Articulo 3 - Altomedieval

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Francisco J. Moreno MartínUniversidad Complutense de Madrid

LOS ESCENARIOS ARQUITECTÓNICOS DEL EREMITISMO HISPANO. LÍMITES PARA SU ESTUDIO*

EL MONACATO ESPONTÁNEO.EREMITAS Y EREMITORIOS EN EL MUNDO MEDIEVAL

Aguilar de Campoo, 2011

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ABORDAR EL ESTUDIO de los diferentes escenarios arquitectónicos al servicio de los monjes espontáneos a lo largo

del complejo periodo que denominamos tar-doantigüedad y alta Edad Media supone en-frentarse, con escasas garantías de éxito, a va-rios obstáculos. El mayor de todos ellos es la escasez de apoyos materiales y documentales fiables con los que asomarnos a la trastienda material de unos usos monásticos todavía di-fusos para este momento embrionario del as-cetismo occidental. Este inconveniente no se refiere exclusivamente a la variante eremítica del monacato primitivo, sino también que es igualmente evidente al referirnos a comunida-des organizadas bajo modelos cenobíticos que crean tipologías arquitectónicas comunitarias, a priori más sencillas de visualizar1.

Ahora bien, al contrario de lo que sucede con los monasterios “construidos”, en el caso de los espacios rupestres la balanza que mide el equilibrio entre fuentes escritas y registro arqueológico se inclina notablemente hacia éste último. Pese a todo, estamos aún lejos de poder asegurar la función concreta de muchas de las cuevas tradicionalmente consideradas eremitorios.

Otros investigadores ya nos han precedido en este mismo foro y han señalado estos y otros problemas2. Nuestra aportación tratará de ac-tualizar algunos de los datos documentales y arqueológicos manejados en esta problemática así como de abrir nuevas vías de análisis. A la vez, procuraremos desterrar mitificaciones y falsas categorizaciones con respecto a la utili-zación de las cuevas como espacios residencia-les. Eremitismo, anacoretismo y arquitectura

rupestre son conceptos que se vienen imbri-cando hasta producir asociaciones artificiales cuyo valor absoluto debe ser denunciado. Asu-mimos, no obstante, la categoría provisional de cuanto exponemos a la espera de futuras y necesarias revisiones para cada uno de los ejemplos citados a lo largo del trabajo.

Comenzaremos recapitulando algunos tex-tos y datos materiales que permitan aproxi-marnos a la realidad arquitectónica de las vertientes más individuales del primer asce-tismo cristiano (eremitas y anacoretas). Pos-teriormente llamaremos la atención en torno a la peligrosa, pero por otro lado frecuente, asociación entre estas actitudes solitarias y el trogloditismo arquitectónico. Tal considera-ción, que concluiremos errática por múltiples argumentos, pudo tener origen en tiempos de la contrarreforma trentina del XVI y encuentra el adecuado vehículo de transmisión visual en las numerosas estampas de santos generadas dentro de este contexto. Asumida la posible existencia de ciertos conjuntos monásticos (no exclusivamente eremíticos) en el alto medievo hispano, trataremos de presentar los condi-cionantes disciplinarios, técnicos y geológicos que confluyen en la aparición de estos desco-nocidos enclaves.

DE MONACHIS

Aunque pueda resultar tópico, acudiremos a las definiciones de los tres tipos de monjes que considera como aceptables San Isidoro de Sevilla a inicios del siglo VII3, dado que nos ofrece el entramado más adecuado a la hora de dividir la cultura ascética dominante en nuestra alta Edad Media4. Pese a su temprana

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redacción, es bastante probable que tal com-partimentación pueda ser aplicada para todo el estamento monacal hispano hasta la irrupción de los usos benedictinos.

a) Solitarios o eremitas5

Priorizamos su inclusión aquí por razones obvias, si bien San Isidoro les proporciona un rol secundario entre las modalidades acepta-bles de monjes. Su actitud se caracteriza por la huída y el desprecio al mundo y la exacer-bada individualidad en su diálogo con Dios. Ahora bien, entre los que practican este mo-delo de penitencia, avisa el santo hispalense, existen quienes se aprovechan para llevar una vida desordenada y al margen de la estructura eclesiástica, son los sarabitas o remobotitas (De Ecclesiasticis Officiis, XVI)6.

Resultado de la actitud de fuga mundi se-rá el espacio que crean, adecuan o readaptan a su dinámica penitencial. Sería iluso pensar que estos eremitas destinaran algún tipo de es-fuerzo, personal o material, al levantamiento de celdas de cierta entidad. Lo más probable es que fueran estructuras cuyo único fin fuera el de ocultarles –según la definición isidoriana de cella (Etimologías, XV, 9)– de las miradas de sus congéneres. En términos prácticos, de animarse a la construcción de una celda, ésta sería, a lo sumo, una choza o cabaña7 cuyas características materiales y su aislamiento vo-luntario suponen un obstáculo insalvable a la hora de su identificación material8. Algo más halagüeñas son las perspectivas de localización de aquellos otros ergastula que reutilizan las ruinas de edificios (o de algunas partes de los mismos cuando éstos están en uso9), como el conocido caso de Félix, maestro de San Mi-llán (RISCO, 1785: 394) y el propio Valerio del Bierzo, quien amortiza las ruinas de una iglesia en las inmediaciones de Astorga y, más tarde, se instala en el interior del templo del lugar co-

nocido como Ebronanto (YEPES, 1609a: 218). Se trata, en definitiva, de asumir que nos se-rá prácticamente imposible localizar las celdas eremíticas salvo, y esto es importante, cuando el lugar elegido para el retiro sea una cueva. Sa-le a nuestro paso por vez primera la asociación eremitismo-arquitectura rupestre.

Y aún así, las dificultades son extraordi-narias. Como bien puso de relieve Gutiérrez González (1982: 40) “Las cuevas utilizadas por eremitas no suponen realmente lugares de hábitat, pues no son obra ni vivienda de un grupo social que utiliza las cuevas como mo-rada, refugio o accesorio, sino de personas ais-ladas...”. Tanto es así, que no ha faltado quien desestime la posibilidad real de la existencia de este “eremitismo puro” (MONREAL, 1989: 17). Comprensible actitud basada en un hecho in-controvertible: la probabilidad de encontrar una celda eremítica aumenta en función de su concentración pero, si esta densidad es notable, debemos considerar la posibilidad de hallarnos frente a una organización semi-eremítica (por tanto comunitaria) tipo laura.

Aunque el argumento esgrimido es con-tundente, en nuestra reciente historiografía existen tentativas para localizar estos espacios fundamentadas en el uso combinado de fuen-tes documentales y arqueológicas10. También hemos de tener muy presente que, justificado o no, legendario o real, algunas de estas celdas aisladas –o la actividad de los eremitas a ellas vinculadas– fueron el germen de un buen nú-mero de abadías posteriores11; baste recordar los casos de Tábara y Moreruela por parte de San Froilán (CORULLÓN, 1986: 26); San Mi-llán de Lara (PALOMERO y otros, 1996-1997) y San Pedro de Arlanza12, ambos en la provincia de Burgos y, tal vez, el de San Félix de Ábalos, donde un cenobio altomedieval convertido en ermita se sitúa a menos de 100 metros de un espacio rupestre que, por la presencia de cruces

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talladas, ha sido considerado lugar que albergó la actividad eremítica que precede a la funda-ción (VELILLA, 2006: 760). Aunque tardío, una evolución similar podría haberse producido en la ermita soriana de San Baudelio de Berlanga. Tras espigar la abundante bibliografía española acerca de estos enclaves (GONZÁLEZ BLANCO, 1993), creemos estar en condiciones de apun-tar una primera nómina de celdas para solita-rios hispánicos de época altomedieval.

La colaboración entre fuentes textuales y evidencias arqueológicas hacen que uno de los casos más citados sea el de la supuesta celda de San Félix en Bilibio (MONREAL, 1989: 162 y aún más rotundo en su opinión ABAD, 1999: 287). Felices fue, según la Vida de San Millán escrita por Braulio de Zaragoza, el maestro del santo en su preparación hacia la vida eremíti-ca y, de acuerdo con este mismo relato, prac-ticaba su retiro espiritual en los reductos del enclave romano de Bilibio13. Para SANDOVAL (1601), el anciano debió ocupar una choza o cabaña entre las ruinas deshabitadas, mientras que la narración de la traslatio de sus restos a la abadía emilianense nos dice que éstos fue-ron encontrados en su túmulo, si bien no hay garantías de que enterramiento y eremitorio se encuentren en el mismo lugar. En la actuali-dad, bajo la ermita de San Felices, es visible una pequeña cavidad artificial que, para los autores citados, pudiera haber correspondido a la celda que ocupó en el siglo VI. Parece pru-dente dejar esta propuesta en el aire, más aún cuando hay quienes sitúan este eremitorio en un conjunto de cuevas próximas al monasterio cisterciense de santa María de Herrera (ALON-SO y otros, 2006).

Tal vez el ejemplo aparentemente más claro sea el del oratorio de cueva de San Andrés (fig. 1), en el término municipal de Quintanar de la Sierra (Burgos). Aproximadamente a un ki-lómetro del espectacular despoblado de Cuya-

cabras –formado por una iglesia altomedieval y una necrópolis de más de 180 inhumacio-nes– se encuentra este pequeño conjunto se-mirrupestre datado por argumentos indirectos en el siglo X y compuesto por oratorio (cuyo cierre oriental está ornamentado con una cruz patada) y celda (PADILLA, 2003).

En numerosas ocasiones el único dato posi-tivo es la consideración del lugar como espacio de habitación individual –fundamentalmente grutas, tanto naturales como artificiales– en la que se documentan elementos propios de un uso residencial14; Cueva de la Mosquita en Incinillas, Burgos (MONREAL, 1989: 65) o de Riarán en Haro, La Rioja (VELILLA, 2006: 762). En otras ocasiones basta con encontrar pruebas de su naturaleza cristiana, caso de la cruz de Fuente del Cano (Id.: 775) de la pareja de cuevas en Encío, Burgos (MONREAL, 1989: 85) o del altar de bloque bajo la ermita de Fal-ces15, Navarra (Id.: 228). Un caso particular, por su datación en el siglo X como ejemplo de eremitismo mozárabe, es el del conjunto de Alozaina, en Málaga, donde se ha querido

Fig. 1. Recreación del eremitorio rupestre de Cueva Andrés (PADILLA, 2003)

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identificar un oratorio semirrupestre comuni-cado con una cueva que, en opinión de Puertas (2006: 159 a 207), pudo ejercer las funciones de celda eremítica.

También en la historiografía portugue-sa encontramos propuestas similares. Así, las Cuevas de Sabariz, cerca de Viana do Castelo, (fig. 2) fueron documentadas enjuiciándolas como eremitorios para solitarios del siglo VII en el contexto del monacato fructuosiano (REAL y otros, 1982; LÓPEZ QUIROGA, 2004: 268). Tres cuevas de planta rectangular que se co-

munican entre sí por pequeñas ventanas y a las que se accede desde un vestíbulo que conecta con la del lado norte. Son interpretadas como celdas-oratorio por la presencia de una espe-cie de arcos de triunfo y de cruces que señalan el testero oriental (la central, además, con un nicho que es considerado como un altar). De estar en lo cierto, nos encontraríamos frente a una celda triple destinada a tres solitarios cuya única comunicación con el mundo serían estos huecos por los que se les suministraría las vian-das necesarias para sobrellevar sus ejercicios

Fig. 2. Planta de la cueva de Sabariz, Portugal (REAL y otros, 1982)

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penitenciales, si bien las referencias escritas del siglo X a un cenobio en las inmediaciones deja la puerta abierta a su consideración como er-gastula dentro de los dominios de dicha abadía (REAL y otros, 1982).

La indefinición funcional y cronológica so-brevuela constantemente la identificación de estos lugares como celdas de reclusión eremí-tica. Propuestas, por lo tanto, necesarias de re-visión individualizada que están muy alejadas de ser útiles para el establecimiento de genera-lidades en el tema que nos ocupa.

b) Anacoretas

Estos monjes, de acuerdo con la definición de San Isidoro16, se encaminan hacia el yermo y la soledad como culminación a un proceso de perfeccionamiento espiritual que les condujo, previamente, a vivir en comunidad17. A priori, tal consideración les equipara –desde una óp-tica meramente material– a los eremitas. Sin embargo, si completamos la etimología isido-riana con otros relatos contemporáneos, po-dremos señalar ciertos matices que los separan y nos ayudan a catalogar las celdas que ocupa-ron como “exclusivamente anacoréticas”.

Sin duda contamos con un testimonio que, aunque tardío18, pone de manifiesto la pervi-vencia de esta práctica en el noroeste peninsu-lar durante la décima centuria. El padre Yepes (1609b: 203) describe así las denominadas Cuevas del Silencio en el Bierzo: “[...] son cin-co ermitas obradas por la misma naturaleza en aquellas montañas, y de ellas se aprovechaban nuestros monjes en los tiempos de mayor pe-nitencia, como los advientos y las cuaresmas, donde se recogían a hacer más estrecha vida, y porque parte de la mortificación que allí hacían era tener sumo silencio...”. Más tarde, Flórez (1762: 40) nos amplía la descripción ci-tando a Sandoval: Obrolas naturaleza en una

altísima montaña de peña viva. Para subir a ella no hay mas que unas sendas de cabra, y son me-nester sus pies, y irse trabando en las matas, y no mirar abajo por no desvanecerse [...] están las bocas de las cuebas al Oriente, que en naciendo el Sol da en ellas no mayores que medio estado de hombre, y estas sirven de puerta y ventana. Dentro son espaciosas y medianamente altas; sus poyos alrededor [...] Aprovechabanse de estas los Santos Monges en el Adviento y Quaresma. Los mas viejos en la Santa Milicia, y ya instruidos para bien pelear (como dice N. P. S. Benito) se retiraban aquí: y con sumo silencio, con yerbas, raices, disciplinas y oraciones, hacían sus Advien-tos y Quaresmas, hasta que llegando las Pasquas salian a celebrarlas en los Monasterios con sus hermanos [...] Desde la Iglesia se descubren las Cruces que tienen en la entrada: y solo el verlas provoca penitencia.

De la lectura de ambos textos se desprende la existencia de celdas cuyo destino era dar co-bijo temporal a monjes de probada virtud en determinadas fechas del calendario litúrgico, que se situaban en conexión con un cenobio próximo (en este caso el de Santiago de Peñalba fundado por Genadio). Es por ello que las ga-rantías de éxito a la hora de localizar estas celtas anacoréticas aumentan si tenemos en cuenta su necesaria ubicación dentro de los límites que marcan la propiedad de un monasterio, pero a la suficiente distancia como para salvaguardar estos retiros de la mirada del resto de los her-manos y los siervos de la comunidad. A con-tinuación analizaremos algunos ejemplos que, en nuestra opinión, pudieran ser identificados como tales y siempre teniendo como punto de partida la contemporaneidad confirmada (tex-tual o arqueológica) entre la iglesia monástica y el espacio considerado celda anacorética.

El devenir histórico nos ha privado de co-nocer cuál fue la imagen real de una de las casas más importantes durante el proceso formativo

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del reino asturiano; el monasterio de Santo To-ribio de Liébana. Sin embargo, detrás del edi-ficio actual, situadas en diversos puntos de la montaña sobre la que se sitúa, existen una serie de ermitas que pudieron, en origen, ser desti-nadas a la reclusión de anacoretas (MORENO, 2009b: 428). Una de ellas, la conocida como Cueva Santa (fig. 3), es un espacio semirru-pestre completado con obra de fábrica a base de mampostería y refuerzo de sillares al que se adjudica una cronología prerrománica19. Posee

dos alturas, la inferior un simple pasillo con una anchura media de algo más de un metro y la superior, conservada parcialmente, de planta rectangular de aproximadamente cinco metros de largo por dos de ancho. En opinión de Bo-higas (2000: 261), el espacio inferior haría las veces de celda, mientras la plataforma superior habría de interpretarse como espacio de culto o capilla donde se distingue un pequeño aula, una barrera a modo de cancel y el hueco para una mesa de altar.

Algunos otros ejemplos parecen ser menos verosímiles, aunque vale la pena apuntarlos aquí. Así sucede con las tres cuevas en torno al monasterio de Tobillas (Álava) fundado por el abad Avito en el año 822 (MONREAL, 1989: 89), donde permanecen en pie parte de las estructu-ras del templo conventual originario (AZKARA-TE, 1995). Un caso similar podría ser el de las cuatro pequeñas cavidades situadas en las proxi-midades del monasterio de Vico, en la localidad riojana de Arnedo (MONREAL, 1989: 215).

En el extremo opuesto, –al menos en lo re-ferido a su monumentalidad– se encontraría la llamada Capilla de San Miguel en el monas-terio de Celanova, en Orense. Situada hacia el norte, frente a las celdas de huéspedes, en medio de un jardín y rodeada desde antiguo de sepulturas de abades y otros personajes, este pequeño edificio se situó originalmente fuera del perímetro del monasterio y junto a depen-dencias de almacenamiento. Recientemente hemos propuesto que, dado su carácter de ora-torio y celda, pudiera haber sido utilizado por San Rosendo durante los retiros ascéticos que le permitía su actividad episcopal (MORENO, 2009b: 454)20.

c) Cenobitas

Pese a que la naturaleza de este seminario pone el acento sobre lo que se ha dado en lla-

Fig. 3. Exterior de la Cueva Santa de santo Toribio de Liébana (Foto: M. Á. Utrero)

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mar “monacato espontáneo”, consideramos de gran importancia introducir en nuestro dis-curso las comunidades cenobíticas21, con una naturaleza muy alejada de un ascetismo impro-visado. Nos ocuparemos al menos de una va-riante de éstas que ha sido reivindicada como claro exponente de la arquitectura rupestre; las comunidades tipo laura. Este acercamiento servirá de prólogo para el siguiente epígrafe, que dedicaremos a revisar de forma crítica la relación entre eremitismo y trogloditismo.

Estos monasterios tienen su origen en el mundo copto, y se forman a partir de la aso-ciación espontánea de solitarios, quienes se concentran para llevar a cabo su retiro indivi-dual en un área próxima y desarrollan activi-dades comunes (fundamentalmente la oración y el reparto de provisiones) algunos días de la semana (fig. 4). Por esta razón, estos estableci-mientos reproducen de forma sistemática un esquema en el cual su centro está ocupado por la iglesia de la comunidad, que se convierte así en el edificio más importante del conjunto22. Para el caso hispano –que Monreal (1989: 18) denomina “colonias eremíticas”– dicha estruc-tura se adaptaría a la perfección con muchos de los ejemplos rupestres localizados hasta el momento.

No sabemos cuándo pudieron surgir estas colonias. Desde un punto de vista documen-tal, podríamos llegar a pensar que Isidoro tiene en mente algunas de sus costumbres cuando, refiriéndose a los cenobitas, dice que “Se re-únen frecuentemente todos, noche y día, a campana tañida, y se apresuran a acudir a la oración” (De Ecclesiasticis Officiis, XVI). Mucho más explícito se mostrará trescientos años más tarde Genadio en su testamento. El obispo de Astorga testa en favor de las casas monásticas del Bierzo, que él tan bien conocía, tanto sus libros (SANDOVAL, 1601), como propiedades para el sustento de los monjes (YEPES, 1609b:

204). En ambos casos, el texto parece estar re-flejando una organización particular en cuya cúspide se alzarían las tres casas matrices –San Pedro de Montes, San Andrés y Santiago de Peñalba– en torno a las cuales se concentra-rían una serie de solitarios que se beneficiarán directamente de esta munificencia23. Algunos años más tarde, en el 944, encontramos otro texto que parece confirmar la presencia en la zona de estas colonias eremíticas y el apoyo que les prestan los obispos leoneses. Se trata del pleito mantenido entre los eremitas de Par-domino, contra las aldeas vecinas, ya que sus habitantes acostumbraban a aprovecharse de ciertas tierras que habían sido entregadas a los monjes en años anteriores (CORULLÓN, 1986: 28). El mero hecho de entablar este acuerdo con el obispo Fruminio delata un grado de organización superior al de simples eremitas dispersos24.

La pervivencia de los usos monásticos pre-benedictinos en el cuadrante noroccidental nos permitiría entonces resumir su existencia en el siglo VII, con una evidente continuidad en el X, pero ¿qué sucede cuando intentamos asomarnos a sus estructuras físicas? Es previsi-ble la inclinación de estos grupos hacia la ar-quitectura de hipogeos, en tanto que son con-

Fig. 4. Laura de Mar Saba (Israel)

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tados los ejemplos de arquitectura aérea que podríamos vincular con este tipo de profesión monástica semi-eremítica. Hagamos un breve repaso.

Descartada ya desde hace tiempo su iden-tificación con la comunidad de eremitas men-cionada en una de las epístolas de San Agustín a finales del siglo IV (AMENGUAL, 1991: 382), los monjes de la isla de Cabrera, en el archipié-lago balear, sí pueden ser eremitas indisciplina-dos a quienes se refiera Gregorio Magno en el año 603 (Id.: 392). Aunque escuetos, los restos materiales hallados en las últimas campañas de excavación (localización de posibles centros de culto, cementerios y abundante cerámica), po-drían confirmar la presencia de tal comunidad para momentos tempranos de la séptima centu-ria (RIERA, 2005). Merece la pena destacar aquí la extraordinaria potencialidad de este enclave.

Otro caso singular, aunque desafortunada-mente de imposible comprobación empírica por la destrucción del yacimiento, lo encon-tramos en la costa levantina. En una pequeña península, antaño islote, frente a la localidad valenciana de Cullera, aparecieron en los años –60 del siglo pasado, una serie de edificios con posible funcionalidad de almacenamiento jun-to a otro, con orientación E-O, que fue iden-tificado como iglesia por el hallazgo de una cruz de bronce y una patena eucarística (JUAN y ROSELLÓ, 2003). Si bien resulta precipitada, tal y como insisten algunos autores, su vincu-lación a la figura de Vicente mártir, nosotros hemos llamado la atención sobre el posible paralelo de este templo con algunas de las es-tructuras relacionadas con lauras instaladas en la Península del Sinaí desde finales del siglo IV y, fundamentalmente, en el siglo VI (fig. 5). Se trata de edificios en piedra, rectangulares y con dos alturas. En la planta baja, dividida longitu-dinalmente en dos estancias rectangulares, se localizarían las celdas del, o de los, eremitas.

Entretanto, la planta superior, a la que se ac-cede mediante una escalera, serviría para la co-locación del oratorio utilizado por los monjes (DAHARI, 2000: 152).

Sabemos entonces de la existencia en la Pe-nínsula Ibérica de comunidades que combinan usos propios del cenobitismo con otros más próximos a actitudes ascéticas de carácter in-dividual. Hemos visto las dificultades para lo-calizar las que habitaron complejos formados por estructuras “construidas”, de manera que quedarían como ejemplo visible aquéllas otras que se sirvieron de la arquitectura de hipogeos para diseñar sus monasterios.

ACERCA DE LA AXIOMÁTICA RELACIÓN ENTRE EREMITISMO Y TROGLODITISMO

A lo largo de este punto trataremos de lla-mar la atención acerca del riesgo que conlleva la frecuente asociación entre hábitat cristiano troglodítico y comunidades eremíticas. Tanto es así que, como colofón al mismo, ofrecemos una serie de ejemplos cuyo análisis individual indica que nos hallamos con grupos de monjes con un grado de organización próximo al de comunidades tipo laura o, incluso, auténticos cenobios25.

Fig. 5. Planta de la iglesia del eremitorio de Ein Najila, Sinaí, siglo VI (DAHARI, 2002)

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En primer lugar es preciso recordar que la actitud eremítica no lleva implícita la instala-ción del solitario en un edículo rupestre. No actúa así Valerio del Bierzo cuando practica la soledad penitencial en una iglesia arruina-da en las proximidades de Astorga (SANDOVAL, 1601). Tampoco Genadio, cuando abandona esta misma ciudad en compañía de doce mon-jes y acondiciona el templo fructuosiano de San Pedro de Montes como residencia para el grupo de nuevos eremitas (YEPES, 1609b: 199). Menos aún cuando sufraga la construcción de otras dos iglesias “para habitación de monjes”, entre ellas la conservada en Peñalba de Santia-go (Id. 1609: 162). De esta sumaria aproxi-mación a la literatura ascética deducimos dos aspectos cruciales para el tema que nos ocupa; en absoluto la reclusión en el yermo lleva im-plícito un establecimiento en cuevas ni, como consecuencia de lo anterior, todo conjunto ru-pestre de naturaleza cristiana debe ser automá-ticamente considerado un complejo eremítico.

Sin embargo, como tendremos oportuni-dad de ver, desde los primeros historiadores de la Iglesia en la Edad Moderna, este es un argu-mento que se ha venido repitiendo con cierta insistencia hasta prácticamente la actualidad. Igualmente, esta asociación erudita ha calado profundamente en el imaginario colectivo26, de manera que es prácticamente imposible no imaginarse la figura del ermitaño recluida dentro de una oscura y lóbrega covachuela, ro-deado de vegetación agreste y expuesto a las tentaciones demoníacas.

Si nos retrotraemos en el tiempo, halla-mos en el siglo XVI el momento fundacional para esta taxativa identificación. El renovado pensamiento humanista (en buena medida preconizado ya, en este aspecto, por la orden franciscana) nos muestra una naturaleza más amable y próxima a la experiencia ascética. Como muy bien ha demostrado Martínez

Burgos27 (1989), esta nueva realidad se funde en la representación del ermitaño en la litera-tura y en el arte post medieval, ahora presenta-do como ideal de penitencia y belleza absoluta y siempre con la gruta que, en palabras de San Juan, es la noche oscura en la que el alma con-sigue el provecho espiritual (Id.: 17). Por otro lado, las actas conciliares de la Contrarreforma trentina defienden la utilización programáti-ca de las imágenes de santos28: se legitima su uso, se las considera vehículo para la traslación del dogma cristiano y, en lo que a nosotros importa, se les considera ejemplos de virtud. Coincidirán con nosotros en el hecho de que, junto a los mártires que pagan con su muerte la defensa de la fe, será la renuncia a la vida (en cierto modo una “muerte en vida”) y la reclu-sión practicada por el penitente y el ermitaño, uno de los modelos de comportamiento más difundidos por la corriente artística que acoge todo estos paradigmas: el arte barroco.

El discurso, como decíamos, hace mella en primer lugar entre los clérigos del momento ocupados de organizar la historia de la Igle-sia española. En su prólogo a la edición de La Crónica de la Orden de San Benito, Pérez de Urbel no duda en criticar la credibilidad con la que tanto Yepes como Sandoval asumen cier-tas leyendas con respecto a los primeros mon-jes españoles (YEPES, 1609: Pról. XXV). Hay en estas obras una exacerbada exaltación del ere-mitismo peninsular29:

Sandoval, 1601. [...] Hallamos algunas fun-daciones de nuestros monesterios atinquisimos en sitios, y lugares, que parecen retratos de aquellos celebres desiertos de Egypto, de donde sacó el Señor divinos frutos, unas montañas, no donde se crian las palmas, y se cogen los dulces datiles, como en las de Egypto, ni las frutas regaladas, ni las raizes como miel, ni los vistosos platanos, ni delytables cedros, ni otras plantas, que sustentan dulcemente con sus frutos, y recrean con la vista: ni donde

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la clemencia del cielo, y templança de ayres, sos-segada corriente de los rios, llanura de la tierra, que son cosas que alivian una vida solitaria, se hallan, sino donde solo se cria el alcornoque, y roble, la haya esteril, y aspero carrasco, las rai-zes de los arboles, y yeruas sobre manera amargas: las aguas, ya que basten, no son tantas como las del Nilo, o rio Iordan, que bañan los desiertos de Egypto: las montañas altas, y con espanto empi-nadas, apretandose unas a otras con gran hincha-zon, y como a porfia levantandose para el cielo, dexando entre si muy estrechos valles: las peñas peladas, que hazen vezindad con la region mas fria del ayre, siempre, o a la continua cubiertas de nieve, sitios y lugares donde se criavan las fieras.

Yepes, 1609 [refiriéndose a Fructuoso] “cuentan de él que cuando su padre iba a visitar aquellas montañas y ver la hacienda y ganados que tenía en El Vierzo, el santo niño miraba las cuestas, los valles, soledades y desiertos que allí se descubrían, acomodados para hacer vida penitente y solitaria, y notaba a dónde vendría más a cuenta para hacer monasterio y en qué parte habría lugar para edificar alguna ermi-ta...” y también “Era Fructuoso varón muy amigo de soledad y de silencio, muy dado a la oración y contemplación de las cosas divinas, muy áspero en el trato de su persona, y afligía el cuerpo con notables vigilias y ayunos; traía muchas veces los pies descalzos, que quien hu-biere andado por aquellas montañas tan áspe-ras donde el santo residía echará de ver cuan gran mortificación era esta; porque apenas en ellas hay un palmo de tierra: todo el suelo es cantos, piedras y guijas que forzosamente le habían de herir y lastimar los pies. El vestido era muy despreciable y vil, y conforme al uso de los ermitaños de aquel tiempo poníase una cubierta que llamaban melote [...] que era de pellejos de cabras y ovejas”.

Yepes, 1609 [en relación al eremita Guarín de Montserrat] “Su vivienda ordinaria era una

cueva, que hoy conserva su nombre [...] Era muy dado a la oración y contemplación, y con mortificaciones y asperezas tenía domado el cuerpo y sujeto al espíritu”.

En este mismo horizonte podemos insertar la valoración dieciochesca del eremitismo his-pánico que efectúa el padre Flórez en su Espa-ña Sagrada.

Cuando narra los acontecimientos del abad Nancto tomando como base la anónima Vita de los Santos Padres de Mérida cuenta: “[...] se fue al despoblado con algunos compañe-ros, donde labraron30 una pobre habitación, viviendo como Ermitaños en total retiro del mundo: y por tanto más vecinos del cielo” (FLÓREZ, 1751: 243).

Respecto a los monasterios del Bierzo: “Ninguno mejor puede competir con la Teba-yda y con los mas Santos Desiertos de Palesti-na. La multitud de Santuarios, la santidad de Eremitorios, los muchos anacoretas, los Mon-ges que sobresalieron en victorias del mundo, solo podrá contarlos el que sabe las estrellas del cielo” (Id., 1762: 26).

En relación a los eremitas de San Pedro de Arlanza: “Pero propagada la Fé y el Monacato, era sitio muy oportuno el de estas breñas para quantos escogiesen vivir en los desiertos: pues el corto vecindario que admitía el terreno, y las grutas que podian resguardar de la inclemen-cia, brindaban a los amadores de la soledad, para tener alli toda su conversación con los Cielos” (Id. 1772: 93).

Junto con la parcial visión del primer mo-nacato peninsular, estos mismos autores desa-rrollan una loa desproporcionada hacia el asce-tismo de raíz oriental y de su influencia en el proceso de conformación de nuestras propias tradiciones31. Se trata de una visión legendaria que, hasta donde nosotros tenemos noticias, está aún por confirmar con rotundidad. De es-

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te modo, es relativamente frecuente establecer la comparación entre monjes hispanos y asce-tas egipcios. Así sucede con San Millán y su papel equiparable al de Antonio o Martín de Tours32.

El vehículo fundamental que sirve de co-rrea de transmisión entre la erudición eclesiás-tica contrarreformista y la percepción popular serán las numerosas estampas y obras pictóri-cas con escenas de solitarios y penitentes culti-va el arte barroco. Aunque muchas de ellas se comisionan para ornamentar los interiores de conventos, también se produce una exclaustra-ción de esta temática, que pasa a ocupar un pa-pel relevante dentro de las iglesias pastorales. Tras un apresurado repaso, hemos encontra-do dos claros ejemplos de series de ermitaños realizadas por pintores flamencos establecidos en Roma a finales del XVI y que van a parar a las paredes del monasterio madrileño de las Descalzas Reales (GARCÍA y MARTÍNEZ, 1991) y el convento de las clarisas de la Anunciada en Villafranca del Bierzo (BOSCH, 2007-2008), partiendo en ambos casos de una misma colec-ción de estampas basada en la serie de Maarten de Vos de finales del siglo XVI. Extraordinario es el archiconocido lienzo en el que Velázquez representa del encuentro entre San Antonio Abad y San Pablo para la decoración de la ermita de San Pablo en el recinto del Palacio del Buen Retiro (ca. 1635), y que se produce al abrigo de un peñasco rocoso en el que se encontraba la celda del primer ermitaño, tal y como reza en el texto de Jerónimo y se reco-ge en la Leyenda Dorada en el siglo XIII (REAU, 2002: 23).

Por último, la peculiaridad en el devenir histórico de la España medieval ofrece, ade-más, un capítulo adecuado para la reivindica-ción del sufrimiento y la huída a las cavernas de las comunidades monásticas en nuestro te-rritorio. La invasión islámica, en opinión de

los autores de época moderna, supuso un trá-gico acontecimiento en la natural evolución de estos grupos. La supuesta diáspora de monjes hacia el norte cristiano servirá a estor primeros historiadores de la Iglesia como justificación y defensa de un tipo de ascetismo, oprimido y subyugado, que aguarda su restauración es-condido entre peñascos y cuevas33, rodeado de los libros y ornamentos que han podido res-catar de tamaño desastre (YEPES, 1609a: 233, 234 y 238). A pesar de que son abundantes los trabajos de investigación que han puesto de manifiesto la inexistencia, al menos de ma-nera sistemática y planificada, de una política represiva de las autoridades islámicas para con “las gentes del libro” en general, y los monjes, en particular, todavía se registran opiniones que prefieren mantener este mito historiográ-fico (GARCÍA GRINDA, 1988: 74). Considera-mos que esta actitud ha contribuido, en buena medida, a la extensión de una idea parcial que viene a sumarse a la asociación eremitismo/trogloditismo: la que sostiene que este fenó-meno indisoluble es característico de la parte septentrional de la Península entre la irrup-ción islámica y la restauración por parte de los reinos cristianos del Norte (RIAÑO, 1995; BA-RRAL, 2003: 148). Esta situación, en opinión de Martínez Tejera (2006: 70), sería aún más evidente en aquellos territorios bajo dominio directo del emir cordobés, donde la represión alcanzaría cotas en “que las zonas montañosas de la provincia de Málaga, Granada, Córdoba, etc., se transformaron en grandes receptáculos de comunidades cristianas y también, monás-ticas”. Así pues, con la represión islámica se cierra un triángulo historiográfico cuyos vér-tices son, además de la visión catastrófica del monacato post 711, el eremitismo mitificado y la desproporcionada relación entre éste y la ocupación de cuevas durante nuestra alta Edad Media.

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CONSTRUIR Y HABITAR UNA CUEVA

A través de lo expuesto a lo largo de los epí-grafes anteriores, ha quedado claro que no to-do conjunto rupestre ha de ser necesariamente un eremitorio y, al contrario, que no todos los solitarios habitaron hipogeos. Sin embargo sí se puede afirmar la existencia de comunidades semi-eremíticas tipo laura que ocupan hábitats troglodíticos que, por sus características mate-riales, han dejado una huella indeleble en el paisaje altomedieval34.

Asumida su existencia, creemos aconseja-ble reflexionar acerca de cómo se procede a la construcción de una cueva y cuáles son las condiciones de habitabilidad de estos espacios. En primer lugar, como señaló en su día Jes-sen (1955: 141), es preciso desterrar un tópi-co muy recurrente: las viviendas rupestres no deben ser interpretadas como síntoma de de-cadencia cultural o económica35. Al contrario se vive en ellas de forma relativamente confor-table, protegido de los calores y del polvo del verano y de los fríos invernales (fig. 6).

Es un hecho confirmado que la arquitectura hipogea fue practicada con gran maestría por, entre otras culturas, los romanos, contando en la actualidad con extraordinarios ejemplos en suelo español36. Si bien con las naturales va-riaciones, la pervivencia de estos métodos pa-ra el periodo en que se centra nuestro estudio está documentada en la basílica de El Tolmo de Minateda (Hellín, Albacete), donde zonas de la iglesia y del palacio residencial adyacente tienen sus partes bajas talladas en la roca (GU-TIÉRREZ y CÁNOVAS, 2009:106).

Sin embargo, además de la voluntad para excavar un edificio, es preciso que se den las condiciones geológicas adecuadas para que esta acción resulte rentable en la práctica. La cons-trucción de cuevas artificiales es únicamente posible allí donde exista un suelo fácilmente ho-radable y, al mismo tiempo, compacto, y donde el nivel de las aguas subterráneas esté situado a gran profundidad. Muy apropiados son las pie-dras areniscas blandas, las margas con estratos intermedios más duros, rocas cretácicas, tobas

Fig. 6. Tabla de la oscilación térmica julio/diciembre en la cueva de Robin Hood (BRANIGAN y DEARNE, 1992)

Los escenarios arquitectónicos del eremitismo hispano. Límites para su estudio

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de agua dulce, arcilla y toba volcánica (JESSEN, 1955: 153). Esta particularidad material explica que la arquitectura rupestre en la cuenca Me-diterránea se concentre en zonas determinadas (Id.: 139). Lo mismo sucede cuando dirigimos nuestro objetivo hacia la Península Ibérica y ob-servamos la alta densidad de arquitectura rupes-tre en el valle del Ebro o del Tajo y sus afluentes, con terrenos donde predomina el yeso como re-lleno de estratos horizontales fáciles de excavar pero muy compactos37 (Id.: 140).

Ahora bien, por muy blando que sea el te-rreno al que se enfrenta el constructor no será posible excavar la oquedad si no se aplican los métodos de trabajo y las herramientas adecua-das. La base rupestre de la ciudad romana de Tiermes fue tallada siguiendo un método si-milar al de las canteras, es decir, extrayendo bloques yuxtapuestos con la ayuda de cinceles y cuñas (ARGENTE y DÍAZ, 1994: 132). Parece, no obstante, que los constructores de nuestro medievo abandonaron esta técnica –por otro lado más adecuada para obras “a cielo abier-to”– en favor del picado con herramientas metálicas de percusión directa de la familia de las picas con doble punta (fig. 7) y mango de madera (PUERTAS, 1974: 14; FRANCOVICH y otros38, 1980: 220) que dejan una huella fina y profunda. Determinadas zonas serían repa-sadas con un cincel de filo cóncavo cuya im-pronta es más ancha y curvada39.

En cuanto a la manera de proceder a la cons-trucción de este tipo de espacios, los análisis realizados por distintos investigadores invitan a traspasar fronteras cronológicas y físicas. A grandes rasgos, ésta sería la misma en las igle-sias rupestres capadocias (RODLEY, 1985: 224), en las viviendas troglodíticas de época moder-na y contemporánea en Aragón o Andalucía (LOUBES, 1984: 97; LASAOSA y otros, 1989: 74) e, incluso, para una bodega burgalesa del siglo pasado (PONGA y RODRÍGUEZ, 2000: 234):

1º. Se efectúa un corte vertical en la ladera para adecuar así una superficie desde donde comenzar a cavar la roca. Este plano será la fa-chada.

2º. Se marca la superficie a cortar, la direc-triz de excavación que servirá, a la postre, co-mo entrada al hipogeo.

3º. Se comienza a excavar la primera estan-cia, comenzando desde la cubierta y finalizan-do en el pavimento.

4º. Esta primera estancia servirá de distri-buidor para las posteriores, que se ejecutarán siguiendo este mismo procedimiento.

5º. Se procede al acabado de las superficies; alisado mediante cincel, llana con mortero, tallado de los elementos particulares (especial-mente en el caso de espacios litúrgicos) y reves-timiento con enfoscado y enlucido40.

Aunque la técnica parece sencilla, se preci-sa de la experiencia suficiente como para aco-meterla. De hecho, hasta hace poco tiempo, en Andalucía pervivía la figura del “maestro de pico”, cuya misión era dirigir el proceso extractivo y realizar las labores más delicadas (LASAOSA y otros, 1989: 74).

Fig. 7. Picos “a dos puntas” (FRANCOVICH y otros, 1980)

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En el caso de los eremitorios rupestres ¿pu-dieron ser los propios monjes quienes llevaran a cabo la construcción de sus celdas e iglesias? Cabe la posibilidad de que algunas celdas pe-queñas sí fueran realizadas por los anacore-tas, aunque los edificios más complejos y por supuesto las iglesias, requirieron de mano de obra especializada41 (MONREAL, 1989: 235).

Como veremos a continuación, el esfuerzo realizado compensa notablemente si tenemos en cuenta las inmejorables condiciones de ha-bitabilidad de estos edificios excavados en la ro-ca. Lógicamente debieron de completarse con estructuras anejas de obra y otros componen-tes de madera (GARCÍA GRINDÁ, 1988: 139), en su mayoría hoy desaparecidos42. Su mayor virtud es que ofrecen una excelente respuesta a las oscilaciones de temperatura43 en la combi-nación verano/invierno y día/noche (LOUBES, 1984: 119). Proporcionan protección contra los vientos fuertes y las lluvias intensas (BRANI-GAN y DEARNE, 1992: 8). Por el contrario, son lugares oscuros y húmedos, difíciles de ilumi-nar y de calentar artificialmente. Una hoguera en su interior puede hacer de la cueva un lugar inhabitable en cuestión de minutos, de ahí la necesidad de completar estas construcciones con espacios externos de fábrica.

CLAVES E INCONVENIENTES PARA SU ESTUDIO MATERIAL

Pese a su abundancia –en términos de ar-quitectura histórica– el estudio de estos há-bitats rupestres presenta al investigador obs-táculos difíciles de superar. En condiciones ideales (aunque un tanto utópicas), las cuevas que no han sido alteradas (he aquí la utopía), con paramentos y depósitos arqueológicos intactos tanto en el interior como en el área aneja, son un instrumento potentísimo para el conocimiento de las sociedades medievales

(UGGERI, 1974: 196). Este extremo ha podi-do ser confirmado recientemente en la exca-vación frente a una de las cuevas del conjunto de Las Gobas (figs. 8 y 9), donde la potencia de la estratigrafía alcanzó más de dos metros, desde el pavimento rocoso tallado en época al-tomedieval hasta el nivel actual (AZKARATE y SOLAUN, 2008: 134). Por contra, el hecho de que la progresión constructiva de un hipogeo se produzca de manera negativa, esto es sus-trayendo materia y destruyendo las etapas pre-cedentes, complica el estudio estratigráfico de sus paramentos (AZKARATE, 1991: 150). En ca-so de pervivir capas de enfoscado (o de pintura mural), esta metodología puede ofrecernos ju-gosos resultados (BROGIOLO y otros, 2002: 81).

El modelo de trabajo diseñado por BRANI-GAN y DEARNE (1992) establece que la excava-ción del subsuelo, y el estudio de los hallaz-gos de cultura material que ésta proporcione, nos permitirán encuadrar la cueva dentro de parámetros temporales (uso continuado, uso temporal y uso ocasional) e incluso funcio-nales (doméstico, como taller, como abrigo,

Fig. 8. Planta y alzado de la iglesia rupestre de Las Gobas 4 (AZKARATE, 1988)

Los escenarios arquitectónicos del eremitismo hispano. Límites para su estudio

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Fig. 9. Iglesia rupestre de

Las Gobas 4 (Foto: J. I.

Murillo)

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almacenamiento, escondite, santuario o ente-rramiento). Ahora bien, estamos de acuerdo con Azkarate (1991: 158) para quien, más allá del establecimiento de estos horizontes gene-rales (o generalistas), se echan en falta estudios individualizados que ofrezcan respuestas a las particularidades propias de cada yacimiento44.

Los problemas de adjudicación cronoló-gica y funcional, dudas que se ciernen sobre muchos de los considerados conjuntos eremí-ticos, no son exclusivos del ámbito español. En Italia, por ejemplo, la investigación en los conjuntos rupestres insulares, así como de la zona central y sur, ha puesto de manifiesto la existencia de núcleos de ocupación civiles que nada tienen que ver con su tradicional adscrip-ción como eremitorios (UGGERI, 1974; FRAN-COVICH y otros, 1980). Al mismo tiempo, se han intensificado algunos trabajos individua-les en establecimientos para los que sí se tiene la certeza de su naturaleza monástica (BROGIO-LO y otros, 2002).

En una línea similar podemos insertar los últimos estudios sobre el eremitismo galo. En Francia ésta es considerada una posibili-dad más (y no la única) cuando se estudian establecimientos troglodíticos. Caso de confir-marse esta última función, existen voces críti-cas respecto a su automática consideración co-mo asentamientos altomedievales (RAYNAUD, 2001). Pese a todo, todavía existen posiciones más tradicionales (SAPIN, 2008).

Para la arquitectura rupestre capadocia con-tamos con el exhaustivo –aunque revisado en los últimos años– trabajo de Rodley (1985). Hasta la aparición de este estudio primaban los enfoques artísticos que se centraban en el aná-lisis de aquellos ejemplos provistos de elegantes decoraciones murales, dejando a un lado un al-to porcentaje de las más de 600 estaciones tro-glodíticas con posible carácter monástico. En

esta aproximación general, se trata de ofrecer respuestas a los problemas cronológicos, cons-tructivos, funcionales y tipológicos de estos extraordinarios conjuntos. Una adecuada con-textualización histórica, le permite establecer una secuencia de ocupación que se inicia en los siglos VIII-IX con la irrupción de grupos de solitarios que se instalan en celdas individuales y que, solo a partir del siglo X con la pacifi-cación del territorio, inician su metamorfosis hacia la conversión en cenobios. Rodley estruc-turará estos monasterios rupestres en dos tipos en función de la organización de sus espacios45.

Cronología y funcionalidad son en todos los casos mostrados los principales problemas a solventar. La dificultad a la hora de establecer con cierta seguridad el marco temporal para las colonias eremíticas rupestres es un tema ya ex-puesto con meridiana claridad en esta misma sede por Azkarate (1991: 163) hace veinte años y sus recomendaciones a la hora de manejar con precisión los argumentos arqueológicos, arqui-tectónicos, epigráficos e históricos están ple-namente vigentes. Superado ya lo que Íñiguez (1955: 53) denominó en su día “la obsesión prehistórica de todo lo troglodítico” no debe-mos cometer el error de arrastrar hacia la época medieval todas las manifestaciones rupestres. Es bien sabido que durante la Edad Moderna algu-nas órdenes conventuales acostumbran a man-tener viva la llama del eremitismo troglodítico (FRANCOVICH y otros, 1980: 236).

Con el objetivo de cercenar la tendencia que fija el eremitismo rupestre como fenó-meno prototípicamente altomedieval se hace necesaria una revisión crítica e individualizada de cada uno de los ejemplos. Es preciso proce-der, allí donde existan dudas razonables, a la relectura de los epígrafes incisos en sus paredes (fig. 10), lo que necesariamente lleva a nue-vas propuestas cronológicas, bien al corregir transcripciones erróneas precedentes46, bien al

Los escenarios arquitectónicos del eremitismo hispano. Límites para su estudio

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situar su grafía de acuerdo a las cada vez más afinadas variantes paleográficas (AZKARATE, 1988: 418). El análisis de los materiales ce-rámicos dentro de contextos cerrados es fun-damental a la hora de establecer cronologías absolutas, puesto que el avance experimentado en el conocimiento de la cerámica medieval es notorio en estos últimos años. Un instrumen-to de datación fiable, aunque en este caso ex-clusivo de los edificios de culto, es la seriación de las tipologías de los altares (fig. 11) que, si bien ya fueron efectuadas en su tiempo (Id.: 348; Monreal, 1989: 238), parece prudente que sean revisadas a la luz de nuevos modelos de investigación (SASTRE, 2009).

Al contrario, hemos de desterrar aquellas herramientas que se han demostrado impreci-sas en el estudio de la ocupación del territorio en la Edad Media hispánica. Es el caso de las tipologías de enterramientos. Monreal (1989: 268), siguiendo los estudios de Del Castillo o Riu, aplica en determinados complejos rupes-tres con necrópolis una, por aquel entonces fiable, secuencia, de manera “que los enterra-mientos excavados en roca con forma de bañe-ra con ángulos redondeados corresponderían a los siglos VI y VII, mientras que las antropo-morfas remiten a un período comprendido entre los siglos IX y XI”. En estos últimos años, análisis regionales de territorios próximos a la

Fig. 10. Inscripción tallada junto al arco de triunfo de la iglesia rupestre de Las Gobas 6 (Foto: F. J. Moreno)

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cuenca del río Ebro, han puesto en entredicho esta rígida evolución en las costumbres funera-rias, demostrando como factor determinante en este proceso las tradiciones locales (GARCÍA CAMINO, 2002: 229; IBÁÑEZ y MORAZA, 2005-2006) que invalidan el establecimiento de se-cuencias de carácter general.

Si complicado es dar respuesta al “cuándo” no lo es menos ofrecerla al “para qué”. La pro-blemática en torno a la funcionalidad de las cuevas se nos presenta en dos niveles de análi-sis. En un primer escalón debemos precisar si tal o cual conjunto poseyó naturaleza monásti-ca o no47. En caso de respuesta afirmativa falta-ría por resolver a qué se destinó cada uno de los componentes que conformaron el eremitorio.

En lo que se refiere al primer estadio, no son pocas las voces que han llamado la aten-

ción sobre el posible uso de cavernas como há-bitat residencial –temporal o continuado– por parte de ciertas comunidades laicas durante el alto medievo48. Esta es una de las conclusiones de Gutiérrez González (1982: 30) en un estu-dio preliminar para el caso de la Meseta Norte. También se ha registrado ocupación esporádi-ca durante el siglo VII en algunos abrigos de la provincia de Vizcaya (GARCÍA CAMINO, 2002: 295) y en Cantabria (SERNA y otros, 2006).

Superada esta inicial barrera y manejando como hipótesis de trabajo la identificación de un eremitorio rupestre sobre la base de aná-lisis arqueológicos, históricos y arquitectóni-cos, aún debemos tratar de averiguar cuál fue la utilidad específica dada a cada uno de los espacios que lo componen. Si dejamos de lado el templo de la comunidad, dado que, como veremos más abajo, suelen presentar rasgos que ayudan a reducir las dudas al respecto, es habitual encontrar cuevas de variados tama-ños y planimetrías, situadas a distintos niveles e incluso separadas por distancias más o me-nos notables. Hemos de suponer que todos ellos formarían parte de las infraestructuras necesarias para el normal desarrollo de la vida semi-eremítica: celdas/dormitorio, lugares de almacenamiento, espacios para los actos co-munitarios, etc.

En opinión de Azkarate (1988: 372-382), las de menores dimensiones deben ser conside-radas cellae para uno o más eremitas, en tanto que las que poseen un tamaño mayor pudieran haber sido talladas para dar cabida a actos co-munitarios. En último lugar, las oquedades que se encuentran literalmente colgadas a una altura hoy inalcanzable pero en su día superable me-diante pasarelas y voladizos de madera, podrían interpretarse como espacios para el almacena-miento/protección del grano de la comunidad (fig. 12). Monreal (1989: 258-264) coincide prácticamente en esta clasificación, si bien a

Fig. 11. Altar de la iglesia rupestre de Nuestra Señora de la Peña (Foto: F. J. Moreno)

Los escenarios arquitectónicos del eremitismo hispano. Límites para su estudio

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estas últimas estancias les otorga la función de celdas de reclusión penitencial o de castigo.

No querríamos abandonar este apartado sin antes llamar la atención sobre un problema de carácter cívico que afecta directamente a la parcela investigadora. Muchos de las agrupa-ciones de cuevas se encuentran desprotegidas y abiertamente expuestas a ataques vandáli-cos que pueden provocar su evidente deterio-ro y, consecuentemente, su destrucción (fig. 13). En cierto modo, reuniones como la que origina esta publicación contribuyen a su co-nocimiento y, aunque de manera indirecta, a su protección. Fue Uggeri (1974: 197) quien

llamó la atención sobre el peligro que corren estos yacimientos si son observados únicamen-te desde la perspectiva de la historia del arte “que han conducido inevitablemente a una pe-ligrosa distinción entre grutas que valía la pena salvaguardar y aquéllas otras sin frescos y que, por lo tanto, se podían abandonar de manera impune a la degradación y destrucción”.

LA REALIDAD DEL PROBLEMA HISTORIOGRÁFICO-METODOLÓGICO. UNA APROXIMACIÓN DE TIPO ESTADÍSTICO

Concluiremos este artículo haciendo un breve recorrido por aquellos ejemplos men-

Fig. 12. Entrada a una de las cuevas “colgadas” en Santorkaria (Foto: F. J. Moreno)

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cionados en la historiografía española de los últimos años cuyo análisis revela, a nuestro parecer, muchos de los problemas expuestos en el apartado anterior49. Para una mejor com-prensión por parte del lector, y dado que care-ce de una ordenación cronológica y geográfica, establecemos tres tipos de variables de estudio:

a) Iglesias rupestres aisladas. Sin ninguna evidencia conservada o conocida de edi-ficios aledaños.

b) Iglesias rupestres en relación con supues-tos espacios de habitación.

a) Iglesias aisladas

Los templos rupestres fueron objeto de análisis individual en el ya clásico trabajo que Íñiguez (1955) titula, de forma bastante clari-ficadora, “Algunos problemas de las viejas iglesias españolas”. Este investigador, ante la ausen-cia de estructuras con ellas vinculables, emite una hipótesis de interpretación que consiste en adjudicar función monástica a todos aquellos templos excavados que presenten la peculiar disposición de doble nave yuxtapuesta (Id.: 17). Parte para ello de casos en los que esta es una

Fig. 13. Panorámica del conjunto rupestre en San Martín de Albelda (Foto: F. J. Moreno)

Los escenarios arquitectónicos del eremitismo hispano. Límites para su estudio

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realidad confirmada por las fuentes, como San Millán de Suso o San Juan de la Peña. Años más tarde Monreal (1989: 254) se ocupa de matizar y de relativizar la validez de esta conjetura dado que la duplicidad de naves (e incluso de tem-plos) no es un fenómeno característico ni de lo rupestre, ni de lo hispánico ni de lo monástico.

Tampoco parece viable la comparación con las iglesias abaciales construidas durante el periodo altomedieval para las que, por otro lado, tampoco estamos en la actualidad en dis-posición de ofrecer garantías suficientes de su carácter monacal (MORENO, 2009a). A prio-ri, una de las características más evidentes de estos templos monásticos, si nos basamos en los testimonios literarios, sería la presencia de espacios acotados y reservados para los miem-bros de la comunidad –chorus–. Pues bien, Azkarate (1988: 344), en los once ejemplos que analiza para el territorio alavés, solamente en uno encuentra indicios que puedan avalar la presencia de elementos segregadores. En cambio Monreal (1989: 238), contando con un corpus mayor, sí habla de la presencia de coros y tribunas altas en las iglesias rupestres del valle del Ebro.

Veamos qué sucede cuando sometemos la nómina de templos rupestres aislados que he-mos manejado50 a un cuestionario compuesto de dos únicas preguntas: A.– ¿con qué indicios contamos para considerarla monástica?; y B.– ¿cuáles son los motivos para considerarla alto-medieval?

A.– ¿Con qué indicios contamos para consi-derarla monástica? (fig. 14):

– Ningún argumento. 6– Doble nave. 1– Existencia de canceles. 1– Referencias documentales seguras. 1– Referencias documentales imprecisas. 2– Leyendas no confirmadas. 1

B.– ¿Cuáles son los motivos para conside-rarla altomedieval? (fig. 15):

– Elementos tenidos genéricamente como altomedievales (arcos de herradura, can-celes, cruces, enterramientos). 4

– Por cumplir una supuesta “tipología pre-rrománica” de nave y cabecera única rec-tangular. 5

– Leyendas no confirmadas. 1– Excavación. 1– Simplemente por su condición de rupes-

tre. 1

En definitiva, los datos positivos que permi-tan certificar la naturaleza de una iglesia rupes-tre como altomedieval y monástica, se basan, en muchas ocasiones, en paralelos formales, ele-mentos aislados y relatos de naturaleza legenda-ria. He aquí la prueba evidente de la necesidad

Fig. 14. Gráfica con los resultados sobre la consideración monástica de las iglesias rupestres tomadas en cuenta en el texto

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de emprender estudios individualizados como los que venimos requiriendo.

Hagamos este mismo ejercicio con aque-llos otros templos en cuyas proximidades se encuentran cavidades que, interpretadas como celdas51, vienen en apoyo a su consideración como templo de una comunidad eremítica52. Las preguntas serán las siguientes: a.– ¿cuáles son los indicios para considera este conjunto como colonia eremítica?; b.– ¿cuáles son los da-tos que certifican su cronología prerrománica?; c.– además de la iglesia y las celdas ¿qué otros componentes básicos en la vida monástica han sido identificados? Estos son los resultados:

a.– ¿Cuáles son los indicios para considerar este conjunto como colonia eremítica? (fig. 16):

– Referencias documentales que garantizan la presencia en el lugar de un grupo de eremitas. 5

– Referencias documentales dudosas. 1– Por asociación iglesia-celdas. 29

b.– ¿Cuáles son los datos que certifican su cronología prerrománica? (fig. 17):

– Referencias documentales. 3– Evidencias epigráficas. 2– Evidencias epigráficas dudosas. 1– Paralelos formales (tanto icnográficos co-

mo en alzado). 20

Fig. 15. Gráfica con los resultados

sobre la cronología otorgada a las

iglesias rupestres tratadas en el texto

109

Fig. 16. Resultados acerca de la consideración como

eremitorios de los conjuntos rupes-tres tratados en este trabajo

Fig. 17. Gráfica con los resultados sobre la cronología altomedieval de los conjuntos rupestres citados en el texto

Francisco J. Moreno Martín

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– Graffitis o cruces de época indetermina-da. 4

– Enterramientos genéricamente altome-dievales. 5

c.– Junto a iglesia y celdas ¿qué otros com-ponentes básicos en la vida monástica han sido identificados? (fig. 18).

– Ningún otro componente. 31– Lugares de posible uso común. 3– Baptisterio. 1

En resumidas cuentas, un elevadísimo por-centaje basan su función monástica en la aso-ciación iglesias/celdas, su cronología en parale-los formales (en muchas ocasiones sobre otros casos igualmente discutidos, véase el ejemplo malagueño) y, además de todo esto, solamen-te en cuatro se han identificado –con dudas– otros componentes propios de estas lauras semi-eremíticas. A modo de conclusión, en el vértice en el cual confluyen tres componentes;

arquitectura rupestre, espacio cultual y espa-cios de habitación, se encuentra la piedra an-gular de muchos de los eremitorios propuestos por la historiografía. Ahora bien, este castillo de naipes se nos desmorona cuando uno de esos ejemplos, tal vez el más completo, el conjunto de Las Gobas de Laño, que ha sido objeto de excavación arqueológica en los últimos años, nos revela con sorpresa un intrigante cambio de funcionalidad. Para sus excavadores cabe la posibilidad de que el conjunto se tratara de una aldea rupestre y no de un establecimiento eremítico. De los dos enterramientos hallados en el nivel de uso del supuesto monasterio, uno de ellos corresponde a un bebé de apenas unos meses (AZKARATE y SOLAUN, 2008: 137). Esta es, como ven, la compleja realidad mate-rial del eremitismo hispánico.

CONCLUSIONES

Tras los resultados expuestos, las dudas confesadas y las reticencias mostradas, enten-deríamos a quien pudiera acusarnos de cierto hipercriticismo en nuestros planteamientos53. Lo cierto es que éstos no responden más que a una cruda realidad y es que, en lo tocante al paisaje edilicio del monacato espontáneo alto-medieval, nuestro conocimiento se encuentra aún en un estado embrionario. De poco hu-biera servido ofrecer al lector otro aluvión de casos inseguros y es por eso que, aunque de manera imprecisa y titubeante, sometemos a su juicio un nuevo modelo de análisis.

Confesamos la incapacidad para localizar y documentar las viviendas de los solitarios y, aunque en menor medida, de anacoretas. Asu-mimos que las probabilidades de éxito aumen-tan cuando nos referimos a la variante cenobí-tica del ascetismo altomedieval e incurrimos en una flagrante contradicción del objetivo que nos fue propuesto, traicionando con alevosía el título del curso. Pero incluso en estos casos,

Fig. 18. Identificación de espacios monásticos (más allá de iglesia y celdas) en los conjuntos rupestres tratados en el texto

Los escenarios arquitectónicos del eremitismo hispano. Límites para su estudio

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para los que la densidad de celdas aumenta, y con ella la posibilidad de establecer su registro material, existe la probabilidad de confundir-los con establecimientos de tipo aldeano.

Solamente a través de trabajos individuali-zados, del cotejo entre la información arqueo-lógica y los datos textuales y del contraste e intercambio de resultados entre investigadores

de distinta procedencia podremos continuar avanzando. No tenemos ninguna duda de que los futuros seminarios de historia del monaca-to proporcionarán resultados jugosos en esta línea de trabajo, contribuyendo a incremen-tar los datos acerca de la realidad material de nuestro eremitismo altomedieval.

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NOTAS

* Este texto depende casi por entero de la conferencia dictada en el XXIV Seminario sobre historia del monacato, que llevó por título “La realidad material del eremitismo visigodo y al-tomedieval hispano”. Agradezco a Luis Caballero y a María de los Ángeles Utrero su lectura detenida y las matizaciones al mismo. También a José Ignacio Murillo, Carlos Cauce, Ju-lio Escalona, Guadalupe López, Manuel Luis Real y Carlos Tejerizo por contribuir, de un modo u otro, a su exposición pública.

1. Tema que ha centrado nuestra tesis doctoral, que con el título La configuración arquitectónica del monacato hispa-no (siglos IV-X) a través de la arqueología, las fuentes y sus usos fue defendida en la Universidad Complutense de Madrid en el año 2009. Quisiera agradecer el apoyo prestado por Luis Caballero y Aurora Ruiz, codirectores de la misma, así como las doctas matizaciones del tribunal que juzgó su aprobación: Fernando Olaguer-Feliu, José Ángel García de Cortázar, Isabel Velázquez, María Cruz Villalón y Giovanna Bianchi. El texto aparecerá publicado en breve en la Serie Internacional de Bri-tish Archaeological Reports.

2. A. AZKARATE (1991) ya se ocupó de glosar los testimonios arqueológicos de un eremitismo visigodo que entiende como un fenómeno difundido durante los siglos VI-VII y en cons-tante pugna con los poderes episcopales por el control de las comunidades cristianas rurales. De su intervención, además del exhaustivo inventario de los entonces considerados eremi-torios rupestres, vale la pena destacar la reivindicación en el uso del método arqueológico en el análisis de estos conjuntos. Pese a los obstáculos que plantea su ejecución, sobre todo en la estratigrafía vertical de los edificios excavados, la arqueología es, junto a la documentación y el estudio arquitectónico, el pilar sobre el que construir todo trabajo destinado al conoci-miento de estos conjuntos eremíticos.

A. M. MARTÍNEZ TEJERA (2006) se ocupa de realizar un riguro-so recorrido por las fuentes textuales con referencias a la ma-terialidad de estos complejos, incorporando en su discurso el elemento mozárabe andalusí. Amplía la propuesta de Azkarate añadiendo una serie de ejemplos que, desde una óptica positi-vista, le permiten garantizar la existencia de celdas individua-les y lauras eremíticas distribuidas por el territorio peninsular, especialmente en contextos rupestres y fronterizos, ya desde finales del siglo IV.

3. Aunque, ciñéndonos al tema de este seminario, solamente el de los solitarios debiera estar incluido aquí.

4. El prelado hispalense plantea esta cuestión en dos de sus obras fundamentales para el conocimiento de la cultura eclesiástica del siglo VII; De Ecclesiasticis Officiis y las Etimo-logías. Nos servimos de las últimas ediciones aparecidas de ambos textos; VIÑAYO (2007) y OROZ, MARCOS y DÍAZ Y DIAZ (2004).

5. “[...] quienes, alejándose del mundo, poblaron los desiertos y las vastas soledades a imitación de Elías y Juan Bautista, que

se internaron en el yermo. Estos eremitas, movidos de un in-creíble desprecio del mundo únicamente se encuentran felices en la soledad, alimentándose de agua que recibían de tiempo en tiempo; así, en total soledad y alejados de toda mirada hu-mana, sin permitir que nadie se les acercase, se recreaban en el único coloquio con Dios, a quien sirven con almas puras y, en aras de este amor, no sólo abandonaron el mundo, sino hasta el trato con los hombres” (ISIDORO DE SEVILLA, De Ecclesiasticis Officiis, XVI).“[...] son los que han huido lejos de la presencia de los hom-bres, buscando el yermo y las soledades desérticas...” (Id. Eti-mologías, VII, 13).

6. Quiere esto decir que podremos encontrar celdas individua-les que pudieran haber constituido el lugar de residencia para uno de estos falsos monjes. No hay motivos para creer que los eremitorios de los verdaderos ascetas gozaran de una tipología distinta a la de éstos.

7. Estos aedificiis rusticis son muy habituales en este momen-to. Isidoro los describe en el capítulo XV de sus Etimologías: choza es un habitáculo construido con palos, cañas y ramas, tugurium es una cabaña diminuta. Los aldeanos las denomi-nan capannae (cabañas) porque solamente acogen a una per-sona (capere unum).

8. En los últimos años se ha experimentado un notable avance en el método para la identificación y documentación de edi-ficios de este tipo dentro de núcleos aldeanos altomedievales (QUIRÓS, 2009), si bien se trata de concentraciones que favo-recen su identificación y excavación. Por su propia definición, las celdas monásticas, individuales y aisladas, serán práctica-mente “invisibles” en términos arqueológicos.

9. La excavación de basílicas como Casa Herrera (Badajoz) o El Gatillo (Cáceres) permitió documentar fases de ocupa-ción residencial de algunos de sus espacios. Estos procesos de reutilización son posteriores al cese de la actividad litúrgica de ambas iglesias.

10. GUTIÉRREZ GONZÁLEZ (1982: 45), considera posible iden-tificar la cueva leonesa de Corullón con la ocupada por un eremita del que existen referencias escritas en el siglo XII. En ellas se dice que el solitario “se alimentaba de pan, agua, aceite y algunas legumbres con sal”. El material cerámico recogido en superficie en el interior de la cueva corroboraría esta dieta, si bien no es un dato definitivo para confirmar tal hipótesis.

11. Como tópico recurrente, la evolución de eremitorio a cenobio ha sido confirmada por argumentos arquitectónicos e históricos en otras zonas de elevada actividad monacal. En Capadocia, la presencia de celdas eremíticas es casi un siglo anterior al establecimiento de comunidades regladas (RODLEY, 1985: 252).

12. De acuerdo con el relato hagiográfico recogido por YEPES (1609a: 121), la oquedad bajo la iglesia de San Pedro el Viejo fue ocupada por los eremitas Pelayo, Arsenio y Silvano, obli-gados a esta reclusión tras la invasión islámica. Hoy estamos en disposición de asegurar que la ermita es, en realidad, un edificio altomedieval, tal vez correspondiente a la fundación

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condal, con paralelos en otras fábricas monásticas del territo-rio burgalés, riojano y alavés (CABALLERO y otros, 1994).

13. Seguimos la traducción de la Vita llevada a cabo por MIN-GUELLA (1883).

14. Especialmente poyos, elementos de suma importancia den-tro de la historiografía que se ha ocupado de los conjuntos mo-násticos rupestres. Su presencia sería suficiente para justificar la ocupación por parte de un monje, y así lo expresa AZKARATE (1988: 379) en relación a los conjuntos alaveses. Esta interpre-tación queda en entredicho tras los trabajos de este mismo au-tor en Las Gobas (Id. y SOLAUN, 2008), donde la excavación de ciertos sectores abren la posibilidad de que tales emplazamien-tos no fueran monasterios rupestres sino aldeas. Vid. infra.

15. La tradición popular pretenden identificar este lugar con el del retiro de Domingo Manso antes de ingresar en San Mi-llán de Suso (MONREAL, 1989: 228).

16. “[...] que después de perfeccionados en la vida cenobítica, se recluyen en pequeñas celdas, apartados de todo contacto humano, sin consentir que nadie se les acerque, pasan la vida en la sola contemplación de Dios...” (ISIDORO DE SEVILLA, De Ecclesiasticis Officiis, XVI).

“[...] quienes, después de la vida cenobítica, se dirigen a los desiertos y habitan solos en parajes despoblados: se les ha da-do semejante nombre por haberse apartado lejos de los hom-bres. Los anacoretas imitan a Elías y a Juan...” (Id. Etimolo-gías, VII, 13).

17. Al igual que sucedía con los eremitas, Isidoro (De Ec-clesiasticis Officiis, XVI) denuncia a aquellos monjes que ca-muflan su deseo de una vida relajada y tibia bajo un barniz anacorético.

18. Estos autores ya fueron citados por ÍÑIGUEZ (1955: 35) en su estudio acerca de las “viejas” iglesias españolas, muchas de ellas excavadas en la roca. Aunque el relato se refiere exclusi-vamente al ámbito berciano del siglo X, creemos posible hacer extensible esta costumbre a otros espacios geográficos y tem-porales, dada la tendencia de los monjes del lugar, y especial-mente de Genadio, a la recuperación de los usos establecidos tres siglos antes por Fructuoso y Valerio.

19. Por la técnica constructiva y el módulo en los sillares que se utiliza (BOHIGAS, 2000: 261).

20. También consideramos la función de celdas anacoréticas para las estructuras arruinadas que se localizan en las proxi-midades del perímetro marcado por el vallum monasterii de santa María de Melque (MORENO, 2009b: 527). Carecen de un estudio individualizado y fueron consideradas de forma hipotética en un primer momento edificios con carácter de-fensivo de época islámica (CABALLERO y LATORRE, 1980: 49 y 738). En un último trabajo, CABALLERO (2007: 95) se abstiene de otorgarles función concreta.

21. “[...] hacen vida común a ejemplo de aquellos santos de Jerusalén que, en tiempo de los Apóstoles, vendían todos sus bienes y los distribuían entre los pobres y convivían en santa comunidad, sin llamar suyo a nada, lo tenían todo en común (Act. 4, 32), con el alma y corazón unidos en dios. De esta

forma de vida traen su origen los monasterios...” (ISIDORO DE SEVILLA, De Ecclesiasticis Officiis, XVI).

“[...] a quienes podemos definir como ‘los que viven en co-mún’, pues el cenobio es propio de muchos...” (Id. Etimolo-gías, VII, 13).

22. Alcanzarán una elevada complejidad en Palestina. Pese a que poseen algunas diferencias con las egipcias (aquí no existe refectorio común) su grandiosidad se hace palpable en casos como en las llamadas “lauras de desfiladero”, algunas aún en pie (Mar Saba).

23. Especialmente elocuente resulta la donación a Peñalba de una propiedad personal del obispo: “Que la mitad de este lu-gar sea de Santiago de Peñalva, que es casa monasterial y de las demás reclusiones que están allí cerca por la salud de las almas y para que coman los monjes, cuando en días señalados se juntaren, y la otra mitad sea para que, por partes iguales, se repartan entre las demás ermitas todos los frutos que en ellas se cogieren, y se gastasen para el vestido y sustento de los monjes” (YEPES, 1609b: 204).

24. En cierto sentido, recuerda también a la permuta estableci-da entre el monasterio burgalés de San Pedro de Berlangas y el conde García Fernández en el año 972, momento clave para la fundación del infantado de Covarrubias y en el que aparecen las firmas de los eremitas que ocupaban el lugar confirmando el documento fundacional (ESCALONA, 1997: 227 a 231).

25. Como preámbulo de esta errónea asociación basta con presentar el complejo monástico suburbano mozárabe de Bo-bastro, en las Mesas de Villaverde (Málaga), constituido en auténtico baluarte espiritual de la revuelta hafsuní del siglo IX, y en el que una parte de su templo está excavado en la roca (MARTÍNEZ ENAMORADO, 1998: 50; PUERTAS, 2006: 56). Un extraordinario ejemplo foráneo que pone en entredicho tal afirmación lo encontramos en el monasterio palestino de Khirbet ed-Deir, fundado a inicios del siglo VI, (HIRCHSFELD, 1992: 39 a 42), donde una parte importante de sus compo-nentes, entre ellos la iglesia y el refectorio, están parcialmente tallados en la roca, pero la organización refleja un claro senti-do comunitario propia de un cenobio.

26. Ejemplo elocuente de la fantasía con la que son observa-dos estos padres del monacato es la tradición popular que llega incluso a situar a Atanasio de Alejandría, codificador de la vida del monje Antonio en el siglo IV, habitando el eremitorio de Valvanera (ABAD, 1999: 294).

27. Agradecemos al profesor F. Gutiérrez Baños el habernos facilitado esta referencia.

28. Es en la reunión XXV, del año 1563, donde se trata acerca de la invocación, veneración y reliquias de los santos y de las sagradas imágenes.

29. Esta actitud de los benedictinos del XVII es totalmente in-teresada. La exaltación del modo de vida solitario sirve como prólogo a la glorificación del ideal comunitario que pronto se impondrá bajo la regla de San Benito: Donato, llegado de África en el siglo VI, ya sería fraile benedictino (YEPES, 1609: 5), como también lo fue San Millán (Id.: 47 y 61). El ere-

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mitorio de San Juan de la Peña se convierte en una “buena abadía” con la recepción de la regla y, por último, el colofón en esta sentencia del mismo Yepes (Id.: 311): “Pero porque de aquí adelante tengo de tratar muy a menudo de sus fábricas y fundadores, para no andar averiguando a cada paso qué hábito traían, se de por regla universal que todos los monjes de acá de España, hasta los años de mil y ciento, eran de la Orden de San Benito...”

30. El verbo “labrar” parece llevar implícita la excavación de una celda. Sin embargo, en una reciente traducción de esta misma obra, la profesora VELÁZQUEZ (2008) propone: “se di-rigió a un paraje solitario con unos pocos hermanos y allí se construyó una morada muy pobre” (V.S.P.E. III, 8, p. 67).

31. El padre YEPES (1609) lo expresa de manera poética dicien-do que “[...] la perfección monástica, ha seguido el curso que lleva el sol; y que, como primero nace en Oriente y le deja, y después calienta, alumbra y alegra el Poniente, assí cuanto bueno tuvo el Oriente se nos ha venido al Occidente, dexando desamparadas aquellas partes”.

32. Comparación que ya establece Braulio de Zaragoza en el relato hagiográfico de la vida de San Millán y de la que se ha-cen eco estos primeros cronistas (Id.: 45). Menos justificable es, en nuestra opinión, que existan trabajos actuales donde se insista en este tipo de relaciones fruto de la retórica literaria de nuestros eruditos eclesiásticos (BARRAL, 2003: 150).

33. En contra de esta lectura de las fuentes textuales se mues-tra AZKARATE (1988: 497), apoyándose en el registro arqueo-lógico extraído en los conjuntos alaveses donde, al contrario, parece que fueron abandonados coincidiendo con la llegada de los contingentes islámicos.

34. Incluso ÍÑIGUEZ (1955: 39) considera estos establecimien-tos la única vía asequible para conocer la arquitectura prebe-nedictina hispánica.

35. Tal idea parece tener su asiento en la renovación cultural ilustrada. En España, es a partir del reinado de Carlos III cuan-do la Administración Pública presta atención a las viviendas excavadas. Son muy explícitas las referencias del corregidor de Guadix a las cuevas del lugar en un informe remitido en 1807: “Es imponderable el perjuicio tanto físico como político, y aún moral, el que se experimenta en dicha ciudad por hallarse a la circunferencia de ella, y envueltas en un número casi infi-nito de pequeñas cañadas, montes terrosos de corta elevación, con varias vueltas y revueltas, y que presentan poco menos que un laberinto, hasta setecientas familias encerradas en las cavernas de la tierra, con muy poca o ninguna ventilación, oscuras, mucha humedad, y de rara naturaleza [...] pudiéndo-se asegurar que alguno de los actuales habitadores, y si estos no, sus causantes inmediatos, fueron hombres oscuros que no pudiendo vivir en el seno de su patria, en los que siendo desconocidos, o en que tan poco celo se mostraba, pudiesen continuar su vida licenciosa y delincuente [...] habiendo acre-ditado la experiencia no pocas veces que siendo el receptáculo de malhechores de ambos sexos, y de todas partes, se hace, si no imposible, si muy difícil su averiguación por la facilidad de ocultarse y desaparecerse...” (ASENJO, 1990: 138). En el Reino

Unido su uso como viviendas fue prohibido el año 1915 (BRA-NIGAN y DEARNE, 1992: 13).

36. Tal vez uno de los más espectaculares sea el de la ciudad celtíbero romana de Tiermes (Soria). Allí la roca arenisca es tallada como base del suelo, cimientos o arranque de las pa-redes y soporte de las vigas que componían los forjados de los pisos, habiéndose documentado edificios con hasta tres alturas. Esta particularidad no impide la confección de mo-delos tipológicos domésticos similares a los de la arquitectura construida, como la llamada Casa del Acueducto (ARGENTE y DÍAZ, 1994).

37. A la composición geológica hemos de sumarle las con-diciones climáticas y la disponibilidad de otros materiales de construcción. Todos estos elementos sirven para explicar la tendencia hacia la construcción de cuevas artificiales en deter-minadas regiones y, lo que es más importante, la generación de modelos rupestres similares. En opinión de JESSEN (1955: 150), las coincidencias climáticas, la relativa ausencia de ma-dera y el poseer un suelo fácilmente horadable son rasgos que emparentan dos regiones tan distantes como Capadocia y la Península Ibérica.

38. Estos autores llegan a establecer el ritmo de trabajo diario de una única persona percutiendo el “piccone” sobre el tufo volcánico en la región de Toscana: de 1’5 a 7’8 m3 por jornada.

39. Este rasgo podría convertirse en un elemento de datación. En un reciente estudio, SÁNCHEZ ZUFIAURRE (2008: 327) el uso del cincel de filo cóncavo característica propia de edificios levantados en territorio alavés entre los siglos VIII y IX.

40. Las iglesias rupestres de Capadocia destacan por la orna-mentación pictórica (RODLEY, 1985).

41. En el caso de la arquitectura troglodítica capadocia esto es aún más evidente, dada la complejidad icnográfica y de acaba-do de los edificios (Id.: 223).

42. Aunque con la posibilidad de ser documentados arqueoló-gicamente, tal y como tendremos oportunidad de ver en el caso alavés de Las Gobas de Laño (AZKARATE y SOLAUN, 2008: 136).

43. Interesantísimos resultan los datos obtenidos por BRANI-GAN y DEARNE (1992) en la medición de temperatura en varias cuevas naturales británicas habitadas durante el periodo ro-mano. Muestra de esto son los realizados en la cueva de Ro-bin Hood, en Creswell Crags, donde las temperaturas en julio alcanzaban en torno a 10-13oC, mientras que en el exterior se encontraba en 24oC. En diciembre, en cambio, las tempera-turas exteriores bajaban hasta 4,5oC, mientras era mucho más cálido el interior, con 9oC.

44. En esta misma línea QUIRÓS y otros, 2009: 481.

45. Los denomina “de refectorio” y “de patio”, si bien estos últimos, de acuerdo con recientes investigaciones, no serían cenobios sino residencias palatinas completadas con edificios litúrgicos (THIERRY, 2002: 205).

46. Un caso paradigmático es la inscripción fundacional de la iglesia de San Martín de Villarén, a escasos kilómetros de Aguilar de Campoo (VAN DEN EYNDE, 1985). La primera

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transcripción concluyó ERA DCCCV (Era 805, año 767), aun-que posteriormente se ha revisado y convertido en ERA MCXXV (Era 1125, año 1087).

47. Para dilucidar estos interrogantes puede ser factible basar-nos en esquemas como los fijados para el ámbito anglosajón por BRANIGAN y DEARNE (1991) o francés (RAYNAUD, 2001). En ellos, el uso de una cueva como lugar de oración o eremi-torio es una posibilidad más que debe ser enjuiciada junto a otras funciones: residencia laica, almacén, refugio, etc. El trabajo de GUTIÉRREZ GONZÁLEZ (1982) para una parte del territorio septentrional de la Península Ibérica arranca de pre-supuestos muy similares.

48. Merece la pena dejar apuntado un interesante debate his-toriográfico en torno a este asunto. A finales de los años –70 del siglo pasado, el profesor González Blanco encabezó una propuesta a través de la cual muchas de las agrupaciones ru-pestres consideradas por aquel entonces eremitorios tendrían su origen en el siglo III como parte un fenómeno sociológico urbanístico de tipo civil que precede al monacato (GONZÁLEZ BLANCO y otros, 1979; Id. 1993). Sin descartar el hecho de que algunos núcleos de población civil habitaran en cuevas durante el bajo Imperio, en nuestra opinión estudios como los de Azkarate en conjuntos alaveses, donde se establece una cro-nología muy posterior al siglo III, impiden aplicar de manera sistemática este paradigma explicativo.

49. Se trata de una nómina aproximativa y necesariamente ampliable con otros muchos ejemplos que, por cuestiones de espacio, no son recogidos aquí. Para más detalles acerca de ca-da ejemplo remitimos al lector a la bibliografía que acompaña este trabajo.

50. A saber; Ermita de la Rebolleda (Palencia), San Pelayo de Rebolleda (Palencia), Santa María de Valverde (Cantabria), Campoo de Ebro (Cantabria), Cadalso (Cantabria), Cueva de los Moros en Manzanedo (Burgos), San Vítores en Tamayo (Burgos), Ntra. Sra. de Quijera en Sobrón (Álava), Villanueva de Soportilla (Burgos), Ribas de Tereso (La Rioja), Peña Hue-ca en San Vicente de la Sonsierra (La Rioja) y San Pedro de Rocas (Ourense).

51. Por el momento, daremos como válida la presencia de po-yos/lecho como elemento que autentifica dicha identificación (MONREAL, 1989: 258), puesto que así parece haberse confir-mado en otros contextos monásticos como el Alto Eufrates Sirio (EGEA, 2006: 798).

52. Los 35 casos que incluimos en esta nómina son San Millán de Suso, Las Gobas, Santorkaria, Virgen de la Peña, San Mi-guel de Faido, cuevas de Loza, San Martín de Villarén, Ormita Peña en Villarén, San Martín de Albelda, San Pedro de Argés, Olleros de Pisuerga, Presillas de Bricia, Arroyuelos, Cuevas del Tobazo, Montejo de Bricia, Tartales de Cilla, San Martín en Herrán, El Pópilo, San Mamés de Obarenes, Corro, Cuevas de la Ermita de San Juan, Sarracho, Virgen de la Peña Tosan-tos, Cuevas del Castillo, Viguera, San Tirso, El Juncal, Patio de los curas, iglesia de La Oscuridad, Ntra. Sra. de la Cabeza, conjunto de Coín, Archidona, Algaidas, Giribaile, Valdeca-nales. Remitimos al lector a la bibliografía aneja para datos referidos a ubicación, cronología y función de cada uno de estos conjuntos.

53. Como de hecho así fue en ciertos comentarios, que apro-vecho para agradecer, realizados fuera del debate por algunos de los asistentes al curso.

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