Alio m NUM. 4Q UsocnFlovíos

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Alio m UsocnFlovíos NUM. 4Q J^OVELA D[COSTUMBf\[o GONZALO d[ovEi^ 3E PUBLICA LOS DÍAS 10. 20 V 00 Dt CADA MES M*drtd 9 0 de Marzo de 1886 •BIlliflltillN 1* |JIW|HI>I. »0T S pMMW-44 4«- BLCGIUSW»Mi»,Iqrtrha »MI«,liIMM. RA una larde de Mayo. - i—-—jj,. Uj-jg hermosísima tarde, '" Una de esas espléndidas fiestas de la naturaleza en que la tierra parece haber llegado al apogeo de su her- mosura. Vagaba yo por el antes desierto árido y hoy bellísimo parque de Valladolid. Me aburría, abrasándome el fuego de aquel sol castellano, todo fuego, como hecho para iluminar un campo todo oro. Y pensaba en la alegría del campo. En los placeres tranquilos de la aldea. Lejos del mundo miserable y triste, apartado de su bullicio, formado por los ecos de la ambición, la ma- ledicencia, la orgía y la calumnia. Pensaba yo en las agradables veladas en serena noche y conversación inocente con el labriego venerable y la Cándida aldeana. Sonaba los goces bucólicos del espíritu engolfado en la contemplación de la naturaleza, en la calma y el reposo rural de esa ignorada senda por donde han ido lo3 pocoH sabios que en el mando han aid«. Según el docto parecer de Fray Luis de León. V embargado el ánimo con pensamiento tan agradable, di la vuelta á mí casa, preparé en breve tiempo la maleta y en el primer tren abandoné la capital castellana para trasladarme á la poética comarca, jardín de Kspaña, según Bretón, y vergel del mundo, según mi modesto parecer, de viajero curioso, que se llama Rioja.

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Alio m

UsocnFlovíos NUM. 4Q

J^OVELA D[COSTUMBf\[o

GONZALO d[ovEi^ 3E PUBLICA LOS DÍAS 10. 2 0 V 0 0 Dt CADA MES

M*drtd 9 0 de Marzo de 1886 • B I l l i f l l t i l l N 1* |JIW|HI>I. »0T S pMMW-44 4«-

BLCGIUSW»Mi»,Iqrtrha »MI«, l i IMM.

RA una larde de Mayo. — - i—-—jj,. Uj-jg hermosísima tarde, '" Una de esas espléndidas fiestas de la naturaleza en que la tierra parece haber llegado al apogeo de su her­

mosura. Vagaba yo por el antes desierto árido y hoy bellísimo parque de Valladolid. Me aburría, abrasándome el fuego de aquel sol castellano, todo fuego, como hecho para iluminar un campo

todo oro. Y pensaba en la alegría del campo. En los placeres tranquilos de la aldea. Lejos del mundo miserable y triste, apartado de su bullicio, formado por los ecos de la ambición, la ma­

ledicencia, la orgía y la calumnia. Pensaba yo en las agradables veladas en serena noche y conversación inocente con el labriego venerable

y la Cándida aldeana. Sonaba los goces bucólicos del espíritu engolfado en la contemplación de la naturaleza, en la calma y el

reposo rural de esa ignorada senda por donde han ido lo3 pocoH sabios que en el mando han aid«.

Según el docto parecer de Fray Luis de León. V embargado el ánimo con pensamiento tan agradable, di la vuelta á mí casa, preparé en breve tiempo

la maleta y en el primer tren abandoné la capital castellana para trasladarme á la poética comarca, jardín de Kspaña, según Bretón, y vergel del mundo, según mi modesto parecer, de viajero curioso, que se llama Rioja.

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362 LA NOVELA. ILUSTRADA

Está encavada la tierra riojñna en el confía de la provincia de Logroño, casi besándose con las llanu­ras alavesas y los peñascos navarros, y serpentea sus límites por la frontera burgalesa el Ebro, que corre hacia Aragón.

Hay en su suelo mucha flor, en su cielo pocas nu­bes, en su espacio,ambientes perfumados que se ex­halan de los múltiples árboles donde pintadas aveci­llas trinan música armoniosa.

Dejó el tren en Haro, me encajoné lo mejor que pude en un cochecillo viejo y desvencijado, arrastra­do por un caballejo indefinible, y ejerciendo á la par de conductor y conducido, con la maleta entre las piernas, y las riendas y fusta entre las manos, me lan­cé con la impetuosidad del galope del rocinante, que hacía esfuerzos para sostenerse en pie.

AI poco tiempo divisé la cúpula de la torre que domina la catedral de Santo Domingo de la Calzada, faro de piedra en un mar dearena, que, por !a llanu­ra del terreno, se divisa tres ó cuatro horas antes de alcanzarla.

Cubierto el manso animalejo de sudor y el co­checillo de polvo, pasamos por Santo Domingo sin de­tenernos, y á la entrada de la noche, caballa, coche y viajero dimos juntos en un pueblecito, cuyo nombre siento no recordar, pero que es el último de la carre­tera, que le abandona asentado al pie de la sierra y rodeado de chopos corpulentos.

Yo tenía allí unos parientes lejanos que me habían ofrecido lo.s patriarcales goces de su hogar tranquilo á cuenta de largas estancias que hacían en mi mora­da vallisoletana, con grave alteración de n>is costum­bres y detrimento notable de mj bolsillo.

Pregunté al primer peatón mofletudo que encon-tté en mi camino, y siguiendo sus indicaciones, llegué frente á un ancho portalón que guardaba un caserón medio íestruído, mitad castillo feudal, mitad choza rehabilitada.

Bájeme del carricoche, llamé con un pedrusco á la puerta por no encontrar llamador más á mano que el que en abundancia machacaban mis pies, y me contestó al poco rato una voz áspera y chillona, per­teneciente a una vieja apergaminada, de arrugada faz, verdes ojos y ningún cabello, más que el del bi­gote, que era negro y poblado.

Dije mi nombre, sonaron varios gritos de sorpre­sa seguidos de un zapateatlo que hacía temblar la casa y gemir á la escalera; franqueó Ja entrada ía arruga­da respondona, y ames de entrar me sentí ahogado por una docena de brazos hercúleos que rodeaban mi cuerpo, desde la garganta á la cintura, y aún creo que algo más abajo, en apretada y seguida cadena.

Cuando merced, á mis esfuerzos, pude verme libre de aquellos dogales, me encontré rodeado por un vie­jo Sansón, con traje de paño pardo, un joven more­no, con carrillos de cereza y remos de elefante, y cuatro pimpollos de aldea cuyo retrato detallaré.

Las cuatro eran hijas del tío Anselmo, que era el anciano, y la tía Nicanora, que era la vieja, y herma­nas de Calixto, que era el forzudo ganapán.

La mayor, que contaba diecinueve abriles, era ru­bia y blanca, al contrario de su hermana Pepa, moza de diecisiete mayos, con ojos negros, grandes y ha­bladores. Trigueña y agradable, cuanto chiquitita y retozona, era la que en edad las sCp'uía, granito de pi­mienta de dieciseis primaveras, con los ojos pardos como su hermana menor Pelrilla.

Petrilla era la crisálida próxima á convertirse en mariposa, un ángel grueso, de rechoncha faz, blanca y rosada, con unos brazos que envidiaban por lo gruesos, los de su hermano Calixto, y unos pies que,

por lo menudos, convenían más á la reducida talla de su hermana Frasquita,

En lo,que estabiin las cuatro hermanas de acuerdo era en tener alto el seno, y redondas y abultadas las formas incitantes, que velaba el percal á los ojos au­daces ó indiscretos.

Con tan buena compañía, que no cesaba en sus exclamaciones de alegría, subí la empinada escalera, mientras Calixto desenganchaba el caballejo y lo en­cerraba en la cuadra, en donde entró el animal lan­zando grandes relinchos de alegría.

Luego que el mozo volvió á reunirse con nosotros, todos juntos entramos en la cocina, donde en anchos escaños de rtiadera tomamos asiento alrededor de un monte de leña, que abrasaba con sus olas de fuego y ahogaba con sus olas de humo.

Pronto un sucio mantel cubrió una mesa paticoja, y en una fuente colosal, más á propósito para pi-íón ó abrevadero, vertió su contenido una olla defor­me, en la que se habían cocido yo no sé cuántas li­bras de patatas.

Hambre verdadera traía yo del camino, pero mis huéspedes no permitieron que probara el tuberculoso manjar, sino que se empeñaron en que me era más conveniente el chocolate, y quieras ó no, me hicieron tragar un caldo espeso de harina y castañas. * Tomé con resignación aquel primer trago, y miré

en tanto con envidia cómo aquella gente, tras las pa -tatas, se engullía medio jamón.

Pero me consolaba el oírme llamar cariñosamente primo por aquellos serafines de aparejo redondo, cuando yo creía que sólo era primo suyo cuando en mi casa de Valladolid saqueaban mi despensa, ó me obligaban á servirles de lazarillo y Cicerone por cuan­tos cafés, comercios y otros desperdicios contiene la antigua ciudad de Pedro Ansúrez.

Tras de la cena, me acompañaron gentilmente hasta la alcoba, donde yo hubiera pasado la noche sumidoen letargo reparador, sino me lo hubieran im­pedido ciertos insectos que no hay para qué nombrar, pero que teñían de rojo las que debieron ser paredes blancas.

Por fin, tras un cruento martirio, y cubierto de pi­caduras y otros excesos, intenté arrojarme del lecho en ¿uanio alboreó la mañana.

Pero debieron sentirme las muchachas, porque en tropel acudieon todas cuatro, sin darme tiempo apenas de arreglarme la prenda más larga de mi ves­tido, y mientras la una me saludaba y otra me ofrecía de nuevo aquel detestable jarope, lla'mado chocolate, por antonomasia, la otra me ponía agua en la jofaina, y la cuarta desdoblabla la toalla limpia, y todas cuatro me abrumaban con salutaciones y cumplidos, ya cur­sis, ya engorrosos, en términos, que si nunca me ví

fDe damas tan bien servido»,

tampoco me vi más mareado, confuso y aburrido. .Me llamó, sin embargo, la atención, ver átodascua-

tro ninfas, cambiado el corto-sayo por el vestido almi­donado, que fué moda una docena de años atrás, y lleno el cabellode flores, plumasy cintajos, y'no pude menos de preguntar la causa de aquella ridicula mas­carada.

¡Oh noticia inverosímil! Se casaba una muchacha vecina y era preciso asis­

tir á la boda. ¡Y yo que había venido á aquel rincón del mundo

huyendo del bullicio y la algazara! Ni á un tiempo tuve para reponerme de la sor­

presa. Entró Calixto.

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LA NOVELA ILUSTRADA 363

Calixto, disfrazado también, con unospantülones estrechos como embudos, de un color canario que horripilaba, con un chaleco de terciopelo negro con rosetones colorados y un casaquín verde manzana.

Cn arlequín completo. Apenas si pude contener la carcajada á la vista de

atavío tan grotesco; pero Calixto se empeñó en que me vistiese de prisa y con la ropa maja, y no hubo más remedio que abrir la maleta y vestirse á gusto de aquella genie, entre mil sudores que me proporciona­ba su ayuda, pues mientras una estiraba hacia arriba el cuello de la levita, otra estiraba hacia abajo los fal­dones, y la tercera de las mangas, y la cuarta, de las solapas, hasta que lograron hacer perder su forma á la prenda, que resultó luego grande para mis brazos, an ­cha para mi pecho y larga para mi talle, cuando mi sastre tomaba tan bien las medidas.

_ Y á la fuerza, entre las cuatro me desnudaron de mis pamplonés de cuadros menudos, v me vistieron otros de no sé qué color oscuro, y cambiaron mis za­patos por unas bolinas de becerro, que me lastimaban Jos pies, y al cabo de media hora de zarandeo me en­tregaron sudoroso y rendido en brazos de Calixto, con el que me eché á la culle maldiciendo e! instante en que soñé con la paz de las aldeas.

Ent re la imper tmente curiosidad de los vecinos, atravesamos el pueblo y llegamos á la iglesia.

Paseamos por la plaza que tiene delante una hora larga. Por fin, un rumor salvaje de chistes incult js anunció la llegada de los novios, precedidos del im­prescindible gaitero y arrostrando el espantoso calor de un sol sin nubes; apareció en la plaza un mocetón cubierto con una capa de ocho dedos de gruesa y que desde el cuello hasta los pies le tapaba completamente, y á la que servía de aditamento un sombrero de tiel-iro despeluznado, de forma de tubo prolongado, cou alas planas, ni más ni menos que como se gastaban en la gloriosa época de la francesada. '•,>•

A su lado, una muchacha morena, al ta 'y gallarda, vestida con un blanco atalaje cubierto de flores de tra-)io y cou negra mantilla sin velo y detrás, graves y tiesos, los padrinos y los testigos, y entre ellos el c u r i y mis cuatro primas.

en t r amos en la iglesia. Se apagó el coni'uso ruido de pisadas toses y ro­

zamiento, y apareció el sacerdote, revestido de todos Jos atributos naturales de su ministerio, llegó hasta el altar y empezó la misa.

En el momento oportuno se volvió hacia los fu­turos esposos, alzó su. mano , trazó en el aire una cruz, y cátate unidas por toda la vida dos existencias y aca­so dos voluntades.

líesonó en la plaza el estruendoso tamboril y la chillona gaita, sin laltar alegre .tcompañamiento de castañuelas y pitos; formaron en dos tilas, á u n t a d o las mujeres, y los bombines al opuesto: las primeras capitaneadas por la novia, y por el novio los segun­dos, y todos, rodeados de un enjambre de chiquillos pedigüeños y alborotadores, emprendimos la camina-la hasta la casa de los recien casados.

Sirvióse alli desayuno abundante tras del choco­late con bizcochos, acompaiiados del tinto clarete

Diose también de beber al gaitero, que en pago del obsequio, se preparó á destrozar los bailables más en moda, medio siglo atrás, y los jóvenes elegían sus parejas y dejaban convertido el bufet en salón de baile.

Alegre fué la danza, pero larga como ella sola, y aun gracias que fué interrumpida á la hora de comer, aunque con protestas de la gente joven, que no hubie ra dejado de bailar hasta que el cansan>.io les hubiera privado de fuerzas. No fué poco lo que durante el baile

me marearon mis cuafro primas, empeñadas en que tomase pane en una dU'ersión que nunca he odiado, pero que no había disputado nunca, porque me pare­ce algo r idicula.

Sobre la mesa apareció, pr imero un guiso de car­nero con patatas, y luego, otro Je patatas con carne­ro y después carnero solo, y más tarde carnero toda­vía; al punto de que si no salimos á carnero por bar­ba, fue porque los estómagos se resistiesen ya á con­tinuar engullendo, todo, ello remojado con aquel tordillo espumoso que cri'^in las viñas riojanas, y que es sangre verdadera de Cristo, porque redime las tris­tezas del m u n d o .

Vino magnítico. que nos UcvanJos franceses, para volvérnoslo embotellado, con etiqueta de extrangis y corcho lacrado, haciéndonos pagar por una botella lo que les cuesta un tonel, mientras nosotros encont ra ­mos delicioso el vino compuesto que rechazamos puro , sólo porque es e spaño l , -qu t ya de suyo es bueno, aunque para delicados jjáladares siempre fac­ió mejor lo inás extraño.

Crítica justísima elicerrada en este refrán sentcii-ciero:

«Santa M a r ^ ; la más lejos, la más devota.» Cuando se alzaron los maineles, se volvió al baile,

y del baile se pasó al refresco, acompañado de fru­tas del pais, y del refresco se volvió al baile, hasta que se hizo de noche, y entDnccs los novios impacien­tes, dieron la voz de alarma, y cada cual cogió sus arreos y fuimos'destilando a p o c o , entre chistes pi­cantes y dichos más ó menos ocurrentes, dejando al íjn y al cabd solos á IÜ> i iov i^ en libertad de disputar á sus ancli.is la primera sabrosísima noche de matr i ­monio, que vi^jílá ser el duíce que después hemos de pagar en tantas'ítídigcsiioñes.

Cansado, mol ido, baqoetcailo, ansiando el mo­mento de poder dejar á mi espalda tos atracones de carnero y los baÜoleos de todo el día, y volver á mi querida ciudad á descansar, e'ntre el buIHciu, siendo indiferente á la algazara, llegué á casa.dispuesto á en­ganchar el indefinible caballejo al destrozado carri­coche y lomar en seguida las de Viliadiego. Pero el hombre propone y los hechos-le.fastidian,

Calixto había dispuesto de mí aquella noche. Era preciso divertirse á costa de los recien casados;

y no era jgsto privarme de tan ameno entreteni­miento. Además, mis primas me lo suplicaron, mis tíos unieron sus ruegos á los de sus hijos, Krasquita me guiñó maliciosamente el ojo, a l a par que Petrilla me daba un pellizco picaresco, y Juana ponía ios ojos, en blanco y Pepita me hacía señas que no entendía, y en­tre todos me hubieran vuelto loco si no hubiese accc dido á su deseo.

Fué necesario quedarse. Me resigné. Y apenas había prometido quedarme, cuando en­

traron en la sala cuatro mocetones, tan fornidos como Calixto, que venían en busca nuestra, y cou ellos . salí sin saber á dónde ni cómo .

Llegamos á la calle y nos dirigimos á casa de los desposados; pero antes de llegar oímos un gran es­truendo como de tablas que caen unas sobre otras, se­guido de un gfiío de angustia y otro de furor.

Mis compañeros soltaron una carcajada salvaje, y Calixto exclamó:

— [Ya han caído! Efectivamente, los muy zoquetes habían colocado

la cama en falso: los novios habían venido á tierra cuando creían remontarse al cielo.

Y todo ello lo celebraba como obrasuya el borrico de Calixto r .endo hasta tener que apretarse los hijares é intiando los motietes para no estallar de alegría.

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Las sefioritas de Ansurez Vapuleo conyugal

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366 LA NOVELA ILUSTUADA

Pesadita me pareció la broma, pero callé, porque fuera el discutir tiempo perdido, cuando ya el mal estaba hecho.

Lle¿;amos debajo de las ventanas de la casa nup cial, vi que de una de ellas pendían unos cordelitos delgados, é involuntariamente tire de uno de ellos.

¡Nunca Jo hubiera hecho! Oyese primero un espantoso maullido, y después

una blasfemia horrible, arrlbaj y abajo otra brutal carcajada, y vino á sacarme de mi estupor un jarrp de agua tría que cayó sobre mí, calándome sin com­pasión hast^í ios huesos.

Calixto había encerrado un gato en la mesilla de noche de los novios, atado con el cordel que yo tuve la desgracia de estirar, y el animal, sintiéndose arras­trado, había saltado de su escondite, t irando a l sue lo la mesilla con la lámpara que sostenía, el vaso de agua, y qué sé yo cuántas cosas más, que exasperaron al novio, hasta hacerle arrojar sobre mí el contenido de ia palangana, que me remojó Je ló l indo.

Después, todos mis acompañantes t iraron de los demás cordeles, y se oyó un estrepito infernal, pues á cada tirón de abajo se venía al suelo un nuevo objeto arr iba.

Par fin, el novio salió dando gritos á la ventana, y los compañeros de Calixto le contestaron con de­nuestos, y mientras el uno más se enfurecía, los oíros se bur laban más, y en dimes y diretes pasó un ins­tante, hasta que ciego el atribulado marido, cerró de golpe la ventana, y a rmado de una estaca bajó á la puerta, y apenas lá abrió, los otros se ech;iron encima de él, V el novio pegaba y los otros le respondían, y la novia, en camisa y zapatillas, ayudaba á su esposo en su tarea, repartiendo arañazos y mordiscos, y cre­c í a l a sopapina, sin que nadie supiera dónde daba, sintiendo todos dónde recibían, dábanse golpes á granel; y como todos en montón se arremolinasen á la puerta, tnvo sin duda la novia miedo de que aquella gente se le colase dentro, y dejyíffsalto se plantó en ¡nedio del portal, donde á mí tnc había arrojado un gülp j que yo no busqué, pero que sí recogí, y cerró de golpe, dejando en la calle á los combatientes c ie­gos en la refriega, quedando ella y yo solos en la casa.

Diüla rubor á la pobre muchacha que yo la viese en tan ligero traje, y á escape subió la escalera y yo tras ella, hasta dar juntos en la alcoba conyugal don­de ella se apresuró á cubrirse con un vestido cualquie­ra y yo á sentarme,'á t iempo, porque las piernas se negaban á tenernic derecho.

Alenté, cr;,C4«nto pasó el primer momento de con­fusión, y p e n s i l t n despedimií; de la linda desposa­da, que me miraba con terror en su aposento, aunque no creo que con demasiado disgusto, cuando suena '•onco e' aldabón con golpes redoblados, y ía voz del esposo, que llama á su mujer pi ra que abra la puerta de la calle que ya han abandonado los perturbadores de su dicha ínt ima. • -

Aquí de los apuros de lá pobre esposa. ¿Que vá á pensar el marido de mi estancia en la

alcoba y aun en el domicilio conyugal? ¿Cómo justificarla? iin vano me esfuerzo por convencer á la novia de

que diciendo la verdad han de creernos, puesto que lodos pueden justificar que me hallaba en la calle al empezar la tremolina, y el breve tiempo trascurrido no da lugar á maliciosas suposiciones.

Por hn determiné salvar de cualquier modo á aquella infeliz.

Me fijé en una ventana que daba á-la parte trasera de la casa, formada por un huertecillo, cuya tapia no tenía demasiada elevación, y sin encomendarme á

nadie, salté por la ventana al jardín, bien á t iempo, porque el marido subía ya precipitadamente las esca­leras .

Yo no sé si vio señjles de mi huíJa ó que la sos­pechó, pero e'l algo debió pensarse, y cuando yo esca­laba la tapia vi en la ventana un bulto que dirigía hacia mí algo negro, estrecho y I.irgo.

A toda prisa me encaramo á la tapia, ansioso de ganar la calle, óyese un estampido y un grito de te­rror , y violentamente arrebatado por ímpetu ex­traño, caigo de golpe y sin sentido á la parte afuera de la tapia .

Cuando torné á la vida, que debió ser en seguida, me encontré rodeado de Calixto y sus compañeros, que entre bromas picantes comentaban mi aventura arrojando al lodo la honra, para m i i n m a c u l a d a . d e aquella pobre mujer, que sin quererlo me dió alber­gue, tal vez para su desgracia.

Yo sentía un vivísimo escozor en la parte posterior de mi individuo, un poco más abajo de la cintura y más a r r i b^ í i e los muslos, pero no me s6ntí herido, cosa que ajMJtpiica con facilidad, pues la escopeta del marido ceTbiEfO':estaba cargada con sal, cosa que se acostumbra por allí, y aun en casi toda Castilla, para castigar á los muchachos traviesos que roban las huer­tas y destrozan los sembrados.

Pero el escozor cada vez.era más vivo y me hacía lanzar quejidos J 'oloiosos.

Calixto me cargó en sus brazos y me condujo á casa; despertó á sus hermanas, y quieras que nó, y con más solicitud que r u b j r y vergüenza, me frota­ron el sitio dolorido con vinagre fi,*^rte, lo que me hizo padecer horriblemente, hasta el punto de que al­boroté la casa, y aun el barrio, con líiis gn ios .

Cura tan bárbara produjo sus lesultados, pues se calmó el dolor a costa de una iníiamación que me prohibía sentarme y aun echarme, condenándome á la postura vertical perpetua. , /fK-

Aún no contento Calixto con sus fechorías de aquella noche, volvió a salir sin duda para acometer otras nuevas, y me dejó solo con sus hermanas. las que formaron tu rno para velar conmigo, y tocóle la primera á la Petrllla, por lo que las demás se fueron á dormir y yo quedé con mi enfermera.

Empeñóse ella en que mií acostara, pues podría estar de costado en el lech >, y así lo btce.

Y yo, en el lecho, vuelto hacia ella, y ella sentada á la cabecera, pensamos en emplear del mejor modo posible la hora que la correspondía estar á mi lado.

Era Petrilla la más joven de las cuatro hermanas . • Una niña casi, una mujer apenas; no m u y abulta­

da de carnes, pero muy grande de ojos y muy chi-qui t j la boca; blanca, con ese blanco empañado de la mujer de ojos y cabello negros; de fisonomía inocente y agradable.

Pero así que empezó á hablar, ¡adiós inocencia! ¡Cuántas cosas suponía ella que habían pasado

entre la recién casada y yo! Dudo si pudiera ser más maliciosa una mujer ya

desencantada del mundo . Me disguiaba oir á tan ündos labios suposiciones,

tan calumniosas, y descubrir lo que debieran ignorar. [Pero era tan linda! Yo no sé cómo encontré emre las mías su mano

suave y pequeña; yo no sé cómp la tropecé con mis labios y estampé en ella un beso.

Sonó el chasquido, á la par q^ué Petrilla se reía burlonamente, que ella debía creer que no son las manos las destinadas á recoger las palpitaciones de los labios, - -fc.'

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L A N O V E L A ILUSTRADA 367

Mi mano se enroscó á la esbelta cintura de Petri-lla, y como la chica dejase hacer sin oponer impedi­mento pudoroso, pronto nos encontramos, yo con medio cuerpo fuera del lecho y ella levantada casi de la silla, los mutuos brazos enlazados á los cuellos y ambas bocas juntas y en movimiento precipitado.

Pero apenas se habían cambiado algunos besos ardientes, que entre gente soltera no son pecados gra­ves, cuando vino Frasquita á relevar á su hermana, que contrariada y de mal humor , cedió el puesto des­pidiéndose de mí con una mirada tierna y un apretón signihcalivo.

No se ocultó á Frasquita lo sucedido, q u e á los ojos penetrantes de una mujer no pueden pasar desaper­cibidas las turbaciones rápidas y los sobresaltos de los que casi infraganti son cogidos en pecados de amor , por veniales que sean.

Así, que me interpeló sobre lo ocurrido, pero con dulzura tan exagerada y acento tan meloso, que bien conocí, que reclamaba la coniinuación en su persona, sin tener en cuenta que «nunca segundas partes fue­ron buenas» y ella, querenciosa y yo excitado, podía bien paliar los vidrios rotos su hermosura.

Pero como á mí me agrada el amor por el amor mismo, y no por el deseo, no encontraba placer en aquellas caricias que ella buscaba con afán y yo rega­teaba demasiado.

Debióme encontrar insulso y apocado; y tan­to esto debió desesperarla, C|ue se alzó de repente, y echando chispas por los ojos, se alejó de mí, sin dig­narse despedirse, mucho antes de que tocase el turno de vela á Pepita .

En el intervalo que medió entra la fuga de la una y la venida de la otra, dormime yo como un mostren­co, que tal estaba de rendido.

Despertóme al poco rato un ruido infernal de vo­ces, gritos, súplicas y blasfemias, y cuando abrí los ojos, no sólo encontré á Pepita á mi cabecera, sino que á los pies estaban las otras tres l iermanas. los tíos, Calixto y sus compinches, y entre elloí, enredados en una madeja informe, que sin cesar culebreaba, los dos novios consabidos; pálida y acardenalada ella y rojo y rabioso él. ella dominada por los golpes, y él por los celos; ambos, sudorosos, rendidos y magullados.

El marido pegaba á la mujer, la mujer a! marido, ambos á cuantos tenían cerca, y éstos á todos, y to­dos á ellos, en revuelto maremagnum y horrible y confusa gritería.

Los herciileos brazos de Calixto, cayendo como mazas sobre los apaleadores. infundieron el terror, y con el terror. la paz, el silencio la tregua.

La pobre mu)er se avalanzó hasta la cabecera de mi lecho, y allí cayó de rodillas, arrasados en lágri­mas los ojos y cruzadas las manos suplicantes, y entre sollozos comprimidos exclamó:

—¡Señorito por Dios, diga Vd. á mi marido que no es cierto que haya Vd. entrado nunca en mi casal

— ¡Perra! interrumpió el marido. ¡No niegues! ¡Que se descubra y veremos si puse la sal donde puse el ojo!

Y Calixto gritaba: —¡Es cierto que he estado en la casa, porque yo le

recogí al caer de la tapial —Pues bien, interpuso la pobre joven desespe­

rada: estuvo, pero nada de malo hubo en nuestra en­trevista.

V decía la verdad. Pero su marido se obstinaba en no creerla, y era

lo peor que todos apoyaban al marido. Sólo Frasquita sonreía maliciosa, mientras mur­

muraba con desdén; —¡No es capazi

Yo no sabía lo que me pasaba. Quise interceder por la víctima, pero me in te r rum­

pieron un montón de voces insultantes. —¡Kl lechuguino! — ¡La mosquita muerta! — ¡El agua mansíil —¡La santurrona! —¡La casadita! —¡La beata!

Todas estas frases cayeron sobre nosotros como una granizada, acompañadas de los gritos subersivos de ¡matarlos!

Y gracias á la firmeza de mi tío, que se puso de mi parte, que si nó, creo que llevan á efecto su amenaza, según estaban los ánimos de exaltados.

Con todo, no pudo librarse mi inocente cómplice de algunos garrotazos más de su marido, aferrado en creerse burlado, y aun algunos puntapiés de los luga-retios compasivos, amén de muchos alfilerazos de las caritativas palurdas .

Dábame compasión aquel cuerpo macerado sin culpa, y que teñido de verde y morado perdía visible­mente la gentileza de su formas bajo la brutal magu-llación de su suplicio, pero no me atrevía á interce­der por ella, temeroso de agriar más la cuestión, y era imposible negar mi estancia en la casa, que no sólo probaban las frases de Calixto, sino mis agudos dolores y mi posición violenta, y era inútil tratar de convencer al genízaro del marido de la sinceridad de mis palabras; que tal anda la idea de la honra por aquellos andurriales, que tan sencillamente creen en su desaparición hecha de modo tan rápido.

Mi tío quiso poner en claro el embrollo, pero ape­nas si consiguió enredarlo [ie nuevo, que estaban fu­riosos todos, sospecho que eUos de envidia y ellas ile celos, y como nada convence más que aquello que tnis nos duele, era imposible el arreglo .

El marido se dirigió á mí directamente para l la­marme seductor, libertino y otras lindezas por el esti­lo, que me exasperaron hasta el extremo de que . olvi­dando mi natural condición pacífica y la superioridatl brutal de aquel mostrenco, me arroje del lecho d is ­puesto á castigar su barbarie.

Un grito de espanto siguió á mí resolución; la pu­dorosa Peirilla, que poco antes se dejase abrazar de tan buena gana, sintió conatos de desmayo al verme en calzoncillos, y eso que no los gasto de punto , y todas asustadas de mi figura huyeron en tropel en distintas direcciones.

Por arle de encantamiento, en un punto nos en­contramos solos en la alcoba. la esposa ultrajada, el marido apaleador y un servidor de ustedes.

Intenté convencer al marido con ra¿oncs. ¡Pero inútil tarea! A cada razón me contestaba con un insulto grose­

ro, y los ánimos iban enardeciéndose por grados, ha­ciéndose la lucha inevitable; quería interponerse la mujer para evitar los golpes, pero esto irritaba más .i aquel cafre, empellado en creer que su esposa mediaba por defenderme, cosa que poco á poco iba ya creyen­do yo también, y profiriendo contra su mu]er los dic­terios más inmundos é inmorales que encendían su rostro de vergüenza y el mío de indignación.

Desesperado, yo me volví á la cama, dispuesto á ser testigo mudo é indiferente de lo que ocurriera, pero esto encendió más la sangre del mastedonte del marido, que quiso saciar su rabia en la infeliz es­posa y volvió á sus golpes repetidos, y ella á asirse de las ropas de mi lecho y á pedirme á grandes voces misericordia.

Yo no sabía qué hacer: me enternecía e! dolor de

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3ü8 L A N O V E L A ILUSTRADA

aquella mujer, me indiiíiiaba la esiupldcz de aqutílla Ícente, pero me consideraba débil para lucliar contra toda aquella cátila de salvajes, que había vuelto otra vez en tropel.

Kntonces me ocurrió rápidamente una idea: con­denarme al suicidio.

Griié en medio del tumul to : —jCómo he de haber faltado á esta mujer, sí nie

muero de amor por Petrilla! F.[ efecto fué instantáneo. Oe un salto la aludida se puso á mi lado, desañan-

do con su actitud á los demás, y se apresuró á confesar con tono ingenuamente candoroso:

—¡F-s verdad! ¡Este caballero no ha podido fallar Á esa mujer, yo ten^o la prueba!

Quédeme yo asombrado, sin poder atinar qué prueba podía dar Petrilla de mi inocencia.

I'dla. pudorosa y encendida, se acercó á su padre, y temblando de rubor, le dijo no sé que al oído.

E] pailre se adelantó hasta mí, para decirme en tono solemne:

— ¡Caballero, sólo el matr imonio puede reparar mi deshonra!

Di un bote horrible; uno de esos salios inverosími­les de sorpresa y terror á la par.

¡Me habían cazadol Petrilla había exagerado mis atrevimientos de

aquella noche y ya era imposible retroceder. Cahxto tomó la palabra. Despachó con malos modosa toda aquella gentu­

za, y poco á poco fueron desfilando. Sólo Petrilla y yo quedamos en el aposento. Acérceseme la chicuela con exagerada ternura, que

me extremecía, pprque sospechaba un lazo para co­l i m e en flagrante delito de seducción y remachar el clavo, obligándome al casorio.

Ella, exageraba las caricias, hasta el punto de h a ­cerme sufrir un martirio verdadero, porque al íin era joven y bonita.

Yo resistía como un hSroe. Sentía de cuando en cuando agitarse la cortina de

la alcoba y presumía que desde allí me acechaba la mavor desventura que pudiera sobrevenirvc.

Petrilla, seguía propasándose. Al tin, se me ocurrió una extraiagcma tan inocen­

te, que de puro sencilla, me pareció acertada, por aquello de que «lo más difícil, es lo que suele salir mejor.»

Fingí corresponder á las caricias de Frasquita, hasta creo que estuve expresivo, sin caer en la tenta­ción por evitarme la sorpresa.

I lablé de amor , de tidelided, de matr imonio. Tuve la paciencia de esperar la alborada en tan

mentida conversación, y juré solemnemente á Petrita que ocho días después sería mi esposa.

Llegó la mañana. En cuanto los primeros rayos del sol i luminaron

tibios la estancia, desapareció una negra sombra que desde detrás de las cortinas, vigilaba mis amantes ex­tremos.

La gente de la casa se puso en movimiento. Oí á Calixto que se alejaba cantando alegremente

y al viejo padre de Frasquita que pedía la llave de la huerta .

Kn la cocÍLia, la vieja reñía á sus hijas, avivándo-la.s para que preparasen mi desayuno, que debía ser suculento, según las traía atareadas.

Despedí á Petrilla con una caricia, suplicándola que trajese agua para lavarme.

Mientras lo hacía, salté del lecho, me puse un pan-j í i lón, el primero que encontré á mano, tm pañuelo de

seda arrollado al cuello, oculté mí liexible sombrero en la pechera de la camisa y cubrí mi cuerpo con una levita.

Cuando volvió mi obligada prometida me e n c o n ­tró vestido. La supliqué me esperase, pues bajaba á la cuadra á evacuar una urgencia precisa, y nada pudo sospechar de quien se alejaba en zapatillas, sin nada á la cabeza y tan ligeramente vestido.

Mi maleta quedaba abierta al pie de la cama, y con toda intención, por la abertura de sus des cajas aso­maban algunos papeles sin interés.

Mientras ella, llevada de la natural curiosidad de las hembras, registraba papeles y ropa, yo, con sigilo y mucha prisa, enganché el caballejo al tar tanucho, abrí con gran cautela la puerta del corral , supliqué fervorosamente al dócil animal que me ayudase con la velocidad de su carrera, monté, tiie calé el som­brero, solté dos t remendos latigazos al traspapelado corcel y á todo escape me lancé á la carretera.

El caballo atendió mi súplica y mejor aún mis la­tigazos; corría como una exhalación.

F'l ruido alarmó á las mujeres de la casa, que sa­lieron á las ventanas, desde donde me lanzaban inju­rias, amenazas, groserías y algún que otro cacharro viejo; pero yo seguía zurrando al caballejo y en breve tiempo dejé á mis espaldas la frondosa arboleda que rodea al famoso pueblecillo.

Al pasar por junto-á un sembrado vi á mi tío, que me conoció, y dejando el azadón, saltó á la carretera gri tándome:

—¿A dónde vas? —¡A Roma por las dispensas! contesté, fustigando

á la vez al volador cuadrúpedo. Más lejos, tendida sobre la cuneta del camino, me­

dio exánime y semiespirante, hallé á la pobre despe­zada bárbaramente arrojada del domicilio conyugal .

La consideración de que era yo la causa inocente de su desdicha, movió mi piedad; detuve el cocheci­llo, y cargué en él á la infeliz dolorosa.

E n menos tiempo dc\ marcado por la costumbre llegamos a Haro . Allí busqué un antiguo conocido que me prestó el dinero necesario, reemplacé los gi­rones de que aquella víctima de la calumnia iba cu­bierta por modestas telas oscuras, fortalecí su cuerpo con abundante comida en la fonda, y su alma con pa­labras de consuelo, y emprendimos juntos el viaje hasta mi querido Valladolid, á donde llegué por la noche, arrepentido de haberla nunca dejado, y mal diciendo la inocencia y la paz de los pueblecillos.

La despedazada del hoteniote de mi verídica narra­ción, sirve hoy de ama de gobierno á un canónigo viejo y amable, que la tiene olrecido no olvidarla en el testamento.

Nunca más ha sabido del animal de su mar ido . Yo me he negado obstinadamente á saber nada

concerniente á mi familia de allende el ferrocarril, y en seis aíios que han transcurrido desde las narradas desventura, no me han molestado una sola vez con su recuerdo.

Vivo feliz entre el bullicio de una capital populo­sa, donde se murmura menos y se cree más en el ho­nor, en la virtud y en el amor; donde , como cada cual va á su objeto, nadie tiene tiempo de ocuparse de los demás.

F I N .

Iriip, i|f» U Osler, Eapiritu Santo, Ití, Madrid,

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