Antología de la ciudad naviera -...

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Antología de la ciudad naviera:

cuentos de Puerto Peregrino

los ríos profundosContemporáneos

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Óscar B a r r i e n t o s B r a d a s i c

Antología de la ciudad naviera:

cuentos de Puerto Peregrino

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© Óscar Barrientos Bradasic

© Fundación Editorial el perro y la rana, 2008

Centro Simón Bolívar, Torres del Silencio.

Torre Norte, piso 21. Oeste. Esquina Pajaritos.

Parroquia Catedral.

Caracas - Venezuela, 1010

telefs.: (58-0212) 377-2811 - 8084986

correos electrónicos:

[email protected]

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páginas web:

http://www.elperroylarana.gob.ve

http://www.ministeriodelacultura.gob.ve

isbn 978-980-14-01-68-1lf40220088004079

Corrección

Carlos Ávila y Jefferson Martínez López

Diagramación

Jenny Blanco

Diseño de portada

Carlos Zerpa

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La Colección Los ríos profundos, haciendo

homenaje a la emblemática obra del peruano

José María Arguedas, supone un viaje hacia

lo mítico, se concentra en esa fuerza mágica

que lleva al hombre a perpetuar sus historias y

dejar huella de su imaginario, compartiéndolo

con sus iguales. Detrás de toda narración está

un misterio que se nos revela y que permite

ahondar en la búsqueda de arquetipos que

definen nuestra naturaleza. Esta colección

abre su espacio a los grandes representantes

de la palabra latinoamericana y universal,

al canto que nos resume. Cada cultura es un

río navegable a través de la memoria, sus

aguas arrastran las voces que suenan como

piedras ancestrales, y vienen contando cosas,

susurrando hechos que el olvido jamás podrá

tocar. Esta colección se bifurca en dos cauces:

la serie Clásicos concentra las obras que al

pasar del tiempo se han mantenido como

íconos claros de la narrativa universal, y

Contemporáneos reúne las propuestas más

frescas, textos de escritores que apuntan hacia

visiones diferentes del mundo y que precisan

los últimos siglos desde ángulos diversos.

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Y en cuanto a la acción, que va a comenzar, se desarrolla en Polonia, es decir, en Ninguna Parte.

Alfred Jarry

Yo, que he amado hasta tener sed de agua, luz sucia;yo que olvidé los nombres y no las humedades,

ahora moriría fieramente por la palabrita de consuelode un ángel,

por los dones cantables de un murciélago triste,por el pan de la magia que me arrojara un brujo

disfrazado de reo borracho en la celda de al lado…

Roque Dalton

–Cuando yo empleo una palabra –insistió Tententieso en tono desdeñoso–significa lo que yo quiero que signifique, ¡ni más ni menos!

–La cuestión está en saber –objetó Alicia– si usted puede conseguir que laspalabras signifiquen tantas cosas diferentes.

–La cuestión está en saber –declaró Tententieso– quién manda aquí... ¡si las palabras o yo!

Lewis Caroll

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11Incierto lector:

No es lo mismo llegar a Puerto Peregrino de día que de noche.

Cuando el forastero llega con el sol, vislumbrará desde el mar una ciudad de grandes atalayas y estatuas de bronce, con palacetes coloniales rodeando una perfecta herradura que une un río verdoso al codo del océano. Seguramente, la imagen le remi-tirá a un bello animal de pelaje blanco durmiendo su siesta en el corazón de una bellota.

Si arribas de noche, llamará la atención su costanera de luces titilantes fundidas en el entramado de sus callejuelas labe-rínticas, y a lo lejos, el aullar sincopado de sus burdeles, los navegantes blasfemando dialectos de ultramar, el entierro de la sardina y todo lo demás. La forma irregular de sus cerros le suge-rirá al forastero, un búho posado entre la penumbra y el océano. Alguna vez también fui un forastero en esta ciudad.

Ahora la ciudad me habita.Hace años que merodeo a lo largo de sus plazuelas olvidadas

por todos los dioses; por la Puerta del Viento, el Barrio Visigodo y La Sociedad Pitagórica; por los paseos peatonales; por sus bares delirantes y escondidos en el vientre de una estrella; sus tiendas de libros usados; sus ventanas abiertas al rugido del océano.

Quiero presentarte a algunos de los personajes que conocí en Puerto Peregrino por medio de este precario manojo de his-torias. Al poeta Aníbal Saratoga y sus fábulas alegóricas, a pros-titutas y heroínas, a bebedores y taumaturgos cuyas palabras se pierden en el humo del cigarrillo, en el signo del olvido.

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colección los ríos profundos

s Incierto lector

Puerto Peregrino está allí, como petrificada a orillas del Estrecho de las Sirenas Tristes, con sus olas besando el emboca-dero de las naves que atracan a sus anchas.

Su geografía no puede ser más nebulosa. La ciudad cambia de topónimo según la dirección del viento. A veces se llama Panteonero; otras veces, Paraíso encerrado en una botella; otras, República de los jardines marinos.

Cada vez que uno llega a la plaza encontrará al santurrón con sotana de saco, aconsejando al corsario de aretes dorados con refinada bellaquería; o quizás, al joven de los mandados dán-dole mensajes de parte de su señor a la ramera que aguarda en la esquina, mientras el avaro y el buhonero observan la escena como en el marco de un cotidiano sainete.

Ya verás, siempre que intento describirla sobreviene la tris-teza disfrazada de elegía o tomando la forma de un barco cuyo velamen se pierde en el cielo.

Muchas ciudades fueron fundadas en virtud del sortilegio: Cipango atestada de vasijas de oro en la bitácora de navegantes; Atlántida, aún en las profundidades gobernada por el cetro de Poseidón; Tebas y sus cien puertas de color granate; Nínive, la ciudad de los prodigios; Lemuria anclada entre las serpientes de la sabiduría.

Sin embargo, Puerto Peregrino se funda en una travesía.Tiene algo de la serenidad de Alejandría, la fisonomía adusta

de Corinto, la atmósfera desenfrenada de Babilonia. Ciudades como espadas, como gárgolas, como seres con el alma filuda, tejeríamos toda la capa de la tormenta en esa paradoja, seríamos dioses orilleros, piedras misteriosas arrojadas al abismo, veletas, sueños olvidados por los vientos contrarios.

Puerto Peregrino bien puede definirse como el territorio de la melancolía.

En sus calles encontrarás el inútil, pero épico esfuerzo que hace el pasado por tragarse el universo. Otorga al transeúnte la inquietante sensación de mutarse continuamente en todo lo que olvidaste, en lo que alguna vez se amó, a veces en las pesadillas más recónditas, como si viajaras por las aguas del topos uranos.

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Óscar Barrientos Bradasic Antología de la ciudad naviera

Recuerdo que una vez, en la terraza de un bar, desde donde se observaba la bahía diluyéndose en una alambicada alfombra de luces, le comenté a mi amigo, el poeta Aníbal Saratoga, algo de ésto. Le dije que Puerto Peregrino poseía la extraña capacidad de mutar sus calles y edificios en océanos de tiempo, tan pronto me daba la sensación de merodear los muelles de Lisboa, las inmediaciones fluviales de El Cairo, los bares de Salamanca, el malecón a mar abierto de La Habana.

—Es natural —contestó Saratoga— Puerto Peregrino no es exactamente una ciudad, sino más bien un barco.

La afirmación del poeta no pudo dejar de sorprenderme.—De día la ciudad se incrusta en la llave de la isla de Obatu

y extiende sus largas amarras hasta el fondo del océano, es decir, fondea junto a las embarcaciones que descansan en sus costillas. Pero apenas el sol se oculta, leva sus anclas y navega en la noche para perderse en tus sueños y retornar con el viento, como un recuerdo que vuelve a su justa verdad, a la sombra escondida en la región de la nostalgia.

Saratoga extendió su mano indicando el horizonte y pude ver cómo la ciudad asentaba su proa sobre la isla a la manera de un pequeño dios reposando al borde de la bahía.

Los personajes que siguen, los conocí en esa nave que se abría paso iluminada por la luna. Son parte de este bajel tamba-leante, son instantáneas de la otredad.

Esos somos nosotros también… levedad, capricho de los vientos, espíritus de trapo derruidos y durmiendo en el baúl de los mitos.

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14 El diccionario de las veletas

Cada ciudad tiene su aire, sus maneras, por las que se distingue a un hombre de otro, con sólo verlos. Hay ciudades llenas de felicidad y ciudades llenas de

placer, y también ciudades llenas de melancolía.

Lord Dunsany

Caminé por ciudades tristes y delirantes, coloridas algunas como girasoles sonrientes, anodinas otras bajo lluvias que no mojan, unas pocas tenían rostro o edificios con semblantes dor-midos, ciudades con lagos de acero, con carnavales de muerte, con zócalos de piedra y también esas que el tren omite en su marcha y en cuyas estaciones suben las damas más bellas que he visto, para luego bajarse y dejar en ruinas un mundo que estaba por hacerse.

Algunas de esas ciudades las llevo en la piel como signos tatuados por el tiempo: Valdivia con su palo de agua cantando en la noche infinita, La Habana o esa muchacha cuya falda volaba entre el océano y el viento, Salamanca en medio de bares que se esfuman al amanecer, cierto sentimiento azul como la noche en Oporto, tal vez Zagreb que era como una catedral que encerrase todo el invierno.

Todas ellas guardan la íntima sustancia, el compás huraca-nado de mis días.

Pero sólo mi paso por Puerto Peregrino fue capaz de sem-brar en mí una alegoría interminable, donde los temperamentos más contradictorios encontraron su justa verdad. Ahí me sentí tan angustiado como dichoso, al estilo de un náufrago que escoge su exilio.

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Óscar Barrientos Bradasic Antología de la ciudad naviera

Ese sentimiento puede deberse a que Puerto Peregrino es una ciudad costera que se encuentra en el extremo de una isla. El archipiélago de Obatu, situado a ciento ochenta y tres millas de la república de Bielovia.

Uno de sus escritores más connotados definió alguna vez el estado insular de Obatu como “una isla descontenta de su insu-laridad”. Según cuentan realizó esta afirmación mientras miraba el mar con esa lenta agonía que es la desesperanza.

Creo que la denominación es certera. En esa isla parecen aplacarse todos los temperamentos de la naturaleza.

Hablo de una transición entre el agua dulce y el agua salada, con su boca oriental que da al Estrecho de las Sirenas Tristes y su boca occidental que es el río Las Máscaras, el cual atraviesa toda la ciudad como una gran serpiente verde. Más que una isla es un archipiélago con puntas, que asemeja (desde el aire) la mano de un gigante de piedra ansioso por coger esas pequeñas islas como dulces frutitas verdes. Aquellos minúsculos islotes que rodean a la isla tentacular se encuentran habitados por pescadores arte-sanales que cazan un crujiente crustáceo llamado “heliodoro”, plato típico del lugar.

La isla sólo posee tres ciudades propiamente tal: Voltana (que se encuentra en el centro y es la más pequeña), Terión (famosa por sus sólidos acueductos) y Puerto Peregrino, la capital, una ciudad sembrada de fantasmas y sentimientos vagabundos.

El nombrado puerto es, de cierto modo, una visión digna de reseñarse. Desde el límite superior de la costanera, hoy se avizora una ciudad sospechosamente industrializada, con sus enormes máquinas portuarias junto a barcos de considerable tonelaje que atracan en sus estribaciones, como ballenas torpes.

El centro de la ciudad se constituye por viejos edificios con formas anodinas y por la conocida plaza de Esculapio, allí reposa la estatua del dios de los galenos entre los árboles con sus serpientes enrolladas, y los ancianos se sientan en los bancos a esperar respuestas que en el tiempo jamás llegan.

Caminando por la avenida principal rumbo a la costanera se halla un extraño monumento llamado El Rostro del Espanto:

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colección los ríos profundos

s El diccionario de las veletas

Es una figura que da al mar saludando a los navíos, advirtién-doles que arriban a un puerto donde el absurdo puede alterar la realidad hasta deformarla incluso en sus dimensiones más ado-cenadas. Es un fauno sonriente montado sobre un unicornio, es el triunfo de la Sorna sobre la pulcritud de la Natura, la efigie de Pan trayendo el perfume del bosque sobre el caballito de las astu-cias y la ingenuidad agregada al misterio.

Sí, mitología capaz de interpelar al viajero con el sabor anti-cipado del mal, configurado a través de sombríos bestiarios. Esa estatua es el blasón de los animales feroces, incluso cuentan, que en épocas pasadas, ladrones y saltimbanquis entregaban flores al fauno como ofrendando belleza al emperador de los soñadores trágicos.

La adversidad vestida con las voces del bosque. El unicornio es la inocencia, el fauno, la malicia. El caballo expone ante los ojos todas las aristas del viento, recorre la ladera como un animal mítico en busca de la sombra; el fauno es el pánida que se funde entre los árboles y que torna su cuerpo de hojas secas en esa son-risa con muchos dientes que observan los marinos cuando los barcos ingresan a Puerto Peregrino.

La costanera acaba en un puente de minucioso metal que conduce hacia un lugar llamado Isla Cívica, donde se halla la Universidad del Abedul, enclavada entre extensos naranjales que parecen bosquejados en tenue acuarela cuando la tarde se extiende más allá de sí misma.

Es el mayor centro de divulgación intelectual de la isla, sobre todo en el terreno de ciencias emergentes. No lejos del puente que atraviesa el río Las Máscaras y el Instituto de Artes Escénicas, se encuentra el Palacio de Gobierno, construcción de márfil sólido que se alza inesperadamente entre las calles cercanas con la severa arrogancia de quien gobierna una isla donde el caos genera una extraña armonía similar al silencio.

Frente al Palacio de Gobierno circulan bellas mujeres que se ajustan el sombrero para que el viento no se los lleve y los funda en el océano como pájaros sin plumas.

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Óscar Barrientos Bradasic Antología de la ciudad naviera

Los vehículos que pasan por la extensa avenida circulan como si no existieran.

Casi desde este sitio se observan algunas maquinarias en desuso que el puerto abandonó y que se hallan matizadas con sendos churretones de óxido. Estas ruinas de un pasado indus-trial menos anémico armonizan con una vieja plataforma de petróleo abandonada en medio del mar hace más de treinta años. No obstante por las noches encienden sus potentes reflectores y asemeja un faro fantasmal por lo derruido y nebuloso.

En los suburbios de Puerto Peregrino se encuentra el oscuro Barrio Visigodo, con sus callejuelas estrechas y sus librerías antiguas.

En fin, Puerto Peregrino es una ciudad triste, lenta, con olor a libro viejo. Sus calles son grises incluso en primavera y cuando los niños encumbran cometas en sus parques, éstos parecen retraídos a la provocación del viento y terminan naufra-gando en el aire. En otras palabras es un lugar construido para paseantes silenciosos, para ancianos solitarios, para bebedores insondables.

Hacia el límite superior de la costanera se erige otra cara de ese gran carnaval del espanto, quizás en forma más rotunda que el sombrío monumento: En medio de la acostumbrada neblina se alzan las torres de la catedral (la única genuinamente gótica que tiene el país).

Cada detalle de la iglesia monumental, la nitidez intole-rable de sus vitrales, el relieve de sus formas sobrecargadas de aparatosas esculturas alegóricas logran comunicar esa ansiedad barroca y lacerante que Víctor Hugo definía como la mano del obrero gobernada por el ingenio del artista.

Acaso otros detalles más heréticos que históricos, dan sentido a la magna construcción. Su cercanía al Estrecho de las Sirenas Tristes hace desembocar sus bases en helados roqueríos que las olas lastiman con la violencia del océano.

Pero son sus gárgolas las que marcan esa diferencia oscura, rayana en lo siniestro, en donde la altivez se vistió con una tosca sonrisa de piedra.

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colección los ríos profundos

s El diccionario de las veletas

La gárgola que más resalta es la que se ubica sobre un empalme en los altos de la catedral y cuyo rostro sonriente encara el mar. Entrega la extraña sensación de haber sido agregada por los gruesos tarugos que la unen a la piedra y por su rostro afi-lado, excesivamente lúgubre, teñido de ese color granate que se adquiere tras largos años de humedad y aire salino.

En esta suerte de tour que entrego al gentil lector, sin otro ánimo que el turismo quisiera destacar un lugar en especial, la plaza de Puerto Peregrino llamada La Puerta del Viento. Un Puerto es, como todos saben, la puerta del mar, y los que dise-ñaron esta ciudad lo sabían, inflamados por una empresa incierta, digna de un iluminado o un taumaturgo.

Se trata de una estatua ecuestre cuyo caballo parece repre-sentar la velocidad. El jinete, por su parte, lleva en la mano una veleta que gira interminablemente.

En la piedra se puede apreciar esta inscripción:

“Quien arribe a Puerto Peregrino conocerá el diccionario de las veletas”.

Es una creencia popular que algunos respaldan con argu-mentos algo metafísicos. Algunos sostienen que cuando algún forastero observa la veleta girar, hace que su espíritu se quiebre en pedazos para fundirse con el de otros espíritus. El alma del transeúnte vagará por los caminos que el viento autorice, se inter-nará en la casa de sus habitantes como un viento que entra por las ventanas, en otras palabras, se fundirá al temperamento de la ciudad.

Mi escepticismo suele impedirme esas disquisiciones eté-reas, aunque existan hechos innegables. Apenas vi la veleta girar sobre sí misma en la mano del jinete que empuñaba la espada del cielo, supe que en este lugar conocería difíciles sensaciones, los palimpsestos que la ciudad arroja en sus monumentos y a sus moradores.

La veleta gira interminablemente generando personajes que no demoran nada en transformarse como espectros, el tedio

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Óscar Barrientos Bradasic Antología de la ciudad naviera

ejecutando su epopeya en el infinito, quizás el júbilo de una ple-nitud nunca completa, el viento llevará el alma del paseante por los senderos de lo inefable, creando clasificaciones nuevas sobre lo innombrado.

Por ello he retornado a sus calles para evocar a quienes conocí dibujados en el giro interminable de la veleta.

Por ello, incierto lector, quiero ofrendarte mi historia per-sonal de la melancolía, la ciudad que se descomponía todo el tiempo para aparecer en mis líneas, como un recuerdo en una taza de café.

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20 A propósito de un beso

…sus besos la habían maravillado, y pensaba todo el tiempo en ellos. Nunca había deseado devolvérselos, pues, según su idea, el hombre debía besar y la

mujer examinar en su alma los besos recibidos.

D.H. Lawrence

I

El puente que une la ciudad a Isla Cívica se ubica en un sector conocido como el Barrio de la Pescadería. Es parte del casco histórico de la ciudad y escenario principal de su fundación, al menos eso le dicen a los turistas. Un puente peatonal entonces, algo más, un soporte entre islas mientras las aguas del río Las Máscaras ya se tiñen de sal para fundirse en el océano. Cierto historiador afirmó que era el punto de encuentro de la ciudad, el lugar donde los conflictos se diluyen en una rémora infinita. Seguramente mencionó esa idea aludiendo a la vieja leyenda de Amadeo y Emilia.

Desde este balcón, puedo ver la ciudad sembrada de esa atmósfera a otoño que siempre termina poniendo las cosas en su lugar. Las cúpulas de las iglesias como recubiertas de cristal y el muelle con sus navíos torpes, velas y motores, esencias de una maqueta inmóvil, es como una lágrima en la mejilla del tiempo.

Las bandadas de pájaros hacen un extraño periplo desde el río Las Máscaras hasta la entrada del mar, luego regresan ritual-mente como antiguos mensajeros del crepúsculo.

En el centro del puente veo a una joven con un muchacho, dibu-jados borrosamente en la distancia. Se besan como repartiéndose

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Óscar Barrientos Bradasic Antología de la ciudad naviera

un mundo inaugurado hace sólo unos minutos; de alguna manera recrean el universo a su propia imagen. Si hasta parece una postal.

Es acaso el beso primigenio de los amantes o la invención del frenesí. Acaso la ruta del conquistador tras la personificación de lo innombrado. El puente que existía antes de la muerte, la res-titución de la égloga en una noche ligeramente real.

II

Amadeo era, en estricto rigor, un vagabundo que practicaba el oficio de la veleta, recorría la isla con sus harapos de saltim-banqui. Muchas veces surcó el Estrecho de las Sirenas Tristes, sabiendo que ninguna estrella le pertenecía. En ese tiempo Puerto Peregrino era un poco más que un villorrio de pescadores.

Cuando arribó al lugar, la gente de Puerto Peregrino obser-vaba con curiosidad a este hombre de barba desgreñada, que lucía una larga capa de piel, se parecía a un dacio de la columna de Trajano. Solía armar una mesa improvisada donde vendía extraños brebajes como caldos para la tisis y el reumatismo, pero también licores espirituosos que, según él, había recogido en tie-rras remotas.

Su lugar favorito era el atrio de la iglesia o el mercado. Luego relataba extrañas fábulas acerca del bien y el mal, comparaba la naturaleza humana a un péndulo de cristal o personificaba la vanidad como una odalisca con cuernos de marfil que recorría el bosque saltando de árbol en árbol. En fin, Amadeo era el merca-chifle finisecular de la literatura, un arpegio provenzal en medio de los pregones del pescado, más bien el ditirambo sin solem-nidad arrastrando su trashumancia de pueblo a pueblo.

A veces, imitaba el canto de los pájaros.Acaso su imagen tiene implicancias más azarosas que su

leyenda. Se proyecta en un repertorio inacabable de semblanzas que traspasan las edades como el sable de los bucaneros. A veces, me aventuro en busca de esos recuerdos. Amadeo es un con-cepto que persiste en todas las épocas con demasiada insistencia. Cambia de rostro y de circunstancia, asume nuevas empresas.

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colección los ríos profundos

s A propósito de un beso

Amadeo seguramente fue también mi compañero de banco en el colegio. Evoco su fisonomía resuelta y esa sonrisa excesiva-mente generosa. Era posiblemente el muchacho enamorado de la profesora de filosofía, a quien le escribió algunas rimas obscenas con un ingenio más suspicaz que agudo.

Es el muchacho que vaga con sus amigos por las esquinas fumando y colecciona revistas; que enamora a muchachas de manos morenas y muestra el trasero en mitad de la clase ante la carcajada general, ya que posee un galanismo algo bravucón y un concepto de la valentía rayano en lo insolente. Incluso alguna vez me di golpes con Amadeo bajo el árbol que estaba frente al colegio.

Es delgado y su signo es el histrión. Tiene cierta gestualidad atenta pero en su intento de vulgarizar todo sentido de lo épico, termina hipotecando sus vanos esfuerzos de emancipación. Es un peregrino que va tras un cometa que cae entre dos montañas. Su camino es una diversión que camina al filo de lo trágico y está perdida de antemano. Concluyendo, es un sobreviviente que alguna vez acarició ciertas quimeras inconfesables, las cuales fueron a parar en los cementerios del silencio. Cierta cuota de cinismo lo hacía proclive al caminante perpetuo sin otro equipaje que su bolsa andrajosa.

Los años transcurren y se alteran las indumentarias de la memoria. Quizás lo vi en otros países, durante tertulias de sobremesa relatando hazañas vividas por él en guerras contra pueblos bárbaros, a veces poco creíbles pero en cualquier caso genuinas narraciones orales de un alegorizador descarnado. No sería extraño que se llamase Amadeo el médico homeopático por quien me dejó una trigueña, de la cual me enamoré en una repú-blica costera y fría, dejándome en el andén de un abril lluvioso.

Tengo de él tantas instantáneas en la retina que en ocasiones se me olvidan. Lo he visto raptando mujeres en la grupa de caba-llos agrestes, vendiendo seguros de cuello y corbata en oficinas, cantando como villano en una zarzuela e incluso hemos bebido llorando penas de amor en bares de nota más que dudosa.

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No nos une la afinidad ni el rencor. Simplemente coinci-dimos en calles estrechas cada cierto tiempo y el escenario se pro-yecta por todo el infinito como un guijarro que cae al estanque, en cuyos círculos concéntricos aparece todo lo que fue y será este pícaro que arrastra su juglaría como equipaje por los estadios de toda las épocas. Pero la leyenda sobrevivió a mis pequeñas auda-cias triviales y descansa en la memoria de un pueblo. El titiritero que se vestía de príncipe harapiento fue postergando su partida de Puerto Peregrino, algo lo retenía haciéndolo renunciar a los dones de la itinerancia. Sus fábulas ya se repetían con extraña frecuencia, inclusive algunos adivinaban el secreto de sus trucos de prestidigitación, en principio asombrosos.

Lo anclaba al villorio lo de siempre, lo que ha sido en el fondo, la única religión de Amadeo en todos los círculos de su existencia, en todas sus representaciones, en todos los hombres a través de los tiempos: Cierta muchacha con rostro de niña que ostentaba una sonrisa más vieja que el mundo.

Solía pasear los domingos junto a su padre por el Barrio de la Pescadería.

III

Imagino a Emilia sentada en una roca al pie de un acanti-lado, peinando sus largos cabellos con el beneplácito de las olas.

Era una joven espigada que tenía algo de benévolo y distin-guido a la par de una amable sencillez. El cabello cobrizo sobre el cual gira interminablemente la rosa de los vientos, y el vestido de terciopelo (dominical y artificioso) le daban el aspecto aletargado y triste de la princesa de Darío. Podría haber sido perfectamente un mascarón de proa o más bien una cariátide.

Emilia es una heroína de las mujeres enérgicas, dual hasta el extremo, tan rápido ninfa como Eva del oscurantismo. Su genio y figura se proyectan en el infinito también.

Los domingos paseaba por el Barrio de la Pescadería con su padre, un marino acaudalado que tenía huellas de tempestades en las comisuras del rostro, de esos que arrastran su viudez con una

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amargura demasiado corrosiva. Emilia era la niña de sus ojos, la única capaz de arrancarle sonrisa a su voz gutural, porque el hombre había decidido terminar sus relaciones con el mundo. De modo que era su único lazo con la condición humana.

Creo haber visto a Emilia sólo dos veces en mi vida.La primera de ellas en la niñez, era una jovencita mayor

que yo, que pasaba todos los días frente a mi casa. El ventanal la retrató entera ya insinuando su cuerpo de una juventud casi agresiva. El desprecio tajante a mis tímidos cortejos de entonces marcan una diferencia que trato de no olvidar por si me la encuentro de nuevo.

Creo que la segunda vez, la vi en un café de Lisboa. Vestía un largo chaquetón de tweed y bebía silenciosamente su capu-chino como sentada en el centro del tiempo.

Conservaba los labios orgullosos pero de pronto tiernos, los ojos más afiebrados, quizás algunas canas que se me antojaron como pinceladas de alguna época ingrata.

Con el tiempo, los héroes y las heroínas se degradan y sólo la leyenda los salva. Emilia es noble pero engreída. Ella y yo nunca podríamos ser ni siquiera amigos, no le gustan los cuentistas, sino los cuenteros. Es la mujer que cuando niña no juega con sus muñecas a ser madre sino que los sienta en un sillón y representa a una profesora.

En la adolescencia suele encarnar a jóvenes sensibles, cons-cientes de su natural atractivo, rescatan a los muchachos perdidos pero talentosos y en el fondo, creen redimirse a través de ellos.

Se enamoran una vez en la vida, pero se terminan casando con un idiota que hace gárgaras en el baño antes de ir a la cama. La Emilia adulta es proclive a la rutina y luego al divorcio, pero nunca al olvido, siempre vuelve al recuerdo del príncipe mendigo.

Emilia tras escuchar, en el Barrio de la Pescadería, las fabu-laciones de Amadeo, inició coloquios a expensas del padre que abominaría aquella relación. Intercambiaban metáforas y pla-neaban huidas a lejanas tierras gobernadas por reyes sabios y barbudos que les cederían sus jardines para que deshojaran las aristas del otoño.

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Todas las noches se despedían en el centro del puente con un beso.

IV

Algunas tardes frecuento los cafetines olorosos a tabaco en el Barrio de la Pescadería. Deambulo solo por sus callejuelas, reconstruyendo la leyenda, recuerdo mis encuentros incidentales con los amantes en alguna escarcela de mi vida.

Aún se conserva el Mercado declarado patrimonio nacional. Pero nuevas ferias adyacentes se le suman, ahí venden postales de la ciudad, estatuillas de mármol alabastro que muestran a los amantes besándose en el puente, abajo dice “Recuerdo de Puerto Peregrino”. También hay libros de bolsillo que relatan la leyenda. Incluso alguna vez pude ver en una vitrina dos marionetas de Amadeo y Emilia.

El muñeco que representa al juglar tiene barba de tres días (unas lanas negras e hilachentas), un traje con harapos bien bor-dados y una guitarrita sin cuerdas. El perfil quebrado y los hilos le otorgan el carácter de manifiesta caricatura.

Emilia, en cambio, es una muñeca para niñas malcriadas. Tiene los labios pequeños y un vestido de flores. Sus ojos son dos botones negros y las lanas amarillas del cabello se esparcen lacias en el vacío porque casi no tiene hombros. Creo que mueve los bracitos con una palanca de madera que se encuentra en sus extremidades.

No es necesariamente la vulgarización de la leyenda, como antes creía. Simplemente, los amores pierden sus motivaciones, los recuerdos se fosilizan garantizándonos la falsa necesidad de reconstruirlos.

Siempre aparecen citas en mi camino cuando pienso en estas cosas, poetas que me acompañan en la reconstitución de la escena como guardianes tutelares de mis arcadias y terranovas de ensueño. Mientras los pregones del pescado matizan la tarde lluviosa, recuerdo a Melibeo que dice al enamorado zagal de

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s A propósito de un beso

Virgilio: “¿A do te arrastra, tu extremada locura, que a ella sola entregado, tus quehaceres, pastor, has olvidado?”.

Pero no cuentes los hechos así, como si fuera la primera vez que una niña bien se enamora de un vagabundo.

No es de ningún modo la ruptura de un pacto de clase, pero… por otro lado ¿puede una niña bien descubrir su capa-cidad de amar sin la aparición de un vagabundo?

Es sólo un beso en medio del puente, algo que instala entre dos continentes un país con vientos silenciosos, alisios, la eter-nidad entre dos verdades que chocan. John Donne tiene una solución más exacta y me tiende la mano en este trance que me flagela los verbos: “como impera entre la pureza de los ángeles y la del aire,/ como siempre existirá entre el amor del hombre y la mujer”.

V

Es un lugar común afirmar que toda historia de amor que se digne de célebre debe tener un final fatídico. Es cierto, los lugares comunes legitiman aciertos que los hechos verifican en compli-cidad a las caprichosas deidades del infortunio. Sí, ya sabes, el filtro mágico de Isolda y Tristán, la castración de Abelardo, la muerte, el vino y las baladas, todo aquello de lo ya te habrás ente-rado. Mejor seré breve.

Una de aquellas noches en que se cumplía el ritual del ósculo, el padre de Emilia disolvió el encuentro con el tempera-mento de la barbarie. Amarró al cuello de Amadeo una roca, no particularmente pesada, pero lo suficiente como para perder en el río Las Máscaras, el cuerpo del frágil vagabundo. No escuchó los llantos de Emilia y el crimen fue realizado.

Eran otros tiempos aquellos, la vida tenía una significación distinta a la actualidad. Por fortuna, hoy existen especialistas y tratamientos terapeúticos para que los padres no actúen de igual manera con los novios de sus hijas, por mucha vagancia y picardía que estos manifiesten.

En ese sentido hay cierta evolución.

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VI

Y ahí está de nuevo la ciudad.Pienso desde este balcón, mientras ya los amantes se mar-

charon del puente luego del beso. Los reconozco como parciales restituciones del olvido, tal vez para alimentar mi tedio que es también mi oficio; la necesidad de narrar una historia cuya final ya se sabía.

Seguirá el beso en medio del puente, el beso de lo apolíneo y lo dionisíaco, el beso que da el río al océano, Amadeo y Emilia reproduciendo su ritual en otros cuerpos durante la noche de los tiempos, y espero sin cinismo alguno, mi improbable lector, que alguna vez te encuentres con esos labios merodeando por Puerto Peregrino y, cuando cierres los ojos, las estrellas no se apaguen.

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A Barkilphedro

¡No quiero nada!...Es decir, sí, quiero…, quiero que me dejéis solo… Cantigas…,mujeres…, glorias…, felicidad…, mentiras todo, fantasmas vanos que formamos

en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué?

Gustavo Adolfo Bécquer

I

Cuando mis días se parecen demasiado a un tropel de bueyes que un campesino aburrido lleva a pasear al pueblo o deambulo interminablemente por la extensa costanera de Puerto Peregrino como un jubilado sin la esperanza de la resurrección, suelo abo-carme a la inútil empresa de resumir en pocas palabras mi vida y la de aquellos a quienes he profesado mi afecto.

Algunas veces aparecen imágenes opacas como esos sonidos de bronces destemplados que arroja la vieja banda del Ejército de Salvación los domingos en la plaza. En otras ocasiones nacen versos luminosos y coloridos, similares a un gallo de plumas rojas cantando en lo alto de una torre. Frases que habitualmente terminan en los cuadernos del olvido, porque nunca encuentran refugio en poema alguno.

Definir estas gratitudes con la vida es una faena más empa-rentada con la sentencia que con el aforismo.

Si tuviese que sintetizar en pocas palabras a mi entrañable amigo Jeremías Duarte creo que no escogería una frase, sino una interrogante: ¿Qué me escribe Neptuno? Cada vez que le oí

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pronunciar esa pregunta, su mirada evidenció una fruición chis-peante y lozana, muy lejos de sus días rutinarios, protegidos y oscuros.

Recuerdo a Jeremías como un tipo alto y nervudo, de expre-sión reposada y barbilla un tanto puntuda. Su vestuario era sin afectación, de legítima facundia aldeana. Vivía con escaso entu-siasmo y eso último, en alguna medida nos hermanaba.

Mi buen amigo desempeñó por largos años uno de los ofi-cios más inusuales que se conservan en Puerto Peregrino: “des-corchador de botellas del océano”.

Es, en definitiva, un puesto de trabajo que constituye una reliquia del pasado marítimo de la ciudad. Data desde la época en que Puerto Peregrino se situaba en torno a una gran feria pes-quera, los navíos de considerable tonelaje atracaban en el muelle, sus amarras eran solicitadas por todas las lenguas de la tierra y las plazas eran sitios festivos, donde ampulosos saltimbanquis hacían cabriolas y lograban que cerditos saltaran argollas de fuego. También eran famosos los naufragios en el Estrecho de las Sirenas Tristes.

En aquel tiempo de proezas y bonanza se instituyó un fun-cionario que recibía las botellas que devolvía el océano, para luego estudiar y archivar el mensaje. Éste contenía algunos datos del barco hundido, las circunstancias que envolvieron el desastre, la dirección de las corrientes y por cierto, luces acerca de los que sobrevivieron a la tragedia.

Como tal, Jeremías tenía una apacible oficina en la Capitanía de Puerto donde custodiaba con celo, archivos inme-moriales sobre los naufragios y sus desesperados mensajes, tes-timonios mudos del hundimiento catastrófico de la aventura oceánica, escritos en una época pretérita, probablemente más solemne.

Entre sus obligaciones estaba constatar la aparición de cual-quier acontecimiento de esa naturaleza, pero —para aburrimiento de Duarte— no había naufragado nadie hace más de veinte años y el último mensaje llegó oculto en una botella de cerveza a cuenta

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de un bromista que en el papel decía: Ayuda y luego adjuntaba la cuenta de un bar y la boleta de la lavandería.

Jeremías no tenía familia conocida y se mostraba perma-nentemente reacio a pronunciarse acerca de ello. Tenía, eso sí, en su escritorio un retrato de Milán Nemdrú, el primer audaz nave-gante que dio la vuelta experimental al Golfo de Voltana y cuyo barco encalló hace doscientos años en los afilados arrecifes de la costa hasta ser engullido por las olas, sin dejar vestigio.

Duarte decía ser descendiente directo del pionero de los mares, pero la explicación de su árbol genealógico nunca me resultó muy convincente.

En la litografía de Milán Nemdrú podía apreciarse un per-sonaje de respetables años y chaquetón de almirante sin escuadra, desgreñado y gris.

Siempre estimé que tanto esperar botellas de náufrago, Jeremías fabuló su pasado con una sublimidad que no concor-daba con sus días algo monotemáticos. Por eso terminó constru-yendo —en base a datos algo nebulosos— un patriarca de su his-toria familiar que redimía años de archivos y timbres.

Paradojalmente no le gustaba la literatura y solía cuestionar mi oficio de cuentista.

—No sé qué le ves a ese majadero asunto tuyo de escribir cuentitos —decía cuando lo visitaba en su aburrida oficina—. Podrías dedicarte a algo más sensato.

—El otro mes iniciaré algo más sensato —le contestaba para fastidiarlo—. Seré tu competencia. Instalaré un servicio de palomas mensajeras. Viajan más rápido que tus botellas.

Ante mis comentarios, Jeremías reaccionaba con la sonrisa de quienes llevan una amistad en trámite avanzado, resultante de años matando el tiempo en su desvencijada oficina, frente a un mar cuyo oleaje perezoso no arrojaba desde hace mucho tiempo ningún mensaje de Neptuno.

A veces, los fines de semana, salíamos a pescar en un bote a remos que Duarte tenía en la rada. Eran sesiones silenciosas donde lo único que pesqué en una oportunidad fue una bota de goma.

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Siempre recuerdo sus ademanes aparatosos cuando se refería al héroe náufrago Milán Nemdrú, muerto en combate contra la fuerza de los elementos hace más de dos siglos. Según Jeremías, él incluso había soñado ese naufragio, visualizando a su antepasado aferrándose al mástil con un cabo de amarre —como el prudente Odiseo escuchando el canto de las sirenas— antes de desaparecer en una gran copa de sal y espuma.

Nemdrú era, para el espíritu añoso de Jeremías, el reverso de una historia que le hubiese gustado protagonizar en otro cuadro, encarnando ese navegante mítico. Nunca olvidaré su expresión de júbilo cuando le regalé para su cumpleaños una pequeña reproducción de la Balsa de la Medusa. Algo en la belleza tétrica de Gericault y los náufragos moribundos agitando sus harapos al viento le remitían a la gesta naviera de su ídolo.

Pero nuestra amistad tenía sus bemoles. Nunca soportó que lo visitara con evidente aliento alcohólico. Para su moral de pastor calvinista y nombre bíblico, ordenado y riguroso, tan devoto a la dimensión trágica del destino, mis excesos eran un pecado de absurda evasión.

Cuando le insinué en una oportunidad que la tarde estaba un tanto aburrida y que fuéramos por ahí a descorchar una botella de algo más espirituoso que el mensaje de un náufrago, dio muestras de visible irritación. Sintió que yo me burlaba de un oficio paciente y afanoso que siempre tomaba muy en serio.

—Sería importante que no interrumpieras mis labores con esas invitaciones al desenfreno —me respondió sugiriéndome que me retire.

Yo lo mandé al carajo de una forma menos pomposa.Pero no tardamos en reconciliarnos y entablar de nuevo esa

amistad fecunda y contemplativa.Creo que Jeremías gravitaba entre la rutina y la expectativa,

y eso lo hacía acercarse a una noción muy próxima a la felicidad. Tanto las botellas de Neptuno como la proeza de Milán Nemdrú eran arcanos de una mitología interior, transfigurada por la fabu-lación y la idea del naufragio épico.

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Recuerdo una tarde no datada en que hicimos el trayecto desde su oficina hasta el límite de la costanera. Jeremías me con-fidenció que él no sólo se consideraba un admirador de Nemdrú sino un constructor de su historia, e incluso su biógrafo más auto-rizado, en tanto toda verdad sea entendida como la edificación de una realidad trascendente.

—Imagino a Nemdrú como un abuelo que me narrara sus hazañas de juventud —musitó melancólico probablemente alu-diendo a su nebuloso origen familiar.

Yo encogí los hombros y en cierta medida, sentí que escribir cuentos participa de esa misma premisa pero en sentido inverso.

No obstante, la vida de todos está expuesta a virajes des-bocados, a las severas fracturas de un sino que se hace presente como un ladrón en las habitaciones del palacio. Son, en el fondo, rostros de una verdad que contiene en sí misma nuestros sueños más recónditos. En el caso de Jeremías, fue una botella verde con forma de sacerdotisa fenicia.

II

Un matrimonio que descansaba en el malecón, encontró la botella e hizo entrega inmediata a las autoridades de puerto.

El anacrónico procedimiento lo ejecutó el descorchador, para interpretar y evaluar las características del mensaje. Sin embargo, la mujer de vidrio traía consigo una invitación a abrir las ventanas del infinito.

Aquella vez acudí (tras recibir la noticia) a su oficina con aires de museo naval y me encontré con un Jeremías Duarte dis-tinto, mirando el ventanal con semblante resuelto, no exento de una tenue expresión de triunfo.

—Creo que esta vez, Neptuno me envía una misiva impor-tante —me dijo indicando la mesa.

Se trataba de un papel poroso, algo degradado por el tiempo y la humedad pero que conservaba la nitidez de sus formas, una densa rúbrica irrumpía diagonalmente la hoja comunicando una singular leyenda, tan providencial para los delirios de Jeremías

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que por un momento llegué a pensar que el mismo descorchador de botellas del océano la había realizado para alentar su cere-monia exaltadora del héroe náufrago. El mensaje decía así:

Estoy en el corazón de una vieja isla llamada Nereida.Vivo de mis escasos recuerdos.He ubicado en este lugar a Milán Nemdrú.Necesito dar fe del hecho.Oliverio Delanda.

El comunicado, escrito por sentencias inconexas como si fueran telegramas para diferentes destinatarios abría amplias brechas donde lo escasamente real corría por cuenta de la incertidumbre.

Y así se lo comenté a Jeremías, incluso sugiriendo que se podía tratar de una humorada cruel, ya que el nombre de quien firmaba me parecía particularmente familiar aunque no lograba identificarlo finalmente.

—Puede ser una especie de seudónimo literario —concluí mientras bebía el café.

—No te imaginas el trayecto que debió navegar esta botella —repuso desestimando mi escepticismo—, es lo que esperé durante décadas: constatar la tumba de Milán Nemdrú.

Desvié la mirada, demostrando un tedio que no pude ocultar y creo que con eso intentaba desarticular en algo la monumenta-lidad del engaño, agregando mi suspicacia. Pero esa ideología del realismo había pasado a ser un fundamento muy frágil para el espíritu indagatorio que ahora hinchaba el temple de mi amigo.

—Las aproximaciones son descollantes —continuó Duarte indicándome la ubicación exacta de la isla Nereida en el mapa que colgaba en su pared—. Quizás Nemdrú naufragó en el golfo de Voltana y pudo desplazarse hasta ese lugar al norte de Puerto Peregrino. Si sobrevivió pueden quedar vestigios de su choza o incluso ese caballero de apellido Delanda afirma que conoce el sitio donde fue sepultado. ¡Quizás hasta conserve el diario de Nemdrú con los detalles de su travesía!

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Fue en ese instante cuando me propuso que fuéramos hasta la isla Nereida en su bote de pesca. Después de todo, estábamos a seis horas remando sostenidamente guiados por la brújula del navegante y una estrella de la suerte que nos aguardaría camu-flada entre las nubes.

Quise contestarle que me parecía una soberana estupidez, que navegar a mar abierto en un bote a remos nos significaba un riesgo innecesario y que no estaba en época de creerme Allan Quatermain. Pero, en cambio, le dije que sería una excursión fascinante, que iba a ser inaugural encontrar los restos del náu-frago y que mañana mismo lo acompañaría para visitar la isla Nereida.

Jeremías eufórico aseguró que esa misma tarde exigiría los días libres que no pidió en décadas y que me esperaba al día siguiente muy temprano. Con cierta cautela, me pidió permiso para obsequiar al albacea de la tumba de Nemdrú, el pequeño cuadro de Gericault y no puse objeción.

Casi amaneciendo nos internamos en un océano de oleaje lánguido y diseminado horizonte rojizo. Parecía que zarpáramos en el ombligo de una postal. Remamos en silencio y enérgica-mente ese mar que gradualmente fue cambiando de humor.

Por fin, luego del tiempo estimado, divisamos la altiva belleza de la isla Nereida con sus altas paredes rocosas, afiladas y nítidas, mientras las olas castigaban el roquerío cada vez con más violencia. El vaivén incesante nos acercó hasta unos escasos veinte metros de la orilla. Ya podíamos apreciar la exuberante vegetación y los arrecifes que insinuaban sus aristas de piedra con sospechosa proximidad.

—¡Tierra a la vista! —exclamó Duarte antes que su expre-sión de júbilo se apagara por el golpe de ola en plena quilla.

El bote estabilizó la línea de flotación durante unos segundos y giró sobre sí mismo a la izquierda, derribándonos. Me recuerdo sumergido, tratando inútilmente de llegar a la superficie y una vaga sensación de moviola dislocada, una película vertiginosa de cansancio, burbujas y piedra.

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III

El estridente graznido de una gaviota casi en el caracol de mi oreja me despertó recostado en una roca. Parecía observarme con cierta expresión irrisoria.

Me arrastré unos metros y choqué con la bota de alguien que me miraba con un gesto muy similar al del pájaro burlón, el cual remontó vuelo raudamente ante este nuevo encuentro. Ante mí se alzaba un sujeto alto de cabello claro y helicoidal. Su rostro afei-tado y curtido por la brisa marina tenía un bronceado rotundo que le daban un aspecto feroz. Tenía la nariz similar al pico de un águila y sus ojos protegidos por espesas pestañas, revelaban una claridad básica y firme. La indumentaria que traía resultaba inusual y extemporánea: Amplios pantalones de bombacha, una camisa de manta y un sable envainado al cinto.

También pude distinguir que tras él, en la cima de la escar-pada, yacía un vetusto pero hermoso palacete ornamentado con anchos vitrales y cierta distribución de la forma que imitaba el clásico tardío, de manera un tanto kitsch. Un hombre con traza de guerrero y aquel prodigio arquitectónico en medio de un viejo pedazo de roca constituían una ilustración dudosa. Dos universos uniformando un cuadro tempestuoso. Demasiado exotismo junto, para alguien que hace poco estuvo a punto de ahogarse.

—¿De qué novela de aventuras habrá salido éste? —pre-gunté para mis adentros aún en el suelo.

—Yo venir en son de paz —le dije patéticamente como un arqueólogo de cuarta categoría.

El tipo no pudo evitar una carcajada estruendosa y carras-peada que demoró muy poco en apagarse para dejar en su lugar, la seriedad glacial del primer vistazo.

—Me cuesta creer que no me recuerdes —señaló en un perfecto idioma demostrando un tono de franca desilusión—, alguien me bautizó con el nombre de Oliverio Delanda.

Me incorporé todavía más asombrado. La brisa marina soplaba con moderada fuerza, devolviéndome a un distorsionado

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presente, a un sinuoso teatro de cristal donde mis sueños protago-nizaban un sainete de muñecos absurdos. Cuando giré la cabeza pude divisar el bote a unos metros de mí, maltratado, pero entero.

Súbitamente pensé en la suerte que habría corrido Jeremías y me puse a tartamudear fragmentos de la historia que nos llevó hasta la isla Nereida.

—Tu amigo está bien —me tranquilizó Delanda mientras señalaba el palacete.

Me parecía estar en una pieza de Ionesco y mi mente empezó a tratar de situarse en sus propios cimientos, para explicar la existencia de Oliverio Delanda (a quien recordaba como el fir-mante de la misiva) y ese paraje que conjugaba el exotismo y el barroco en una fusión difícil de asimilar. Raro este individuo que pasaba sin señales de ruta del “usted” al “tú”, despistándome por completo. Le pregunté a mi extraño anfitrión en la isla Nereida de dónde nos conocíamos, ya que salvo su nombre nada de él me resultaba familiar.

—Siéntese —me dijo indicándome una roca—. Quiero que oiga algo.

Extrajo de una especie de morral, ciertos papeles ajados que alguna vez debieron ser blancos y se dispuso a leerme sin brillo, con una voz blanca y plana:

—“Oliverio Delanda supo entonces que la travesía había llegado a su incierto designio. La destreza ahora al servicio de un sueño inconcluso era sólo un paraje en medio del océano, una isla de destierro donde crear su solaz e inventarse de nuevo” ¿Qué le parece este final para un cuento?

—Si quiere una opinión literaria, el párrafo es algo cursi —le respondí neciamente—. ¿Usted lo escribió?

—No, fue usted —contestó como dejando caer un yunque en el lecho de un río.

Sentí que las piernas se me desvanecían. Primero un sin-sabor similar a la hiel en la boca y luego vacío en el vientre, como una tristeza que cala muy hondo. En efecto, recordé como quien accede a una retrospección urgente y obligada que uno de mis primeros cuentos, cuando tenía como diecinueve años, se tituló

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“Fin de travesía” y lo protagonizaba un personaje romántico lla-mado Oliverio Delanda que usaba un sable de plata para ultimar a sus enemigos. Guerrero implacable, emisario del caos creador y trágodo a la vez, queda luego de su viaje ritual en una isla, solo y sin otra esperanza que la de convertirse en un eremita.

En ese tiempo traté de escribir un final abierto que resultó, por supuesto, fallido. También recuerdo que Delanda no conocía la vanidad ni la misericordia.

Miré hacia ese guerrero que me observaba con ojos acerados y pude ver cómo su mano se acercaba a la empuñadora del sable.

—¿Quieres decirme que eres un personaje mío? —pregunté.Oliverio Delanda desvió la mirada hacia un punto descono-

cido del océano.Yo tragué saliva y cerré los ojos.

IV

—Tú crees que estas fabulaciones sólo encuentran su sen-tido exacto en tanto los personajes sean proyecciones de un holograma fraguado en los laboratorios de tu propia tristeza. Es decir somos arquetipos, máquinas de repetición, instantá-neas o mejor dicho licencias que se toma tu cordura y que con-duces con relativa frivolidad. Sé que has matado y resucitado personajes y que incluso, cuando llegas a quererlos, tratas de resumir su vida en una frase. Pero usted, Barrientos Bradasic, no es un dios, ni un emperador, ni un padre. Usted también es un sueño mío. Su imagen, por cierto también deambula en mis pesadillas.

Oliverio Delanda detuvo tu discurso y desenvainó el sable. Ensayó un par de estocadas en el aire. Tal como recordaba en la descripción de mi relato, advertí en su semblante una ausencia tajante de perdón y contemplaciones, un rostro que parecía el cetro de la Hélade.

—Entonces sueles ponerte triste porque te crees un dios desocu-pado que produce ficciones para unos pocos lectores, mientras los personajes discurren desde el entramado de ideas que lo generó hasta

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el momento en que quedan abandonados de tu recuerdo y de aquellos que interpretaron el cuento. Sin embargo, no dejamos de existir. Uno queda solo en el espacio, al garete desvalido pero libre…

Mientras mi personaje hablaba pude notar que se había vuelto en estos años más indomable, quizás anidando en sus entrañas el corazón de la venganza, justo desde el momento en que lo abandoné en esa isla. El ímpetu, el arranque, pasaban a ser elementos esenciales de su condición de ermitaño.

—Hace años que puedo verte en sueños. Vagas por los bares de Puerto Peregrino o miras la costanera buscando ensanchar tu nostalgia pegajosa, insistente, corrosiva. Ignoro si nací de un recuerdo, una melodía de Brahms o de la imagen de una bufanda flameando desde el cuello de cualquier mujer en medio de una avenida. Sé que ya no dependo de ti y que no estoy solo en el vacío de la ficción. Hasta ahora todo parece indicar que existes, aunque no te esmeras mucho en aceptarlo.

Delanda me apuntó en el pecho con su sable bárbaro y cuyo acero al sol, lograba encandilarme.

—Siempre pensé como actuaría si te encontraba. El asunto tiene no pocos aspectos arduos de resolver. Para ti la palabra hambre tiene seis letras. En cambio para el sublime y algo cursi Oliverio Delanda fue silencio, mar y un rencor que roía mi garganta, hasta que la voz se me tornó ronca y aguar-dentosa. En un comienzo pensé que cuando te viera, la primera reacción sería arrancarte la lengua para secarla al sol como un sargazo impuro. Luego de unos años pensé en dialogar con-tigo, preguntarte por mi origen ¿cuánto de tu melancolía me habita? ¿cuál es la frase que me resume? ¿hay otros como yo abandonados en otros cuentos?¿por qué no dijiste nada sobre la existencia de mi alma? Así iban las preguntas como ecos que consume la caverna.

Ahora que estás frente a mí, estoy consciente que no nece-sito tus respuestas y todo es más diáfano, todo tiene la transpa-rencia de una vertiente.

—¿Vas a matarme? —le pregunté con un tenor muy infantil y disminuido.

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Delanda envainó su sable y respondió enfático:—No, no voy a matarte. Nada te debo ni nada me debes.

Vamos, es hora de comer algo.Olverio Delanda me pidió que lo siguiera por la larga esca-

lera que lleva al palacete y su gesto indiferente comunicaba una serena frialdad, tal como lo caractericé en ese dichoso relato. Ingresamos por un largo pasillo hasta un comedor amplio con un enorme fogón de leños ardientes. Aquel salón principal ofrecía un golpe de vista indescriptible por los brocados de los ricos cor-tinajes y esa sensación de tiempo detenido que recordaba, en una versión más veraniega y bizarra, la Saleta de las Pilastras Rojas y Verdes.

En el centro, una lustrada mesa de caoba ostentaba exqui-sitos manjares que iban desde bocadillos de queso roquefort, ensaladas de calabaza, pavo con crema de champiñones y nueces hasta una lengua alcaparrada que se veía apetecible. En los extremos tres botellas de vino se alineaban a un gran candelabro de plata.

Ya instalado en la mesa y en posición de franca familiaridad estaba Jeremías Duarte. A su lado compartía con él, un anciano de afiebrados ojos marrón y finos bigotes de mosquetero que en su mocedad debieron ser similares a los de Errol Flynn. La ropa también extemporánea, era un impecable chaquetón de marino con una cruz de hueso colgada al cuello.

—Debo presentarte a Milán Nemdrú —me señaló Jeremías apenas conteniendo la emoción.

Cuando estreché su mano con vacilación, se me antojó que saludaba a la ilustración de una enciclopedia histórica y por breves minutos, barajé la posibilidad de que mi personaje y el náufrago que tanto admiraba Duarte, eran parte de una farsa montada por un magnate excéntrico.

Durante aquella tarde los cuatro comensales comimos y bebimos amistosamente como personajes salidos de historias diferentes, pero enlazadas por el férreo eslabón de lo irreal, a cada rato más tirante. Delanda, pese a su cordialidad, perma-neció silencioso gran parte de la charla.

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El más entusiasta era Jeremías que provocaba la conversa-ción preguntando insistentemente sobre las gigantescas aventuras de mar que narró Nemdrú con hálito de patriarca homérico.

Por cierto, el prócer no podía ser más calcado a como me lo describió mi amigo. El anciano ostentaba una voz honda que atravesaba las épocas como el espolón de un navío. La manera de relatar su saga personal conjugaba la eficaz encarnación de los océanos infinitos con una dosis nada despreciable de falsa modestia. Pero, sin embargo, sus historias eran genuinas, despla-zaban la placa de los recuerdos a la manera de esos corsarios de bellaquería socarrona.

Nemdrú era un zorro viejo, curtido en la auscultación del alma humana y no demoró en palpar mi sospecha ante ese cuadro donde el absurdo ilustraba todo el patrón de conducta. Oliverio Delanda es un personaje de los primeros cuentos que escribí y Milán Nemdrú naufragó hace más de dos siglos.

Cuando llegó el bajativo, el prócer náufrago, alzó su copa a nuestra salud:

—Brindo por ustedes. Sé que este almuerzo los sorprende e incluso incomoda su sentido del juicio. Pero siéntanse afortu-nados, la botella con forma de Fenicia llegó a buen destino.

—El destino parece un cuento narrado por un idiota —inte-rrumpió Oliverio Delanda mirándome de reojo.

El marino se sirvió otra copa de brandy y respondió:—Así es, mi estimado Oliverio. Tú fuiste creado por un

cuentista. En cambio hombres como yo, son muertos que gra-vitan en el recuerdo, alegorías que se alojan en el corazón gene-roso de ciertos eruditos.

Dirigió la mirada hacia Jeremías y llenó su copa en señal de realizar un nuevo brindis por el encuentro.

—Este muchacho me mantuvo durante años en el trecho de dos puntos en el espacio —continuó—, entre el naufragio heroico y esta isla de paredes rocosas. Los muertos también son parte de la fábula que alimenta a las almas solas, dispuestas a reproducir los recuerdos como círculos concéntricos en un cielo amplio. Jeremías me buscaba hace años en los rastrojos del mar y yo

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avanzaba en mi tabla de náufrago, atravesando mares de tiempo para arribar a esta isla. Ya nadie, esta tarde podría determinar quién es sueño de quién. En el fondo de la ficción está siempre la realidad, porque a todos nos reserva un mensaje Neptuno y tenemos una isla en el espacio intangible donde habita nuestro miedo más olvidado, nuestra utopía más total.

Nemdrú volvió a dirigirme una mirada serena, amistosa, como si nos conociéramos de siempre.

Pero yo sabía que iniciaba un descenso. El marionetista que dirige mis días me situaba en las viejas avenidas de Puerto Peregrino, sus noches delirantes y sus conventillos de madera, casi teatrales. Ahí, en la ciudad portuaria, me esperaban unas pocas certidumbres, mi biblioteca, mis parroquianos de bar, poca cosa, pero envueltas en la naturaleza de mi origen. Un tanto turbado me excusé para retirarme y le dije a Jeremías que me acompañase a la playa.

Dejé a Delanda y Milan Nemdrú conversando animada-mente y descendí junto a mi amigo hasta donde yacía el bote.

Un tanto angustiado le manifesté mi interés de regresar a Puerto Peregrino. Duarte no me contestó nada. Simplemente me ayudó a empujar el bote hacia el oleaje. Pude ver, cuando se detuvo, sus ojos vidriosos desde donde amenazaban caer pequeñas lágrimas.

—No sé nada en este instante —me dijo— pero Neptuno me ha dado ya el mensaje.

Prefiero permanecer en esta isla sin más norte que los mejores recuerdos. Ese espacio que hay entre el paraíso perdido y el futuro apogeo, ya no es mi patria. Quizás, en Puerto Peregrino, encuentres una frase para definir eso.

Había en sus palabras tanta energía y entereza que entonces asumí que la vida del descorchador de botellas del océano había terminado para en realidad vivir una existencia a la altura de sus sueños. En Nereida estaba la historia que deseaba protagonizar y me estremezco todavía cuando pienso que algo de mí quedó en esa isla.

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—Dile a Oliverio Delanda que perdone mi melancolía —respondí dando un abrazo de despedida a mi amigo—, él es más libre que yo y aún no lo sabe del todo.

Mientras remaba enérgicamente, alejándome de la isla vi que alzaba sus manos dibujando un adiós. Al cabo de unas horas las luces de Puerto Peregrino se vislumbraban en medio de esa noche oscura.

V

¿En qué lemurias y terranovas infinitas irán a parar mis per-sonajes? ¿en qué cementerio de invierno dormirán su letargo de lluvias las frases que diseñé para tejer una semblanza tenue entre las hebras de la ausencia?

En ocasiones formulo esas preguntas cuando me encuentro solo en un bar, alzando la copa a la salud de quienes sólo existen en una memoria que algún día se diluirá.

Cuando deambulo por la costanera de Puerto Peregrino pienso que Neptuno me reserva un mensaje.

Yo existo como una sombra que se alarga en un desierto.Yo aún espero ser el personaje de un cuento escrito por un

dios benévolo que me arrojó al mundo como una piedra rodando entre los juncos.

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Estoy enamorado de la mujer que guarda las llaves de la noche.Ella se ha mirado en mis ojos sin saber quién he sido.

Fayad Jamis

En Puerto Peregrino renuncié, quizás para siempre, a la idea de un amor que condensara toda la plenitud de los sueños. Desde aquella vez, fui descendiendo como un dios de utilería en las pocas islas de luz que aún deparan, por breves instantes, algunos libros, ciertas sonrisas de mujeres tristes, en fin, poca cosa.

Ocurrió durante un invierno muy lluvioso y gris. Yo cami-naba cerca del puerto buscando algún lugar donde resguardarme del aguacero que me sorprendió de improviso; casi llegando a la esquina de una calle, oí una vieja melodía, la voz distorsionada por los años entonaba cierta balada de los años cincuenta cuyo sonido se perdía en medio de la noche. Provenía de un bar mal iluminado que ostentaba el pretencioso nombre de Partenón.

Me apresuré a entrar con cierta curiosidad. Era un lugar maltrecho pero espacioso y en sus mesas bebían rostros anó-nimos, de barbas hirsutas, los cuales me observaron con una extrañeza que demoró muy poco en pasar a indiferencia total. Tras la barra, permanecía de pie, un tipo calvo como un huevo, de pera puntiaguda, vestido con un impecable vestón negro, pero de camisa blanca cuyo cuello se apreciaba muy sucio. A pesar de todo, conservaba ciertos gestos de albacea gentil al invitarme asiento, esto me produjo simpatía y hasta confianza.

No lejos de la barra había un mico que caminaba con pereza y lucía un uniforme militar rojo. El cuadro me recordó

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de inmediato a los actores ambulantes que se describen en los relatos de Héctor Malot.

—¿Qué se sirve? —me dijo cuando me acerqué a la barra.—No sé… —musité aun desconcertado por el sitio— algo

para el frío.Colocó un pequeño vaso en el mesón y me sirvió un licor

verdoso, de olor muy alcohólico. Cuando lo bebí de golpe, sentí como si un gato bajara por mi garganta clavando sus uñas.

—¿Qué es esto? —pregunté tosiendo.—A veces es bueno no saber qué diablos está bebiendo uno

—contestó con desgano—. Al segundo trago se acostumbrará, como todo.

De pronto, el mico comenzó a jugar con una botella vacía en una de las mesas y el camarero lo llamó de inmediato:

—Zaratustra, ven aquí.—¿El animal se llama así por lo de Nietzsche?—No, es el nombre que mi mujer le puso al mono —res-

pondió mientras el animal se subía a su hombro con absoluta obediencia.

Luego se acercó a la barra y me dio otra copa de ese jarabe delirante, sirviéndose él una más generosa. Esbozando una son-risa, alzó el vaso para brindar conmigo.

No sé si fue por el silencio del lugar pero terminamos char-lando largamente sobre todos esos temas que se hablan con des-conocidos en todos los bares del globo. Se trataba de un perso-naje sedentario, que parecía conversar con la lentitud de los que perdieron la prisa en algún instante de su vida y saben que las horas pasan como si no pasaran. Respondía al nombre de Boris y era oriundo de un pueblo eslavo cuyo nombre y ubicación no me fueron familiares. Según me dijo, enviudó hace nueve años de una antigua actriz de Puerto Peregrino, de la cual heredó este bar poblado de nombres que le eran incomprensibles y de esa mas-cota vestida de militar.

—Todavía queda algo de ella por aquí —pronunció con tristeza.

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Desde la barra pude ver tras su comentario que el lugar estaba cubierto de lienzos. Eran (en su mayoría) imágenes de cuerpos estilizados y luminosos, que, a mi entender, represen-taban la imaginería de un espíritu en llamas, soñador de metá-foras con rostro. A pesar de ser un poco esquemáticos, aque-llos personajes ilustrados en la pared del bar me fascinaron: Arlequines con crestas de gallo, pequeños dioses alados, reinas de coronas minúsculas y cetros de madera, bosques con árboles y brazos.

—¿Los hizo su esposa? —pregunté examinando los cuadros.

—No, mi sobrina o mejor dicho la sobrina de mi mujer… se parece un poco a ella —contestó acariciando a Zaratustra—. Me recuerda un poco a ella, quiero decir, creo que me enamoré de mi esposa porque era así… tenía un mundo que yo no podía entender.

Apuré la última copa de aquel bálsamo ardiente, ya tur-bado por los rápidos enigmas de su relato. Tras despedirme, subí el cuello de mi abrigo y caminé bajo la lluvia algo más mode-rada, pero con el alma mojada de imágenes, pues esos cuerpos estampados en las paredes del bar, colmaron muchas noches entre sueños fragmentarios que se diseminaban en mis jornadas insomnes. Eran los nuevos protagonistas de la epopeya silenciosa que se activa en mí, cuando cierro los ojos. Desde ese día, visité el Partenón casi a diario. Solía conversar largas horas con Boris sobre temas que se repetían con agotadora frecuencia, hasta que Zaratustra interrumpía el diálogo con alguna travesuras de general en retiro, ocioso y quizás aburrido de escuchar nuestras mismas historias.

Y así habría seguido el asunto, si es que durante una de esas noches no hubiese ocurrido algo que alteró el rumbo de los días. Aquella vez, el bar estaba un poco más concurrido que de cos-tumbre y yo le dije a Boris que me interesaría conocer a la autora de los lienzos para decirle que esas figuras embalsamadas en luz me eran muy sugerentes. A esa hora, el verde licor me hacía ver la realidad algo distorsionada.

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—Ah, Gabriela —respondió con indiferencia—. Es la muchacha que está con el café en esa mesa.

En efecto. Sentada cerca del ventanal había una joven pálida de cabello largo, el pañuelo rojo y la miradaperdida en un sitio más allá de la lluvia le daban una belleza sobria, pero distante, algo etérea para mi gusto.

Parecía sin duda, la mujer más triste de Puerto Peregrino, uno de esos seres que los románticos franceses olvidaron devolver a los libros y aún pululan por la tierra en busca de sus sueños.

Pedí otra copa y me acerqué a su mesa con un aire de tal afecta-ción y teatralidad que notó de inmediato que yo era borracho hacién-dose pasar por sobrio. Le dije el lugar común más digno de ser anto-logado por su cursilería e ineficacia, le pregunté qué hacía una mujer tan bella donde creía que no se le había perdido nada. Me observó con una mirada fría como el guiso de una pensión y giró la cabeza hacia la ventana. El papel de galán siempre me ha salido desastroso.

—Déjese de lirismo barato y no me moleste— dijo con des-precio infinito.

Sin duda pensó que yo intentaba seducirla con la torpeza de quienes llevan un par de copas en el cuerpo y esa última parte era un poco verdad. Pero yo sentí que debía hablarle con un frag-mento de mi ser capaz de trascender los movimientos de lengua algo trabada por el explosivo licor de Boris.

—Usted ha ilustrado un panteón de extrañas mitologías que habitan mis madrugadas, como si hubiese recobrado un lugar que olvidé, lejano… sin dolores.

Se miró las manos con naturalidad y creo que entendió ese mensaje más allá de la circunstancia y de la abrupta presentación. Luego de observarme y esbozar una sonrisa tímida de curiosidad, me pidió un café porque dijo que apestaba a ese licor que su tío bebía como agua.

—Me resulta extraño oír a alguien en este bar hablando de mis pinturas —repuso sonriendo. Tenía unos dientes muy blancos y al sonreír no descubría las encías.

Hablamos largo rato de su trabajo. Me confesó que su pro-yecto era ambicioso, consistía en crear seres de un mundo lumi-

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noso, personajes alegóricos, conceptuales, capaces de traducir el reverso de la realidad, ese mundo de figuras etéreas que sólo el delirio otorga por breves instantes para ser arrebatado y devuelto a lo trivial.

Yo le conté —no sé por qué— que cuando niño vi en un libro de arte griego el grabado de una musa que agitaba sus cabellos al viento; hasta la adolescencia le escribí poemas algo sonsos pero muy sentidos. Cuando me di cuenta que la impoluta dama jamás descendería del imaginario, dejé esos versos torpes y en su lugar quedaron amores poco memorables y un sentimiento de aban-dono que nunca he podido convertir cabalmente en escritura.

—Ojalá nunca olvide esos recuerdos —contestó como pro-nunciando una sentencia.

Luego nos despedimos y yo me perdí entre las calles húmedas, exultante y a la vez apagado, como si mis manos repri-mieran un aplauso.

Unos días después, encontré a Gabriela cerca de la costa-nera. Miraba el mar con tristeza, con esa tristeza que la hacía ver tan bella, resaltando esos ojos pardos como redondos planetas de cristal. En el trayecto del malecón al bar me narró otros aspectos de su vida: Fue criada por su tía y de ahí heredó su pasión por el arte, aunque soñaba dejar algún día Puerto Peregrino y reunirse con su hermano que vivía en Europa, para ver esos museos tan nombrados.

Desde aquella vez nuestros encuentros eran muy seguidos e ingresaron a un terreno de franca familiaridad, pero yo sentía que me estaba enamorando gradual e irreversiblemente y en ese momento no calculaba las consecuencias del asunto. Solíamos charlar tardes enteras en una suerte de buhardilla en el segundo piso del bar que hacía las veces de cuarto y de taller. Desde ahí se veía el mar perdiendo su inmensidad en el oleaje, alejándose de la isla como un navío inmortal. A veces Zaratustra subía al cuarto y permanecía sentado en un caballete como un tertuliano más.

Creo que Gabriela realmente habitaba aquel escenario insondable de donde sacaba sus figuras, los trozos de una utopía cíclica que al filtrarla el pincel pasaban a documentar el infinito.

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En nuestras largas caminatas por el malecón, sentía que sus palabras ya no eran de este mundo, pertenecían a ese taller de vieja madera donde los olores del diluyente se perdían entre las viejas canciones del bar. Sí, era mi musa. La dama del panteón grecorromano que descendió desde las escasas certezas que tiene la infancia.

Una tarde en el que mar se veía sospechosamente picado desde su ventana, ocurrió el beso que nos convirtió en amantes. Era el beso que la musa daba al espantapájaros. Sí, porque yo representaba al espantapájaros, al macilento personaje anclado en la tierra de la ausencia que ahuyenta a las aves agoreras con el espíritu sombrío, hasta que se funde en el olvido —como todos los recuerdos— y al tiempo, los pájaros se posan en sus brazos de palo, volviendo a ser de nuevo sus propios fantasmas.

A menudo me acuerdo de esa muchacha, de ese amor tan breve como intenso, de su cuerpo corriendo rumbo al mar, de su pañuelo como una bandera en medio de la tormenta, de aquel cuerpo desnudo en la noche de canciones viejas y licores de sabor improbable.

Un día en que entré al Partenón, Boris me dijo con su impa-videz acostumbrada:

—Gabriela te espera en su cuarto. Me dijo que tiene algo para ti.

Me apresuré a subir las escaleras y Zaratustra siguió mis pasos con la misma curiosidad que yo tenía. Estaba en su mesa de trabajo, con el cabello tomado por su característico pañuelo rojo. Bosquejaba algo.

—Ven —me dijo—. Mira lo que hago.Eran los bocetos iniciales de una acuarela, se trataba de

una mujer que danzaba sobre un horizonte sinuoso, un poco parecida a ella.

—Esta musa, te acompañará si alguna vez te falto.Sus palabras me sobrecogieron, porque todo en ella parecía

misteriosamente profético.Cuando recorríamos la playa, en una oportunidad, la vi

corriendo por la arena y pensé que en ella la infelicidad no existía.

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Nunca comprendí qué hacía una mujer que retrataba sus sueños en colores con un tipo como yo, un desencantado con vocación de exultante. Y una vez se lo pregunté mientras trataba de hacer esa acuarela para mí que nunca terminó.

—Tú me recuerdas que las ilusiones son inconclusas —me contestó interrumpiendo su trabajo—, que se construyen con recuerdos.

Creo que otra vez sus palabras fueron proféticas y así lo evidenció el fin del invierno, que trajo un sol redondo y húmedo como la nostalgia. Esa mañana definitiva, desayunábamos en su cuarto cuando sus reiterados silencios dieron paso a la verdad.

—Mi hermano me escribió ayer —comentó con la voz apagada.

Yo seguí bebiendo el humeante café con indiferencia pero en el fondo, atento a sus palabras. Pasó a contarme con una deli-cadeza (que luego le agradecí) algunas noticias. Su hermano le pidió que se viniera a Europa con él, ahí podría conocer el Viejo Mundo y estudiar Bellas Artes, como siempre había querido.

El sabor de la derrota que campea en las palabras, vigi-lándolo todo, se hacía notar de pronto, para recordarme que la vida se compone de recuerdos, que la musa debía retornar a los grabados en remotos países de cielos abiertos y aparecer en mis noches como una esfera de agua donde se refleja el hombre de paja cansado de espantar sus espectros.

—Este es el correctivo que la realidad le aplica a los sueños —me dije.

—Sólo quiero pedirte algo —le contesté tomando su mano—. Cuando termines la acuarela que era para mí, házmela llegar.

Así fue como un día soleado, acompañé a Gabriela al ferry que la llevaría tan lejos de esta isla. La chimenea humeaba con impaciencia y tocando mi barba me dijo que jamás me olvidaría. No mentiré, creí muy poco en sus palabras, en ese tiempo ya empezaba a entender que muchas veces el amor es un escenario donde actúan expresiones muy gastadas.

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colección los ríos profundos

s La musa y el espantapájaros

El último recuerdo que guardo de ella, es su mano agitán-dose en el aire, su vestido rústico de flores, en fin, mi musa en la baranda del navío, escribiendo su adiós en el viento.

Desde esa oportunidad, asistí cada noche al Partenón como a un ritual silencioso para reconstruir a golpe de memoria, el vestigio de esta muchacha de pañuelo rojo. Boris comprendió mi silencio y solía dejarme junto a la copa del licor innombrable hasta que me perdía entre las estrofas de las viejas baladas del bar. Nada recomendable para nadie porque no pocas veces, el amanecer me sorprendió despierto, recordándola.

Al cabo de unos meses, ocurrieron muchas cosas, entre ellas, el retorno a mi país. Pero Chile en su largo sueño de adobe me mantuvo ocupado en actividades que no es el momento reseñar. De esto pasaron muchos años, quizás demasiados y nunca supe nada de ella; sin embargo, la resaca de su recuerdo se clavó en mi frente algunas veces, cuando escuché su nombre, en el cuerpo de damas anónimas que se esfumaban al ponerse el sol en mi ven-tana, incluso una vez creí verla en la costanera de Valparaíso. Dije al principio de esta semblanza que en Puerto Peregrino renuncié a las grandes certezas que deparan ciertas mujeres como musas que reconstruyen las ruinas de esas verdades que se dicen eternas.

Cuando volví, después de tanto tiempo a Puerto Peregrino me asomé al Partenón para confirmar esta idea. Todo estaba intolerablemente idéntico a como lo dejé, la viejo victrola de discos viejos, las sillas de madera, los óleos de Gabriela y Boris con su semblante impregnado de laconismo y resignación. Salvo el mico y yo, ambos con las barbas más blancas y abundantes, todo parecía incólume al tiempo.

Me saludó como si nos hubiésemos visto ayer y si ni siquiera consultarme me sirvió aquel líquido espirituoso y —a la manera del relato de Proust— construí de pronto el pasado entre el paladar y el sueño.

—¿Dónde te habías metido todo este tiempo? —musitó Boris de golpe.

No supe que responderle. Hablamos un rato de las razones de mi estadía en Puerto Peregrino, en fin, cortesías de viejos

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amigos. Cuando tras un silencio prolongado, le pregunté por Gabriela, respondió desviando la mirada que Gabriela había muerto en Europa hace más de siete años.

Una punzada en el pecho me invadió de improviso.—Al principio estaba todo bien con su hermano… pero

luego se enamoró de un oficial de bigote negro, que en las fotos que envió siempre le encontré cara de hijo de puta… efectiva-mente lo era. Cuando se casaron, la hizo muy infeliz, hasta dejó de pintar. Murió en un parto…

Se bebió de golpe su licor y continuó:—Estuvo mal… el oficial ya se había ido con otra mujer

cuando murió…A veces hay recuerdos que nos mantienen vivos y cuando los

desploma la vida con sus imperfecciones y bajezas, algo muere de pronto, apagándolo todo.

—No te atormentes —siguió Boris—… Por lo menos aquí fue feliz, con sus óleos, contigo… con el invierno incluso.

Me dijo que Gabriela había enviado algo para mí hace ya tiempo. De uno de los cajones de la barra extrajo un pequeño objeto cuadrado envuelto en su inconfundible pañuelo rojo, lo descubrí como descifrando una escritura misteriosa. Era la acua-rela terminada, encuadrada en madera… la musa estampada con su velo seda, danzando en el espacio que separa las quimeras de todos los continentes del globo, Gabriela, niña de cristal, funda-dora de repúblicas sin horizontes en lejanos países de océano y marfil, qué bella te ilustraste sin las heridas y sinsabores que con-llevan los años.

Me despedí de Boris y Zaratustra. Cuando salía del lugar con mi acuarela bajo el brazo, me juré nunca ingresar a bares de canciones tristes y saltimbanquis de novela, porque el amor embadurnado en acuarela podía de nuevo trocar mis ansiedades en esta caricatura sublime.

Salí con mi cuerpo de paja y mis harapos al viento. Alguien que me vio caminar por la esquina le dijo después a un amigo mío que ese día los pájaros se posaron en mi hombro.

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52 En el vientre del olvido

“¡Éntrese mi tiranopor esta cueva!

¡Déjeme que la vidaa él, a él se ofrezca!

para un príncipe enanose hace esta fiesta”

José Martí

“Somos los filibusteros del Hada Verde, capitaneamos el bajel en un océano de neblina. Nuestras anclas se incrustaron de lleno en la boca de los bares, en el vaho de la noche. Saqueamos durante madrugadas memorables, las fabulaciones del delirium tremens, ese fue nuestro credo. Ahora somos los bucaneros sin corbata, los monarcas perdedoresalzando las copas en la oscu-ridad que cantan sin parar Absinthe, je t’adore, certes ! / Il me semble, quand je te bois, / Humer l’âme des jeunes bois … Somos los filibusteros del Hada Verde, encaramados en los obenques, declamábamos los ditirambos como sátiros orgullosos y contra-hechos. El viento peinó nuestros cabellos en las tristes avenidas de Puerto Peregrino.

Somos los filibusteros del Hada Verde…”

I

Los que aparecen en la fotografía son, en su parte más sus-tancial, el escogido grupo de los filibusteros del Hada Verde. Muchos de ellos ya no están o se dedicaron a otras empresas. Yo soy el que está cáliz en mano cantando el coro de los filibusteros,

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aparentemente eufórico y posiblemente ebrio. También en la foto tengo más pelo.

El tipo de fisonomía ahuesada y frente amplia que está arriba de una silla agitando un pañuelo burdeo es el comodoro de niebla, Guillermo Rivet. El tarro de pelo y la levita es porque ese día quiso disfrazarse de un caballero de la belle époque. La barba tupida y sin bigotes se debe a su afán por imitar a Gregory Peck en su rol de Capitán Achab.

Rivet es el líder de nuestro barco que navega en la neblina nocturna de Puerto Peregrino: El Deuteronom.

Los filibusteros del Hada Verde solíamos juntarnos una vez cada dos meses en una taberna subterránea del barro Visigodo, uno los sectores más viejos de Puerto Peregrino, atestado de alfa-rerías y vendedores ambulantes. El ritual consistía en juntarnos alrededor de una mesa redonda y dejar que nuestros sueños se engranen entre los líquidos espirituosos, las amapolas o el licor de ajenjo impregnando el terrón de azúcar.

Nuestro delirio se unificaba eficazmente pues navegá-bamos un gran barco que surcaba la niebla invernal de Puerto Peregrino.

Probablemente, para otros, no éramos más que desenfre-nados recorriendo bares en el marco de una inexplicable, pero rigurosa peregrinación.

Fue Rivet, el comodoro de niebla, quien nos reclutó a todos. Convencido que existía en las conversaciones de los bebedores noctámbulos, riquezas que era necesario acrisolar. Por ello, nuestro objetivo fue siempre recopilar historias viejas, fechas añosas, máximas de un idioma anacrónico, en fin todo lo que el ocaso deja en su retrete nosotros lo albergábamos bajo la capa.

Aquellas noches memorables, el barco se abría paso entre las olas tempestuosas de un océano neblinoso, izábamos nuestro velamen andrajoso hecho con ilustres harapos y saqueábamos “la enciclopedia del olvido”.

No era sencillo. Teníamos que atracar en bares y pros-tíbulos (sin omitir nada importante en el itinerario) y escuchar pacientemente a eruditos en los nombres de las calles, deportistas

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s En el vientre del olvido

retirados, pensadores de los lunares de vino tinto, escritores de novelas sustancialmente infinitas, soñadores retirados, jubilados de oficios que ya desparecieron.

Luego, al amanecer, en el reservado de la taberna colocá-bamos sobre la mesa nuestro botín: periódicos antiguos, trompos de madera, copas de hoteles que sólo existen en las fotografías viejas, billetes de lotería que fueron comprados hace más de cin-cuenta años y sobre todo datos, bagatelas preciosas, antecedentes que archivábamos en la Biblioteca de las Cosas Olvidadas, bajo la celosa llave de Rivet.

—¡Porque el presente también es otra droga! —senten-ciaba eufórico el comodoro de niebla blandiendo una espada de madera— ¡Y la infancia es nuestra patria!

Entonces los filibusteros cantábamos el coro para luego regresar a casa, con la promesa de encontrarnos ritualmente en los próximos dos meses.

A Guillermo Rivet lo conocí en una tienda de antigüedades donde nos sorprendimos grata y mutuamente comprando bas-tones. Es una manía para mí coleccionarlos desde que tengo memoria y en eso concordé con este tipo de gastado sobretodo gris, mirada escrutadora y complexión ligera. Así ocurre en oca-siones, una pequeña coincidencia nos deja en un estado de sim-patía y familiaridad.

En aquella oportunidad compré un bastón cuya empu-ñadora tenía esculpida en madera la cabeza de un león y Rivet, aquella espada de madera rústica que debió pertenecer a un niño hace mucho y que después se convirtió en el arma predilecta para sus abordajes bucaneros.

Recuerdo que el amistoso coloquio nos dio una sed espan-tosa y terminamos en la taberna subterránea aquella. Iluminado por la débil luz, pude apreciar mejor su semblante resuelto, sus cabellos castaños cortados al ras y especialmente sus ademanes de comediante del cine mudo.

—Usted tiene madera, como sus bastones. Serviría para mi tripulación —me dijo aquella noche en que estaba comunicativo

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y de buen talante—. Necesito un escriba que lleve al día mi bitá-cora de navegación.

Me sorprendió la idea de que Rivet estuviese vinculado a la empresa naviera, por su aspecto de actor de provincia, tan dis-tante a las faenas del océano. Partí por aclararle que yo no era un hombre de mar, no sin antes agradecerle su curioso ofrecimiento.

—Mejor todavía —contestó con esa mirada desorbitada e infantil— mi barco, El Deutoronom, no surca el mar, sino más bien la neblina.

Sus explicaciones me parecieron absurdas y disparatadas y Rivet no se dio por enterado. Optó por invitarme a una reunión de los filisbusteros del Hada Verde donde, luego de sumergirme en las aguas verdosas del absinthe, culminé a bordo y oficiando de escriba.

No obstante, luego de esas travesías por la languidez del invierno, pudimos percatarnos de una sombra que se movía en las tinieblas dejándonos una estela desafiante. Guillermo Rivet nos explicó que se trataba de una entidad monstruosa llamada Copidú.

II

Muchos han caído bajo la tiranía de Copidú sin jamás ente-rarse del asunto. Esto se debe al origen furtivo de este fenómeno de trazos inseguros que los siúticos llaman apoteosis y los filó-sofos, entropía.

Nosotros lo llamamos Copidú...Las litografías que tengo en mi mesa de trabajo ilustran a

un ser con cuerpo de reptil, con alas de insecto, con mirada de chacal. Algunas le agregan una desgreñada melena gris y otras, cinco tentáculos.

Se dice que su ataque bien puede definirse como una espada arremolinada que desata el nudo del vendaval. También cuentan que en épocas de escasez e infortunio sobrevolaba el horizonte de Puerto Peregrino como un vigía fúnebre destiñendo la degradada acuarela del crepúsculo.

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Copidú es descomposición, angustia, el rostro más dema-crado del sinsentido. Huele a cadáver y su paso no puede dejar otra huella que flores mustias.

Los pocos libros que abordan el tema lo definen como el renacimiento de las sombras, el guardián de la caverna donde duermen las pesadillas. Es una estrella de mar excesivamente voraz, una corneja de plumas grasosas y un jabalí jadeante a la vez, todo ello envuelto en el guiso del olvido y la melancolía.

No es una gárgola, pero tiene de ella su aspecto temerario. No es un áspid, pero conserva su iniquidad. No es un dragón, pero sin embargo posee aliento de fuego.

No obstante, esta bestia de aspecto sórdido posee pasiones humanas: es capaz de albergar rencor, de mofarse de lo sagrado (no en virtud de la blasfemia, sino del sarcasmo). Constituye el castigo que la Creación se inflinge a sí misma.

Negar a este monstruo es su mayor cetro de legitimación. Su horror gravita en la paciencia, en la capacidad de circular desapercibido por esta ciudad neblinosa. En su paso sibilante se lleva consigo el alma y la luz de las miradas, acarrea todo hacia la olla pútrida, hacia la vacuidad venenosa. De pronto, se olvida el nombre del padre, el recuerdo de la primera amada, los túneles del frenesí. Es el Copidú que pasó a nuestro lado.

Se asemeja en algo al Maelstrom que batalló contra la nave del capitán Nemo.

En alguna oportunidad, el comodoro de niebla Guillermo Rivet nos narró algo acerca de esta calamidad de los bancos de niebla:

—Hay criaturas siniestras cuya ferocidad radica en los col-millos o en las garras. Se dice que Copidú tiene su cólera en el estómago. Todo lo que traga es sometido a la tristeza y el absurdo, todo lo que engulle, luego lo regurgita muerto en vida. Por ello se cree que su alma es gobernada por una inteligencia perversa. Copidú es el olvido. Es lo peor de todos los animales, es lo peor de todos los hombres.

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Varias veces pudimos ver desde el Deutoronom el deslizar de esa criatura terrible llevando a sus anchas, los densos nuba-rrones del invierno.

III

La ocasión en que los filibusteros del Hada Verde arpo-neamos el cuerpo de Copidú fue un episodio digno de una novela de Melville. Hubiese querido yo que un narrador de mejores con-diciones diera fe del hecho. Pero era yo, en ese momento, el ama-nuense del Deutoronom y he querido transcribir los hechos con la mayor exactitud posible, usando el formato dramático:

“35 grados a estribor, saliendo del bar Esmeralda, la proa del Deutonronom se hunde en la calle Macedonio Flores casi colisionando en la vitrina de una farmacia. El peso del barco elude la acción, gracias a nuestro precioso lastre, un baúl de viejas revistas de box, una colección de novelas policiales y una estrella borracha que alguna vez estuvo incrustada en la punta de un abeto sin por ello tratarse de un árbol de navidad. Es decir, objetos de devoción.

El comodoro Rivet eleva la bandera del Jolly Roger, el cráneo y las tibias en cruz flamean en la oscuridad. Entonces, el Deutoronom se introduce en la avenida principal de Puerto Peregrino aprovechando el pujante viento este, con claras inten-ciones de atracar en la mampara de un prostíbulo desvencijado donde sirven vino caliente. El astrolabio del comodoro de niebla augura una noche plena.

—¡Copidú! ¡Copidú! —grita el vigía aferrado a la gavia.En efecto, Copidú representa la espada de la tormenta y

avanza furioso hacia nosotros dando grandes saltos desde el Edificio de Correos hasta la avenida. La tripulación trata de contener la neblina y su oleaje agitado por la fuerza de la bestia.

El Copidú se recupera y embiste la proa del Deuteronom. Por breves instantes es la lucha encarnizada entre dos fieras y cuatro de nuestros hombres caen.

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—¡Hombre al agua! —grita el vigía.Uno de ellos cae de bruces contra un semáforo. Copidú

estira su tentáculo y aprisiona a uno de los arponeros que en vano intenta liberarse. El comodoro Rivet desenvaina su espada de madera dispuesto a clavarla en el párpado arrugado de la bestia. Sin embargo, Copidú golpea el casco del barco con su enormecabeza de títere loco y luego abre la boca. El golpe de ola arroja primero al comodoro Rivet y luego a mí en su boca circular. Nos traga sin masticarnos.

Un tobogán oleaginoso de jugos gástricos recubren las paredes viscosas del abismo donde descendemos irremedia-blemente hasta caer escupidos en algo mullido y viscoso. Pero el vientre del animal ya no es un latir de arterias y degluciones sino un pequeño salón de eventos de gusto ligeramente barroco, cuyos espectadores son inmóviles soldaditos de plomo. Nosotros estamos vomitados y furiosos, bebidos y airados, sentados en dos sillas de mármol extremadamente frías, mientras la luz de un fanal nos enfoca con insistencia.

Por el fondo del cortinaje aparece el personaje que estaba faltando. Ahí supimos que Copidú no era gobernado por una inteligencia abyecta sino por un Príncipe Enano. Viste un traje de lino celeste y calza unos minúsculos escarpines de caballero andante infantil. Una corona de papel plateado le rodea las sienes y trae en sus manos un amplio paraguas, es más grande que él y oficia de cetro real. Su expresión es dura.

PRÍNCIPE ENANO: Antes de iniciar este coloquio —por llamarlo de algún modo— dejo constancia que, pese a ser ustedes vulgares asaltantes sin patente de corso que hostilizaron e invadieron mi nave, usted, comodoro de niebla, es bienvenido al estómago de Copidú. Si sobrevive a esta tertulia me encan-taría que me acompañase durante la cena.

(El Príncipe Enano hace una breve genuflexión y abre su paraguas negro) La razón por la cual son bien recibidos en este batiscafo con retazos de furiosa animalidad, es que tenía curio-sidad por conocer a esos afanosos hombrecitos que navegaban

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aquel bote a punto de zozobrar. Varias veces los divisé desde el ojo de buey de mi cabina de mando. Hay energía en su empresa… ¡lo que no reduce en nada mi visión con respecto a vuestra despia-dada agresión! ¡De hecho, decretaré la horca para ustedes!

YO: (adoptando aires de aristócrata ofendido) ¿Debemos aceptar que esto es un tribunal?

PRÍNCIPE ENANO: A usted, insulso plebeyo, nadie le ha dado la palabra. Su barba me resulta deprimente, viste con un abrigo a cuadros (cosa horrible) y tiene aliento a cerveza barata. (Dirigiéndose a Rivet) Quiero entablar mi diálogo con usted, mi digno rival, el comodoro de niebla, Guillermo Rivet, líder de los filibusteros del Hada Verde.

RIVET: (Haciendo una reverencia con el sombrero de copa) Yo también quiero aclarar algunos tópicos antes de par-lamentar con Vuestra Excelencia. Aunque para mí— desde el punto de vista de la forma— usted es sólo un enano imbécil que dice un rosario de sandeces, por otro lado —desde el punto de vista del contenido— reconozco su autoridad imperatoria, de manera especial su alta dignidad principesca y su delicada corte en el estómago de este animalejo grotesco.

(El comodoro de niebla se dirige a los soldaditos de plomo que manifiestan consternación ante el carisma de Rivet)

Para entendernos, le rogaría que no utilizara un epíteto tan peyorativo como “bote” para referirse a mi soberbio galeón: El Deutoronom.

PRÍNCIPE ENANO: Lo tendré en cuenta para mi próxima alocución.

RIVET: Mejor hablemos de otro tema.

PRÍNCIPE ENANO: Tiene toda la razón… aunque no olvide que son mis prisioneros.

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YO: (Histriónicamente)¿Cómo se atreve a hacernos rehenes de su capricho?

PRÍNCIPE ENANO: ¿De dónde sacó vozarrón este peje-rrey? (A Rivet) Por si no lo sabe, comodoro de niebla, su buque de arte cargado de tripulantes, dicho sea de paso, una cáfila de opiómanos y borrachines, surca aguas territoriales de la costa neblinosa de Puerto Peregrino, ciudad fundada única y exclusi-vamente en el ejercicio de la metáfora y que al fin y al cabo, me pertenece.

RIVET: (Enrojeciendo de ira notoriamente) ¡Oh, malvado Príncipe Enano! ¡Cómo osa a denigrar a los filibusteros del Hada Verde! (Indicando el ojo de buey) Esos valientes bucaneros que usted rebaja con calificativos aberrantes, han trabajado tenaz-mente en la Biblioteca de las Cosas Olvidadas, pieza mayor del memorialismo de esta ciudad que, como debería saber, no le pertenece. (Indicándome a mí) Ese hombre que usted ningunea ha sido amanuense en las bitácoras de Puerto Peregrino, secre-tario de nuestra travesía.

PRÍNCIPE ENANO: Ese individuo que usted denomina “amanuense” es sólo un poetastro que vive hace años en Puerto Peregrino, aunque es oriundo de un lejana y gélida ciudad que se llama Punta Arenas, una ciudad atravesada por un riachuelo hediondo y negro llamado río de las Minas, al cual le dedicó una oda…

YO: (Interrumpiendo) Égloga, si me hace el favor.

RIVET: Veo que nos ha investigado, Su Excelencia.

PRÍNCIPE ENANO: Naturalmente y debo reconocer que usted es un capitán de fragata audaz y corajudo pero… ¿a quién diablos le interesa la final de pelota vasca del año 43, el nombre

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del presidente de un país que ya no existe, la cantidad de dientes de un dragón de Komodo, la etimología de la palabra etcétera…

SOLDADITOS DE PLOMO: ¡Larga vida al Príncipe Enano! ¡Horca a los invasores!

RIVET: (Haciendo un gesto para ser escuchado) Veo para donde quiere llevar sus naves. Usted gobierna a Copidú, que yo feliz traduciría como olvido. De ahí toda su labia catilinaria y esos humos salidos de quizás donde…

PRÍNCIPE ENANO: Le diré de donde…

RIVET: Preferiría no saber…

PRÍNCIPE ENANO: No, entérese buen hombre…

RIVET: En otra oportunidad mejor…

PRÍNCIPE ENANO: Para que sepa, el carillón de la cate-dral de Puerto Peregrino era mi abuelo y tañía sin parar hasta que conoció a mi abuela, una digna viejecita de boca pequeña y grandes orejas que oficiaba de sacristán en la iglesia…

RIVET: No, no quisiera escuchar eso…

PRÍNCIPE ENANO: …e hicieron el amor colgados del badajo…

RIVET: (cantando) “Somos los filibusteros del Hada Verde, capitaneamos el bajel en un océano de…“

PRÍNCIPE ENANO: Y escúchelo bien, aunque le moleste, cuando hacían el amor era todo una sinfonía de campanas que se oía en toda la ciudad…

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RIVET: …neblina. Nuestras anclas se incrustaron de lleno en la boca de los bares, en el vaho de la noche…”

PRÍNCIPE ENANO: Y cuando tenga una hija la casaré con un corcho de buen vino belga de las cepas de Namur…

RIVET Y YO: “Saqueamos durante madrugadas memora-bles, las fabulaciones del delirio…”

PRÍNCIPE ENANO: Está bien, no me referiré más a mi árbol genealógico, por ahora...

SOLDADITOS DE PLOMO: ¡Larga vida al árbol genea-lógico del Príncipe Enano! ¡Horca para los invasores!

(En ese momento, los soldaditos de plomo hacen sonar sus fusiles y posteriormente se cuadran con marcialidad, como si fueran tropas espartanas)

PRÍNCIPE ENANO: Veamos, comodoro, quiero saber su gracia.

RIVET: Por fin nos estamos entendiendo.PRÍNCIPE ENANO: Déjese de palabrería y dígame su

gracia.

RIVET: Imagínese un miliágono.PRÍNCIPE ENANO: ¿Qué eso eso?

RIVET: Un polígono de mil lados… ¿puede verlo?

PRÍNCIPE ENANO: (Cerrando los ojos) Sí, justo encima de mi cama envuelto en papel de regalo para mí.

RIVET: Bien, ahora siéntese sobre él.

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PRÍNCIPE ENANO: Si trata de hipnotizarme, le advierto que no está funcionando.

RIVET: ¡Siéntese sobre el miliágono, enano ególatra!

PRÍNCIPE ENANO: Está bien, está bien, no se irrite, comodoro. Ya lo hice, aunque contra mi voluntad porque me parece absurdo sentarse encima de un regalo que fue envuelto con tanta dedicación.

RIVET: Bien, comprenderá que ha posado sus pequeñas asentaderas sobre algo realmente grande y… como si fuera poco, muy cerca de su cabeza, casi al alcance de su mano se encuentra una media luna.

PRÍNCIPE ENANO: (Haciendo un esfuerzo con los ojos cerrados) La media luna aún no puedo verla.

SOLDADITOS DE PLOMO: ¡Larga vida a la media luna del Príncipe Enano! ¡Horca para los invasores!

PRÍNCIPE ENANO: Tiene razón, comodoro de niebla, ahora puedo verla con claridad. (Jubiloso) Es una media luna preciosa, cuyas puntas brillan en la oscuridad, es de color ocre y parece una fruta madura casi a punto de desprenderse de la rama… a todo esto ¿cómo se sostiene en el aire sin caerse?

RIVET: Digamos que la sostiene un árbol invisible llamado firmamento, muy común en los países que tienen cielo.

PRÍNCIPE ENANO: ¡Qué interesante! (A los soldaditos de plomo) Y ustedes, horda de tarados, cómo nunca me dijeron que existían estas maravillas.

SOLDADITOS DE PLOMO: ¡Vivan los insultos del Príncipe Enano contra nosotros! ¡Horca a los invasores!

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PRÍNCIPE ENANO: ¿Cómo se llama la media luna que se aparece ante mis ojos, mientras estoy sentado en el miliágono?

RIVET: Oh, lo siento… pero creo que aún no posee nombre, aunque usted podría bautizarla.

YO: Mariscal, creo que es hora de partir, el resto de los fili-busteros deben estar inquietos por nuestra ausencia…

PRÍNCIPE ENANO: (Golpeando mi cabeza con el para-guas) ¡Cállese, zopenco! (A Rivet) Aún no tengo claro la idea del nombre… la palabra “ceniza” me gusta pero es impropia para un ser de las alturas… quizás “torcaza” pero designa una ave-cilla bastante molesta y no se ajusta a lo que busco… creo que “sonrisa” está bien.

RIVET: Yo también lo creo porque una media luna es en el fondo una sonrisa y la existencia de ella, le ha traído cierta algarabía.

PRÍNCIPE ENANO: ¿Cierta algarabía dice usted?... ¡Pamplinas! Creo que estoy irremediable enamorado de son-risa y ordenaré de forma perentoria que se le prepare un sillón monárquico para que gobierne junto a mí, navegando la niebla hasta el fin de los tiempos.

YO: ¿Dijo que se llamaba “sonrisa”?

RIVET: Correcto, correcto. Príncipe Enano, ahora abra los ojos.

PRÍNCIPE ENANO: (Abre los ojos y queda estupefacto) ¿Dónde está mi media luna? ¿Dónde está mi miliágono envuelto en papel crepé?

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RIVET: (riendo a carcajadas) Jamás volverá, Su Alteza… usted se ha prendado de un mundo que acabo de inventar y que el olvido, es decir, usted mismo se llevará para siempre. Le esperan siglos de soledad en el vientre de Copidú (riendo estruendosa-mente y yo imitándolo) Siglos de aburrimiento…

PRÍNCIPE ENANO: ¡Devuélvame mi media luna!

YO: (súbitamente serio) Creo que es hora de irnos, está cambiando de humor…

RIVET: (riendo)... siglos y siglos de aburrimiento…PRÍNCIPE ENANO: ¡Larga vida para mí! ¡Horca a los

invasores!

SOLDADITOS DE PLOMO: ¡Larga vida al Príncipe Enano! ¡Horca a los invasores!

PRÍNCIPE ENANO: Por orden y decreto real del Príncipe Enano, es decir yo… los condeno a la horca para luego exhibir sus cadáveres colgados en el lomo de Copidú por la eternidad, con un cartel que diga: “Esto le ocurre a los piratas”. Los cargos son:

Ataque virulento a mi nave.Ocupación indebida de Copidú.Asesinato a mansalva de la futura reina del vientre de

Copidú, la media luna “sonrisa”.Usar un abrigo a cuadros.(En ese momento, dos guardias nos intimidan con largos

tenedores puntiagudos, llevándonos hasta el patíbulo ubicado en pleno lomo del animal. Entre las tablas del patíbulo crecen unas tupidas mandrágoras. Ni Rivet ni yo nos resistimos al arresto)

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YO: (Notablemente incómodo con la soga al cuello) Sr. Príncipe Enano, yo podría leerle un poema o quizás cantarle…

PRÍNCIPE ENANO: ¿Un último deseo antes de ofrendar su sangre a las betarragas?

RIVET: ( Extrayendo una botella de absinthe desde un oscuro rincón de su sobretodo) Quiero que brindemos con un licor de mi mejor cosecha.

PRÍNCIPE ENANO: Es una idea estupenda. Quisiera alzar la copa junto a mi digno enemigo, a la salud de su putre-facta alma ¿de qué licor se trata? Espero que no sea anís, me produce indigestión inmediata y termino cagando nomeolvides durante por los menos tres días.

(El Príncipe Enano cierra su paraguas y ordena bajar de la horca al comodoro de niebla. En ese momento me percato que los soldados de plomo también se encuentran observando ansiosos la ejecución)

RIVET: (Saca la botellita y le pone el terrón de azúcar) Es sólo una bebida alegre, es verde como los ojos de un duendecillo.

PRÍNCIPE ENANO: ¡Salud por ese duendecillo!

SOLDADITOS DE PLOMO: ¡Viva el duendecillo y el Príncipe Enano! ¡Horca a los invasores!

(El Príncipe Enano hace un brindis y se bebe al seco el licor verde. En su expresión se conjuga irrisión y desenfreno. A los pocos minutos asemeja una hoja de lechuga bañada en rocío)

PRÍNCIPE ENANO: Media luna ¡ven a mis brazos! (A los soldaditos de plomo) Y ustedes no saben decir otra cosa ¡Les ordeno de inmediato que se suiciden!

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SOLDADITOS DE PLOMO: ¡Larga vida al Príncipe Enano! ¡Corta vida para nosotros!

(Los soldaditos de plomo comienzan a derribarse unos a otros. Agonizan unos segundos y mueren. Todo el estómago de Copidú se convierte en un gran cementerio de juguetes pasados de moda)

PRÍNCIPE ENANO: (Notablemente ebrio y alucinando) ¡Viva el Príncipe Enano! ¡Horca al Príncipe Enano!

(El Príncipe Enano trepa trabajosamente hasta el patíbulo y secoloca la horca al cuello)

RIVET: ¿Un último deseo?

PRÍNCIPE ENANO: Sí, dile a la media luna que todavía la amo. Quedan como en su casa. En el refrigerador hay huevos y leche por si quieren prepararse el desayuno.

(Se arroja al vacío y queda colgando del cuello como un péndulo de carnaval. En ese instante, sentimos que Copidú se mueve estrepitosamente, sacudiéndose como un perro envene-nado. Antes de entrar en la inconsciencia advierto que el animal encalla en la neblina)

IV

Me despertaron unas carcajadas estruendosas y el insistente entrechocar de copas en toda noche de alegre bohemia. Estaba tendido en una larga banca y me incorporé con dificultad, molido y sediento.

No bastó mucho esfuerzo para enterarme que me hallaba en la taberna subterránea del barrio Visigodo. Pared por medio se oía el canto inconfundible de los filibusteros del Hada Verde.

Abrí la puerta y se pusieron de pie inmediatamente blan-diendo todos, sendas espadas de madera como efectuando un

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saludo. Rivet estaba en la cabecera y su expresión era cuando menos exultante.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunté aturdido.Algunos de mis compañeros dijeron que nos habían encon-

trado en la Puerta del Viento algo maltrechos y que yo había dor-mido largo rato.

Rivet me alcanzó una espada de madera y luego me planteó:—Hemos vencido a Copidú y a su tiránico auriga, el

Príncipe Enano. Para vencer al olvido sólo basta un navegante entusiasta y un escriba. De hecho, poco sabríamos de Ulises sin el entrañable Homero. Salvando las diferencias, hoy sabemos que la tristeza de existir está condenada a su destrucción y que el recuerdo nos espera con sus instantáneas de otro tiempo, una época mejor que ésta, un nuevo viaje por el vaho. La Biblioteca de las Cosas Olvidadas está a salvo.

Tomé la espada de madera entre mis manos y observé la estrella y las revistas de box en la mesa.

—¡Porque la infancia es nuestra patria! —arengó Rivet.Y el himno se perdió entre los humos de la madrugada:

“Somos los filibusteros del Hada Verde, capitaneamos el bajel en un océano de neblina. Nuestras anclas se incrustaron en la boca de los bares…”

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69Mal parroquiano en cualquier sitio

De seguro que túno vivirás al tanto de ciertas cosas nuestras,

ni de ciertas cosas de allá,porque el training es duro y el músculo traidor,

y hay que estar hecho un toro,como dices alegremente, para que el golpe duela más.

Nicolás Guillén

¿De cómo conocí a Arístides Mendoza? La verdad ni me acuerdo del todo. Debe haber sido aquel día en que celebraba mi cumpleaños totalmente solo en el departamento y apareció el poeta Aníbal Saratoga con tal traza de palidez y abandono que no contribuyó precisamente a subirme el ánimo.

Por ese mes, Puerto Peregrino atravesaba un período de llu-vias bastante prolongado que me mantenía durante horas con-templando los tejados empaparse desde mi ventana.

Para colmo, Saratoga me llevó a un bar clandestino que funcionaba en el subterráneo del Sindicato de Estibadores, sitio oscuro y claustrofóbico. El ruido y el humo dificultaban la con-versación y hasta que finalmente uno se acostumbraba a gritar con el interlocutor. La contraseña en la entrada eran dos golpes y el enunciado “Cuando arribe a Puerto Peregrino conocerá el diccionario de las veletas”.

—Pero todavía no viene lo mejor —dijo Saratoga mientras pedía dos cervezas en una suerte de mesón sin pintura que quería ser una barra.

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“Esta decadencia alimenta ese malditismo de Saratoga, genuino pero a veces agotador. No, esto no es para mí” pensaba mientras observaba la euforia del poeta.

Ya avanzada la noche comenzaba una suerte de streap- tease de nota más que dudosa. Era una mujer bastante mayor y descui-dada como para vestir ese baby-doll rosado y bailar danzas tro-picales de un mal gusto digno de elogiarse. La mujer ingresaba haciendo pomposas reverencias y cantaba un aria de su reper-torio con encendido brío. En esa oportunidad creo que cantó un fragmento de La flauta mágica.

A pesar del ambiente (grotesco hasta la saciedad), los parro-quianos escuchaban con respeto la actuación operística de esta mujer que respondía al nombre de Adelaida, incluso la ovación era algo exagerada. Luego concluía su show bailando muy mal pero con mucho sentimiento, y entre danzas de cuestionable coquetería mostraba un cuerpo ya latigado por los años.

—Sólo en Puerto Peregrino se puede ver algo así de esper-péntico —me comentó el poeta con sincero entusiasmo.

Al parecer mi semblante de desesperanza cada vez mayor le hacía darme palabras de aliento que definitivamente no estaban haciendo efecto. Dentro de unos minutos, Saratoga pasó a pre-sentarme sus contertulios más habituales en este antro de rasgos tan singulares. Una de ellas era por cierto Adelaida que, según nos contó, ejercía en las tablas de la zarzuela durante años como figura principal en el Teatro Municipal de Puerto Peregrino, hasta que una enfermedad a la columna comenzó a llevarla sin prisa pero sin pausa al desempleo y luego al alcohol, hasta ter-minar aquí.

—Aquí se puede conversar entre amigos —me comentó Adelaida esbozando una sonrisa que pese a las marcas de dolor era acogedora y bonita.

Conversamos largo rato los tres sobre la vida con esos argu-mentos filosóficos tan baratos como las carteras que venden a la salida de los bancos. Mientras aumentaba la confianza con la diva demacrada por el tiempo, me fue imposible aplicarles la ley seca, ya que las botellas pasaban rápidamente por la mesa.

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En eso, apareció un caballero de unos respetables y quizás ya pasados sesenta años, los que lucía con mucha dignidad. Era un rostro moreno, de labios gruesos, daba una expresión de sem-blante cansado, muy a propósito de los pesados anteojos que caían en su nariz respingada.

Ostentaba una complexión atlética y vestía un terno a rayas que sin duda debió conocer tiempos mejores. Saludó a Aníbal como si se encontrara a un hijo y besó a Adelaida en la boca con unos aires de galantería histriónica que me recor-daban los ademanes exagerados de Vincent Price en el ciclo de películas sobre Poe.

—Arístides Mendoza, un servidor —me dijo estrechando mi mano con fuerza.

El recuerdo de Arístides me resulta confuso. Era un tipo de una calidez poco habitual en los noctámbulos.

Veo de pronto sus grandes manos dibujando mundos posi-bles y el tabaco raído cayendo por su labio grueso, a veces, creo oír su voz gutural y enfática pero también algo adolescente. Creo que luchaba porque la adolescencia nunca lo abandonara.

Según me comentó era un periodista deportivo retirado. Había llenado durante décadas las páginas del diario con las hazañas del boxeo, deporte que practicó en su juventud con resul-tados promisorios, pero una flebitis aguda le llevó a observar por siempre la contienda desde fuera del cuadrilátero. Su figura más admirada era Arthur Craven, el famoso boxeador que tanto se vinculó al movimiento dadaísta.

—¿A qué hora comienza? —preguntó a Saratoga interrum-piendo su autobiografía.

—Como en cinco minutos —contestó el poeta con impaciencia.

En efecto, los parroquianos del bar se situaron en los extremos y nosotros imitamos el acto. El mismo tipo que traba-jaba en la barra anunció una pelea entre dos sujetos que salieron de la oscuridad. Uno era un hombre grueso de barba muy tupida y el otro, un verdadero coloso de rostro afeitado y anguloso que respondía al nombre de Tiberio.

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No había guantes ni medida alguna de arbitraje. Era una secuela de golpes que se dibujaban con poquísima claridad entre los nubarrones de cigarrillo. Luego del combate, Tiberio se hacía merecedor del triunfo y de unos copas en nuestra mesa. Un aplauso cerrado para el ganador y el retorno a los excesos pro-pios de la noche volvían todo a su sitio.

Arístides elogiaba las condiciones deportivas de este gigantón rubio que parecía un dios germánico.

Nos despedimos ya avanzada la noche.—No se pierdan muchachos —añadió Adelaida con unas

maneras del todo revisteriles.No sé por qué luego me hice un parroquiano habitual en

ese lugar. Quizás fue por el valor moral que adquiere, a veces, la decadencia o la asimilación de un hemisferio de mi ser casi auto-flagelante. Durante muchos viernes íbamos con Saratoga al bar de marras para compartir con nuestros ya habituales contertu-lios. Aplaudíamos con admiración el show de Adelaida y vito-reábamos al vencedor de las rudas peleas. Nuestro contendor de culto era siempre Tiberio, que en oportunidades, se sumaba a la charla, aunque siempre lacónico.

Arístides decía que la contienda era el arte de esquivar las incertidumbres, incluso contó cuando venció a su primer rival en un ring y sintió que su puño era la encarnación de todos sus deseos.

—El vencido asume que apostó por una empresa incierta —señaló.

Otra vez narró con sincero entusiasmo que le tocó conocer un boxeador que arrojaba a sus enemigos fuera del cuadrilatéro de un solo golpe.

Arístides Mendoza casi siempre invitaba la última ronda, brindando por la felicidad, mientras Adelaida se sentaba en sus piernas. Todas las noches le regalaba a esta musa del espectáculo un clavel amarillo luego de la función, escogido con una sutileza de adolescente.

Ya borracho solía pedirle matrimonio. Más de una vez la vi besarla con la pasión de los verdaderamente enamorados.

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Yo nunca entendí completamente a Arístides. No com-prendía que un hombre en ese estado concibiera la felicidad como una industria trivial, que fuera el centro de sus conversaciones. También me llamó la atención el aprecio que nos profesaba.

Para él, Aníbal Saratoga era como un hijo sensible, un ser capaz de traducir los anagramas de la belleza. Cuando el poeta, empezaba a enamorarse perdidamente de alguien, Arístides solía decirme:

—Debemos aceptarlo así. Este poeta es, en el fondo,un ángel enfermo.

En cambio, a mí se dirigía como un par, pese a la diferencia considerable de edad. Sus relatos de boxeo me parecían a veces poco verosímiles, pero yo lo atribuí más bien a la deformación fantástica que ciertos acontecimientos manifiestan con los años que a una mitomanía compulsiva.

También diré que muchas madrugadas nos sorprendimos los tres insuflados en alcohol, todavía acalorados por la inten-sidad del combate. Allí salíamos del bar abrazados para per-dernos entre las calles malolientes cantando baladas de amigos borrachos bajo la lluvia que no terminaba de abandonar la ciudad.

En una oportunidad en que el poeta Saratoga dormía su ebriedad ya definitiva, Arístides propuso que esa noche lo alojá-ramos en su habitación, no lejos del bar.

El lugar era una pieza en una pensión de mala muerte con olor a madera podrida. Una cama dada de baja en un hospital y sábanas de un color ya indefinido junto a un viejo ropero cons-tituían todo. Recostamos al poeta que murmuraba algo acerca del destino, que era inevitable, que era fugaz y algunas otras san-deces todavía menos dignas de recordarse.

Estábamos sentados en los bordes extremos de la cama y el silencio me inspiró una pregunta que no habría hecho en otras circunstancias. Le pregunté por qué siempre la palabra felicidad estaba en sus conversaciones. Arístides Mendoza prendió su cigarrillo y luego de arrojar una bocanada en forma de círculo, respondió:

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—Lo que se llama felicidad es un suministro que llenas en la juventud. Sabes desde ya que los años aciagos no faltarán a la cita y le imprimes a tus sentidos algunos besos bajo la luna, licores del placer, rostros cercanos que un día dejarás para reencontrarlos con los años transformados en fantasmas amigos. Te emparentas con la muerte cuando eres consciente de ese honor que te ha con-cedido la vida.

—¿Por qué lo llamas honor, Arístides? —pregunté algo intrigado.

—Es honor. Yo sólo tengo esa parte que permanece sin tocar con los años, que me hace esperar el fin con algo muy parecido a la entereza. Si el paraíso existiera no creo que me gustaría, pre-fiero la vida con sus rostros afilados e ingratos, amo esta mierda con sabor a miel y tú deberías hacer lo mismo.

—¿Hacer qué?—Seguir corriendo donde el viento te lleve, compartir pala-

bras con los amigos queridos, desnudar muchachas hasta dibujar la luna en sus cuerpos, ser habitante del país de los pecadores, negar a costa de la muerte la república de los santos, ser siempre un mal parroquiano en cualquier sitio.

En aquel momento Arístides, sonrió sin ocultar el entu-siasmo y me mostró su tesoro más preciado. Lo guardaba en el ropero junto a los gastados ternos oscuros que lucía siempre. Era un grueso volumen empastado en cuero verde, en sus hojas estaba la impronta del pasado, sus fotos como boxeador, joven y vigoroso; el retrato de mujeres que seguramente ya no habitaban este globo; todas sus crónicas periodísticas aún con el olor a tinta fresca.

Nunca olvidaré la fotografía de Arístides Mendoza a los veinte años. El púgil de mirada torva expresaba en una imagen que traspasaba las décadas, un semblante vencedor que el futuro hipotecaba de pronto, como un horizonte deslucido.

—Este es el testimonio de mi honor —añadió—. Estos recuerdos que algún día serán tuyos.

Y ambas cosas fueron ciertas. Ocurrió en una de esas noches de cielo algo crepuscular. Hacía ya varias semanas se rumoreaba

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que las autoridades tenían conocimiento del bar clandestino y se disponían a cerrarlo en cualquier momento.

El ambiente se había enrarecido de forma abrupta, las peleas culminaban en arrebatos de una violencia desmesurada, las arias de Adelaida eran aplaudidas anémicamente y el clima de con-fianza había cedido para dejar en su lugar un sentimiento hostil, quizás temeroso de estar dialogando con un policía camuflado.

Creo que Arístides mencionó algo sobre el tema, dijo que se habían infiltrado en el bar habitantes del país de los santos.

Esa noche Tiberio peleó largo rato con un moreno de labios gruesos que lucía una camiseta azul con sendas manchas de sudor. Ambos jadeaban, y a pesar de los gritos de aliento que proferíamos desde la mesa, nuestro contendor favorito cayó de bruces totalmente noqueado.

Fue triste ver al querido gigante totalmente abatido. Eso no fue todo, luego el moreno irascible comenzó a patearlo en el suelo con una saña incontrolable.

—¡Ya déjele! —se atrevió a gritar Adelaida espantada.—No te entrometas, vieja ridícula —bramó.Los ojos de Arístides se pusieron tirantes y levantándose

con una expresión rígida pero amable, se acercó al sudoroso contendor.

—Hágame el favor de pedir disculpas a la dama —le sugirió con una cortesía algo forzada.

El tipo se mostró contrariado y observó a Arístides con una expresión que conjugaba tanto el desprecio como la irrisión.

—No le pediría disculpas a esta vieja desafinada —res-pondió enfático haciendo hincapié en cada palabra.

Arístides se sacó el vestón con total paciencia y se subió las mangas de la camisa.

—No vuelvas a insultarla, hijo de puta —dijo mostrán-dole el puño.

El coloso golpeó a Arístides en pleno mentón con un puñe-tazo que apenas vimos. Desde la mesa observamos a nuestro amigo rodar entre las sillas, tratando de pararse sin conseguirlo. Saratoga salió en defensa pero duró menos todavía, el golpe lo

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levantó del suelo y su cuerpo famélico quedó tirado bajo una lám-para de cristal.

Yo estaba paralizado mientras el sujeto se acercaba a mí con gesto amenazante.

Nadie se percató cuando Arístides salía de la oscuridad y esquivando un asalto del moreno, consolidaba dos golpes, uno en el abdomen preciso y contundente; y otro, menos eficaz, en el centro del rostro. El tipo terminó noqueado en el suelo junto a Tiberio.

En Arístides aparecía el fantasma de sí mismo que tantas veces evocó en sus relatos, el que esquivaba incertidumbres y en el piso yacía el gladiador derrotado que apostó por una empresa incierta, que desgarró el honor o más bien ese sentimiento limí-trofe a la entereza.

En el bar imperaba un silencio que embalsamada el cuadro. La cara triunfante y sudorosa de Arístides se deformó de pronto. La boca sonrió en un rictus que no era familiar a sus gestos habituales, se llevó las dos manos al pecho como conteniendo el abrazo del infarto y se desplomó.

Se sacudió un poco en el suelo antes de llegar al rigor mortis. La muerte anunciaba su presencia en el imperio de los vivos.

En ese momento ingresaba la policía interrumpiendo el silencio ceremonial frente al cadáver de la república de los peca-dores. Los dirigentes del Sindicato de Estibadores salían espo-sados mientras Adelaida lloraba sobre el cuerpo de Arístides. Algo se cerraba, un locus amoenus donde la decadencia era un sentimiento delirante, cercano al fervor religioso, donde los parroquianos del olvido arrojábamos nuestros espíritus andra-josos en una catarsis que ahogaba la garganta en alcohol.

Al entierro de Arístides Mendoza fuimos solamente sus com-pañeros de mesa y Tiberio que no pudo evitar unas lágrimas cuando el panteonero arrojó los primeros terrones. El gigante rubio gemía con un chillido que me recordaba las rabietas de un hijo único, y en alguna medida, se me antojaba como la imagen de un niño grande y torpe enojado con la vida por la primera aparición de la muerte.

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Óscar Barrientos Bradasic Antología de la ciudad naviera

Adelaida, de luto riguroso, cantó Recóndita armonía de Giacomo Puccini, en medio de una tarde que amenazaba con llover.

Luego, con Aníbal Saratoga, al calor de un whisky comen-tamos estos episodios. Creo que pocas personas lloraron tanto a nuestro amigo.

—Si yo tuviera que elegir una muerte —decía Saratoga—, yo escogería esta… por Dios que lo haría. Ahí, noqueando a mi adversario, clavándole el alma con mis puños.

Pero las reflexiones de Aníbal no me devolvían el consuelo. Me sentía tan increíblemente triste.

Cada vez que llueve me acuerdo de Arístides Mendoza, de este metro ochenta de aquel territorio que pertenece a los melan-cólicos. Me cuesta concebir la idea del paraíso cuando miro las fotos en el libro verde que finalmente heredé.

A veces quisiera que escribiesen la vida los tristes, cierro los ojos mientras la lluvia golpea el techo con furia e imagino un país, un remoto país de pecadores sublimes con geografía de cielos abiertos y mar picado, con bares como templos al infortunio, con semanas de dos domingos y cuatro viernes, con parroquianos volviendo el ostracismo voluntario de los ilusos y en el centro, un boxeador que esquiva incertidumbres y vence al enemigo con la pujanza de los años felices, que defiende con su alma a una diva o más bien a la voz de las misericordias reales. ¡Oh, noche silenciosa! Creo que esta vez el país se va alejando de mí como un navío fantasmal que se pierde en el mar.

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78 El basilisco

¿Has visto cómo la locomotoracon sus cascos de hierro forjado

acomete por la campiñaresoplando junto al lago a través de sus ollares de hierro?

Sergei Esenin

I

Tuve que viajar desde Puerto Peregrino a Terión para asistir a unas tertulias literarias en homenaje a Blaise Cendrars organi-zadas por el Sindicato de Escritores. Me habían mencionado que desde el pináculo de la inmensa carretera que trepa esa sierra, separando ambas ciudades, se puede observar Puerto Peregrino en todo su esplendor con sus torres afiladas y las pétreas igle-sias de recio granate, como si fuera una pequeña maqueta de la infancia oculta en una esfera de cristal.

Aunque en realidad, el trayecto tenía otro atractivo. Desde ese mismo lugar, se alcanza a observar en el punto muerto donde la ciudad termina antes de perderse en el océano, los campos de Voltana, lugar en el cual habitan viejos cabreros en rudimentarias chozas de leyenda. Se dice que son una vieja estirpe de campe-sinos poetas que proclaman sus baladas y sortilegios, refugiados entre los pastos y las playas pedregosas.

Algunos hablan que estos zagales salidos casi intactos de los versos de Garcilaso, aún conservan el mito como explicación manifiesta de la realidad. Son, en el fondo, parte de una leyenda que se comenta hace años en Puerto Peregrino.

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79

Óscar Barrientos Bradasic Antología de la ciudad naviera

En todo caso, argumentos tentadores para completar algunos apuntes en mis gastados cuadernos.

Un buen amigo se ofreció a llevarme en automóvil hasta Terión. Este amable compañero, aparte de su calidez, resultó ser excelente guía por la inmensidad de la carretera y un tipo muy entendido en la historia y geografía de la accidentada región.

Le pedí que nos detuviéramos en el punto más alto de la escarpada para observar por unos instantes la ciudad de Puerto Peregrino en lontananza. En ese sector de la costa casi no circulan vehículos; sólo pasa el ferry ocasionalmente, rumbo a Calibán.

En efecto, el paisaje sobrepasaba mis expectativas. Desde la cumbre que comunica a la boca occidental del estrecho se veía Puerto Peregrino con incisiva nitidez. Ahí estaba la ciudad por-tuaria entre los graznidos de las gaviotas y el mar, con su puente de verdoso metal abriendo el lecho del río aún con el sabor de la sal, más allá los altos edificios y su casco histórico de afiladas construcciones.

Posados en la baranda, me indicó la zona donde habitan los cabreros. En medio de la yerba frondosa que se extinguía al pie de los roqueríos, simulando inmensas hoyas de granito, no era difícil imaginarse a esos espíritus vagabundos, arreando las estrellas, elaborando parábolas para explicar la transmigración de las almas o la naturaleza del relámpago.

Mi compañero de viaje me explicó que visten unos gruesos jubones de cuero y que rara vez se dejan ver por seres ajenos a sus costumbres, como nosotros, por eso me advirtió que no me hiciera grandes ilusiones.

—Poseen una mitología angustiosa —mencionó—, un raro bestiario para caracterizar los temperamentos del paisaje.

Ahí me dijo que para ellos el viento norte era un caballo de tres cabezas que soplaba con furia sobre sus rebaños, y la tristeza, una holoturia carmesí que merodeaba las orillas de la isla. De ahí la opción por habitar el seno de la montaña y huir del mar, fuente de la desesperación y el naufragio.

Allí, estos pastores se comunican con un sonoro idioma de silbidos entre el eco de los acantilados y los abismos marinos.

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—Hay mucha charlatanería en todo lo que se dice —con-cluyó—. Probablemente son simples criadores de cabras que se repliegan al páramo huyendo de la civilización.

A pesar de que el dibujo de la ciudad, matizado con el estri-dente ruido de los muelles inspiraba de manera rotunda, yo reparé más tiempo en la ribera que daba a esos campos de imagi-nería silvestre.

Ya nos disponíamos a volver al vehículo cuando mis ojos se fijaron en una silueta puntuda que se insinuaba en el agua con dificultad, presentando un girar perezoso y desvaído.

Llamé a mi amigo que estaba a punto de subir al automóvil para compartir lo que parecía, a lo lejos, una rara composición alegórica.

Acomodándose en una de las radas naturales que bordean los pastos indómitos había una larga embarcación de madera, similar a una gran canoa o más bien a una urca. Lo que más sor-prendía del falucho aquel, es que en la popa poseía una suerte de molino de viento que oficiaba como cabina de babor a estribor. De esta manera, las aspas hacían de velamen, moviendo los brazos en delicado diálogo con los vientos contrarios.

Controlando el precario sistema de navegación se veía una figura encapotada de tosco sombrero, apenas nítida en la dis-tancia, mientras la embarcación arrastraba su pesado navegar de tiburón anciano y desdentado que busca un sitio donde encallar.

Había un resabio de justicia poética en el pequeño navío, una férrea voluntad de persistir en la ensoñación y el cantar de gesta, a pesar del ensordecedor soplido de los elementos.

—Qué personaje ideó —me pregunté— esa gastada réplica de pretérita literatura, apelando a una arboladura que conjugaba la personalidad del viento y el océano.

Sin ni siquiera haber insinuado algo a mi interlocutor, éste aclaró sin inmutarse:

—Ah, ese es un ermitaño loco que vive con los cabreros —dijo—. Navega las estribaciones en ese curioso barquito. Todavía no sé cómo no se hunde con estos vientos que pasan por los cerros.

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Me sugirió que continuáramos el camino, al notar mi expre-sión atontada frente al navío con aspas.

El vehículo tomó la carretera que lleva a Terión. En el camino le pregunté más datos sobre este tipo y su nave dantesca.

Mi amigo respondió que era todo lo que sabía.—Nicromistus —enmendó luego una larga pausa—, se

hace llamar Nicromistus.

II

Algunos años después me encontraba en medio de la alga-rabía general, cantando viejas canciones de falsa marinería en uno de los bares aledaños al puerto. Mis amigos me presentaron a un tipo de modales afectados y tirante sonrisa que respondía al nombre de Javier.

Luego de largas y complejas digresiones sobre el origen egipcio de la cerveza y sus innumerables efectos en variados terrenos del comportamiento, entré más en confianza con este delgado hombrecillo que parecía un personaje de una farsa de Molière. Cuando las baladas bucaneras comenzaron a desapa-recer entre las brumas de la embriaguez, Javier me confesó que había leído mi libro de relatos sobre Puerto Peregrino.

—A veces poco verosímiles —me comentó con cierta cautela.

Me preguntó luego a flor de lengua qué estaba escribiendo. Le contesté que escribía un nuevo libro de cuentos, pero que el paso de los días me había impedido ultimar el proyecto. Para ello necesitaba estar más sosegado, revisar viejas notas y alejarme un tiempo de ese calamar huguesco que me atrapa en las noches de bohemia como ésta.

—Quédese en mi casa de campo el tiempo que quiera —dijo como si intuyera el origen del problema—, es agreste y pequeña, pero quizás pueda encontrarse consigo mismo o por lo menos con sus personajes, ahí, en la inmensidad del páramo.

Había en esa invitación generosa, una complicidad básica pero concluyente que me sorprendió hasta el agrado.

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Posteriormente, me dijo que la pequeña vivienda era una herencia de su difunto suegro, y que pasaba sin habitar casi todo el tiempo. Cuando comenzó a referirse —en líneas gruesas— a su ubicación geográfica, lo interrumpí de inmediato:

—¿Esa casa queda cerca de donde viven los cabreros?—Sí —respondió sonriendo con su pequeña mueca—. En

pleno páramo, a menos de un kilómetro de la costa.No pude hacer menos que relatarle mi antigua fijación por

esos zagales hirsutos. De la misma manera, le mencioné que años atrás había visto a esa suerte de navegante cervantino izando sus aspas antes de atracar en la ensenada, como una imagen robada a mansalva de mis remotas lecturas del Siglo de Oro e instalada en ese presente tan cercano, desde la débil baranda que mira el acantilado.

—El anciano y desquiciado Nicromistus —dijo Javier repi-tiendo ese nombre que me sonaba a nigromante de algún roman-cero de Roncesvalles—. Él y los cabreros son gente pacífica. El viejo loco se dedica todo el tiempo a acondicionar ese molino de viento que llama embarcación.

No dio más detalles sobre aquel ficcionauta apenas tocado por el ruinoso andar de nuestros días e indiferente a las inclemen-cias del viento. Simplemente me insistió que cuando quisiera des-cansar tenía la pequeña cabaña a mi entera disposición, que esa tropa de campesinos y el mentado Nicromistus se presentarían a saludarme como si yo fuese un huésped en sus tierras y luego se esfumarían.

—El anciano se cree una especie de monarca del páramo —concluyó desestimando el asunto—, no le haga caso y ya está.

Hasta ahí quedó este coloquio surgido en un incierto reco-veco de la noche y la fiesta continuó con sus cantos dionisíacos y sus jubilosos alcoholes.

Acepté la invitación de Javier y antes de una semana me llevó en su camioneta hasta el límite transitable de la huella. Desde ahí caminamos por los altos pastizales durante casi tres horas para llegar a la austera cabaña. Estaba húmeda y con latente olor a

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encierro y moho. Convino en que me esperaría en la ruta dentro de un mes, si para ese entonces deseaba regresar a Puerto Peregrino.

Apenas se cerró la puerta instalé mi poca ropa, un par de libros, encendí el fuego y me dispuse a revisar mis cuadernos al calor de un café. El inicio del otoño me aguardaba.

Con la dulce lentitud de los crepúsculos escribí durante horas como reconciliándome con un viejo ritual de creación de la soledad. Son recuerdos lánguidos y cuando releo estas líneas, todavía advierto en ellas, el sonido del mar y la leña crepitando, recordándome con su azote, el perpetuo castigo del fuego al lomo del árbol.

Cuando salía a recorrer los alrededores de la casa, un viento otoñal me abofeteaba el rostro con orgullo, como si sus deidades me recordaban que yo era un habitante de la ciudad vieja y melan-cólica, ahora inmerso en sus imperios, entre las voces del bosque y sus árboles de pocas hojas.

Incluso los recuerdos de Puerto Peregrino solían diluirse, salvo el paso del ferry cada cierto tiempo y su chimenea humeante que se extinguía en el horizonte. La advertencia de Javier resultó verdadera, pues lentamente comenzaron a aparecer en forma fur-tiva, los cabreros.

Al principio merodeaban la casa con rostro temeroso y se escondían apenas los divisaba. Eran seres huraños y tristes, sus viejos jubones y toscos cayados me hacían relacionarlos con parias o más bien con rostros de ultratumba.

A los pocos días, mi presencia les resultó absolutamente indiferente e incluso arreaban sus cabras a pocos metros de la casa, aunque siempre sin dirigirme la palabra.

Se trataba del umbral para un encuentro inevitable. Aquella noche llovía torrencialmente, cuando unos golpes en la puerta interrumpieron el sueño en que había caído casi sin darme cuenta. En cuanto abrí la puerta, se presentó ante mí, un personaje de complexión ligera y ruda manta de Castilla por donde estilaba el agua. Una estampa altiva donde se conjugaban la lluvia y las sombras propias de un vagabundo solemne.

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—Soy Nicromistus, señor absoluto de estos pastizales —dijo con voz opaca.

Ante tales palabras, me pareció absurdo presentar mis pobres credenciales y opté más bien por invitarlo a entrar. Ingresó a la casa con una cautela que rayaba en vehemencia ridícula, tan-teando las viejas paredes de madera como si auscultara un espí-ritu maligno amparado entre las vigas, todo esto, muy vinculado a lo que me comentaron de este hombre perdido en el insondable sueño de la locura.

Cuando la lumbre iluminó su rostro pude apreciar con más latencia, sus impávidos ojos grises y la barba de candado, entre-cana, casi amarilla. Curioso era, este buen Nicromistus, una fusión entre juglar provenzal y personaje de Goya.

Pocos seres he conocido que representaran, de forma tan enérgica, un himno a la transfiguración, una suerte de bufón lúgubre celebrando con las criaturas afiebradas de su propio ensueño.

Mientras le servía el café y nos disponíamos a beberlo cerca del fogón, se quitó el ancho sombrero y observándome con una mirada que parecía interminable me preguntó a boca de jarro:

—¿Se quedará mucho tiempo en este lugar?Le respondí que escribía un libro y que ansiaba terminarlo

pronto, en medio de la rudeza del paisaje y la tranquilidad de esta cabaña. También le hice hincapié que me habían advertido su reticencia con los hombres ajenos al páramo. A pesar de ello, le señalé que mi presencia pasaría inadvertida.

Mis palabras no consiguieron, como pensaba, el efecto esperado.

—¿Es usted de la ciudad? —interrogó como si no hubiese oído nada de lo que dije.

—Sí, vivo casi todo el tiempo ahí.—Yo también viví en ese lugar —respondió desviando la

mirada hacia los leños ardientes— pero las furias no me dejaban en paz.

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Apenas nombró a esos seres por primera vez, sentí la tenta-ción de preguntarle por ello, ya que intuía un vínculo con la dis-paratada mitología de los cabreros. No obstante, preferí callar.

De ahí, Nicromistus en calidad de supremo tetrarca del páramo pasó a leerme una cartilla de descontento o dicho de otra manera, una verdadera declaración de soberanía:

—Permanezca el tiempo que quiera en estos pastizales, pero le ruego que no intervenga en las actividades de mis hombres. Este lugar está santificado por deidades cordiales y queremos que siga así. Si necesita algo, estaré en la rada, reparando mi embarcación.

Le dije —imagino que por franca curiosidad— que mis conocimientos de navegación son extremadamente básicos, pero que la belleza del molino braceando en la boca del océano me había asombrado mucho. Si no tenía inconveniente podía cola-borar en su trabajo.

Contrariamente a su hostilidad inicial, esbozó una vaga sonrisa, aceptando de buena gana mi ofrecimiento, seguramente halagado por mis elogios al pequeño navío. Antes de retirarse, ya casi cuando abría la puerta, le hice una pregunta que lo detuvo de golpe:

—¿Qué significa Nicromistus?—Es el nombre con que las furias me bautizaron —res-

pondió con voz impaciente antes de marcharse.Ese fue el origen de una incierta amistad con Nicromistus,

si es que amistad puede llamarse a ese intercambio de palabras fugaces entre dos seres fundidos en locuras distintas.

A estas alturas yo estaba convencido que Nicromistus era algo más que el orate ya oxidado por el largo sueño de la angustia. Su estampa inconfundible de fabulador trágico parecía vinculada a los dominios de la distorsionada fantasía; justo donde la qui-mera comienza a confundirse con la apoteosis. De ahí, ese con-tumaz ímpetu de seguir apostando al infinito.

Del escaso tiempo que compartimos palabras, siempre me intrigó la expresión enérgica de su figura encapotada en medio de ese páramo sombrío, y la lealtad irrestricta de sus súbditos,

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los cabreros, a quienes se dirigía con mandatos silenciosos, casi palabras al oído.

Desde la ventana de la cabaña pude ver en más de una opor-tunidad como presidía junto a ellos largas reuniones alrededor de una fogata, donde Nicromistus figuraba cual orador de un mural bizantino, explicando con enfáticos ademanes quizás qué dispa-ratadas indagaciones sobre el ataque de las furias, sus implaca-bles perseguidoras.

No pocos días de ocio colaboré con Nicromistus reparando la embarcación. En efecto, el movimiento de las aspas del molino activaba una suerte de timón giratorio, asimilando los golpes de viento mientras la proa se abría paso entre las aguas.

Digo esto con propiedad, porque le ayudé acondicionando una de las aspas. Aquellas tardes, permanecíamos en silencio gran parte del día y entrada la noche me retiraba a la cabaña.

—Debe tener cuidado —recalcaba mientras yo pulía la madera— para reparar esta vieja embarcación se requiere ser un escultor, no un armador.

Nicromistus jamás se interesó en mis problemas. Estaba totalmente inmerso en las divagaciones de una gran batalla con seres extraordinarios que para él revoloteaban aún en el páramo, con las alas cargadas de barro y hedor. En su perfil convivía el bárbaro de la Antigüedad con la máscara de la noche, ambas intactas a la luz que sostiene los bordes del mundo.

Algo en su locura estremecía. Creo que eran sus extrañas parábolas sobre la contienda épica del hombre contra la sordidez del abismo, a esos seres de silueta cenicienta, que alguna vez me describió como las voces que le susurraban pensamientos enfer-mizos en los empedrados de la ciudad y que sólo en el páramo se materializaron. Allí los enfrentó con sortilegios, liberando a los cabreros del embrujo.

Sí —pensaba mientras escuchaba esas historias—, es cierto que los dragones sólo existen en los poemas, pero ese aserto nos redime de la sorpresa, aunque sea por un instante.

Eso lo corroboré aquella vez en que terminaba de remendar con tirantes harapos de lona el aspa del navío. Elogió con su silencio

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mi afanoso espíritu y me ofreció navegar las estribaciones de la costa, en su barco de velamen circular. Mientras surcábamos el agua, evadiendo las olas un tanto inquietas, observaba con imper-turbable fijación los árboles casi desnudos, como si viese una nueva revelación, los puntos de referencia de una travesía donde la barca giratoria encarna todas las batallas del hombre por derrotar las catástrofes, por imponerle al oleaje los mares de las novelas.

En ese instante, controlando el precario timón en la cabina, le pregunté cómo se originó esta idea tan ajena a cualquier línea de navegación conocida.

Nicromistus me respondió apelando a un misterio elabo-rado en quizás qué interminables noches de vigilia, un aprove-chamiento urgente de la paradoja, denominando a su navío como una “eternidad provisional”:

—Alguna vez me enteré que cuando se funde un barco con un molino de viento, se restituye en pleno océano, una remota bitácora de héroes altivos que desafiaron la insurrección de los elementos con su propia melancolía. Así, entre las aspas y la proa funciona algo parecido a la derrota de la muerte. La muerte son las furias. Como bien comprenderá soy el único sobreviviente de esa estirpe. Al parecer, mi pregunta activó secretas evocaciones de un hallazgo pasado, modificando un mito enorme, honda-mente guardado en el corazón del libertador metafísico de los pastores.

Se acercó a la ventana de la cabina con expresión alucinada y me explicó algo de ese bestiario infame de furias y monstruos de leyenda, que acaso intentaba corregir la deformidad de los sueños y ordenarlos en un suplicio soportable.

—Oculta en esa nube gris está cautiva una mariposa velluda que combatí hace mucho tiempo. Revoloteaba entre los acantilados eclipsando los silbidos de los cabreros. El bichejo de fuertes colores predicaba a mis hombres insanas moralejas sobre la fugacidad de sus vidas. Muchos de ellos se despeñaron en los barrancos no pudiendo soportar esa verdad, cabras y cabreros caían de las alturas atontados por la palabra de ese demonio enviado por las furias. Entonces tallé una lanza en mi barco y

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embestí a la mariposa mientras bebía agua en las orillas. Está ahora en esa nube.

Nicromistus apuntó esta vez a los roqueríos, a un punto donde las aguas se apreciaban turbulentas y prosiguió hablando con orgullo que no pudo disimular:

—Y bajo esos bancos de piedra está el cadáver de un gato salvaje como si fuese una medalla destruida. Este animal de bello pelaje fue enviado por las furias para decirles a mis hermanos, que yo era un impostor, que conmigo vendría la hambruna y el descontento. Todas las noches cenaba las mejores cabras de los rebaños en un siniestro banquete con las furias. Tallé una nueva lanza y lo asesiné en un duelo fatal.

Permanecí silencioso ante esas historias fabulosas que a su vez engranaban con las tentaciones de otras locuras, obstinadas en proseguir un diálogo de iniciados, el misterio de callados pas-tores que explicaban su memoria con una cosmovisión afiebrada y delirante.

—Ahora, el gran problema es el basilisco —dijo Nicromistus interrumpiendo mis reflexiones.

Ahí, me habló que de un tiempo a esta parte, los cabreros sufren horrorosas pesadillas, que desde entonces las cabras no dan leche y las criaturas del páramo están sobresaltadas. De repente, en estiradas tardes de solaz, una serpiente marina de lento reptar, pasa por las aguas escupiendo fuego como un volcán que anida en el vientre del ocaso, un ofidio gigantesco que penetra en las radas con torpe batir de aletas, arrojando fuego por boca y narices.

III

Ahora que reviso mi cuaderno de composición, he llegado a creer que alguna vez —en otoño— la épica se llamó Nicromistus, al menos en la soledad de estos pastizales. Qué es la épica sino un emplazamiento a la cordura y la fundación de una nobleza gue-rrera en el corazón de una pregunta jamás resuelta.

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El héroe que derrotaba a los heraldos de las furias y traducía a los cabreros esos mandatos inexorables, instalaba también en el bosque espíritus protectores, vestidos con la toga solemne de un emperador desterrado por la noche. Nicromistus era para mí un griotts, esa genuina raza de fabuladores que narraban cuentos de genios malévolos y doncellas desenfrenadas como actores ambulantes.

De vez en cuando, algún cabrero solía intercambiar pala-bras conmigo mientras yo merodeaba el páramo y más de uno me anunció, con patente veneración, que Nicromistus se preparaba para enfrentar al basilisco. Su desafío era ensartar el corazón de la serpiente en una pica de madera, un duelo de esplendor sumer-gido en medio de las aguas.

La última vez que hablé con Nicromistus me dijo que los cuervos marinos que sobrevolaban el páramo era emisarios de las furias y que la contienda se acercaba. Entonces, mi buen amigo, entró en un período de mutismo profundo, cercano al recogi-miento de un animal herido.

Las cuatro o cinco veces que lo vi —luego de ese diálogo— me trató con una cordialidad lejana. Durante algunas tardes pude verlo sacando punta a una larga lanza de madera, con la mirada perdida en una obsesión lacerante y corrosiva.

Acaso la locura cedió al trance y las reuniones para com-plotar contra las bestias mitológicas al pie de la fogata se hicieron frecuentes.

En ese minuto supe que tanto los cabreros como Nicromistus me consideraban uno de ellos. Pero yo me sentía ajeno, mis cua-dernos buscaban la ciudad con aquellas lunas andrajosas y sus bares enclavados en las ruinas de la madrugada.

Como estaba acordado empaqué mis cosas, no sin antes recorrer el páramo por última vez, no sé si melancólico o desilu-sionado. Vi a los pastores arreando sus cabras y a Nicromistus en la distancia, sorteando los vientos en su embarcación, como un arcano desleído que el tiempo y las circunstancias desdeñaban.

Descendí hacia la ruta donde me esperaba Javier con cierto gesto de impaciencia. Ya en el vehículo me preguntó sobre mi

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libro, sobre mi experiencia durante estas semanas. Salí del paso con respuestas anodinas y breves; los pastizales, los cabreros convertidos en guerreros de una causa infinita y el emperador del páramo ya eran parte de un recuerdo que gravitaría en mis pen-samientos como un otoño desnudando su cuerpo al viento, como un cuento eternamente inconcluso.

IV

Así fue como volví a mi rutina de citadino impenitente, retornado de su viaje al páramo, convencido que el heroísmo es una ensoñación fraguada por la locura, al menos para los mero-deadores en la vacua maquinaria de una ciudad que no amerita célebres conquistas ni más próceres que los anónimos inmortales de las estatuas. No obstante, algunas circunstancias se encar-garon de hacer ajustes en mi apresurada visión.

Dos meses después de ese retiro que quiso ser contempla-tivo, viajé a Calibán para presentar el libro de un amigo, oficio preocupante cuando no se acaban de terminar los propios.

El hecho es que me disponía a un viaje de cuatro horas en ferry, contemplando la costa y el páramo que habité hace no tanto. El vapor ingresó en las aguas con perezoso rugir de bielas hasta tomar un rumbo más expedito, naturalmente a mar abierto.

En la cubierta del ferry contemplé el ancho espectáculo del océano. Escuchaba, sin proponérmelo, a una pareja que estaba a mi lado, elogiando la belleza del paisaje en una tarde de fina y amenazante garúa. En menos de una hora rodeábamos las riberas de los pastizales.

Sentí algo cercano a la nostalgia cuando el ferry pasó cerca de los roqueríos dejando tras de sí esa enorme estela de humo que observaba desde la cabaña.

De pronto, como la primera vez, toda la tripulación reparó en el molino de viento que braceaba a lo lejos como el lento rotar de los planetas olvidados, un viento huracanado golpeaba sus aspas con fuerza.

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—El viejo Nicromistus —pensé emulando a mis otros interlocutores.

La pareja comentaba con sorpresa ese prodigio del ingenio en medio de aquel estrecho azul y siempre a punto de cambiar de humor. Inútil relatarles mi experiencia con los cabreros y su mesiánico líder, de cómo enmendé con un gran harapo aquella aspa que giraba.

La figura encapotada se veía apenas nítida en la lluvia que empezaba a arremolinarse alrededor nuestro.

Todos advertíamos su inquietante cercanía. La quilla de madera se abría paso con creciente velocidad no muy lejos de la proa del ferry; giró gracias a las aspas, apenas conteniendo el oleaje que ondulaba en sentido contrario.

Luego el vaivén de la urca estiró su velamen frente a nosotros y comenzó a rodar con furia, dirigiendo el timón rumbo al ferry. Los pasajeros comenzaron a inquietarse, la pareja que estaba a mi lado, decía que qué le pasaba a ese loco de mierda haciendo esas maniobras suicidas y yo estaba frente a un encuentro que hubiese querido evitar, cuando muere el cantar de gesta, dejando en su lugar una breve caricatura.

Lo último que alcancé a ver fue el rostro encendido de Nicromistus con el sombrero calado y la lanza en alto, atacando directo al mascarón del ferry.

El crujir de las maderas se sintió como el quiebre de una rama seca, los pasajeros se agolpaban en la baranda para ver los trozos de la pequeña embarcación y comentar estúpidamente el accidente. Luego de dos horas de búsqueda no encontraron nada, sólo los pedazos del molino flotando en las aguas.

Un sinsabor recorría mi boca, como si hubiese bebido una copa de vinagre, una tristeza circulaba por mi pecho como un animal rabioso. A quién explicarle los motivos del naufragio, las historias del héroe caído frente al páramo y sus fantasmas, a qué dios convocar esa tarde.

Nicromistus tenía razón. El molino y el navío, esas son las dos luchas del hombre.

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El molino modela la siembra y se transfigura en mitología cuando la realidad deja de ser obvia. El navío restituye la travesía y despista la brújula del navegante para recordarle su viejo pacto con las estrellas. Estas dos batallas —quizás— constituyen un sino.

Cómo iba yo a saber que la proeza quijotesca es el inicio de la derrota total, que la embarcación de Nicromistus era tam-bién El triunfo de la muerte de Brueguel, que todos los cantares de gesta acaban comidos por las hélices de un mensajero de las furias cuyos motores avanzan como si inauguraran el mundo de nuevo.

Me encerré en el camarote furioso.Al poco tiempo, atracaba el ferry en el inmenso puerto de

Calibán. El lento andar de los barcos y las pesadas maquinarias, el sonido industrial de sus grúas y el ronco aullido de las chime-neas me devolvían a un presente de irremediable necedad.

Descendí con mi equipaje de siempre, mis cuadernos bajo el brazo y una honda derrota, sólo el recuerdo de un otoño que se extinguía en la arenga resquebrajada del bosque.

Entre esos astilleros, empecé a distinguir un espíritu furioso e insolente, no había otoño, no había épica, no había nada.

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93El pez de fuego

“—Lloró convulsa contra el espejo, pintóencima con rouge y lágrimas de un pez:

—Pez, acuérdate del pez”

Gonzalo Rojas

—“La distancia más breve entre dos verdades rotundas, en este caso, la llama y el fondo del océano, es un animalito que puede recorrer las profundidades o convertirse en ágiles luciér-nagas que se pierden en el crepúsculo” —me dijo aquella vez el poeta Aníbal Saratoga sentado en un banco de la Puerta del Viento, la plaza principal de Puerto Peregrino.

Mi buen amigo se veía delgado y nervioso y con un hilo de voz ronca (que acusaba prolongadas resacas) me narró una curiosa historia. Atribuí sus palabras a esa ya insistente cos-tumbre de explicar sus abismos interiores con fábulas de retor-cidas moralejas. Tras encender la cazoleta de su pipa, me relató:

—“Si caminas hasta el límite del malecón, justo donde el casco histórico de la ciudad comienza a diluirse para dejar en su lugar, las ferias populares y los lúgubres barrios de trizado cemento, encontrarás una Fuente de Soda que ostenta el no menos pretencioso nombre de “El harem de las walquirias”. Ni una cosa, ni la otra. Es más bien un antro pintado con palmeras de incisivo gusto bizarro y unos vagos dibujos mitológicos, como los que aparecen en libros escolares. Tampoco tiene mucho de harem. Sus meretrices son mujeres castigadas por la vida, des-dentadas y tristes, ya sea obesas como musas de Botero o muy

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escuálidas. Casi siempre huyendo del amanecer, a la manera de una horda de vampirezas anémicas.

Bar de pescadores esencialmente, cuyos rostros hirsutos y oscuros delatan una genuina expresión de instinto. Al principio me observaban extrañados y con despectiva irrisión cuando entraba a “El harem de las walquirias” con mi sombrero de alón y la capa negra de poeta, pero al poco tiempo mi presencia se tornó trivial, hasta culminar compartiendo en sus mesas, los jubilosos licores del amanecer.

Mis visitas respondían al nombre de Proserpina. Era la can-tinera más bella del bar, una muchacha de pelo orgullosamente oscuroel cual contrastaba con su sonrisa amplia, propia de una alegría vaga y despreocupada que resplandecía en esa atmós-fera patética. Todos los asiduos a “El harem de las walquirias” ofrecieron alguna vez una suma por sus favores, sin jamás con-seguirlo. Hombres de mar que ofertaban sus modestos salarios por una noche infinita con esta mujer cuyo nombre recordaba a la emperatriz de los infiernos. Yo también pensé en vender la manta de Castilla y mis mejores libros con el sólo fin de engranar en el regazo de su embrujo.

Una noche en que yo estaba algo bebido le regalé unos poemas que había escrito en su honor unos días antes, acari-ciando la vagabunda idea de perpetrar en su alma alegre y dis-tendida, pero también hermética.

—No sé leer —me dijo sonriendo con sus labios. Sus bellos labios.

Proserpina se limitaba a servir las copas y marcharse dejando tras de sí un halo de ausencia y vacío. En cierta oportu-nidad, uno de los parroquianos más antiguos me dijo

—No sea tonto, poeta. Proserpina lo único que quiere es el “pez de fuego”.

El poeta Saratoga se tornó de pronto misterioso como dando rienda suelta a un secreto hondamente guardado. Sus ojos se enfocaban en el vacío. Tras el toser de la pipa, continuó con su voz ronca y opaca:

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Óscar Barrientos Bradasic Antología de la ciudad naviera

“El pez de fuego es un habitante de las profundidades que en ocasiones asciende hasta la superficie y da un salto que cer-cena la tarde en dos, como una ráfaga crepuscular que escupen los dioses salados a los impacientes vigías. Quienes lo han visto hablan de un delfín tatuado en llamas cuya acrobacia deja al observador perplejo, un sentimiento similar a nuestro primer miedo. Otros dicen que es más bien una estrella fugaz que muestra sus aristas antes de hundirse como la campana de un naufragio, llevando su tañir de badajo gutural a través de los corales, roqueríos, abismos.

Se encuentran alegorías muy cuidadas en los bestiarios encuadernados en hierro y en los libros de magia. Descripciones fabulosas de las criaturas que habitan las cavernas de las pesadi-llas y los malévolos genios que alguna vez gobernaron la tierra. Pero poco se habla de este tipo de seres, amparados en la para-doja y la imaginación de los pescadores.

—Nunca conseguiré ese tributo —me decía mientras revi-saba libros y gastados cronicones.

Se dice que el pez de fuego es fruto del amor entre una ola impetuosa y un relámpago, que oculta en su interior a espíritus

luminosos y gentiles, cautivos entre las tripas. Di por fraca-sada la tentativa de cortejar a la hermosa Proserpina.

Eso no impidió que concurriese bastante seguido a embo-rracharme en “El harem de las walquirias”. Sin nada que perder veía alejarse su belleza arrogante y boticelliana, consciente que todos sus pretendientes podíamos arrebatarle los secretos al océano, pero jamás al mito.

Fue al regreso de una de esas noches aguardentosas, en que llovía torrencialmente, cuando me desorienté entre la embria-guez y una garúa insistente que impedía ver las propias manos. En la atmósfera portuaria un aire de confusión y duermevela. Me acerqué demasiado a la bahía hasta que pisé en falso y caí al agua empujado por el viento como un ancla oxidada.

La pesada capa me hundía en la oscuridad, y en vano tra-taba de aferrarme a los gruesos tablones de la bahía. Apenas me di cuenta que definitivamente me ahogaba, distinguí una luz que

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se insinuaba tímida, ensanchándose ante mis ojos asombrados. Pocos, creo yo, han visto la serena belleza de un rayo que flamea en la oscuridad del mar.

Ascendí hasta la superficie empapado y tembloroso, pero con los ojos impregnados de un destello que no era de este mundo”.

Esta vez la pipa del poeta se apagaba, dejando una tenue estela de humo. Me observó con expresión de perplejidad, recons-tituyendo con su mirada el momento en que tuvo el pez de fuego en sus manos, a la manera de un amuleto irremplazable.

“La noche siguiente acordé una cita con Proserpina al final de su jornada de trabajo, en la esquina de la Fuente de Soda , diciéndole antes que podía pagar por sus favores. Llegó con leve retraso y se veía distinta, con menos maquillaje y un grueso abrigo de gamuza ajustado a su cuerpo de princesa vagabunda y altiva. Yo permanecía erguido con mi pescado bajo el brazo, envuelto en un periódico de hace varios años.

Caminamos entre las viejas callejuelas de la mano como adolescentes fugados del colegio. Nos reíamos sin saber porqué en medio de esa noche con forma laberinto, de estrella, de campana.

Al poco rato me encontré en su hogar, unas pocas habi-taciones húmedas donde los chiflones se filtraban por las ren-dijas como estremeciendo los huesos de la casa. El rostro de Proserpina se tiñó con su sonrisa fresca cuando deposité el pes-cado en su mesa, inmóvil y lacio, de color ya azafranado . Tomó un cuchillo entre sus manos.

—¿Qué sentido tiene todo esto? —la detuve.—Por si no te has dado cuenta, también estamos en la pro-

fundidades —contestó como pronunciando una sentencia.Cuando cortó verticalmente el cuerpo del pescado una

franja luminosa relució entre las vísceras y comenzaron a salir pequeñas luciérnagas que revoloteaban por el techo. Proserpina reía a carcajadas cuando del pequeño cuerpo inerte emergieron enjambres de seres ínfimos y luminosos como soles de un remoto planeta, de una patria lejana y feliz.

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Óscar Barrientos Bradasic Antología de la ciudad naviera

Abrimos la ventana y se perdieron en la boca de la noche. Hicimos el amor con la dulce certeza de quien derriba castillos de naipe. Luego abrí los ojos de golpe y esa sensación de vacío, de duelo ante un momento que la vida se llevaría a los ignorados baúles del olvido.

Me vestí en la oscuridad y mientras observaba su desnudez dormida, me embargó una súbita sensación de tristeza.

Unas horas después, en medio del amanecer, caminaba de regreso, y pude darme cuenta que en las fachadas de las tristes casas iluminadas con faroles mortecinos, las ráfagas de luz sobrevolaban dichosas como respondiendo a un pacto firmado con la magia”.

Cuando Saratoga inclinaba la cabeza como intentando que los recuerdos no se diluyan por completo entre las redes del tiempo, supe que asomaría entre sus labios la extraña moraleja.

—“Por eso, querido amigo, siempre que la ola se empine sobre el lomo de la tormenta y el rayo parta el horizonte negro, el viejo pez luminoso albergará en su interior un enjambre de luces infinitas, un precio pagado a la heroína de los bebedores tristes, quizás el faro de los náufragos perdidos o una bandada de habitantes prendidos en la soledad de la noche, que ilumina las callejuelas sin luz”.

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98 Ese consabido soneto impostor

A Eric Ambler y al Barón de Munchhausen

Oyente: permutá tu mastín por un pájaro vigilante. ¿Cómo que no? ¿Te embaraza la imaginería miniaturizada? Bueno, bueno. Inflá el pajarito con un inflador de

bicicletas. ¿Preferirías duplicarlo? (Al pajarito, no al inflador). Pon un espejo en el dintel y chau. Claro que proveerás de sendas dagas al pájaro real y a su reflejo.

Alejandra Pizarnik

I

Nunca me gustó ese poema de la serpiente que escribió Julio Malatrassi. Era pretensioso y rimbombante, incluso me disgus-taba esa actitud de invocar a una potestad de otro mundo.

Más encima tenía hasta rima consonante. Pero era tarde para decírselo. Me encontraba en su funeral.

Julio Malatrassi, todo un personaje en Puerto Peregrino.Su historial bien puede definirse como un gran barco car-

gado de sueños y mentiras, por donde se filtraba el espíritu de un sibarita legítimo, casi un eterno explorador de intensidades, de horizontes extremos

Mi amistad con Julio databa de años. A menudo charlaba con él, en su tienda de mascotas exóticas que quedaba en la calle Amador, un pequeño local donde vendía tucanes, lagartos y otros bichos que seguramente le inventaba los nombres y la pro-cedencia. Habitualmente decía que traía las especies de África, ya que había vivido varios años ahí.

Malatrassi era un tipo rechoncho y rubicundo, casi siempre esbozando una sonrisa oculta en aquella expresión algo porcina.

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Óscar Barrientos Bradasic Antología de la ciudad naviera

Siempre lo vi vestido igual, con un apretujado saco azul, una cor-bata roma y un gorro de capitán.

Bebía un hostigoso licor de pera como aperitivo antes de iniciar nuestro largo periplo por los más variados cabarets de la ciudad, lugares donde hacía gala de su relamido oficio de cortejar muchachas, les decía rimas de Gustavo Adolfo Bécquer que hacía pasar por suyas.

—Bécquer nunca falla —me decía con fruición, coloreando sus mejillas de bebé que ha tomado leche hasta saciarse.

No recuerdo a nadie tan dichoso en los delirios de la noche pero tan mal perdedor en las resacas, por ello si uno lo encon-traba al día siguiente de la juerga casi no dirigía la palabra a nadie. Tenía la vaga sensación que el júbilo y el desenfreno era castigado por el día, llevando el destino a cuestas, por eso solía rendir un verdadero luto a la francachela ya extraviada.

Lo conocí justamente en un bar de célebre memoria. Yo estaba sólo en la mesa y se acercó a mí con total naturalidad, como si nos conociéramos de toda la vida.

—En la barra las copas son más baratas —dijo.Esa noche celebramos nuestros respectivos no cumpleaños

y así surgió una de esas amistades distendidas, sin reproches de lealtad ni grandes lazos, ya que Malatrassi tenía como credo ser feliz cada día de su vida.

Eso no lo libró de conflictos con sus semejantes, sobre todo con el género femenino: Cinco matrimonios en el cuerpo hasta terminar con Adelita, una mujer harto más joven que escuchaba las historias de Malatrassi con rostro de alumna aventajada, como si él que hablara fuera Sócrates. A veces me parecía una mujer aprehensiva que busca una cuota de trascendencia a través del marido, ya que nadie en su sano juicio se creería que en los relatos de Julio no radicaba un voluptuoso sentido de la exagera-ción y la palabrería.

Había desarraigo en todo su historial de sueños. Su único pariente era una hermano llamado Sebastián, que unos tíos le arrebataron cuando quedó huérfano, siendo muy niño. Un

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día me dijo que intentó rastrearlo, al cabo de muchos años, sin conseguirlo.

Me consta que el episodio le dolía profundamente y que, en alguna medida, trataba de suplir esa amargura con su afán de carnaval diario y sus relatos de aventuras donde inevitablemente, el protagonista y héroe supremo era siempre él.

Es que Malatrassi era algo fanfarrón, pero buen tipo. Al principio te impresionaban sus anécdotas sobre las aventuras en el corazón del mundo africano, cazando panteras, cabalgando en la grupa de veloces jirafas, en general desempeñando los oficios más disparatados, que iban desde portero de un hotel de pasa-jeros urgentes, pasando por traficante de armas y domador en un circo de fieras. A él le gustaba eso de identificarse con un perso-naje de Salgari.

También escribía unos sonetos horribles que solía leerme en su tienda de mascotas, entre los chillidos de animales. Entre ellos estaba ese poema dedicado al espíritu de la mamba negra, la temida víbora africana que ataca al ser humano con sólo verlo.

Siempre contaba —en las noches de bohemia— que perte-neció al Círculo de la Mamba Negra, un grupo de aventureros que acrisolaban grandes tesoros en los más recónditos lugares del planeta. Una versión aguardentosa de las Minas del rey Salomón, historia que siempre me sonó a la charlatanería más elocuente, muy propia de Julio.

Pero esas remembranzas eran sólo viejas instantáneas que la muerte silenciaba sin permiso, como siempre.

—Murió como un gorrioncito —me comentó Doña Isabel, la señora que hacía el aseo en casa de Malatrassi—. El infarto fue en el jardín, ni supo cuando estaba en las puertas del Cielo.

Ahí estaba el féretro con su ceremonial sentido de lo sagrado, como en todos los velorios donde prima ese olor a encierro y flores. Deposité un ramo de crisantemos en el ataúd de mi amigo, en realidad no sé porqué, cuando nos tocó alguna vez ir a un funeral juntos me recalcó que odiaba el olor de esas flores, son hediondas y de pésimo gusto —me comentaba.

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La casa de Julio estaba atestada de amigos y deudos. Casi por reflejo fui hasta el estante de las botellas y me serví al hilo dos copitas de su licor de pera. A tu salud amigo dije en voz baja las dos veces homenajeando, seamos sinceros, más mi propia con-goja que al buen Julito.

—No le parece que es una pésima costumbre beber en los velorios —me dijo Doña Isabel muy fruncida.

La miré impávido y me serví otra copa, no sé si por indife-rencia o provocación. Sentía que era una buena forma de recordar al finado que, siendo honestos, fue bastante cercano a ese tipo de excesos.

—Mi madre nunca permitió que mi papá bebiera después que se le declaró la diabetes, menos en los velorios —continuó furiosa—. Era gastar dinero en vicios. Así que mi padre llenaba una copita con agua e imaginaba que tomaba un licor. Pero eso tampoco le gustaba a mi madre.

Iba a decirle algo a la señora, pero nada se me ocurrió. Pensaba en Malatrassi cazando leones como todo un Hemingway en esa África romántica algo exagerada por su imaginación, en los bares que no recorreríamos más y un poco en el papá diabé-tico tomando con semblante agrio una copita de agua para con-tentar a su familia.

De pronto apareció Adelita. A pesar de su luto y rostro demacrado, pude constatar que las viudas adquieren un aire extrañamente atractivo, se ponen más delgadas y adquieren una cara más serena, capaz de esperar la próxima primavera para dejar por el suelo esos trapos negros.

—Qué bueno que hayas venido —dijo—, me urgía tanto hablar contigo.

Pude ver a dos hombres acompañándola. Uno era un tipo nervudo, de mirada inexpresiva e irritante cabellera colorina, mientras que el otro era un negro con cara de triste que parecía salido de La cabaña del Tío Tom. Ambos usaban unos impermea-bles grises; al primero le daba un aire de predicador calvinista, mientras que al otro no le acomodaba para nada ese atuendo tan señorial a su aspecto de negro gozador.

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—Estos señores viajaron de Nairobi para acompañar a Julio a su última morada —dijo Adela.

Les señaló que yo era poeta y cuentista y que había sido un amigo muy querido de Julio.

Me los presentó, el colorín se llamaba Morgan y el negro con traza de guerrero zulú respondía al nombre de Tombuctu.

Luego ordenó a doña Isabel que atendiera a los caballeros y me llevó a solas a la biblioteca.

—Necesito que me des los sonetos de Julio —me dijo con teatralidad de viuda desconsolada—. Hoy mismo si es preciso.

Ahí me acordé que Malatrassi me había prestado sus origi-nales para que yo le diera una “opinión literaria”.

—¿Para qué Adelita? —le contesté, podemos publicarlos póstumos.

—¡No! —dijo casi gritando—. Digo… Julio me pidió como último deseo que yo guardara sus poemas.

Me sorprendió que dijera eso del último deseo, tomando en cuenta que Malatrassi no tenía contemplado morirse por esos días. Además el funeral sería dentro de media hora y uno tiende a creer en la imagen de la viuda destruida que se machaca el alma con el recuerdo del difunto y ni se pregunta por esas minucias. En todo caso, aseguré que le entregaría los poemas a la brevedad.

Luego de la misa, donde casi no entendí las palabras del cura, el cortejo fúnebre concurrió al camposanto. Ahí caí en una especie de letargo cuando algunos oradores exaltaron las virtudes de Julio con tanto énfasis y sublimidad que a ratos me parecía que no era Malatrassi al que estaban enterrando.

Cuando el panteonero empezó a arrojar las primeras pale-tadas de tierra, los deudos se fueron retirando lentamente.

II

Aquella noche los pasos me condujeron a una Fuente de Soda que se halla frente al Hotel Torquemada. Un frontis de oscuridad y neón me recibió intempestivamente, con la rutina ceremonial de tantas noches.

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Había poca gente. Tres ancianos jugando brisca, un par de putas desempleadas que bostezaban y una que otra gente con la silueta diluida en el humo del cigarrillo, con un whisky doble en la mesa y cara de no me molesten. Era ese olor a cantina, a cigarrillo barato, a madera vieja, los ingredientes precisos de un recuerdo. Pensaba en Julio Malatrassi ya sin pena ni nostalgia, sólo con esa sensación de vaga ausencia, cuando la muerte ha pasado cerca de los propios dominios.

No quería hablar con nadie y por ello, permanecí ordenando copas hasta que sólo quedó alguien por atrás, en una inextricable y borrosa red de mesas en desorden.

Faltaba poco para cerrar cuando vi entrar a los dos tipos que Adelita me había presentado en el funeral. Parecían dos cuervos de la noche plutoniana, con esos abrigos largos como la bata del Dr. Moreau. Me saludaron con frialdad y luego los vi sentarse cerca del ventanal.

—Fría noche para beber solo —dijo el colorín de nariz respingada.

Yo alcé levemente mi copa, con pereza y desgano. Algo en lo modales comedidos de aquel personaje me resultaba odioso, en especial aquella noche en que me encontraba melancólico y no quería interlocución. Caí en un sopor, algo así como un estado de embriaguez animado por la tristeza. Pensaba un poco en mi amigo Julio, pero era sólo una excusa para justificar mi estado depresivo. A veces me pongo así, extraño lo que fui o lo que podría ser.

Ni cuenta me di cuando los dos tipos se acercaron a mi mesa y solicitaron si podían acompañarme. Después de todo, los tres habíamos perdido a alguien en común y esa vanidosa ceremonia de evocar su recuerdo podía hacer más soportable la noche.

Intercambiamos palabras.El más locuaz era Morgan. A pesar de ese nombre de corsario

mítico, su voz era aguda y carraspeada y tenía ademanes del todo amanerados. Me habló de su amistad con Julio en la indómita sabana africana. Por un instante me pareció revivir esas noches de juerga con Malatrassi, en el relato de algunas anécdotas, esta

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vez contadas sin oficio narrativo, con menos charlatanería en el fondo.

—Fue como un padre para mí —declaró Tombuctu en su español cuaquero donde cada palabra estaba más marcada que la siguiente.

Ante esas declaraciones de principio yo contestaba parco, ahorrando todo ese obituario solemne tan lejano a un tipo como Malatrassi, el cual pensaba que para lo único que servía la retó-rica era para escribir esos sonetos extremadamente escolares y llevarse mujeres a la cama.

—Ustedes deben pertenecer al Círculo de la Mamba negra —dije por decir algo y no quedarme dormido.

Sus rostros cambiaron de inmediato, sobre todo en el negro que me observaba con mirada glacial. Morgan trató de ser amable y ordenó otra botella.

—Quisiera preguntarle algo, ¿qué tan amigo de Julio Malatrassi era usted? —dijo incisivamente.

—Era la única persona en este globo, capaz de conocer mis abismos y cumbres doradas —contesté ya borracho y contagiado de ese tono laudatorio que había tomado la conversación.

—Eso me sonó a poesía mediocre —dijo Tombuctu burlonamente.

—Es probable. La poesía que yo escribo es mediocre —res-pondí sin mirarlo.

Vi a Morgan servirme otra copa y prender una pipa. Echaba bocanadas de humo en círculo, observándome con la serenidad felina de quien sospecha que se le esconde una verdad todavía inclasificable en el inventario de sus inquietudes.

—Parece que no tuvimos un buen comienzo —recalcó atra-vesando con un dedo uno de los círculos de humo—. Me veré en la obligación de repetir la pregunta, ¿qué grado de confianza tenía con Malatrassi?

Bebí de golpe el licor y le observé con impavidez.—¿Le contaba confidencias? —insistió.—Sólo cuando se emborrachaba con su licor de pera.

Contaba todo en ese estado —respondí.

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Dentro de las confusas sensaciones del alcohol, me percaté que el cantinero desapareció de la barra, seguramente advirtiendo el tenor de nuestro coloquio. El aire del bar se había enrarecido abruptamente, sacando a relucir el armazón de los secretos, las pequeñas intrigas que coinciden en algún instante absurdo.

—Entonces usted sabe lo de la Mamba Negra —repuso Tombuctu.

—Sí, es una serpiente muy mala y es negra, igual que tú —dije con cierta mofa apenas conteniendo un estornudo.

Esta vez Morgan apagó la pipa de golpe, mirándome con agudo desprecio. Pero las cosas eran simples para mí, ellos eran dos desconocidos, me estaban interrogando y yo estaba bastante bebido. Uno se pone así, temerario.

—Yo que usted, no irritaría a Tombuctu —señaló Morgan apuntándome con su pipa— los espíritus de la jungla viven en él, lleva en el cuerpo la saña de las fieras más temibles de la selva africana.

Ahí la escena se tornó grotesca. Cuando giré la cabeza pude observar que Tombuctu me mostraba los dientes con un vago rugido apelando, imagino, al espíritu de un león. Me puse a reír notoriamente con largas carcajadas hasta que sentí una trom-pada que me derribó.

Ya en el suelo me di cuenta que Tombuctu me estrangulaba con un pequeño lazo metálico y aullaba como un lobo.

—Creo que ahora será más razonable —me dijo Morgan casi al oído.

—Estamos plenamente de acuerdo —respondí apenas.Tombuctu aflojó el dogal y prácticamente me sentaron en la

silla para continuar su interrogatorio. A esas alturas, sabía que era ya casi imposible retroceder, poner atajo a una situación des-conocida, pero alimentada por un matiz misterioso y activada por las viejas historias de Malatrassi

Le conté que Julio me había contado aquello del Círculo de la Mamba Negra y que nuestro difunto había escrito un soneto sobre ese tema. Era todo lo que sabía. Mientras reconstruí las

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ideas, el rostro de Morgan tomó un aspecto más incisivo y rotundo.

—Malatrassi hijo de puta —dijo Tombuctu escupiendo el piso.

—Creía que era como padre para ti —le recordé sirvién-dome otra copa.

Iba a golpearme pero Morgan lo detuvo. Todo estaba como petrificado en el tiempo, dejando la sensación paradójica de un muerto que ha pasado de los elogios póstumos a las bravatas y sospechas.

—Mañana a mediodía quiero el poema de Malatrassi —dijeron antes de retirarse.

Luego de esa orden amenazante, subieron el cuello de sus abrigos para retirarse en medio de esa noche donde yo estaba magullado y sorprendido por la singular forma de evocar el recuerdo de Julio Malatrassi.

Regresé al departamento entre ebrio y maltratado. Trastabillaba derribando todo a mi paso, agregando más desazón a esa maldita noche.

Nada podía estar peor, en un solo día había enterrado a un amigo y dos paranoicos me golpeaban preguntándome por las confidencias del difunto.

Cuando logré encender la luz, las cosas continuaron peor. Estaba Adelita sentada en uno de los sillones. Se veía mejor que en el funeral y traía en la mirada un no sé qué más viejo que el mundo.

—Creo que merezco una explicación —le dije.Se puso de pie y comenzó a desnudarse lentamente hasta

quedar convertida en una princesa circasiana. La luz de la lám-para se proyectaba sobre aquella silueta de carnes firmes y sus pechos como cumbres de una vasta montaña.

—Después —musitó extendiendo los brazos.Era tarde, yo estaba golpeado y con aliento a alcohol. No

podía dejar que la noche acabara del todo mal, así que pedí dis-culpas a la memoria de Malatrassi, antes de sumergirme en su cuerpo como quien derriba un castillo de arena.

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Ya he señalado que fue la noche más extraña de mi vida, pero el amanecer, estuvo más del bien y del mal.

Cuando desperté abrazado a la almohada estaba alrededor de mi cama Morgan, Tombuctu, Adelita y hasta doña Isabel, la señora del aseo que se irritó porque me estaba tomando el licor de pera del difunto.

El negro tenía el dogal en la mano.—Pensé que lo de anoche fue especial —dije a Adelita que

me observaba con un rictus de profundo desdén.—Nada es tan especial en este mundo —respondió—. Estos

señores y yo pensamos que tienes algo que nos pertenece.—Ese soneto de mierda —dije golpeando la almohada con

rabia.—¿Lo hago chillar como un mono? —dijo Tombuctu a

Morgan, blandiendo el dogal.—Antes quiero un vaso de agua —repliqué.Doña Isabel fue a la cocina.

III

Porque repta con la muerte y no llora,la mamba negra tenía mi sombratodo lo que muerde y jamás te nombra,radica entre el futuro y el ahora.Es un heraldo de este mundo roto,Tiene un rubí en el corazón celeste,Lleva en los ojos esta luz agresteOculta veneno y la flor de loto.Vuelve la víbora a su mal caminoA los cementerios mal derrumbadosA las vidas destruidas y malditasSorprenderá a todos los desgraciadosAhogará el sonido de los trinosTerminará con nuestras pobres cuitas.

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Sí, ese horrible soneto encubría una siniestra verdad, una saga detectivesca comprada en segundas rebajas que olía a puro cuento del difunto en cuestión.

Después de todo Julio Malatrassi era algo más que un bohemio zalamero que seducía a las muchachas de la noche diciendo “poesía eres tú” con acento melifluo. En su actuar escondía la raíz de la locura, del desquiciamiento total en que desembocan las personas capaces de albergar el temperamento de la malversación incluso a costa de sí mismos.

Puedo afirmar que, de alguna manera, terminé siendo parte del Círculo de la Mamba Negra.

Por lo que me explicó Tombuctu y Morgan no era dinero el que se ocultaba en ese soneto sino un cofre de piedras preciosas compradas luego que ellos —con la asesoría de Malatrassi— estafaron a casi un centenar de cooperativas agrícolas allá en el lejano continente.

El círculo prometió guardar el botín hasta que Julio desapa-reció sin dejar rastro, llevándose el cofre muy guardado.

Dieron con su dirección en Puerto Peregrino, luego de muchos años y decidieron viajar para cobrar venganza. Según supe, Tombuctu poseía una dilatada trayectoria de sicario y ese dogal había estrangulado a varios. Lo de imitar animales salvajes era sólo para asustar a sus víctimas.

Cuando llegaron a Puerto Peregrino, Julio estaba muerto y no les quedó otra elección que asistir al funeral.

En eso encajaba mi querida Adelita, a quien Malatrassi con-fidenció que guardaba el cofre en un lugar oculto sugerido por el soneto de la mamba negra. Elementos perfectos para que todo ese grupo se embarcara en la necia proeza de obtener la millo-naria recompensa de un tipo, que a estas alturas, era detestado por todos. Hasta doña Isabel, la pulcra viejecita del aseo tenía su porcentaje en el hallazgo.

De aquella señora que cuidaba las malas resacas de Malatrassi sólo quedaba una especie de ave rapaz que aprove-chaba todos sus conocimientos sobre los recovecos de la casa para indagar acerca del escondrijo.

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Por conocer la obra de Malatrassi y ser lector de poetas me incluyeron en la búsqueda, dejándome un generoso cuatro por ciento.

Cerca de tres semanas de locos interpretando el maldito poema. La indagación tomaba giros insospechados, que si la rima, que si eran endecasílabos debía relacionarse en algo con el número once, que la imagen de la sombra, en fin todo un apa-rataje teórico tan rebuscado que no creo que Malatrassi hubiera sido capaz de fraguar semejante trama.

Es curioso, durante esas extensas jornadas de discusión por las posibles claves del poema terminé entablando amistad con mis dos captores. Especialmente con Morgan, quien salía a beber conmigo bastante seguido y fantaseábamos lo que haríamos con el dinero cuando diéramos con el cofre.

—Será la gloria de toda mi vida —declaraba Tombuctu.El negro demostró no ser un individuo tan hostil como

parecía. Incluso me mostraba sus imitaciones de los ruidos de jabalíes, loros, hienas y otras fieras de la jungla africana.

En el fondo, la ambición y el rostro de la locura que des-cubría la naturaleza de ese soneto ramplón nos hizo solidarizar como un grupo cohesionado, medianamente involucrado en sutiles afectos.

Pero eran víboras como versaba el círculo. No tenía la menor duda que uno intentaría liquidar al próximo cuando apa-recieran las joyas, hasta la dulce Isabel iba a ser capaz de enve-nenar las tazas de té de nuestra merienda para lograr la meta. Sólo se trataba de tiempo, porque al fin y al cabo, todos descon-fiábamos de todos.

Trabajé cercanamente con la viuda de mi amigo, ya que conocíamos bastante bien el universo conceptual de Malatrassi y sus disparatados relatos. Algunas de esas jornadas de análisis terminaron en la cama.

En esto, comencé a sentir que me enamoraba de Adelita, ya sin luto y con el cuerpo de Venus desmelenada latente ante mis ojos. En una oportunidad, tras una noche de frenesí, se lo dije, con la remota esperanza que se hubiera acostado conmigo por

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algo más que todo ese asunto de las gemas y zafiros ocultos en un cofre. Le conté que la vida era un dibujo fugaz trazado por un dios aburrido, que su piel me revelaba el sonido del verano y que pronto, en algunas de esas tardes, comenzarían a llover pétalos y hojas secas. Quizás afuera hubiese alguna certeza que podíamos salir a encontrar.

El resultado fue totalmente inverso:—No quiero otro perdedor en mi vida, lo siento. Mejor

dedícate a lo del soneto.Aquella vez regresé a casa profundamente angustiado.

El vapor del café humeante entre mis manos, me expresaba un hosco sentido del absurdo.

IV

El hastío me invadió. Renuncié a ese grupúsculo de desqui-ciados que gastaban sus escasas energías intelectuales en inter-pretar un poema para descubrir un botín. Demasiada novelería para una realidad que muestra su rostro deforme más seguido de lo que parece.

Cuando les comuniqué mi decisión de abandonar ese palimpsesto de pacotilla reaccionaron con total indiferencia, casi contentos de incluir a uno menos en la repartija. Después de todo, mis aportes al rastreo del tesoro se habían agotado hace mucho tiempo.

—Si recuerdas algo sobre el soneto ya sabes donde encon-trarme —concluyó Adelita.

—Llevaré al señor a la puerta —dijo doña Isabel tratando de liquidar un trámite engorroso.

Lo último que recuerdo es a los cuatro socios, enfrascados en ese puzzle de rimas y sílabas, concentrados y ajenos a mi presencia.

Al cabo de unos pocos meses ya no me topaba con ninguno de ellos ni tenía noticia alguna de los avances de la investigación.

Así que empecé a visualizar más críticamente el asunto y volví a mis cuentos que tenía abandonados, por dedicarme

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a hilvanar una dudosa hermenéutica de un poema de pésimo gusto y rodeado de orates. En la escritura de mis propios relatos percibí que me alejaba de esa África descrita neciamente como la patria de los misterios, retornando a Puerto Peregrino con sus rincones gobernados por sombras.

La poca pena que me quedaba por la muerte de Julio pasó a ser un sentimiento ajeno que rayaba en el olvido. De la imagen del bonachón bebedor y disparatado empezó a quedar un intrigante alienado con sus propias mentiras que involucró a todos sus cer-canos en los laberintos de su mitomanía.

Un día volvía a la Fuente de Soda que convocó el enigma, disfrutando nuevamente el licor de la soledad. Sentí de nuevo que los propios significados retornaban a encontrar su justo sentido de lo real. No obstante la curva de la locura me deparaba una nueva emboscada en ese lugar, ya señalado por la mala fortuna.

El frío que hacía castañear los dientes y el aspecto sombrío del bar me daba la sensación de escombros, de las ruinas que quedan después de la fiesta. Muy similar a la idea de mala resaca.

Allí me encontraba, sentado en la mesa que da al Hotel Torquemada. Del vestíbulo salió alguien. No reparé mucho en él, salvo porque vestía un abrigo de paño largo y ostentaba unos mostachos al estilo de esos retratos de Nietzsche, con expresión deprimente.

Entró al bar casi vacío con expresión campante y se puso a hablar en voz muy baja al cantinero. Yo no le di importancia.

De pronto se acercó a mí con un gesto de caballerosidad algo histriónico. Lo miré con cara de “no me jodas”.

—En la barra las copas son más baratas —dijo sonriendo levemente.

Me puse de pie como impulsado por un resorte y retrocedí unos pasos. Tras los gruesos bigotes el tipo me sonreía con sus dientes impregnados de nicotina, casi echando chispas por los ojos.

—Malatrassi hijo de puta —dije tomándolo por las solapas con violencia.

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A pesar de que estaba bastante más delgado y ojeroso, el disfraz se veía del todo patético sobre todo por los bigotes falsos pegados con cinta adhesiva y los anteojos sin cristales.

—Puedo explicarlo todo —dijo un tanto agitado—. Vamos al reservado. Invítame una copa y te cuento mi historia, como en las películas.

Me condujo a la pieza aislada. Yo seguía sus pasos total-mente turbado por la impresión y la rabia. Es absurdo descifrar un soneto para encontrar un tesoro, pero más impensable aún es encontrarse con un muerto en un bar.

Todo me sabía a estafa, incluso el recuerdo festivo que tuve de Malatrassi.

Ya cuando la tensión cedió a la calma y entre los dos mediaba una botella de coñac, pude hablarle sin esconder un hondo reproche que se oyó como una puñalada que desgarra el silencio:

—Nos involucraste a todos en tus mentiras, a tu mujer, a tu ama de llaves y a esos dos locos que viajaron desde Nairobi para descifrar tu estúpido enigma.

Malatrassi se quitó el bigote.—No tuve elección —respondió—. Siento que hayas caído

en esa red de equívocos.No lo siento por Adela, nunca nos quisimos y siempre fue

una interesada. La ama de llaves, te confieso que me simpatizaba porque cuidó mis resacas. En cambio, no me inquieta en nada el destino de esos dos amigos de juventud con los que estafamos a aquella pobre gente. Mereceríamos el infierno si éste existiera.

—¡Qué conmovedor Malatrassi! Ahora te pones compasivo y hasta hablas del infierno. Haber vivido fantaseando con esas historias africanas, fingir tu muerte e involucrar a tus amigos en una saga de espionaje barato se parece bastante al infierno.

Sentí que mis palabras golpearon la sensibilidad de Julio porque su mirada se nubló como si fuera a llorar.

Ahí me explicó que planeó el asunto hace por lo menos tres años. En realidad, terminó asegurándome que el lugar del tesoro existe y está sugerido enrevesadamente en el soneto pero que el

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cofre está vacío y las piedras preciosas en sus bolsillos. Podrían pasarse la mitad de la vida buscando el cofre y si es que lo encuen-tran, les quedaba toda la otra mitad para maldecir al difunto.

—Todo partió esa noche en que dormía y apareció el recuerdo —concluyó.

—¿Qué recuerdo?—Cuando mis tíos me arrebataron a mi hermano menor,

recordé la imagen de la despedida. Se lo llevaron en un jeep y alcancé a ver en una nebulosa de polvo, sus pequeñas manos des-pidiéndose de mí. Entonces supe que era todo mi patrimonio, la única posibilidad de redimir una vida de embuste y fracaso. Cuando perdí a Sebastián inicié este éxodo por los suburbios fraudulentos del destino, siempre tentando a la muerte. Así que tomé la determinación de burlar a la muerte programando mi propio funeral… por el recuerdo de Sebastián.

Apenas terminó la explicación sus palabras se entrecortaron con un sollozo. Ya no quedaba ante mí ni un centímetro del mitó-mano vividor, tan sólo un ser frágil que se diluye en un vendaval, llevándose esa imagen a los imperios escondidos de la evocación.

—Pero eso ocurrió hace más de treinta años, nunca más supiste de tu hermano Sebastián —le dije.

—Pero di con él. Vive en Bielovia, en un barrio obrero, está casado con una profesora y hasta tiene dos hijos. No sabe que existo y todavía me estremezco al pensar que lo encontraré dentro de poco. Créeme, estoy contando por primera vez una his-toria totalmente cierta.

Esta vez Malatrassi miró sus bigotes falsos y lentes como si intuyera en ellos, una revelación: los largos disfraces que usó a través del tiempo.

—Fue una larga caída. Ahora la caída de ellos comienza, reproduciendo el círculo de la mamba negra, como la víbora ¿no? Ataca apenas ve algo vivo.

No quise preguntar más antecedentes a Malatrassi y di por cerrada la charla. Tal vez aún existía el derecho a recobrar aunque sea el recuerdo de algo verdadero.

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Acompañé a Julio al ferry que lo conduciría a Bielovia. Antes de subir a las escaleras extrajo de su valija una bolsa de lona que me obsequió. Eran las “Rimas” de Gustavo Adolfo Bécquer y una botella de licor de pera.

—Para que siempre recuerdes esas noches maratónicas —dijo Malatrassi—. Te debo lecciones que ni imaginas. Pero es un poco tarde para esas confidencias.

—Sí, es tarde —contesté.Me resultaba increíble pensar que aquel recuerdo gatilló

un golpe de timón en ese charlatán desmesurado que siempre se mostró disponible a que la vida hiciera con él lo que quisiera. Antes de subir al barco, me dio un abrazo prolongado que nunca olvidaré.

Ya cuando el ferry se alejaba, vi que levantaba la mano y luego se perdió en cubierta.

Largo rato permanecí contemplando el horizonte como un vigía que otea el barranco donde al final se despeñan todos los recuerdos.

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115La ruptura de los tristes espejos

A Jorge Torres, por el cariño, las copas rotas y el Fierabrás de Alejandría.

Yo soy mi sombra.Construyo innumerables ilusiones fosforescentes

con palabras que salieron destruidas al amasarse,(habría que contar una historia) pero, todas las historias son historias,

y por lo tanto engaño.

Winett de Rokha

El recuerdo del marqués Erasmo de la Gleba me disgusta conmigo mismo. Su impaciente vitalidad, impetuosa, casi des-pectiva me sirvió durante años como garantía de una humanidad soberbia que incluso contraviene a la muerte, en las oscilaciones de un desafío tajante, descabellado, torvo como un puñal. Esto al menos en las cuatro veces que traté con él. Creo que de alguna manera llegué a estimarlo.

Vivió durante años relegado en su castillo al norte de la isla de Obatu, disfrutando los dones de su título nobiliario. Tenía una erudición inagotable y una memoria demoledora, por lo menos para mí, que no la tengo.

En una oportunidad le escuché recitar los discursos de Demóstenes con una solemnidad declamatoria, actoral, muy propia de su carácter. Escribió algunos folletines imprecatorios contra las monarquías de las que el mismo descendía, los trataba de degenerados, hemofílicos, contrahechos y no sé cuántas cosas más. Perteneció a una sociedad de inspiración progresista pero aparecía con insistencia en los periódicos de la isla, fotografiado

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en todas las reuniones sociales. Supe hace poco, que pronto se editarán sus obras completas, una extensa producción poética, desmesurada, como su temperamento.

Lo recuerdo alto y delgado como los grabados que Doré hace del Quijote. De rostro afeitado y cabello rubio, labios finos, ojos celestes y una expresión de impavidez orgullosa que se hacía mayor cuando fumaba esos apestosos cigarrillos men-tolados. Solía vestir con garbo y excentricidad, modas del rena-cimiento italiano, largas capas negras, sombrero de alón o botas de montar. Siempre llevaba consigo un bastón de caoba que en la empuñadura lucía el escudo de su familia. Hay que sumarle al personaje una fama de mujeriego del todo novelesca, aunque muy justificada.

La primera vez que hablé con él, fue durante un vino de honor en la presentación del libro de una poetisa francesa que ya ni recuerdo su nombre, aunque sí su escote desafiante y su bello cuerpo de bretona bien alimentada.

Después me enteraría que estos elementos no le fueron indi-ferentes a Erasmo.

El evento se realizó en el Instituto de Artes Escénicas. Había de todo, intelectuales de expresión grave, críticos de cine, psicoa-nalistas, escritores de miradas inquisidoras, bellas pintoras con aire de sacerdotisas posesas, incluso un mimo odioso con una lágrima negra en la mejilla que daba piruetas a lo largo del salón, aunque nadie le hacía el menor caso.

Cuando hablé con Erasmo, empezamos comentando los poemas de la joven autora y concluimos charlando, no sé por qué, acerca de las descripciones de mujeres en las grandes obras litera-rias. Le cité mi ejemplo favorito: Maggie Tulliver en El Molino junto al Floss, sobre todo en la parte que intenta convertirse en la reina de los gitanos.

—Es una gran novela —me contestó alzando la copa, pero tiene ese incansable prurito moral de los ingleses, de hecho es la descripción de cierta niña ingenua escrita por una mujer que firmaba sus obras como hombre. ¿No le parece ingenuo creer que nos despista? A mí nada me conforma al

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respecto. Aspiro a una mujer que, siendo real, los adjetivos puedan realmente describirla.

Le hice ver que su idea era cuando menos ambiciosa, porque la experiencia al ser explicada por el lenguaje suele someterse a los designios de la razón.

—Ese no es mi problema —respondió con cierta fruición—. Yo postulo la existencia de un enorme engranaje amatorio, una colección de pasiones que mantenga en armonía los delirios de la mente. La pasión es el espejo donde se refleja lo mejor de nuestro espíritu. Cuando se pretende llevar a un orden cabal, se triza, es lo que yo llamo la ruptura de los tristes espejos.

El marqués cerró los ojos como si gozara de toda la plenitud que le entregaba aquel mundo creado, una suerte de respaldo moral capaz de hacerle sentir la fugacidad de sus romances sin tráfico de culpas. Como mis experiencias han sido algo tortuosas al respecto, su afirmación no me convencía y Erasmo lo notó.

—Sé que mi postulado no le convence del todo. Pero fíjese, en el pasado se creía que el corazón se encontraba aquí —con-tinuó mostrando el pecho—. A los románticos con toda su filo-sofía idealista, les agradaba esa idea hasta la exaltación. Luego las vanguardias pensaban que el corazón se encontraba en la mente… pero yo no. Yo creo que se halla en la boca, en los verbos que ruedan, en los besos que llegan a los labios de la amante. Sí, los besos son imágenes que el poeta nombra cuando explora el cuerpo de la amada.

Esta vez me mostré más escéptico y no le dije nada.—No se preocupe, ya me entenderá —repuso golpeando

mi copa—. Le aseguro que cuando eso ocurra, no leerá tantas novelas o realmente las entenderá.

Su comentario ligeramente despectivo tuvo la mínima cor-dialidad para cambiar de tema.

Erasmo de la Gleba bebía como un cosaco, pero permanecía incólume, y yo en cambio, a la quinta copa le hablé de cuando me dejó mi primera novia en la adolescencia, lo que indica que nunca superé el trauma porque siempre lo saco a colación cuando estoy medio borracho.

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El marqués se reía a mandíbula batiente de episodios que para mí eran patéticos y sin duda, confirmaba sus teorías.

En el resto de la concurrencia era peor. Toda aquella com-puesta intelectualidad se embriagó abruptamente, unos cantaban melodías desafinadas e inconclusas, otros polemizaban y algunos dormían, por ahí, en las mesas.

El último recuerdo que guardo de esa noche aguardentosa es la imagen del mimo colgado en una percha, totalmente ebrio, y del marqués saliendo del brazo con la poetisa de evocaciones gálicas. Llevaba cierto aire marcial de soldado prusiano y la son-risa de un egregio alquimista que posee entre sus brebajes el pro-cedimiento para fundir su espíritu en el abismo de una gran copa amatoria donde la poesía es el diseño del firmamento azul.

Los dos amantes se marchaban a consagrar el rito pastoril que los devotos de Afrodita esculpen sobre la arcilla suave de la piel.

El segundo encuentro resultó más breve y nefasto porque confirmó las posiciones que tanto él como yo teníamos en este mundo. Transcurrió en el aeropuerto de Puerto Peregrino.

Yo venía llegando (creo que de fuera de la isla) y él salía quien sabe para dónde. En ese momento, yo caminaba desde la sala de embarque, agotado y sudando, cargado de maletas y malhumorado como en todos los viajes que hago. En medio de la gente y el ajetreo se me cayó una caja que al tocar suelo se abrió, desparramando todos los libros que había comprado en el viaje con dedicación y a la vez descuido. Mientras los rescataba entre los zapatos de las personas que me miraban con gesto muy poco amable, sentí la inconfundible carcajada del marqués.

En efecto, ahí estaba vestido totalmente de blanco, con un abrigo de anchas solapas que le daban un aire victoriano a pesar de la estrambótica indumentaria. Lo acompañaban dos mujeres, cual de las dos más hermosas, aunque en el fondo bastante similares.

—Todavía sigue leyendo novelas —me dijo con una sorna que a esas alturas me pareció corrosiva, porque recordaba nuestra conversación anterior y yo quería olvidarla.

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Lo saludé con la cabeza y mientras seguía buscando mis títulos, Erasmo se perdió en el aeropuerto con su sentido del amor cabal en los labios y sus dos mellizas boticellianas. Cuando la gente se dispersó pude reunir todos los libros. Apenas los vi juntos, me compadecí ante el comentario del marqués, se había reído de mi pobre mundo interior, de toda esa tentativa de tras-cender la muerte a través de la belleza, dibujada en esas alegorías que también hablan de lo real, en mis queridos personajes, tristes cosmonautas de papel… allí en el suelo con sus vísceras de tinta y ceniza, recordándome que la vida navega en la sombra hasta perderse.

Desde ese encuentro pasaron más de cinco años y aparte de su fotografía en algún periódico no supe nada de él. Su arro-gancia me había hecho tildarlo de un dundy frívolo que practica la crueldad a sus semejantes con ese despotismo que tienen las ideas cuando se ven demasiado perfectas. Por cierto, los enredos amorosos del marqués eran un tema frecuente en toda la isla, aunque sus hazañas donjuanescas (documentadas en los perió-dicos) tenían un sello palaciego, porque me parecían circunstan-cias que sugerían historias, a diferencia de hechos claros, como escribían esos amanuenses bien remunerados de los medios.

En ese tiempo, yo pasaba largas temporadas en el departa-mento que arrendaba en pleno centro de la ciudad.

No soy un hombre contemplativo y quería ordenar unos cuentos desperdigados. Para ello, mis componentes son café y mucho ruido de ciudad. Cuando lograba algún resultado, salía a caminar por un parque que se encuentra detrás del edificio.

Por lo general no había mucha gente, salvo algún anciano taciturno o un niño jugando.

Llevaba un libro y permanecía sentado junto a la fuente hasta que empezaba a refrescar.

Un día, alguien interrumpió mi lectura. Era un joven bajo de modales diligentes que vestía un planchado vestón negro. Una suerte de mayordomo eficiente y hasta serio, si no fuera por sus ojos excesivamente redondos (como de muñeca plástica) y una voz pueril que me recordaba un duende. Dijo que venía de parte

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del marqués de la Gleba y me entregó una carta, tras retirarse con una reverencia que me causó mucha gracia.

El mensaje era tan curioso como su minúsculo heraldo:

Estimado señor:Me encantaría mostrarle una pintura que realicé sobre mi

noción de “la ruptura de los tristes espejos”. Quizás su opinión podría ayudarme.

Visíteme la semana entrante y quédese un par de días en mi castillo. Creo que le gustará porque en él, mis fantasmas han perdido su aura espectral y caminan por los pasillos como quien navega entre lo cotidiano y lo inmortal. En la cena haremos dis-cretas presentaciones.

El lugar le agradará, se encuentra enclavado entre las montañas y el mar. A los espíritus que habitan mi hogar, les he hablado de usted en más de una oportunidad. Aquí las palabras sueñan, son realidades que transitan por los rincones donde mis antepasados quisieron instaurar la tiranía de sus sórdidas quimeras.

Esperando contar con su amable presenciaEl marqués Erasmo de la Gleba.

La extraña misiva tenía un pomposo timbre de agua.No dejaba de intrigarme que le pasaría a este vanidoso pen-

sador de enrevesadas epistemologías de lo amatorio.Tras pensarlo un par de días, resolví aceptar la invitación.

Varias horas en un tren que recorría en su seca marcha de metal, los campos sembrados de Voltana hasta llegar a la estación ferro-viaria donde me esperaba su diligente y pueril auriga. El vehículo duró casi cuatro horas para llegar al castillo, cuando ya había anochecido.

La gran construcción era imponente, una extraña mezcla entre un Tudor y una vanguardia sutil pero agresiva a la vista. En las almenas reposaban, esculpidas en piedras de colores, sin-gulares walkirias desnudas que se me antojaban como musas de Gaudí. Tras el castillo, las olas golpeaban el roquerío con furia.

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El marqués me recibió en la biblioteca con la sencillez y humildad que no le conocí en las veces anteriores.

Luego de la cena, me mostró su lienzo, eran cuerpos de mujeres atravesadas por espadas cromadas, pero no sangraban, despedían luz entre las heridas, una luz que rompía cierto fondo de espejos.

—Este es el momento en que la boca nombra el mundo —me dijo con los ojos perdidos en su creación—, son verbos que seducen a la dama intemporal, son los espejos rotos por donde respira el amor.

Permaneció largo rato comentando su lienzo, sin pregun-tarme ni por asomo mi opinión.

Al rato, pasamos a recorrer los salones del castillo,repleto de armaduras, copas metálicas y antojadizas colecciones, acom-pañado de sus explicaciones eruditas, con esa idea algo aristocrá-tica de la cultura que siempre tuvo.

Uno de sus mayores tesoros era una fotografía ampliada de su padre junto al poeta Vicente Huidobro en cierta tertulia ultraísta realizada en Madrid. El marqués con una vaga sonrisa en los labios observaba consternado al poeta fundador de mundos.

Al final del salón principal, no lejos del fogón y ardiente, se hallaba el retrato de una bella mujer, sus ojos almendrados y tristes parecían comunicar un sentimiento sublime, la extraña ansiedad de mostrar un mundo más perfecto que, sin duda, habi-taba en su mirada.

Le pregunté que lugar ocupaba esa bella señora en su extenso linaje.

—Era mi madre —respondió bajando la cabeza hacia los leños encendidos—. Otra noche le hablaré de ella.

Erasmo se apagó de golpe, quedando en su lugar un ser frágil y pensativo. Me pareció discreto concluir la conversación de inmediato. El mayordomo me condujo a la habitación y dormí muy cansado por el viaje.

Al día siguiente no vi al marqués ni por la mañana ni por la tarde. La casa parecía abandonada, así que me dediqué a recorrerla

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escudriñando sus rincones llenos de pasado. Reparé en la bella mujer del retrato.

Al llegar la noche, el marqués llegó de muy buen humor vestido con su ampulosa capa negra. Por un momento me sentí como el personaje de la novela de Stocker, alojando en la morada del siniestro príncipe rumano.

Erasmo, daba la extraña sensación de hablar solo, se dirigía a seres imaginarios, indicaciones en voz muy baja al aire, a veces sonreía. Sin duda, los fantasmas de los cuales me habló en su carta, pero en ese momento lo atribuí a su excentricidad desmesurada.

Durante la cena me leyó sus poemas con un ímpetu que casi se confundía con la exaltación. Eran versos que parecían nom-brar el mundo nuevamente, su poética era un reloj que se hubiese tragado una campana de catedral, como diría Maupassant. Mientras describía a una musa protectora, que como reina de los vientos, lo llevaba en sus brazos por los imperios celestes, yo observaba a la sobria mujer del retrato y el crepitar de la madera me despertaba de la ensoñación. Aún conservo en la memoria el verso final: “eres la soñadora que navega en mis entrañas con un laurel en la mano”.

Un silencio incómodo y otra botella de vino bastó para saber algo más de la hermosa dama. Erasmo intuía seguramente que sus versos me evocaban a ella y sin dar explicaciones ni pedír-melas, me habló como sacando del pecho una confesión honda-mente guardada:

—Se llamaba Trinidad, aunque en ella no sólo vivían tres personas sino muchas, gran parte de los fantasma que merodean este castillo habitaban antes su espíritu como tristes guardianes del olvido. Su belleza era como una palabra rotunda encerrada en una vasija de greda que cantara su plenitud en todos los idiomas. Creo que amó a mi padre, ese noble viajero que se bebió todas las copas y reposó en muchas camas. Yo heredé tanto sus excesos como la necesidad de justificarlos filosóficamente. Nunca lo conocí, murió antes que yo naciera. Mi madre hablaba poco de él, pero me enseñó a percibir los rugidos huracanados del mar, a

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dialogar con esos vigilantes de luz que hoy cenan con nosotros, a entender el abecedario de los labios que se filtra en las noches de vigilia hasta dormirnos… cuando era niño y caminábamos por la playa, ella me mostraba que en verdad el viento era un caballo que corría desbocado rumbo al sol, con sus crines ardientes azotando la veleta del océano. Trinidad era más que tres razones para ver la luna como una barca de plata que navega hacia el espacio donde las ideas existen sin réplicas torpes.

La mirada de Erasmo se tornó muy oscura y el aire algo enrarecido. Prendió un cigarrillo y, de pronto, me observó fijamente:

—Mi madre decía que tras los espejos vivía el reverso de la realidad, un lugar donde las metáforas pronunciaban la vida. Por eso cuando las palabras ya no describen la pasión de los ena-morados, los espejos se quiebran, quedan en su lugar fragmentos de un porvenir inacabado, sombríos seres enamorados de sus églogas befas, mártires de una religión inútil…

—Por ello tanta mujer pasajera en su historia personal —interrumpí no sé por qué—, en virtud de la madre se reproduce el esquema paterno, eso es muy común…

—Aparte de leer novelas, usted practica un tipo de psicoa-nálisis muy particular a base de dos botellas de vino —dijo vol-viendo a ser el tipo ladino e incisivo. Desvió la mirada hacia el retrato y luego apagó el cigarrillo recién encendido.

—Ni siquiera es un problema filosófico —continuó pausa-damente—. De mi padre sólo heredé un bastón de caoba, nadie sabe muy bien ni cómo murió, quizás lo mataron, dicen que una vez ebrio se ponía muy agresivo. Cuando fui adolescente, mi madre me dijo que lo amó entrañablemente, tanto, que fecundó en mí sus fantasmas, los que adquirió tras largos años de trave-sías, siguiendo el destino de su propia brújula, besando a todas las mujeres del globo. Por ello —me dijo “cuando no esté te cuidarán nuestros espíritus que circulan por el castillo y cuando salgas de aquí entrarán en ti, con ellos nombrarás el mundo, serás el espejo viviente de un alma más perfecta”.

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El marqués se miró las manos como buscando en su cuerpo las palabras exactas.

—Así fue, cuando ella murió la palabra Trinidad dejó de significar tres para transformarse en espectros, las flores del jardín se oscurecieron, ella retornó al mundo de los espejos, desde donde se me aparece en sueños. A veces creo que me acerco a la curvatura del cristal como un llamado que los espectros del futuro prolongan entre las rocas del mar que tocan este castillo. Beso las bocas de mis amantes y algo de ellas entra en mí… no es el amor, es una gran mujer que tiene todos los cuerpos…

En ese momento, Erasmo volvió a mirar el retrato y luego me dijo:

—Ahora siento que las palabras están naufragando, ni las pasiones ni los libros me comunican nada. Me acerco al umbral, al mundo tras el espejo donde encontraré a mi madre en su viaje de luz y a todas las mujeres que he amado, los fantasmas que-darán aquí, por siempre, cuidando los recuerdos…

Antes de terminar, el marqués fue interrumpido por el mayordomo que ingresó al salón para retirar los platos.

Mientras saboreaba el vino, el sirviente me pareció más ridí-culo, sus orejas más puntiagudas, sus ademanes más aparatosos. Apenas se retiró le pregunté:

—¿Ese igual es un fantasma?Erasmo de la Gleba se puso serio con suaves rasgos de indig-

nación en el rostro. Luego de beberse la última copa de golpe, se puso de pie. Estaba profundamente ofendido por mi comentario, le había sonado como una burla a sus confesiones.

—Espero que le haya gustado mi casa —dijo poniéndose de pie—. Puede quedarse cuanto quiera, lo que es yo, mañana parto de viaje. Ha sido un placer. Que duerma bien.

Se retiró con resolución. Yo no atiné a disculparme, tal vez porque no lo sentía. Permanecí más de una hora sentado frente al retrato de la mujer que tanto marcó a este edípico marqués.

Al día siguiente volví a Puerto Peregrino. Algo de su his-toria me hizo verlo como un especulador frívolo, sólo hasta el próximo encuentro entendí que Erasmo de la Gleba era un

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genuino explorador metafísico de su entorno, donde los espejos terminaban por quebrarse.

La última vez que lo vi fue la más importante y ocurrió al cabo de varios meses. Creo que en esa oportunidad el personaje terminó definiendo al hombre o, en honor a su tentativa, la lite-ratura acabó imaginando la realidad. El encuentro se dio en el marco de un Congreso de Escritores en la Universidad del Abedul, allá en Isla Cívica. Lo avisté en la puerta del recinto, vestido con un frac que lo hacía ver tan delgado como su bastón de caoba, me saludó con amabilidad pero algo reticente. Seguramente todavía un poco molesto.

Lo acompañaba una de las mujeres más atractivas que he conocido: una muchacha de cutis aceitenado y larga cabellera negra, la bufanda gruesa que rodeaba su cuello armonizaba con unos ojos grises y lacerantes que le daban un aire orgulloso y algo fiero, de amante sofisticada capaz de doblegar al efebo con la dulce tiranía de sus hechizos.

—Estos dos son la llave y la cerradura —pensé mientras saludaba a esos extraños amantes que se me antojaban como rivales. Por una coincidencia fantástica la dama se llamaba Amarilis.

Yo iba con Aníbal Saratoga, que permanecía a mi lado fumando, distraído a las palabras que intercambiaba con el marqués.

Cuando vi a los poetas conversar con incierta simpatía, una imagen se forjó en mi mente, la confrontación de dos artes poé-ticas. De la Gleba, refinado y metafísico, con una extraña fe en el lenguaje y ese aire de justiciero impenitente que me hacía rela-cionarlo con un personaje de Sue. A su lado, Aníbal con su viejo abrigo negro, la mirada turbia, el tabaco cayendo como una gota de alquitrán por la comisura de los labios y esa eterna descon-fianza en las palabras, toda aquella escritura corrosiva que era para él, una condena, la incapacidad de comunicar cabalmente el rostro de su espíritu. La bella Amarilis observaba silenciosa tapándose el rostro con su larga bufanda de invierno que era como el velo de Salomé.

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Durante los días del Congreso casi no hablé con ninguno de ellos. Pero ya existían elementos que me parecían sospechosos; vi a Erasmo un día bebiendo una copa con Amarilis en el bar que se encuentra cerca de la Universidad.

El marqués apreciaba sus sonrisas como perlas que hubiera rescatado del océano buceando entre olas furiosas. Dos días después encontré a la misma muchacha, cruzando el puente del brazo de Aníbal, la mirada del poeta era desorbitada, así que di por sentado que mi viejo amigo había caído en las redes de esta mujer invernal que profesaba el credo de Venus cubriéndose la cara, como una sacerdotisa, cuando la pasión tiene un ligero barniz de felonía.

La joven se dibujó en mi mente como la personificación de la poesía, era la amante caprichosa que encandiló a Paris y Menelao, desencadenando la guerra entre los hombres, Amarilis era la carne del vocablo, el adjetivo de la sublimidad, ese en el cual Erasmo creía devotamente y que Aníbal desdeñaba pero del que no se podía desprender. —A ti, muchacha insondable te han escrito desde hace siglos todos los bardos de la tierra— me dije. El desenlace no pudo ser más elocuente. Aníbal apareció por mi departamento al cabo de tres semanas, durante una mañana. El cabello revuelto, los párpados caídos y la palidez cadavérica dela-taban noches de excesos, las huellas de su alcoholismo torrencial, acaso su única religión.

Le dije que desayunara conmigo.—Llevo tres días perdido en su cuerpo —me dijo mientras

tomaba café con mano temblorosa—. Creo que Amarilis pre-existe a la belleza, ni siquiera la poesía me ha restituido estos delirios que ahora me nublan.

Me narró algo compulsivamente su idilio. La joven se con-virtió en amante de ambos. A ella le daba igual, a Aníbal tam-bién, pero a Erasmo no, al parecer hería el sentimiento de pose-sión que son el espejo donde se reflejan sus fantasmas. Para mí era un problema de vanidad pero mi opinión no tenía relevancia en ese momento.

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—Hoy en la mañana, el marqués de la Gleba me emplazó a un duelo de pistolas en el parque de las Almenas, al anochecer —comentó Aníbal como dejando caer una piedra—. Cada uno llevará un ministro de fe, quiero que seas el mío.

Traté de convencerlo para que se olvidara del asunto y dejara las cosas como estaban, le insistí que no valía la pena jugarse el pellejo por esa gorgona siniestra y desenfrenada.

—Ni siquiera es por ello —contestó mirando el suelo—. Es por mí. Ahora tengo una certeza, la posibilidad de amar que me han arrebatado las palabras.

Entonces supe que era inútil convencerlo, esas razones siempre han sido sagradas para Aníbal, porque confirmaban el sentido del fracaso que es, en el fondo, como su niñez.

Así fue que aquella noche de cielo todavía algo crepuscular, acompañé al poeta Saratoga como en un extraño ritual. Al otro lado del parque se insinuaban entre los árboles, las siluetas del marqués junto a su criado con rostro de duende. La imagen enca-potada de Erasmo de pronto desenvainaba su pistola como uno de los espectros que continuamente evocó. Un viento fresco corría moviendo las hojas secas como una cortina otoñal y fúnebre.

De pronto entre las acacias, con su ropa de invierno gol-peada por el viento, apareció una nueva figura, era la mujer que se disputaban en duelo y su paso, en medio de ellos, retenía los gatillos y recreaba el cuadro como esas viejas películas mudas con olor a muerte. Sí, porque la poesía también tiene algo de muerte.

Observó a Erasmo con la mirada extendida y felina, como su bufanda que flameaba. Se arregló la boina y caminó hacia Aníbal para abrazarlo y reposar en su hombro. Vimos como e marqués l y su siervo se perdían entre los árboles y todo quedaba en silencio.

El disparo se escuchó en medio del parque como un chas-quido seco que se perdía en un eco de sonido regular, sin reso-nancia. Corrimos hacia el lugar.

Tirado en la yerba estaba el marqués ensagrentado y pese a todo, su expresión era serena. A su lado lloraba el mayordomo

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con un sollozo pueril que es la forma como los seres diáfanos y sencillos despiden a los que quieren.

Aníbal y la muchacha continuaban abrazados. En ese ins-tante sentí que los fantasmas del marqués realmente lo habi-taban, pero que no soportó vivir con la certeza del amor que se pierde sin remedio en la noche de la vida. Con él, también moría una forma de ver la poesía, el bardo que merodea en las som-bras nombrando el mundo con palabras, para dejar en su lugar al poeta de las noches infinitas, al recipiente donde cabe todo el fracaso del mundo.

—Ojalá marqués —me dije frente al cadáver a manera de despedida que encuentres a Trinidad, que en el fondo era como todas tus amantes.

Desde entonces cuando me veo en el espejo, siento que el noble enamorado de las palabras, reside en ese mundo reflec-tante de su alma, en el cristal donde se juntaban sus quimeras. El mundo habitado por adjetivos que se plasman en los labios de sus posesas, la ruptura de los tristes espejos o la bala que ingresó por su boca para concluir su peregrinaje por la vida.

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“Me adormecí de nuevo, pero me despertó una carcajada espantosa que sonaba, al parecer, a través del agujero de la llave de mi puerta; ésta se hallaba tan cerca

de la cabecera del lecho, que pensé que procedía de detrás de mí”.

Charlotte Brontë

Podría narrar la historia de un druida despiadado con largas barbas blancas que mantiene cautiva a una doncella en el fondo del lago o la aventura de un jinete que cabalga hasta el límite del horizonte enarbolando el pendón de una remota comarca de abetos y casas de piedra. Pero no. Sólo me propongo explicar las llamas que consumen el teatro más imponente de Puerto Peregrino. En otras palabras, relatar en parte la existencia de Néstor Agramonte. Alguna vez lo consideré una persona esti-mable, otras veces, un tipejo que siempre profitó de mi afecto. No puedo negar que cuando lo conocí me pareció alguien de una genialidad punzante, capaz de transfigurar el delirio como el tau-maturgo más avezado. Hoy me parece que sólo se trataba de un enajenado que se enamoró de su propia leyenda.

Los tres períodos espaciados que ingresó en mi vida fueron la lenta trayectoria de un descenso, como esos ladrones que no sólo se contentan con robar lo valioso sino también con destruir lo que queda, tus bagatelas, tus muebles de segunda mano, tus escasos víveres de la semana.

Néstor Agramonte era un prestigioso actor y director de teatro en Puerto Peregrino, adicto a lo esperpéntico y a la oscu-ridad de las formas, todo ello pasado por la criba de su perso-nalidad carismática, muy propia del personaje que representó

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siempre: un histrión luciferino atormentado por los fantasmas del estreno perfecto. De hecho refunfuñaba consigo mismo, aconse-jándose ceremoniosas máximas, comportamiento que me hizo dudar de su juicio ya en los primeros encuentros.

Lo recuerdo cuando conversamos por primera vez como un caballero de cabellos pajizos y gestos arrogantes. Usaba ropas oscuras y un perfumado pañuelo de seda al cuello —que con-servó hasta en sus peores momentos— y su delgadez era que-brada, similar a la de una marioneta con algunos hilos cortados en algún lugar de las caderas. El rostro era anguloso y grave muy parecido al de Boris Karloff.

Sus obras teatrales eran tan o más características. Habitualmente consistían en un sainete de sombras, con escenas donde lo macabro se deslizaba por el fondo como un torrente sigi-loso. Historias mórbidas donde relucían máscaras y arabescos, todo un mundo de personajes contrahechos y fétidos que desa-fiaban al espanto, sobreviviéndolo. Sin embargo, una estética de lo feo que atraía las ovaciones del público, quizás respondiendo a la necesidad que tenemos todos de explorar los acantilados de nuestros temores más recónditos.

Su sala de teatro quedaba entre las calles Percival y 14 de febrero donde coincidentemente, hace muchos años atrás, había existido una majestuosa abadía similar a esas en las que se asilan las damiselas de cualquier novela gótica huyendo de algún demonio de la perversidad.

Nos topamos la primera vez en un Simposio sobre literatura gótica. Ese género constituye una de mis aficiones predilectas y Agramonte, siendo honestos, era una biblioteca viviente al res-pecto. De su boca emergían autores, fechas, abigarradas biogra-fías de los cultores del “horror sobrenatural”.

Él fue quien se presentó solo, según me dijo, conmovido por mi ponencia sobre Walpole, halago que no creí demasiado porque la había preparado descuidadamente el día anterior.

—Sus palabras me devolvieron de improviso a las páginas del Castillo de Otranto —señaló colocándose ridículamente una mano en el corazón.

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—No es para tanto —le contesté dudoso de si me estaba ala-bando o tomando el pelo.

Pero, a poco andar, me di cuenta que su personalidad era así, ampulosa y grandilocuente, maniquea y neurótica, de una bipolaridad latente, tan pronta a enredarse en la espesas junglas de la euforia como a descender por intrincados ciclos depresivos.

Aquella tarde, en el café Princesa, tras dejar un cementerio de cigarrillos en el cenicero, Agramonte terminó por conven-cerme que se había leído todos los relatos góticos que alguna vez se escribieron. Describía con sus manos las alas de las gárgolas y los colmillos de los vampiros, detallaba con fruición a los ángeles díscolos de la Hueste Tenebrosa, recitaba fragmentos textuales del Pseudo Monarchia Daemonium de Johann Weyer.

De pronto extrajo rápidamente un cuchillo de piedra de entre sus vestiduras.

—¿Sabes lo qué es esto? —me preguntó mientras una chispa obsesiva le cruzó la mirada.

—Preferiría no saberlo —le respondí inquieto.—Es una reproducción perfecta de un puñal de sacrificio

—planteó entusiasta—. La semana pasada corté una lonja de carne con esta maravilla y te aseguro que la escisión en perfecta, casi quirúrgica, propia de un consumado en las artes del crimen.

Le sugerí que mejor guardara el arma y el coloquio tomó rumbos más llevaderos. No obstante, Agramonte acusó el golpe, percatándose que yo aún no estaba en condiciones para asimilar de sopetón su carisma desenfrenado, su erudición inacabable, develadora de los misterios del trasmundo.

Algo de esa conversación marcaría nuestros futuros diá-logos y fue justamente la definición de su estética teatral:

—“Mi teatro pretende ser ácido y moralizante a la vez, dibujar los rostros de la maledicencia con la secreta audacia de un monólogo o un lamento jeremíaco. Se equivocan quienes lo enlazan con meras ficciones o con mis devociones góticas. La función de mis montajes consiste en despertar a las criatura de la noche ocultas en la sordina del espíritu y hacerlas beber de ese cáliz de la trascendencia y la vida eterna que puede ser el arte”.

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Que muchos directores de teatro han confundido vida y arte no era una idea muy novedosa, pero lo que me resultó poderosa-mente revelador es su idea del lenguaje dramático como resurrec-ción e incluso inmortalidad. El delirio escénico fue siempre para Néstor el elixir vita mortis.

Concluimos la charla con un cálido apretón de manos y se despidió con una broma ramplona, dijo que en nuestro próximo encuentro me mostraría el hacha de un verdugo medieval.

—De seguro huirás como un conejo asustado —comentó y se fue riendo por la calle 14 de febrero como si hubiera dicho algo muy ingenioso.

Confieso que el personaje me intrigó. Días después todos los periódicos de Puerto Peregrino anunciaban el estreno de una de sus obras. Dibujos de trazados lúgubres y una corrida de símbolos esotéricos eran el afiche anunciante del evento. Decidí asistir.

Sentado en una cómoda butaca pude extasiarme ante el mundo conceptual de Agramonte, ya que realmente encandi-laba esa curiosa amalgama entre literatura gótica y teatro del absurdo.

Recuerdo personajes con máscaras horrendas chamuscadas por una aureola de fuego y todo lo que en el miedo hay de belleza se erigió sobre ese escenario. Había en su desarrollo escénico algo impío y a la vez festivo. El aplauso fue cerrado.

Lo felicité a la salida del teatro y me propuso algo tímida-mente que le diera vueltas a la alternativa de escribir una obra de teatro. Nos despedimos esa noche y no volví a tener noticias de él en mucho tiempo, por lo menos en dos años. Lo curioso del asunto es que sí escribí la obra, pero jamás se la llevé para que evaluara montarla. Trataba sobre una heroína gótica que huía de su alter ego, una especie de Gorgona desgreñada surcando el mar en un barco que tenía como mascarón de proa, una gárgola de piedra. La titulé “La loca en el ático”.

A estas alturas no sé que tan valioso resultaba mi trabajo como dramaturgo, creo que al menos poseía cierta virtualidad teatral.

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Pero ya dije que cada vez que Agramonte entró en mi exis-tencia fue para derribar estructuras, dejando mi precaria lucidez en un estado de perpetua vigilia.

Cuando lo reencontré yo me hallaba en una situación afec-tiva bastante plena. Había adoptado las técnicas del Caballero de Seingalt con Josefina, una muchacha rubia y de unos grandes ojos color esmeralda ligeramente azulados, que trabajaba en la Oficina de Correos.

Todas las tardes después de su jornada, yo pasaba a bus-carla para tomarnos unas copas e intercambiar algunos besos. Había en ella, una transparencia conmovedora que se albergaba en las entretelas del alma y que llegó a tornarse un vacío, cuando solía dejarla en la puerta de su casa.

Fue un tiempo que se me aparece con sincera nostalgia y la única vez en que recuerdo haber abandonado los excesos y los bares de Puerto Peregrino. En el fondo de mí, deseaba cobrarle a la vida —por medio de esa mujer— tanto tiempo desesperanzado y solo. Además Josefina comenzaba a corresponderme.

Todo se vino abajo cuando, estando en una barra americana bebiendo la conversada copa de vino a la salida de su trabajo, entró Néstor Agramonte con unos cuantos actores de su com-pañía. Venían saliendo de una función exitosa y sus semblantes se veían distendidos.

En cuanto me vio, Agramonte abrió los brazos para luego exclamar:

—El dramaturgo que andaba buscando.Le presenté a Josefina, ante la cual Néstor hizo una reve-

rencia de cortesano provenzal que a mi casi novia le causó mucha gracia. Nos invitó a su mesa y largo rato departimos con el grupo.

Me di cuenta de inmediato que la personalidad histriónica de Agramonte le llamaba profundamente la atención a Josefina. Su expresión de sorpresa y admiración era elocuente al observar el carisma que irradiaba Néstor en quienes lo veían, con su ora-toria erudita y ocurrente.

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Los actores uno a uno se fueron retirando y sólo quedamos los tres. Ahí Agramonte me pidió que le resumiera el argumento de mi obra y en parte, elogió la idea.

—Tienes un perfil teatral, Josefina —señaló en un momento—. Te verías aún más bella en un escenario.

Josefina se sonrojó y yo tuve deseos de descolgarle la man-díbula de un puñetazo al infeliz por la desfachatez de cortejarla delante mío. Pero me contuve valientemente y hasta celebré el cumplido.

—Es tarde —dijo Josefina súbitamente—, debo irme.—Será un honor acompañarla hasta su casa —reaccionó

Agramonte.—Para mí también será un honor —dije a Josefina sin

quitarlelos ojos de encima al desgraciado.Caminamos largo rato hasta el hogar de Josefina, a escasos

metros del Museo de Bellas Artes. Se despidió de ambos con sendos besos en la mejilla y yo sentí que esta vez, había perdido la partida.

Luego cuando retornábamos, Agramonte me sugirió que la próxima semana lo visitara en su teatro para entregarle “La loca en el ático”. Insistió en el tópico de la mujer y su alter ego como algo digno de ser representado bajo su lectura estética.

—Es curiosa y a la vez estremecedora la suerte de la heroínas góticas —comentó extasiado—. Cada vez que intentamos descu-brir ante ellas el semblante rígido del terror, aparece la propia muerte oculta en un vestido con encajes. Ya sea en la ficción como en la realidad: Emily Saint-Ubert huyendo del castillo embrujado, Mary Shelley soñando a la mórbida criatura cosida con trozos de cadáveres. He llegado a creer que la única forma que realmente accedan a la inmortalidad, es inventarlas.

Le contesté que no era prudente tomarse tan en serio a esas heroínas, ya que podían leerse como el ansia de emancipación femenina que campeó en el siglo XIX.

—Josefina tiene frescura —dijo sin escuchar mi pomposa respuesta—. ¿Es tu novia?

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—No —respondí estúpidamente como justificándome no sé de qué.

Muchas veces he pensado que si yo hubiese respondido de otra manera, los acontecimientos no iban tomar el sesgo terrible que vendría arrastrado por el viento de cola de ese espíritu oligofrénico.

La despedida fue distante y me comprometí a presentarme una semana más en su teatro con los originales.

Aquella maldita semana sólo pude salir con Josefina en dos oportunidades, y sin dejar de ser la misma muchacha candorosa, noté en su trato un comportamiento algo esquivo. Aprovisionado de unas respetables botellas de coñac, me encerré todo el fin de semana hastiado y molesto. Creo que me culpaba por no saber llegar a su alma.

Aquel lunes lluvioso concurrí hasta la vieja abadía con “La loca en el ático” bajo el abrigo. Néstor, en cuanto me vio llegar detuvo el ensayo y prendió un cigarrillo con una clara sonrisa de aprobación mientras hojeaba los originales.

—Creo que es lo busco —concluyó dando un aplauso seco que resonó en lo alto de la sala.

Antes que todo, le advertí que los roles de la heroína y su alter ego no estaban especificados cabalmente en el guión, así que era conveniente alguien muy versátil para encarnarlos.

—No te preocupes —respondió con una bohonomía de político ladino—. Tengo una actriz que puede combinar ambos elementos y que a pesar de su vaga experiencia en las tablas, tiene un amplio abanico de personalidades en su interior.

De pronto apareció Josefina desde un flanco del escenario, arreglándose un arete con total naturalidad. Su vestuario se veía algo más sofisticado y yo quedé entre molesto y sorprendido. Ella me hizo un gesto de saludo, con una sonrisa vaga de disculpa, sin abrir los labios.

Pero la voz de Agramonte tronó marcial ordenando a los actores para que vuelvan a sus puestos.

—¿Te conté que ayer le pedí matrimonio? —me preguntó Néstor mientras los actores se ubicaban en el escenario.

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Una sensación biliosa me subió hasta la garganta, antes de retirarme excusando un compromiso insoslayable. Entendí de lleno que Josefina se había enamorado irremediablemente de su personalidad histriónica y delirante.

Recuerdo haberme perdido entre las callejuelas oscuras de Puerto Peregrino, mojado por la lluvia, con los puños apretados.

Confieso que albergué un profundo rencor. Aunque no es de extrañar que el rencor pueda ser un sentimiento tan puro como la inocencia y eso, en algo me exculpaba. Mis dardos no fueron contra Josefina que se veía tan fascinada ante aquel mundo espec-tral, pero luminoso que otorgaba la sala de ensayos y la locua-cidad avasallante y fabulosa de Agramonte.

Pero todo tendió a regularizarse y “La loca en el ático” comenzó con paso de gigante sus ensayos.

Terminé siendo testigo en el Registro Civil del matrimonio. Josefina se veía sobria y hermosa, tal como cuando nos cono-cimos, en cambio Agramonte hizo gala de su excentricidad ves-tido con un frac de pianista y una capa negra de reverso rojo, que le daba un inquietante parecido a Bella Lugossi.

Yo retorné a mis cuentos y poemas, a los bares y sus per-fumes etílicos rancios, a las putas. Aquel episodio fue el broche de cierre a todo que especulé en torno a esa mujer rubia que solía sacar de sus problemas de escritorio y correspondencia para bebernos una copa de vino.

Asistí seguido a los ensayos de la obra y mantuve una rela-ción cordial, pero lejana con el nuevo matrimonio.

Creo que como toda pareja el primer tiempo fueron felices, aunque nunca pensé que Josefina aceptase ser parte de esa obra tenebrosa que yo había escrito y que el espíritu desbocado de Agramonte complementaba con trajes de diablo y grotescas escenas. Hizo de la heroína gótica y su alter ego, un personaje pavoroso que invocaba a las criaturas de la noche. También agregó un juego de luces mortecino al escenario, otorgándole cierto aspecto fúnebre y unos anafres en los extremos, expeliendo vaharadas de azufre.

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En uno de los últimos ensayos que asistí, la heroína gótica estaba cada día más horrible. Maquilló a Josefina pálida y tersa como un cadáver, agregándole también una peluca canosa y esa toga tétrica que me evocó la traza aterradora de las euménides temerarias que persiguieron a Orestes.

—Nadie podría personificar mejor a una sacedotisa de ultratumba —me dijo con el mismo rostro de fascinación que le vi cuando me enseñó el cuchillo de piedra—. Ella debe tener una estampa aún más tenebrosa que la gárgola que adorna su proa. Ella debe ostentar un aspecto mefistofélico.

En realidad, los síntomas de su enajenación me parecieron a cada rato más concluyentes y le expuse, con forzada cautela que aquel montaje podría desvirtuar el espíritu del guión, que pese a rendir culto y homenaje al imaginario gótico, conservaba una orientación sublime y redentora.

Como lo supuse, Agramonte no reaccionó de buena forma y me lo hizo saber notoriamente.

—Ni una escena más, ni una escena menos —sentenció muy irritado antes de alejarse por el pasillo, aconsejándose solo.

En eso no mentía. Los escasos ensayos a los que asistí des-pués del altercado sirvieron para clarificarme que de mi obra que-daba muy poco. El argumento se había tornado enfermizamente sórdido e intuí que Josefina también estaba envuelta en las redes de esa madeja alienante. Agramonte no sólo me había robado mi novia sino también, mi obra.

Aunque con ella tendría un nuevo encuentro. Fue una tarde muy gris en que nos topamos por casualidad bajo la marquesina del Hotel Torquemada. Vestía un largo impermeable verdoso y sus cabellos rubios se veían más opacos, ojerosa y avejentada.

Nos saludamos con el afecto que aun sobrevivía de nuestra antigua amistad y le dije que tomáramos un café en el bar del Hotel, en honor de los viejos tiempos. Me habló de su nueva vida como si todo el universo se dividiera entre la Oficina de Correos y la obra de Agramonte. El talento barroco y degradante de Néstor convertía en objeto de delirio todo lo que tocaba, incluso a su propia esposa.

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—¿Por qué lo escogiste a él? —le pregunté a boca de jarro.—Ojalá nunca me lo hubieras presentado… ojalá no

se hubiese escrito “La loca en el ático” —tartamudeó como hablándose a sí misma—. Ahora todo es inevitable… absoluta-mente inevitable…

Desde esa conversación mi alejamiento de ambos fue práctica-mente total. Dos meses después me enteré (más bien me enteraron) que la obra continuaba su oficio de tinieblas y que el matrimonio también pasaba por una fase crítica.

Fue a finales de ese mes de octubre, leyendo el periódico en el desayuno cuando me enteré del deceso de Josefina. Leí una y otra vez el obituario de su desconsolado esposo y algo me impidió llorar, pero sentí que ingresaba en mí, una tristeza punzante que tardaría mucho en apagarse.

Según pude averiguar, Josefina se había suicidado y sus restos habían sido cremados y esparcidos en una ceremonia privada.

Al cabo de unos días, me armé con una cuota de sosiego y fui hasta la sala de teatro. Abrí la pesada puerta de aquella vieja abadía y encontré un espectáculo entre patético y electrizante. Néstor Agramonte estaba en el escenario genuflexo y semides-nudo, se veía notoriamente demacrado y llorando sin consuelo, acariciaba el consabido cuchillo de piedra y aún mantenía, pese al aspecto decadente, su elegante pañuelo de seda. A su lado, un ataúd pequeño con cuatro cirios en los extremos y una muñeca rubia dentro.

Me acerqué confundido y temeroso. Traté de decirle algo.—Todo fue inevitable… todo fue inevitable —musitó entre

llantos.En ese momento no relacioné aquello con las últimas pala-

bras que Josefina me dijo en el bar del Hotel Torquemada. Sentí que mi presencia era inútil y me alejé del teatro.

Debo aclarar que no me comporté a la altura de las circuns-tancias, porque desde ese día jamás volví a visitarlo ni acompa-ñarlo en su duelo. Tampoco supe nada de él, salvo que la sala estaba clausurada. Durante unos meses se rumorearon unas

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leyendas, que se hallaba en un psiquiátrico en las afueras de Puerto Peregrino, que estaba oculto entre los tijerales de su teatro como un murciélago, que tenía embalsamada a su mujer, que se había convertido en vampiro.

Pero la vida también se enhebra con las madejas del olvido y confieso que renuncié voluntariamente a esos recuerdos, porque me resultaban dolorosos. Pese al colofón fatídico de la historia, concluí que Josefina había elegido ese destino.

En el intertanto ocurrieron muchos episodios, quizás esa serena corriente por donde la vida va llevando su seguro derro-tero. Jamás me imaginé que vendría un nuevo golpe de timón, al cabo de varios años más.

Unos golpes enérgicos en la puerta me despertaron de la siesta, luego de una desordenada noche de copas con el poeta Aníbal Saratoga. Cuando fui a abrir, me encontré de lleno con Néstor Agramonte, hecho que me dejó sin habla.

Se veía más viejo y había ganado un poco de peso, y pese a su acostumbrada indumentaria oscura, su aspecto era sereno y su rostro despejado. Lo acompañaba una muchacha trigueña de no más de veinticuatro años y una figura contorneada que no estaba mal.

—¿Néstor? —pregunté por si las dudas.—El dramaturgo que andaba buscando —dijo sacando de

improviso una botella de vino de su vestón. Por una fracción de segundo pensé que iba a desenvainar su puñal de sacrificio—.Ella es Susana, mi nueva esposa y también primera actriz de mi compañía.

Ayudé a Susana a quitarse el abrigo y me sonrió como si yo hubiese dicho una palabrota. Ya instalados en los sillones, la velada se tornó cordial y un tanto nostálgica, aunque ni siquiera nombramos a Josefina en nuestro diálogo. Me habló, eso sí, que venía saliendo de los infiernos, de las prolongadas estaciones de la angustia con una teatralidad muy propia de sus montajes. Ahora había salido a flote, encontrando un nuevo amor y deseaba montar de nuevo “La loca en el ático”.

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—Sé que la obra que escribiste —dijo en un momento como si me contara un secreto— nos trae reminiscencias bastante amargas a ambos, pero debemos cerrar ese ciclo estrenándola de una buena vez. Es un gran trabajo el tuyo.

—Néstor me dijo que tu obra traduce el mundo de las som-bras —interrumpió Susana guiñándome el ojo con cierta coque-tería—, mi panacea escénica es ser esa loca en el ático. Quiero conocer el rostro de la locura.

Fue desde el primer comentario que Susana no me simpa-tizó. Un poco porque ya conocía el signo decadente de los pig-maliones de Agramonte y sospecho que ella ignoraba ese proceso infeccioso que era la dirección bajo su mando. Pero además me produjo rechazo ese deseo patético de sentirse dentro de un juego escalofriante, con una actitud del todo impostada, frívola, con olor a distorsión de fin de semana. La creatividad ignorante es algo que no tolero a estas alturas.

Me di cuenta tras dialogar brevemente con Agramonte esa tal Susana, que no había renunciado del todo al recuerdo de la primera Josefina, antes de ese montaje espectral.

Pero creo que fue la retórica envolvente de Néstor la que me convenció de volver a las tablas con “La loca en el ático”.

—¡Brindo por nuestra futura obra! —dijo alzando la copa— Y por Susana, su protagonista.

El asunto tomó una marcha segura y en menos de dos semanas el elenco ya estaba elegido y los ensayos comenzaban a estructurarse. Esta vez, Agramonte respetó bastante el guión original y la escena de la górgona dirigiendo su navío en la noche fue desarrollada con un estilo muy sobrecargado y alegórico, logrando que los actores —representando aldeanos aterrados ante la visión fantasmagórica— hicieran mutis por el foro. Me di cuenta de que la novela gótica no sólo funcionaba como caja de resonancia de su concepción teatral sino que también como leitmotiv. Si las hadas y los centauros son, en cierta media, repre-sentaciones estáticas de la felicidad, los dholes y nefilines pueden serlo del mundo de las pesadillas, ese tabernáculo feroz por donde se escurría la imaginación desbordante de Néstor.

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Susana deliraba sobreactuadamente con el personaje, solazán-dose en esa insistente tentativa de simular una locura parecida a la de Agramonte. A mi modo de ver era una muchacha que mostraba snobismo y garrulería en todo, incluso en eso de argumentar que su comportamiento excéntrico se debía al método de Stanilavsky.

Una tarde, luego del ensayo, charlando con algunos actores de la compañía, vimos que Susana comenzó a gritar y sacudirse en el suelo como un perro envenenado, exclamaba que estaba posesa por una legión de demonios del mundo antiguo. Todos nosotros la auxiliamos pensando que se trataba más bien de una crisis epiléptica.

A nuestras espaldas oímos unos exagerados aplausos de Agramonte, mientras Susana se retorcía de risa en el suelo.

—¿En realidad creyeron que estaba posesa? —dijo levan-tándose de golpe.

El resto de los actores respiraron aliviados y yo no pude ocultar mi rostro de molestia, ya que el suceso no me causó nin-guna gracia.

Creo que desde entonces “La loca en el ático” fue deformada más por Susana que por el director. Solía llegar a altas horas de la noche a mi departamento con unos vestidos muy ajustados. Según ella para hacer un estudio de personaje y recopilar datos directos del autor. Pero, a pesar de su belleza joven y desafiante, algo me hacía rechazarla.

El episodio terminó mal. Un sábado en que llegué algo ebrio a mi casa, tras prender las luces logré verla en el sillón de mi biblioteca completamente desnuda, embadurnada con un caldo rojo que simulaba sangre.

—Ahora sí soy tu personaje —dijo chupándose el pulgar—, soy una vestal desnuda en las leneas de Calígula.

Su desnudez era atractiva, pero estaba ultrajando ese escaso cubil de mis días, mis libros, un par de papeles, unas cuantas botellas de coñac, poca cosa, pero mío al fin. Reaccioné mal, la tomé del brazo y la eché desnuda al pasillo con la ropa que encontré en el piso. Antes de expulsarla le dije al oído— Sólo eres una loca de mierda.

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Tomé la decisión de hablar con Néstor a la noche siguiente. Cuando entré al salón de teatro, el silencio recordaba la sordidez de los hospitales de barrio y tan sólo una pálida luz cenital trataba de imponerse inútilmente en la oscuridad. Avancé, casi a tientas, entre las butacas y grité varias veces el nombre de Agramonte sin recibir respuesta. Mi voz se perdió en un eco lejano por los altos del edificio.

Cuando traspasé el telón me recibió un extenso pasillo que seguramente se bifurcaba entre el trastero de la utilería y los camarines. Sin embargo, seguía en la más completa penumbra. Recuerdo haber subido al menos seis corridas de empinadas esca-leras de madera.

Trastabillé y caí un par de escalones. Ya en el suelo boca arriba, sentí unos llantos en los altos de la abadía que rápidamente bajaban de intensidad. Al principio era un sollozo quebrado y débil que iba aumentando mientras los pasos se acercaban.

Me incorporé muy asustado y seguí a través del largo pasillo los quejidos. En la escasa luz del ventanal distinguí una figura lánguida que se detuvo al verme. Era horrorosamente esquelética y tenía el cabello hasta la cintura, sus ropas parecían una madeja de harapos colgantes.

—¿Quién anda ahí? —pregunté aterrado. Y la figura se perdió en las sombras.Durante varios días estuve sin dormir. El llanto y la con-

trahecha imagen de ese ser tenía tanta humanidad como sentido de lo pavoroso. Supuse que Agramonte estaba llevando su locura demasiado lejos.

A una semana del estreno concerté una cita con Agramante en el café Princesa. Llegó sin demora y con visible alegría por la inminencia del montaje.

—Nunca olvides al dramaturgo —se aconsejó a sí mismo.No le mencioné el capítulo con Susana porque me pareció

que fragmentaría nuestros ya precarios lazos de amistad, pero no omití detalle alguno en torno a lo que había visto y oído aquella noche.

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—El dramaturgo envuelto en su trama —respondió tras una carcajada destemplada—. La convención aconseja anun-ciarse antes de una visita.

—¿Quién lloraba en ese teatro? —pregunté sin vacilar.Néstor guardó silencio durante unos segundos que se me

hicieron interminables.—¡Es Susana, escritor paranoico de los mil demonios!

—contestó riéndose—. Ocurre que practica el método de Stanislavsky … tú sabes, involucrarse en el personaje hasta ser él.

La idea cuadraba con las actitudes necias y desaforadas de su nueva esposa y eso me tranquilizó, aunque reconozco que el papel logró asustarme de verdad.

En fin, el día del estreno llegó sin demora y me encontró tras bambalinas colaborando con los actores. Agramonte estaba como un ser ubicuo en todos los detalles.

El teatro estaba lleno y durante el primer acto, Susana actuó maravillosamente encarnando a la heroína gótica huyendo de esa Gorgona navegante que era su otro yo. La escena de los aldeanos huyendo del navío salió en forma brillante.

Cuando comenzó el segundo acto, Agramonte despareció misteriosamente. Lo busqué por los camarines y cuando entré por equivocación al trastero de utilería, vi una imagen que me dejó sin habla: la muñeca rubia en su ataúd de madera y los cuatro cirios encendidos. Sentí temor, asco, que sé yo cuántas cosas más.

—Insistes en manosear mis recuerdos —dijo la voz de Agramante a mis espaldas—. Ella no te pertenece.

Estaba pálido y su expresión era furiosa. Tenía en la mano el cuchillo de piedra.

—Creo que ella nunca le perteneció a nadie —le respondí abriendo la puerta de emergencia por si intentaba atacarme.

El llanto atronador estalló en los altos de la abadía. El público pensó que era parte de la obra y Agramonte subió las escaleras despavorido. Lo seguí casi pisándole los talones.

En el tijeral, justo sobre el triángulo que unía las vigas, estaba la criatura con sus andrajos inmundos, lloraba desconsoladamente

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y una antorcha brillaba en su mano. Cuando la lumbre estuvo cerca de su cara observé unos ojos verdosos que habría reconocido en cualquier época.

Agramonte me dedicó una breve sonrisa de doberman y luego comenzó a delirar como un ventrílocuo que habla con su propia creación:

—Te dije que la única forma de inmortalizar a la heroína era inventarla. Ahí la tienes… tú y yo la inventamos. La cons-truimos con las sobras del afecto y ahí la ves… es Lilit y Naamah, Susana es la heroína y Josefina, el alter ego, habita los altos del teatro como una verdadera diosa de ultratumba merodeando en el ático… eso es la resurrección del arte en la barca de la muerte, de hecho esta abadía es la Isla de los Muertos, Bocklin no la podría haber concebido mejor…¿me escuchas bien, demiurgo? , haremos de esta vieja abadía un templo pagano, profanaremos en sus altares el centro neurálgico de la inocencia… para que sea visitado por los Vigías Exhaustos, por los vampiros y los ángeles de los palacios neblinosos… todos en el estreno prefecto, en los círculos concéntricos del infierno…

Retrocedí unos pasos y observé en ese rostro deformado por la locura, lo que quedaba de aquella mujer diáfana y hermosa, sus hermosos cabellos rubios ahora cebosos y lacios, llorando y aferrada a la viga, casi colgando.

—¡Miserable! —dije tratando de estrangular a Agramonte—, la convertiste en uno de los monstruos de tu locura… ¡Miserable!… ¡Hijo de puta!

Forcejeamos y me hirió en el hombro con su puñal de piedra.

Todo fue confusión y gritos. La antorcha prendió las cor-tinas del escenario y un pánico aplastante cundió en el público.

Luego, una ola de gente que huía por todas partes. Alcancé a divisar a Agramonte tratando de apuñalarla mientras ella se perdía en lo alto del teatro incendiando todo a su paso. Huí elu-diendo las llamas, y tropecé al borde del coro con Susana casi asfixiada. La desperté como pude y salimos de la sala, mientras

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caían las paredes y las vigas ardiendo. A los pocos minutos todo era fuego y aún resonaban gritos pavorosos y llantos.

En el cafetín que está frente a la vieja abadía me instalé con Susana que estaba notoriamente choqueada. Pedí un vodka sin hielo y vi la aglomeración de gente contemplando el incendio. Una mezcla de ira y frustración se apoderó de mí. La tomé de la solapa de su abrigo, indicándole la abadía.

—Ese es el rostro de la locura, Susana.La dejé ahí, mientras el teatro seguía ardiendo como impreg-

nado en bencina.Me alejé en medio de esa noche.Me despedí del recuerdo de Josefina. Esta vez para siempre.

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146 Breviario del dios dormido

Yo hago esta defensa ensangrentadaporque estoy elegido por las alas de la aventura

y mi pueblo fue capitán en estas sesiones del aguay mi océano me regaló una ola cuando tenía un año

y he seguido flotando a fuego lentocon estos cargamentos pesados en los ojos

y me urge izar las velasy tomar un trago de sur

antes de zarparen cualquier palabra

Pedro Paredes

I

Si alguna vez, en Puerto Peregrino, alguien te pregunta por Eolia, no olvides decirle que se trata de un país enclavado sobre la copa de un árbol, fortificado como una ciudadela. En lo más alto de sus torres renegridas se alzan templos al heroísmo como solares de cálida piedra. Es la república de los vientos. Todos en Puerto Peregrino dicen que ese gran árbol se alza justo entre el final del río y el principio del mar, de ahí sus raíces tan saladas como dulces. Allí van los guerreros que libraron una justa heroica, sin límites.

Sobre la copa del árbol se percibe una majestuosa construc-ción de aire catedralicio. Imaginemos de pronto, ese gran palacio de catorce ventanas, una caverna de lujo cuya fisonomía recuerda el esplendor de una época feliz y en cuyas atalayas se pueden ven-tilar los sueños sin temer a las penumbras, ni a la tristeza. Se trata de una arquitectura no diseñada por albañiles sino por poetas y estudiantes de magia.

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Óscar Barrientos Bradasic Antología de la ciudad naviera

Pensemos en una comarca aguamarina donde habita el relámpago y la gaviota, los alfabetos oceánicos, las tres lunas del delirio y cuatro gigantes de mármol custodiando la ciudad con sus corazas talladas y sus cimitarras al cinto.

—Soy el astrolabio del silencio —dice a veces el viento sur a las lechuzas que dormitan en los altos del palacio.

Estoy diciendo que Eolia es un lugar donde dejamos de existir como arquetipos para convertirnos en seres literarios, en moradores de un astro verde y azul o quizás una amplia costa como una pizarra de colores pastel.

Pienso a menudo en ese lugar cuando intento reconstruir la historia de Calvatrueno, escribir un cuento que no hipoteque del todo la realidad pero que tampoco niegue la raigambre mítica que lo inspiraba.

Tengo en mi escritorio unos cuentos sin terminar que empecé el año pasado, un café tibio y una especie de mapa de esta república fundada en la copa de un árbol. El cuaderno abierto con la página vacía me invita a la incierta aventura de construir el espíritu del relato.

II

Calvatrueno podría definirse como la encarnación de diversas caricaturas, todas ellas repartidas en el complejo zodíaco de los relatos de peripecias y los mitos, pero también en la más-cara que la propia realidad impone a las ideas abstractas, conge-ladas en un universo de sombras.

Calvatrueno. Así le llamaban todos al mendigo que mero-deaba el Paseo Peatonal junto al río Las Máscaras.

Lo recuerdo siempre descalzo, con su pequeño cuerpo de duende desnutrido, su vestón de colores ya indefinidos por lo desteñido y sucio. En su diestra llevaba un báculo para ordenar pases mágicos que, en estricto rigor, era una cañería de baño con una estrella de cartulina en la punta.

Pero ante todo, es la metáfora moribunda de un tiempo pre-térito, un representante de la tempestad terrestre. Calvatrueno

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pertenece a Eolia, allá es un héroe que lleva en su diestra un pesado sable (o más bien el fragmento de un sol), un templario que vino de la comarca arbórea, para convertirse en un pordio-sero y castigar con ello, nuestro sentido de lo real. Embaucarnos de alguna manera.

Así, esa figura ventruda caminó por Puerto Peregrino, bajo cielos nublados y pregones, como un perro mágico. Un gran cáñamo atestado de tarros cubría su cuello a la manera de un escapulario y por ello, no era extraño que a su andar lo acompa-ñase un hostigoso cascabeleo de metales oxidados y ligeros.

Pero Calvatrueno también se mutaba malamente con la andante caballería. En ocasiones montaba una escoba con cabeza de caballo, como la que regalan a los niños en sus cumpleaños.

Frecuento el bar ubicado frente al Paseo Peatonal, en la esquina, justo en el segundo piso. Desde la ventana solía ver a Calvatrueno casi siempre riendo con sus ojos estrábicos y su cabeza sin pelos lustrada por el sol, sacudiendo el cetro y la estrella polar, seguramente recordando su pasado militar. Masculla un curioso dialecto de extramuros.

—Eolia —murmura riendo con sus dos únicos dientes de castor recién despertado de la siesta.

Es un dios dormido digo antes de ordenar la siguiente copa y le hablo a mi compañero de mesa sobre un spaghetti western que vi como a los quince años. En ese instante, Calvatrueno ha convertido su báculo en una lanza y arremete estocadas contra los faroles del puente, como si fuesen centauros con pies de perro y colmillos de lobo.

A usted, me lo malogra el vino, amigo, Calvatrueno es sólo el borrachito del pueblo. Esas cosas me dicen en el bar.

Pero yo insisto en que esa figura hedionda y pequeña es sólo la réplica de un escenario perfecto —así de platónico el asunto—, donde gravitan guerreros de un mundo celeste. Allí imagino a Calvatrueno con su cáliz de oro y su alfanje cromado, hablando ese fraseario germinal con el viento sur, en los altos del palacio.

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—Dime Calvatrueno un mensaje para las lechuzas insomnes que les espera una noche de neblina y confusión —murmura el viento sur sacudiendo su capote de plumas viejas.

—El destino es una puñalada brusca —contesta el dios dormido. Y el viento huirá

Como una bofetada que la tarde traduce en una caricia reci-tando su salmo entre las ramas de los árboles.

Pero el Paseo Peatonal continúa ahí y Calvatrueno ha sido condecorado con la medalla de la materia, por eso camina entre los vendedores de juguetes plásticos made in Taiwán, los artesanos lanudos que exhiben sus joyas de alpaca, las dudosas tarotistas que dicen siempre lo mismo, las prostitutas obesas que merodean el río y otros mendigos que extienden la mano suplicantes.

En su caballo de crines al viento, alza su báculo templado en fuegos eternos y custodia a los abandonados por la rueda de la fortuna, a los olvidados por la mano de todos los dioses. Las señoras que cuelgan la ropa en las cités aledañas al río suelen darle un pan y una cerveza al taumaturgo, al príncipe de los humildes.

Es ya de noche y ordeno otra copa. Calvatrueno moja sus pies en el río que arrastra el detritus y toda la tristeza de Puerto Peregrino, en sus orillas flotan unas latas de coca-cola y en sus profundidades lodosas los róbalos socarrones se han alimentado con suculentos festines de mierda.

Mira más allá del río y piensa en Eolia, en sus jinetes de mármol como cuatro puntos cardinales, en el viento sur y las lechuzas insomnes.

Asocio a Calvatrueno con Pándaro, el arquero griego que rompió la paz arrojando una saeta furiosa que cruzó el campo de batalla hasta alcanzar a Menelao. El guerrero anónimo que ejecuta un acto sagrado, que cambia los vaivenes, que troca un mundo en otro.

Sí, es como Pándaro. Qué Pándaro ni diablos, me dicen en el bar, yo invito la otra ronda, qué le dio a usted por hablar de ese encantador de lombrices. No, me digo. Es como Pándaro, tam-bién espera derrotar de un solo golpe ese lastre, enfrentarse a ese

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tren de plástico y fritura que recorre el paseo Peatonal desde los desagües hasta el empedrado, haciendo de aquel rincón, un uni-verso feo y caído.

Pero ya es tarde y antes de que termine mi disertación sobre Pándaro y Calvatrueno no hay nadie en el bar y más de la mitad de mis argumentos los ha escuchado el aire.

III

Es mediodía y llueve torrencialmente. Calvatrueno está empapado, tratando de librarse del aguacero bajo una marque-sina. El cuerpo tiritando de frío y las ropas estiladas, arrojan una imagen de tal precariedad que dificulta la necia industria escri-tural en esta especie de diario.

Lejos están los pendones de Eolia.Este día llueve a cántaros. Mejor pensar en las tres lunas

que se divisan desde la terraza del palacio con sus grietas color ocre como si fueran redondas insignias de la noche boreal. Pero ese día hasta los vendedores ambulantes han huido despavoridos ante el rebote de los goterones contra el cemento y sólo restan las bolsas de basura algo rotas, con sus desperdicios al aire como vísceras de un rinoceronte muerto y el río Las Máscaras algo más crecido y rugiente.

Nuestro hombre le pertenece al viento, por eso huye de la lluvia. Busca el temporal, el viento sur con su capa de plumas y sus aves pensativas.

Está en la tierra, amigo, es un pordiosero solamente, me señala alguien en el bar, el más desdichado de todos, quizás. No contesto.

No soy un hombre de filosofía idealista ni un esotérico, pero creo que esas manos con sabañones no pueden acrisolar algo concebido en las cloacas, que la capa de harapos cubre un rostro que fue descrito en mis lecturas de niñez, en batallas de tierras de fantasía.

Es más, Calvatrueno condensa los tres estados del planeta. Recorre en su caballo de escoba las estribaciones del río; a veces

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tropieza con su propia caricatura pero siempre vuelve a levan-tarse. Tanto caballo como jinete se compenetran en sus mutuos caracteres. El palo busca en Calvatrueno, las resonancias del animal que nunca fue.

En ocasiones también se ocupa del aire. Corre por el Paseo Peatonal elevando un cometa hecho de diarios y alambres, un artefacto de básica ingeniería que choca contra los muros como esas mariposas velludas y torpes que golpean una y otra vez los fanales, con ceremonial porfía. Yo imagino a Calvatrueno mon-tando el Gerión de Dante, con su lomo escarpado y sus alas de murciélago, a todo galope, cerro abajo, lanza en ristre.

Tiene también espíritu de almirante me digo cuando cruza el río de orilla a orilla en una balsa de catres viejos y de timón, el esqueleto de un paraguas. Las vecinas lo saludan en esa Venecia con olor a comida y ruido de niños llorando, la postal de un paraje degradado, un folleto turístico para navegar las riberas del purgatorio.

Flecha de Pándaro, aparece de una buena vez, haz algo por un borracho que mira la realidad desde una ventana.

Pago en el bar y me pierdo en el Paseo Peatonal bajo la lluvia.

IV

Uno jamás sabe cuando las alegorías encuentran su justa medida, su alambicado engranaje. Ocurre, sin duda, ya cuando los días pasan como todas aquellas cosas que transcurren sin saber porqué. Así estaba el habitante de Eolia, con su maltra-tada silueta de hambre, confundido en ese mercado de baratijas y pulgas, que aun conserva un puente de lejano estilo barroco.

Pero volvamos al encuentro de alegorías.Sucedió cuando uno de los Centros Comerciales más impor-

tantes de la ciudad se instaló a menos de una cuadra del Paseo Peatonal. Los feriantes fueron clausurados y ese sector de la calle pareció adquirir un extraño aire de limpieza y urbanismo. Salvo

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unos cuantos artesanos que tenían permiso municipal, todo desapareció.

En aquellas tardes grises, observé taciturno el emplaza-miento de aquella fábrica claustral donde el mármol emparedaba todo en un silencio similar al de los hospitales, tapando la pano-rámica de las gastadas cités en las estribaciones del río.

La mayoría de los mendigos retornaron a las cloacas de donde emergieron. Calvatrueno permaneció incólume. Lo recuerdo impávido y asustado cuando los hombres instalaban esas tiendas de muebles gigantescos y vitrinas de grueso cristal. Algo se avecinaba. Vencer la frustración será siempre el gesto más heroico.

Cuando expuse esta idea en el bar, me dijeron que a usted las copas lo malogran, después de la tercera empieza con la his-toria del pobrecito redentor que en verdad es un dios dormido, un brujo encubierto de un país que está sobre un árbol, usted parece bien educado, cualquier borracho habla de ese lugar después de las dos de la mañana.

Esa tarde me quedé nuevamente solo en el bar y me puse a dibujar en una servilleta a Calvatrueno oteando el porvenir desde las almenas de Eolia. Tenía una túnica blanca tan vieja como el tiempo y un rostro de imperturbable serenidad.

Al principio, las buenas y bellas familias concurrían al Centro Comercial, con los cuellos perfumados y las sonrisas en el rostro. Nada tenía suciedad, ni piojos, ni olor a resaca. Asustaba ese anfiteatro de vidrio que parecía condensar una felicidad algo sospechosa.

En una de esas tardes unos niños interrumpieron a Calvatrueno en su ataque a los faroles del puente.

Eran niños pecosos y rubios, con dientes de leche y jersey de rombos. Hordas de ellos se dedicaron con el tiempo a disparar al mendigo con sus pistolas de agua, ofensiva ante la cual el raquí-tico héroe huía despavorido, entre risas de hijos y padres que vieron en ésto, una forma de distracción de sus pupilos que les daría tiempo de escoger las mejores prendas y perfumes.

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Como si fuera poco, en aquel tiempo los niños compraban un muñeco articulado que parecía una mezcla entre gladiador romano y soldado del futuro. Vi desfilar ejércitos de esos horrendos juguetes en las manos de los niños cuando salían de shopping.

Para promocionarlo, vistieron a un fornido empleado del Centro Comercial de Gladiador en un modelo kistch, posmo-derno, alegoría de mal gusto por los colores eléctricos y la falsa espada de plástico.

Calvatrueno perdió adeptos en esa niñez cruel y antojadiza, en relación a la réplica de un héroe de fantasía que firmaba autó-grafos y se sacaba fotos junto a los niños. Buscó el río, la saeta de Pándaro, el golpe de gracia que lo llevara a Eolia.

Estaba yo en el bar de costumbre, cuando unos niños, vestidos casi iguales, despertaron de su siesta a Calvatrueno. Gritaba, lloraba, maldecía en su lengua incomprensible y terminó persiguiendo a esas dulces ratitas bien peinadas que se refugiaron en la puerta del Centro Comercial.

Allí intervino el Gladiador con un par de empujones y una contundente patada en el trasero que dejó a Calvatrueno malhe-rido. Huyó cojeando y maldiciéndose a sí mismo.

Ahora el guerrero de ese mundo incorruptible golpeaba a nuestra encarnación, al representante de nuestras miserias, de nuestras borracheras y melancolías desoladas. Fue como si ese espíritu del plástico y la pulcritud usara un verdugo para castigar a los que perdieron la corbata.

Quienes administraban ese centro comercial no hallaron mejor propuesta que someter todos los viernes a un duelo a ambos contendores. Sí, todos lo viernes: ¡Atención niños! ¡En este rincón, el Samurai Galáctico y en este otro rincón, el mal-vado Calvatrueno!

El musculoso gladiador decía un parlamento propio del héroe y daba unos golpes de espada plástica a Calvatrueno que escapaba gritando con sus dos dientes de castor. Los niños aplau-dían y diré que ese carnaval se hizo patéticamente cotidiano cada infaltable viernes.

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Es horrendo ¿no le parece? Me decían en el bar.La mirada de Calvatrueno se volvió más torva, los ojos más

llorosos quizás, ya no sonreía tanto. Y los vientos de Eolia lo llamaban.

Nunca olvidaremos ese viernes, amigo. Fue espectacular luego dijeron en el bar. Sí, nunca lo olvidaremos.

Calvatrueno avanzó por el paseo en su caballo con su cometa, su escapulario de tarros y su báculo mágico. Miró a los lados y las mujeres de las cités lo miraron con ojos de otro mundo, cuando giró la cabeza hacia los lados, pensó que muchos lo observaban. En tanto miró el bar todos dijimos al unísono. ¡Salud, Calvatrueno!

El encuentro con el Gladiador Galáctico fue predecible, hizo ostentación de una llave de jiu-jitsu diciendo a los niños: “te derrotaré enemigo siniestro”. Cuando Calvatrueno cayó de espalda parecía dormido.

Pero el Samurai Galáctico quiso mofarse aun más aprove-chando las risotadas circenses de los niños. Tomó el caballo de madera y lo partió en dos. Un sonido crujiente como quiebra la columna vertebral de un recuerdo, cruzó el Paseo Peatonal.

Mientras el disfrazado reía junto a los niños y los tran-seúntes fotografiaban la escena. Calvatrueno apareció de la nada y asestó un rosario de golpes con su cañería (digo su báculo) par-tiendo en pedazos la armadura de plástico.

Los niños callaron e incluso más de alguno lloró ante el engaño. No era un gladiador galáctico.

Y en ese momento salieron muchedumbres de las cloacas que llevaron en andas a nuestro Calvatrueno como un príncipe de nuestra propia derrota.

Es como Pándaro dije en el bar, ha lanzado su flecha.

V

La despedida de Calvatrueno fue apoteósica. De las cloacas y alcantarillas, de los bares y de toda la calle salieron averlo. Se marchaba hacia el país enclavado en la copa de un gran árbol.

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Subió con dignidad a su navío, acomodó la cabeza de su caballo malherido y su báculo mágico e hizo del cometa con alambres un gorro de papel para que el viento sur confundiera sus sienes con alas.

Las señoras de las cités dejaron de colgar la ropa, para levantar un pañuelo de despedida. El barco tomaría la ruta de Eolia para que vuelva a los altos del palacio con su cetro y su saco andrajoso, su jerga aprendida en los suburbios de las sombras, su rumor de cristal roto y su capa sucia remendada con retazos de colores. Cenará con otros guerreros y cuando mire las lunas desde la atalaya, un hombre sereno llenará su copa:

—Soy Pándaro, quiero herir a alguno de esos cuerpos en el espacio, pero he perdido mi flecha.

—Toma en su lugar mi báculo —dirá Calvatrueno.Y el viento sur llevara ese mensaje a las lechuzas insomnes

como quien sucumbe a una extensa vigilia. Les dirá, regresó Calvatrueno al país de los gigantes de mármol y el palacio de piedra, derrotó al impostor con armadura de plástico, al fabri-cante de falsos paraísos, les dirá que todos los que perdimos la partida podremos ser héroes en Eolia.

En el bar todos nos pusimos de pie cuando el navío avanzó entre los aplausos.

Tenía razón, amigo —es un dios dormido—, me dijeron en el bar, mientras la barca se perdía en el mar.

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156 El hombre que tenía dos sombras

A Óscar Galindo

Alguien me punza con su luzasí, durante una noche de invierno

aparece la silueta de una sombraen la gradería y pronto desaparece

Aleksandro Blok

Luego de una prolongada travesía por los temperamentos de la noche, me topé en un viejo bar con el poeta Aníbal Saratoga.

Era uno de esos bares con mesas de madera, donde los bebe-dores se encuentran apelando a un secular rito de complicidad, en medio de aquella atmósfera que impregna a tabaco y alcohol los abrigos.

Saratoga estaba con ese aire de liviana tristeza, cierto rostro inexpresivo y una frente castigada por el tiempo, donde caían mechones entrecanos y por cierto, indómitos. Entre copa y copa me hablaba de un amor perdido, una muchacha pelirroja de carnes firmes que lo había abandonado hace poco, llevándose —junto con su corazón— las escasas pertenencias de su departa-mento. Dos semanas llevaba llorando su ausencia, desvalijado y roto como un viejo pincel.

—“Pero no te inquietes —agregó a su relato con énfasis—, la convertiré en poesía. Voy a escribir un poema donde será una náyade que deshoja alguna flor de bronce templada en una forja infinita y cuando pueda bosquejar su imagen, la volveré ceniza, haré de sus cabellos finas culebras rojas y de su mirada, una cos-tanera larga sometida a un invierno perpetuo”.

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Su idea algo narrativa de la construcción de un poema me sugirió una conversación. Le dije que siempre me he sentido un poeta frustrado, que mis cuentos eran meros bosquejos de una dudosa plenitud, un resuello insípido, una campana vaga y ausente que latía con un badajo afónico. En cambio, cuando escribía poemas, estos aparecían taciturnos de la poca lucidez que emana de mí, como una escritura de zonas interiores, eriazas y floridas a la vez.

—“A mí me pasa algo similar, pero de manera inversa —señaló de inmediato—. Mis escasos cuentos son rebeliones racionales contra la poesía. Debes tener mi problema, segura-mente también tienes dos sombras”.

Al plantear esta idea supe que Saratoga había caído en uno de esos trances en que se evoca con insistencia una revelación que se avecina como una ola, una profusión que contribuye a la lige-reza de su alma.

Invité la siguiente ronda. Cuando Aníbal saboreó el licor con una leve sonrisa de aprobación, me dijo:

—“Las sombras son extractos vivos de la oscuridad, no existen gracias a la luz, son más bien representaciones humanas del vacío. Poco o nada se ha dicho con respecto a la naturaleza de aquella paradoja y tú ya sabes que la gente suele ser tan boba cuando uno habla de estas cosas que resulta infructuoso plantear el tema a cualquiera. Las sombras provienen de un lejano país sin nombre, enclavado en un atolón profundo, donde la tiniebla aún resuena como una flauta negra. Se trata de una ciudadela oscura, iluminada por incendios. Salen de ese lugar, constituyéndose en una bandada impura que buscan a su ser por todos los caminos transitables del globo. Las sombras son autónomas, no dependen del ente que escogen, sólo fingen hacerlo para halagarnos.

Yo he visto sombras extasiadas ante el tañir de campanas de una catedral y he divisado algunas deshojando margaritas en un parque, con infinita tristeza. En algún momento descubrí que tenía dos sombras. Ambas son caretas del abismo y el itinerario que realizan, cuando me acompañan por los bares de Puerto

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Peregrino, está ligado al viejo ritual de la boca oscura que las ori-ginó, en esa lejana comarca jamás fundada.

Así vagan junto a mí, por las noches azules, estrelladas, sal-picadas de luz. Mis sombras se llaman Totanlus y Chevi”.

Le pregunté de inmediato, un tanto sorprendido, qué vín-culo tiene esa idea fabulosa con la difícil empresa de escribir con mayor o menor fortuna poemas o relatos.

—“Es la esencia de ese conflicto —respondió con fluidez- Totanlus es un héroe desarrapado de espíritu sordamente furioso. Pese a todo, no es difícil encontrarlo contemplando la luna al borde de los acantilados porque Totanlus, en el fondo, es la silueta del epílogo, una suerte de juglar que vive anunciando el fin de todo. Según me relató, vagaba hace décadas por las calles de la ciudad innombrable, capital de las epopeyas popu-lares, descubriendo en los crepúsculos agonizantes una verdad descompuesta.

Totanlus es delgado y severo, su continua costumbre de levantar un hombro más que el otro lo hace parecer algo deforme, y a pesar de ser un poco parco y algo malhumorado, tiene un corazón noble, una compacta madeja de prósperos imperios que alberga en el pecho. Su naturaleza belicosa y por cierto, dramá-tica, le lleva a encarnar la figura de un guerrero. Una sombra es como un bolsillo que oculta las tentativas del silencio por extender su poderío y crear un nuevo lenguaje. Con su morral al hombro, merodeó por ciudades y litorales, trepó escaleras de viejas locomotoras herrumbrosas y durmió en los estrechos camarotes de vapores que lo conducirían a la ausencia.

Las sombras buscan siempre el sonido elemental, la herra-mienta laboriosa capaz de bramar a las esferas del universo.

De esta manera, cuando una sombra llega a empuñar el arado dormirá su siesta entre los surcos como un fauno agrícola y oscuro; si lleva en sus manos un martillo, veremos a la sombra sudorosa cargando yunques, engranajes o bielas, y cantando un interminable alfabeto de metal. Totanlus, tomó una espada. Cuando eso ocurrió supo que su destino estaría signado por el

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espíritu del guerrero. Te preguntarás si alguna vez se alistó en combate.

Desde luego, Totanlus estuvo en muchas batallas y con fre-cuencia profería ante los demacrados cadáveres aquellas palabras que usa Aquiles ante el cuerpo sin vida de Patroclo: “En tanto te quedarás yaciendo así junto a las corvas naves, / y a tu alrededor llorarán día y noche vertiendo lágrimas / las troyanas y dardá-nidas, de esbeltos talles, / que adquirimos con fatiga gracias a la fuerza y a la larga lanza, / al saquear juntos pingües ciudades de míseras gentes”.

Totanlus parece un personaje salido de un cuento de ban-didos. No le inquieta el discurso que mueve la espada, sólo le inte-resa que su oscuridad invertebrada se haya topado, aunque sea de lejos, con Tamerlán cuyo sable despojó cabezas, o con Alejandro Magno, el joven macedonio que rompió el nudo gordiano.

A veces he visto palomas negras en los hombros de Totanlus. Le gustan las palabras esdrújulas, la añoranza del paraíso per-dido, los estiletes de Florencia, la impaciencia, el endriago medieval.

Me percaté de su presencia en este mismo bar. Aquella vez me habló de las calles de su país natal, con sus antorchas ardiendo por doquier. Rápidamente le mencioné que yo también había estado allí, a lo que reaccionó con una extrañeza algo escéptica.

—Yo sé más de lo que supones acerca de las sombras vaga-bundas —le dije.

Ahí supo que su peregrinar había concluido y se con-virtió en mi sombra. Nuestra amistad es algo tan trivial como contradictorio.

Suele seguirme por mis noches de ebrias estrellas y rebatir con ironía punzante, en mis discusiones, todas aquellas metá-foras barrocas redactadas con descuido y excesiva dilación, esas imágenes que esgrimo para no toparme con la altura de la caída siempre. En ese sentido, mi sombra es un abogado del diablo per-tinaz y un cancerbero con perspicacias sutiles, casi aparentes.

A veces discrepamos hasta el enojo y en no pocas ocasiones nos hemos dado de golpes a la salida de un bar, enrostrándonos

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el absurdo de vagar tanto por el estúpido mundo y no habernos reconocido antes como hemisferios de un mismo globo. Al res-pecto, culpamos al viento, a la noche o a alguien que nos resulte odioso.

Totanlus nunca deja de ser un guerrero por evidente que sea su jubilación y eso descompensa en algo su naturaleza de sombra, convirtiéndolo en esa magia bastarda que aparece en mí cuando quiero escribir un relato. El narrador que llevo dentro de mí se parece demasiado a un soldadito de plomo. Posee la corona del cuento y hace que mis narraciones sean meros recuerdos de sus batallas, cadencia espartana y mal digerida, una prosa fúnebre que nace mustia porque no desciende de los sitios más agudos de mi oscuridad”.

Saratoga dio por concluida la curiosa parábola de aquella sombra que inspira sus pocos relatos.

No obstante, de inmediato le pregunté qué lugar ocupaba la poesía en ese concierto, ya que su oficio de poeta era conocido y estimable.

—“La poesía corresponde a mi otra sombra. Se llama Chevi —respondió—, creo conocerlo desde siempre. Su nombre en el idioma silencioso de las penumbras se puede traducir como la pregunta: ¿Qué es?”

Ese nombre que encubre un enigma, se asocia al carácter inefable de esta compañía desaforada e inorgánica como el sor-tilegio de un cuento de hadas. Chevi es una sombra flaca y alar-gada, de andar inseguro, asemeja un gato viejo caminando por el borde de una cornisa. Creo que tiene vocación de espectro romántico.

A pesar de su patente sedentarismo, alguna vez desempeñó oficios poco ortodoxos como domador de fieras, encantador de serpientes, galán de folletines, bibliotecario incorregible. Chevi puede definirse como un Fierabrás agitado, un soñador atrevido que acusa asignaturas pendientes con el horizonte porque suele cantar la balada de los insomnes.

El primer encuentro ocurrió cuando me desperté luego de una noche desordenada. Lo sorprendí durmiendo la resaca junto

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a mí en uno de los sillones de la casa, respiraba con dificultad —al igual que yo— y exhalaba el turbio aliento de los bebedores. Fue difícil despertarlo de esa especie de pesadilla furibunda que lo atormentaba en el nicho de su propia oscuridad. Al restable-cerse, procedió a presentarse, señalando que era mi sombra:

—Mi patria es la noche —añadió.Chevi es el espíritu medular de mi poesía. Es una sombra

declamatoria y aguda que me acompaña siempre y con la cual me embriago para mitigar penas de amor. Lleva entre sus manos un catalejo de marino, con que el avizora las profecías del vate.

No encarna a un guerrero sino a un estudiante. Incluso, a veces cuando salgo se queda entre mis libros saboreando las pala-bras con golosa fruición. Sus momentos de alegría son pálidos y ramplones, similares a la jarana mediocre, mas su tristeza es elo-cuente, posee donosura., o sea el don de la hermosura.

En muchas ocasiones perpetra mis poemas con una lágrima afilada que parece la flor de las églogas, compartiendo mis fra-casos como un credo irrenunciable.

Un día sorprendí a Chevi estudiando sin mi consentimiento las estatuas ecuestres de Puerto Peregrino. Las miraba en su cata-lejo dorado con aires de exquisito anticuario y cuando le pregunté qué investigaba en los bajorrelieves de esos próceres, sentenció:

—La poesía puede resultar similar a un estado de velo-cidad petrificada. El poema corre como un caballo que se estrella contra el invierno hasta toparse con su justa verdad. Allí queda expuesta su raíz al mundo, como estas estatuas que cabalgan detenidas tras el sueño de los justos.

Mi sombra y yo tenemos muchas cosas en común. A ambos nos gusta vernos más viejos de lo que somos, en una vejez lite-raria, ficticia, que rememora una adolescencia en gran parte inventada, curtida por metáforas sublimes. No ansiamos ser padres sino abuelos y relatarles a nuestros nietos el origen del poema, como en aquellos versos de Víctor Hugo: “…la alga-rabía que mueven los cuernos de caza y los ladridos, las jaurías y los hombres, que hace parecer que los bosques se embriaguen bruscamente”.

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colección los ríos profundos

s El hombre que tenía dos sombras

Como verás, no es un rutero empedernido siempre dispuesto a retomar su trashumancia como Totanlus, sino un habitante de mis alegorías, de todo Puerto Peregrino.

Sin embargo, sé que algún día volverá a la accidentada geo-grafía del país de las sombras, probablemente el día de mi muerte, y acercándose al volcán que escupe tinieblas se acordará de los poemas que construimos en aquellas tardes de todas las esta-ciones, y sentirá por vez final la tristeza, antes de ingresar para siempre a la vitrina de los recuerdos que jamás volvieron”.

Aníbal Saratoga terminó su relato con palabras melancó-licas, incluso algo quebradas. Ya pensaba que sus divagaciones habían terminado cuando irrumpió con una nueva idea:

—Todo iba bien con mis sombras hasta que llegó el día del duelo. Mis dos sombras creaban un diálogo armonioso e inque-brantable a base de semejanzas y oposiciones, todas ellas vincu-ladas a su patria común, el país de la noche. Diálogo certero y enriquecedor pues, quien puede asegurar donde termina la prosa y empieza la poesía.

Chevi se enamoraba de las mismas mujeres que yo y el aban-dono solía dejarlo en un sonambulismo delirante. Totanlus aca-riciaba sus cuerpos con frenesí y luego las rehuía con desdén.

En el caso de Chevi, su fe gravitaba en el marco de los sen-tidos intemporales, mientras Totanlus se nutría de la urgencia para sobrellevar los días. Chevi era circunspecto, Totanlus, sardónico. Chevi evocaba los vientres del mar con su catalejo, Totanlus rasgaba el aire con la espada depredadora y feroz.

Fueron amigos largo tiempo, sobre todo cuando yo dormía. Pero luego tanto poema como cuento comenzaron a mutarse en una vigilia insoportable, una simbiosis infernal que hacía de mis escritos una zanja donde caían los cadáveres rígidos e inexpre-sivos de la angustia, un río que conducía los manuscritos hacia el golfo de todos los sinsabores. Mis poemas olían a tierra negra y mis cuentos, a mirto funerario.

Y es cierto, a largo plazo, la prosa y la poesía resultan formas irreconciliables como empalmar dos figuras geométricas opuestas.

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Óscar Barrientos Bradasic Antología de la ciudad naviera

Ocurrió lo que me temía.El duelo se llevó a cabo a tres cuadras de aquí, en una

esquina maloliente de orina y delito. Allí terminaron mis som-bras con sendas navajas en las manos, apresurando asaltos y esto-cadas como disputándose una existencia rotunda, sin segundas lecturas, sin castillos de fábula ni paradoja visible.

Me acerqué cuando los cuerpos dejaron de moverse y sólo una de las sombras parecía haber sobrevivido al enfrentamiento. Apenas estuve en el sitio de los hechos, vi a Totanlus herido de muerte mientras Chevi lloraba sobre él repitiendo los versos de Aquiles a Patroclo como homenaje final, como obituario a una contienda de almas fugaces que un día tendrían que apelar al des-enlace para zanjar sus diferencias.

Ambos lloramos sobre el cadáver de mi sombra y retor-namos a casa, conscientes de que la poesía es un triunfo nostál-gico sobre el cuerpo de los sueños, sin el menor guiño prosaico.

Largo tiempo permaneció en silencio, para luego replicar:—“Piensa, tanto rey pasará por el mundo exponiendo su

cetro y poder, tanta línea se escribirá en anales y enciclopedias, tanta batalla gloriosa, tanto David y Goliat y no obstante, lo único que sobrevive en todas las épocas son dos seres ajenos y tristes, un soldado y un estudiante, una espada y un catalejo, un cuento y un poema”.

Aníbal Saratoga bebió su copa con tristeza de viudo sin la esperanza de la resurrección, y cayó en el mutismo arrollador de su parábola. En realidad ambos nos sumimos en un silencio aplastante por largo tiempo, yo solamente bebía y pensaba en mi cuentista apuñalando la aurora del poeta durmiente que me habita.

—Vamos a cerrar —dijo luego la dueña del bar retirando el cenicero.

Nos miramos con Saratoga y apuramos la última copa de un sorbo.

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164 La muerte tiene alas de gavilán

Pero en verdad,el abejón, el búho, la niña y el caballo, son figuras inmóviles.

Y el único que corre, salvaje,es el camino.

Jorge Boccanera

La primera vez que decidí escribir un relato de fantasmas fue justamente cuando me topé con uno de ellos. No tenía mantas blancas, ni aspecto de cadáver atormentado y menos arrastraba los pesados grilletes del infortunio. Al contrario tenía una huma-nidad manifiesta, un dejo de triste cotidianidad exento de cual-quier gestualidad de opereta.

Tiene que ver con el encantamiento y el sortilegio, sin duda alguna. Toda ciudad que se precie de tal, debería tener una bruja de repulsiva senectud con la cual amenazar a los niños que quieren comer el postre, antes de la carne. Sin embargo, Puerto Peregrino tiene a Lantos, el mago de las golondrinas autómatas que vivía enclaustrado en una esquina con forma de diamante allá en los conventillos que rodean los cerros de la costanera.

Trabé amistad con Lantos en una época accidentada y tempestuosa, cuando un affaire se vuelve un infierno a pequeña escala que lentamente amplía su onda expansiva hasta conver-tirlo todo en caos, en inquietud y desazón.

Resulta que, en aquel tiempo, pasaba horas en la Biblioteca Nocturna de Puerto Peregrino revisando periódicos viejos sin saber muy bien porqué. Creo que en algo, solía consolarme del presente y esas grandes hojas, dentadas y amarillentas, en gran parte nutrían mi obsesión por la nostalgia.

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Óscar Barrientos Bradasic Antología de la ciudad naviera

No sé cómo ni cuándo comenzaron las miradas insinuantes con la bibliotecaria del turno de la noche. Era una trigueña pasados los cuarenta que se llamaba Constanza. Tenía una expresión inquieta y unos grandes ojos negros, los que miraban escrutando el ambiente con curiosidad, mientras sus manos escarbaban los archivadores.

—Usted se parece a un novio que yo tuve —me dijo con abierta coquetería.

—A lo mejor lo soy —le contesté siguiendo el juego.—Lo dudo mucho —comentó soltando una carcajada—.

Murió hace varios años.—¿Y qué le pasó a mi doble? —pregunté sin darle tiempo a

una nueva respuesta.—Es una historia muy larga.—Tengo tiempo —le respondí ya importándome un bledo

la muerte de su novio.El cortejo duró menos que una botella de vino en una

taberna. Esa noche terminamos bebiendo una copa y hablando de toda esa colección de lugares comunes y cordialidades inte-resadas que acompañan al mutuo cortejo. Nos detuvimos frente a un hotel que se encontraba a unos metros del bar, exhibiendo unas incompletas y anémicas letras de neón. Terminamos en la cama y el sol nos despertó con insolencia desde las grietas de la persiana.

Desayunando un repugnante café chirle y unas tostadas con mermelada de frutilla en ese infesto motelucho, Constanza me confesó que estaba casada.

Una risa nerviosa se apoderó de mí cuando para colmo, dijo que su marido era un militar retirado bastante mayor que ella, pendenciero bebedor y visitante asiduo de burdeles, razones por las cuales su matrimonio atravesaba una crisis definitiva.

La foto de la billetera tampoco era muy auspiciosa, se tra-taba de un regordete de tieso bigote negro y suspensores, apenas conteniendo la prominente barriga. Posaba para la cámara sen-tado en un sillón floreado junto a ella, que ocultaba su expresión resignada, sin conseguirlo.

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colección los ríos profundos

s La muerte tiene alas de gavilán

No obstante, Constanza no le dio importancia ninguna al asunto y me tranquilizó asegurando que nadie se enteraría de lo nuestro, que siendo honestos, no era la primera vez que incurría en una infidelidad.

Pero en esta historia se entrecruzan senderos bifurcados por el tramposo péndulo del devenir. No pocas noches, luego de revisar los desteñidos y apolillados periódicos, ritualmente con-curríamos al bar y luego al desvencijado motel.

Todo iba bien hasta que Constanza me hizo una sospechosa pregunta al amanecer:

—¿Recuerdas lo que te dije de un novio que tuve?—Sí, que se parecía a mí y que murió hace años.Explotó en llanto y me explicó la verdadera causa de muerte:

Lo encontraron muerto de un balazo en la sien y nunca se pudo dilucidar del todo el crimen. Aunque ella advierte que el sicario fue su propio su marido.

Casi extinguiendo su voz entre gimoteos me hizo saber que su marido tenía serias dudas acerca de la existencia de un amante, que la había seguido varias noches y que por cierto, no quería perderme.

Ambas situaciones me aterraron hasta lo indecible. El flirteo no daba para tanto más y el pantagruélico gordito conservaba en su velador el arma de servicio.

Me desaparecí durante dos días de la Biblioteca Nocturna y recién al tercero me dejé caer con suma cautela. Quería decirle a Constanza que evaluáramos la situación y proponerle que sus-pendiéramos nuestros encuentros, al menos por un tiempo, mien-tras las conjeturas se despejaran. No obstante, era tarde.

—Ya te identificó —me dijo Constanza con crudeza—, y amenazó que apenas divisara tu abrigo negro merodeando la calle lo perforaría a balazos. No sería raro que esté rondando la biblioteca.

Me despedí y bajé la empinada escalera hasta llegar a la puerta de salida. A esa hora la penumbra absorbía la escasa de luz del alumbrado público y una atmósfera lúgubre y desolada inundaba la cuadra con tenue sordidez .

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Óscar Barrientos Bradasic Antología de la ciudad naviera

Avancé unos pasos en dirección a la plaza, sin mirar atrás. Al principio, la pequeña figura se insinuó en la esquina derecha de un edificio abandonado. Lo reconocí de inmediato, regordete, enrojecido y con una levita abultada que seguramente escondía el arma.

Corrí varias calles hasta perderme en un sitio eriazo que daba a un barrio aledaño, con bloques grises e irregulares casas de material ligero que se empinaban peligrosamente sobre los cerros. Pude ingeniármelas para despistarlo al principio, pero al poco tiempo, cada vez que volteaba la cabeza el personaje se des-plazaba con más seguridad y rapidez. Subí una vieja escalera de madera visiblemente asustado y corriendo por un largo pasillo de piezas malolientes, toqué con insistencia la puerta del fondo. Juro que oí los pasos de mi agresor subiendo la misma escalera.

Una mano fugaz me tomó de la solapa del abrigo y me intro-dujo en la pieza. La oscuridad era absoluta.

Escuché su paseo cauteloso por el pasillo y luego su partida sin tomar en cuenta a mi salvador. Apenas alumbrado por una gastada vela a punto de extinguirse, sólo veía unas manos hue-sudas, propias de un anciano.

En cuanto desaparecieron los pasos en la escalera, mi anó-nimo salvador oprimió el interruptor y se hizo la luz. De pronto se erigió ante mí de cuerpo entero, una figura delgada y nudosa vistiendo una bolsuda camisa de lino azul con botones de concha y una corbata de fantasía. Su barba era blanca y nazarena, casi contrastaba con sus ojos de ratón asustado tras los gruesos espe-juelos de sus anteojos.

Entre el miedo por la persecución y la excentricidad del per-sonaje, le agradecí su providencial aparición y como si me con-fesara, le conté los detalles de mi amorío desafortunado y por cierto, la historia del esposo irascible y armado.

-Una amante confundida y un marido deschavetado. No es una mala historia —comentó sonriendo—. Hiciste bien en venir, aquí la muerte no entra hace mucho. Los pocos amigos que alguna vez tuve me llamaban Lantos.

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s La muerte tiene alas de gavilán

La presentación del tipo no pudo ser más intrigante, pero aún tenía el corazón en la garganta y no reparé mucho en ello.

Mi nuevo amigo sugirió que pasara la noche allí, después de todo el amanecer estaba cerca. Bebí un café para calmarme, sentado cerca de un anafre que en vano intentaba luchar contra el frío del ambiente. En el cuartucho, el viento rugía golpeando los postigos y por el borde de las viejas vigas que sostenían el techo, se filtraba el irremediable moho que corroe la madera tras años de humedad.

Cuando estuve más sosegado vi que Lantos trabajaba afa-nosamente en unos artefactos de madera, resortes y engranajes.

—¿Qué haces? —pregunté con curiosidad. Lantos acercó su silla hasta la ventana y trató de explicarme

su oficio: Construía pájaros autómatas que luego arrojaba desde su ventana en dirección al Estrecho de las Sirenas Tristes.

—Son golondrinas —dijo indicando el mar en la ventana—. Sobrevuelan largamente Puerto Peregrino y luego se pierden más allá del océano. Llevan mensajes para alguien que me ha olvidado.

En sus últimas palabras afloró un aire de nostalgia que en ese instante no comprendí a cabalidad. Creo que siempre recor-daré a Lantos explicando el vuelo de los pájaros con aparatosos ademanes, los cabellos grises y la mirada grave, amalgamando el aire cansado de un escultor y el perfil cavilante de un pensador.

Cuando llegó el amanecer y un gran sol se impuso a lo largo del horizonte, Lantos abrió la ventana desde donde se apreciaba el estrecho de las Sirenas Tristes con sus olas picadas y arrojó el pájaro de madera que agitó sus alas mecánicamente hasta per-derse en el malecón. Había una enigmática belleza en su ritual, como si las golondrinas se despidieran de su creador regalándole un vuelo estilizado y solemne.

—Ven a visitarme cuando quieras —me dijo al cabo de un momento.

Le agradecí una vez más su oportuna intervención y me marché.

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Desde ese día pasé a ser un visitante asiduo de ese barrio de cités y conventillos, maltratado como un perro olvidado por su amo. Algo en la expresión reposada de Lantos lograba reconfortarme.

Terminamos entablando la más emocional y estrecha de las amistades.

Mis conversaciones con Lantos fueron breves pero vívidas, todas o casi todas en ese conventillo apolillado que albergaba a unas quince familias con muchos niños, de borrachos y mendigos que dormían en las escaleras, de mujeres que se peleaban por el cordel para tender la ropa.

A Lantos no me cuesta retenerlo en el recuerdo. Jamás olvi-daré su fisonomía distendida e infantil y sus largos dedos de pia-nista armando las golondrinas de madera y género. Según él, esas pequeñas criaturas albinegras podían resistir los vientos más inclementes y atravesar de extremo a extremo, el Estrecho de las Sirenas Tristes.

Una de las características más singulares de su afanosa rutina es que jamás salía de su destartalado cuarto. En varias oportunidades le dije que fuéramos a un bar o caminar por los barrios antiguos de Puerto Peregrino, cuyos altos monumentos y viejos empedrados ejercen una alucinante fascinación en mí.

—No hay nada que yo pueda buscar afuera —contestó seña-lando la ventana—. Yo espero que la muerte venga a buscarme.

Sus palabras me dejaron pensativo por largo rato, hasta lograr que afloren en mi cabeza varias especulaciones. Por algunos instantes creí que Lantos tenía los días contados por una cruel enfermedad. También elucubré la idea de un ermitaño loco que se ha aferrado a su precaria humanidad desde ese oficio extravagante de constructor de pájaros.

El hecho es que Lantos se apreciaba feliz mientras pulía con un esmeril las alitas de sus golondrinas autómatas. Una noche en que bebíamos una botella de aguardiente, le pregunté dónde, cómo y cuándo había llegado a ser un artesano tan avezado. Sonrió como disculpándome la ignorancia y luego repuso:

—Es que yo no soy un artesano. Soy un mago.

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—Pero cómo… ¿de cuáles? ¿de los que sacan conejos del sombrero o como Merlín? —interrogué escéptico.

Lantos rio a mandíbula batiente por mi categoría con res-pecto a los rangos de la magia. Pero luego de su explosiva hila-ridad, sobrevino un silencio aplastante y su mirada se tornó rotundamente seria.

—Yo fui un hechicero que habitó los bosques fantasmales, esas largas procesiones de árboles contorsionando sus ramas. De esto hace tanto, imagínate tú, antes que esta ciudad existiera. Mi país era la intemperie, mi capa era el viento que azotaba las raíces de la noche, mi fuente de sortilegio eran los pájaros. Durante épocas pretéritas le robé secretos a las aves. Por si no lo sabes, los pájaros son testimonio de una singular transmigración de almas sortílegas. Todos ellos fueron hechiceros en otro tiempo, en otra puerta del devenir, de la inmensidad sideral. Sobre el promontorio que se alza frente al estrecho de las Sirenas Tristes estudié el vuelo de los pelícanos suicidas que caían en picada contra el oleaje y de las águilas imperiales que hacían sus nidos en el borde de los desfiladeros. Elaboré trampas a base de redes y capturé especies para encerrarlas en jaulas de bambú. Primero las alimentaba y luego les proponía la libertad a cambio de sus secretos El tordo me enseñó a montarme en la nube gris que anuncia la tormenta como si fuese una alfombra mágica; las plumas de la torcaza son capaces de ahuyentar las pestilencias más virulentas; el corazón del ruiseñor hervido en una olla de piedra, hace crecer mandrá-goras en los desiertos; el canto del búho detiene la lluvia por intervalos breves; las garras de un gorrión clavadas en la quilla de un barco pueden alterar la orientación de los vientos. Como comprenderás mis indagaciones dieron frutos. Todo marchó bien hasta que apareció entre mis redes un enorme gavilán que apenas podía contener sus enormes alas de ángel impetuoso.

Lantos tomó entre sus manos una golondrina de madera y comenzó a explicarme teatralmente el vuelo de los pájaros.

Entonces, sus palabras adquirieron un matiz más intenso y la descripción de los detalles se tornó más grandilocuente: —El gavilán tenía una belleza pomposa e incisiva, era un ave heráldica

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que guardaba más secretos de los que pensé. Inerme e impotente en la red que tendí como trampa en lo alto del promontorio, el pájaro se presentó diciendo que era la muerte.

—Si me arrebatas los secretos tus madrugadas no termi-narán nunca —amenazó con voz sórdida de poseso.

Hice caso omiso de su advertencia y le prometí que si me revelaba sus enigmas lo liberaría. Esa tarde aprendí todo o casi todo acerca de la muerte, de su capacidad de ingresar a los acon-tecimientos movida por un sesgo de líneas inextricables, pero obedientes a una lógica inversa, casi en nada conceptual. Cuando liberé al gavilán de la red, éste no cumplió su promesa, me tomó entre sus garras y me llevó volando a través de los bosques hasta dar tantas vueltas alrededor de la isla que el tiempo avanzó hacia una época donde existía una melancólica ciudad llamada Puerto Peregrino. Me abandonó en este conventillo y me castigó con la inmortalidad.

Ante su relato reaccioné con la displicente estrategia de quien continúa la farsa de un demente. Le dije que si eso fuera cierto porque no aprovecha los secretos para revertir su precaria condición.

—Creo que la muerte se olvidó de mí y por eso, le envío estas golondrinas para que regrese y vuelva a mis bosques del pasado de una vez por todas. Sólo ella puede hacerlo —concluyó.

Lantos se acercó la ventana y se sumió en un largo mutismo.Ahí supe que mi curiosidad se había entrometido torpe-

mente en aspectos de su carácter que se distanciaban mucho de la felicidad a la que estaba acostumbrado. Por ello nunca más le hice preguntas de ese estilo.

Nuestra amistad continuó próspera y orgullosamente ruti-naria, quizás algo más alcohólica en el último tiempo ya que el ejercicio de la botella de aguardiente se tornó tanto o más seguido que su oficio de constructor de golondrinas.

Fue en una de esas ocasiones cuando —sin que yo se lo pidiera— me dijo que acordáramos una noche para salir a reco-rrer el malecón de Puerto Peregrino.

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—Espero que el gavilán no aparezca cuando yo esté ausente —remató.

Aquel atardecer caminamos largas horas por las viejas calles de Puerto Peregrino, recorrimos sus portales y fastuosas glorietas, la suntuosidad de sus catedrales, la amplia sonrisa del mar atravesando la costanera, algunos bares inolvidables.

Lantos exploraba las planicies con la mirada y parecía visitar un nuevo planeta. Su rostro manifestaba más curiosidad que embelesamiento, más bien fueron los transeúntes quienes reaccionaron con sorpresa ante este personaje salido de alguna saga islándica.

—Ha sido una tarde maravillosa —me dijo cuando des-cansábamos en una cafetería del centro— pero mis golondrinas autómatas deben ya extrañarme y no sería bueno que la muerte pase por mi ventana y no me encuentre.

Ya habituado a su forma de ser, pagué la cuenta y enfilamos rumbo hacia el sector de los conventillos.

Oscureció de golpe durante el trayecto y un viento muy helado soplaba despeinándonos. Le puse mi abrigo negro para protegerlo de la ventolera que se arremolinaba en las esquinas a cada rato más, en un tremolar de polvo, tierra y papeles.

Casi llegando a la calle Eustaquio Dolber, una figura rechoncha se insinuó en una mampara de la esquina. En segundos pude verla de cuerpo entero. Tenía un abdomen pro-tuberante atravesado por la cadena de oro de un reloj y vestía un capote beige que resaltaba su obesidad pequeña. La expresión de su rostro poseía tanta ira como satisfacción.

—Ese abrigo lo conozco —dijo desenfundando el revólver—. Te llegó la hora, infeliz.

Sentí dos balazos secos y seguidos que sonaron en la amplia vereda perdiéndose entre los árboles. Caí de espalda y me revolqué como un insecto herido, ridículamente porque casi al instante tomé conciencia que no estaba herido

A mi lado yacía Lantos con dos gruesas manchas de sangre desparramadas a lo largo del pecho. Sudaba y el rostro había

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adquirido el color terroso que otorga la agonía definitiva. Me acerqué a él y traté de hablarle.

—Sabía que el gavilán no se había olvidado de mí —musitó apenas conteniendo una sonrisa.

Vi que su cuerpo delgado se movía un poco en el suelo y luego se desvaneció. Unas lágrimas me cayeron sin proponér-melo, como si no pudiese impedir una lluvia repentina.

Cuando alcé la mirada el revólver del marido despechado me apuntaba. Sus mejillas estaban visiblemente enrojecidas y el dedo en el gatillo le tiritaba nerviosamente. Pero yo había adqui-rido un súbito coraje que nada tenía que ver con mi situación des-ventajosa, sino con mi amigo muerto en la acera, irremediable-mente por mi culpa.

—Te equivocaste de hombre, gordo imbécil —le dije—, yo era el que se acostaba con tu mujer.

Corrió la bala del seguro con decisión.Un violento hilo de sangre le salpicó en pleno hombro a mi

agresor y luego otro en la espalda, y luego otro y otro. Eran pico-tazos rápidos y en medio de sus movimientos pude ver un remo-lino de polvo y plumas que me confundió. Cayó al suelo herido.

Frente a mí se irguió el gran pájaro negro, que me observaba con despectiva altivez. Su altura y longitud eran descomunales y ostentaba un plumaje negro iridiscente con tonos morados en la cabeza y verdes en el resto del cuerpo. Tomó entre sus garras el cuerpo inerte de Lantos y se lo llevó dormido en un batir de alas elegante y pausado hasta perderse en la costanera.

Dejé al marido despechado en la acera y me perdí en la noche.

Al día siguiente en un cafetín esquina, leí en el periódico que el regordete estaba en el hospital herido de mediana gravedad por el insólito ataque de un enorme pájaro. Incluso daba unas decla-raciones su preocupada esposa pidiendo a las autoridades más atención en estos animales agresivos. No sé si refería al gavilán o a su propio marido.

Creo que otro paraíso se cerraba para mí en Puerto Peregrino, la destartalada pieza donde Lantos enviaba sus emisarios de alas

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puntiagudas para que la muerte viniese a buscarlo. Esa tarde reproduje el itinerario cuando fue encontrado por una bala que me pertenecía

Luego, de regreso al conventillo, encontré la habitación celosamente sellada por un cerrojo oxidado. Una vecina que col-gaba la ropa en un cordel me dijo que esa habitación está clausu-rada hace muchos años y que es una especie de pajarera.

Me señaló también que los niños que juegan alrededor de las cités dicen que allí vive el fantasma de un mago que trajina por las noches esperando el amanecer.

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175La cofradía de la Tierra Plana

Trashumantes personajes de las puertas, desgreñados y pálidos, con sus cabellos humosos, con su enorme saco de tristezas a la espalda, irrumpen en la vida llenos de pesar, descoloridos y friolentos como sus sueños echados a perder

todos los días.

Rolando Cárdenas

I

La idea de la redondez de la tierra es una noción tan repeti-tiva y persistente que el peso de su evidencia lentamente comenzó a vaciarse de significado, al menos para nosotros, los habituales del Café Caissa.

La esfera suspendida en la sinfonía planetaria, girando tras los cuerpos luminosos carece de atractivo cuando vislumbramos el plano de Euclides, como una enorme alfombra que se prolonga en una bóveda tan larga como el universo mismo.

Y es un precioso hallazgo saber que los afiebrados cosmó-grafos que imaginaban la tierra como frontera de un abismo donde habitaban los monstruos de la antigüedad coinciden en su imaginario con las gentes del vulgo, que caminaban por una tierra plana tras sus empresas triviales… todo esto, antes de Ptolomeo, la búsqueda del paraíso perdido y la vuelta experimental.

Se transita mejor por este mundo, sabiéndonos peregrinos de una carretera inconmensurable, tras las huellas y el anagrama silencioso, donde un paso llevará al siguiente, y ése a otro…

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II

La Cofradía de la Tierra Plana era un grupo que se reunía los jueves en el Café Caissa, uno de los viejos locales de Puerto Peregrino. Allí se realizaban, aquel día, actividades propias de un club de ajedrez, por ello un inmenso mural en la pared, de bocetos algo rústicos, bosquejaba en todo su esplendor a la musa protectora.

Se trataba de un grupo alegórico, o dicho de otra manera, una masonería del silencio que se dedicaba a echar por la borda, las teorías físicas más elementales y comprobar que los poderes hegemónicos —auspiciados por mentes siniestras— nos habían sometido a un embuste de naturaleza catastrófica.

Los integrantes de la Cofradía eran muy variados. Había tipos impersonales y taciturnos, pero también ancianos jubi-lados, bebedores melancólicos, prostitutas retiradas, gordos tristes, lisiados, enfermos terminales, adolescentes confundidos, actores fracasados y una amplia fauna de seres con pocas razones para circular por un globo demasiado redondo como para tro-pezar de nuevo con sus propias y respectivas caricaturas.

Durante aquellos jueves, los integrantes de la Cofradía explicaban en disertaciones (que no mezquinaban el elogio) todas aquellas razones por las cuales la tierra era plana y no redonda. Plutarco no estaba invitado a esas reuniones, nada de vidas para-lelas ni eternos retornos. Para ellos, el mundo era más bien como un tablero de ajedrez.

Para los cofrades, segmentos nada despreciables de la his-toria política y económica de la humanidad se fundamentaban en escandalosos sofismas. Allí escuché que el mapa mundi de Mercator era resultado de una matemática dudosamente exacta en desmedro del método empírico, y también oí pacientemente las acusaciones de burdo libelo desmesurado, imputadas a las crónicas de Marco Polo.

Alguna vez vi a alguien referirse a Mallarmé como un ideó-logo de la teoría planetaria y observé atentamente, a un profesor de aritmética enseñar una nueva lógica parecida al azar, basada

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en silogismos a los cuales se les agregaba una cuarta sentencia a manera de moraleja poética.

Pero no sólo eso, la circularidad era el rostro visible del absurdo triunfalismo al calor del café aldeano y la mezquindad.

Todos los miembros de la Cofradía coincidían en que la esfera vuelve sobre sí misma, reitera sus antípodas esperando una nueva vuelta de rueda para replantear un equívoco, el retorno sobre los propios pasos.

La aceptación de la tierra plana significa acatar que el fra-caso es la marca de origen de la condición humana, y saber de antemano que la noche está incorporada a nuestros días, que caminamos por el horizonte infinito con el espíritu despejado de una redondez befa.

La rutina de todas las sesiones era un ceremonial emparen-tado con una solemnidad declamatoria. Los integrantes de la Cofradía de la Tierra Plana cerraban las puertas del café y ento-naban una especie de salmo orgulloso de los equívocos:

¡Hermanos de los tres puntos cardinales!Blandid vuestros cetros señoriales,anuncien al mundo el nuevo mensajela mentira se funde en el dibujo de la luna.Marchad por la tierra plana tras la noche,el hechicero y el artista encontrarán la paz,el alfil y el peón en diagonal caída,la eternidad es un cangrejo de cristal.

¡Hermanos de los tres puntos cardinales!Blandid vuestras espadas medievales,tras la tierra plana y prometida,tras el sol oculto en las estrellas.

Luego de este himno ceremonial, se daba tribuna a uno de los expositores y terminada la conferencia se entregaban a los arbitrios del ajedrez.

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Yo frecuenté el Café Caissa con insistencia y llegué a ser un miembro pasivo en la Cofradía de la Tierra Plana. Jugué ajedrez en sus mesas y si bien, todavía no me convenzo de que la tierra es plana, hoy tengo la certeza de que tampoco es redonda.

El fundador de esta sociedad de pensadores que llegó a ostentar un número nada despreciable de socios, se llamaba Eugenio Martel.

III

No puedo decir que fui amigo de Eugenio Martel, por lo tanto no argumentaré que me duele recordarlo. Su difuso legado, eso sí, adquiere un inusitado calibre para mí en una época vacua y cargada de gravedad, y a medida que el tiempo transcurre, va aportando nuevos elementos de comprensión de la realidad.

Haber compartido algunas palabras con él, fue como conocer un río torrentoso y desaforado, totalmente fuera de su cauce. De su vida privada no sé casi nada, de sus ideas sobre la realidad, perfectamente podría escribirse un tratado, especial-mente por su gigantesca capacidad de coleccionar teorías episte-mológicas para demostrar que la tierra era plana. Nada inusual en alguien que creía en el engaño de los sentidos y que el único mundo existente era el de los sueños y las teorías.

Martel era un tipo pálido, de mirada triste y mentón cua-drado. Erguido como una regla me recordaba un galgo, aunque su eterno vestón beige con su corbata roma y el barnizado bastón de málaca, le daban un aire de galán del cine mexicano de los años cuarenta. Pero ante todo era un nihilista romántico con toda la elocuencia de un centauro herido por la saeta de inquisi-dores de ceño altivo.

Había en sus gestos algún ademán de estadista, un aire de dirigente sindical que arenga a los ejércitos de naipes en el país de las maravillas. Eran proclamas enérgicas, palabras intensas que se esfumaban con la puesta del sol, ya que Martel rendía un ver-dadero culto al espejismo. Y era curioso, que siendo un hombre de tierra, en su mirada se dibujaban las rutas perdidas del mar,

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llevándose a la rastra aquellos sueños incumplidos hacia un océano salado e insondable, casi glorioso.

—En nombre de la Tierra Plana y los tres puntos cardinales se abre la sesión —decía al inicio de la tertulia.

Su pensamiento lo conocí más bien por sus conferencias en el café Caissa y a través de diversas acotaciones a las ponencias leídas por los integrantes de la Cofradía. Decía Martel que aca-riciaba hace muchos años la idea de la tierra plana. Pero se con-venció cuando vio desde un balcón, junto a unos amigos, una plataforma que se insinuaba en el mar como un espejismo que aparecía y desaparecía mientras en el horizonte se dibujaban unas leves manchas blancas.

Sus amigos argumentaron que el fondo del horizonte era un barco de gran velamen, que dada la redondez de la tierra perdía sus anchas velas y la plataforma el reflejo del casco metálico, apo-yado por el intenso sol de la tarde. Eso explicaba el misterio.

—Es más hermoso creer que un submarino oriundo de las profundidades marinas sigiloso nos observa —decía enfático- y es desolador saber que el barco dará vueltas por un mundo para mostrarnos de nuevo su velamen. El mundo que nos importa está en la cabeza, no en el engaño de los sentidos.

Para Martel, desvaído pensador y jefe de tribu que admiraba lo mismo a Anaxágoras que a Nietzsche, a Platón que Cornelius Agripa, su pensamiento era una puñalada al afán racionalista y una forma de definir el fracaso como un imperio de la casualidad. Por ello, definía despectivamente al método científico como “el desvarío laborioso”, el componente principal de los venenos de Bizancio.

Elaboró mapas con entusiasmo de geógrafo avezado para explicar cómo la tierra es un plano que navega en el espacio. No era un plano perfecto sino más bien un trozo de espejo que se abría espacio en medio de los planetas, un cristal refractario caído de lejanos soles incandescentes. De esta manera, Martel se definía como un geómetra y un soñador de quimeras dispuestas al juicio de una verdad asimétrica y descompuesta.

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Su erudición era un manantial desbordante, tanto como sus múltiples soluciones en el ajedrez, espacio alegórico donde bus-caba las jugadas más hermosas y no las más efectivas.

De hecho a menudo recordaba la célebre cita de Alekhine: “Sólo es valiosa aquella memoria que sepa olvidar y sea capaz de no recordar aquello que duele”.

Creo que Martel hizo de la metáfora una suerte de herme-néutica, un mecanismo legítimo para acceder a los indicios que otorga la realidad. En su planteamiento todo era un tablero de ajedrez, donde cualquier estrategia cobraba sentido y se acti-vaban los espíritus de una confrontación sincera, como los duelos caballerescos.

Eugenio Martel se sentía un derrotado experto y un adicto al vicio luminoso de la paradoja.

De repente me asombraba que un espíritu tan ingenioso no prestase servicios a la verdad histórica. Eso era absurdo en él, que veía los átomos y moléculas como fábulas elaboradas por los siniestros espíritus de todas las burocracias de un globo que en realidad era un plano. Una vez le pregunté, no sin cierta cautela, cómo, con su imaginación y dinamismo, no pertenecía al mundo del éxito.

—Qué relevancia tiene que nos definan como un conjunto de células, que vivamos en un planeta redondo y que la vida sea una rueda. Eso no resuelve la angustia de vivir —contestó sor-biendo su café cortado—. El hombre desciende de un viejo fra-caso. Triunfa cuando lo reconoce y camina junto a él, como un espectro amigo.

Su respuesta no pudo ser más curiosa, muy a propósito de las páginas que se han colmado con episodios históricos en torno a la victoria y tan pocos sobre la derrota, la esencia del peregrinar humano por el mundo, ya que sólo desde el fracaso se puede escribir la historia de la lucidez.

Yo concurrí a las sesiones de la Cofradía de la Tierra Plana, al principio por un interés morboso, aunque con el paso del tiempo entre enroques y gambitos una parte de mí comenzó a cerciorarse de nuevos indicios para comprender la realidad: Es

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más hermosa la tierra como un navío que como un bólido, es más bella la derrota como amante en lugar de rival.

En una oportunidad jugué ajedrez con Eugenio Martel, una simultánea donde me derrotó con precisión y espíritu crítico. Esa fue la única vez que intercambiamos palabras largamente sobre una idea, que con el tiempo, sería significativa para el Café Caissa.

Ahí me dijo que él se sentía una reencarnación de Savielly Grieg Tartakower, el célebre ajedrecista que comandó tropas de asalto austríaco y del que se cuentan leyendas sobre su pacto con demonios. Recordó la famosa partida entre Tartakower y Crowley en el café du Gran Palais de París, en el frío invierno de 1930.

A pesar del supuesto triunfo de Crowley que algunos atri-buyen a una estratagema tramposa, la maniobra de seis jugadas para rematar le parecía la más hermosa de todos los tiempos a Martel.

—Si hubiese ganado aquella noche Tartakower, todos habrían aceptado que vivimos en un error —planteó Martel—, pero a él le interesaba más la leyenda que el triunfo.

De porqué este hombre, durante esos jueves de ajedrez, se preocupó de convencernos que los verdaderos fracasados eran los economistas de la gran banca privada, los actores de televisión y los perfectos consumidores es un tema que nunca podré explicar con claridad, para Martel todos ellos morirían con el asombro dibujado en el rostro al reconocer el embuste.

El hecho es que durante mucho tiempo fue el ángel custodio de una utopía ilusoria y solemne, y dibujó sobre ese puñado de seres, un mundo tan ancho y plano como nuestros sueños.

IV

Y puedo asegurarles que la tierra no siguió girando, al menos durante los jueves, en las tertulias del Café Caissa. De esas jornadas, sólo coloquios entre hermanos alicaídos, pero orgullosos de una travesía dramática por el paso sin sentido de

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los días, lánguidas tardes de ajedrez, entre el café cargado y la mesa coja. Quienes asistíamos los jueves, trocamos el tedio cir-cular por un plano de aristas originales, transformando nuestra derrota en victoria, una moneda que circula en pocas manos, la de una verdad elocuente y certera.

También diré que la Cofradía de la Tierra Plana comenzó a crecer, expandiendo su fama incluso fuera de nuestras fronteras.

No obstante, ninguna de estas divagaciones serían posibles sin los claroscuros —a la manera del tablero— si los presagios que llevaba el viento de las veletas no anunciaran el encuentro con la cruz gamada.

V

Por esos días, Puerto Peregrino recibió la visita del General Morbius, implacable gobernante de la República de Bielovia y que gobernaba al pequeño país vecino con mano de hierro.

Eran frecuentes sus historias de monarca cruel. Aparte de oprimir a sus ciudadanos con alevosos y brutales servicios de inteligencia, había cedido a grandes imperios económicos tres cuartas partes del país y derribado el casco histórico de la ciudad, para construir en su lugar verdaderas catedrales financieras, centros de lujo y paseos peatonales donde circulaban anónimos seres, supuestamente felices. Célebre eran tanto su proceder tirá-nico en aras del progreso como su personalidad carismática.

Recorrió la ciudad acompañado de su guardias armados y de una nutrida comitiva; resaltaba su altura y su larga capa de terciopelo azul casi llegándole a los tobillos. Para muchos habi-tantes de Puerto Peregrino, Morbius no era más que un tiranuelo farsante, para otros se trataba del portador de una nueva verdad de la economía y un militar honorable.

Yo paseaba por la Puerta del Viento, aquella tarde, cuando en medio de la plaza se dirigió a los ciudadanos de Puerto Peregrino:

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Ilustres ciudadanos peregrinos:

Es para mí un alto honor visitar esta pequeña y pintoresca ciudad, con la cual la hermana república de Bielovia pretende estrechar los más altos lazos de fraternidad.

¿Qué puedo afirmar ante esta gloriosa audiencia? Nuestro país ha protagonizado la cruzada heroica por alcanzar una verdad que nos conmueve. ¿Se preguntarán ustedes como es que Bielovia puede jactarse hoy en día de una economía floreciente? ¿Cuál es la clave de nuestro éxito?

Nosotros creemos firmemente que la propiedad privada es un concepto sagrado, la expresión auténtica y el espíritu de la verdadera libertad. Bajo esta luz tutelar, hemos agregado a nuestro solemne escudo nacional el temple de algunas certezas que muchos en el mundo se niegan a aceptar y que paso a con-tarles en breves y elocuentes palabras.

Durante siglos se ha enfrentado al empresario con su empleado. No existe una diferencia rotunda entre los grandes empresarios nacionales y extranjeros en relación a la clase tra-bajadora, se trata de una relación de mutua cooperación entre dos sectores de un mismo capital. A ese viejo y anacrónico mito de explotadores y explotados yo lo reemplazaría por una dico-tomía más feliz, se trata de empresarios y empresarios de sueldo menor, pero que contribuyen, sin duda alguna, a la palanca del progreso y a los destinos más altos de la patria.

Esos mismos hombres de bajo salario, pero de confianza y honradez pueden algún día (si así lo desean) convertirse en prósperos propietarios de pequeñas empresas. Hoy por hoy, se sabe que hijos de modestos y humildes hogares han llegado a ser grandes de la industria, deportistas e incluso cardenales, mejor llamados Príncipes de la Iglesia.

Otra mentira alevosa que inunda nuestra región como un cáncer contagioso es que la privatización de las grandes empresas del Estado es entregar la nación a piratas extranjeros. ¡Qué mentira más barata y alevosa!

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Nuestras Fuerzas Armadas han emprendido la titánica tarea de reconstruir el país creando un individuo competitivo, capaz de vivir en un mundo globalizado, donde la generosa mano de los países vecinos pueda invertir, traer las grandes tras-nacionales a nuestro territorio y así, el gran empresario traba-jará con inmejorables garantías y el humilde trabajador o mejor dicho socio menor de esta gran empresa llamada país, ejecutar su tarea en armonía.

Se dice también, que nuestras Fuerzas Armadas reprimen. ¡No!, sólo cuidan a nuestros ciudadanos de ideas insanas, que no se aparten jamás de la senda de la virtud y la cordura.

Para ello, nuestro gabinete ha pensado en que lo principal es la educación. No podemos dejar la educación en manos de aventureros que prodiguen el odio de clases, sino tomar la expe-riencia de otros países que han visto en la escuela y la univer-sidad una prolongación de emprendedor espíritu capitalista del que ya nos hablaba Weber.

De acuerdo a esto nuestro país se ha contactado con las grandes escuelas de economía radicadas en Chicago para crear un proceso enseñanza- aprendizaje que aliente el progreso tec-nológico y la tecnificación de la mano de obra. Por este motivo, también prescindiremos de las principales carreras del llamado humanismo subjetivo —eufemismo de subversión— porque en ella hemos descubierto a seres esquivos y peligrosos, potenciales enemigos del progreso.

Imagínense, algunos de ellos llegan a afirmar que la tierra es plana.

(Carcajada del General, posterior y tardía carcajada del pueblo)

¿Ese es el mundo que queremos? La palabra globaliza-ción tiene su etimología en globo. Por ello, negar estas verdades patentes es tan absurdo como negar la gravedad o que la tierra es una redonda y perfecta esfera. Hasta Dios bostezaría escu-chando esas calamidades retóricas.

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Les digo esto como lo que soy. No soy un político, sino un hombre de armas que cree en un mejor porvenir para Bielovia.

Me despido con unas palabras de nuestro poeta nacional que dice : “Oh, Bielovia hermosa y pujante, tú eres tierra de pro-greso y desarrollo”.

Espero, visitarlos pronto mis queridos amigos de Puerto Peregrino”

(Aplausos cerrados para el mandatario)

Mientras la ovación continuaba y unas señoras gordas y ele-gantes se acercaban al General Morbius con lágrimas en los ojos, yo me escurrí entre la multitud para concurrir al café.

Era jueves y ya se me hacía tarde.Se supo que Morbius, luego de su pomposo discurso, concu-

rrió a saludar a algunas instituciones de beneficencia y se reunió en el hotel principal con diversos organismos empresariales.

No obstante, manifestó a las autoridades alcaldicias y edili-cias de Puerto Peregrino, su interés por conocer el Café Caissa y a los integrantes de la Cofradía de la Tierra Plana. Señaló —con ligera mofa— que le parecía inquietante una institución de ese estilo en una ciudad costera donde era posible ver a un navío per-derse en el horizonte.

Morbius además de su retórica concluyente, se jactaba de ser un fuerte ajedrecista.

Aquella tarde, el Café Caissa estaba atestado de gente. El general ingresó con porte altivo y una expresión que no podía disimular una mezcla de curiosidad e irrisión, mientras Martel lo esperaba con absoluta seriedad.

Al darse la mano con incierta simpatía, el encuentro entre el soñador delirante y el oportunista tiranuelo se restablecía el viejo mito fundado por los filósofos, esa zona de ignota y perturbada geografía que confunde la realidad con la ficción, reconstruyendo el encuentro entre Tartakower y Crowley, el alpinista soberbio y autor del Libro de la Ley.

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—He querido conocer personalmente —señaló Morbius echando una mirada al viejo café— la célebre Cofradía de la Tierra Plana y a su venerable maestro.

Martel permaneció en silencio, pero sonrió con desgano.—Desgraciadamente —reparó el General con una fruición

algo vulgar— gobierno un país inmerso en una tierra redonda. Eso no invalida, por cierto, que juguemos una partida de aje-drez, cuyas leyes no se parecen mucho a la vida, pero al menos la simulan.

Eugenio ordenó las piezas con total calma y escogió las negras, porque —según él— es mejor que la oscuridad sea parte de nuestro entendimiento. Morbius se quedó con las blancas, diciendo que él defendía cosas obvias y transparentes como ese bello color nube y con ello, denunciaba el cinismo de quien dice mostrarlo todo.

—Éste es un buen momento para saldar una vieja deuda con los equívocos —señaló Martel acariciando la corona del rey—. Nosotros decidiremos esta noche como en el café Du Palais. Si usted me derrota aceptaré la redondez del planeta como verdad primordial. Si yo lo venzo proclamará ante esta solemne Cofradía que la tierra es plana y su ideario, un evangelio de sofismas.

—Le doy mi palabra —asintió Morbius— pero jamás olvide que soy un hombre de armas y para mí, la guerra es una trampa.

Al instante en que los jugadores iniciaron el juego sentí que todo Puerto Peregrino se sumió en un profundo y prolongado silencio. La partida fue realmente antológica.

Morbius jugaba con paso firme y rostro imperturbable. Su estrategia era más ofensiva, casi desde las primeras jugadas se esmeró con efectividad en atacar la corona contraria. Sobradas razones tenía el general para jactarse de ser un jugador prodigioso.

Por su parte, Martel no evadió sus jugadas habituales, enro-ques y maniobras defensivas que traslucían más su idea romántica del ajedrez que su capacidad de derrotar al rival. Esto, durante las dos horas que duró el encuentro, daba la impresión que Morbius

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iba a arrebatar la dama en cualquier momento y a iniciar una serie de asaltos conducentes al triunfo.

Pero el semblante paciente de Martel se recuperó y el cuadro cambiaría con los signos de una tempestad repentina.

En pocos minutos se daba el remate Tartakower-Winter con las seis jugadas finales.

El rostro de Morbius se descompuso cuando sólo faltaba el paso final para acabar el juego. Durante ese segundo intermi-nable todo el mundo aceptó que la tierra era plana, ya que Martel vencía.

—Lo siento, General —dijo alzando la pieza—. Donde dice obviedad debe decir engaño.

Morbius respondió con voz baja y delicada, sin alterar el sinsabor de su semblante:

—Le dije que no olvidara que la guerra es una trampa.El disparo pasó silbando el café. Al principio todo el mundo

se miraba sin comprender.De pronto, vimos el pecho de Martel ensangrentado y su

cara de asombro, como si no entendiese que lo habían matado. Se desplomó sobre el tablero y una histeria recorrió el lugar.

El General lamentó la muerte trágica de Martel y le hizo un homenaje de un cinismo arrollador, ya que según él, debieron ser sus enemigos quienes intentaron matarlo, errando la bala.

—Hubiese querido conocerlo más profundamente. Pero todos los que vimos la partida sabemos que Morbius mentía.

Regresó al día siguiente a Bielovia donde siguió gobernando como un anciano deplorable, declarando años después que, a veces, debió exterminar obligadamente a los que no entendían las certezas incuestionables que cimentaban su obra.

VI

Hay que tener los pies en la tierra y el alma desmembrada en lentas vértebras sucias para vivir en un mundo tan redondo. En la realidad no hay círculo ni plano perfecto, esa idea sólo habita en nuestras mentes. Como la misma victoria o derrota,

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esa que incorporamos a nuestro peregrinar cuando escuchamos con insistencia viejas canciones que recuerdan amores frus-trados, como escarbando en lo que pudo ser, como navegando en remotas historias, llevando la melancolía en el viejo equipaje. O quizás, lo obvio puede ser atroz y lo ilusorio, mágico, no lo sé.

A veces paso por el café Caissa, hoy convertido en la sección abarrotes del supermercado más populoso de Puerto Peregrino. Nada en el lugar recuerda los episodios de aquel tiempo, sólo un tremolar de coros amnésicos, un manto de olvido, nada que recuerde que la tierra dejó de girar segundos antes del jaque mate.

Me pregunto que estará pensando Morbius en la soledad de su mansión, si reflexionará sobre el progreso o está considerando como habría sido el mundo nuevo si Martel hubiese rematado la jugada.

Plana la ruta de los baguales, plano el tañir de la campana, plana la mesa del carpintero, planos los personajes de una novela de aventuras, plano al cuerpo de la amante que espera, plana la espesura del bosque de Pan, plana la sílaba de luz, plano y eterno el camino que lleva a las quimeras.

Redondos los ojos que miran la noche, redonda la dicha del gandul, redondo el engranaje que tritura a los derrotados, redonda la moneda del sepulturero, redondo el escudo de un general, redondo Dios cuando bosteza, redonda la privatización del país de nunca jamás, redonda la sinopsis del dólar, redondo el grito de un siervo herido.

En lo que a mí respecta, continué de sueño en sueño, de bar en bar, de cuento en cuento, caminando como un rey sin corona por una carretera que se pierde hasta trizar los dedos del océano, un plano ajedrezado donde un paso lleva al siguiente, y ése a otro…

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189Un vuelo más allá de la isla

El trampolín el abismo el trampolínsalto en el aire feliz

en el aire como un cuervo en trampolínen el trampolín en el fulgor de la memoria

mastico memorias en la tabla.

Ramón Fernández-Larrea

Esta tarde mientras caminaba por la librería Continental me dediqué a examinar los títulos más vendidos durante el pre-sente año. Ejercicio poco habitual en mí, dada mi pasión hacia aquellos autores que provienen más bien de las fronteras del ocaso, y que son muchas veces desdeñados por esos lectores de marquesina adictos a estos libros, todos editados con un lujo des-mesurado para mi gusto.

Me detuve en un título en especial por tratarse de la bio-grafía de un amigo entrañable que ya no se encuentra entre noso-tros. La gruesa y costosa edición se titula: Nicomedes Dresden, el aventurero perdido en el océano. Quien firma con esa retórica de monaguillo responde al nombre de Emilio Formel y aparece en la solapa, sentado en un escritorio repleto de libros que a lo mejor ni leyó y con una insoportable cara de cóndor enjaulado.

Compré el libro sin titubear y dirigí mis pasos hacia el Café Princesa donde exactamente hace ocho años y siete meses atrás había estado conversando con Nicomedes Dresden, hoy desaparecido.

Dresden era un tipo que ponía prueba a sus semejantes, desarrollando aquella capacidad de desestabilizar a cualquier temperamento sereno. Su amistad implicaba un constante

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cuestionario y puedo decir con total claridad que di un cer-tamen mediocre.

De aspecto era más bien bajo y muy delgado, aunque ostentaba una prominente barriga de bebedor de cerveza, arte que desempeñó con resultados memorables. Sus rasgos faciales eran como los de un nibelungo salido de alguna saga germánica, matizada por una barbilla que le daba cierto parecido al rostro de Lenin. En las peluquerías se hacía afeitar la cabeza por una manda cumplida a no sé quien.

Lo recuerdo vestido siempre igual, con esas ropas grises sueltas y su infaltable abrigo de cuero negro. Su imagen la tengo en la retina como su voz aguda y algo chillona.

También conocí a Emilio Formel, su biógrafo. Pero esa es otra historia.

Dresden transitó durante años por Puerto Peregrino, mal viviendo con la venta de sus disparatados inventos, entre ellos, el Cuervo de Acero, un pequeño avión que ostentaba menos de cuatro metros con un motor capaz de cruzar el Estrecho de las Sirenas Tristes en ese instante donde los vientos se encajonan y cuyo encierro destruye todo a su paso. Cuando esto ocurre se sus-pende todo el transporte marítimo y aéreo a Puerto Peregrino.

Mi buen amigo era miembro activo de la Sociedad Aérea y Tecnológica Pájaros de Metal fundada en la ciudad hace un cuarto de siglo. Son, en estricto rigor, una agrupación de cientí-ficos, ingenieros e inventores excéntricos que realizan creaciones innovadoras. Algunos de estos inventos rayaban en la triviliadad más obvia e ineficaz.

No obstante, el águila siempre puede emerger del estiércol y ciertos aciertos tecnológicos cambiaron la historia de Puerto Peregrino.

Dresden llevaba casi nueve años solicitando fondos al Directorio de la Sociedad Aérea para que le financiaran ese pequeño avión con forma de cuervo desgarbado cuyo compacto motor podía cruzar el estrecho resistiendo los agresivos vientos contrarios y marcando con ello una gesta.

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Conocí a Nicomedes en el Barrio Estación, sector oscuro poblado de cabarets y maleantes. Yo alquilaba un cuarto en una gran casa, cuya dueña era una mujer obesa que parecía una can-tante de ópera incluso hasta en el timbre de voz. Recuerdo como un período sórdido para mí, de privaciones y vacas flacas.

El lugar apestaba a letrina y no pocas veces me tocó escu-char en los pasillos las bravatas de mis vulgares vecinos ante las deficientes prestaciones de las prostitutas desdentadas que vivían en un antro a menos de una cuadra.

Se trataba de un gran pasillo con baño compartido y salvo algún ocasional vecino que movía la cabeza con un saludo mal-humorado no me comunicaba con nadie.

Fue justamente en la cola del baño, toalla al cuello donde hablé por vez primera con Nicomedes Dresden.

Se presentó de una manera muy curiosa —ingeniero, más bien inventor—. Yo no me quise quedar atrás y le dije que era escritor.

—Los que habitan este lugar son todos unos perfectos mediocres —me dijo dibujando algo en el espacio—. Tú y yo, en cambio seremos recordados como figuras legendarias que se conocieron en la puerta de un baño. Hoy es un día histórico.

El tema de la trascendencia fue desde siempre el gran tópico que alimentó las quimeras de mi bien ponderado inventor.

Aparte de la abierta necesidad económica de esos días, se sumó otro problema. Por redes inextricables, no todas dignas de reproducirse en el papel, me enredé con la desordenada hija de la dueña. Solía ocupar mi cuarto exiguo y ahí practicar conmigo sus no poco memorables teorías eróticas hasta dejarme en un estado de sonambulismo perpetuo. La terminé rechazando con violencia y prometió vengarse.

Un día que no demoró en llegar apareció la gran diva wag-neriana que era su madre exigiéndome el desalojo inmediato de la habitación por corromper y destrozar el corazón de su —según ella— cándida palomita. La dulce niña aparte de su masoquismo arrollador cobraba (a expensas de la madre) una comisión a las prostitutas por ocupar las habitaciones.

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Así fue que me vi aquella tarde en mitad del pasillo con mis cajas de libros y dos valijas de ropa. Providencialmente me topé con Dresden que bajaba las escaleras.

Me miró al principio extrañado y luego comprendió la situación sin ni siquiera preguntármela.

—No es la primera vez que esta casquivana hace de las suyas con los pasajeros —repuso cargando las valijas— Lo que tú requieres es hospedaje y un buen plato de comida.

—VamosMe llevó al segundo piso del edificio donde se encontraba

su taller, o más bien su hogar. Era un sitio muy espacioso, aunque de terminaciones muy irregulares. En una de las salas estaba el motor y pedazos de carrocería de lo que posteriormente sería el Cuervo de Acero.

Su esposa se llamaba Melissa y era una mujer de aire ausente que me parecía similar al de esas aristócratas en decadencia que aparecen en las novelas de Donoso. Y en realidad algo de eso había. Dresden conoció a Melissa cuando recién se recibió de ingeniero en la Universidad del Abedul y ella abandonó la posi-ción bastante confortable de su familia por seguir los inciertos sueños del que luego sería su marido.

Durante casi un mes disfruté la hospitalidad del matri-monio. Pese a que sus circunstancias económicas no eran tan lejanas a las mías, compartieron su mesa generosa conmigo y me habilitaron un jergón en el taller.

Melissa con su rostro resignado pero afable solía aco-modar mis libros e incluso me lavaba la ropa, mientras Dresden y yo, entre cerveza y cerveza, ingresábamos al patio ancho de la amistad.

Su trabajo abarcaba dos líneas de acción. Primero, inventos menores a base de chatarra vinculados a la ventilación o a la vida doméstica que patentaba malamente y vendía a ciertas empresas con menos fortuna todavía.

Aquella era su principal fuente de ingresos.Su segundo frente consistía en el diseño y construcción del

Cuervo de Acero cuyos materiales exigían cada vez mayores

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cifras. A causa de ello, debía grandes sumas a instituciones ban-carias que amenazaban con embargar sus escasos bienes.

—Será la mayor hazaña aeronaútica del siglo —me comen-taba mientras Melissa nos alcanzaba dos tazas de café—. Esos fósiles de la Sociedad Aérea y Tecnológica todavía no aprecian el calibre de mi descubrimiento.

Así era Nicomedes Dresden, una extraña mezcla entre un primo de un tío lejano de los hermanos Wright y el mítico estu-dainte de Ingolstadt que dio vida a la criatura deforme. No le alcanzaba para ser un personaje de Julio Verne, por su carencia de parsimonia y su solemnidad siempre fallida.

A medida que Dresden trabajaba con las manos llenas de grasa en su dichoso Cuervo, las cosas mejoraban en mi vida.

Mi hermano Fernando me envió desde Chile algunos dineros para paliar mi crisis y por esos días, conseguí un empleo seguro, aunque no particularmente suculento, como escritor radial en una emisora bastante nombrada en la ciudad.

Apenas comencé a redactar los primeros guiones para pro-gramas radiales decidí mudarme al departamento donde viví durante el resto del tiempo en Puerto Peregrino, luego de esa obli-gada trashumancia.

Mi amistad y deuda de gratitud con el matrimonio Dresden continuó vigente. De hecho, los domingos almorzábamos juntos en mi casa.

Era increíble ver a Nicomedes vender sus artefactos a medio mundo y hablar con fascinación del momento en que piloteara su Cuervo de Acero, con las turbinas enfrentando el rostro del viento.

Frecuentemente nos encontrábamos en el café “Princesa”, donde ahora escribo estas líneas y en aquel tiempo era sintomá-tico ver los miembros de la Sociedad Aérea que visitaban este lugar, todos de inequívoco y obeso aspecto de ministros, lo ironi-zaban por su rechazado proyecto. Sin embargo, Dresden insistía en que su motor era superior a la fuerza de los vientos y que sería una leyenda.

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Varias veces me pidió préstamos que jamás regresaron.Dresden olvidaba el tema y yo tampoco se los pedí, sabía

que era dinero perdido. No obstante, Melissa sí sentía vergüenza y por ello se disculpaba cuando estábamos a solas. Incluso una vez quiso darme unas joyas que pertenecieron a su familia, pero yo las rechacé.

—Ustedes me recibieron cuando yo estaba solo. Nada puede pagar eso —le enfaticé.

En una oportunidad, Nicomedes me pidió que lo acompa-ñase a la reunión ampliada de la Sociedad Aérea y Tecnológica. Se leyó el acta anterior y el Presidente, un señor bajito que parecía profesor de Ciencias Naturales, explicó los últimos proyectos desarrollados con éxito, entre ellos nuevas formas de abasteci-miento de transporte y novedosos generadores energéticos.

Cuando le tocó intervenir a Dresden, éste explicó la nece-sidad de un motor que atraviese el Estrecho de las Sirenas Tristes, incluso en los cruces eólicos más feroces, descubrimiento esencial en el futuro transporte aéreo.

—Somos geográficamente una isla —resaltó—. Pero no podemos cometer un “islicidio mental”. Negar la posibilidad del progreso. Nuestra Sociedad Aérea y Tecnológica podría cele-brar que el genio humano ha vencido las inclemencias de Eolo, el furioso.

El canoso y aletargado presidente le explicó a Nicomedes las ya tradicionales aprehensiones de la Sociedad Aérea a su proyecto, dados los paradigmas de inseguridad y poco ocasión de éxito. Otros socios golpearon en el piso a Dresden con sus argumentos.

Mi amigo salió de ahí con las mejillas encendidas, apenas conteniendo sus lágrimas.

—A veces esta lucha me agota —me dijo después en el café “Princesa”.

Fue la primera vez que vi a Dresden a punto de abandonar su épica pero infructuosa industria. Me quedó casi estática esa imagen de Nicomedes resoplando como un caballo herido. Por un instante

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pensé que iba a abandonar su proyecto. Sin embargo, volvería a las andadas.

En esta historia también aparecería un oportunista de som-brero loco.

Un tal Emilio Formel que me acosaba zalameramente mos-trándome sus textos por todos los cafés y librerías de Puerto Peregrino. Era un hombre de barba tupida, gordinflón y de rostro zorruno. Un día coincidimos en el café “Princesa” y no me lo pude sacar de encima. Así que se puso a leer uno de sus melosos sonetos de amor.

Apareció de improviso Nicomedes con gestos totalmente eufóricos ya que —según dijo— la fortuna le sonreía al fin. Le presenté a Formel, quien lo saludó con un ademán muy teatral y luego pasé a preguntarle las razones de su alegría.

La Sociedad Aérea y Tecnológica había aprobado final-mente su Cuervo de Acero y en ocho meses más sería padre.

Hablamos con entusiasmo de ambas buena nuevas, aunque la victoria de su empresa aeronáutica me merecía serias reservas y ya imaginaba en un futuro no muy lejano a Melissa viuda y con un niño, totalmente en la quiebra. Pero con Nicomedes había que ser muy cínico para no ser un poco cínico.

En un momento se puso serio y me dijo con un timbre algo autoritario:

—Haz tu oficio de escritor y toma nota de este aconteci-miento. Pagaré por ello si es preciso —decretó.

Al principio reaccioné con extrañeza y laconismo pero luego me retiré ofuscado y sin despedirme. Dejé a Dresden sen-tado con Formel y allá ellos que se narraran sus mutuas decaden-cias —pensé.

Supe que Nicomedes se puso furioso conmigo. Según me confidenció después Melissa, él deseaba que yo me convirtiera en su biógrafo, cosa que no se me pasó ni remotamente por la cabeza.

Desde ese episodio estuvimos distanciados varios meses, exactamente los que duró la construcción definitiva del Cuervo de Acero. Supe por terceros que el pequeño avioncito tomaba

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forma definitiva en un sitio baldío de la ciudad, que la barriga de Melissa crecía y que Emilio Formel se había vuelto el biógrafo oficial del inventor, en medio un espectáculo patético.

Pese a que mi molestia persistía decidí olvidar el altercado y animar a mi viejo compañero de andanzas, para echarle un vis-tazo al Cuervo de Acero que yo había visto en ciernes. Saludé a Melissa ya notoriamente embarazada, a Nicomedes con la nostalgia y el cariño de antes, y a Formel, con una mano floja y distante.

En la inauguración del vuelo de Dresden se congregó toda la Sociedad Aérea elegantemente vestida y sus amigos más cer-canos. Los meteorólogos del aeropuerto garantizaban el cruce de vientos que se nos hacía cada vez más evidente en la pista de aterrizaje.

Emilio Formel, lápiz y papel en mano, no se perdía detalle.Melissa me tomó el brazo con fuerza cuando el pequeño

avión despegó de suelo como un cuervo desgarbado que aletea contra el infinito. Y ocurrió lo que ocurrió.

Al tiempo de la consternada noticia encontraron el Cuervo de Acero al otro lado del Estrecho, casi en la orilla. Jamás hallaron el cuerpo, al parecer se despeñó en un acantilado rumbo al mar. La investigación arrojó que el accidente no fue causado por desperfectos de la nave sino por maniobras defectuosas del piloto. No obstante, el diseño del motor corroboró que Dresden estaba en lo cierto y se fabricaron en menos de un año, aviones comerciales con el principio estipulado por su inventor. La millo-naria patente benefició a su desconsolada viuda que se marchó de la isla poco tiempo después, incluso el hijo de Nicomedes nació lejos de aquí.

La última vez que estuve con ella fue durante una ceremonia religiosa en su memoria, celebrada una semana después del trá-gico accidente. Ahí comprobé que pocas cosas son tan tristes como un funeral donde está totalmente ausente el difunto.

Formel editó el best- seller que lo catapultó a la fama y ya ni me saluda cuando me lo encuentro en la calle. Tanto mejor.

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Sentí desde el trágico final que he contado, el comienzo de un dolor que me costaría aplacar. Extrañaría la presencia de Nicomedes en aquellas tardes del café “Princesa” o en su taller que fue mi dormitorio, lleno de chatarras y sueños. No me con-vencía ese fin tan paradójico, la fama y el fracaso unidos en matrimonio me resulta una idea insultiva para los pocos guiños que nos hace la memoria de aquellos que hemos querido.

Pero la vida me reservó una dicha que cerró esta épica lucha por encarar el universo. Una postal remitida desde algún país caribeño llegó a mis manos, digo esto por las palmeras y los tucanes que la ilustraban. Decía así:

Estimado y grande amigo:

Estoy aquí, tan lejos, recordándote. Decidí dar el golpe perfecto cuando me encontraba piloteando el Cuervo de Acero. Aquellos deslenguados que esperaban mi fracaso sólo merecían ese final fatídico y culposo. En mis noches de pesadillas sabo-reaba la idea de trascendencia que ahora disfruto más allá de la muerte.

Todos esos años de amargura fueron para patentar mi sudor, no las amarguras que las ironías me imprimieron en la piel. Que se escriban galvanos ridículos y los biógrafos se ali-menten de mi abrigo de cuero. Nada de eso importa. Se disfruta mejor la trascendencia estando muerto que vivo.

Melissa siempre recuerda cuando te ordenaba los libros y nuestro hijo, de apenas unos meses, lleva tu nombre.

Espero me entiendas y no me juzgues.El abrazo de siempreNicomedes Dresden.P.D: Por razones de seguridad guarda el secreto y destruye

esto.

Así lo hice y una parte de mi mundo se ordenó de nuevo.He sabido que la vida y obra de Nicomedes Dresden se

enseña en los colegios como un ejemplo de espíritu de progreso y

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constancia; la Sociedad Aérea dedica todos los años un homenaje a su exponente más acabado e incluso, el próximo año existirá un concurso escolar de inventos caseros que llevará su nombre.

Y yo he decidido quedarme esperando la trascendencia desde este café, evocando a los que se fueron. Sólo eso.

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Como quien ve resucitar a sus muertos olvidadossentí hambre de espacio y sed de cielo

se romperá el espejo de mi vigiliay no reflejará mis carnes en la florida tierra

pero hay que morirse con las uñas largaspara poder cogerse del recuerdo

Oscar Hahn

Una de las plazas más olvidadas de Puerto Peregrino lleva por nombre la Rambla de los Pájaros. Se trata de un espacio dis-creto y austero, que simula un museo de tiempos mejores. En la actualidad no es más que un sitio para enamorados furtivos que intercambian la gastada proeza de los labios entre la mierda de las palomas y los transeúntes que circulan diligentes por el paseo que irrumpe la calle. El monumento principal es un cóndor que extiende sus alas en dirección al océano.

La inscripción a los pies de la estatua no puede ser más sin-gular: En homenaje a Eulogio, el cóndor que hizo de la carroña, el arte de amar. Sus amigos que lo quisieron tanto. El pájaro de roñoso niquelado representa —según dicen— la victoria del recuerdo sobre los coros amnésicos, rescatando con ello un senti-miento cercano a la ternura.

Pero yo creo que el cóndor Eulogio se ajusta más bien al triunfo de la carroña, como versa la inscripción. Vistas así las cosas, el tributo al pájaro desgarbado de otra época instala un espacio de niebla y ausencia que sólo la pútrida pero, en el fondo, sublime naturaleza humana es capaz de reeditar.

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Por ello, los que pasamos casi a diario frente a esa plaza podemos decir que aprobamos el blasón del buitre, la altivez raída de los viejos monumentos.

Se hablan muchas cosas de ese cóndor y las historias algunas veces lindan en la leyenda.

Hace no mucho, vi a un abuelo explicando a su nieto, con desleído tono pedagógico, la historia de Eulogio, mientras el niño de verde jardinera lamía un helado y observaba con impavidez la efigie alada.

Pese a todo, es un imaginario que también le rinde cuentas a la realidad y todavía quedamos algunos testigos de su paso por la tierra.

El cóndor Eulogio fue durante años casi el símbolo de Puerto Peregrino. Recuerdo sus grandes alas negras aleteando con torpeza para emprender el vuelo y su nariz ganchuda, los ojos húmedos como a punto de llorar, un rostro quebrado de pájaro que ha adquirido ya un semblante humano por su cercanía a las calles y a los trajines de la gente.

Nadie sabe bien cómo llegó a Puerto Peregrino ni quién lo bautizó con ese nombre que le venía tan bien.

Dicen que alguien lo obsequió siendo muy pequeño a un cuartel de policía que quedaba en los suburbios de la ciudad. Ahí —según he oído— los guardias ociosos lo cuidaron hasta que sus alas se extendieron lo suficiente. Incluso para no aburrirse en las infinitas noches de turno, lo azuzaban con un palo de escoba para que el pájaro desesperado intentara huir en el minúsculo calabozo sin lograrlo.

A veces, solían encerrar a los borrachos que hallaban en las calles, junto al cóndor para que el discípulo de Baco escarmen-tara, despertando de su ebriedad junto a esa figura siniestra. Pero, en rigor, era Eulogio el que se asustaba replegándose en sus alas como cuando un niño triste se contrae en sus propios sueños.

Imagino que desde ese tiempo —ya fundido en la mitología popular— nació la aceptación del cautiverio como escenario de su existencia. Una prisión de cielos abiertos y empedrados fríos, de edificios y puentes, de catedrales y sonrisas de niño.

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Finalmente lo soltaron. Debe haber aprendido a volar con-templando bajo su capa de plumas a los cadenciosos cormoranes del puerto y permaneció en Puerto Peregrino, haciendo de la ciudad su cárcel voluntaria. El ave libre y carroñera optó por la vieja urbe de los melancólicos.

En aquellos años todos los habitantes de Puerto Peregrino veíamos a Eulogio casi a diario. Tan pronto se le encontraba en las plazas de la ciudad como posado en una antena observando la carretera con aire flemático. Era inquietante, eso sí, que en una ciudad portuaria como ésta, habitara con tanta naturalidad un ave propia de las remotas cordilleras andinas. Quizás algo de ese origen ignoto buscaba al sobrevolar las anchas dimensiones de la isla, bordeando el mar con los brazos abiertos como el Ave Roc que sorprendió a Simbad.

Luego se hundía en la ciudad durante las tardes y los crepús-culos, de edificio en edificio, en esos tupidos árboles de la plaza o en los hombros de los próceres. Repelía verlo, en ocasiones, hun-dido en una cuneta bajo la lluvia invernal, mugroso y empapado con firmes garras en el borde de la alcantarilla o en los bancos de la plaza que hoy lleva su monumento, arrancándose con el pico las garrapatas que alojaba entre las plumas, en el fondo, rascán-dose el alma con una humanidad manifiesta.

Otras veces la figura alada adquiría una estampa de inne-gable realeza y abolengo cuando al cruzar el puente, se divisaba al cóndor planeando sobre la ciudad como un ave heráldica y solemne, un enviado de las zonas celestiales ondeando su manta de Castilla sobre nuestras cabezas.

Pero no fue esta paradoja lo que más sorprendía de Eulogio.En aquella misma plazuela, pasé algunas tardes besando a

dulcineas ocasionales o más bien doncellas transitorias de cine y café frío. Durante esos momentos, los niños jugaban con el cóndor en medio de una fiesta alegórica. Corrían tras el pájaro gigante y él hacía acrobáticas picadas para impresionarlos; incluso a veces parecía un gallinazo sin dientes explicando a unos pequeños discípulos el espíritu de la admiración.

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Y Eulogio era todo Puerto Peregrino, la pálida tarde en la costanera, el organillero y las ferias atestadas. Ahí va Eulogio repartiendo su miseria como quien ofrenda la alcurnia de las cordilleras blancas, ahí va Eulogio jugando al dragón con los niños que corren, ahí va Eulogio aleteando como un querubín con piojos, como una sombra del relámpago, como un avión de papel.

Cabe agregar que era insoslayable la presencia de Eulogio en todos los desfiles y carnavales de la ciudad, y sobre todo los domingos, cuando el orfeón del Ejército ejecutaba las marchas que repite hace por lo menos cuarenta años en la plaza. Posado en los portones del Municipio oía la música de siempre.

Otros aspectos lo volvían un animal desagradable para el mundo cívico de Puerto Peregrino. Sus atributos incluían tanto la prestancia de su ancho vuelo, como también sus suculentas viandas. Por eso, tampoco era extraño sorprenderlo escarbando en las vísceras de un animal muerto en pleno corazón de una ala-meda. Tal vez, ese acto de apropiarse de la carroña nos recor-daba los vestigios de una sordidez muy cercana a los sabores de la bajeza humana.

En una oportunidad apareció un artículo en el periódico que denunciaba al ave peregrina, diciendo que reposaba en los altos de las Torres de San Cipriano, arrojándose en picada contra gorriones y palomas, para despedazarlos y luego devo-rarlos, dando un espectáculo pavoroso a los vecinos de aquellos departamentos.

Otros narraban episodios salidos de los bestiarios locales y de las historias truculentas de la fantasmagoría popular. Algunos pensaban que el dulce cóndor que ejercía de mascota para el divertimento de los niños era nada menos que un oscuro emi-sario de los imperios ultraterrenos, heraldo de Hades, señor del mundo subterráneo. Por ello se creía que cargaba su rapiña fan-tasmal cerca de la boca occidental del Estrecho de las Sirenas Tristes donde se dice que claman aquellas torturadas almas del Purgatorio en espera de redención.

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De esta manera, el cóndor encarnaba la prebenda del ángel caído, llevando una vez al año a estas ánimas, cargadas de cofres con cerrojos y pesadas aldabas, por los cielos de Puerto Peregrino.

Cierta gente asegura haberlo visto volando con sus alas negras seguido por un espeluznante cortejo de fantasmas, conso-lidando dicho ritual.

Otros sostenían que Eulogio, oficiaba de monarca en una corte de pájaros, como traductor de un universo de plumas y graznidos articulados en el cortante alfabeto rapaz. Por eso, solían decir que se posaba en la veleta de la Puerta del Viento cada nochebuena, esperando el momento en que el cura alzaba el cáliz durante la misa del gallo y desde allí convocaba a las águilas rapsodas, a las gaviotas, a las palomas municipales, al quebran-tahuesos de isla Nereida, al caradás con cabeza de arpía, a los milanos y buitres del continente sumergido, al búho casi druida de los bosques de Bielovia y a los débiles gorriones viajeros.

De igual manera hay una historia que nunca me aprendí acerca de Eulogio, vinculado a la reencarnación de un hechicero siniestro que fue quemado en esa plaza.

Pero yo insisto en la idea de la carroña y digo con Baudelaire: “Tú serás algún día igual que esta basura/ que esta horrible infec-ción/ estrella de mis ojos, calor de mi ternura”.

Creo que ese cóndor de Puerto Peregrino nos recordaba a los paseantes sin corbata que la carroña de los días también se vincula a las cumbres gloriosas, a ese intento de ver la bajeza humana desde el nubarrón y el acantilado. Luego vendrá el sediento rastrojo del frenesí humano a ennoblecer las vísceras.

Pero todos los navegantes de las alturas están destinados al naufragio y también los otros, los pájaros de tierra como yo, con-denados a construir castillos de naipes con el único objetivo de derribarlos.

Dicen que fue el vecino de un departamento o el marido de una vieja teñida a la que el cóndor le despedazó el gatito, quien le puso la bala al pájaro imperial de mi ciudad. Quienes lo vieron caer, relatan que el ave de impecable plumaje negro se sacudió

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colección los ríos profundos

s La heráldica de la carroña

dando varias vueltas en el aire antes de estrellarse. Había en ello, una extrañeza de recibir la muerte en la altura de la caída, escu-chando el llamado del socavón que degradaba ese vuelo de arra-sadora majestad.

El hecho es que Eulogio apareció en la avenida que se inter-secta con la plazuela con el proyectil entre las plumas.

Denunciaba su propia carroña con ello. Había en ese cuerpo tal testimonio del paso de una empresa vana, pero hermosa sobre la tierra que jamás olvidaré al cóndor rodeado por los niños que lloraban, como dando por terminado el juego.

Aristófanes, en su comedia, dice que los pájaros entierran en sus cabezas los cadáveres de sus padres. Más que ello, Eulogio acrisolaba en su carroña la nobleza de los perdedores, de los constructores de harapientas empresas, de los rostros con que se topaba en las calles polvorientas de Puerto Peregrino.

Ahí mismo se le erigió un monumento con el orfeón del Ejército y un pomposo discurso del Alcalde que en una parte de insoportable cursilería decía: “Egregio pájaro que surcabas las alturas hoy te marchas al Cielo desde donde nos observarás altivo”.

Nada de eso se ajusta al cóndor displicente de cualquier jus-ticia retórica.

Cuando paso por la Rambla de los Pájaros pienso en la persistente carroña del olvido, articulo en mi mente el lenguaje indescifrable de los rapaces y creo que es verdad, que el cuerpo descompuesto no encierra espíritus ni tampoco espectros, que el recuerdo es sólo la osamenta, los huesos que se desintegran en el pedregal llevándose los sueños más allá del océano.

Eulogio era hermoso porque se sabía efímero, porque nos recordaba nuestro paso fugaz en este disfraz de huesos. Y pienso que fue feliz, desconociendo esa constante angustia de trascender y la empresa vana de olvidar la carroña e insertar la luz en la dura tarea de vivir, que voló sobre nuestras cabezas con el viento soplando en su plumaje negro, dejando que niños y viejos le atri-buyeran historias de un fenicio y ajeno alfabeto.

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205Alma de palo

…la presencia de una divinidad dual, una de cuyas apariciones era vieja y sarmentosa, apenas reconstruible, y en su reverso el de una doncella, que habiendo estado en el destierro, reaparece surgiendo del bosque acompañada por un doncel

secularmente dormido en sus brazos y un antílope sobresaltado, que mira con ince-sante desconfianza al cachazudo rey que se adelanta para abrazar a su hija.

José Lezama Lima

El encuentro ocurrió quedando apenas unos días para la navidad. Aquella noche había un inquietante ronroneo en el ambiente, las calles parecían petrificadas y la luna envuelta en llamas. Cuando salí del bar rumbo a casa, me topé en el camino con ocasionales amantes que se besaban ocultos entre los por-tales de la ciudad; me saludaron con el guiño cómplice de los noctámbulos.

Se iniciaba la monótona y sincopada fiesta de todas las noches en Puerto Peregrino.

Casi llegando a la destartalada calle Macedonio Flores, apa-recieron los dos muchachos. Ambos eran morenos y nervudos, elasticidad de gamos y un cuchillo nada despreciable de uno de ellos me apuntó directo a la garganta, mientras el otro escudri-ñaba silencioso en mi abrigo buscando dinero.

Una vez cometida la empresa, sentí un rodillazo en el abdomen y un puntapié que me derribó de bruces. Allí quedé, retorcido y quejumbroso justo frente a un portal.

La luz se encendió y pude sentir unos pasos que descendían por una larga escalera.

—Pero… ¿qué le ha ocurrido? —dijo una voz adusta, cier-tamente compadecido de mi aspecto de arpa vieja.

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colección los ríos profundos

s Alma de palo

Me ayudó a subir las escaleras, instalándome al interior de un segundo piso extremadamente oscuro, en una suerte de sofá. Todo estaba envuelto en sombras para mí, las muchas copas, el asalto y la caída, incluso el samaritano sin rostro.

Desperté abrazado a un cojín, con ese sol insolente que des-pereza y castiga la cara de los merodeadores nocturnos, como acusándolos de sembrar por los bares del firmamento el credo báquico de los mesones.

Apenas me incorporé vi a un hombre trabajando con cin-celes una escultura de madera. Afanoso, como un constructor de cicatrices, retocaba una especie de dragón medieval con las alas de murciélago muy afiladas y la lengua bífida apenas repri-miendo el soplido de una llama que la mano del artista detenía en madera.

El hombre era alto y delgado, los ojos de intenso color pizarra y un poblado bigote negro le daban un aire orgulloso, entre villano de zarzuela y gallito de la pasión. Ostentaba una expresión algo huraña pero cordial, era un obrero de la madera explorando un bajorrelieve interminable.

Si no me hubiese llamado por mi nombre para saludarme jamás lo habría reconocido.

Incluso el nombre del atento escultor trastabilló en mi mente como deletreando el anagrama de un pasado que el olvido per-sistía en disipar del todo. No podía ser otro que Olmo Requena.

En ocasiones me cuestiono ese sino dibujado por los pere-zosos geógrafos del devenir, esa voluntad de insistir en aquellos ajustes, en ese encuentro con rostros de otra época.

Olmo se acercó a abrazarme con calidez y se dispuso a pre-parar café para iniciar un diálogo.

—¿Qué diablos haces en Puerto Peregrino? —pregunté asombrado.

—Todos los lugares reciben bien a los fracasados —me con-testó sonriendo.

Mientras nos poníamos al día en nuestras respectivas y acci-dentadas existencias, un caudal de recuerdos se aglomeraba en mis ojos. A Olmo lo conocí en España, en mis años de Salamanca.

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Óscar Barrientos Bradasic Antología de la ciudad naviera

Yo era un sórdido estudiante con olor a cerveza y él, uno de los escultores más respetados de ese medio.

En aquel tiempo siempre me topaba con él en las exposi-ciones, llevando de la mano a su pequeña hija Franchina, una niña pecosa de sonrisa perfecta y de poquísimas palabras. Tenía su taller no muy lejos de la Casa de las Conchas y yo me pasaba tardes enteras dialogando con Requena en ese lugar desde donde se veía la Catedral y el Tormes se insinuaba a la distancia como un hilillo de ceniza.

Nunca supe a ciencia cierta por qué nos llevábamos tan bien. Olmo tenía una personalidad totalmente contrapuesta a la mía. Lo recuerdo silencioso pero emotivo, de conductas diurnas y de una ponderación básica, un tipo monacal al lado del bohemio de jornada completa que yo era en aquel tiempo, insistiendo en recu-perar cierta noche salmantina cercana a los delirios del goliardo. De hecho me decía cariñosamente “muchacho calavera”.

No obstante, Requena ostentaba un carácter de autócrata implacable cuando visitaba los museos, un hálito conservador y una amplia gama de maldiciones en las más diversas lenguas, imprecaciones que había coleccionado en sus viajes y que luchaban por salir a mostrar sus harapos sublimes cuando una escultura le parecía pretenciosa. Había algo de soberbia en todo eso, una actitud desafiante por encarar a los impostores de la efigie.

Recuerdo a la salida de una exposición itinerante que pasó por Salamanca, algo de su adjetivo irritante:

—Es espantosa esa ruptura gratuita, ese optimismo de patos —me dijo en el bareto, luego recurriendo a sus intrincadas expre-siones—. Los vanguardistas odiaban los museos, yo los amo. No obstante ocupan nuestra arqueología, roban nuestros silencios.

Otras características matizaban en aquel tiempo a mi amigo dándole trazos de un soñador encendido, o bien de un visitante del arte figurativo que reposa en el vientre de las quimeras. Olmo trabajaba en sus esculturas de madera, y entre gubias y aserrines, fumaba las amapolas mirando el objeto ya terminado. Era parte de un ritual destinado a glorificar el triunfo de la destreza crea-dora sobre la tosca madera.

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—El hombre desciende del árbol —sentenciaba comúnmente.

También decía que la leña tenía entrañas y hablaba de una edad de la madera que al final nunca me explicó con claridad. Hasta en eso le hacía honor a su nombre.

Así recuerdo aquella época en Salamanca, con olor a opio y fuerte café de bolsa, con ese taller en forma de lanchón medi-terráneo y los trozos de madera repartidos por doquier, los encuentros en las exposiciones y el periplo por la vieja ciudad catedralicia.

Requena además de ello era monógamo o algo así. En rea-lidad hablaba de una esposa que lo abandonó en no sé qué ciudad europea, una especie de mala pécora a la que maldecía con cui-dado como reconociéndole su frenesí amatorio, pero afinando —como una escultura totémica- su crueldad arrolladora, su fal-sedad intrínseca, el que lo haya abandonado junto con su hija sin dar explicaciones tras un pobre diablo que vendía alfombras robadas- según me dijo.

—Una arpía puta e intolerante, muchacho calavera —me decía enfatizando sus palabras con desdén para definir a la madre de Franchina.

Franchina era la niña de sus ojos, “niñita eterna” le decía yo. A pesar de ese mundo con tanto de burbuja para la pequeña creo que todo el cariño de los tiempos pasados se conjugaba en ella. Franchina era su cable a tierra.

Nunca olvidaré una navidad que pasé con ellos y los juguetes de madera construidos por el padre: caballos de madera, barrocas muñecas de palo, todas figuras que él había robado al país de los sueños o más bien a la edad de la madera como el mismo decía.

Era una vida monacal entregada a pulir las esculturas y a la bella Franchina.

Pero aquel tiempo ya pasó hace mucho y luego de haberlos dejado esa tarde en la buhardilla salmantina, nunca pensé que alguna vez lo reencontraría en Puerto Peregrino y menos después de un asalto en una noche de juerga.

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Óscar Barrientos Bradasic Antología de la ciudad naviera

—¿Dónde está Franchina? —pregunté a Olmo intrigado por verlo sin su hija-

Debe tener unos doce años.Bajó la mirada hacia el café que tenía en la mano y me dijo

con una voz blanca, apenas audible, pero cercanamente ate-rradora, que su hija había muerto hace varios años, que todo ese mundo de cotidiana felicidad se fugó cuando un mal día Franchina no despertó sin dar motivo.

—Lo siento tanto, Olmo —creo que farfullé tontamente.Ahí pasó a contarme que arrastró sus esculturas de ciudad

en ciudad. Luego las perdió todas, vendidas a precios ridículos. El opio ya no fue un hábito para contemplar la imagen termi-nada, sino una pipa habitual y delirante.

También se hizo adicto a un licor de ajenjo que lo sorprendió algunas veces arrojado en las cunetas. Sin Franchina había tocado fondo, la única certeza de que sus sueños no habían sido un gran naufragio, se había ido con el rostro de la niñita eterna.

Por ese tiempo de tocar fondo, fue invitado a la Bienal de Puerto Peregrino y decidió quedarse un tiempo por aquí.

Olmo acarició su bigote de grueso pincel negro y resumió parte de una pequeña verdad:

—Un día descubrí que todo lo que quería en el mundo se hallaba en una sepultura y decidí terminar con todo, como cuando me abandonó esa arpía. Aquella vez Franchina me ató a la humanidad con su frescura pecosa y sonriente. Ahora, en este éxodo fatigador sin más norte que una remota guía de cami-nantes… descubrí que lo único que sobrevivió de aquella época fueron los juguetes de madera que hice para ella y que sólo en la madera podía encontrar sus huellas, sus manitas sujetando la rienda del caballo de palo…

El Golem fue construido con barro y el eterno Prometeo de Mary Shelley con trozos de cadáveres. Esto no ocurría con Olmo Requena, que a pesar de todo seguía practicando el oficio de la ternura. Por ello construyó un autómata con forma de niña que movía sus bracitos con hilos transparentes, una marioneta cons-truida con los trozos de los juguetes de madera que embalsamaba

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el recuerdo de Franchina. El escultor había cincelado su propia tabla de náufrago.

Señaló que cada vez que el alma se lo dicta, empaca sus gubias, envuelve en un manto de terciopelo esa marioneta que conserva el ludismo de su niña infinita y parte hacia otro lugar. El cuadro me resultaba entre patético y enternecedor.

Le dije que vendría a visitarlo otro día, que le agradecía por todo y que era un gusto incomparable reencontrarme con un amigo. Me propuso que pasáramos la navidad juntos en su taller. No sabía cuánto tiempo más permanecería en Puerto Peregrino.

—Avísame cuando te asalten de nuevo —bromeó mientras yo bajaba las escaleras.

Razoné que había una inversión trágica en todo ello. Olmo huyendo de un recuerdo sedentario y salmantino, ahora viajando de país en país, y yo, en cambio, sin encontrar sitio en la tierra, me había casi establecido en Puerto Peregrino.

Aparecí la noche de navidad como estaba acordado. Tras una cena muy austera, donde la marioneta nos acompañó a la mesa, Olmo resolvió dejar las divagaciones al opio y el absinthe.

Esa noche bebimos por los viejos tiempos y yo le sugerí que me explicara su idea de la edad de madera que siempre rehuyó concretarme en palabras. Requena exhaló un suspiro que se perdió al toser de la pipa y me dijo:

—Yo creo que hubo una época en que los árboles domi-naban el mundo, sus raíces eran cartílagos de palo, se trataba de almas nómades que transitaban por todas partes en una iti-nerancia perpetua. Según creo, hablaban a través de un silbido que atravesaba el bosque, un dialecto boreal y entonaban en sus tertulias himnos a la materia. Ahí entre el follaje, los espíritus del bosque iniciaban un cortejo de fantasmas para celebrar la vic-toria de este imperio vegetal en medio de las hogueras apagadas.

Le pregunté de inmediato, por los vestigios de aquella supuesta edad, ya que la noción me parecía confusa.

—Bueno, bueno, muchacho calavera —retomó Requena—, el hombre acrisoló el fuego para combatir las heladas y con ello la edad del metal, recuerda que el sable y el hacha fueron paridas

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Óscar Barrientos Bradasic Antología de la ciudad naviera

por la forja de Vulcano, de ahí vino la cuchara cromada colgando de la olla y el guerrero tatuado de armaduras. Sin embargo, creo que el canto de la madera permaneció volando en el tráfago, exactamente entre el crepúsculo y el mar… por ahí pasa el himno de la madera… los que escarbamos su vientre aún lo escuchamos entre la abnegación y la sublimidad de la muerte…

Olmo se detuvo un rato mirado el estático cuerpo de la marioneta.

—Cuando perdí a Franchina sólo el paso de esos cantos materiales me devolvieron la certeza de que alguna vez estuvo ahí la sonrisa, sus manitos fabulando historias de jinetes y muñecas de palo, la noche cae, las mujeres bailan alegres durante la Fiesta de Santa Águeda en la Plaza Mayor de Salamanca y hasta parece que la niña anduviera por ahí, regalándome un trozo de madera sobreviviente a las torpes edades, para que yo pueda imaginar su recuerdo…

Algo se estremeció dentro de mí, luego de sus alegóricos argumentos y la embriaguez nos sorprendió muy tarde a ambos. Desperté en el mismo sofá y alcancé a ver a Olmo abrazado a su marioneta, ajeno a mi presencia. Me sentí ultrajando un momento muy íntimo y decidí retirarme sin ni siquiera despedirme.

Unos días después volví a visitarlo, pero el taller estaba vacío, se había marchado a otra ciudad buscando un sitio donde huir del dolor.

Aquella noche retorné al bar de costumbre, donde comenzó todo y pedí una cerveza negra. El escultor de la religión de los bosques y su niña de madera eran parte de un pasado que ya no me pertenecía y Puerto Peregrino me reclamaba con sus noches como bocas de una caverna platónica e insondable.

Imposible reconstruir los retazos de la felicidad, impo-sible desgarrar la máscara de la noche, esculpir el corazón del árbol para saber si se encuentra entre sus juguetes el paso de una sonrisa.

Esa noche no hablé con nadie.El amanecer me sorprendió bostezando en la costanera.

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212 Esgrima

“…a lo menos entended de una vez que Dios me atribula… ha cerrado por todas partes la senda por la cual ando; y no hallo por dónde salir, pues ha cubierto de tinieblas el camino que llevo… Arruinóme del todo, y perezco, y como un árbol

arrancado de raíz me ha privado de toda mi esperanza…¡Oh, quién me diera que las palabras que voy a proferir se conservasen escritas!... Porque yo sé que vive

mi redentor, y él, al fin, se erguirá sobre la tierra…”

Del Libro de Job, Cap. XIX

Creo haber omitido —por un imperdonable descuido— un detalle importante en torno a Puerto Peregrino. En la temporada de verano las calles se atestan de turistas con camisas floreadas y cámaras fotográficas al cuello. Son más de dos meses muy calu-rosos donde la ciudad se ve virtualmente invadida.

Pero de cuando en vez, aparecen también personajes de viejas novelas o seres que exhiben su inmortalidad en la atmós-fera pasiva de sus cafés.

Fue justamente en el café Princesa, local tradicional y punto de encuentro de una amplia gama de contertulios donde me sor-prendí aquella tarde bebiendo unas cervezas con dos queridos amigos que vacacionaban en Puerto Peregrino: Georges Méliès y Milan Kundera.

Georges Méliès se veía serio y circunspecto como en sus mejores grabados, la expresión de sus labios finos tras la barba de candado le otorgaban cierta fisonomía propia de un filósofo. Por su parte, Kundera se veía suelto de cuerpo, gigantesco y con su pelo canoso de emperador romano algo desordenado, bebiéndose unas inmensas garzas de cerveza que más bien parecían floreros.

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Óscar Barrientos Bradasic Antología de la ciudad naviera

Primero hablamos sobre mujeres infieles y luego, Méliès reparó en un clarinete que yo llevaba celosamente guardado en su estuche. Le dije que me lo había regalado un amigo que conocí hace tiempo atrás.

—¿Qué está escribiendo? —me preguntó Kundera cordialmente.Me parecía una falta de respeto hablar de mis precarios

relatos delante de un cineasta tan connotado y de un escritor de esa envergadura. Pero la cerveza pasaba por nuestras gargantas ahuyentando el soporífero ambiente y me sentí desinhibido.

—Escribo un cuento que se llama “Esgrima” —contesté—. En homenaje a un cineasta que a usted, Méliès, le hubiese simpa-tizado mucho.

—¿Era el dueño del clarinete? —preguntó Georges.—¿Cómo lo sabe?—Sus cuentos son bastante esquemáticos —acotó el

francés—. Pero vamos, muestre esas hojas arrugadas que tiene ocultas bajo el ala y arrójese a los leones.

Les dije que estaba sin terminar y que era más bien un diario con hechos que me habían ocurrido. Sin embargo, Méliès insistía que si alguien no le contaba una historia en los próximos cinco minutos iba a tomar demasiada conciencia del calor y la humedad ambiente hasta derretirse como un helado en Sudán.

Pero Kundera bromeó diciendo que no me justificase tanto, que leyera lo que tenía, que no era un tribunal y que antes de que acabara de leerlo probablemente estaríamos borrachos.

Extendí los papeles en la mesa y leí:

“El teléfono sonó con agotadora insistencia durante por lo menos media hora. Contesté con un vago gruñido que se podría traducir como “aló”.

—¿Lo desperté? —preguntó una voz gruesa.—Sí —le respondí bostezando.—Habla Tristán Fluvi, el cineasta.—Pensé que había más de uno en este mundo —contesté

desganado.—¿Está usted borracho?

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colección los ríos profundos

s Esgrima

—Anoche lo estaba —respondí queriendo poner fin al inte-rrogatorio—. Son las ocho de la mañana y usted todavía no me dice lo que quiere.

Se instauró un breve, pero rotundo silencio al otro lado de la bocina. Cuando casi me disponía a cortar, el tipo intervino:

—Tiene razón, no hemos tenido un buen comienzo. Necesito su colaboración ¿aún escribe cuentos?

—Hace tiempo que no escribo uno —le dije—. ¿Puede saber de qué se trata?

—Prefiero hacerlo personalmente —insistió el hombre—. Le invito a almorzar en “El perro de circo” a la una. Sirven un estofado delicioso. ¿Conoce el lugar?

—¿Bromea? La última vez que estuve ahí, salí por la ven-tana tras encontrarme con el amable puño de un matón que me confundió con un compañero de curso que en la infancia lo molestaba por sus dientes de conejo. No guardo recuerdos muy gratos de “El perro de circo”.

—Es verdad —respondió como disculpándose—. La clien-tela puede ser un tanto inquieta. Pero pensaba invitarle un whisky envejecido de doce años.

—¿Dijo a la una?—Sí, ahí nos vemos.Colgué el teléfono y mientras me duchaba traté de buscar

en algún recóndito archivo de mi memoria, el confuso nombre de Tristán Fluvi, sin conseguir hallar nada que me remitiese a él. Quedando veinte minutos para la cita, me puse el terno azul que siempre uso en los funerales y encaminé mis pasos hasta “El perro de circo”.

Entré al lugar sin vacilación. Se trata de esos viejos billares que a mediodía son restaurant y luego de la media noche, bar-sucho. Son iguales en todas las ciudades del globo, un salón de juego espacioso donde anónimos parroquianos hacen sonar las bolas de marfil con una mezcla de silencio y apatía, siempre con una atmósfera explosiva.

Da la sensación de que basta tan sólo un chispazo para ini-ciar la revuelta.

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Óscar Barrientos Bradasic Antología de la ciudad naviera

Se puso de pie para extenderme la mano un caballero de sus respetables sesenta años. Sus ojos eran afiebrados y su barba desgreñada.

Usaba un antiguo abrigo con esa tela amarillenta que llaman “pelo de camello” y tenía en la mesa el estuche de un cla-rinete. La ligera curvatura de su espalda y la tonsura amenazante le otorgaban cierto aire monacal.

—Soy Tristán Fluvi, póngase cómodo.Ordenamos el menú y durante un breve rato hablamos de

temas sin importancia. Daba la impresión que Fluvi trataba de dilatar las motivaciones reales de este encuentro lo más posible. Cuando los vasos de whisky reposaron en los extremos de la mesa, entró de lleno en materia:

—Debo disculparme por mi irregular aparición, no es fre-cuente en mi persona. Tengo un problema que sólo usted puede resolver. Tendrá sus honorarios por ello.

Mientras saboreaba el delicioso whisky no pude ocultar una expresión de risa ante una retórica tan imperativa. Pero el tal Fluvi ya me había obligado a salir de la cama, consiguiendo llevarme hasta el restaurant.

—Imagino que debo parecerle un desquiciado, mi estimado cuentista, y no descarto del todo que el agotador paso de los años haya alterado mi sentido del juicio. Pero vamos a lo nuestro. Si usted revisa las enciclopedias e historias del arte, se enterará que fui el fundador de la industria cinematográfica en este lugar…claro, en aquel tiempo el asunto era más precario. Comencé aportando música inédita con mi clarinete en la época del cine mudo, hasta que pude dirigir mis propias películas y montar mi estudio, el más grande y prolífico que alguna vez conoció Puerto Peregrino.

Se detuvo un instante y se zampó al seco el vaso de whisky incluido los hielos que masticó con golosa fruición.

—Todo iba bien, el apogeo mi situación económica, las luces que proyectaba el celuloide, mi transición al cine sonoro, que me hizo guardar en su estuche, el querido clarinete con el cual me gané los garbanzos musicando las tiras del pasado, hasta que

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apareció un tímido muchacho de ojos negros y abrigo rojo como la cresta de un gallo. Se presentó en mi estudio con el nombre de Temístocles Soler. ¿Ha escuchado hablar de él?

Le respondí que sí, que todos en los periódicos de la ciudad hablan de ese caballero como el mayor director y productor de la ciudad. Poseedor de un verdadero imperio económico, construyó un gigante de piedra en lo alto de la montaña que se aprecia desde la bahía, desde cuyo dedo apuntando el mar proyectaría en los próximos días una vieja producción llamada “Esgrima”. Toda la ciudad podría verla en un gran telón instalado en el muro del Museo de Bellas Artes.

Vi que Tristán Fluvi se entristeció notoriamente al constatar que tenía referencias de Temístocles Soler pero ninguna de él.

—Fue mi asistente de cámara en la primera realización con banda sonora que se filmó en Puerto Peregrino: “Esgrima”. Era un delirio esperpéntico que, sin embargo, ocultaba una secreta belleza. En él, dos espadachines se disputaban el honor en un duelo a lo largo de una cornisa ¿Me entiende?

—La verdad es que sigo entendiendo poco, pero continúe —le dije—. El whisky está bueno.

Sonrió con aprobación y pidió al cantinero dos dobles.—Aquella maldita noche, luego de afinar los detalles de la

post- producción, nos quedamos con Temístocles sentados en el parque bebiendo una botella de vino. Le dije que era como un hijo para mí (en realidad lo sentía) y le ofrecí que se asociara con-migo en la productora. Aceptó encantado. Como iba yo a saber que esa misma madrugada entraría oculto cual ladrón para robar “Esgrima” y patentarla a su nombre.

El relato de Fluvi se quebró así también como su voz.—¿Qué quiere que le diga, cuentista? Luego de eso, fra-

caso, tristeza, todo lo irremediable. Desde la última butaca del cine tuve que asistir a la avant premier de “Esgrima”, escuché las ovaciones y distinguí en la multitud a Temístocles, alzando sus brazos triunfante. Después de ello, seguí durante años sus triunfos, su ego monumental y ese coloso de piedra que erigió en una montaña para exhibir mi película. Mi único amigo fue el

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instrumento que volvió a darme el pan cuando recibía algunas monedas en las plazas o en los bares.

Fluvi acarició el estuche de su instrumento como si fuese una mascota sobreviviente de una época de gloria.

—Agradezco esta ocasión de almorzar con usted y sus recuerdos —le dije interrumpiendo su melancolía—, pero aún no entiendo en qué puedo ayudarle.

—Usted debe escribir la verdadera historia de “Esgrima” —contestó con la mirada fija.

—¿Cómo así? ¿Escribir un cuento?—Un cuento, una novela, un reportaje, da igual. Ya con-

seguí un editor. Le contaré todos los detalles de ese gran telón inflado de hipocresía que es Temístocles Soler. Tengo pruebas para incriminarlo por robo intelectual. ¿Qué dice?

Traté de ordenar toda esa confusa y arrebatada madeja de acontecimientos y por cierto, la insólita solicitud de ser su bió-grafo. Creo que me sentía algo contrariado.

—Creo que debo revocar su oferta —respondí—. Mis cuentos están habitados por seres ficticios, no para revelar ver-dades de ningún estilo.

Fluvi mostró un gesto de desagrado y decepción.—Vamos, no sea majadero —dijo—. Usted, mejor que

yo, sabe que en esta ciudad las nociones de realidad y ficción cambian como el clima. Además le pagaré con algo que tiene un valor incalculable: Mi clarinete.

El héroe de esta historia alzaba orgulloso el estuche de su instrumento. Al parecer, fue el último argumento y el hecho de que pidiera otra botella de whisky, lo que terminó por convencerme.

—Su historia me apena un poco —dijo Méliès y sonó sin-cero—. Imagino que Fluvi agotaba los últimos cartuchos, luego de una vida anónima, oscura, sin reconocimiento. Sé lo que es eso, usted bien sabe que fui estafado por Edison y terminé ven-diendo en el mercado de las pulgas de París, algunos trozos de mi película… ¿Así que aceptó la propuesta de Fluvi?

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La pregunta de Georges Méliès fue demasiado frontal y yo traté de ensayar una respuesta que diese real cuenta de lo que efectivamente ocurrió:

—No sé muy bien qué me hizo aceptar una empresa tan inusual y accidentada. Durante tres semanas trabajé entrevistán-dolo, tomando notas de sus amarillentos recortes de diario, rese-ñando críticas de la época y los afiches de la película. También consumíamos whisky con mucho entusiasmo en “El perro de circo”. Creo que para alguien como Fluvi, mi presencia terminó convirtiéndose en amistad.

—Eso me interesa, eso me interesa —interrumpió Kundera con su rasposo acento gutural de eslavo sonriente—. ¿Llegó a trabar amistad con Fluvi?

—Si es que amistad significa ser uno mismo en las penurias del otro, sí —comenté enfático.

Mi último alcance gravitó en el ambiente como ese polvillo espeso que reviste a los escombros inmediatamente después del cataclismo.

—Debo decirle que Fluvi me simpatiza y también su his-toria —repuso Milan Kundera—. Concuerdo con Georges en su carácter epigonal, en lo de los “últimos cartuchos”, pero sincera-mente no sé para dónde diablos va con su relato.

—Creo que Milan tiene razón —apuntó Méliès mientras encendía su pipa.

—Escribí la biografía de Fluvi y luego se editó aquí, en Puerto Peregrino —concluí Resignado—. Fluvi rejuveneció varios años cuando no pocos lectores se enteraron de que era el padre del cine en esta isla y que Soler era un charlatán que había plagiado “Esgrima”. Les diré como sigue esta historia.

Eran cerca de las once de la mañana y yo hojeaba distraída-mente un álbum de fotos. Los golpes en la puerta me sacaron de la modorra que ya a esas alturas se apoderaba de mí.

Cuando abrí, me encontré a boca de jarro con Temístocles Soler. Se trataba de un sujeto de corta estatura, regordete, con unos bigotes rojizos rigurosamente cortados más arriba del

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borde del labio. Sus ojos eran almendrados e insolentes y calzaba un terno a rayas que le concedía ese halo de elegante vulgaridad que ostentan los hampones.

Lo invité a sentarse. Se acomodó en el arrellanado sillón de lectura, observándome con un silencioso desprecio.

—Creo que no nos han presentado —le dije sabiendo per-fectamente a quién tenía delante mío.

—Un arlequín ebrio bailando en la punta de la lengua de una vaca —contestó pronunciando cada uno de los vocablos.

—¿Cómo dijo? —pregunté intrigado.Prendió un cigarrillo mentolado y extrajo de su vestón el

pequeño libelo con la vida y obra de Tristán Fluvi que yo había escrito. Luego, lo arrojó sobre mi mesa como si le quemara los dedos.

—Es usted un tipo vulgar, sin clase, sin educación, sin amigos —continuó— Se la pasa en los bares compartiendo con ebrios o en las plazas arrojando migas a las palomas. Su vida es gris. Nadie le llevará flores a su sepultura, nadie lo extrañará cuando muera.

—Puede que me extrañen los borrachos o quizás... las palomas —le respondí distraídamente.

Soler miró el departamento con una mezcla de asco e irrisión.

—Usted nunca tendrá distinción. Cualquier pelafustán lo invita a comer, a bajarse unas copas, le canta el disco que se aprendió luego de su estadía en este mundo y le declara su amistad. Usted no vale nada, se vende por unos billetes deva-luados, es patético. Un arlequín ebrio bailando en la punta de la lengua de una vaca.

Soler su puso de pie y observó el mar durante unos minutos. Después siguió:

—La vista es lo mejor que tiene este lugar. El decorado es horrendo, parece el cuartucho de un refugiado de guerra. Le compro este departamento ¿qué más puede costar?

—No está en venta —le dije mientras me acercaba al tocador—. ¿Quiere un café?

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—Dos cucharadas de café, nada de azúcar y tres gotas de leche descremada.

—Sólo tengo café y azúcar.—Lo imaginé —comentó mientras apagaba el cigarrillo en

el cenicero dejando una atmósfera de menta y nicotina a la vez.De nuevo no sentamos con una taza de café humeante en

cada extremo. Parecíamos dos seres salidos de una comedia de equivocaciones, sin el menor asomo de congeniar en nada.

—Puedo contratar a un escritor de verdad —rompió el silencio—. ¿Cuánto le pagó Fluvi por ese panfleto para adolescentes?

—Su clarinete —le contesté.Estalló en una carcajada muy sobreactuada que parecía no

terminar.—Esto es lo último —dijo entre risas—. Cuánta razón

tenía yo, usted es un don nadie.—¿Por qué no se va de mi casa? —le pregunté haciendo un

ademán de despido—. ¿Qué quiere?—Sólo quería conocerlo y no me equivoqué en mis proyec-

ciones —dijo poniéndose de pie en dirección a la salida—. Lo veré en el reestreno de “Esgrima”.

Abrió la puerta de calle, mirándome largamente con un rictus de profundo desdén.

—Ah, y demuela ese ridículo gigante en la montaña, afea la ciudad, es una mierda posmodernista o como se llame —le repliqué ya hastiado.

—Adiós, escritorzuelo decadente, arlequín ebrio bai...—¿Por qué siempre dice lo mismo?—No sé —dijo observando el cielo raso como buscando

una respuesta—. Me gusta como suena.Salió tras dar un portazo, dejando en el ambiente un vago

sinsabor.

A esas alturas mi cerveza estaba algo tibia y el relato fue inte-rrumpido por la torpe entrada de unos turistas que se fotografiaban

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con los camareros como si estos fueran peculiares especies de zoológico.

—Bueno, bueno —repuso Méliès—. ¿El relato termina aquí? ¿Quién se cree? ¿Scherezada?

Noté que Kundera esbozaba una pequeña sonrisa ante el comentario del cineasta francés.

—Vamos por parte —dijo Kundera—. Y sabemos que Tristán Fluvi está perdido en su propio ocaso y que Temístocles (vaya nombre) es un arribista de tiempo completo. Una lógica muy maniquea para un cuento. El conflicto en torno a la autoría me intriga. Cuando era profesor de cine en Brno, conocí a varios aspirantes a cineastas que hablaban sobre la posteridad, un tema luminoso que se vuelve ridículo cuando caemos en la evidencia que nunca la disfrutaremos.

Georges Méliès se tornó grave, como si estuviese ligera-mente ofuscado porque yo no terminé el relato.

—Veo, mi querido Kundera, que usted habla como los per-sonajes de sus libros — planteó—. Está bien, hablemos de cine.

Después de todo hice Le voyage dans la Lune y alguna pos-teridad puedo albergar para referirme a este asunto.

—¿Qué quiere decir? —pregunté.—El cine son imágenes proyectadas en una pantalla, es un

lenguaje que en su soporte se ordena sobre el tópico de la pos-teridad —dijo Méliès acomodándose la corbata—. Por lo tanto Fluvi y Temístocles son dos rostros de un mismo argumento.

Los cuentos, como ambos bien sabrán, sólo se proponen la idea de narrar una historia, y su cuento es más bien una retahíla de diálogos.

—Sí, es un cuento algo incompleto —respondí algo melan-cólico—. No es de extrañar, todo lo que se habla en Puerto Peregrino bien podría considerarse un cuento sin terminar.

—Debe haberte dado cierto pudor recibir el clarinete como pago por tus servicios escriturales —reparó Méliès preocupado de mantener viva su pipa—. Después de todo, era todo lo que tenía.

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—¿Por qué titulaste ese relato como “Esgrima” y no, por ejemplo, “La Trascendencia”?

—interrogó Kundera con cierta sorna.—Parece más bien el título de una de sus novelas. “La inmor-

talidad”, “La insoportable levedad del ser” “La lentitud”. Lo de Fluvi no da para tanto, ni siquiera es un cuento terminado —le dije.

—Insisto, ¿por qué el cuento se titula igual que la película? —planteó Kundera.

—Ah, es por el final, ahí les va.

El día del estreno del film, se agolparon multitudes en los alrededores de la bahía. Era una noche cálida. Luego de un ago-biante día de sol.

El gigantesco telón instalado en la plaza tenía soportes propios de un teatro de la ópera, con pisos alveolados, pano-plias y tapicerías francesas del siglo XIII. Daba La impresión de conjugar el arabesco y la chabacanería en una simbiosis difícil de asimilar. Un mobiliario de utilería que tomaba oscilantes y distorsionadas formas bajo el cortinaje de terciopelo, iluminado por antorchas, a la manera de un baptisterio egipcio.

Un gran gigante de piedra presidía con su dedo apuntando la gran página en blanco del celuloide. Ahí note que la excentri-cidad de Temístocles Soler no tenía fronteras. Apareció cami-nando desde el brazo del gigante anunciando a la muchedumbre el reestreno de “Esgrima” como si fuese el dictador de un remoto país arábigo.

El dedo del coloso se encendió desde lo alto de la mon-taña y comenzaron a aparecer las imágenes. Debo decir que la belleza de la película radicada en su serenidad y ritmo. Una historia donde aparecían gatos persas, atlantes, pianos de cola, columnas dóricas sosteniendo un teatro de sombras, estatuas de un museo de cera que se derretían en medio de una playa, hasta que aparecían los dos espadachines tratando de resolver con sus floretes este pacto firmado con la belleza.

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No podría ser otro que Fluvi el creador de esa ópera al non sense y así lo confirmaba la cadenciosa música del clarinete que sonaba como fondo.

De pronto los espectadores se concentraron en dos hom-bres que vociferaban desde el brazo del gigante. Sus voces eran incomprensibles y se perdían en los ecos de esa especie de caverna que eran los muslos de la estatua Una figura torpe y jadeante se arrastró por la lustrada manga de piedra. Soler retrocedía ante Fluvi que lo apuntaba con un sable, mientras en la gran pantalla los dos rivales proseguían su duelo ágil y acrobático.

A manera de un mosquetero de Dumas, Tristán entregó a su contendor otra espada y se inició otro duelo, el verdadero. En ese momento nadie sabía si los espadachines del telón eran los mismos y en alguna medida recreaban sus propias leyendas, con esas estocadas que se perdían en la penumbra.

Avanzaron por el extenso brazo del gigante hasta llegar a su dedo. Temístocles apenas conteniendo su barriga trastabilló en el borde del índice de piedra y miró al vacío con verdadero asombro. Ahora se sentía un equilibrista mareado, un rey bur-gués, un príncipe idiota, un arlequín ebrio bailando en la punta de la lengua de una vaca.

Temístocles se aferró al dedo de piedra unos instantes y cayó sobre lo ancho de la planicie como un bulto de correos.

En cambio, Fluvi apuñaló al aire con unas estocadas de soldado borracho, se fue introduciendo en la abertura del dedo proyector.

La película se interrumpió y un destello brilló en el índice del coloso, mientras caía su cuerpo incandescente como una gota de luz en medio de la noche.

Acaricié el estuche del instrumento y les dije a mis contertulios:

—Y he aquí el clarinete de Fluvi.Méliès me miró renovadamente ofuscado.—No me convenció ese final —dijo.

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—A mí tampoco —respondí luego de beber al seco lo que quedaba de cerveza.

—Al menos sabemos que toda utopía por definición engaña- sentenció Kundera.

—Eso lo dice usted, Milan —replicó Méliès—. Mis sueños fueron llevados a la pantalla con una dosis de ilusionismo que sólo la felonía pudo eclipsar.

—También los de Fluvi, y los de Temístocles —respondió Kundera palmeando la espalda a Georges—, ya sea la página en blanco o el telón donde se proyecta la película, no hay peor tor-tura que añorar en la desgracia los tiempos felices. Y es bueno que así sea.

Méliès movió la cabeza levemente contrariado. Pero yo le encontré la razón a Milan Kundera.

Desde la vitrina del café nos dimos cuenta que había oscurecido.

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Vuelvo a ti, como entonces, cuando apenascabía una gaviota en mi cerveza,

cuando el mar levantaba su cabezapara ver la borrasca de mis venas.Conmigo conversaban las arenas,las olas me enseñaron su destreza.

Soñando en cada tumbo una proeza,quise poner al Mar diez mil cadenas”

Andrés Sabella

“Ven a verme pronto. Estoy muy mal. Me encontrarás esta noche en el bar Fierabrás. Aníbal”. La letra de Saratoga era tem-blorosa y débil, el papel rugoso ostentaba sendos lunares de vino.

El nombre del bar tampoco me resultaba ni remotamente conocido, pero indagando por las cafeterías del centro y las inme-diaciones del Museo Histórico pude dar con el lugar sin mucho esfuerzo. Extrañísimo escenario para reunirse, ubicado casi en el límite oeste de la zona portuaria. Allí sólo se encuentran bahías abandonadas y maquinaria en desuso que duerme en la arena su lenta agonía de óxido y olvido. Un cartel ligeramente vapu-leado por el viento exhibía casi al llegar a la esquina las letras: Fierabrás.

Entré sin vacilar. Se trataba de un bar muy antiguo con esos sillones de mimbre espaciosos pero maltratados y de colores ya indefinidos. Una gran reproducción de “Les musiciens à l’ orchestre” de Degas, presidía ese gran salón con mesas en desorden.

Contemplando el amplio ventanal en dirección al muelle estaba Aníbal Saratoga sin despegar la mirada del cadencioso

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oleaje. Ni siquiera volteó la cabeza para saludarme como acon-seja la convención, más bien parecía absorto en una reflexión atronadoramente abismal.

En la barra pedí una cerveza fría a un sujeto canoso con una camisa a cuadrillé que ante mi petición reaccionó con impavidez, como si le hablara en un idioma profundamente desconocido. Saratoga desde el asiento me hizo un ademán de que me sentase a su lado y gesticuló al cantinero unas señas del todo ampulosas, con algunas morisquetas incluidas.

No tardó nada en descorchar en nuestra mesa una cerveza fría y espumosa.

—Nunca te entenderá —dijo Saratoga—. Es sordo. Es mudo.Pude fijarme que el rostro de Saratoga estaba visiblemente

alicaído. Su barba tenía varios días y la expresión era turbia, dela-taba esa compulsiva combinación de alcohol, tabaco e insomnio. Sus zapatos se veían viejos y embarrados, aunque conservaba la vieja capa española y su corbata de lazo perfectamente brillosas, como en sus mejores tiempos.

Un tanto preocupado le pregunté sin preámbulos qué dia-blos le había ocurrido, para dejarme un mensaje tan desesperado. Ante mi pregunta, miró hacia el mar, torció el cuello como un ganso y dijo con la voz ligeramente quebrada:

—Estoy enamorado. Y esta vez no tiene solución.Me apresuré a recordarle que la última vez me había dicho

lo mismo de una turista holandesa que conoció en un bar de Puerto Peregrino. Resultaba curiosísimo ver a esa pareja. Ella era sonriente, rubia, alta, con esas mochilas que recuerdan a los alpi-nistas y Saratoga, lánguido, oscuro y encapotado. Se enamoraron tres días, bebieron como unos cosacos (la holandesa era tanto o más ebria que Aníbal) y de pronto desapareció sin dejar huella, probablemente había retornado a su país. Me costó varias noches de copas y caminatas por Puerto Peregrino para convencer al poeta que la vida no terminaba ahí.

—Te juro que esta vez es diferente —me corrigió—. Me enamoré de alguien cuyo nombre desconozco.

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Ante tal declaración, me acomodé en la silla dispuesto a escuchar la ya consabida retahíla de amores frustrados que ostenta Aníbal Saratoga, esa enorme colección de desengaños y encantamientos, cuyas musas pueden ir desde santas a putas, pasando por artistas posesas, por señoras felizmente casadas, por adolescentes ingenuas, por mujeres que murieron hace treinta años y de las que sólo queda una gastada fotografía. En todo ellos, el sino de lo irremediable era el tópico más habitual.

—No sé bien como llegué a este lugar. Creo que vagabun-deaba y me gustó el nombre del bar por referirse a un hechi-cero medieval. En realidad no sé qué diablos andaba haciendo por el sector de los muelles. Tardé como dos horas en hacerle entender al camarero que quería un vaso de aguardiente. Hasta que encontré un raro código de gestos y musarañas con el que aprendí a comunicarle mis necesidades etílicas. Aquella noche sentado en este amplio ventanal pude ver, escorado en ese muelle corroído, un pequeño barco de cabotaje durmiendo un largo sueño de tristeza y humedad. Podría haber sido un pontón cual-quiera, o las ruinas de un pasado glorioso de navegación. Cómo iba yo a saber que era una puerta dimensional.

Observando a Aníbal me di cuenta que la tenue luz de la lámpara se empeñaba en acentuarle las facciones demacradas por el insomnio, resaltando en ellas esa suerte de ascetismo que el pulimento da a los bustos de bronce que hay en los colegios.

—Aquella noche silenciosa, de mar sospechosamente picado, algo ebrio y acompañado por un camarero sordomudo distinguí una figura que ingresaba por la callejuela paralela al bar en dirección a la bahía. Era a todas luces, una mujer que vestía un largo abrigo de twed. Pocas veces he visto una mujer de una belleza tan tajante, ostentaba su elegante estatura, sus pechos erguidos como cumbres y sus piernas de templo etrusco. Los ojos como carbones y su nariz respingada le conferían un aire de reina Dido, viuda del rey Siqueo. La cabellera cobriza en dos trenzas, le caía a lo largo de su espalda. No pude resistir el influjo de esa imagen fantasmal y mágica. Corrí hacia ella imantado y la

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alcancé en plena esquina. Me observó esbozado una sonrisa de siglos navegando por los océanos del tiempo.

—“Soy la noche” —me dijo.—Soy un poeta —respondí.—“Lo sé, eres Aníbal Saratoga. Te estaba esperando para

que conozcas el lecho de la princesa acuamante” —contestó acariciando mi barba.

Me tomó de la mano, conduciéndome por el largo sendero de tablas podridas de la bahía. A esa hora, nubes estáticas pro-yectaban sus largas sombras sobre el suave lomo del mar. En un destartalado camarote, con dos literas, y una montaña de redes y aparejas amontonadas en el suelo, ella me mostró a luz de una vela un pequeño juguete. Era la miniatura de Puerto Peregrino, en una cúpula de cristal. Cabía en su mano y la lumbre ilumi-naba la catedral, los pequeños edificios, las calles que tanto he recorrido.

—“En una ciudad como la nuestra, Saratoga —dijo la princesa Acuamante—, donde aún transitan los fantasmas con cierta cotidianidad y los bares son templos rodeados de recuerdos, pude distinguir hombres de ojos claros destruyendo los antiguos monumentos, saqueando nuestras preciosas ruinas para abandonarlas en museos, transformarlas en objeto turístico y construir sobre las bases de la vieja ciudad, un país de concreto y autopistas aceradas, de vertiginosos oficinistas marchando hacia el caos, de hamburguesas y alma sintética.

Por ello este barco está varado aquí en el muelle más viejo, en la parte más vieja de una ciudad que ya no existe. Debo huir con ella hacia un lugar de hombres mejores, debo salvar a sus fantasmas y sus recuerdos.

Me mostró una vez más la ciudad que tenía en su mano y se desnudó como Hera en el lecho de una nube, custodiando el matrimonio de las deidades celestes.

-“Fecunda en mí esos fantasmas” —dijo extendiendo sus manos.

Y debo decir que la noche fue una ceniza que se extendía a lo largo de mis recuerdos, ya que esas instantáneas me devolvieron

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por un instante a una comarca lejana y dulce, como el vino de los poetas. Y todas las mujeres que he amado fueron un exten-dido amanecer tras las montañas, en el cuerpo de la princesa Acuamante, las amé a todas, las odié a todas, fecundé en todas ellas mis espíritus vigorosos y espectrales.

Desperté en un banco de la costanera no muy lejos de la derruida bahía como un perro luego de una noche de hambre. Una lluvia fina comenzaba a empapar el ambiente.

Cuando alcé la mirada vi que el pringoso barco se alejaba impulsado por el rigor de las olas. En la cabina sólo se alcanzaba a divisar la luz de una vela que pese a todo persistía con su luz opaca en el corazón de la penumbra. Quise gritar su nombre en la inmensidad de la playa pero recordé que nunca me lo dijo, que había hecho el amor con la digna emisaria de una otredad, la redención que salvaría a Puerto Peregrino, llevándoselo a una lejana Arcadia anclada en el regazo luminoso de un astro.

Caminé como un paria por la humedad de esas calles tan vetustas como mis recuerdos. Vi un taxidermista vendiendo pingüinos embalsamados, no tenía ojos, tan sólo las cuencas vacías.

—Vendo pájaros que se extinguieron, vendo especies de pecho blanco, vendo piezas de museo —musitaba.

Más allá un hombre silencioso afilaba cuchillos en la esquina. Luego, en la cuadra siguiente, saltimbanquis ancianos, osamentas de mujeres con trajes de can can y novias solas aún vestidas de blanco. Casi al llegando al muelle un sereno con una gran manta Castilla y un farol en la mano gritaba: ¡Son las doce y sereno!

Se acercó a mí diciéndome desesperado: —“Hace siglos que doy vueltas por esta calle cuidando

el sueño de los muertos, regrésame a la ciudad antigua. Está lloviendo hace noventa inviernos y ya quiero volver a Puerto Peregrino”.

—Sólo en la oscuridad navegan los fantasmas, lo hacen con un astrolabio y algún recuerdo en el equipaje —le contesté sin saber porqué.

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Revisando en mis bolsillos, encontré la minúscula cúpula de cristal.

Entonces supe que me traje esa prueba del país de los sueños, como la rosa amarilla de Coleridge, como el último ves-tigio de mi errancia en este mundo.

En ese momento, Saratoga bebió al seco la copa de ginebra que yacía en su mesa y de un rincón de su capote extrajo el juguete testimonial. Conmovía la serena belleza de la ciudad pequeña, un amuleto perdido entre las voces de una época más feliz.

—Esta tristeza podría ser el fin. Después de todo, eres el único amigo que me queda y creí que era bueno que lo supieras.

Le dije que mejor fuéramos a casa, a comer algo y conversar con la cabeza más despejada. Pero su mirada estaba perdida en un horizonte lejano, en los labios de la princesa acuamante que era casi decir, la cifra secreta del infinito.

—No —contestó—. Yo no me muevo de aquí hasta que ella vuelva a buscarme.

Pidió otra ginebra y volvió a su mutismo monacal, a su actitud contemplativa con los ojos clavados en un oleaje que repetía una incansable plegaria de despedida. Pagué la cuenta al cantinero que siguió mirándome impávido y salí a la calle.

A mi regreso la ciudad me pareció más fea. Reparé en algunos anuncios de comida rápida, en la respetabilidad con-formista de sus gentes, en centros comerciales que tapaban los barrocos faros del malecón, e incluso en la construcción de un gigantesco puente de cemento que unía la isla con el continente. También en lo diligente de sus habitantes, con sus maletines de cuero y gafas oscuras caminando como hormigas rumbo a la perfección. Desde la costanera pude ver algo que se alejaba como un navío. Era la noche.

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Índice

El diccionario de las veletas 14

A propósito de un beso 20

¿Quid mihi scribit Neptunus? 28

La musa y los espantapájaros 43

El vientre del olvido 52

Mal parroquiano en cualquier sitio 69

El basilisco 78

El pez de fuego 93

Ese consabido soneto impostor 98

La ruptura de los tristes espejos 115

El ataúd, la muñeca y el rostro de la locura 129

Breviario del dios dormido 146

El hombre que tenía dos sombras 156

La muerte tiene alas de gavilán 164

La cofradía de la Tierra Plana 175

Un vuelo más allá de la isla 189

La heráldica de la carroña 199

Alma de palo 205

Esgrima 212

El poeta y la princesa Acuamante 225

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Los 3000 ejemplares de este título

se terminaron de imprimir durante el mes de septiembre de 2008

en Fundación Imprenta de la Cultura

s Caracas, Venezuela

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