Ayquina una fiesta religiosa en medio del desierto

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1 UNIVERSIDAD DIEGO PORTALES FACULTAD DE COMUNICACIÓN Y LETRAS ESCUELA DE PERIODISMO AYQUINA Una fiesta religiosa en medio del desierto JORDAN IGNACIO JOPIA ASTORGA LUIS MARIO VENEGAS BERTHELON Tesina para optar al grado de Licenciado en Comunicación Social Profesor Guía: Patricio Jara Santiago, Chile 2010

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UNIVERSIDAD DIEGO PORTALES FACULTAD DE COMUNICACIÓN Y LETRAS

ESCUELA DE PERIODISMO

AYQUINA

Una fiesta religiosa en medio del desierto

JORDAN IGNACIO JOPIA ASTORGA

LUIS MARIO VENEGAS BERTHELON

Tesina para optar al grado de Licenciado en Comunicación Social

Profesor Guía: Patricio Jara

Santiago, Chile

2010

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A la comunidad de Ayquina, que durante los días de la fiesta nos abrió las puertas de

su pueblo. En lo recóndito del desierto nos llenamos de magia, alegría y un pedazo de su

celebración se coló en nuestro equipaje y corazón.

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Agradecimientos

A nuestras familias por creer en este viaje que muchos consideraban una aventura

juvenil. Queremos agradecer a Francisco, “El Chico”, que en ningún momento dudó en guiar

nuestra caminata por el desierto, a pesar de todas las peripecias que debimos enfrentar.

También damos las gracias a Gonzalo Díaz, que con su cámara nos ayudó a retratar la

magia de la fiesta. No podemos dejar de mencionar a Eduardo Aguirre, “El Mono”, que junto

a su familia nos abrió las puertas de su hogar y nos cobijó en el pueblo.

No habríamos podido comprender la esencia y la historia de Ayquina si no hubiera

sido por Alexis Cabrera, quien no sólo nos dedico su tiempo, sino también sus profundos

conocimientos sobre la fiesta.

Finalmente, a nuestro profesor guía, quien desde el principio confió en nosotros y en

esta historia. Por su compromiso, por infundirnos conocimientos, ánimo y por pulir nuestra

pluma, muchas gracias.

A todos quienes hicieron posible este trabajo, nuestros más sinceros

agradecimientos.

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Resumen

Durante 15 horas caminamos por el desierto de Atacama para llegar hasta Ayquina,

un pueblo ubicado al interior de Calama, donde descubrimos una fiesta llena de mística,

sacrificio y fe.

Cada 8 de septiembre se realiza la ceremonia religiosa cultural más masiva de la

segunda región. Durante una semana vivimos la veneración que peregrinos, bailes

religiosos y devotos rinden a la Virgen de Guadalupe de Ayquina. Por estos días intentamos

comprender qué motiva a más de 30 mil personas a acudir a un pueblo que durante el año

parece fantasma.

En esta crónica ambos autores buscamos retratar los aspectos más relevantes de la

celebración, a través de nuestras propias experiencias en el pueblo y de relatos de quienes

participan en la fiesta de Ayquina.

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Índice

Página

• Presentación……………………………………………………………….….. 6

• Capítulo 1

Antes de partir……………………………………………………………….… 7

• Capítulo 2

Viernes 3 de septiembre……………………………………………………... 14

• Capítulo 3

Sábado 4 de septiembre…………………………………………………….... 18

• Capítulo 4

Domingo 5 de septiembre…………………………………………….………. 27

• Capítulo 5

Lunes 6 de septiembre………………………………………………………… 32

• Capítulo 6

Martes 7 de septiembre……………………………………………………..… 41

• Capítulo 7

Miércoles 8 de septiembre…………………………………………………… 46

• Capítulo 8

Jueves 9 de septiembre………………………………………….…………… 53

• Capítulo 9

Viernes 10 de septiembre…………………………………………………….. 58

• Bibliografía……………………………………………………………………… 62

• Anexos………………………………………………………………………….. 63

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Presentación

La fiesta de la Virgen de Guadalupe de Ayquina se desarrolla en la Provincia de El

Loa, en la Región de Antofagasta, que comprende las comunas de Calama, Ollagüe y San

Pedro de Atacama. Se ubica entre los 21º y 26º de latitud sur, en pleno límite de la

depresión intermedia y la frontera con Bolivia y Argentina. Las celebraciones se efectúan en

medio de la precordillera, a 3100 metros sobre el nivel del mar. Es una zona que se

caracteriza por la presencia del altiplano, que se halla entre los 4000 y 4100 metros y donde

el termómetro puede variar su temperatura hasta en 40 grados. Por el día el calor alcanza

fácilmente los 20 y en la noche puede descender a la misma temperatura, pero bajo cero.

Esta es la crónica de la fiesta. Un relato testimonial a dos voces que comienza en

Santiago y termina en Calama, después de estar en Ayquina una semana durante la

celebración que venera a la Virgen de Guadalupe.

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Capítulo 1:

Antes de partir

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JORDAN:

Han pasado cinco años desde la última vez que estuve en Ayquina. En aquel

entonces estaba en cuarto medio y viajé con mi primo sólo por el día 8 de septiembre, que

es cuando ocurre la fiesta. Si bien desde niño había asistido a la celebración, con el pasar

de los años mi visita se hizo cada vez más acotada. Quizá el hecho de que me inscribieran

en un baile religioso, siendo niño y sin tener mucha noción de lo que implicaba la fiesta, fue

mermando mi entusiasmo. Me sentía obligado a asistir.

Mi infancia visitando Ayquina, sin embargo, fue muy entretenida, cargada de

aventuras que sólo los niños saben disfrutar. Todo empezaba en el bus. En aquel entonces

pertenecía al baile Campero, que es prácticamente un baile familiar, y para el cual se había

convertido en una tradición orar a la salida de Calama, antes de emprender el viaje.

Pedíamos que todo resultara bien, viajábamos cargados de fe y de deseos que cada quien

guardaba en lo más recóndito de sí mismo.

Los viajes eran una aventura. El camino estaba pavimentado sólo hasta Chiu Chiu y

por el costado de la carretera era común ver a los cientos de peregrinos caminando con

mochilas enormes por plena pampa. Una vez que pasábamos por este pueblo el bus se

llenaba de tierra. En ese entonces yo era asmático, viajaba con mascarillas que traía mi

abuelo desde el hospital de Chuquicamata y en el bolso no podía faltar el inhalador.

Recuerdo que en las cortinas del bus siempre iban colgados los trajes en sus respectivas

fundas de nylon. Era impensable imaginar plancharlos en Ayquina ya que con suerte había

luz eléctrica por las noches.

Antes de terminar el recorrido había un rito que varios integrantes del baile

cumplíamos. A la entrada del pueblo se encuentra el llamado Sifón del Diablo. Es un camino

formado en torno a una quebrada y por donde los vehículos bajaban por el faldeo del cerro

hasta el río y luego volvían a subir. El camino era tan angosto que los automóviles debían

pasar en una sola dirección. Más de uno cayó al precipicio. Ciertos miembros preferían

hacer este recorrido a pie. No sé si por tradición o más bien por temor a enfrentar aquella

quebrada sobre el vehículo. La bajábamos corriendo y la subíamos a duras penas. Mis

primos grandes siempre llegaban de los primeros arriba y mis tías, las más miedosas, al

final, pidiendo agua y tosiendo como enfermas.

A 75 kilómetros al noreste de Calama se encuentra Ayquina. Un pueblo silencioso en

medio de una quebrada desértica. Sus ciento cincuenta habitantes viven gracias a la

agricultura, el ganado y la infatigable fe en su Virgen. Es precisamente por esto, que cada 8

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de septiembre el pueblo se viste de fiesta. Más de 30 mil personas se congregan a lo largo

del poblado y a través de oraciones, danzas, cánticos y colores conmemoran a la Virgen de

Guadalupe de Ayquina. La misma que el 15 de mayo de 2002 fue quemada en un confuso

incidente que jamás arrojó responsables.

En Ayquina, lo primero que hacíamos era limpiar la habitación del baile donde

dormíamos quienes no teníamos dónde llegar, además de los músicos de la agrupación. Un

lugar de unos cuarenta metros cuadrados, con techo de paja y vigas hechas de cactus.

Servía como dormitorio, cocina y centro de reuniones. Una pieza pequeña, pero cálida.

El baile tenía dos turnos al día, donde debía presentar su comparsa en la plaza del

pueblo. Nunca superamos los veinte bailarines, por ende compartíamos espacio con otras

agrupaciones. Siempre rogábamos que no nos tocara al lado alguno que tuviera banda

musical, pues nuestros instrumentistas eran escasos y en muchas ocasiones no lográbamos

escuchar el son de nuestras cajas y tambores, por lo que perdíamos el ritmo.

En los ratos libres, los niños subíamos hacia lo alto de la quebrada y jugábamos a

apuntarle con piedras a botellas que habíamos acomodado un par de metros más allá. El

que más botaba, ganaba. No había premios materiales, sólo el placer de sentirse vencedor y

poner fin al juego para luego recorrer los alrededores del pueblo. Pasábamos por los

mataderos de llamas, donde íbamos en busca de patas que usábamos como parte de la

indumentaria del baile. Era una especie de representación del campesino. El viejo

cementerio también fue parte de nuestras aventuras. Nos llamaba la atención que hubiera

uno en el medio de la nada. Otro lugar que no podía pasar inadvertido era el valle del

pueblo. Había gente que acampaba allí durante los días de la fiesta, otros se bañaban en su

laguna de agua verdosa proveniente de una cascada. Había plantaciones de zanahorias y

choclos. Nos gustaba recorrerlas. Dejamos de ir a ese lugar cuando comenzaron a cobrar

por transitarlo. Durante los días de la fiesta todo se negociaba.

La feria que se ubicaba a lo largo de la entrada al poblado tenía de todo: comida,

juegos, yerbas medicinales y objetos para llevar de recuerdo. Mi juego favorito era la pesca

milagrosa y un tiro al blanco que prometía 60 mil pesos a quien apuntara los cinco disparos

al centro. No sé cuánto dinero habré gastado, pero nunca gané ni un peso.

Cuentan mi madre y mi familia que a los veinte días de nacido mis posibilidades de

vivir eran escasas. Nací con el corazón más grande de lo normal. Sufría de sueño súbito,

dormía días casi completos y en cualquier momento podría no volver a despertar jamás. Me

bautizaron en el hospital y entonces una tía propuso entregarme a la Virgen de Ayquina. Mi

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madre tomó uno de mis mamelucos y le tejió un corazón a La Chinita, el cual luego se

transformó en el porta alfileres de la Virgen, siendo parte recurrente de su indumentaria.

Aquí, entonces, comenzó esta historia.

No existe certeza absoluta sobre el relato que da vida a las leyendas que rodean a

Ayquina. Los documentos de la Iglesia datan de 1646 y la historia tradicional cuenta que en

uno de los viajes españoles, el soldado Juan Navarro, que huía de los indígenas que

habitaban esta zona, tuvo que abandonar su equipaje, dejando escondida en una cortadera

(planta conocida como “cola de zorro”) la imagen de la Virgen de Guadalupe de Cáceres.

Así, una de las leyendas cuenta que tras la Guerra del Pacífico un niño de nombre Casimiro

Saire, proveniente del poblado de Turi, solía pastorear su rebaño cerca de las cortaderas.

En este lugar vivía una mujer, y el pequeño acostumbraba a jugar con el hijo de ella. Por lo

mismo, se le pasaban las horas, perdía el rebaño y retornaba tardíamente a su hogar. Ante

las prolongadas ausencias, los padres del niño se preocuparon y decidieron comprobar la

veracidad de sus relatos. Un día 8 de septiembre lo siguieron. A la distancia notaron que

efectivamente jugaba con un niño. Al acercarse al lugar, éste y su madre desaparecieron.

Sólo encontraron la imagen de la Virgen de Guadalupe.

Los padres de Casimiro decidieron llevar la figura hasta la capilla de Turi, pero

repentinamente desaparecía una y otra vez para retornar al lugar donde había sido hallada.

Entonces optaron por instalar allí el santuario que perdura hasta la actualidad. Ayquina le

llamaron, porque cuando el pastorcito Casimiro Saire señaló el lugar donde había

encontrado la imagen dijo: “Aquí nah”.

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LUIS MARIO:

Quedan dos semanas para que nos vayamos a Ayquina. Iré con Jordan Jopia un

compañero y amigo de facultad que me había invitado dos años atrás. Iré por primera vez a

la fiesta que venera a la Virgen de Guadalupe en el norte de Chile. También conoceré

lugares como Calama, Chiu Chiu y el desierto de Atacama. Sí, el desierto más árido del

mundo. Partiré caminando desde Calama. Como si fuera un peregrino más. Recorreré 24

horas junto a varios feligreses y aventureros que rinden culto a La Chinita. Pasaré por el

Puente del Diablo, rozando la muerte entre animitas en la carretera, para finalmente llegar a

la quebrada y al santuario. Pero, ¿Por qué voy? Mi motivación principal es conocer el

verdadero espíritu que tiene la fiesta y comprobar en todo sentido por qué en un pueblo

donde viven ciento cincuenta habitantes, cada 8 de septiembre llega una multitud de 30 mil

personas. Indudablemente llegaré a un sitio inhóspito, seco, desolado y vulnerable.

Cambiaré la ciudad y lo material por lo rural y natural, pero, por sobre todo, iré a un pueblo

ciento por ciento espiritual y religioso. A pesar de que acostumbro a caminar, lo que más me

gusta es aventurarme a estar. Conocer in situ. Involucrarme con personas desconocidas y,

por supuesto, buscar lugares tranquilos, donde el silencio sea el principal argumento para

encontrarme conmigo mismo. A la vez, aprenderé y conoceré los ancestros terrenales y

espirituales de indígenas atacameños, base de costumbres y tradiciones milenarias que

forman e identifican a este país desde la llegada de los españoles.

El norte. Lugar místico y único. Ayquina. Una fiesta motivada por la fe y la esperanza.

¿Por qué le bailan a la Virgen? ¿Herencia? No lo sé ¿Qué tendrá la fiesta de Ayquina? Que

todo esto ocurra a 3100 metros de altura la hace única, inigualable, fantástica y mágica.

Comenzaremos por Calama, ciudad que me parece más bien aburrida. Aunque

tengo referencias por montón: que encontraré todos los placeres que quiera: si quiero sexo

lo tendré con una prostituta, si quiero alcohol y emborracharme me sentaré en una shopería,

si quiero comprar alguna droga dura preguntando a cualquier persona la conseguiré, pero

tengo claro que son sólo especulaciones. Sé, además, que iré a una zona donde la minería

es el sueldo de Chile; y que por ser todo muy caro me gastaré todo mi dinero ahorrado.

Calama actualmente tiene importantes problemas sociales: un índice de desempleo que

alcanza el 9,5 por ciento (la media nacional es 8,8); la tasa más alta de suicidios desde

inicios de la década pasada, con sobre 20 casos por año; más de 600 personas infectadas

de sida (de 13 mil diagnosticados en todo el país), un consumo de alcohol que supera en un

110 por ciento la media anual a nivel país y una estimación, para este año, de cuatro mil

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inmigrantes radicados en la ciudad, sin contar los tres mil extranjeros ilegales sólo

provenientes de Bolivia. Pese a eso, mi sueño es conocer una ciudad donde mi abuelo

siempre decía que “el sol quema de día y el frío mata por las noches”.

En la antigüedad, a Ayquina llegaban a venerar a la Virgen desde algunas zonas de

Argentina y Bolivia, pero la devoción de los bailes religiosos proviene de Sucre, cuando el

litoral dependía del Arzobispado de La Plata. A estas agrupaciones se integra por un deseo.

Cada bailarín danza en pago de una promesa. Cada baile tiene sus propias reglas de

disciplina para llevar todo en orden. Una vez que se colocan su traje no pueden fumar ni

beber alcohol. Las mujeres no pueden maquillarse. Los costosos atuendos son bendecidos

y muy respetados. Cada traje puede llegar a costar 100 mil pesos. Hay bailarines que

ocupan hasta cuatros trajes. Los conjuntos cuentan con un jefe llamado caporal, quien dirige

a los bailarines. Además, hay una persona que lleva el estandarte, que es la encargada de

guiar, señalando el camino a la banda. Actualmente son 45 grupos de bailes religiosos los

que acuden a Ayquina.

Yo, Luis Mario Venegas Berthelon, nací en Venezuela hace 22 años. Salí al mundo

un minuto antes que mi hermano gemelo a las 22.37 horas. Inmediatamente fui llevado de

urgencia para que me operaran debido a que me encontraron una hernia diafragmática. Los

pronósticos eran desesperanzadores. Presenté tres paros cardiacos cuando introdujeron las

asas intestinales en mi abdomen. Era un puzzle humano, mis pulmones no funcionaban

óptimos y tuvieron que abrirme para armarme de nuevo. Sólo había un uno por ciento de

posibilidad de salvarme. Si quedaba vivo, lo más probable es que no iba a poder moverme,

ni hablar. Sin embargo, de diez casos, fui uno de los dos bebés que se salvaron ese año en

Caracas.

Apenas nací me bautizaron unas monjas españolas por si las moscas. También se

dice que fui un milagro de Dios y que San Gregorio- equivalente al Padre Hurtado en Chile-

me protegió. Una estampita del santo fue la evidencia que las enfermeras de la clínica

dejaron dentro de la incubadora en la cual estaba, mientras permanecí 21 días anestesiado

y conectado a un ventilador.

Posteriormente en Chile, tuve tres acercamientos profundos con la religión católica:

me bautizaron oficialmente, hice la primera comunión y aún más, a los 17 años realicé la

confirmación. Sin embargo, hoy ya no voy a misa y no me interesan las religiones. A ratos

me considero agnóstico. Más bien, ateo. Sólo creo en lo que veo en las intenciones de las

personas. Me gusta la naturaleza y mi Dios es el sol.

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No tengo listo el bolso que llevaré. Apenas he visto un mapa del lugar. Presiento con

lo que me podré encontrar, pero que no conozco en realidad. Sólo sé datos generales

buscados en Internet. Datos como que “la fiesta de Ayquina data de 1646…”; “en Ayquina

viven 70 personas… y para esa oportunidad llegan cerca de 70 mil”, etcétera, etcétera,

etcétera. Sólo tengo como periodista una grabadora y una cámara fotográfica listas.

Mientras los caporales ya se preparan desde julio para el día 8, yo trabajo para juntar la

plata que me llevará a Ayquina. Sé que tengo que vivir para contarlo. Por ahora, hay dos

cosas fundamentales para la ruta: unos zapatos adecuados para caminar y mentholatum por

si se me parten los labios.

En Ayquina, el tributo a la Pachamama y a la naturaleza es constante. Antes de

celebrar a La Chinita, se produce en junio el enfloramiento del ganado. Los dueños de casa

ponen sobre las orejas de sus llamas y alpacas flores hechas de lana. Posteriormente se

hace un sahumerio purificador al interior del corral y se celebra comiendo un cordero o

llamo. Es un culto imploratorio para que envíe fertilidad a su ganado y lluvia que permita

crecer la vegetación que los alimenta en medio del desierto.

También se realiza, una vez terminada la veneración a la Virgen, la limpia de canales

a mediados de septiembre. Antes del rito, se pide el permiso a los ancestros. Hay capitanes

y un puricamán (“el que sabe más”) quienes durante todo el día se dedican a limpiar las

acequias. Al terminar la faena se da paso a los vasos de vino y la chicha para brindar.

Antiguamente, la celebración culminaba con el acto sexual en la fuente de donde manaba el

agua, como una forma de fecundar algo tan escaso en esta zona.

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Capítulo 2:

Viernes 3 de septiembre

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LUIS MARIO:

Luego de viajar por más de 20 horas en bus, es evidente que el culo lo tienes

cuadrado. Tan así que ya ni se siente. Salimos a eso de las 16.30 horas de ayer desde el

terminal San Borja en Santiago y después de ver arena seca y caliente constantemente, lo

que más asombra es “La mano del desierto” de Mario Irarrázaval. Por la noche dormí. Por el

día sólo imaginaba el calor que habría ahí fuera. El sol como siempre es el mejor empleado

del universo, pocas veces falla. El silencio no lo logro apreciar. El viento fresco y limpio no lo

siento. Sólo oigo a un señor gordo y viejo toser y las turbinas del bus que mezclado con el

aire acondicionado me convierten en un observador estático frente a la ventana.

Cuando uno entra a Calama se ven puntos diminutos de colores expandidos en el

desierto. Son casas pequeñas. Las banderas chilenas instaladas en sus techos dan la

sensación de que el calameño se siente orgulloso de pertenecer a esta tierra, antes

boliviana. No hay casa, empresa, supermercado o vulcanizadora que no tenga la blanco,

azul y rojo. Aquí el mes de la patria se vive con orgullo, es tierra suya, colonizada por ellos.

Hay un sentimiento nacional y patriótico que sólo se ve en los barrios populares de esta

ciudad. Da la sensación de que todo el mundo exclama: “miren, yo soy chileno y me siento

orgulloso”.

El sol aturde. Las mochilas pesan. Estamos mareados. Mejor dicho, estamos

norteados. Calama, poco pasto y mucho cemento. El sol rebota tan fuerte que agota la

mirada y genera una sensación de calor abrumador y sofocante, que se detiene sólo al caer

la tarde. Poco a poco el cielo se vuelve naranja y aparece la brisa fresca del viento que

ingresa a los pulmones con tal magnitud que hace que apriete a cada rato las mandíbulas.

La noche se aproxima y Jordan me sugiere que me abrigue con gorro, parka y guantes. De

lo contrario, es muy probable que me resfríe.

JORDAN:

Una vez más en mi tierra. Este suelo nortino del que tanto se quejan los forasteros,

pero que gracias a los altos sueldos de la minería permite llenar sus bolsillos. Calama, una

ciudad donde la diversión y las oportunidades escasean para los jóvenes. La ciudad de las

cuatro “p” como le llaman sus habitantes: polvo, plata, prostitutas y perros. Bajo estos

conceptos se resume hoy a la tierra de sol y cobre.

Muchos de mis compañeros santiaguinos creen que en Calama todos los habitantes

se conocen entre ellos, como en una aldea, pero al contrario de lo que imaginan, aquí

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habitan unos 138 mil habitantes según el último Censo. La ignorancia de algunos llega a tal

nivel que una vez me preguntaron si teníamos llamas o guanacos como mascotas. Qué

rabia. Esta es una ciudad que funciona como centro de operaciones para las mineras. Aquí

siempre hay gente trabajando mientras otros duermen. Con turnos de ocho horas diarias los

trabajadores mineros hacen que este país se mueva. Acá se trabaja las 24 horas del día, los

365 días del año, sin parar. Y cuando la mina se detiene, todos tiemblan.

Pero los mineros no son los únicos que trabajan en horario nocturno. La bohemia

calameña es conocida por sus shoperías y cafés con pierna donde lo que menos se vende

es café. En una zona donde el dinero no escasea es fácil que éste se pierda entre los

placeres que sólo la noche sabe ofrecer. Alcohol y mujeres son la mezcla perfecta para

despilfarrar lo que tanto cuesta ganarse. Pero este gusto no es propio del calameño nacido y

criado en esta zona. Es más bien una costumbre que han adoptado los trabajadores que

vienen desde otras ciudades y que encuentran en estos centros nocturnos una forma de

amainar la soledad, un precio por estar lejos de sus familias en busca de un mejor futuro.

Calama, el punto de partida rumbo a Ayquina. Nuestro próximo destino. El mismo

lugar donde algunos de los que gozan de los placeres que el dinero les permite obtener,

llegarán en busca de esa paz espiritual que perdone sus pecados.

LUIS MARIO:

Entre las tres y las cuatro de la tarde en las calles de Calama no hay mucha

locomoción colectiva. Tampoco taxis. No quería conocer el mall de la ciudad, así que fuimos

a recorrer el centro. Lo que más llama la atención es la cantidad de shoperías y cafés con

pierna que invaden la ciudad. En la puerta de los locales, la mayoría con nombres exóticos o

femeninos, se encuentran hombres vestidos formalmente que te ofrecen el menú y los

precios para que te sientes. Incluso te abren la puerta, que por lo general está polarizada

con vidrios negros, para que veas a las escotadas bailarinas.

Yo quiero una cerveza bien helada. Jordan me dice: “no te puedes ir de acá, sin

haber entrado a una shopería”. Yendo por la calle Ramírez, que es como el Paseo Ahumada

de Santiago, aunque en menor proporción, llegamos y entramos al famoso “Che Carlitos”.

Una shopería muy conocida por la mayoría de los calameños. Al ingresar observo señores

de edad que piden y toman cerveza Escudo o Cristal. Nos sentamos e inmediatamente una

señorita morena, maquillada como muñeca, con pelo castaño largo y ojos achinados nos

toma el pedido: dos Escudo de medio bien heladas. Me llama la atención que anden

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vestidas de huasas con la falda hasta los talones y una blusa ajustada que les tapa sus

pechos. Así y todo, son muy coquetas. Llevamos dos horas adentro. Son cerca de las nueve

de la noche y luego de discutir largamente por dinero y trabajo cuatro peruanos abandonan

el lugar borrachos. A los pocos segundos entra un viejito vagabundo que no tiene dientes y

nos pide una moneda o cerveza estirando la mano. Al no ver respuesta, pregunta a la mesa

siguiente.

En la calle, mientras esperamos la micro de vuelta a la casa de Jordan, me di cuenta

de que no hay tanta droga como pensaba, o al menos no me percaté de su presencia.

Tampoco me topé con prostitutas por montón como me decían algunos prejuiciosos

santiaguinos. De hecho, en la capital pasan y se ven cosas aún peores que acá.

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Capítulo 3:

Sábado 4 de septiembre

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LUIS MARIO:

Suena el despertador a las seis de la mañana y reviso la mochila que llevaré en mis

hombros para la caminata. Quizás sea la última vez que vea la hora en varios días. Llevo

poca ropa, un bloqueador, mi cuaderno, mi cámara y una linterna.

Cerca de las ocho de la mañana nos reunimos con quien será nuestro compañero y

guía de viaje. Francisco, tiene mi edad y es amigo de infancia de Jordan. Estudia educación

física y participa en un grupo de cheerleaders en Antofagasta. Aunque no mide más de un

metro y medio y aparenta tener 15 años, su físico se ve resistente. Es una especie de

“Mogli”, pero del desierto. Durante el año pasado, para esta misma oportunidad “El Chico“,

junto a dos amigas caminó por la misma ruta, por lo tanto se la conoce al revés y al derecho.

Creo que no deberíamos tener mayores complicaciones hacia Ayquina.

Todos llevamos un jockey para cubrirnos del sol y lentes oscuros para descansar la

vista. A medida que vamos saliendo de Calama se ven grupos de peregrinos en las

esquinas rezando en conjunto, rogando que les vaya bien para llegar sanos y salvos. Nos

disponemos a caminar en hilera. Francisco va primero, Jordan al medio y yo tercero. Se ven

pocos autos en las calles. Casas completamente cerradas. La ciudad queda vacía. Por lo

menos más que ayer.

JORDAN:

Años viviendo en esta tierra. Años que viajé hasta Ayquina a venerar a la Virgen.

Años en los que he conocido la dureza del clima árido y seco. Años aquí y esta es recién la

primera vez que cruzo el desierto caminando. De niño siempre quise hacerlo, pero mis

padres, sobreprotectores, me lo impedían. Esto apenas comienza y ya tengo ganas de

llegar. ¿Lo lograremos tal como lo pensamos? No lo sé. Lo único que me preocupa es que

nuestros cuerpos resistan y que mi compañero no se apune. Es lo peor que le podría ocurrir

en el desierto.

LUIS MARIO:

Ha pasado media hora desde que partimos. El sol pega con todo. Esta primera parte

de la caminata entre Calama y Chiu Chiu está pavimentada. De hecho la ruta 69 fue

remodelada excepcionalmente por la municipalidad para esta fecha. La Dirección Regional

de Vialidad invirtió dos mil millones de pesos, incluyendo el arreglo de la ruta 65, que une el

pueblo de Lasana con Ayquina. Hay dos maneras muy distintas de llegar. Una es caminar y

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la otra es por auto o micros que llevan pasajeros por tres mil pesos. Una es muy lenta y la

otra es muy rápida. Por la primera opción te demoras 20 horas, y por la otra cerca de una

hora y media.

Estamos en medio de valles arenosos. Al caminar se observa una serie de tortas,

montoneras grandes que se juntan por la excavación de hoyos profundos para extraer uno

de los minerales más preciados de la región; el cobre.

“Oye ¿Tú crees que te la puedas?”, me pregunta “El Chico” con cierta ironía y

mirando a huevo mis condiciones físicas.

“Sí”, digo seguro.

“Porque ustedes llegaron ayer y quizá no te has adaptado bien al clima de Calama”.

“Puede ser. Pero la verdad es que venimos con ganas para estar estos días. Eso es

lo importante”, contesto.

Le ofrezco bloqueador solar y

moviendo la cabeza me dice que no. Con una

vez le basta para cubrirse del sol. Riéndose

de forma picaresca me advierte: “échate harto

porque tú eres blanquito”. En realidad soy una

pantruca en medio del desierto. Claramente la

mayor parte de la población de Calama se

caracteriza por tener una tez morena, una

estatura promedio de un metro y sesenta

centímetros, los ojos rasgados y pequeños, al

igual que sus manos. Éstas, la mayoría de veces, son duras y ásperas; dan la sensación

que desde que nacen, tanto el clima y en ocasiones el trabajo forzado, hacen que se formen

resistentes a todo.

Comienzo a sentir el silencio del desierto. No hay nadie más a nuestro alrededor. La

verdad es que pensé que habría más gente. Al parecer varios han partido. O tal vez irán en

auto más cómodos y sólo por el día 8. Caminando hacia el norte se observan dos volcanes

que serán nuestra brújula en la caminata.

San Pedro y San Pablo, se muestran imponentes acompañados por la inmensidad

del cielo claro y limpio con pocas nubes. Pareciera ser un cuadro realista. Están ubicados en

plena Cordillera de Los Andes y uno es continuidad del otro. Parecen verdaderos siameses

de la naturaleza.

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El sol comienza a quemar. Francisco da vueltas simulando ser un chinchinero y

Jordan saca fotos, quedando atrás del grupo. Yo no transpiro. Hay un viento fresco

esporádico, pero necesario para continuar caminando. El agua de mi mochila ya está tibia y

la que me eché en el pelo se evaporó en cuestión de segundos. Al llegar a la primera gruta,

nos encontramos con una pareja de pololos. Tienen cerca de 30 años y están sentados a la

sombra, en silencio. Nos saludamos y al rato ellos continúan su camino. Aquí hay cerca de

20 nombres y fotos que recuerdan niños fallecidos en anteriores años. Me empiezo a olvidar

del tiempo y el concepto de muerte comienza a revolotear mi cabeza.

No tengo idea qué hora será. Mis sentidos están más activos. Me siento pleno y libre.

Nada me detiene. Como humano somos nada frente a la majestuosidad del desierto. Soy un

convencido de que uno es quien tiene que explorar, descubrir y acercarse a través de sus

instintos hacia dónde quiere llegar. Estoy sin agendas, sin mapas, dispuesto y expuesto a la

aventura. Me siento un ciudadano que recorre lugares sin pasaporte y mientras camino a

pata por el desierto -que es más bien una parrilla y yo un bistec recocido- tengo ansias de

descubrir nuevas miradas, lenguajes y acentos. La verdad es que las cosas que involucran

seres humanos no me son ajenas -es algo imposible- y por lo tanto, no me asustan. Me

propuse caminar por el desierto como quien deja el destino a la suerte. La ruta es lo de

menos, lo importante es llegar. “Nunca se llega tan lejos como cuando no se sabe adónde

se va”, dice Goethe.

“NO SE DETENGAN, SIGAN CON FUERZA”, “ESPÉRANOS VIRGENCITA QUE

LLEGAREMOS A TI”, ”SIGUE ADELANTE”, son mensajes anónimos escritos en el

pavimento con pedazos de yeso desprendidos de las orillas de la carretera. Alientan a seguir

fuertes en el camino. Autos y camiones nos tocan la bocina y nos saludan alegremente

apenas pasan por al lado nuestro. Nos acercamos de pronto a una especie de kiosco

encarpado, donde hay un estanque gigantesco con 6000 litros de agua. Se trata del primer

tambo como los denominaré yo de aquí en adelante. Me siento como un chasqui, quienes

eran verdaderos atletas y mensajeros durante el auge del Imperio Inca.

En el tambo, una mujer nos recibe con una sonrisa. Es Avelina Nadal. Al fondo de la

carpa hay una imagen de la Virgen de Guadalupe. Me siento en la banca e inmediatamente

un hombre se me acerca y me ofrece agua y naranjas.

“Coma naranja para que se refresque”, dice amablemente.

Me regalan limones y lleno la botella de dos litros y medio que llevamos para el

camino. Estas dos personas forman parte del movimiento de cursillistas. Son los encargados

Page 22: Ayquina una fiesta religiosa en medio del desierto

22

de recibir y dar alimentos ya sea fruta y

agua durante el día y en la noche

principalmente sopa o chocolate

caliente. Lo hacen de forma gratuita y

en agradecimiento y devoción a la

Virgen. Durante el año realizan distintas

actividades para juntar el dinero y hacer

esta reconfortante labor en los días que

dura la fiesta. La municipalidad sólo les

aporta el agua y el toldo. Avelina lleva

diez años en el movimiento, dos menos

que su compañero Belu Tapia.

Cada tambo que hay en el camino sirve de instancia para hacer una palanca, que es una

oración en cadena. Me devoro la naranja.

“¿Ustedes son de Ayquina?”, pregunto.

“No. Somos de Calama”, responde la señora.

“Me llama la atención que hay pocas personas caminando”, comento a Avelina.

“Lo que pasa es que mucha gente partió ayer y generalmente lo hacen de noche

para evitar el calor”, afirma.

Ahora encuentro lógico lo que me parecía extraño. Por un minuto pienso que hicimos

mal al comenzar la caminata a las ocho de la mañana donde el sol ya calienta con todo su

esplendor. ¿Qué nos espera para las próximas horas caminando? Luego de estar casi diez

minutos descansando nos disponemos a continuar nuestra caminata. Nos despedimos

dando las gracias.

Comienzo a sentir los dedos de los pies apretados. Me duelen las plantas al pisar.

Mis zapatos están cubiertos de tierra y si antes eran café, ahora son blancos. Al sonarme la

nariz siento como la arena se entromete. Mis labios comienzan a partirse. Busco el

mentholatum y no lo encuentro. No tengo absolutamente nada que hacer. Recuerdo que una

vez, Andrea, una compañera de trabajo, que casualmente es de Antofagasta, me

recomendó que lo llevara y que por lo menos tomara tres litros de agua diarios. “Te vas a

acordar de mí”, me dijo en esa oportunidad, cuando estábamos en pleno invierno. Claro que

me acordé de ella, pero no de su consejo. A ratos comienzo a sentir que mi respiración

acopla mis oídos. Respiro fuerte. Exhalo fuerte. En forma continua. Mis manos están

Tambo camino a Ayquina.

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23

levemente hinchadas. Mis zapatos y sus pisadas son verdaderos martillazos que retumban

en el asfalto. El trayecto que hemos recorrido ya próximos a llegar a Chiu Chiu en auto se

hace en 15 minutos a una velocidad de 80 kilómetros por hora. Para que se hagan una idea

de las distancias recorridas.

Hemos avanzado 32 kilómetros desde que salimos de Calama. De pronto,

comenzamos a entrar a un lugar que es bastante plano. Hay una sequedad deslumbrante.

Luego de descender por una bajada corta llegamos a Chiu Chiu, donde la población es de

322 habitantes. Pasamos entre medio de las colas de zorro, que es parte de la flora del

lugar, una rama delgada verde que crece en las orillas de pequeñas vertientes. Un hombre

tosco, de tez morena y mirada profunda está martillando y armando bloques cuadrados de

piedra, que se transformarán en las murallas de su casa. Son estucos sacados del Puente

del Diablo. Mientras él trabaja a pleno sol, niños pequeños patean piedras o juegan a saltar

y darse vueltas entre cauchos quemados, basura, tejados oxidados y fecas de llamas. ¿Qué

más podrían hacer? Sólo jugar y sonreír. Acá se encuentra la Iglesia más antigua de Chile,

declarada Monumento Histórico en 1951. Ésta, se caracteriza por su fachada de piedra

blanca y puertas de madera de cactus. Es una de las más pequeñas a las que he entrado.

Alrededor hay pequeñas tumbas y al entrar tenemos el privilegio de presenciar el bautizo de

un bebé del pueblo. Acá, como en muchas partes del interior, hay pocos niños y muchos

adultos.

Hay por lo menos 30 grados de calor. Al mirar la muralla de una casa me mareo.

Siento que ésta se viene encima y luego se devuelve. Me quedo mudo, sentado en una

piedra para descansar. Mi piel comienza a ponerse roja como una jaiva.

Seguimos recorriendo el pueblo y nos

encontramos con el segundo tambo. Una

parada necesaria. Hay un hombre de mi

edad que tiene los pies en agua fría.

Estamos en el Parrón del Diablo. No puedo

escribir, se me hinchan los dedos. Aumenta

la presión. Tengo granos en los muslos, son

picadas del rebote de la arena que se

forman a partir del roce con el pantalón.

Seguimos por el camino, y ahora está

marcado por torres de piedra apiladas o apachetas, como le dicen en la zona. Entonces de

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pronto nos encontramos con la laguna Inca Coya. Cuenta la historia que una mujer indígena

que esperaba a su novio español, que jamás volvió, lloró tanto que se formó esta agua

cristalina y verde claro, cuya profundidad aún se desconoce. Comienzo a sentir pequeñas

ampollas en mis pies. Un viento helado pasa por mi cuerpo, mientras se forma un pequeño

remolino delante de mis ojos. El diablo me hace un gesto.

JORDAN:

Desde que salimos de Chiu Chiu nos costó un mundo encontrar la laguna. Es raro y

difícil de creer, porque cuando uno hace este trayecto en vehículo no tarda más de cinco

minutos en hallar su presencia. Nosotros llevamos una hora y media buscándola. Es

increíble cómo cambia el mundo cuando lo recorres desde cerca.

Hemos caminado más de seis horas desde que salimos de Calama. A nuestro

alrededor no hay nada más que tierra y más tierra. Todo el paisaje se divide en dos tonos. El

árido color del desierto y el azulado del cielo. No hay nubes que nos cobijen del calor ni

viento que nos refresque. Llevo los pies cansados y la entrepierna adolorida. Debo tomar

una decisión que será trascendental para el resto de la caminata. De pronto el silbido del

desierto se ve interrumpido por un reggaetón que suena desde el celular de “El Chico“. Es

raro imaginar este estilo musical en medio de la nada. Lo cierto es que ayuda anímicamente

y al son de Daddy Yankee continuamos el camino, no sin antes quitarme el bóxer. “El Chico”

me habló de ponerle toallas higiénicas a las zapatillas para que no nos salieran ampollas,

pero se le olvidó decirme que ocupara ropa interior más suelta para caminar. En medio de

este territorio me saco el calzoncillo y continúo a lo gringo. Al llegar a Ayquina mi entrepierna

comprenderá que la diferencia entre ocuparlos y no será muy escasa.

Nuestro guía nos dice que desde esta etapa del camino en adelante la ruta está

marcada por piedras ordenadas en línea, una tras otra. Antes de hallarlas pasamos por un

terreno rocoso, al borde de una quebrada. Perder el equilibrio aquí podría costarnos la vida

o, cuando menos, una fractura de consideración. Hay poca gente en la ruta. A lo lejos se

ven los autos que se dirigen al mismo destino que nosotros. De otros peregrinos sabremos

sólo cuando lleguemos al siguiente tambo.

Son las cinco de la tarde y en el Puente del Salado hay un grupo de caminantes.

Hombres y mujeres con sus rostros quemados por el sol y con el cabello lleno de tierra.

Algunos tienen los pies hinchados a más no poder. Comen naranjas y beben jugo de piña

que les han regalado. Nos detenemos sólo por un par de minutos. “El Chico” no quiere que

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la noche nos atrape caminando. Las ampollas

crecen en mis pies, pero la caminata debe

continuar. Con cada paso que damos los

volcanes nos hacen sentir más pequeños e

insignificantes, pero no importa: Ayquina está

cada vez más cerca.

LUIS MARIO:

Cuando el reloj marca las siete de la

tarde, paramos en el Puente del Diablo. Nos

ofrecen chocolate caliente y hacemos una pequeña oración. “Dios te ha regalado la vida, te

conoce y te ama. Muchos problemas se pueden solucionar únicamente mediante el sacrificio

y la renuncia”, nos dice el hombre encargado de organizar el tambo con otras cuatro

mujeres.

La mayoría de los viajeros dormirá y pasará la noche en este lugar para continuar la

caminata al amanecer. Nosotros no tenemos carpa ni sacos de dormir. Estamos obligados a

seguir.

Empieza a anochecer y tras pasar el puente, me siento muy cansado. Es mi

momento más crítico. Si me caigo, muero. No hay luna, por lo tanto no hay luz. Las linternas

nos alumbran para no perdernos. Quiero llorar, pienso en ti, Virgencita. Te pido que no me

dejes. Mis compañeros van cantando un tema de Los Ilegales y yo no soy capaz de decir

ninguna palabra. Ellos mantienen el ánimo y yo ni siquiera me puedo sujetar, de hecho me

llevan la mochila. De pronto, “El Chico” se asusta porque desconoce el camino. “Estamos

perdidos”, nos confiesa. Jordan me trata de afirmar, pero más me desequilibra. ¿Me habré

apunado? Nos detenemos un momento a observar las estrellas. Ellas también están

cansadas, ya no alumbran como hace una hora. Es mi propio vía crucis. Perdimos el norte.

Estoy deshidratado. Voy con la cabeza agachada y no puedo mantener la linterna firme.

Comenzamos a ascender por un camino desconocido, pero deberíamos haber bajado y

seguido una curva que por supuesto no vimos.

A lo lejos vemos la luz del siguiente tambo, pero con cada paso nos alejamos más de

él. Comienza a correr una fría brisa que nos penetra hasta los huesos. Francisco trata de

buscar un punto de referencia, pero cada vez está más desorientado. De pronto, una luz

viene hacia nosotros. Le hacemos señas con nuestra linterna y finalmente llega hasta donde

Peregrinos camino a Ayquina.

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26

estamos. Una camioneta 4x4, equipada con un GPS, es nuestra salvación. Son más de de

las 11 de la noche y pese a que estoy con guantes, gorro y parka, siento que moriré de

hipotermia. El conductor de la camioneta es el profesor Jorge Collao, quien le hizo clases a

mis compañeros en la enseñanza básica.

“Están perdidos cabros”, nos comenta apenas baja del vehículo.

“¿Cuánto nos falta para llegar a Ayquina?, pregunta Jordan.

“Pfff... no, por este camino se desviaron como en seis horas. Lo único que pueden

hacer es subirse a la camioneta. Yo los voy a llevar a Ayquina”, dice zanjando la

conversación.

Al final de este día 43 personas caminaron igual que nosotros. ¿Cuántas más se

habrán apunado como yo?

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Capítulo 4:

Domingo 5 de septiembre

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JORDAN:

Se aproxima la medianoche. Después de haber caminado durante más de 15 horas

continuas, por fin estamos aquí, en Ayquina, cuya magia emerge desde el primer momento.

Apenas puedo avanzar un par de pasos, los pies ya no dan más, pero el sonido de los

bombos y las trompetas me incitan a continuar.

Al acercarme a saludar a la Virgen, veo que los caporales de cada baile vienen

bajando en una sola gran comparsa. Es raro volver después de cinco años y sentir que la

magia aún pervive. El baile de los caporales me recuerda mi infancia, cuando durante el día

8 de septiembre cada baile enviaba a sus integrantes más pequeños a danzar. Era, por

entonces, el baile de los futuros caporales. Mi hermano y yo fuimos enviados en una

ocasión. Él llegó a ser caporal. Yo me alejé de ese camino.

Entramos a la iglesia. Saludamos a la Virgen y en silencio le agradezco por habernos

permitido llegar sanos y salvos. Al parecer, mis plegarias durante los momentos más

apocalípticos de la caminata, cuando pensé que Luis Mario se desvanecería, fueron

escuchadas y sé que mi compañero también lo siente así. Se le nota emocionado, casi al

borde de las lágrimas, pero ya estamos aquí, frente a la imagen de la Virgen. Nos

abrazamos y sentimos que la tarea fue cumplida. Es nuestra primera noche en Ayquina,

antes de comenzar un nuevo día lleno de magia. Estamos exhaustos, pero por suerte

nuestra carpa ya está armada. Eduardo Aguirre, uno de mis amigos del colegio, más

conocido como “El Mono”, la instaló antes de que llegáramos. Durante estos siete días, su

familia, perteneciente al baile La Osada, nos recibirá y compartirá con nosotros sus

experiencias.

Luis Mario está muerto. Duerme profundamente. Ni siquiera siente el olor fétido de

sus patas. Pancho aún tira un par de tallas antes de dormir y yo, tomo nota y analizo la

caminata. No cualquiera la hace. No cualquiera tiene la suerte de recorrer parte del desierto

más árido del mundo y nosotros lo hicimos. Buenas noches.

A las 8.30 de la mañana ya se escuchan los tambores de los bailes religiosos. La

carpa parece un sauna y el calor hace imposible seguir adentro. Apenas abro los ojos, veo a

Pancho durmiendo en la mitad de la carpa, con las piernas dobladas y sus pies chocando

con la entrada. Anoche, cuando llegamos, no notamos que “El Mono” no la armó en un lugar

plano, sino en bajada. Un detalle que recordaremos cada mañana cuando amanezcamos

cerca de la puerta de entrada, pero que no será obstáculo alguno para dormir como lo hice

anoche. Como nunca en mi vida había dormido. Profundamente.

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El Ayquina de hoy dista mucho del que es durante el resto del año. Las más de 30

mil personas que llegarán durante esta fecha, en nada se comparan con sus ciento

cincuenta habitantes. Por estos días el poblado estará completamente iluminado desde las

seis de la tarde hasta las dos de la madrugada. El resto del año, con suerte, una hora al día.

En esta recóndita quebrada hoy son pocos los ayquineños que viven del cultivo de

hortalizas y el ganado. Las aguas del río Salado son cada vez más escasas y sus charcos

menos visibles. Es por eso que para subsistir, la comunidad aprovecha hasta el último día

de fiesta. Dos mil pesos cobran por cada vehículo que ingresa al lugar. Sólo el día 2 de

septiembre llegaron hasta aquí cinco mil y para el día 8 se espera que arriben más de siete

mil. Pero también han visto en la construcción de casas una fuente de trabajo. Son los

mismos lugareños los encargados de edificar cualquier estructura que quiera hacerse en el

pueblo. Como estas más de veinticuatro mil hectáreas fueron inscritas por sus ancestros, se

organizan dividiendo los terrenos del poblado. De esta manera cada familia construye entre

tres a cuatro casas en el año. Hasta hace un tiempo era norma que las nuevas

construcciones mantuvieran el estilo rústico de Ayquina como una manera de preservar su

identidad, pero con el paso de los años esto se ha ido perdiendo. Cada vez aparecen más

construcciones de bloques, cemento y calaminas, dejando atrás el barro y los techos de

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30

paja.

El sacrificio que implicaba viajar hasta el poblado hace unos años ha sido

desplazado por la tecnología y las comodidades. Antiguamente existía sólo un teléfono que

permitía comunicarse con Calama. Hoy, y exclusivamente durante los días de la fiesta, una

de las compañías de celulares instala su antena en lo alto de la quebrada, lo que permite

mantener la comunicación con la ciudad. Televisores y refrigeradores han dejado atrás a

esas cajas de madera donde antes se almacenaba la comida. La vieja tetera es una de las

pocas cosas que se mantiene inamovible desde que me fui.

Pero de todos estos nuevos artefactos poco conocen los habitantes del pueblo. La

mayor parte de su población son adultos mayores que sufren de hipertensión; de jóvenes, ni

hablar. La mayoría ha emigrado a Calama para continuar sus estudios y niños ya casi no

quedan. Sólo tres alumnos, uno de primero, uno de cuarto y otro de sexto básico, tiene la

escuela San José de Ayquina. En esta fecha que se celebra a La Patrona del pueblo, los

niños están de vacaciones y dedican su tiempo a cobrar por entrar a los baños. Dinero que

también va a parar a la comunidad.

Este es nuestro primer día en el pueblo. El calor abruma. Aquí, a los pocos minutos

uno advierte la magnitud del desierto. Esta es una de las zonas con mayor índice de

radiación y por lo mismo en nuestros rostros abunda el bloqueador solar, los jockey y unos

buenos lentes de sol. Lo más duro es ver que los bailes danzan a cualquier hora. Saltan, se

agachan y zapatean sin importar los casi 30 grados

que hay en el ambiente.

A eso de las cinco de la tarde me encuentro

con el primero de los sucesos que marcarán mi

estadía en este lugar. La gente se aglomera alrededor

de un tipo que está tendido en el suelo. Personal de la

Cruz Roja también ha llegado a socorrerlo, pero lo

cierto es que nadie hace nada más que mirarlo y

hablarle. Es un muchacho de barba, cabello

despeinado y torso desnudo. De esta forma se

arrastra camino a la iglesia. Lleva unos trescientos

metros recorridos y aún le faltan por lo menos otros

doscientos. A duras penas avanza por una calle de

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tierra. La gente le ayuda quitando las piedras del camino y humedeciendo con agua el

terreno. Lleva el pecho rojizo, con pequeñas heridas y a ratos se retuerce de dolor. Quienes

le observan sufren junto con él.

“Hijo, ya pagaste por tus pecados, no es necesario que sigas”, le dice una señora,

pero el joven no la escucha y continúa su marcha. Atrás, un hombre de las pastorales

juveniles no para de repetir en voz baja el Ave María. Ésta es una de las tantas maneras

como los feligreses rinden culto y pagan sus mandas a La Chinita. Una forma bastante

cuestionada por algunos y una verdadera muestra de fe para otros. Así avanzarán las

siguientes horas, con más personas arribando a este recóndito poblado, que por un par de

días se viste de fiesta, alegría y colores para venerar a la Virgen de Guadalupe de Ayquina.

El sol comienza a guardarse para dar paso a un cielo completamente estrellado y

puro. También empieza a sentirse una brisa fría que nos recuerda que estamos en medio

del desierto. Atrás quedan las camisetas y los pantalones cortos. Ahora todos visten

chaquetas y gorros. En la plaza, la gente espera que baile la Gran Diablada Calameña, una

de las agrupaciones más grandes, que tiene entre sus filas a más de trescientos integrantes.

Es difícil encontrar un lugar donde sentarse. Todo está copado. Cuando el reloj da las nueve

en punto hace su ingreso la banda de la agrupación. Visten de gala, con impecables

pantalones blancos y vestones morados. Un solo de trompeta comienza a sonar y, con él,

los diablos ingresan a la plaza con sus máscaras iluminadas de rojo. En cuestión de

segundos repletan el lugar y bailan durante media hora a la Virgen. Su caporal viste de

ángel y es él quien ordena cada uno de los pasos coreográficos o mudanzas que harán

durante este tiempo. En la comparsa no hay diablo alguno que se resista a las indicaciones

del ángel y quien lo haga sufrirá las consecuencias de su espada. A menudo, los perros del

demonio y la muerte lo enfrentarán y siempre terminarán obedeciendo. Pero todo es parte

de la coreografía que han preparado para este año. Del mismo modo que lo hace cada baile

religioso. Todo un mundo que luego de avanzada la fiesta, comprenderemos.

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Capítulo 5:

Lunes 6 de septiembre

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JORDAN:

Ayer Daniela Yueng le bailó por primera vez a la

Virgen. Estaba nerviosa. Pendiente de no fallar en la

coreografía que había practicado, pero en su rostro se

notaba la preocupación por haberse puesto al revés parte

de su capa de diabla. Se preparó un año completo

esperando ese momento. Daniela desde pequeña asistió a

la fiesta sólo por el día 8 de septiembre, pero el año pasado

se quedó durante los cinco días de celebración. Fue tan

intenso lo que vivió que se comprometió a volver

nuevamente, pero ahora bailándole a la Virgen. El 2009

llegó por primera vez caminando hasta Ayquina en

compañía de su madre. Sufrió las inclemencias del sol y el río del desierto, pero quería

saber qué motivaba a la gente a hacer esta travesía. Tras vivir la fiesta encontró la

respuesta en una sola palabra: Fe. Esto fue lo que la motivó a inscribirse en la Gran

Diablada Calameña, donde bailaba su hermana menor. Hoy está aquí para cumplir su

promesa.

Durante un año ella y su familia se esforzaron por juntar el dinero para costear los

lujosos trajes. Cerca de 400 mil pesos gastó entre las cuatro vestimentas que ocupará en los

días que dura la fiesta. Algunos bailarines encargan los trajes a Bolivia, otros los mandan a

confeccionar a modistas del barrio. Daniela optó por algo más personal y varias noches se

dedicó a pegar una a una las lentejuelas que formaron el dragón que cubre su capa.

La Gran Diablada Calameña es uno de los bailes más vistosos y todos sus

integrantes buscan destacar sobre el resto. “Ayer en la plaza unas diablas se agarraron a

garabatos porque ambas querían ocupar el mismo puesto. No puedes ser tan desubicada”,

comenta y agrega que a ella no le importa mucho ese tipo de detalles. “Yo vengo a bailarle a

la Virgen, pero adentro existe mucha envidia. Son tantos que todos quieren figurar de alguna

manera”, dice.

El ego no se queda fuera de esta fiesta y así lo reconocen algunos de los bailarines

de las 45 agrupaciones que asisten hasta Ayquina: 43 de ellas provienen de Calama, una de

Copiapó y otra de Antofagasta. Aunque es un tema que tiene más notoriedad en los bailes

grandes. La Osada, los Tinkus, los Reyes Morenos, la Diablada Hermandad y la Gran

Diablada Calameña cuentan con más de doscientos integrantes y eso les permite ocupar

Daniela Yueng en la comparsa

de la Gran Diablada Calameña.

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toda la plaza al momento de bailar. Al contrario de los Zambos Sayas y la Diablada

Hermanos del Norte, que cuentan con más de cien miembros, pero tampoco superan los

doscientos. En su caso, ellos comparten la plaza con otra agrupación. Para los bailes que no

alcanzan los cien bailarines este espacio se divide entre tres. Todos buscan ser el mejor. A

través de sus comparsas, de sus coloridos trajes en medio de la aridez del desierto y los

ritmos de sus respectivas bandas quieren imponerse por sobre el resto.

Hace más de 70 años que los oídos del pueblo se impregnan de la música que

emana desde los bombos y cajas de los bailes religiosos. Desde 1935 que el pueblo abre

sus ojos para contemplar la danza que cada uno de los bailarines rinde ante los pies de la

Virgen. La primera de las agrupaciones que se conformó, y que aún continúa vigente, es el

baile Chinos, fundado el 8 de septiembre de 1936. Tanto éste como el resto de las cofradías

se rigen por la Central de Caporales de Bailes Religiosos. Desde 1941 esta entidad se

encarga de regular el orden de la fiesta y dictar las reglas para cada uno de los bailarines.

Nadie puede fumar con la vestimenta puesta. Las mujeres tienen prohibido maquillarse y las

faldas no pueden estar por sobre tres dedos de la rodilla, además deben usar bombachas.

Antiguamente los trajes, que

siempre son bendecidos por la iglesia

antes de ser ocupados, pasaban de

generación en generación. Se utilizaban

sin importar que estuvieran desteñidos y,

en caso de que se deterioraran, solían

parcharse. Para cada bailarín su traje es

un elemento sagrado. Pero con el paso del

tiempo esta tradición ha ido quedando en

el pasado, sólo algunas de las

agrupaciones más pequeñas aún la

respeta. Hoy entre más llamativo e impactante sea el traje, mejor. Los Tinkus causaron

estragos cuando el año 2000 llegaron por primera vez a Ayquina. Eran tan sólo 36

integrantes, pero sus colores fosforescentes y la alegría de su ritmo hacían que nadie

quisiera perderse la comparsa. De un año a otro, la cantidad de danzantes de esta cofradía

creció de manera significativa. Hoy, sus más de doscientos ochenta bailarines son como el

alma de la fiesta. Los únicos que gritan, cantan y golpean a la Pachamama mientras

danzan. Carlos Rodríguez es el fundador. Un hombre de tez morena y que cuenta con un

Baile religioso Tinkus.

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particular secreto andino que le permite bailar con tanta energía. “Tienes que masticar hoja

de coca y ponerla a un costado, entre la mejilla y las muelas. El jugo que bota se traga y es

eso lo que te mantiene bien físicamente”, confiesa. Una costumbre de los pueblos andinos

que además sirve para hacer frente a la puna. Luis Mario debería haber masticado coca en

la caminata, quizá la historia hubiese sido distinta.

LUIS MARIO:

Es el segundo día en Ayquina. A una hora de bailar a la Virgen, la mayoría de los

integrantes del Campero descansan sentados sobre una banca afuera de la pieza que

arriendan. Bryan, hermano de Jordan, hace poco llegó desde Santiago. Tenía que rendir

una prueba en la universidad y por eso recién se incorpora a la fiesta. Ahora se alista

rápidamente para la presentación de las 18.30 horas. El Campero, fundado el 8 de enero de

1968, está compuesto por una banda de no más de diez músicos, entre ellos dos primos de

Jordan y su tío “El Rubio”. En sus filas cuentan con 13 bailarines, entre los que están José,

el padre de mi compañero; Sergio el veterano y caporal del grupo, hermano de José y “El

Chanchi“, otro primo de Jordan. Además, hay cinco mujeres, entre ellas dos niñas de cuatro

años que llaman la atención de todos por su ternura al bailar. Pero hay un rasgo que los

hace aún más evidentes y reconocidos: los Jopia, a excepción de Jordan, tienen el pelo

crespo.

La pieza es pequeña, pero de gran corazón. La batuta la llevan las mujeres. Ana,

madre de Jordan, y Katty, esposa del caporal, se encargan de que no falte nada e incluso

ayudan a María, la responsable de mantener limpio y servir las comidas. La mayor parte de

la banda de música duerme ahí. Los demás en una casa que está más arriba.

Luis Jopia, el abuelo de Jordan, venía a Ayquina desde 1961. El motivo era claro:

ese año, Mario, su hijo, presentó problemas de salud por lo que lo encomendaron a la

Virgen. A los años de nacido, Mario visitó y conoció a quien sería su segunda madre. Él

falleció producto de un cáncer pulmonar el 2003, a los 43 años. Era conocido por todos los

bailes y siempre participó activamente en los eventos organizados por la Central de

Caporales de Calama. Dentro de la pieza, los colchones están amarrados y colgados al

techo con una pita. A pesar de que hace poco almorzaron todos juntos, como de costumbre,

la señora María le pregunta a Ana qué cocinar para la once comida. “Guíate por el menú

que hizo Sergio. Arroz con vienesas, para cambiar un poco, porque tallarines de nuevo, no”,

dice riéndose, mientras se prepara para llevar el estandarte.

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El Campero representa la verdadera esencia de un baile chico. Ellos bailan por fe.

Los aplausos y el reconocimiento masivo, aunque los anima, no les interesa. Ellos están

aquí por la Virgen. Cuando la agrupación se formó sólo había hombres, pero al pasar el

tiempo comenzó a ser mixto. Su vestimenta es sencilla: un pañuelo y faja roja o rosada y un

traje completo calipso. Asimismo, todos tienen zapatillas blancas y en una mano sostienen

una pata de llamo que representa a los campesinos de la zona que antiguamente criaban

estos animales.

Son las 18.30 horas y el Campero baila al son de su

banda. Los bombos y las cajas son los instrumentos que

más se oyen en esta fiesta. Los músicos del Campero

siguen el ritmo que lleva el bombo del “Lolo”, quien tiene

puesta una camiseta de Cobreloa y mira de vez en cuando

al grupo para marcar los cambios de ritmo. Al lado del

Campero está el Chuncho Tirana, baile que tiene el doble

de instrumentistas por lo que su ritmo es el que impera en

la plaza. En la columna siguiente están los Tobas, baile

que tuvo 14 fallas durante el año, lo que no les da derecho

a nada. De hecho tienen los horarios más tardíos. Siempre

bailan en el último turno.

Hay pocas personas en la plaza. Nadie aplaude. El

Campero lleva 20 minutos bailando. De pronto, comienzan a realizar “el paso de la culebra”,

momento de la mudanza donde todos se van intercalando y pasando en forma de zig-zag.

Los hombres saltan y se hincan entre las mujeres que están agachadas. Cuando terminan,

José se ve agotado. Se le han acalambrado sus piernas y se mueve más lento. Al cumplir el

turno en la plaza, vuelven a bailar en las afueras de su casa, casi como una obligación. Ana

permanece con su sonrisa característica detrás del estandarte. Jordan comienza a

repartirles agua y naranjas. Ellos no paran de bailar. Es evidente que Bryan, “El Chanchi” y

Marcelo, son los más rápidos y dinámicos para moverse. Son los más jóvenes.

Han pasado diez minutos desde que se presentaron y se alistan para tomar once. En

la mesa no puede faltar té y pan. Hay paté y huevo revuelto. Todos conversan, mientras la

señora María comienza a servir los platos de arroz con vienesas. Si bien la cuota del baile

alcanza justo para cubrir los gastos de los días de la fiesta, lo que nunca falta en esta mesa

es la comida. Los más jóvenes echan tallas en todo momento. “¿Oiga, tío, qué le pasó en la

Baile Campero en la plaza, haciendo

“el paso de la culebra”.

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pierna después del paso de la culebra?”, le pregunta Rodrigo a José. Ana inmediatamente

se mete en la conversación diciendo: “Ya está viejito José, no se la puede mucho. Te dije

que siguieras la dieta”, comenta riéndose cariñosamente con todo el grupo. José replica

diciendo “Yo hago dieta y por lo menos sigo bailando”, contesta con una sonrisa. De pronto,

observo en la muralla fotos de los integrantes del grupo con sus trajes. Arriba de todos, está

la de Mario acompañado de la Virgen. Da la impresión de que él continúa aquí con ellos.

Son cerca de las nueve de la noche y la poca luz que se filtraba entre las murallas de

barro de la habitación de Sergio ya no está. En la pieza se respira tranquilidad. Todos son

uno. El Campero tiene dos elementos que se palpitan a diario en la fiesta: sentido de

comunidad y sacrificio. Ahorran para arrendar las piezas, comprar el menú de las comidas,

la gasolina y pagar el peaje de los vehículos. Todo por devoción y fe hacia la Virgen

milagrosa. Se forma un espacio de encuentro familiar donde el compartir con el otro es regla

esencial para este baile.

Mientras Nickols, hermana de Jordan, me cuenta que para ella estar en Ayquina es

un momento de introspección, “El Chanchi” dice que está aquí por fe. Ana agradece: “por fin

estamos todos juntos reunidos. Si Jordan y la Nickols no hubieran venido este año, la

verdad es que José y yo hubiéramos estado con una pena horrible” confiesa emocionada.

Hace dos años Nickols se retiró del baile porque había perdido la fe. Antes de viajar Jordan

me confesó que le era difícil volver a bailar por los estudios.

Todos quieren hablar. Bryan interrumpe, y aunque le veo muy poco los ojos, porque

han cortado la luz en el pueblo, me dice sinceramente: “mira, yo a la Virgen la llevo siempre

en mi billetera. Es como tener una foto de tus viejos. Ella es parte de mi familia”, confiesa y

Ana agrega que: “aparte que te desconectas de todo. De la ciudad, de tu otra realidad. Lo

material y la rutina desaparecen. Vas a querer volver el próximo año”, me dice segura.

Concuerdo con ella. Es un lugar único, no tiene comparación con la vida que llevo en

Santiago. Se produce un silencio acogedor.

Salimos de la habitación camino a nuestra carpa. La noche está estrellada y Jordan

emocionado. En medio del frío le pregunto qué es mejor: vivir la fiesta como visitante o estar

bailando con tu familia.

“Es súper distinto vivirlo desde adentro de un baile. Todo es más intenso, más

emocionante”, me contesta.

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38

JORDAN:

¿Qué hace posible que una persona pueda bailar a las dos de tarde, con una

temperatura cercana a los 30 grados, vestido con un grueso traje de oso? ¿Qué mueve a la

gente a bailar en medio del desierto sin importar la sed, el cansancio ni las condiciones

climáticas? ¿Qué incita a que niños, ancianos y minusválidos muevan su cuerpo al son del

tambor para agradecer a una imagen de yeso? Al parecer la respuesta será siempre la

misma. Independiente de la persona, sus motivaciones y lo que la fiesta le provoque, la

respuesta se resumirá en una palabra que para Ayquina es transversal. Fe: pero, ¿dónde

nace esta tradición?

La explicación a esta particular forma

de rendir culto a la Virgen de Guadalupe de

Ayquina tiene diferentes respuestas. La

Iglesia encuentra la suya en la Biblia.

Cuentan que cuando Jesús se acercaba a

Jerusalén con El Arca del Pacto, David, el

Rey de Israel, bailaba delante de ésta. Por

esos días, cuando su ejército capturaba a

tropas enemigas obligaban a los cautivos a

bailar delante del rey victorioso, lo que

simbolizaba sumisión y lealtad a esta figura. Lo mismo quiso representar David ante el paso

de Jesús, mostrando su alegre cautividad, humildad y sujeción a Dios. He aquí la

explicación de la Iglesia ante la ferviente demostración de los integrantes de cada

agrupación. “Bailar es orar tres veces”, dice la religión católica. Aunque lo cierto es que poco

conocen sobre esta explicación los miembros de las cofradías. Para ellos el baile es

simplemente una forma de demostrar la fe y agradecer a La Chinita por los favores

concedidos.

Pero la Pachamama también tiene su respuesta a este suceso. Antiguamente, los

pueblos andinos solían rendir culto a la madre tierra a través de cánticos y danzas donde

agradecían a los dioses y a los espíritus por los favoreces concedidos, pero cuando los

españoles conquistaron estas tierras evangelizaron a los andinos. De esta manera, los

pueblos de la zona comenzaron a venerar a la Virgen traída desde España, pero

mantuvieron su particular forma de hacerlo: cantando y bailando.

Las explicaciones podrán ser muchas y quizá hasta contradictorias unas de otras,

Baile Osada en la explanada del desierto.

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pero es tan especial lo que causa La Chinita en cada una de las personas que asisten a esta

fiesta, que se vive de forma única y, aseguran, se atesora en lo más profundo del corazón.

Por eso vuelven cada año.

Son las 22.30 horas. En la plaza es el turno en que los bailes Chinos, Samurái y

Pirata de Cristo Rey danzan a la Virgen. Hace frío, pero aún se puede soportar. La gente se

divide para mirar a los bailes del costado, pero pocos se fijan en el Samurái. Son sólo siete

integrantes y hoy les corresponde bailar al centro de la plaza. Uno de los lugares más

complicados cuando la agrupación es pequeña porque las bandas de los costados no

permiten oír con claridad el tambor. Pero ahí está el Samurái, firme, sin perder el ritmo y

siguiendo las instrucciones de un niño de ocho años. Es el caporal, el nieto de Héctor

Muñoz, “Tito”, el fundador del baile.

“Tito” es un hombre de barba larga y mirada

profunda. Uno de los amigos más cercanos de mi tío

Mario. Nos recibe en una habitación pequeña en

espacio, pero gigante en calidez. Diez camas comparten

lugar con la cocina, el comedor, un baño y un par de

instrumentos musicales. Es la morada del baile Samurái.

Una agrupación que hace 25 años viene a Ayquina y

que siempre ha carecido de integrantes. Incluso un año

sólo contó con dos bailarines, “Tito” y María, su ex

esposa.

De niño que “Tito” visita la fiesta de Ayquina y

siempre lo ha hecho ligado de una u otra forma con los

bailes religiosos. Su tía fundó las Cosacas, él bailó en el

Gaucho y luego fundó el Salteños. Pero 1983 fue un año

significativo y amargo de recordar. “Tito” no pertenecía a

ningún baile. Tras acusar un desfalco del caporal del Salteños fue expulsado de la entidad

que él mismo había fundado en 1976. Entonces pensó crear una nueva agrupación, le

planteó la idea a la señora María pero ella se negó. Finalmente en septiembre de ese año

llegaron a Ayquina como cualquier peregrino. “Ese año que no bailamos no sentimos la

fiesta. Nos sentíamos vacíos”, confiesa mientras cucharea una taza de té. De regreso a

Calama se propuso armar una cofradía y entonces surgió el Samurái. “Un samurái da todo

por su rey, incluso la vida si es necesario. Yo adapté esa idea al baile”. Él mismo diseñó los

Héctor “Tito” Muñoz.

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trajes y las coreografías. Al año siguiente regresó a Ayquina e hizo una promesa que piensa

cumplir hasta el final de sus días. Bailar hasta que su cuerpo ya no pueda más. “No se trata

de hasta cuando yo quiera hacerlo, sino hasta cuando él quiera”, dice aludiendo a un ser

supremo.

Este hombre ha hecho de todo por asistir a la fiesta, incluso cuando la situación

económica no lo ha acompañado. “Tito” es taxista y en tres ocasiones ha vendido sus autos

por menos del precio real para costear los gastos de su baile. Todo por no quedar ausente

de la celebración, ni fallar a su compromiso. “Yo soy un puta madre y lo reconozco. Yo si

tengo que elegir entre ir a misa o arbitrarles una pichanga a los cabros un día domingo, me

quedo con la pichanga, pero Dios está conmigo. Yo lo siento. Él me respira en el oído”,

confiesa “Tito”, quien durante toda nuestra conversación se ha mostrado como un hombre

fuerte y alegre, pero tras esta declaración sus ojos se llenan de lágrimas. Un silencio

profundo se apodera de la situación y un cosquilleo recorre el cuerpo. “Tito” nos pide

disculpas por no poder controlar lo que sucede en su interior y que brota al exterior a través

de lágrimas. La habitación se siente cálida, la tetera está encendida y los demás integrantes

del baile, la mayoría de ellos niños, escuchan en silencio algo que quizá nunca había

confesado el fundador del baile. A lo lejos se escucha un tambor. El reloj se aproxima a

marcar la media noche y “Tito” debe ir a cubrir su turno como director de la Central de

Caporales. Está atrasado. Ambos nos hemos sacado lágrimas. Yo, tras su confesión y él

tras recordarme cosas de mi tío Mario. Un maestro chasquilla que siempre vestía de jeans y

polera negra. Adicto a la Coca Cola, acérrimo jugador de brisca y segundo caporal del baile

Campero.

“Tito” se marcha a la plaza, le corresponde vigilar el último turno de la noche, pero no

sabe que se topará con un inusual suceso.

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Capítulo 6:

Martes 7 de septiembre

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JORDAN:

Hace frío. Luis Mario y yo acabamos de comer tallarines en la pieza del baile

Campero, cuyos integrantes hacen hora para cumplir con su turno de las dos de la

madrugada. Encima del jeans y los chalecos llevo puesto un buzo térmico, orejeras y un

gorro. Estamos fuera de nuestra carpa cuando vemos algo impensable en una fiesta de este

tipo. Un grupo de personas camina por el pueblo cargando un ataúd. Van rumbo a la iglesia

envueltos en un cúmulo de llantos y sollozos. Seguramente es una de las escenas más

tristes y sobrecogedoras que viviré en Ayquina. Con un poco de distancia nos sumamos a la

marcha. Los bailes que cumplen su turno en la plaza detienen sus tambores. Al interior de la

iglesia no hay más de 30 personas. El silencio es absoluto, sólo como en el desierto se logra

percibir, y la pena me penetra como si algún conocido mío estuviera en ese ataúd, pero no.

Es Silvia Tapia, una mujer de 67 años que falleció esta tarde de un paro cardiaco. Una

devota apegada a los bailes religiosos y que, según cuentan, vino a pasar sus últimos días a

Ayquina junto a La Chinita.

Luis Mario mira fijamente, sobrecogido por la escena. A mi lado, mi primo Gonzalo

llora desconsolado. No me atrevo a preguntarle nada. La gente del pueblo dice adiós a la

señora Silvia. La Virgen hace lo propio. Mis ojos cargan unas lágrimas contenidas. Siento el

pecho apretado por tantas emociones distintas. Un solo de trompeta que despide a la mujer

interrumpe mi sobrecogimiento. La fiesta debe continuar. Los bailes comienzan nuevamente

a danzar. Así es Ayquina. Un lugar donde las emociones están por todas partes.

Son las 3.30 de la madrugada. En la plaza no quedan más de diez personas

abrigadas de pies a cabeza. La temperatura debe ser cercana a los cero grados. El baile

Campero lleva casi una hora en escena. Los músicos no han parado de tocar desde que

salió el ataúd de la iglesia. Los cajeros tienen los dedos reventados, con más de una

ampolla. El agua caliente que trajimos en el termo se enfría rápidamente. Se corta la luz de

la plaza y el baile se despide en medio de los aplausos de las siete personas que los

observaban. El pueblo por fin descansa y se prepara para un nuevo día. La noche está

estrellada y sólo algunos jóvenes pasean por las calles, pero no sin que los carabineros

estén atentos a sus movimientos.

Amanece y como de costumbre despertamos con nuestros pies chocando con la

entrada de la carpa, muertos de calor. Nuestra tienda huele horrible y no es precisamente

por la descomposición de algún alimento. Somos nosotros.

Es nuestro tercer día en Ayquina y el olor de la carpa nos obliga a buscar un lugar

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43

donde ducharnos. Hace dos días que no lo hago. La comunidad del pueblo se ha

organizado de tal manera que ofrecen servicios higiénicos por doscientos pesos. Las duchas

cuestan trescientos. Una suma que me parece aceptable, incluso económica. En sólo

cuestión de minutos sabré el por qué de su valor.

Las duchas parecen camarines de fútbol, claro que con una gran diferencia que

cualquiera consideraría inservible estando en medio del desierto. No hay agua caliente.

Afuera, el termómetro marca 20 grados. La sensación es parecida aquí adentro, pero

cambia rotundamente al abrir la llave. Una pequeña hilera de agua cae tímidamente, pero es

tan fría que a los pocos minutos ya no puedes ni siquiera meter la mano. En los cubículos

del costado hay unos muchachos que discuten sobre bañarse o no. “Mojémonos el pelo no

más y le decimos a los cabros que nos bañamos”, dice uno de ellos. “Hazla corta, huevón

cochino”, replica el otro. Finalmente se bañan en un tiempo que no supera los cinco minutos.

Estoy desnudo y mientras el agua recorre mi cuerpo, no puedo parar de temblar. El

piso de cemento hace que las plantas de mis pies se quemen con el frío y desde mi boca

emerge un vapor que intenta abrigarme. Bañarse parece una tortura. ¿Será que en Ayquina

los pecados se pagan de cualquier manera?

Estoy limpio y huelo bien. Al salir de la ducha vuelvo a sentir el calor penetrante del

desierto. El bloqueador solar me cubre de la radiación ultravioleta que ha dejado su marca

en los rostros de la gente de esta tierra. Mientras recorro el pueblo no puedo dejar de tomar

agua. Una botella de medio litro cuesta mil pesos, pero resulta indispensable para no

deshidratarse, así que la compro.

Hasta la posta del pueblo la mayoría de los pacientes que han llegado ha sido por

deshidratación, descompensaciones producto de la altura y cuadros gastrointestinales.

Cuando era pequeño siempre terminaba de una u otra manera en manos de algún

paramédico. La insolación y el asma que sufría por aquel entonces, me hacían visitar la

posta cada año. Estoy convencido de que esta vez no será así.

El día transcurre lentamente y con gran expectación. Falta poco para el cumpleaños

de La Chinita. Cada vez se nota la presencia de más y más gente. Ayquina sigue llena de

vida, de música, de alegría y emoción. Aquí no se sabe de celulares, Internet, ni medios de

transporte. Con suerte llegan los periódicos de Calama, pero sólo por los días de la fiesta.

Son cerca de las diez de la noche. Estamos en la casa de mi tío Álex, el papá de

Gonzalo y esposo de mi tía Mónica. Por primera vez en todos estos días disfrutamos de una

cerveza, no sin antes habernos devorado el asado al cual nos invitó Gonzalo. Luis Mario me

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comenta: “menos mal que había ley seca compadre. Se supone que aquí no puede haber

copete”. Con mi tío sólo atinamos a reír.

A las doce de la noche el cielo se iluminará para celebrar el día de la Virgen

Guadalupe de Ayquina, pero antes de bajar a la plaza, mi tío nos contará parte de su historia

en este poblado. Le comento de la caminata que hicimos para llegar hasta acá y me dice

que antes era mucho más larga, que algunos peregrinos salían desde Chuquicamata y

luego tenían que pasar por Lasana. “Eran otros tiempos. Te demorabas entre 40 y 48 horas

caminando, puesto que entonces no había un camino marcado como el de ahora. Uno

seguía el rastro que dejaban los burros“, afirma. La diferencia es significativa. Nosotros

caminamos por más de 15 horas, aunque para ser sinceros no logramos concretar la

travesía. “Antes no habían bolsos como los de ahora. Nosotros nos hacíamos mochilas con

los cajones de manzana que vendían en el terminal agropecuario y los amarrábamos con

sacos de arpilla”, rememora mi tío. Estos son algunos de los cambios que ha vivido la fiesta,

incluso desde antes de llegar al pueblo.

Estamos a minutos de

que sean los doce de la noche.

El día 8 de septiembre está por

llegar y en la plaza miles de

feligreses se aprestan a darle la

bienvenida al ansiado día. El

lugar está totalmente iluminado

por más de seis mil doscientos

vasos tricolores con una vela

en su interior. Son miles de

corazones los que mantienen

encendida cada una de las

llamas que dan luz a este

pueblo escondido en el desierto. Arriba, en el escenario, el cura “Pato”, como le llaman al

párroco de Ayquina, dirige la misa. Cuenta que se consiguió dos banderas chilenas con

gente de La Moneda y se manda una confesión que a muchos no les gustará oír. “Con el oro

que sobró de la corona de la Virgen hicimos un rosario para nuestra madre”, hecha fuera el

cura. Algunos bailarines están molestos porque hasta esta noche, después de ocho años del

incidente en que se quemó la Virgen, no tenían idea que había sobrado oro.

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Estamos a sólo segundos de comenzar la fiesta. Es el instante cuando el cura

debería lucirse. Todas las miradas están puestas sobre él que es el encargado de poner el

rosario en la imagen de la Virgen para luego ser ovacionado por la multitud. Está a punto de

consagrarse en uno de los momentos importantes de la fiesta, pero de pronto suena la

alarma de los bomberos. Son las doce y las miradas de los feligreses giran en 180 grados

hacía el cielo que se ilumina con fuegos artificiales. El cura y el rosario de la Virgen pasan

casi inadvertidos.

La gente aplaude y se asombra con cada nueva figura que destella en el cielo. Es

una noche donde la luna no fue invitada y los destellos de artificio alumbran el valle del

pueblo sacando a relucir la magia y el misticismo propio del desierto. Se respira un aire que

transmite tranquilidad espiritual. Tras años de ausencia el corazón se vuelve a sentir lleno,

sereno y en paz. Como si jamás me hubiera marchado de Ayquina.

El himno de Calama suena con más sentido que nunca:

“Calama de mis amores,

cuando lejos debo estar,

sólo sé que en el regreso,

está mi felicidad….”

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Capítulo 7:

Miércoles 8 de septiembre

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LUIS MARIO:

En la plaza central de Ayquina hay pocas personas. En el frontis de la iglesia, diez

jóvenes de la capilla San Lorenzo de Calama prestan atención a las indicaciones que les

hace Paula Navarro, profesora y coordinadora del grupo. En principio: mantener cerrado con

rejas la entrada y estar de a tres en los costados entrelazados con las manos para que no

haya aglomeración de personas cuando llegue la Virgen.

A la entrada de Ayquina más de la mitad de los feligreses que han llegado hasta el

pueblo despiden a La Chinita. Por lo menos el 90 por ciento es de Calama. Son peregrinos

que desde las diez de la mañana hicieron fila a pleno sol para saludar a la Virgen. Ahora

esperan que avance la procesión, un circuito donde más de una docena de creyentes la

cargan en sus hombros por las casi seis horas que dura el recorrido de la procesión. De un

momento a otro, hombres, mujeres, jóvenes y adultos se van intercambiando para que La

Patrona se mantenga arriba y llegue en buen estado. Esta hilera de personas es custodiada

por un grupo de la pastoral Emaús de Calama, quienes, tomados de las manos, forman un

círculo para dar espacio y tranquilidad al avance de la Virgen. Luchan codo a codo contra

cuerpos y manos de feligreses que quieren tocarla o mirarla más de cerca.

Mientras avanzo en bajada por

el camino de tierra, me topo con

personas que lloran y levantan sus

pañuelos blancos en señal de

despedida y agradecimiento. Algunas

están en los balcones y techos de sus

casas, otras encima de una piedra o de

los hombros de alguien para no

perderla de vista mientras pasa por su

lado. Es un momento solemne. La

mayoría de los creyentes ve esta

oportunidad como la última instancia

de pedirle un favor. La manera de hacerlo es representar una figura o escribir con piedras lo

que más desean para el próximo año. Una pareja de ancianos han hecho delante de sus

pies una casa con piedras. Siguiendo por el camino un joven hincado escribe “PSU”. Otras

piedras ya han sido abandonadas, muestra de que por ese lugar la Virgen ya pasó. De

hecho, algunas personas se disponen a subir a los buses que están al costado del camino

Procesión de la Virgen de Guadalupe por el pueblo de Ayquina.

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para regresar de inmediato a sus hogares.

La emoción es grande. Muchos lloran o por lo menos tienen sus ojos brillantes. Le

gritan fuerte para que los escuche. “Adiós, Virgencita, hasta el próximo año”, es la frase que

se repite. Los feligreses no se quieren ir ni menos despedir. Jordan no está a mi lado. Se ha

perdido o quedado atrás, entremedio del mar de gente que hoy impera en el suelo

ayquineño.

JORDAN:

No sé cómo llegué hasta acá. En

realidad, sí sé, pero no esperaba que las cosas

se dieran de esta manera. Estoy en plena

procesión, cargando a la Virgen y camino al

templo que la resguarda durante el año. Llevo

así más de media hora y no hemos avanzado

casi nada. Son cerca de las seis de la tarde, el

sol todavía alumbra y poco a poco comienza a

salir ese viento fresco que se da en los crepúsculos nortinos.

Miles de feligreses se despiden de la Virgen con pañuelos blancos, sombreros o con

alguna reverencia. A ratos mis pies chocan con el hombre que camina delante de mí. Siento

el cansancio del señor que va detrás, con pequeños quejidos al respirar. Sigo en pie, mi

juventud me ayuda en estas instancias.

Es impactante pensar que el creer en algo que quizá ni siquiera existe, alimenta el

espíritu hasta el regocijo más profundo. Los ojos llorosos de los peregrinos apostados al

costado del recorrido que hace la Virgen me transmiten emociones tan intensas que mi

mirada se nubla por lágrimas contenidas. Madres con sus bebés en los brazos tocando los

pies de la imagen me recuerdan a la mujer que me dio la vida y que un día regresó a

Ayquina para agradecer a La Chinita de la misma forma que lo hacen estas mujeres.

Comienza a dolerme el hombro cuando veo a un hombre llorando desconsolado

frente al paso de la procesión. Es Jonathan Cáceres, un muchacho alto que huele a alcohol

y que hace un par de minutos se agarró a combos con su hermano en este santuario. Tiene

el brazo izquierdo herido tras la pelea y aún así me pide un espacio para cargar la imagen.

Le hago un lugar y me lo agradece con los ojos llenos de lágrimas. El problema es que su

altura descompensa el orden que llevábamos en la fila, pero no importa, es su muestra de fe

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y no soy quién para impedir que lo haga. Uno de los habitantes del pueblo, encargado de la

procesión, le llama la atención por estar pasado de copas.

“Es una falta de respeto para la madre presentarse en ese estado”, le dice el señor.

“Discúlpeme, papito, pero yo lo hago con todo el corazón”, le responde el hombre

que continúa llorando.

Avanza la caminata, llevamos más de una hora con la Virgen a cuestas. El hombre

va tras de mí llama por celular a su esposa y le dice que “regresaremos a Calama más

tarde, porque estoy cargando a La Chinita”. La gente continúa despidiéndose. Nos

preguntan si estamos cansados pero nadie dice la verdad. Todos mentimos afirmando estar

en buenas condiciones, pero el agotamiento es evidente. En este momento pienso en Jesús

en el Vía Crucis y creo sentir lo que vivió en esa circunstancia. Mi lejanía con la fe católica

toma otro matiz una vez dentro de la procesión y gran parte de sus símbolos los he ido

comprendiendo a medida que avanzamos lentamente.

LUIS MARIO:

Luego de cuatro horas en la procesión, vuelvo a la plaza. Ahora está repleta. Ya no

hay espacio para sentarse a los costados y sólo se puede entrar a la fuerza para

mantenerse parado mientras se espera la llegada de la Virgen. El ambiente es de

expectación absoluta. Arriba, en la ventana del templo, está la señora Venturina Ramírez,

nombrada fabriquera este año por la comunidad del pueblo. Tiene 70 años y toda su vida la

ha pasado en Ayquina. Este año es la encargada oficial de vestir y arreglar a la Virgen.

Mientras espera, permanece en silencio y conmovida ante la multitud. A Venturina le

acompañan cuatro mujeres que la ayudan a cuidar, vestir y maquillar a la Virgen y a su niño

Jesús. Todas usan delantal blanco. Todas ellas viven en Calama, excepto Elsa Guzmán que

se vino a vivir hace 20 años a Turi, un poblado cercano a Ayquina. Mientras que Fresia

Ayawire, es colaboradora en la Pastoral de la Salud y su acercamiento vino a través de

casos de familias que en este lugar se encomendaban a la Virgen. Nancy Riveros es devota

desde que su esposo fue fabriquero hace dos años. Marta Leiva, tiene un kiosko en la calle

Alonso de Ercilla con Florida en Calama, y viene hace 17 años dedicándose principalmente

a arreglar y decorar a La Patrona. Además de estar permanentemente barriendo la iglesia

por dentro.

Todas las mujeres están emocionadas mirando por la ventana del segundo piso del

templo. “Ella es todo para mí. Se merece lo mejor. Todo lo que le pedimos, lo cumple”,

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comenta la señora Venturina. A su lado, las colaboradoras parecen niñas que cuidan a una

muñequita de seda como si fuera una Barbie.

Mientras la algarabía comienza a escucharse más intensamente en la plaza, las

mujeres se pelean por hablar de La Chinita. Venturina asegura que a la Virgen la conoce

desde que nació. “Ella tiene por lo menos 120 vestidos en su baúl. Sus colores favoritos son

el blanco, rosado, celeste y damasco”, dice. Durante el año, todos los meses se le cambia

de traje, excepto durante los cuatro días de la fiesta que se le muda todos los días. Muchas

de sus vestimentas son mandados a confeccionar a Bolivia y Perú por los creyentes,

quienes se inscriben en una lista a principio de año en muestra de agradecimiento o

penitencia. Llegan a pagar entre 100 y 150 mil pesos por cada uno. Generalmente son

bordados a mano y de seda fina, adornados con lentejuelas y costuras. Aunque parezca

insólito, hay otros que le dejan su pelo para cuando le falte; o arreglos florales para su

estandarte. Todo se guarda en su pieza.

La Virgen de Guadalupe mide cerca de un metro y veinte centímetros y tiene una

mirada penetrante, de absoluta compasión. Su pelo negro y largo está cubierto por un velo

blanco y encima tiene una corona de oro que utiliza sólo por los días de la fiesta. Su piel es

blanca y está bien maquillada en su cara, boca y manos. En una de ellas sujeta un pañuelo

blanco y, en la otra, a su niño Jesús, que mide 20 centímetros. Él tiene los ojos grandes y da

la sensación de que estuviera mirando para todos lados. En su mano derecha sujeta una

Biblia. En la izquierda, al mundo. El color de su vestimenta depende del tono como se vista

a la Virgen. También tiene una guitarra colgada y una corona de oro que jamás se la sacan.

Hay varios enigmas sobre la Virgen y su niño como por ejemplo, del incidente que

sucedió el 2002 nadie se quiere referir. Colocan una cara de terror, angustia y tristeza que

es mejor no insistir. En ese incendio la Virgen se carbonizó y parte de su cuerpo se quebró.

“No me preguntes de eso, mijito. Nos da mucho dolor y pena lo que pasó ese año. De eso

nada se sabe. Da la impresión de que fueron estos grupos satánicos los que un día

abrieron, robaron y quemaron todo”, cuenta Venturina. Se produce un silencio angustiante.

Sin embargo, estas mujeres me dan a entender que la Virgen tiene un cuerpo de madera

dentro de su figura de yeso. Nadie quiere reconocerlo bien. Si no, se pierde el misterio e

incluso el milagro.

Venturina me dice convencida: “yo cada mañana tengo que limpiarle sus manitos y

cara. Y al niño…pfff él sí que es revoltoso, toca la guitarra y sale a jugar todas las noches y

se ensucia siempre. Llega con piedrecitas o paja en los pies. Es muy revoltoso y alegre”.

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Para ella estas imágenes son su vida.

Está convencida de lo que me dice. Yo

pienso que es el polvo que día a día cubre a

Ayquina, por eso es inevitable que se

ensucie.

JORDAN:

Por fin llegamos a la iglesia. Lo más

complicado de esta parte es que el camino

está en una bajada más inclinada y el cansancio de nuestros cuerpos podría hacernos

perder el equilibrio. No quiero ni pensar en la Virgen en el suelo. Para entrar a la plaza

debemos bajar la imagen hasta la altura de nuestros tobillos, de lo contrario chocaría con el

arco que cubre el ingreso al lugar. Son los últimos metros de la procesión. Todo el mundo

espera que La Chinita les salude. Quienes la cargamos ya estamos instalados al interior de

la plaza y ahora debemos hacer un movimiento coordinado que permitirá a los feligreses,

creer que la Virgen los saluda.

“A la cuenta de tres los que están delante de la imagen deben agacharse y

levantarse lentamente en tres ocasiones”, dice el mismo hombre que retó al borrachito más

atrás. “Uno, dos, tres”.

LUIS MARIO:

Son cerca de las ocho de la noche y todas las mujeres me invitan a que sea yo el

encargado de tirar el papel crepé rosado y blanco que tienen preparado para cuando ella

entre al templo. Hay mucho movimiento y luego de un par de horas sin ver a Jordan, lo

diviso desde lo alto. Está cargando a la Virgen. Comienzan a prender velas y bengalas

porque está de cumpleaños. ¿Cuántos años

cumple? Nadie lo sabe exactamente. Otro

enigma. Me hinco al borde de la ventana y

escucho un “¡Ahora, tírala!”.

“Paga por tus pecados mijito”, me

dice Marta con un tono muy cálido que

causa la carcajada de todas las demás. Yo

Marta y Venturina a la llegada de la Virgen al templo.

Page 52: Ayquina una fiesta religiosa en medio del desierto

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parezco un niño. Ella está vestida de blanco. Todos gritamos “¡Viva la Virgen de Guadalupe

de Ayquina!”

Ha pasado una hora desde que estaba arriba del santuario. Me vuelvo a encontrar

con Jordan. Mientras en la iglesia hay una misa que está por terminar y los niños cantan

“¡Un tallarín, que se mueve por aquí…!”. Entonces nos disponemos a volver a la carpa para

comer algo. Jordan se despide de Jonathan. Apenas salimos de la iglesia me dice que “fue

bacán la experiencia de cargar a la Virgen. Me duele el hombro, pero viví algo que jamás se

me va a olvidar”. Varios buses, algunos que apenas caben en el pueblo, comienzan a

abandonar esta tierra santa.

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Capítulo 8:

Jueves 9 de septiembre

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LUIS MARIO:

Son las tres de la tarde y el padre Patricio

Cortés Menares, uno de los personajes más

importantes y reconocidos en la provincia de El Loa,

termina de almorzar. Está en una de las casas que

utiliza el mundo eclesiástico en Ayquina y que se ubica

al lado del templo. Es el cura de todos los pueblos al

interior de Calama (Turi, Ollagüe, Conchi, Toconce,

Cupo, Caspana, Lasana, Chiu Chiu, Toconao, Camar,

Socaire, Machuca, Peine, Coska y Río Grande). Es

profesor y músico del colegio Obispo Silva Lezaeta de

Calama y Vicario Pastoral de la misma ciudad.

También párroco de Chiu Chiu, rector del santuario de

Ayquina, además de bailarín de Los Reyes Morenos.

Es un hombre de barba, bigotes negros y un tostado

inconfundible como de solarium. Un señor cercano a los 50 años, de voz fuerte y ronca. Su

mirada es penetrante. Aunque tiene los labios literalmente partidos por el sol no se cansa de

hablar. “Este año veo más gente que años anteriores”, es lo primero que nos dice cuando le

preguntamos por la fiesta.

Mientras conversamos, algunos niños juegan a la pelota entre nosotros. Además,

unas mujeres pertenecientes a la iglesia que recogen la mesa.

Antes la fiesta duraba sólo tres días, 7, 8 y 9. Actualmente dura casi una semana.

“La hicimos más larga bajo mi rectoría, porque pensamos que era mucho el sacrificio y el

gasto para tan poco”, dice enfático el cura. Esta medida a René Paniri, presidente de la

comunidad aymara de Ayquina y perteneciente a la cuarta generación de los Paniri, no le

gusta en lo absoluto. Mientras coloca una barrera metálica para que los autos no se

estacionen en la entrada de Ayquina, al frente de un letrero grande que dice: PUEBLO SIN

AGUA POTABLE, comenta ofuscado y en voz baja que poco se le entiende: “la gente viene

sólo para la fiesta y después quedamos absolutamente olvidados. Por estos días tenemos

luz durante más horas, agua potable, ambulancias y mayor seguridad, pero después nada”.

Tiene razón, Ayquina es un pueblo que actualmente vive aislado y vulnerable. No

tiene red de alcantarillados ni mucho menos con bomberos ni grifos. Sólo viven de la

agricultura y de la construcción de casas. René lo resume en una frase: “No al Bicentenario”.

Párroco Patricio Cortés conversa con

un peregrino en la procesión.

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Y la verdad es que han pasado años de supuesto progreso y aquí todavía no existen los

recursos básicos para vivir.

A la situación actual, el párroco se desentiende.

“La verdad es que yo sólo me encargo de toda la parte espiritual. Los problemas y

las necesidades de la comunidad son responsabilidad netamente del municipio”, dice el

cura. En tanto, Mario Montecinos, encargado de asuntos festivos y parte del gabinete del

alcalde declara que “para los días de la fiesta nosotros establecemos el lugar físico de los

comerciantes, instalamos tres motores para abastecer con electricidad, un recolector de

basura y un camión que riega las calles. Además entregamos agua potable e invertimos en

los fuegos artificiales”.

¿Pero qué ocurre durante el año? “Realizamos asistencia social y establecemos un

servicio de salud, mediante la posta y el SAMU de Calama. La seguridad depende de la

Comisaría de Calama, uno de los pocos servicios que está constantemente conectado con

el pueblo de Ayquina”, afirma Montecinos.

Los ayquineños están desamparados.

No hay una ley que obligue a abastecer a esta

localidad de recursos básicos, ya que durante

el año no alcanzan a tener los mil habitantes

que se exigen para estos beneficios.

Supuestamente se está elaborando un

proyecto de ley, en el cual se abarcarán las

necesidades que demanda la comunidad de

Ayquina. Situación que refleja a otras etnias

indígenas del país.

Pese a esto, los feligreses del pueblo depositan su fe a como dé lugar por La Chinita.

Gracias a su aporte monetario fue reconstruida tras el incidente del 2002, donde para el cura

“Pato”, la Virgen volvió a nacer.

“¿Por eso este año le obsequiaron un rosario que surgió de los restos que quedaron

de la corona y que muchos desconocían?”, pregunta mi compañero.

“Con lo que sobró de ese oro, que se le compró a Codelco, se mandó a hacer este

rosario. Yo no tengo por qué rendirle cuentas a nadie. Si tú confías en mí, tiene que ser a

ciegas”, dice enojado y levantando la voz. Luego repite: “tienes que confiar en mi y punto. Si

no confías, dime no y quédate callado o mejor no des”, sentencia mirándonos con ganas de

Virgen de Guadalupe de Ayquina con su corona de oro.

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terminar la conversación.

Claramente el cura “Pato” se incomoda cuando le preguntamos por temas de dinero.

Asegura que su sueldo no supera los 200 mil pesos, entre lo que obtiene como profesor y

párroco. Según él, en Ayquina no hay muchos recursos, pero la alcancía de la iglesia

recauda dos millones de pesos anuales.

“Voy a ser bien pesado si creen que uno viene a llenarse los bolsillos de plata. Eso

es mentira. Yo sólo soy cura y devoto de la Virgen. No manejo plata por si acaso”,

sentencia. Está cansado de que sospechen que los curas son los que manejan el dinero.

Dice que muchos lo miran mal porque tiene una camioneta 4x4 que ni siquiera es suya, y

que si hubiera sido astuto se hubiera quedado con el dinero y el oro. “¿Por qué no juzgan a

los que cobran 700 mil pesos por el arriendo de las casas en Ayquina durante la fiesta?

Claro, porque ellos siempre son vistos como pobrecitos, a los que hay que ayudar”.

La conversación se interrumpe por una señora que lo viene a saludar y le entrega

una canasta con frutas en agradecimiento.

Para el padre Patricio, recorrer todos los pueblos de El Loa es gratificante. Desde

que es cura de la zona, viaja todos los domingo para hacer la misa a la gente de este

pueblo. “Ningún cura lo había hecho antes, y eso que yo no cobro nada”, comenta.

Como bailarín partió desde muy pequeño en Los Toreros. En su etapa de

adolescencia dejó de venir porque se fue a un seminario en Santiago. Actualmente baila en

Los Reyes Morenos y entre eso y ser cura prefiere el complemento de ambas. Le gusta todo

cuanto involucra esta fiesta religiosa-cultural.

“Los bailes vienen del mundo laico. Nunca hubo un cura. Las familias que los

formaron no son misericordiosas y si no cumples sus reglas te sancionan. No tienen el

pensamiento de la iglesia en cuanto al concepto del perdón”, dice enfático y agrega que “en

este tipo de fiestas, donde se juntan las tres “f”: fiesta, feria y fe, es inevitable que no haya

gente tomando alcohol, drogándose o incluso maltrato físico. Sería cínico si te dijera que la

gente de Ayquina es pura, casta y bella, porque eso no es así. Es parte del sincretismo que

tiene esta fiesta”, confiesa el padre Patricio.

JORDAN:

Abandonamos la casa donde charlamos con el cura “Pato”. Ayquina ya no es la

misma de ayer. En las calles del pueblo ahora se ven vehículos cargados de equipajes para

regresar a Calama. No hay electricidad y vuelven a aparecer las linternas. Las velas, que

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antes se veían sólo en la iglesia, ahora asoman en los pocos hogares que van quedando

habitados.

Una brisa fresca me penetra hasta el alma. Me abrigo e intento ahuyentar el frío con

una taza de té caliente. Afuera ya no hay tambores que marquen el ritmo de la fiesta y sólo

escucho el pito de la tetera que indica que el agua ya está hervida

El desierto vuelve a la calma. Ayquina se transforma en un pueblo fantasma que a

ratos da miedo. La oscuridad y el silencio hacen que el reloj avance lentamente. La

sensación ya no es la misma. La escena se vuelve melancólica. Es nuestra última noche en

el pueblo y después de varios días dormiremos en una cama que nos pasó la mamá de “El

Mono”. El espacio que antes escaseaba en esta casa, esta vez no hay cómo llenarlo.

Es hora de dormir, mañana partiremos temprano.

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Capítulo 9

Viernes 10 de septiembre.

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LUIS MARIO:

Esta mañana todo cambió. Lo único que

sigue igual es el cielo con pocas nubes,

acompañado del sol que ilumina y quema con

intensidad. Son cerca de las 7.30 de la mañana y

los camiones de la municipalidad han pasado

regando los caminos de tierra por última vez. Todo

está cerrado y no aguanto las ganas de ir al baño.

De modo que me meto entre los pasadizos

angostos para que nadie me vea orinar. El chorro golpea con fuerza las paredes de una

casa deshabitada y la poza que se forma desciende por la bajada.

Ayquina está desolado. Si hace un par de días había más de 30 mil personas, hoy

con suerte quedan mil. Uno que otro comerciante vendiendo en oferta los últimos rosarios y

santos que le quedan. El cartel de la plaza que advierte: “PROHIBIDO EL COMERCIO

AMBULANTE Y ESTACIONADO” no es regla para ellos. La basura en las calles me da a

entender que la fiesta ha terminado.

Son cerca de las diez de la mañana y nos disponemos a desarmar la carpa. El cierre

de ésta se rompió en los últimos tres días y aunque le pasamos velas para que cerrara, no

hubo caso. El frío nos visitó en más de una oportunidad. Luego de despedirnos de “El

Mono”, agradeciendo su hospitalidad, caminamos hacia la entrada del pueblo para que nos

lleven a dedo. Muchos de los grupos de baile se fueron ayer en sus micros. Recién ayer me

di cuenta que la Cruz del Bicentenario, colocada arriba de la quebrada, estuvo iluminada

toda la noche. Las casas quedan vacías; las calles planas. Así se reconoce mejor aún a

quienes viven en este pueblo. La única escuela que sobrevivía cerrará en los próximos

meses.

De esos tres niños que conocí, cobrando a la entrada de los baños. ¿Qué será de

ellos, sí logran salir de aquí? Todo pierde vitalidad y se descolora. Los niños serán

muchachos adolescentes convirtiéndose rápidamente en adultos y de la noche a la mañana

serán viejos. Algunos jóvenes partirán a la ciudad para conocer lo brutal de la vida, dejando

de lado sus sentidos ancestrales y apegándose al ruido, contaminación acústica y violencia,

involucrándose con un sistema cada vez más urbano, tecnológico y cómodo. Quién sabe si

esta fiesta será víctima de todo esto a medida que pasen los años. No sería raro volver y

que hayan bailes haciendo coreografías al son del ritmo que esté de moda. El aire

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permanece limpio, seco y silencioso. La verdadera esencia de Ayquina.

JORDAN:

Son más de las once de la mañana. Los Tinkus se despiden de la Virgen, son los

últimos en abandonar el pueblo y el cura “Pato” observa su retirada desde la puerta de la

iglesia. Al interior de ésta algunos peregrinos se marchan con los ojos llenos de lágrimas,

juran volver el próximo año. La imagen de La Chinita ha dejado el altar en donde se

apostaba y permanece a la altura de los feligreses. Una vez más siento el pecho apretado,

tengo ganas de llorar, pero contengo mis emociones.

Es el momento de la despedida y las despedidas son tristes, por eso nunca me han

gustado. En una semana reviví sensaciones que durante cinco años quedaron congeladas

en mi interior. Me reencontré con mi familia en una forma única y recordé a mi tío Mario en

medio del lugar que me vio crecer; el desierto.

Abandonamos el pueblo a paso lento, contemplando por última vez cada detalle.

¿Regresaré algún día? No lo sé. Lo único que tengo claro es que existe un lugar en el

mundo donde la fe te devuelve a la vida: Ayquina.

LUIS MARIO:

Ayquina, un pueblo donde nadie se pregunta para qué vivir. Nadie tiene idea del

porvenir. La serenidad está en sus almas a la orden del día. Todo se hace lento e indefinido.

No hay espacio para el apuro. En la naturaleza de sus valles, la vida alcanza su máximo

esplendor. Personas con vidas tediosas, monótonas y silenciosas. Heredan lo que tienen y,

con ello, el anonimato. La vida en Ayquina se transforma en una siesta continua. Sus calles

bautizadas con nombres que hacen referencias a personajes guerreros y religiosos, y

acontecimientos históricos, como San Roque, Tomás Paniri y San José Casimiro hoy son

inútiles porque nadie las frecuenta. Permanecen mudas, desiertas y escondidas.

Analizo mis sentimientos, explicándome el cariño que me entregó gente humilde,

esforzada, quienes depositan su fe en la Virgen. Pienso que la vida no es sólo alegría ni es

el aspecto favorable de las cosas, sino es injusta y dura. Es una mezcla extraña de placer y

dolor que hace que nuestra sensibilidad esté en cada momento a flor de piel, reflejado con

un nudo en la garganta

Dejamos atrás un pueblo que nunca olvidaré. En mi corazón llevo momentos que

sólo pude vivir en Ayquina. A lo lejos me despiden flameando a contraluz la bandera chilena

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y la wiphala, que representa a los pueblos originarios andinos. De fondo, la inmensidad del

desierto. Me voy con la sensación de que las personas necesitan tener fe en algo para darle

un mayor sentido a su vida.

En el camino, nadie nos puede llevar. Todos los conductores nos levantan las manos

en señal de perdón. Sus maleteros van repletos. Nos subimos a un bus donde sólo queda

un asiento disponible. Cierro los ojos para dormir profundamente. Hasta siempre, Ayquina.

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Bibliografía:

• CORDOVA, J., 2009. Fiestas religiosas. Santiago de Chile. Unlimited. • COX, C., 2009. La religiosidad popular. Santiago de Chile. Paulinas. • DARRAIDOU, C., 2009. Fiesta en el desierto. Santiago de Chile. Minera Escondida. • MONDACA, C., SEGOVIA, W., 2006-2007. Historia oral del norte de Chile: Memoria de

los pueblos atacameños de Talabre, Camar, Ayquina y Cupo. San Pedro de Atacama. CONADI.

• MONDACA, C., SANTOS, J., SEGOVIA, W., 2010. Tomás Paniri. Desde Aiquina a

Ckalama. Calama. Minera El Abra. • MUSEO HISTORICO NACIONAL, 2007. Por la senda de la fe. Fiestas religiosas de

Chile. Santiago de Chile. Origo Ediciones. • ORELLANA, M., 1964. Las pinturas rupestres de Ayquina. Santiago de Chile.

Universitaria. • PLATH, O., 1966. Folklore religioso chileno. Santiago de Chile. Taller. • SERRACINO, G., (sin fecha). Ayquina: Historia y festividad del santuario de nuestra

señora de Guadalupe de Ayquina. Calama. Corporación Cultural de Calama. • SIMS, N., 2010. Los periodistas literarios. Bogotá. Aguilar. • WOLFE, T., 2007. El nuevo periodismo. Barcelona. Anagrama.

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Anexo I: Proyecto de tesina aprobado

AYQUINA

Una fiesta religiosa en medio del desierto

La fiesta de la Virgen de Guadalupe de Ayquina data de 1646. Cada 8 de septiembre

una multitud cercana a las 30 mil personas visita el santuario de esta localidad ubicada al

interior de Calama, a más de 3000 metros de altura. Allí se realizan oraciones, mandas y se

presentan diversos bailes religiosos preparados durante un año.

Si bien existen caminos transitables y abundante movilización, un grupo importante

de fieles decide efectuar el trayecto a pie. Son 24 horas de caminata por el desierto de

Atacama, en una travesía que involucra a devotos de la Virgen.

¿Qué motiva a los calameños, en pleno siglo XXI, a mantener viva esta tradición?

¿De qué modo se vive el fervor religioso en esta zona del país? ¿Cómo se preparan los

grupos de baile que participan de las ceremonias? ¿De dónde proviene la costumbre?

Estas son las interrogantes que se propone responder este proyecto. Por lo tanto se

privilegiará destacar aquellos rasgos antropológicos que coexisten con los numerosos datos

que sitúan a Calama como ciudad con importantes problemas sociales: un índice de

desempleo que alcanza el 9,5 por ciento (la media nacional es 8,8); la tasa más alta de

suicidios desde inicios de la década pasada, con sobre 20 casos por año; más de 600

personas infectadas de sida (de 13 mil diagnosticados en todo el país), un consumo de

alcohol que supera en un 110 por ciento la media anual a nivel país y una estimación, para

este año, de cuatro mil inmigrantes radicados en la ciudad, sin contar los tres mil extranjeros

ilegales sólo provenientes de Bolivia.

Según los formatos de tesina que la escuela ofrece para este proyecto y

aprovechando la estructura del reportaje literario (no-ficción) y los elementos de la

crónica personal y de viaje, el texto buscará, desde las técnicas narrativas aprendidas,

reflejar elementos vinculados a las motivaciones propias de la idiosincrasia de los

calameños en las cuales se sustenta la religiosidad en esta la fiesta.

Si bien hay abundante material que explica la tradición popular, no existen

testimonios extensos ni detallados de la festividad desde los fieles, por lo tanto el aporte

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está, justamente, en crónica de la experiencia. Además se incorporarán fuentes directas,

tales como autoridades locales (civiles y religiosas), estudiosos de las tradiciones de la

zona, directores de los bailes y fieles que realicen la caminata por el desierto.

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Objetivos

1.- Conocer y describir, a través de dos crónicas personales interconectadas en estilo no

ficción, los aspectos más relevantes de la fiesta de Ayquina.

2.- A través del relato periodístico literario dar cuenta del viaje desde la llegada a Calama, el

trayecto a Ayquina, la fiesta y el posterior regreso.

3.- Demostrar que a partir de dos crónicas personales se puede retratar genuinamente la

fiesta. Esto debido a que uno de los autores la conoce en detalle y para el otro, es su

primera vez.

4.- Registrar fotográficamente la fiesta y su entorno.

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Metodología

Para lograr concretar de la mejor manera este proyecto, se trabajará bajo la siguiente

estructura:

• Agosto:

-Documentación bibliográfica y definición del estilo narrativo de las crónicas

• Septiembre:

- Viaje Santiago a Calama y Calama a Ayquina.

- Realización de entrevistas.

• Octubre:

- Elaboración primer borrador y corrección.

• Noviembre:

- Corrección y ajustes finales.

- Entrega de Tesina.

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Anexo II

Lista de Bailes Religiosos que participaron en la fiesta que venera a la Virgen de

Guadalupe de Ayquina 2010:

1. Amerindio

2. Awatiri

3. Campero

4. Chino Devotos de Guadalupe

5. Chinos

6. Chuncho de la Tirana

7. Chunchos de Chuquicamata

8. Cosacas

9. Cosacos de Chuquicamata

10. Danzante Anciano

11. Gran Diablada Calameña

12. Diablada Hermanos del Norte

13. Diablada Hermandad

14. Diablada San José

15. Español

16. Estrella Dorada

17. Flor del Desierto

18. Fraternidad Centralista

19. Fraternidad Kullawada

20. Gauchos

21. Gitano Nacional

22. Guajiros

23. Hindú

24. Huasada Calameña

25. Jalaguayos

26. Kuyacas

27. Marino

28. Mexicano

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29. Moreno Hijos de Guadalupe

30. Osada

31. Peregrino Hijos de Guadalupe

32. Piel Roja

33. Pirata Cristo Rey

34. Reyes de la Tuntuna

35. Reyes Morenos

36. Salteños

37. Samurái

38. Tinkus

39. Tobas

40. Tobas Familiar

41. Torero

42. Unión Morenada Central

43. Vaqueros del Norte

44. Zambo Guaguasniqui

45. Zambos Sayas