Amar a Dios en Tierra de Indios

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Meditación dominical

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Amar a Dios en tierra de indios2 Reyes 5

La frase que da título a esta reflexión bien puede parecer discriminatoria y lastimar sensibilidades políticas. Sin embargo, se significado más original tiene que ver con el choque de dos culturas; choque derivado de las concepciones religiosas, los modos de vida y costumbres, los conocimientos adquiridos a lo largo de la vida y las preferencias artísticas, mismas que, generalmente, son diferentes y hasta encontradas cuando dos culturas diferentes se relacionan.

Nuestra historia habla de gente importante: reyes, profetas y generales. Sin embargo, fácilmente dejamos de lado la importancia que tienen los protagonistas menores, en particular la muchacha israelita que fue llevada como esclava a la casa de Naamán. Es ella, de la cual no conocemos ni siquiera su nombre, la que detona una dinámica que transformará la vida de los personajes poderosos. Pero, lo que hoy queremos destacar que esta criada israelita es el arquetipo, el modelo a seguir, cuando se trata del ser cristianos en medio de una cultura secular.

Cultura, asegura la RAE, es el conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc. Además, destaca que en su sentido más antiguo cultura es culto religioso. Ambas definiciones establecen la profunda relación que existe entre el conjunto de modos de vida y costumbres y la religión. Destaca que los modos de vida y costumbres son tanto causa como resultado de la cosmovisión religiosa. Al mismo tiempo que esta es también causa y efecto de la vida y costumbres de los grupos sociales. De entrada, las personas estamos condicionadas a profesar la religión que es propia del entorno social en el que nacemos y nos desarrollamos. Por ello, cuando alguien cambia de religión genera una tensión que afecta tanto su ser interior como a su entorno familiar, a sus amistades y en general a las personas con quienes se relaciona.

Quien cambia de religión, cambia de cultura. Pero, la religión de quien pasa de una cultura a otra también se ve afectada al grado que se hace necesaria una adecuación de la misma a las circunstancias particulares de la nueva cultura. La muchacha israelita, podemos asumir, no era cualquier persona entre los israelitas. Con seguridad provenía de una familia destacada y, por lo tanto, piadosa dentro de la cultura judía. No sólo sus creencias religiosas, sino también sus actividades cotidianas, sus valores y sus aspiraciones eran las propias de quien se había formado en un entorno israelita. Sobre todo, tenía consciencia de que era pueblo de Dios, lo que significaba tanto obligaciones como beneficios indiscutibles.

Cuando esta muchacha es llevada a Aram, aproximadamente 200 kilómetros al Norte de Samaria, todo en su vida resulta alterado. Deja de ser una persona libre por lo que deja de tener los derechos humanos que corresponden a toda persona, entre ellos el de creer y ofrecer el culto religioso de su preferencia. Sus valores culturales resultan irrelevantes: pureza sexual, alimentación, cuidado de los días, familia, relaciones sociales, etc. Debe, y lo hace, incorporarse a una cultura, a un modo de vida y costumbres que no sólo le eran desconocidos, sino contrarios a lo que ella había sido, creído y practicado.

Sin embargo, el relato nos indica que algo en ella no cambió: su fe en el Dios de Israel. Cuando se da cuenta que todo lo que la cultura aramea es, representa y posee no resulta suficiente para resolver un problema vital en la vida de Naamán, la muchacha toma conciencia del valor y la relevancia que lo que ella es, cree y posee representan en tal circunstancia. Por eso le dice a la esposa de Naamán: Ojalá mi

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amo fuera a ver al profeta de Samaria; él lo sanaría de su lepra. Tan sencillas palabras detonan una dinámica tal que termina transformando la vida, las relaciones y la fe de muchos.

Samaria y Aram distaban unos 200 kilómetros. Sin embargo, no es sólo la distancia geográfica la causa de las diferentes culturas. Hoy en día podemos ver cómo los patrones culturales conviven en espacios geográficos relativamente pequeños. Entre estos patrones culturales están las diversas profesiones religiosas. Vivimos en un supermercado religioso en las que diversas expresiones religiosas conviven y compiten entre sí. Al igual que la muchacha israelita vivimos una tensión en la que lo que somos, creemos y hacemos puede resultar, y resulta, extraño, ajeno y contestatario de lo que otros son, creen y hacen.

Generalmente, la primera propuesta consciente e inconsciente que recibimos y hacemos nuestra es la de aislarnos de aquellas culturas y personas que ponen en entredicho lo que somos, creemos y hacemos. Sin embargo, ni tal es nuestra vocación: No te pido que los quietes del mundo, sino que los protejas del maligno… Así como tú me enviaste al mundo, yo los envío al mundo; pidió Jesús. Juan 17.14ss Ni tal cosa es posible. Estamos en relación íntima con culturas y personas que no sólo no son, creen y hacen como nosotros, sino que procuran dominarnos, hacernos siervos como sierva terminó siendo la israelita, de modos de vida y costumbres ajenos a nuestra vocación.

De nuestra historia aprendemos dos cosas. La primera es que Dios sigue siendo Dios independientemente de los cambios a los que la vida nos obliga. Él es autónomo y puede transformar personas y culturas. Cuando Naamán enfrenta al Dios del río Jordán, termina reconociendo que no hay Dios en todo el mundo, excepto en Israel. Es decir, lo primero es que nuestra fe trasciende nuestras circunstancias cuando, independientemente de ellas, nos mantenemos fieles a Dios. La segunda cosa tiene que ver con la necesidad y la importancia de discernir entre los principios y las formas de nuestra fe. Cuando Naamán agradece a Eliseo resalta, y casi pide permiso, para tratar de conciliar, de establecer alianzas de frontera, entre su nueva fe –su nuevo culto religioso-, y la cultura en la que vive y de la que sigue formando parte. Por ello dice a Eliseo: Sin embargo, que el Señor me perdone en una sola cosa: cuando mi amo, el rey, vaya al templo del dios Rimón para rendirle culto y se apoye en mi brazo, que el Señor me perdone cuando yo también me incline.

Como la sirvienta que preparaba comidas prohibidas en Samaria, que posiblemente era sujeta a prácticas inmorales a las cuales no podía negarse, que no podía ofrecer culto a Jehová. También Naamán tendría que ir al templo de Rimón, ofrecer su brazo al rey e inclinarse cuando su señor lo hiciera. Como también nosotros participamos de ciertas formas y en cierta forma de culturas que no son las nuestras.

¿Cómo distinguir entre los principios y las formas de nuestra fe? ¿Cómo ser relevantes en medio de tantas culturas que adoran a sus respectivos dioses Rimón? ¿Cómo ser luz y sal en medio de la oscuridad y corrupción en las que estamos inmersos? ¿Cómo encarnarnos sin dejar de ser hijos de Dios?

Estas son cuestiones que no podemos obviar y que exigen de nosotros respuestas prontas, sustentadas y trascendentes. De esto nos ocuparemos en las semanas por venir. Mientras tanto, recordemos que exiliados como Jesús y Daniel se mantuvieron firmes gracias, primero, al cultivo de su comunión con el Padre al través de la oración. Que al igual que ellos, muchos otros asumieron su condición de diferentes, cultivaron su identidad y su otredad, pagando el precio que ello significaba. Ello, porque vieron más allá de su aquí y su ahora. Priorizaron su fidelidad por sobre su conveniencia inmediata. Y, finalmente, unos y otros abundaron en el conocimiento de la Palabra del Señor. La leían, la estudiaban, la creían y la

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compartían. Sabiendo que si bien ellos estaban cautivos, la Palabra del Señor no puede ser encadenada. 2 Timoteo 2.9 NTV A ser, creer y hacer así los animo y los convoco.