor tiene el zorro y más fuerte
es el olor que desprende por el hocico. Los perros rastrea-
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
37
dores lo perciben, y ladran cada vez más frenéticos. A esto
lo llaman «rastro caliente».
El zorro gris, en cambio, corre trazando un ocho y su
madriguera se encuentra en el punto exacto en el que se
cruzan sus huellas cada vez que traza ese ocho.
Abuelo también conocía la manera de pensar del mapa-
che, se reía de sus travesuras y aseguraba que el animal le
había tomado el pelo en más de una ocasión. Conocía las
huellas de los pavos y le bastaba una simple ojeada para
rastrear la trayectoria de una abeja del abrevadero a la
colmena. Lograba que los venados se le acercaran, pues
conocía la natural curiosidad de estos animales; era capaz
de pasar entre una bandada de codornices sin que estas se
agitaran. Jamás las molestaba, sólo tomaba lo que necesi-
taba y yo sé que las aves lo comprendían.
Abuelo no vivía de los animales, sino con ellos.
Los montañeses blancos eran duros y Abuelo se lleva-
ba bien con ellos, aunque a veces eran capaces de soltar
los perros, alborotaban las montañas y perseguían a los
animales de caza por aquí y por allá hasta que todos co-
rrían a ponerse a cubierto. Si los montañeses blancos
veían una docena de pavos y podían, sacrificaban los do-
ce ejemplares.
F ORR ES T CA RTER
38
De todos modos, respetaban a Abuelo como experto
del bosque. Lo noté en sus miradas y en el modo en que se
tocaban el ala del sombrero cuando lo encontraban en la
tienda del cruce de caminos. Aunque no se internaban con
sus armas y sus perros en las hondonadas y las montañas
de Abuelo, se quejaban constantemente de que en sus tie-
rras la caza escaseaba cada vez más. Abuelo solía menear
la cabeza al oír sus comentarios, pero nunca abría la boca.
Conmigo hablaba: jamás comprenderían La Ley de los
cheroquíes.
Los perros iban detrás de nosotros y yo corría detrás de
Abuelo; era esa hora misteriosa y emocionante para estar en
las hondonadas, cuando el sol ya se ha puesto y la luz pasa
del rojo al color sangre oscura y sigue cambiando y ennegre-
ciéndose, como si el día estuviese vivo pero agonizase. Hasta
la brisa era furtiva y susurrante, como si tuviese cosas que
decir pero no pudiera expresarlas abiertamente.
Los animales se retiraban a sus madrigueras y los de
vida nocturna salían de cacería. Al pasar por el prado, jun-
to al granero, Abuelo se detuvo y yo prácticamente choqué
con él.
Un búho volaba hacia nosotros hondonada abajo, se
desplazaba más o menos a la altura de la cabeza de Abuelo
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
39
y pasó a su lado sin emitir sonido alguno, ni un susurro ni
el batir de las alas, hasta posarse, silencioso como un es-
pectro, en el granero.
—Es una lechuza —precisó Abuelo—, como las que a
veces se oyen de noche y que se parecen a una mujer que
se queja. Ha venido a buscar ratas.
Como yo no quería molestar a la lechuza e impedir que
cazara ratas, mantuve a Abuelo entre el granero y yo
cuando pasamos por delante.
Cayó la noche y las montañas nos rodearon a derecha
e izquierda mientras caminábamos. Poco después llega-
mos a la Y que formaba el sendero y Abuelo giró a la iz-
quierda. Por esa parte casi no quedaba sitio para el cami-
no entre la ladera y el arroyo y por eso Abuelo lo llamaba
«el estrecho». Daba la sensación de que, si estirabas los
brazos, podías tocar las montañas, que se elevaban majes-
tuosas, oscuras, adornadas por las copas de los árboles y
dejaban una delgada franja de cielo estrellado sobre nues-
tras cabezas.
A lo lejos, una paloma emitió su melancólico reclamo
prolongado y gutural: las montañas recogieron el mensaje,
se hicieron eco del sonido y lo trasladaron cada vez más le-
jos, hasta que te preguntabas cuántos montes y hondonadas
F ORR ES T CA RTER
40
era capaz de recorrer ese reclamo... se extinguió tan lejos
que, más que un sonido, parecía un recuerdo.
Todo parecía muy solitario y me pegué a los talones de
Abuelo. Lamenté que ninguno de los podencos fuera de-
trás de mí. Caminaban delante de Abuelo, de vez en cuan-
do correteaban a su lado y gemían, esperando que les or-
denase seguir algún rastro.
El estrecho subía en pendiente y poco después oí el so-
nido de una gran masa de agua: un riachuelo que cruzaba
lo que Abuelo llamaba el «desfiladero colgante».
Dejamos atrás el sendero y subimos por la montaña,
por encima del riachuelo. Abuelo despidió a los perros. Le
bastó señalar con el dedo y gritar que se fueran para que se
alejaran lanzando pequeños gemidos, según Abuelo, como
niños que salen a coger moras.
Descansamos en la pineda desde la que se divisaba el ria-
chuelo. No hacía frío. Los pinares despiden calor y por eso en
verano es mejor descansar entre los robles, los nogales o cual-
quier otro árbol parecido, ya que los pinos resultan agobiantes.
Las estrellas se bañaban y jugueteaban en el riachuelo,
y chapoteaban entre las olas. Abuelo dijo que más tarde oi-
ríamos a los podencos, cuando descubriesen el rastro de
Slick, que es como él llamaba al zorro.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
41
Abuelo me explicó que estábamos en territorio de Slick.
Hacía cinco años que se conocían. La mayoría de las per-
sonas creen que todos los cazadores de zorros matan a sus
presas, pero no es así. Abuelo jamás mató un zorro. El sen-
tido de la caza del zorro está en los podencos, en ver cómo
lo rastrean. Abuelo siempre ordenaba a los perros que re-
gresaran cuando el zorro «se enzorraba».
Abuelo me contó que, cuando su vida se volvía monó-
tona, Slick había llegado al extremo de aproximarse a los
límites del claro donde se alzaba la cabaña y de quedarse
allí, intentando hacer que Abuelo y los podencos le siguie-
sen el rastro. A veces Abuelo tenía muchos problemas con
los perros, que ladraban y aullaban mientras Slick los pro-
vocaba hondonada arriba.
Abuelo añadió que le encantaba perseguir a Slick cuando
estaba arisco y no tenía ganas de que lo siguieran. En los mo-
mentos en que le apetece «enzorrarse», el zorro recurre a trucos
muy ingeniosos para despistar a los podencos. Si está de humor
juguetón, retoza por todas partes. Abuelo dijo que lo mejor
era que Slick sabía que él se estaba desquitando por las veces
que se pavoneaba delante de la cabaña y le creaba problemas.
El cuarto de luna asomó por encima de la montaña.
Trazó dibujos a través de los pinos, arrancó destellos al ria-
F ORR ES T CA RTER
42
chuelo y convirtió en delgados barcos plateados los jirones
de niebla que se desplazaban lentamente por el estrecho.
Abuelo se recostó en un pino y separó las piernas. Lo
imité y dejé el saco de provisiones a mi lado, como si estu-
viera a mi cargo. No muy lejos se oyó un ladrido sonoro,
prolongado y hueco.
—Es Rippitt —dijo Abuelo y rió roncamente—. Miente
como un bellaco. Rippitt sabe lo que buscamos... y como es
impaciente, finge haber dado con el rastro. Escucha con
atención y comprobarás que su ladrido suena falso. Sabe
que está mintiendo.
Era verdad, el ladrido sonaba a falso. —Es una puñete-
ra mentira —afirmé.
Abuelo y yo podíamos soltar tacos siempre y cuando
Abuela no estuviera cerca.
Poco después los demás podencos le dieron su mereci-
do, lo rodearon y aullaron en lugar de ladrar. En las mon-
tañas los llaman «perros faroleros». Enseguida volvió a
reinar el silencio.
Al cabo de un rato un ladrido ronco rompió la quietud.
Sonó largo y distante y enseguida supe que era auténtico
porque transmitía entusiasmo. El resto de los podencos
reaccionó.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
43
—Ese era Blue Boy. Cuando crezca será el mejor ras-
treador de las montañas —explicó Abuelo—. El que ladró
después era Little Red... y ahora ladra Bess. —Sonó otro la-
drido, un tanto frenético. —Ahí tienes a Rippitt, que por fin
se ha enterado de lo que pasa.
Todos ladraban ahora y parecía que estaban cada vez
más lejos; los ladridos sonaron por delante y por detrás
hasta que dio la sensación de que estábamos rodeados de
podencos. De pronto el sonido cesó.
—Están al otro lado del monte Clinch —dijo Abuelo.
Aunque agucé el oído, no oí nada más.
Un chotacabras graznó en la ladera de la montaña que
estaba detrás de nosotros y con su agudo silbido cortó el
aire. Desde el otro lado del riachuelo le respondió un búho,
que pareció preguntarle quién era.
Abuelo rió silenciosamente.
—El búho vive en la hondonada y el chotacabras en las
cumbres. A veces el chotacabras se cree que cerca del agua
hay presas fáciles y al búho no le gusta nada.
Un pez chapoteó en el riachuelo. Empecé a preocu-
parme y, en voz baja, le pregunté a Abuelo:
—¿Crees que los podencos se han perdido?
F ORR ES T CA RTER
44
—No. Enseguida los oiremos. Llegarán por el otro lado
del monte Clinch y cruzarán la cresta que tenemos delante.
Así fue. Al principio sonaban muy lejos, pero se acercaban
cada vez más, ladrando y aullando, atravesaron a lo largo la
cresta y cruzaron el riachuelo un poco más abajo. Bordearon
la ladera de la montaña que se alzaba a nuestras espaldas y
partieron nuevamente hacia el monte Clinch. Esta vez corrie-
ron por la vertiente cercana del monte Clinch y los oímos.
—Slick empieza a cerrar el círculo —anunció Abuelo—.
Es posible que esta vez, después de que los podencos cru-
cen el riachuelo, Slick los conduzca hasta ponerlos delante
de nosotros.
Abuelo tenía razón. Los oímos chapotear en el riachue-
lo, poco más abajo... y mientras chapoteaban y ladraban,
Abuelo se incorporó y me sujetó del brazo.
—Ahí lo tienes —murmuró.
Ahí estaba Slick, que se deslizó entre los troncos de los
sauces, a orillas del riachuelo. Corría con la lengua fuera y su
cola espesa colgaba descuidada. Tenía las orejas puntiagudas,
corría con elegancia y se tomó todo el tiempo que quiso para
rodear una pila de maleza. En cierto momento se detuvo, alzó
una pata delantera, se la lamió, giró la cabeza hacia los ladri-
dos de los podencos y reanudó la marcha.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
45
En el río, más o menos por debajo de donde estábamos
Abuelo y yo, había varias piedras que sobresalían por encima
del agua: cinco o seis de ellas prácticamente llegaban hasta la
mitad del río. Al alcanzar la orilla, Slick se detuvo y miró hacia
atrás, como si calculara la distancia a que se encontraban los
perros. Se sentó con toda la calma del mundo, de espaldas a
nosotros, y se dedicó a contemplar el río. La luna arrancó des-
tellos rojos de su pelaje y los podencos acortaron distancias.
Abuelo me pellizcó el brazo. —¡Míralo ahora!
Slick saltó de la orilla a la primera piedra, en la que es-
tuvo bailando un minuto. Luego pasó a la siguiente y vol-
vió a danzar; después saltó a la tercera y así hasta llegar a
la última y quedar casi en medio del riachuelo.
Se dio la vuelta y brincó de piedra en piedra hasta al-
canzar la más próxima a la orilla. Permaneció inmóvil y
agudizó nuevamente el oído; se lanzó al agua y chapoteó
hasta desaparecer de la vista. Había calculado el tiempo
perfectamente porque acababa de esfumarse cuando apa-
recieron los podencos.
Blue Boy abría la partida con el hocico pegado al suelo.
Rippitt le pisaba los talones y Bess y Little Red iban juntos por de-
trás. De vez en cuando algún perro levantaba el hocico del sue-
lo y lanzaba un aullido que te ponía los pelos de punta.
F ORR ES T CA RTER
46
Llegaron al sitio de las piedras que sobresalían en la
superficie y Blue Boy no dudó un instante: avanzó, saltando
de piedra en piedra, mientras los demás lo seguían.
Al llegar a la última piedra, Blue Boy se detuvo, pero
Rippitt no lo hizo. Se zambulló como si no tuviera dudas y
empezó a nadar hacia la otra orilla. Bess hizo lo mismo y
también se puso a nadar.
Blue Boy alzó la cabeza y olisqueó el aire. Little Red per-
maneció en la piedra, tras él. Poco después Blue Boy y Little
Red saltaron por las piedras hacia nosotros. Llegaron a la
orilla y Blue Boy marcó el camino. En cuanto percibió el
rastro de Slick, lanzó un aullido prolongado y escandaloso.
Little Red se unió a él.
Bess dio la vuelta, siguió nadando y regresó mientras,
totalmente desconcertado, Rippitt corría arriba y abajo por
la orilla opuesta. Gemía, se lamentaba y correteaba con el
hocico pegado al suelo. Al oír a Blue Boy, se lanzó al agua y
nadó con tanto afán que se empapó la cabeza. Por fin llegó
a la orilla y retomó el rastro detrás de los otros perros.
Abuelo y yo nos reímos tanto que estuvimos a punto de
caer cuesta abajo. Perdí mi asidero en un pino joven y caí
hasta unas matas espinosas. Abuelo me rescató y todavía
reíamos mientras sacábamos espinas de mi cabellera.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
47
Abuelo insistió en que sabía que Slick haría esa manio-
bra y que por eso había elegido el sitio donde nos detuvi-
mos. Estaba convencido de que Slick se había apostado
cerca y vigilaba también a los podencos.
Abuelo me explicó que el motivo por el que Slick ha-
bía esperado a que los perros se acercaran tanto era que
quería que su rastro sobre las piedras fuera fresco, ya
que calculó que, cuando se entusiasmaran, los sentimien-
tos de los podencos predominarían sobre su razón. Dio
resultado con Rippitt y con Bess, pero no con Blue Boy y
Little Red.
Abuelo dijo que muchas veces había visto que la gente
comete el mismo error, hace el ridículo tanto como Rippitt
cuando sus sentimientos se anteponen a su razón. Yo tam-
bién pienso que es así.
Ya clareaba y yo ni siquiera me había enterado.
Abuelo y yo bajamos hasta el claro de la orilla del ria-
chuelo y comimos las galletas saladas y la carne. Los pe-
rros ladraban en las cercanías y deambulaban por la cima
que teníamos delante.
El sol coronó la montaña, iluminó los árboles que bor-
deaban el riachuelo e hizo salir a los reyezuelos de la male-
za y a un cardenal rojo.
F ORR ES T CA RTER
48
Abuelo encajó su cuchillo por debajo de la corteza de
un cedro y dobló uno de los extremos hasta formar un cu-
charón. Recogimos agua fresca del riachuelo y vimos los
guijarros del fondo. El agua tenía gusto a cedro, lo que me
provocó más hambre todavía, pero ya nos habíamos comi-
do todas las galletas.
Abuelo dijo que era probable que Slick volviera a aparecer en
la otra orilla del riachuelo, así que seguramente podríamos verlo
otra vez, pero no debíamos hacer ruido. Yo ni siquiera me moví
cuando las hormigas treparon por mi pie, aunque ganas no me
faltaron. Abuelo las vio y me dijo que podía apartarlas de un
manotazo, que Slick no me vería. Las espanté.
Poco después los podencos aparecieron nuevamente a
nuestros pies, río abajo, y enseguida vimos a Slick remolonean-
do en la otra orilla, con la lengua fuera. Abuelo silbó bajo y Slick
se detuvo y nos miró a través del riachuelo. Permaneció inmóvil
un minuto y entrecerró los ojos, como si nos sonriera. A conti-
nuación lanzó un bufido y despareció al trote.
Abuelo dijo que Slick bufaba porque estaba disgustado,
pues le habíamos causado todos esos problemas. Me acor-
dé de que Slick se lo merecía.
Abuelo me contó que algunos hombres decían que habían
oído hablar de que los zorros «se intercambiaban» y que él lo
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
49
había visto con sus propios ojos. Recordó que años atrás le
seguía el rastro a un zorro cuando se sentó a descansar en un
montecillo, por encima del claro de una pradera. El zorro, un
ejemplar rojo, apareció con los podencos corriendo tras él, se
detuvo ante un tronco hueco y lanzó un suave ladrido. Otro
zorro salió del hueco y el que acababa de llegar ocupó su lu-
gar. El segundo zorro se alejó corriendo y los perros le siguie-
ron el rastro. Abuelo añadió que se acercó al árbol y oyó
que el zorro roncaba mientras los podencos pasaban a
pocos metros. Ese zorro viejo estaba tan seguro de sí mismo
que le importaba un rábano que los perros se le acercasen.
Blue Boy y la jauría subieron por la orilla del río. Ladraban
a cada paso porque el rastro era muy intenso. Desaparecieron
de nuestra vista y al cabo de un minuto un ladrido se apartó
de los demás y se convirtió en aullidos y gimoteos.
Abuelo maldijo:
—¡Maldito sea! De nuevo Rippitt intenta acortar cami-
no y engañar a Slick. Se ha apartado de los otros y se ha
perdido.
En las montañas llaman «perro de caza embaucador» al
podenco que hace eso.
Abuelo dijo que tendríamos que gritar y ladrar para
guiar a Rippitt de regreso y que la persecución del zorro se
F ORR ES T CA RTER
50
acabaría porque el resto de los perros también regresaría a
nuestro lado. Pusimos manos a la obra.
Aunque no pude lanzar un aullido tan largo como el de
Abuelo —que casi parecía una canción tirolesa—, en su
opinión no lo hice tan mal.
Los podencos aparecieron poco después y Rippitt se
presentó avergonzado de lo que había hecho. Se rezagó,
supongo que con el deseo de pasar desapercibido. Abuelo
dijo que se lo merecía y que era posible que esta vez
aprendiese que, si engañas, te creas problemas innecesa-
rios. Su explicación me pareció razonable.
El sol había alcanzado su inclinación vespertina cuando
dejamos atrás el desfiladero colgante y bajamos por el es-
trecho hacia la cabaña. Los perros arrastraban las patas
por el sendero y supe que estaban cansados. Yo también lo
estaba y me habría costado mucho llegar si Abuelo no hu-
biese estado tan agotado como para andar despacio.
Anochecía cuando avistamos el claro de la cabaña y a
Abuela. Salió al sendero para recibirnos. Me cogió en bra-
zos, aunque podría haber llegado solo, y tomó a Abuelo de
la cintura. Supongo que yo estaba exhausto, porque me
quedé dormido sobre el hombro de Abuela y no me enteré
cuando llegamos a la cabaña.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
51
«Me interesas, Bonnie Bee»
Si miro hacia el pasado, me parece que Abuelo y yo éramos
bastante tontos. Abuelo no lo era cuando se trataba de
montañas, animales, el clima u otras cosas semejantes, pero
a la hora de meterse con las palabras, los libros y esas cues-
tiones, tanto Abuelo como yo lo dejábamos todo en manos
de Abuela, que se ocupaba de resolver los problemas.
Como aquella vez en que una señora nos preguntó có-
mo se llegaba a cierto sitio.
Habíamos bajado al pueblo y regresábamos a la caba-
ña, por cierto, bastante cargados. Llevábamos tantos libros
que decidimos repartirlos. Abuelo estaba desconcertado
con la cantidad de libros, decía que la bibliotecaria nos da-
ba demasiados por mes y que empezaba a mezclar los per-
sonajes de las historias.
Hacía un mes que Abuelo sostenía que Alejandro Magno se
alió con los grandes banqueros durante el congreso continental
en su intento de hundir al señor Jefferson. Abuela le explicó
que por aquel entonces Alejandro Magno no se dedicaba a la
política y, por si esto fuera poco, que ya no vivía en esa época.
Pero a Abuelo se le metió en la cabeza que sí y por eso tuvimos
que volver a pedir prestado el libro de Alejandro Magno.
F ORR ES T CA RTER
52
Abuelo estaba relativamente seguro de que el libro
confirmaría lo que Abuela había dicho. Yo también, pues
Abuela nunca se equivocaba con lo que decían los libros.
Así es que, en el fondo siempre supimos que Abuela te-
nía razón y que a Abuelo se le había atragantado la idea de
que se confundía porque leíamos demasiados libros. Creo
que eso tenía sentido.
Resumiendo, yo cargaba con una de las obras del señor
Shakespeare y el diccionario, además del bidón de queroseno.
Abuelo llevaba el resto de los libros y una lata de café. Abuela
adoraba el café y, al igual que Abuelo, me figuré que resulta-
ría de gran ayuda cuando nos ocupáramos de Alejandro
Magno, pues hacía un mes que el tema la preocupaba.
Caminábamos por la carretera —yo detrás de Abuelo—
y el pueblo había quedado atrás cuando un cochazo negro
frenó a nuestro lado y paró. Era el vehículo más grande
que había visto en mi vida. En el coche viajaban dos seño-
ras y dos hombres; las ventanillas de cristal se introducían
directamente en la portezuela.
Yo jamás había visto nada parecido... y Abuelo tampo-
co; ambos observamos la forma en que la ventanilla desa-
parecía de la vista cuando una de las señoras le dio a la
manivela. Más tarde Abuelo me contó que observó la por-
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
53
tezuela de cerca y descubrió una estrecha abertura donde
se introducía el cristal. Yo no la vi porque era demasiado
bajo.
La señora estaba bien vestida, llevaba varios anillos y
de sus orejas colgaban grandes pendientes.
—¿Qué dirección tenemos que tomar para ir a Chatta-
nooga? —preguntó.
El motor del coche funcionaba tan bien que apenas se oía.
Abuelo dejó la lata de café en el suelo y apoyó los libros
encima para que no se ensuciasen. Hice lo mismo con el bi-
dón de queroseno. Abuelo solía decir que, cuando te dirigían
la palabra, debías escuchar con el debido respeto y dedicar
toda tu atención a lo que te decían. A continuación Abuelo
se tocó el ala del sombrero en señal de respeto hacia la seño-
ra, pero creo que ella se ofendió, porque le gritó:
—Le he preguntado qué dirección tenemos que tomar
para ir a Chattanooga. ¿Es usted sordo?
—No, señora, hoy mi salud y mi oído están muy bien,
le agradezco su interés —respondió Abuelo—. ¿Qué tal se
encuentra usted?
Abuelo hablaba en serio, ya que era costumbre intere-
sarse por el bienestar del prójimo. Abuelo y yo nos sor-
prendimos cuando la mujer se puso furiosa, aunque tal vez
F ORR ES T CA RTER
54
se debió a que los demás viajeros rieron, como si ella hu-
biese hecho algo divertido.
La señora gritó todavía más alto:
—¿Piensa decirnos cómo llegar a Chattanooga?
—Por supuesto, señora.
—¡Bueno, hable de una buena vez! —insistió la mujer.
—Bueno —repitió Abuelo—, en primer lugar, van en di-
rección equivocada, hacia el este, cuando tendrían que diri-
girse al oeste. Claro que no es derecho hacia el oeste, sino un
poquitín hacia el norte, más o menos por donde cae aquella
gran cumbre... y entonces llegarán a Chattanooga.
Abuelo volvió a tocarse el sombrero y nos agachamos
para recoger las cosas.
La mujer asomó la cabeza por la ventanilla y chilló:
—¿Está hablando en serio? ¿Qué carretera tenemos
que coger?
Abuelo se incorporó sorprendido.
—Señora, supongo que cualquiera que se dirija al oes-
te... sin olvidarse de torcer hacia el norte.
—¿Qué son ustedes? ¿Un par de forasteros? —se des-
gañitó la mujer.
La última pregunta nos desconcertó a Abuelo y a mí; yo
jamás había oído esa palabra y me parece que Abuelo tam-
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
55
poco. Durante un minuto miró a la mujer sin pestañear y
repuso con firmeza:
—Supongo que sí.
El cochazo arrancó en la misma dirección que llevaba,
hacia el este, la incorrecta. Abuelo meneó la cabeza y co-
mentó que, en sus setenta y pico años de vida, se había to-
pado con algunos chalados, pero esa señora se llevaba la
palma. Le pregunté si cabía la posibilidad de que la mujer
fuera política y Abuelo replicó que, por lo que sabía, las
políticas no existían, aunque tal vez fuese la esposa de un
político.
Nos desviamos en las rodadas de los carros. Como
siempre que regresábamos del pueblo, al llegar a ese punto
yo pensaba qué podía preguntarle a Abuelo. Como ya he
dicho, cuando le dirigían la palabra siempre se detenía a
considerar lo que acababa de oír. De esta forma, yo tenía la
oportunidad de alcanzarlo. Supongo que era pequeño para
mi edad (cinco años, aunque me faltaba poco para cumplir
los seis), ya que mi cabeza quedaba justo por encima de las
rodillas de Abuelo, y siempre iba corriendo detrás de él.
Me había rezagado mucho, me costaba seguir corrien-
do y prácticamente tuve que gritar:
—Abuelo, ¿alguna vez ha estado en Chattanooga?
F ORR ES T CA RTER
56
Abuelo se detuvo y dijo:
—No, pero una vez estuve a punto de ir.
Lo alcancé y deposité en el suelo el bidón de queroseno.
—Fue hace veinte... puede que treinta años. Tenía un
tío que se llamaba Enoc y que era el más pequeño de los
hermanos de mi padre. Se estaba haciendo viejo y cuando
bebía las ideas se le confundían y desvariaba. Tío Enoc
solía desaparecer, se internaba en las montañas y en la
ocasión que te cuento estuvo fuera tres o cuatro semanas.
Preguntamos entre la gente que viajaba. Así fue como nos
enteramos de que estaba preso en Chattanooga. Yo estaba
a punto de ir a buscarlo cuando se presentó en la cabaña.
—Abuelo hizo una pausa para recordar y se echó a re-
ír—. Así es, se presentó descalzo y cubierto sólo con un
viejo y holgado pantalón de montar que sujetaba con la
mano. Parecía que le habían pasado por encima un mon-
tón de mapaches y jabalíes... estaba muy maltrecho. Re-
sultó que había regresado a pie a través de las montañas.
—Abuelo se partía de risa y yo, para descansar las pier-
nas, me senté en el bidón de queroseno—. Tío Enoc dijo
que se había emborrachado y que no recordaba cómo lle-
gó a Chattanooga, pero al despertar se encontró en una
habitación, en la cama con dos mujeres. Explicó que aca-
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
57
baba de empezar a levantarse y a apartarse de las mujeres
cuando la puerta tembló de arriba abajo y un sujeto cor-
pulento entró en el cuarto. El hombre estaba frenético y
dijo que una de las mujeres era su esposa y la otra su
hermana. Por lo visto, tío Enoc se las apañó para relacio-
narse prácticamente con toda la familia.
«Tío Enoc dijo que las mujeres se incorporaron y le gri-
taron para que pagase a ese sujeto; el hombre también le gri-
taba y tío Enoc no hacía más que mirar a su alrededor bus-
cando sus pantalones. Aunque dudaba que hubiese dinero
en los bolsillos, sabía que llevaba una navaja afilada. De to-
dos modos, el individuo parecía ir por todas. Tío Enoc no
logró encontrar sus pantalones, no sabía qué había hecho
con ellos y, como no le quedaba otra salida, saltó por la ven-
tana. El problema fue que la ventana correspondía a una
habitación del segundo piso. Tío Enoc cayó espatarrado en
la grava y las piedras y por eso quedó maltrecho.
»No llevaba puesta una sola prenda de vestir, pero es-
taba envuelto en la cortina que cayó con él. Dijo que se
cubrió las partes con la cortina y que decidió esconderse
hasta que anocheciera. La pega fue que no encontró dónde
ocultarse; se topó de lleno con un grupo de personas que
corrían de un lado a otro. Dijo que estas personas eran
F ORR ES T CA RTER
58
muy maleducadas y que lo persiguieron sin cesar. La auto-
ridad lo capturó y lo encerró en la cárcel.
»A la mañana siguiente le entregaron un pantalón, una
camisa y un par de zapatos que le quedaban grandes y, junto
a otros, lo pusieron a barrer las calles. Tío Enoc explicó que,
en total, eran menos de doce barrenderos y que era imposi-
ble que lograran limpiar las calles. La gente arrojaba cosas al
suelo sin darles tiempo a recogerlas. Llegó a la conclusión de
que ese trabajo no tenía sentido y decidió largarse. A la pri-
mera oportunidad que se le presentó, se apartó del grupo y
echó a correr. Un tipo lo sujetó de la camisa, pero se soltó.
Aunque también perdió los zapatos, conservó el pantalón.
Se ocultó en una arboleda, esperó a que anocheciese, se
orientó por las estrellas y echó a andar hacia casa. Tardó tres
semanas en cruzar las montañas y se alimentó de nueces y
bellotas, como los cerdos. De esta manera tío Enoc se curó
de la costumbre de beber... Por lo que sé, nunca más volvió a
pisar un pueblo». Pues no —concluyó Abuelo—, nunca he
estado en Chattanooga, ni pienso ir.
En ese mismo instante tomé la decisión de que yo tam-
poco iría nunca a Chattanooga.
Esa noche, durante la cena, decidí preguntárselo a
Abuela y dije:
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
59
—Abuela, ¿qué significa forasteros?
Aunque Abuelo dejó de comer, no apartó la mirada del
plato. Abuela me miró y luego observó a Abuelo. Se le ilu-
minaron los ojos.
—Veamos, son forasteros los que están en un sitio en el
que no han nacido.
—Abuelo dijo que suponía que éramos forasteros —me
solté.
Me refería a la señora del cochazo, le conté que nos había
llamado forasteros y cuando dije que Abuelo había respondi-
do que suponía que sí, él apartó el plato y tomó la palabra:
—Supongo que no nacimos ahí mismo, al borde de la ca-
rretera, lo que nos convierte en forasteros de ese sitio. De to-
dos modos, es otra de esas desgraciadas palabras de las que
podemos prescindir. —Abuelo siempre decía «desgraciado»
en lugar de «puñetero» delante de Abuela—. Siempre he pen-
sado que hay demasiadas palabras desgraciadas.
Abuela le dio la razón porque no quería tener una dis-
cusión sobre las palabras. Por ejemplo, nunca había logra-
do que Abuelo reconociera que se equivocaba con algunas
palabras. Él decía que «nuevo» era algo que tenías y que
nadie había usado antes y que, por lo tanto, el verbo era
«nuevear». También decía que «trueque» significaba cam-
F ORR ES T CA RTER
60
biar una cosa por otra y que, por lo tanto, el verbo era
«truequear». Abuelo nunca daba su brazo a torcer porque
sus explicaciones tenían sentido.
Abuelo estaba convencido de que, si hubiera menos pa-
labras, en el mundo no existirían tantos problemas. Me
confesó en secreto que siempre había algún insensato que
se inventaba una palabra sólo para crear dificultades. Creo
que tenía razón. Abuelo prefería el sonido —o el modo de
pronunciar una palabra— al significado. En su opinión, las
personas que pronunciaban palabras distintas podían sen-
tir lo mismo si escuchaban la música que había en ellas.
Abuela estaba de acuerdo porque esa era la forma en que
se hablaban entre ellos.
Abuela se llamaba Bonnie Bee. Lo supe cuando una
noche, muy tarde, oí decir a Abuelo: «Me interesas, Bonnie
Bee». En realidad, le estaba diciendo que la quería y la
manera de decirlo contenía ese sentimiento.
Cuando charlaban, Abuela preguntaba: «Wales, ¿te in-
tereso?», y Abuelo respondía: «Me interesas», cuando en
realidad quería decir: «Te entiendo». Para los abuelos,
amor y comprensión eran la misma cosa. Abuela aseguraba
que era imposible amar lo que no entendías, que no podías
amar a las personas o a Dios si no los entendías.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
61
Como los abuelos se comprendían, tenían amor. Abuela
decía que la comprensión se hacía más profunda con el pa-
so de los años y que era algo que estaba más allá de lo que
los mortales podían inventarse o explicar. Por eso lo llama-
ban «emparentarse».
Abuelo decía que, antes de que él naciera, la palabra
«parientes» se usaba para referirse a toda persona a la que
entendías y con la que te entendías, aludía a los «seres que-
ridos». Pero la gente se volvió egoísta y fue reduciendo el
significado hasta limitarlo a los parientes de sangre cuando,
en realidad, este nunca fue su sentido.
Abuelo me contó que, de pequeño, su padre tenía un
amigo que solía merodear por la cabaña. Era un viejo che-
roquí llamado Mapache Jack, que siempre estaba enfada-
do y de mal humor. No entendía qué había visto su padre
en el viejo Mapache Jack.
Explicó que de vez en cuando iban a la pequeña iglesia
de la hondonada. Un domingo llegó el momento de dar fe,
cuando los feligreses se ponían en pie, a medida que sen-
tían que el Señor los llamaba, y declaraban sus pecados y
lo mucho que amaban a Dios.
Abuelo contó que en el momento de dar testimonio de fe,
Mapache Jack se puso en pie y dijo: «He oído que aquí hay
F ORR ES T CA RTER
62
algunos que han hablado de mí a mis espaldas. Quiero que
sepáis que me he enterado. Me gustaría saber qué os pasa, si
estáis celosos porque los diáconos me han confiado la llave
del cajón con los cancioneros. Os diré algo más: si a alguien
no le gusta, resolveremos el problema con lo que llevo en el
bolsillo». Abuelo añadió que, como era de esperar, Mapache
Jack se levantó la camisa de piel de venado y mostró la pis-
tolera. Estaba que reventaba de furia.
La iglesia estaba llena de hombres valientes —incluido el
padre de Abuelo—, capaces de dejarte seco sin que te entera-
ras, pero nadie dijo esta boca es mía. El padre de Abuelo se
incorporó y dijo: «Mapache Jack, todos los presentes admi-
ramos el modo en que has cuidado la llave del cajón de los
cancioneros. Nunca se había hecho mejor. Si alguien ha pro-
nunciado palabras que provocaron tu malestar, aquí y ahora
declaro el arrepentimiento de todos los presentes».
Totalmente apaciguado y satisfecho, Mapache Jack
tomó asiento y lo mismo hicieron los demás feligreses.
Mientras volvían a la cabaña, Abuelo le preguntó a su
padre por qué Mapache Jack se había salido con la suya.
Abuelo reconoció que se había reído de Mapache Jack por
creerse tan importante por estar a cargo de la llave del ca-
jón con los cancioneros. Su padre le respondió: «Hijo, no
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
63
te burles de Mapache Jack. Verás, cuando los cheroquíes
fueron obligados a abandonar sus territorios e integrarse
en las Naciones, Mapache Jack era joven, se ocultó en es-
tas montañas y se resistió. Cuando estalló la guerra entre
los estados, pensó que tal vez podría combatir al mismísi-
mo gobierno y recuperar sus tierras. Luchó a brazo partido
y en ambos casos perdió. Al terminar la guerra, llegaron
los políticos, que intentaron apoderarse de lo que nos que-
daba. Mapache Jack combatió, huyó, se ocultó y siguió lu-
chando. Como puedes ver, Mapache Jack aparece en épo-
cas de lucha. Y ahora lo único que le queda es la llave del
cajón con los cancioneros. Y si Mapache Jack te parece
contrariado... lo que ocurre es que ya no tiene contra qué
luchar. Nunca ha conocido otra cosa».
Abuelo dijo que había estado a punto de echarse a llo-
rar por Mapache Jack. y que, a partir de entonces, no le
importó lo que Mapache Jack pudiera decir o hacer... lo
quería porque lo entendía.
Abuelo dijo que eso era ser «pariente» y que la mayor par-
te de los problemas importantes se producen porque nadie la
practica, la comprensión, y porque existen los políticos.
Lo entendí enseguida y hasta podría haberme puesto a
llorar por Mapache Jack.
F ORR ES T CA RTER
64
Conocer el pasado
Los abuelos querían que yo conociese el pasado porque «si
no conoces el pasado, no tienes futuro. Si no sabes dónde
ha estado tu pueblo, tampoco sabes adónde va». Por eso
me lo explicaron.
Me contaron cómo llegaron las tropas del gobierno.
Los cheroquíes habían cultivado los valles fértiles y cele-
braban sus danzas de apareamiento en primavera, cuando
plantaban vida en la tierra, cuando el gamo y la gama, el
pavo real y la pava real desempeñaban sus papeles en la
creación.
Me contaron que en las aldeas se celebraban las fiestas
de la cosecha cuando la escarcha cambiaba el color de las
calabazas, enrojecía los nísperos y endurecía el maíz, y có-
mo se preparaban para las cacerías invernales y se com-
prometían a seguir La Ley.
Las tropas del gobierno llegaron y les dijeron que fir-
masen el papel2. Les explicaron que, con ese papel, los
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
65
2 Forrest Carter denomina «el documento» a la decisión del Congreso, adoptada en 1834, por la que Oklahoma se convirtió en reserva de los indios de las «cinco nacio-nes» (cheroquíes, chikasau, choktaw, creeks y seminolas). Entre 1889 y 1904, esta reserva o territorio indio quedó expuesta cada vez más a la colonización por parte del hombre blanco, sobre todo después de que se encontrara petróleo, El documento también se conoce como «Pacto de las cinco naciones», (N. del T.)
nuevos colonos blancos sabrían dónde podían asentarse y
qué tierras de los cheroquíes no podían ocupar. En cuanto
los indios firmaron, llegaron más soldados del gobierno con
fusiles y bayonetas. Los soldados dijeron que las palabras
del papel habían cambiado. Ahora decían que los chero-
quíes debían renunciar a sus valles, a sus territorios y a sus
montañas. Debían avanzar hacia el sol poniente, donde el
gobierno les había asignado otras tierras, tierras que el
hombre blanco no quería.
Las tropas del gobierno se presentaron, rodearon con sus
armas un valle inmenso y por la noche lo cercaron con ho-
gueras. Metieron a los cheroquíes dentro del círculo. Trasla-
daron a cheroquíes de otros montes y valles, los transporta-
ron como si fueran ganado, y los metieron en el círculo.
Mucho tiempo después, cuando ya habían reunido a la
mayoría de los cheroquíes, llevaron carros y mulas y les di-
jeron que podían cabalgar hasta la tierra del sol poniente.
A los cheroquíes no les quedaba nada. Pero no quisieron
cabalgar y precisamente por eso salvaron algo. Aunque no
podías verlo, ponértelo ni comerlo, algo salvaron. Y no ca-
balgaron: caminaron.
Las tropas del gobierno iban a caballo delante, a los la-
dos y detrás de los cheroquíes. Los hombres cheroquíes
F ORR ES T CA RTER
66
caminaban, mirando hacia delante, sin bajar la vista y sin
mirar a los soldados. Sus mujeres y sus hijos les seguían y
tampoco miraban a los soldados.
Mucho más atrás, los carros vacíos repiqueteaban, tra-
queteaban y no servían para nada. Los carros no consi-
guieron arrebatar el alma a los cheroquíes. Aunque les ha-
bían robado las tierras, las casas, los cheroquíes no permi-
tieron que los carros les arrebataran el alma.
Al atravesar las aldeas del hombre blanco, la gente se
amontonaba a los lados del sendero para verlos pasar. Al
principio se reían por la estupidez de los cheroquíes, que
caminaban mientras los carros vacíos rechinaban detrás.
Los cheroquíes no volvían la vista al oír las carcajadas y
después ya no hubo más risas.
A medida que se alejaban de sus montañas, los chero-
quíes empezaron a morir. Sus almas no murieron ni se de-
bilitaron. Murieron los muy pequeños, los muy ancianos y
los enfermos.
Al principio, las tropas permitieron que se detuvieran
para enterrar a los muertos, pero después murieron más...
cientos, miles. Más de la tercera parte de los cheroquíes
encontraron la muerte en ese viaje. Los soldados dijeron
que sólo podían enterrar a los muertos cada tres días, pues
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
67
tenían prisa y deseaban concluir el traslado de los chero-
quíes. Las tropas dijeron que podían transportar a los di-
funtos en los carros, pero los cheroquíes no quisieron po-
ner a sus muertos en los carros y por eso cargaron con
ellos, a pie.
El chiquillo cargaba con su hermana pequeña muerta y
por la noche dormía en el suelo, a su lado. Por la mañana la
cogía en brazos y continuaba.
El marido llevaba a su difunta esposa. El hijo a su madre y
a su padre muertos. La madre acunaba el cadáver de su bebé.
Los llevaban en brazos y caminaban. No volvieron la cabeza
para mirar a los soldados ni a los que se apiñaban junto al
sendero para verlos pasar. Algunas personas lloraban, pero
los cheroquíes no. No lloraron por fuera porque no estaban
dispuestos a dejar que viesen sus almas, del mismo modo que
tampoco lo estaban a viajar en los carros.
Por eso lo llamaron el Camino de las Lágrimas. No
porque los cheroquíes lloraran, que no lo hicieron, sino
porque suena romántico y recuerda el dolor de los que es-
taban a los lados del sendero. La marcha de los muertos no
es romántica.
No se puede escribir poesía sobre el crío al que la
muerte deja rígido en los brazos de su madre y que mira fi-
F ORR ES T CA RTER
68
jamente el cielo encapotado con ojos que no se cierran
mientras su madre camina.
No se puede entonar un canto sobre el padre que depo-
sita en el suelo el cadáver de su esposa, y permanece tendi-
do a su lado durante la noche para levantarse y volver a
cargarlo por la mañana... mientras pide a su hijo mayor
que cargue con el cuerpo de su hermano pequeño. Y no se
puede mirar... hablar... llorar... ni recordar las montañas.
No sería una canción bella. Por eso lo llaman el Camino
de las Lágrimas.
No todos los cheroquíes partieron. Algunos de los que
conocían bien los rincones de las montañas se refugiaron
en las hondonadas, en los atajos de sus cumbres y vivieron
con sus mujeres y sus hijos, siempre cambiando de lugar.
Aunque tendían trampas para cazar animales, a veces
no se atrevían a regresar porque los soldados habían llega-
do. Desenterraban tubérculos dulces, molían bellotas, cor-
taban lechugas silvestres en los claros y arrancaban la cor-
teza interior de los árboles. Pescaban con las manos en la
orilla de los ríos y se movían silenciosos como sombras;
eran un pueblo que existía pero que nadie podía ver (aun-
que quizá a alguien le había parecido ver una sombra fu-
gaz) ni oír, y que apenas dejaba señales de su presencia.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
69
Aquí y allá encontraron amigos. La familia del padre de
Abuelo vivía en la montaña. No eran gentes que desearan
tierras ni riquezas, simplemente amaban la libertad de las
montañas, como los cheroquíes.
Abuela me contó la forma en que el padre de Abuelo
había conocido a su esposa —la madre de Abuelo— y a los
suyos. El padre de Abuelo descubrió ligerísimas señales de
vida a orillas de un riachuelo. Fue a su cabaña, cogió una
pierna de ciervo y la dejó en un pequeño claro. Al lado pu-
so su fusil y su cuchillo. A la mañana siguiente regresó al
mismo sitio. La pierna de ciervo había desaparecido, aun-
que el fusil y el cuchillo seguían allí y al lado había otro cu-
chillo, un cuchillo indio de hoja larga, y un tomahawk o ha-
cha ligera. En lugar de cogerlos, el padre de Abuelo volvió
con espigas de maíz, las depositó junto a las armas, se puso
en pie y esperó muchas horas.
Llegaron lentamente cuando la tarde caía. Se movían en-
tre los árboles, se detenían y volvían a avanzar. El padre de
Abuelo extendió las manos y ellos —una docena de hom-
bres, mujeres y niños hicieron lo mismo y se tocaron. Abuela
dijo que habían tenido que estirarse mucho, pero se tocaron.
El padre de Abuelo creció y se casó con la hija más joven.
Sostuvieron juntos la vara de nogal del matrimonio, la colga-
F ORR ES T CA RTER
70
ron en la cabaña y ninguno de los dos la partió mientras vivie-
ron. Ella lucía en la cabellera la pluma de un mirlo de alas ro-
jas y por eso la llamaban Ala Roja. Abuela dijo que era esbelta
como una rama de sauce y que cantaba por las noches.
Los abuelos me hablaron de los últimos años del padre
de Abuelo. Era un viejo guerrero. Se unió a John Hunt
Morgan —el combatiente confederado para luchar contra
el monstruo lejano y anónimo del «gobierno» que amena-
zaba a su gente y su cabaña.
Su barba había encanecido. La edad había acentuado
su delgadez y las viejas heridas cobraban vida cuando el
viento invernal se colaba por las grietas de su cabaña. La
herida de un sablazo que le recorría todo el brazo izquier-
do era su único trofeo de guerra; el acero se había hundido
en el hueso como un hacha de carnicero. Aunque la herida
había cicatrizado, seguía doliendo y le recordaba a las tro-
pas del gobierno.
Aquella noche en Kentucky se había echado al coleto
media jarra de alcohol, mientras los chicos calentaban una
baqueta al fuego, sellaban la herida y cortaban la hemorra-
gia. Había vuelto a montar en su caballo.
El tobillo era lo peor, lo detestaba. Estaba hinchado y
le dolía el sitio por donde había entrado la bala. Cuando
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
71
ocurrió ni se enteró. Fue en medio de aquella salvaje car-
ga de la caballería en Ohio, por la noche. El placer por la
lucha que caracterizaba a los suyos era muy alto. No sen-
tía miedo, sino excitación, montado sobre aquel caballo
que se desplazaba veloz y ligero sobre el suelo, mientras
el viento le azotaba el rostro. Y esa misma excitación fue
lo que hizo rugir en su pecho la rebeldía india, que escapó
a través de sus labios convertida en un aullido salvaje.
De esa forma un hombre puede fastidiarse media pier-
na sin enterarse. Sólo treinta kilómetros más adelante,
cuando hicieron un alto para reconocer el terreno al ampa-
ro de una hondonada y se apeó de la silla de montar... sólo
entonces reparó en su tobillo, cuando la pierna no pudo
sostenerlo y la sangre escapó de su bota como el agua que
se derrama de un cubo lleno a rebosar.
Le encantaba recordar aquella carga. Ese recuerdo le
hacía odiar menos el bastón... y la cojera.
La peor herida era la de la barriga, en un costado, cerca
de la cadera. No le habían sacado la bala, que lo fastidiaba
día y noche, sin cesar, como una rata que roe en el granero.
Le carcomía las entrañas y muy pronto lo tenderían en el
suelo de su cabaña en la montaña y lo rajarían como a un
toro sacrificado.
F ORR ES T CA RTER
72
Y saldría la putrefacción, la gangrena. En lugar de
anestesia le darían un trago de whisky. Y moriría en el suelo,
bañado en su propia sangre. Aunque no hubo últimas pala-
bras, cuando le sujetaban los brazos y las piernas en medio
de los estertores de la muerte, el cuerpo viejo y vigoroso se
arqueó, de su garganta escapó el grito salvaje del rebelde
que desafía al odiado gobierno y murió. La bala del gobierno
tardó cuarenta años en llevarlo a la tumba.
El siglo agonizaba. También agonizaba la época de
sangre, lucha y muerte, la época que él había conocido y
por cuyas reglas se había guiado. Nacería un nuevo si-
glo y otras personas marcharían cargando a sus muertos,
pero él sólo conocía el pasado... el pasado de los chero-
quíes.
Su hijo mayor se había trasladado al territorio asignado
a las Cinco Naciones indias y el segundo había muerto en
Texas. Ahora sólo contaba con Ala Roja, como al principio,
y con el más pequeño.
Aún podía cabalgar. A lomos de un caballo Morgan, era
capaz de saltar una cerca de cinco palos. Mantenía la vieja
costumbre de cortar la cola a los caballos para que no se
enganchase un solo pelo en la maleza que permitiera que lo
siguiesen.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
73
Los dolores eran cada vez más agudos y el whisky ya
no los calmaba como antes. Se acercaba el momento de es-
tirar la pata en el suelo de la cabaña y lo sabía.
Agonizaba el otoño de aquel año en las montañas de
Tennessee. El viento arrancó las últimas hojas de los noga-
les y los robles. Aquella tarde de invierno estaba con su hi-
jo en la hondonada, negándose a reconocer que ya no po-
día subir por la montaña.
Contemplaban los árboles desnudos que destacaban en
la cumbre con el cielo de fondo. Los observaban como si es-
tudiaran la inclinación invernal del sol. No se miraban.
«Me parece que no es mucho lo que te dejaré —dijo y
se sonrió—. Lo más que puedes obtener de esa cabaña es
un poco de abrigo para calentarte las manos». Su hijo con-
templó la montaña y murmuró: «Supongo que sí».
«Eres un hombre hecho y derecho, y ya tienes una fa-
milia —prosiguió el anciano—. Ya no tengo mucho que en-
señarte... sólo que tenemos que saber extender nuestra
mano para estrechar la de otro ser humano con la misma
rapidez con la que defendemos nuestras convicciones. Mi
tiempo se ha acabado y empieza un tiempo que yo no co-
nozco, el tuyo. Al igual que Mapache Jack, yo no sabría
cómo vivirlo. Recuerda que cuentas con muy poco para
F ORR ES T CA RTER
74
hacerle frente... pero las montañas no te volverán la espal-
da si eres respetuoso con ellas. Hemos de ser honrados con
nuestros sentimientos».
«Lo recordaré», aseguró el hijo. El sol mortecino se ha-
bía puesto tras la cumbre y el viento soplaba cortante. Al
anciano le costó pronunciar esas palabras, pero lo hizo:
«Ah, hijo... yo... te... entiendo».
Aunque el hijo no pronunció palabra, rodeó con los
brazos los hombros viejos y delgados de su padre. Largas
eran las sombras de la hondonada y las montañas se tiñe-
ron de negro. Caminaron despacio hasta la cabaña, el an-
ciano apoyándose en su bastón.
Fueron la última caminata y la última conversación que
Abuelo compartió con su padre. He visitado muchas veces
sus tumbas: están juntas, en una cima poblada de robles blan-
cos, donde en otoño las hojas te llegan a las rodillas, hasta que
los vientos invernales las dispersan; una cima donde sólo las
más resistentes violetas indias asoman, diminutas y azules, en
primavera, tímidas ante aquellas almas impetuosas y perdura-
bles que destacaron en su tiempo.
La nudosa vara matrimonial de nogal sigue allí, intacta,
marcada con las muescas que tallaron cada vez que sintie-
ron un pesar, una alegría o que se reconciliaron tras una
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
75
pelea. Reposa a la altura de sus cabezas y los mantiene
unidos.
Los nombres tallados en la vara figuran en letra tan di-
minuta que para leerlos tienes que arrodillarte: Ethan y
Ala Roja.
F ORR ES T CA RTER
76
Pine Billy
En invierno cargábamos hojas y las llevábamos al maizal. En
la hondonada, más allá del granero, el maizal se extendía a
ambos lados del arroyo. Abuelo había desbrozado parte de
las laderas de la montaña. Las «pendientes», que es como
Abuelo llamaba a esas partes desbrozadas de la ladera, no
daban una buena cosecha, pero de todos modos las sembrá-
bamos. En la hondonada no había mucho terreno llano.
Me encantaba recoger hojas y meterlas en sacos de esto-
pa. No pesaban nada. Los abuelos y yo nos ayudábamos a
llenar los sacos. Abuelo cargaba con dos, a veces tres. Yo in-
tenté llevar un par de sacos, pero no conseguí avanzar. Co-
mo me cubrían hasta las rodillas, las hojas me parecían como
una nevada parda, salpicada por el amarillo de las hojas de
arce y el rojo de los propóleos y los arbustos de zumaque.
Salíamos del bosque y esparcíamos las hojas sobre el mai-
zal. También poníamos agujas de pino. Abuelo decía que eran
necesarias para acidificar el terreno, aunque sin pasarse.
Nunca trabajábamos tanto como para que la faena re-
sultara pesada. Como solía decir Abuelo, en general «nos
largábamos» a otra cosa.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
77
Abuela encontraba una raíz amarilla y la desenterraba;
eso significaba que había encontrado ginseng, raíces ferro-
sas... sasafrás... u orquídeas. Conocía todas las plantas y
tenía un remedio para todos los males de los que yo había
oído hablar. Sus pociones daban resultado, aunque hay al-
gunos tónicos que habría preferido no beber.
Abuelo y yo solíamos recoger nueces y castañas; a
veces también encontrábamos nueces negras. No es que
fuéramos a buscarlas expresamente, simplemente apare-
cían. Y así, entre el tiempo que perdíamos comiendo, re-
cogiendo nueces y raíces y observando a algún mapache
o a algún pájaro carpintero, al final no recogíamos casi
hojas.
Al atardecer, cuando bajábamos por la hondonada car-
gados de nueces, raíces y otras hierbas, Abuelo maldecía
en voz baja, aprovechando que Abuela no podía oírlo, y
aseguraba que la próxima vez no permitiría que «nos lar-
gáramos» a hacer tonterías, que la próxima vez dedicaría-
mos todo el tiempo a recoger hojas. A mí aquello me sona-
ba terrible, pero nunca ocurría.
Vaciábamos un saco detrás de otro y cubríamos el cam-
po con hojas y agujas de pino. Después de una lluvia lige-
ra, con la que las hojas quedaban ligeramente adheridas a
F ORR ES T CA RTER
78
la tierra, Abuelo enganchaba el arado al mulo Sam y mez-
clábamos las hojas con la tierra.
Digo «mezclábamos» porque Abuelo me dejaba arar un
rato. Tenía que levantar los brazos por encima de la cabeza
para llegar al manillar de la esteva del arado y pasaba casi
todo el tiempo colgado de él para evitar que el mismo se
hundiese demasiado en la tierra. A veces el extremo del
arado se salía y, en lugar de roturar, se deslizaba por enci-
ma de la tierra. Sam tenía una enorme paciencia conmigo.
Se detenía mientras yo tironeaba y me desvivía por ende-
rezar el arado y reanudaba la marcha en cuanto le gritaba:
«¡Arre, arre!».
Para que la punta del arado entrara en la tierra tenía
que empujar hacia arriba con el manillar; y así, entre las
veces que tenía que hacer fuerza hacia abajo colgándome
del manillar y las veces que tenía que empujar hacia arriba,
acabé por aprender a apartar la barbilla del travesaño del
manillar porque no hacía más que darme golpes que dolían
bastante.
Abuelo nos seguía, pero me dejaba arar. Si querías que
Sam fuera hacia la izquierda, gritabas «¡jo!» y, si querías
que fuera a la derecha, decías «¡ji!». Cuando Sam torcía
hacia la izquierda, le gritaba «¡ji!», pero era duro de oído y
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
79
seguía por ese camino. Entonces el abuelo chillaba «¡ji, ji,
ji, ji, maldito seas, ji!» y Sam volvía hacia la derecha.
El problema era que hubo que repetírselo tantas veces
que Sam acabó por relacionar los «ji» con las maldiciones y
no iba hacia la derecha hasta haberlo oído todo; dedujo que
era lógico oírlo todo antes de torcer a la derecha. Así es que
para poder arar, Abuelo y yo teníamos que soltar un montón
de palabrotas. No hubo ningún problema hasta que Abuela
me oyó y habló muy seriamente con Abuelo. Por este moti-
vo, yo araba muy poco cuando Abuela estaba cerca.
Como era ciego del ojo izquierdo, al llegar al final del
campo Sam no daba la vuelta por la izquierda porque temía
chocar con algo. Siempre se volvía hacia la derecha. Cuan-
do aras, girar a la derecha funciona perfectamente en un
extremo del campo, pero en el otro da la sensación de que
tienes que trazar un círculo completo, con lo que se te sale
el arado del campo y se te engancha en la maleza y las zar-
zas. Abuelo insistía en que debíamos ser pacientes con
Sam, ya que era viejo y tuerto, y yo lo era, pero temía cada
uno de esos giros en un extremo malo del campo, sobre to-
do si había espesas matas de zarzamoras.
En cierta ocasión Abuelo tiraba y arrastraba el arado
en torno a una maraña de ortigas y tropezó con un tocón
F ORR ES T CA RTER
80
hueco. El día era cálido y las avispas habían anidado en el
tocón. Se le subieron por el pantalón a Abuelo, que echó a
correr hacia el arroyo, dando alaridos. Vi salir a las avispas
y escapé. Abuelo se zambulló en el arroyo, dándose mano-
tazos en el pantalón y maldijo al viejo Sam. Estuvo a punto
de perder la paciencia.
Sam esperó tranquilamente a que Abuelo resolviese sus
problemas. La pega es que no nos podíamos acercar al
arado. Las avispas se habían alborotado y pululaban alre-
dedor de él. Abuelo y yo nos situamos en el centro del
campo y él intentó que Sam avanzara unos pasos y se aleja-
se del avispero.
Abuelo decía «Vamos, Sam... venga ya, chico», pero el
mulo no se movió. Conocía muy bien su oficio y sabía que
no debía tirar de un arado que está caído en el suelo. Abue-
lo lo intentó de todas las maneras posibles: maldijo sin ce-
sar, se puso a gatas y rebuznó como las mulas. Me pareció
que lo hacía bastante bien y, en cierto momento, Sam echó
las orejas hacia adelante y miró con atención a Abuelo, pe-
ro no dio un paso. Intenté rebuznar, pero también fue inú-
til. Abuelo se dio por vencido cuando se dio cuenta de que
había llegado Abuela y de que observaba cómo andábamos
a gatas y rebuznábamos en medio del campo.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
81
Abuelo se internó en la arboleda, buscó una pequeña
rama de pino, la encendió con una cerilla y la arrojó al inte-
rior del tocón agujereado. El humo espantó a las avispas.
Por la noche, mientras regresábamos a la cabaña,
Abuelo reconoció que desde hacía muchos años intentaba
averiguar si el viejo Sam era el mulo más tonto del mun-
do... o el más listo. Yo nunca llegué a descubrirlo.
De todas formas, me gustaba arar el campo porque ese
trabajo me hacía sentirme adulto. Cuando caminábamos por
el sendero hacia la cabaña, tenía la sensación de que mis pisa-
das se alargaban un poco tras los pasos de Abuelo. Durante la
cena, Abuelo le hablaba elogiosamente de mí a Abuela y ella
estaba de acuerdo en que, por lo que se veía, yo estaba cre-
ciendo y me iba a convertir en todo un hombre.
Una de esas noches en que estábamos sentados a la
mesa, durante la cena, los podencos empezaron a ladrar.
Salimos al porche y vimos un hombre que cruzaba el
puente de leños del arroyo. Era un sujeto bien plantado,
casi tan alto como Abuelo. Me encantaron sus zapatos: de
color amarillo vivo, con puntera alta y calcetines blancos
enrollados y atados para que no se cayesen. El mono le
llegaba justo por encima de los calcetines. Llevaba cha-
queta negra corta, camisa blanca y un pequeño sombrero
F ORR ES T CA RTER
82
perfectamente calado. Llevaba una gran maleta. Los
abuelos lo conocían.
—¡Pero si es Pine Billy! —exclamó Abuelo. Pine Billy
saludó con la mano. Abuelo añadió—: Pasa y quédate un
rato con nosotros.
Pine Billy se detuvo en el umbral.
—Vaya, pero si sólo pasaba por aquí...
Me pregunté adónde se dirigiría, pues a nuestro alre-
dedor sólo había montañas.
Te quedarás a cenar con nosotros —dijo Abuela, cogió
del brazo a Pine Billy y subieron los escalones.
Abuelo levantó la enorme maleta por el asa y nos diri-
gimos a la cocina.
Enseguida me di cuenta de que los abuelos sentían un
gran afecto por Pine Billy. Llevaba cuatro boniatos en los
bolsillos de la chaqueta y se los dio a Abuela, que se puso a
hacer un pastel con ellos. Pine BiIly comió tres raciones y yo
una. Esperaba que no se comiese el último trocito que que-
daba. Nos levantamos, nos acomodamos delante de la chi-
menea y dejamos el trozo de pastel encima de la mesa.
Pine Billy rió sin cesar y comentó que yo sería más alto
que Abuelo. Eso me hizo sentir bien. Añadió que Abuela
estaba más guapa que la última vez que la había visto, por
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
83
lo que ella, y también Abuelo, se sintieron satisfechos. Pine
BiIly me caía realmente bien, por mucho que se hubiera
comido tres trozos de pastel... al fin y al cabo, los boniatos
eran suyos.
Nos sentamos en torno al fuego, Abuela se acomodó en
su mecedora y Abuelo se echó hacia delante en la suya.
Supuse que algo estaba a punto de ocurrir.
—Veamos, Pine Billy, ¿qué noticias has oído por ahí?
—quiso saber Abuelo.
Pine Billy mantuvo la silla de respaldo recto en la que se
había sentado en equilibrio sobre dos patas. Se sujetó el la-
bio inferior con el pulgar y el índice, inclinó una cajita y dejó
caer un poco de rapé. Invitó a los abuelos, pero no acepta-
ron. Desde luego, Pine BiIly se estaba tomando su tiempo.
Lanzó un escupitajo al fuego y tomó la palabra:
—Parece que me he topado con algo que me resolverá
la vida. —Volvió a escupir y nos miró.
Aunque no supe a qué se refería, tuve la impresión de
que era importante.
Abuelo debió de pensar lo mismo porque preguntó:
Pine Billy, ¿de qué se trata?
Pine Billy se recostó nuevamente en el respaldo, miró
las vigas y cruzó las manos sobre la barriga.
F ORR ES T CA RTER
84
—Debió de ser el miércoles pasado... no, el martes,
porque el lunes por la noche estuve en un baile, seguro que
fue el martes. Los martes paso por el pueblo. ¿Conocéis a
Smokehouse Turner, el policía?
—Sí, sí, lo tengo visto —replicó Abuelo con impacien-
cia.
—Pues bien —prosiguió Pine Billy—, estaba en la es-
quina y charlaba con Smokehouse cuando en la gasolinera
entró un coche grande y brillante. Smokehouse no lo vio...
pero yo sí. Había un solo ocupante que iba vestido como
un matón de la gran ciudad. Se apeó del coche y pidió a
Joe Holcomb que llenase el depósito. No le quité el ojo de
encima ni por un momento y vi que el hombre miraba sigi-
losamente a su alrededor. Me llamó la atención y me dije:
«Pero si es un criminal de la gran ciudad». Recordad que
no se lo comenté a Smokehouse, sólo fue una reflexión pa-
ra mis adentros —puntualizó Pine Billy—. Al poli le dije:
«Smokehouse, sabes que no me gusta entregar a nadie a la
autoridad, pero los criminales de la gran ciudad son otra
cosa y el hombre que está enfrente me parece sospechoso».
Smokehouse le echó un vistazo y dijo: «Pine BiIly, puede
que tengas razón. Habrá que pegarle un repaso». A conti-
nuación cruzó la carretera en dirección al coche.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
85
Pine Billy apoyó la silla en las cuatro patas, escupió en
la chimenea y contempló los leños que ardían. Me moría de
ganas de saber qué había sido del criminal.
Pine BiIly se cansó de contemplar los leños y prosiguió:
—Como sabéis, Smokehouse no sabe leer ni escribir. Y
como yo distingo las letras bastante bien, lo seguí por si me
necesitaba. El sujeto vio que nos acercábamos y volvió a
montar en el coche. Nos detuvimos a su lado. Smokehouse
se apoyó en el parabrisas y, con suma amabilidad, le pre-
gunto qué hacía en el pueblo. Me di cuenta de que el hom-
bre se puso nervioso. Respondió que iba de camino a Flo-
rida, lo cual era más que sospechoso.
A mí también me pareció muy raro y vi que Abuelo
asentía con la cabeza.
Pine Billy siguió narrando el episodio:
—Smokehouse le preguntó de dónde era y el hombre
respondió que de Chicago. Smokehouse dijo que no había
ningún problema, pero que debía abandonar el pueblo y el
sujeto accedió. Entretanto… —Pine Billy miró a los abue-
los con los ojos entrecerrados—, entretanto yo había ido
hasta la parte trasera del coche y me fijé en la matrícula.
Llevé a Smokehouse a un aparte y le comuniqué que, aun-
que el hombre había dicho que era de Chicago, la matrícu-
F ORR ES T CA RTER
86
la del coche era de Illinois. Smokehouse se le echó encima
como las moscas se abalanzan sobre la miel. Sacó al crimi-
nal del coche, lo apartó y le preguntó directamente: «Si es
de Chicago, ¿por qué motivo su coche lleva matrícula de
Illinois?». Smokehouse sabía que lo había atrapado. Lo
había pillado por sorpresa, pues no supo qué responder.
Descubrió su descarada mentira. Aunque intentó salir del
atolladero con mucha labia, debo decir en honor de Smo-
kehouse que no es fácil quedarse con él. —Pine Billy esta-
ba muy entusiasmado—. Smokehouse puso al criminal en-
tre rejas y dijo que haría indagaciones. Probablemente hay
una gran recompensa por su captura y yo cobraré la mitad.
A juzgar por el aspecto de ese tipo, la recompensa podría
ser más elevada de lo que Smokehouse y yo imaginamos.
Los abuelos coincidieron en que la cosa parecía prome-
ter y Abuelo añadió que no soportaba a los criminales de la
gran ciudad. Yo tampoco los aguanto. Todos tuvimos claro
que Pine Billy era prácticamente rico.
Claro que Pine Billy no se jactaba de su suerte. Dijo
que también cabía la posibilidad de que la recompensa no
fuese cuantiosa. Jamás se lo jugaba todo a una sola carta ni
vendía la piel del oso antes de haberlo matado. Eso me pa-
rece sensato.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
87
Añadió que, por si acaso, tenía otro asunto entre ma-
nos. Contó que la fábrica de rapé Red Eagle celebraba un
concurso y que el ganador cobraría quinientos dólares,
cantidad suficiente para arreglarle la vida a cualquiera.
Había conseguido una solicitud de participación y lo único
que tenías que hacer era explicar por qué te gustaba el ra-
pé Red Eagle. Se lo había pensado bien antes de rellenar la
solicitud y se le había ocurrido lo que en su opinión era la
respuesta más ganadora que cabía imaginar.
Pine Billy explicó que la mayoría de los participantes
dirían que el rapé Red Eagle era bueno; él también lo de-
cía, aunque iba más lejos. Había escrito que era el mejor
rapé que se había llevado a la boca y, lo que es más, jamás
probaría otro que no fuera Red Eagle, no lo haría mien-
tras viviera. Dijo que se había devanado los sesos para
que, cuando leyeran su respuesta, los jefazos de la fábrica
de rapé Red Eagle comprendieran que, a la larga, recupe-
rarían hasta el último céntimo porque Pine Billy utilizaría
ese rapé durante el resto de sus días. Si entregaban el
premio a alguien que sólo decía que el rapé Red Eagle era
bueno, que se apañaran, ya sabían a qué se exponían.
Pine Billy recalcó que los jefazos no corrían riesgos, al
menos con su dinero, y que por ese motivo eran ricos. Es-
F ORR ES T CA RTER
88
taba convencido de que tenía el premio de la Red Eagle en
el bolsillo.
Abuelo coincidió en que era bastante probable. Pine
Billy se asomó a la puerta y escupió el rapé. Al regresar se
acercó a la mesa y cogió el trozo de pastel de boniato.
Aunque me apetecía, no me molestó demasiado porque,
como Pine Billy era rico, probablemente se lo merecía.
Abuelo sacó su jarra de piedra. Pine Billy bebió dos o
tres tragos y Abuelo uno. Abuela tosió y fue a buscar su ja-
rra de jarabe. Abuelo convenció a Pine Billy de que sacara
el arco y el violín y tocase Ala Roja. Los abuelos siguieron el
ritmo con los pies. Pine Billy tocaba muy bien y, además,
cantaba:
Brilla la luna esta noche sobre la bonita Ala Roja, las bri-
sas suspiran; los pájaros nocturnos gimotean mientras
muy lejos, bajo las estrellas,
duerme su guerrero indio,
mientras Ala Roja llora hasta perder el corazón.
Me quedé dormido en el suelo y Abuela me llevó a la
cama. Lo último que oí fue el violín. Soñé que Pine Billy
visitaba nuestra cabaña, que era rico y que cargaba al
hombro un saco de estopa lleno de boniatos.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
89
El lugar secreto
Yo diría que junto al arroyo viven un millón de criaturas
pequeñas.
Si fueras un gigante y pudieses contemplar desde arriba
sus meandros y recovecos, te darías cuenta de que el arro-
yo es un torrente de vida.
Yo era el gigante. Con mi poco más de medio metro, me
agachaba para estudiar las marismas que los hilillos del río
formaban en los bajíos. Las ranas depositaban sus huevos,
grandes bolas cristalinas que parecían de jalea y estaban
salpicadas de puntitos negros, los renacuajos, que espera-
ban el momento oportuno para salir.
Los pececillos saltaban para perseguir a los bichitos del
almizcle que correteaban por el arroyo. Cuando coges con
la mano un bichito del almizcle, descubres que despide un
olor dulce muy penetrante.
Una vez dediqué toda una tarde a capturar bichitos del
almizcle: sólo atrapé unos pocos y me los guardé en el bol-
sillo. Se los llevé a Abuela, pues sabía que le gustaban los
aromas dulces. Cuando preparaba jabón con lejía, siempre
añadía madreselva.
F ORR ES T CA RTER
90
Abuela se entusiasmó más que yo, dijo que jamás había
olido algo tan dulce y que no entendía cómo no había des-
cubierto antes los bichitos del almizcle.
Durante la cena se lo comentó a Abuelo sin darme tiempo
a abrir la boca y añadió que era el perfume más maravilloso
que había olido en su vida. Abuelo se quedó patidifuso. Le de-
jé oler los bichitos y reconoció que había vivido setenta y pico
de años sin saber nada de esa fragancia.
Abuela me dijo que había hecho bien, pues cuando te
topas con algo bueno, lo primero que tienes que hacer es
compartirlo con todas las personas que encuentres; de esta
forma, la bondad se extiende hasta donde las palabras no
llegan. Eso es bueno.
Aunque acababa empapado de tanto chapotear en el
arroyo, Abuela nunca me riñó. Los cheroquíes no rega-
ñan a sus pequeños por relacionarse con la naturaleza.
Solía subir por el arroyo, vadeaba las aguas transparen-
tes, me inclinaba para pasar por debajo de las cortinas de
plumas verdes de los sauces llorones, que colgaban y arras-
traban las puntas de sus ramas en medio de la corriente.
Los helechos acuáticos formaban encajes verdes que se
curvaban sobre el arroyo y hacían de soporte para las pe-
queñas arañas paraguas.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
91
Estas criaturas diminutas sujetaban un cabo de un hilo
delgado a la rama del helecho, saltaban por los aires, sol-
tando más hilo, e intentaban llegar a la rama de un helecho
situado al otro lado. Si tenían éxito y llegaban, ataban el hi-
lo e iban saltando de un lado a otro hasta cubrir el arroyo
con una red perlada, el paraguas.
Eran animalillos voluntariosos. Si caían al agua, los rápi-
dos los arrastraban, pero ellos intentaban mantenerse a flote
y alcanzar la orilla antes de que los pececillos los devorasen.
Me agaché en medio del arroyo y observé a una peque-
ña araña que intentaba llegar al otro lado con su hilo. Se
había empeñado en tejer la red perlada más ancha de todo
el arroyo y eligió un buen sitio. Sujetaba el hilo, saltaba por
los aires y caía al agua. La corriente la arrastraba, pero ella
luchaba a brazo partido, trepaba por la orilla y volvía al
mismo helecho. Lo intentaba de nuevo.
La tercera vez caminó hasta el extremo del helecho, se
detuvo, cruzó las patas delanteras bajo el mentón y estudió
el arroyo. Supuse que estaba agotada... debo reconocer
que yo lo estaba y que tenía el trasero helado de permane-
cer tanto rato agachado en el arroyo. La araña estaba allí,
pensando y calculando sus posibilidades. Entonces se le
ocurrió una idea: empezó a saltar sobre el helecho, arriba y
F ORR ES T CA RTER
92
abajo, arriba y abajo. El helecho subía y bajaba. La araña
continuó saltando hasta que de repente, una de las veces
que el helecho subía, la araña aprovechó el impulso para
saltar, soltó hilo... y por fin lo logró.
Estaba tan contenta que empezó a dar saltitos y estuvo
a punto de caerse. Esa red perlada fue la más ancha que vi
en mi vida.
Llegué a conocer el arroyo de tanto seguirlo por la
hondonada: las golondrinas que anidaban en los sauces y
que antes de conocerme se agitaban cada vez que me
veían, ahora asomaban la cabeza y seguían charlando; las
ranas que cantaban en las orillas y callaban en cuanto me
acercaba, hasta que Abuelo me explicó que las ranas per-
ciben las vibraciones del terreno cuando caminas. Me en-
señó a caminar como los cheroquíes, sin apoyar el talón,
sino la punta del pie, deslizando los mocasines. En cuanto
aprendí, podía acercarme y ponerme junto a una rana sin
que ésta dejara de croar.
Descubrí el lugar secreto siguiendo el arroyo. Estaba en
la ladera de la montaña, rodeado de laurel. No era muy
grande: un montículo cubierto de hierba con un viejo y fra-
gante eucalipto que dejaba caer sus ramas. Nada más verlo
supe que ese era mi lugar secreto y fui muy a menudo.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
93
A la vieja Maud le dio por acompañarme. Le gustaba, se
echaba bajo el eucalipto, aguzaba el oído y observaba. La
vieja Maud jamás emitió sonido alguno en el lugar secreto
porque sabía que lo era. Una tarde, la vieja Maud y yo es-
tábamos bajo el eucalipto y mirábamos el paisaje cuando vi
que algo se movía. Era Abuela. Pasó cerca de nosotros.
Supuse que no había reparado en mi lugar secreto porque
si no me habría dicho algo.
Abuela se movía con más sigilo que un susurro entre las
hojas del bosque. La seguí. Estaba recogiendo raíces. Me
acerqué para ayudarla y nos sentamos en un tronco para
seleccionar los tubérculos. Supongo que todavía era dema-
siado pequeño para guardar un secreto porque le hablé a
Abuela de mi lugar. Y Abuela no se sorprendió, lo que me
dejó boquiabierto.
Abuela me contó que cada cheroquí tenía su lugar se-
creto. Ella tenía el suyo y Abuelo también. Dijo que, aun-
que no se lo había preguntado, estaba convencida de que el
lugar secreto de Abuelo se encontraba en la cumbre de la
montaña, en el sendero alto. Ella pensaba que cada perso-
na tenía su lugar secreto, pero no estaba segura porque no
lo preguntaba. Abuela aseguró que era necesario, y me
sentí bien por tener mi lugar secreto.
F ORR ES T CA RTER
94
Abuela me explicó que cada persona tiene dos mentes.
Una de las mentes se ocupa de todas las necesidades del
cuerpo. La usas para buscar cobijo, comer y cosas por el es-
tilo. También se utiliza para aparearse, tener niños y esas co-
sas. Insistió en que necesitamos esa mente para seguir vivos.
Y dijo que también teníamos otra mente que no tenía nada
que ver con esas cuestiones: la mente espiritual.
Abuela explicó que si utilizabas la mente que hace vivir el
cuerpo para tener pensamientos codiciosos o malvados, que si
siempre fastidiabas a la gente con esta mente, pensando cómo
aprovecharte de ella, tu mente espiritual se reducía de tamaño
hasta hacerse tan pequeña como una nuez.
Cuando tu cuerpo moría, la mente que hace vivir el cuerpo
también dejaba de existir, y si tú habías pensado así toda la vida
acababas atascado con el espíritu del tamaño de una nuez, pues
la mente espiritual era lo único que seguía vivo cuando todo lo
demás moría. Abuela añadió que, al renacer —y siempre rena-
cíamos—, venías al mundo con una mente espiritual del tama-
ño de una nuez que no entendía absolutamente nada.
Si la mente que hace vivir el cuerpo lo dominaba todo,
la espiritual se reducía hasta ser como un guisante y hasta
era posible que desapareciese. En ese caso, perdías la tota-
lidad de tu espíritu.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
95
Así es como te convertías en un muerto. Abuela decía que
era fácil distinguir a los muertos. Decía que las personas esta-
ban muertas cuando miraban a una mujer y no veían más que
guarradas, cuando miraban a otros seres humanos y no veían
más que lo malo, cuando miraban un árbol y no veían más
que madera y beneficios. Jamás percibían la belleza. Abuela
decía que había muchos muertos sueltos por el mundo.
Abuela me explicó que la mente espiritual era como los
músculos. Si la usabas, crecía y se fortalecía. Lo único que
podías hacer para reforzarla era usarla para entender, pero
era imposible abrir la puerta de la mente espiritual a menos
que dejases de ser codicioso y esas cosas con tu mente cor-
poral. Sólo entonces alcanzabas el entendimiento y, cuanto
más intentabas comprender, más se expandía.
Dijo que, como es lógico, entendimiento y amor son lo
mismo, pero la gente daba pasos hacia atrás demasiadas
veces porque fingía amar aquello que no entendía. Y eso
no es posible.
Decidí enseguida que trataría de entender a todo el
mundo porque no quería acabar con el espíritu del tamaño
de una nuez.
Abuela dijo que tu mente espiritual podía volverse tan
grande y poderosa que hasta llegabas a entender todas tus
F ORR ES T CA RTER
96
vidas corporales pasadas e incluso era posible que la
muerte corporal no se produjera.
Sugirió que podía observar cómo funcionaba desde mi
lugar secreto. En primavera, cuando todo nace, hay preo-
cupación y ajetreo... siempre lo hay cuando algo nace, in-
cluso un pensamiento. Hay tormentas primaverales, como
si un niño viniera al mundo en medio de sangre y dolor.
Abuela dijo que eran los espíritus, que armaban jaleo por
tener que volver a adoptar formas materiales.
Luego llegaba el verano —o nuestras vidas de adultos—
y el otoño, cuando envejecíamos y nuestros espíritus experi-
mentaban la peculiar sensación de retroceder en el tiempo.
Algunos la llamaban nostalgia y tristeza. Y el invierno, en el
que todo estaba muerto o parecía estarlo —como nuestros
cuerpos al dejar de existir—, para renacer una vez más, como
la primavera. Abuela dijo que los cheroquíes lo sabían y lo
habían aprendido hacía mucho tiempo.
Insistió en que llegaría a entender que el viejo y fragan-
te eucalipto de mi lugar secreto también tenía su espíritu.
No un espíritu humano, sino el espíritu de un árbol. Me di-
jo que su padre se lo había enseñado.
El padre de Abuela se llamaba Halcón Marrón y era
muy sabio. Sentía lo que pensaban los árboles. En cierta
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
97
ocasión, cuando Abuela era pequeña, su padre estaba in-
quieto y dijo que los robles blancos de la montaña próxima
se sentían agitados y asustados. Halcón Marrón pasó mu-
cho tiempo en la montaña deambulando entre los robles.
Esos árboles altos y rectos eran muy bellos. No eran egoís-
tas y dejaban sitio para que crecieran el zumaque y los ca-
quis, los nogales y los castaños, que alimentaban a los ani-
males salvajes. Y, como no eran egoístas, tenían un gran
espíritu, un espíritu fuerte.
Abuela me contó que su padre estaba tan preocupado
que por la noche caminaba entre los robles porque sabía
que pasaba algo.
Una mañana, a primera hora, cuando el sol asomó por la
cima de la montaña, Halcón Marrón vio a los leñadores, que
iban por el robledal, marcando los árboles y calculando cómo
talar hasta el último ejemplar. Halcón Marrón explicó que, en
cuanto los leñadores se fueron, los robles blancos se pusieron
a llorar. Le resultó imposible conciliar el sueño y observó las
idas y venidas de los leñadores, que abrieron un camino en la
ladera de la montaña para que pasaran los carros.
Abuela me contó que su padre habló con los cheroquíes
y que decidieron salvar los robles blancos. Esa noche,
cuando los leñadores regresaron al pueblo, los cheroquíes
F ORR ES T CA RTER
98
cavaron profundas zanjas en el camino. Las mujeres y los
niños colaboraron.
Los leñadores volvieron a la mañana siguiente y se pasa-
ron todo el día reparando el camino. Por la noche, los chero-
quíes volvieron a cavar. Repitieron la operación los dos días
siguientes con sus noches. Después los leñadores apostaron
guardias armados en el camino, pero no lo podían vigilar todo
y los cheroquíes cavaron zanjas donde pudieron.
Abuela dijo que fue una lucha dura y que estaban ago-
tados. Entonces, un día en que los leñadores estaban repa-
rando el camino, un gigantesco roble blanco cayó sobre un
carro. Mató dos mulas y destrozó el carro. Abuela dijo que
era un magnífico y sano roble blanco que no tenía motivos
para caer, pero se desmoronó.
Los leñadores dejaron de intentar abrir ese camino, lle-
garon las lluvias primaverales... y no regresaron jamás.
Dijo Abuela que, al llegar la luna llena, lo celebraron en
el bosque de robles blancos. Bailaron bajo la luz amarillen-
ta de la luna llena y los robles blancos cantaron, se tocaron
con las ramas y también tocaron a los cheroquíes. Entona-
ron además un canto de muerte por el roble blanco que dio
su vida por los demás y la emoción era tan profunda que
Abuela casi se sintió transportada.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
99
—Pequeño Árbol, no debes contar estas cosas porque
de nada sirven en este mundo que es del hombre blanco.
Pero tienes que saberlas y por eso te las he dicho.
En ese momento supe por qué en la chimenea sólo
quemábamos los leños que el espíritu nos dejaba. Conocía
la vida del bosque... y de las montañas.
Abuela agregó que su padre era tan sabio que estaba
segura de que sería un hombre fuerte... dondequiera que
estuviese en su siguiente vida corporal. Abrigaba la espe-
ranza de que ella también sería fuerte y así lo conocería y
sus espíritus se reconocerían.
Abuela me explicó que, sin saberlo, Abuelo se acercaba
al entendimiento y que siempre estarían juntos porque sus
espíritus se conocían.
Pregunté a Abuela si yo también podía conocer para no
quedar rezagado.
Me tomó de la mano. Caminamos largo rato sendero
abajo antes de que respondiera. Dijo que siempre debía
tratar de entender, que yo también llegaría y que incluso
podía adelantarme a ella.
Repliqué que no quería adelantarme, que me bastaba
con alcanzarlos. Me sentía solo de estar siempre rezagado.
F ORR ES T CA RTER
100
El oficio de Abuelo
En sus setenta y pico años, Abuelo jamás había trabajado
en obras públicas. Para los montañeses, «obras públicas»
significa cualquier trabajo remunerado. Abuelo no sopor-
taba un empleo estable. A su juicio, sólo servía para perder
el tiempo de forma insatisfactoria. Me parece que eso es
verdad.
En 1930, cuando yo tenía cinco años, un bushel 3 de ma-
íz se vendía por veinticinco centavos... siempre que encon-
trases a alguien que pudiera comprarlo. No era común en-
contrar comprador. Aunque lo hubiéramos vendido por
diez dólares, Abuelo y yo no hubiéramos podido ganarnos
la vida porque nuestro maizal era demasiado pequeño.
Pero, Abuelo tenía oficio. En su opinión, todo hombre
debía tener un oficio y estar orgulloso de lo que hacía.
Abuelo lo tenía. La rama escocesa de su familia había
transmitido el oficio a lo largo de varios siglos: Abuelo era
destilador de whisky.
Cuando te dedicas a fabricar whisky, la mayoría de los
que no viven en las montañas te miran mal, pero su opi-
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
101
3 Medida de capacidad para medir líquidos y áridos (granos, legumbres, etc.), que equivale a 35,237 litros. (N. del T.)
nión se basa en lo que hacen los criminales de las grandes
ciudades. Estos contratan a otros individuos para que pro-
duzcan whisky, sin importar la calidad, de modo que fabri-
can mucho... y deprisa. Estos sujetos utilizan potasa o lejía
para «madurar» rápidamente la malta remojada y darle al
whisky un buen «punto». Pasan el whisky por chapas de
hierro o de hojalata y por radiadores de camiones, que con-
tienen todo tipo de venenos que hasta pueden provocar la
muerte.
Abuelo decía que a esos individuos habría que colgar-
los. Podías equivocarte al juzgar un oficio y tenerle muy
poca consideración si sólo te guiabas por los peores indivi-
duos que lo practicaban.
Abuelo afirmaba que su traje estaba tan bien como el
día de su boda, hacía más de cincuenta años. El sastre que
lo había cosido se enorgullecía de su trabajo y, sin embar-
go, había otros sastres que no actuaban de la misma mane-
ra. Tu opinión sobre el oficio de sastre dependía de los sas-
tres que conocías. Otro tanto podía decirse del oficio de
destilador de whisky. Eso es verdad.
Abuelo jamás le añadía nada al whisky, ni siquiera azú-
car. Se pone azúcar para estirar el whisky porque así cun-
de más. Abuelo insistía en que, cuando se le añadía azúcar,
F ORR ES T CA RTER
102
no era whisky puro. Él sólo preparaba whisky puro y co-
mo ingrediente sólo utilizaba maíz.
Tampoco tenía paciencia para añejar, que es envejecer,
el whisky. Toda su vida había oído esto y lo otro acerca
de que el whisky añejo era mucho mejor. En una ocasión
lo intentó. Separó un poco de whisky joven, lo dejó estar
una semana y, cuando lo probó, se dio cuenta de que no
se diferenciaba en nada del resto del whisky que destila-
ba.
Abuelo me explicó que otros lo añejaban poniendo du-
rante mucho tiempo el whisky en barriles, hasta que ad-
quiría el aroma y el color de los toneles. Dijo que el tonto
que quisiera oler un barril debería meter la cabeza en el in-
terior, aspirar y a continuación irse a beber un buen
whisky.
Abuelo llamaba «oledores de barriles» a esos bebedo-
res. Según él, se podía meter agua podrida en un barril, de-
jarla reposar una temporada y vendérsela a esos indivi-
duos, seguro que se la beberían porque olía como un barril.
Abuelo estaba muy disgustado con la historia del whisky
de barril. Dijo que, si se pudiera demostrar, probablemente
se vería que todo comenzó con los peces gordos que podían
darse el lujo de guardar el whisky durante años. Así expri-
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
103
mieron al pequeño destilador que no estaba en condiciones
de añejar el whisky para que adquiriera olor a madera. Se-
guramente gastaron un dineral para vender su whisky di-
ciendo que olía mejor que el de los demás y así convencieron
a un montón de cabezas de chorlito para que lo pagaran. Pe-
ro según Abuelo, aún existía gente con criterio a la que no le
había dado por oler barriles y, por eso, el pequeño productor
aún se las apañaba.
Puesto que la destilación de whisky era el único oficio
que Abuelo conocía y como yo tenía cinco años e iba para
seis, llegó a la conclusión de que tendría que enseñarme.
Me advirtió que tal vez querría cambiar de oficio cuando
creciese, pero sabría destilar whisky y siempre contaría
con un oficio al que acudir para ganarme la vida.
Muy pronto me di cuenta de que Abuelo y yo compe-
tíamos con los peces gordos que vendían whisky con olor a
barril. Sea como fuera, me sentí orgulloso de que Abuelo
hubiese decidido enseñarme el oficio.
Abuelo tenía el alambique donde el arroyo formaba un
estrecho y se desviaba del riachuelo. Como estaba rodeado
de tupidos laureles y madreselvas, ni siquiera un pájaro
hubiera podido encontrarlo. Abuelo estaba orgulloso de su
alambique de cobre puro: la caldera, la tubería sobre la
F ORR ES T CA RTER
104
caldera en forma de cuello de cisne y el serpentín, al que
llamábamos «el gusano».
Era un alambique pequeño y lo cierto es que no necesi-
tábamos otro mayor. Abuelo sólo hacía una destilación al
mes, que siempre daba once galones4. Vendíamos nueve
galones al señor Jenkins —que llevaba la tienda del cru-
ce—, a dos dólares el galón, lo que representaba mucho
dinero a cambio del maíz.
Con ese dinero comprábamos las provisiones impres-
cindibles y ahorrábamos un poco. Abuela guardaba los
ahorros en una bolsa para tabaco que metía en un frasco
de fruta en conserva. Decía que una parte me correspondía
porque yo trabajaba mucho y aprendía el oficio.
Guardábamos en la cabaña los dos galones de whisky
restantes. A Abuelo le gustaba tener un poco en su jarra
para beber un poco de tanto en tanto y para ofrecerlo a los
visitantes, y Abuela lo empleaba para preparar su jarabe
para la tos. Abuelo decía que también era imprescindible
para picaduras de serpiente y de araña, heridas en los talo-
nes y un montón de cosas parecidas.
Enseguida me di cuenta de que, si se hace correctamen-
te, la destilación supone mucho trabajo.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
105
4 Un galón equivale a 3,79 litros. (N. del T.)
La mayoría de los fabricantes de whisky utilizaban maíz
blanco, pero nosotros no teníamos esa variedad. Empleába-
mos maíz indio, el que cultivábamos. El maíz indio es de co-
lor rojo oscuro y daba a nuestro whisky un ligero tinte roji-
zo... y nadie más tenía algo semejante. Estábamos orgullosos
de esa tonalidad, todos la reconocían nada más verla.
Con la ayuda de Abuela descascarillábamos el maíz y
poníamos una parte en un saco de estopa. Vertíamos agua
tibia sobre el saco y lo dejábamos al sol o, en invierno, jun-
to a la chimenea. Dos o tres veces al día girábamos el saco
para remover el maíz. Al cabo de cuatro o cinco días apa-
recían largos brotes.
Molíamos el resto del maíz descascarillado. No podíamos
permitirnos el lujo de llevarlo al molinero porque cobraba.
Abuelo se había construido un molinillo. Constaba de dos
piedras encajadas que hacíamos girar con una manivela.
Abuelo y yo cargábamos la harina por la hondonada y
el estrecho hasta el alambique. Contábamos además con un
canalón de madera que llegaba hasta el arroyo y nos per-
mitía hacer llegar agua a la caldera hasta llenar las tres
cuartas partes de su capacidad. A continuación vertíamos
la harina y hacíamos fuego bajo la caldera. Usábamos ma-
dera de fresno porque no hace humo. En opinión de Abue-
F ORR ES T CA RTER
106
lo, servía prácticamente cualquier madera, pero no tenía
sentido correr riesgos. Eso es razonable.
Abuelo me construyó un cajón que colocábamos sobre
un tocón, junto a la caldera. Me subía en el cajón y remo-
vía el agua harinosa mientras se iba cociendo. Como no
llegaba al borde de la caldera, nunca vi qué removía, pero
Abuelo decía que lo hacía bien y nunca dejé que se quema-
ra, ni siquiera cuando se me cansaban los brazos.
Después de cocido, lo colábamos por un conducto que
había en la parte inferior, lo introducíamos en un tonel y
añadíamos los brotes de maíz que habíamos molido. Tapá-
bamos el tonel y lo dejábamos reposar cuatro o cinco días,
aunque íbamos diariamente a removerlo. Abuelo decía que
«funcionaba».
Cuatro o cinco días después, se había formado una cos-
tra dura. La íbamos rompiendo hasta que prácticamente no
quedaba nada de ella y ya estábamos en condiciones de
proceder a la destilación.
Abuelo tenía un cubo grande y yo uno pequeño. Los in-
troducíamos en el tonel y pasábamos la «cerveza» —así la
llamaba Abuelo— a la caldera. Abuelo tapaba la caldera y
encendíamos la leña de debajo. Cuando la cerveza hervía,
el vapor subía por el tubo de cuello de cisne que había en
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
107
la parte superior y que estaba conectado con el «gusano», o
serpetín, una serie de tubos de cobre en forma de espiral.
El gusano se introducía en un barril lleno de agua fría que
llegaba del río por el canalón; así el vapor se condensaba
otra vez. El gusano salía por la parte inferior del tonel. En
el sitio por el que salía poníamos brasas de nogal para colar
una grasa que, si se te ocurría beberla, te hacía enfermar.
Después de tanto esfuerzo parecía que obteníamos un
montón de whisky... pero sólo destilábamos alrededor de
dos galones. Los poníamos aparte y retirábamos los «res-
tos» que en la caldera no se habían convertido en vapor.
A continuación fregábamos el alambique. Abuelo lla-
maba «unidades» a esos dos galones. Me explicó que supe-
raban los cien grados de graduación alcohólica. Volvíamos
a verter los restos y las unidades en la caldera, encendía-
mos el fuego y repetíamos la operación, añadiendo agua.
Esta vez obteníamos once galones.
Como he dicho, era muy trabajoso y nunca entendí a
los que decían que los que fabricaban whisky eran inútiles
y perezosos. No hay duda de que los que dicen ese dispa-
rate jamás han destilado whisky.
Abuelo era el mejor en su oficio. Es muy difícil conse-
guir que el whisky salga bien. El fuego ha de dar calor en
F ORR ES T CA RTER
108
su justa medida. Si lo maceras demasiado tiempo, se avina-
gra; si lo sacas antes de tiempo, queda muy flojo. Has de
saber darle el «punto» y calcular su graduación alcohólica.
Comprendí por qué Abuelo estaba tan orgulloso de su ofi-
cio y me esforcé por aprender.
Yo hacía algunas cosas que, según me dijo Abuelo, no
entendía cómo se las había apañado para resolverlas antes
de mi llegada. Después de la destilación, Abuelo me intro-
ducía en la caldera para que la fregase. Procuraba limpiar-
la lo más rápido posible porque solía estar muy caliente.
Juntaba madera de fresno y no dejaba de revolver. La des-
tilación nos mantenía muy ocupados.
Abuela encerraba los perros cuando Abuelo y yo traba-
jábamos con el alambique. Abuelo decía que si alguien
aparecía por la hondonada, Abuela soltaría a Blue Boy y lo
enviaría sendero arriba. Como era el podenco de mejor ol-
fato, captaría nuestro rastro, se presentaría y así sabríamos
que alguien rondaba por allí.
Abuelo me contó que al principio contaba con Rippitt,
hasta que empezó a comerse los restos y se emborrachó. Le
dio por hacerlo habitualmente. Dijo que el viejo Rippitt se
podría haber aficionado a beber sin parar si no lo hubiese
impedido. Por eso llevó a la vieja Maud hasta el alambique,
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
109
pero también se emborrachó. Así fue como se decidió por
Blue Boy.
Un montañés destilador de whisky que se precie debe
saber más cosas. Hay que esmerarse en fregar bien los
cacharros después de destilar porque si no huele a la ma-
sa harinosa del whisky. Abuelo decía que la autoridad era
como los podencos y tenía un finísimo olfato capaz de
captar el olor de la harina remojada a varios kilómetros
de distancia. Suponía que de ahí venía la expresión «pe-
rros de la ley». Él creía que seguramente todos ellos ha-
bían recibido una crianza específica, como la de los reyes
y otros seres privilegiados, como los sabuesos que ras-
trean a la gente. Abuelo añadió que, si alguna vez tenía
oportunidad de ver a un perro de la ley, me daría cuenta
de que ellos también olían... eso te ayudaba a saber que
estaban cerca.
También tenías que tener el cuidado de no golpear la
caldera con el cubo. En las montañas, ese ruido se oye a
tres kilómetros de distancia. Eso me preocupó bastante
hasta que descubrí el truco, ya que tenía que introducir el
cubo en el tonel, trasladarlo hasta la caldera, encaramarme
al tocón y al cajón e inclinarme para verter la cerveza. En-
seguida aprendí a no golpear el alambique con el cubo.
F ORR ES T CA RTER
110
Tampoco podías cantar o silbar. Claro que Abuelo y yo
charlábamos. En las montañas, cualquier conversación
normal puede oírse desde muy lejos. La mayoría de la gente
no sabe —los cheroquíes sí— que hay una manera de hablar
que hace que tu voz sea como los otros sonidos de la monta-
ña: como el viento entre los árboles y la maleza, o como una
corriente de agua. De esa forma hablábamos Abuelo y yo.
Mientras trabajábamos escuchábamos a los pájaros. Si
las aves dejan de trinar y los grillos de los árboles inte-
rrumpen su canto... ¡cuidado!
Abuelo dijo que era tanto lo que había que aprender
que más me valía no preocuparme por acordarme de todo a
la vez; que, a medida que pasara el tiempo, lo aprendería y
lo encontraría natural. Y a la larga así fue.
Abuelo ponía al whisky su marca de destilador, hacía
un dibujo en la tapa de cada frasco de fruta en conserva.
La marca de Abuelo era un tomahawk y en las montañas
nadie más la utilizaba. Cada destilador tenía la suya. Abue-
lo solía decir que cuando muriera, lo que sin duda ocurri-
ría, yo heredaría su marca. Abuelo la había heredado de su
padre. Había hombres que iban a la tienda del señor Jen-
kins y que no compraban otro whisky que no fuese de
Abuelo, el que llevaba su marca.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
111
Abuelo dijo que, puesto que ahora éramos más o menos
socios, la verdad es que me correspondía la mitad de la
marca. Fue la primera vez que tuve algo, algo que pude
considerar mío. Me sentí muy orgulloso de nuestra marca
y me ocupé, tanto como Abuelo, de no producir whisky de
baja calidad que llevase nuestra marca. Nunca lo hicimos.
Diría que viví uno de los momentos más espeluznantes
de mi vida mientras destilábamos whisky. Estábamos a fi-
nales de invierno y la primavera se anunciaba. Abuelo y yo
estábamos acabando la última destilación. Habíamos ce-
rrado los frascos de fruta en conserva, con su medio galón
de capacidad, y los introducíamos en los sacos de estopa.
También metíamos hojas en los sacos, para impedir que los
frascos se rompieran.
Abuelo siempre cargaba dos grandes sacos de estopa
con casi todo el whisky. Yo llevaba uno pequeño, con tres
frascos de medio galón. Cuando crecí un poco más, podía
cargar con cuatro frascos, pero por aquel entonces sólo
podía con tres. Era una carga muy pesada y, mientras la
llevaba sendero abajo, me detenía varias veces para des-
cansar. Abuelo también se paraba.
Casi habíamos terminado de guardar los frascos en
los sacos cuando Abuelo exclamó:
F ORR ES T CA RTER
112
—¡Maldita sea! ¡Ahí está Blue Boy!
Y ahí estaba, a un lado del alambique, con la lengua
fuera. Abuelo y yo nos asustamos porque no sabíamos
cuánto tiempo llevaba el podenco junto a la caldera. Se
había acercado sin hacer ruido y se había echado.
—Maldita sea! —exclamé yo también.
Como ya he explicado, Abuelo y yo solíamos soltar ta-
cos si Abuela no estaba cerca.
Abuelo aguzó el oído. Todos los sonidos eran iguales.
Los pájaros no habían levantado el vuelo.
—Coge el saco y echa a andar por el sendero —dijo Abue-
lo—. Si ves a alguien, apártate de la senda hasta que pase. Me
quedaré a limpiar y a ocultar el alambique. Después bajaré
por la otra ladera. Nos reuniremos en la cabaña.
Cogí el saco y lo cargué al hombro tan rápido que estu-
ve a punto de caerme de espaldas, pero recuperé el equili-
brio y caminé por el sendero del estrecho. Aunque estaba
asustado, sabía que era necesario. El alambique era lo más
importante.
Los que viven en el llano jamás entenderán qué significa
destrozar el alambique de un montañés. Para él puede ser tan
malo como el incendio de Chicago para sus habitantes. Abue-
lo lo había heredado y no era probable que, a su edad, pudiese
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
113
reemplazarlo. Si lo destrozaban, Abuelo y yo no sólo nos que-
daríamos sin oficio, sino que a los abuelos ya mí nos resultaría
prácticamente imposible ganarnos la vida.
No se podía vivir con maíz de veinticinco centavos, por
mucho que tuvieras suficiente grano como para venderlo,
que no era nuestro caso, y que lo pudieras vender, que
tampoco podíamos.
Abuelo no necesitaba explicarme lo importante que era
salvar el alambique. Por eso me largué. Me costó mucho
correr con un saco con tres frascos de fruta en conserva a
las espaldas.
Abuelo ordenó a Blue Boy que me acompañara. Estuve
muy atento al podenco, que iba delante de mí, pues era ca-
paz de percibir un rastro en el viento mucho antes de que
se oyese el menor ruido.
Las montañas se alzaban a ambos lados del sendero del
estrecho y sólo quedaba el espacio justo para caminar por
la orilla del arroyo. Blue Boy y yo habíamos recorrido puede
que la mitad del estrecho cuando oímos un gran alboroto
en la senda de la hondonada.
Abuela había soltado los perros, que ladraban y aulla-
ban por el sendero. Algo pasaba. Me detuve y Blue Boy
también paró. Los podencos se acercaban, subían por el es-
F ORR ES T CA RTER
114
trecho hacia nosotros. Blue Boy levantó las orejas y el rabo
y olisqueó el aire; se le erizaron los pelos del lomo y echó a
andar con las patas rígidas por delante de mí. Me sentí
muy contento de que en ese momento Blue Boy estuviese a
mi lado.
Y allí estaban. Aparecieron repentinamente por la cur-
va del sendero, se detuvieron y me miraron. Aunque me
parecieron un ejército, pensándolo bien probablemente no
eran más de cuatro. Eran los hombres más grandes que
había visto y llevaban chapas brillantes prendidas a las
camisas. Se pararon y me observaron como si nunca hu-
biesen visto nada parecido. Yo también me detuve y los mi-
ré. Tenía la boca seca y me temblaban las piernas.
—¡Eh! —gritó uno de esos hombres—. ¡Por Dios... si
es un crío!
—¡Un condenado crío indio! —intervino otro. Como
yo vestía mocasines, pantalón y camisa de piel de venado y
llevaba el pelo negro bastante largo, me pareció imposible
hacerme pasar por otra cosa.
—Niño, ¿qué llevas en ese saco? —preguntó el tercero.
—¡Cuidado con el podenco! —gritó el cuarto. Blue Boy
caminaba muy despacio hacia los hombres. Gruñía ronca-
mente y mostraba los dientes: iba por todas.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
115
Con gran cautela, los hombres echaron a andar por el
sendero hacia mí. Ya sabía yo que no podría eludirlos. Si
me lanzaba al arroyo me atraparían y, si echaba a correr
sendero arriba, los conduciría al alambique. Eso nos deja-
ría a Abuelo y a mí sin oficio y yo era tan responsable co-
mo Abuelo de salvar el alambique. Me decidí por la ladera
de la montaña.
Existe un modo de correr montaña arriba. Si alguna
vez tienes que correr montaña arriba... bueno, espero que
no tengas que hacerlo nunca. Abuelo me había enseñado
cómo lo hacen los cheroquíes. En lugar de correr recto ha-
cia arriba, vas subiendo en diagonal. Apenas tocas el suelo
porque apoyas los pies en la broza, así como en los troncos
y las raíces de los árboles; de esta forma pisas sobre algo
firme y no resbalas. Si corres de esta manera puedes avan-
zar deprisa y así lo hice.
En vez de subir por la montaña en la dirección opuesta
a donde ellos venían, lo que me habría llevado de regreso
al estrecho, ascendí en dirección a ellos, por el lado que se-
guía el sendero.
Así fue como pasé por encima de sus cabezas. Abando-
naron el sendero para perseguirme, se engancharon en la
maleza y uno estuvo a punto de agarrarme el pie cuando pa-
F ORR ES T CA RTER
116
sé. Logró aferrar la broza que yo había pisado y falló por tan
poco que supe que pensaba matarme en el acto. Claro que
Blue Boy le mordió la pierna. El hombre gritó y cayó hacia
atrás sobre sus compañeros, y yo seguí corriendo.
Oí que Blue Boy gruñía y les hacía frente. Recibió una
patada o un golpe porque oí que se quedaba sin aliento y
gemía, pero enseguida volvió a la lucha. Yo seguía corrien-
do tan rápido como podía, que no era mucho, porque los
frascos de fruta en conserva me frenaban.
Oí que los individuos trepaban por la montaña a mis
espaldas y, más o menos al mismo tiempo, se presentaron
los demás podencos. A mi oído llegaron perfectamente los
gruñidos y los ladridos de los viejos Rippitt y Maud. El so-
nido parecía terrible y se mezclaba con los gritos y las mal-
diciones de los hombres. Más tarde Abuelo me contó que
lo oyó todo desde el otro lado de la montaña y que tuvo la
sensación de que la guerra había estallado.
Seguí corriendo mientras mis piernas aguantaron. Al
cabo de un rato tuve que parar. Sentía que estaba a punto
de reventar, pero no me quedé quieto mucho tiempo.
Avancé hasta llegar a la cima de la montaña. Estaba tan
agotado que la última parte del trayecto tuve que arrastrar
el saco con los frascos de fruta en conserva.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
117
Aún oía a los perros y a los hombres. Caminaban por el
sendero del estrecho hacia el de la hondonada. No dejaron
de oírse gritos, maldiciones y berridos, como si fuera una
gran bola de sonido que rodaba montaña abajo hasta que
ya no pude oír nada.
Aunque estaba tan exhausto que no me tenía en pie, me
sentía bien porque los hombres no se habían acercado al
alambique. Sabía que Abuelo se sentiría satisfecho. Me
temblaban tanto las piernas que me tumbé sobre las hojas
y me quedé dormido.
Cuando desperté era de noche. La luna había trepa-
do más allá de la montaña lejana, estaba casi llena e ilu-
minaba las hondonadas, a mis pies. En ese momento oí a
los podencos. Supe que Abuela les había ordenado que
me buscaran, pues no ladraban como cuando le seguían
el rastro a un zorro; sus voces eran suplicantes, como si
hicieran un esfuerzo para que yo les respondiese.
Habían captado mi olor porque subían en diagonal por
la montaña. Silbé y los oí ladrar y gemir. Al cabo de un mi-
nuto se abalanzaron sobre mí, lamiéndome la cara. Hasta
el viejo Ringer había venido... y eso que estaba casi ciego.
Los podencos y yo bajamos la montaña. La vieja Maud
estaba que no cabía en sí y se adelantó, soltando ladridos y
F ORR ES T CA RTER
118
aullidos, para avisar a los abuelos que me habían encon-
trado. Supongo que, a pesar de su pésimo olfato, quiso
darse el mérito.
Al bajar por la hondonada vi a Abuela en el sendero.
Había encendido la lámpara y la sostenía, como si hubiese
preparado una luz para guiarme. Abuelo estaba a su lado.
Los abuelos no vinieron hacia mí, permanecieron en su
sitio y me observaron mientras me acercaba rodeado por
los perros. Me sentí muy bien. Todavía llevaba los frascos
de fruta en conserva y no había roto ni uno.
Abuela dejó la lámpara en el suelo y se arrodilló para
recibirme. Me estrechó con tanta fuerza que estuvo a pun-
to de hacerme soltar los frascos de fruta en conserva.
Abuela dijo que los llevaría a la cabaña.
Abuelo aseguró que él no podría haberlo hecho mejor, y
eso que tenía más de setenta años, y que probablemente me
convertiría en el mejor destilador de whisky de las montañas.
Dijo que, a la larga, hasta podría superarlo. Ya sabía
que eso era poco probable, pero sus palabras me llenaron
de orgullo.
Abuela no abrió la boca. Me llevó en brazos hasta la
cabaña. De todos modos, seguramente yo hubiese podido
ir por mi propio pie.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
119
Negocios con un cristiano
A la mañana siguiente los perros todavía daban saltos a mi
alrededor, con las patas tiesas y orgullosos. Sabían que ha-
bían hecho algo que me había ayudado. Yo también me
sentí orgulloso... pero no me jacté porque no hubiese sido
propio del oficio de destilador de whisky.
El viejo Ringer no había vuelto. Aunque Abuelo y yo
silbamos y lo llamamos, no se presentó. Recorrimos el cla-
ro de la cabaña y tampoco apareció. Entonces salimos a
buscarlo con los podencos. Recorrimos el sendero de la
hondonada y el estrecho y no encontramos ni rastro de
Ringer. Abuelo dijo que lo mejor sería subir por la montaña
por donde yo había descendido la noche anterior. Y así lo
hicimos. Buscamos entre la maleza y fuimos montaña arri-
ba. Blue Boy y Little Red dieron con él.
Ringer había chocado con un árbol. Quizá fue el último
árbol con el que topó, pues Abuelo dijo que daba la sensa-
ción de que había chocado con muchos árboles o de que le
habían pegado con una porra. Tenía la cabeza cubierta de
sangre, estaba tendido de lado y se había pillado la lengua
con los dientes. Estaba vivo. Abuelo lo cogió en brazos y lo
bajamos de la montaña.
F ORR ES T CA RTER
120
Nos detuvimos en el arroyo y Abuelo y yo le quitamos la
sangre de la cara y le separamos la lengua de los dientes. Su ca-
ra estaba salpicada de canas y al verla me di cuenta de que
Ringer era muy viejo y ya no estaba para correr por las monta-
ñas buscándome. Permanecimos con él junto al arroyo y, un
rato después, abrió sus ojos viejos y cansados que apenas veían.
Acerqué mi cara a la del viejo Ringer y le dije que le agrade-
cía que me hubiera buscado por las montañas y que lo sentía
mucho. El viejo Ringer no estaba arrepentido porque me lamió
la cara para hacerme saber que volvería a hacerlo.
Abuelo me dejó ayudarle a llevar a Ringer sendero aba-
jo. Él sostenía la mayor parte del cuerpo del perro y yo las
patas traseras. Cuando llegamos a la cabaña, Abuelo lo de-
positó en el suelo y dijo que el viejo Ringer había muerto. Y
estaba muerto. Había muerto en el sendero, aunque Abue-
lo dijo que sabía que habíamos ido a buscarlo, que iba de
regreso a casa y que por eso se sintió bien. Yo también me
sentí algo mejor... pero no mucho.
Abuelo añadió que el viejo Ringer murió como desean
morir todos los buenos podencos montañeses: ayudando a
su gente y entre los árboles.
Abuelo fue a buscar una pala. Llevamos al viejo Ringer
por el sendero de la hondonada hasta el maizal que tanto se
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
121
enorgullecía de vigilar. Abuela también vino y los podencos
nos siguieron, gimiendo y con los rabos entre las patas. Me
sentí como ellos.
Abuelo cavó la fosa para el viejo Ringer al pie de un pe-
queño roble de agua. Era un lugar precioso: en otoño esta-
ba rodeado de zumaque rojo y por primavera un cornejo
que había cerca se llenaba de flores blancas.
Abuela depositó un saco de algodón blanco en el fondo
de la tumba, situó al viejo Ringer encima y lo envolvió.
Abuelo colocó una tabla pesada sobre Ringer para que los
mapaches no lo desenterraran. Lo cubrimos de tierra. Los
podencos permanecieron a nuestro alrededor, porque sa-
bían que se trataba del viejo Ringer, y la vieja Maud gimió.
El viejo Ringer y ella habían sido compañeros en el maizal.
Abuelo se quitó el sombrero y dijo:
—Adiós, viejo Ringer.
Yo también me despedí del viejo Ringer. Lo dejamos allí,
al pie del roble de agua.
Me sentí muy mal y muy vacío. Abuelo dijo que enten-
día cómo me sentía porque él sentía lo mismo. y me explicó
que siempre que pierdes algo que has amado te sientes así
y que la única solución era no amar, lo cual resultaba aún
peor porque todo el tiempo te sentías vacío.
F ORR ES T CA RTER
122
Abuelo añadió que si el viejo Ringer no hubiese sido fiel,
no nos sentiríamos orgullosos de él. Y eso sería todavía peor.
Es verdad. Abuelo me aseguró que, cuando envejeciera,
me acordaría del viejo Ringer y que me gustaría... recordar.
Dijo que, por extraño que parezca, cuando envejeces y te
acuerdas de tus seres queridos sólo recuerdas lo bueno,
jamás lo malo, lo que demuestra que lo malo no cuenta.
Teníamos que seguir con nuestro trabajo. Abuelo y yo
tomamos el atajo y cargamos nuestra mercancía hasta la
tienda que el señor Jenkins tenía en el cruce. Abuelo lla-
maba «mercancía» a nuestro whisky.
El atajo me encantaba. Descendíamos por el sendero de
la hondonada y, antes de llegar a las rodadas de los carros,
nos desviábamos hacia la izquierda hasta que llegábamos al
atajo. Recorría las lomas de las montañas que, como gran-
des dedos que sobresalen y se apoyan en las zonas llanas,
bajaban hacia el valle.
Las hondonadas de las lomas eran poco profundas y fá-
ciles de recorrer. El atajo tenía varios kilómetros y al reco-
rrerlo cruzabas pinedas y grupos de cedros en las laderas,
caquis y madreselvas.
En otoño, en cuanto la escarcha teñía de rojo los ca-
quis, durante el camino de vuelta, yo me detenía para lle-
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
123
narme los bolsillos y luego corría hasta alcanzar a Abuelo;
en primavera también lo hacía y recogía moras.
En cierta ocasión Abuelo se detuvo y me vio coger mo-
ras. Fue una de las pocas veces en que me desconcertó con
un juego de palabras de las que engañan a la gente.
—Pequeño Árbol, ¿sabes por qué dicen que las moras es-
tán verdes cuando en realidad están rojas? —preguntó Abue-
lo. Me dejó totalmente sorprendido y se rió—. Las llaman
moras... pretenden describirlas por su color... la gente dice
que están verdes, cuando no están maduras... pero en reali-
dad, cuando no están maduras son rojas. —Abuelo decía la
verdad—. De esta forma la lían los que usan las palabras sin
ton ni son. Cuando oigas que alguien utiliza palabras contra
otra persona, no te guíes por ellas porque no significan nada.
Guíate por su tono y así sabrás si es mezquino y miente.
A Abuelo le molestaba que hablaran demasiado; su-
pongo que es lógico.
Por lo general, en los lados del atajo también encontra-
ba nueces, castañas y otros frutos secos. Por lo tanto, cual-
quiera que fuese la estación del año, siempre recogía algo
al regresar de la tienda del cruce.
Cargar nuestra mercancía hasta la tienda era mucho
trabajo. A veces me rezagaba detrás de Abuelo, cargado
F ORR ES T CA RTER
124
con el saco con tres frascos de fruta en conserva. Si me
quedaba atrás, sabía que Abuelo se pararía más adelante y
que, cuando lo alcanzase, haríamos un descanso.
Si íbamos hasta la tienda de esta manera, parándonos a
descansar de tanto en tanto, no era tan agotador. Al llegar
a la última loma, Abuelo y yo nos escondíamos entre la ma-
leza para ver si el barril de encurtidos estaba delante de la
tienda. Si no estaba, todo iba bien. Si lo habían sacado, la
autoridad rondaba por allí y no debíamos entregar la mer-
cancía. Todos los montañeses estaban atentos a la presen-
cia del barril de encurtidos, pues había otras personas que
también llevaban su mercancía.
Aunque jamás vi el barril de encurtidos colocado delan-
te de la tienda, ni una sola vez dejé de comprobar si estaba.
Había aprendido que el oficio de destilador de whisky con-
lleva muchas complicaciones. Abuelo me explicó que, en
mayor o menor grado, todo oficio tiene sus pegas.
Me preguntó si alguna vez me había parado a pensar lo
que significaba ser dentista y tener que mirar constante-
mente la boca de los demás, un día sí y otro también, vien-
do sólo bocas. Dijo que ese oficio lo atormentaría y que,
pese a sus complicaciones, el de destilador de whisky era
muchísimo mejor. Eso es verdad.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
125
El señor Jenkins me caía bien. Era un hombre alto,
grueso y siempre vestía un mono. Su barba blanca le col-
gaba sobre el peto del mono y su cabeza, casi totalmente
calva, brillaba como un nudo de pino.
En la tienda tenía de todo un poco; grandes percheros
con camisas y monos y cajas de zapatos; barriles de galletas
y, en uno de los mostradores, un queso enorme. Sobre el
mostrador también había una vitrina de cristal en cuyos es-
tantes guardaba las golosinas. Había todo tipo de dulces,
seguramente más de los que podía vender. Nunca vi que
nadie se comiera una golosina, aunque supongo que algu-
nas vendía porque si no no las habría tenido.
Cada vez que entregábamos nuestra mercancía, el se-
ñor Jenkins me pedía que fuese hasta el montón de leña y
cogiera un saco de leña fina para la gran estufa de la tien-
da. Siempre lo hacía. La primera vez me ofreció una enor-
me piruleta de rayas de colores, pero no me pareció justo
aceptarla por haber recogido leña fina, que no representa-
ba ningún esfuerzo. El señor Jenkins la guardó en la vitri-
na y buscó otro dulce que era viejo y que pensaba tirar.
Abuelo dijo que podía aceptarlo porque, de todos modos,
el señor Jenkins pensaba tirarlo y no beneficiaría a nadie.
Por eso lo cogí.
F ORR ES T CA RTER
126
Cada mes el tendero encontraba una golosina vieja. Su-
pongo que me zampé todas las golosinas viejas que tenía. Se-
gún decía el señor Jenkins, yo le hacía un gran favor.
En la tienda del cruce me timaron mis cincuenta cen-
tavos. Había tardado mucho en reunirlos. Cada mes, des-
pués de entregar nuestra mercancía, Abuela guardaba pa-
ra mí en un frasco una moneda de cinco o diez centavos.
Era mi parte en el negocio. Me encantaba llevar la cal-
derilla en el bolsillo cada vez que bajábamos a la tienda.
Como no la gastaba, cuando regresábamos volvía a guar-
darla en mi frasco.
Para mí era toda una experiencia llevar ese dinero en el
bolsillo y saber que era mío. Le había echado el ojo a una
gran caja roja y verde que estaba en la vitrina de las golo-
sinas. Aunque no sabía cuánto costaba, había decidido que
la próxima Navidad se la regalaría a Abuela... y luego nos
comeríamos el contenido. Pero, como ya he dicho, me ti-
maron los cincuenta centavos mucho antes.
Era la hora de comer y acabábamos de entregar nuestra
mercancía. Hacía un sol de justicia y Abuelo y yo descansá-
bamos sentados bajo la marquesina de la tienda, con la espal-
da apoyada en la pared. Abuelo había comprado al señor
Jenkins azúcar y tres naranjas para Abuela. Cuando era la
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
127
época, a Abuela le encantaban las naranjas, como a mí. Al ver
que Abuelo había comprado tres, supe que me tocaría una.
Estaba comiendo mi piruleta cuando empezaron a lle-
gar a la tienda grupitos pequeños de dos o tres hombres.
Dijeron que estaba a punto de llegar un político que pro-
nunciaría un discurso. No sé si Abuelo se hubiera quedado
porque, como ya he explicado, los políticos no le gustaban
demasiado, pero el hombre en cuestión se presentó antes
de que recobráramos las fuerzas.
Viajaba en un cochazo que levantaba nubes de polvo en
la carretera, y por eso lo vimos mucho antes de que llegase.
Otro hombre conducía el coche y el político se apeó del
asiento trasero. Iba en compañía de una señora. Mientras
el político hablaba, ella iba fumándose cigarrillos sólo hasta
la mitad, y entonces los tiraba. Abuelo me explicó que eran
cigarrillos liados a medida, de los que fumaban los ricos,
que eran demasiado perezosos para liar sus propios pitillos.
El político se acercó y estrechó la mano a todo el mun-
do, excepto a Abuelo y a mí. Abuelo me dijo que era por-
que parecíamos indios y, como no votábamos, no le éramos
útiles al político. Supongo que tenía razón.
Llevaba chaqueta negra, camisa blanca y en el cuello
una cinta anudada, que también era de color negro y col-
F ORR ES T CA RTER
128
gaba. Reía mucho y parecía muy contento. Mejor dicho, lo
pareció hasta que se puso furioso.
Se encaramó en un cajón y se enfadó por las condiciones
imperantes en Washington que, según dijo, era un infierno.
Dijo que el mundo no era más que Sodoma y Gomorra y
supongo que tenía razón. Se puso cada vez más furioso y al
final se desató la cinta que le rodeaba el cuello.
Según él, los católicos estaban detrás de todo lo que
ocurría. Dijo que prácticamente lo controlaban todo y
que pretendían instalar al Papa en la Casa Blanca. Afirmó
que los católicos eran las serpientes más pérfidas e infa-
mes que existían. Explicó que había unos hombres llama-
dos sacerdotes que copulaban con ciertas mujeres llama-
das monjas y que los niños que eran fruto de aquellos
apareamientos servían de alimento a las jaurías. Aseguró
que era lo más terrible que había visto u oído. Y lo era.
Empezó a desgañitarse. Supongo que las condiciones
imperantes en Washington bastaban para que cualquiera
se pusiese a gritar. Añadió que si él no les plantara cara, los
católicos se harían con el control de todo y se llegarían has-
ta donde estábamos..., lo cual parecía muy malo.
Dijo que, si se hicieran con el poder, encerrarían a to-
das las mujeres en conventos y sitios parecidos... y prácti-
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
129
camente borrarían del mapa a los niños. Por lo visto, no
había modo de detenerlos, a no ser que todos enviáramos a
ese político a Washington para ver qué podía hacer; expli-
có que, incluso así, la lucha sería muy dura porque en todo
el país los hombres se vendían a ellos por dinero. Pero él
no aceptaría dinero porque no lo necesitaba y porque esta-
ba totalmente en contra de eso.
Confesó que a veces tenía ganas de tirar la toalla, reti-
rarse y tomárselo con calma, como habíamos hecho noso-
tros.
Me sentí muy mal por habérmelo tomado con calma.
Cuando acabó su discurso, el político se bajó del cajón,
empezó a reír y a estrechar manos. Por lo visto, estaba bas-
tante seguro de que podría resolver la situación en Wa-
shington.
Me sentí más animado al pensar que ese señor volvería
a Washington para acabar con los católicos y otra gente de
esa calaña.
Mientras el político estrechaba manos y hablaba con la
gente, un individuo se acercó al corro con un pequeño ter-
nero pardo sujeto con una cuerda.
Se dedicó a mirar a la gente y estrechó la mano del polí-
tico las dos veces que éste pasó a su lado. El ternero per-
F ORR ES T CA RTER
130
maneció espatarrado y cabizbajo tras el hombre. Me in-
corporé y me acerqué al animal.
Aunque lo acaricié, no alzó la cabeza. El hombre me
miró desde debajo de su gran sombrero. Sus ojos de mira-
da penetrante prácticamente se cerraron cuando sonrió.
—Niño, ¿te gusta el ternero?
—Sí, señor —respondí y me aparté, pues no quería que
pensara que estaba molestando al ternero.
—Sigue —añadió animado—. Puedes acariciar al ter-
nero todo lo que quieras. No le harás daño.
Hice unos mimos al animal.
El hombre escupió tabaco sobre el lomo del ternero.
—Por lo visto mi ternero se ha encariñado contigo...
más que con cualquier otra persona... parece que quiere ir-
se contigo.
Aunque a mí no me lo pareció, el ternero era de ese
hombre y él debía de saberlo mejor que nadie. El individuo
se arrodilló delante de mí y preguntó:
—Niño, ¿tienes dinero?
—Sí, señor, tengo cincuenta centavos —repliqué.
El hombre frunció el ceño. Me di cuenta de que mi di-
nero era poco y lamenté no tener más.
Al cabo de un minuto el individuo sonrió y dijo:
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
131
—Verás, este ternero vale más de cien veces esa cantidad.
Yo me había dado cuenta enseguida de que era muy va-
lioso.
—Sí, señor. Ya me imaginé que no podría comprarlo
—murmuré.
El hombre volvió a fruncir el ceño.
—Verás, soy cristiano. Sea como sea, pese a lo mucho
que este ternero me ha costado, en el fondo creo que debe-
rías quedártelo porque se ha encariñado mucho contigo.
El individuo se lo pensó un rato y me di cuenta de que
le dolía mucho la idea de separarse del ternero.
—Yo no... señor, no se me ocurriría llevármelo. El hombre
levantó la mano para hacerme callar, suspiró y dijo:
—Hijo, te dejaré el ternero por cincuenta centavos.
Considero que es mi deber como cristiano y... te aseguro...
te aseguro que no acepto un no por respuesta. Dame los
cincuenta centavos y el ternero es tuyo.
Lo dijo de una manera que no podía rechazarlo.
Saqué la calderilla del bolsillo y se la entregué. Me pasó
la cuerda del ternero y se alejó tan rápido que no supe qué
dirección tomó.
Estaba muy orgulloso de mi ternero, aunque pensaba
que, hasta cierto punto, me había aprovechado del hombre;
F ORR ES T CA RTER
132
era cristiano y, según explicó, esa peculiaridad lo colocaba
en situación desventajosa. Arrastré el ternero hasta donde
estaba Abuelo y se lo mostré. Abuelo no pareció tan conten-
to como yo por el ternero y supuse que era porque, en lugar
de suyo, era mío. Le dije que podía quedarse con la mitad
porque prácticamente éramos socios en el negocio de desti-
lar whisky. Abuelo se limitó a emitir un gruñido.
El gentío que rodeaba al político se dispersó y, más o
menos, todos coincidieron en que era mejor que el político
se trasladara inmediatamente a Washington para combatir
a los católicos. Repartió octavillas. Aunque no me dio nin-
guna, recogí una del suelo. En la octavilla aparecía su foto
y sonreía como si en Washington no hubiese el menor pro-
blema. En esa foto se le veía muy joven.
Abuelo dijo que estábamos listos para volver a la caba-
ña, así que me guardé el retrato del político en el bolsillo y
conduje al ternero detrás de Abuelo. Fue un recorrido muy
duro. El ternero apenas podía andar. Tropezaba y se arras-
traba. Yo tiraba de la cuerda con mucho cuidado. Temía
que mi ternero se desplomase si tiraba demasiado.
Empecé a pensar si lograría llevarlo a la cabaña y me
dije que tal vez estaba enfermo... a pesar de que valía cien
veces lo que me había costado.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
133
Cuando llegué a lo alto de la primera loma, Abuelo casi
había llegado al pie y se disponía a cruzar la hondonada.
Me di cuenta de que me quedaría rezagado y grité:
—Abuelo... ¿conoces a algún católico?
Abuelo se detuvo. Arrastré el ternero y acorté distan-
cias. Abuelo aguardó a que el ternero y yo le diéramos al-
cance.
—En cierta ocasión vi un católico en la capital del dis-
trito —respondió Abuelo. El ternero y yo nos detuvimos
junto a Abuelo e intentamos descansar—. El que vi no me
pareció tan malo... aunque supongo que se había metido en
un buen lío... tenía el cuello de la camisa mal puesto y pro-
bablemente estaba demasiado borracho para enterarse.
Como quiera que sea, parecía pacífico.
Abuelo se sentó en una roca y vi que se iba a poner a
cavilar; yo me alegré. El ternero había separado las patas
delanteras y jadeaba de mala manera.
—Como quiera que sea —repitió Abuelo—, si hubieras
cogido un cuchillo y partido por la mitad la sesera del polí-
tico, te las habrías visto moradas para encontrar un grano
de verdad. Habrás notado que el hijo de puta no dijo nada
sobre la suspensión del impuesto al whisky... sobre el pre-
cio del maíz... ni sobre algo que valga la pena.
F ORR ES T CA RTER
134
Abuelo tenía razón. Le dije que yo también me había
fijado en que el hijo de puta no había dicho una sola pala-
bra sobre lo que contaba.
Abuelo me recordó que «hijo de puta» era una nueva
expresión vulgar que no debía utilizar delante de Abuela.
Añadió que le importaba un rábano que curas y monjas
copulasen todos los días de la semana, del mismo modo que
lo traía sin cuidado cuántos gamas y gamos se apareaban.
Insistió en que era asunto de ellos.
Abuelo dijo que en lo que se refería a los niños que ser-
vían de alimento para las jaurías, jamás amanecería el día
en que una gama echara sus crías a un perro para que se
las comiese y que una mujer tampoco lo haría; estaba segu-
ro de que era una mentira. Creo que tenía razón.
Los católicos dejaron de caerme tan mal. Abuelo co-
mentó que estaba seguro de que a los católicos les gustaría
hacerse con el poder... y dijo que, si tenías un cerdo y no
querías que te lo robaran, ponías diez o doce hombres para
que lo vigilaran, aunque esos hombres también querrían
robártelo, y que ese cerdo no estaría a salvo ni en la cocina
de tu propia cabaña. Explicó que en Washington todo es-
taba tan podrido que se vigilaban unos a otros todo el
tiempo.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
135
Abuelo dijo que eran tantos los que intentaban hacerse
con el poder que se había convertido en una cruel y cons-
tante batalla, y que lo peor de Washington era que estaba
plagada de puñeteros políticos.
Aunque nosotros íbamos a una iglesia baptista, a Abue-
lo no le hubiera hecho ninguna gracia que unos prohibi-
cionistas como ellos se hicieran con el poder. Dijo que es-
taban totalmente en contra de la bebida, excepto cuando se
trataba de ellos, y que eran capaces de prohibir el alcohol
en todo el país.
Enseguida me di cuenta de que, aparte de los católicos,
también había otros peligros. Si los prohibicionistas se ha-
cían con el poder, Abuelo y yo no podríamos continuar en
el oficio de destiladores de whisky y probablemente nos
moriríamos de hambre.
Pregunté a Abuelo si cabía la posibilidad de que los
peces gordos —los que fabricaban el whisky con olor a
madera— intentaran hacerse con el poder. Como noso-
tros les fastidiábamos el negocio, podrían dejarnos sin
oficio ni beneficio. Abuelo respondió que lo estaban in-
tentando por todos los medios y prácticamente no había
día en que no intentasen sobornar a los políticos de Wa-
shington.
F ORR ES T CA RTER
136
Abuelo dijo que una cosa era segura: los indios nunca
se harían con el poder. A mí también me pareció que era
poco probable.
Mientras Abuelo hablaba, el ternero se tendió en el sue-
lo y murió. Se tumbó de lado y se quedó tieso. Yo estaba de
pie delante de Abuelo, con la cuerda en la mano. Abuelo
señaló el animal y dijo:
—Tu ternero ha muerto.
Abuelo ni siquiera llegó a ser propietario de su mitad.
Me arrodillé, intenté levantarle la cabeza y ponerlo en
pie, pero estaba flácido. Abuelo meneó la cabeza.
—Pequeño Árbol, está muerto. Y cuando algo muere...
está muerto.
Mi ternero estaba muerto. Me agaché a su lado y lo mi-
ré. Probablemente fue el peor momento del que tengo me-
moria. Habían desaparecido mis cincuenta centavos y la
caja roja y verde con dulces. Y ahora el ternero... que valía
cien veces lo que me había costado.
Abuelo se sacó de la bota su cuchillo de hoja larga,
abrió por la mitad al ternero y extrajo el hígado. Lo señaló
y dijo:
—Está manchado y enfermo, no podemos comerlo.
Tuve la sensación de que no había nada que hacer.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
137
Aunque no lloré... poco faltó. Abuelo se arrodilló junto
al ternero y lo desolló.
—Puede que Abuela te dé diez centavos por la piel, su-
pongo que la aprovechará. Enviaremos a los podencos...
para que se lo coman.
Supongo que era lo único que se podía hacer.
Cargado con la piel de mi ternero, seguí a Abuelo sen-
dero abajo hasta la cabaña.
Aunque Abuela no me dijo nada, le conté que no podía
volver a guardar los cincuenta centavos en el frasco porque
los había gastado en un ternero... que ya no tenía. Abuela
me dio diez centavos por la piel y metí la moneda en el
frasco.
Aunque el puré de guisantes y el pan de maíz me gus-
taban, aquella noche me costó mucho comer.
Mientras cenábamos, Abuelo me miró y dijo:
—Verás, Pequeño Árbol, la mejor manera de enseñarte
es dejar que te equivoques. Si te hubiese impedido comprar
el ternero, habrías pensado que debías tenerlo. Si te hubiera
dicho que lo comprases, me habrías hecho responsable de su
muerte. Tienes que aprender a medida que creces.
—Sí, Abuelo.
—Veamos —añadió Abuelo—, ¿qué has aprendido?
F ORR ES T CA RTER
138
—Me parece que he aprendido a no negociar con cris-
tianos.
Abuela rió. Francamente, yo no le encontré la gracia.
Abuelo se quedó sin habla y después se rió tanto que se
atragantó con el pan de maíz. Deduje que había aprendido
algo divertido, pero no supe de qué se trataba.
—Pequeño Árbol, querrás decir que probablemente te
andarás con cuidado la próxima vez que un hombre te diga
que es bueno y honrado —explicó Abuela.
—Sí, Abuela, supongo que sí.
Yo no entendía nada... salvo que había perdido cin-
cuenta centavos. Estaba tan agotado que me dormí en la
mesa y acabé apoyando la cabeza en el plato. Abuela tuvo
que quitarme puré de guisantes de la cara.
Aquella noche soñé que los prohibicionistas y los cató-
licos venían a nuestra casa. Los prohibicionistas destro-
zaban nuestro alambique y los católicos se comían mi ter-
nero.
Había un cristiano muy corpulento que se reía de todo.
Tenía una caja roja y verde con dulces y decía que, aunque
costaba cien veces más, me la dejaba en cincuenta centa-
vos. Claro que, como yo no los tenía, no podía comprarla.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
139
En la tienda del cruce
Abuela cogió un lápiz y un papel y me enseñó cuánto había
perdido en mi negocio con el cristiano. Al final sólo perdí
cuarenta centavos porque conseguí diez por la piel del ter-
nero. Lo guardé en el frasco y no volví a llevarlo en el bol-
sillo porque en la cabaña estaba más seguro.
Con la siguiente destilación gané diez centavos más, y
como Abuela me dio una moneda de cinco, en total tenía
veinticinco centavos, así que no me faltaba tanto para vol-
ver a reunir el dinero que había perdido.
A pesar de que había perdido los cincuenta centavos en
la tienda, me gustaba ir a entregar nuestra mercancía, por
mucho que pesase el saco de estopa.
Cada semana yo aprendía cinco palabras del diccionario,
Abuela me explicaba el significado y me hacía formar frases
con esas palabras. Utilizaba con frecuencia esas frases de
camino a la tienda, y Abuelo se paraba para intentar enten-
der lo que yo decía. Yo aprovechaba para alcanzarlo y des-
cansar. A veces, Abuelo rechazaba las palabras y me decía
que no era necesario que utilizase tal o cual vocablo, cosa
que hacía que avanzase más deprisa con el diccionario.
F ORR ES T CA RTER
140
Valga como ejemplo la palabra «abominar». Abuelo se
había adelantado en el sendero y, como yo había formado
una frase con esa palabra, grité:
—Abomino de las zarzas, las abejas y cosas por el estilo.
Abuelo se detuvo. Esperó a que estuviera a su altura y
dejara en el suelo mi carga de frascos de fruta en conserva
para preguntar:
—¿Qué has dicho?
—He dicho que abomino de las zarzas, las abejas y cosas
por el estilo.
Abuelo me miró tan serio que me inquieté.
—¿Qué demonios tienen que ver las minas con las zar-
zas y las abejas?
Le respondí que no tenía ni la más remota idea, que la
palabra era «abominar» y que significaba que algo no te
gustaba nada.
—¿Y por qué no dices que no te gusta nada en lu-
gar de emplear la palabra «abominar»? —quiso saber
Abuelo.
Le respondí que no lo sabía, pero que estaba en el dic-
cionario. Abuelo se enfadó. Dijo que había que poner ante
el pelotón y ajusticiar al lioso hijo de puta que había inven-
tado el diccionario.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
141
Añadió que, seguramente, el mismo individuo se había in-
ventado varias palabras que tergiversaban el sentido de otras y
que por eso los políticos se quedaban con la gente sencilla y
siempre afirmaban que no habían dicho esto o lo otro... o que sí
lo habían dicho. Abuelo dijo que, si lo comprobáramos, vería-
mos que el condenado diccionario era obra de un político o que
los políticos lo habían aprobado. Me pareció que tenía razón.
Abuelo me aseguró que podía pasar de esa palabra. Y
lo hice. En invierno o en la época de guarda solía haber
mucha gente en la tienda. Por regla general, la época de
guarda caía en agosto. Se trataba del período en que los
granjeros ya habían arado y habían quitado las malas hier-
bas cuatro o cinco veces de sus cosechas; éstas habían cre-
cido lo suficiente y los granjeros permanecían «de guarda»,
es decir, no desherbaban ni araban mientras las cosechas
maduraban y esperaban la recolección.
Después de entregar nuestra mercancía, de que Abuelo
cobrara y de que yo le llevara la leña fina al señor Jenkins
y aceptase una golosina vieja, Abuelo y yo solíamos sen-
tarnos bajo la marquesina de la tienda, con la espalda apo-
yada en la pared, y perdíamos el tiempo.
Abuelo llevaba dieciocho dólares en el bolsillo, de los
que yo recibiría al menos diez centavos cuando llegáramos
F ORR ES T CA RTER
142
a la cabaña. Solía comprar azúcar o café para Abuela y de
vez en cuando, si todo iba bien, un poco de harina de trigo.
Además, acabábamos de terminar una semana muy labo-
riosa en nuestro oficio de destiladores de whisky.
Yo siempre terminaba la piruleta mientras holgazaneá-
bamos. Pasábamos un rato muy agradable.
Escuchábamos a los hombres que hablaban de todo un
poco. Algunos decían que había depresión y que la gente de
Nueva York se tiraba por las ventanas y se pegaba un tiro
en la sien. Abuelo nunca abría la boca y yo menos. Me explicó
que Nueva York estaba llena de personas que no tenían tierra
suficiente para ganarse la vida y que probablemente la mitad
había enloquecido por vivir de esa manera; eso explicaba que
se pegaran un tiro y se arrojaran por las ventanas.
Normalmente en la tienda había alguien que había ido a
cortarse el pelo. Colocaban una silla de respaldo recto bajo
la marquesina y se turnaban.
Otro individuo al que todos llamaban «Viejo Barnett»
arrancaba dientes. No era mucha la gente capaz de «arran-
car dientes». Lo hacían cuando tenías un diente en mal es-
tado y tenían que quitártelo.
A todos les gustaba ver a Viejo Barnett con las manos
en la masa, o sea, arrancando dientes. Instalaba en una silla
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
143
a la persona a la que tenía que quitar alguna pieza. Sobre
las llamas calentaba un alambre hasta que estaba al rojo
vivo. Ataba el alambre al diente, cogía un clavo, lo apoyaba
en la pieza y, con el martillo, lo golpeaba de manera miste-
riosa. El diente salía disparado y caía al suelo. Estaba muy
orgulloso de su oficio y cuando trabajaba ordenaba a todos
que se apartasen para que nadie pudiese aprenderlo.
Una vez el señor Lett, que tenía aproximadamente la
misma edad que Viejo Barnett, fue a la tienda a que le
arrancasen un diente en malas condiciones. Viejo Barnett
sentó al señor Lett y calentó el alambre. Lo anudó en torno
al diente del señor Lett, que en ese instante tocó el alambre
con la lengua. Chilló como un toro, pateó la barriga de Vie-
jo Barnett y lo arrojó al suelo.
Viejo Barnett se enfureció y le dio un sillazo en la cabe-
za al señor Lett. Se pelearon a puñetazos en el suelo hasta
que se formó un corro y los separaron. Se maldijeron un
buen rato... mejor dicho, Viejo Barnett fue el que maldijo,
pues el señor Lett estaba tan enojado que no se entendía
una sola palabra de lo que decía.
Al final se tranquilizaron y un grupo de hombres sujetó
al señor Lett, le separaron la lengua del diente y le echaron
trementina. Se marchó. Fue la primera vez que vi que Vie-
F ORR ES T CA RTER
144
jo Barnett no pudo arrancar un diente. Le sentó muy mal.
Se enorgullecía de su oficio y se deshizo en explicaciones
sobre los motivos por los que no había podido arrancarlo.
Insistió en que la culpa era del señor Lett. Supongo que
tenía razón.
En ese momento decidí que nunca dejaría que mi den-
tadura se pusiera en malas condiciones. y si se me fastidia-
ba algún diente, no se lo diría a Viejo Barnett.
En la tienda conocí a la chiquilla. Iba con su padre en
la época de guarda o en invierno. Su padre era un hombre
joven que vestía un mono andrajoso y que casi siempre es-
taba descalzo. La chiquilla iba siempre descalza, incluso
cuando hacía frío.
Abuelo me explicó que eran aparceros. Dijo que los
aparceros no poseían tierras ni nada digno de mención, a
veces ni siquiera una cama o una silla. Trabajaban las tie-
rras de otros y a veces cobraban la mitad de lo que el pro-
pietario obtenía por la cosecha, aunque en la mayoría de
los casos sólo recibían un tercio. Lo llamaban trabajar «a
medias» o «a terceras partes».
Abuelo dijo que, una vez descontados todos los gastos
—lo que había comido a lo largo del año, el coste de las
semillas y los abonos, que pagaba el propietario, el uso de
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
145
las mulas y unas cuantas cosas más—, resultaba que el
aparcero sólo ganaba lo justo para malcomer.
Abuelo añadió que cuanto más numerosa era la familia
del aparcero, más posibilidades tenía de poder seguir tra-
bajando en un sitio, porque todos los miembros de la fami-
lia podían trabajar en los campos. Una familia numerosa
hacía más trabajo. Todos los aparceros procuraban tener
familia numerosa porque era imprescindible. Las esposas
también trabajaban los campos: recogían algodón, arran-
caban malas hierbas y cosas así, mientras dejaban a sus
bebés bajo la sombra de los árboles o en algún sitio donde
se apañaran por su cuenta.
Abuelo añadió que los indios no hacían eso. Dijo que
prefería largarse al monte y alimentarse de conejos antes
que ser aparcero. Pero reconoció que, por algún motivo,
ciertas personas quedaban atrapadas en ese círculo vicioso
y no lograban salir.
Abuelo declaró que era culpa de los malditos políticos, que
se dedicaban a usar palabras en lugar de ejercer el oficio que
supuestamente tenían. Dijo que había buenos y malos patro-
nes, que eran como el resto de los mortales y que una vez re-
cogidas las cosechas, cuando llegaba el momento de «ajustar
las cuentas», los aparceros solían llevarse un gran chasco.
F ORR ES T CA RTER
146
Por eso los aparceros cambiaban de sitio todos los años.
En invierno buscaban un nuevo patrón hasta que lo encon-
traban. Se trasladaban a otra choza y por la noche, senta-
dos a la mesa de la cocina, el padre y la madre soñaban que
ese año y en esas tierras todo iría mejor.
Abuelo dijo que se aferraban a esa ilusión durante la
primavera y el verano, hasta que, una vez recogidas las co-
sechas, se enfrentaban a la amarga realidad. Por eso cada
año se trasladaban y quienes no los comprendían los llama-
ban «culos de mal asiento». Abuelo dijo que era otra expre-
sión desdichada, como llamarlos «irresponsables» por tener
tantos hijos, cuando no les quedaba más remedio.
Abuelo y yo hablamos del tema durante el regreso a la
cabaña y se enfadó tanto que descansamos casi una hora.
Yo también me enfadé y enseguida me di cuenta de que
Abuelo entendía muy bien a los políticos. Le dije que ha-
bría que expulsar a esos hijos de puta. Abuelo dejó de ha-
blar del tema y una vez más me advirtió que «hijo de puta»
era una palabra malsonante y muy fuerte y que Abuela nos
haría salir de la cabaña si nos oía usarla. Lo fijé en mi ca-
beza. La verdad es que sonaba muy fuerte.
Cierto día la chiquilla se acercó y se detuvo delante de
mí mientras estaba sentado bajo la marquesina y disfrutaba
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
147
de la piruleta vieja. Su padre estaba en la tienda. La niña
iba despeinada y tenía mal la dentadura. Deseé que Viejo
Barnett no la viera. Llevaba un saco de estopa a modo de
vestido, me miró fijamente y cruzó y descruzó los dedos
gordos de los pies sobre la tierra. Me sentí mal por tener la
piruleta y le dije que podía lamerla un rato siempre y
cuando no la mordiera, porque si lo hacía tendría que de-
volvérmela. Cogió la golosina y la lamió.
Me contó que en un día recogía cincuenta kilos de al-
godón, que su hermano recolectaba cien kilos y que, cuan-
do se encontraba bien, su madre llegaba a los ciento cin-
cuenta. Sabía que su padre había recogido doscientos cin-
cuenta kilos trabajando día y noche.
Dijo que no ponían piedras en los sacos para engañar
con el peso y que su padre tenía fama de honrado. Insistió
en que toda su familia era conocida por su honradez.
Me preguntó cuánto algodón era capaz de recoger y le
respondí que nunca había hecho ese trabajo. Dijo que se lo
imaginaba, ya que los indios teníamos fama de perezosos y
no trabajábamos. Le quité la piruleta. Después la chiquilla
añadió que no era que no trabajábamos porque no quisiéra-
mos, sino porque éramos distintos y tal vez hacíamos otras
cosas. Le dejé lamer la piruleta un rato más.
F ORR ES T CA RTER
148
Aún era invierno y me contó que su familia estaba
atenta al canto de las tórtolas. Todos sabían que la direc-
ción en que cantaban las tórtolas era hacia donde irías el
año próximo.
Añadió que aún no habían oído el canto de las tórtolas y
que estaban pendientes pues el patrón los había engañado y
su padre se había enemistado con él, por eso tenían que tras-
ladarse. Dijo que su padre había ido a la tienda para ver si
podía hablar con alguien que quisiera una buena familia en
sus tierras, una familia conocida por su honradez y por no
crear problemas. Suponía que irían al mejor sitio que podía
existir porque su padre decía que se había corrido la voz de
que eran buenos trabajadores y, en consecuencia, la próxima
temporada estarían bien situados.
Dijo que tendría una muñeca en cuanto las cosechas cre-
cieran en las nuevas tierras a las que se trasladarían. Dijo
que su mamá le había dicho que sería una muñeca comprada
en una tienda, con pelo auténtico y ojos que se abrían y se
cerraban. Insistió en que era probable que le compraran
muchas cosas más, ya que prácticamente serían ricos.
Le conté que nosotros no poseíamos tierras, salvo la
hondonada en la que cultivábamos maíz, y que éramos mon-
tañeses y no nos dedicábamos al cultivo de valles y llanuras.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
149
Le confié que tenía una moneda de diez centavos. La chi-
quilla me pidió que se la enseñara y le expliqué que estaba
en la cabaña, guardada en un frasco de fruta en conserva;
que no la llevaba conmigo porque en cierta ocasión un cris-
tiano me había timado cincuenta centavos y no quería que
algún otro me birlase esa moneda.
La chiquilla declaró que era cristiana. Me contó que una
vez encontró al Espíritu Santo en una reunión entre las zar-
zas y que así se salvó. Dijo que sus padres veían al Espíritu
Santo casi siempre que salían y que, cuando se encontraban,
hablaban en una lengua que ella no entendía. Declaró que
ser cristiana la hacía feliz y que las reuniones entre las zar-
zas eran las ocasiones en que los cristianos se sentían más
dichosos porque quedaban llenos del Espíritu Santo. Me di-
jo que yo iría al infierno porque no me había salvado.
Muy pronto me di cuenta de que era cristiana porque,
mientras hablaba, fue chupando mi piruleta y, cuando me
di cuenta, quedaba sólo un trocito de nada. Recuperé lo
poco que pude salvar.
Le hablé a Abuela de aquella chiquilla y le hizo un par de
mocasines. Utilizó la piel de mi ternero para el empeine y no
quitó el pelo. Eran muy bonitos. Abuela cosió dos pequeñas
bolitas de color rojo en el empeine de los mocasines.
F ORR ES T CA RTER
150
Cuando un mes más tarde bajamos a la tienda, entregué
los mocasines a la chiquilla. Se los puso. Le conté que Abue-
la los había hecho para ella y que no costaban nada. Corre-
teó delante de la tienda mirándose los pies; era evidente que
estaba orgullosa de los mocasines, porque de tanto en tanto
se paraba y tocaba las bolitas rojas. Le expliqué que la piel
era de mi ternero y que se la había vendido a Abuela.
Cuando el padre salió de la tienda, la chiquilla lo siguió
carretera abajo, dando saltos con los mocasines puestos.
Abuelo y yo los miramos. Habían recorrido unos cuantos
metros cuando el hombre se detuvo y miró a su hija. Habló
con ella y la niña me señaló.
El hombre se internó entre los matorrales a un lado de la
carretera y cortó una larga vara de caqui. Sujetó de un brazo
a la chiquilla y le azotó con fuerza las piernas y la espalda.
Aunque lloró, la niña no se movió. El padre le pegó hasta que
la vara se partió... y todos los que estaban bajo la marquesina
de la tienda lo vieron, pero nadie dijo nada.
El padre ordenó a la niña que volviera a la carretera y
se quitase los mocasines. Este desanduvo lo recorrido, con
los mocasines en la mano, y Abuelo y yo nos pusimos en
pie. El padre no hizo el más mínimo caso de Abuelo, se
acercó a mí y me miró de arriba abajo. Tenía la expresión
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
151
dura y los ojos brillantes. Me apuntó con los mocasines,
que cogí, y dijo:
—No aceptamos caridad... de nadie... ¡y, menos aún, de
salvajes paganos!
Yo estaba muy asustado. El hombre dio media vuelta y
se alejó carretera abajo, con su andrajoso mono al viento.
Siguió andando cuando pasó junto a la niña y ella lo siguió.
La chiquilla no lloraba. Caminó rígida, con la cabeza er-
guida y actitud altanera, y no se volvió para mirar a nadie.
Desde donde estábamos podíamos ver las grandes marcas
rojas que cubrían sus piernas. Abuelo y yo nos marchamos.
Al llegar al sendero, Abuelo dijo que no le deseaba ningún
mal al aparcero y que, en su opinión, el orgullo era lo único
que tenía... por muy equivocado que estuviera. Suponía que
ese hombre pensaba que no podía permitir que la chiquilla ni
ninguno de sus hijos amase las cosas bonitas porque nunca
podrían conseguirlas. Por eso los castigaba cuando demostra-
ban que les gustaba aquello que no podían tener... los castiga-
ba y seguía castigándolos hasta que aprendían. Con el paso
del tiempo, los niños aprendían a no esperar nada.
Podían abrigar la ilusión de que el Espíritu Santo les
daría momentos de felicidad, les quedaba el orgullo... y la
esperanza para el año venidero.
F ORR ES T CA RTER
152
Abuelo aseguró que no era culpa mía no haberme dado
cuenta de cuál era la situación. Él jugaba con ventaja pues
años atrás, mientras caminaba por un sendero próximo a la
choza de un aparcero, había visto a un hombre que salió al
patio en el que dos de sus hijas pequeñas estaban sentadas a la
sombra de un árbol y miraban un catálogo de Sears Roebuck.
Abuelo añadió que el hombre cogió una vara y azotó a las
pequeñas hasta que la sangre chorreó por sus piernas. Se
quedó mirando mientras el hombre recogía el catálogo y ca-
minaba hasta la parte posterior del granero. Quemó el catálo-
go como si lo odiara, pero antes lo rompió. Después el hom-
bre se ocultó detrás del granero y se puso a llorar. Abuelo dijo
que, como había visto esa escena, sabía cuál era la situación.
Abuelo insistió en que había que entender. La mayoría
de las personas no querían comprender porque había que
hacer un esfuerzo, usaban las palabras para esconder su
propia pereza y llamaban «vagos» a los demás.
Llevé los mocasines a la cabaña. Los puse bajo el saco
de estopa en el que guardaba el mono y la camisa. No volví
a mirarlos porque me recordaban a la chiquilla.
Ni la niña ni su padre regresaron jamás a la tienda del
cruce. Supongo que se habían trasladado.
Debieron de oír muy lejos el canto de las tórtolas.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
153
Una aventura peligrosa
En primavera, lo primero que florece en las montañas son
las violetas indias. Aparecen justo cuando desesperas y pa-
rece que la bella estación no llegará. De un azul gélido co-
mo el viento de marzo, se pegan a la tierra, tan pequeñas
que no las verías si no te fijaras bien.
Cogíamos violetas de las laderas. Yo ayudaba a Abuela
hasta que los dedos se nos quedaban helados a causa del
viento frío. Con las violetas Abuela preparaba una infusión
tónica. Decía que yo las cogía rápido y era verdad.
En el sendero alto, donde el hielo aún crujía bajo el peso de
nuestros mocasines, recogíamos agujas de árboles de hoja pe-
renne. Abuela las ponía a remojar en agua caliente y también
bebíamos esa infusión. Es mejor que la fruta y te hace sentir
bien. También empleábamos raíces y semillas de valeriana.
En cuanto aprendí, me convertí en el mejor recolector
de bellotas. Al principio cada vez que encontraba una la
llevaba al saco de Abuela, hasta que me explicó que era
mejor reunir unas cuantas antes de llevárselas. Para mí era
fácil porque era bajito y pronto hubo más bellotas mías que
de Abuela en el saco.
F ORR ES T CA RTER
154
Abuela preparaba con las bellotas una harina dorada
amarillenta, le añadía nueces y preparaba buñuelos fritos.
Nunca he probado nada que supiera mejor.
A veces derramaba azúcar en la harina de bellotas por
accidente. Entonces, Abuela solía decirme: —caramba,
Pequeño Árbol, he volcado azúcar en la harina de bellotas.
Yo nunca decía nada y cuando eso pasaba, Abuela
siempre me daba un buñuelo de más.
Tanto Abuelo como yo éramos grandes devoradores de
buñuelos de harina de bellotas.
A veces a finales de marzo, después de la aparición de
las violetas indias, subíamos a la montaña para recogerlas y
aquel viento helado cambiaba un instante: te acariciaba el
rostro con la suavidad de una pluma. Traía olor a tierra y
sabías que la primavera estaba al caer.
Al día siguiente o al otro (y ya empezabas a asomar la
cara para percibirlo) volvías a recibir una suave caricia.
Duraba un poquitín más y era más dulce y fragante.
El hielo se quebraba y se derretía en las altas cumbres,
correteaba por el terreno y formaba pequeños dedos de
agua que descendían hacia el arroyo.
En ese momento el diente de león cubría la hondonada
de abajo y lo arrancábamos para preparar ensaladas. Es
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
155
delicioso mezclado con adelfilla, lechuga silvestre y orti-
ga. Aunque las ortigas son exquisitas en ensalada, tienen
minúsculos pelos que, al recogerlas, te irritan la piel. Mu-
chas veces Abuelo y yo no reparábamos en los ortigales,
pero Abuela siempre, los descubría y recogíamos plantas.
Abuelo aseguraba que en esta vida no conocía nada que,
siendo placentero, dejara de tener alguna condenada pe-
ga. Me parece que estaba en lo cierto.
La adelfilla tiene una enorme flor púrpura y un tallo
largo que puedes pelar y comer crudo o hervir, que se pa-
rece al espárrago.
La mostaza aparece en las laderas de las montañas en
manchones que parecen mantas amarillas. Crece en forma
de brillantes cabezuelas color canario y tiene hojas pican-
tes. Abuela la mezclaba con otras verduras y a veces molía
las semillas y hacía una pasta que se convertía en mostaza
de mesa.
Las plantas silvestres son cien veces más fuertes que las
cultivadas. Arrancábamos las cebollas silvestres y un puña-
do tenía más sabor que todo un saco de cebollas cultivadas.
A medida que al aire se entibia y llegan las lluvias, las
flores de la montaña muestran sus colores, como si se hubie-
ran derramado un montón de cubos de pintura por las lade-
F ORR ES T CA RTER
156
ras. Las amapolas tienen flores rojas, largas, redondas y tan
vivas que parecen papel pintado; las campanillas sacan pe-
queños cencerros azules que cuelgan de tallos delgadísimos
en medio de las grietas de las rocas. Las portulacáceas tienen
grandes caras de color rosa alilado y centros amarillos que
se aferran al suelo, mientras las ipomeas se ocultan en lo más
profundo de la hondonada, con sus largos tallos huecos, y se
mecen como sauces de bordes rojizos.
Los diversos tipos de semilla nacen de acuerdo con los
diferentes calores corporales del útero de Mon-a-lah.
Cuando empieza a entibiarse, sólo asoman las flores dimi-
nutas. A medida que se calienta, nacen flores más grandes,
la savia empieza a circular por los árboles, los hace hin-
charse como una mujer antes del parto y finalmente abren
sus brotes.
Cuando el aire se pone tan pesado que te cuesta respi-
rar, ya sabes qué pasa. Las aves descienden de las cumbres
y se resguardan en las hondonadas y en los pinares. Den-
sos nubarrones negros flotan sobre la montaña y corres
hacia la cabaña.
Desde el porche solíamos contemplar las lanzas de luz
que, durante uno o dos segundos, iluminaban la cumbre y
extendían en todas las direcciones sus tentáculos como
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
157
tendidos eléctricos para volver a ocultarse en el cielo. A
continuación una especie de crujido, tan agudo que sabías
que algo se había abierto, y luego el trueno, que rodaba y
rugía sobre las cumbres y recorría las hondonadas. Una o
dos veces tuve la certeza de que las montañas estaban a
punto de desmoronarse, pero Abuelo me dijo que no pasa-
ría. Evidentemente, no se derrumbaron.
Después se repetía, arrancando de las piedras de las
cumbres chispas azules que salpicaban el azul del cielo.
Los árboles se inclinaban y se retorcían a causa de las súbi-
tas rachas de viento y la fuerza de la espesa cortina de llu-
via que bajaba del cielo en forma de gotas gordas, avisán-
dote de que enseguida caerían ríos de agua capaces de
ahogar a las ranas.
Los que se burlan de la naturaleza y dicen que sobre
ella lo sabemos todo y que no tiene alma, jamás han estado
en la montaña en medio de una tormenta primaveral.
Cuando da a luz a la primavera, la naturaleza pone manos
a la obra y rasga las montañas como la parturienta que se
aferra a la sábana.
Si un árbol ha resistido y superado los vientos invernales
y la naturaleza considera que es necesario quitarlo, lo arran-
ca y lo arroja montaña abajo. Recorre las ramas de todo ár-
F ORR ES T CA RTER
158
bol y arbusto, palpa con sus dedos de viento cuanto en-
cuentra a su paso y elimina aquello que considera débil.
Si decide que hay que arrancar un árbol y con el viento
no basta, lo golpea con el rayo y lo único que queda es una
antorcha llameante. La naturaleza está viva y sufre. Más
vale que lo creas.
Abuelo decía que, entre otras cosas, quitaba los restos
que pudieran haber quedado del parto del año pasado para
que el siguiente alumbramiento fuera limpio y fuerte.
Cuando acaba la tormenta, el recién nacido —diminu-
to, ligero y tímidamente verde— asoma en los arbustos y
en las ramas de los árboles. En ese momento la naturaleza
deja caer las lluvias de abril. Susurra suave y solitaria y
forma brumas en las hondonadas y en los senderos que re-
corremos, bajo las ramas de los árboles que gotean agua.
Con la lluvia de abril se experimenta una sensación po-
sitiva, emocionante y, al mismo tiempo, triste. Abuelo decía
que siempre sentía emociones opuestas. La encontraba
conmovedora porque algo nuevo estaba a punto de nacer y
triste porque sabías que no podías retenerlo, que seguía su
curso demasiado rápido.
El viento de abril es suave y cálido como una cuna.
Suspira sobre los manzanos silvestres hasta que se abren
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
159
los capullos blancos con manchas rosadas. El olor es aún
más dulce que el de la madreselva y hace que las abejas se
apiñen sobre las flores. Por todas partes, desde las hondo-
nadas hasta las cumbres, crece el laurel silvestre de flores
blanco rosadas con el botón púrpura, junto a la violeta
diente de perro, de largos y puntiagudos pétalos amarillos
y con un colmillo blanco que sobresale (que a mí siempre
me pareció una lengua).
Entonces, cuando abril está más cálido, el frío te traspa-
sa. Hace frío durante cuatro o cinco días. Eso ayuda a que
las moras florezcan y se le llama «el invierno de las moras».
Sin frío, las moras no florecen. Por eso algunos años no hay
moras. Cuando acaba, los cornejos florecen sobre las lade-
ras, en sitios inimaginables, y parecen cubiertos de bolas de
nieve: de pronto, en medio de una pineda o de un robledal se
extiende una inmensa alfombra blanca.
Aunque los granjeros blancos recogen los productos de
la huerta a finales del verano, los indios recolectan desde
principios de primavera, cuando crecen las primeras ver-
duras, y a lo largo de todo el verano y el otoño, en que re-
cogen frutos secos y bellotas. Abuelo decía que si convivías
con el bosque en lugar de arrasarlo, el bosque te daba de
comer.
F ORR ES T CA RTER
160
De todos modos, tienes que trabajar mucho. Me figu-
raba que yo era el más hábil para recoger bayas, pues po-
día instalarme en medio de un zarzal y no tenía necesidad
de agacharme para alcanzarlas. Nunca me cansé de reco-
ger bayas.
Había frambuesas, moras, bayas de saúco —que según
Abuela eran las mejores para preparar aguardiente—,
arándanos y gayubas rojas, que nunca me gustaron y que
Abuela utilizaba para cocinar. Siempre regresaba con el
cubo lleno de gayubas rojas, que no comía porque no me
gustaban, y devoraba otras bayas sin cesar mientras las re-
colectaba. Abuelo hacía lo mismo e insistía en que no las
desperdiciaba porque, a la larga, nos las habríamos zam-
pado de todas formas. Eso es verdad. Sin embargo, tam-
bién hay bayas venenosas que pueden matarte más rápidas
que un tallo de maíz del año pasado. Es mejor no probar
las bayas que los pájaros no comen.
En la época de recolección de bayas, mis dientes, mi
lengua y mi boca siempre tenían un tono violáceo. Cuando
Abuelo y yo entregábamos nuestra mercancía en la tienda
del cruce, algunos habitantes de la llanura preguntaban si
yo estaba enfermo. A veces alguno nuevo se preocupaba al
verme. En opinión de Abuelo, eso demostraba su ignoran-
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
161
cia sobre las dificultades que afrontaba un recolector de
bayas y me decía que no les hiciese caso. Por eso sus pala-
bras me traían sin cuidado.
Los pájaros se vuelven locos por las cerezas silvestres. En
julio, las cerezas ya han recibido suficientes rayos del sol.
A veces, bajo el perezoso sol del verano, después de
comer Abuela se echaba a dormir la siesta y Abuelo y yo
nos sentábamos en el escalón de la puerta trasera. Abuelo
proponía que paseáramos por el sendero para ver qué en-
contrábamos. Subíamos por el sendero y nos sentábamos
bajo un cerezo, con la espalda apoyada en el tronco. Nos
dedicábamos a observar los pájaros.
Una vez vi un tordo que dio volteretas en una rama, se
balanceó hasta la punta, como si caminase por la cuerda
floja, y se dejó caer. Un petirrojo se sentía tan bien que se
nos acercó y se posó en la rodilla de Abuelo. El pájaro lo
regañó y le explicó qué pensaba. Después decidió cantar,
pero le falló la voz y cambió de idea. Se arrastró hacia los
arbustos, mientras Abuelo y yo nos partíamos de risa.
Abuelo dijo que de tanto reír le dolía la barriga. A mí me
pasaba lo mismo.
Vimos un cardenal rojo que comió tal cantidad de cere-
zas que se cayó del árbol y se desmayó en el suelo. Lo
F ORR ES T CA RTER
162
acomodamos en una horquilla del árbol para que por la
noche ningún animal lo matase.
A primera hora de la mañana siguiente Abuelo y yo nos
acercamos al cerezo y vimos que el cardenal rojo aún dor-
mía la mona. Abuelo lo despertó con energía y al pájaro le
sentó mal. Se lanzó una o dos veces sobre la cabeza de
Abuelo, que tuvo que espantarlo con el sombrero. Voló
hasta el arroyo, hundió la cabeza, salió... ahuecó las alas,
escupió y miró a su alrededor como si estuviera empeñado
en pegar al primero que se le pusiese delante.
Abuelo estaba convencido de que el cardenal nos con-
sideraba responsables de su estado, a pesar de que a esas
alturas ya tendría que haber aprendido la lección. Añadió
que no era la primera vez que veía a ese pájaro, un viejo
comedor de cerezas.
Todo pájaro que ronda tu cabaña en las montañas es se-
ñal de algo. Eso opinan los montañeses y, si quieres, puedes
creerlo porque es así. Yo lo creía y Abuelo también.
Abuelo conocía todas las señales de las aves. Trae buena
suerte que una hembra de reyezuelo se instale en tu cabaña.
Abuela había recortado un cuadrado de un ángulo superior
de la puerta de la cocina y nuestra hembra de reyezuelo en-
traba y salía volando y construyó su nido en el madero que
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
163
había sobre el fogón. Cuando se quedaba en el nido, su
compañero entraba y la alimentaba.
A los reyezuelos les encanta estar cerca de personas
amantes de los pájaros. Esa hembra de reyezuelo se aco-
modaba en el nido y, mientras estábamos en la cocina, nos
observaba con sus ojillos negros como bolitas, que brilla-
ban a la luz de la lámpara. Cuando yo acercaba una silla y
me encaramaba para verla mejor, se inquietaba, pero no
abandonaba el nido.
Abuelo decía que a la hembra de reyezuelo le encanta-
ba enfadarse conmigo porque así demostraba que, proba-
blemente, era más importante que yo para la familia.
Los chotacabras empiezan a cantar durante el crepús-
culo. Se llaman así porque se suponía que maman la leche
de cabras y ovejas. Si enciendes la lámpara, se acercan ca-
da vez más a la cabaña y cantan hasta que te quedas dor-
mido. Abuelo decía que son señal de paz nocturna y de
buenos sueños.
La lechuza grita por la noche y no hace más que que-
jarse. Sólo existe una forma de hacerla callar: cruzar una
escoba delante de la puerta abierta de la cocina. Abuela lo
hacía y, por lo que yo pude ver, no fallaba: la lechuza deja-
ba de quejarse.
F ORR ES T CA RTER
164
La paloma moñuca sólo canta durante el día y repite
«iuri» todo el tiempo... lo dice y vuelve a repetirlo pero, si
se acerca a la cabaña, puedes tener la certeza de que no en-
fermarás en todo el verano.
Si el arrendajo azul juguetea en torno a la cabaña es se-
ñal de que lo pasarás muy bien y te divertirás de lo lindo.
El arrendajo azul es un payaso que salta en las puntas de
las ramas, da volteretas y molesta a otra aves.
El cardenal rojo significa que recibirás dinero; para los
montañeses la tórtola no representa lo mismo que para los
aparceros. Cuando oyes una tórtola, es señal de que al-
guien te quiere y la ha enviado para decírtelo.
La paloma gimiente canta a última hora de la noche y
jamás se acerca. Llama desde lo más profundo de la mon-
taña con un reclamo prolongado y solitario que da la sen-
sación de que está de duelo. Y, según Abuelo, lo está. So-
lía decir que si alguien moría y en todo el mundo no había
quien lo recordara y lo llorase, la paloma gimiente cum-
plía esa misión. Abuelo aseguraba que si eras montañés y
morías lejos de tu tierra, incluso más allá del mar, sabías
que serías recordado por la paloma gimiente. Saber que
la paloma te recordaría daba paz de espíritu a cualquiera.
A mí me la dio.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
165
Abuelo decía que si te acordabas de un ser querido muerto
la paloma gimiente no lo lloraba. En ese caso sabías que estaba
de duelo por otra persona y su canto no era tan solitario. A úl-
tima hora de la noche, cuando oía a la paloma gimiente desde la
cama, me acordaba de mamá pero no me sentía tan solo.
Como el resto de los seres vivos, los pájaros saben si les
tienes afecto. Y si los quieres te rodean. Nuestras monta-
ñas y hondonadas están pobladas de pájaros: sinsontes, pi-
camaderos, mirlos de ala roja, gallinas indias, alondras de
los prados, gorrioncillos, petirrojos, azulejos, colibríes y
vencejos, hay tantos que es imposible nombrarlos a todos.
En primavera y verano no poníamos trampas. Abuelo
consideraba que era imposible aparearse y luchar al mismo
tiempo. En su opinión, los animales tampoco podían hacer-
lo. Aunque los animales pudieran aparearse y tú cazarlos,
ellos no estarían en condiciones de criar a sus cachorros y,
a la larga, te morirías de hambre. En primavera y verano
nos dedicábamos a pescar en serio.
El indio jamás pesca ni caza por deporte, sino para
comer. Abuelo decía que lo más absurdo del mundo era
matar animales por diversión. Opinaba que probablemen-
te se le ocurrió a los políticos entre una guerra y otra, en
un momento en que no asesinaban seres humanos y les
F ORR ES T CA RTER
166
apetecía seguir matando. Abuelo insistía en que los que
eran idiotas los habían imitado sin pensárselo dos veces y
que, si fuera posible comprobarlo, averiguaríamos que
era cosa de los políticos. Me parece más que probable.
Con las ramas de los sauces hacíamos cestas para pes-
car. Trenzábamos las ramas y construíamos cestas de casi
un metro de largo. En la abertura de la cesta doblábamos
los extremos de las ramas hacia el interior y los afilábamos.
Así, los peces entraban en la cesta nadando y los pequeños
volvían a salir, mientras que los grandes no podían atrave-
sar las puntas afiladas. A modo de carnada, Abuela intro-
ducía en las cestas bolitas de harina.
A veces pescábamos con gusanos «raspados». Se obtie-
nen clavando un poste en la tierra y frotando o «raspando»
con una tabla la parte superior del poste. De este modo, los
gusanos raspados asoman a la superficie.
Cargábamos las cestas por el estrecho hasta el riachue-
lo. Las atábamos con una cuerda a un árbol y dejábamos
que se hundieran en el río. Y al día siguiente volvíamos a
buscar los peces.
En las cestas encontrábamos siluros y percas... de vez
en cuando una brema y, en cierta ocasión, de mi cesta sa-
qué una trucha. Otras veces las tortugas se enganchaban
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
167
en las cestas. Saben muy bien cocinadas con brotes de
mostaza. Me encantaba recoger las cestas.
Abuelo me enseñó a pescar con la mano. Fue así como, por
segunda vez en mis cinco años de vida, estuve a punto de morir.
La primera vez fue cuando la autoridad estuvo a punto de atra-
parme mientras ejercía mi oficio de destilador de whisky. Tenía
el convencimiento de que me habrían trasladado al pueblo para
ahorcarme. Abuelo insistía en que probablemente no lo habrían
hecho, ya que nunca había oído hablar de semejante acto. Claro
que Abuelo no los vio y no fue a él a quien persiguieron. Pero,
esta segunda vez Abuelo también estuvo al borde de la muerte.
Era mediodía, la mejor hora para pescar a mano. El sol
da de lleno en el centro del riachuelo y los peces se sitúan
en las orillas para estar a la fresca y dormitar.
En ese momento te tumbas en la orilla, introduces las
manos en el agua y buscas a tientas los agujeros donde re-
posan los peces. Cuando encuentras uno de esos huecos,
acercas las manos lentamente hasta tocar el pez. Si eres
paciente, puedes pasar las manos por los lomos del pez,
que se queda quieto en el agua mientras lo frotas.
A continuación lo sujetas por detrás de la cabeza y por
la cola, y lo sacas del agua. Es un proceso que lleva tiempo
aprender.
F ORR ES T CA RTER
168
Aquel día Abuelo estaba tumbado en la orilla y ya había
sacado un siluro. Como yo no logré encontrar ningún orificio,
me desplacé orilla abajo. Me tendí, introduje las manos en el
agua y busqué a tientas un agujero con un pez cuando oí un
sonido a mi lado. Fue un silbido que empezó despacio y ganó
velocidad hasta convertirse en un zumbido.
Volví la cabeza en dirección al sonido: era una serpiente
de cascabel. Estaba a punto de atacar, con la cabeza en el
aire, y me miraba, a menos de quince centímetros de mi ca-
ra. Quedé paralizado. Era más ancha que mi pierna y per-
cibí un movimiento ondulante bajo su piel seca. La serpien-
te estaba furiosa. Nos miramos. Sacaba la lengua, casi en
mis narices, y sus ojos entrecerrados estaban rojos y con
expresión de pocos amigos.
Agitaba cada vez más deprisa la punta de la cola, con lo
que el zumbido se volvió más agudo. Entonces la cabeza, en
forma de gran V, se balanceó un poquitín de un lado a otro,
mientras decidía qué parte de mi rostro atacaba. Sabía que
estaba a punto de morderme pero no podía moverme.
Una sombra se dibujó en el suelo, sobre mí y la serpien-
te de cascabel. Aunque no lo oí, supe que Abuelo estaba
ahí. Lenta y serenamente, como si hiciera un comentario
sobre el tiempo, Abuelo dijo:
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
169
—Pequeño Árbol, no gires la cabeza, no te muevas ni
parpadees.
Obedecí sus palabras al pie de la letra. La serpiente al-
zó la cabeza, preparada para morderme. Me pareció que
nunca acabaría de elevarse.
De repente, la gran mano de Abuelo se interpuso entre
mi cara y la cabeza de la serpiente de cascabel. La mano no
se movió. La serpiente se elevó un poco más. Empezó a si-
sear y emitió un continuo cascabeleo. Yo sabía que si
Abuelo hubiese movido la mano o hubiera retrocedido, la
serpiente me habría alcanzado en plena cara.
Pero Abuelo no se movió. La mano permaneció firme
como una roca. Vi las grandes venas del dorso de la mano
de Abuelo. Las brillantes gotas de sudor también resalta-
ban sobre la piel cobriza, pero la mano no tembló.
La serpiente atacó con fuerza y rapidez. Aunque golpeó
como un balazo la mano de Abuelo, esta no se movió un
ápice. Vi que los colmillos se clavaban como agujas en su
carne mientras las mandíbulas de la serpiente de cascabel
parecían tragarse media mano.
Abuelo movió la otra mano, sujetó a la serpiente por la
cabeza y apretó. La serpiente se elevó del suelo y se enro-
lló en el brazo de Abuelo. Le apuntó a la cabeza con la
F ORR ES T CA RTER
170
cola cascabeleante y le golpeó la cara, pero Abuelo no
aflojó. Apretó con una mano a esa serpiente de cascabel
hasta que oí el chasquido del espinazo y después la arrojó
lejos.
Abuelo se sentó en el suelo y sacó su cuchillo de hoja
larga. Lo empuñó y se hizo grandes tajos en la mano, don-
de lo había mordido. La sangre manaba a borbotones y se
deslizaba por su brazo. Gateé hasta Abuelo... me sentía tan
débil que me parecía imposible dar un paso. Me aferré al
hombro de Abuelo para ponerme en pie. Chupaba la san-
gre que brotaba de los tajos que se había hecho con el cu-
chillo y la escupía. Como yo no sabía qué hacer, le agradecí
lo que había hecho. Abuelo me miró y sonrió, con la boca y
la cara llenas de sangre.
—¡Condenado fuego del infierno! —exclamó Abue-
lo—. Le hemos dado una buena lección a esa hija de puta,
¿no te parece?
—Sí, abuelo —respondí y me sentí reconfortado—. Le
hemos dado una buena lección a esa hija de puta.
Francamente, por lo que yo recuerdo tuve muy poco
que ver con aquella lección.
La mano de Abuelo se hinchó, siguió hinchándose y se
puso azul. Cogió el cuchillo y cortó la manga de la camisa
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
171
de piel de venado. Ese brazo tenía el doble de tamaño que
el otro. Me asusté.
Abuelo se quitó el sombrero y se abanicó.
—Hace muchísimo calor para esta época del año.
Su expresión era muy rara y el brazo se le puso azul.
—Voy a buscar a Abuela —dije y me puse en marcha.
Abuelo me observó con la mirada perdida.
—Me parece que descansaré un rato —dijo con gran
serenidad—. Enseguida te daré alcance.
Corrí por el sendero del estrecho y creo que sólo los de-
dos de mis pies rozaron el terreno. Veía muy mal porque,
aunque no me puse a llorar, tenía los ojos llenos de lágrimas.
Cuando tomé el sendero de la hondonada, parecía tener fue-
go en el pecho. Empecé a caerme y a tropezar, más de una
vez me hundí en el arroyo, pero me incorporé y seguí avan-
zando. Dejé el sendero y corté camino a través de las zarzas
y los matorrales. Sabía que Abuelo se estaba muriendo.
La cabaña parecía inclinada y tenía un aspecto muy ra-
ro cuando llegué al claro. Intenté gritar para llamar a
Abuela, pero no pude articular palabra. Atravesé rápida-
mente la puerta de la cocina y caí en los brazos de Abuela,
que me sostuvo y me lavó la cara con agua fría. Me miró
serena y preguntó:
F ORR ES T CA RTER
172
—¿Qué ha pasado? ¿Dónde...?
Intenté hablar.
—Abuelo se muere… —mascullé—. Mordedura de
serpiente de cascabel... a orillas del arroyo.
Abuela me dejó caer al suelo, y me quedé sin aliento.
Cogió un saco y desapareció. Me la imagino ahora, con la
falda larga, las trenzas al viento y los pies diminutos, cubiertos
por los mocasines, deslizándose sobre el suelo. ¡Y cómo co-
rría! No dijo nada, no exclamó «¡Dios mío!» ni nada pareci-
do. No dudó un instante ni se puso a mirar a su alrededor.
Logré ponerme a gatas en la puerta de la cocina y le grité:
—¡Abuela, no permitas que se muera!
Estaba seguro de que Abuela no lo dejaría morir.
Solté a los podencos, que salieron disparados en pos de
Abuela y ladraron y aullaron sendero arriba. Corrí tras los
perros tan rápido como pude.
Cuando llegué a la orilla del arroyo, Abuelo estaba ten-
dido. Abuela le había levantado la cabeza y los podencos lo
rodeaban y gemían. Tenía los ojos cerrados y el brazo casi
negro.
Abuela volvió a tajearle la mano, la chupaba y escupía
la sangre. Cuando aparecí dando tumbos, Abuela señaló
un abedul y dijo:
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
173
—Pequeño Árbol, arranca la corteza.
Aferré el cuchillo de hoja larga de Abuela y descortecé
el tronco. Abuela hizo fuego y aprovechó la corteza de
abedul para encenderlo, porque arde como el papel. Sacó
agua del arroyo, colgó un perol sobre la fogata y añadió
raíces, semillas y algunas hojas que extrajo del saco. Aun-
que no sé los ingredientes que mezcló, recuerdo que las ho-
jas eran de lobelia porque Abuela dijo que Abuelo debía
tomarlas para respirar.
El pecho de Abuelo subía y bajaba lenta y dificultosa-
mente. Mientras el agua se calentaba, Abuela se puso de
pie y paseó la mirada a su alrededor. Aunque yo no había
visto nada a unos cincuenta metros, en la montaña, había
un nido de codornices en el suelo. Abuela se desabrochó la
falda y la dejó caer. Debajo no llevaba nada. Sus piernas
parecían las de una muchacha y los músculos largos se
movían bajo la piel cobriza.
Ató la cinturilla de la falda y puso piedras en el bajo. Se
acercó al nido como un susurro. En el momento preciso en
que la codorniz alzó el vuelo, Abuela le echó la falda encima.
Volvió con la codorniz. Todavía viva, la rajó del ester-
nón a la cola y, mientras pataleaba, la extendió sobre la
mano de Abuelo que la serpiente había mordido. Durante
F ORR ES T CA RTER
174
largo rato sostuvo la agitada codorniz sobre la mano de
Abuelo y, cuando la apartó, vi que las entrañas del ave se
habían teñido de verde: era el veneno de la serpiente.
La tarde seguía su curso y Abuela cuidaba de Abuelo.
Los podencos formaron un círculo a nuestro alrededor y
permanecieron vigilantes. Cayó la noche y Abuela me pidió
que avivara el fuego. Me explicó que debíamos mantener
calientito a Abuelo y que no podíamos moverlo. Lo había
cubierto con la falda. Yo me quité la camisa de piel de ve-
nado y tapé a Abuelo. Estaba a punto de quitarme el pan-
talón, pero Abuela me dijo que no era necesario porque
apenas serviría para cubrir uno de los pies de Abuelo.
Francamente, el pantalón era muy pequeño.
Mantuve vivo el fuego. Abuela me pidió que hiciese otra
hoguera cerca de la cabeza de Abuelo y me encargué de las
dos fogatas. Abuela se tendió junto a Abuelo y lo abrazó pa-
ra que el calor de su cuerpo lo ayudara; yo me tumbé al otro
lado de Abuelo. Supongo que mi cuerpo no tenía el tamaño
suficiente para calentar siquiera una parte de Abuelo. De
todos modos, Abuela dijo que colaboré. Le dije que me pa-
recía imposible que Abuelo pudiera morirse.
Le conté cómo había ocurrido y que me consideraba
responsable por no haber estado alerta. Abuela replicó que
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
175
nadie tenía la culpa, ni siquiera la serpiente de cascabel.
Dijo que no le correspondía a ella achacar a nadie las cul-
pas de algo que, simplemente, había ocurrido. Su comenta-
rio me hizo sentir un poco mejor, pero no mucho.
Abuelo empezó a hablar. Volvió a ser niño, correteó por
las montañas y hablaba de ello. Abuela me explicó que se
debía a que recordaba al mismo tiempo que dormía. Abue-
lo parloteó intermitentemente toda la noche. Justo antes
de que empezara a clarear se serenó y empezó a respirar
tranquila y regularmente. Le dije a Abuela que, en mi opi-
nión, a esas alturas era absolutamente imposible que Abue-
lo pudiera morirse. Me aseguró que no se moriría. Por eso
me quedé dormido en el ángulo del brazo de Abuelo.
Desperté al alba, cuando las primeras luces superaron
la cumbre de la montaña. De repente Abuelo se incorporó,
me miró, miró a la Abuela y exclamó:
—¡Por Dios, Bonnie Bee, nadie puede descansar don-
de le da la gana sin que te quedes en cueros y lo abraces!
Abuela le dio unas palmaditas en la cara y rió. Se levan-
tó y se puso la falda. Supe que Abuelo estaba bien. No qui-
so regresar a la cabaña sin desollar la serpiente de casca-
bel. Dijo que con la piel Abuela me haría un cinturón. Y
así fue.
F ORR ES T CA RTER
176
Bajamos por el sendero del estrecho hacia la cabaña y
los perros corretearon delante. A Abuelo le flaqueaban las
piernas y se aferraba a Abuela que, supongo, lo ayudaba a
andar. Corrí tras ellos y creo que quizá fue la vez que me-
jor me sentí desde mi llegada a las montañas.
Aunque Abuelo jamás mencionó que había interpuesto
la mano entre la serpiente y yo, deduje que, después de
Abuela, probablemente yo le interesaba a Abuelo más que
cualquier otro ser en el mundo, incluido Blue Boy.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
177
El maizal del claro
Supongo que aquella noche en el arroyo, tumbado junto a
Abuelo, me sorprendió saber que también él había sido ni-
ño. Y había tenido infancia. A lo largo de la noche su men-
te lo llevó atrás en el tiempo y volvió a ser niño. Abuelo te-
nía nueve años en 1867 y recorría las montañas. Su madre
era Ala Roja, una cheroquí de pura cepa, y a Abuelo lo
criaron como a los niños cheroquíes, lo que significa que
deambulaba por las montañas a su antojo.
El país estaba ocupado por soldados de la Unión y lo diri-
gían los políticos. El padre de Abuelo había combatido en el
bando perdedor. Tenía enemigos y casi no se atrevía a aban-
donar las montañas. Si hacía falta, Abuelo llevaba recados al
pueblo, pues nadie hacía el menor caso de un crío indio.
Durante uno de sus recorridos por el bosque, Abuelo
descubrió el pequeño valle. Estaba escondido entre altas
montañas, cubierto de malas hierbas, matorrales y enreda-
deras. Aunque hacía mucho tiempo que en ese valle no se
plantaba nada, Abuelo supo que antaño lo habían cultiva-
do porque no había árboles.
Al final del valle, pegada a las montañas, se alzaba una
vieja casa. El porche estaba destartalado, los ladrillos de la
F ORR ES T CA RTER
178
chimenea se caían y durante una temporada Abuelo no hizo el
menor caso de la casa, hasta que descubrió señales de vida en
los alrededores y supo que alguien la habitaba. Bajó de la
montaña, se acercó y desde los matorrales estudió las perso-
nas que se encontraban cerca de la casa. No eran muchas.
No había una sola gallina —la mayoría de los blancos
solían criarlas—, una vaca lechera o un mulo que atar al
arado. No había nada salvo unos pocos y viejos útiles de
labranza tirados junto al viejo granero. Los habitantes se
veían tan abandonados como la casa.
A Abuelo le pareció que la mujer era frágil y estaba
agotada. Tenía dos niñas cuyo aspecto era incluso más la-
mentable: dos niñas pequeñas con cara de viejas. Iban su-
cias, tenían el pelo opaco y las piernas como palillos.
En el granero vivía un viejo negro. Era calvo, aunque
con un círculo de pelo canoso alrededor de la cabeza.
Abuelo pensó que estaba moribundo porque, en lugar de
caminar, arrastraba los pies y estaba encorvado.
Abuelo estaba a punto de marcharse cuando vio a al-
guien más: un hombre que vestía los pingajos de un uni-
forme gris. Era alto y sólo tenía una pierna. Salió de la ca-
sa, caminando sobre el tronco de un joven nogal que había
sujetado al muñón de la pierna que le faltaba. Abuelo ob-
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
179
servó al hombre de una pierna y a la mujer, que se dirigie-
ron al granero. Se colocaron el arnés de cuero y Abuelo no
entendió qué hacían hasta que los vio caminar hacia el va-
lle que se extendía delante de la casa.
El negro viejo los siguió. Se tambaleó e intentó soste-
ner la esteva del arado. El hombre de una pierna y la mu-
jer se detuvieron delante de la casa, se agacharon y ajus-
taron el arnés. El viejo negro intentó guiar el arado.
Abuelo pensó que se habían vuelto locos, pues intentaban
tirar de él como lo hacían las mulas. Pero lo hicieron. No
avanzaban mucho cada vez, sólo unos pocos pasos, pero
arrastraron el arado. Hacían un alto y volvían a empezar.
No era un buen apaño. Si el viejo negro inclinaba de-
masiado el arado, éste se hundía en la tierra y el hombre y
la mujer no podían arrastrarlo; por eso retrocedían, mien-
tras el viejo negro levantaba y empujaba el arado, para
volver a caer y levantarse y tratar, una vez más, de endere-
zarlo. No era lo bastante profundo para roturar la tierra.
Abuelo se dijo que no conseguirían labrar el valle.
Aquella tarde se marchó mientras la mujer, el hombre
de una pierna y el viejo negro seguían tirando del arado y
enderezándolo. Regresó a la mañana siguiente para obser-
varlos. Ya estaban en el campo cuando Abuelo llegó a su
F ORR ES T CA RTER
180
escondite. No habían trabajado la tierra ni para poder ver
por encima de las malas hierbas. Mientras Abuelo miraba,
la punta del arado se enganchó en una raíz y el viejo negro
cayó al suelo. El anciano estuvo largo rato a gatas hasta
que por fin consiguió levantarse. En ese momento Abuelo
divisó a los soldados de la Unión.
Se internó en medio de los tupidos helechos y no les
quitó ojo de encima. No les temía porque, aunque sólo te-
nía nueve años, poseía la sabiduría india y podía pasar en
medio de una patrulla completa sin que lo vieran. Sabía
que podía hacerlo.
La patrulla la formaban doce hombres a caballo. La di-
rigía un individuo corpulento, con galones amarillos en las
mangas. Se habían detenido en una pineda y también mi-
raban a los que araban. Los observaron un rato y siguieron
su camino.
Abuelo fue a pescar a mano a un arroyo y regresó a
última hora de la tarde con sus presas. La mujer, el hom-
bre de una sola pierna y el viejo negro seguían con su
faena, pero se movían tan despacio y estaban tan exhaus-
tos que prácticamente se arrastraban. La vista de lince de
Abuelo le permitió percibir un brillo amarillo entre los
árboles. Era el jefe de la patrulla de la Unión, que se ha-
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
181
bía internado nuevamente en la pineda. Estaba solo y
volvía a vigilar. Abuelo cogió un estrecho sendero y re-
gresó a su cabaña.
Esa noche se puso a pensar. Llegó a la conclusión de
que el militar de la Unión con los galones amarillos no
tramaba nada bueno y decidió avisar a los habitantes de la
vieja casa que los observaban. A la mañana siguiente partió
para dar la voz de alerta.
Abuelo llegó a su escondite, pero era muy tímido.
Aguardó e intentó trazarse un plan de acción. Estaban en
el campo, dale que te pego con el viejo arado. Abuelo casi
se había decidido a acercarse al campo de un salto, les gri-
taría lo que quería comunicarles y pondría los pies en pol-
vorosa, pero ya era demasiado tarde: vio al militar de la
Unión con los galones amarillos.
El suboficial aún estaba lejos, entre los pinos, y tenía un
segundo caballo que nadie montaba. Al acercarse, Abuelo
se dio cuenta de que no era un caballo, sino un mulo. Era
el peor ejemplar que Abuelo había visto en su vida, pues se
le marcaban las ancas y las costillas y las orejas le caían so-
bre la cara huesuda, pero no dejaba de ser un mulo. El mi-
litar de la Unión azuzó al viejo mulo para que avanzase. Al
llegar al límite del pinar, el suboficial dio un latigazo al mu-
F ORR ES T CA RTER
182
lo, que salió disparado hacia el campo. El jefe de la patrulla
permaneció oculto en la arboleda, sobre su caballo.
La mujer fue la primera que vio al mulo. Soltó el arnés
y observó al animal que cruzaba el campo. Gritó: «¡Dios
Todopoderoso! ¡Pero si es un mulo! ¡El Señor nos ha en-
viado un mulo!».
La mujer persiguió al mulo, que se metió entre las zar-
zas. El viejo negro también salió disparado, corrió, se cayó,
se levantó e intentó darle alcance.
El mulo corrió hacia el escondite de Abuelo. En cuanto se
aproximó, Abuelo dio un salto y agitó los brazos; el mulo em-
prendió el regreso al campo y se dirigió a la arboleda de uno
de los lados. El militar se había movido en círculo a caballo
entre los árboles y espantó al mulo para que volviese al cam-
po. Como la mujer y el viejo negro sólo tenían ojos para el
mulo, no notaron la presencia de Abuelo ni del suboficial.
El hombre de una sola pierna intentaba correr, hundía su
tronco de nogal en el suelo y caía cada dos o tres pasos. Las
pequeñas correteaban, gritaban en medio de las zarzas e in-
tentaban obligar al mulo a cambiar de dirección.
El viejo mulo estaba confundido y corrió en medio de
los habitantes de la casa. La mujer lo agarró de la cola.
Aunque la bestia la alzó por los aires, la mujer no la soltó y
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
183
el mulo la arrastró por la maleza y le rasgó el vestido. El
viejo negro se abalanzó sobre el mulo y lo aferró del cuello.
La bestia lo zarandeó como a una muñeca de trapo, pero el
anciano se sujetó como si en ello le fuera la vida. El viejo
mulo se dio por vencido y se detuvo.
El hombre de una sola pierna y las pequeñas se acerca-
ron. El hombre pasó una correa de cuero alrededor del
cuello del viejo mulo. Todos caminaron a su alrededor, lo
acariciaron y lo frotaron como si fuera el mejor del mundo.
Abuelo tuvo la impresión de que la bestia empezaba a sen-
tirse bien acogida.
Los habitantes de la casa se arrodillaron en medio del
campo, en torno al viejo mulo, y permanecieron largo rato
en esa posición, con las cabezas inclinadas hacia el suelo.
Abuelo los vio enganchar el animal al arado. Se turna-
ron y hasta las pequeñas araron detrás del mulo. Abuelo
los observó desde la maleza y no le quitó ojo de encima al
militar que los contemplaba desde el bosque.
Abuelo empezó a vigilar el valle casi a diario. Tenía que
saber qué resultados obtenían. En tres días los habitantes de
la vieja casa ya habían roturado la cuarta parte del campo.
A la mañana del cuarto día Abuelo vio que el suboficial
de la Unión depositaba un saco blanco en un extremo del
F ORR ES T CA RTER
184
campo. El hombre de una sola pierna también lo vio. Le-
vantó a medias la mano para saludar, como si no supiera a
ciencia cierta si lo que hacía era correcto. El militar repitió
el gesto y desapareció a caballo en la arboleda. El saco
contenía semillas de maíz.
Cuando a la mañana siguiente bajó al valle, Abuelo se
encontró con que el suboficial de la Unión había desmon-
tado delante de la casa. Charlaba con el hombre de una so-
la pierna y con el viejo negro. Abuelo se acercó para oír de
qué hablaban.
Poco después el militar de la Unión araba con ayuda
del viejo mulo. Había atado y enrollado las cuerdas del
arado en su cuello, por lo que Abuelo se dio cuenta de que
sabía lo que hacía. De vez en cuando frenaba al animal, se
agachaba, recogía un puñado de tierra recién roturada y la
olía. A veces hasta la probaba. Entonces deshacía la tierra
entre sus dedos y volvía a arar.
Resultó que, además de sargento, el militar era un
granjero de Illinois. Por lo general, se presentaba con la
puesta de sol, si es que podía salir de la guarnición. De
todos modos, iba a arar casi todos los días.
Una tarde se presentó en compañía de un flaco solda-
do raso. Aunque parecía demasiado joven para estar en el
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
185
ejército, lo cierto es que se había alistado. Acabó por ir
todas las tardes con el sargento. Llevó pequeños arbustos
que, en realidad, eran manzanos.
El soldado raso se ponía en un lado del campo y traba-
jaba una hora, plantaba los arbustos y los regaba. Aplasta-
ba la tierra, podaba los arbustos, colocaba entramados de
madera a su alrededor, retrocedía unos pasos y contempla-
ba su obra como si fueran los primeros manzanos que veía
en su vida.
Las dos niñas se dedicaron a ayudarlo y, al cabo de un
mes, el soldado raso acabó de bordear el campo con manza-
nos. Resultó que era de Nueva York y que tenía por oficio el
cultivo de manzanos. Cuando terminó de plantar los manza-
nos, los demás ya habían sembrado maíz en todo el valle.
En cierta ocasión, después de que cayera la noche Abue-
lo dejó una docena de siluros en el porche delantero. La no-
che siguiente, los habitantes de la casa cocinaron el pescado
y lo comieron en la mesa que situaron bajo un árbol del pa-
tio. Mientras cenaban, a veces el sargento o la mujer se po-
nían de pie, hacían señales hacia las montañas e invitaban a
Abuelo a participar. Aunque sabían que un indio les había
dejado el pescado, nunca vieron a Abuelo y por eso hacían
señales amistosas hacia las montañas. Como no eran indios,
F ORR ES T CA RTER
186
eran incapaces de distinguir un color que no formaba parte
del bosque circundante. Abuelo nunca se acercó demasiado,
aunque volvió a dejarles pescado en otras ocasiones. Lo col-
gaba de las ramas del árbol del patio, porque le daba miedo
llegar hasta el porche delantero.
Abuelo dijo que les dejó pescado porque, al no ser indios,
eran muy ignorantes y probablemente se habrían muerto de
hambre antes de recoger la cosecha. Además, no estaba dis-
puesto a dejarse superar por un militar de la Unión y, menos
aún, por dos, aunque había que dejar aparte el cultivo, porque
no era muy partidario del arado y esas técnicas.
Cada tarde, durante el crepúsculo, el flaco soldado raso y
las pequeñas sacaban agua del pozo. Cargaban los cubos, de-
rramando unos cuantos chorros, y regaban hasta el último
manzano. Echaban agua mientras el militar cavaba un poco
con la azada y entresacaba el maíz. Abuelo se dio cuenta de
que al sargento de la Unión trabajar con la azada le entusias-
maba tanto como arar. Las plantas habían crecido y adquirido
un color verde oscuro, y eso significaba una buena cosecha de
maíz. Los manzanos estaban cargados de ramitas verdes.
Corría el verano, los días eran largos y la noche tardaba
en llegar. El sargento y el soldado raso podían trabajar dos
o tres horas antes de regresar a la guarnición.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
187
En medio del frescor crepuscular, justo cuando los
chotacabras empezaban a cantar, se reunían de pie en el
patio delantero y miraban hacia el campo. El sargento da-
ba caladas a su pipa y las pequeñas se arrimaban al flaco
soldado raso. Este siempre tenía las manos cubiertas de
tierra de lo mucho que rascaba alrededor de los manzanos,
pues no confiaba en la azada.
El sargento sostenía la pipa con la mano y, con la mira-
da fija en el campo, como si fuera a comerse la tierra si pu-
diese, decía que el suelo era bueno.
El hombre de una sola pierna confirmaba las bondades
de esa tierra.
El viejo negro aseguraba que nunca en su vida había sem-
brado mejor maíz. Lo repetía cada atardecer. Abuelo dijo que,
aunque se acercó mucho, vio que lo único que hacían era de-
tenerse a contemplar el campo... y repetir siempre las mismas
cosas, como si ese campo fuera una suerte de prodigio natural
que debían contemplar. El flaco soldado raso siempre decía lo
mismo: «Esperad un año, hasta que los manzanos empiecen a
florecer... seguro que nunca habéis visto algo parecido». Las
pequeñas reían y parecían aún más chicas.
El sargento señalaba con la pipa y comentaba: «El año
próximo habrá que despejar el grupo de matorrales de
F ORR ES T CA RTER
188
aquella montaña. Puede que produzca una y media, tal vez
dos hectáreas de maíz».
Abuelo pensó que no se podía hacer nada mejor en el
pequeño valle. Le pareció que lo habían pensado todo y
fue perdiendo interés en el asunto... hasta que llegaron los
reguladores de los comités de Carolina del Norte.
Eran doce y se presentaron una tarde a caballo, cuando
el sol aún estaba alto. Vestían elegantes uniformes, iban ar-
mados y representaban a los políticos que aprobaban leyes
recientemente elaboradas y que subían los impuestos.
Los reguladores cabalgaron hasta el patio, clavaron un
poste y en lo alto del mástil colocaron una bandera roja.
Abuela conocía el significado del estandarte rojo, pues lo
había visto en los asentamientos. Quería decir que algún
político quería tu propiedad y, por eso, aumentaban tanto
los impuestos sobre tu tierra que no podías pagarlos. A
continuación izaban la bandera roja, lo que quería decir
que se la quedarían.
El hombre de una sola pierna, la mujer, el viejo negro y
las pequeñas abandonaron el campo con las azadas al
hombro en cuanto vieron a los reguladores. Se apiñaron en
el patio. Abuelo vio que el hombre de una sola pierna tira-
ba la azada al suelo y entraba en la casa. Un minuto des-
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
189
pués salió cojeando y con un viejo mosquete en las manos.
Apuntó a los reguladores.
El sargento de la Unión llegó a caballo. No lo acompa-
ñaba el flaco soldado raso. El sargento desmontó y se inter-
puso entre los reguladores y el hombre de una sola pierna.
En ese instante un regulador hizo fuego con su fusil y el sar-
gento retrocedió herido y con expresión de incredulidad. Su
sombrero salió volando. El sargento cayó al suelo.
El hombre de una sola pierna disparó el mosquete y
alcanzó a un regulador. Entonces los reguladores también
empezaron a disparar con sus fusiles. Abatieron al hom-
bre de una sola pierna, que cayó en el porche. La mujer y
las pequeñas corrieron a su lado. Intentaron levantarlo,
pero Abuelo supo que estaba muerto porque tenía el cue-
llo flojo.
Abuelo vio que el viejo negro corría hacia los regulado-
res con la azada en alto. Le pegaron dos o tres tiros y el
anciano cayó y quedó tendido sobre el mango de la azada.
Después de eso, los reguladores se alejaron al galope.
Abuelo cogió el sendero estrecho porque estaba seguro
de que los reguladores harían una batida para comprobar
que nadie los había visto. Le contó lo sucedido a su padre y
supuso que surgirían problemas, pero no pasó nada.
F ORR ES T CA RTER
190
Abuelo se enteró en el asentamiento de la versión que die-
ron de los hechos. Los políticos lo hicieron pasar como una
insurrección, dijeron que tendrían que ser reelegidos para
ocuparse de las revueltas y que necesitaban más dinero para
librar lo que parecía una guerra. La gente se lo pensó y dio
carta blanca a los políticos, que fueron por todas.
Un rico se apoderó del valle. Abuelo no llegó a saber
qué fue de la mujer y de las pequeñas. El rico contrató
aparceros. Como el terreno y el clima son como son y re-
sulta imposible obtener manzanas suficientes para ganar
buen dinero, arrancaron los manzanos.
Hicieron correr la voz de que un soldado raso de Nue-
va York había desertado. Dijeron que era un cobarde que
había huido ante una insurrección y vaya usted a saber qué
más.
Abuelo dijo que metieron al sargento en un cajón para
enviar sus restos y sus pertenencias a Illinois y que, cuando
se disponían a vestirlo, vieron que tenía una de las manos
cerrada con fuerza. Intentaron abrírsela y, al final, tuvieron
que emplear herramientas para separar las dedos. Cuando
lograron abrirle la mano, comprobaron que no aferraba
nada de valor. En esa mano no había nada, salvo un puña-
do de tierra negra que escapó entre sus dedos.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
191
Una noche en la montaña
Abuelo y yo pensábamos como indios. Posteriormente al-
gunas personas me dijeron que era ingenuo, pero yo sabía
que estaban equivocadas y recordaba lo que Abuelo solía
decir sobre las «palabras». Da igual que sea «ingenuo»,
porque pensar como un indio es bueno. Abuelo insistía en
que siempre me permitiría salir airoso... y así ha sido, como
en aquella ocasión en que los hombres de la gran ciudad
visitaron nuestras montañas.
Aunque era medio escocés, Abuelo pensaba como un
indio. Ocurría lo mismo con otros hombres como el gran
Águila Roja, Bill Weatherford, Emperor McGilvery o
McIntosh. Al igual que los indios, se consagraron a la na-
turaleza y no pretendieron someterla o pervertirla, sino
convivir con ella. Por eso amaban el pensamiento indio y,
como lo amaban, se convirtieron en indios y no pudieron
pensar más como el hombre blanco.
Abuelo me lo explicó. El indio se presentaba con algo
que negociar y lo depositaba a los pies del hombre blanco.
Si no veía nada que le interesase, recogía su mercancía y se
largaba. El hombre blanco no lo entendió y lo llamó «dador
indio», que significa aquél que da algo y luego pide que le
F ORR ES T CA RTER
192
sea devuelto. La realidad no es esta. Si ofrece un regalo, el
indio no hace una ceremonia, se limita a dejarlo para que lo
encuentren.
Abuelo afirmaba que el indio alzaba la palma de la ma-
no para significar «paz», para mostrar que no esgrimía ar-
ma alguna. Aunque para Abuelo era de una lógica demole-
dora, al resto del mundo le parecía muy gracioso. Decía
que el hombre blanco quería decir lo mismo cuando estre-
chaba la mano pero que sus palabras eran tan falsas que
intentaba sacar un arma de debajo de la manga del indivi-
duo del que aseguraba ser amigo. Abuelo no era muy par-
tidario de los apretones de manos, pues le desagradaba que
alguien intentase quitarle algo de debajo de la manga des-
pués de presentarse como amigo. No confiaba en absoluto
en las palabras. Es lógico.
En lo referente a los que exclamaban «¡jao!» y reían al
ver a un indio, Abuelo decía que todo había empezado ha-
cía doscientos años. Me explicó que cada vez que un indio
se encontraba con un blanco, este le preguntaba cómo5 es-
taba, cómo se encontraban los suyos, cómo se apañaba, cómo
se cazaban animales en la región donde vivía y cosas por el
estilo. El indio acabó por creer que cómo era la palabra pre-
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
193
5 En inglés cómo se dice «how», que en castellano suena «jao». (N. del T.)
ferida del hombre blanco y, como era amable, cada vez que
lo veía se limitaba a exclamar ¡Jao! y a dejar que el muy
cabrón hablase de lo que le diera la gana. Abuelo insistía
en que los que se reían no hacían más que burlarse del in-
dio que intentaba ser amable y respetuoso.
Después de entregar nuestra mercancía en la tienda del
cruce, el señor Jenkins comentó que dos hombres de la
gran ciudad habían visitado su comercio. Dijo que eran de
Chattanooga y que viajaban en un gran coche negro, y que
querían hablar con Abuelo.
Desde debajo del gran sombrero, Abuelo miró fijo al
señor Jenkins.
—¿Son recaudadores de impuestos?
—No —replicó el señor Jenkins—. No tienen nada
que ver con la autoridad. Dijeron que se dedican al nego-
cio del whisky. Se enteraron de que usted destila buen
whisky y quieren montarle un gran alambique y que se ha-
ga rico trabajando para ellos.
Abuelo no dijo nada. Compró café y azúcar para Abue-
la. Salí por leña fina y acepté la golosina vieja que me ofre-
ció el señor Jenkins. El tendero se moría de ganas de saber
la respuesta de Abuelo, pero lo conocía demasiado como
para preguntárselo.
F ORR ES T CA RTER
194
—Han dicho que volverán —agregó el señor Jenkins.
Abuelo compró queso y yo me alegré porque me gusta-
ba mucho el queso. Salimos y no perdimos el tiempo bajo
la marquesina. Fuimos directamente al sendero. Abuelo
caminó deprisa. No me dio tiempo a juntar bayas y tuve
que arreglarme con la golosina vieja sin dejar de correr de-
trás de Abuelo.
Cuando llegamos a la cabaña, Abuelo le habló a Abuela
de los hombres de la gran ciudad y dijo:
—Pequeño Árbol, quédate aquí. Iré hasta donde está el
alambique y lo cubriré con más ramas. Si aparecen, házme-
lo saber.
Abuelo se alejó y cogió el sendero de la hondonada.
Me instalé en el porche delantero, atento a la menor se-
ñal de los hombres de la gran ciudad. Abuelo acababa de
desaparecer cuando los vi y avisé a Abuela, que permane-
ció oculta en el trotaperros. Los vimos acercarse por el
sendero y cruzar el puentecillo de leños.
Vestían ropa fina, como los políticos. El gordo corpu-
lento llevaba traje azul y corbata blanca. El delgado lu-
cía traje blanco y camisa negra brillante. Se cubrían con
sombreros de paja fina, de los que usan en la gran ciu-
dad.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
195
Aunque se acercaron al porche, no subieron los escalo-
nes. El corpulento sudaba mucho. Miró a Abuela y dijo:
—Queremos ver al viejo.
Supuse que estaba enfermo, pues respiraba con dificul-
tad y costaba verle los ojos; los tenía rasgados y estaban
hundidos en grasa.
Abuela no dijo nada. Yo tampoco abrí la boca. El cor-
pulento se giró hacia el delgado:
—Slick, esta india no entiende nuestra lengua6.
El señor Slick miraba hacia atrás por encima del hom-
bro, aunque a mí me parecía que no había nada detrás de
él. Tenía voz de pito.
—Al cuerno con la vieja india. Chunk, este sitio no me
gusta, está perdido en medio de las montañas7. Larguémo-
nos de aquí.
El señor Slick tenía un fino bigote.
—Cierra el pico —ordenó el señor Chunk y se echó el
sombrero hacia atrás. No tenía un solo pelo. Me miró.
Continué sentado en la silla—. El crío parece mestizo—a-
ñadió—. Puede que hable nuestra lengua. Niño, ¿entien-
des nuestra lengua?
F ORR ES T CA RTER
196
6 Juego de palabras con el mote «Slick» que, entre otras cosas, significa «pringoso», (N. del T.).7 Juego de palabras con el mote «Chunk» que, entre otras cosas, significa «tarugo», (N. del T.).
—Creo que sí —respondí.
El señor Chunk miró al señor Slick.
—¿Has oído? Cree que entiende nuestra lengua.
—Les hizo mucha gracia y se rieron. Vi que Abuela re-
trocedía y soltaba a Blue Boy, que corrió por la hondonada
en busca de Abuelo—. Niño, ¿Dónde está tu papá?
Le respondí que no me acordaba de mi papá y que vivía
con mis abuelos en la cabaña. El señor Chunk preguntó
dónde estaba Abuelo y señalé sendero arriba.
El gordo se llevó la mano al bolsillo, sacó un dólar y me
lo ofreció.
—Niño, podrás quedarte con este dólar si nos llevas
hasta donde está tu abuelo.
Lucía grandes anillos. Enseguida me di cuenta de que
era rico y que probablemente podía desprenderse de un
dólar. Acepté el dinero y me lo guardé en el bolsillo. Sabía
mucho de números. Aunque lo repartiera con Abuelo, re-
cuperaría los cincuenta centavos que el cristiano me había
timado.
Me sentía muy contento mientras los guiaba sendero
arriba. A medida que avanzábamos me puse a pensar y caí
en la cuenta de que no podía llevarlos hasta el alambique,
así que los conduje por el sendero alto.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
197
A medida que caminábamos por el sendero alto tuve la
sospecha de que había obrado mal y, para colmo, no tenía
ni la más remota idea de lo que podía hacer. A pesar de to-
do, los señores Chunk y Slick estaban de excelente humor.
Se quitaron las chaquetas y avanzaron detrás de mí. Cada
uno llevaba una pistola en el cinto.
—Dime, niño, ¿no te acuerdas de tu papá? —preguntó
el señor Slick. Me paré y respondí que no recordaba nada
de mi padre. El señor Slick dijo—: Pues eso te convierte en
bastardo, ¿no es así, niño?
Dije que creía que sí, aunque aún no había llegado a la
letra B del diccionario y, por consiguiente, no había estu-
diado esa palabra. Se pusieron a reír como locos, hasta que
empezaron a toser. Yo también reí. Por lo visto, estaban
contentísimos.
—Diablos, no son más que animales —opinó el señor
Chunk.
Le expliqué que en las montañas teníamos montones de
animales, incluidos gatos monteses y jabalíes, y que una
vez Abuelo y yo habíamos visto un oso negro.
El señor Slick preguntó si últimamente habíamos visto algún
oso negro. Le dije que no, aunque habíamos encontrado hue-
llas. Señalé un álamo en el que un oso había clavado las garras.
F ORR ES T CA RTER
198
—Aquí puede ver las huellas —afirmé.
El señor Chunk saltó de lado como si le hubiera mordi-
do una serpiente. Chocó con el señor Slick, que cayó al
suelo. Este se cabreó.
—Maldito seas, Chunk, estuviste a punto de sacarme
del sendero y si hubiera caído hasta el fondo...
El señor Slick señaló la hondonada. Los dos hombres
se asomaron y miraron hacia abajo. Estábamos tan alto que
costaba divisar el arroyo. —¡Dios Todopoderoso! —ex-
clamó el señor Chunk—. ¿A qué altura estamos? Mierda,
si te salieras del sendero, te partirías el cuello.
Dije al señor Chunk que no sabía a qué altura nos en-
contrábamos, pero que creía que a mucha, aunque la ver-
dad es que nunca lo había pensado.
Cuanto más subíamos, más tosían los señores Chunk y
Slick. Se quedaron cada vez más rezagados. En cierto
momento tuve que desandar lo recorrido para ir a buscar-
los. Se habían tumbado bajo un roble blanco, cuyas raíces
estaban cubiertas de hiedra venenosa. Estaban tendidos en
medio de las plantas.
Aunque la hiedra venenosa es verde y muy bonita, no
es aconsejable tumbarse sobre ella. Te llenas de granitos y
produce heriditas que tardan meses en desaparecer. No les
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
199
dije nada sobre la hiedra venenosa. Ya se habían metido en
medio de las plantas y no quería que se sintieran todavía
peor. Tenían muy mal aspecto.
El señor Slick levantó la cabeza.
—Escucha, pequeño cabrón, ¿cuánto falta?
El señor Chunk ni se movió. Permaneció tumbado so-
bre la hiedra venenosa, con los ojos cerrados. Le dije que
muy poco.
Estuve pensando. Sabía que Abuela le diría a Abuelo
que me buscara en el sendero alto y decidí que, cuando lle-
gáramos a la cumbre, diría a los señores Slick y Chunk que
podíamos descansar y esperar, pues Abuelo se presentaría
enseguida. Estaba seguro de que vendría. Me figuré que
todo saldría bien y que podría quedarme con el dólar por-
que, más o menos, los había conducido hasta donde estaba
Abuelo.
Eché a andar por el sendero. El señor Slick ayudó al
señor Chunk a levantarse de la mata de hiedra venenosa y
se tambalearon a mis espaldas.
Dejaron las chaquetas sobre la hiedra. El señor Chunk
dijo que las recogerían cuando regresaran.
Llegué a la cumbre mucho antes que ellos. El sendero
alto formaba parte de un montón de caminos, viejas sendas
F ORR ES T CA RTER
200
de los cheroquíes que discurrían por el borde de la monta-
ña, se bifurcaban, bajaban por la otra ladera y, en el des-
censo, volvían a bifurcarse cuatro o cinco veces. Abuelo
decía que los senderos se internaban más de ciento cin-
cuenta kilómetros en las montañas.
Me instalé al amparo de un arbusto, donde la senda
trazaba una bifurcación; un sendero llegaba hasta la cima y
el otro caía en picado por la ladera opuesta. Decidí esperar
a los señores Chunk y Slick; los tres descansaríamos allí
hasta que Abuelo llegase.
Los dos hombres tardaron una eternidad. Cuando por
fin coronaron la cima, el señor Chunk llevaba el brazo
sobre los hombros del señor Slick. Probablemente se ha-
bía hecho daño en el pie, pues cojeaba y saltaba con difi-
cultad.
El señor Chunk llamaba bastardo al señor Slick. Eso
me sorprendió mucho porque el señor Slick no me había
dicho que él también era bastardo. El señor Chunk decía
que era al señor Slick a quien se le había ocurrido la idea
de poner a trabajar para ellos a los paletos de la montaña.
El señor Slick replicó que había sido el señor Chunk quien
había elegido a este condenado indio y que el señor Chunk
era un hijo de la gran puta.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
201
Hablaban tan acalorados que pasaron de largo a mi lado.
No tuve ocasión de decirles que teníamos que esperar, pues
Abuelo me había enseñado a no interrumpir cuando alguien
habla. Descendieron por el sendero del otro lado de la mon-
taña. Los observé hasta que se perdieron entre los árboles,
rumbo a una grieta profunda que se abría entre las montañas.
Me pareció que lo mejor era que yo esperase a Abuelo.
Mi espera no fue larga. Blue Boy se presentó primero.
Lo vi olisquear mi rastro y enseguida se acercó meneando
el rabo. Poco después oí un chotacabras. Sonaba exacta-
mente igual que un chotacabras; pero, como aún no era de
noche, supe que se trataba de Abuelo. Imité el sonido casi
tan bien como Abuelo.
Vi que su sombra se deslizaba entre los árboles bajo el
sol del atardecer. No caminaba por el sendero y, si se pro-
ponía que nadie lo oyese, era imposible notar que se acer-
caba. Llegó un minuto después y me alegré de verlo.
Expliqué a Abuelo que los señores Slick y Chunk ha-
bían descendido por el sendero, así como todo lo que re-
cordé que habían dicho mientras caminábamos. Abuelo
masculló y no dijo nada, aunque entornó los ojos.
Como Abuela nos había enviado un saco con provisio-
nes, Abuelo y yo nos sentamos bajo un cedro y comimos.
F ORR ES T CA RTER
202
El pan de maíz y el siluro rebozado saben a gloria en el aire
de la alta montaña. No quedó ni una miga.
Le mostré el dólar a Abuelo y dije que suponía que po-
dría quedármelo si el señor Chunk consideraba que había
cumplido con mi trabajo. Le aseguré a Abuelo que nos los
repartiríamos en cuanto consiguiésemos cambio. Abuelo
afirmó que yo había cumplido con mi trabajo, por lo que
podía quedarme con el dólar.
Le hablé a Abuelo de la caja roja y verde de la tienda
del señor Jenkins. Añadí que, según mis cálculos, costaba
poco más de un dólar. Abuelo replicó que probablemente
tenía razón. Muy lejos, en la grieta entre las montañas, oí-
mos un grito. Nos habíamos olvidado por completo de los
señores Chunk y Slick.
Oscurecía cada vez más. Los chotacabras y los gorrioncil-
los empezaron a cantar en la ladera de la montaña. Abuelo se
puso de pie, ahuecó las manos y gritó cuesta abajo:
—¡Juuuiiiiii!
El sonido rebotó en otra montaña tan claro como si
Abuelo estuviera allí; se transmitió a la grieta, se internó
por las hondonadas y fue debilitándose. Era imposible
saber de dónde había surgido ese alarido. Los ecos aca-
baban de apagarse cuando oímos tres disparos proce-
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
203
dentes de la grieta. Los silbidos retumbaron y se repitie-
ron.
—Balazos —murmuró Abuelo—. Han respondido dis-
parando una pistola. —Abuelo volvió a gritar—:
¡Juuuiiiiii!
Lo imité. Con los gritos de los dos, el eco brincó y re-
tumbó más que antes. Dispararon tres veces más.
Abuelo y yo no dejamos de chillar. Lo pasamos en
grande oyendo los ecos. La pistola nos respondió... hasta
que se quedó muda.
—Se les han acabado las balas —dijo Abuelo. Había
anochecido. Abuelo bostezó y se desperezó—. Pequeño
Árbol, no es necesario que esta noche demos vueltas por
aquí y por allá intentando rescatarlos. No les pasará nada.
Los recogeremos mañana.
Me pareció bien.
A modo de colchón, Abuelo y yo apilamos ramitas tier-
nas bajo el cedro. Si quieres dormir en la montaña en pri-
mavera y verano, lo mejor es hacerlo sobre ramitas tiernas.
Si te tumbas en el suelo, los bichitos rojos te comen vivo.
Son tan diminutos que es difícil verlos a simple vista. Hay
millones y cubren hojas y arbustos. Se te suben por encima,
escarban en tu piel y te provocan erupciones en todo el
F ORR ES T CA RTER
204
cuerpo. Algunos años son más agresivos que otros y aquel
era de los peores. También había garrapatas.
Abuelo, Blue Boy y yo nos acurrucamos sobre las rami-
tas tiernas. El podenco se hizo un ovillo a mi lado y tuve
calor a pesar del aire fresco. Las ramitas eran blandas y
mullidas. Empecé a bostezar.
Abuelo y yo cruzamos las manos detrás de la nuca y
vimos salir la luna llena, con su luz amarilla, detrás de
unas montañas lejanas. Abuelo dijo que estaban a más de
ciento cincuenta kilómetros. Parecían jorobas y caían en
medio del claro de luna, formando sombras de color mo-
rado oscuro en las hondonadas. Los jirones de niebla se
deslizaban a nuestros pies, se desplazaban entre las hon-
donadas y caracoleaban por las laderas. Un pedazo de
bruma bordeaba la montaña como si fuera un barco pla-
teado, chocaba con otro y se fundían para ocupar una
hondonada. Abuelo dijo que la bruma parecía viva. Y así
era.
A nuestro lado, en un olmo alto, un sinsonte empezó a
cantar. Entre las montañas lejanas oímos los sonidos de una
pareja de gatos monteses que se estaban apareando. Aunque
parecían furiosos, Abuelo me explicó que aparearse es tan
agradable que los gatos monteses no dejan de chillar.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
205
Le dije a Abuelo que me gustaría dormir todas las no-
ches en la cumbre de la montaña. Dijo que a él también le
gustaría. Una lechuza ululó a nuestros pies y también oí-
mos otros gritos. Abuelo dijo que era culpa de los señores
Chunk y Slick. Si no se quedaban quietos, molestarían a
todos los pájaros y animales de la ladera. Me quedé dormi-
do mientras contemplaba la luna.
Abuelo y yo despertamos al alba. No existe nada más
hermoso que el amanecer en una cima de alta montaña.
Abuelo y yo —y Blue Boy— asistimos a la salida del sol.
El cielo se tiñó de gris claro y las aves que se preparaban
para el nuevo día se afanaron y gorjearon en los árboles.
A más de ciento cincuenta kilómetros, las cumbres de
las montañas sobresalían como islas en medio de la niebla
que flotaba debajo. Abuelo señaló hacia el este y dijo:
—Mira.
Por encima de la montaña más lejana, en el confín del
mundo, asomó una raya rosada, una pincelada que se exten-
dió por millones de kilómetros en el cielo. El viento matinal
arreció y nos abofeteó y Abuelo y yo supimos que los colores
y el nacimiento de la mañana habían cobrado vida. La pince-
lada se volvió multicolor: roja, amarilla y azul. El perfil de
aquella montaña parecía en llamas y al cabo de unos instantes
F ORR ES T CA RTER
206
el sol iluminó los árboles y convirtió la niebla en un mar son-
rosado que se encrespó y onduló a nuestros pies.
El sol nos dio en la cara. Una vez más, el mundo aca-
baba de nacer. Abuelo dijo que así era, se quitó el sombre-
ro y lo observamos largo rato. Experimentamos una sensa-
ción extraña y enseguida me di cuenta de que volveríamos
más veces a la cima de la montaña para asistir al nacimien-
to de la mañana.
El sol subió por encima de la montaña y flotó libre en el
cielo. Abuelo suspiró y se desperezó.
—Tenemos trabajo. Pequeño Árbol, te diré una cosa…
—Abuelo se rascó la cabeza—. Te diré una cosa —repitió—.
Baja corriendo a la cabaña y dile a Abuela que estaremos un
buen rato por aquí. Pídele que nos prepare algo de comer y
que lo ponga en una bolsa de papel. Dile que también pre-
pare algo para los dos hombres de la gran ciudad y que lo
meta en un saco de estopa. ¿Te acordarás? ¿Recordarás lo
que he dicho de la bolsa de papel y el saco de estopa?
Respondí que me acordaría y me puse en marcha.
Abuelo me detuvo y añadió sonriente:
—Ah, Pequeño Árbol, antes de que Abuela prepare al-
go de comer para los dos hombres, cuéntale todo lo que re-
cuerdes que te han dicho.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
207
Le aseguré que lo haría y eché a andar sendero abajo. Blue
Boy me acompañó. Oí que Abuelo llamaba a gritos a los seño-
res Chunk y Slick. Repitió varias veces «¡juuuiiiiii!». Me ha-
bría gustado quedarme y chillar, pero me encantaba correr
sendero abajo, sobre todo a primera hora de la mañana.
Era esa hora del día en la que todas las criaturas asoman
para hacer su vida cotidiana. Vi dos mapaches en lo alto de un
nogal. Me espiaron y charlaron cuando pasé bajo el árbol. Las
ardillas parlotearon y cruzaron corriendo el sendero. Se junta-
ron y me regañaron cuando me crucé con ellas. Los pájaros ba-
jaron en picada y aletearon a lo largo del sendero. Un sinsonte
nos siguió a Blue Boy y a mí un buen rato y se lanzó burlón so-
bre mi cabeza. Los sinsontes suelen atacarte de mentirijillas si
saben que te gustan, y a mí me chiflan.
Cuando llegué al claro de la cabaña, Abuela me espera-
ba en el porche de atrás. Supuse que sabía de mi llegada
por los pájaros, aunque sospechaba que Abuela era capaz
de oler a cualquier persona que se acercara, ya que nunca
se sorprendía.
Le dije que Abuelo quería que nos preparase algo de
comer, que nuestra comida la pusiese en una bolsa de papel
y la de los señores Chunk y Slick en un saco de estopa.
Abuela empezó a cocinar.
F ORR ES T CA RTER
208
Había preparado la comida para Abuelo y para mí y
freía pescado para los señores Chunk y Slick cuando me
acordé que tenía que contarle todo lo que me habían dicho.
Mientras se lo explicaba, Abuela apartó de repente la sar-
tén del fuego, sacó una olla y la llenó de agua. Dejó caer el
pescado de los señores Chunk y Slick en la olla. Pensé que
había decidido hervir el pescado en lugar de freírlo, aun-
que la verdad es que nunca la había visto utilizar las raíces
en polvo que echó en la olla para cocinar. El pescado estu-
vo un buen rato cociéndose.
Le dije a Abuela que los señores Chunk y Slick, pare-
cían estar de excelente humor. Le expliqué que, al princi-
pio, había pensado que se burlaban de mí porque era bas-
tardo y resultó que, en realidad, seguramente se reían los
dos del señor Slick porque también era bastardo, como el
señor Chunk le recordó.
Abuela añadió más raíces en polvo a la olla. Le mencioné
lo del dólar y le dije que Abuelo pensaba que podría que-
dármelo pues había cumplido con mi tarea. Abuela también
pensaba que me lo había ganado. Lo guardó en mi frasco de
fruta en conserva y no le dije nada de la caja roja y verde.
Aunque, por lo que sabía, no había cristianos por los alrede-
dores, tampoco estaba dispuesto a correr el menor riesgo.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
209
Abuela hirvió el pescado hasta que el vapor salió a cho-
rros. Le lloraban los ojos y tuvo que sonarse la nariz. Dijo
que era por el vapor. Guardó el pescado para los hombres
de la gran ciudad en el saco de estopa y partí hacia el sen-
dero alto. Abuela soltó a los podencos, que me siguieron.
Al llegar a la cima de la montaña no encontré a Abuelo.
Silbé y me respondió desde la mitad de la otra ladera. Bajé
por un sendero estrecho, al que los árboles protegían del
sol. Abuelo dijo que ya casi había conseguido que los seño-
res Chunk y Slick salieran de la grieta. Añadió que le res-
pondían regularmente y que en cualquier momento los ve-
ríamos.
Abuelo cogió el saco de estopa con el pescado y lo colgó
de la rama de un árbol, en el sendero mismo, para que lo
vieran. Abuelo y yo retrocedimos unos metros y nos pusi-
mos a comer bajo unos caquis. El sol caía casi a plomo.
Abuelo ordenó a los perros que se tumbaran y comimos
el pescado con pan de maíz. Abuelo me dijo que le había
llevado un buen rato lograr que los señores Chunk y Slick
se enterasen de que debían seguir la dirección de su voz,
pero al final lo había conseguido. Y enseguida los vimos.
Si no los hubiera visto bien el día anterior, no los hu-
biera reconocido. Sus camisas estaban destrozadas. Lleva-
F ORR ES T CA RTER
210
ban grandes cortes y arañazos en los brazos y en las caras.
Abuelo dijo que daba la impresión de que habían atravesa-
do varios zarzales. Añadió que no sabía a qué se debían los
grandes granos rojos que tenían por toda la cara. No dije
nada porque no era asunto mío, pero deduje que tenía que
ver con el rato que habían estado tumbados sobre la hiedra
venenosa. El señor Chunk había perdido un zapato. Cami-
naban lentamente por el sendero, cabizbajos.
En cuanto vieron el saco de estopa, lo arrancaron de la
rama del árbol y lo pusieron en el suelo. Se comieron todo
el pescado que Abuela había preparado y no dejaron de
discutir para ver cuál de los dos se llevaba la mejor parte.
Los oíamos perfectamente.
En cuanto terminaron de comer, se echaron en el sendero,
a la sombra. Supuse que Abuelo se acercaría y los haría levan-
tar, pero me equivoqué. Seguimos donde estábamos y los ob-
servamos. Al cabo de un rato, Abuelo dijo que lo mejor era
que descansasen. No reposaron mucho tiempo.
El señor Chunk pegó un brinco. Se retorció y se sujetó
la barriga. Corrió hacia los matojos que había aliado del
sendero y se bajó los pantalones. Se agachó y gritó:
—¡Ay, Dios mío, me van a estallar las tripas! El señor
Slick hizo lo mismo y también gritó. Gimieron, se lamenta-
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
211
ron y rodaron por el suelo. Poco después volvieron al sen-
dero y se tumbaron. No descansaron mucho, pues volvie-
ron a dar un salto y repitieron la escena. Armaron tanto ja-
leo que los podencos se alborotaron y Abuelo tuvo que
calmarlos.
Le dije a Abuelo que me parecía que se habían aga-
chado en medio de la hiedra venenosa. A Abuelo también
se lo parecía. También le dije que se limpiaban con hojas
de hiedra venenosa. Abuelo contestó que seguramente así
era. Una de las veces, el señor Slick volvió a correr desde
el sendero hasta la hiedra venenosa y no le dio tiempo a
bajarse los pantalones. A partir de ese momento tuvo
problemas con las moscas, que empezaron a revolotear a
su alrededor. Estuvieron así casi una hora. Luego se tum-
baron en el sendero y descansaron. Abuelo dijo que pro-
bablemente habían comido algo que no les sentó bien.
Abuelo salió al sendero y les silbó. Los dos se pusieron
a gatas y miraron hacia donde estábamos. Mejor dicho,
creo que nos miraron, porque tenían los ojos tan hinchados
que casi se les cerraban. Ambos gritaron.
—¡Espere! —gritó el señor Chunk.
—¡Hombre, por amor de Dios, espere un momento!
—intentó decir el señor Slick.
F ORR ES T CA RTER
212
Se pusieron en pie y avanzaron. Abuelo y yo subimos
a la cumbre. Cuando miramos hacia atrás, vimos que co-
jeaban.
Abuelo dijo que ya podíamos regresar a la cabaña, ya
que los individuos de la gran ciudad encontrarían fácil-
mente la salida porque la tenían ante sus narices. Nos pu-
simos en camino.
Caía la tarde cuando Abuelo y yo llegamos a la cabaña.
Nos instalamos en el porche trasero con Abuela y espera-
mos la llegada de los señores Chunk y Slick. Dos horas
más tarde, en plena noche, llegaron al claro. El señor
Chunk había perdido el otro zapato y daba la impresión de
que caminaba de puntillas.
Dieron un rodeo para evitar la cabaña, cosa que me
sorprendió porque pensaba que querían hablar con Abue-
lo. Evidentemente habían cambiado de idea. Pregunté a
Abuelo si podía quedarme con el dólar y dijo que sí, pues
había cumplido mi parte del trato. No era culpa mía que
hubiesen cambiado de idea. Es verdad.
Los seguí cuando rodearon la cabaña. Cruzaron el
puentecillo de leños. Los saludé con la mano y grité:
—Adiós, señor Chunk. Adiós, señor Slick. Señor
Chunk, le agradezco el dólar.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
213
El señor Chunk se dio la vuelta y tuve la impresión de que
me amenazaba con el puño. Perdió pie y cayó al arroyo. Se
agarró al señor Slick y estuvo a punto de arrastrarlo, pero este
mantuvo el equilibrio y terminó de cruzar. El señor Slick le
recordó al señor Chunk que era un hijo de la gran puta y,
mientras salía del arroyo, el señor Chunk dijo que cuando re-
gresase a Chattanooga, si es que lograba llegar, lo mataría.
Sinceramente, no entiendo por qué discutían.
Desaparecieron de nuestra vista cuando se internaron
por el sendero de la hondonada. Abuela quería enviarles
los perros, pero Abuelo dijo que no.
En opinión de Abuelo, todo había sido un malentendi-
do de los señores Chunk y Slick, que querían que trabajá-
ramos para ellos como destiladores de whisky. Estuve de
acuerdo con Abuelo.
Y ese malentendido nos ocupó prácticamente dos días a
Abuelo ya mí. De todos modos, yo conseguí un dólar. Dije
a Abuelo que seguía dispuesto a compartir gustosamente el
dólar con él, ya que éramos socios, pero insistió en que no,
en que me lo había ganado de una forma que no tenía nada
que ver con el oficio de destilador de whisky. Abuelo dijo
que, si lo teníamos todo en cuenta, no era una mala paga
por el trabajo que había hecho. ¡Claro que no!
F ORR ES T CA RTER
214
Willow John
La época de la siembra es ajetreada. Abuelo decidía en qué
momento empezábamos. Pasaba el dedo por la tierra, per-
cibía su calor y meneaba la cabeza, lo que significaba que
aún no nos pondríamos a sembrar.
Por eso nos íbamos a pescar, a coger bayas o a caminar
por el bosque, si no era la semana en que trabajábamos en
nuestro oficio de destiladores.
En cuanto empiezas la siembra, tienes que andarte con
tiento. Hay momentos en que no se puede sembrar. En pri-
mer lugar debes recordar que todo lo que crece bajo tierra
—como los nabos o las patatas— debe plantarse de noche
porque, de lo contrario, crece flaco como un lápiz.
Todo lo que crece sobre la tierra —como maíz, judías o
guisantes— debe plantarse a la luz de la luna porque, si no,
la cosecha es escasa.
Si sabes esto, has de tomar en consideración otras cosas.
La mayoría de las personas sigue las indicaciones del calen-
dario. Por ejemplo, has de plantar las judías rastreras cuan-
do el calendario dice que salen las mejores. Si no sigues estas
instrucciones, salen montones de flores pero no hay judías.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
215
Hay una señal para cada cosa. De todos modos, Abuelo
no necesitaba el calendario: se guiaba directamente por las
estrellas.
Una noche de primavera nos instalábamos en el porche
y Abuelo estudiaba el firmamento. Observaba la disposi-
ción de las estrellas y el modo en que se situaban sobre la
cumbre de la montaña.
—Las estrellas están dispuestas para las judías rastreras.
Las plantaremos mañana si no sopla viento del este —decía.
Aunque la disposición de las estrellas fuera correcta,
Abuelo no sembraba judías rastreras si soplaba viento del
este porque, según decía, las plantas no daban fruto.
También podía haber demasiada humedad o sequedad
para sembrar. Si los pájaros estaban silenciosos, tampoco
sembrábamos. La siembra es una tarea muy tediosa.
Por la mañana nos levantábamos dispuestos a sembrar,
guiados por la posición de los astros la noche anterior. En-
seguida nos dábamos cuenta de que el viento no era el ade-
cuado, de que los pájaros no cantaban, de que había dema-
siada humedad o estaba muy seco. Por eso teníamos que
irnos a pescar.
Abuela sospechaba que algunas señales se relacionaban
con los deseos de pescar de Abuelo y él decía que las muje-
F ORR ES T CA RTER
216
res no entendían de complicaciones. Decía que las mujeres
pensaban que todo era sencillo y claro. Y no era así. Decía
que las mujeres no podían evitarlo porque nacían descon-
fiadas. Abuelo aseguraba que había visto bebés-niñas de
un día que miraban con desconfianza la teta de la que ma-
maban.
Si el día era adecuado sembrábamos, sobre todo, ma-
íz. Era nuestra cosecha principal, pues dependíamos del
maíz para comer, para alimentar al viejo Sam y para co-
sechar dinero como destiladores.
Abuelo preparaba los surcos con ayuda del arado y
del viejo Sam. Yo no hacía surcos. Abuelo se conside-
raba, principalmente, un hombre que manejaba el ara-
do. Abuela y yo echábamos las semillas en los surcos y
las cubríamos con tierra. En las laderas de la montaña,
Abuela plantaba maíz con una vara típica de los chero-
quíes. La clavas en el suelo y dejas caer la semilla.
También sembrábamos otras plantas: judías, quingom-
bós, patatas, nabos y guisantes. Los guisantes los plantá-
bamos en las lindes del campo, cerca del bosque, lo que en
otoño atraía a los venados. Estos animales se chiflan por
los guisantes y recorren treinta kilómetros por las monta-
ñas para llegar a donde crecen. No teníamos dificultades
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
217
para disponer de carne de venado en invierno. También
plantábamos sandías.
Abuelo y yo escogimos un extremo del campo donde
había sombra y sembramos una gran cantidad de sandías.
Abuela dijo que era muy grande y Abuelo replicó que las
que no comiéramos las llevaríamos a la tienda del cruce y
que, probablemente, obtendríamos una gran cantidad de
dinero con su venta.
Tal como sucedieron las cosas, cuando las sandías madu-
raron, Abuelo y yo descubrimos que el mercado estaba satu-
rado. Lo máximo que te daban por tu sandía más grande eran
cinco centavos... si lograbas venderla, lo que era bastante difícil.
Una noche Abuelo y yo hicimos cuentas en la mesa de
la cocina. Abuelo dijo que un galón de whisky pesaba alre-
dedor de cuatro kilos, por los que nos pagaban dos dólares,
y añadió que le parecía imposible acarrear por cinco centa-
vos una sandía de unos seis kilos hasta la tienda del cruce...
a no ser que el negocio del whisky fracasara, lo que no era
muy probable. Le dije a Abuelo que creía que tendríamos
que comernos todas las sandías.
La sandía es una de las plantas que crece más despacio.
Las judías, los quingombós, los guisantes, prácticamente
todo madura y las sandías siguen ahí, todavía verdes y en
F ORR ES T CA RTER
218
proceso de crecimiento. Solía fijarme en las que parecían
estar a punto.
Cuando estás seguro de que han madurado, resulta que
no es así. Encontrar y catar una sandía madura es casi tan
complicado como cultivarla.
Varias veces le dije a Abuelo, durante la cena, que me
parecía que había dado con una sandía madura. Les echaba
un vistazo por la mañana y por la tarde, y también a medio-
día si pasaba por allí. Cada vez que íbamos al campo Abuelo
las estudiaba. Pero no estaban a punto. Una noche, mientras
cenábamos, le dije a Abuelo que estaba casi seguro de haber
encontrado la sandía que buscábamos y me respondió que
por la mañana lo comprobaría.
Me levanté temprano y lo esperé. Llegamos al campo
antes del alba y le enseñé a Abuelo la sandía en cuestión.
Era grande y de color verde oscuro. Abuelo y yo nos aga-
chamos y la estudiamos. La tarde anterior me la había mi-
rado de arriba abajo, pero volví a mirarla con Abuelo.
Al cabo de un rato, Abuelo llegó a la conclusión de que pa-
recía lo bastante madura como para someterla a la prueba
del golpe.
Tienes que saber qué te traes entre manos para someter
a la prueba del golpe a una sandía y sacar conclusiones. Si
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
219
la golpeas y suena pim, está totalmente verde; si suena pam,
está verde pero madurando, y si hace pum, has dado con
una sandía en su punto. Tienes dos posibilidades contra
una. Abuelo solía decir que eso pasa con todo.
Abuelo golpeó la sandía. Le dio un buen golpe. Aunque
no dijo nada, yo lo observaba con atención y vi que no me-
neaba la cabeza, lo cual era una buena señal. No significa-
ba que estaba madura, sino que no la descartaba. Volvió a
golpearla.
Dije a Abuelo que para mí sonaba a pum. Se apoyó en
los talones y siguió examinando la sandía. Hice lo mismo.
El sol había salido. Una mariposa se posó en la sandía y
abrió y cerró las alas. Pregunté a Abuelo si era una buena
señal, pues creía recordar que el que una mariposa se po-
sase en una sandía casi daba garantías sobre su madurez.
Abuelo comentó que nunca había oído eso, pero que podía
ser cierto.
Según Abuelo, se trataba de un caso dudoso. Añadió
que el sonido estaba a mitad de camino entre pam y pum.
Aunque yo opinaba lo mismo, me parecía que sonaba más
a pum. Abuelo dijo que existía otra manera de comprobar-
lo. Se levantó y buscó una paja de juncia de las que se uti-
lizan para hacer escobas.
F ORR ES T CA RTER
220
Si colocas transversalmente una paja de juncia sobre
una sandía y no se mueve, la fruta está verde. Si se despla-
za de la transversal a la longitudinal, la sandía está madura.
Abuelo puso la paja de juncia sobre la sandía. Permaneció
quieta, giró un poco y se paró. Nos dedicamos a observar
la paja. No volvió a moverse. Dije a Abuelo que, en mi
opinión, era demasiado larga, y que el interior maduro de
la sandía tenía que hacer demasiados esfuerzos para mo-
verla. Abuelo cogió la paja y la cortó. Volvimos a intentar-
lo. Esta vez giró un poco más y casi se puso en posición
longitudinal.
Abuelo sugirió que la dejáramos, pero yo no quise. Me
tumbé para observar la paja de cerca y le dije que parecía
moverse, lenta pero segura, hacia la longitudinal. Abuelo re-
plicó que tal vez era porque yo respiraba sobre la paja, así
que no valía, y optó por seguir intentándolo. Añadió que si
la dejábamos hasta que el sol cayese a pico, más o menos la
hora de comer, en ese momento la arrancaríamos.
No le quité ojo de encima al sol. Pareció remolonear y
asomar a desgana sobre el borde de la montaña, decidido a
que la mañana fuera interminable. Abuelo dijo que a veces
el sol jugaba esas pasadas, como cuando arábamos y deci-
díamos ir a lavarnos al arroyo antes de que cayera la tarde.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
221
Abuelo añadió que si nos ocupábamos de algo y fingía-
mos que nos importaba un bledo que fuera tan despacio,
tal vez el sol se diera por vencido y decidiera cumplir con
su cometido. Y así lo hicimos.
Nos dedicamos a cortar quingombós. Es una planta
que crece deprisa y hay que recortarla. Cuantos más quin-
gombós cortas de un tallo, mayor es la cantidad que vuelve
a salir.
Caminé por el surco delante de Abuelo y corté los
quingombós de la parte baja del tallo. Abuelo me siguió y
arrancó los de arriba. Dijo que sospechaba que él y yo
éramos los únicos que sabíamos cómo arrancar quingom-
bós sin agacharnos ni doblar los tallos. Pasamos la mañana
recogiendo quingombós.
Al llegar al final de un surco nos encontramos con
Abuela, que sonrió y dijo que era la hora de comer. Abuelo
y yo echamos a correr hacia las sandías. Como llegué pri-
mero, me correspondía arrancarla, pero no pude con ella.
Abuelo la cargó hasta el arroyo y me permitió hacerla ro-
dar hasta el agua; era tan pesada que se hundió en el agua
fresca.
Caía la tarde cuando la sacamos. Abuelo se tendió en la
orilla, hundió los brazos en el agua y atrapó la sandía. La
F ORR ES T CA RTER
222
cargó hasta la sombra de un gran olmo, con Abuela y con-
migo detrás. Nos sentamos alrededor de la sandía y con-
templamos las gotas de agua fría sobre esa piel de color
verde oscuro. Fue toda una ceremonia.
Abuelo desenfundó el cuchillo de hoja larga y lo sostu-
vo en alto. Nos miró a Abuela y a mí, se rió de mi expre-
sión de sorpresa y de mis ojos desmesuradamente abiertos
y clavó el cuchillo. La sandía se rajó antes de que el cuchi-
llo la hendiera, lo que significa que está en su punto. ¡Y
qué sabrosa estaba! Cuando se abrió, el jugo formó bolitas
de agua sobre la pulpa roja.
Abuelo cortó varias rodajas. Abuela y él rieron cuando
el jugo escapó de mi boca y me manchó la camisa. Fue la
primera vez que comí sandía.
El verano discurrió apacible. Era mi estación. Y lo era
porque en verano celebraba mi cumpleaños. Es la costum-
bre de los cheroquíes. Por eso mi cumpleaños no duraba
un día, sino un verano. Durante tu estación, es costumbre
que te hablen del lugar donde has nacido, de las activida-
des de tu padre, del amor de tu madre.
Abuela dijo que yo era afortunado, probablemente más
que muchos millones de niños. Dijo que yo había nacido de
la naturaleza, de Mon-a-lah, por lo que tenía todos los
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
223
hermanos y hermanas que mencionaba en la canción de mi
primera noche en las montañas.
Abuela dijo que eran muy pocos los elegidos para contar
con el pleno amor de los árboles, los pájaros, las aguas, la llu-
via y el viento. Añadió que, mientras viviera, siempre podría
volver a ellos, mientras que otros niños comprobarían que sus
padres se habían ido y se sentirían solos. Yo nunca estaría solo.
En los atardeceres del verano solíamos sentarnos en el
patio trasero. La oscuridad reptaba por las hondonadas
mientras Abuela hablaba en voz baja. A veces hacía una
pausa y tardaba en retomar la palabra, pero acababa por
pasarse las manos por las mejillas y seguía hablando.
Le dije a Abuela que me sentía muy orgulloso de todo y
que, además, ya no tenía miedo de la oscuridad en las hon-
donadas.
Abuelo reconoció que yo le aventajaba pues había teni-
do un nacimiento especial. Agregó que ojalá lo hubiesen
elegido a él. Dijo que siempre le había fastidiado la idea de
tener miedo de la oscuridad y que, a partir de ese momen-
to, confiaría totalmente en mí para que lo guiase entre las
sombras. Le aseguré que así lo haría.
Yo ya tenía seis años. Quizá fue mi cumpleaños lo que
hizo que Abuela recordase el paso del tiempo. Casi todas
F ORR ES T CA RTER
224
las noches encendía la lámpara y leía, al tiempo que me in-
sistía para que estudiase el diccionario. Ya estaba en la B y
al diccionario le faltaba una página. Abuela dijo que esa
página no era importante, pero la siguiente vez que baja-
mos al pueblo, Abuelo compró y pagó el diccionario de la
biblioteca. Le costó setenta y cinco centavos.
Abuelo no lamentó haber gastado ese dinero. Dijo que
siempre había querido tener un diccionario como aquel.
Como no sabía leer una sola palabra, me figuré que pensaba
darle otro uso, pero la verdad es que jamás le vi tocarlo.
Apareció Pine Billy. En cuanto maduraron las sandías,
le dio por visitarnos con más asiduidad. A Pine Billy las
sandías lo volvían loco. No presumió del dinero que había
recibido de la fábrica de rapé Red Eagle ni de la recom-
pensa por los criminales de la gran ciudad. Como nunca los
mencionó, jamás le preguntamos nada.
Pine Billy comentó que sospechaba que el mundo estaba
próximo a su fin. Añadió que todos los indicios apuntaban en
esa dirección. Dijo que corrían rumores de guerra y que el
hambre se había extendido por toda la tierra, que la mayoría
de los bancos estaban cerrados y que los que seguían abiertos
eran asaltados constantemente. Dijo que prácticamente no
había dinero. Cada vez que les daba por ahí, los habitantes de
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
225
las grandes ciudades se arrojaban por las ventanas. Añadió
que en Oklahoma el viento erosionaba el suelo.
Eso ya lo sabíamos. Abuela escribió a los nuestros en
las Naciones. Siempre llamábamos «las Naciones» a Ok-
lahoma, pues eso es lo que se suponía que eran hasta que
les fueron arrebatadas a los indios y las convirtieron en un
estado. En sus cartas nos contaron que los blancos habían
arado las tierras de pastoreo, unas tierras que no debían
roturarse; por eso ahora el viento se las llevaba.
Pine Billy dijo que estaba empeñado en salvarse por-
que el fin del mundo se aproximaba. Añadió que fornicar
siempre había sido el mayor obstáculo que había para que
se salvase. Aseguró que fornicaba en los bailes en los que
tocaba el violín, pero atribuyó casi todas las culpas a las
chicas. Dijo que no lo dejaban en paz. Aunque había in-
tentado asistir a oficios religiosos rurales para ganar la
salvación, siempre había chicas que lo acosaban y lo per-
seguían para fornicar. Nos contó que había topado con un
viejo predicador que, a su juicio, era demasiado mayor
para fornicar, pues celebraba un oficio campestre y predi-
caba con gran seguridad en contra de la fornicación.
Pine Billy reconoció que, cuando sermoneaba el predi-
cador, te daban ganas de renunciar para siempre a la forni-
F ORR ES T CA RTER
226
cación. Insistió en que lo que hacía falta para salvarte era
sentir lo mismo constantemente. Repitió que quería salvar-
se, que el mundo tocaba a su fin y todas esas cosas. Los
baptistas primitivos creían que, una vez salvado, estabas a
salvo eternamente. Si caías en un ligero desliz y fornicabas,
te salvabas igual y probablemente no tenías de qué preo-
cuparte.
Pine Billy dijo que prefería a los baptistas primitivos
como su religión. Me pareció lógico.
En los atardeceres de aquel verano Pine Billy tocaba el
violín. Tal vez era porque el mundo tocaba a su fin, pero lo
cierto es que su música sonaba nostálgica.
Esa música te hacía sentir como si fuera el último vera-
no, como si ya lo hubieses dejado atrás y quisieras recupe-
rarlo. Lamentabas que Pine Billy se hubiera puesto a tocar,
lo lamentabas porque sufrías y, al mismo tiempo, esperabas
que no dejase de hacerlo. Esa música despertaba un senti-
miento de soledad.
Los domingos íbamos a la iglesia. Recorríamos el mis-
mo sendero que Abuelo y yo utilizábamos para entregar
nuestra mercancía, ya que la iglesia se encontraba a casi
dos kilómetros de la tienda del cruce.
Como la caminata era larga, partíamos al alba.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
227
Abuelo se ponía el traje negro y la camisa de tela de sa-
co de harina que Abuela había desteñido hasta blanquear-
lo. Yo también tenía una camisa de la misma tela y me po-
nía un mono limpio. Abuelo y yo nos abotonábamos el úl-
timo botón del cuello de la camisa para estar pulcros para
ir a la iglesia.
Abuelo calzaba los zapatos negros, y los engrasaba para
que brillasen. Los zapatos hacían mucho ruido cuando ca-
minaba. Estaba acostumbrado a llevar mocasines. Supongo
que para Abuelo era una caminata dolorosa, pero nunca se
quejó: simplemente andaba.
Abuela y yo lo teníamos más fácil porque íbamos con
mocasines. Me sentía orgulloso del aspecto de Abuela. Los
domingos se ponía un vestido naranja, dorado, azul y rojo.
Le llegaba a los tobillos y se ahuecaba alrededor de sus
piernas. Parecía una flor de primavera que asoma en el
sendero.
Sospecho que Abuelo jamás habría ido a la iglesia de no
ser por el vestido y por lo mucho que Abuela disfrutaba
con esta salida. Nunca le había interesado mucho ir a la
iglesia y, para colmo, los zapatos le hacían daño.
Abuelo solía decir que el predicador y los diáconos prácti-
camente tenían una religión a medida. Decidían quién iba al
F ORR ES T CA RTER
228
infierno y quién no y, si no ibas con cuidado, enseguida aca-
babas adorando al predicador y a los diáconos. Abuelo deci-
dió mandar todo al infierno, pero no se quejó.
Me encantaba caminar hasta la iglesia. No íbamos car-
gados con la mercancía y, a medida que recorríamos el ata-
jo, el día aparecía en todo su esplendor ante nosotros. El
sol iluminaba el rocío que cubría el valle situado a nuestros
pies y formaba dibujos entre los árboles.
La iglesia se encontraba a un lado de la carretera, en
medio de una arboleda. Aunque pequeña y sin pintar, esta-
ba cuidada. Los domingos, cuando nos adentrábamos en el
claro del templo, Abuela se paraba a charlar con algunas
mujeres y Abuelo y yo nos íbamos directamente a buscar a
Willow John.
Willow John solía esconderse entre los árboles, lejos de
la gente y de la iglesia. Era mayor que Abuelo e igualmente
alto; cheroquí de pura cepa, el pelo blanco trenzado le col-
gaba por debajo de los hombros y se calaba sobre los ojos
un sombrero de ala recta. Su mirada era penetrante.
Cuando te miraba, sabías qué quería decir.
Sus ojos parecían negras heridas abiertas; no eran heri-
das coléricas, sino muertas y descarnadas, sin vida. No sa-
bías si era corto de vista o si Willow John miraba más allá
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
229
de ti, si miraba algún lugar lejano. Años más tarde un apa-
che me mostró la foto de un anciano. Era Gokhla-yeh: Je-
rónimo. Tenía los mismos ojos que Willow John.
Willow John pasaba de los ochenta. Abuelo me contó
que hacía muchos años Willow John había ido a las Na-
ciones. Caminó por las montañas porque no quiso montar
en autobús ni en tren. Aunque estuvo fuera tres años, a su
regreso no quiso hablar. Se limitó a decir que la nación no
existía.
Así es que siempre nos acercábamos a él, que se oculta-
ba tras los árboles. Abuelo y Willow John se daban un lar-
go abrazo. Estos dos hombres altos, viejos y de grandes
sombreros no pronunciaban una sola palabra. Enseguida
llegaba Abuela. Willow John se inclinaba y también se
abrazaban largo rato.
Willow John vivía más allá de la iglesia, en medio de las
montañas; como la iglesia estaba a mitad de camino entre su
casa y la de los abuelos, era allí donde se encontraban.
Puede que los niños tengan su sabiduría. Le dije a Wi-
llow John que en poco tiempo habría muchos cheroquíes.
Le dije que yo sería cheroquí, que la Abuela me había ase-
gurado que era hijo de las montañas y que me entendía con
los árboles. Willow John me cogió del hombro y vi en sus
F ORR ES T CA RTER
230
ojos un brillo lejano. Abuela dijo que era la primera vez en
muchos años que Willow John tenía esa expresión.
Sólo entrábamos en la iglesia cuando los demás se ha-
bían instalado. Siempre ocupábamos el último banco: Wi-
llow John, Abuela, yo y Abuelo, que se sentaba junto al
pasillo. Durante el oficio Abuela estrechaba la mano de
Willow John; Abuelo pasaba el brazo por el respaldo del
banco y apoyaba la mano en el hombro de Abuela. Me
acostumbré a coger la mano libre de Abuela y a apoyar la
otra en la pierna de Abuelo. Así no me sentía excluido,
aunque siempre se me dormían los pies, que colgaban del
borde del banco.
Una vez, después de ocupar nuestro sitio, encontré un cu-
chillo de hoja larga en mi lugar en el banco. Era tan largo co-
mo el de Abuelo y tenía una vaina de piel de venado con fle-
cos. Abuelo dijo que me lo había dado Willow John. Así es
como hacen regalos los indios. No los ofrecen, a no ser que
tengan otra intención y lo hagan por algún motivo. Dejan su
regalo para que lo encuentres. No recibes un regalo si no te lo
mereces y, por consiguiente, es una tontería dar las gracias
por algo que te mereces o jactarte. Eso me parece sensato.
Di a Willow John cinco centavos y una rana mugidora.
El domingo que los llevé, Willow John había colgado la
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
231
chaqueta de un árbol mientras nos esperaba. Metí la rana y
la moneda en un bolsillo de su chaqueta. Era un ejemplar
grande que había atrapado en el arroyo y al que había ali-
mentado con bichitos hasta que se convirtió en un gigante.
Willow John se puso la chaqueta y entró en la iglesia.
El predicador pidió que inclináramos las cabezas. Había
tanto silencio que se oía la respiración de los feligreses. El
predicador empezó a hablar y la rana lanzó un mugido
ronco y fuerte. Todos se sobresaltaron y un hombre salió
del templo corriendo.
—¡Dios Todopoderoso! —gritó un feligrés.
—Alabado sea el Señor! —exclamó una mujer.
Willow John también dio un salto. Aunque se llevó la
mano al bolsillo, no sacó la rana. Me miró y sus ojos vol-
vieron a brillar, en esta ocasión desde una lejanía menos
remota. ¡Y entonces sonrió! La sonrisa le llegó de oreja a
oreja... ¡y rió! Fue una carcajada profunda y resonante.
Todos se volvieron para mirarlo, pero no les hizo el menor
caso. Aunque estaba asustado, me reí. Los ojos de Willow
John se llenaron de lágrimas que rodaron por las arrugas
de sus mejillas. Willow John lloró.
Todos callaron. El predicador permaneció boquiabierto
y atento a cuanto sucedía. Willow John no hizo caso de
F ORR ES T CA RTER
232
nadie. No emitió un solo sonido, pero su pecho subía y
bajaba, le temblaban los hombros y lloró largo rato. Los fe-
ligreses desviaron sus miradas y Willow John y los abuelos
siguieron con la vista fija en el púlpito.
El predicador se las vio de todos los colores para volver
a empezar. No mencionó la rana. En cierta ocasión había
intentado pronunciar un sermón que aludía a Willow
John, pero este jamás le hacía caso. Siempre miraba hacia
delante, como si el predicador no existiera. El sermón tenía
que ver con prestar el debido respeto a la casa del Señor.
Willow John no inclinaba la cabeza para orar ni se quitaba
el sombrero.
Abuelo nunca hizo el más mínimo comentario, así que
pensé en ello durante algunos años. Supongo que fue la
forma que Willow John encontró de expresar lo que tenía
que decir. Su gente estaba desperdigada, perdida, expulsa-
da de las montañas que habían sido su hogar y que ahora
ocupaban y explotaban el predicador y otros asistentes a la
iglesia. Como no podía presentar batalla, Willow John se
negaba a quitarse el sombrero.
Cuando el predicador tomó la palabra y la rana le res-
pondió con un mugido ronco y fuerte, es posible que el
animal hablase en nombre de Willow John. Por eso lloró.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
233
Expresó parte de su amargura. Desde entonces, los ojos de
Willow John siempre brillaron y, cada vez que me miraba,
yo veía lucecitas negras.
Aunque en su momento lo lamenté, más adelante me
alegré de haberle dado la rana a Willow John.
Los domingos, después del oficio, nos internábamos en la
arboleda cercana al claro y comíamos. Willow John siempre
traía un saco con carne: codornices, ciervo o pescado. Abuela
llevaba pan de maíz y guarniciones de verdura. Comíamos a
la sombra de los grandes olmos y conversábamos.
Willow John decía que los venados ocupaban zonas
cada vez más altas de las montañas. Abuelo comentaba que
las cestas de pescado habían atrapado tantos o cuantos
ejemplares. Abuela le recordaba a Willow John que le die-
se su ropa para remendarla.
Cuando el sol se inclinaba y la tarde se tornaba brumo-
sa, nos disponíamos a partir. Los abuelos abrazaban a Wi-
llow John que, con timidez, me tocaba el hombro.
Nos marchábamos y cruzábamos el claro en dirección al
atajo. Me daba la vuelta para mirar a Willow John, que ja-
más volvía la vista atrás. Al andar no balanceaba los brazos,
los mantenía pegados a los lados del cuerpo, y daba pasos
largos y algo torpes. Tampoco miraba a los lados; de alguna
F ORR ES T CA RTER
234
manera se había perdido al rozar los bordes de la civilización
del hombre blanco. Se perdía en la arboleda, yo no veía que
siguiera ningún sendero y tenía que echar a correr para al-
canzar a los abuelos. Al regresar a casa por el atajo los cre-
púsculos dominicales nos sentíamos tristes y no hablábamos.
Willow John, ¿siempre caminarás conmigo? No está le-
jos; uno o dos años al cabo de tu tiempo.
No hablaremos ni nos contaremos las amarguras del
tiempo.
Puede que de vez en cuando riamos o hallemos motivos
para el llanto, aunque quizá entre los dos encontremos algo
perdido.
Willow John, ¿harás un hechizo conmigo? No falta
mucho, sólo un minuto medido por tu estancia en la tierra.
Cruzaremos una o dos miradas y los dos conoceremos ese
sentimiento y lo comprenderemos; por eso cuando partamos
nos reconfortará el interés por nuestra mutua valía.
Willow John, ¿retrasarás la hora de partir? Hazlo por
mí. La tardanza sosiega y nos consuela de los que parten.
Sus recuerdos contribuyen a apaciguar las presurosas lá-
grimas que, años después, despiertan tu evocación y suavi-
zan, hasta cierto punto, el tormento del corazón.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
235
La asistencia a la iglesia
Abuelo decía que los predicadores estaban tan pagados de
sí mismos que se les había metido en la cabeza la idea de
que ellos tenían las llaves del paraíso y de que no permiti-
rían entrar a nadie sin su aprobación. En opinión de Abue-
lo, los predicadores consideraban que Dios no tenía nada
que ver con esta cuestión.
Solía decir que los predicadores deberían trabajar para
enterarse de lo mucho que costaba ganarse un dólar; así,
no desperdiciarían el dinero como si estuviera a punto de
dejar de utilizarse. Abuelo sostenía que el trabajo esforza-
do tanto en el oficio de destilador de whisky, como en
cualquier otro, evitaría que los predicadores hiciesen de las
suyas. Eso me parece sensato.
Los habitantes de aquella zona estaban tan dispersos
que sólo se mantenía abierta una iglesia. Eso creó algunas
complicaciones porque existían muchas religiones y por-
que la gente creía en tantas cosas distintas que las diver-
gencias eran inevitables.
Estaban los baptistas intransigentes, convencidos de
que pasaría lo que tenía que pasar y de que no había nin-
guna solución. Los fieles de la iglesia presbiteriana escoce-
F ORR ES T CA RTER
236
sa se ponían frenéticos ante esa perspectiva. Cada grupo
era capaz de demostrar su punto de vista con la Biblia. En
lo que a mí respecta, acabé con una gran confusión acerca
de las Sagradas Escrituras.
Los baptistas primitivos creían que había que hacer una
«ofrenda de amor» en dinero al predicador y los intransi-
gentes consideraban que no había que darle un centavo.
En eso Abuelo estaba de parte de los intransigentes.
Los baptistas creían en el bautismo, es decir, en sumer-
girse bajo las aguas de un río. Decían que si no te bautiza-
bas no te salvabas. Los metodistas afirmaban que era un
error, que bastaba con rociar la coronilla con agua. Todos
esgrimían sus Biblias en el atrio de la iglesia para demos-
trar sus argumentos.
Al parecer, la Biblia decía ambas cosas; sin embargo,
cada vez que lo explicaba, te aconsejaba no hacerlo de la
otra manera porque, si lo practicabas, ibas al infierno. Me-
jor dicho, esto es lo que ellos decían que la Biblia decía.
Había un fiel de la iglesia de Cristo. Según él, irías di-
rectamente al infierno si llamabas «reverendo» al predica-
dor. Le podías decir «señor» o «hermano», pero más te va-
lía no utilizar la palabra «reverendo». Lo decía la Biblia y
podía demostrarlo; pero otros creyentes demostraron que
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
237
también en la Biblia decía que era mejor llamarlo «reve-
rendo» porque, si no lo hacías, ibas al infierno.
Aunque le superaban en número y lo mareaban con sus
gritos, el seguidor de la iglesia de Cristo era un individuo
testarudo y no se dio por vencido. Todos los domingos por la
mañana se dedicó a acercarse al predicador y llamarlo «se-
ñor». Esta actitud provocó malos sentimientos entre el pre-
dicador y él. En cierta ocasión estuvieron a punto de llegar a
las manos en el patio de la iglesia, pero los separaron.
Decidí no tener nada que ver con el agua y la religión.
Tampoco pensaba llamar de ninguna manera al predicador.
Le comenté a Abuelo que, según mi modo de ver, eso sería
lo más seguro, pues podías acabar fácilmente en el infierno
según lo que la Biblia dijera en cada momento.
Abuelo replicó que si Dios fuera tan estrecho de miras
como esos idiotas que tanto discutían, probablemente el
cielo no sería un sitio en el que mereciera la pena estar. Eso
parece razonable.
Había una familia episcopalista. Eran ricos y llegaban a
la iglesia en coche. Era el único coche aparcado en el patio.
El hombre era gordo y casi cada domingo llevaba un traje
distinto. La mujer se ponía grandes sombreros y también
era rolliza. Tenían una niña pequeña que siempre vestía de
F ORR ES T CA RTER
238
blanco y se cubría con pequeños sombreros. Miraba algo
constantemente, pero nunca logré descubrir qué era. Po-
nían un dólar en el cepillo. Era el único dólar que cada
domingo había en el cepillo. El predicador salía a recibirlos
a la portezuela del coche y la abría. Ocupaban el primer
banco.
El predicador pronunciaba su sermón. Recalcaba algo,
miraba hacia el primer banco y preguntaba:
—¿No es así, señor Johnson?
El señor Johnson inclinaba ligeramente la cabeza y
más o menos confirmaba que el predicador decía la verdad.
Todos los feligreses estiraban el cuello para ver la inclina-
ción de cabeza del señor Johnson y a continuación volvían
a acomodarse, satisfechos de la confirmación.
Abuelo dijo que creía que los episcopalistas compren-
dían todo muy bien y no necesitaban dar vueltas y más
vueltas, preocupados por el agua y otras cuestiones. Sabían
adónde se dirigían y cerraban bien la boca para que nadie
más se enterase.
El predicador era un hombre delgado que todos los
domingos vestía el mismo traje negro. Tenía el pelo áspero
y abundante y daba la sensación de que siempre estaba
nervioso. Y lo estaba.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
239
Aunque nunca me acerqué a él, era amigable con los fieles
en el atrio; pero en cuanto se hacía con el mando y se erguía en
el púlpito se volvía muy desagradable. Abuelo decía que
era porque sabía que era contrario a las normas que alguien
se pusiese en pie y lo desafiara mientras pronunciaba el sermón.
Jamás dijo nada sobre el agua, con lo cual me llevé una
desilusión. Me interesaba averiguar cuándo era mejor no
utilizarla. Despotricaba celosamente contra los fariseos. Se
exaltaba hablando de los fariseos, bajaba del púlpito y co-
rreteaba por el pasillo hacia nosotros. A veces se ponía tan
furioso que casi se quedaba sin aliento.
En cierta ocasión había puesto de vuelta y media a los
fariseos y bajaba por el pasillo. Gritaba y tomaba aire con
tanto ímpetu que le sonaba en la garganta. Se acercó, nos
señaló con el dedo a Abuelo y a mí y dijo:
—¿Sabéis qué estaban tramando...?
Daba la impresión de que nos acusaba de tener algo
que ver con los fariseos. Abuelo se puso de pie y miró fijo
al predicador. Willow John también lo miró y Abuela lo
cogió del brazo. El predicador optó por señalar a otros.
Abuelo dijo que jamás había tratado a un fariseo y que no
permitiría que ningún hijo de puta lo acusara de saber qué
habían hecho. Añadió que era mejor que el predicador señala-
F ORR ES T CA RTER
240
se con el dedo a cualquier otro de los presentes.Y eso fue lo
que hizo a partir de aquel domingo. Supongo que reparó en la
expresión de Abuelo. Willow John opinaba que el predicador
era un chalado y que más valía vigilarlo de cerca. Willow
John siempre llevaba consigo el cuchillo de hoja larga.
El predicador también sentía un profundo desprecio
por los filisteos. Siempre los ponía como a un trapo. Decía
que eran, más o menos, tan viles como los fariseos. Y, con
una inclinación de cabeza, el señor Johnson confirmaba
que decía la verdad.
Abuelo se hartó de que el predicador siempre despotri-
cara contra alguien. En su opinión, no había motivos para
encolerizar a los fariseos ya los filisteos; tal como estaban
las cosas, ya había bastantes problemas.
Aunque no estaba de acuerdo en dar dinero a los pre-
dicadores, Abuelo siempre dejaba algo en el cepillo. Su-
ponía que así pagaba el alquiler de nuestro banco. A ve-
ces me daba una moneda de cinco centavos para que la
pusiese en el cepillo. Abuela nunca puso ni un centavo y
Willow John no miraba el cepillo cuando lo pasaban.
Abuelo dijo que si acercaban tanto el cepillo a las nari-
ces de Willow John, al final éste cogería algo pues consi-
deraría que se lo estaban ofreciendo.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
241
Una vez por mes llegaba la hora de dar testimonio. Los
feligreses se ponían en pie uno tras otro, daban fe de lo
mucho que amaban al Señor y reconocían todo lo malo que
habían hecho. Abuelo jamás quiso dar testimonio. Decía
que sólo servía para crear problemas. Conocía a varios
hombres que murieron a tiros poco después de testimoniar,
al contar algo que le habían hecho a alguien y que éste no
sabía hasta que lo oyó en la iglesia. En opinión de Abuelo,
eso era asunto de cada uno. Abuela y Willow John no se
ponían de pie.
Dije a Abuelo que estaba de acuerdo con él y que no
pensaba ponerme de pie.
Un fiel dijo que se había salvado. Confesó que pensaba
dejar de beber; hacía muchos años que bebía copiosamente y
dejaría de hacerlo. Esa declaración hizo que todos se sintieran
bien pues aquel hombre intentaba superarse a sí mismo. La
gente gritó: «¡Alabado sea el Señor!» y «¡Amén!».
Cada vez que alguien se ponía en pie y empezaba a re-
ferir las cosas malas que había hecho, un hombre situado
en un rincón gritaba animándolo a que lo contase todo.
Volvía a la carga cada vez que los que hablaban parecían a
punto de callar, con lo cual procuraban recordar alguna
otra fechoría. A veces contaban cosas muy perversas, cosas
F ORR ES T CA RTER
242
que tal vez no habrían hecho si el hombre no les hubiese
gritado. Aquel sujeto nunca se ponía en pie.
En cierta ocasión se levantó una mujer y declaró que el
Señor la había salvado de caer en el mal. El hombre del
rincón la animó a contarlo todo.
La mujer se puso como un tomate y reconoció que ha-
bía fornicado. Aseguró que no volvería a hacerlo. Recono-
ció que no era correcto. El hombre la azuzó para que si-
guiese hablando. La mujer admitió que había fornicado
con el señor Smith. Hubo una gran conmoción y el señor
Smith se levantó del banco y bajó por el pasillo. Caminó
deprisa y salió por la puerta de la iglesia. En ese momento
dos individuos que ocupaban un banco más atrás también
se levantaron y cruzaron la puerta sin inmutarse.
La mujer pronunció otros dos nombres, los de los hom-
bres con los que también había fornicado. Todos la alaba-
ron y le dijeron que, al reconocerlo, había obrado bien.
Cuando salimos de la iglesia, vimos que todos los hom-
bres daban un gran rodeo para evitar a la mujer y no le di-
rigieron la palabra. Abuelo dijo que tenían miedo de que
los viesen hablando con ella. Pero algunas mujeres se acer-
caron, le dieron palmaditas en la espalda, la abrazaron y
repitieron que había obrado bien.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
243
Abuelo añadió que esas mujeres querían saber qué ha-
cían sus maridos, y que pensaban que si demostraban lo
reconfortante que era hablar y lo bien que te trataban
cuando lo hacías, quizá lograrían que algunas fornicadoras
confesaran.
Abuelo agregó que si las fornicadoras hablaban se ar-
maría una buena. Estoy seguro de qué es lo que habría
ocurrido.
Abuelo esperaba que esa mujer no cambiase de idea y
decidiera volver a fornicar. Se llevaría una buena sorpresa.
No encontraría con quién hacerlo, si no era con algún cha-
lado borracho.
Cada domingo, antes del sermón, había un rato desti-
nado a que cualquiera tomase la palabra y hablara de las
personas que necesitaban ayuda. A veces se trataba de un
aparcero que estaba a punto de trasladarse y no podía ali-
mentar a su familia y otras de alguien cuya casa se había
incendiado.
Todos los asistentes llevaban cosas para ayudar. En ve-
rano nosotros solíamos llevar montones de verduras, pues
teníamos en abundancia. En invierno nos presentábamos
con carne. En cierta ocasión Abuelo hizo una silla con pa-
tas de nogal y con asiento de tiras de piel de venado para
F ORR ES T CA RTER
244
una familia que había perdido los muebles a causa de un
incendio. Abuelo hizo un aparte con el hombre en el patio
de la iglesia, le entregó la silla y dedicó un buen rato a ex-
plicarle cómo hacerla.
Opinaba que enseñarle a alguien a hacer algo era mu-
cho mejor que dárselo. Consideraba que si enseñabas a un
hombre a valerse por sus propios medios, podía arreglarse;
pero si te limitabas a darle algo y no le enseñabas nada, al
final acababas pasándote la vida dándole cosas. Abuelo in-
sistía en que no le hacías ningún favor, pues si ese hombre
acababa dependiendo de ti, era como si le quitases su per-
sonalidad y se sentía despojado.
Abuelo decía que a algunas personas les gustaba dar
continuamente porque se creían superiores a las personas a
las que daban. En realidad, lo mejor era enseñar algo a la
persona necesitada para que pudiera depender de sí mis-
ma.
Abuelo insistía en que, dada la naturaleza humana, al-
gunos individuos descubrían que a ciertos hombres les
gustaba sentirse superiores. Se volvían seres tan lamenta-
bles que acababan por arrastrarse como perros ante cual-
quiera que tuviera dinero. Se rebajaban hasta el extremo
de que preferían ser esclavos de los que se creían superio-
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
245
res antes que dueños de sí mismos. Según Abuelo, se que-
jaban constantemente de lo que les faltaba cuando lo único
que necesitaban era una buena patada en el culo y unas
cuantas lecciones.
Abuelo añadió que algunas naciones también se creían
superiores y daban y daban porque se creían importantes.
Pero en realidad, si tuvieran el corazón en su sitio, habrían
enseñado a la gente a la que daban a hacer las cosas por sí
mismos. Pero esas naciones no lo hacían porque entonces
esas personas no dependerían de ellas, que era, precisa-
mente, lo que les interesaba.
Abuelo y yo habíamos ido a lavarnos al arroyo cuando se
puso a hablar del tema. Se entusiasmó y tuvo que arrastrar-
se hasta la orilla porque, si no, lo más probable era que se
hubiera ahogado. Le pregunté quién era Moisés.
Abuelo respondió que no tenía una idea clara sobre Moi-
sés porque el predicador tragaba aire, hacía ruido y vocife-
raba. El predicador decía que Moisés era un discípulo.
Abuelo me advirtió que no considerara santa su palabra
pues el predicador no podía decirme nada sobre Moisés,
sólo lo que le habían contado.
Decía que Moisés había trabado amistad con una chica
en un juncal que, por lo que tenía entendido, se alzaba a
F ORR ES T CA RTER
246
orillas del río. Era lógico, pero la chica era rica y pertene-
cía a un gran hijo de puta llamado Faraón. Explicó que Fa-
raón no hacía más que cargarse a la gente. Moisés se le me-
tió entre ceja y ceja a Faraón, probablemente por culpa de
la chica. Es una historia que aún hoy crea problemas.
Abuelo dijo que Moisés se escondió y se llevó consigo a
la gente que Faraón intentaba matar. Moisés se dirigió a un
país en el que no había agua, cogió un palo, golpeó una ro-
ca y salió un chorro de agua. Abuelo dijo que no tenía ni la
más remota idea de cómo lo había conseguido, pero que así
se lo habían contado.
Abuelo añadió que Moisés erró durante años sin saber
adónde iba. Lo cierto es que nunca llegó, pero el pueblo
que lo seguía sí que llegó, dondequiera que fuesen. Moisés
murió sin dejar de deambular.
Abuelo explicó que por ahí apareció Sansón y mató a
un montón de filisteos que sólo creaban problemas. Reco-
noció que ignoraba el motivo de la lucha y si los filisteos
eran o no secuaces de Faraón.
Abuelo relató que una cómplice emborrachó a Sansón y
le cortó el pelo. Dijo que la mujer le tendió una trampa a
Sansón para que sus enemigos lo cazaran. Aunque no re-
cordaba el nombre de la mujer, Abuelo admitió que se tra-
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
247
taba de una buena lección bíblica: hay que cuidarse de las
cómplices que intentan emborracharte. Le aseguré que lo
tendría presente.
Abuelo experimentó una gran satisfacción después de
darme aquella lección bíblica. Es probable que fuera la
única que alguna vez dio a alguien.
Si lo pienso, Abuelo y yo no sabíamos nada de la Biblia.
Sospecho que nos confundíamos con las diversas técnicas
para ir al cielo. Con nuestro saber técnico, llegamos a la
conclusión de que no teníamos nada que hacer, pues nunca
conseguimos seguir estos razonamientos y encontrarles
sentido.
En cuanto renuncias a algo, te conviertes en una espe-
cie de observador. Abuelo y yo éramos observadores de la
religión técnica y no experimentábamos la menor ansiedad
porque habíamos renunciado a ella.
Abuelo añadió que más me valía olvidarme del asunto
del agua. Dijo que él lo había dejado por imposible hacía
muchísimo tiempo y que desde entonces se sentía mejor.
Confesó que, hablando claro y entre nosotros, no en-
tendía qué diablos tenía que ver el agua.
Estuve de acuerdo y olvidé el asunto del agua.
F ORR ES T CA RTER
248
El señor Wine
Había venido, durante el invierno y la primavera, una vez
al mes, con la regularidad de la caída del sol, y pasaba la
noche en la cabaña. A veces se quedaba con nosotros un
día y otra noche. El señor Wine era vendedor ambulante.
Aunque vivía en el pueblo, recorría los senderos de
montaña con la mochila a la espalda. Como siempre sabía-
mos el día en que llegaba, cuando los perros empezaban a
ladrar Abuelo y yo íbamos a su encuentro bajando por el
sendero de la hondonada y lo ayudábamos a cargar su mo-
chila hasta la cabaña.
Abuelo cargaba con la mochila. El señor Wine solía lle-
var un reloj y me permitía ponérmelo. Reparaba relojes.
Aunque nosotros no teníamos reloj, lo ayudábamos a repa-
rar los suyos en la mesa de la cocina.
Abuela encendía la lámpara y el señor Wine depositaba
un reloj sobre la mesa y lo abría. Como yo no era lo bas-
tante alto para ver, siempre me subía a la silla que había
junto al señor Wine y lo veía sacar pequeños muelles y tor-
nillos de oro. Abuelo y el señor Wine charlaban mientras el
vendedor reparaba relojes.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
249
Puede que el señor Wine tuviera cien años. Tenía una
larga barba blanca y vestía chaqueta negra. llevaba un pe-
queño gorro redondo y negro sobre la cabeza. Señor Wine
no era su verdadero nombre. Su apellido empezaba así, pe-
ro era tan largo y complicado que no había modo de pro-
nunciarlo, así que lo llamábamos señor Wine. A él no le
importaba. Dijo que no eran los nombres lo que contaba,
sino el modo de decirlos. Eso es cierto. El señor Wine tam-
bién decía que algunos nombres eran tan impronunciables
que él también se los inventaba.
Siempre llevaba algo en el bolsillo de la chaqueta, por
lo general una manzana y, una vez, también, una naranja.
Lo que pasaba es que tenía muy mala memoria.
Cenábamos al atardecer y, mientras Abuela recogía los
platos, el señor Wine y Abuelo se acomodaban en las me-
cedoras y hablaban. Yo ponía mi silla entre ambos y me
repantigaba. El señor Wine decía algo, de repente callaba y
comentaba:
—Me parece que se me olvida algo, pero no sé qué es.
Aunque yo sabía de qué se trataba, no decía nada.
El señor Wine se rascaba la cabeza y se mesaba la bar-
ba. Abuelo tampoco lo ayudaba. Al final el señor Wine me
miraba y preguntaba:
F ORR ES T CA RTER
250
—Pequeño Árbol, ¿serías tan amable de ayudarme a
recordar de qué se trata?
—Sí, señor —respondía yo—. Probablemente lleva en
el bolsillo algo que no logra recordar.
El señor Wine pegaba un brinco en la mecedora, se
palpaba el bolsillo y exclamaba:
—¡Qué despistado soy! Pequeño Árbol, te agradezco
que me lo recuerdes. He llegado a un punto en que casi no
puedo pensar.
Y así era.
Sacaba del bolsillo una manzana roja más grande que las
que crecían en las montañas. Decía que había encontrado
un árbol, que la había arrancado y que tenía intención de ti-
rarla porque las manzanas no le gustaban. Yo siempre le
respondía que lo libraría de ese peso. Estaba dispuesto a
compartirla con los abuelos, pero a ellos tampoco les gusta-
ban las manzanas. A mí me chiflaban. Guardaba las semillas
y las plantaba a todo lo largo del arroyo, con el propósito de
cultivar montones de manzanos de esa variedad.
El señor Wine tampoco recordaba dónde dejaba las ga-
fas. Para reparar relojes se ponía unas lentes pequeñas en
la punta de la nariz; estaban unidas con alambre y había
forrado las patillas con tela.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
251
Hacía un descanso en su trabajo y se ponía las gafas
sobre la cabeza mientras hablaba con Abuelo. Cuando rea-
nudaba su tarea no las encontraba. Yo sabía dónde esta-
ban. El señor Wine palpaba la mesa, miraba a los abuelos y
preguntaba:
—Por el fuego del infierno, «¿dónde están mis gafas?».
Los abuelos y él se miraban sonrientes y se sentían ridí-
culos por no saber dónde las había dejado. Yo señalaba la
cabeza del señor Wine, que se daba una palmada y se sor-
prendía de haberlas olvidado en su cabeza.
El señor Wine aseguraba que no habría podido reparar
relojes si yo no hubiese estado presente para ayudarlo a
encontrar las gafas. Y tenía razón.
Me enseñó la hora. Giraba las manecillas del reloj, me
preguntaba qué hora era y se reía cuando me equivocaba.
No tardé mucho en aprenderlo.
El señor Wine dijo que yo estaba recibiendo una buena
educación. Dijo que prácticamente no existían niños de mi
edad que conociesen a los señores Macbeth o Napoleón o
que estudiaran el diccionario. Me enseñó los números.
Aunque yo ya sabía contar dinero porque formaba par-
te del oficio de destilador de whisky, el señor Wine sacaba
un papel, un lápiz pequeño y apuntaba números. Me ense-
F ORR ES T CA RTER
252
ñó a hacer los números y a sumarlos, restarlos y multipli-
carlos. Abuelo dijo que, con los números, yo era más habi-
lidoso que todas las personas que había conocido.
El señor Wine me regaló un lápiz. Era largo y amarillo.
Había una manera de afilarlo para que la punta no quedara
demasiado fina. Si la afilabas demasiado, la punta se partía
y tenías que afilarla otra vez y así se desperdiciaba la mina.
El señor Wine me enseñó la manera ahorrativa de sa-
carle punta al lápiz. Aseguró que una cosa era ser tacaño y
otra muy distinta ahorrador. Si eras tacaño, te convertías
en una persona tan mala como esos peces gordos que idola-
traban el dinero y no lo utilizabas para lo que era necesa-
rio. Si eras así el dinero se convertía en tu dios, pero no ob-
tenías nada bueno.
Añadió que si eras ahorrador, empleabas el dinero en lo
que era necesario y no lo malgastabas. El señor Wine dijo
que un hábito creaba otro y que, si adquirías malos hábi-
tos, acababas teniendo un carácter despreciable. Si malgas-
tabas el dinero, también perdías tu tiempo, desperdiciabas
tus pensamientos y casi todo lo demás.
Cuando todo un pueblo derrochaba, los políticos se
ocupaban de hacerse con el mando. Se apoderaban de los
despilfarradores y poco después aparecía un dictador. El
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
253
señor Wine aseguraba que un pueblo ahorrador jamás fue
dominado por un dictador. Eso es cierto.
Tenía la misma opinión que Abuelo y yo acerca de los
políticos.
Abuela solía comprarle hilos al señor Wine. Vendía dos
carretes pequeños por cinco centavos, que era lo que costa-
ba uno de los grandes. A veces le compraba botones y una
vez le compró una tela roja con estampado de flores.
Su mochila era una caja de sorpresas: cintas de todos los
colores imaginables, bonitas telas y medias, dedales, agujas y
pequeñas herramientas brillantes. Yo me sentaba en el suelo,
junto a la mochila, y el señor Wine la abría, sacaba cosas y me
explicaba para qué servían. Me regaló un libro de números.
En ese libro aparecían todos los números y te explicaba
cómo hacer cuentas. Era para que yo aprendiese a hacer-
las. Y avanzaba tanto que cada mes cuando nos visitaba el
señor Wine quedaba gratamente sorprendido.
El señor Wine dijo que los números eran importantes,
que la educación constaba de dos partes. Estaba la parte
técnica, que te enseñaba a prosperar en tu oficio. Explicó
que servía para modernizarte. Pero también estaba la otra
parte, que era conveniente que la siguieses. La llamaba el
aprendizaje de los valores.
F ORR ES T CA RTER
254
El señor Wine solía decir que lo más importante era
aprender a dar valor a ser honrado y ahorrador, a hacer las
cosas bien y a preocuparte por los demás; si no aprendías
estos valores, no ibas ni para atrás ni para delante por mu-
cho que te modernizaras en la faceta técnica.
En realidad, si te modernizabas sin adquirir esos valo-
res, había muchas posibilidades de que utilizaras los aspec-
tos modernos para hacer daño, destruir y asolar. Eso es
verdad, como quedó demostrado poco después.
Como de vez en cuando teníamos dificultades para repa-
rar los relojes, el señor Wine pasaba un día y otra noche con
nosotros. Una vez trajo una caja negra que, según explicó,
era una Kodak. Hacía retratos con esa caja. Reconoció que
no era muy hábil para tomar fotos. Dijo que le habían en-
cargado la Kodak y que iba a entregarla, pero que nadie se
sentiría ofendido si nos hacía un retrato.
Me tomó una foto con Abuelo. La caja no hacía retratos
a menos que miraras directamente al sol. El señor Wine
admitió que no sabía muy bien cómo funcionaba ese trasto.
Abuelo tampoco lo entendía. Desconfiaba de la Kodak y
sólo posó para una foto. Abuelo dijo que con las cosas nue-
vas nunca se sabía y que era mejor no utilizarlas hasta que
sabías qué ocurría después de un período prolongado.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
255
El señor Wine quería que Abuelo le hiciese una foto
conmigo. Ese retrato nos llevó prácticamente una tarde. El
señor Wine y yo nos preparábamos. Él me ponía la mano
en la cabeza y los dos mirábamos sonrientes a la caja.
Abuelo se quejaba de que no nos veía a través de ese orifi-
cio tan pequeño. El señor Wine se acercaba a Abuelo, po-
nía bien la caja y regresaba a mi lado. Volvíamos a posar.
Abuelo indicaba que teníamos que desplazarnos un poco
porque sólo veía un brazo.
Aquella caja ponía nervioso a Abuelo. Supongo que
pensaba que contenía algo capaz de escapar. El señor Wine
y yo miramos tanto rato al sol que ninguno de los dos vio
nada hasta que por fin Abuelo tomó la foto. El señor Wine
trajo las copias. La del Abuelo y mía estaba bien, pero el
señor Wine y yo ni siquiera aparecíamos en el retrato que
hizo Abuelo. Sólo conseguimos distinguir las copas de al-
gunos árboles y unas cuantas manchas; después de estu-
diar la foto un buen rato, Abuelo dijo que esas manchas
eran pájaros.
Estaba orgulloso de la foto de los pájaros y yo también.
La llevó a la tienda del cruce, se la mostró al señor Jenkins
y le contó que había sido él en persona quien retrató a los
pájaros.
F ORR ES T CA RTER
256
El señor Jenkins no se enteró de nada. Abuelo y yo le di-
mos explicaciones durante casi una hora y le mostramos los pá-
jaros. Al final los vio. Supongo que, probablemente, el señor
Wine y yo estábamos en algún sitio por debajo de los pájaros.
Abuela no se dejó tomar una foto. Aunque no quiso dar
explicaciones, no se fiaba de la caja y ni siquiera la tocó.
En cuanto vimos las fotos, Abuela se prendó de ellas.
Las miró largo rato, las puso en el leño de encima de la
chimenea y las miraba constantemente. Supongo que en
ese momento habría posado para un retrato, pero ya no te-
níamos la Kodak porque el señor Wine tuvo que entregarla
a quienes se la habían encargado.
El señor Wine dijo que conseguiría otra Kodak, pero
no pudo ser porque aquél fue su último verano.
El estío se aprestaba a morir y al final pasaba los días
adormilado. El sol pasó de ser el calor blanco de la vida y
se convirtió en una bruma amarilla y dorada que difumi-
naba las tardes y contribuía al término del verano. Según
Abuela, se preparaba para el gran sueño.
El señor Wine realizó su última visita. Entonces no lo
sabíamos, aunque Abuelo y yo tuvimos que ayudarlo a
cruzar el puentecillo de leños y a subir los escalones del
porche. Quizás él sí lo sabía.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
257
Se quitó la mochila de la espalda, la dejó en el suelo de
la cabaña y sacó un abrigo amarillo. Lo levantó y, a la luz
de la lámpara, brilló como el oro. Abuela comentó que le
recordaba los canarios salvajes. Era el abrigo más bonito
que jamás habíamos visto. El señor Wine lo exhibió a la luz
de la lámpara y todos lo contemplamos. Abuela lo tocó, pe-
ro yo no me atreví.
El señor Wine se lamentó de no tener dos dedos de
frente y de olvidarse de todo, lo cual era cierto. Dijo que el
abrigo era para uno de sus biznietos, que vivía al otro lado
del charco, pero lo había hecho con las medidas de hacía
años y, una vez cosido, se dio cuenta de que le estaría pe-
queño y ahora no había quien pudiese llevarlo.
El señor Wine añadió que era pecado tirar una prenda
que a alguien le podía servir. Estaba tan preocupado que no
podía conciliar el sueño porque había envejecido y ya no
podía acumular más pecados. Sospechaba que estaba con-
denado si no encontraba a alguien que le hiciese el favor de
usar el abrigo. Todos meditamos sus palabras un rato.
El señor Wine estaba cabizbajo y parecía extenuado.
Le dije que intentaría ponerme el abrigo.
El señor Wine alzó la cabeza y esbozó una sonrisa bajo
el bigote. Dijo que era tan despistado que se había olvida-
F ORR ES T CA RTER
258
do de pedirme ese favor. Se puso en pie, dio unos pasos de
baile y declaró que lo había librado por completo de un pe-
cado y de una pesada carga.
Y así lo hice.
Todos me ayudaron a ponerme el abrigo. Abuela me ti-
ró de la manga cuando me quedé quieto con el abrigo
puesto. El señor Wine dio unos tirones a la espalda y
Abuelo lo abotonó. Me caía perfectamente porque tenía la
misma talla del biznieto del señor Wine.
Giré y volví a girar a la luz de la lámpara para que
Abuela me mirase. Estiré los brazos para que Abuelo echa-
se un vistazo a las mangas y todos lo tocamos. Era muy
suave, terso y delicado al tacto. El señor Wine estaba tan
contento que se le saltaron las lágrimas.
Me dejé puesto el abrigo cuando cenamos, aunque pro-
curé mantener la boca cerca del plato para no ensuciarlo.
Lo habría usado para dormir, pero Abuela dijo que se
arrugaría. Lo colgó del poste de mi cama para que pudiese
mirarlo. La luz de la luna, que se colaba por la ventana, lo
hizo brillar aún más.
Tumbado en la cama, miré el abrigo y decidí que me lo
pondría para ir a la iglesia y al pueblo. Tal vez incluso lo
usara para bajar a la tienda del cruce a entregar nuestra
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
259
mercancía. Me pareció que, cuantas más veces lo llevara,
más libre de pecados estaría el señor Wine.
El señor Wine dormía en un jergón. Lo extendía en el
suelo de la sala que estaba frente a nuestros dormitorios.
Le dije que podía usar mi cama, ya que a mí me gustaba
dormir en el jergón, pero no aceptó.
Esa noche, en la cama, acabé pensando que, a pesar de
que hacía un favor al señor Wine, tal vez debía darle las
gracias por el abrigo amarillo. Me levanté, caminé de pun-
tillas por el trotaperros y abrí la puerta de la sala. El señor
Wine estaba arrodillado en el jergón, con la cabeza baja.
Deduje que rezaba.
Daba las gracias al chiquillo que le había proporciona-
do tanta felicidad; imaginé que se refería al biznieto que
vivía al otro lado del charco. Había encendido una vela,
que ardía sobre la mesa de la cocina. Guardé silencio por-
que Abuela me había enseñado que no hay que hacer ruido
cuando la gente reza.
Al cabo de un minuto, el señor Wine alzó la mirada y
me vio. Me invitó a entrar. Le pregunté por qué había en-
cendido una vela si teníamos una lámpara.
El señor Wine me contó que todos sus parientes vivían al
otro lado del charco y que sólo existía un modo de estar con
F ORR ES T CA RTER
260
ellos. Me explicó que sólo encendía la vela en determinadas
ocasiones, que ellos hacían lo mismo a la misma hora y que
con este acto se reunían porque entonces sus pensamientos
se encontraban. Eso me parece sensato.
Le dije que nosotros teníamos parientes desperdigados
por las naciones y que no habíamos encontrado la manera
de reunirnos con ellos. Le hablé de Willow John.
Aseguré que le hablaría de la vela a Willow John. El
señor Wine replicó que Willow John lo comprendería. La
verdad es que me olvidé de darle las gracias por el abrigo
amarillo.
Por la mañana el señor Wine se marchó. Lo ayudamos
a cruzar el puentecillo de leños. Abuelo cortó una rama de
nogal y el señor Wine se apoyó en ella mientras caminaba.
Echó a andar por el sendero, avanzó despacio, apoyán-
dose en el bastón de nogal, encorvado por el peso de la
mochila. Ya había desaparecido de mi vista cuando me
acordé de que me había olvidado de darle las gracias. Corrí
por el sendero, pero ya estaba muy abajo y andaba con
cuidado.
—Señor Wine, le agradezco el abrigo amarillo —grité.
Evidentemente no me oyó porque no se dio la vuelta.
El señor Wine no sólo tenía mala memoria: tampoco oía
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
261
bien. Mientras regresaba pensé que, puesto que se olvida-
ba de todo, el señor Wine comprendería que yo también
me hubiese olvidado.
A pesar de que le hacía un favor llevando el abrigo
amarillo.
F ORR ES T CA RTER
262
El descenso de la montaña
Aquel año el otoño llegó muy pronto. Primero, en las cum-
bres más cercanas al cielo, las hojas rojas y amarillas em-
pezaron a temblar a causa del viento fresco. La escarcha
las había afectado. El sol se tornó anaranjado y los rayos se
colaron ladeados entre los árboles y en la hondonada.
Cada mañana la escarcha descendía un poco más por
las laderas. No se trataba de una escarcha violenta, sino
tímida, y te hacía saber que era tan imposible aferrarse al
verano como querer retener el tiempo, te recordaba que la
agonía invernal se aproximaba.
El otoño es la época de gracia de la naturaleza, aquella
en la que tienes la oportunidad de poner todo en orden pa-
ra los moribundos. Por eso lo organizas todo, seleccionas lo
que debes hacer... y lo que no has hecho. Es época de re-
cuerdos... de arrepentimientos, de desear haber hecho lo
que no hiciste... y de haber dicho lo que no dijiste.
Lamenté no haber agradecido al señor Wine el abri-
go amarillo. Aquel mes no se presentó. Al caer la tarde
nos instalábamos en el porche, mirábamos hacia el sen-
dero de la hondonada y aguzábamos el oído, pero no
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
263
apareció. Abuelo y yo decidimos bajar al pueblo a pre-
guntar por él.
Ligera como un recuerdo fugaz, la escarcha llegó a la
hondonada. Tiñó de rojo los caquis y bordeó de amarillo
las hojas de los álamos y los sauces. Los animales que te-
nían que pasar el invierno se esforzaron aún más por llenar
sus despensas para poder sobrevivir.
Los arrendajos formaban largas filas y volaban incesan-
temente hasta los altos robles para trasladar bellotas a sus
nidos. Ya no jugaban ni cantaban.
La última mariposa voló por la hondonada. Se posó en
un tallo de maíz que Abuelo y yo habíamos pelado. Ni si-
quiera agitó las alas, se posó y esperó. No tenía sentido
que acumulara alimentos, iba a morir y lo sabía. Abuelo
dijo que la mariposa era más lista que muchas personas:
no se preocupaba. Sabía que había cumplido su destino y
que lo único que le quedaba por hacer era esperar la
muerte, razón por la cual aguardaba bajo los últimos ra-
yos tibios del sol.
Abuelo y yo recogimos leña para la cocina y leños para
la chimenea. Dijo que, como habíamos correteado todo el
verano, ahora nos tocaba hacer un esfuerzo mayor para re-
solver el problema del frío invernal. Así lo hicimos.
F ORR ES T CA RTER
264
Arrastramos troncos secos y grandes ramas de la ladera
al claro. El hacha de Abuelo destellaba bajo el sol de la
tarde y resonaba y retumbaba por la hondonada. Yo lleva-
ba la leña fina hasta la cocina y apilaba los troncos para la
chimenea junto a la cabaña.
En eso estábamos cuando llegaron los políticos, un hombre
y una mujer. Aseguraron que no eran políticos, pero lo eran.
No aceptaron las mecedoras que les ofrecimos y toma-
ron asiento en las sillas de respaldo recto. El hombre lleva-
ba un traje gris y la mujer un vestido del mismo color. El
cuello del vestido era tan cerrado que deduje que por eso la
mujer tenía ese aspecto. El hombre apretaba las rodillas
como las mujeres. Se puso el sombrero sobre las rodillas y
estaba tan nervioso que no dejó de girar el sombrero. La
mujer no estaba nerviosa.
La mujer dijo que yo debía abandonar la habitación y
Abuelo le respondió que su nieto podía oír cualquier cosa
que tuvieran que decir. Así que me quedé, me senté en mi
pequeña mecedora y me mecí.
El hombre carraspeó y comentó que la gente estaba
preocupada por mi educación y esas cosas, y que era hora
de ocuparse de mi preparación. Abuelo dijo que ellos ya
me educaban y les contó lo que había dicho el señor Wine.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
265
La mujer le preguntó quién era el señor Wine y Abuelo
se lo explicó, aunque tuvo el cuidado de no decir que el se-
ñor Wine siempre se olvidaba de todo. La mujer se sorbió
los mocos y se acomodó las faldas como si sospechara que
el señor Wine estaba escondido y pretendía meterse bajo
su vestido.
Enseguida me di cuenta de que despreciaba al señor
Wine, como también nos despreció a nosotros. Le entregó
a Abuelo un papel que este pasó a Abuela.
Abuela encendió la lámpara y se sentó a la mesa de la co-
cina para leerlo. Aunque empezó a leer en voz alta, calló y
acabó de leerlo para sus adentros. Cuando terminó se puso
en pie, se inclinó y apagó la lámpara de un soplido.
Los políticos sabían qué significaba. Yo también. Se le-
vantaron en medio de la penumbra y se dirigieron a la
puerta a trompicones. Ni siquiera se despidieron.
Permanecimos a oscuras hasta mucho después. Abuela
encendió la lámpara y nos sentamos en torno a la mesa de
la cocina. Yo no alcanzaba a ver qué decía el papel, pues
mi cabeza sólo llegaba hasta el borde de la mesa, pero es-
cuché con atención.
El papel decía que varias personas habían presentado
una petición a la autoridad porque yo no estaba bien cui-
F ORR ES T CA RTER
266
dado. Añadía que los abuelos no tenían derecho a quedarse
conmigo, que eran viejos y carecían de educación. Decía
que Abuela era india y Abuelo mestizo. También decía que
Abuelo tenía mala fama.
Según el papel, los abuelos eran egoístas, con lo cual
me estaban perjudicando para el resto de mi vida, y eran
egoístas porque sólo querían comodidades en su vejez y
más o menos me estaban utilizando para que les arreglase
la papeleta.
Aunque el papel también decía cosas de mí, Abuelo se
negó a pronunciarlas. Decía que los abuelos disponían de
tantos días para presentarse en el juzgado y responder de
sus actos. Añadía que, de lo contrario, me internarían en
un orfanato.
Abuelo estaba asombrado. Se había quitado el sombre-
ro y lo había dejado sobre la mesa; le temblaba la mano. Lo
frotó con los dedos y siguió sentado, con la vista fija en él,
sin dejar de tocarlo.
Me senté en mi mecedora, que estaba junto a la chime-
nea, y me balanceé. Dije a los abuelos que me parecía que
podría avanzar más deprisa con el diccionario y aprender
diez palabras por semana; que probablemente podría estu-
diar incluso más, puede que hasta cien. Estaba aprendien-
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
267
do a leer y dije que ahora comprendía que tendría que es-
forzarme el doble; les recordé lo que el señor Wine había
dicho sobre mi facilidad para los números que, aunque no
había servido de nada con los políticos, demostraba que yo
estaba progresando.
Me resultó imposible dejar de hablar. Intenté callar, pe-
ro no pude. Me mecí cada vez más y hablé cada vez más
rápido.
Le aseguré a Abuelo que no me sentía para nada perju-
dicado y que, en mi opinión, aprendía lo mejor de cada co-
sa. Abuelo no me respondió y Abuela sujetó el papel sin
dejar de mirarlo.
Me pareció que pensaban que eran lo que el papel de-
cía. Yo les aseguré que no era verdad, sino todo lo contra-
rio: ellos eran mi consuelo y probablemente yo era lo peor
que les había ocurrido porque tenían que ocuparse de mí.
Le expliqué a Abuelo que era yo quien representaba una
pesada carga y que de ningún modo me agobiaban. Estaba
dispuesto a decírselo con todas las letras a las autoridades,
pero los abuelos no quisieron hablar.
Insistí en que también crecía en otro sentido, ya que
aprendía un oficio. Dije a Abuelo que estaba totalmente segu-
ro de que ningún otro niño de mi edad aprendía un oficio.
F ORR ES T CA RTER
268
Abuelo me miró por primera vez, con expresión de amargura.
Replicó que, siendo como era la autoridad, lo mejor era no
decirles lo del oficio.
Me acerqué a la mesa y me senté en las piernas de
Abuelo. Le aseguré a él y a Abuela que no me iría con la
autoridad. Dije que me internaría en las montañas y me
quedaría con Willow John hasta que la autoridad se ol-
vidase de mí. Pregunté a Abuela qué era un orfanato.
Abuela me miró desde el otro lado de la mesa. Su mira-
da también era triste. Respondió que el orfanato era el sitio
donde llevaban a los niños que no tenían padres, y añadió
que allí había muchos niños y que la autoridad seguiría
buscándome si me internaba en las montañas e iba a la ca-
baña de Willow John.
Enseguida me di cuenta de que la autoridad podría en-
contrar nuestro alambique si se empeñaba en buscarme.
No volví a mencionar a Willow John.
Abuelo dijo que por la mañana bajaríamos al pueblo y
hablaríamos con el señor Wine.
Partimos al alba y descendimos por el sendero de la hon-
donada. Abuelo llevaba el papel para mostrárselo al señor
Wine. Abuelo sabía dónde vivía. Cuando llegamos al pueblo
doblamos por una calle lateral. El señor Wine vivía encima de
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
269
una tienda de piensos. Subimos por una larga escalera que
estaba a un lado de la tienda y que vibraba bajo nuestros pies.
La puerta estaba cerrada con llave. Abuelo llamó y giró el pi-
caporte, pero nadie respondió. Como el cristal estaba cubierto
de polvo, Abuelo lo limpió con los dedos, miró hacia el inte-
rior y dijo que no había nada ni nadie.
Bajamos lentamente la escalera. Seguí a Abuelo hasta la
fachada de la tienda de piensos y entramos.
Con el sol que hacía fuera, el interior de la tienda pare-
cía muy oscuro. Abuelo y yo aguardamos un minuto hasta
que nuestros ojos se adaptaron. Vimos a un hombre con los
codos apoyados en el mostrador.
—Buenos días —dijo—. ¿En qué puedo servirles? La
tripa del hombre sobresalía por encima del cinturón.
—Buenos días —saludó Abuelo—. Buscamos al señor
Wine, el hombre que vive encima de la tienda.
—No se llama señor Wine —puntualizó el tendero. Te-
nía un palillo en la boca y lo paseaba de un lado a otro.
Chupó el palillo, se lo sacó de la boca y lo miró con el ceño
fruncido, como si tuviese mal sabor—. A decir verdad, ya
no tiene nombre porque ha muerto.
Abuelo y yo nos quedamos boquiabiertos. No dijimos
nada. Me sentí vacío por dentro y me flaquearon las pier-
F ORR ES T CA RTER
270
nas. Estaba bastante seguro de que el señor Wine resolve-
ría nuestro problema. Supuse que Abuelo también había
contado con él, pues no supo cómo reaccionar.
—¿Es usted Wales? —preguntó el gordo.
—Pues sí —repuso Abuelo.
El gordo caminó por detrás del mostrador, se agachó y
sacó un saco de estopa. Lo puso sobre el mostrador. El sa-
co estaba lleno.
—El viejo dejó esto para usted —añadió—. Fíjese en
esta etiqueta, tiene su nombre. —Abuelo miró la etiqueta, a
pesar de que no sabía leer—. Le puso etiquetas a todo. Sa-
bía que iba a morir. Incluso se puso una etiqueta en la mu-
ñeca, en la que decía dónde quería que enviasen el cadáver.
Y sabía exactamente cuánto costaba... pues dejó un sobre
con el dinero... hasta el último centavo. ¡Qué roñoso! No
dejó dinero. ¿Qué se podía esperar de un maldito judío?
Abuelo alzó la cabeza y lo miró con dureza por debajo
del sombrero.
—Pero cumplió sus obligaciones, ¿no?
El gordo se puso serio.
—Sí, claro... por supuesto... Yo no tenía nada contra el
viejo, ni siquiera lo conocía. Nadie lo trataba. Se dedicaba
a deambular por las montañas.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
271
Abuelo se cargó el saco de estopa al hombro. —¿Puede
decirme dónde hay alguien que entienda de leyes?
El gordo señaló la acera de enfrente.
—Ahí delante, subiendo la escalera que hay entre esos
dos edificios.
—Gracias —añadió Abuelo y caminamos hasta la
puerta.
—Cuando encontramos al viejo judío, vimos algo
muy gracioso —comentó el gordo detrás de nosotros—.
Lo único a lo que no le había puesto etiqueta era una ve-
la. El muy tonto la había encendido y se consumía a su
lado.
Aunque conocía el significado de esa vela, no dije nada.
También comprendí lo del dinero. El señor Wine no era
roñoso, sino ahorrador, había pagado sus obligaciones y se
había ocupado de que el dinero se aprovechase de la mane-
ra más adecuada.
Cruzamos la calle y subimos la escalera. Abuelo cargó
con el saco y llamó a una puerta cuya parte superior era de
cristal y tenía una inscripción.
—¡Adelante...! ¡Adelante!
Esa voz sonó como si lo mejor fuera entrar sin llamar.
Abrimos la puerta.
F ORR ES T CA RTER
272
Un hombre estaba sentado detrás del escritorio. Su
pelo era cano y parecía viejo. Cuando nos vio se puso len-
tamente de pie. Abuelo se quitó el sombrero y dejó el saco
de estopa en el suelo. El hombre se inclinó sobre el escrito-
rio, extendió la mano y dijo:
—Me llamo Taylor, Joe Taylor.
—Wales —replicó Abuelo.
Abuelo le cogió la mano, pero no se la estrechó. Apartó
la suya y entregó el papel al señor Taylor.
El señor Taylor se sentó y sacó las gafas del bolsillo del
chaleco. Se inclinó sobre el escritorio y leyó el papel. Lo
observé. Vi que fruncía el ceño y estuvo mirando ese papel
una eternidad.
Cuando terminó, dobló lentamente la hoja, se la devol-
vió a Abuelo y levantó la cabeza.
—¿Ha estado en la cárcel... por destilar whisky?
—Una vez —respondió Abuelo.
El señor Taylor se puso de pie y caminó hasta el venta-
nal. Miró la calle largo rato. Suspiró y, sin volverse hacia
Abuelo, añadió:
—Podría quedarme con su dinero, pero no serviría de
nada. Los burócratas del gobierno que se encargan de es-
tos asuntos no entienden ni quieren entender a los monta-
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
273
ñeses. Me parece que los repugnantes cabrones no se acla-
ran. —Miró por el ventanal algo que se encontraba muy le-
jos y tosió—. Tampoco comprenden a los indios. Estamos
perdidos, se llevarán al niño.
Abuelo se caló el sombrero. Sacó el monedero del bolsi-
llo del pantalón, lo abrió y buscó algo a tientas. Dejó un
dólar sobre el escritorio del señor Taylor. Cuando salimos
el señor Taylor aún miraba por el ventanal.
Dejamos el pueblo; Abuelo iba delante y cargaba el sa-
co de estopa. El señor Wine había muerto. Me di cuenta de
que habíamos perdido.
Por primera vez pude seguir sin dificultades el paso de
Abuelo. Caminaba despacio y arrastraba los pies. Supuse
que estaba cansado. Cuando llegamos al sendero de la
hondonada pregunté:
—Abuelo, ¿qué es un maldito judío?
Aunque se detuvo, Abuelo no se volvió para mirarme.
Su voz también sonó cansada.
—No lo sé. En algún lugar de la Biblia se habla de los ju-
díos. Deben de ser muy antiguos. —Abuelo se dio la vuelta—.
Por lo que tengo entendido, no tienen nación... como los indios.
Abuelo me miró y sus ojos eran iguales que los de Wi-
llow John.
F ORR ES T CA RTER
274
Abuela encendió la lámpara. Abrimos el saco de estopa
en la mesa de la cocina. Contenía piezas de tela roja, verde
y amarilla, agujas, dedales y carretes de hilo para Abuela.
Le dije que, por lo visto, el señor Wine prácticamente ha-
bía vaciado la mochila en el saco de estopa. Me respondió
que sí, eso parecía.
Había todo tipo de herramientas para Abuelo. Y también
libros: un libro de números y otro pequeño, negro, que se-
gún Abuela contenía dichos valiosos para mí. Había otro li-
bro con imágenes de niños, niñas y perros. Tenía frases y era
totalmente nuevo, ya que aún brillaba. Deduje que el señor
Wine había pensado traerlo en su próxima visita... si es que
no se olvidaba. Pensamos que eso era todo.
Abuelo cogió el saco vacío y se dispuso a dejarlo en el
suelo. Algo hizo ruido. Abuelo le dio la vuelta y sobre la
mesa rodó una manzana roja. Era la primera vez que el se-
ñor Wine se acordaba de incluir una manzana. También
rodó algo más, que Abuela recogió: una vela con una de
esas etiquetas que ponía el señor Wine. Abuela la leyó: Wi-
llow John.
Apenas probamos la cena. Abuelo habló de nuestro via-
je al pueblo, del señor Wine y de lo que había dicho el se-
ñor Taylor.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
275
Abuela apagó la lámpara y nos sentamos delante de la
chimenea, en una oscuridad casi total, porque había luna
nueva. No hicimos fuego. Me mecí.
Dije a los abuelos que no quería que se sintieran mal.
Aseguré que yo no me sentiría mal. Era probable que el or-
felinato me gustase porque había muchos niños. Además,
seguramente la autoridad no tardaría mucho tiempo en
darse por satisfecha y yo podría regresar.
Abuela dijo que disponíamos de tres días y que luego
me tendrían que entregar a la autoridad. No volvimos a
hablar. Yo no sabía qué decir. Los tres nos balanceamos
lentamente, nuestras mecedoras crujían. Estuvimos así
hasta muy entrada la noche y no hablamos.
Cuando nos acostamos, lloré por primera vez desde la
muerte de mamá, pero me metí la manta en la boca para
que los abuelos no me oyeran.
Dedicamos los tres días a vivir con intensidad. Abuela
fue a todas partes con Abuelo y conmigo, desde el estrecho
hasta el desfiladero colgante. Llevamos a Blue Boy y a los
podencos. Una mañana, a primera hora, cuando aún estaba
oscuro, echamos a andar hacia el sendero alto. Nos situa-
mos en lo alto de la montaña y vimos el despuntar del día
sobre las cumbres. Enseñé a los abuelos mi lugar secreto.
F ORR ES T CA RTER
276
Abuela derramó azúcar prácticamente en todo lo que
cocinó. Abuelo y yo nos dimos un atracón de galletas.
El día anterior a mi partida, cogí el atajo hasta la tienda
del cruce. El señor Jenkins consideró que la caja verde y
roja era vieja y que la vendería por sesenta y cinco centa-
vos, y yo se los pagué. Compré para Abuelo una caja de pi-
ruletas rojas, que me costó veinticinco centavos. Y aún me
quedaban diez centavos del dólar que me había pagado el
señor Chunk.
Aquella noche Abuelo me cortó el pelo. Consideró que
era imprescindible, ya que yo podría pasarlo muy mal con
mi aspecto de indio. Le respondí que me daba igual, que
me encantaría parecerme a Willow John.
No podía llevar los mocasines. Abuelo estiró mis viejos
zapatos. Cogió un trozo de hierro, lo introdujo en los zapa-
tos y estiró el cuero del empeine. Me habían crecido los pies.
Expliqué a Abuela que dejaría los mocasines debajo de
la cama porque probablemente estaría de vuelta muy pron-
to y quería tenerlos a mano. Dejé la camisa de piel de ve-
nado sobre la cama y le dije que podía seguir allí porque,
hasta mi regreso, nadie utilizaría mi cama.
Escondí la caja roja y verde en el recipiente en el que
Abuela guardaba la harina, para que la encontrase uno o dos
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
277
días después; guardé la caja de piruletas en la chaqueta del
traje de Abuelo. La encontraría el domingo. Sólo había sa-
cado una piruleta para probarla: estaba deliciosa.
Abuela no quiso bajar al pueblo a despedirme. Abuelo
me esperó en el claro y Abuela se arrodilló en el porche y
me abrazó como a Willow John. Yo también la abracé.
Procuré no llorar, pero se me escaparon algunas lágrimas.
Llevaba los viejos zapatos y, si estiraba los dedos de los
pies, no me hacían daño. Me había puesto mi mejor mono
y la camisa blanca, y también el abrigo amarillo. En el saco
de estopa Abuela guardó dos camisas, el otro mono y mis
calcetines. No quise llevar nada más porque sabía que vol-
vería. Le aseguré a Abuela que regresaría.
De rodillas en el porche, Abuela preguntó:
—Pequeño Árbol, ¿te acuerdas de la estrella del Can Ma-
yor? Es la que contemplamos cuando cae la tarde. —Le dije
que la recordaba y Abuela añadió—: Dondequiera que estés,
no importa el sitio, mira la estrella del Can Mayor al anoche-
cer. Abuelo y yo también la contemplaremos y recordaremos.
Le aseguré que lo haría. Se parecía a lo que hacía el se-
ñor Wine con la vela. Pedí a Abuela que le dijese a Willow
John que también mirase la estrella del Can Mayor, y ella
dijo que lo haría.
F ORR ES T CA RTER
278
Abuela me cogió por los hombros, me miró a los ojos y
afirmó:
—Los cheroquíes casaron a tu padre y a tu madre. Pe-
queño Árbol, quiero que lo recuerdes. Digan lo que di-
gan... recuérdalo.
Dije que me acordaría. Abuela me soltó. Cogí mi saco
de estopa y seguí a Abuelo hasta abandonar el claro. Miré
atrás mientras cruzaba el puentecillo de leños. Abuela
permanecía de pie en el porche, atenta a todo. Levantó la
mano, se tocó el corazón y la extendió hacia mí. Supe qué
quería decir.
Abuelo llevaba el traje negro. También se había puesto
zapatos y los dos andábamos con decisión. Al bajar por el
sendero de la hondonada, las ramas de los pinos se agacha-
ron y me aferraron los brazos. Una rama de roble estiró los
dedos y me quitó el saco de estopa del hombro. Una mata
de caqui me rodeó la pierna. El arroyo bajaba más rápido,
dando saltos y brincando; un cuervo voló sobre nosotros a
muy poca altura, graznó sin cesar, se posó en la copa de un
árbol alto y siguió graznando. Todos decían: «Pequeño Ár-
bol, no te vayas... Pequeño Árbol, no te vayas... ». Entendí
lo que decían y por eso se me nubló la vista y caminé a
trompicones detrás de Abuelo. El viento arreció, gimió y
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
279
levantó los faldones de mi abrigo amarillo. Las zarzas secas
cubrieron el sendero y se aferraron a mis piernas. Una pa-
loma gimiente lanzó un reclamo prolongado y solitario y,
como no le respondieron, supe que me estaba llamando.
Abuelo y yo tuvimos muchas dificultades para bajar por
el sendero de la hondonada.
Llegamos a la terminal de autobuses, donde aguarda-
mos sentados en un banco. Apoyé el saco de estopa en mis
piernas. Esperábamos a la autoridad.
Dije a Abuelo que no sabía cómo se las iba a apañar para
destilar whisky sin mi ayuda. Abuelo respondió que sería una
dura tarea y que tendría que trabajar el doble. Añadí que
probablemente pronto regresaría y que, por tanto, no tendría
que trabajar el doble durante mucho tiempo. Abuelo replicó
que esperaba que fuese así. No dijimos casi nada más.
El reloj de la pared hacía tic-tac. Como yo sabía la ho-
ra, se la dije a Abuelo. En la terminal había poca gente: un
hombre y una mujer. Abuelo comentó que corrían tiempos
difíciles y que la gente no viajaba pagando el billete. Y te-
nía razón.
Pregunté a Abuelo si sabía si las montañas llegaban
hasta el orfanato. Él no lo sabía, nunca había estado en el
orfanato. Esperamos un rato más.
F ORR ES T CA RTER
280
La mujer entró. Me di cuenta de que la conocía: era la
del vestido gris. Se acercó a nosotros y, cuando Abuelo se
puso en pie, le entregó unos papeles. Abuelo los guardó en
el bolsillo. La mujer dijo que el autobús estaba a punto de
partir y añadió: —y no queremos problemas. Acabemos es-
ta historia de una buena vez. Hay que hacer lo que es ne-
cesario, lo mejor para todos.
Francamente, no sé de qué hablaba la mujer. Abuelo
tampoco la entendió. Era muy práctica. Sacó una cuerda
del bolso y me la ató al cuello. De la cuerda colgaba una
etiqueta parecida a las del señor Wine. Llevaba algo escri-
to. Abuelo y yo seguimos a la mujer hasta la parte trasera
de la terminal y nos acercamos al autobús.
Tenía el saco de estopa colgado del hombro. Abuelo se
arrodilló junto a la portezuela abierta del autobús y me
abrazó como Willow John, durante un buen rato. Yo le su-
surré al oído:
—Lo más probable es que vuelva enseguida. Abuelo
me apretó para demostrarme que me había oído.
—Tiene que irse —dijo la mujer.
No supe si hablaba con Abuelo o conmigo. Abuelo se
puso de pie, dio media vuelta y se alejó sin volver la vista
atrás.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
281
La mujer me cogió en brazos y me puso en el estribo
del autobús, cosa que podría haber hecho yo solito. Indicó
al chófer que leyese mi etiqueta y permanecí ante él mien-
tras lo hacía.
Expliqué al chófer que no tenía billete y que no estaba
muy seguro de poder montar en el autobús porque no lle-
vaba dinero. Él se rió y respondió que la mujer le había
dado mi billete. En el autobús sólo viajaban tres personas.
Avancé por el pasillo y me senté junto a la ventanilla, pen-
sando que tal vez podría ver a Abuelo.
El autobús arrancó y salió de la terminal. Vi que la mu-
jer del vestido gris lo miraba. Descendimos por la calle y
no vi a Abuelo por ninguna parte. Un segundo después lo
vi. Estaba de pie en la esquina de la terminal de autobuses.
Se había calado el sombrero y las manos le colgaban a los
lados del cuerpo.
Pasamos a su lado e intenté abrir la ventanilla, pero
no sabía cómo se hacía. Aunque lo saludé con la mano, no
me vio.
Mientras el autobús seguía su camino, corrí hasta el
fondo y miré por el cristal trasero. Saludé con la mano y
grité:
F ORR ES T CA RTER
282
—¡Adiós, abuelo! ¡Estoy seguro de que pronto volve-
ré! —Abuelo no me vio, así que seguí gritando—. ¡Abuelo,
probablemente volveré enseguida!
Abuelo siguió inmóvil, y su figura se volvía cada vez
más pequeña bajo el sol crepuscular; tenía los hombros
caídos, parecía viejo.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
283
La estrella del Can Mayor
Si no sabes adónde vas, crees que es muy lejos. Nadie me
lo había dicho. Supongo que Abuelo no lo sabía.
Como no veía por encima de los respaldos de los asien-
tos que tenía delante, me dediqué a mirar por la ventanilla:
pasaron casas y árboles y, poco después, sólo árboles. Cayó
la noche y ya no vi nada.
Me asomé por el asiento del pasillo y vi la carretera
iluminada por los faros del autobús. Todo tenía el mismo
aspecto.
Aunque hicimos un alto en una estación de autobuses
de una ciudad y estuvimos parados mucho rato, yo no me
bajé ni me moví del asiento. Pensé que probablemente allí
estaba más seguro.
En cuanto dejamos atrás la ciudad ya no había qué mi-
rar. Mantuve el saco de estopa en mis rodillas porque me re-
cordaba a los abuelos. Olía a Blue Boy. Me quedé dormido.
El chófer me despertó. Era de día y lloviznaba. El au-
tobús había parado delante del orfanato y, cuando me
apeé, una señora de cabellos blancos me esperaba, protegi-
da bajo un paraguas.
F ORR ES T CA RTER
284
Llevaba un vestido negro que le llegaba a los pies y,
aunque se parecía a la mujer del vestido gris, no lo era. No
dijo nada. Se inclinó, cogió mi etiqueta y la leyó. Hizo una
señal con la cabeza al chófer, que cerró la portezuela del
autobús y siguió viaje. La señora se irguió, frunció el ceño
y suspiró.
—Sígueme —dijo, me enseñó el camino y con paso len-
to franqueó una verja de hierro.
Cargué el saco de estopa al hombro y la seguí. Fran-
queamos más verjas, a cuyos lados se alzaban grandes ol-
mos que susurraron y hablaron a nuestro paso. La señora
los ignoró, pero yo les escuchaba: habían oído hablar de
mí.
Cruzamos un amplio patio en dirección a varios edifi-
cios. No me costó seguirla. La mujer se detuvo ante la
puerta de uno de los pabellones y dijo:
—Iremos a ver al reverendo. Pórtate bien, no llores y sé
respetuoso. Puedes hablar, pero sólo si el reverendo te hace
una pregunta. ¿Me has entendido?
Respondí afirmativamente.
La seguí por un oscuro pasillo y entramos en una sala.
El reverendo estaba sentado ante un escritorio. No levantó
la cabeza. La señora me hizo sentar en la silla de respaldo
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
285
recto que había delante del escritorio. Salió de la sala de
puntillas. Apoyé el saco de estopa en mis piernas.
El reverendo estaba muy ocupado leyendo papeles. Tu-
ve la sensación de que lavaba enérgicamente su cara sonro-
sada, ya que brillaba. No tenía mucho pelo en la cabeza,
aunque le vi unos mechones alrededor de las orejas.
De la pared colgaba un reloj y miré la hora. No la pro-
nuncié en voz alta. Vi la lluvia que se deslizaba por el cris-
tal de la ventana, que estaba detrás del reverendo. Este le-
vantó la cabeza.
—Deja de mover las piernas —ordenó.
Habló con tanta autoridad que me quedé quieto. El reve-
rendo siguió leyendo papeles. Los dejó sobre el escritorio y
cogió un lápiz, con el que jugueteó. Apoyó los codos sobre el
escritorio y se estiró para verme, ya que yo estaba muy bajo.
—Corren tiempos difíciles —dijo y frunció el ceño co-
mo si tuviese un asunto pendiente con las penurias de la
época—. El Estado no dispone de fondos para estas cues-
tiones y nuestra congregación ha accedido a acogerte...
probablemente es un error, pero te hemos aceptado.
Enseguida me sentí mal al pensar que la congregación
tenía que mezclarse con todo ese asunto. No dije nada
porque el reverendo no me había hecho ninguna pregunta.
F ORR ES T CA RTER
286
Volvió a juguetear con el lápiz, que no estaba afilado de
la manera ahorrativa, pues la punta era demasiado fina.
Tuve la sospecha de que el reverendo estaba más relajado
de lo que parecía. Empezó otra vez:
—Podrás asistir a nuestra escuela. Te asignaremos a un
pelotón de trabajillos. Aquí cada uno cumple con su tarea,
algo a lo que probablemente no estás acostumbrado. Debes
respetar las reglas. Si las transgredes te castigaremos. —El
reverendo tosió—. Aquí no hay indios, mestizos ni nada
parecido. Además, tus padres no estaban casados. Eres el
primer, el único bastardo que hemos aceptado.
Le dije lo que Abuela me había explicado: que los che-
roquíes habían casado a mis padres. El reverendo me soltó
que lo que los cheroquíes hacían no contaba. Añadió que
no me había hecho ninguna pregunta, lo cual era cierto.
Se sulfuró. Se irguió y declaró que su congregación
creía que había que ser amable con todos, amable con los
animales y otros seres vivos.
Añadió que yo no estaba obligado a asistir a los oficios
religiosos ni a la capilla por las tardes porque, según la Bi-
blia, era imposible que los bastardos se salvaran. Dijo que
podía entrar a escuchar si no hacía ruido, me quedaba en el
fondo y no participaba.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
287
Sus palabras no me molestaron pues, con nuestra sabidu-
ría técnica, Abuelo y yo ya habíamos renunciado a esta historia.
Agregó que, según lo que ponía en los papeles que tenía
sobre su escritorio, Abuelo no estaba en condiciones de
criar a un joven y que probablemente no me había inculca-
do ni una pizca de disciplina. Me parece que tenía razón.
Dijo que Abuelo había estado entre rejas.
Le conté que en cierta ocasión habían estado a punto
de ahorcarme. Detuvo bruscamente la mano en la que sos-
tenía el lápiz y gritó:
—¿Qué has dicho?
Repetí que en cierta ocasión la autoridad había estado a
punto de ahorcarme y que logré escapar. Añadí que, de no
ser por los podencos, seguramente me habrían colgado. No
le dije dónde estaba el alambique, pues un comentario se-
mejante podía hacer que Abuelo y yo nos quedásemos fue-
ra del oficio de destiladores de whisky.
Volvió a sentarse ante el escritorio y se tapó la cara con
las manos, como si estuviera llorando. Meneó incesante-
mente la cabeza.
—Sabía que era un error —se lamentó.
El reverendo repitió lo mismo dos o tres veces, pero yo
no me aclaraba y no supe a qué error se refería.
F ORR ES T CA RTER
288
Estuvo tanto rato meneando la cabeza sujeta con las
manos que tuve la sospecha de que lloraba. Me sentí muy
mal y lamenté haber mencionado que habían estado a pun-
to de ahorcarme. Estuvimos un rato así.
Le pedí que no llorara. Le dije que no me había hecho
daño y que jamás me había preocupado por aquel episodio.
También le conté que el viejo Ringer había muerto, lo cual
sí que era culpa mía.
El reverendo levantó la cabeza y gritó:
—¡Cállate! ¡No te he preguntado nada! —Tenía razón.
Repasó los papeles—. Veamos... lo intentaremos, con la
ayuda de Dios. Quizá sería mejor que te internara en un
reformatorio.
Agitó una campanilla que tenía sobre el escritorio y la
misma señora de antes entró corriendo. Deduje que todo el
rato había montado guardia junto a la puerta.
La señora me dijo que la siguiese. Cogí el saco de estopa,
lo cargué al hombro y di las gracias, pero no pronuncié la pa-
labra reverendo. Por mucho que yo fuera un bastardo merece-
dor del infierno, no tenía la menor intención de acelerar mi
condena, ya que no estaba muy claro si a ese hombre había
que llamarlo «reverendo» o «señor». Como decía Abuelo, si
no te presionaban no valía la pena correr riesgos innecesarios.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
289
Al salir de la estancia el viento arreció y sacudió con
más fuerza el cristal de la ventana. La señora se detuvo y lo
miró. El reverendo se dio la vuelta y también miró en di-
rección a la ventana. Supe que desde las montañas habían
llegado noticias sobre mí.
Mi catre estaba en un rincón. Con excepción de otro
muy próximo, estaba separado de los demás. La habitación
era inmensa y la ocupaban veinte o treinta chicos. La ma-
yoría eran más grandes que yo.
Mi tarea consistía en ayudar a barrer la habitación
por la mañana y por la tarde. Aunque no era difícil,
cuando no barría bien debajo de los catres, la señora me
obligaba a hacerlo otra vez. Lo cual ocurría con mucha
frecuencia.
Wilburn dormía en el catre más próximo al mío. Era
mucho mayor que yo, puede que tuviera once años. Decía
que tenía doce. Era alto y flaco y tenía la cara salpicada de
pecas. Estaba seguro de que nunca lo adoptarían y tendría
que quedarse allí casi hasta cumplir los dieciocho. Wilburn
decía que le daba igual, y que, en cuanto saliera, regresaría
y prendería fuego al orfanato.
Wilburn tenía un pie contrahecho. Era el pie derecho,
que estaba girado hacia dentro, por lo que los dedos le gol-
F ORR ES T CA RTER
290
peaban la pierna izquierda al caminar y el lado derecho de
su cuerpo se movía a sacudidas.
Wilburn y yo no participábamos en los juegos que se
practicaban en el patio. Wilburn no podía correr y supon-
go que yo era demasiado pequeño y no conocía las reglas.
Wilburn decía que le daba igual. En su opinión, los juegos
eran para críos. Eso es verdad.
Durante los recreos Wilburn y yo nos poníamos bajo el
gran roble que había en una esquina del patio. Cuando la
pelota rodaba muy lejos, yo corría, la cogía y se la tiraba a
los chicos que jugaban. Era un buen lanzador.
También hablaba con el roble. Wilburn no se enteraba
porque yo no le hablaba con palabras. Era un árbol viejo.
Como el invierno se acercaba, había perdido casi todas sus
hojas parlanchinas, pero utilizaba sus dedos pelados para
expresarse a través del viento.
Me contó que empezaba a adormilarse, pero que pen-
saba permanecer despierto para enviar a los árboles de las
montañas el mensaje de que yo estaba allí. Dijo que lo en-
viaría a través del viento. Le pedí que también se lo comu-
nicase a Willow John y me aseguró que lo haría.
Bajo el árbol encontré una canica azul. Era transparen-
te y si la acercabas a un ojo y cerrabas el otro todo se vol-
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
291
vía azul. Wilburn me explicó lo que era una canica, ya que
yo nunca había visto nada parecido.
Me dijo que las canicas no servían para mirar, sino para
hacerlas rodar por el suelo; claro que si yo lanzaba la mía,
alguien me la arrebataría porque la había perdido.
Wilburn decía que el que encuentra algo se lo queda y
el que lo pierde lo lamenta y que se podían ir todos al in-
fierno. Guardé la canica en el saco de estopa.
De vez en cuando los chicos formaban fila en el pasillo,
delante del despacho, y varios señores y señoras pasaban y
los miraban. Buscaban a un niño para adoptarlo. La señora
de cabellos blancos que se ocupaba de nosotros dijo que yo
no debía ponerme en la fila y no lo hice.
Los observaba desde la puerta. Se notaba quiénes eran
los elegidos. Se detenían delante del crío que querían, le
hablaban y luego todos entraban en el despacho. Nunca
nadie le dirigió la palabra a Wilburn.
Wilburn dijo que le daba igual, pero no era cierto. Cada
vez que tocaba formar, Wilburn se ponía una camisa y un
mono limpios. Y yo observaba a Wilburn.
Cuando se ponía en fila, Wilburn sonreía a todos los que
pasaban y ocultaba su pie deforme detrás de la otra pierna.
Nadie le hablaba. Después del día de formar fila, por la noche
F ORR ES T CA RTER
292
Wilburn se meaba en el catre. Decía que lo hacía adrede, para
demostrarles lo que pensaba de las malditas adopciones.
Cada vez que Wilburn se meaba, por la mañana la se-
ñora de cabellos blancos le hacía llevar el colchón y la ropa
de cama al patio y ponerlos al sol. Wilburn decía que le
daba igual y amenazaba con hacerse pis todas las noches si
se metían demasiado con él.
Wilburn me preguntó qué pensaba hacer cuando fuera
grande. Le dije que sería indio, como Abuelo y Willow
John, y que viviría en las montañas. Wilburn dijo que él se
dedicaría a asaltar bancos y orfanatos, y que también roba-
ría en las iglesias si averiguaba dónde guardaban el dinero.
Probablemente liquidaría a todos los que dirigían bancos y
orfanatos, pero conmigo no se metería.
Wilburn lloraba de noche. Nunca le dije que lo sabía
porque se metía la manta en la boca, y eso me llevó a pen-
sar que no quería que lo supiesen. Comenté a Wilburn que
estaba seguro de que, en cuanto saliera del orfanato, se le
pondría bien el pie. Le regalé mi canica azul.
Los oficios en la capilla se celebraban al atardecer, an-
tes de la cena. Yo no asistía y también me saltaba la cena,
lo que me permitía observar la estrella del Can Mayor. En
mitad del dormitorio había una ventana desde la que podía
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
293
ver la estrella del Can Mayor con toda claridad. Aparecía
en el crepúsculo, con un débil destello, y se encendía cada
vez más a medida que el cielo se ennegrecía.
Sabía que los abuelos y Willow John la contemplaban.
Todos los atardeceres permanecía una hora junto a la venta-
na y miraba la estrella del Can Mayor. Dije a Wilburn que la
podría observar conmigo si alguna noche se saltaba la cena,
pero lo obligaban a asistir a la capilla y no estaba dispuesto a
renunciar a la comida. Nunca vio la estrella del Can Mayor.
Al principio, cuando empecé a mirarla, durante el día
intentaba pensar cosas que recordar por la noche, pero en-
seguida descubrí que no era necesario.
Me bastaba con contemplarla. Abuelo me enviaba su
recuerdo de las veces que nos habíamos sentado en la cima
de la montaña para ver nacer el día, mientras el sol golpea-
ba el hielo y le sacaba chispas. Lo oí con tanta claridad
como si me hablara al oído: «¡Está cobrando vida!». Allí,
junto a la ventana, le respondí: «¡Sí, abuelo, vaya si está
cobrando vida!».
Mientras contemplaba la estrella del Can Mayor,
Abuelo y yo fuimos a la caza del zorro con Blue Boy, Little
Red, el viejo Rippitt y la vieja Maud. Nos moríamos de risa
porque no podíamos resistir las trastadas del viejo Rippitt.
F ORR ES T CA RTER
294
Abuela me envió su recuerdo de cuando recogíamos
raíces y de la infinidad de veces que derramó azúcar en la
harina de bellotas. También me envió el recuerdo de la vez
que nos pescó a Abuelo y a mí a gatas en el maizal, rebuz-
nándole al viejo Sam.
Me envió una imagen de mi lugar secreto. Las hojas
habían caído y teñían el suelo de marrón, castaño y amari-
llo. El zumaque rojo las bordeaba como un círculo de an-
torchas que no permitían entrar a nadie, salvo a mí.
Willow John me transmitió imágenes de los venados
de las tierras altas. Willow John y yo nos reímos de la vez
en que le metí una rana en el bolsillo de la chaqueta. Las
imágenes de Willow John se desdibujaban porque con-
centraba sus sentimientos en otra cosa. Willow John es-
taba loco.
Cada día observaba las nubes y el sol. Si estaba encapo-
tado me resultaba imposible contemplar la estrella del Can
Mayor. Cuando eso ocurría, permanecía junto a la ventana
y escuchaba el viento.
Me pusieron en una clase. Hacíamos cuentas que yo ya
sabía porque el señor Wine me había enseñado. Una seño-
ra gorda daba clases. Era muy severa y no admitía la me-
nor travesura.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
295
En cierta ocasión mostró una ilustración en la que una
manada de ciervos salían de un arroyo. Saltaban uno sobre
otro y daba la impresión de que se empujaban. Preguntó si
alguien sabía qué estaban haciendo.
Un chico dijo que huían, probablemente de un cazador.
Otro explicó que el agua no les gustaba y que se apresura-
ban a cruzar el arroyo. La señora gorda dijo que esa res-
puesta era correcta. Levanté la mano.
Dije que enseguida me había dado cuenta de que se
estaban apareando, ya que los ciervos saltaban sobre las
ciervas; además, los árboles y los arbustos mostraban
que era la época del año en que esos animales se repro-
ducen.
La señora gorda se quedó atónita. Aunque abrió la bo-
ca, no dijo ni mu. Alguien rió. La señora se golpeó la frente
con la mano, puso los ojos en blanco y soltó la ilustración.
Enseguida me di cuenta de que se sentía mal.
Retrocedió uno o dos pasos hasta que recobró el senti-
do. Vino por mí. Todos guardaron silencio. Me sujetó del
cuello y empezó a sacudirme. Se puso roja y gritó:
—¡Tendría que haberlo sabido... todos tendríamos que
haberlo sabido... porquerías, porquerías... es lo único que
podía salir de ti... de ti... pequeño bastardo!
F ORR ES T CA RTER
296
Yo no podía saber por qué chillaba y quería aclararlo. Me
sacudió un poco más, me agarró de la nuca y me sacó del aula.
Bajamos por el pasillo hasta el despacho del reverendo.
Me hizo esperar en el pasillo cuando entró y cerró la puer-
ta. Aunque los oí hablar, no entendí qué decían.
Al cabo de unos minutos la señora abandonó el despa-
cho del reverendo y se alejó por el pasillo sin mirarme. El
reverendo se acercó a la puerta y dijo muy tranquilo:
—Pasa.
Entré.
El reverendo había entreabierto los labios como si estu-
viera a punto de sonreír, pero tenía cara de pocos amigos.
Se humedeció los labios con la lengua. Tenía el rostro ba-
ñado en sudor. Me dijo que me quitara la camisa y le obe-
decí.
Tuve que bajarme los tirantes del mono y, cuando me
quité la camisa, me vi obligado a sujetarlo con ambas ma-
nos para que no se me cayesen. El reverendo se agachó de-
trás del escritorio y cogió una vara larga.
—Como eres hijo del pecado, sé que el arrepentimiento
no mana de tu alma —dijo—. Alabado sea el Señor, apren-
derás a no hacer el mal a los cristianos. Puesto que no pue-
des arrepentirte... ¡clamarás al cielo!
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
297
Golpeó mi espalda con la vara larga. La primera vez
me dolió, pero no lloré. Abuela me había enseñado a re-
sistir el dolor. Aquella vez que me arranqué la uña del
dedo gordo del pie al chocar con un tocón... Abuela me
enseñó a resistir el dolor como lo hacen los indios. Dejan
que su mente corporal se duerma, abandonan el cuerpo
con la mente espiritual y contemplan el dolor en lugar de
sentirlo.
La mente corporal sólo experimenta dolor corporal. La
mente espiritual sólo siente dolor espiritual. Por eso dejé
que mi mente corporal se durmiera.
La vara golpeó y volvió a golpear mi espalda. Al cabo
de un rato se partió. El reverendo buscó otra, al tiempo
que respiraba con dificultad.
—El mal es rebelde —masculló mientras jadeaba—.
Alabado sea el Señor, el bien prevalecerá.
Siguió golpeándome con la vara nueva hasta que me
desplomé. Aunque temblaba, me incorporé. Abuelo solía
decir que, si eras capaz de mantenerte en pie, lo más pro-
bable es que no te pasara nada.
El suelo pareció inclinarse, pero enseguida me di cuen-
ta de que lo conseguiría. El reverendo estaba con la lengua
fuera. Me dijo que me pusiera la camisa y le obedecí.
F ORR ES T CA RTER
298
La camisa absorbió parte de la sangre. La mayor parte se
había deslizado por mis piernas hasta los zapatos, ya que no
tenía ropa interior que la absorbiera. Noté los pies pegajosos.
El reverendo dijo que debía irme a mi catre y que no
cenaría durante una semana. Claro que yo nunca cenaba.
Añadió que durante una semana no iría a la escuela ni sal-
dría del dormitorio.
Decidí que era mejor no ponerme los tirantes del mono
y ese atardecer lo sujeté con las manos cuando me acerqué
a la ventana y contemplé la estrella del Can Mayor.
Conté lo ocurrido a los abuelos y a Willow John.
Les aseguré que no sabía por qué motivo había hecho
que la señora se enojara ni qué bicho le había picado al re-
verendo. Les dije que estaba dispuesto a enmendarme, pe-
ro que el reverendo había dicho que no podía porque era
fruto del pecado y no sabría cómo hacerlo.
Le dije a Abuelo que yo no tenía ningún modo de re-
solver esa situación. Le dije que quería volver a casa.
Fue la primera vez que me quedé dormido mientras ob-
servaba la estrella del Can Mayor. Wilburn me encontró
dormido bajo la ventana y me despertó cuando regresó del
comedor. Dijo que había cenado deprisa para venir a ver-
me. Aquella noche dormí boca abajo.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
299
Wilburn aseguró que cuando creciera, saliese del orfa-
nato y se dedicara a asaltar orfanatos, bancos y otras institu-
ciones, lo primero que haría sería matar al reverendo, y aña-
dió que le daba igual irse al infierno, como yo.
A partir de entonces cada tarde, cuando el crepúsculo
hacía que la estrella del Can Mayor asomara, decía a los
abuelos y a Willow John que quería volver a casa. No veía
las imágenes que me enviaban ni los escuchaba. Les decía
que quería regresar. La estrella del Can Mayor se tornaba
roja, palidecía y volvía a enrojecer.
Tres noches después, una espesa capa de nubes ocultó
la estrella del Can Mayor. El viento arrancó un poste del
tendido eléctrico y el orfanato quedó a oscuras. Supe que
me habían oído.
Sabía que vendrían pronto. Llegó el invierno. El viento
arreció y por las noches gemía alrededor del pabellón. A
algunos chicos no les gustaba, pero a mí sí.
Ahora cada vez que salía me quedaba bajo el roble. Se
suponía que estaba dormido, pero me dijo que seguía des-
pierto y que lo hacía por mí. Hablaba despacio y en voz
muy queda.
Poco antes de entrar, una tarde a última hora, me pareció
ver a Abuelo. Era un hombre alto que llevaba un gran som-
F ORR ES T CA RTER
300
brero negro. Se alejaba calle abajo. Corrí hasta la verja de
hierro y grité «¡Abuelo, Abuelo!», pero no me oyó.
Corrí a lo largo de la verja intentando alcanzar a aquel
hombre. Grité con todas mis fuerzas «¡Abuelo, soy yo, Pe-
queño Árbol!», pero no me oyó y desapareció.
La señora de cabellos blancos dijo que la Navidad estaba
al caer. Añadió que todos debíamos ser felices y cantar. Wil-
burn me contó que en la capilla cantaban todo tipo de cancio-
nes. Dijo que estaban obligados a aprenderlas y que los favo-
ritos rodeaban al reverendo como polluelos vestidos con sá-
banas blancas y berreaban cantando los villancicos. Los oí.
La señora de cabellos blancos anunció que Papá Noel
estaba a punto de llegar. Wilburn dijo que sus palabras no
eran más que un montón de mierda.
Dos hombres trajeron un árbol. Vestían trajes como los
de los políticos. Rieron, sonrieron y dijeron:
—Mirad, chicos, mirad lo que os hemos traído. ¿No os
gusta? ¿No estáis contentos? ¡Si hasta tenéis vuestro pro-
pio árbol de Navidad!
La señora de cabellos blancos dijo que era un árbol
muy mono y nos pidió que dijéramos a esos dos políticos
que era muy lindo y que les estábamos agradecidos. Todos
dieron las gracias.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
301
Yo no. No había ningún motivo para talar ese árbol.
Era un pino macho que agonizó lentamente en el pasillo.
Los políticos miraron la hora y dijeron que, aunque
no podían quedarse mucho, querían que todos fuésemos
felices. Nos pidieron que cogiéramos papel rojo y ador-
náramos el árbol. Todos lo hicieron, salvo Wilburn y yo.
Los políticos se despidieron y, cuando salían por la
puerta, gritaron: —¡Feliz Navidad!
Rodeamos el árbol y lo miramos un buen rato. La seño-
ra de cabellos blancos dijo que el día siguiente era Noche-
buena y que alrededor del mediodía Papá Noel se presen-
taría con regalos.
—¿Por qué Papá Noel llega al mediodía y no por la no-
che? —preguntó Wilburn.
La señora de cabellos blancos lo miró con el ceño frun-
cido y respondió:
—Ya está bien, Wilburn, todos los años dices lo mismo.
Sabes perfectamente que Papá Noel visita muchos sitios.
También sabes que él y sus ayudantes tienen derecho a pa-
sar la Nochebuena con sus familias. Deberías dar las gra-
cias de que vengan, a la hora que sea, para desearte feliz
Navidad.
—¡Y una mierda! —masculló Wilburn.
F ORR ES T CA RTER
302
Como era de prever, al día siguiente cuatro o cinco co-
ches pararon en la entrada del orfanato. Varios hombres y
mujeres se apearon cargados de paquetes. Se cubrían con
pequeños y graciosos sombreros y algunos llevaban cence-
rros en las manos. Hicieron sonar los cencerros y nos desea-
ron feliz Navidad infinidad de veces. Decían que eran los
ayudantes de Papá Noel, que fue el último en llegar.
Papá Noel vestía traje rojo y tenía varios cojines bajo el
cinturón. Su barba no era de verdad, como la del señor
Wine, sino que estaba pegada y le colgaba pachucha bajo
los labios. Además, no se movía cuando hablaba. Papá
Noel gritaba: «¡Jo! ¡jo! ¡jo!» y no dejó de hacerlo mientras
estuvo en el orfanato.
La señora de cabellos blancos insistió en que debíamos
ser felices y desear feliz Navidad a los visitantes. Todos lo
hicimos.
Una señora me dio una naranja y le di las gracias.
No se apartó de mi lado y cada pocos segundos pregun-
taba:
—¿No quieres comerte esa deliciosa naranja? Por eso la
comí mientras me miraba. Estaba riquísima y volví a darle las
gracias. Le dije que era una naranja sabrosa. Me ofreció otra.
Acepté. La señora se alejó y no volví a verla. A Wilburn le to-
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
303
có una manzana. No eran tan grandes como las que el señor
Wine siempre olvidaba que tenía en el bolsillo.
Lamenté no haber guardado algún gajo de la naranja y
lo habría hecho si la señora no me hubiera presionado. Lo
habría cambiado por un trocito de la manzana de Wilburn.
Yo tenía debilidad por las manzanas.
Las señoras hicieron sonar los cencerros y exclamaron:
—¡Papá Noel está a punto de repartir los regalos!
¡Formad un círculo! ¡Papá Noel tiene algo para voso-
tros!
Formamos un corro. Cuando Papá Noel pronunciaba tu
nombre, dabas un paso al frente y recibías tu regalo. Te
quedabas quieto mientras te daba palmaditas en la cabeza y
te alborotaba los cabellos. Luego le dabas las gracias.
Cualquiera de las señoras se ponía a tu lado y chillaba:
—¡Abre tu regalo! ¿No piensas abrir ese bonito regalo?
Pero todos acabaron haciéndose un lío a medida que
entregaban los regalos, ya que las señoras corrían de un
lado a otro e intentaban seguir a todos los chicos.
Acepté mi regalo y di las gracias a Papá Noel, que tam-
bién me dio unas palmaditas en la cabeza y dijo: «¡Jo! ¡jo!
¡jo!». Una señora me gritó que lo abriera, que era precisa-
mente lo que intentaba hacer. Por fin logré quitarle el papel.
F ORR ES T CA RTER
304
Recibí una caja de cartón que tenía un animal dibujado.
Wilburn dijo que era un león. En la caja había un agujero y
cuando tirabas de la cuerda que pasaba por el agujero so-
naba como el rugido de un león, al menos eso dijo Wilburn.
La cuerda estaba rota, pero la arreglé. Le hice un nudo.
Como el nudo no pasaba por el agujero, el león apenas ru-
gía. Le dije a Wilburn que a mí me parecía una rana.
Wilburn recibió una pistola de agua que goteaba. Aun-
que intentó disparar, el agua se curvaba y caía. Wilburn
aseguró que él era capaz de llegar más lejos cuando meaba.
Le expliqué que probablemente podríamos repararla si
conseguíamos resina de gomero, pero yo no sabía dónde
encontrar un gomero.
Apareció una señora que nos dio una golosina a cada
uno. Me tocó una y poco después la mujer chocó conmigo
y me dio otra. La compartí con Wilburn.
—¡Adiós a todos! —Nos veremos el año que viene!
¡Os deseo una feliz Navidad! —gritó Papá Noel.
Los hombres y las mujeres repitieron las mismas frases
e hicieron sonar los cencerros.
Cruzaron la entrada, montaron en los coches y se fueron.
A partir de ese momento todo quedó en silencio. Wilburn y
yo nos sentamos en el suelo, al lado de nuestros catres.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
305
Wilburn me dijo que esos hombres y mujeres formaban
parte de una cámara ciudadana y de un club de campo. Se
presentaban todos los años para sentirse bien cuando sa-
lían y empinaban el codo. Dijo que estaba harto de esa his-
toria, y que, en cuanto saliera del orfanato, nunca más vol-
vería a hacer caso de la Navidad.
Cuando cayó la tarde tuvieron que ir a la capilla porque
era Nochebuena. Me quedé solo y, cuando empezaba a
anochecer, los oí cantar. Permanecí junto a la ventana. El
aire era claro y el viento se había calmado. Cantaron algo
de una estrella, pero no era la estrella del Can Mayor, lo
supe porque escuché con atención. Vi la estrella del Can
Mayor, que asomó con todo su brillo.
Como estuvieron mucho tiempo en la capilla, observé
el ascenso de la estrella del Can Mayor por el firmamento.
Dije a los abuelos ya Willow John que quería volver a casa.
El día de Navidad nos dieron una gran comida. Cada
uno recibió un muslo de pollo y un cuello o un estómago.
Wilburn dijo que siempre ocurría lo mismo. En su opinión,
criaban pollos que sólo tenían muslos, cuellos y estómagos.
A mí me gustó y comí hasta el último bocado.
Después del almuerzo podíamos hacer lo que quisiéra-
mos. Fuera hacía frío y nadie salió excepto yo. Crucé el pa-
F ORR ES T CA RTER
306
tio con mi caja de cartón y me senté bajo el roble. Estuve
allí muchas horas.
Estaba a punto de anochecer y me disponía a entrar
cuando miré hacia el pabellón.
¡Abuelo estaba ahí! Salía del despacho y caminaba ha-
cia mí. Dejé caer la caja de cartón y corrí hacia él tan rápi-
do como pude. Abuelo se arrodilló, nos abrazamos y no
pronunciamos palabra.
Estaba oscuro y no pude ver la cara de Abuelo porque
llevaba el gran sombrero. Me explicó que había venido a
verme y que tenía que regresar. Añadió que a Abuela le
había sido imposible venir.
Deseaba desesperadamente irme con él —nunca en la vi-
da me sentí peor—, pero no quería crearle problemas y por
eso no dije que quería volver a casa. Lo acompañé hasta la
verja. Volvimos a abrazarnos y Abuelo se alejó con paso lento.
Esperé un minuto, viendo cómo se alejaba bajo la luz
crepuscular. Pensé que probablemente Abuelo tendría difi-
cultades para encontrar la terminal de autobuses. Aunque
yo no sabía dónde estaba la terminal, seguí a Abuelo pues
pensé que tal vez podría ayudarlo.
Bajamos por una avenida —mejor dicho, lo seguí— y
atravesamos varias calles. Vi que Abuelo cruzaba una calle y
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
307
llegaba a la parte trasera de la terminal de autobuses. La zona
donde se detuvo estaba iluminada. Permanecí en un rincón.
Reinaba una gran tranquilidad porque era Navidad y
prácticamente no había nadie. Esperé un rato y al final grité:
—Abuelo, es probable que pueda ayudarte con el letre-
ro del autobús.
Abuelo ni siquiera se sorprendió. Con la mano me hizo
señas para que me acercase. Eché a correr. Nos quedamos
en la parte trasera de la terminal y no pude distinguir cuál
era el letrero de su autobús.
Al cabo de un rato por los altavoces anunciaron el au-
tobús que Abuelo tenía que coger. Lo acompañé hasta la
portezuela, que estaba abierta. Permanecimos un minuto
delante del autobús. Abuelo miró en todas direcciones. Me
aferré a la pernera de su pantalón. Aunque no me agarré
como durante el funeral de mamá, le tiraba. Abuelo miró
hacia abajo y dije:
—Abuelo, quiero volver a casa.
Abuelo me observó un buen rato. Se agachó, me cogió
en brazos y me puso en el estribo del autobús. Subió y sacó
el monedero.
—Pago mi billete y el del niño —dijo Abuelo con gran
decisión.
F ORR ES T CA RTER
308
El chófer lo miró pero no se rió.
Abuelo y yo caminamos hasta el fondo del autobús. Yo
deseaba que el chófer se diera prisa y cerrase la portezuela.
Al final lo hizo, el autobús arrancó y la terminal quedó
atrás.
Abuelo me rodeó con el brazo y me sentó en sus rodi-
llas. No dormí, pero apoyé la cabeza en su pecho. Miré por
la ventanilla, que estaba cubierta de hielo. En la parte tra-
sera del autobús no había calefacción, pero nos daba igual.
Abuelo y yo regresábamos a casa.
Miremos las montañas que se encorvan y ruedan, que
bordean el nacimiento del día y hacen estallar, el sol, que se
arropan las rodillas con mantos de bruma, que tañen las
cuerdas del viento con sus árboles como dedos, que se rascan
la espalda contra el cielo.
Miremos los bancos de nubes que se deslizan y les aca-
rician las caderas, los susurros chorreantes de los suspiros
de ramas y arbustos; oigamos las hondonadas del útero, que
se agitan con el murmullo de la vida; percibamos el calor de
su cuerpo, la dulzura de su aliento, y el ritmo del aparea-
miento que atrona y gime.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
309
En lo más profundo de su vientre laten las vetas de agua
y amamantan las raíces que absorben vida; en un líquido
fluir los torrentes de sus pechos dan vida a los hijos que
acuna con amor y suma una cadencia a su mente espiri-
tual: el zumbido melódico de la canción del agua.
Abuelo y yo volvemos a casa.
F ORR ES T CA RTER
310
De nuevo en casa
Viajamos muchas horas. Apoyé la cabeza en el pecho de
Abuelo y, aunque no hablamos, tampoco dormimos. Para-
mos en dos o tres terminales, pero Abuelo y yo preferimos
no salir del autobús. Tal vez temíamos que ocurriera algo
que nos retuviese.
A primera hora de la mañana, todavía estaba oscuro,
Abuelo y yo nos apeamos del autobús a un lado de la ca-
rretera. Hacía frío y la tierra estaba cubierta de hielo.
Echamos a andar y al cabo de un rato nos internamos
por las rodadas de los carros. Vi las montañas. Estaban allí,
altas y más oscuras que la penumbra que nos rodeaba. Es-
tuve a punto de echar a correr.
Cuando dejamos las rodadas de los carros y avanzamos
por el sendero de la hondonada, el cielo se tiñó de gris. De
repente dije a Abuelo que algo no iba bien.
Abuelo se detuvo.
—Pequeño Árbol, ¿qué pasa?
Me agaché y me quité los zapatos.
—Abuelo, supongo que es que no podía sentir el sende-
ro —expliqué.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
311
La tierra estaba tibia y trepó por mis piernas y mi
cuerpo. Abuelo rió. También se agachó. Se quitó los za-
patos y metió los calcetines dentro. Se irguió cuan largo
era y arrojó los zapatos hacia la carretera, tan lejos co-
mo pudo.
—¡Son un trasto! —gritó Abuelo.
Lancé los míos hacia la carretera y grité lo mismo.
Abuelo y yo empezamos a reír. Nos reíamos tanto que nos
caímos y Abuelo rodó por el suelo mientras las lágrimas
surcaban sus mejillas.
Aunque no sabíamos de qué nos reíamos, era mucho
más divertido que todo aquello que hasta entonces nos ha-
bía hecho gracia. Le dije a Abuelo que si alguien nos oyera
pensaría que estábamos borrachos de whisky. Abuelo re-
plicó que estaba de acuerdo conmigo... aunque era posible
que, a su manera, estuviera borracho.
A medida que ascendíamos por el sendero, los primeros
toques rosados bordearon las cimas del este. El aire se en-
tibió. Las ramas de pino se inclinaron sobre el sendero, me
acariciaron la cara y me palparon. Abuelo dijo que desea-
ban cerciorarse de que era yo.
Oí tararear al arroyo. Eché a correr, me tumbé y acer-
qué la cara al agua mientras Abuelo esperaba. El arroyo
F ORR ES T CA RTER
312
me dio palmaditas, me recorrió la cabeza, me tocó y... y
cantó cada vez más alto.
Era casi de día cuando avistamos el puentecillo de le-
ños. El viento arreciaba. Abuelo dijo que no gemía ni sus-
piraba, sino que silbaba entre los pinos y comunicaba a las
montañas mi regreso a casa. La vieja Maud aulló.
—¡Maud, calla de una buena vez! —gritó Abuelo.
En ese momento los podencos cruzaron el puentecillo.
Todos se abalanzaron sobre mí y me arrojaron al suelo.
Me lamieron la cara y, cada vez que intentaba incorpo-
rarme, alguno me saltaba a la espalda y vuelta a empezar.
Little Red se exhibió dando brinco y haciendo cabriolas
en el aire. Gimoteaba al tiempo que saltaba. Maud lo imitó
y el viejo Rippitt lo intentó y acabó en el arroyo.
Abuelo y yo gritábamos, reíamos y empujábamos a los
perros a medida que nos acercábamos al puentecillo. Miré
hacia el porche y no vi a Abuela.
Estaba en mitad del puente y me asusté porque no la
veía. Algo me llevó a darme la vuelta y ahí estaba Abuela.
Aunque hacía frío, sólo llevaba el vestido de piel de vena-
do y su pelo relucía bajo el sol matinal. Estaba junto a la lade-
ra de la montaña, bajo las ramas peladas de un roble blanco.
Miraba como si quisiera vernos a Abuelo y a mí sin ser vista.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
313
—¡Abuela! —grité y me caí del puentecillo.
No me hice daño. Chapoteé en el agua, que parecía ti-
bia en comparación con el aire frío de la mañana.
Abuelo dio un brinco y separó las piernas. Gritó:
«¡juuuiiiiii!» y acabó en el agua. Abuela corrió montaña
abajo. Se zambulló en el arroyo y se abalanzó sobre mí.
Rodamos, chapoteamos, gritamos y supongo que lloramos
un poco.
Abuelo se había puesto en medio del arroyo y arrojaba
agua al aire. Los podencos permanecieron en el puentecillo
y nos miraron profundamente asombrados. Abuelo comen-
tó que pensaban que nos habíamos vuelto locos. Los perros
también terminaron en el arroyo.
Un cuervo se posó en la copa de un pino y empezó a
graznar. Luego pasó volando sobre nosotros a poca altura,
graznó y subió por la hondonada. Abuela dijo que quería
contarle a todos que yo había vuelto.
Abuela colgó mi abrigo amarillo junto a la chimenea
para secarlo. Lo llevaba puesto cuando Abuelo se presentó
en el orfanato. Fui a mi habitación y me puse la camisa y el
pantalón de piel de venado... y mis mocasines.
Crucé la puerta a la carrera y subí por el sendero de la
hondonada. Los podencos me acompañaron. Volví la cabe-
F ORR ES T CA RTER
314
za y vi que los abuelos estaban en el porche trasero y me
miraban. Abuelo seguía descalzo y rodeaba a Abuela con el
brazo. Corrí con todas mis fuerzas.
El viejo Sam rebuznó cuando pasé junto al granero y
trotó unos metros detrás de mí. Ascendí por el sendero de
la hondonada, atravesé el estrecho... y llegué al desfiladero
colgante. No quería dejar de correr. El viento canturreaba
a mi lado y las ardillas, los mapaches y los pájaros se aso-
maron a las ramas de los árboles para verme pasar y salu-
darme. Era una clara mañana invernal.
Bajé muy despacio por el sendero y encontré mi lugar
secreto. Estaba igual que la imagen que Abuela me había
transmitido. Las hojas de color castaño alfombraban el sue-
lo, bajo los árboles pelados, y el zumaque rojo lo rodeaba
para que nadie lo viese. Me tumbé largo rato sobre la tierra,
hablé con los árboles adormilados y escuché al viento.
Los pinos susurraron, el viento arreció y se pusieron a
cantar: «¡Pequeño Árbol está en casa... Pequeño Árbol está
en casa! ¡Oíd nuestra canción! ¡Pequeño Árbol está con
nosotros! ¡Pequeño Árbol ha vuelto!». Tararearon suave-
mente, pero cantaron con más ganas y el arroyo se unió a
su canto. Los perros también lo notaron, pues dejaron de
olisquear, permanecieron quietos con las orejas tiesas y es-
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
315
cucharon. Los podencos lo sabían y por eso se acercaron a
mí y se echaron a mi lado, felices por lo que sentían.
Pasé aquel corto día de invierno en mi lugar secreto. Ya
no me dolía el espíritu. Me sentí purificado por la emotiva
canción del viento, los árboles, el arroyo y los pájaros.
Ellos no comprendían cómo funciona la mente corporal
ni les importaba, del mismo modo que los hombres de men-
te corporal son indiferentes ante la naturaleza. Por eso no
me hablaron del infierno, no me preguntaron de dónde ve-
nía ni mencionaron el mal. No conocían esos sentimientos
que las palabras crean y al cabo de un rato yo también los
olvidé.
Cuando el sol se posó tras las cumbres y arrojó sus úl-
timas luces en el desfiladero colgante, los podencos y yo
emprendimos el camino de vuelta por el sendero de la
hondonada.
Cuando la hondonada empezaba a teñirse de azul, divi-
sé a los abuelos en el porche trasero, de cara hacia mí, ex-
pectantes. Cuando llegué los abuelos se agacharon y nos
abrazamos. No necesitábamos palabras ni las pronuncia-
mos: sabíamos que yo había vuelto.
Aquella noche, cuando me quité la camisa, Abuela
vio las cicatrices de la paliza y me pidió que se lo expli-
F ORR ES T CA RTER
316
cara. Les conté lo ocurrido y les aseguré que no me ha-
bía dolido.
Abuelo declaró que se lo diría al gran sheriff y que na-
die volvería a buscarme. Supe que no vendrían porque
Abuelo había dado su palabra. Abuelo añadió que sería
mejor no decirle nada a Willow John sobre la paliza. Le
aseguré que no hablaría.
Abuelo me lo contó aquella noche, a la luz de los tron-
cos que ardían en la chimenea. Al contemplar la estrella del
Can Mayor empezaron a experimentar sensaciones negati-
vas y una tarde, durante el crepúsculo, Willow John se
presentó en la puerta.
Había caminado hasta la cabaña cruzando las monta-
ñas. No dijo nada y cenó con los abuelos a la luz de los le-
ños. No encendieron la lámpara y Willow John no se quitó
el sombrero. Abuelo añadió que aquella noche Willow
John durmió en mi cama y que por la mañana, cuando se
levantaron, ya no estaba.
El domingo, cuando los abuelos asistieron a la iglesia,
Willow John no estaba. En una rama del gran olmo bajo
el que siempre nos reuníamos Abuelo encontró un cintu-
rón con un mensaje. Decía que Willow John regresaría y
que todo iba bien. El domingo siguiente el cinturón se-
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
317
guía allí, pero al otro Willow John los estaba esperando.
No dijo dónde había estado y Abuelo no se lo preguntó.
Abuelo me explicó que el gran sheriff le mandó recado
de que querían verlo en el orfanato y fue. El reverendo te-
nía muy mal aspecto y le comunicó que estaba dispuesto a
firmar los papeles de mi cesión. Reconoció que durante dos
días lo había seguido un salvaje que, al final, se presentó en
su despacho y le dijo que Pequeño Árbol debía volver a su
hogar en las montañas. El salvaje no dijo nada más y se
largó. El reverendo insistió en que no deseaba tener nin-
gún problema con salvajes, paganos y gentes de esa calaña.
En ese momento supe a quién había visto alejarse del
orfanato, a quién había confundido con Abuelo.
Abuelo dijo que cuando salió del despacho y me vio,
supo que había llegado la hora de mi cesión pero, como no
sabía si quería quedarme con los pequeños... o si prefería
volver, optó por dejar la decisión en mis manos.
Le aseguré a Abuelo que enseguida supe qué quería ha-
cer: lo supe en el mismo momento en que llegué al orfanato.
Hablé de Wilburn a los abuelos. Había dejado mi caja
de cartón bajo el roble y sabía que Wilburn la encontraría.
Abuela aseguró que enviaría a Wilburn una camisa de piel
de venado y se la mandó.
F ORR ES T CA RTER
318
Abuelo propuso enviarle un cuchillo de hoja larga, pero
le expliqué que probablemente Wilburn la utilizaría para
cargarse al reverendo. Abuelo no se lo mandó. No supimos
nada más de Wilburn.
Cuando aquel domingo asistimos a la iglesia, fui el pri-
mero en atravesar el claro. Me adelanté a los abuelos. Wi-
llow John estaba entre los árboles, donde yo sabía que lo
encontraría, con el viejo sombrero negro de ala recta sobre
su cabeza. Corrí con todas mis fuerzas, me agarré a las
piernas de Willow John y lo abracé.
—Muchísimas gracias, Willow John.
Willow John no dijo nada, pero se inclinó y me apretó
el hombro. Cuando levanté la cabeza vi que sus ojos chis-
peaban y brillaban en su profunda negrura.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
319
La canción de la partida
Pasamos un buen invierno, aunque Abuelo y yo nos las vimos
moradas para hacer leña. Abuelo se había atrasado y dijo que,
si yo no hubiese regresado, probablemente aquel invierno se
habrían congelado. Y habrían pasado mucho frío.
Fue un invierno espantosamente frío. La mayoría de las
veces tuvimos que encender varias hogueras y descongelar
el serpentín del alambique cada vez que se nos terminaba
la mercancía.
Abuelo me explicó que, de tanto en tanto, un invierno du-
ro era necesario. De esta manera la naturaleza hacía limpieza
y permitía que todo creciese mejor. El hielo arrancaba las ra-
mas débiles de los árboles y permitía que aparecieran otras
más fuertes. Acababa con las bellotas, las nueces y las casta-
ñas débiles y ayudaba a que hubiera cosechas de alimentos
más resistentes en las laderas de las montañas.
Llegó la primavera y la época de la siembra. Aumenta-
mos la cantidad de maíz para la siembra con la intención
de incrementar un poco la producción de nuestra mercan-
cía el próximo otoño.
Corrían tiempos difíciles y el señor Jenkins dijo que
el negocio del whisky era lo único que aumentaba cuan-
F ORR ES T CA RTER
320
do todo lo demás se derrumbaba. En su opinión, la
gente bebía más whisky para olvidar lo mal que estaban
las cosas.
Durante el verano cumplí siete años. Abuela me dio la
vara matrimonial de mis padres. Tenía pocas muescas por-
que no estuvieron casados mucho tiempo. La colgué en mi
habitación, encima del cabecero de la cama.
El verano dio paso al otoño y un domingo Willow John
no se presentó. Aquel domingo cruzamos el claro y no lo
vimos bajo el olmo. Corrí hasta la arboleda y grité su nom-
bre, pero no estaba. Dimos media vuelta y no entramos en
la iglesia. Volvimos a casa.
Los abuelos estaban preocupados y yo también.
Por mucho que miramos, no encontramos mensajes.
Abuelo pensó que algo andaba mal. Abuelo y yo decidimos
salir a buscarlo.
Aquel lunes por la mañana partimos antes del amane-
cer. Cuando asomaron las primeras luces estábamos más
allá de la tienda del cruce y la iglesia. A partir de allí fui-
mos todo el rato cuesta arriba.
Fue la montaña más alta que subí en mi vida. Abuelo
tuvo que aflojar el paso y lo seguí sin tropiezos. Era un vie-
jo sendero, tan desdibujado que casi no se veía, un sendero
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
321
que bordeaba una cima ascendente y daba a otra montaña.
El sendero la bordeaba sin dejar de subir.
Los árboles eran más bajos y estaban más castigados por
el clima. A un lado de la cumbre había un pequeño hueco que
no era lo bastante profundo para considerarlo una hondona-
da. A los costados crecían árboles y el suelo estaba cubierto de
agujas de pino. Allí se encontraba el refugio de Willow John.
No estaba construido con grandes troncos, como nuestra
cabaña, sino con estacas más pequeñas y se alzaba entre los
árboles, apoyado en un lado del pliegue, a buen resguardo.
Blue Boy y Little Red nos acompañaron. Nada más ver el
refugio alzaron los morros y empezaron a gemir. Era una
mala señal. Abuelo entró primero y tuvo que agacharse pa-
ra pasar por la puerta. Lo seguí.
El refugio sólo tenía una habitación. Willow John ya-
cía en un lecho de pieles de venado extendidas sobre ra-
mas tiernas. Estaba desnudo. Su largo cuerpo cobrizo se
veía arrugado como el tronco de un árbol añoso y una
mano reposaba en el suelo de tierra.
—¡Willow John! —exclamó Abuelo suavemente. Wi-
llow John abrió los ojos. Sonrió aunque tenía la mirada
perdida.
—Sabía que vendrías y por eso esperé.
F ORR ES T CA RTER
322
Abuelo encontró un cazo de hierro y me mandó a por
agua. La encontré enseguida, pues detrás del refugio ma-
naba un buen chorro entre las piedras.
Junto a la puerta había un sitio para hacer fuego y
Abuelo encendió una hoguera y puso el cazo encima. Me-
tió trozos de carne de venado en el agua y, después de que
hirvieran un rato, apoyó la cabeza de Willow John en su
brazo y le dio el caldo con una cuchara.
Vi mantas en un rincón y tapamos a Willow John. No
abrió los ojos. Cayó la noche. Abuelo y yo mantuvimos el
fuego encendido. El viento silbaba en la cumbre y rechina-
ba en las esquinas del refugio.
Abuelo se sentó con las piernas cruzadas ante la hogue-
ra, la luz de la lumbre iluminó su rostro y le hacía parecer
más y más viejo... creó grietas y hendiduras, como de ro-
cas, en las sombras de sus pómulos hasta que lo único que
vi fueron sus ojos fijos en el fuego; ardían en negro, no co-
mo llamas, sino como ascuas a punto de extinguirse. Me
hice un ovillo junto a la fogata y dormí.
Cuando desperté era de día. El fuego espantaba la nie-
bla que se acumulaba en la puerta. Abuelo seguía junto a la
hoguera, como si en ningún momento se hubiera movido,
aunque yo sé que fue él quien la mantuvo encendida.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
323
Willow John se movió. Abuelo y yo nos acercamos y
vimos que tenía los ojos abiertos. Levantó la mano y señaló.
—L1évame fuera.
—Hace mucho frío —dijo Abuelo.
—Lo sé —murmuró Willow John.
Abuelo tuvo muchas dificultades para trasladar a Wi-
llow John en brazos porque estaba totalmente relajado. In-
tenté ayudarlo.
Abuelo lo llevó hasta la puerta y yo arrastré las ramas
tiernas. Abuelo subió por la pendiente del pliegue hasta un
lugar elevado y acostamos a Willow John sobre las ramas
tiernas. Lo cubrimos con las mantas y le pusimos los moca-
sines. Abuelo dobló varias pieles y le levantó la cabeza.
El sol asomó a nuestras espaldas y expulsó la bruma
hacia las profundidades, en pos de la sombra. Willow John
miraba hacia el oeste; por encima de las montañas y de las
hondonadas profundas, miraba hacia el oeste, hasta donde
alcanzaba la mirada: hacia las Naciones.
Abuelo volvió al refugio y regresó con el cuchillo de hoja
larga de Willow John. Se lo puso en la mano. Willow John
lo esgrimió, señaló un viejo abeto doblado y torcido y dijo:
—Cuando yo parta, pon mi cuerpo allí, cerca de ese
abeto. Ha tenido muchos vástagos, me ha dado calor y me
F ORR ES T CA RTER
324
ha protegido. Será bueno. El alimento le permitirá vivir
dos temporadas más.
—Lo haremos —aseguró Abuelo.
—Dile a Bee que la próxima vez será mejor —musitó
Willow John.
—Lo haré —dijo Abuelo.
Se agachó junto a Willow John y le tomó la mano. Yo
me agaché del otro lado y le estreché la otra mano.
—Os estaré esperando —dijo Willow John a Abuelo.
—Iremos —replicó Abuelo.
Expliqué a Willow John que probablemente tenía gri-
pe. Abuela había dicho que la gripe estaba por todas par-
tes. Le dije que estaba casi seguro de que entre Abuelo y
yo podríamos ponerlo en pie y ayudarlo a descender para
que se quedase en nuestra cabaña. Insistí en que lo más di-
fícil era incorporarse y que si lo lograba después no tendría
dificultades para bajar la montaña.
Willow John sonrió y me apretó la mano.
—Pequeño Árbol, tienes buenos sentimientos, pero no
quiero quedarme. Prefiero partir. Te estaré esperando.
Lloré. Le dije a Willow John que yo pensaba que podía
quedarse un poco más y partir el año próximo, cuando hi-
ciera más calor. Le expliqué que ese invierno habría una
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
325
buena cosecha de nueces. Insistí en que seguramente los
venados engordarían.
Willow John sonrió pero no me respondió. Miró más
allá de las montañas, hacia el oeste, como si Abuelo y yo no
estuviéramos presentes. Entonó la canción de la partida y
comunicó su llegada a los espíritus: cantó su canción de
despedida.
Empezó muy bajo, subió de tono y volvió a suavizarse.
Poco después era imposible distinguir si lo que oías era
el viento o a Willow John. Su mirada se tornó imprecisa y
los músculos de su garganta se debilitaron.
Abuelo y yo vimos que el espíritu escapaba de sus ojos
y sentimos que abandonaba el cuerpo. Willow John se ha-
bía ido.
El viento silbó a nuestro alrededor y curvó el viejo abeto.
Abuelo dijo que era Willow John, que poseía un espíritu
fuerte. Lo vimos torcer las copas de los árboles, descender
por la ladera de la montaña y obligar a emprender el vuelo a
una bandada de cuervos. Los pájaros graznaron sin cesar y
bajaron de la montaña con Willow John.
Abuelo y yo nos sentamos y lo vimos esfumarse sobre
las cumbres y las crestas de las montañas. Permanecimos
muchas horas en esa posición.
F ORR ES T CA RTER
326
Abuelo aseguró que Willow John volvería y que lo
percibiríamos en el viento y lo oiríamos en los dedos par-
lanchines de los árboles. Y así fue.
Abuelo y yo desenfundamos nuestros cuchillos de hoja
larga y cavamos la fosa tan cerca del viejo abeto como pu-
dimos. Era muy honda. Abuelo envolvió con otra manta el
cadáver de Willow John y lo depositamos en la fosa. Tam-
bién metió su sombrero y no apartó el cuchillo de la mano,
que lo aferraba con firmeza.
Apilamos muchas piedras pesadas encima y alrededor
del cuerpo de Willow John. Abuelo explicó que era impor-
tante mantener a raya a los mapaches, pues Willow John
había decidido que el abeto, contara con su alimento.
El sol ya se ponía cuando seguí a Abuelo montaña aba-
jo. Dejamos el refugio tal como lo encontramos. Abuelo
llevaba una camisa de piel de venado de Willow John para
entregársela a Abuela.
Era más de medianoche cuando llegamos a la hondona-
da. Oí a lo lejos el reclamo de una paloma gimiente. No
hubo respuesta: supe que era en honor de Willow John.
Cuando llegamos Abuela encendió la lámpara.
Abuelo dejó la camisa de Willow John sobre la mesa y
no dijo nada. Abuela ya lo sabía.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
327
A partir de entonces no asistimos a la iglesia. No me
importó, pues Willow John ya no acudiría a nuestro en-
cuentro.
Los abuelos y yo compartimos dos años más. Quizá sa-
bíamos que nos quedaba poco tiempo, pero no hablamos de
ello. Abuela iba a todas partes con Abuelo y conmigo. Vivi-
mos al máximo. Nos mostrábamos cosas como las hojas más
rojas del otoño para cerciorarnos de que los demás las veían,
como las violetas más azules de la primavera para que todos
saboreáramos y compartiéramos esas emociones.
El paso de Abuelo se volvió cada vez más lento. Al andar
arrastraba los mocasines. Yo llevaba más frascos de fruta en
conserva que él en mi saco de estopa y me hice cargo de las
tareas más pesadas. Ni siquiera lo mencionamos.
Abuelo me enseñó a trazar una curva descendente con el
hacha para cortar rápida y fácilmente los troncos. Arranca-
ba más maíz que él y le dejaba las espigas que estaban a su
alcance, pero no dije nada. Recordé que Abuelo había men-
cionado la importancia que para el viejo Ringer tenía el sen-
timiento de valía. Aquel último otoño murió el viejo Sam.
Le comenté a Abuelo que sería mejor que nos ocupáramos
de conseguir otro mulo, pero me respondió que faltaba mucho
para la primavera y que entonces decidiríamos.
F ORR ES T CA RTER
328
Los abuelos y yo recorríamos con más frecuencia el
sendero alto. Aunque subir les costaba, les encantaba de-
tenerse a contemplar las cumbres montañosas.
Abuelo tropezó y cayó en el sendero alto. No se levan-
tó. Abuela y yo lo ayudamos a bajar y, aunque insistió en
que enseguida se pondría bien, no se recuperó. Lo metimos
en la cama.
Pine Billy vino a visitarnos. Se quedó en la cabaña y le
hizo compañía a Abuelo. Este quería oír el violín y Pine Bi-
lly lo tocó. A la luz de la lámpara, con su peluca casera so-
bresaliendo por encima de las orejas y el largo cuello incli-
nado sobre el violín, Pine Billy tocó. Las lágrimas rodaron
por sus mejillas, cayeron sobre el violín y salpicaron su mono.
—Pine Billy, deja de llorar. Equivocas las notas.
Quiero oír el violín —dijo Abuelo.
Pine Billy tosió y replicó:
—No estoy llorando, es que he pescado un resfriado.
Soltó el violín, se arrojó a los pies de la cama de Abuelo y
apoyó la cabeza en las mantas. Suspiró y lloró. Pine Billy
nunca fue un hombre discreto.
Abuelo alzó la cabeza y gritó débilmente:
—¡Déjate de tonterías! ¡Has derramado rapé Red Ea-
gle en la ropa de cama!
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
329
Abuelo tenía razón.
Yo también lloré, pero no permití que Abuelo me viese.
La mente corporal de Abuelo empezó a trastabillar y a
adormecerse. Su mente espiritual lo dominó. Hablaba mu-
cho con Willow John. Abuela le sostenía la cabeza entre
los brazos y le hablaba al oído.
Abuelo volvió a su mente corporal. Quería su som-
brero. Se lo alcancé y se lo caló. Le estreché la mano y
sonrió.
—Pequeño Árbol, ha sido bueno y la próxima vez será
aún mejor. Nos veremos.
Abuelo partió, como había hecho Willow John. Aun-
que sabía que ocurriría, no podía creerlo.
Abuela se tendió en la cama, junto a Abuelo, y lo abra-
zó. Pine Billy sollozaba a los pies de la cama.
Salí de la cabaña. Los podencos ladraban y aullaban
porque lo sabían. Bajé por el sendero de la hondonada y
me interné por el atajo. No estaba corriendo detrás de
Abuelo y en ese momento me di cuenta de que el mundo
había tocado a su fin.
No sé cuántas veces quedé cegado, caí, me levanté, ca-
miné y volví a caer. Llegué a la tienda del cruce y se lo dije
al señor Jenkins: Abuelo había muerto.
F ORR ES T CA RTER
330
El señor Jenkins era demasiado viejo para andar y pidió a
su hijo —un hombre hecho y derecho— que me acompañara.
Este me cogió de la mano, como si fuera un niño pequeño,
porque yo no veía el sendero ni sabía adónde iba.
El hijo del señor Jenkins y Pine Billy construyeron el
cajón. Intenté colaborar. Recordé que Abuelo solía decir
que estabas obligado a colaborar cuando la gente intentaba
solidarizarse contigo, pero mi ayuda no sirvió de mucho.
Pine Billy lloraba tanto que su colaboración tampoco fue
muy útil. Además, se dio un martillazo en el pulgar.
Llevaron a Abuelo por el sendero alto. Abuela iba de-
lante y Pine Billy y el hijo del señor Jenkins cargaban el
ataúd. Los podencos y yo íbamos detrás. Pine Billy no ha-
cía más que llorar, con lo cual me costaba contenerme,
pues no quería preocupar a Abuela. Los perros aullaban.
Supe adónde trasladaba Abuela a Abuelo. Íbamos a su
lugar secreto, en lo alto del sendero de la montaña, donde
nunca se cansaba de contemplar el nacimiento del día ni de
exclamar: «¡Está cobrando vida!», como si cada vez fuera
la primera. Tal vez era así. Quizá cada aurora es distinta,
Abuelo se había dado cuenta y lo sabía.
Aquel fue el primer sitio al que Abuelo me llevó, de
modo que supe que se interesaba por mí.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
331
Abuela no miró cuando depositamos a Abuelo en la tie-
rra. Contempló las montañas lejanas y no lloró.
El viento soplaba con fuerza en la cumbre y le agitó las
trenzas, que volaron a su espalda. Pine Billy y el hijo del
señor Jenkins emprendieron el camino de vuelta por el
sendero. Los podencos y yo estuvimos un rato con Abuela
y nos fuimos.
Esperamos, apostados bajo un árbol, en mitad del sen-
dero, la llegada de Abuela. Atardecía cuando apareció.
Intenté asumir las tareas de Abuelo y las mías. Aunque
puse en marcha el alambique, sé que nuestra mercancía no
era tan buena.
Abuela sacó todos los libros de números del señor Wine
e insistió para que yo aprendiera. Bajaba solo al pueblo y
traía otros libros. Ahora era yo quien leía junto a la chime-
nea mientras Abuela escuchaba y contemplaba las llamas.
Abuela solía decir que yo leía muy bien.
Murió el viejo Rippitt y ese mismo invierno, poco des-
pués, la vieja Maud.
Ocurrió poco antes de primavera. Regresaba del es-
trecho por el sendero de la hondonada y vi a Abuela sen-
tada en el porche trasero, al que había trasladado su me-
cedora.
F ORR ES T CA RTER
332
No me miró cuando salí de la hondonada. Miraba hacia
arriba, hacia el sendero alto. Supe que ella también había
partido.
Se había puesto el vestido naranja, verde, rojo y dorado
que a Abuelo le encantaba. Había escrito una nota, que
prendió a su pecho con un alfiler. Decía:
Pequeño Árbol, debo partir. Del mismo modo que sientes los ár-
boles, aguza el oído cuando escuches. Te estaremos esperando. La
próxima vez será aún mejor. Todo va bien. Abuela.
Entré el cuerpo menudo en la cabaña, lo tendí sobre la
cama y le hice companía todo el día. Blue Boy y Little Red
también la acompañaron.
Por la tarde fui a buscar a Pine Billy, que pasó la noche
con Abuela y conmigo. Pine Billy lloró y tocó el violín. In-
terpretó el viento... la estrella del Can Mayor... las cum-
bres... el nacimiento del día... y la agonía. Pine Billy y yo
sabíamos que los abuelos escuchaban.
Por la mañana preparamos el cajón, la subimos por el
sendero alto y la dejamos al lado de Abuelo. Llevé la vieja
vara matrimonial y enterré las puntas en las piedras que
Pine Billy y yo apilamos en la cabecera de cada sepulcro.
Vi las muescas que le hicieron por mí, justo en el ex-
tremo de la vara. Eran marcas profundas, de felicidad.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
333
Blue Boy, Little Red y yo resistimos aquel invierno... hasta
que llegó la primavera. Entonces me dirigí al desfiladero
colgante y enterré el alambique de cobre. Yo no era un
buen destilador ni había aprendido el oficio como debía.
Sabía que Abuelo se oponía a que lo empleara alguien que
produjera una mercancía de poca calidad.
Cogí el dinero del oficio de destilador de whisky que
Abuela había apartado para mí y decidí dirigirme al oeste,
cruzando las montañas, rumbo a las Naciones. Blue Boy y
Little Red me acompañaron. Una mañana cerramos la puer-
ta de la cabaña y nos fuimos.
Pedí trabajo en granjas, pero no aceptaba si no me
permitían que Blue Boy y Little Red se quedaran conmigo.
Abuelo solía decir que era lo que uno les debía a sus pe-
rros. Eso es verdad.
Little Red cayó en un río helado de Arkansas, en los
montes Ozark, y murió como deben morir los podencos: en
las montañas. Blue Boy y yo llegamos a las Naciones, pero
la nación no existía.
Trabajamos en granjas, en dirección al oeste, y luego en
los ranchos de las llanuras.
Una tarde a última hora Blue Boy se acercó a mi montu-
ra. Se tumbó y no quiso incorporarse. No podía dar un pa-
F ORR ES T CA RTER
334
so más. Lo cogí en brazos, lo puse en la silla de montar y
dimos la espalda al rojo sol poniente del río Cimarrón. Nos
dirigimos al este.
Sabía que marchándome de aquella manera era proba-
ble que no pudiera recuperar el trabajo, pero no me impor-
tó. Había comprado el caballo y la silla de montar por
quince dólares y eran míos.
Blue Boy y yo buscábamos una montaña.
La encontramos antes del alba. No era una gran mon-
taña, sino más bien una colina, pero Blue Boy gimió cuando
la vio. Caminé con él en mis brazos hasta la cumbre, mien-
tras el sol asomaba por el este. Cavé su tumba y Blue Boy
siguió tumbado, mirando a su alrededor.
Aunque no podía levantar la cabeza, me dio a entender
que lo sabía porque levantó una oreja Y no dejó de mirar-
me. Después estreché la cabeza de Blue Boy tumbado sobre
la tierra. Mientras pudo me lamió la mano.
Al cabo de un rato murió y apoyó la cabeza en mi bra-
zo. Lo enterré bien hondo y cubrí su tumba de piedras pa-
ra protegerlo de los animales.
Supuse que, con su sentido del olfato, probablemente
Blue Boy ya había recorrido la mitad del camino hacia las
montañas.
LA ES TRELLA DE LOS CHEROQU Í ES
335
No tendría la menor dificultad para reunirse con Abue-
lo.
F ORR ES T CA RTER
336
280
280
1. MARCO PALLIS ¿Los Hábitos Hacen al Monje?
2. FRITHJOF SCHUON Del Sentimiento
3. TITUS BURCKHARDTEl Amor Caballeresco
4. MAESTRO ECKHART El Hombre Noble
5. A. K. COOMARASWAMYEl Vedanta y la Tradición Occidental
6. RENÉ GUÈNON
Sobre el Esoterismo Islámico y el Taoísmo
7. H. SADDHATISSA
Introducción al Budismo
8. J. C. COOPERLo Natural. El Arte
9. VALMIKIHistoria de la Reina Chudala
10. SEYYED HOSSEIN NASR. ¿Qué es Tradición?
11. SRI RAMAKRISHNAEl Hombre y el Mundo
12. TITUS BURCKHARDT
Psicología Moderna y Sabiduría Tradicional
13. TITUS BURCKHARDT Cosmología Perennis
14. FRITHJOF SCHUON Tener un Centro
15. INAZO NITÖBE El Bushido
16. JAKOB BOEME Teosofía Revelada
17. MARTIN LINGS ¿Qué es el Sufismo?
18. FRITHJOF SCHUONPilares y Estaciones de la Sabiduría
19. RENÉ GUÈNONEl Sagrado Corazón y la Leyenda del Santo Graal
20. FRITHJOF SCHUONEl Problema de la Sexualidad
21. SEYYED HOSSEIN NASREl Redescubrimiento de lo Sagrado
22. ARTHUR OSBORNELas Enseñanzas de Bhagavân Srî
Ramana Maharshi
23. SEYYED HOSSEIN NASR ¿Quién es el Hombre?
24. FRITHJOF SCHUON Comprender el Esoterismo
25. FATIMA JANE CASEWITEl Feminismo Moderno a la Luz de los Conceptos Tradicionales de la
Feminidad
26. La Enseñanza de BUDA Dharma
27. La Enseñanza de BUDA El Camino de la Práctica
28. RAMA P. COOMARASWAMYEl Bhagavad Gîtâ;Introducción para el Lector Occidental
29. FRITHJOF SCHUONEl Esoterismo Quintaesencial del Islam
30. VLADIMIR LOSSKY La Vía de la Unión
31. MARCO PALLISAnatta (La Divinidad Inmanente)
Fundación de Estudios Tradicionales, A. C.
Títulos Publicados
32. FRITHJOF SCHUONPrincipios y Criterios del Arte
Universal
33. ANÓNIMORelatos de un Peregrino Ruso
34. ANÓNIMO Relatos de un Peregrino ruso
35. MAESTRO ECKHARTLa Imagen Desnuda de Dios
36. MAESTRO ECKHART Dios y Yo Somos Uno
37. ANANDA K. COOMARASWAMY La Filosofía del Arte Cristiana Oriental o Verdadera
38. EVAGRIO PÓNTICO Y OTROSLa Filocalia de la Oración de Jesús
39. TITUS BURCKHARDTReflexiones sobre la Divina Comedia
de Dante, Expresión de la Sabiduría Tradicional
40. FRITHJOF SCHUON Modos de la Oración
41. SEYYED HOSSEIN NASR Algunos Principios Metafísicos Pertenecientes a la Naturaleza
42. ELIZABETH COATSWORTH El Gato que Fue al Cielo
43. FRITHJOF SCHUON Racionalismo Real y Aparente
44. FRITHJOF SCHUONDe las Virtudes Espirituales
45. ANANDA K. COOMARASWAMY
El Budismo
46. TITUS BURCKHARDTCiencia Moderna y Sabiduría
Tradicional
47. RENÉ GUÈNONEl Reino de la Cantidad y los
Signos de los Tiempos
48. RENÉ GUÈNONCiencia Sagrada y Ciencia Profana
49. TITUS BURCKHARDT
El Origen de las Especies
50. EPICTETOEnquiridión (Manual de Vida)
51. RENÉ GUÈNONDel Racionalismo a la Mitología
Científica y su Vulgarización
52. RENÉ GUÈNONLa Confusión de lo Psíquico con lo
Espiritual
53. PLATÓNApología de Sócrates
54. D. T. SUZUKI Budismo Zen
55. JAKOB BOEHMEDel Cielo y del Infierno
56. FRITHJOF SCHUON El Islam
57. FRITHJOF SCHUONTrascendencia y Universalidad del
Esoterismo
58. AMRITA ANANDAMAYIPara mis Hijos; Enseñanzas
Espirituales
59. TITUS BURCKHARDTEsoterismo Islámico; (Primera parte)
La Naturaleza del Sufismo
60. JAKOB BOEHME Confesiones
61. TITUS BURCKHARDTEsoterismo Islámico: (Segunda parte)
Fundamentos Doctrinales
62. TITUS BURCKHARDTEsoterismo Islámico: (Tercera parte)
La Realización Espiritual
63. PLUTARCO Alejandro
64. PLUTARCO Julio César
65. FRITHJOF SCHUON Cristianismo e Islam
66. AA.VV.Relatos y Cuentos Tradicionales
67. PATANJALI Yoga Sutras
68. GUSTY L. HERRIGEL El Camino de las Flores
69. MARIO MEUNIER La Leyenda de Sócrates
70. CUENTOS DE LA INDIA
71. LAO TSE Tao Te King
72. BHAGAVAD GITA
73. DANTE ALIGHIERI Las Cuatro Edades de la Vida Humana
74. ANNAMALAI SWAMY Preguntas y Respuestas
75. FORREST CARTER La Estrella de los Cheroquíes
Vincit Omnia Veritas La Verdad lo Vence Todo
Fundación de Estudios Tradicionales, A. C.
LIBRERÍAFrancisco I. Madero No. 320-2, Centro, León, Gto.
Teléfono: 477-716-63-85 [email protected]
Hinduismo - Cristianismo - Taoísmo - Budismo Zen - Judaísmo - Islam
Tradición - Cosmología - Simbolismo Esoterismo - Metafísica - Filosofía - Literatura
Cuentos de Oriente - Musicoterapia