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Atados con hilos de plata

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Atados con hilos de plata

D. R. © Metzi Yoali, 2019

Primera edición: 2019

Esta novela autoeditada ha sido distribuida por la autora

en determinados lugares y circunstancias. Por favor, no

lucres con ella ni la reproduzcas por ningún medio, sea

impreso o digital, sin su autorización previa.

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ATADOS CON HILOS DE PLATA

Metzi Yoali

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Debajo del vestido de seda

El cazador avanza resguardado por la noche y por los vidrios

polarizados de un automóvil lujoso, vestido con su armadura

más brillante, cubierto por la ilusión de la novedad y la nostal-

gia del nerviosismo. Armado con un bolígrafo de punto fino y

una libreta de bolsillo repleta de bocetos fallidos, aprovecha la

poca luz que traspasa por una abertura diminuta de la venta-

nilla para hacer nuevos trazos en un intento por innovar, por

recuperar su nombre en la industria de la moda antes de llegar

a su destino, pues una parte de sí aún se halla sumergida en

aquella ilusión falaz de ganar fama en treinta minutos solo con

conceptos y bocetos abstractos.

Muy lejos de su carroza encantada, la mente del cazador

danza al ritmo del bolígrafo entre sus dedos que golpea contra

su libreta de bolsillo porque las ideas no le alcanzan para crear

algo que valga la pena. Más allá de la ventanilla, cifradas entre

las luces de la ciudad nocturna, las pistas para descubrir el ca-

mino exitoso hacia nuevos modelos y tendencias pasan por sus

ojos inquietos: telas, colores, cortes, acabados, incrustaciones,

anhelos de superación y de renombre, ambiciones sin principio

ni final, premios, reconocimientos e invitaciones a las pasarelas

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de mayor prestigio en la ciudad, no, en el país, no, en el mun-

do... Cambio de rojo a verde, las luces comienzan a moverse

de nuevo y él, decepcionado, se percata de que aún es incapaz de

comprender los mensajes ocultos de la vida que pasa.

El duelo entre sus expectativas y su realidad, tan agotador

como el de su porte sereno contra su lluvia de emociones con-

tenidas, lo obligan finalmente a guardar sus armas en el bolsillo

oculto de su saco antes de que el chofer sin rostro le abra la

puerta. De inmediato, tras colocar sus pies sobre tierra firme y

agradecerle por los favores recibidos, el joven cazador se apre-

sura a ingresar al edificio dispuesto para la ocasión: alfombras

rojas, vigilancia estricta, personajes famosos en el camino y

en el recibidor. Cientos de cámaras y periodistas preparados

para seguir a quien diera la nota: una primicia, un escándalo,

cualquier material que pudiera aparecer en la primera página

de la sección de Sociales, nuevas tendencias para las revistas de

moda. Pero nadie sigue al cazador furtivo, nadie presta atención

a quienes carecen de fama ni a quienes renunciaron a ella, y

él lo agradece.

En silencio, sin preocuparse de entablar amistades o siquie-

ra de presentarse, ocupa su lugar en la fila de sillas más lejana

de la pasarela. Mientras espera que el desfile comience, toma

nuevamente sus armas en otro intento por lograr su cometi-

do: el básico armazón vacío de una figura de plástico; trazos

sueltos, a veces repetitivos, que intentan cubrirlo; el catálogo

de telas conocidas y de giros novedosos que nunca logran con-

vencerlo; rememorar modelos de décadas anteriores en busca

de bases como último recurso; una curva azarosa sobre todo el

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boceto y un cambio de página; un suspiro largo y pesado; tres

golpeteos sobre el lienzo en blanco. Nada.

Tony Berry lo encuentra cuando enfunda su espada.

—¡Aquí estabas, René! —dice con alegría, aunque también

con cierto alivio, mientras le da un abrazo—. Por un momento

pensé que mi chofer se había perdido o que no vendrías.

—No iba a fallarte hoy —responde con una sonrisa limpia,

blanca, aunque falsa—. Era imposible perderme de algo que es

tan importante para mi mejor amigo.

—Gracias por eso, espero recibir pronto la invitación para

tu regreso, tampoco me lo quiero perder.

Y se despide de él tan rápido que no puede ver el rostro

desalentado del cazador, quien vuelve cabizbajo a su silla sin

vislumbrar, tras aquel encuentro efímero, al menos la posibi-

lidad de que le esperaran días mejores.

« ◊ »

La presa se revela sobre la pasarela, ante los ojos maravillados

de decenas de interesados en el mundo de la moda, como lo que

todos acostumbran ver en esa clase de eventos: una cáscara fría,

firme, con pasos rítmicos y giros decididos para lucir el vestido

más extravagante de la noche. Su máscara de encantadora de

serpientes, inquebrantable y eficiente, oculta el remolino que

succiona su estómago y que amenaza con tragarse su alma

ante el menor descuido. Su técnica de orgullo y menosprecio,

esa que tantas veces le ha inculcado su amo, resulta eficiente

cuando su mirada se cruza por accidente con la de alguno de

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sus espectadores, y solo así es capaz de controlar la sensación

que amenaza con doblar sus piernas: «No me miran a mí, miran

lo que traigo puesto», piensa para tranquilizarse; pero no puede

ignorar esos dos o tres gestos lascivos que desnudan su cuerpo,

esas miradas que siente como manos que la ensucian, esas ma-

nos fantasmagóricas que oprimen sus pulmones para cortarle

la respiración. Quizá por eso, ni bien desaparece del escenario y

de la vista del público, apoya la espalda contra un muro cercano

mientras se esfuerza por recuperar el aliento, por olvidar sus

temores, por reunir las fuerzas necesarias para salir una vez

más y para no desmoronarse antes de que termine la noche.

Una persona tras bambalinas intenta acercársele para soco-

rrerla; pero sus intenciones son frustradas por el movimiento de

una mano que la rechaza, un brazo que se interpone para impe-

dírselo y una voz grave, ronca y pesada, que inconscientemente

transmite la orden de un domador de hierro: «No la toques».

—Deben ser los nervios, no te preocupes, ya se le pasará.

Con delicadeza aparente, el diseñador de la prenda acomo-

da el brazo alrededor de su cintura y la conduce una vez más

a la pasarela para cerrar el desfile. Arropado por el apoyo de

los invitados y de la prensa internacional, sonríe orgulloso al

terminar una muestra más de su trabajo de temporada con el

éxito al que está acostumbrado, y un par de minutos después,

con los reflectores y los flashes iluminando su espalda y los

de su modelo estrella, vuelve a los vestidores para encerrarla

y ahuyentar a los curiosos que quisieren felicitarla, pues un

tesoro así no se comparte: nadie en ese lugar tiene permitido

tocarla, ni ser amistoso con ella, ni convertirse en su apoyo si la

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requieren dos veces en el escenario con dos vestidos distintos.

El amo cruel es el único con esa facultad, el único autorizado a

acompañarla durante los cambios de ropa, el único que conoce

su verdadera naturaleza y el único interesado en mantenerla

en secreto por el resto de su vida, porque es consciente de que

todo terminará para él si llegara a descubrirse todo.

« ◊ »

Había recibido la orden estricta de tomar un vaso de agua, res-

pirar para tranquilizarse, cambiarse sin maltratar la prenda y

descansar durante el resto de la noche con la puerta asegurada

para evitar que cualquiera la viera. Y ahí estaba: encerrada

en una caja como la prisionera que era, aislada del mundo y

alejada de los extraños que intentaran lastimarla, separada de

las manos lascivas que quisieran tocarla o deleitar su mirada

con su cuerpo desnudo mientras cambiaba el hermoso vestido

por una bata corriente, pues su ropa no aparecía por ninguna

parte. Tras varios minutos de búsqueda sin éxito, se dio por

vencida y se acomodó en una silla plegable, una más que se

sumaba a la cuenta de las que su amo acostumbraba pedirle

en todos los desfiles a los que eran invitados y que, si bien no

era la más cómoda, al menos le servía para echar la cabeza

hacia atrás, perder su mirada en el techo y esperar la hora de

su partida rumbo al hotel.

Entonces se dio cuenta: por lo general, el diseñador excusaba

su ausencia porque ella se sentía mal o estaba agotada, cuando

en realidad le entregaba la llave de su habitación y le pedía a

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su chofer que la llevara al hotel, y en todos los casos le pedía

máxima discreción: «Sácala por la puerta de atrás, no quiero

que la prensa la vea retirarse, no va a dar entrevistas, no deben

tomarle fotografías, no permitas siquiera que miren su cabello».

Sabía que permanecer ahí era peligroso, pues alguien llegaría

en cualquier momento para tocar la puerta de su camerino

improvisado a pesar de las advertencias de su jefe o del letrero

de «No molestar» prendido en la manija. Mientras no respon-

diera a los llamados, todo estaría bien. Nadie interrumpe a las

estrellas durante sus descansos. Nadie podía faltarle el respeto

de esa manera.

Media hora después se dio por vencida: el silencio alteraba

sus nervios, la orillaba a pensar cosas que quería olvidar, le

recordaba la repugnancia de ser vista, el vértigo que experimen-

taba al sentirse una vez más presa de sus propias decisiones.

Su mente comenzaba a mostrarle cientos de posibilidades entre

las que destacaba una, la que más le aterraba: el ser monstruoso

que cuidaba su jaula se aprovechó una vez más de sus temo-

res para evitar que escapara; la bestia la dejó encerrada para

cumplir, otra vez, sus fantasías más oscuras. Aquel hombre

enfermo llegaría en cualquier momento para arrancarle la bata

corriente y poseerla en el peor lugar posible. Solo pensarlo le

daba escozor.

Entonces quiso arriesgarlo todo. Tomó una maleta para sa-

car y vestir un traje con el aroma de su amo, quitó el seguro de

la puerta, abrió con cuidado y se escabulló entre los pasillos en

busca de la salida de emergencia; pero estaba asegurada con

candado. Dudó: podía regresar y seguir fingiendo que le dolía la

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cabeza; podía esperarlo y permitir que satisfaciera sus instintos

animales hasta que alguien tocara la puerta para pedirles que

se retiraran; podía tomar una botella de vino y llevársela al ca-

merino para embriagarse, dejar de sentir o pensar, o quizá para

rompérsela en la cabeza y sentirse libre. Ideaba tantos planes a

la vez que omitía la certeza de que todos fracasarían o que, aún

si tuviera éxito, su libertad la conduciría a un callejón sin sali-

da, en donde sus oportunidades de saber lo que necesitaba se es-

currirían por sus dedos como la gota minúscula de alcohol que

corría por la comisura de los labios del hombre solitario que la

miraba con ojos lascivos al otro extremo del salón repleto de

invitados importantes.

Tarde comprendió que había cometido el peor error de to-

dos. Con el rabillo del ojo percibió el movimiento rápido de los

pies del celador, quien tomó su muñeca con fuerza para llevarla

de vuelta a su jaula. Su ausencia de palabras y la seriedad de

su rostro le erizó la piel, pues presentía que aquella reacción

no devendría en nada bueno. Su mente se encargó, otra vez, de

inspirarle ideas perturbadoras e imágenes que la hacían palide-

cer: la apertura y el cierre rápidos de la puerta, el lanzamiento

brusco de la presa al interior del cuarto, sus manos torpes sobre

su espalda, sus labios asquerosos sobre su cuello, sus dientes

agresivos alrededor de sus pezones, y sus movimientos pélvicos

violentos que destrozarían su alma sedienta de respuestas que,

como cada noche, sería incapaz de descubrir.

Pero la suerte parecía sonreírle esta vez.

—Tu ropa la trae el chofer, vendrá por ti en quince minutos

—le dijo con frialdad al tiempo en que sacaba de uno de sus

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bolsillos la tarjeta del hotel que abriría su habitación—. Cú-

brete bien antes de salir. Llegaré cuando termine unos asuntos

pendientes. Ve a descansar o haz lo que quieras, pero no salgas

del hotel.

El amo cruel, por primera vez compasivo, salió de la ha-

bitación con prisa y sin mirar atrás, mordiéndose los labios

en un intento por tranquilizar a su bestia sedienta de placer

para evitar la sospecha pública de lo prohibido. Ya encontra-

ría el momento de satisfacerla, después de celebrar su éxito, y

juró hacerlo hasta cansarse aunque destrozara su secreto en

el proceso.

« ◊ »

Contrario a lo que cualquiera esperaría, el cazador huye en la

primera oportunidad que tiene, cuando su amigo Tony se ve

rodeado por periodistas y otros invitados. Le sabe mal irse sin

felicitarlo por su nueva colección y sin avisarle que se adelan-

tará al hotel; pero no tiene humor para hablar sobre tendencias

con desconocidos o para contestar las dudas que cualquiera

le plantearía a una persona que se ha distanciado por varios

años del mundo de la moda: ¿sus planes para el futuro?, ¿su

nueva línea en proceso?, ¿la razón detrás de su ausencia de las

pasarelas? Hasta a él le encantaría dar con las respuestas que

le exigen todos en silencio.

Antes de siquiera planteárselo, René ya está sentado en la

barra del bar pidiendo una copa. Tiene la certeza de que Tony

lo habría invitado a celebrar su éxito y de que lo habría sentado

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a su lado para animarlo: «Vamos, René, esto es solo una mala

racha, ya verás que pronto volverá a gustarte lo que diseñas»;

pero él mejor que nadie sabe que lo animaría en vano: «Ya te lo

he dicho, Tony: perdí el toque, la tela ya no me dice nada, al final

creo que no nací para triunfar como tantas veces me dijiste

cuando estábamos en la escuela de diseño». Entonces tomaría

la palabra Joan Puig, el socio de Tony, ese modista al que por fin

trataría de frente, ese con aura irreal: rubio, ojos verdes, nariz

aguileña, bien rasurado, brillante, alineado y soberbio. ¿Y qué

le diría un extraño como ese?: «No te apresures tanto, ya pasé

por esa etapa y todo mejoró cuando Lena apareció en mi vida».

Golpea la mesa con su copa de doble fondo vacía y pide otro

trago. Durante la espera, levanta el rostro para ver su reflejo

en el espejo colocado detrás del barman: traje pálido, corbata

anticuada, rostro cuadrado, barba escasa, labios gruesos, nariz

grande, ojos color avellana, melena encrespada que intenta

aplastar o arreglar sin éxito. Su presentación como diseñador

refinado y elegante había funcionado durante varios años, pero

el tiempo inclemente se ha encargado de convertirlo en un fra-

caso absoluto. El problema es él y lo sabe. Es él, siempre él, ¿por

qué molestarse con los ausentes?, ¿por qué sentirse tan mal

simplemente escuchando el nombre de Lena en otros labios?

Rebobina su película imaginaria veinte minutos: en la cima

del mundo, sobre la pasarela iluminada por los reflectores, el

ángel más bello reclamaba la atención de decenas de simples

mortales que se inclinarían ante ella y su vestido de seda, el

último y el mejor de la noche. Su corazón palpitó con fuerza

al verla salir y dar los primeros pasos al ritmo de la música de

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fondo. Su consciencia lo traicionaba con los escenarios más

inverosímiles que pudo imaginarse: una mirada fugaz de odio

profundo que lo matara para siempre, una sonrisa minúscula

que aliviara su alma perturbada; pero al final obtuvo la más

pura de las incertidumbres, la de una profesional inmutable

que caminaba con elegancia por todo el circuito, primero sola

y después acompañada por el hombre que complementaba su

aura con ese toque de divinidad que nunca necesitó, pero que

tampoco le sentaba mal.

«Como siempre, todo se le ve bien a Lena», brinda por ella

en silencio, termina su copa y pide otro trago.

Pero había algo en ella que no puede comprender por más

vueltas que le da a su recorrido en el desfile: ¿siempre había

sido así de alta y sus rasgos, así de finos?, ¿por qué de repente

sus ojos brillantes y apasionados se apagaban?, ¿por qué tiene

la extraña sensación de que, para ella, la pasarela se ha conver-

tido en la mayor tortura que puede experimentar?, ¿y por qué

permitió que ese hombre deslizara la mano sobre su cadera en

el último recorrido cuando ella odiaba hasta la idea de sentir

una mano en una zona tan baja de su cuerpo?

«¿Celoso, tú? ¿En serio? ¿A estas alturas?»

Se toma de golpe el contenido de la copa y pide una más

mientras intenta controlar sus emociones: «¿Es en serio, René?»,

se dice con un nudo en la garganta causado no por despecho,

sino por cólera contra sí mismo: «¿Estás dudando otra vez a es-

tas alturas de tu vida? ¿Esa mujer de tu pasado te parece ahora

lo suficientemente atractiva como para que vuelvas a dudar de

ti mismo? ¿Quieres que te demuestre que estás equivocado?

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¿Con quién quieres que te lo demuestre? ¿Con ese chico solitario

de la mesa del fondo? Es de tu tipo, ¿no crees?».

Su falta de seguridad y su historial de rupturas lo hacen

dudar; después de todo, ¿cuál es su tipo?, ¿el que lo desprecia

tras varias semanas de felicidad?, ¿el que se aprovecha de sus

sentimientos para intentar manipularlo?, ¿el que le promete

una vida juntos para dejarlo tras el primer error? ¿Qué tipo de

traidor es ese ángel caído que sorbe temeroso un coctel ligero?

Poco tarda en percatarse de que el alcohol comienza a afec-

tarlo, porque le parece inaudito lo que ve de reojo. El mismo

alcohol lo orilla a cometer el mayor de los errores, el que des-

encadenará una serie de eventos para los que no habrá retorno,

el que comienza con algunos pasos inciertos hacia la mesa del

fondo para aceptar, por fin, que el chico solitario que la ocupa

bien podría vestirse como mujer y hacerse pasar por Lena sin

despertar ni la más mínima de las sospechas.

« ◊ »

Llevaba quince minutos repasando su recorrido para no come-

ter errores: tomar el elevador, subir tres pisos, sacar la tarjeta,

abrir la puerta de la habitación 305, entrar, quitarse los zapatos

de charol, aflojarse la corbata y arrojarla sobre la cama, cami-

nar descalzo al baño para lavarse la cara y quitarse la ropa,

tomar una bata, echarse sobre las cobijas sin destender, morir

y renacer a la mañana siguiente. No quería saber nada de nadie,

no deseaba visitas a horas inapropiadas, necesitaba un tiempo

a solas para cerrar sus oídos al mundo y tranquilizar su alma,

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para relajar su cuerpo y convencerse, una y otra vez, de que su

pesadilla terminaría al abrir los ojos.

Mandó todo al carajo cuando pisó la recepción del hotel:

hacía mucho tiempo que no pasaba la noche solo, había olvi-

dado lo que significaba tener tiempo para sí mismo, ¿y lo iba a

desperdiciar durmiendo? Necesitaba cambiar su rutina, tenía

permiso de hacerlo mientras no saliera del edificio. ¿Servicio

a la habitación? No, era lo mismo que encerrarse a dormir.

Tenía sed de algo más, o quizá simple sed, o sed de perderse

entre desconocidos sin temor de ser interrogado o de hablar

de lo que fuera con cualquiera de ellos, así se tratara de su más

oscuro secreto.

Entró al bar del hotel con la convicción de permitirse todo

esa noche; mas al pasar por la puerta lo traicionó la rutina:

buscó la mesa más apartada y solitaria del lugar, con la menor

cantidad de luz y un asiento cómodo; una en donde pudiera

esconder el rostro detrás de la carta, en la que buscaría su tra-

go recurrente y lo pediría con la calma que había aprendido a

fingir en las circunstancias menos esperadas; tomaría la copa

con la delicadeza de una dama sobrenatural que posa sus labios

en una hoja con rocío para beberlo y satisfacer su espíritu; se

limpiaría la gota traviesa que quisiera resbalarse por la comi-

sura de sus labios antes de que su Cancerbero lo advirtiera

y deseara lamerla para luego deslizar su mano debajo de la

mesa y torturarlo con discretos e incómodos movimientos en

su entrepierna.

¿En qué estaba pensando? Llevaba meses fingiendo vivir

un sueño que no le pertenecía, los mismos que se preguntaba

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cuánto más tendría que vivir antes de que terminara, y se pre-

guntaba constantemente cómo llegó a ese punto en el que se

había olvidado de sí mismo. Aceptarlo lo hizo sentir más mi-

serable que nunca, tanto que saborear el dulzor de su coctel le

pareció una pérdida de tiempo. Al igual que sus planes de tipo

aburrido, mandó al carajo la etiqueta y su máscara de mujer

refinada: «Basta de esto, quiero sentirme como lo que soy al

menos por esta noche».

Pidió un tequila... y la botella de paso.

A las dos copas se quitó el saco y se aflojó la corbata, y a la

tercera empezó a cuestionarse el sentido de la vida, de su vida,

si es que a lo que le pasaba se le podía llamar así. Se preguntó si

no había otra alternativa, si no podía encarar a su opresor para

terminar de una vez por todas con esa farsa de amor incondi-

cional y obediencia absoluta, si no podía simplemente escapar

esa noche y perderse entre las calles más oscuras de una ciudad

desconocida para recuperar su libertad y su individualidad.

¿Pero de qué individualidad estaba hablando? ¿La de la inal-

canzable dama angelical idealizada por todos o la de aquella

persona patética que hacía mucho le parecía inexistente? ¿A

quién le pertenecían la tez clara, los ojos verdes y el cabello

oscuro tan corto y tan largo a la vez? ¿De quién eran las pasa-

relas, las fotografías, la fama y el éxito? ¿Quién se había robado

todas las miradas de admiración que a veces escondían las del

deseo que le causaban tanta incomodidad? ¿Quién era ella?

¿Quién era él?

A la sexta copa escondió el rostro entre sus brazos apoyados

sobre la mesa helada.

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—¿Todo bien?

Estaba tan perdido en sus pensamientos que en ese momen-

to no supo si la preocupación de un extraño debía aliviarlo o

inquietarlo aún más.

—No lo sé —confesó al tiempo en que se erguía—. No re-

cuerdo haber tenido momentos mejores.

Tomó la séptima copa de tequila antes de sentirse patético:

«Tanto deseabas hablar con cualquier extraño que el universo te

mandó a un pobre diablo que seguro dirá que está pasando por

problemas peores que los tuyos y que se sentirá con el derecho

de aconsejarte cualquier cosa. Bien hecho».

—¿Está bien si te acompaño?

«¡Ah! ¡Un pobre diablo considerado! ¡Solo eso me faltaba!».

Sintió la necesidad de ahuyentarlo, pero el vértigo no le per-

mitió ni siquiera intentarlo.

—Siéntate donde gustes.

Incapaz de reunir las fuerzas suficientes para expresarle

su arrepentimiento motivado por una premonición sin funda-

mentos, se sirvió un trago más mientras se preguntaba en qué

momento se sentiría con el derecho de hacerle un interroga-

torio indiscreto, a las cuántas copas perdería la consciencia, a

las cuántas respuestas afirmativas aceptaría por accidente una

propuesta indecorosa, y a las cuántas horas se daría cuenta de

que estaba durmiendo en la habitación equivocada.

—Me extraña que estés aquí.

El alcohol ya había dormido su cerebro.

—¿Por qué lo dices?

—Creí que estarías celebrando por el éxito del desfile.

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—No tenía ganas de ir —respondió mientras se servía por

octava vez—. Los brindis no van conmigo, la gente se pone

impertinente y empieza a mirarte como si fueras la sensación

del momento o el maniquí que quieren tener en su aparador.

No falta el que te hace preguntas absurdas o el que te quiere

sacar intimidades, mucho menos el que te ofrece trabajo extra...

Ahogó el resto de su comentario con un trago rápido: «Nun-

ca faltan: ¿te gustaría modelar para mi marca?, ¿querrías pro-

mocionar nuestra nueva línea de maquillaje? Y él sonreiría

como siempre y rechazaría la oferta: “no puede, estará ocupada”

y me inventará un trabajo. Siempre lo mismo. Por eso ya no

quiere que vaya, por eso me manda a dormir temprano».

—¿Firmaste un contrato de exclusividad?

«¡Ojalá fuera eso!»

—No me gustan sus ofertas, mucho menos las de revistas.

—No sé si tienes el ego muy arriba o si eres imbécil para

rechazar semejantes oportunidades, pero aún así es curioso:

muchas modelos quisieran que los editores incluyeran sus fotos

en las mejores revistas, darían todo por aparecer en una de sus

portadas, hasta Lena lo haría. Pensé que, en tu papel como ella,

también morirías por una oferta así.

La sensación de frío en su espalda desvío su atención del

ardor que sentía en el estómago por el alcohol consumido, que

ralentizaba su mente en busca de la respuesta adecuada: «Sí, a

Lena le hubiera encantado», «Pero tú eres Lena», «No, no lo eres,

ella es más bonita y tiene más gracia que tú», «Espera, ¿cómo lo

sabe?, ¿es una trampa?, ¿es de la prensa?, ¿dije algo inapropiado?».

—No, espera, yo...

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—No te preocupes, no voy a decirle a nadie que te haces

pasar por Lena; pero me gustaría saber un poco más de ti para

entender tus razones.

Creyó que por fin había llegado a ese punto que tanto gusto

y temor le provocaba cuando podía imaginarlo para aferrarse

a esa pesadilla y no perderse en su angustia: ese pobre diablo

desaliñado y de ojos sinceros le estaba ofreciendo una luz de

esperanza, una pista para salir del laberinto o por lo menos

el instinto de un borracho que había descubierto el engaño y

que escucharía su historia sin juzgarlo demasiado. Aquello le

pareció tan milagroso que quiso llorar.

Su silencio le hizo creer al cazador que había sido demasia-

do brusco al confesarle que se había dado cuenta de su farsa,

por lo que quiso aligerar el ambiente: extendió el brazo hacia

él antes de presentarse.

—Soy René.

La presa estrechó su mano y separó los labios para revelarle

el mayor de sus secretos:

—Mauricio.

Y le contó su historia.

« ◊ »

Hay noches en las que sueño con ella.

En días como estos, creo que es lo único que me queda.

Me anima recordar, por ejemplo, la tarde en la que se armó

de valor para pararse en medio de la sala frente a nuestros

padres y decirles que había decidido volverse modelo.

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¿Sabes? Ese día, después de varios meses de insistencia 

de nuestro padre para que estudiara algo útil, por fin estuvo de

acuerdo en apoyarla; aunque eso no bastó para que nuestra

madre reconsiderara su divorcio.

Recuerdo las tardes en las que yo volvía de la escuela y la

veía practicar en su cuarto, o en el comedor, o en el pasillo

rumbo al baño, o a veces en la azotea de la casa. La admiraba

tanto que quise seguir sus pasos. No fue fácil, por supuesto, y

mi curiosidad no se comparaba en nada con su pasión y su ta-

lento. Aprendí a imitar su estilo: sus gestos, su ritmo, su forma

de girar y de posar... Y ahora que lo pienso, desde el principio

sabía que lo mío no era modelar; pero ella aún así me animaba:

«Vamos, Micho, lo haces bien, con un poco más de práctica

serás mejor que yo».

El camino del modelaje no era para mí, se lo dije y me dejó en

paz; pero a cambio tuve que prometerle que me esforzaría en lo

que fuera bueno, y es el día en el que sigo sin saber si realmente

lo soy en algo.

Se independizó cuando sus ingresos se lo permitieron. Ella

se fue y me dejó sin respuestas, supongo que se las llevó en su

maleta nueva o en la cosmetiquera que le regalamos. Busqué

por un tiempo mi propio camino, pero no había ninguno, así

que intenté volver al que había rechazado sin mucho éxito.

Luego conocí la fotografía y sentí por un tiempo que finalmente

había encontrado mi vocación, pero nunca estuve seguro de

mis habilidades, entonces me decidí a trabajar en cualquier

cosa digna para mantenerme solo y modelaba cada que me

llamaban.

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Me enviaba mensajes de vez en cuando para decirme que es-

taba fuera de la ciudad o del país, que le estaba yendo muy bien,

que había visto vestidos muy lindos y que modelaba mejores. Yo

no quería decepcionarla, entonces comencé a mentirle: «Sí,

yo también tengo mucho trabajo», «Pronto aprenderé a tomar

buenas fotografías y te alcanzaré para que trabajemos juntos»,

«Tengo muchos clientes y muy buenas tomas, pero ninguno me

deja mandarte algo».

De pronto dejó de escribirme. Quise llamarla, pero nunca

me contestó. Le llamé a uno de sus amigos, uno que conocí

cuando ella aún vivía con nosotros, pero él tampoco sabía nada.

Busqué su dirección porque me dijo que la guardara para cuan-

do quisiera ir a visitarla. Junté todo el dinero que tenía, compré

un boleto de avión, fui a buscarla, toqué la puerta...

Hay noches en las que todavía sueño con él abriendo la

puerta del departamento de mi hermana y despierto pensando

en que debí decirle que me equivoqué de piso.

¡Pero debiste verlo! Se le iban a salir los ojos de tanto abrir-

los; le temblaban tanto los labios que pensé por un instante que

estaba aterrado o que le daría un infarto. No sabía por qué, así

que le pregunté, y él me dijo: «No, no es nada, es que te pareces

tanto a Magdalena que pensé que había regresado».

No entendía nada hasta que me explicó que ella se había ido,

que estaba estresada o inconforme con su trabajo, y que necesi-

taba dejarlo por un tiempo. Ni siquiera él sabía en dónde estaba;

pero sí sabía que no recuperaría la paz hasta tener noticias de

ella o encontrar una manera de escapar de la ruina, porque

Lena había firmado muchos contratos que ya no podía cancelar.

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Debí sospechar que había algo raro.

Recuerdo que me hizo pasar y que me contó tantas cosas

que terminé ofuscado: muchos contratos, muchas fotografías,

dos pasarelas en puerta, una deuda muy grande, un mundo

de excesos que no podía creer... Y entonces se le ocurrió ofre-

cerme su puesto con el argumento de que nadie sospecharía

que no era ella, que aceptar era la única forma de ayudarla a

mantener su nombre limpio, porque alguien podría demandar-

los, porque tendría que decirles que ella escapó con el dinero

de los anticipos de esos trabajos, porque la policía la buscaría

por incumplimiento, porque su carrera estaría arruinada si la

situación llegara a ese punto.

Salir de la mentira es imposible mientras no la encuentre.

Él dice que ha levantado denuncias, que la policía no le da

noticias, que teme por ella... Y yo también tengo miedo; pero

llegué a la conclusión de que ella no está perdida, sino que se

está escondiendo.

Lo conoces, ¿verdad? Joan Puig, el socio de Tony Berry. Es

un manipulador experto. No sé cómo lo hizo, pero llegó a con-

vencerme de que estaba enamorado de mí, que era su favorito,

y yo llegué a sentir algo por él hasta el punto en el que me

sabía mal contradecirlo o negarme a lo que me pedía. Ese fue

mi error. Cuando me di cuenta, ya era tarde para dar marcha

atrás y alejarme de él.

Hay noches en las que preferiría estar muerto.

En ocasiones como esas, lo único que me mantiene vivo es

la esperanza de encontrar una pista que me ayude a dar con

el paradero de Lena; pero al mismo tiempo me aterra saber

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siquiera por qué se fue, o más bien me aterra confirmarlo, por-

que Joan repite: «Lena, Lena» cuando se acuesta conmigo, y yo

me convenzo cada vez más de que ella me estuvo mintiendo

cuando me decía que estaba bien, y me llena de ira, y quisiera

matarlo; pero si lo hago, se termina todo. No puedo dejarlo, no

mientras él amenace con revelarlo todo: «Huye y terminarás

con la reputación de tu hermana», «Vete y yo me encargaré

de destrozarla». No puedo hablar porque no tengo pruebas,

porque además nadie me creería: «Habla y te demando por

abuso de confianza». No tengo salida, y empiezo a creer que

nunca la tendré.

« ◊ »

Perdió la cuenta de las veces en las que el chico usurpador había

llenado su copa, pero supo que había llegado a su límite cuando

empezó a llorar antes de terminarse la botella.

Mauricio balbuceaba frases sin sentido mientras René se

arrepentía de haberle dirigido la palabra: «¿En qué te metiste?

¿Qué piensas hacer ahora que lo escuchaste? ¿Cómo vas a

encontrar a Lena? ¿Qué tan fuerte vas a golpear a ese monstruo

con fachada de divinidad cuando lo veas?»; pero ya era tarde

para todo: no podía simplemente darse la vuelta e irse ni dis-

culparse con la falsa Lena por recordarle su vida miserable; no

podía regresar el tiempo para pedirle perdón a la verdadera

Lena por orillarla, de alguna manera, a seguir ese camino de

sufrimiento cuyos detalles desconocía; no podía explicarle a

su hermano ebrio cómo se percató del engaño porque segura-

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mente olvidaría todo lo que le dijera a partir de ese momento;

tampoco podía dejar que pidiera otra botella, no, era suficiente

para ambos por esa noche, y dejar solo a un chico lindo no iba

con su estilo.

—Ven, te llevo a tu cuarto.

Pagó la cuenta, lo ayudó a levantarse con cuidado, colocó el

brazo alrededor de su cuello y tomó su cintura para ayudarlo

a caminar.

—La extraño mucho —confesó con voz floja y pesada—. No

me importa sufrir si así la encuentro, aguantaré todo, no voy

a dejarlo si es necesario... —Luego sonrió torpemente—. No es

tan malo, ¿sabes? —Subieron al elevador—: tengo ropa bonita,

tengo lujos, tengo sexo gratis...

—Cualquiera querría eso, ¿verdad?

Mauricio lo miró con picardía.

—Puedo chupártela si quieres.

Extrañamente, René se sintió abochornado, apenado por

una propuesta que solía aceptar en circunstancias como esa.

Mauricio notó el rubor en sus mejillas y soltó una carcajada.

—¿Qué? ¿Eres virgen?

Tomó la tarjeta de la habitación que el chico guardaba en el

bolsillo delantero de su saco y abrió la puerta sin responderle.

—¿Lo eres? ¿En serio? ¡Qué desperdicio!

No estaba de humor ni se encontraban en las mejores con-

diciones para discutir el tema: «¿Y qué si le digo que no lo soy?

¿Qué clase de persona sería si me pusiera a hablar de mis inti-

midades con alguien con quien no me voy a acostar y a quien se-

guramente no voy a volver a ver?». Pero en su mente se aferraba

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la idea de que eso no iba a pasar; era demasiado débil para

dejarlo tirado en la cama, sin saco ni zapatos, con la corbata y

el cinturón flojos, y olvidarlo para siempre. Además, estaban

hablando de Lena, de ella y de su hermano, de su pasado y de

ese encuentro casi destinado que le recordaba lo culpable que

se sentía aún por haberse distanciado de la vida de ella.

Colocó de nuevo la tarjeta de la habitación en el bolsillo

delantero de su saco y ocultó algo en uno de los interiores.

Justo cuando abrió la puerta para retirarse, se encontró de

frente con un hombre que intentaba tocar la puerta y disimular

sus celos enfermizos al ver a un extraño saliendo del cuarto de

su presa desarreglada.

—¿Tú aquí?

No había razón para justificar su presencia; pero algo muy

dentro de sí le decía lo contrario.

—Estaba muy mal, no podía dejarlo solo allá abajo. No sabía

que lo conocías.

—Sí, lo conozco.

No ahondó más en el tema. Ante los ojos de René, Joan Puig

parecía muy preocupado por el estado del chico; pero estaba

seguro de que solo actuaba frente a él para guardar las aparien-

cias: le habló en voz baja para despertarlo, le ayudó a sentarse y

le ofreció una botella de agua para que le diera un trago; luego

levantó la mirada y se dirigió al hombre solidario que seguía

observándolos desde la entrada del cuarto.

—Gracias, yo me encargo desde aquí.

Tras asentir con la cabeza y desearles buenas noches, tomó

la perilla de la puerta y la cerró sin mirar atrás, sin detenerse ni

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hacer gestos que pudieran revelar que sabía algo, sin inmutarse

ante ellos ni siquiera cuando escuchó la petición terrible del

chico a su captor:

—Házmelo.

Cerró la puerta y se le heló la sangre.

—Estás borracho.

Esperó un momento en frente de la puerta para entrar en

caso de que todo se saliera de control.

—¿Y qué si estoy borracho o si soy miserable? ¿No me ibas

a coger de todos modos?

René cerró los puños para contener lo que fuera que estu-

viera sintiendo al oírlo.

—Basta, baja la voz.

No necesitaba abrir la puerta ni imaginar demasiado para

saber lo que podía entender a través de los sonidos: una serie

de chasquidos de labios que besan zonas específicas del cuerpo,

un golpe en una pared seguido por un quejido, dos respira-

ciones agitadas, el rechinido de un montón de resortes que

se estiraban y se encogían con un ritmo que aumentaba y

que se mezclaba con jadeos, con gemidos, con un orgasmo si-

lenciado quizá por una mano que le cortaba la respiración para

no atraer la atención de nadie, con otro que intentó no parecer

intenso y que fue proseguido por un silencio breve, extraño,

del que surgió el gimoteo de un animal herido o de un niño

desamparado, que quizá escondía el rostro en una almohada

para evitar que lo escucharan, que tal vez estaba esperando

ese momento para tener una verdadera razón para sentirse

realmente destrozado y romperse al fin.

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No hubo consuelo en ese cuarto ni en el contiguo, en donde

René había entrado con rapidez para satisfacer sus deseos más

viles en la soledad que siempre lo había acompañado, con los

pantalones caídos y los movimientos rápidos de su mano y de

su mente, para dejarse llevar por su excitación, que lo condujo

de inmediato a un escenario en donde Joan Puig no existía, en

donde el chico miserable acercaba sus labios a su oído para de-

círselo con la misma claridad que había oído antes: «Házmelo»,

«¿No me ibas a coger de todos modos?».

Acabó.

Segundos después sintió un mareo que le revolvió el estó-

mago. Como pudo, se inclinó ante el inodoro para vomitar y

expulsar de su cuerpo el alcohol que había consumido, el dolor

de sentirse solo, la vergüenza de sentir placer a costa del sufri-

miento de otros y la repugnancia que le causó pensar, solo por

un instante, que hubiera dado todo aquella noche por regresar

el tiempo para arrebatarle a aquel monstruo el privilegio de

someter al muchacho.

« ◊ »

Llega el tiempo de partir sin más novedades, ni sorpresas, ni

héroes que pasan por aquella puerta cerrada para sacarlo de

su pesadilla eterna en la que todo día bueno parece una ima-

gen pasajera causada por su delirio. Imagina a veces que su

hermana regresa para abrazarlo y llevárselo lejos, mas luego

sacude la cabeza para ahuyentarla, para advertirle que debe irse

de nuevo, que estará bien mientras Joan no la encuentre. Pero

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cuando ella desaparece, él se arrepiente por no aceptar la oferta,

pues no tendrá escapatoria de aquel círculo de chantaje emo-

cional y lujuria exacerbada, donde cualquier orden fuera de

lo ordinario termina siempre en algo indigno para su persona.

Dobla su saco para acomodarlo en una maleta diminuta

cuando escucha un crujido débil que perturba su lúgubre si-

lencio. Intrigado por lo que pudiera haber dejado en la prenda,

quizá asustado por lo que su cruel amante pudiera encontrar

en caso de revisarlo, hurga en todos los bolsillos hasta que logra

hallar la causa: una hoja acremada doblada con prisa, con una

nota en letra cursiva que le cuesta entender por la velocidad

con que el escritor había movido el bolígrafo sobre el papel

por causa del alcohol: «René A.» y un número telefónico «para

cuando necesites hablar con alguien».

El impulso lo traiciona: toma su teléfono, teclea el número

con frenesí y presiona sin dudar el icono de llamada. Su ins-

tinto de supervivencia, sin embargo, lo hace colgar al instante,

le exige que busque el registro y que lo elimine antes de que

Joan entre para descubrirlo en flagrancia, tome la nota para

destruirla ante sus angustiados ojos llorosos que verían cómo se

esfuma su consuelo para luego verse envuelto en otra ronda de

castigos salvajes, de preguntas celosas y de penetraciones que lo

dejen exhausto. Entonces opta por olvidarse de la nota: vuelve a

doblarla, esta vez con cuidado, para guardarla en un viejo libro

que dispuso en el bolsillo frontal de la maleta antes de salir de

casa y que nunca ha tenido la oportunidad de hojear siquiera.

Emprenderá su viaje callado, sin dirigirle la mirada a su

opresor, solo para percatarse de que olvidar la existencia de

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aquel papel diminuto será imposible, pues muy en el fondo

lo reconoce como su única esperanza o su último recurso si

su plan fracasa. Piensa que tal vez una fuerza sobrenatural

le ha brindado aquella oportunidad como el hilo de una tela

de araña que estará disponible en todo momento para que él

la tome cuando se harte de aquel infierno, cuando se vea orilla-

do a tomar medidas desesperadas o cuando tenga el suficiente

valor para emerger, sacudirse el cuerpo y empezar con la difícil

tarea de recuperar su vida.

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Sábanas revueltas en el cuarto rojo

Esperaba todo, excepto volver a soñar con ella.

—Magdalena Quirós: mujer de 28 años, cabello castaño os-

curo, ojos verdes, 1.70 metros, 58 kilos, sin señas particulares,

sin tatuajes, sin problemas en la industria de la moda, sin his-

torial delictivo ni de problemas mentales.

Ver su fotografía sobre la mesa en esas circunstancias lo

incomodaba, quizá porque no tenía el valor suficiente para

encararla. Tal vez lo supuso desde la mañana y por eso había

sentido la necesidad de comprar una cajetilla de cigarros an-

tes de acudir a esa cita; tal vez por eso encendía el segundo de

ellos y disimulaba su ansiedad mientras escuchaba el resto

del informe.

—Pasó una semana de vacaciones con su madre y su her-

mano antes de empacar e irse a Barcelona.

Recordaba entre nubarrones de tabaco consumido como los

que aquella tarde danzaban sobre su mano izquierda.

—Recibí una oferta de trabajo, me voy a Barcelona.

Desaliñado, perdido entre sus fracasos y las reminiscencias

de un ascenso milagroso, endureció su corazón antes de dar el

paso hacia el abismo.

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—Está bien.

Sabía que actuaba como cobarde, que no despedirse apro-

piadamente lo convertiría en la peor persona viva en la faz de

la tierra; pero también era consciente de que aún no podían

verse a los ojos. Ambos lo sabían, y aún así...

—¿Puedo abrazarte?

Giró la cabeza hacia la puerta: con la maleta en el suelo, un

traje sastre ahuesado, unos enormes lentes oscuros y un corte

tipo bob, Magdalena procuraba no demostrarle que esperaba

su respuesta con ansias.

—Te cortaste el cabello.

Ella forzó una sonrisa.

—Necesitaba un cambio.

Pero sabía mejor que nadie que ella amaba su cabello, que lo

cuidaba demasiado porque creía que él se volvía loco cuando

lo llevaba suelto, y que aquel corte era la señal inequívoca de

que tanto su historia como su amistad de varios años habían

terminado.

—Los vecinos no vieron ni oyeron nada inusual durante

estos tres años: iba de compras solo cuando era necesario, salía

de viaje cada vez que participaba en una pasarela, nada extraño,

ni siquiera cuando llegó el nuevo inquilino hace un año.

Se puso el cigarro entre los labios, inhaló el humo y lo contu-

vo en sus pulmones mientras pensaba en que los vecinos nunca

veían nada cuando se les pagaba lo suficiente. Cualquiera en el

mundo del éxito haría hasta lo imposible por no encontrarse

bajo los reflectores de la prensa amarillista ni ser expuesto al

escarnio público.

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—¿Entonces no vivía con ella?

—No, pero dicen que sí la visitaba con frecuencia por asun-

tos de trabajo.

Quería olvidar el tema, deslindarse de los problemas de

Mauricio y seguir distanciado de Magdalena; quería volver a

las hojas en blanco y a sus maratones infructuosos en busca

de ideas, mas no importaban sus deseos cuando su conscien-

cia lo molestaba cada vez que su departamento era invadido

por el silencio. Esa voz terrible, igual a la suya, se encargaba

de recordarle que huir era imposible: «Vas a darle la espalda

otra vez, ¿verdad? Tú no eres humano, eres un monstruo, y

ahora piensas seguir tu vida sin hacer nada por ella ni por su

hermano. Además, no puedes renunciar a él... ¿Qué?, ¿que no

era tu intención aferrarte? Engáñate todo lo que quieras, yo

no pienso creerte».

Y ahí estaba, un mes después, deslizando en la mesa un so-

bre amarillo que contenía el pago para el primer investigador

que quiso creer en su historia... o que aceptaría cualquier traba-

jo para ganarse la vida ordeñando la privacidad de su prójimo.

—Por supuesto, Joan Puig nunca denunció su desapari-

ción porque eso revelaría el secreto de su suplente. No existen

procesos en su contra, tampoco tiene antecedentes. ¿Sabe qué

significa eso?

Apagó su cigarro en el cenicero.

—Dímelo tú.

Guardó el sobre en el bolsillo interior de su saco antes de

revelarle su conclusión:

—Significa que es demasiado precavido para estar limpio.

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« ◊ »

—¿Qué quieres decir con que salió mal?

El volumen de la voz colérica de Joan Puig había subido

al formular la pregunta, y ese pequeño descuido bastó para

despertar a su objeto del deseo. Miró discretamente al interior

de su cuarto con el temor de descubrirlo sentado y atento a la

conversación; pero por fortuna no había movimiento sobre

su cama.

—No me vengan con eso —continuó mientras entrecerraba

la puerta y se alejaba de la habitación—. El pedido debe salir

mañana, ¿qué esperan que le digamos al cliente?

El chico abrió los ojos y miró al techo, luego a su derecha,

después bajo la sábana, y recordó todo: otra vez desnudo y su-

cio, otra vez solo, pero por primera vez despertaba en la casa

de su amo. Todo sería perfecto para él si no fuera porque em-

pezaba a sentir asco al recordar los movimientos agresivos de

sus manos en el cuerpo y el ardor que le causaban los rasguños

frescos que Joan le había infligido en su espalda al sujetarlo en

pleno éxtasis.

—Está bien, voy de inmediato.

Cuando él abrió la puerta, Mauricio ya había cerrado los ojos.

—Despierta.

El chico giró el cuerpo hacia la izquierda para darle la espal-

da. El hombre se sentía tan irritado que no estaba dispuesto a

perder su tiempo lidiando con la pereza de su esclavo.

—Debo irme, tengo que arreglar algunas cosas con urgencia,

cierra bien cuando te vayas.

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Y salió con prisa, sin siquiera cerrar el cuarto. Tomó las

llaves del auto, lo abordó y aceleró sin importarle nada más

que sus negocios en riesgo.

La presa abrió por segunda vez los ojos y sonrió ligeramente

al notar que su plan había funcionado. Se apresuró a vestirse y

a buscar en el estudio de Joan cualquier documento que le ayu-

dara a comprender cuántos contratos dejó Lena sin cumplir, a

cuánto ascendía su deuda o cualquier otro dato útil que le

ayudara a descubrir sus motivos para dejar todo y marcharse

sin avisar, mas no tuvo éxito.

Desanimado, regresó a la habitación para pensar en dón-

de más podría buscar: la cocina estaba descartada, la sala y

el comedor también. La cochera estaba vacía al igual que su

habitación y la de invitados, en el sótano no había nada de

interés. Agotadas sus opciones lógicas, volvió a echarse sobre

la cama solo para levantarse de inmediato, pues la simple idea

de acostarse voluntariamente sobre el lecho en el que nunca

quiso dormir le causaba repelús.

Sintió entonces el ardor de los jugos gástricos revolviéndose

en su estómago vacío y pensó que debía rendirse, que lo mejor en

esas circunstancias era tomar algo del refrigerador y volver a

casa, que debía terminar de una vez con esa misión absurda

y esperar, quizá rezándole a ese Dios cuya existencia negaba,

que Lena volviera en algún momento de sus vacaciones o de

su retiro espiritual o de su viaje de negocios con un amante

imaginario.

Solo encontró una rebanada de pan y una barra de queso,

y se sintió tonto por esperar que aquel ser monstruoso tuviera

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grandes reservas de alimentos cuando estaba acostumbrado a

comer fuera de casa o a pedir comida a domicilio. Quiso prepa-

rar café, pero la cafetera ni siquiera estaba en su lugar: «Lena

me regaló una cafetera hace tiempo, sabe que amo el café por

las mañanas. Odio caminar del cuarto de costura hasta la co-

cina, así que...».

Abrió con cuidado la puerta para asomarse discretamente

por la rendija antes de animarse a pisar el sitio de trabajo de

Joan Puig: varios maniquíes de costura vestidos con prendas

sin terminar, bocetos regados sobre la pesada mesa de corte,

dos máquinas de coser profesionales muy diferentes a la que

una tarde decidió dejar en la sala de su departamento, tres sillas

distribuidas por toda la habitación, y en un rincón, cerca de

la puerta corrediza de un vestidor, la cafetera vacía sobre un

pequeño gabinete, al lado de un frigobar.

El resto de su aventura en tierras peligrosas consistió en

suponer y acertar: todos los insumos debían encontrarse den-

tro del gabinete, aunque no esperaba hallar una sospechosa

botella con gotero sin etiquetar; quiso conectar la cafetera en

el enchufe, pero los cercanos estaban ocupados por las clavijas

del frigobar y de otro cable largo que siguió con la mirada, hasta

que encontró el otro extremo conectado a una cámara de video

sobre una mesa diminuta, cerca de una cortina que ondeaba

en aquella habitación cerrada sin aparentes entradas de aire.

Intrigado por tal efecto, se acercó a la mesa y levantó la cortina

para descubrir una puerta abierta que conducía a un cuarto

rojo que, a primera vista, logró inspirarle malos pensamientos;

en donde lo primero que notó fue un tripié delante de una cama

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king size desarreglada y una ventana ligeramente abierta con

las cortinas cerradas que apenas permitían el paso de la luz,

la suficiente para que él descubriera, al acercarse a la cama, la

existencia de manchas peculiares de fluidos que estremecieron

su cuerpo.

Todo lo que hizo después fue por impulso, quizá motivado

por ese instinto de superviviencia que había considerado per-

dido hasta ese momento crítico: regresó pronto al cuarto de

costura para abalanzarse sobre la cámara, desplegar la pantalla

lateral y encenderla. Con las manos temblorosas y el temor

de presenciar una escena tétrica, buscó la última grabación,

realizada dos noches antes, para reproducirla y atar los cabos

sueltos: una joven desnuda, seguramente drogada, recostada

en el lecho lujoso de la habitación por el diseñador que la había

reclutado, que se convirtió en la nueva víctima de un ser grotes-

co y desconocido para él cuyo cuerpo se encargaba de destruir

su inocencia junto con sus sueños de éxito y fama.

Solo hasta entonces supo por qué nunca lo había llevado al

taller de costura en ninguna de sus visitas, que de por sí eran

escasas: «¿Por qué nunca te lo preguntaste? ¿Por qué nunca te

pareció raro que un día decidiera que en tu departamento debía

haber una máquina de coser? ¿Por qué nunca te imaginaste

las razones por las que varias de las modelos que te presentó

nunca aparecieron en sus pasarelas?». Perturbado, aunque se-

guro de que era la única oportunidad que tendría ante pruebas

que le permitieran salvarse de aquel suplicio, sacó la tarjeta de

memoria de la cámara y la guardó en un bolsillo de su panta-

lón. Salió del departamento mientras pensaba en las palabras

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exactas, en un plan que le permitiera entregar la evidencia a

la policía y huir al instante de las garras de Joan Puig antes

de que su vida se viera amenazada por la mano iracunda del

criminal descubierto. Ya se encargaría de entregarlo, por el

momento debía encargarse de sobrevivir, de llegar al que fue-

ra el departamento de su hermana, cambiarse de ropa, tomar

algunas cosas, empacarlas apresuradamente en una pequeña

maleta, alistarse para salir de la ciudad, del estado, del país o,

si pudiera, del mundo.

Tras aquel vaivén de prendas prácticas y objetos necesa-

rios para su huida, como una señal del universo, se percató de

que la maleta no cerraba. Desesperado, empujó con fuerza la

parte frontal para acercar lo más posible ambos extremos de

la cremallera, solo para entender que no lo lograría por culpa

de lo que fuera que abultara en la bolsa delantera. La abrió con

rapidez para averiguar de qué se trataba: el estuche de una cá-

mara y un libro de pasta dura cuya presencia le dio un respiro

momentáneo al vislumbrar un rayo de esperanza, una prueba

de que no estaba solo, una posibilidad que podría salvarle la

vida, un mensaje con tinta azul en letra cursiva que le trazaba

un camino, le abría una puerta y le tendía una mano acompa-

ñada de una oferta irrechazable: «para cuando necesites hablar

con alguien».

Extendió bien la hoja, tomó su teléfono y marcó el número

anotado arriba del mensaje.

Esperó tres tonos angustiosos.

Escuchó por el auricular una voz familiar, aunque esta vez

sobria, a la que le asignó un nombre:

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—René...

Oír su propia voz entrecortarse lo destrozó y rompió en

llanto.

—Sácame de aquí.

« ◊ »

Fueron los cuatro tonos de marcado más largos de su vida.

—¿Hola?

Pero tuvo suerte.

—Tony, soy René.

—¡René! ¡Qué sorpresa! Tú nunca me llamas. ¿Estás bien?

¿Te pasó algo?

No era el momento para charlar.

—No, no te preocupes, yo estoy bien, pero necesito que me

hagas un favor.

—¡Hombre! Lo que sea por ti.

—Conoces a Mauricio Quirós, ¿verdad?

—Me suena... Mauricio...

—Castaño, ojos verdes... trabaja con Joan.

—¡Ah! ¡El maquillista de Lena! Sí, es un buen muchacho.

¿Por qué? ¿Necesitas su número?

—No...

—¡Ay, por favor! Hasta yo reconozco que es un chico guapo...

—Tony...

—No me sorprendería que se hubieran conocido y que se

hubieran vuelto buenos amigos después de la pasarela de hace

un mes...

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—Tony...

—¡Pero qué tonto de tu parte no pedirle su número! Ahora

le llamo a Joan y...

Eso no iba a funcionar así.

—Joan te ha estado mintiendo, Tony: Mauricio no es el ma-

quillista de Lena, él es Lena.

—...¿qué?

—Larga historia, te la cuento después. Hay que sacarlo del

país antes de que Joan le haga algo.

—Espera, espera, ¿por qué le haría algo a su mejor modelo?

—Porque tiene pruebas de sus negocios sucios y está por

entregárselas a la policía.

—¿Negocios sucios? ¿De qué hablas?

—Mauricio encontró una cámara y drogas en casa de Joan,

revisó las grabaciones, no tiene dudas.

—René, me estás asustando. ¿Me estás diciendo que Joan...?

—Tony no tuvo el valor de terminar la pregunta: «Debí sospe-

charlo de un novato pudrido en dinero y con tantas palancas.

Era demasiado bueno para ser verdad»—. Está bien, ¿qué quie-

res que haga?

—Consíguele un boleto para el próximo vuelo, yo me en-

cargo del resto.

—¿Y qué tal si Joan descubre todo? ¿Qué tal si lo encuentra

antes de que se vaya?

Su plan no era infalible; pero si no actuaban rápido, Mau-

ricio estaría perdido.

—Tendremos que rezarle a lo que sea que creamos para que

eso no ocurra.

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« ◊ »

El escándalo en los medios al día siguiente fue inevitable: noti-

cieros, programas de espectáculos y periódicos en todo el mundo

hablaban sobre la orden de aprehensión en contra de Joan Puig,

el diseñador de modas más prometedor del momento en Espa-

ña, por abuso sexual y trata de personas. En las redes sociales

hubo miles de muestras de indignación, opiniones y condenas,

así como testimonios que pronto se unieron a las denuncias

anónimas que lo inculpaban: «Se acercó a mí y me dijo que me

daría una oportunidad como modelo», «Me citó en su taller,

me pidió que me probara un vestido y me ofreció un vaso de

agua mientras hacía algunos arreglos», «Sentí mucho sueño

y cerré los ojos», «Todo estaba oscuro, luego sentí que alguien

me tocaba, no pude ver su cara. Intenté defenderme, pero mi

cuerpo no respondía», «No supe nada hasta que un amigo me

dijo que me había visto en un vídeo que le habían pasado y que

circulaba en internet».

Las autoridades comenzaron a investigar los crímenes de

Puig: buscaron pruebas en su casa y en su oficina; trascendió

que, en una pared falsa de la habitación secreta, el diseñador

había acondicionado un espacio para esconder fotografías de

desnudos y una copia de todos los videos que había grabado

con la intención, quizá, de extorsionar a sus clientes en caso

de que ninguno accediera a cumplir sus peticiones irrisorias y

desproporcionadas que le ayudaran a impulsar su marca. Co-

menzó así la persecución de los culpables: proveedores de telas,

importadores de insumos, dueños de espacios publicitarios,

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grandes empresarios, uno que otro funcionario público... No

había pasado mucho tiempo desde que la policía recibió las pri-

meras pruebas cuando Tony fue llamado a comparecer sobre su

relación con Joan y su conocimiento sobre las acciones ilegales

de su socio; pero pudo demostrar que no tenía relación alguna

con el caso, tras lo cual emitió un comunicado para anunciar

el término de su relación empresarial con él. De igual manera,

ninguna de las modelos frecuentes de Puig sospechaba sobre

sus negocios turbios ni se declaró víctima de sus abusos.

Para cuando quisieron interrogar a Lena, Mauricio ya no

estaba en el país.

Él se había ido con la certeza de que su hermana había es-

capado de una vida de martirio. Había descifrado el misterio

detrás de su desaparición y, no obstante, aún pensaba que es-

taba lejos de conocer la verdad. Sí, Joan la deseaba, le quedó

claro desde la primera noche en que su voz seductora gimió

su nombre cerca de su oído mientras jadeaba y lo sostenía con

fuerza antes de correrse; sí, seguramente él doblegó su espíritu

para obtener su cuerpo a cambio, tal vez, de una carrera exitosa;

¿pero había más detrás de aquel misterio? ¿Se fue solo porque

no soportaba esa vida o porque además descubrió los tratos

ilícitos del diseñador? ¿Se fue porque no concebía la idea de

que, en cualquier momento, ella se convertiría también en una

muñeca perdida entre las sábanas revueltas del cuarto rojo

que podría estar soñando esa noche y por el resto de su vida?

Sí, había hecho lo correcto. Con suerte, la policía la buscaría

para que rindiera su declaración; en el peor de los casos, lo ha-

ría motivada por la sospecha de que ella era cómplice de Puig.

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No le agradaba la idea; pero si eso permitía que la localizaran,

él dispondría todos sus recursos para pagar los honorarios del

mejor abogado, así tuviera que venderle su alma con tal de que

encontrara la forma de liberarla.

Aún con sus decisiones hechas y sus planes calculados, y

a pesar de que su huida del país lo aliviaba un poco, él seguía

inquieto. Odiaba admitirlo; pero ya no le quedaba más alter-

nativa que esperar cualquier noticia, buena o mala, que el

destino quisiera transmitirle por el medio que fuera, y saberlo

terminó por destrozar esa pequeña parte de su espíritu que

mantuvo intacta durante ese infierno que parecía perseguirlo

hasta el otro lado del océano.

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Hilos en tramas que se entretejen

Cobijado por la oscuridad, guiado por la débil luz de una lám-

para encendida en un cuarto abierto, el cazador avanza para

asomarse discretamente y analizar las condiciones de la presa,

perturbada por los malos sueños que metió por accidente en su

maleta diminuta antes de huir de aquel infierno que le habían

vendido como un paraíso inigualable.

La presa, en una lucha interminable contra sus culpas y sus

temores, se queja y llama al fantasma que persigue: un ente blan-

co de cabello largo, ondulado, con ojos profundamente verdes

que lo miran con tristeza, con pena, quizá con la decepción de

quien se siente traicionado por la persona en quien más con-

fiaba. Hechas sus acusaciones sin palabras, el fantasma le da la

espalda para seguir su camino sin destino seguro, simplemente

para confirmarle a la presa que no puede alcanzarlo.

Luego murmura conjuros inentendibles para alejar a la bes-

tia: esa quimera que lo acecha, que se acerca sin despegar la vista

de su cuerpo mancillado, ansiosa de más, hasta que lo acorrala

entre paredes rojas y lentes de vidrio que graban su figura para

disfrutarla y complacerse por esa eternidad que lo apuñala, que

lo violenta, que desea poseerlo hasta volverlo añicos de un vitral

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amorfo cuya figura se mezcla con cuerpos de otros tiempos y

de otras pasiones que se desangran como él mismo a través de

los rasguños de sus espalda que nunca cicatrizan.

El cazador abre la puerta para acercarse a su cama al verlo

retorcerse mientras murmura nombres y negaciones un par

de veces: las señales para apoyar las manos sobre sus hom-

bros y moverlo suavemente para sacarlo de su laberinto de

perturbaciones.

—Mauricio —susurra—, Mauricio, despierta.

Obedece inconscientemente: se estremece, abre los ojos de

golpe y mira confundido su rostro.

—¿Estás bien?

El hombre asustado niega con la cabeza para luego sentarse

sobre la cama y abrazar sus piernas. Diez días después de haber

tomado la difícil decisión de escapar de su suplicio, él sigue pre-

guntándose si aquello en verdad es lo correcto; aquella noche,

al igual que las otras nueve, concluye que se ha equivocado.

—Ella está decepcionada de mí, está decepcionada porque

dejé de buscarla, porque dejé de luchar, porque pensé primero

en mí, porque dejó de importarme, lo sé.

El cazador se desarma para acercarse a la presa malherida.

—No puedes seguir así —le dice luego de ofrecerle un vaso

de agua—: no quieres rendirte, pero tampoco puedes volver a

ponerte en riesgo; sabes que era lo único que podías hacer para

salvarte y para detener a ese tipo, y aún así no puedes dormir

porque te sigues culpando de algo que nunca estuvo en tus

manos. Necesitas recuperar la calma, tomarte un tiempo, pedir

ayuda... Hazme caso de una vez y acepta la terapia, por favor.

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La presa, que al principio se niega a recibir los cuidados

necesarios, al final cede.

—Está bien, iré.

Y recibe, como recompensa, unas cuantas palmadas en el

hombro derecho.

—Te haré una cita por la mañana, seguro te recibirán esta

semana. Intenta descansar aunque sea un poco.

El cazador regresa al camino del que se había desviado en

busca de su refugio temporal: un lecho acondicionado en la

sala de su departamento.

—Buenas noches.

Y cierra una de las puertas de su propia jaula.

« ◊ »

René era un desastre bienintencionado: bueno para la cocina,

malo para mantener rutinas; bueno para perder el tiempo en

asuntos banales, malo para concentrarse en lo que realmente im-

portaba; bueno para tenderle la mano al muchacho, malo para

reconocer que él también necesitaba ayuda en muchos aspectos.

Tal vez por eso insistía tanto en que Mauricio tomara terapia. Sí,

eso debía ser: alguien en esa jaula debía estar cuerdo; más bien,

alguien en ese departamento debía tener la suficiente estabilidad

emocional para seguir con su vida y emerger del pozo en el que

ambos estaban atrapados. Eso, no había otra razón: al menos él

debía superar la culpa que sentía por la desaparición de Lena:

«Sí, sálvate tú, eres demasiado joven para quedarte enterrado

bajo tus propios pesares». Era bueno para asumir el papel de

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mártir y sacrificarse; pero malo para recordar, en ocasiones,

que era mayor que su huésped solo por tres años.

Las habilidades de Mauricio no eran mejores que las de

René, pero su presencia era útil para algo: se había convertido

en una excusa para que el diseñador saliera de su zona de como-

didad —si es que le podía llamar así a su tortura cotidiana—, lo

que no dudaba en hacer cuando se veía ofuscado, agobiado por

páginas en blanco, rodeado por garabatos desechados y telas

arrugadas tanto en sus maniquíes como en el suelo del cuarto

que había acondicionado como taller de costura.

—Necesito un café, ¿quieres venir?

Lo único que podía hacer por él como retribución era se-

guirlo hasta el fin del mundo.

Al principio le pareció extraño salir con él por la mañana

o por la tarde, pues los deseos oscuros de Joan lo habían acos-

tumbrado a la complicidad de la noche y a ser despertado en

las primeras horas de la mañana por el aroma insoportable de

un puro a medio terminar. Ciertamente, René fumaba a veces,

sobre todo cuando llevaba días sin dibujar un boceto que lo

satisfaciera o cuando estaba demasiado nervioso; pero no le

molestaba el olor de sus cigarrillos mientras no lo relacionara

con eventos incómodos, como que se le acercara de repente

para besarle el cuello o que deslizara su mano con cuidado por

su espalda hasta meterla debajo de su ropa interior y alcanzar

una de sus nalgas para apretarla.

A veces, cuando su mente se negaba a concentrarse en los

bocetos y pensaba en abrir la boca para invitarlo a salir, René

se preguntaba por qué insistía tanto en despegarse de la libreta

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y del lápiz: «Acéptalo ya, no es tan difícil: no estás hecho para

esto, no puedes encontrar ideas, no puedes plasmarlas, tu ca-

beza está demasiado cerrada porque sabes que no debes tener

éxito después de todo lo que provocaste; no puedes entender

tampoco por qué tomas como excusa el estado emocional del

muchacho, porque crees que sacarlo a pasear le hará bien para

distraerse y conocer el mundo, o porque crees inocentemente

que él te perdonará, que él te dirá que no fue tu culpa; pero

tampoco puedes soportar la idea de ser perdonado, por eso no

le dices que su hermana trabajó contigo, por eso te niegas a

revelarle que ella te amaba y que tú, gran imbécil, cometiste el

gran error de no cortar sus ilusiones a tiempo».

Pasaron semanas, tal vez los mismos meses que le costó re-

cuperarse para que Mauricio se diera cuenta de que el mundo

de René era demasiado pequeño: el restaurante al cruzar la

calle, la cafetería solitaria de la esquina, la tienda de telas a tres

cuadras, el mercado a cinco, el supermercado a siete, la banca

maltratada del parque minúsculo y marchito en su camino

de regreso, el equipo de sonido a volumen bajo repitiendo las

mismas canciones cuando se quedaba solo, la televisión eter-

namente apagada excepto cuando tenía insomnio, el teléfono

que nunca sonaba excepto cuando Tony lo llamaba para pre-

guntarle por ambos y para decirle siempre lo mismo: «Nadie

sabe nada de Joan, tampoco hay pistas de Lena, parece como

si se los hubiera tragado la tierra».

Mentiría si no admitiera que le gustaría ir a otras partes;

pero cuando estaba por dar el paso definitivo, su culpa y su

apatía lo saboteaban: «¿Para qué, René? ¿Para buscar alivio?

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¿Para conocer a otro chico que te ilusione, que te abra las puer-

tas de otro mundo y que te lo arrebate de pronto? ¿Para seguir

aparentando que mereces ser feliz a pesar de todo lo que hiciste

mal? No necesitas ir demasiado lejos para respirar aire nuevo,

el de aquí siempre cambia y tal vez un día por fin te mate,

cuando desarrolles una enfermedad por vivir en esta ciudad

tan contaminada o porque esos cigarros destruyeron lo que te

queda de pulmones, ¿qué importa lo que suceda primero? De

algo te tienes que morir de todos modos».

El destello efímero de una luz blanca y el sonido de un ob-

turador interrumpió su pesimismo.

—¿Dónde conseguiste eso?

Mau alejó de su rostro el visor de una cámara profesional.

—Es mía —respondió mientras la bajaba para darle vuelta

y contemplarla—. La llevé a Barcelona para tomarle fotos a

Lena en algún desfile, pero nunca encontré la oportunidad de

utilizarla.

Pero sabía muy bien que no lo había hecho porque dejó de

sentirse digno de tocarla: «¿Qué iba a capturar de todos modos?

Seguramente escenas aterradoras y mis terrores nocturnos si

fueran visibles, o el edificio que estropeaba la vista de la ciudad

desde la única ventana del departamento de Lena, o la cafetera

de Joan... o la cama de las sábanas revueltas si él hubiera des-

cubierto que sé algo de fotografía».

—Creí que no te gustaba ese oficio.

—No me encanta, tal vez porque sigo pensando que no estoy

hecho para esto; aunque creo que ya va siendo tiempo de darle

una segunda oportunidad.

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«Dichoso tú que tienes el valor de admitir que no es lo tuyo

y que aún así tienes fe en que esta vez sí funcionará», pensó

René mientras rompía un boceto fallido más y tomaba su lápiz

para verlo encogerse al sacarle punta.

—Supongo entonces que acabas de conseguir un pasatiem-

po —le comentó con la vista fija en la viruta que se enroscaba

sobre la navaja—. Es bueno que hayas encontrado algo en qué

distraerte. Te hará bien salir de mi mundo de ocho cuadras.

—¿Y por qué no vienes conmigo? —le propuso tras guardar

la cámara en su estuche—. Tal vez encuentres una idea exce-

lente en un ambiente menos gris.

—No lo creo —respondió luego de soplar los residuos de

grafito pegados en el sacapuntas—, alguna vez lo intenté y no

funcionó.

—Entonces solo acompáñame —insistió el muchacho—: no

conozco la ciudad, no quiero perderme.

René frunció el ceño: ¿perderse?, ¿en serio?, ¿no tenía una

mejor excusa para presionarlo? Lo miró con extrañeza y des-

cubrió en su rostro ciertas expresiones que revolvieron los

sentimientos que empezaba a olvidar: unos ojos ansiosos, una

sonrisa contenida en espera de ser liberada, el deseo mudo de

quien cree que puede ayudar en una causa perdida y tenderle

la mano a un convicto arrinconado en un calabozo abierto para

incitarlo a dejarlo. Entonces supo que no podía luchar contra

eso, o al menos que no lograría salir siempre airoso, sin heridas

letales de aquella ineludible batalla.

Suspiró.

—Voy por mi cartera.

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« ◊ »

A veces le costaba reconocerlo.

—¿Hay problema si te llamo Mau?

—Ninguno —respondió el muchacho con una leve sonrisa

antes de pulsar el disparador de su cámara para fotografiar

una catarina posada en una hoja.

—Está bien, Mau. ¿Vamos a comer?

Una foto más.

—Vamos.

Era imposible para él seguir llamándolo por su nombre.

Ya no tenía ese rostro apesadumbrado ni las sombras bajo sus

ojos por la falta de sueño; había cambiado todo por un gesto

sereno, un impulso por satisfacer o desechar algunas de sus

expectativas, y una mirada abierta, atenta a los detalles, capaz

de descubrir belleza hasta en los seres más insignificantes del

planeta. Recuperó su identidad y sus ganas de vivir, y por fin era

capaz de reflexionar objetivamente sobre sus circunstancias. Al

fin podría decidir por su cuenta el siguiente paso: reunir fondos

para buscar a su hermana, valerse de todos los medios para

gritar su ausencia, esperar que se comunicara con él cuando

estuviera lista, conseguir un empleo, ganar lo suficiente para

pagar una renta, vivir, divertirse, buscar al amor de su vida...

—¿Puedo verlas cuando regresemos?

—Por supuesto.

...tomar más fotografías maravillosas: la panorámica de la

ciudad desde un rascacielos, la fachada de un museo iluminada

por lámparas de varios colores, la escultura de una anónima dio-

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sa griega maltratada por las inclemencias del tiempo, la pintura

de un personaje histórico que ya nadie recuerda, la expresión

del cuerpo de una bailarina en un teatro al aire libre, un niño

abrazando a un cachorro abandonado, el chorro de una fuente

que esconde el beso de dos amantes furtivos, el vagabundo gene-

roso que alimenta a las aves con lo poco que tiene para subsistir,

un pequeño gorrión sobre la rama seca de un árbol muerto, otra

rama a punto de perder su última hoja en ese otoño que no para,

el acercamiento de un pato sumergiendo la cabeza en el agua,

la corriente de un riachuelo que pule las rocas que reposan en

su cauce, la cortina de la ventana abierta que se mueve con el

viento que se siente cada día más frío, la mariposa que vuela

frente a sus ojos mientras intenta capturar otra imagen...

Clic.

—¿Otra vez?

—Lo siento, es que el reflejo del agua se veía muy bien en tu

cara, no quería perder esa oportunidad.

No podía culparlo: si él tuviera una idea perfecta en cual-

quier escenario, no dudaría ni un instante en sacar su libreta,

tomar el lápiz y bocetar lo que fuera, como el movimiento de

la servilleta de tela que extendió Mau antes de colocarla so-

bre su regazo, o la elegancia con la que sorbía el contenido de

su vaso, o ese curioso hábito de acomodarse delicadamente su

mechón más rebelde detrás de la oreja.

—Creo que te va a costar mucho trabajo abandonar tu fa-

chada de mujer refinada.

A veces, cuando lo provocaba, volvía a mostrarle ese lado

pícaro que lograba inquietarlo.

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—Te encantaría que lo fuera.

En realidad lo irritaba: «Si fueras mujer, serías igual a Lena.

¿Crees que le gustaría competir contra sí misma por el mismo

hombre idealizado? ¿Crees que ese tipo patético correspondería

a la ganadora? ¿Crees que ser amado por la mujer más hermosa

del mundo es un privilegio? ¡Ja!».

—No es necesario, para mí está bien como eres ahora.

A veces le costaba reconocerse.

—¿Y ya sabes lo que vas a pedir? —le preguntó Mau tras

aclararse la voz, tomar la carta y cubrirse el rostro con ella con

el pretexto de revisarla otra vez.

«Sí, está bien como eres ahora, no cambies nada de ti. ¿Pero

qué hay de mí? ¿Yo estaré bien con esa presencia tuya tan ce-

gadora que empieza a quemarme?»

—Ya no estoy tan seguro.

Y levantó la carta para no verlo a los ojos cuando él bajara

la suya.

« ◊ »

En medio de la sala del departamento, estrenando el sofá cama

que René compró para sustituir el mueble mullido en el que había

dormido los últimos meses, ambos se miraron en silencio. Habían

llegado a un punto en sus vidas en el que debían ser honestos,

confiar en el otro, tragar saliva y hablar seriamente del futuro.

El diseñador se armó de valor: «Es ahora o nunca», y se lo

dijo de golpe:

—Esto no es lo tuyo.

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—¡Lo sabía! —exclamó Mau, y regó un montón de fotogra-

fías en el suelo—. Se lo dije a Lena, se lo dije al psicólogo, creo

que hasta te lo dije a ti cuando estaba borracho.

—Pero que no seas bueno para la fotografía artística no sig-

nifica que tus tomas sean malas o que no puedas hacerlo mejor

algún día —intentó consolarlo su anfitrión al tiempo en que se

agachaba para recogerlas—; de hecho, hay algunas que se verían

excelentes en pautas publicitarias o en artículos de revistas. —Se

levantó para entregárselas—. ¿Alguna vez tomaste fotos para

un catálogo o una revista de moda?

—No, pero en un curso le tomamos fotos a una modelo y

creo que no me fue tan mal.

El diseñador volvió a sentarse para revisar un conjunto de

fotos que había separado antes: la cortina en movimiento, el

agua de la fuente, la roca pulida en el fondo de un río, una pa-

loma en pleno vuelo que se interpuso entre la lente y el edificio

cuyos rasgos arquitectónicos pretendía capturar.

—Bien, hagamos algo —le propuso luego de emparejar las

fotografías y levantarse otra vez del sofá nuevo—: tú cocinas

hoy, yo voy al taller a sacar ideas de esto.

Mauricio dudaba.

—¿Crees que funcione?

—¡Tiene que funcionar! —respondió René desde un extre-

mo de la sala—. Cuando logre hacer una colección a partir de

tus fotos, tú vas a hacer mi catálogo, venderemos los diseños,

ganaremos dinero y podremos mantenernos al menos durante

otros tres meses.

—Si me dejaras buscar un trabajo...

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—No hasta que veamos que tampoco sirves para esto.

—¡Oye!

Le hizo gracia escucharlo enojado, pero pronto cambió de

parecer: «Mejor le aclaro todo antes de que arruine la comida

y muramos de hambre». Volvió sobre sus pasos y se le acercó

para contarle su plan.

—Mira: mis diseños no van a vender si las fotos del catálogo

son malas; el catálogo puede verse excelente, pero con pésimos

diseños no llegará muy lejos. Si ambos lo hacemos bien, fun-

cionará y por fin tendremos respuestas.

—¿Tendremos?

—¡Tendremos! ¡Tendremos! —repitió un tanto irritado—. Te

recuerdo que no eres el único aquí con dilemas vocacionales.

—¿Me crees capaz de olvidarlo?

«Te creo capaz de todo, Mau, hasta de engatuzarme para

destrozarme como han hecho todos los hombres en mi vida»;

pero no podía decirle eso.

—Concéntrate en hacer lo tuyo y así conseguiremos fondos

para empezar una campaña o algo para encontrar a tu hermana.

—Está bien, pero con una condición.

¿En verdad estaba en posición de establecer condiciones?

¿Con qué derecho? ¿Se le olvidó a quién le debía su seguridad

durante los últimos cinco o seis meses? «Ah, pero tú le ofreciste

la terapia, tú dejaste que se quedara en tu departamento, le diste

alas y ahora tendrás que pagarlo, ¡bien hecho!».

—Habla.

—Si tenemos éxito y logras colocarte en las pasarelas de

nuevo, déjame modelar como Lena una vez más.

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—¿Estás loco? —preguntó alterado por una emoción que

no lograba definir: ¿ira?, ¿miedo?, ¿preocupación?—. Te costó

mucho superar esa etapa, dijiste que no volverías a modelar

como ella, ¿por qué de repente cambiaste de opinión?

—Quiero pagar...

—¡Al diablo con tu deuda! —lo interrumpió con furia—. ¡Si

me importara el dinero, te hubiera obligado a trabajar desde

el principio! No quiero que me pagues, ni que te sientas en

deuda conmigo, ni que creas que te ayudo por lástima, ni que

te sientas atado a mí por algo tan absurdo como una deuda

que tú no planeabas adquirir con nadie, ni siquiera con Lena,

¡entiéndelo de una buena vez!

Se esforzó para no hablar de más: «Tú no sabes nada, Mau-

ricio, y espero que sigas sin saberlo o no podrás perdonarme

nunca: arruiné la vida de tu hermana, no hay día en que no

despierte pensando que no la encuentras por mi culpa, no hay

noche en que no vea su rostro desencajado porque fui incapaz

de amarla como ella me amaba; no voy a arruinarte a ti también

ni a arrojarte de nuevo a las fauces de ese monstruo».

El muchacho respiró profundamente y guardó silencio du-

rante un minuto eterno para recobrar la calma antes de reve-

larle a René sus verdaderas intenciones:

—Lena no va a aparecer mientras no atrapen a Joan Puig, y

yo no voy a descansar hasta que lo vea tras las rejas. Si él viene

a buscarme y eso ayuda a que salga de donde sea que se esté

escondiendo, estoy dispuesto a correr el riesgo. Es lo menos

que puedo hacer por ella y por todas esas chicas a las que les

arruinó la vida.

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Estaba desesperado y quiso gritarle para que entendiera a

lo que se expondría; pero si algo aprendió sobre él en todo ese

tiempo fue que no desistiría bajo ninguna circunstancia.

—Vas a hacerlo con o sin mi consentimiento, ¿verdad? Así

tengas que buscar oportunidades en agencias de modelos o

con otros diseñadores.

—Así tenga que tocar cientos de puertas, lo haré.

Lo agobiaba la mera idea de luchar una batalla perdida.

Se rascó la cabeza, alborotó su melena encrespada para luego

bufar y responder malhumorado a su petición:

—Está bien; pero solo una vez, ¿está claro?

—Entendido, jefe.

—¡Y no me digas jefe! ¡Odio que me llamen así!

—Sí, patrón.

Caminó con rapidez hacia su taller, azotó la puerta y arrojó

las fotos sobre su mesa de trabajo mientras maldecía su suerte:

«Terco, ¡terco! ¿Por qué tienen que ser iguales en ese sentido?».

Y tras patear uno de sus maniquíes y abrir su libreta de bocetos

de mala gana, empezó a dibujar a pesar de que su postura ante

la situación era muy clara: «Preferiría dejar el diseño de modas

antes que arrojar al abismo a otro Quirós».

« ◊ »

Agobiado y agotado luego de su persecución diaria de ideas

salvajes, el cazador se rinde y decide volver a su cabaña, a su

lecho que lo espera con una manta delgada en la sala. Toma

antes un vaso de agua y come una manzana, pues no tiene

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el apetito suficiente para terminarse la porción de sopa que

alguien dejó servida en el comedor, y tampoco cuenta con las

ganas de recalentarla. Pero sus intenciones de descanso inme-

diato son saboteadas por una criatura vencida por el sueño,

medio acostada en el sofá doblado, con los labios levemente

separados y un libro abierto sobre su pecho. Sin duda es una

liebre, aunque también puede ser una paloma, o tal vez un

zorro astuto capaz de abrir el hocico mientras duerme para

morderle la mano, o quizá es un fantasma, una aparición en-

viada para consolar sus pesares o para atormentarlo por sus

errores. Quizá no es importante averiguarlo, quizá solo es la

señal inequívoca de que puede dormir por fin en su cama, si

es que aún recuerda cómo hacerlo.

Entonces siente que el cansancio le está jugando una tram-

pa, una que lo obliga a sentarse en el borde de la mesa de cen-

tro para vigilar el descanso de su huésped y advertir que se ha

dejado crecer tanto el cabello que los mechones de su frente

le cubren la barbilla. Acerca entonces los dedos para despejar

su rostro, pero se detiene de golpe, cierra el puño y se aleja

despacio al percatarse de que su naturaleza de cazador se está

perdiendo, que quién sabe desde cuándo se está transformando

en un depredador con el corazón de una presa vulnerable, que

acomodarle el cabello detrás de la oreja sería la peor excusa

que podría sacarse de la manga para luego tocar delicadamente

su rostro, sentir la suavidad de sus mejillas y hallarse de pronto

hambriento de más: su barbilla lampiña, el borde de sus labios,

su cuello, los primeros botones de su camisa, su pecho y sus

hombros... y entonces el zorro despertaría para transformarse

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en un lobo plateado que devoraría su cabeza y le arrancaría

del cuerpo su espíritu agonizante.

Se soba la nuca y se levanta, se acerca al love seat y toma la

manta cuidadosamente doblada con la que suele cubrirse todas

las noches, la extiende y arropa a la liebre en su lecho con cui-

dado de no perturbar su sueño apacible, ese que él desconoce

y que no se parece a las pesadillas que experimentaba durante

los primeros días bajo su resguardo, en donde la presa ve una

sonrisa cálida y un cuerpo robusto que se le acerca en el vacío,

en donde unos dedos gruesos retiran los mechones de cabello

de su rostro para luego deslizarse sobre su mejilla y rozar el

borde de sus labios, en donde el otro brazo lo atrae a su cuerpo

viril para respirar su aire y fundirse en un abrazo que no quiere

que termine jamás.

Los primeros rayos del sol lo sacan de su mundo onírico.

Decepcionado por la fugacidad de sus ilusiones, la presa se per-

cata de la manta que lo arropa y del vigilante que duerme en

el sillón reclinable con una cobija que tapa sus piernas. Tiene

ganas de reír y de llorar; pero no se decide, aunque se percata

de que es la primera vez que se siente tan confundido, quizá

porque tiene una certeza ahogada que no se atreve a dejar salir

de su garganta, porque teme romper esa burbuja de felicidad

que creó a partir de su dolor si sopla dos palabras en el oído

del cazador dadivoso que lo tomó en medio del bosque muerto

para darle una alternativa, una que le permitiera recuperar su

dignidad y reconstruir su identidad. Quiere agradecerle otra vez

(«¿Otra vez? ¿Cuántas veces más tengo que escucharte decirlo?»),

pero se calla. Quiere seguir con su vida cotidiana, con esa rutina

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que improvisaron desde que llegó al departamento; pero no le

basta, no es suficiente. Se ahoga en su intento por atravesar un

camino fangoso, repleto de incertidumbres sobre él y su vida;

después de todo, ¿quién es René?, ¿quién en su sano juicio le

abriría la puerta a un extraño, a un desahuciado que conoció

en el bar de un hotel?, ¿cuáles son sus intenciones si se esmera

tanto en decirle que no le debe nada cuando le debe todo?

La presa, de repente hallada frente a un camino perdido

bajo la maleza, escucha un golpe seco que la obliga a endere-

zar la espalda y buscar la causa de su sobresalto. Se levanta y

encuentra entonces un cuaderno de dibujo en el suelo, con un

boceto cuya ejecución no puede imaginarse, aunque la intriga.

Decide cerrarla y dejarla en la mesa de centro, pero descubre

otro montón de trazos que intenta descifrar: una silueta recos-

tada y arropada por una tela que no existe, que cae libremente

al igual que su brazo que toca el suelo.

Una corazonada le dice que revise las páginas anteriores:

los pliegues de una blusa, una muestra de color azulado para

un saco, los volantes de una falda, el estampado de un vestido,

el diseño de una capa y, en la primera hoja, la fotografía del

agua de la fuente que él había capturado con su cámara du-

rante la búsqueda del sentido de su existencia junto con otra

que lo dejó estupefacto: un fotógrafo principiante sentado en la

orilla de una fuente tan concentrado en la toma que no percibe

la discreta lente de un teléfono inteligente y del ojo perspicaz

de su propietario.

Solo así lo comprende: no es que René fuera el individuo más

benevolente al no exigirle un pago por los favores otorgados;

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sino que le estaba cobrando en silencio. Aún durante su crisis

vocacional, Mauricio se había convertido en una peculiar

fuente de inspiración para su anfitrión y tendría derecho de

quedarse mientras su perspectiva del mundo le sirviera de algo;

de otra forma, ya lo hubiera echado. De pronto se encuentra

pensando en que saberlo es un alivio que duele; comprenderlo

mientras cierra la libreta lo orilla a preguntarse si seguir de

esa manera está bien. «¿Y por qué no, según tú?», se cuestiona

al dar media vuelta y entrar a la cocina, «Ahora que lo sabes,

tienes varias opciones; pero tú solo piensas en una, en la más

conveniente para ti, porque comprobar alguna de las demás va

a desilusionarte y eres consciente de que no podrás soportarlo,

entonces querrás huir; pero también sabes que será imposible

que vuelvas si te atreves a salir por esa puerta».

Toma la lata de café de grano molido y mira la cafetera eléc-

trica durante varios minutos, los suficientes para reconsiderar y

buscar la italiana en los gabinetes de la cocina. Lo ha intentado

varias veces, pero sigue siendo incapaz de encararla sin que se

le estruje el corazón con el recuerdo de lo que pudo pasarle a su

hermana. Eso le basta para dudar de todo: «¿Qué estás haciendo,

Mau? ¿En qué estás pensando? Esto no se trata de ti, sino de ella.

A veces se te olvida que eres un niño desamparado en busca de

respuestas, que todo lo demás es secundario, que tus pesadillas

fueron construcciones y sacrificios necesarios. Estás de paso,

saldrás de aquí cuando todo termine y entonces...».

La calidez de una mano sobre su hombro dispersa su nube

de perturbaciones.

—Dame eso, yo lo hago.

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Y así concluye que ya no tiene escapatoria: asustada por lo

que le depara más allá de la puerta abierta, la presa acepta al

fin que se ha acostumbrado a la jaula que un cazador astuto se

esforzó en acondicionar para atraparla. Pero contrario al otro,

al domador que la había sujetado con una cadena de hierro, el

dueño de esa jaula tiene otras intenciones que no comprende,

pues las rejas bien pueden ser un muro erigido para alejarlo del

bosque oscuro del que fue salvada o, como su corazón optimista

intenta ilusionarla, una barrera para que el cazador no se aba-

lance sobre ella para devorarla y volverla suya.

« ◊ »

—¿Aló?

—¿Ivonne?

—¡¡Aaaaah!! ¡¡René querido!! ¡¡Me da mucho gusto oírte!!

¿Cómo están los niños?

—¿Los qué?

—Ay, no te hagas. ¡Tus engendros! ¡Esas criaturas hermosas

que pares con tanto dolor! Dijiste que me llamarías cuando

nacieran y quiero creer que ya llegó ese momento.

—Ah... ¡Ah! Sí, sí... están bien, sí.

—¡¡Qué maravilloso es saber que por fin estás diseñando

algo de nuevo!! Y dime, ¿ya te casaste?

—Ivonne...

—Recuerda que yo siempre estaré disponible para ti, así

cumplas 45 y te pongas gordo y calvo.

—Eh... no, gracias.

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—¡Ash! ¡Qué grosero! Conste que te lo estoy ofreciendo ama-

blemente. Si me rechazas ahora, ni pienses en buscarme cuando

esté casada con un millonario.

—Sí, claro.

—¡Espera y verás! —El sonido de una lima para uñas distrajo

a René por un instante—. En fin, suficiente de tu vida personal

por teléfono, ¿en dónde y a qué hora nos vemos?

—En mi departamento a las siete, ¿puedes?

—Tratándose de ti, claro que puedo. ¿Quieres que me ponga

minifalda o algo más atrevido?

—Ponte lo de siempre.

—Tú no cambias, ¿verdad? Aunque sea deja que lleve un

poco de vino.

—¿Vino vino o labiales vino?

—Vino vino.

—Si es tinto, hazlo; si es blanco, déjalo para otro día que

quieras cocinar.

—Es rosado, fresco y exquisito. Me lo regaló Paco Rabanne

la semana pasada antes de que rechazara su propuesta de ma-

trimonio por ti. No me lo voy a acabar sola.

—Tráelo, entonces. Buscaré las copas.

—Muy bien, querido. Entonces nos vemos a las siete. Ponte

guapo y perfúmatelo como me gusta, ¿está bien?

«No te rías, René, no te rías o te mata.»

—Está bien, me pondré presentable.

—¡Uff, sí! ¡Por eso me encantas! Te dejo para que empieces

a arreglarte. ¡Besitos! ¡Bye!

Colgó.

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—¿Tu novia?

La pregunta de Mauricio, en vez de indignarlo, le dibujó

una sonrisa.

—¿Celoso?

La estupefacción plasmada en el rostro de su huésped lo

hizo reír.

—Arréglate, mi novia llega a las ocho.

Debía estar bromeando.

—¡Pero la citaste a las siete!

—Nadie en esta ciudad llega a la hora indicada.

La vida en esa ciudad seguía siendo un misterio para él.

—¿Y no preferirías que saliera y los dejara solos?

—¡¡No, por favor!! —le gritó un poco nervioso desde la puer-

ta del baño—. Además, si te pidiera que te fueras, no la hubiera

llamado en primer lugar.

En ese momento, lo único que se le ocurrió fue que René

quería ponerlo celoso: «Pues no lo vas a lograr, te lo juro por

mi madre y por como que me llamo Mauricio».

« ◊ »

Más de uno se sorprendió al escuchar el sonido del interfón

a las 7:35...

—¿Sí? —Silencio—. ¿Ya llegó?... Sí, déjela subir.

...o tal vez el único sorprendido era él.

—Bueno, no llegó tan tarde, pero tampoco a la hora.

El diseñador volvió el rostro hacia su huésped para averi-

guar si algo fallaba en su vestimenta antes de que ella lo viera;

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aunque no esperaba encontrarse ante un hombre menudo con

el cabello escurriendo agua, sin camisa ni zapatos.

—¿Qué estás haciendo? —trastabilló.

—Secándome el cabello —respondió al tiempo en que pasa-

ba una toalla por su cabeza con una tranquilidad desesperante.

—Ponte una camisa.

—Pero sigo mojado.

—¡No importa! —dijo al quitarse el saco para luego arrojár-

selo con fuerza—. ¡Vístete, por Dios!

«¡Así te quería ver!», pensó Mauricio, y siguió con su juego.

—¿Por qué? ¿Te da miedo que tu novia piense mal? —pre-

guntó mientras pasaba la toalla húmeda sobre su torso lampi-

ño, en un claro gesto de provocación.

—Eres un...

René no supo si llamarlo «imbécil» o «idiota»; aunque apos-

taría los ahorros de toda su vida a que Mau pensaba en la frase

«maldito desgraciado». Pero no se iba a salir con la suya, no

cuando él sí conocía la personalidad de quien, justo en ese mo-

mento, tocaba la puerta.

—Está bien, no te vistas; pero que conste que te lo advertí.

Entonces abrió para recibir a su invitada, quien de inme-

diato lo abrazó y le dio un beso en cada mejilla.

—¡René hermoso! ¡Tan guapo como siempre! —Le entregó

una bolsa de papel—. Ten, traje el vino, sírvelo mientras me

pongo cómoda.

Cinco pasos después, la invitada se detuvo boquiabierta

durante el tiempo suficiente para que Mauricio analizara la

situación: mallas oscuras, blusón holgado y carmín como sus

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tacones, complexión delgada, uñas color vino al igual que sus

labios, rostro ovalado, nariz redonda, lentes con armazón ati-

grado en forma de lágrima, ojos cafés y un corte de cabello

recto hasta los hombros con un balayage rosa que le sentaba

muy bien.

—Nooo... —Giró ligeramente el cuerpo hacia atrás para ver

a René, quien simplemente levantó los hombros antes de que

ella volviera a mirar al hombre semidesnudo—. ¡Mira nada

más! —Botó su bolsa de maquillaje en el sillón, se acercó con

rapidez a él para tomar el saco que no se había puesto y tirar-

lo al piso—. Sus brazos son tan flacos que no me interesan,

su abdomen puede mejorar con un poco de trabajo; pero este

pecho, ¡este pecho! —Pegó su cuerpo a su costado para deslizar

los dedos sobre sus pectorales y examinarlos mejor—, es tan

terso y suave y sexy y me encanta y...

René agachó la cabeza y se cubrió la boca con el puño iz-

quierdo para reprimir una carcajada al ver que su adverten-

cia se había cumplido: una mujer extrovertida con buen gusto

explorando el torso fresco de un hombre pálido, nervioso y

asustado que no entendía lo que pasaba.

—¡Qué maravillosa sorpresa, Renecito! Déjame tocarlo otro

ratito a cambio de mi trabajo gratis por un desfile y una sesión

de fotos.

—Que sea un desfile, unos tips de fotografía para él y su

maquillaje para una pasarela.

Ella se despegó de su cuerpo para analizar su rostro antes

de mostrar su confusión.

—¿Lo conozco de alguna parte?

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—Ah, cierto. —Dejó la botella de vino en la mesa de centro

antes de presentárselo—. Ivonne, él es Mauricio Quirós.

—¿Quirós? ¿Como Lena Quirós?

—Sí, es su hermano.

Ella resolló y llevó la mano derecha a su pecho.

—¿Su hermano? ¿En serio? —Miró su cara por tercera vez—.

¡Te pareces muchísimo! ¿Son mellizos?

—Soy menor por tres años.

—¿En serio? —repitió aún más sorprendida—. Debería pre-

guntarle su secreto para conservarse tan joven; parecía de tu

edad en las fotos de su presentación en Madrid, antes del escán-

dalo de Puig. ¿Me la presentarías? ¿En dónde trabaja ella ahora?

Su pregunta causó un silencio incómodo, denso, en el que

Mauricio trastabilló para luego mirar a René y preguntarle la

respuesta sin palabras. Él, con la sospecha acertada de que a

Mau le costaría mucho trabajo hablar sobre su historia con

una desconocida, chupó los labios y chascó la lengua.

—Siéntate, es una larga historia.

Fue a la cocina con el pretexto de buscar las copas; pero

en realidad se ausentó para pensar y decidir el punto exacto

de la historia por donde debería comenzar. Entendió hasta

ese momento que, entre el relato y las preguntas, la reunión

se alargaría más de lo esperado, por lo que buscó en la alacena

el frasco para llenar y programar la cafetera eléctrica antes de

que Ivonne pidiera una bebida caliente o de que Mauricio se

ofreciera a prepararla con esa amabilidad que siempre mos-

traba para disimular su pena ante las situaciones que más le

recordaban su vida anterior.

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Carretes antiguos de tiempos inolvidables

Al fondo de su taller de costura, René tenía un clóset reple-

to de experimentos fallidos que apreciaba demasiado para

desecharlos. No se había percatado de su exceso hasta que de-

cidió guardar uno más para toparse de pronto con que el peso

del conjunto había vencido el colgador. Ya lo había arreglado

antes, en aquellos tiempos cuando le parecía vital mitigar sus

gastos para sobrevivir en medio de su crisis; aunque quizá esta

vez debería llamar a un carpintero que compusiera su desastre.

De cualquier manera tendría que desocupar el espacio y desha-

cerse de algunas muestras que, a esas alturas de su carrera de

altibajos, comenzaran a parecerle vergonzosas o insalvables.

Buscó una bolsa negra, la dispuso al lado de su mesa de corte

y empezó a sacar prendas de todo tipo: pantalones ajustados,

blusas con transparencias, una chaqueta de cuero verde, tres

vestidos largos y pesados, varios juegos de trajes pálidos y poco

vistosos, faldas asimétricas demasiado almidonadas... Tiraba

algunas, dejaba otras, pensaba en la pertinencia de relanzar

unas cuantas con modificaciones y hacerlas triunfar en las pa-

sarelas. Aunque no tenía nada concreto en mente, podía ocupar

el resto de su vida para pensarlo.

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Al terminar de clasificar lo que estaba colgado, continuó

con los dos objetos que guardaba en la parte baja del clóset:

una caja de zapatos que diseñó en una etapa oscura de su vida

(«Y pensar que alguna vez estuve tan convencido de que esa era

mi vocación, ¡qué equivocado estaba!») y un velís heredado de

su abuela que no había abierto en mucho tiempo. Revisar su

contenido le causaba nostalgia, aunque también despertaba

su ansiedad y le inspiraba cierta incomodidad, pues apreciar

sus primeros pasos le hacía recordar que sus sueños infantiles

eran demasiado inocentes: «Abuelita, cuando sea grande, te

haré un vestido de princesa», «Mamá, te hice una blusa» y le

mostró un montón de retazos cosidos con enormes puntadas

visibles de un hilo viejo que se le rompía cada diez o quince

pasadas de aguja. Verla le hacía gracia, aunque no tanta como

la fotografía de su madre usándola con solemnidad el día de su

cumpleaños, todo para encontrarse después acariciando una

blusa de mucho mejor calidad que confeccionó en sus primeros

años como universitario y que nunca pudo entregarle.

Dejó la blusa sobre una silla para seguir hurgando entre

sus recuerdos: su primera libreta con bocetos elogiados por

algunos de sus compañeros, sobre todo por Tony, quien desde

entonces se convertiría en su mejor amigo; un montón de cua-

dros de telas que usó para sus proyectos anteriores, pues tenía

la extraña costumbre de guardar muestras de sus materiales

para saber cuáles no repetir si algún día perdía la memoria; una

caja incompleta de lápices de colores usados, un sacapuntas, sus

primeras reglas y curvas francesas, cintas métricas gastadas y

tijeras sin filo; un álbum de fotografías con tomas que dejaban

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mucho que desear, razón por la que siempre quiso ser amigo

de un profesional, aunque nunca tuvo éxito («Pero que Mau

resultara serlo no es razón suficiente para tenerlo conmigo;

es más, me extraña que ya no insista en buscar un lugar para

vivir, tal vez ya entendió que seguir tocando el tema es inútil...

aunque tampoco es como que yo quisiera atarlo por siempre

a este lugar... bueno, sí me gustaría, pero eso no significa que

deba cortarle sus sueños... aunque mientras menos personas lo

vieran, sería mejor para mí, porque... ¿Qué demonios? Ya estás

desvariando otra vez»); una vieja corbata, la que usó para la

graduación y que quizá aún podría combinar con alguno de sus

primeros sacos, si es que aún le quedaba alguno; un pequeño

álbum de fotos de tiempos felices que contaba su vida hasta el

bachillerato, con un salto de años hasta la foto de su fiesta de

graduación con Tony y otros diseñadores de quienes no había

sabido nada durante los últimos ocho años, proseguida por una

página vacía y, a la vuelta, otra fotografía de él concentrado en

su trabajo con una expresión que se preguntaba si aún hacía.

Se dispuso a guardar todo cuando sus ojos advirtieron un

objeto que creía perdido, o al menos su mente quiso conven-

cerlo de ello durante mucho tiempo: una bobina brillante

con quinientos metros de hilo plateado sin usar.

Clic.

—Es un color muy bonito.

Volvió el rostro hacia la puerta, en cuyo marco se había

recargado su compañero de vivienda con cámara en mano.

—Nunca perderás la costumbre de tomarme fotos cuando

no te estoy viendo, ¿verdad?

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—Tenía que hacerlo —contestó mientras guardaba el apa-

rato en su estuche—, me dio la impresión de que harás algo

increíble con él y que debo documentar el proceso.

El diseñador sonrió burlonamente.

—Lo he tenido guardado por tanto tiempo que ya no recuer-

do siquiera para qué lo quería.

—¿Unos diez años?

—Trece —corrigió.

—Juraría que era menos.

Extrañado por la respuesta, y aún con el hilo entre sus

manos, René observó cómo Mauricio entraba al taller para

hablarle más de cerca.

—El día en que mi hermana nos dijo que quería ser modelo,

llegó a casa con uno igual, pero en dorado. —Lo tomó y lo giró

para revisarlo—. Mismo grosor, misma marca. Me dijo que se

lo dio un amigo que le prometió usarlo para confeccionarle

un vestido de gala que dejara mudos a todos en las fiestas de

alcurnia a las que asistiría cuando se volviera famosa. Nunca

pensé que ese amigo fueras tú.

Necesitaba corroborar si estaban hablando de lo mismo.

—Este es de cuando tu hermana y yo íbamos en segundo

de bachillerato...

—Cuando hizo su berrinche porque no quería estudiar De-

recho ni Administración.

—Exacto —confirmó René, y soltó una breve risita nostálgi-

ca—. Estaba tan enojada ese día que no me saludó, simplemente

se acercó y me dijo: «Quiero hilo, voy a comprarlo y tú me vas a

acompañar». Si me hubiera negado, seguramente me hubiera

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arrastrado hasta la primera tienda que encontráramos en el

camino; pero sabía que no se conformaría con cualquier lugar,

así que nos subimos al Metro y fuimos a una calle con puras

tiendas de telas y mercerías. Anduvimos un buen rato hasta

que se animó a entrar a uno de los locales y preguntó por hilo

metálico para su colección de carretes.

—¡Agh! —exclamó con fastidio—. ¡Esa maldita colección

me volvió loco por meses! Siempre era: «No toques mi caja»,

«No mires mis hilos», «No se los prestes a mamá», «¡Si papá se

entera, te dejo de hablar!» —se meció el cabello con la mano

libre—. Nunca me dijo para qué quería tantos hilos cuando ni

siquiera sabía coser.

—Creo que parte de eso fue mi culpa —admitió apenado—:

alguna vez me vio dibujando un vestido y se emocionó con la

idea de volverse modista. Pensó que podría aprender rápido y

que confeccionaría prendas muy lindas; pero ese día, cuando

salimos de la tienda, me di cuenta de que ella no soñaba con

diseñar, sino con modelar. Ya sabes, conflictos vocacionales.

—Parece mal de familia.

—Y es contagioso.

El comentario los obligó a reírse de sí mismos: víctimas de

sus decisiones, dando palos de ciego en un intento por encau-

zar sus vidas y tomar cualquier palabra o señal como la prueba

inequívoca de que seguían en el camino deseado.

—Yo compré el hilo dorado porque ella no tenía suficiente

dinero para pagar ambos; de hecho, se quedó con las ganas de

comprar hilo cobrizo, pero tampoco quería carretes pequeños

porque decía que no le iban a alcanzar y que después serían

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más caros... bueno, lo último se volvió cierto, aunque no aplica

solo para los materiales de costura. El punto es que regresamos

tarde, nos quedamos sin dinero para comer, y yo tenía tanta

hambre que me puse de malas y se me salió decirle que esos

hilos le iban a durar para siempre porque no iba a coser nada

nunca. Obviamente se enojó y nos peleamos en el vagón del

Metro.

—¿Enfrente de todos?

—¡Enfrente de todos en hora pico! ¡Y no le importó que se

nos quedaran viendo raro! Creo que una señora estaba lista

para jalar la palanca de seguridad.

Mauricio soltó una carcajada al reconstruir la escena en su

mente, pues no necesitaba esforzarse demasiado para recordar

los gestos que su hermana hacía cuando discutía con él: manos

en la cintura, brazos cruzados, ceño fruncido, voz aguda más

alta de lo normal... Era demasiado orgullosa para admitir que

los demás tenían razón.

—Pero al final entendió mi punto: ella quería hacer ropa

para verse bonita, no para ganarse la vida o para innovar y

causar una revolución en la moda o para transmitir un mensaje

con sus creaciones, y tampoco tenía la constancia necesaria

para terminar cualquier proyecto; lo sé porque más de una vez

me dijo que detestaba hacer cualquier cosa que tuviera que ver

con manualidades.

—¿Sabías que yo hacía sus maquetas?

—¿En serio? —preguntó sorprendido para luego mover la

cabeza de un lado a otro—. Ahora entiendo por qué parecían

hechas por un niño de primaria.

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—De secundaria, René. Iba en segundo.

—Eras un niño de todos modos.

—Perdón, abuelo.

Ligeramente irritado, o quizá siguiéndole el juego, René le

quitó la bobina de las manos, la levantó y le dio un suave golpe

en la cabeza con ella.

—Respeta a tus mayores, mocoso. Ahora busca un suéter y

vete antes de que se te haga tarde o Ivonne te jalará las orejas.

—Sí, abue.

Extendió la correa del estuche de la cámara para cruzársela

sobre el pecho mientras caminaba despacio para obedecer al

diseñador; pero se detuvo a los cinco pasos y dio media vuelta

como si se le hubiera olvidado algo.

—René...

—Dime —respondió sin levantar la vista, pues su atención

se encontraba en su primera libreta de bocetos.

Pensó que era el momento, pero pronto se dio cuenta de que

era imposible. Se mordió los labios, apretó la correa del estuche

y cambió sus palabras:

—Gracias por hablarme de Lena.

—Cuando quieras, te cuento la historia de sus tacones rotos.

—¡Hecho!

Se apresuró al cuarto, tomó un suéter y salió del departa-

mento tras despedirse. Ivonne seguía ofreciéndole trabajos

pequeños y recomendándolo con sus amigos para sus eventos

importantes, fueran familiares o sociales, y esa tarde le pidió

que la acompañara a la toma de fotografías para una campaña

de moda veraniega.

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René tendría hasta las ocho o nueve de la noche para limpiar

su taller desastroso: guardar sus recuerdos, juntarlos en un

rincón, mover el colgador con las prendas exitosas, descampar

la zona que rodeaba el clóset, «Ya que estamos en eso, mejor

que lo haga más grande», escribirle un mensaje a Mauricio para

avisarle que ocuparía parte de su cuarto (porque ya se había

resignado a no recuperarlo), recibir una llamada suya para ex-

plicarle y bromear un rato, llevar un par de maniquíes a la sala,

tomar el masking tape para trazar en el piso las ampliaciones

que le solicitaría al carpintero, desplazar la máquina de coser

hacia el rincón opuesto...

Estaba exhausto para cuando tocó el turno de recorrer la

mesa de corte, por lo que no reparó en el objeto que seguía so-

bre ella hasta que lo escuchó caer. Levantó la cabeza para ver

rodar una tapa de plástico en dirección opuesta a la bobina de

hilo plateado, que se apresuró a tomar antes de que se empol-

vara demasiado; revisó la base y la punta para comprobar que

no estuviera dañado, mas en el proceso descubrió algo extraño,

atípico, que despertó su curiosidad. Buscó unas pinzas diminu-

tas, las insertó en el centro del tubo de plástico, se esforzó tanto

por sacar lo que fuera que tuviera adentro que perdió la noción

del tiempo, y cuando pudo sacarlo ya era de noche.

Bufó antes de celebrar, mas su alegría se convirtió pron-

to en arrepentimiento. Oculta por años, se revelaba ante él la

maldición de los hilos, la que le arruinaría la vida y le quitaría

el apetito: unos garabatos a lápiz sobre una hoja de cuaderno

con motivos florales que, al igual que la bobina, desearía nunca

haber encontrado.

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« ◊ »

—Pon atención, Mau —le dijo Ivonne cuando tocó el turno

de maquillar a un modelo con rostro rectangular y nariz alar-

gada—: a veces, menos es más. Muchos amateurs no notarán

la diferencia y pensarán que no le hice nada; pero en casos

como estos basta con acentuar sus rasgos más atractivos para

obtener un resultado impecable. Debes aprender a distinguir

un rostro al natural de un rostro maquillado al natural, refinar

tu vista, saber cuándo pedirle al maquillista a cargo que le dé

un retoque y en dónde. Toma nota y luego una foto. —Alejó la

mano derecha del rostro del modelo—. Abre los ojos.

Obedeció. No obstante, antes de prepararse para que la ma-

quillista le delineara los ojos, le echó un vistazo al muchacho

castaño de rasgos finos que en ese momento levantaba la cá-

mara para tomarle una fotografía.

—¿Es tu pasante?

—¡Oh, no! —respondió ella al tiempo en que apoyaba el lá-

piz sobre el borde de sus párpados—. Es fotógrafo profesional,

aunque con poca experiencia. Le estoy enseñando algunas cosas

para que mejore sus tomas.

—¿O sea que te dedicas a la fotografía de modas?

—Si tuviera la oportunidad, lo haría —respondió sin perder

de vista los movimientos de Ivonne.

—En ese caso, deberías empezar con trabajos pequeños para

armar un buen portafolios. Esto, por ejemplo, es un buen inicio.

Luego puedes contactar a varios fotógrafos dispuestos a ense-

ñarte, aunque es posible que encuentres divas en el proceso.

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Mi recomendación es que vayas directo con algún diseñador

de confianza de Ivonne.

—Ya encontramos uno —comentó ella—. Si le gusta su

desempeño, seguramente lo volverá su fotógrafo de cabecera.

—¡Qué rápidos! Estaba por decirles que aprovechara el re-

greso de René A...

—Precisamente de él hablamos.

Aunque procuraba ver hacia arriba mientras Ivonne le deli-

neaba los ojos, el modelo logró avisar la turbación que el joven

intentaba disimular agachando ligeramente la cabeza al sentir

la leve vibración de su teléfono y revisarlo ansioso; luego notó

que lo desbloqueaba, leía un mensaje y sonreía con discreción.

—¿Puedo hacer una llamada? —le preguntó a su tutora.

—Está bien. Luego vienes a tomar una foto del resultado

final y el avance del siguiente.

Se apresuró a marcar y se alejó unos metros para hablar sin

ser interrumpido. Poco después, Ivonne terminó de delinear el

otro ojo del modelo, aplicó un poco de brillo en sus labios, le dio

el visto bueno y se dispuso a trabajar con el siguiente, pero fue

llamada por el fotógrafo a cargo y tuvo que ausentarse.

El modelo recién maquillado, por su parte, decidió esperar

sentado al muchacho y apreciar sus gestos desde su asiento: una

conversación animada, una risa ligera, el brillo de su mirada

suavizada, el movimiento de su cabeza en señal de afirmación

aunque su interlocutor no pudiera verlo, seguidos por una des-

pedida y por una sonrisa melancólica. Colgó el teléfono y lo

guardó en un bolsillo para luego sacar su libreta y anotar algo,

quizá un encargo, antes de retomar el trabajo.

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—Siento la tardanza.

—No te preocupes, aún falta para que llegue mi turno. Aca-

ban de llamar a Ivonne, toma la foto que tienes pendiente y

aprovecha este momento para descansar.

—Pero acabamos de empezar.

—Y después no te dará tiempo ni de sentarte y terminarás

agotado, ya verás.

Mauricio reflexionó, tomó unas cuantas fotos del rostro

maquillado del modelo desde varios ángulos, buscó un asiento

cerca y descansó.

—¿Entonces vas a trabajar con René?

—De hecho, ya empecé.

—¿En serio? ¿Y qué has hecho con él?

—Tomé algunas fotos de la colección que presentó en el des-

file que organizó hace mes y medio. Ahora estoy tomando otras

de sus nuevas creaciones, las va a llevar a un evento en España.

—¿Tú tomaste las fotos de muestra para el catálogo que

subió a su página?

—No todas —contestó—. Aún no soy tan bueno para hacer

un trabajo impecable.

—Ahora entiendo por qué la iluminación era distinta en al-

gunas. Salieron bien, solo te falta un poco de práctica. Es bueno

que sigas a Ivonne, ella sabe mucho; pero también necesitas ver

de cerca cómo trabaja alguien que se dedica solo a la fotografía,

un profesional con experiencia variada, que haya trabajado en

medios o en campañas publicitarias, que conozca las pasarelas

de mayor prestigio o algo así. —Se levantó para acercársele—.

Tengo un amigo que trabaja para una revista, voy a posar para

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él en una semana, le preguntaré si puedo llevarte para que te

dé algunos consejos, ¿qué te parece?

Aunque sabía que se trataba de una oportunidad irrepeti-

ble, la euforia no lo dejaba responder. Por suerte, el modelo se

percató de ello.

—Anda, dame tu correo y te mando los detalles cuando

tenga noticias de él, o déjame tu número y te llamo si me llega

otro trabajo antes.

Inocente y emocionado, el joven sacó su libreta de bolsillo

para anotar sus datos. Antes, sin embargo, acomodó su carac-

terístico mechón rebelde detrás de su oreja, y ese inconsciente

movimiento sin malicia revolvió la nostalgia de su nuevo amigo,

quien quiso detener sus palabras cuando ya era demasiado

tarde para hacerlo:

—Eres igual a Magdalena.

Mauricio dejó de escribir. Pálido, con los ojos más abiertos

que nunca, hizo un esfuerzo sobrehumano para reponerse y

disimular su estupefacción o el temor que le causaba la posi-

bilidad de haber sido descubierto.

—No, no lo creo.

Mas era imposible. Terminó de escribir sus datos, arrancó

la hoja y se la entregó con prisa.

—Voy a buscar a Ivonne.

Abandonado y un poco sorprendido por la reacción del

muchacho, el modelo bajó la mirada para leer la nota, en donde

encontró la pista que necesitaba para comprender la razón

de su similitud física y conductual con quien seguía siendo el

amor de su vida.

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« ◊ »

—Llévate el carrete chico.

—No, es muy chico, yo quiero uno grande, uno de mil metros.

—Pero aquí no hay de mil, nada más tienen de quinientos.

—Bueno, entonces uno de esos de cada color.

—¡Pero no te va a alcanzar!

—Entonces cómprame uno y mañana te lo pago.

Malhumorado y hambriento, sacó la cartera y pagó el ca-

rrete de hilo dorado.

—Listo, ¿ya nos vamos?

—Sí, ya vámonos porque se nos hace tarde y no quiero que

me regañen.

Tres cuadras hasta la estación más cercana, dos escaleras

hacia abajo, dos boletos de cartón para activar el movimiento

de sendos torniquetes, el andén repleto de gente exhausta a

la hora pico, un silbido peculiar que anunciaba la llegada de

un tren anaranjado, el ascenso apretado y justo a tiempo, tres

paradas sin verse y sin respirar hasta que, en una estación de

trasborde, se desocuparon milagrosamente dos asientos que

acapararon de inmediato.

Silencio.

—Mañana regresamos por el hilo cobrizo.

Un gruñido.

—Lena, ya tienes un dorado y un plateado, ¿para qué quieres

un cobrizo?

—¿Cómo que para qué? Como futuro diseñador deberías

saberlo: mientras más brillo, mejor.

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—Pero a veces demasiado brillo arruina hasta la mejor pieza.

—No lo creo, nunca se tiene demasiado brillo. Vendremos

por el cobrizo mañana.

Necesitaba encontrar una manera de convencerla.

—Mira, olvídate de la deuda, te regalo el hilo dorado; pero

por lo que más quieras, no me obligues a venir mañana.

—Está bien. —Más silencio. La calma antes de la tormen-

ta—. ¿Y qué tal el lunes?

Y se soltó.

—En serio, ¿para qué chingados quieres tanto hilo?

—¿«Tanto hilo», dices? —contestó indignada—. ¡Nunca es

suficiente hilo! ¡No si voy a hacer una colección de vestidos

metálicos! ¿Sabes cómo está la economía nacional? ¡Vamos de

mal en peor! ¡En dos años, esto va a costar el doble!

—¡Gracias por la información, licenciada Quirós! Ahora dí-

game cuál será el costo de producción de la seda y del lino para

el próximo año, así consideraré si debo o no comprar rollos de

veinte metros a finales del mes.

—Si lo haces, crecerá la especulación entre tus competidores

y seguro tendrás que pagar el doble por ellos.

—¡La especulación me importa tanto como a ti, señorita

«Odio hablar de Economía, pero lo hago de todos modos»!

—exclamó harto del tema—. ¿Sabes lo que no es especulación?

¿Sabes lo que es totalmente seguro? Que tú no vas a hacer nada

con esos hilos.

—¡No es cierto!

—¡Sí es cierto! ¿Y sabes por qué? Porque nunca terminas

nada: ni la tarea, ni tus proyectos, ni a Roberto...

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—¿Qué tiene que ver Roberto en todo esto?

—¿Que qué tiene que ver? ¡Llevas un mes diciendo que lo

vas a cortar y no puedes!

—¡E-Eso no cuenta!

—¡Claro que cuenta! ¡Cuenta y es importante! ¡Importa

porque solo andas con él porque es un ñoño imbécil al que le

gusta presumir que anda contigo y que te pasa la tarea nada

más porque quiere conservarte a su lado porque te ve bonita!

—¿Perdón, señor experto en moda? ¿Cómo que me ve bo-

nita? ¡Soy bonita!

—¿Y qué si lo eres? Eres incapaz de entender a los otros,

siempre piensas en ti y solo en ti, y si las cosas no salen como

quieres, te enojas; pero vives siempre bajo la ley del mínimo

esfuerzo. ¿Por qué no admites de una vez que tú nada más quie-

res verte bonita todo el tiempo y que no te interesa aprender

a coser?

—¡Sí, tienes razón! ¡No me interesa aprender! ¡Lo dije! ¿Feliz?

—¡No! ¡No estoy feliz! ¡Sigues sin entenderlo!

—¿Entender qué? ¿Que soy vanidosa? ¿Que me gusta la ropa

bonita? ¿Que eres más imbécil que Roberto?

—¡Roberto me importa un carajo, Magdalena! ¡Por mí cásate

con él!

—¡Eres un... un...!

La tensión que aplicó ella en las coyunturas de sus dedos

era tanta que le fue imposible cerrar los puños durante varios

segundos, hasta que soltó un bufido y se golpeó los muslos. Tras

la discusión acalorada, los cuchicheos y las pláticas amenas del

resto de los pasajeros se reanudaron para relajar el ambiente,

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aunque muchos los veían de reojo de vez en vez, siempre con el

temor de que ella soltara el llanto o él se levantara de su asiento

y bajara del tren sin despedirse. Ciertamente, al joven René no le

faltaban ganas de terminar su amistad con la chica esa misma

tarde; pero también era consciente de que se había propasado,

que no valía la pena pelearse por mil metros de hilo o por un

patán que no sabía valorar sus virtudes, y que no podría dormir

esa noche si no hacía todo lo que estuviera en sus manos para

enmendar la situación entre ambos.

—¿Nunca has pensado en ser modelo?

Aún enojada, Magdalena lo miró con los ojos entrecerrados.

—No me vas a ganar con eso.

—¡Hablo en serio! —Giró un poco el cuerpo hacia ella—.

Tienes la altura, la complexión, la confianza, la actitud, las ga-

nas de ponerte ropa bonita... Claro que de todos modos tendrás

que dedicarte a otra cosa después de un tiempo, pero...

—¿Si me vuelvo modelo, me vas a contratar?

—Sí.

—¿Y me vas a pagar bien?

—Todo lo que quieras siempre que me alcance para más tela.

—¿Y me vas a ayudar a conseguir otros trabajos?

—Bueno, eso depende más bien de tu desempeño, pero si

puedo y tengo los contactos adecuados, sí.

—¿Y me vas a ayudar a romper con Roberto?

—¿Quieres que te lo baje? —Magdalena se quedó boquia-

bierta—. Es broma, es broma.

—Tonto. —Y le golpeó suavemente el pecho—. Anda, párate,

ya llegamos.

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—Yo me bajo en tres más.

—¿No me vas a dejar hasta la puerta de mi casa? Es lo menos

que puedes hacer para que te perdone.

—¿Y cómo piensas que regrese a mi casa? ¡Ya no tengo ni

para el camión! ¡Me dejaste quebrado!

—¡Bueno, bueno, ya! —Le dio un beso tronado en la mejilla

para despedirse, se levantó con rapidez y se alistó para descen-

der del tren—. Te veo mañana.

Agitó su mano derecha en el aire y le regaló una sonrisa an-

tes de que las puertas se abrieran, luego suspiró aliviado, cerró

los ojos durante dos estaciones para repasar todo lo ocurrido,

y los abrió de nuevo para encontrarse sentado en el balcón de

su departamento, con un cigarrillo hecho cenizas en una mano,

una maldición dibujada sobre una hoja floreada en la opuesta,

y una bobina de hilo plateado en su regazo.

Puso la colilla de su cigarro sin fumar en un cenicero para

luego buscar a tientas la cajetilla y encender otro, mas estaba

vacía. Siguió hurgando con la esperanza de hallar uno doblado,

pero solo encontró el encendedor gastado, lo miró de reojo, lo

tomó despacio y jugó con él por un tiempo incalculable que le

pareció ralentizarse en su transcurso. Miró de nuevo los gara-

batos de una chica cursi que quiso transmitirle un mensaje que

nadie más entendiera, un sueño efímero, un deseo reprimido,

o tal vez su última voluntad en caso de que le ocurriera algo:

rayitas y bolitas disfrazadas con un fallido vestido de noche

dorado, plateado y cobrizo; un par de zapatillas muy altas,

unas cuantas flechas con notas: «mariposas de colores» diri-

gida al pecho, «larga, pero abierta» apuntando hacia la falda,

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«escote amplio» hacia la espalda. Aquella ilusión adolescente,

sin embargo, eran una mera distracción para que él sonriera

por última vez antes de que la maldición surtiera efecto cuando

volteara la hoja.

—Ten.

Un par de brazos delgados le ofrecían una bobina de hilos

de plata en su juventud.

—¿Y esto?

—Tú me diste el tuyo, yo te doy el mío. Estamos a mano.

Tenía que aceptarlo; más bien, quería aceptarlo, pues le

había encantado desde que lo vio en la mercería el día previo.

—¿Y qué esperas que haga con él?

Recordó que ella le regaló, además, una sonrisa cómplice

y misteriosa.

—Un vestido de novia.

Extrañado, levantó una ceja.

—¿Entonces decidiste que te vas a casar con Roberto?

Su risa del pasado lo atormentaba en el presente, en el

que frotaba incontables veces el pedernal de su encendedor

al concluir que las señales estaban ahí desde el principio: «Ahí,

René, ahí estaban, en tus narices, pero eres tan tonto que no

las viste». Frotó con más rapidez, quizá con más fuerza, antes

de que los hilos de plata se enredaran en sus brazos tanto o

más que como los empezaba a sentir alrededor de sus tobillos:

«Enciende, enciende», pensó mientras acercaba el objeto al

papel para quemarlo y librarse de su existencia: «¡Enciende,

maldición!», mas era en vano: el fuego ya había sido some-

tido por el conjuro cifrado en esas pistas inadvertidas en el

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momento adecuado. Lo arrojó lejos antes de que la llama se

arrepintiera y decidiera aparecer cuando por fin pudo aceptar

que el remordimiento y la culpa lo perseguirían por siempre,

que no merecía nada de lo que le estaba pasando, que esta-

ba construyendo su triunfo sobre unos garabatos infantiles

que arrugó entre sus manos sucias y aniquiladoras de sueños

antes de volverlos añicos: «Así, así como hiciste con sus senti-

mientos», se dijo mientras se resignaba a vivir con ese dibujo

mal hecho tatuado en su memoria, intentando cubrir con sus

trazos el cuerpo desnudo de una joven e inocente Magdalena,

de pie sobre sus especificaciones juveniles e inexpertas para

un vestido de novia que había imaginado en aquellos años

felices: «Una gran cola. Corte princesa. Bordado con este hilo.

Debe combinar con tu traje o no se verá bien. Un vestido para

tu novia, que espero ser yo».

« ◊ »

—¿Y?

—¿Y?

—Lo llamaste, ¿no? ¿Qué te dijo?

—Dijo que iba a meter algunos materiales en el dormitorio.

—¿Y luego?

—Que llevara algo de comer cuando saliéramos porque no

tenía ganas de cocinar.

—Ah...

Avanzaron cuadra y media en silencio, él con las manos

dentro de los bolsillos de una sudadera oscura, ella absorbiendo

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con sus manos el calor de un vaso de café. En aquellas noches

de mayo, después de las lluvias vespertinas, el invierno anun-

ciaba su fuerza con demasiada anticipación.

—¿Y qué más?

—Es todo.

—¿En serio? —Lo miró con cierto recelo—. Esa fue una con-

versación de dos minutos máximo, tú te tardaste quince, y me

parece que con Damián «Sex Symbol» Belmonte no te tardaste

más de cinco. ¿Qué me escondes, querido?

—¡Nada! ¡Te juro que es todo!

—¿Me estás diciendo que hablaste con René por otros... ocho

minutos sobre cosas sin importancia?

—Sí —dijo en voz baja, un poco avergonzado—, creo que el

abuelo resintió la nostalgia.

—El abuelo.

—Eees una larga historia.

Resolló y puso las yemas de los dedos sobre sus labios se-

parados.

—¿Renecito es precoz?

—¿Qué? ¡No! No, no, no, ¿cómo puedes...?

—No tienes por qué preocuparte, Mau, recuerda que soy tu

amiga y que puedes hablar conmigo de todo lo que te preocupa,

y si son intimidades, mejor. Ahora déjame decirte algo: tú no

eres el problema, eres lo suficientemente guapo como para

despertar todo tipo de pasiones... bueno, visto así, sí tienes algo

que ver con eso; pero aún así, el problema es él. Igual, tampoco

te mortifiques, ya hay muchos tratamientos para...

—¡Basta, Ivonne! ¡Nunca lo hemos hecho!

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—¿¡Cómo que no lo han hecho!? —preguntó frente a un

restaurante familiar, lo que alborotó más los nervios de su com-

pañero, quien se topó con varias miradas incómodas y algunos

rostros sonrojados cuando volteaba hacia todas partes—. ¡Tú

me estás mintiendo! ¡No puedo creerlo! Más bien, ¡me niego a

creerlo! ¿Cuánto tiempo llevan viviendo juntos? ¿Un lustro?

¿Una década? ¿Dos?

Mauricio se quedó callado para no decirle que exageraba

y para no revelarle que pronto haría un año desde que empe-

zó a vivir con René en su departamento. Aún así, su silencio

causó que su amiga maquillista no supiera si sentirse molesta

o conmovida.

—No me digas que no te le has declarado.

El joven agachó la cabeza para ocultar su tristeza.

—¿Por qué te haces esto, Mau? —le preguntó con suavi-

dad—. Vives todos los días reprimiéndote porque tienes miedo

de no ser suficiente, ya te he dicho muchas veces que no ganarás

nada si sigues así, y también te dije que él no va a abrir la boca

si tú no tomas la iniciativa.

—Pero no sé si él...

—¿Cómo? ¿Sigues creyendo que él no siente lo mismo? Te

dibuja, te mira como cachorro abandonado, te habla distinto

a como me habla a mí... ¿cuántas señales más necesitas para

estar seguro?

Él ya no sabía con qué excusarse: «Ha estado ocupado», «No

quiero distraerlo», «Aún no es el momento», «Creo que estoy

confundiendo las cosas»...

—¿Qué tal si un día le hago daño?

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Irritada por ese comentario, Ivonne golpeó su brazo y lo

miró con seriedad.

—Mira: tú eres lo mejor que le ha pasado a ese... ese... pedazo

de humano autodesahuciado. —Se detuvo frente a él para ha-

blarle—. ¿Sabes cuántas posibilidades le daban los críticos de

volver luego de que se ausentara del mundo de la moda? Una

en mil. ¿Y sabes cuál era esa? Que volviera a interesarse por lo

que hacía. ¿Y por qué perdió el interés, en primer lugar? Porque

llegó a su límite de decepciones y necesitaba tiempo para sanar

o al menos para encontrar algo o a alguien que lo empujara o le

marcara el camino. —Le dio un sorbo a su café tibio—. ¿Tienes

una idea de por qué fue a Madrid? ¿Te ha contado esa historia?

—Intentamos no hablar mucho sobre ese tema.

—¿Ves? Te considera tanto que decidió no recordarte tus

malas experiencias. Pero ese no es el punto ahora, aunque es

una señal perfecta si todavía necesitas alguna para terminar

de convencerte de que le gustas. En fin, si quieres mi opinión...

más bien, si estás abierto a una opinión, y estoy segura de que

no me negarás ese beneficio porque soy casi tu mejor amiga,

creo que él fue a Madrid porque no quería decepcionar a Tony;

ni loco se expondría a las miradas de la prensa fashionista por

gusto, mucho menos se animaría a responder esas preguntas

molestas que tanto Tony como yo le hacíamos cada que hablá-

bamos con él: «Oye, René, ¿para cuándo tu nueva colección?».

El punto aquí es... ay, me cuesta mucho decirlo porque siempre

que quiero hablar del tema contigo me acuerdo de cosas feas.

—¿Qué tan feas?

—¡Muy feas! Mejor ni me preguntes.

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Recordó el momento funesto en que lo vio en su taller, tres

días después de su última presentación, rodeado de bocetos

rotos y vestidos destrozados con unas tijeras que abrió y colocó

de repente sobre su muñeca izquierda. Se recordó apanicada,

saltando hacia el diseñador para arrebatarle aquel objeto pe-

ligroso antes de que cumpliera su propósito: «¡Para, por favor!

¡Esta no es la respuesta! ¡Aún puedes levantarte tras este fra-

caso!», y cada vez que se acordaba de su respuesta, se le helaba

la sangre: «Ya no tengo fuerzas para hacerlo».

—Tal vez creas que puedes lastimarlo, pero tú no eres como

sus otras parejas. Sé que tú no vas a apuñalarlo, y si lo haces, yo

seré la primera en golpearte. Y aún así, si en algún momento te

equivocas y le haces daño, recuerda que tú lograste lo que ni

Tony ni yo pudimos: tirarle una soga salvavidas para sacarlo

del hoyo en el que estaba metido. Si ni con eso crees que eres

suficientemente bueno para él, ya no sé qué decirte para con-

vencerte. Ahora entra ahí antes de que nos cierren y llegues

sin algo para la cena.

—Deberías acompañarnos.

—Eres cortés, eso me gusta; pero no quiero hacer mal tercio

ni volverme tu excusa para que no te le confieses hoy, así que

paso, gracias.

Entró de inmediato al local para comprar la cena, luego

volvió con su consejera para acompañarla hasta la puerta de

su casa y despedirse de ella. Después fue víctima de una falta

de acuerdos entre su mente, su corazón y sus pies: quería apre-

surarse para compartir los alimentos, pero no estaba listo para

encontrar a René despierto y hablarle sobre sus sentimientos:

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«Nadie me dijo que esto sería tan difícil. Quien piensa que para

un hombre es más fácil decirlo, ha vivido en una mentira: si te

lanzas, malo; si no te lanzas, malo. Y luego esa idea tan extra-

ña de las declaraciones y el sexo: cuando le digas, te lo coges;

si no te corresponde, pero te da entrada, te lo coges de todos

modos hasta que no pueda vivir sin pensar en tu pene. ¡Pero

yo no quiero eso, maldita sea! No quiero volver a ese mundo

viciado de sexo fuerte y descontrolado, eso no es amor, o al

menos no es el tipo de relación que me gustaría tener con él,

y aún siendo consciente de lo que no quiero, a veces siento

que un día mi deseo va a doblegarme, y lo peor es que me daré

cuenta de eso hasta que una noche se la esté chupando y... ¿En

qué estás pensando, carajo?». Apoyó su frente contra la puerta

del departamento, respiró profundamente, liberó un suspiro

largo para tranquilizarse antes de meter la llave en la cerradu-

ra y encontrar el lugar a oscuras a las nueve de la noche, sin

sospechar ni encontrar más indicios de la tormenta interna

de René que la bobina sobre la mesa de centro. Oyó de pron-

to una serie de balbuceos acompañados por los movimientos

abruptos con los que su cuerpo manifestaba una dura batalla

onírica contra algo que Mau desconocía. Era consciente de que

debía despertarlo para interrumpir su pesadilla; pero en ese

momento se le ocurrió una solución que consideraba mejor:

tras acostarse con cuidado en el espacio diminuto del sofá cama

que René había dejado, le dio un abrazo suave para tranquilizar

su espíritu, para comunicarle que no estaba solo y que, por más

aterrador que fuera aquello que enfrentaba, él estaba a su lado

para apoyarlo.

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« ◊ »

Derrotado por la inclemencia de la noche, el cazador apoya am-

bas manos en sus piernas exhaustas para recuperar el aliento.

Ha perdido la cuenta de las veces que ha caminado en círculos

en busca de una señal que le permita tomar de nuevo el camino

por el que había llegado a esa zona muerta que lo ahogaba.

Engañado múltiples veces por voces dulces que lo cautivan, se

encuentra repetidamente ante grandes precipicios que claman

por su vida, o ante sombras monstruosas que anhelan beber su

sangre en la primera oportunidad que tengan.

Pero cuando piensa que se ha salvado, que al menos ha es-

capado de los espectros que planean devorarlo, se topa siempre

con una estrella fugaz que lo distrae para que sus pesadillas en-

reden su cuerpo en hilos negros que se multiplican a un ritmo

extraordinario. La telaraña empieza a jalarlo hacia un abismo

peor que el que podría hallar en las fauces de los monstruos

de los que huye, lucha en todo momento por liberarse, hasta

que se percata de que no ha sido atrapado por hilo negro, sino

por finas hebras plateadas irrompibles que rodean su cuello

para sofocarlo. Solo hasta entonces se da por vencido, afloja el

cuerpo y cede ante el destino cruel que le depara: una eternidad

en el bosque tenebroso, ahogándose siempre al inhalar el aire

viciado por sus pesares, malas decisiones y arrepentimientos.

Está por cerrar los ojos y dejarse morir cuando surge de la

nada otro hilo de araña, que se tuerce con otros para engrosarse

hasta volverse un cordón de blanco puro. Teme que se trate

de otro espejismo o de una trampa que lo libere de un castigo

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para someterlo a otro peor; pero tiene el presentimiento de

que es diferente, que debe aferrarse a él para por fin ser libre,

porque no quiere terminar su vida en el interior de ese bosque

que lo agobia. Estira el brazo como puede, toma el cordón con

la misma fuerza con que el objeto se enreda alrededor de su

muñeca para transmitirle el calor que necesita, y deslumbrado

por la silueta blanca que extiende sus brazos para abrazarlo y

sacarlo de ahí, cierra los ojos antes de despertar y hallarse de

vuelta en ese sofá cama con una extraña compañía: una liebre

acurrucada frente a él que le recuerda, de alguna manera, lo

que significa sonreír por las mañanas hasta satisfacer los lati-

dos de su pecho que creía olvidados o perdidos para siempre.

Embriagado por su respiración e hipnotizado por el mechón

rebelde que insiste en cubrirle parte del rostro, el hombre siente

la necesidad imperiosa de estrujarlo o de postergar todos sus

deberes para no verse en la necesidad de levantarse; el deseo

invade su alma en aquella situación y quiere expresarlo con

toda esa vitalidad que en ocasiones parece haber recuperado,

pero logra contenerse: tras echar hacia atrás su cabello y aca-

riciar su mejilla con la punta de los dedos, el cazador baja la

guardia, rompe su coraza y apoya suavemente los labios contra

los suyos para no perturbar su descanso, pues teme que ese

instante maravilloso se desvanezca como un espejismo si la

liebre separa los párpados para contemplar los rayos del sol

que marcan el principio de algo más grande e imparable que

ni el cazador cazado ni la presa rescatada han tenido la fortuna

de experimentar en sus tiempos de paz.

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Alfileres incrustados en el alma

Por la noche se lava el rostro antes de contemplarse en el espejo:

frente amplia, grandes ojos cafés, nariz alargada, labios gruesos,

rostro rectangular, músculos definidos en un cuerpo bien pro-

porcionado. Desliza sus dedos húmedos por su cabello oscuro

un poco ondulado para peinarlo hacia atrás mientras repasa

en silencio todo lo que había ocurrido ese día, desde ver y sa-

ludar a su nuevo amigo fotógrafo en el estudio del profesional

encargado de una nueva campaña de moda masculina, hasta

sus ojos verdes muy abiertos al comprender que el mundo es

más pequeño de lo que piensa.

—Tu hermana y yo trabajábamos en la misma agencia —le

dijo en una cafetería cerca del estudio al término de la sesión—.

Siempre que tenía oportunidad me hablaba de su hermano me-

nor y de su fascinación por tomarle fotos a todo cuando salían o

cuando la veía practicando en casa, hasta me contó que alguna

vez trabajaste como paseador de perros para comprarte una

cámara de segunda mano que se te cayó al agua a los dos días.

—No puedo creer que te haya contado hasta eso —declaró

apenado—. Espero que te haya contado sus experiencias ver-

gonzosas con el mismo entusiasmo.

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—Me habló sobre una colección de carretes de hilo que...

—No hablemos de eso, por favor —rogó con las manos so-

bre el rostro—, ya sufrí mucho por esa colección en su debido

momento.

Se esforzó por no reírse.

—¿Y aún existe?

—Existe en una caja que me dejó antes de irse a Barcelona,

dizque para que no la extrañara demasiado. —Soltó una risita y

le dio un sorbo a su taza de café latte—. No me malinterpretes,

quiero mucho a mi hermana y la extraño como no tienes idea;

pero sus hilos me traen más pesadillas que consuelo, así que

puse su caja arriba de mi ropero, donde no pudiera verla. Ahí

debe seguir, debajo de todo el polvo que se le acumuló desde...

—dudó, pues no quería hablarle sobre su temporada de infor-

tunios en el extranjero— desde que dejé la casa de mi madre.

—Debieron ser momentos muy incómodos por lo que veo.

—No quieres saberlo, en serio.

Se seca con toques ligeros, deja la toalla en el colgador, sale

del baño y se lanza sobre su cama. No le interesa averiguar la

hora ni revisar sus mensajes pendientes, si es que tiene alguno.

Experimenta tantas emociones al mismo tiempo que no puede

asimilarlas ni describirlas, como ese cansancio que de repente

bloquea todos sus pensamientos y ese malestar que no cesa y

que lo orilla a hundir el rostro entre sus almohadas hasta aho-

garse para luego gritar su frustración y desbloquear su cabeza

por el tiempo suficiente para continuar con la reconstrucción

de los acontecimientos.

—¿Sabes qué está haciendo ahora?

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—No —dijo cabizbajo—. Le escribí hace tiempo, pero no

me respondió.

—¿Y qué hay de René? ¿Sabe algo de ella?

Recordar su negación con la cabeza lo entristece, aunque

también corrobora esas sospechas que lo atormentan cada vez

que la extraña.

Gira sobre la cama antes de tomar su teléfono y revisar las

fotos que se empeña en tener a la mano: Magdalena antes de

convertirse en top model, ella en sus primeros desfiles, ella du-

rante sus primeras apariciones en las pasarelas de Joan Puig, y

luego algo que no había entendido del todo hasta ese momento:

ella cinco centímetros más alta, con demasiado maquillaje, con

los hombros más anchos y el mentón un poco más alargado.

La estupefacción en su rostro se convierte en furia al resol-

ver el misterio. Deja el aparato sobre el colchón para levantarse

rápido, pues quedarse mirando el techo lo irritará aún más. Ca-

mina en su habitación de un lado a otro mientras se cuestiona

y se reprende con severidad: «¿Cómo pudiste confundirte así?

¿Cómo fue que te dejaste engañar de esa manera?»; coloca la

mano derecha sobre su cintura, se talla las mejillas y el mentón

con los dedos de la izquierda; su frustración crece tanto que se

siente impotente, su ineptitud y su falta de cuidado lo vuelven

miserable, sus emociones negativas lo llevan al punto en el que

decide ir a la cocina, abrir una botella de vodka que no había

tocado en años, beber un trago y regresar a su cuarto, esperar

que el alcohol le infunda un poco de valor para abrir su clóset,

sacar una caja de zapatos, voltearla para desatar una lluvia

de fotos y recortes desordenados que verá con dolor, hasta

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encontrar finalmente varias hojas dobladas, en cuyo frente

está escrito, con letra de mujer, el nombre del destinatario:

«Para Damián».

Traga saliva, respira profundo, despliega la carta y la em-

pieza a leer.

« ◊ »

Favorito de fotógrafos y referencia de muchas personas como

símbolo de salud y estilo masculinos, Damián Belmonte saltó

a la fama como el modelo recurrente de un diseñador novato

que buscaba abrirse paso para mostrar su propuesta a quien

pudiera interpretarla. Se rumoró por mucho tiempo que era un

donjuán empedernido: un día tenía un romance con una pres-

tigiosa conductora de noticias; otro, con la presentadora de un

programa matutino; luego, con la dueña de un gran corporativo

multinacional; incluso se dijo que enamoró a la directora de

una editorial muy famosa para colocar su rostro en todas las

portadas de sus revistas. A pesar de las murmuraciones y de

las discusiones incansables sobre sus romances en las redes

sociales, él siempre encontraba el momento y el lugar para

desmentir todas las relaciones que le inventaban con una frase

muy simple que sus fanáticas se sabían de memoria: «No estoy

interesado en nadie por ahora; pero si encuentro a alguien,

ustedes serán los primeros en enterarse por mí».

Lo cierto era que amaba profundamente a una mujer que

siempre lo consideró su mejor amigo y que se esforzó demasia-

do para que nadie lo descubriera, ni ella, ni el equipo de maqui-

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llaje, ni los peinadores, ni su representante, ni otros modelos

de la agencia, pues sabía que cualquier paso en falso arruinaría

la vida profesional de ambos. Caminaba, pues, sobre un hilo

delgado de seda en el abismo de su silencio: entre el prestigio

que apenas construían los jóvenes, no había lugar para el amor.

Aún así, ella no veía la situación de la misma forma y echó a

perder todo con tres palabras que lo marcaron por siempre y

que guiaron sus actos desde entonces: «Amo a René».

Sabía muy bien que esa relación estaba condenada al fra-

caso, pero se quedó callado, tal vez porque quería creer que

René le demostraría que estaba equivocado, o tal vez porque se

aferraba a la esperanza vana de que el tiempo le daría la razón

y que el destino sabio actuaría para que sus lazos amistosos se

convirtieran en algo más.

—Me voy a Barcelona.

El destino nunca ha sido benevolente con quienes viven

cruzados de brazos.

—Deberías reconsiderarlo.

Con la cabeza agachada y un pañuelo desechable húmedo

entre las manos, ella lo negó.

—No puedo quedarme aquí —dijo entre sollozos—. Ya no

puedo verlo, es imposible, me duele mucho.

—Déjame hablar con él y...

—¿Para qué, Damián? ¿Qué le vas a decir, eh? ¿Que te da

mucha pena verme triste y que debe ser más considerado con-

migo? —Se limpió la nariz—. Tú y yo sabemos que eso no va a

pasar, que eso no va con él, que no puede ser dulce con lo que

no le importa.

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—¡Pero tú le importas! Él te lo ha dicho muchas veces, ha

estado contigo en las buenas y en las malas, conoce tus virtu-

des y tus defectos y los acepta, ¿qué más necesitas para que te

sientas correspondida?

—¿Qué más? Que en verdad me ame, Damián, ¡eso es lo

que necesito!

«Yo puedo hacerlo por él si me das una oportunidad», pensó,

pero no era el momento de confesárselo.

—Él no quiso tocarme.

Suponía hacia dónde iba la conversación y quiso repren-

derla por ello, pero no tenía corazón para contradecirla en su

estado, por lo que prefirió restarle peso a su argumento con lo

primero que se le vino a la mente.

—Ambos sabemos que es muy respetuoso —dijo con ner-

viosismo—, o tal vez... tal vez sea de los que prefieren casarse

antes de...

—¡No es eso! —respondió con ira al sentirse incomprendi-

da—. Se notaba en sus ojos, en su postura: no estaba cómodo, le

aterraba la idea de tenerme desnuda en su cama... Debí haberlo

notado antes: no es que no haya aprendido a besar o que bese

feo, es que le da asco hacerlo conmigo. No puedo aceptar que

él... que yo...

Él no pudo decir nada más para defender al hombre que

tanto estimaba y aborrecía al mismo tiempo: «Sabías perfecta-

mente que no iba a hacerla feliz y aún así te callaste; decidiste

verlos en silencio, apoyarlos en esa fachada de relación, seguir

como si nada... ¿Y ahora qué? ¿Vas a decir que se lo advertiste

cuando ni siquiera tuviste el valor de abrir la boca?».

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A pesar de que le hubiera encantado golpear a René por

romperle el corazón a Magdalena, aunque quisiera dejarlo solo

con sus diseños innovadores y su prestigio vacío a raíz de aquel

incidente, su profesionalismo lo forzó a trabajar con él para

el desfile en la capital a dos meses de la partida de su amiga.

Esa noche, cuando todos los modelos caminaron en grupo a

las camionetas que los esperaban a unas cuadras, recordó que

uno le había pedido por la tarde que guardara su cartera en su

mochila. Lo buscó para entregársela, pero no había regresado

con ellos. Supuso entonces que seguía en el lugar del evento,

por lo que volvió para entregársela. Lo descubrió en los vesti-

dores, arrinconado por un hombre de cabello encrespado que

lo besaba apasionadamente y que acariciaba su espalda debajo

de su camisa antes de permitir que se fuera.

Se alejó discretamente del lugar para sentarse al lado de la

salida, a pesar del frío y de la oscuridad. No le importaba lo que

ocurriera cerca mientras nada interrumpiera sus pensamien-

tos: ese tipo que tanto se esforzó en defender ante Magdalena,

ese que quizá aceptó tener algo con ella por no saber cómo

rechazarla, en verdad nunca la quiso. Recordaba la escena y

sentía asco: «Él y otro hombre... ¡Él y otro hombre...!», y golpeó

su pierna derecha con el puño para liberar su ira mientras lo

culpaba, una y otra vez, por el profundo dolor que le había

causado a su amada, porque la destruyó en su intento por no

lastimarla, porque quizá pensó que se enamoraría de ella con

el tiempo; pero lo cierto era, a su parecer, que René se esforzaba

demasiado en mantener esa relación absurda porque tenía

miedo de aceptar que era maricón.

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Le pidió a una persona de intendencia que le entregara la

cartera al modelo que aún no salía para no ver a René, luego

se encargó de rechazar todos los trabajos relacionados con él

que le ofrecía en la agencia con el argumento de que tenía otros

compromisos. Necesitaba evitarlo mientras la mención de su

nombre se relacionara con ese recuerdo nauseabundo que des-

ataba su ira insosegable, hasta que aceptara que él también fue

parte del problema al ignorar el curso de los acontecimientos.

Tardó mucho en comprender que en realidad no era culpa de

nadie: el destino camina soberbio sobre los hilos del tiempo que

se cruzan múltiples veces o que jamás se tocan; las atraccio-

nes no cambian de dirección con palabras vagas, así como los

sentimientos no se pueden encerrar para siempre en una caja

de zapatos y arrinconarse en el clóset porque siempre encuen-

tran la manera de salir a flote para fortalecerse o para causar

nostalgia; los secretos no duran para siempre, mucho menos

cuando conllevan arrepentimientos o asuntos pendientes, y él

tenía uno con la persona que aún odiaba por haberse conver-

tido en el mundo de la que amaba tanto. Pero debía encararlo

antes de que la tristeza lo consumiera, antes de que la imagen

de Magdalena apareciera de nuevo en sus sueños para mirarlo

con resentimiento por seguir callando lo que no debía. Tomó de

nueva cuenta el teléfono, buscó entre sus contactos un número

que nunca creyó volver a marcar, esperó hasta que una voz

adormilada penetró en su oído para luego recorrer su espalda

como una gota fría que logró estremecer su cuerpo.

—René, soy Damián. —«¿Él sentirá lo mismo al escuchar mi

nombre? Quién sabe, no importa»—. Necesito hablar contigo

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de algo importante, ¿podemos vernos? —«Terminemos con esto

antes de que se ponga peor»—. Preferiría que fuera en tu depar-

tamento o en el mío —«No insistas, no voy a verte en cualquier

otra parte, no para hablarte de esto»—. Hecho, te veo mañana.

« ◊ »

Mi querido Damián:

Te agradezco mucho que me hayas recibido en tu cuar-

to, pero ya te dije que no puedo irme contigo, mucho menos

después de lo que hicimos no porque me sienta arrepentida

ni porque lo hayas hecho mal porque eres maravilloso, sino

porque siento que lo hiciste con la persona equivocada, con una

persona muy distinta a la que conociste y a la que le ofreciste

tu amistad alguna vez.

Hay días en los que no me reconozco como ahora, quizá

porque terminé adaptándome a mis circunstancias, y entonces

hago cosas que ni yo misma entiendo como llorar y escribirte

mis penas mientras deseo hacerlo contigo de nuevo. Hay días

en que quiero desaparecer, en que no salgo de mi cuarto y deseo

morirme; otros en los que siento un fuego que me consume has-

ta que Joan me vuelve suya una y otra vez hasta que amanece;

hay otros en los que me consiente tanto y estoy tan feliz que

olvido todo el dolor, hasta el que todavía llego a recordar de esa

vez que te conté cuando decidí irme; hay unos que, aunque no

lo creas, imagino que estoy con René en esa cama, quizá porque

a veces siento que puedo seguir engañándome, que si las cosas

hubieran sido distintas no estaría escribiéndote esta carta.

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La verdad es que estoy cansada de pensar en el pasado que

duele y en el presente que promete seguir igual, así que me

iré a cualquier lugar que el destino me ponga enfrente con

la esperanza de encontrar el valor que perdí para reconstruir

mi vida antes de que esta Lena termine destruyendo a la otra mi

presencia termine destruyendo la tuya. Pero el destino es cruel,

¿sabes?, por eso he pensado a veces huir de él para que nadie

más sufra por mi culpa o para que yo no sienta que nunca

debí tomar este camino que a pesar de todo me trajo muchas

alegrías, muchas experiencias y muchos contactos.

Debo ser franca contigo, porque es lo único que puedo hacer

en este momento: no sé qué va a pasar conmigo cuando salga

por esa puerta, en una de esas vuelvo con Joan mucho menos

puedo asegurarte que volvamos a vernos, y no voy a volver a

casa para que mi mamá o Micho me vean en este estado. Si en

algún momento ellos dan contigo, diles que estoy bien; pero

si pasa un año y no tienes noticias de mí, no te fuerces a con-

solarlos porque la verdad detrás de tu mentira piadosa podría

destrozarlos más que la verdad misma.

Me aprendí tu número y tu dirección en caso de que venda

pierda mi celular, así que debería ser capaz de escribirte o de

llamarte cuando esté en un lugar seguro, lejos de ese monstruo

que me excita ahoga y que no tardará mucho en buscarme. Si

no parto ahora, sé que me encontrará antes de que intente lo

que sea para recoger mis pedazos y armarme de nuevo.

Quiero que sepas que cumplí la promesa que te hice: no

he llamado ni le he escrito a René en todo este tiempo. Tenías

razón al decirme que hacerlo me lastimaría más, pero tampo-

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co he sido capaz de olvidarlo del todo. Joan lo supo siempre

y nunca le importó, aunque a veces siento que por mi culpa

nunca permitió que Tony lo invitara a unirse a su empresa. Tal

vez nunca pueda disculparme con él lo suficiente por truncarle

sus posibilidades de crecimiento, tal vez tú tampoco tengas

intenciones de hacerlo después de todo lo que hemos pasado;

pero si no tienes noticias de mí, quiero que le digas que no debe

sentirse mal por rechazarme aquella noche porque aceptarme

hubiera sido peor para él aunque tal vez me hubiera salvado.

Dile que no me molesta que le gusten los hombres que sea feliz

con un hombre, porque es su vida y la respeto, porque tal vez

ese hombre tenga algo que yo no tuve; pero si es igual a mí, dile

que nunca voy a perdonarlo porque bien pudo haberse acostado

conmigo imaginando que yo era un hombre que me olvide y

que siga creciendo, y si todavía no se da cuenta, dile que le dejé

una nota en el carrete de hilo plateado que le regalé hace años,

espero que todavía lo tenga... aunque lo conozco, seguro todavía

lo conserva en un lugar que no suela ver para no acordarse de

mí, yo lo haría en su lugar. Dile que lo use para bordar algo en

el traje de su novio, que para eso se lo di.

Cuídate mucho, por favor, y no cambies de número y de

dirección hasta que sepas qué fue de mí; pero si no tienes otra

opción, no te preocupes, podré arreglármelas de alguna manera.

Te quiere

Lena

P.D. Si me llega a pasar algo, busca la manera de entregarle

a mi hermano la otra carta que te dejo.

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« ◊ »

No podía aceptarlo. Arrojó con fuerza los papeles sobre la mesa,

se levantó bruscamente de su asiento, dio varias vueltas a la

sala con los puños cerrados sin saber qué pensar, luego regresó

a la mesa para apoyar las manos en el respaldo de la silla y

mirar hacia abajo hasta que decidió decir cualquier cosa para

romper ese silencio que lo estaba matando.

—¿Me estás diciendo que Lena fue a buscarte cuando ca-

sualmente estabas en Barcelona y que te entregó una carta que

casualmente escribió antes de que desapareciera?

A Damián le irritaba tanto su tono irónico que ni siquiera

intentó disimular su inconformidad.

—Mira, me vale verga lo que pienses de mí. —Lo vio direc-

tamente a los ojos, sin vacilar—. Voy a ser claro contigo: tú no

me agradas, le pedí a la agencia que no me diera ningún trabajo

que tuviera que ver contigo porque antepuse mis emociones

a mi labor como modelo. Sí, fallé a mi profesionalismo y no te

perdono que no hayas sido honesto con Lena; pero aún así me

esforcé por llamarte, verte y enseñarte esto no por ti, sino por

ella y Mauricio.

—Aunque lo digas así, esto me sigue pareciendo estúpido,

una pérdida de tiempo. —Le dio la espalda y movió la cabeza

repetidas veces de un lado al otro antes de verlo de nuevo—.

¿Por qué vienes a mí y me haces leer esto cuando tienes otra

carta para Mau y ya sabes cómo encontrarte con él?

—Porque ella me pidió que te diera ese mensaje. ¿Ves? ¡Ahí

está muy claro!

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—¿Pero por qué ahora, Damián? —lo increpó al sacudir y

azotar la silla en la que se había apoyado—. ¿Por qué ahora

y no de inmediato si sabías que las cosas estaban tan mal? ¿Por

qué ahora y no en otros seis meses más si ya habías esperado

tanto tiempo para venir a verme? ¿Ahora resulta que sí estás

preocupado? ¿Agotaste tus recursos? ¿Le temías a lo que te dije-

ra la agencia, la policía, su familia o cualquier otro que sintiera

que tenía el derecho de opinar al respecto? ¿Fue porque Mau

apareció para removerte heridas viejas que aún te mortifican?

—¿Aún estás hablando conmigo, René, o ya empezaste a

hablar de ti, como siempre?

No soportaba escucharlo.

—Vete.

Su orden mascullada lo irritó aún más.

—Ni siquiera eres capaz de escuchar lo que tengo que decir...

—¡No me interesa! ¡Ya dijiste suficiente! ¡Llévate eso y haz

lo que se te dé la puta gana, pero lárgate ya!

Tomó la carta para doblarla, guardarla en un bolsillo y salir

pronto del departamento, sin preocuparse siquiera por despe-

dirse o por insistir en decirle lo que necesitaba: «Está bien, haré

lo que se me pegue la gana; pero allá tú si arruinas tu carrera

otra vez por no saber perdonarte».

« ◊ »

Ya no podía engañarse, no mientras permaneciera sobrio.

Abrió un gabinete de la alacena para sacar un vaso grande

y una botella de whisky medio llena. No tocaría las otras dos

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que encontró a su lado, no aún, no mientras pudiera controlar

su nerviosismo con dos o tres tragos.

Guardó el whisky para sacar el aguardiente y un vaso dimi-

nuto que llenó de inmediato para llevárselo a la sala.

Caminó tres pasos, regresó los mismos y se llevó la botella

también.

«...no he llamado ni le he escrito a René en todo este tiempo.

Tenías razón al decirme que hacerlo me lastimaría más, pero

tampoco he sido capaz de olvidarlo del todo.»

—Ni yo, Lena. Ni yo.

Se tomó de golpe el contenido del vaso mientras pensaba

que no era lo mismo: ella quizá lo recordaría con ese odio que

no se experimenta hasta que uno recoge los pedazos de sí mis-

mo y descubre que nunca más volverá a estar completo. Él po-

dría esforzarse todos los días en recordar sus gestos felices y los

mejores momentos de su vieja amistad; mas aquellas imágenes

preciadas se volverían añicos que intentaría rearmar hasta el

cansancio, pero siempre faltaría una parte que nunca sabría

dónde encontrar, o tal vez lo sabía, pero admitirlo lo alteraba:

ese fragmento de vidrio se le enterraba en el corazón conforme

pasaban los años. La astilla se volvió parte de sí mismo como

testigo mudo de su cobardía, como esa prueba intangible de

que nunca será perdonado por creer que podría corresponder

y complacer un amor caprichoso que mantenía esperanzado

con el profundo deseo de acostumbrarse tanto a él que pudiera

presumirle al mundo que era recíproco.

«¿Pero qué es la reciprocidad, René? ¿Complacerlo todo?

¿Aceptarlo todo? ¿Olvidar quién eres? ¿Negar tu identidad?».

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Se sirvió y tomó de golpe otra vez, luego otra, y luego tres más

mientras le daba tantas vueltas a su vida como la sala a su ca-

beza alcoholizada: «¿Y qué pensabas? ¿Que aceptar ser su novio

y desencantarla bastaría para que se olvidara de ti? ¿Que su

presencia te conduciría de regreso al camino de la inclinación

que nunca pisaste? ¿Que estar con ella haría que tu familia

dejara de rechazarte? ¿Que sería el plan perfecto para vengar-

te porque ella te bajó a Roberto en la preparatoria? Espera,

¿puedes decir que te bajó a Roberto cuando a él ni siquiera le

importó tu existencia? Y esa petición escondida en el carrete...

¿Por qué no puedo dejar de pensar que entendió mal todo lo

que le decía? ¿O fui yo el problema por tratarla como lo hice?».

En sus múltiples giros causados por aquella depresión que

tanto se había esforzado en negar, su mirada se encontró de

repente con la bobina al lado de su cenicero vacío. Como pudo,

estiró los brazos para alcanzarlos y disponerlos frente a él, bus-

có torpemente en uno de sus bolsillos, luego en el otro, hasta

que encontró una cajetilla de cigarros vacía en donde había

guardado ese encendedor que lo traicionó la otra noche: «¿Ves?

Hasta el fuego te apuñala por la espalda, te abandona cuando

más lo necesitas porque quiere verte sufrir, pero ahí vas a darle

otra oportunidad para que se redima, porque crees que hasta el

fuego merece más que tú el derecho de salvarse», frotó el peder-

nal con suavidad y lentitud, con el pulgar adormilado y torpe,

hasta que logró encenderlo: «¡Ahí estás! ¡Bien! ¡Estás perdonado!

¡Eres libre de culpa!», vio arder su poca fortaleza y su exceso de

mentiras en la flama, pensó que se perdería si no la alimenta-

ba, mas no podía permitirlo: iba a ofrecerle un sacrificio, uno

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que le satisfaciera o que al menos le diera la oportunidad de

crecer para devorar la alfombra, la sala, su vida...

—¡Espera! ¡No hagas eso! —le increpó una voz alterada que

al instante le arrebató el hilo.

Con los ojos perdidos y llenos de fantasmas del pasado, René

vio apagarse la llama para descubrir el rostro preocupado de

Lena.

—Volviste —balbuceó.

—Sí, volví.

Su respuesta encendió su furia.

—¿Y para qué?

—¿Para qué?

—¿Para qué volviste? —preguntó mientras se levantaba—.

¿Para burlarte de mí?

—¿De qué estás...?

—¿Vienes a ver cómo me dejaste? ¿Eh? —Se aproximó a ella

y la tomó de los hombros—. Mírame, ¡mírame bien!

—Para, René, me estás lastimando.

—No finjas, sé que no te duele, porque tú ya no puedes

sentir nada. —Comenzaba a trastornarse—. No te duele, pero

quieres que yo te crea para destrozarme, porque quieres que

yo me arrodille y te pida perdón, porque yo te destrocé la vida

y quieres vengarte, ¿verdad? Por eso... por eso me mandaste

a Mau, ¿verdad? Porque querías que él entrara en mi vida para

que sintiera por él lo que no pude sentir por ti y me despertara

cada día viendo tu rostro, ¿verdad? Y por eso mandaste a Da-

mián con ese mensaje infame de falso arrepentimiento plagado

de deseo sexual digno de una puta en abstinencia, ¿verdad?

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Quieres que me arrastre, quieres que te bese los pies, quieres

pisotearme para que me duela lo que te hice, quieres... —Un

mensaje tachado: «bien pudo acostarse conmigo imaginando

que yo era un hombre»—, quieres te coja, ¿verdad? —Caminó

hacia la pared sin soltar sus hombros para arrinconarla—. Eso

quieres, ¿verdad? ¿Lo quieres aquí? ¿Ahora? Pídemelo.

—René, yo no...

—Ese es tu pendiente, ¿verdad? —Tomó la cintura de ese

cuerpo difuso con ambas manos para pegarlo al suyo y frotar

su pelvis—. No me vas a dejar en paz hasta que lo haga contigo,

por eso volviste.

—Escúchame, René...

—Tu alma no va a descansar en paz hasta que te vuelva mía

aunque no te quiera, ¿verdad?

Interpretó su falta de respuesta como el consentimiento que

esperaba, solo para confirmar lo que su embriaguez le hacía

pensar: «Ella tampoco te amaba tanto como insinuaba, solo

quería que la tomaras, por eso los demás te dejaban después de

dos o tres acostones, porque ella te marcó con eso, es su mal-

dición, es peor que la del carrete de hilo. Tal parece que nadie

te ha amado porque tú tampoco sabes hacerlo, pero si logras

complacerla, si logras que levante su maldición de tu vida, si

te concentras lo suficiente e imaginas que es Mau, entonces...».

Quiso arrancarle la blusa, mas nunca encontró cómo abrir-

la, «Será desde abajo», bajó su mano para meterla en su ropa

interior, pero un cinturón le estorbaba, «no importa, será vesti-

da», siguió bajando su mano, tomó el cierre de la cremallera de

su pantalón holgado, lo abrió con un tirón violento para luego...

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Un puñetazo lo obligó a mirar a su derecha, hacia el rincón

vacío de la sala. Giró la cabeza hasta su posición anterior solo

para ver a Mauricio agitado con los ojos rojos, con los dientes

apretando la empatía que no le ofrecería en ese momento.

Levantó el brazo derecho para posar sus dedos sobre la co-

misura izquierda sangrante mientras intentaba comprender

lo que estaba pasando, mas no tuvo tiempo de preguntarlo:

incapaz de seguir viéndolo a los ojos, lo empujó para abrirse

paso aún con la bobina de hilo plateado en su mano izquierda,

giró en silencio para salir del departamento sin mirar atrás,

sin reparar siquiera en que el azotón que le dio a la puerta al

cerrarla camufló el sonido de una silla que había volcado por

atravesarse en su camino.

« ◊ »

Esa noche durmió en casa de Ivonne, si es que podía llamar-

le dormir a ese acto de dar vueltas en una cama desconocida

acompañado por la constante repetición mental de las palabras

y los movimientos que René hacía aunque él le pidiera que

parará: «No lo hagas. Suéltame, por favor. Yo no quiero esto,

no ahora, no así. Tú no eres así, tú eres mejor que esto». Surge

entre el bullicio una frase, tal vez una revelación que vuelve a

dejarlo en shock: «Tu alma no va a descansar en paz hasta que

te vuelva mía aunque no te quiera, ¿verdad?».

—No te sientas mal por golpearlo, yo también lo hubiera

hecho —lo consoló su amiga cuando él le contó lo que había

ocurrido—. Aunque concuerdo contigo: él no es así, no sé qué

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haya pasado cuando no estabas; pero ya nos encargaremos

de averiguarlo pronto, tal vez mañana, cuando te sientas más

tranquilo. Deberías dormir un rato.

Habían pasado dos horas y no paraba de dar vueltas sobre

la cama: «¿Qué fue todo eso?», se preguntó en un intento por

hallarle sentido a la escena, alguna justificación razonable a

su falta de raciocinio, algún detonante que removiera en él un

sentimiento reprimido o un estado de angustia ignorado por

mucho tiempo, «Debe ser algo muy serio para que no me lo

hubiera dicho», ¿pero realmente estaba en posición de exigir

explicaciones? «¿Cuánto tiempo llevo de conocerlo? ¿Un año? ¿Y

qué tanto sé de él? ¿A qué le teme cuando tiene pesadillas? ¿Qué

lo motiva a diseñar? ¿ Qué le gusta además de la comida case-

ra, el café oscuro y los días nublados? ¿Qué le molesta de este

mundo cuando lo maldice o qué le encanta de su vida cuando la

bendice con una sonrisa? ¿Por qué nunca me ha reclamado su

cama o por qué nunca ha pensado en comprar una litera? ¿Por

qué nunca me ha hablado de su familia cuando él ya sabe todo

sobre la mía? ¿Y por qué siempre le cuesta tanto trabajo despe-

garse de su taller de costura aunque no esté haciendo nada?».

Abrumado, cerró los ojos y no volvió a abrirlos hasta que

escuchó el murmullo de una mujer y la voz molesta de un hom-

bre indiscreto.

—Entonces tú también tienes cargo de consciencia y no

encontraste otra forma de lidiar con él que no fuera ir a su

casa y decirle...

—Si fuera eso, lo hubiera hecho desde hace mucho, ¿no

crees?

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—Ya no sé si creerte, Damián. Eres todo una fichita.

—¿Y en qué te basas? ¿En los chismes de las redes? ¿En lo

que dice la prensa amarillista? Yo la amo, Ivonne, o la amaba,

no lo sé, o la seguiré amando a pesar de todo.

—¿Y eso basta para arrastrar a otros a tu mundo de arre-

pentimientos y culpas?

—¡Ya te dije que eso no era lo que quería! Suficiente tiene él

con sus propios demonios y sus traumas no me incumben; si

es incapaz de perdonarse por ser gay en la vida equivocada, es

su problema, yo no me voy a meter ni le voy a decir que busque

ayuda, tampoco voy a reaccionar como todos: «Ay, pobrecito, su

familia lo repudiaba porque no lo aceptaba como es», porque

precisamente por eso pasó lo que pasó. Lo que no voy a permitir

es que arrastre a Mauricio a su tormenta interna, no quiero que

se vuelva su víctima, a ella no le gustaría eso.

—¿Entonces para qué fuiste a verlo si tanto lo detestas?

¿Para decirle que hablara con Mau para convencerlo de que

dejara de buscarla?

—¡No! ¡No soy un canalla! ¡No necesito intermediarios para

eso! ¡Se lo diría cara a cara aunque luego me odiara! Yo que-

ría... —suspiró—, yo quería preguntarle otra cosa antes de

hablar con él.

—¿Puedes saltarte ese paso ahora?

Sorprendidos por la novedad de que Mauricio estaba des-

pierto y había escuchado demasiado, ambos guardaron silencio.

—¿Cuándo pensabas decírmelo?

—Cuando encontrara la forma de hacerlo —confesó Da-

mián finalmente—. No sabía cómo tocar el tema contigo, no

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sabía si querrías seguir escuchándome después de confesarte

que ella vino a verme antes de desaparecer.

—¿Y nunca pensaste en levantar una denuncia en contra

de Joan o en reportar su desaparición?

—¿Cómo iba a hacerlo? ¡Eres idéntico a ella! Cuando vi tus

fotos pensé que había vuelto con él a pesar de todo lo que le

hizo, así como lo puso en su carta. Le llamé, le escribí, pero

nunca me respondió, entonces pensé que él la había obligado a

cortar comunicación conmigo. No he podido tomar vacaciones

desde entonces ni me han vuelto a ofrecer trabajos en España,

como si me hubieran vetado, ¿sabes?, y tampoco es como que

pudiera confiar en cualquier persona para abordar el tema y

para que le diera un mensaje de mi parte. Sé que suena a que

busco cualquier excusa para justificar mi falta de esfuerzo, sé

que no tengo perdón, pero...

—No importa ya —lo cortó tras retirar los dedos que había

apoyado en el entrecejo mientras escuchaba sus razones—, lo

único que quiero entender ahora es por qué tenías tanta nece-

sidad de hablar sobre ella con René primero cuando yo soy el

más interesado en encontrarla.

A pesar de haber salido del departamento del diseñador con

la convicción de decirle toda la verdad, ya no estaba tan seguro

de que fuera lo mejor. Luego se armó de valor para hablar por-

que era consciente de que las cosas no se resolverían con su

silencio. Sacó del bolsillo interno de su chamarra un sobre y

lo puso sobre la mesa con el objetivo de que él decidiera qué

hacer después de revelarle sus intenciones.

—Lena te dejó esta carta antes de irse.

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No necesitaba pensarlo demasiado: sacó el papel para exten-

derlo, leyó ansioso las primeras líneas, luego tuvo que sentarse.

Con los codos apoyados en la mesa, las manos temblorosas y

un nudo en la garganta, se esforzaba por no permitir que las

lágrimas invadieran sus ojos hasta que llegara a la última letra

de esa nota de despedida que debió haber escrito y desechado

muchas veces antes de guardar en el sobre la versión definitiva.

Quería entenderlo todo, quería repasarla una y otra vez aunque

su corazón se pulverizara en el proceso, porque no se detendría

hasta que todas las pistas cayeran, una a una, en los huecos de

una historia que desconocía y que lo mantendría despierto por

el resto de la noche.

« ◊ »

Mi amado Micho:

Perdóname por no responder tu último correo y por es-

cribirte cada vez menos. Quizá te hayas dado cuenta, aunque

desearía que no; pero cada día era más difícil para mí leerte y

contestarte, porque mentirte me pesaba cada vez más hasta

que me encontré en una posición donde me avergonzaba de-

cirte que todo iba mal, porque no quería frustrar tus sueños,

porque quería protegerte del desencanto de este mundo frívolo

y hermoso a la vez por llegar al lugar equivocado.

Al principio te dije la verdad; pero las cosas empezaron a tor-

cerse conforme pasaban los meses: olvidé a lo que vine así como

olvidé mi dignidad, me convertí en la acompañante de Joan

para que me dejara modelar, porque él se aprovechaba de mis

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debilidades para amarrarme a él, porque cometí el error de

refugiarme en él en el peor momento de mi vida para encontrar

consuelo y llegó un punto en el que ya no podía vivir sin verlo,

sin escucharlo, sin que me tocara y me volviera suya.

Sé que muchas veces te dije que podrías venir a Barcelona

a trabajar como fotógrafo para Joan o para Tony, o que podrías

entrar a la agencia de Javi si reconsiderabas lo de ser modelo;

pero si lees esto, hazme caso: no vayas con Joan, no dejes que

sepa de ti porque seguro te querrá usar para sus negocios sucios

como ha hecho con muchas personas. Aléjate de él antes de que

te arruine la vida.

Hace un mes lo escuché hablando por teléfono con alguien,

le dijo que todo estaba listo, que el sábado podía pasar a verla y,

si quería, a probarla para ver si le convencía el producto. Pensé

que hablaba de ropa para el verano, pero me equivoqué: ese día

los vi hablando en la sala, los seguí al taller, vi a una niña muy

linda llena de ilusiones convencida de que eso se trataba de una

entrevista, que le darían la oportunidad de su vida, y luego...

Me dio tanto miedo lo que pudiera hacer si se enteraba de que

lo había descubierto que decidí callarme; pero ya no puedo

con esto, Micho, ya no puedo vivir con ese monstruo y con

este cargo de conciencia. Pensé en llevar pruebas a la policía,

pero sé que será inútil porque su cliente es influyente, así que

me iré para que no me encuentren, porque todo se acaba si se

enteran y me atrapan.

Le he pedido a Damián que te entregue esta carta en caso de

que me pase algo porque tengo el presentimiento de que no vol-

veré a verte. Por favor, consuela a mamá y dile que me perdone

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por hacerla llorar. Si ves a papá, dile que siento haber sido tan

terca y nunca hacerle caso; pero que tampoco me arrepiento

de haberme dedicado al modelaje porque disfruté mucho mi

carrera cuando era libre de hacer lo que me gustaba. Diles a los

dos que los amo y abrázalos fuerte, muy fuerte.

Voy a pedirte algo más, porque te conozco bien y sé que no

vas a abrir mi caja de hilos porque la detestas: en la parte de

abajo te dejé una carta para mi viejo amigo René, el que me

regaló el hilo dorado. Anoté su dirección en el sobre, quiero

que vayas ahí y le entregues la carta y los hilos. Que no se te

ocurra mandarlos por mensajería, llévaselos porque quiero

que lo conozcas: él fue el único, aparte de ti, que aguantó mu-

chos de mis berrinches sin que terminara odiándome; es una

persona muy buena y amable, tiene un corazón hermoso, es

creativo, muy inteligente, aunque a veces puede parecer torpe

y descuidado, y tiene otras cualidades que no voy a escribirte

porque quiero que lo conozcas, que hables con él, que trabajen

juntos de alguna manera...

Quiero decirte que pensar en ti y leer tus correos fue lo

único que me mantuvo cuerda todo este tiempo, porque tu pre-

sencia y tus palabras tienen un efecto curativo impresionante,

y ese es tu don. No te mando solo a que le entregues lo que te

encargo, más bien te mando para que me hagas otro favor:

varios meses después de que me fuera, René dejó de diseñar. A

veces pienso que fue mi culpa por darle la espalda en un mal

momento, porque me obsesioné tanto con la ilusión de que me

amara que nunca quise entender lo que él sentía, y sé que nun-

ca podré disculparme lo suficiente por eso ni podré devolverle

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el tiempo de su carrera que ya perdió. Quiero que lo animes,

que seas el soporte que yo no pude ser, y si por alguna extraña

jugarreta del destino te enamoras de él, no te preocupes por mí

y hazlo feliz por ambos aunque no te corresponda.

Te quiero mucho, Micho. Siempre te llevaré en mi corazón.

Lena

« ◊ »

Al centro del escenario oscuro, en el teatro improvisado de su

bosque muerto, el cazador descansa. Viejo y experimentado

conocedor de su entorno, advertido de todos los riesgos a los

que se enfrentaría siguiendo incansablemente a una liebre,

olvida que el bosque siempre cambia, que ningún camino es

seguro y que un animal inocente puede significar su gloria o

su ruina. Estaba seguro de su triunfo, había arriesgado todo y

estaba a punto de alcanzar a su presa; pero cuando ella se había

acostumbrado a su presencia, dejó caer el rifle y disparó al aire

por error. La presa se había ido, lo dejó solo, y él se había alejado

tanto de su hogar que no sabía cómo regresar.

Lo cierto es que está cansado de vivir esa escena recurren-

te: una esperanza que nace a pesar de su cautela, una alegría

efímera que lo apuñala cuando se muestra vulnerable, una

tragedia que lo vuelve miserable y lo obliga a preguntarse por

qué cayó de nuevo en esa trampa maldita que lo destroza cada

vez con más crueldad, aunque con menos dolor, porque es

normal sentirse terrible tras la primera ruptura, pero es ton-

to hacerlo tras la tercera o la cuarta. «Pero tú sabías que no

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duraría, tú lo buscaste, tú lo causaste, ¿cómo esperabas salir

airoso de una batalla que habías perdido desde el principio y

que ahora te está condenando al desastre?».

Es el momento perfecto para abrir la última botella que en-

cuentra en la alacena, olvidarse de las etiquetas y encerrarse

en su taller para contemplar las muestras de su desventura:

las prendas de cuero que representan el fondo de su pozo

seco, las de pliegues que simulan el agua que sacia su sed, las

de colores que se mezclan con negros y grises hasta dar paso a

dos trajes andróginos finales: uno con tela estampada de colo-

res diversos y otro blanco espléndido como una aparición. El

estampado podría usarlo cualquier modelo interesado en par-

ticipar en su desfile; el otro lo confeccionó especialmente para

quien lo condujo a ese punto de su vida salpicado con imágenes

nuevas, sentimientos confusos, emociones complejas, brillo en

su penumbra interminable, horizontes jamás explorados... «Sí,

el de colores es tu vida, era tu vida, era la percepción de tu futu-

ro, era tu redención, y ahora será tu mortaja. Eres un imbécil».

Toma un trago considerable de su botella, se sienta en el

piso con la espalda contra la puerta y mira a cualquier parte, no

le importa a cuál mientras no voltee hacia el traje estampado,

que ahora le parece insoportablemente alegre. «Pero querías

diseñar otra vez, René. Querías algo que te ayudara y lo encon-

traste a él. Creíste que bastaba con mantenerlo a tu lado para

inspirarte. Pensaste que todo estaría bien si no le decías nada

y si mantenías tu distancia, ¿y qué ganaste? Muchas prendas

bonitas, el éxito mundial, un nuevo aire, un puñado de fotos...

Todo hubiera sido diferente si le hubieras hecho caso a tus

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bajos instintos y a ese deseo febril que siempre te ha acompa-

ñado aunque no quieras admitirlo; si aquella noche lo hubie-

ras arrastrado a tu cuarto para poseerlo y te hubieras largado

en el primer vuelo para no verlo nunca más como el maldito

cobarde que eres».

Otro trago desesperado para rebasar la mitad del contenido

de la botella mientras balbucea maldiciones: «¡Malditos sean!

¡Malditos hermanos! Una me deja porque no la quiero y otro me

deja porque lo quiero demasiado. A esos dos nunca les interesó

lo que sentía, nunca se lo preguntaron e hicieron conmigo lo

que se les vino en gana, ¡malditos egoístas! Al final el que paga

los platos rotos soy yo, siempre yo, pero bien merecido me lo

tengo por idiota». Se ríe de su patetismo mientras se desabrocha

el botón de su camisa que presiona su cuello y que le impide

respirar: «Sí, Renecito, eres un idiota por pensar que puedes

amar a una mujer como ella desea, o por creer que no pasará

nada si combinas el trabajo con los sentimientos, o por suponer

que ser bueno con alguien te hará ganar su cariño, o porque de

cualquier manera eres un imbécil por creer que tienes permiti-

do redimirte o que te perdonen todo después del daño que les

causaste por querer salvarte a ti mismo para recuperar lo que

ya no está a tu alcance de todos modos».

Sigue bebiendo aunque su garganta arda en el infierno de

sus remordimientos, aunque en el proceso pierda la voz para

siempre y se vea impedido de expresar todo lo que nunca pudo

decirle a nadie y que en ese momento ya no importa, pues no

será escuchado aunque grite o se arrastre. «Y lo sabías, lo sabías

mejor que nadie, habías logrado volverte insensible y superarlo

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pronto, ¿por qué ahora es diferente?, ¿por qué él es diferente a

los otros?, ¿por qué ahora te duele tanto vivir?».

Su ira se desborda cuando el alcohol se termina: no hay

más consuelo, ni más escape de su realidad, ni una respuesta

válida para su infinita pregunta: «¿Por qué, René?», un golpe

al piso que no pudo romperle la mano, «¿Por qué te aferraste

a la nube de una tormenta que caería y se escaparía entre tus

manos? ¿Por qué nunca aceptaste que la vergüenza y el arre-

pentimiento te seguirían por siempre si construías tu felicidad

sobre los escombros de esa duda que se convirtió en error y

luego en la puñalada final tras tu acto cobarde? Nunca mediste

las consecuencias o nunca quisiste verlas, eso es, porque siem-

pre fueron claras, y tú eres cobarde, tan cobarde que creíste

que volverías al camino de la norma, tan cobarde y cerrado que

no querías aceptar que te gustaban los hombres, tan cobarde

e imbécil que preferiste destruir tu mundo antes de siquiera

reconsiderar que el roto eras tú por no aceptarte como eres, y

ahora... ahora...».

Un golpe seco acompañado por un grito reprimido de su

garganta ardiente y anudada, unas cuantas piezas visibles de

vidrio roto, una botella sin fondo y un traje de colores níti-

dos, brillantes, chillones, cegadores, insoportables... Se levanta

de pronto aún sosteniendo el cuello de la botella afilada y se

abalanza sobre su vida, sobre sus sueños, para apuñalar tres

veces el maniquí sin conseguir el efecto deseado. Corre hacia la

mesa de corte y toma una navaja para propinarle incontables

heridas al lado izquierdo de su pecho, hasta cansarse; pero sin

sosegarse ni dar en el blanco. Arroja la navaja y busca sus partes

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rotas o vulnerables para desgarrarlo sin preocuparse por los

alfileres que aún tiene prendidos y que le pinchan las manos,

y lo mancha con diminutas gotas de sangre sin preocuparle el

resultado artístico de ese arrebatamiento que nubla sus senti-

dos. Deshila, despega, destroza sus ilusiones convenciéndose de

que la vida nunca va a perdonarlo, que un error se multiplica y

trasciende para golpearlo repetidas veces cada que encuentra la

oportunidad, y se pregunta de nuevo por qué pensó siquiera en

la posibilidad de retomar sin problemas su carrera en el punto

donde la dejó, porque no puede pensar en otra cosa, o más bien,

no quiere pensar en lo que realmente lo agobia, pues hasta

ebrio y en la ruina no puede dejar de culparse por algo que

por primera vez no es Magdalena: «Estaba ahí, tan cerca, tan

puro, recuperado, pero tú lo rompiste de nuevo, tú y tus deseos,

tú y tu sed de falsa redención, y ahora él...». Jadea y deja caer

los últimos retazos de su felicidad artificial para encontrarse

de nuevo con el traje blanco, siente la necesidad de caminar

hacia él para hablarle, aunque no sabe aún qué logrará con

eso: «Podrías, no sé, lograr que te perdone si te disculpas por

callar información importante sobre su hermana y explicarle

por qué estuviste a punto de tomarlo a la fuerza; podrías evitar

que se vaya si le pides perdón, si te arrodillas y agachas la ca-

beza, si abrazas sus piernas e impides que salga por esa puerta

de nuevo..., sí, de nuevo, ¿no lo ves ahí, juzgándote en silencio,

envuelto con los trapos sucios que has confeccionado con ese

amor pútrido que te corroe?, ¿no?, ¿ni su sombra, ni su esencia,

ni su perfume?, ¿no lo ves ahí mirándote con esos ojos al rojo

vivo por la ira y con esas lágrimas que en tantas ocasiones

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quisiste evitar que derramara?, ¿no?, ¿no ves entonces cómo se

deforma su rostro y cómo abre sus fauces para devorarte ahora

que estás derrotado?, ¿no ves lo que siempre te advertiste?, ¿no

te das cuenta, inútil cazador, que te has convertido en la presa

perfecta de otro lobo despiadado?, ¿no lo ves, acaso?, ¿estás tan

ciego para notar que estás aferrándote a la base de un maniquí

arropado con tus esperanzas?, ¿acaso lo primero que devoró el

lobo mientras dormías fueron tus ojos?, ¿cuánto tiempo más

vas a quedarte así, tan patético, sollozando lo que nunca fue

tuyo?, porque lo sabes, ¿verdad?, compartir el techo no significa

compartir la vida, ni los sueños, ni los mismos sentimientos,

porque tal vez él pueda ser feliz cuando te olvide, pero tú ya

estás condenado a recordarlo por siempre».

Se levanta del suelo: «No será así, ¿recuerdas que te lo pro-

metiste desde hace mucho? Nadie va a doblegarte, nadie va a

destruirte de nuevo, y si ya te percataste de que todo se hunde,

toma la iniciativa y termínalo de una vez». Gira la cabeza y mira

un trozo de vidrio en el piso, se pierde en su filo y respira con

dificultad al tiempo en que piensa que debe repetir, esta vez sin

dudar y sin dejar a medias, el acto que no pudo concluir tres

años antes: «Un corte basta, René. Uno profundo, uno que no

duela, o al menos uno que te marque para siempre si alguien

te encuentra aún consciente o en tus cabales, uno sin notas,

porque en estas circunstancias no necesitas despedirte de na-

die que te extrañe porque más allá de esa puerta no hay nadie

que quiera al menos escuchar lo que sientes o piensas antes de

saltar al infierno». Extiende el brazo, toma el trozo de vidrio,

un poco de valor, un último recuerdo y entonces...

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« ◊ »

Mientras más vueltas le da al tema y a los sucesos del día ante-

rior, más se convence de que su presencia le seguirá haciendo

daño, y conforme se va acercando a su departamento, más se

esfuerza por no ponerse nervioso ni arrepentirse de sus decisio-

nes: «Debo decirle —piensa—, debo decirle lo que siento antes de

irme, debo hacerlo por él, porque no quiero que siga sufriendo

por mi culpa, porque si mi presencia le recuerda tanto a mi

hermana, nunca sanará». Da vuelta en una esquina concurrida,

ve los rostros de la gente que pasa y se resigna: se ha ido con la

esperanza de nunca ser encontrada y él debe respetar ese de-

seo aunque no lo acepte del todo: «Si hubiera hablado conmigo

antes, si tan solo me lo hubiera contado de otra manera, tal vez

hubiera encontrado la manera de ayudarla. Tal vez reconsidere

sus planes en algunos meses más, quizá tengan que pasar años,

o tal vez espera que Joan sea apresado para salir de su escondite.

Sí, eso debe ser, ella encontrará el mejor momento para volver

y declarar lo que sabe, lo hará, ella no está...», pensarlo le da es-

calofríos, se fuerza a levantar la mirada hacia el cielo para que

ninguna lágrima escape de sus ojos tristes, se chupa los labios

para no soltar un gemido angustioso y suspira para recuperar el

control de sus emociones: «No, Mau, no pierdas la fe, no ahora

que necesitas aferrarte a algo antes de que tu propia decisión

termine destrozándote otra vez».

Saluda al portero del edificio y entra al elevador mientras jue-

ga con la llave del departamento en uno de sus bolsillos. Piensa,

de pronto, que le hubiera encantado escuchar los pormenores

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del pasado de René, al menos una anécdota divertida que le per-

mitiera recordarlo con cariño, como la primera vez que decidió

coser alguna prenda o la historia del velís del clóset que había

mandado a remodelar poco antes de que diera los primeros sínto-

mas de su culpa reprimida: «Ahora entiendo por qué me trataba

con tanta frialdad: no es que estuviera agotado por terminar

la colección, no es que Tony lo estuviera presionando con las

muestras para la presentación de septiembre, es que algo malo

debió recordar cuando vio el hilo plateado, no por nada rechazó

mi idea de que lo usara para bordar algo en el traje blanco. Ahora

entiendo por qué se molestó tanto ese día. ¡Maldita sea! ¿Por qué

no me di cuenta desde entonces de que algo andaba mal con él

y con sus recuerdos de Lena?».

Se abre la puerta del elevador, avanza con tanta pesadez so-

bre un tramo de veinte metros que pareciera que nunca llegará

a su destino. Sin embargo, a unos cuantos pasos de llegar a su

destino, escucha un grito desgarrador que le roba el aliento an-

tes de golpear su corazón y acelerar sus latidos. No lo piensa dos

veces: saca la llave del bolsillo, abre pronto la puerta y entra al

departamento. No se detiene a contemplar la sala desarreglada

ni el suelo de la cocina recubierto con platos rotos; se dirige al

taller, abre la puerta y lo encuentra ahí, con el fragmento de

botella en la palma de su mano izquierda ensangrentada.

—No puedo, no quiero, no así —gimotea—. Ya te lastimé

demasiado, Mau, ya no puedo ni verte. —Suelta el trozo de

vidrio mientras le habla con dificultad al traje blanco—. Tú

tampoco me veas así, ¡no me veas! —Cierra los ojos y se arrastra

lejos del maniquí para ocultar la cara detrás de su brazo herido,

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pero no dura mucho en esa posición y vuelve a mirarlo—. Yo

no te dije nada porque no quería que te fueras, ¡no quería!, ¿y

sabes por qué?, porque no iba a soportarlo, y ahora que no estás

me duele aquí. —Se golpea el corazón con la mano derecha—.

Y me duele como nunca, ¿entiendes? Me duele más que cual-

quier traición, me duele más que esta culpa que siento; pero

me duele más haberte hecho lo que te hice, me duele ser peor

que ese monstruo que te hizo tanto daño, me duele, me duele

tanto..., pero me lo merezco porque soy un tonto, un tonto y

un cobarde. —Se enjuga el rostro con el dorso de la mano—.

Yo no te merezco, ¡no te merezco! ¡Ni siquiera merezco vivir!

¡Y tampoco me he ganado la muerte! Merezco ser castigado,

merezco el olvido y tú... tú no... —Respira con agitación y se le

corta la voz—, tú no mereces el amor de un cobarde.

Eso le basta para olvidarse de todo: sus planes de despedida,

su tristeza al pensar que nunca encontrará a su hermana, sus

noches de insomnio, sus días desesperados, sus malos momen-

tos... Toma un retazo del traje roto, se acerca despacio a René, se

acuclilla y envuelve su mano izquierda con cuidado para detener

su hemorragia, cubre sus mejillas con las palmas para enjugarle

las lágrimas con los pulgares sin decirle nada, pues sabe que aún

no tiene palabras para consolarlo.

—Mauricio...

Él tampoco debe tener palabras para disculparse, pero no

las necesita. Decide, en cambio, devolverle la serenidad con la

pureza de su alma, con todo ese amor contenido que no po-

drá articular mientras ocupe los labios en explorar los suyos.

Tras un rato, le da la oportunidad de recuperar el aliento y de

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apoyar la cabeza en su hombro para luego acariciar su cabello

y reconfortarlo. Entonces lo escucha liberar un suspiro largo,

profundo, que despeja su mente de malos pensamientos para

verse inundada, de pronto, por el aroma y la calidez de quien a

partir de ese momento le hace la promesa silenciosa de nunca

dejarlo.

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Una nueva pasarela tapizada con remiendos

Con doce años de experiencia en el mundo del maquillaje

profesional, Ivonne Miller conoció el trabajo de René Are-

chavaleta —quien desde sus primeras presentaciones fuera

llamado «La joven promesa de la moda nacional»— aquella

noche fatídica en la que Magdalena decidió dejar de modelar

para él. Esa vez descubrió, con cierto asombro, que el diseña-

dor tenía una perspectiva muy peculiar sobre la confección de

sus prendas; pero que su maquillista dejaba mucho que desear.

Pensó entonces que aquello era una burla a su oficio: «¿Quién

se atreve a destrozar rostros hermosos de esa manera? ¿A qué

pasantes o personas sin experiencia llamó para peinar y ma-

quillar a estas mujeres en cinco minutos? Si los medios van a

hablar de él, será mejor que un verdadero profesional le ayude

con esto para que deje de hacer el oso».

Se volvió su amiga y trabajó con él dos veces: primero, en

la pasarela de la capital, aquella en la que Damián atestiguó la

verdad acerca de sus inclinaciones; después, en una exhibición

pequeña y poco concurrida que fue calificada por los medios

como el apogeo de una carrera fugaz. Nada más se supo de él

durante dos años y medio, hasta que reportaron su asistencia

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a la presentación de la sociedad de Tony y Joan con Alexis

Santos, en Madrid, aunque nadie tuvo la oportunidad de en-

trevistarlo.

Ni bien se enteró de la noticia, le habló por teléfono.

—Fuiste a Madrid y no me invitaste, ¡qué poco cortés!

Con un dolor de cabeza terrible, cortesía de la borrachera de

la noche anterior, René le respondió con la voz suave de quien

va a desvanecerse en cualquier momento.

—Ivonne, son las siete, no estoy para esto.

—Está bien, no voy a reclamarte por no llevarme contigo;

pero sí te voy a reclamar que hayas ido a ver y no a presentar.

¿Cuándo piensas sacar algo nuevo?

—Nunca. ¿Feliz?

—¿Qué pasa contigo, René? —le preguntó con esa preocu-

pación que no la abandonaba desde el día en que lo vio derro-

tado en su taller, sumergido en la desesperación de sentirse

perdido, inútil, casi besado por la muerte—. Tienes un talento

innato, un presupuesto decente y una maquillista milagrosa,

¿por qué no lo intentas una vez más antes de la Semana de

Nueva York?

—Mira, si tuviera algo para presentar, ya te hubiera llama-

do. Me hiciste prometértelo, ¿te acuerdas? No insistas más y

espera que yo te llame, ¿está bien? ¡Bien! Buenas noches.

Comenzaba a perder la esperanza cuando él la invitó a su

departamento, y ver la cantidad de personas que asistieron a

aquella pasarela en España casi la hizo llorar. Pero tenía que ser

fuerte, enjugarse la pequeña lágrima que estaba por escaparse

de su ojo derecho, regresar a bastidores y terminar el trabajo

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más importante que su amigo le confió desde aquella noche

de verdades reveladas con vino y café que se alargó hasta la

madrugada.

—¿Nervioso?

Vestido una vez más con el último conjunto de la noche,

Mauricio se apretaba los dedos.

—Un poco, ¿y tú?

—¿Nerviosa, yo? ¡Nah! —Tomó una brocha para polvearle

la cara—. Emocionada sí, que es otra cosa. Hace mucho que

esperaba este desfile, ¡ni se te ocurra arruinarlo!

Él quiso reírse, pero sus inquietudes no se lo permitieron.

En su mente giraba un remolino de decisiones e incertidum-

bres que los habían llevado hasta ese punto, después del cual

tendría que aceptar su vida, así como la voluntad de su her-

mana de no ser encontrada o su destino aciago que le costaría

trabajo superar. Por el momento, sin embargo, debía presen-

tarse una vez más para cerrar ese capítulo de penas, con la es-

peranza de que el monstruo que les robó su libertad apareciera

para que finalmente recayera el peso de la justicia sobre él.

« ◊ »

Ve a sus modelos salir una por una al tiempo en que fluyen sus

pensamientos: ese vestido negro y pesado, similar a la noche

de su bosque espeso, le recuerda la pérdida de su identidad; ese

otro, blanco envuelto en retazos delgados y oscuros, representa

los pensamientos que lo perturbaron hasta sofocarlo; aquel tra-

je de colores brillantes con camisa negra simboliza su esfuerzo

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por esconder su dolor durante aquellos años de confusión que

no desea que nadie más conozca. Más telas mezcladas con par-

tes de su vida, más colores que ocultan o que resaltan su cora-

zón roto, triste, abandonado por sí mismo en ese trayecto de

altibajos por el que se dejaba llevar sin intención de entender la

causa de su sufrimiento o de luchar para rechazarlo y sobrepo-

nerse de ese castigo que según él merecía. Luego aparecen tiem-

pos mejores: ese conjunto de blusa de manga larga con falda

corta le da frescura a la colección y a su vida; ese vestido negro

con un degradado en rosa brillante busca transmitir aquella

invasión de sentimientos que comienzan a iluminar su bosque,

y tras varias prendas más que revelan la transformación de su

mundo, en la pasarela aparece la luz.

—No vas a modelar como Lena.

Quiso protestar por la violación de su acuerdo, pero él no

le permitió articular su discurso.

—Tú no eres tu hermana y lo sabes: tienes tus virtudes, tus

propias fortalezas, tus sueños, esta vida que te esfuerzas en

construir... ¡Tienes todo, Mau! Si vas a modelar en mi pasarela,

será bajo mis términos: quiero que salgas y que brilles con tu

propia identidad.

—Está bien —dijo con una seriedad aparente, quizá escon-

diendo la sonrisa que le causaban sus palabras o las ganas de

besarlo en ese momento—, pero quiero algo a cambio.

Y ahí está él, como una aparición en el bosque nocturno,

extendiéndole la mano para sacarlo de las penumbras, envuelto

en la tela blanca de un conjunto andrógino bordado con hilos

de plata.

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—Dices que esto está hecho especialmente para mí, ¿verdad?

—Lo vio asentir—. Entonces quiero que le bordes algo con el

hilo plateado.

El gesto de inconformidad de diseñador no se hizo esperar.

—Luego hazte un traje a juego y ponte esto.

Los aplausos de los espectadores lo sacan de su embelesa-

miento. Repara entonces en la mano que le ofrece Mauricio,

la estrecha con cariño y la sube hasta sus labios para besar

su dorso al tiempo en que le muestra aquella prenda que le

pidió que usara ese día: un anillo dorado en su dedo anular.

Recibe a cambio una sonrisa complacida, satisfecha por lo que

ve: un René con el cabello corto y arreglado, vistiendo un traje

ahuesado con una camisa blanca y una corbata bordada con el

mismo hilo que usó para las orillas del pantalón acampanado

y de la camisa asimétrica de su pareja. Fue tal el impacto de

aquella salida de agradecimiento que su foto se extendió como

pólvora por todas las redes sociales de los amantes de la moda

y despertó la curiosidad de la prensa, que esperaba con ansias

la conferencia de prensa organizada por Tony Berry y Alexis

Santos para celebrar formalmente su alianza de negocios con

ese hombre renovado que no volvería a dejarse caer mientras

se aferrara a vivir y luchar por amor.

« ◊ »

—Una pregunta para el señor Arechavaleta —se animó por

fin una reportera que escribía para la prensa rosa—. Ya sé que

no tiene nada que ver con su regreso al mundo de la moda;

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pero todos quieren saber algo de usted: ¿es cierto que contrajo

matrimonio con Magdalena Quirós?

Por respeto a Lena, ambos habían acordado terminar con

esa farsa de la mejor manera que se les pudo ocurrir.

—Magdalena y yo tomamos caminos diferentes desde hace

un par de años. No he hablado con ella desde entonces; aunque

entiendo que se sientan confundidos porque en un principio

comunicamos que en la pasarela se presentaría «Lena» Quirós.

Sin embargo, decidimos hacerlo así por petición de Mauricio,

su hermano aquí presente, quien decidió modelar bajo un seu-

dónimo por primera y única ocasión porque...

—¿Entonces se casó con Mauricio?

—No estamos casados, solo nos comprometimos antes de

venir a Madrid.

—¿Y van a casarse pronto?

—Vamos a esperar un poco para establecernos bien aquí y

esforzarnos para que la sociedad con Tony y Alexis prospere.

Ya les avisaremos cuando llegue el momento.

El bullicio y las manos alzadas no le permitieron hablar

sobre las razones de Mau para ocultarse tras un seudónimo,

aunque eran conscientes de que debían abordar el tema de su

desaparición para enviarle a Lena un mensaje claro que pudie-

ra recibir por cualquier medio o, en el peor de los casos, para

solicitar y agradecer cualquier información sobre su paradero.

—Siguiente pregunta.

—Yo tengo una —dijo con fuerza una voz masculina al fon-

do de la sala de prensa—. Quisiera preguntarle al señor René

qué se siente aferrarse a una mentira.

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Todas las miradas se dirigieron hacia una salida de emergen-

cia, en cuyo marco se había recargado un hombre con la barba

desarreglada y aún así bien parecido. Al verlo, René quiso levan-

tarse; pero Mauricio, sentado a su lado, apretó su mano para

detenerlo al advertir que aquel espectador indeseado portaba

un arma que no dudaría en utilizar ante la menor provocación.

« ◊ »

Creo que no fui claro, así que lo plantearé de otra manera: esa

persona de ahí, esa que se hace llamar Mauricio para sentirse

segura, es en realidad una mujer muy guapa. Parece muy re-

finada, muy recatada, muy santa; pero es insaciable. Un día

lo hicimos tres veces seguidas, pero ese no es el punto ahora.

La conocí un día en México, tomando cerveza en un bar de

mala muerte, muy triste porque su noviecillo René no la com-

placía. Me dio mucha pena verla así, entonces le dije: «Eres muy

linda, no vale la pena que sufras tanto por un idiota que no te

valora. Necesitas alejarte, respirar nuevos aires para recuperarte

y para desenvolverte, porque tú mereces crecer y aquí no lo

harás. ¿Qué tal si vienes a Barcelona conmigo? Tendrás trabajo

seguro, buena paga, buenos contactos y excelentes oportunida-

des». ¡Y claro que aceptó! ¿Quién dejaría ir una oferta tan jugosa

si se le presenta así? Pero todo se vendría abajo para ella si su

exnovio la seguía y yo no quería que estuviera triste, entonces

hablé con Tony: «¿Sabes qué? Tú elogias mucho sus diseños

porque eres su amigo; pero eso no va a vender, no va a pegar en

España, va a ser un desperdicio de recursos». Como buen amigo

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incondicional, él no quería creerme: «Vamos, creo que el riesgo

valdrá la pena», entonces insistí: «Mira, Tony: tú haces negocios

con ese tipo y yo salto del barco, retiro mi inversión y a ver

cómo le haces». Entonces me hizo caso. No lo culpo: su marca

estaba atravesando un pésimo momento, perder la mitad de sus

fondos lo dejaría en bancarrota, René aún no le podía ofrecer

ni la décima parte de lo que yo invertí y seguramente aún no

puede hacerlo; pero Tony es un tonto que antepone su amistad

a los negocios. Ya se acordarán de mí cuando lo vean quebrado.

En fin: me traje a la casa a Malena (no sé por qué insistía

tanto en que la llamara Lena, Malena suena mejor), nos lleva-

mos bien, nos conocimos mejor, nos emborrachamos juntos,

nos acostamos varias veces sin compromiso de por medio hasta

que un día me dijo: «Te necesito, Joan, haré lo que sea por ti,

pero nunca me dejes». ¡Uff! Esa fue la noche más feliz de todas.

Decidí hacerle caso y nunca me aparté de su lado: cosía y

confeccionaba en su departamento, la acompañaba a todos sus

trabajos, la veía en todas sus pasarelas... hasta que me di cuenta

de que le coqueteaba a otros hombres. Ella lo negaba, los tipos

que le hablaban también; pero yo sabía que me engañaban. No

iba a permitir que ella me dejara, porque no era justo que yo le

diera todo mi amor y que ella no me diera nada a cambio, se lo

dije y se disculpó, y me dijo que no quería a nadie más que a mí

y que esos hombres le habían hablado primero, así que empecé

a cuidarla mejor: le dije que no tomara los trabajos que no le

convenían, como las sesiones de fotos para revistas porque iba

a tener a un montón de idiotas haciéndose pajas con ellas; le

exigí que regresara a la casa antes de las ocho para que nadie

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se atreviera a agredirla cobardemente de noche; una vez le dije

que dejara de portarse como una puta con otros o me iría y la

dejaría a su suerte, luego me arrepentí y le pedí perdón por

ofenderla, porque lo que hacía era por su bien, porque la amaba;

pero ella seguía sin entender, así que decidí encerrarla con llave

los días que necesitaba trabajar en mi casa o en la empresa con

Tony. ¡Sufrí mucho esos días porque no pude tocarla! Entonces

concluí que era mejor llevarla a mi casa y cuidarla ahí.

No pasaron ni tres días cuando la vi lanzándole miradas

coquetas a un tipo, un modelo poca cosa que se presentó en

la Semana de la Moda. Entonces supe que me iba a traicionar,

que aprovecharía cualquier oportunidad para escaparse y acos-

tarse con él, así que la seguí y la esperé afuera del hotel, en mi

auto, hasta la mañana siguiente. ¿Sabes qué me dijo cuando

me vio? Que iba a regresar a la casa conmigo, que solo quería

hablar con un viejo amigo antes de que volviera a México, que

no hizo nada; pero mentía: todo su cuerpo estaba impregnado

de una loción de hombre que no era la mía, y así supe que no

había remedio, que me dejaría con el primero que se le pusiera

enfrente, aunque yo le hubiera entregado mi vida, mi dinero,

mis deseos, mi apoyo incondicional...

Pero te dije que te creía, te dije que te llevaría a casa en

el auto. Luego dijiste que tenías sed y yo te di agua. Pero fue

sin querer, ¿sabes? Se me olvidó y te di la botella que llevaba

para... ¿cómo se llamaba?... esta niña que iba a demandar al

candidato... Bueno, no importa, el caso es que te dormiste y ya

sabes cuánto me excita verte dormida, así que me desvié para la

playa y te hice el amor hasta quitarte el perfume de ese hombre

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que se aprovechó de tu inocencia y se atrevió a tocarte. Seguí,

seguí hasta la noche; pero nunca despertaste. Me dio mucho

miedo y te lancé al mar con la esperanza de que te trajera de

vuelta como en esa canción que te oí esa noche cuando recién

nos conocimos en el bar y que solías tararear cada que mirabas

por la ventana, ¿recuerdas? Esa historia me parecía un cuento

tonto para engañar a los niños, ¡pero resultó ser cierta! ¡Vol-

viste! Aunque tu juego era raro, la verdad: eso de presentarte

como Mauricio y convertirte en hombre no iba a cambiar lo

que siento por ti, por eso me encargué de moldearte de nuevo,

de recordarte lo que hacías y lo que te gustaba... claro, como yo

lo recordaba y como pensaba que era mejor para no cometer

errores ni repetir la historia, porque no quería arriesgarme a

perderte, pero te fuiste de nuevo. Creí todo este tiempo que te

habías ido porque te decepcionaste de mí porque no te gusta-

ban mis métodos para ganar dinero; pero ya veo que no, que

me dejaste para volver con ese idiota que tanto te hizo sufrir y

que otra vez te está engañando, que otra vez te aceptó como su

novia para volver a hacerte desdichada porque tú bien sabes

que es marica y que no te quiere.

Ya entendí, Malena, ya entendí: haga lo que haga, siempre

vas a traicionarme; pero no es tu culpa, lo sé, porque eres tan

bonita que todos quieren volverte suya y tú ya no aguantas eso,

¿verdad? Ya no te preocupes, ya no llores, yo te voy a liberar,

hermosa, te voy a liberar de los hombres y de su libido para

que volvamos a ser felices en nuestra casa, en nuestra cama,

en nuestra unión irrompible que contraeremos de inmediato en

el otro mundo.

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« ◊ »

Impulsado por la adrenalina y por el deseo de proteger a su

liebre, el cazador se interpone entre el disparo y la presa con

la esperanza de protegerla. Siente una punzada que le quema la

espalda, una humedad cálida que se esparce por su cuerpo, sus

latidos ralentizándose mientras escucha, cada vez más lejos, los

gritos de los testigos y un segundo rugido de un monstruo deses-

perado que se devora a sí mismo para condenarse por siempre.

Pero la liebre ya no repara en la existencia o la inexistencia

del monstruo: toca su mejilla con la mano y lo llama a gritos

repetidamente, aunque al cazador le parece que su voz se des-

vanece y se transforma en un sueño. La ve tan horrorizada que

desea calmarla, pero las fuerzas lo abandonan y las palabras

no le salen: «No llores, amor», mas no le hace caso: «Por fin eres

libre, aunque siento mucho lo de tu hermana», alguien pide una

ambulancia: «Ojalá pudiera cambiar mi vida por la suya para

que no estés triste, ojalá pudiera regresar el tiempo para hacerlo

bien esta vez», su vista se transforma en el humo del cigarro

que lo acompañaba el día del adiós: «Ah... tenemos tanto de qué

hablar, pero será después, ahora estoy cansado», los párpados

le pesan, los oídos le zumban, escucha un clamor distante, uno

que le ruega que no cierre los ojos: «Solo un momento, Mau,

solo necesito cerrarlos un momento. Estoy demasiado cansado».

El bosque y la luz se vuelven difusos, se opacan, se funden

en esa noche abismal que se calla de golpe y que invade sus

párpados para sumergir su espíritu sereno en la placentera

nada del descanso infinito.

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Se cansa la dama de tanto esperar,

su cuerpo delgado recuesta en la arena,

el agua serena arropa su belleza,

se prenda de ella y la arrastra hacia el mar.

Su amado al fin llega, pero ella no está,

su enorme congoja se convierte en brisa,

le canta a su dama del ocaso al alba,

su voz no la alcanza y comienza a llorar.

«¡Regresa, mi amada!», ha vuelto a clamar,

ni cielo ni tierra su alma sosiegan,

ni el tiempo que pasa reduce su pena,

ni el viento y su abrazo lo han de consolar.

La luna, muy triste por verlo llorar,

se acerca, desciende y danza en el agua,

extiende su manto de hilos de plata

e inquieta su calma con bello cantar.

«Sacude tus olas, mi querido mar,

devuelve a la orilla a la doncella amada,

perfuma su cuerpo, bendice su cara,

permite a su alma volver a soñar.»

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Herido de amor tras su luna escuchar,

agita las olas hasta hacer espuma,

absorbe su manto y lo convierte en bruma

y borda con ellos de nuevo su faz.

Termina su hechizo y vuelve a la paz

al ver que la dama se yergue en la orilla,

ha visto a su amado y con fuerza lo abraza,

enjuga su llanto y lo vuelve a besar.

«¡Bella luna amada! ¡Ya amanecerá!

No podré aguantar que de nuevo te vayas,

no quiero que el cielo te cubra la cara,

no verte ni oírte me causa pesar.»

«No llores, no sufras, mi querido mar,

que el amor regresa al que en la orilla aguarda

y a ti volveré cuando la noche caiga,

y yo, como tú, también debo esperar.»

Se calman, se agitan las olas del mar,

se acerca, se aleja la luna de plata,

se miran, se tocan, se besan la cara,

se van y se quedan con ganas de amar.

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Una tela azul extendida hacia el horizonte

Querido René:

Le prometí a Damián que no te escribiría después de que

me fuera, por eso decidí hacerlo antes.

La persona que te entrega esto es Mauricio, Micho, mi her-

manito, quien ya debe estar harto de ver mi caja de hilos cada

que limpia su cuarto. Como no quiero que sea el único trau-

matizado con su existencia, te voy a contar por qué la detesta,

porque estoy segura de que él no te dirá nada sobre ella.

Cuando te vi dibujando por primera vez en el bachillerato,

me di cuenta de que te divertías mucho, que en verdad disfru-

tabas lo que estabas haciendo; pensé que podría encontrar algo

que me apasionara si te imitaba o que podría contagiarme de

tu entusiasmo si aprendía a coser. Me emocioné tanto con la

idea de encontrar mi verdadera vocación que empecé a com-

prar carretes de hilos de colores con lo que me daba mi papá

para el gasto, así tuviera que quedarme sin comer al final de la

quincena (ya sabes: administración de recursos, evitar el déficit

y los número rojos, bla, bla, bla). Llegaba a casa muy feliz, me

encerraba en el cuarto de Micho (obvio con Micho, que en aquel

entonces todavía no atravesaba su etapa rebelde), le enseñaba

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lo que iba comprando y guardaba todo en una caja de madera

que antes usaba para guardar mis muñecas, porque era el único

lugar que mi papá no revisaría. Compré un carrete cada semana

durante año y medio, hasta ese día en que nos peleamos en el

Metro y decidí hacerte caso... Bueno, para ser honesta, regresé

a la tienda una semana después para comprar el hilo cobrizo;

pero cuando lo vi dejó de gustarme, así que compré otra bobina

de hilo plateado para cerrar la colección.

En fin, Micho te lleva mis hilos. Quiero que los ocupes para

coser muchas prendas a tu modo, como siempre has hecho.

Quiero, además, que los aceptes como mi forma de ofrecerte

una disculpa por ser tan caprichosa y por no entenderte, porque

sé que quisiste darme el gusto de ser mi novio para no decepcio-

narme, porque deseaba tanto que me amaras que nunca pensé

que forzar una relación nos lastimaría tanto y nos separaría de

esta manera. Quisiera entregártelos personalmente para decir-

te todo esto de frente; pero ya sabes que soy paranoica y que

me da miedo que se caiga alguno de los aviones que abordaré

cuando viaje por el mundo, así que no está de más dejarte una

carta por si un día no puedo volver a verte. Si estás leyendo esto,

significa que mi avión por fin se cayó. RIP Lena (tal vez no sea

el momento de bromear con estas cosas, pero detesto la idea de

estar escribiendo mi última voluntad en una carta póstuma

deprimente, sin contar que rezaré en cada aeropuerto para que

mis aviones nunca se caigan).

Una cosa más: Micho debe estar sufriendo mucho en este

momento por mi culpa. Quiero que lo abraces fuerte y, si

te sientes con ánimos de relacionarte con otro Quirós, quiero

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que lo cuides como si fuera parte de tu familia. Sé que no te

opondrás a la idea; Micho es más sabio y maduro que yo, no ten-

drás que aguantar sus berrinches porque no te hará ninguno.

Lo quiero muchísimo y me sentiría muy mal si se deprime por

mi ausencia. Tú tampoco te deprimas: llora lo que tengas que

llorar, luego levántate, sacúdete las rodillas y sigue haciendo las

cosas maravillosas que siempre has hecho y de las que siempre

estaré orgullosa.

Muchas gracias por ser mi amigo y por aceptarme como

soy... o como era, ya no sé ni cómo escribirlo.

TQM.

Mag

P.D. ¿Recuerdas cuando me preguntaste si me podías llamar

Mag? Pues sigo pensando que suena horrible, pero al menos

ahora sé que me gusta más que Malena. ¡Iugh!

« ◊ »

La policía nunca pudo encontrar su cuerpo.

Si Joan siguiera vivo, se hubiera alegrado porque logró lo

que quería: tenerla solo para él, ocultarla de las miradas de

otros hombres, reducir su horizonte hasta convertirse en lo

único que viera, hasta volverse su todo, el principio y el final

de su existencia.

La única pista que obtuvieron de la confesión del finado

los condujo a la orilla del mar, a explorar hasta la costa más

remota del país o cualquier cuerpo de agua en el que él la

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hubiera arrojado en su delirio. Aún así no tenían certeza de

nada y no eran optimistas, pues sería casi un milagro encon-

trarla a dos años del crimen.

Saber que nunca podría despedirse de ella lo acongojaba.

Guardó la carta otra vez en la caja de hilos que dispuso a

su lado, luego de recogerla de casa de su madre cuando tuvo el

valor de visitarla para abrazarla con fuerza tras darle la noticia

de la muerte de su hermana. Aprovechó además para buscar

consuelo por todo lo que le había ocurrido en aquellos días

incontables de tristeza, y para compartir con ella los momentos

vividos en esos meses de felicidad que apenas asimilaba.

Sentado en la costa, con el deseo profundo de nunca olvi-

darla y con el sueño imposible de que la luna le suplicara al

mar que se la regresara, sacó su cámara vieja y le tomó una

fotografía a esa sábana azul que, de alguna manera, se había

convertido en su mortaja. Pero esa imagen pacífica de las olas

en vaivén se vio intervenida por el movimiento parabólico de

un ramo de crisantemos rojos que un testigo arrojó frente a él

sin prevenirlo.

—Pensé que no vendrías.

—Tenía que aprovechar que por fin me volvieron a ofrecer

trabajo aquí; aunque hubiera preferido decirte que aproveché

mis vacaciones para venir a verlos.

Quiso burlarse de él, pero solo le salió una risita breve como

respuesta.

—¿Crees que le haya dolido?

Enternecido por su duda legítima, Damián se sentó a su

lado antes de responderle:

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—No lo sé; pero si te sirve de algo, creo que ella te diría que no.

—Ella y su orgullo.

Ambos sonrieron con melancolía, aún con el recuerdo de

su voz negándose a reconocer sus heridas mientras sus manos

enjugaban sus lágrimas: «¿Triste yo? ¡Ja! Necesitas esforzarte

más para hacerme llorar». Después guardaron un largo silencio

para apreciar el sonido de las olas.

—¿Y cómo está René?

—Insoportable —respondió irritado—. Ya quiere coser, pero

el médico le dijo que debe esperar un poco más para que no se

le abra la herida. Tony lo cuidó durante el tiempo que estuve

con mi mamá, pero no lograba hacerlo entrar en razón. —Se

rió de pronto y meneó la cabeza de un lado a otro—. No había

día en que no me llamara: «Mau, dile a René que debe guardar

reposo», «Mau, convence a René de que comer verduras le hará

bien», «Mau, René insiste en que debe rehacer su traje pronto,

dile algo, por favor». —Volvió a reírse para que Damián no lo

notara, pero supo que era imposible engañarlo cuando sintió las

palmaditas que le daba en el hombro—. Me asustó mucho verlo

ahí, en el suelo, desangrándose; quise morirme con él al ver

que no podía hacer nada más que no fuera rogarle que no me

dejara solo... No hubiera soportado que se fuera, pero recordar

ese día y pensar en esa posibilidad me duele más que saber que

no volveré a ver a mi hermana y que sus últimos meses de vida

fueron tan horribles. ¿Estoy mal? ¿Dejé de quererla?

—Creo más bien que, de alguna manera, suponías lo que

le había ocurrido y que ya estabas preparado para recibir esa

noticia.

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Tenía sentido: en uno de aquellos días de suplicio que expe-

rimentó en Barcelona, abusado repetidamente por el monstruo

que lo custodiaba, pensó que preferiría que su hermana hubiera

muerto a imaginar siquiera el estrés postraumático que estaría

experimentando en la soledad de su escondite.

—¿Y esa caja es la...?

—Sí, pero no lo digas.

Escuchar su respuesta le arrancó una carcajada.

—¿Sigues traumado y aún así los traes contigo?

—Se los entregué a René, tal como me lo pidió mi hermana;

pero sé que querrá usarlos de inmediato si los dejo en casa.

—Te estás volviendo sobreprotector, Mau.

—Tú harías lo mismo en mi lugar.

—Sí...

Su afirmación en voz baja acompañada por su mirada hacia

abajo le hizo entender que en realidad no estaba seguro de

su respuesta o que tal vez no podía concebir ese escenario a

futuro. Abrió de nuevo la caja de madera para buscar algo que

pudiera consolarlo, algo que le devolviera la esperanza, algo

que se convirtiera en su amuleto.

—Toma —le dijo al entregarle una bobina nueva de hilo

plateado—. Es el último que compró, quiero que lo conserves.

La idea de tenerlo lo perturbaba.

—¿Pero no eran todos para René? ¿No se molestará contigo

si se entera de que me lo diste?

Mauricio negó con la cabeza: «Es un hilo salvavidas, pero

ahora me tiene a mí y yo lo tengo a él».

—Ya no lo necesita.

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« ◊ »

Querida Mag:

Sé que Mag suena horrible y que nunca te gustó que te di-

jera así; pero esta vez tendrás que perdonarme porque solo de

esa manera puedo recordar cuando nos volvimos amigos en

aquellos tiempos que aprecio mucho y que no volverán.

Han pasado tres años desde que te fuiste, uno y varios me-

ses desde que tu captor nos dijo lo que te había ocurrido antes

de pegarse un tiro en la cabeza. Su revelación no fue nada

pacífica, pero no voy a hablarte de eso, no voy a perturbar tu

descanso para hacer que te sientas mal, no quiero volver a

lastimarte como cuando fui incapaz de rechazarte y de sin-

cerarme contigo.

Decidí escribirte porque me dijeron que eso me ayudaría,

que es lo único que me falta por hacer para perdonarme por

algo que creí por mucho tiempo que era mi culpa. Sé que ya

te he pedido perdón hasta el cansancio; sé que, de seguir viva,

estarías furiosa porque no supero el tema; pero te prometo que

hoy será la última vez, porque de otra manera no te dejaré ir

en paz ni podré seguir adelante.

Quiero decirte que siento haberte dado unas alas inúti-

les desde el principio. Nunca me di cuenta de que todas mis

bromas alimentarían tus esperanzas, tampoco reparé en que

asumirías mis actos de amistad incondicional como señales

inequívocas de que estaba enamorado de ti. Eres una persona

hermosa y maravillosa, Mag; pero no pude sentir atracción

por ti ni puedo sentirla por cualquier otra mujer (no sé por qué

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te estoy confirmando algo que ya sabías, tal vez porque así

podré aceptarlo finalmente sin temer al rechazo). La verdad es

que al principio quise ser tu amigo para estar cerca de Roberto,

volverme su amigo y tal vez bajártelo si tenía una oportunidad;

pero luego me caíste tan bien que decidí resignarme a perderlo

(aunque, siendo honestos, Roberto era un patán que no merecía

ninguno de los dos).

No me di cuenta de la profundidad de tus sentimientos hasta

que encontré la nota que escondiste en el hilo plateado que me

regalaste el día en que me dijiste que perseguirías tus sueños.

Caí entonces en una crisis que empeoró al enterarme de tu

aparente huida a tierras desconocidas y de tu convicción por no

volver a hablarme nunca. Sentí que nadie podría encontrarte ni

rescatarte por mi culpa, porque preferirías mil veces huir el res-

to de tu vida que volver a casa con tu familia, porque tendrías

que explicarles todo desde el principio, porque te horrorizaba la

idea de empezar tu historia con «Me fui porque me enamoré de

un maricón y no pude soportarlo» y que con eso te convirtieras

en la burla de todos. No sé si con ustedes funcione igual que con

nosotros, espero que no y que mi imaginación sea exagerada;

pero estoy seguro de que tu orgullo no te dejaría decir nada y

eso tampoco lo soportarías por mucho tiempo.

Conocí a Mauricio en Madrid, sometido a tu verdugo, aun-

que aferrado a la esperanza de encontrarte algún día, hasta que

no pudo más y decidió huir como tú, pero con mejor suerte.

Pasó meses difíciles aprendiendo a lidiar con sus recuerdos,

aceptando que lo que le había pasado no era su culpa, buscando

su vocación y reconociendo sus talentos para mejorarlos hasta

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poder mantenerse por su cuenta y recuperar el control de su

vida. Cada que releo la carta que me dejaste, me convenzo aún

más de que tenías razón: es más sabio y maduro que tú, aunque

tiene un lado bromista un tanto peculiar y una faceta pícara

que no imaginas; no hace berrinches ni pide cosas imposibles,

y todavía hay días en los que sale al balcón de la casa para

contemplar el vacío con esa mirada melancólica que me parte

el alma. Aún estamos aprendiendo a vivir con la idea de que no

vas a volver, y lo mismo ocurre con Damián; aunque deseamos

que entienda pronto que también debe soltarse del pasado para

encontrar un nuevo horizonte que le brinde la felicidad que

merece. Ojalá algún día deje de rechazarla, porque se niega a

renunciar a ese amor que te tiene y que, nos dice, nunca pudo

confesarte.

Quiero decirte que estoy cumpliendo todas tus peticiones

porque siento que es lo menos que puedo hacer por ti ahora;

pero también porque me nace hacerlo, porque recuperé las ga-

nas de dedicarme a mi pasión. Estoy cosiendo con tus hilos un

vestido azul con blanco sin mangas, como te gustaban, adorna-

do con un cinturón rojo muy lindo con hebilla de crisantemo,

cortesía de Damián y su inoportunidad. La idea vino como

llegaron las otras que me sacaron del pozo al principio: con

accidentes artísticos de Mau. No se lo digas; pero esa fotografía

que te adjunto es lo más artístico que ha capturado hasta el

momento, aunque no lo único. Se está superando tanto que

a veces me arrepiento de haberle dicho que dedicarse al arte

no era lo suyo; pero un día, cuando tenga las fotos suficien-

tes, le diré que se anime a exponerlas. Tal vez nos lleve otros

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cuatro o cinco años, no lo sé, depende de él, y yo no olvidaré

decírselo, así le tome sesenta años y tenga que asentarlo en

mi testamento.

Les sugerí a Tony y a Alexis que creáramos una línea de

vestidos de novia en tu honor. Los primeros modelos tuvieron

tanto éxito que tenemos cientos de encargos y ya me está pi-

diendo que empiece a diseñar más. Hoy voy a empezar a boce-

tarlos, luego tendré que buscar otras cinco o diez bobinas de

hilo plateado para las muestras. Aún no me termino la que me

regalaste; la estoy guardando para ocuparla en un traje para

Mau. Te mandaré una foto cuando esté listo, me encargaré de

que lo veas antes que él. Ya había hecho uno antes con la idea

de pedirle que lo usara cuando nos casáramos; pero siento que

ese diseño quedó marcado desde ese incidente que no quiero

contarte para no hacerte llorar. Lo que importa es que le haré

uno mejor, espléndido, que no podamos olvidar.

Tenías razón al decir que Mau tiene el don maravilloso de

sanar a la gente con su presencia y con sus palabras; pero debo

discrepar en parte contigo: su sonrisa es aún más poderosa.

Verlo disfrutar su vida me contagia, me relaja cuando estoy

estresado, me tranquiliza cuando me siento agobiado por el

trabajo, me divierte y me enternece cuando lo siento nervioso.

Ya no concibo mi vida sin él, así que voy a atesorarlo tanto

como mis capacidades humanas me lo permitan, porque mu-

chas veces siento que, si pudiera, le daría más que eso. No sé

desde cuándo Mau se convirtió en mi todo, pero me esfuerzo

cada día para que sigamos así, para convertirme en la familia

que siempre quisiste para él.

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Creo que estoy siendo demasiado cursi y eso no va conmigo.

Apuesto lo que sea a que te estarías riendo de mí si te tuviera

enfrente; aunque si fui capaz de alegrarte con mis palabras

desde dondequiera que estés, soportaré que te burles de mí y

me daré por bien servido.

Te vamos a extrañar mucho, Mag. Te queremos mucho.

René

« ◊ »

Lleno de mar hasta el alma, tras dirigirle una mirada melan-

cólica al horizonte, toma las hojas de su carta y la fotografía

prometida para transformarlas en aviones. Suelta un suspi-

ro profundo, extiende el brazo hacia arriba y hacia adelante

para compartir sus sentimientos con la presencia etérea de

un recuerdo que los recibe en su mortaja. Ve los aviones caer

a la distancia para ser absorbidos por el mar y arrastrados por

las olas hacia rumbos tan impredecibles como la vida misma,

como ese destino que aún no entiende, pero sobre el que pro-

cura no pensar demasiado.

Siente de pronto la presencia de alguien estrechando su

mano izquierda para transmitirle su calor, vuelve el rostro para

contemplar la brisa marina atrapada en su cabello, el que echa

hacia atrás con la mano derecha para perderse en sus ojos.

Siente esas ganas incontenibles de amarlo, de besar su frente

para tatuar en ella todo el cariño que guarda en su pecho, de

abrazarlo con fuerza por el resto de su vida para que el viento

no pueda arrebatárselo nunca.

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Él solo se deja querer en silencio, sin más movimiento que

el de sus brazos rodeando el cuerpo de su amado para sujetarlo

con la misma fuerza, con ese deseo inspirado por un sueño an-

tiguo, en donde ambos están por fin resguardados por la nada

durante ese afectuoso gesto, siempre anhelado y bien recibido,

que no quiere que termine.

Mas ese sueño, a diferencia del sol en el ocaso que se sumer-

ge en la lejanía, no desaparecerá jamás.

« - ◊ ◆ ◊ - »

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Índice

Debajo del vestido de seda 7

Sábanas revueltas en el cuarto rojo 33

Hilos en tramas que se entretejen 47

Carretes antiguos de tiempos inolvidables 71

Alfileres incrustados en el alma 97

Una nueva pasarela tapizada con remiendos 131

Una tela azul extendida hacia el horizonte 145

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Aquí termina

Atados con hilos de plata.

En la composición tipográfica de

la versión PDF de esta novela gay se

utilizaron fuentes Andada y Andada SC.

Metzi terminó de escribirla un día de agosto y

de formarla un día de septiembre, cuando no tenía

demasiado trabajo. Obtener una obra de calidad,

aunque sea de distribución gratuita, requiere de

una cantidad considerable de tiempo y esfuerzo;

por lo tanto, si está en tus posibilidades, apoya a

la autora con una donación. Puedes hacerla

a través de Paypal (paypal.me/yoalimet) o

pide más información en su página

de contacto, aquí.

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