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ARTICULOS ETNIA, REGION Y LA CUESTION NACIONAL EN EL AREA ANDINA. PROPOSICIONES PARA UNA DISCUSION * H eraclio B onilla Instituto de Estudios Peruanos Universidad Catóüca de Lima Región y etnia, regionalismo y ¿tnicidad, problema nacional, constituyen conceptos ¡sobre los ciiales gira la dis- cusión política y académica más importante de los últimos años en la región andina. La discusión, ciertamente, no es llueva. Debe recordarse qiie entre 1927 y 1930 José Carlos Mariátegüi había formulado con rigor el contenido del problema regional y del problema del indio en diver- sos trabajos, dé los cuales los más importantes fueron re- producidos en su célebre Siete Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana. Pese al avance de la investiga- ción sóciál en él Perú en la última década, las proposicio- nes formuladas ]por Mariátegüi en la década de los veinte no han perdido su relevancia y actualidad. Más bien, en ciertos períodos, hemos asistido a un franco retroceso. Pe- ro la actual resurrección de este debate, que eíi modo al- güiio éstá confinado ni al área andina ni a la América La- tina obedece á la toma de conciencia de las distorsiones producidas por el desarrollo capitalista eil él intéribr de la economía pérüaña y al reactivamieilto de lá movilización de ségmentos importantes de las capas rurales en países * Ponencia presentada en el Seminario “La Cuestión Etnica y la Cuestióh Regiónal en América Latina”, bajo el patrticínio de la Sociedad Interamericana de Planificación (SIAP), el. Departamen- to de Antropología de la UAM-Iztapalapa y el Centro de Estu- dios Económicos y Sociales del Tferter Mundo, México 29 de sep- tiembre —3 de Octubre de 1980.

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ARTICULOS

ETNIA, REGION Y LA CUESTION NACIONAL EN EL AREA ANDINA. PROPOSICIONES PARA UNA DISCUSION *

H e r a c l i o B o n i l l a

Instituto de Estudios Peruanos Universidad Catóüca de Lima

Región y etnia, regionalismo y ¿tnicidad, problema nacional, constituyen conceptos ¡sobre los ciiales gira la dis­cusión política y académica más importante de los últimos años en la región andina. La discusión, ciertamente, no es llueva. Debe recordarse qiie entre 1927 y 1930 José Carlos Mariátegüi había formulado con rigor el contenido del problema regional y del problema del indio en diver­sos trabajos, dé los cuales los más importantes fueron re­producidos en su célebre Siete Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana. Pese al avance de la investiga­ción sóciál en él Perú en la última década, las proposicio­nes formuladas ]por Mariátegüi en la década de los veinte no han perdido su relevancia y actualidad. Más bien, en ciertos períodos, hemos asistido a un franco retroceso. Pe­ro la actual resurrección de este debate, que eíi modo al- güiio éstá confinado ni al área andina ni a la América La­tina obedece á la toma de conciencia de las distorsiones producidas por el desarrollo capitalista eil él intéribr de la economía pérüaña y al reactivamieilto de lá movilización de ségmentos importantes de las capas rurales en países

* Ponencia presentada en el Seminario “La Cuestión Etnica y la Cuestióh Regiónal en América Latina”, bajo el patrticínio de la Sociedad Interamericana de Planificación (SIAP), el. Departamen­to de Antropología de la UAM-Iztapalapa y el Centro de Estu­dios Económicos y Sociales del Tferter Mundo, México 29 de sep­tiembre —3 de Octubre de 1980.

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como Bolivia, Ecuador y Perú. Estos movimientos están integrados por pobladores rurales, por hombres de hacien­da y de las nuevas SAIS creadas como consecuencia de la reforma agraria emprendida en 1969 por el Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas, así como por cam­pesinos independientes que controlan una pequeña parce­la de tierra. Pero sus reivindicaciones, y es esto lo impor­tante, no sólo se refieren a su condición campesina, sino que también aluden a su condición de indígenas, del mis­mo modo que son expresadas muchas veces apelando a la tradición y a la simbología indígena. Las modalidades que revisten ahora las reivindicaciones y la movilización de vastas capas de la población rural en los Andes pare­cen, pues, cuestionar la tipificación de estos fenómenos como meros movimientos campesinos, pese a que sin duda alguna el propio desarrollo del capitalismo, de la mercan- tilización de la economía y el ritmo del cambio social han erosionado de manera irreversible el sustento material de la reproducción de Ja condición indígena y más bien am­pliado el marco de homogeneidad y de mestización étni­cas. Dentro de este contexto, el presente trabajo persigue un doble objetivo. Por una parte, describir el proceso histórico de formación y reproducción del fenómeno étni­co y regional en el contexto del área andina, sugiriendo algunas hipótesis explicativas sobre su interrelación. Por otra, en el caso específico del Perú, presentar los térmi­nos nuevos que revisten los fenómenos de región y etni- cidad, así como los intentos realizados en su formulación y solución. Es pertinente advertir, desde estas líneas in­troductorias, que no existe hasta la fecha ninguna inves­tigación específica sobre estos problemas y que lo que aquí se señala constituyen fundamentalmente reflexiones y juicios basados en una familiaridad con la literatura exis­tente y en una observación directa de la realidad.

No cabe ahora la más mínima duda que el nacimien­to del problema étnico, del problema indígena, tanto en

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Mesoamérica como en la región andina, fue una conse­cuencia directa de la conquista y la colonización españo­la desde los inicios del siglo XVI. Antes de 1532 cier­tamente había muchas etnias, pero su existencia no cons­tituía “problema”. Si bien había etnias, no había indios. El indio fue la palabra inventada para designar, y sobre todo, excluir al integrante de la sociedad sojuzgada, al sobreviviente de una de las más tremendas hecatombes de­mográficas que registra la historia de la humanidad. La “república” de los indios y la “república” de los españoles fueron los componentes básicos de la sociedad colonial nacida como consecuencia de la conquista. Ellas, como se sabe, estuvieron sometidas a leyes y regulaciones espe­cíficas, así como tenían también un cuerpo de autorida­des específicas y excluyentes. Para tener una idea de esta segregación y de la jerarquía impuesta, basta recor­dar que en los juicios era necesario el testimonio de do ̂o tres nativos para contradecir la opinión de un español.

Esta sociedad colonial, además, no sólo oponía dia­lécticamente1 a conquistadores y conquistados, a vencedo­res y vencidos en función de su papel en el proceso de la conquista, sino que sus7 miembros tenían una historia dis­tinta, hablaban lenguas diferentes y, sobre todo, tenían un color distinto. La casi inmediata emergencia de los mestizos lejos de cerrar esta distancia, no hizo sino com­plicar aún más el mosaico racial. La perplejidad del gru­po dominante frente a este mosaico racial puede ser per­cibida en la vasta y curiosa nomenclatura inventada para designar a los mestizos, a los nuevos intrusos de un orde­namiento colonial considerado como natural, es decir, in­alterable.

La implementación de estos principios del ordena­miento colonial empezó de manera coherente hacia 1570, cuando el virrey Francisco de Toledo ordenó el agrupa- miento de la dispersa población nativa en “reducciones”, es decir, en pueblos de indios. Estas unidades represen­

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taren una suerte de simbiosis entre la tradición andina y la tradición hispánica; sus pobladores tenían el control in­dividual de parce-as de cultivo, pero al mismo tiempo po­dían explotar colectivamente las dehesas circundantes, mientras que la autoridad política encargada- del control de estos pueblos, igualmente, traducía un compromiso en­tre el tradicional liderazgo nativo (Jkurakas) y el impues­to por el grupo dominante (alcaldes). En términos eco­nómicos, la función de estas reducciones era la de servir como reserva de mano de obra cuasi-gratuita para la ex­plotación de las tres principales unidades productivas del sistema colonial: minas, obrajes, y haciendas. En térmi­nos sociales, su función fue el reacondicionamiento de la población nativa a su nueva situación y facilitar la ex­pansión del catolicismo.

No existe sobre el área andina ningún estudio acerca de la evolución interna de estas comunidades a lo largo del período colonial, similar al que Gibson 1 dedicó a México. Existen, sin embargo, algunos datos que permiten inten­tar aquí una aproximación al tema. El primer rasgo fue el continuo vaciamiento de su población por lo menos has­ta la segunda mitad del siglo XVIII. Este fue un proce­so derivado de la intensa explotación impuesta sobre la población nativa en obrajes y centros mineros, a la deser­ción y también a la búsqueda de alternativas ocupaciona- Ies permanentes en otros lugares. No todas las áreas se vieron afectadas por igual. Fue dramático y casi com­pleto en la costa, obligando a la clase terrateniente a re­currir a la importación de esclavos negros para resolver la escasez de mano de obra. En el caso la sierra, la tendencia fue el permanente desplazamiento de la pobla­ción indígena de norte a sur, generándose en las provin­cias del altiplano andino una dicotomía entre indios ori­ginarios e indios forasteros} Estos últimos eran los mi­grantes, los recién llegados y su nueva condición, refleja­da en una tasa impositiva menor, se traducía en un me-

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ñor acceso a las parcelas de tierra. Como se sabe, la le­gislación colonial veló por el mantenimiento de una com­pleta segregación de los indígenas agrupados en estos pue­blos. Cuidó también que los indígenas mantuvieran el control de sus tierras frenando la expansión de la fronte­ra de los latifundios aledaños. El carácter reiterativo de estas ordenanzas coloniales dice mucho de su eficacia. En la práctica, ni el latifundio fue frenado, ni los pueblos de indios mantuvieron su pureza por la pronta intrusión de blancos y mestizos. No obstante, el hecho que debe sub­rayarse es el papel de estos centros en la reproducción de la cultura de los colonizados. De la misma manera que el indio fue el resultado de la colonización, la indianidad, entendida como defensa y reivindicación de una cultura, fue la respuesta a las nuevas condiciones de opresión y probablemente la única estrategia de sobrevivencia.

La nueva regiónalización del espacio andino apare­ce también con la implantación del sistema colonial. An­tes eje la conquista, el Tawantinsuyo constituía una uni­dad derivada de la cohesión establecida por el Estado In­ca. La existencia de tensiones internas sugieren los lími­tes del ordenamiento impuesto por el Estado, pero no in­validan su principio. La puesta en marcha de la coloni­zación significó básicamente la conversión de esta econo­mía agraria tradicional en una economía fundamentalmen­te minera, en respuesta a las exigencias de la acumula­ción primitiva del capital. Potosí y Huancavelica, el ya­cimiento productor del mercurio, se convierten así en los nuevos ejes del ordenamiento del espacio colonial. Co­mo lo demuestra Assadourian en un persuasivo trabajo,3 la racionalidad última de regiones tan distantes como Qui­to, con su producción de textiles, de Córdoba y Tucumán, con su producción de muías y vinos, de los valles interan­dinos del sur-peruano, con su producción de coca, fue la satisfacción de la creciente demanda de bienes de consu­mo y bienes de producción por parte del mercado mine­

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ro. El espacio económico colonial, por consiguiente, fun­cionó como una unidad en torno a un polo articulante, pero a su vez éste resolvió sus necesidades imponiendo una eficiente división geográfica del trabajo.

El funcionamiento y la reproducción de este mode­lo supuso que el centro minero sostuviera su capacidad de arrastre y que el Estado colonial mantuviera la efica­cia de su política mercantilista. Por esto, el eclipse del sector minero, desde la segunda mitad del siglo XVII, y las erosiones en la política económica del Estado colonial crearon las condiciones para el establecimiento de brechas internas en el espacio colonial. Los casos de Argentina y Venezuela constituyen ejemplos extremos. Pero al in­terior del propio espacio andino, las transformaciones del callejón andino del Ecuador moderno y de la sociedad valluna en Cochabamba desde la segunda mitad del si­glo XVIII evidencian esta ruptura.4 El territorio andino de la Audiencia de Quito había sido la región básica de los obrajes, especializado casi enteramente en la produc­ción textil. Al producirse las primeras fisuras en el mo­nopolio comercial que permitieron la creciente importa­ción de telas inglesas, la obsolescencia tecnológica de es­tas unidades no les permitió competir eficazmente con la producción foránea. El resultado fue el cierre de obra­jes, el traslado casi masivo de la población indígena hacia las zonas del litoral de Guayaquil, creándose de esta ma­nera la oferta de mano de obra indispensable para el pos­terior ascenso de las plantaciones de cacao. Ejn Co­chabamba, por otra parte, Brooke Larson ha demostrado cómo la transformación de las relaciones de producción en la estructura agraria fue el resultado del debilitamien­to de los nexos establecidos anteriormente entre el mer­cado potosino y la producción de granos de Cochabamba. No fue distinto el camino optado por las plantaciones azucareras de los valles de la costa peruana.

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En la sociedad colonial tardía, en suma, regionaliza- ción y etnicidad aparecen como fenómenos contradicto­rios y complementarios al mismo tiempo. La contrapar­tida de la fragmentación espacial derivada del potencial productivo de cada región y de las demandas de sus gru­pos dominantes en favor de una ruptura de los lazos ex­ternos e internos de subordinación - (Madrid y Lima), fue la dispersión de la población nativa dentro de las princi­pales unidades productivas que cada región contenía. Pe­ro es aquí donde se constituye una situación que merece una discusión cuidadosa.

La mercantilización creciente de la economía colo­nial terminó por romper el aislamiento de la población nativa y alterar de manera significativa el modelo inicial que la metrópoli impuso, basado, como se ha señalado antes, en la superposición, como conjunto, de coloniza­dores y colonizados. Además, al interior de regiones aho­ra segmentadas como consecuencia del propio proceso de la sociedad colonial, el control de los recursos estratégicos y de los medios de producción separaba a los propietarios de quienes sólo contaban para su sobrevivencia con la venta, de su fuerza de trabajo. En ambos lados del espec­tro social estuvieron ubicados miembros de los diferen­tes estamentos de la sociedad, con entera independencia del color de su piel. Ciertamente que no existieron in­dios entre los grandes propietarios de minas ni entre quie­nes controlaron el comercio internacional, pero no puede dejar de reconocerse que la riqueza y los privilegios de muchos caciques indios era superior a la que disfrutaban con anterioridad a la conquista. Las clases, para decirlo de otra manera, estuvieron objetivamente constituidas. Pero, lo importante es que la dinámica colonial impidió que sus intereses fueran reconocidos en estos términos y subordinó esta dimensión en la conciencia de opresores y oprimidos al mantenimiento de la dialéctica colonizador/ colonizado. Las relaciones coloniales, por consiguiente,

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vieron y encapsularon esta nueva dimensión de la explo­tación y permitieron que los indios mantuvieran como conjunto una adhesión étnica, por encima de sus pro­fundas diferencias sociales internas, y que se separaran de los otros grupos étnicos pese a compartir una situación objetiva de explotación. Es más, frente a los blancos es­ta separación traducía muchas veces una auto-percepción de inferioridad. No es otro el significado y el mensaje de las rebeliones indígenas de fines del período colonial. Ciertamente que levantamientos como los que lidereó Tu- pac Amaru incorporan en su seno a negros, mestizos y españoles, como es también evidente que el ejército de represión realista incorporó huestes indias comandadas por algunos caciques. Estos hechos evidencian que la estrati­ficación colonial, después de tres siglos de opresión, em­pezaba a alterarse en sus principios, pero que todavía estos no eran cambios suficientes como para modificar sustan­tivamente la naturaleza de su ordenamiento.5

Dentro de este contexto, las guerras por la emanci­pación y la conversión de las antiguas colonias españolas del área andina en naciones independientes, abren un in­tenso debate sobre los modos en que debían ser organi­zadas estas nuevas naciones, sobre el sentido de la nacio­nalidad. De una manera errática y más implícita que explícita empieza a abordarse lo que será más tarde el problema nacional. Ciertamente que en las postrimerías de la colonia, algunos periódicos como el Mercurio Pe­ruano habían difundido diversos trabajos de la inteligen­cia criolla que traducía un interés inédito por la patria” americana y la potencialidad de sus recursos. Empero pese a su valor como síntomas eran básicamente ejercicios académicos y sin mucha trascendencia práctica. Pero en el contexto de las luchas por la emancipación de la re­gión, la aristocracia criolla de la región andina, que en verdad no hizo mucho por ella, se encontró súbitamente con un ordenamiento político de nuevo tipo, y, sobre to­

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do, enfrentada a la necesidad de legitimar nacionalmen­te su dominación. Su fracaso para construir un efectivo Estado nacional y para cimentar nacionalmente su auto­ridad son evidencias suficientes de la persistencia de las raíces coloniales en estas sociedades nacionales y la repro­ducción, en una escala distinta, de los problemas étnicos y regionales en la historia nacional de los tres países..

Por otra parte, se ha observado la existencia de una estrecha correlación entre la relativa homogeneidad étni­ca de algunas regiones del sistema colonial y su partici­pación activa en los movimientos independentistas. Ar­gentina y Chile constituyen un excelente ejemplo de esta situación. En cambio en México y en el Perú, socieda­des caracterizadas por una profunda heterogeneidad ét­nica, el proceso por la independencia tuvo características diferentes. Son muchas las razones que explican esta situación, pero aquí quisiera referirme a una, probable­mente la más significativa.

La derrota militar de Tupac Amaru en 1780 cierra de manera definitiva la participación de la población in­dígena en los movimientos de liberación nacional. La represión buscó no solamente el aniquilamiento de los re­beldes, sino la destrucción de los símbolos y de la memo­ria colectiva de los indígenas. Obras como Los Comen­tarios Reales del inca Garcilaso de la Vega fueron pro­hibidas, al mismo tiempo que toda representación que aludiera a la grandeza de la civilización incaica. En la reanudación posterior de las guerras por la independen­cia, toda la iniciativa corresponderá a la población crio­lla, apoyada eficientemente por las tropas del sur liderea- das por San Martín, o por las tropas del norte lidereadas por Bolívar. En estas circunstancias la participación de la población indígena tuvo dos manifestaciones. Por un lado, participó de manera indiferenciada, tanto dentro de los ejércitos realistas como de los ejércitos patriotas, en­frentándose a sí misma. La escala de su deserción dice

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mucho de su compromiso. Por otro, participó también en los movimientos lidereados por los criollos, como en Huánuco en 1812 o en el Cuzco en 1814; en ambos ca­sos, dada la debilidad numérica de los criollos, el fortale­cimiento de sus huestes fue conseguido invocando la alian­za con los indios sobre la base de un conjunto de reivin­dicaciones referidas tanto a la condición de los criollos co­mo a la de los indios. Pero esta alianza resultó ser extre­madamente precaria, porque cada vez que el liderazgo criollo, en la dinámica de la movilización, aparecía sobre­pasado por las demandas indígenas los primeros buscaron la disolución del movimiento. Y este fue un comporta­miento reiteradamente repetido.

En última instancia lo que esta experiencia sugiere es que el conservadurismo criollo no fue sino la traduc­ción de un profundo miedo social frente a la amenaza de una movilización independiente de los indios que hu­biera terminado no sólo con el poder político de la metró­poli, sino con el propio poder y privilegios de los criollos. Y si finalmente los criollos peruanos se resignan a la in­dependencia, como Iturbide en México, fue porque la re­volución liberal de 1820 en España creaba ahora condi­ciones inaceptables. Era preferible, en suma, construir una República conservadora, a continuar siendo parte de una colonia dependiente de una metrópoli liberal.

Este terror social, casi físico, de la población blanca a ser confundida con indios, mestizos y negros, subyace en el nuevo ordenamiento político de las tres Repúblicas. Es decir, un sistema político que fuera la expresión del dominio de una minoría y que específicamente excluyera la participación de los indios. La designación de <(perua- nos,, o “bolivianos” a la totalidad de los habitantes del Pe­rú y de Bolivia eran evidentemente metáforas muy bur­das para camuflar esta situación. Cuando hablaban del Perú se referían, como decía Bartolomé Herrera con cier­to candor, “al Perú español y cristiano, no conquistado

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sino creado por la conquista”.6 Que la debilidad econó­mica y política de los criollos no les permitiera ejercer de manera directa el control del Ejecutivo, sino que éste ca­yera en poder de los rústicos caudillos militares de las pro­pias guerras por la emancipación, casi todos mestizos, no altera en nada ni el sentido ni el contenido social de la República. Porque ni el Estado modeló una nación, ni los caudillos militares contaron con las bases materiales e ideológicas como para ejercer una dominación perdu­rable.

Pero la emancipación también abre para el área an­dina un extenso período de estancamiento económico que tuvo consecuencias significativas para el ordenamiento es­pacial de las economías de los tres países y para la condi­ción de la población indígena. Efectivamente, la inde­pendencia terminó por destrozar las unidades producti­vas que habían sido el sustento de la economía colonial de exportación, mientras que la supresión de la mita, la asignación forzada de mano de obra indígena al sector mi­nero por parte del Estado colonial, hizo inoperantes los esfuerzos por restaurar la minería peruana y boliviana. La consecuencia de este estancamiento fue doble: por una parte, el virtual repliegue de sus economías del mer­cado internacional y, por otra, una más profunda desarticu­lación interna de los ahora espacios nacionales. Cada re­gión constituía el entorno geográfico de un conjunto de unidades productivas, básicamente haciendas, cuya debi­lidad económica las incapacitaba para intentar articular en tomo suyo a las otras regiones y cuyos excedentes ape­nas servían para satisfacer la demanda de los minúsculos mercados internos a cada región, es decir sin la capacidad de alimentar flujos extra-regionales de circulación. La inexistencia de mercados nacionales y el aislamiento recí­proco entre regiones por la ausencia de rutas de transpor­te garantizaron el mantenimiento de esta situación.

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Las razones de este estancamiento hay que buscarlas no sólo en el estancamiento de las fuerzas productivas, si­no también en los efectos de la temprana expansión co­mercial británica. La única industria nativa era la de los textiles, pero desde las brechas que los Borbones es­tablecieron en la política monopólica de España la pro­ducción de los obrajes resultó inadecuada para competir exitosamente con las telas introducidas desde Europa. La libertad de comercio que los nuevos gobiernos garantiza­ron tuvo en este sentido el efecto de abrir de par en par las puertas de las aduanas y los raquíticos mercados re­gionales, desalojando de manera definitiva a la produc­ción local. Sin mercados internos protegidos era obvio que no sólo no existieran estímulos internos a la produc­ción, sino que el potencial restablecimiento de estas eco­nomías tenía que en adelante ser función de la deman­da externa y del mercado internacional.

Esta reactualización de la división espacial del tra­bajo está particularmente ejemplificada en el caso de la región sur-peruana, cuya economía fue sorprendentemen­te dinámica en este marco de estancamiento generalizado. El sur peruano era el habitat tradicional de la ganadería andina (llamas, alpacas, vicuñas) cuyas lanas constituye­ron insumos importantes para la producción industrial in­glesa. A través de casas mercantiles extranjeras localiza­das en puertos como Islay y Moliendo, o en la propia ciu­dad de Arequipa, muy pronto se estableció un intenso trá­fico comercial sustentado por la producción lanar, ope­ración que sirvió también para que la élite arequipeña hi­ciera del comercio de intermediación el sustento de su re­cuperación económica y política. Pero la traducción po­lítica e ideológica de esta recuperación material en un país desarticulado como el Perú, al igual que lo ocurri­do en el siglo XVII en la región de Cataluña, no podía expresarse sino en la emergencia y en la consolidación de una conciencia regional y en reivindicaciones regionales

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cuyas formas más extremas apuntaban a la secesión regio­nal del Perú.

Para la población indígena también la recesión eco­nómica de este período tuvo importantes consecuencias. Cancelada una estructura política e ideológica encargada de sancionar su separación colonial frente a los coloniza­dores y desaparecidos los nervios que permitieron la articu­lación económica del espacio colonial, la población indí­gena fue arrinconada al interior de sus pueblos o perma­neció cautiva dentro de las haciendas. La supresión del tributo en el borde de la segunda mitad del siglo XIX, la tradicional extorsión fiscal colonial reimplantada por los primeros gobiernos republicanos para financiar su gas­to público, profundizó este aislamiento, porque ahora ya no era necesario ni siquiera producir excedentes para el mercado a fin de reunir como antes las monedas nece­sarias para pagar el tributo. Esta dispersión e incomu­nicación redujo el horizonte en la conciencia de la po­blación indígena sobre su propia situación. Probablemen­te los indios no solo no se creían “peruanos”, sino que tam­bién dejaron de percibirse como indios, como quechuas o como aymaras, para asumir una conciencia parroquial. “Yo soy de tal pueblo” o “de tal hacienda”, es seguramen­te la expresión que mejor traduce esta situación.

La guerra de 1879 que enfrentó militarmente a Pe­rú y Bolivia contra Chile es la mejor prueba para medir esta situación y para evaluar sus resultados en el desen­lace del conflicto. Con la excepción del campesinado in­dígena de regiones altamente mercantilizadas como el va­lle del Mantaro, en la sierra central del Perú, la población indígena de las otras regiones fue impermeable a la in­vocación de las oligarquías peruanas y bolivianas para con­currir a la defensa de la patria en peligro. Para los indí­genas del Perú ésta era una guerra de blancos y el “ge­neral Chile” y el “general Perú” no tenían mucho que ver con sus experiencias cotidianas. Por esto, indígenas

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y chinos —un nuevo grupo étnico introducido entre 1840 y 1870 en número de cien mil para resolver la secular es­casez de mano de obra de las haciendas de la costa pe­ruana— convirtieron una guerra formalmente nacional en-otre Perú y Chile en una guerra social con componentes étnicos y de clase de insospechadas consecuencias.7 La ausencia de una efectiva ocupación militar chilena en te­rritorio boliviano impide examinar el papel del campesi­nado indígena en Bolivia durante el conflicto, pero su trayectoria histórica similar a la del Perú permite pensar que no hubiera sido distinto. En suma 1879 sirvió para revelar que en Bolivia y el Perú cinco décadas de vida política independiente, de vigencia de una República y de un Estado no habían hecho mucho por resolver las an­tiguas brechas Qcleavages) coloniales, ni habían permiti­do que sus clases dirigentes crearan una sociedad efecti­vamente nacional. Al interior de ese abuso del lengua­je que era el Perú, para utilizar la mordaz frase de un historiador peruano, y también de Bolivia y del Ecuador porque la situación en estos países no fue significativa­mente distinta, las regiones fracturadas seguían encerran­do indios cuya condición material era probablemente más precaria que durante el período colonial.

Debe recordarse que, en consonancia a la política li­beral que animaba la acción de los nuevos gobiernos, se propendió a la supresión ele todas las barreras jurídicas que frenaban la conversión de la tierra en mercancía. La más célebre decisión en este sentido fue tomada por Bo­lívar en 1824, al autorizar a las comunidades indígenas la libre disnosición de sus recursos. Seguramente que está decisión jurídica no fue suficiente para producir el cam­bio, pero preparó las bases para una segunda expansión del latifundio cuando una inserción más profunda en el mercado internacional obligó a estas unidades a aumentar su producción por el incremento de sus fronteras agríco­las. Y este fue efectivamente el proceso que de manera

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decisiva empieza a diseñarse en el área andina desde la última década del siglo XIX. Para las décadas entre 1820 y 1880 y para el caso de Bolivia, Grieshaber en un no­table trabajo8 ha demostrado que las comunidades en su población tributaria la aumentan entre 1838 y 1877, mien­tras que el volumen de tributarios de las haciendas de­crece en este mismo período. En circunstancias de un repliegue de la economía andina del mercado internacio­nal la estabilidad, por consiguiente, está del lado de las comunidades y no de las haciendas. Lo que demuestra la capacidad de resistencia de este fragmentado campesi­nado andino cuando no tiene que hacer frente a la alian­za combinada entre la oligarquía terrateniente nativa y el capital internacional.

La derrota del ejército peruano y la posterior ocu­pación del territorio peruano por parte de las tropas chi­lenas fueron el resultado del conflicto del Pacífico. Esta derrota sirvió para demostrar el desinterés de la clase do­minante para transformar una sociedad colonial en una sociedad nacional v su incapacidad para establecer una lealtad nacional entre las diferentes clases y segmentos ét­nicos de la sociedad peruana. A su prejuicio secular con­tra los indios y los negros, el arribo masivo de cerca de cien mil chinos en las décadas anteriores a la guerra de 1879 la llevó a la convicción de que el atraso peruano se debía a la presencia y a la degeneración de todas estas razas y que una de las maneras de corregir esta situación era recurriendo a la importación masiva de colonos euro­peos blancos reputados por su dedicación al trabajo. Esta deliberada política de exclusión, implementada por la oli­garquía civilista, lejos de cerrar las brechas sociales he­redadas del período colonial tendió más bien a agravarlas.

Pero de la derrota en la guerra contra Chile emer­gieron también las condiciones necesarias que permitie­ron por vez primera en la historia del pensamiento polí­tico peruano la formulación de un cuestionamiento rá-

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dical de las bases mismas del ordenamiento oligárquico de la sociedad. La principal figura de este cuestionamien- to fue Manuel González-Prada. En un célebre discur­so subrayó con mucha claridad que las causas de la de­rrota había que buscarlas al interior de la sociedad pe­ruana:

( . . . ) los verdaderos vencedores, las armas del ene­migo, fueron nuestra ignorancia y nuestro espíritu

de servidumbre ( . . . ) con los ejércitos de indios dis­ciplinados y sin libertad el Perú irá siempre a la de­rrota. Si del indio hicimos un siervo, ¿qué patria defenderá? Como el siervo de la edad media., sólo combatirá por el señor feudal ( . . . ) . Hablo, señores

de la libertad para todos y principalmente para los

más desvalidos. No forman el verdadero Perú las agrupaciones de criollos y extranjeros que habitan la faja de tierra situada entre el Pacífico y los Andes; la nación está formada ñor la muchedumbre de in­dios diseminados en la banda oriental de la cordille­ra.9

Para González-Prada, por consiguiente, esta desinte­gración social era la responsable de la derrota, desintegra­ción traducida en la marginación de la inmensa mayoría de la población nativa y en la condición de servidumbre en la que vivían:

Alguien di i o que el Perú no es una nación sino un

territorio habitado ( . . . ) cabe, por ahora, una bue­na dosis de verdad. Si Perú blasona de constituir una nación, debe manifestar dónde se hallan los ciudada­nos, los elementos esenciales de toda nacionalidad. Ciudadano quiere decir hombre libre, y aquí vegetan rebaños de siervos.10

La corrección de esta situación, en el pensamiento del autor, implicaba cancelar la opresión del indio e inte­grar la nacionalidad, Pero ni lo uno ni lo otro podrían

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lograrse recurriendo a las recetas educativas propugnadas por la oligarquía:

Si por un fenómeno sobrehumano, los analfabetos na­cionales amanecieran mañana no sólo sabiendo leer

y escribir, sino con diplomas universitarios, el proble­ma del indio no habría quedado resuelto: al prole­tariado de los ignorantes sucedería el de los bachille­res y doctores.11

Estas premisas llevaron a González-Prada a una for­mulación correcta del problema indígena: “la cuestión del indio más que pedagógica es económica y social”, siendo el primero en vincular su emancipación al problema de la tierra y en sugerir que su liberación no puede ser sino el resultado de sus propios esfuerzos:

( . . . ) el indio se redimirá merced a su esfuerzo pro­pio, no por la humanización de sus opresores. Todo blanco es, más o menos, un Pizarro, un Valverde o un Areche.12

La traumática experiencia de la guerra con Chile, por consiguiente, permitió la apertura de una discusión inédita sobre la naturaleza de la sociedad peruana y so­bre el sentido de la nacionalidad entre ideólogos perte­necientes a todas las gamas del espectro social. Pero eran apenas los inicios de una discusión que adquirirá tonos más altos en las décadas siguientes como consecuencia de nuevos cambios que removerán los cimientos mismos del conjunto de la región.

Desde los comienzos del último tercio del siglo XIX el conjunto de la América Latina reingresa de manera ma­siva al mercado internacional a través de un extraordina­rio crecimiento de sus economías de exportación y el flujo masivo de capital europeo. Esta renovada exportación de capital tiene sin embargo características distintas al papel desplegado por el capital británico en las décadas ante­riores. Mientras que hasta el borde de la década de los 70 del siglo pasado, la exportación del capital inglés operó

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bajo la forma de préstamos a los diferentes estados lati­noamericanos, desde el último tercio del XIX, como con­secuencia de profundas transformaciones en el conjunto de la economía europea, las inversiones británicas serán fundamentalmente directas, para poner en marcha la ex­plotación de los recursos estratégicos de la región. Estas transformaciones signan el inicio de la producción y ex­portación masiva de la plata y el estaño, en el caso de Bo­livia, y del cacao, en el caso del Ecuador.

La reconstrucción de la economía de exportación pe­ruana de la postguerra se operó bajo mecanismos simila­res. Paralelamente a la masiva inyección de capital ex­tranjero, se procedió a un reordenamiento de las bases de la producción, traducido en la concentración y monopo­lización de la tierra y de yacimientos mineros como el petróleo.13 La expansión del capital extranjero, británico y norteamericano, era una de las dimensiones más visibles de la expansión del capital en su fase imperialista; por consiguiente, su función básica fue incrementar en esta re­gión el nivel de la acumulación del capital para proceder a su realización tanto en Europa como en Estados Uni­dos. Este mecanismo colonial de la expansión imperialista dio nacimiento en el área andina a complejas unidades de producción que los sociólogos, a falta de una termino­logía mejor, han denominado 'enclaves” y cuya traduc­ción espacial fue el incremento de la segmentación inte­rior de los países. La inexistencia de un sólido mercado interno, asociado a que las materias primas eran produci­das y exportadas para satisfacer la demanda del mercado internacional, terminaron por provocar el establecimiento de “bolsones” económicos extremadamente dinámicos, pe­ro sin una efectiva articulación interna.

Para el caso del Perú, dada la estrecez del mercado interno, puede percibirse este nuevo ordenamiento del es­pacio económico peruano observando la composición de su comercio exterior:

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Cuadro I

Composición en porcentajes del valor de las exportaciones peruanas

Años Azúcar Algodón Lana Plata Cobre Caucho Petróleo1890 28 9 15 33 1 13 —

1895 35 7 15 26 1 14 —

1900 32 7 7 22 18 13 —

1905 32 7 8 6 10 16 —

1910 20 14 7 10 18 18 21915 26 11 5 5 17 5 101920 42 30 2 5 7 1 51925 11 32 4 10 8 1 241930 11 18 3 4 10 — 30

Fuente: Rosemary Thorp and Geoffrey Bertram, Perú 1890 -1977,Growth and Policy in an Open Economy,, New York, Co-lumbia University Press, 1978, p. 40.

El cuadro anterior muestra el peso específico de los principales productos que impulsaron el restablecimiento y la dinámica de la economía peruana desde fines de la guerra con Chile hasta el impacto de la crisis mundial de 1929. Pero importa reiterar la específica localización de las unidades productivas que generaron estas materias pri­mas: el valle de Chicama, en la costa norte, para el caso del azúcar; la sierra central, para la plata y el cobre; la sierra sur, para las lanas; el oriente, para el caucho y el extremo de la costa norte para el caso del petróleo. En su­ma, estamos en presencia de una peculiar organización económica del espacio, caracterizada por la segmentación regional y por la profunda articulación de cada una de estas regiones con el mercado internacional. Caracterís­ticas similares presentaron las economías de Bolivia y el Ecuador.

El término “enclave” designa la fractura espacial producida por este tipo de funcionamiento de la econo­

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mía de exportación, y de manera más precisa apunta al frágil enlazamiento regional y sectorial asociado a los dé­biles valores de retorno generados por estas unidades pro­ductivas orientadas hacia el mercado externo. Pero no quiere decir, ciertamente, que al interior de cada región hayan dejado de producirse cambios profundos como con­secuencia de la operación de un yacimiento minero o de una plantación azucarera. Por el contrario, la rentabili­dad de estas unidades dependía del éxito que tuvieran en subordinar, en su beneficio, al conjunto de las unidades precapitalistas que operaban al interior del entorno gene­ral. Es decir que las ganancias de las empresas nativas y extranjeras que creaban un enclave capitalista eran una función al mismo tiempo de la explotación capitalista de la fuerza de trabajo en cada empresa y de la apropiación de los excedentes generados por los latifundios tradiciona­les o las pequeñas propiedades campesinas. Esta articu­lación tuvo como una de sus principales características una sustantiva reducción de los costos de producción, por el bajo valor de la fuerza de trabajo, lo que permitía una sobreganancia en la venta de las materias primas coloca­das en el mercado internacional puesto que sus precios finales de venta eran fijados en función de las condicio­nes técnicas de producción más óptimas.

Ahora bien, es igualmente importante señalar que los requerimientos productivos de cada enclave obligaron a que las unidades productivas tradicionales elevaran sus­tantivamente el nivel de su producción. Muchas veces también la sustitución de cultivos de alimentos para el mercado local por cultivos más rentables para la exporta­ción obligó a que haciendas hasta entonces fundamental­mente auto-suficientes empezaran a producir para el mer­cado, a fin de satisfacer la demanda interna. Dada la debilidad tecnológica de estas unidades y su escasa capi­talización, este incremento de la producción se obtuvo re­curriendo a típicos mecanismos precapitalistas, es decir

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fuerza de trabajo. En el contexto andino este mecanis­mo se tradujo en una masiva expansión de los latifundios sobre las tierras de los campesinos y también por la cap­tura de mano de obra indígena al interior de sus fronte­ras, puesto que desde el célebre decreto de Bolívar no exis­tía ninguna defensa jurídica contra este asalto. La res­puesta campesina fue fácil de prever: la primera y segun­da década del siglo XX fueron en los Andes el escena­rio de masivos levantamientos campesinos en protesta por este despojo, mientras que las primeras capas obreras, cu­yo nacimiento fue la contrapartida de la operación de los primeros enclaves capitalistas, iniciaban su organización y movilización bajo el acicate del ascenso de los precios y el deterioro de sus condiciones de vida. Este fue el nuevo escenario para el replanteamiento de la cuestión in­dígena, la cuestión regional, el problema nacional. Exa­minemos brevemente los términos del debate.

El reacondicionamiento espacial provocado por el funcionamiento de esta economía de exportación estuvo también acompañado por cambios significativos en la es­tructura política de la región. En el caso del Perú entre 1895 y 1930 la clase dominante que mantuvo el control político del Estado ya no estaba compuesta por los rústi­cos caudillos militares de las décadas anteriores, sino que se tradujo en una exitosa articulación de los intereses de terratenientes y burguesía exportadora, en el frente ex­terno. Que fue una alianza eficiente lo dice la notable estabilidad política alcanzada durante todo este período. Estabilidad que no implica la existencia de continuos rea­comodos internos derivados de la necesidad de alcanzar una mejor integración con el capital y el mercado inter­nacionales, a través del desplazamiento de los sectores más renuentes a este tipo de vinculación. Son síntomas de este curioso “modernismo” las reformas intentadas en el brevísimo interludio populista de Billinghurst (1912- 1914) y aquellas implementadas en la primera etapa del

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célebre “oncenio” de Leguía, es decir los años entre 1919 y 1922 al interior de su prolongado gobierno que dura hasta 1930.

La dominación política establecida por la burguesía de este período revistió una forma oligárquica, es decir supuso la concentración del poder político en manos de un grupo de familias aristocráticas, al mismo tiempo que recortaba el espacio político de las clases populares. Pe­ro la presencia del campesinado andino y de los obreros a través de sus intensas movilizaciones en el escenario po­lítico obligó a la clase dominante a discutir la condición indígena y a sugerir problemas para su solución, al mis­mo tiempo que los ideólogos más lúcidos de la oligarquía integraban la discusión de este tipo de problemas al in­terior de una meditación más vasta sobre el Perú como problema y como posibilidad.

¡Queremos Patria! es la frase patética de Víctor An­drés Belaunde que mejor traduce el desasosiego y la es­peranza de este fino aristócrata. El, al igual que otros connotados integrantes de la generación de 1900, como Manuel Vicente Villarán, Francisco García Calderón y José de la Riva Agüero, se encargaron de fundar las pre­misas ideológicas que legitimaron la dominación oligár­quica y encararon el problema del indio prescribiendo me­didas educativas, extensión del catolicismo, legislación tu­telar y proscripción del uso del alcohol y de la coca. Du­rante la primera etapa del gobierno de Leguía y bajo la influencia del pensamiento de hombres como José Anto­nio Encinas, Germán Leguía y Félix Cossio se crearon incluso organismos como la sección de Asuntos Indígenas, el Comité Pro-Derechos Indígenas Tawantinsuyo y el Pa­tronato de la Raza Indígena con el propósito de 'prote­ger” a la población indígena y “denunciar” su explota­ción. En la práctica, sin embargo, si bien estas institu­ciones sirvieron para acentuar la toma de conciencia de

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la existencia de un problema, en cambio sus medidas ca­recieron de eficacia práctica.

La mediana y pequeña burguesía fue igualmente gol­peada como consecuencia de los cambios introducidos por el nuevo funcionamiento de la economía y sensibilizada por la intensa movilización indígena y popular urbana. En el caso de la costa norte, el reactivismo de la agricul­tura de exportación fue logrado mediante la subsunción de docenas de haciendas dentro de tres grandes comple­jos agro-industriales, arrinconando a sus antiguos propie­tarios y a comerciantes locales en posiciones subalternas. Estos hechos y la creciente penetración del capital impe­rialista en otros sectores crearon las condiciones para la emergencia de un movimiento que desde sus inicios rei­vindicó los intereses lesionados por el capital extranjero y rechazó ios efectos nocivos de la expansión imperialista. Tal fue el contenido del mensaje aprista y del célebre li­bro El Antimperialismo y el Apra escrito por el jefe y fun­dador del partido Víctor Raúl Haya de la Torre. En el programa del aprismo, el problema del indígena y de la tierra estaban asociados y eran parte de las transformacio­nes que el Estado antimperialista, como expresión de la alianza entre clase media, obreros y campesinos, debía emprender. Pero sus tesis nunca se implementaron por­que el Apra no tuvo la ocasión de llegar al poder, y cuan­do co-gobernó más tarde con las fuerzas políticas más con­servadoras no fue sino para silenciar sus tesis primigenias.

La pequeña burguesía, sobre todo de provincias del interior como el Cuzco, testigo directo de la movilización campesina en contra del despojo de sus tierras y de la ex­plotación impuesta sobre ella por los gamonales regiona­les, tradujo su sensibilidad frente a este problema me­diante el respaldo y la pérdida de un mensaje indigenis­ta. Este “indigenismo” inspiró la eclosión en el campo de la literatura y de las artes en el Perú de la década de los veinte de una serie de obras que plasmaron en la plás­

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tica el sufrimiento y la esperanza de los indios, forjando así una de las columnas de la cultura peruana contempo­ránea. Pero su mensaje traducía también de manera abi­garrada una política de tipo paternalista, cuya exigencia más extrema era propiciar el retorno a la felicidad perdida del pasado.

En este contexto adquieren particular relieve la refle­xión y los escritos de José Carlos Mariátegui entre 1927 y 1930. La obra de Mariátegui, particularmente sus Sie­te Ensayos de Interpretación de la Realidad Pemana, cons­tituye el primer análisis marxista de la realidad y de los problemas del Perú donde la problemática indígena, al igual que en el pensamiento de González-Prada, está aso­ciada al problema de la tierra, pero cuya solución, y en esto se separan, depende de la transformación global de la sociedad peruana. Dada la debilidad del proletariado peruano en ese momento, Mariátegui pensaba que el cam­bio sería el resultado de la acción de una alianza entre los diferentes sectores populares, pero cuya dirección co­rrespondía a los obreros. A diferencia de Haya, y por las características coloniales de la sociedad peruana, no tenía mucha ilusión sobre la potencialidad revolucionaria de la clase media y no pensaba que el capital extranjero tenía lados buenos y lados malos. Su muerte prematura y la inmediata subordinación completa del Partido Comunis­ta Peruano a los dictados de la III Internacional congela­ron el desarrollo del marxismo en el Perú y determinaron que la educación y la movilización del creciente prole­tariado peruano fuera en adelante conducido por el Apra o abandonado a la demagogia populista de dictadores y oligarcas.

La crisis de 1929 en toda América Latina generó trastornos económicos y políticos. En el caso del Perú hizo pedazos la “Patria Nueva” que Leguía soñaba cons­truir. Pero el ascenso y la combatividad de los sectores populares alimentada por la misma crisis sólo pudo ser

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contenida y derrotada mediante una feroz represión. Tal fue la misión fundamental del golpe y del breve gobier­no de Sánchez Cerro. Durante su gobierno, y el de Be­navides y Prado, es decir entre 1931 y 1945, la fracción más tradicional de la burguesía logra imponer una polí­tica que acentúa la dependencia internacional de la eco­nomía peruana, cancelando los tímidos esfuerzos destina­dos a renovar la estructura económica y política. Con todo no pudo evitar que en algunas regiones, como en el sur, un grupo de industriales modestos pugnara por una política de aliento a la industrialización y de protección del mercado interno por parte del Estado. Fue esta bur­guesía provincial la que apeló a los símbolos y a las imá­genes del indigenismo para intentar soldar una alianza con las clases populares bajo el manto del regionalismo. Pero a nivel de la política oficial estos fueron años de una cruda regresión a la prédica hispanista más añeja. Al lado de un Manuel Vicente Villarán, quien propugna­ba todavía la superación del indio mediante la educación, en 1937 el filósofo Alejandro O. Deustua comentaba so­bre el problema indígena en los siguientes términos:

El Perú debe su desgracia a esa raza indígena que ha llegado, en su disolución psíquica, a obtener la rigi­dez biológica de los seres que han cerrado definiti­vamente su ciclo de evolución y que no han podido trasmitir al mestizaje lac virtudes propias de razas en e! período de su progreso. Es doloroso reconocer es­te hecho, pero es necesario reconocerlo para, plantear el problema de la educación indígena dentro de los

términos que la experiencia ofrece. Está bien que se utilice las habilidades mecánicas del indio; mu­cho mejor que se ampare y defienda contra sus ex­plotadores de todas especies y que se introduzca en sus costumbres los hábitos de higiene que carece. Pe­ro no debe irse más allá, sacrificando recursos que

serán estériles en esa obra superior y que serían más

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provechosos en la satisfacción urgente de otras nece­sidades sociales. El indio no es y no puede ser sino una máquina.14

La crisis de 1929 obligó a muchos gobiernos de la América Latina a adoptar una política económica desti­nada a atenuar sus efectos, particularmente aquellos re­feridos al comportamiento de la balanza comercial de sus economías. Empezó así la etapa de la industrialización sustitutiva de importaciones y cuyas consecuencias fueron el fortalecimiento industrial de algunos países, así como el ensanchamiento del mercado interno. Pero en el caso del Perú el panorama fue distinto. Por una parte, el rol abrumador asignado al sector público durante el “once- nio” de Leguía generó una reacción opuesta, convirtien­do a los gobiernos posteriores, con la notable excepción de Bustamante (1945-1948), en firmes adeptos de una „ política económica extremadamente liberal. Por otra, el control absoluto ejercido por el capital extranjero sobre el sector minero, desde comienzos del siglo XX, hizo que las empresas extranjeras fuesen las más afectadas por los efectos de la crisis, de manera que la burguesía nativa pu­do continuar sin mucha reticencia su respaldo al patrón de crecimiento basado en las ventajas comparativas del país. Esto explica también por qué la recuperación de la economía de exportación peruana fue sorprendentemen­te rápida en comparación con la de los otros países de la América Latina. El cuadro siguiente muestra, hasta 1974, cuáles fueron los productos que alimentaron este creci­miento:

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Cuadro II

Composición en porcentajes del valor de las exportacionesperuanas

Años Azúcar y Lana y Productos Cobre y Plomo y Petróleo HiervoAlgodón Café de pesca Plata Zinc

1930 28.5 3.3 — 20.1 6.8 29.7 —

1935 34.4 3.0 — 17.7 2.2 37.8 —

1940 28.2 5.2 — 22.3 3.1 24.8 —

1945 52.9 3.3 0.9 9.6 7.4 12.5 —

1950 50.5 4.6 2.9 9.4 11.7 13.11955 38.8 5.1 4.4 16.9 14.8 8.2 3.01960 27.8 5.9 11.5 27.5 8.9 4.1 7.61965 18.6 5.7 27.8 24.0 11.1 1.4 7.01970 11.2 4.6 32.2 31.5 7.8 0.7 6.31974 16.8 3.5 15.6 33.7 14.9 0.2 4.0

F u e n t e : Rosemary Thorp y Geoffrey Bertram, Op. c it . , pp. 153 y 208.

Pero si bien el crecimiento de la economía peruana entre la década de los 30 y de los 60 siguió basada en el dinamismo de su sector exportador, el inicio de los años 50 marca el comienzo de una importante diferenciación de su estructura productiva a través de una intensifica­ción de su crecimiento industrial. Este hecho, ligado a la ampliación del mercado interno y a una mayor articu­lación espacial del país producida por la construcción de la carretera panamericana y de rutas internas por inicia­tiva de la ley de “conscripción vial” fortalecieron las ba­ses de una mayor integración del país.

La década del 50 presenció también el inicio de pro­fundos cambios sociales cuyas experiencias más significa­tivas fueron el incremento de la urbanización, la explo­sión demográfica y migratoria del campo a la ciudad, en momentos en que una renovada politización de las masas populares y el ascenso de expectativas incluso entre la po­blación analfabeta por la “revolución de los radios transis­

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tores” contribuían al fortalecimiento de sus demandas po­líticas. El resultado fue el reinicio de una intensa movi­lización de los camoesinos en los Andes, pero esta vez sus reivindicaciones encerraban un contenido social y político distinto. El slogan “tierra o muerte” traducía efectiva­mente la exigencia de un nuevo ordenamiento agrario y el cuestionamiento de las bases mismas del poder oligár­quico. Que todos estos movimientos terminaran siendo finalmente derrotados, no significa que la lucha campe­sina no erosionara profundamente la legitimidad del po­der. Aún más, estas movilizaciones convirtieron al cam­pesinado andino en el actor político de primer orden, en circunstancias en que ningún partido político tenía capa­cidad, ni el interés, de traducir y de coordinar sus objeti­vos. La revolución boliviana de 1952 y la ley de reforma agraria ecuatoriana de 1964 que cancela el huasipungo, eran otras demostraciones de esta movilización y el punto de partida en la modificación de la opresión feudal que secularmente pesaba sobre el campesinado indígena.

Este trasfondo explica la emergencia del Gobierno Revolucionario de las Fuerazs Armadas en 1968. Efecti­vamente, la movilización urbana y rural, contenida mo­mentáneamente, constituía una permanente amenaza en tanto la oligarquía peruana continuara renuente a intro­ducir cambios profundos en el ordenamiento interno del país y abrir el espacio político para la participación de las clases populares. En este contexto, la única institución capaz de promover tales cambios eran las Fuerzas Arma­das, algunos de cuyos miembros ya no pensaban que la institución debía continuar como la garante del orden oligárquico, y que a través de la doctrina de la “seguridad interior” postularon que, siendo el hombre y la miseria el mejor germen del enemigo interno, era también su deber enfrentar esta nueva amenaza ante la probada incapaca- dad de la burguesía nativa y de los tradicionales partidos políticos.15

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Los análisis sobre el significado y los límites de las medidas tomadas por esta peculiar revolution, como la lla­mara Eric J. Hobsbawm, constituyen una inmensa litera­tura. 16 Aquí se desea solamente recordar sus dimensiones más significativas. El propósito, en sus inicios, era can­celar la opresión extranjera impuesta sobre el Perú y reti­rar a la oligarquía nativa las bases materiales de su domi­nación interna. De ahí la política de nacionalización de los recursos estratégicos y el establecimiento de una radi­cal reforma agraria. Pero la efectiva soberanía del Perú, en el pensamiento de los militares, sólo podía garantizar­la el fortalecimiento industrial basado en la ampliación del mercado interno y en la elevación del nivel de vida de las masas populares, objetivos que justamente la refor­ma agraria propugnaba. Dada la debilidad de la burgue­sía nativa y su total alienación al capital internacional, debía ser el Estado el que promoviera estos cambios, al mismo tiempo que debía actuar en el futuro como media­dor de las operaciones del capital extranjero.

Para respaldar estos cambios fueron creados organis­mos ad hoc para promover la movilización popular, pero ba­jo un estricto control del Estado militar y de sus agentes. La ambigüedad de estas reformas, su rechazo por una frac­ción de la burguesía nativa y por el conjunto de las cla­ses populares, la crisis económica y bancarrota financiera del Estado fueron el trasfondo de cambios sustantivos en la política del gobierno militar que finalmente conduje­ron, para utilizar una divertida metáfora de uso corriente en el Perú de hoy, a la transferencia del poder “a la civili­dad” en julio de 1980.

El programa elaborado por el Gobierno Militar de las Fuerzas Armadas, en su primera fase, de liberación na­cional del exterior y de cancelación de la dominación oli­gárquica estuvo inspirado en la reflexión y en los escritos realizados por los ideólogos de una clase media radicali­zada desde los inicios de la década del 60. El impacto

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de la revolución cubana, la inoperancia de los tradiciona­les partidos políticos y la renovada beligerancia de los mo­vimientos populares eran el sustento y la razón del reno­vado interés de estas reflexiones. Ocurrido el golpe mili­tar en 1968, muchos de estos ideólogos accedieron a po­siciones muy importantes en el aparato político e ideoló­gico del Estado tanto para implementar estas ideas como para elaborar la nueva ideología justificatoria del Estado militar. La revolución inconclusa de Tupac Amaru, la revaloración del quechua, la riqueza de la cultura popu­lar, la indianidad del Perú se convirtieron así en los te­mas sustantivos de la ideología nacionalista que el Estado buscó imponer. Pero, como correctamente ha señalado Degregori,17 eran no solamente imágenes carentes de un sustento popular sino que su formulación no correspondía completamente con la realidad sobre la que tenían que ac­tuar los militares. Y es este problema, el significado con­temporáneo de los conceptos etnia, indio y nación en el área andina, que es necesario discutir brevemente en esta última parte del trabajo.

Todo cálculo estadístico sobre el número de indios en el área es por principio engañoso. No sólo porque no existe ni siquiera el mínimo acuerdo entre los especialis­tas sobre la ponderación de cada factor en la definición, sino porque tampoco estos elementos son tomados en cuen­ta en la realización de los censos nacionales. Pero su des­aparición en las cifras, muchas veces concientemente in­tentada y lograda por los organismos oficiales, no signifi­ca que no existan algunas personas qué tienen freponde- ramente algunas características reputadas como indígenas. La más importante de todas ellas es que tengan como idio­ma materno una lengua aborigen. No es, evidentemen­te, la única porque cuatro siglos y medio de colonización formal e informal han producido un significativo avance en la castellanización, de tal suerte que capas importan­tes de la población indígena son perfectamente bilingües

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y con cierto nivel de alfabetismo. La masiva migración del campo a la ciudad ocurrida desde las tres últimas dé­cadas distorsiona igualmente la tradicional identidad entre indio-hombre rural-agricuítor, porque en los barrios mar­ginales de las grandes ciudades, particularmente entre los migrantes recientes, es posible encontrar pobladores que conservan su identidad indígena, dedicados además a la­bores no agrícolas. Sólo en términos muy gruesos por consiguiente, puede todavía tener una cierta validez indi­car que la población indígena es sobre todo rural, cuya lengua materna es un idioma nativo, analfabeta o con ni­veles muy bajos de educación formal y que en la escala de la distribución de los ingresos ocupa la escala más baja.

La adición de estos diferentes criterios permite, de nuevo de manera extremadamente aproximativa, constatar que la población así definida es preponderante en ciertas regiones y relativamente menor en otras. Algún gracio­so inventó en el Perú la palabra “mancha india” para de­signar al espacio habitacional de la población indígena y que corresponde a los actuales departamentos de Huan- cavelica, Ayacucho, Apurímac, Cuzco y Puno. En el ca­so del Ecuador el equivalente estaría constituido por el callejón andino de Quito mientras que en Bolivia, por razones históricas, la población indígena reside básicamen­te en el altiplano. Existe, por consiguiente, una cierta correlación entre espacio y población indígena derivado del proceso de operación colonial del capital. Que los in­dígenas de Bolivia estén básicamente en el altiplano no es una mera coincidencia, las fértiles tierras de Cochabam­ba, la eficiente vinculación de su producción con el mer­cado de Potosí atrajeron muy temprano a criollos y espa­ñoles quienes tomaron las tierras bajas dejadas por los in­dios, establecieron haciendas y encerraron en ellas a quie­nes regresaban de la mita.

También la condición indígena está definida por ras­gos psico-culturales, es decir por su identidad o su con­

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ciencia étnica. Se ha señalado en las páginas anteriores que la identidad del indio nació como respuesta a la opre­sión colonial, a la deliberada separación que los españoles impusieron entre ellos y los otros. Pero en el propio pe­ríodo colonial esta distinción tan neta empezó a alterarse como consecuencia de la diversificación ocupacional de la población indígena (e.g. los artesanos indios de las ciu­dades) y de la migración (e.g. la oposición forastero/ori­ginario). Estos cambios se acentuaron como consecuencia de las transformaciones ocurridas en la economía del área andina desde fines del siglo XIX. El campesino indíge­na que por fuerza o por grado ingresaba a trabajar en un centro minero o en una plantación azucarera empezó a modificar su percepción de sí mismo y del mundo como consecuencia de las nuevas condiciones de trabajo y de su militancia sindical. Igualmente, la profunda diferencia­ción entre el campesinado indígena que quedaba en las zonas rurales generó brechas importantes en la homoge- ne:dad étnica para dar nacimiento a tensiones sustenta­das por la desigualdad económica v social. Si a ello se añaden sus movilizaciones y la educación política propug­nada por partidos de diverso signo, así como la creciente difusión de valores urbanos a través de diferentes medios, no sorprende constatar la profunda alteración de las bases tradicionales de identidad y de reproducción de la condi­ción indígena. La dirección de este cambio apuntaba a la conversión del indígena en campesino, en el campo, o del indígena en obrero rural v urbano, en yacimientos y en plantaciones. El mejor ejemplo de esta situación es lo ocurrido en Bolivia, donde el papel protagónico desple­gado por los campesinos y la educación política recibida por los mineros terminó por subordinar la dimensión étni­ca al interior de una conciencia de clase consolidada.

Es este proceso el que fue camuflado por la investi­gación social de la década de los 40 y del 50. Bajo la influencia de una antropología cerradamente culturalista,

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las sociedades andinas fueron percibidas como una gra­diente de blancos, mestizos e indios, y la dimensión del conflicto enterrado bajo el concepto de “aculturación”. Pero el rechazo legítimo a este tipo de aproximación con­dujo también a exageraciones que igualmente distorsiona­ron la realidad. Un marxismo bastante elemental inspi­ró aquellos diagnósticos que rechazaban la existencia de una dimensión étnica en las relaciones entre las clases, cuando paradójicamente segmentos importantes del cam­pesinado y del proletariado indígena procesan todavía aho­ra en términos étnicos sus relaciones y sus conflictos de clase, y cuando algunas movilizaciones campesinas apelan a la memoria colectiva y a la simbología tradicional como elementos de cohesión y de fuerza en sus demandas. En términos históricos, la dificultad radica precisamente en explicar conceptualmente el proceso de trastocamiento de los conceptos etnia y clase en la conciencia de las masas populares. La colonia camufló la opresión de clase deba­jo del manto étnico, mientras que el desarrollo capitalis­ta encapsuló la dimensión étnica dentro del contenido de clase de una relación. Las posibilidades que emerjan de esta situación son ciertamente contradictorias. Porque es­tas esquirlas étnicas separan todavía a los oprimidos y fa­vorecen el mantenimiento de su opresión, pero también, y de manera inversa, son las razones que les permiten vi­vir y esperar.18 Una comprensión adecuada de esta dia­léctica es una premisa importante para convertir lo étnico en un sustento de la emancipación social y nacional de las clases populares en el área andina.

La vigencia y la actualidad de la dimensión étnica en las relaciones de clase pueden percibirse en el relato hecho por el antropólogo Piodrigo Montoya sobre la situa­ción de Puquio, un pueblo de la sierra sur del Perú:

Tenemos allí campesinos parcelarios y terratenientes.El indio, cuando habla de sí mismo no se denominaindio o indígena, dice “soy un natural” o soy “un

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runa”. El blanco dice “yo soy vecino pero antes que nada soy señor”. Guando el indio se refiere al terrateniente (mediano, no gran terrateniente) le

dice “misti”, pero cuando se dirige a un blanco en concreto le dice “papá”. Cuando el blanco terrate­niente habla del indio lo llama “indio”, “aborigen”, ‘indígena”, “cholo”, “chuto”. Pero cuando se diri­ge a un indio concreto le llama “hijo” o “hija”. V e­mos que entre unos y otros no existe ninguna coinci­dencia en el término que se utiliza. Los comuneros de Puquio han desarrollado además tres categorías

para definir a los sectores intermedios entre indio

y misti. Estos son “tumba”, “chahua” y “quita” misti. Tumba es un medio misti, quita es un seudo misti y chahua un misti crudo. O sea, el misti a se­cas es el señor, el tumba misti es el que ya tiene mu­cho de misti pero todavía no lo es, el chahua misti es el que se pone un par de zapatos y se viste como

misti pero que le falta mucho loara serlo, y el quita misti es la caricatura del misti, y casi risible que quie­re ser misti pero no tiene nada de él. El hecho que

no haya un término común entre blancos e indios, nos habla muy a las claras de toda una diferencia

étnica que es lo que divide y separa todo. Al hablar anteriormente del proceso bloqueado de proletariza- don, decíamos que en ese contexto, la estructura de

clases es vista por unos y otros en términos étnicos. A partir de esa identidad, en el lenguaje étnico están, implícitas profundas diferenciaciones sociales que no

son percibidas porque el propio lenguaje étnico está Woqueando esta perceción. Esto tiene mucho que ver además con el aspecto mágico-religioso. 19

Evidentemente que en tanto persista esta situación y continúe la subordinación colonial al capital extranjero, el problema nacional en cada uno de los países del área andina seguirá vigente. Pero aquí es conveniente recor-

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dar que si la burguesía europea pudo resolver por un pe­ríodo considerable el problema nacional en el siglo XIX fue porque esta clase, a diferencia de lo que ocurre en la región andina, no hizo depender su dominación del man­tenimiento de un pacto colonial con el capital extranjero y porque no tenía que enfrentar sustantivos problemas étnicos. Este no es evidentemente el caso de la burgue­sía peruana, boliviana y ecuatoriana. Son clases cada vez más burguesas a condición de ser cada vez menos nacio­nales. Curiosamente, son las masas populares que no tie­nen compromisos de este tipo que respetar las que pue­den al mismo tiempo cancelar la opresión de clase y re­solver el “problema” nacional por su movilización y por la utilización de la dimensión étnica en el rediseño de su memoria colectiva y como ropaje de una integración de un nuevo tipo. Pero el camino, ciertamente, es difícil e incierto.

N O T A S

1 Charles Gibson, The Aztecs Under Spanish Rule, Stanford U ni­versity Press, 1964.

2 Ver Nicolás Sánchez-Albornoz, Indios y Tributos en el A lto Perú, Lima: IEP, 1978.

3 Carlos Sempat Assadourian, “Sobre un Elemento de la Economía Colonial: Producción y Circulación de Mercancías en el Inte­rior de un Conjunto Colonial”, Eure, Santiago, 1973, No. 8.

4 Ver Brooke Larson, Economic Decline and Social Change in an Agrarian Hinterland, Cochabamba, Bolivia, in the Late Colonial Period, Ph. D . Thesis., Columbia University, 1978.

5 Ver Jürgen Golte, Repartos y Rebeliones . Tupac Amaru y las Contradicciones del Sistema Colonial, Lima. IEP, 1980.

6 Bartolomé Herrera, Escritos y Discursos, edit. Rosay, Lima, 1922.7 Para una discusión más amplia sobre este problema ver: Heraclio

Bonilla, “The War of the Pacific and the National and Colo­nial Problem in Peru”, Past and Present, Oxford, nov. 1978, no. 81. pp. 92-118.

8 Erwin Grieshaber. Survival of Indian Communities in Nineteenth Century Bolivia, Ph. D. Thesis, Chapel Hill, 1977.

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9 Manuel González-Prada, Páginas Libres, Lima, ed. Peisa, s . f . pp. 62-5.

10 Citado por Hugo García Salvatteci, El Pensamiento de González- Prada, Lima, Ed. Arica, 1972, pg. 257.

11 Manuel González-Prada, Horas de Lucha, Callao, T ip . Lux, 1924, 2da. ed ., pp. 335L7.

12 Manuel González-Prada, Horas de Lucha, 338.13 Para una excelente demostración de este1 proceso de concentra­

ción agraria en el valle de Chicama, en la costa norte del Perú, consúltese: Peter Klarén, Formación de las Haciendas Azucareras y los Orígenes del Apra, Lima, IEP, 1976, 2da. ed.

14 Alejandro O. Deustua, La Cultura Nacional, Lima, 1937.15 Dos útiles síntesis sobre la transformación política de la men­

talidad militar pueden encontrarse en: Luigi R . Einaudi, The Peruvian Military: A Summary Political Analysis, Santa Mónica, Calif. Rand Corporation, Mayo de 1969 y Víctor Villanueva, 100 Años del Ejército Peruano: Frustraciones y Cambios, Lima, Ed. Mejía Baca, 1972.

16 Un importante balance de las reformas emprendidas por el Go­bierno Militar en su primera fase puede encontrarse en: Abraham Lowenthal (ed.), The Peruvian Experiment. Continuity and Change under Military Rule, Princeton University Press, 1975; para una crítica de las medidas adoptadas véase Aníbal Qui- jano, Nacionalismo, Neoimperialismo y Militarismo en el Perú, Buenos Aires. Ediciones Periferia, 1971.

17 Carlos Iván Degregori, “Ocaso y Replantamiento de la Discusión del Problema Indígena”, en Indigenismo, Clases Sociales y Pro­blema Nacional, Lima, Ediciones Celats, s . f . pp. 227-251.

18 Para un espléndido análisis de la interacción entre las ideologías de clase y una conciencia social de raíz indígena entre los m i­neros de Oruro, en Bolivia, véase: June Nash, We Eat the Mines and the Mines Eat Us: Dependency and Exploitation in Bolivian Tin Mines, New York, Columbia University Press, 1979.

19 Citado por Carlos Degregori, “Conclusiones y Perspectivas del Seminario sobre Problemática Indígena en América Latina”, en Campesinado e Indigenismo en América Latina, Lima, Ediciones Celats, 1978, pg. 28.