Ajedrez: una breve antología literaria

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Ajedrez Una breve antología literaria Artículos publicados en el Blog Dingüindujes 2010-2012 http://dinguindujes.blogspot.mx/

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Algunos grandes autores de la literatura no sólo han asimilado sino transformado el lenguaje propio del juego ciencia para crear metáforas prodigiosas, Esta es una pequeña muestra de este arte.

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Ajedrez

Una breve antología literaria

Artículos publicados en el Blog Dingüindujes

2010-2012

http://dinguindujes.blogspot.mx/

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Prólogo

La partida infinita..........................................Julio Cortazar

Jugador y de ajedrez....................José Saramago y Ricardo Reis

El ajedrez juega a las palabras................J.M. Coetzee, Max Aub

Primeras referencias literarias...........................H.J.R. Murray

Té, whisky o ajedrez...........................Alfredo Bryce Echenique

Largos ajedreces........................................Jorge Luis Borges

Presagio literario.............................................Elías Canetti

Dos jugadores frente a frente..................John Maxwell Coetzee

Un psicoanalista desesperado....................José María Pérez Gay

Tres jaques.............................................Fernando de Rojas

El Jugador...............................................William Faulkner

I got rhythm.........................Haruki Murakami y Julio Cortazar

El primer beso es mágico............................Raymond Chandler

La pista falsa...........................................Vladimir Nabokov

Una partida endemoniada...............................Mijáil Bulgákov

Permiso para sobresaltos.............................José Lezama Lima

La inviabilidad de un ajedrez a la cubana.................Abel Prieto

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Prólogo

Parafraseando a Jorge Luis Borges podría decir que debo a la conjunción de un texto de Cortazar y de mi pasión por el ajedrez el descubrimiento de que algunos grandes autores de la literatura no sólo han asimilado sino transformado el lenguaje propio del juego ciencia para crear metáforas prodigiosas. El texto citado corresponde al primer capítulo de la célebre Rayuela: “Y mira que apenas nos conocíamos y ya la vida urdía lo necesario para desencontrarnos minuciosamente. Como no sabias disimular me di cuenta en seguida de que para verte como yo quería era necesario empezar por cerrar los ojos, y entonces primero cosas como estrellas amarillas (moviéndose en una jalea de terciopelo), luego saltos rojos del humor y de las horas, ingreso paulatino en un mundo-Maga que era la torpeza y la confusión pero también helechos con la firma de la araña Klee, el circo Miró, los espejos de ceniza Vieira da Silva, un mundo donde te movías como un caballo de ajedrez que se moviera como una torre que se moviera como un alfil .” El hecho ocurrió hará unos cinco años. (El lector avezado no dejará de notar que la frase anterior es copia textual de la frase que continua la introducción al mundo de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius -un frecuentemente antologado cuento de JLB- pero espero que reflexione en que el autor mismo defiende en Pierre Menard, autor del Quijote, el uso de un texto que coincida, palabra por palabra y línea por línea con un texto preexistente, para propósitos como el que aquí nos ocupa, aniquilando la objeción anodina del plagio). Que el mismo Menard acometa sin más una traducción con prólogo y notas del Libro de la Invención Liberal y Arte del Juego del Axedrez de Ruy López de Segura (París, 1907), es acaso otra feliz coincidencia del cuento y los motivos de estos comentarios al feliz ayuntamiento de la literatura y la fenomenología ajedrecística. Desde entonces he ido recopilando muestras de este arte -quizás menor- en auxilio del arte mayor de la narrativa de ficción. La presente antología obedece al deseo de compartir con el amable lector los textos que con especial deleite he ido recogiendo en el imprevisible camino de las lecturas personales. Jorge A. Esquivel León.

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La partida infinita

La célebre Rayuela significó para el escritor argentino Julio Cortazar la consagración definitiva tras su aparición en 1963. El jazz, el ajedrez, la invención, la metafísica y el absurdo se mezclan para dar forma a una novela imprescindible, arquetipo literario y símbolo de una generación. Tras la inolvidable cita de la Maga moviéndose “como un caballo de ajedrez que se moviera como una torre que se moviera como un alfil” al principio de la obra, encontramos las siguientes alusiones a nuestro juego, primero en un tono que recuerda la sintaxis del recién fallecido José Saramago y luego elucubrando sobre la estrategia necesaria para un ajedrez de 120 piezas. “Si todo eso no fuera, en el fondo no fuera sino que estuviera ahí para que alguien (cualquiera, pero ahora él, porque era el que estaba pensando, era en todo caso el que podía saber con certeza que estaba pensando, ¡eh Cartesius viejo jodido!), para que alguien, de todo eso que estaba ahí, ahincando y mordiendo y sobre todo arrancando no se sabía qué pero arrancando hasta el hueso, de todo eso se saltara a una cigarra de paz, a un grillito de contentamiento, se entrara por una puerta cualquiera a un jardín cualquiera, a un jardín alegórico para los demás, como los mándalas son alegóricos para los demás, y en ese jardín se pudiera cortar una flor y que esa flor fuera la Maga, o Babs, o Wong, pero explicados y explicándolo, restituidos, fuera de sus figuras del Club, devueltos, salidos, asomados, a lo mejor todo eso no era más que una nostalgia del paraíso terrenal, un ideal de pureza, solamente que la pureza venía a ser un producto inevitable de la simplificación, vuela un alfil, vuelan las torres, salta el caballo, caen los peones, y en medio del tablero, inmensos como leones de antracita los reyes quedan flanqueados por lo más limpio y final y puro del ejército, al amanecer se romperán las lanzas fatales, se sabrá la suerte, habrá paz. Cortázar, Julio “Rayuela” p. 207. Ediciones Cátedra. Madrid, España, 2000 “Jugada veinticinco, las negras abandonan— dijo Morelli, echando la cabeza hacia atrás. De golpe parecía mucho más viejo— Lástima, la partida se estaba poniendo interesante. ¿Es cierto que hay un ajedrez indio con sesenta piezas de cada lado? —Es postulable— dijo Oliveira—. La partida infinita. —Gana el que conquista el centro. Desde ahí se dominan todas las posibilidades, y no tiene sentido que el adversario se empeñe en seguir jugando. Pero el centro podría estar en una casilla lateral, o fuera del tablero. —O en un bolsillo del chaleco. —Figuras— dijo Morelli—. Tan difícil escapar de ellas, con lo hermosas que son. Mujeres mentales, verdad”. Cortázar, Julio “Rayuela” p. 736. Ediciones Cátedra. Madrid, España, 2000

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Jugador y de ajedrez

Requerido hace algún tiempo para presentar mi poema favorito ante mis entrañables condiscípulos de la tercera generación del diplomado en desarrollo humano de la Universidad Pedagógica Nacional recurrí al poema marcado con la fecha 1-6-1916 de la antología poética de Ricardo Reis, oda que mueve a las más profundas reflexiones. A este poema hace referencia el fallecido premio Nobel de Literatura José de Souza Saramago en un libro dedicado a uno de los heterónimos de Fernando Pessoa – acaso el más universal y más portugués poeta del siglo XX: “ El año de la Muerte de Ricardo Reis”: “El periódico me informa sólo de que Addis-Abeba está en llamas, de que los salteadores están robando, violando, degollando, mientras las tropas de Badoglio se aproximan, el Diario de Noticias no habla de mujeres puestas contra los muros caídos ni de niños traspasados por las lanzas, en Addis-Abeba no consta que hubieran jugadores de ajedrez jugando al ajedrez. Ricardo Reis fue a buscar en la mesita de noche The god of the laberynth, aquí está, en la primera página, El cuerpo, que fue encontrado por el primer jugador de ajedrez ocupaba, con los brazos abiertos, las casillas de los peones del rey y de la reina y los dos siguientes, en dirección al campo adversario, a mano izquierda de una casilla blanca, a mano derecha de una casilla negra, en todas las demás páginas del libro no hay más que este muerto, luego no fue aquí por donde pasaron las tropas de Badoglio. … Oí contar que antaño, cuando Persia, ésta es la página, no otra, éste el ajedrez, y nosotros los jugadores, yo Ricardo Reis, tú lector mío, arden casa, saqueadas son las arcas y las paredes, pero cuando el rey de marfil está en peligro, qué importa la carne y el hueso de las hermanas y de las madres y de los niños, si carne y hueso nuestro en roca convertidos, convertido en jugador, y de ajedrez.” Saramago, José “El año de la muerte de Ricardo Reis” p. 432-433. Traducción de Basilio Losada. Suma de Letras, S.L. España, 2002. El poema de Ricardo Reis es el siguiente: 1-6-1916 Oí contar que antaño, cuando Persia Libraba no sé cual guerra, Cuando la invasión ardía en la Ciudad Y las mujeres gritaban, Dos jugadores de ajedrez jugaban Su juego contínuo. A la sombra de amplio árbol miraban El tablero antiguo, Y junto a cada uno, esperando sus Momentos más holgados, Cuando había movido la pieza, y ahora Esperaba al oponente,

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Un búcaro con vino refrescaba Sobriamente su sed. Ardían casas, saqueadas eran Arcas y paredes, Violadas, las mujeres eran puestas Contra los muros caídos, Atravesados por lanzas, los niños Eran sangre en las calles... Pero donde estaban, cerca de la ciudad, Y lejos de su ruido, Los jugadores de ajedrez jugaban El juego del ajedrez. Aunque en los mensajes del yermo viento Les llegaran los gritos, Y, al pensar, supiesen desde el alma Que por cierto las mujeres Y las tiernas hijas violadas eran En esa distancia próxima, Aunque, en el momento en que lo pensaban, Una sombra ligera Pasase por su frente ajena y vaga, Pronto sus ojos tranquilos Volvían su atenta confianza Al viejo tablero. Cuando el rey de marfil está en peligro, ¿Qué importa la carne y el hueso De las hermanas y de la madre y de los niños? Cuando la torre no cubre La retirada de la Reina blanca, El saqueo poco importa. Y cuando la mano confiada lleva el jaque Al rey del adversario, Poco pesa en el alma que allá lejos Estén muriendo hijos. Aunque, de repente, sobre el muro Surja la sañuda cara De un guerrero invasor, y pronto deba En sangre allí caer El solemne jugador de ajedrez, Todavía un momento antes (Aplicado al cálculo de un lance Para el efecto horas después) Se entrega aún al juego predilecto De los grandes indiferentes.

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Caigan ciudades, sufran pueblos, cese La libertad y la vida. Los haberes tranquilos y amados Arden y sean arrancados Mas cuando la guerra los juegos interrumpa, Esté el rey sin jaque, Y el peón de marfil más avanzado Dispuesto a cobrar la torre. Hermanos míos amando a Epicuro Y a entenderlo más De acuerdo con nosotros que con él, Aprendamos en la historia De los calmados jugadores de ajedrez Cómo pasar la vida. Que todo lo serio poco nos importe, Lo grave poco pese, El natural impulso de los instintos Cede al inútil goce (Bajo la tranquila sombra de la arboleda) De jugar un buen juego. Lo que llevamos de esta vida inútil Tanto vale si es La gloria, la fama, el amor, la ciencia, la vida, Como si fuera apenas La memoria de un juego bien jugado Y una partida ganada A un jugador mejor. La gloria pesa como un fardo caro, La fama como la fiebre, El amor cansa pues es un serio y busca, La ciencia nunca encuentra, Y la vida pasa y duele porque lo conoce... El juego del ajedrez Prende el alma toda, pero perdido, poco Pesa, pues no es nada. ¡Ah! Bajo las sombras que sin querer nos aman, Con un búcaro de vino Al lado y sólo atentos a la inútil faena Del juego de ajedrez Aunque el juego sea apenas sueño Y no haya compañero de juego, Imitemos a los persas de esta historia, Y mientras allá fuera, O cerca o lejos, la guerra y la patria y la vida Llaman por nosotros dejemos Que en vano nos llamen, cada uno de nosotros

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Bajo las sombras amigas Soñando, él y los compañeros de juego y el ajedrez Su indiferencia.

El ajedrez juega a las palabras

“La pregunta ‘¿qué es una realmente una palabra?’es análoga a ‘¿qué es una pieza de ajedrez?’” Wittgenstein, L. “Investigaciones filosóficas” 1953 Históricamente el ajedrez es un juego de guerra, de ahí que su enseñanza recurra forzosamente a términos prestados de este ámbito. Tal cómo hoy le conocemos el ajedrez es más una especie de gimnasia intelectual y sus términos y tecnicismos han pasado al lenguaje cotidiano. No es raro escuchar que alguien ha caído en una celada… o que ha sido jaqueado. En el ámbito de la política o de la administración son frecuentes los enroques, las promociones y los sacrificios Los jugadores de ajedrez utilizan, como un fenómeno inverso, palabras comunes con significado especiales. Un pionero, un chapo y un ilustre empujamaderas comparten un pobre nivel de juego –aunque admito que el último término conlleva cierta dignidad que los otros no tienen. Empujamaderas, jugadores de café, coyotas, redes de mate, ahogados, clavadas, palabras con nuevos significados; los ajedrecistas son capaces de inventar hasta nuevos pecados: “Me acuso Padre ... de que di un mate al rey con la dama sola sin apoyo, es un caso de conciencia...” le dice al padre confesor el buen José en la novela “La Feria” de Juan José Arreola, el mismo autor que en alguna ocasión apuntó: “…nacemos con un jaque anunciado, toda vida acaba en mate” . Y no hace falta ser ajedrecista para comprender la veracidad de esta sentencia. Más allá de lo anterior, los lances del juego y sus particulares tácticas y estrategias han motivado enriquecedoras analogías de un gran número de escritores. Ya en el siglo XVI – recordemos que el ajedrez moderno nace en este siglo, al conferir a la dama poder y agilidad por sobre todas las demás piezas (el ajedrez de la dama o a la rabiosa) - encontramos ejemplos del uso cotidiano de lances ajedrecísticos en obras clásicas de la literatura. A medio camino en la trama de “La Celestina” – una de las obras cumbres de la literatura española y universal atribuida al bachiller Fernando de Rojas- encontramos este emotivo diálogo entre el criado de Calisto y la célebre alcahueta: “PÁRMENO.- ...no ha mucho que me prometiste que me harías haber a Areusa, cuando en mi casa te dije cómo moría por sus amores. CELESTINA.- Si te lo prometí, no lo he olvidado ni creas que he perdido con los

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años la memoria. Que más de tres jaques ha recibido de mí sobre ello en tu ausencia. Ya creo que estará bien madura. Vamos de camino por su casa, que no se podrá escapar de mate.” Veamos un par de ejemplos más modernos. El primero corresponde al escritor argentino Jorge Luis Borges en su cuento “There are more things” del volumen “El libro de arena”: “Mi primer trámite fue ver a Alexander Muir. Lo recordaba erguido y moreno, de una flacura que no excluía la fuerza; ahora lo habían encorvado los años y la renegrida barba era gris… Sus controversias teológicas con mi tío habían sido un largo ajedrez, que exigía de cada jugador la colaboración del contrario.” El siguiente ejemplo es de José Saramago. En algún momento de “El hombre duplicado”, su protagonista, un verdadero “hombre sin atributos”, solitario, insatisfecho consigo mismo, desnortado y sumido en la depresión, se siente “como si estuviese disputando una partida de ajedrez”. “Que paso dará ahora Tertuliano Máximo Alfonso, esa es la candente cuestión. Tal vez se contente con haber devanado el problema con vistas al ulterior estudio de las condiciones para la definición de una táctica de aproximación no frontal, de esas prudentes que proceden con pequeños avances y mantienen siempre un pie atrás. Quien lo vea, sentado en el sillón, en el que comenzó esta que es ya, a todos títulos, una nueva fase de su vida, con el dorso curvado, los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos, midiendo opciones, estimando variantes, anticipando lances, como un jugador de ajedrez” Los ejemplos se multiplican. El lenguaje del ajedrez tiene tal fuerza que irrumpe sin preguntar en nuestras mentes y en las de los profesionales de las letras. Es como si el ajedrez jugara a las palabras. “Ella lleva una cesta que el le quita de las manos. Le gusta como camina ella, con largas zancadas, los brazos bajo los pechos. -Tendré que marcharme muy pronto –le dice. Ella no contesta. La cuestión de su esposa se interpone ahora delicadamente entre los dos. Al aludir a su partida, se siente como el jugador de ajedrez que ofrece un peón, y que tanto si es aceptado como rechazado, complicará posteriormente la partida. ¿Son los asuntos entre hombres y mujeres siempre como éste, en el cual uno trama y el otro urde una trama opuesta? ¿Es la trama un elemento del placer, ser el objeto de las intrigas del otro, dejarse llevar a una esquina y verse dulcemente presionado hasta capitular? Mientras ella camina a su lado ¿no estará también a su manera tramando algo contra él?” Coetzee, J.M. “El Maestro de Petersburgo” “Muy tarde, mientras se preparaban para acostarse, Luis sacó la carta y la puso sobre la mesa de luz.

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-No te hablé antes porque no quería afligirte. Me parece que mamá... Acostado, dándole la espalda, esperó. Laura guardó la carta en el sobre, apagó el velador. La sintió contra él, no exactamente contra pero la oía respirar cerca de su oreja. -¿Vos te das cuenta?-dijo Luis, cuidando su voz. -Sí. ¿No crees que se habrá equivocado de nombre? Tenía que ser. Peón cuatro rey, peón cuatro rey. Perfecto. -A lo mejor quiso poner Víctor -dijo clavándose lentamente las uñas en la palma de la mano. -Ah, claro. Podría ser —dijo Laura. Caballo rey tres alfil. Empezaron a fingir que dormían.” Cortázar, Julio “Cartas de mamá” en “Las armas secretas”. Finalmente dos ejemplos marcados por la vena trágica de dos escritores que nacieron en Europa pero acabaron exiliados en América: uno en México, el otro en los Estados Unidos de Norteamérica. El primero es del genial Max Aub, autor de “Crímenes Ejemplares”, un escritor hispano-mexicano de origen alemán (en su momento poseyó las cuatro nacionalidades en este orden: alemana heredada de sus padres, francesa de nacimiento, española por naturalización de su padre siendo él menor de edad y mexicana por iniciativa propia). “Pueden ustedes preguntarlo en la Sociedad de Ajedrez de Mexicali, en el Casino de Hermosillo, en la Casa de Sonora: yo soy, yo era, muchísimo mejor jugador de ajedrez que él. No había comparación posible. Y me ganó cinco partidos seguidos. No sé si se dan ustedes cuenta. ¡El, un jugador de clase C! Al mate, cogí un alfil y se lo clavé, dicen que en el ojo. El auténtico mate del pastor...” El último ejemplo es un poema de Charles Simic, un exiliado yugoslavo marcado por los horrores de la II guerra mundial:

Prodigio Crecí doblado sobre un tablero de ajedrez. Amaba la palabra final. Todos mis primos parecían preocupados. Era una casa pequeña cercana a un cementerio romano. Aviones y tanques sacudían los vidrios de sus ventanas.

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Un profesor de astronomía jubilado me enseñó a jugar. Debe haber sido en 1944. En el juego que empleábamos, la pintura casi había saltado de las piezas negras. Se había perdido el rey blanco y tenía que ser reemplazado. Me dijeron pero no lo creí que ese verano vería hombres colgando de los postes del teléfono. Recuerdo a mi madre cegándome mucho. Tenía una forma especial de meter mi cabeza rápidamente bajo su abrigo. En ajedrez, también, me dijo el profesor, los maestros juegan a ciegas, los mejores en varios tableros a la vez.

Primeras referencias literarias

De acuerdo a H.J.R. Murray en su libro A History of Chess, la primera referencia cierta al juego de ajedrez en la Europa Cristiana se da en el testamento de Ermengol I (974-1011 D.C. ), conde de Urgel, territorio situado en lo que es ahora la región de Cataluña en España. La parte conducente del texto original del testamento, tras la muerte de Ermengol I, es la siguiente: “In nomine Sanctae & individuae Trunitates… ordino vel horto ut donare… Et ad sancti Aegidii cenobii ipsos meos schacos ad ipsa opera de Ecclecia…Facto icto testamento v Calendas Augusti anno .xii, regnanteRotberto Rege. Ermengaudus Comes qui hune testamentum feci & testes firmare rogavi…” La frase correspondiente a la herencia que nos interesa puede traducirse de la siguiente forma: “Yo ordeno, a mis ejecutores, dar… estas mis piezas de ajedrez al convento de St. Giles, para las obras de la iglesia…” Habrá que esperar cincuenta años para encontrar la siguiente referencia documentada al juego del ajedrez en la literatura europea en una carta escrita al papa Alejandro II en el año 1062 por el Cardenal y Obispo de Ostia Pietro Damiani (1007-1072 D.C.). En esta misiva, ahora bien conocida, el

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cardenal solicitaba permiso para retirarse a un monasterio y se expresaba en duros términos en contra de los clérigos que tomaban parte en diversiones y deportes practicados por los legos: “Reprimo calamum: Nam ut turpiores attexantur ineptic pudore suffundor videlicet, venatus, aucupium, alearum, euel scachorum. Qui niirum, de toto quidem sacerdote exhibent mimum… Aquí he de refrenar mi pluma pues me avergüenza añadir a la práctica de las más desgraciadas frivolidades, entre ellas, la caza, la halconería y especialmente la locura del ajedrez y los dados, que, sin discusión, exhiben al sacerdote como un actor de pantomima...” Apunte inicial histórico aparte, el ajedrez reaparecerá con fuerza en muchos manuscritos de la época medieval. Entre los siglos XIII y XV, el ajedrez alcanzó una popularidad tal en la Europa Occidental que no ha sido superada: obras didácticas, las denominadas moralidades (en las cuales el ajedrez se utiliza como parábola de la vida diaria) y colecciones de problemas conforman la literatura temprana del ajedrez. A ella volveremos en otra ocasión. Por hoy Unarm, Eros. The task is done.

Té, whisky o ajedrez

La ironía y el humor sutil del escritor peruano Alfredo Byce Echenique son sus grandes atractivos. Al enfrascarme en la lectura de La amigdalitis de Tarzán me sorprendí gustando de su ternura. Y por supuesto anoté con gran cuidado el fino uso del juego del ajedrez en su obra. Ojalá y las muestras que siguen, tomadas de la novela antes mencionada y de Un mundo para Julius inciten al lector para adentrarse en la prolífica obra del autor y disfrutar una de las narrativas cuasi orales más entretenidas del Boom-Junior: “En Barranco, tomaban -casi jugaban- a tomar el té a las cinco de la tarde, frente al sol que ya no tardaba en ponerse. Aparecía Juan Lucas y era el rey de ese maravilloso ajedrez, idea o simulacro de batalla que ellos jugaban contra el transcurso de la vida, contra todo lo que no fuera lo que ellos eran; aparecía Juan Lucas y besaba la frente bajo el mechón de Susan, una reina bebiendo su té, saludaba a la amiga más fea de mi mujer, a ver cuándo vemos esos perros tan famosos, sólo por decir algo, cuando había una mosca en el Country Club era a ella a quien se le paraba, un peón, que gozaba un instante y luego entristecía al sentir que todos sus perros, todos los que había tenido en su vida no sumaban un Juan Lucas, que jugaba también desde su casa en Barranco, al fácil juego del ajedrez alfombrado, en el que rey, torres, alfiles, caballos y peones se mezclan por necesidad y placer, para que todo siga, para que todo avance como Juan Lucas ahora, que acaba de despedirse y atraviesa coherente y de blanco el hall del hotel, rumbo al Mercedes para la ciudad, para el centro de Lima, rumbo al edificio de la Compañía y a la sesión de Directorio, jaque mate.” Bryce Echenique, Alfredo. “Un mundo para Julius”. p.255. Barral editores, S.A. Barcelona, 1970

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“Juan Manuel Cantautor es muy amigo de papi y de mami y, cuando tú no habías nacido todavía, Mariana, y, según papi, yo me pasaba la vida durmiendo o berreando o mamando o haciéndome la pila con caquita amarilla incluida, o sea cuando entonces, que es que eres tan bebe que no te acuerdas ni de que ya habías venido al mundo, que así también se dice nacer, Mariana, ya Juan Manuel Cantautor era tan amigo de papi y de mami que, cuando tuvimos que salir disparaditos de Chile y no tuvimos adonde ir, pues sí tuvimos adonde ir. Y ese sitio fue París, porque ahí tiene su casa y su guitarra y sus canciones el señor que es peruano y que a la mami le encanta que le cante. Nada de eso, pues, era grave, ni siquiera importante, pero sí lo es la brutal intensidad con que yo deseo hacerle todo el bien del mundo a la mujer que amo, mientras ella no desea causarle ni el más mínimo rasguño en el cuerpo o en el corazón a un esposo al que sólo se le ocurre mover la pieza del vino o del whisky con palabras de Sinatra en aquel explosivo ajedrez que empieza casi desde el desayuno, que es cuando yo llego del motel de enfrente, en busca de la verdad en este amor. Beber y dejar que otros, en la voz de Sinatra, piensen, jueguen, sientan, por nosotros, esto es todo lo que Enrique desea, consciente como nunca esta vez de que no hay trampa alguna, pero sí un amor que parece excluirlo, un profundo amor que ha crecido, incluso por correspondencia, mientras él arrojaba portazos y patadas o partía a botellazos cabezas pelirrojas que, sin embargo, el amigo que se quedó en París y ahora ha llegado, jamás hubiera pasado de escarmenar, de besar, de peinar, de acariciar y de volver a besar. Enrique quiere melodías, donde la realidad requiere diálogo y palabras, Enrique quiere elevar a poesía el momento en que la verdad requiere de palabras duras, palabras y punto, prosa. Y esto sí que es grave. Lo es porque Juan Manuel puede entender el silencio de Mía, por buena, por delicada, por tonta, por así que sus hijos adoran. Y esto también es grave, muy grave, porque Juan Manuel lleva desde que llegó sin caer en la fácil trampa del whisky o del vino más la música. Y así, sin beber una gota, espera como un jugador que ve ya cómo se tambalean, no un rey o una reina o una torre, sino una estrategia entera, la total concepción de algo que hace rato que dejó de ser un juego de melodías y de sus palabras. Juan Manuel calla pero no otorga, y esto sí que se nota a gritos.” Bryce Echenique, Alfredo. “La amigdalitis de Tarzán”. P.126. Grupo Santillana Editores, S.A. Perú, 1998.

Largos ajedreces

El primer libro que compré con verdadera dificultad -encargando su traslado desde la ciudad de México- fue el volumen de las Obras Completas de Jorge Luis Borges. Temas predilectos y recurrentes en su admirada obra son el ajedrez, el azar, las bibliotecas y los laberintos. Este argentino genial es un escritor que puede desanimar al lector poco avezado con su pedante ironía y su prodigiosa inteligencia, pero a quien, una vez se le ha tomado la medida,

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se relee con fruición. Un par de textos entresacados del océano literario borgiano apenas podrán ilustrar su mágica habilidad para pulir con pulcritud el lenguaje y asombrar con la resonancia imperecedera de sus frases: “La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto, se despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia y de los terribles relojes. Un ruido acompasado y unánime, cortado por algunas voces de mando, subía de la Zeltnergasse. Era el amanecer, las blindadas vanguardias del Tercer Reich entraban en Praga.” Borges, Jorge Luis. “El milagro secreto” en “Artificios”. p. 124. Emece Editores, S.A. Buenos Aires, 1975. “En la tercera plaza, que fue la última, vi un poste pintado de negro, con un dibujo que he olvidado. En el fondo había una larga pared derecha, cuyos extremos no divisé. Comprobé después que era circular, techada de barro, sin puertas interiores, y que daba toda la vuelta de la ciudad. Los caballos atados al palenque eran de poca alzada y crinudos. Al herrero no lo dejaron entrar. Adentro había gente de armas, toda de pie. Gunniaug, el rey, que estaba doliente, yacía con los ojos semicerrados en una suerte de tarima, sobre unos cueros de camello. Era un hombre gastado y amarillento, una cosa sagrada y casi olvidada; viejas y largas cicatrices le cruzaban el pecho. Uno de los soldados me abrió camino. Alguien había traído un harpa. Hincado, entoné en voz baja la drápa. No faltaban las figuras retóricas, las aliteraciones y los acentos que el género requiere. No sé si el rey la comprendió pero me dio un anillo de plata que guardo aún. Bajo la almohada pude entrever el filo de un puñal. A su derecha había un tablero de ajedrez, con un centenar de casillas y unas pocas piezas desordenadas.” Borges, Jorge Luis. “Undr” en “El libro de arena”. p. 114. Emece Editores, S.A. Buenos Aires, 1975.

Presagio literario

Pocos jugadores han tenido un impacto tan grande en el ajedrez – y en la percepción que tiene el público de los grandes jugadores- como el norteamericano Robert J. Fischer, quien en un titánico encuentro celebrado en 1972 obtuvo el campeonato mundial de manos de Boris Spassky y terminó,

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al menos temporalmente, con una dinastía soviética en el ajedrez que parecía destinada a durar por siempre. La victoria de Fischer, su fama y las riquezas que pudieron ser suyas habían sido predichas por el mismo jugador con diez años de anticipación. En una entrevista realizada en el mes de enero de 1962, Ralph Ginzburb de la revista Harper´s Magazine preguntó al Gran Maestro Internacional, a la sazón de sólo 18 años de edad: “¿Se considera ud. el jugador más grande que haya existido, mejor aún digamos que Capablanca, Steinitz o Morphy?” A lo cual Fischer respondió: “Bueno, no me gusta poner cosas así por escrito, suena tan egoísta. Pero para responder a su pregunta, sí”. Mas tarde a la pregunta sobre lo que planeaba hacer cuando se convirtiese en campeón mundial, Fischer contestó: “Haré una gira por todo el mundo dando exhibiciones… les haré pagar miles… luego me construiré una casa… quiero vivir en una casa construida exactamente como una torre”. Increíblemente, todo esto había sido dicho, en términos similares, en una novela escrita ocho años antes de que Fischer naciera, por un personaje literario, jugador de ajedrez, llamado… ¡Fischer! “A su mujer le mandaría otro millón para que cambie de vida. Pero ella, a cambio, tendría que comprometerse por escrito a no ir nunca a América ni a hablar de sus antiguos líos con la policía. Fischer se casaría luego con una millonaria. De ese modo compensaría la pérdida. Se mandaría hacer trajes nuevos por un sastre de primera, para que su mujer no notase nada. Luego se construiría un palacio gigantesco con torres, caballos, alfiles y peones de verdad, tal y como debe ser. Los criados irían de librea; en treinta enormes salones, Fischer jugaría día y noche treinta partidas simultáneas con piezas de carne y hueso, todas bajo sus ordenes.” La novela “Auto de fe” de Elías Canetti, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1981, fue primero publicada con el título “Die Blendung,(El deslumbramiento)” en alemán, en 1935. El personaje en cuestión, un enano contrahecho y grotesco, que sueña con derrotar a Capablanca, se llama en realidad Fischerle. Sin embargo escuchemos su reclamo ante los periodistas tras de su imaginaria victoria: “Ya de pequeño le gustaba el ajedrez. Pudo haberse interesado en otras cosas: futbol, natación o boxeo. Pero no era lo suyo. Por suerte para él. Si ahora fuera campeón de boxeo tendría que salir semidesnudo en los periódicos. Todos se echarán a reir y le aguaría la fiesta. Al día siguiente los reporteros ya son mil. “Señores” les diría “me sorprende mucho ver que en todas partes me llaman Fischerle. Mi nombre es Fischer, Espero que rectifiquen el error. Ellos se lo prometen. Luego se arrodillan ante él. ¡que pequeños son todos! Y le suplican que por fin les diga algo. Los echarán, exclaman en coro, perderán su empleo si hoy no logran sacarle nada. ¡Y a mi que!, piensa él, no hay nada gratis. Acababa de regalarle cien dólares al camarero, a os reporteros no les dará nada. “Hagan su oferta, señores “, exclama en tono audaz. “¡Mil dólares!”, grita uno. “¡Que fresco!”, grita otro, “¡Diez mil!”. Un tercero le coge la mano y susurra: “¡Cien mil, señor

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Fischer!”. Los tipos nadan en dinero. El se tapa los oídos. Hasta que no lleguen a un millón se niega a oírlos… Alguien llega a los cinco millones. Silencio absoluto. Nadie se atreve a ofrecer más. El campeón mundial Fischer se destapa los oídos…Luego se sube a una silla – no es que le haga falta, no, pero lo hace- y les cuenta la verdad pura y dura. Como campeón mundial cayó del Cielo”. “Auto de fe” es en palabras de la célebre novelista inglesa Iris Murdoch: “Salvaje, sutil, hermosamente misteriosa. Una de las pocas grandes novelas del siglo.” Y para el ajedrez, un texto premonitorio de las desventuras de uno de los más grandes maestros de este arte enajenante. Canetti, E. Auto de fe (2005) Primera edición 1935. Barcelona, España. Random House Mondadori S.A.

Dos jugadores frente a frente

Tres libros –cada uno mejor que el otro- he leído del escritor sudafricano John Maxwell Coetzee, ganador del Premio Nobel de Literatura en el año 2003: “El Maestro de Petersburgo”, “Diario de un Mal Año” y “Elizabeth Costello”. Todos ellos presentan ideas de gran peso: visiones parcelarias del mundo que hay que rumiar por largo tiempo antes de poder digerirlas. Un escritor pausado, solidariamente generoso con sus personajes y con sus lectores, Coetzee ahonda con maestría -exponiendo distintos puntos de vista- en los conflictos, el dolor y la angustia existencial de propios y extraños. El suicidio de un hijastro y su asimilación se combinan para terminar con la parálisis creativa de un escritor en el primer libro, la diferencia entre el amor y el enamoramiento a la entrada de la vejez y la utilitaria simbiosis entre generosidad y egoísmo campean la trama del segundo, el aniquilamiento de las humanidades por la razón y el horror de las vidas y las muertes de los animales el tercero. De “El Maestro de Petersburgo”, basada en un episodio de la vida del genial escritor ruso Fedor Dostoievski, extraigo dos párrafos en los que Coetzee utiliza el metalenguaje del ajedrez para expresar las inquietudes del personaje: I “Ocupa una de las sillas; ella se sienta frente a él. La mesa es estrecha; sus pies se tocan un instante, y él cambia de postura. Aunque ella está de espaldas a la ventana, ahora comprende porqué lleva tantísimo maquillaje. Tiene la piel totalmente picada de viruela. Qué pena, se dice: no es una belleza, pero pese a todo sigue siendo bien parecida. El pie de ella de nuevo toca el suyo y descansa en el suelo rozándole el interior del suyo.

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Una turbadora excitación le recorre el cuerpo. Igual que el ajedrez, piensa: dos jugadores frente a frente, en una pequeña mesa, ejecutan sus movimientos con toda deliberación. ¿Es esa intencionalidad lo que le excita, el pie contrario levantado como si fuera un peón y colocado frente al suyo? Y la tercera persona, el vigilante que no ve, la inocente que mira donde no debe: ¿también desempeña su papel? Intencionalidad y relumbrón, un relumbrón que tiene visos de resultar a su manera apasionante. ¿Dónde habrán aprendido tanto de él, de sus deseos?” II “Ella lleva una cesta que el le quita de las manos. Le gusta como camina ella, con largas zancadas, los brazos bajo los pechos. -Tendré que marcharme muy pronto –le dice. Ella no contesta. La cuestión de su esposa se interpone ahora delicadamente entre los dos. Al aludir a su partida, se siente como el jugador de ajedrez que ofrece un peón, y que tanto si es aceptado como rechazado, complicará posteriormente la partida. ¿Son los asuntos entre hombres y mujeres siempre como éste, en el cual uno trama y el otro urde una trama opuesta? ¿Es la trama un elemento del placer, ser el objeto de las intrigas del otro, dejarse llevar a una esquina y verse dulcemente presionado hasta capitular? Mientras ella camina a su lado ¿no estará también a su manera tramando algo contra él?” Coetzee, J.M. El Maestro de Petersburgo p. 114 y 145. Traducción de Miguel Martínez-Lage. Colección Mitos Bolsillo. Editorial Grijalbo Mondadori. España, 2001.

Un psicoanalista desesperado

Estoy fascinado leyendo “El imperio perdido” de José María Pérez Gay, una novela-ensayo -encontrada al desescombrar el más recóndito anaquel en una librería de viejo- sobre la desaparición del imperio Austro-húngaro, historia contada a través de la vida y la obra de cinco escritores: H. Broch, R. Musil, K. Kraus, J. Roth y E. Canetti. Y de repente ¡salta la liebre! : “- Antes de la Primera Guerra el Café Central era el más frecuentado por escritores, una suerte de asilo para hombres ansiosos de matar el tiempo y no ser asesinados por él. “No era un café como los otros de la ciudad, sino una visión del mundo (Weltanschauung)” escribió Alfred Polgar, “que consistía precisamente en negarse a mirar al mundo”. León Trotsky fue uno de los clientes más asiduos del Café Central. Ahí discutía con emigrantes rusos y preparaba los ejemplares de Pravda, la revista del exilio. Jugó ajedrez todos los jueves, entre 1907 y 1914 con el psicoanalista Alfred Adler. Las partidas se prolongaban durante horas y terminaban siempre en un empate. A principios de 1913 Trotsky llegó al café acompañado de un

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amigo ruso, su presencia desentonaba con el ámbito, no entendía alemán y miraba a los austríacos con desconfianza. Se llamaba Koba y vestía como los campesinos de su país: las botas de cuero crudo hasta las rodillas, camisa blanca holgada, con un bigote crecido que ocultaba una parte de su rostro pero no las cicatrices de la viruela. Koba le dio jaque mate a Trotsky en unos cuantos movimientos. Luego inicio una partida con Adler, lo acorraló en minutos, deshizo su enroque, se comió a su reina y liquidó al psicoanalista. Derrotado esa tarde por quinta vez, Adler abandonó el Café Central; estaba furioso y alegaba que Koba ejercía una presión inconsciente insoportable. Trotsky tampoco quiso seguir jugando, era inútil. Josef Yugasvili, alias Stalin o Koba, ya había vencido a Lenin –un verdadero mago del ajedrez- siete veces seguidas en Cracovia.-“ Perez Gay, José María. “El imperio perdido”. Ediciones Cal y Arena, México 1991. Pag. 129.

Tres jaques

Que “La Celestina” de Fernando de Rojas no sea -en un consenso general- una obra para ser representada debido a su extensión, no arredró a la Compañía Estatal de Teatro de Yucatán Balts´am para llevarla a escena a principios de año con la versión escénica y dirección del maestro Francisco Marín. Y aunque anticipé que el texto sería inevitablemente recortado, fue decepcionante no escuchar la parte en que la célebre trotaconventos utiliza con maestría metáforas ajedrecísticas para responder a las inquietudes de Pármeno –perseverante, persistente-el fiel criado de Calisto, quién no se deja engañar por Celestina hasta que ésta le promete el amor de Areusa: “PÁRMENO: Agora dexemos los muertos é las herencias; que si poco me daxaron, poco hallaré; hablemos en los presentes negocios, que nos va más en traer los passados á la memoria. Bien se te acordará, na ha mucho que me prometiste que me harás hauer á Areusa, quando en mi casa te dixe cómo moría por sus amores. CELESTINA. Si te lo prometí, no le he olvidado ni creas que he perdido con los años la memoria. Que mas de tres xaques ha rescebido de mi sobre ello en tu ausencia. Ya creo que estará bien madura. Vamos de camino por casa, que no se podrá escapar de mate. Que esto es lo menos, que yo por ti tengo que hazer.” De Rojas, Fernando “La Celestina” p. 167. Editorial Arte y Literatura. Ciudad de La Habana, Cuba. 1994 Los interesados pueden consultar la bella edición facsimilar de la Comedia de Calisto y Melibea en línea a través de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.

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El Jugador

Para muchos “Luz de agosto” es la mejor novela de William Faulkner. Y también quizás la más violenta. Mientras se lee el suspenso es algunas veces angustioso y otras, casi interminable. Las novelas de Faulkner -quien escribía a mano con una letra diminuta mientras escuchaba música de jazz- reflejan una visión sombría de la vida, un respeto al miedo que todos portamos pero a su vez, y en sus propias palabras, la creencia de que “el hombre no sólo perdurará, prevalecerá. Creo que es inmortal, no por ser la única criatura que posee una voz inagotable, sino porque tiene un alma, un espíritu capaz de compasión y sacrificio y fortaleza”. Recipiendario del Premio Nobel de Literatura en 1949, Faulkner no es un escritor fácil. Interrogado sobre el hecho de que algunas personas reconocían no entender sus obras a pesar de haberlas leído dos o tres veces, el autor solo pudo aconsejar “una cuarta lectura”. Y aunque parece ser un consenso general el hecho de que autores como W. Faulkner y J. Joyce no pueden ser leídos sino re-leídos, quien se atreva a hacerlo será ampliamente recompensado por el esfuerzo. En el siguiente extracto de Luz de agosto, la ironía evangélica se mezcla con la metáfora ajedrecística: “De pronto vio a Christmas que, pequeño por la distancia, surgía de una zanja con las manos juntas. Las manos del fugitivo relucieron al sol como el chispazo de un heliógrafo y a Grimm le pareció oír la jadeante y desesperada respiración del hombre que ni siquiera así era libre. Luego, la figura echó a correr y desapareció detrás de la cabaña de negros más cercana…. Se encontró junto a la zanja y se detuvo. Sobre el frío y amenazador cañón de su automática, su cara tenía la luminosidad extraterrenal de los ángeles en los vitrales de las iglesias. Antes de haberse detenido, y en rápida, ágil y ciega obediencia a los movimientos que el Jugador, quienquiera que fuese, hacía en el tablero, estaba avanzando de nuevo. Corría a ocultarse en la zanja, pero en el momento de descender por entre los matorrales que cubrían la pendiente se volvió, clavando los dedos en el suelo. Se había dado cuenta de que la cabaña estaba a sesenta centímetros de altura sobre el suelo y que, por lo tanto, Christmas le había estado viendo los pies por debajo. Y se dijo: «Es un tipo listo.» Su impulso le había arrastrado a alguna profundidad antes de poder detenerse y de volver a trepar hacia atrás. Parecía incansable, ni de carne ni de hueso; como si el Jugador que lo movía como a un peón le diera también aliento. Y sin hacer una pausa, con el mismo impulso que le había sacado de la zanja, siguió corriendo y dio la vuelta a la cabaña a tiempo de ver que Christmas saltaba por encima de una cerca a trescientas yardas de distancia. No le disparó porque Christmas corría en aquel momento por un jardincillo hacia una casa. Y mientras corría, Grimm le vio subir la escalera trasera y entrar en la casa: —¡Ah! —exclamó—. La casa del predicador. La casa de Hightower.

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Sin detener su carrera, desvió el camino, dio la vuelta a la casa y salió a la calle. El automóvil que le había adelantado, le había perdido y había vuelto; estaba justamente en el sitio en que el Jugador había querido que estuviera y se detuvo sin que se le hiciera ninguna señal. De él bajaron tres hombres. Grimm, sin decir una palabra, dio media vuelta y corrió a través del patio en dirección a la casa en donde vivía el viejo pastor en desgracia. Los tres hombres le siguieron y entraron atropelladamente en el vestíbulo, llevando consigo a la rancia y claustral penumbra algo del brutal sol de verano que habían dejado atrás. Los hombres irradiaban la salvaje luz del sol que, en una incorpórea suspensión, flotaba como un halo sobre sus cabezas cuando se agacharon a levantar del suelo a Hightower, con la cara ensangrentada. Christmas le había derribado después de haber corrido por el vestíbulo, con las manos esposadas en alto, sosteniendo un revólver que despedía chispas y rayos, como un dios vengativo y furioso que pronunciara una maldición. Pusieron al viejo de pie. —¿A qué habitación ha ido? — le preguntó Grimm sacudiéndole. —¡Señores! —dijo Hightower; y añadió—: ¡Hombres! ¡Hombres! —¿A qué habitación, viejo? —le gritó Grimm. Sostuvieron de pie a Hightower. En el vestíbulo, sombrío después del deslumbramiento del sol de la calle, también Hightower parecía terrible, con su cabeza calva y su ancha cara pálida y estriada de sangre: —Oídme, hombres. Christmas estaba aquí aquella noche. Estaba conmigo la noche del crimen. Lo juro ante Dios... —¡Cristo! —gritó Grimm con la voz clara y el tono indignado de un sacerdote joven—. ¿Es que todos los curas y todas las solteronas de Jefferson se han bajado los pantalones por ese hijo de puta? —Y apartando a un lado al viejo, echó a correr. Se habría dicho que sólo había esperado a que el Jugador le moviera de nuevo, porque, con la misma infalible certidumbre de antes, se dirigió directamente a la cocina y, desde la puerta, empezó a disparar casi antes de ver que la mesa estaba colocada de parapeto en un ángulo y que las manos brillantes y chispeantes del hombre agazapado detrás se apoyaban en el borde superior. Grimm descargó el cargador de su automática contra la mesa; alguien cubrió más tarde los cinco agujeros con un pañuelo doblado. El Jugador no había acabado todavía. Cuando los de más llegaron a la cocina vieron que la mesa había sido apartada y que Grimm se inclinaba sobre el cuerpo de Christmas. Y cuando se acercaron a ver lo que estaba haciendo Grimm, vieron que Christmas no había muerto aún. Y cuando vieron lo que Grimm estaba haciendo, uno de los hombres profirió un grito ahogado, retrocedió hasta la pared con paso vacilante y empezó a vomitar. Y Grimm se incorporó blandiendo un ensangrentado cuchillo de carnicero. —Ahora dejarás a las mujeres blancas en paz, incluso en el infierno —dijo. El hombre que yacía en el suelo no se había movido. Yacía con los ojos abiertos y vacíos de todo, excepto de conciencia. Algo semejante a una sombra rodeaba su boca. Aquellos ojos pacíficos, insondables e intolerables, les miraron durante un largo rato. Y luego la cara, el cuerpo, todo, pareció desplomarse, amontonarse sobre sí mismo. Y de las caderas y de los muslos, a través de la ropa desgarrada, broto la ola de sangre negra como un aliento bruscamente expirado. La sangre parecía brotar de su cuerpo pálido como brotan las

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chispas de un cohete que se eleva. Y el hombre pareció elevarse de aquella negra expansión y flotar para siempre en la memoria de aquellos hombres. Cualesquiera que sean los lugares desde donde contemplen los desastres antiguos y las esperanzas nuevas (apacibles valles, arroyos. apacibles y tranquilizadores de la vejez, rostros como espejos de los niños), nunca olvidarán aquello. Estará siempre allí, pensativo, tranquilo, constante, sin palidecer nunca, sin ofrecer nunca nada amenazador, sino sereno por sí mismo, triunfante por sí mismo. Ligeramente apagado por las paredes, en la ciudad crece de nuevo el aullido de la sirena hacia su inverosímil crescendo y se pierde fuera de lo audible”. Faulkner, William. “Luz de agosto”. pps. 325-327. Traducción de Enrique Sordo. Colección Obras Maestras del Siglo XX. Coedición mexicana. Editorial Seix Barral, S.A. Barcelona, España -Editorial Origen México, D.F. la Literatura Contemporánea. Mitos 1984

I got rhythm

Uno tiene que preguntarse, al leer textos donde el ritmo se ajusta de manera tan perfecta a lo narrado, si la música favorita de los autores influye en su estilo. Al menos en Cortazar es evidente su predilección por el jazz, lo que se hace manifiesto en muchos de sus escritos y en particular en el relato “El perseguidor” aparentemente basado en la vida de Charlie Parker. Una vida paralela – al menos es este aspecto- parece ser la de Haruki Murakami, el autor japonés de mayor actualidad, cuyas novelas son consideradas por muchos ya como materia de culto. En palabras del autor: “Ya sea en la música o en la ficción, lo más elemental es el ritmo. Tu estilo tiene que tener un buen ritmo, natural y continuo, o la gente no seguirá leyendo tu obra. Conocí la importancia del ritmo gracias a la música, y principalmente por el jazz”. A continuación un extracto de dos melodiosos textos –uno de Murakami, otro de Cortazar- en los que, por supuesto y por añadidura, se asoma el ajedrez: “Cuando acabó de tomarse el café, el coronel dejó la tacita sobre el plato, se sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió las comisuras de los labios. Al igual que el resto de su ropa, el pañuelo era viejo, y estaba muy usado, pero limpio y bien cuidado. —Le preocupa que tú y tu sombra volváis a uniros. Porque, entonces, tendría que volver a empezar desde el principio. Tras pronunciar estas palabras, volvió a concentrarse en el tablero de ajedrez. Este juego tenía unas piezas y unos movimientos un poco distintos al ajedrez que yo conocía, por lo que, generalmente, ganaba el anciano. —El mono se come al prior, ¿de acuerdo? —Adelante —dije. Y moví la torre para cortar la retirada del mono.

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Tras asentir varias veces, el anciano volvió a quedarse con los ojos clavados en el tablero. Los lances del juego auguraban una victoria casi segura del anciano coronel, pero éste, en vez de atacar sin darme tregua, movía las piezas con tiento, tras considerar reflexivamente cada uno de los pasos que daba. Para él, el juego consistía más en poner a prueba su propia capacidad que en vencer al adversario. —Separarte de tu sombra y dejarla morir es muy duro —dijo el anciano y, con un hábil movimiento en diagonal del caballero, bloqueó el espacio entre el rey y la torre. De este modo, mi rey quedó totalmente desprotegido. Tres jugadas más y me daría jaque mate—. Todos hemos tenido que pasar por ahí. Yo también. Si te despojan de tu sombra antes de que la hayas conocido, cuando todavía eres un niño que apenas se entera de nada, aún es soportable. Pero cuando ocurre a edades más avanzadas, duele más. A mí se me murió a los sesenta y cinco años. Y, a esta edad, ¡tienes tantos recuerdos! —¿Cuánto tiempo puede vivir una sombra después de que la hayan separado de su cuerpo? —Depende de la sombra —dijo—. Hay sombras llenas de ánimo y otras que no lo tienen. Pero en esta ciudad no sobreviven mucho tiempo. Esta tierra no les sienta bien. Aquí el invierno es largo y crudo. Ninguna sombra alcanza a ver dos primaveras. Permanecí unos instantes con la mirada fija en el tablero, pero finalmente me di por vencido. —En cinco jugadas se puede ganar cualquier partida —aseguró el coronel—. Merece la pena intentarlo, ¿no crees? En cinco jugadas cabe la posibilidad de que el adversario cometa un error. Hasta el final, nunca se puede cantar victoria. —Voy a intentarlo —dije.” Murakami, Haruki. “El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas”. p. 84. Colección Andanzas .Tusquets Editores. México, 2010. “El jazz es como un pájaro que migra o emigra o inmigra o transmigra, saltabarreras, burlaaduanas, algo que corre y se difunde(…), una nube sin fronteras, un espía del aire y del agua, una forma arquetípica, algo de antes, de abajo, que reconcilia mexicanos con noruegos y rusos y españoles, los reincorpora al oscuro fuego central olvidado, torpe y mal y precariamente los devuelve a un origen traicionado, les señala que quizá había otros caminos y que el que tomaron no era el único y no era el mejor, o que quizá había otros caminos y que el que tomaron era el mejor, pero que quizá había otros caminos dulces de caminar y que no los tomaron, o los tomaron a medias, y que un hombre es siempre más que un hombre y siempre menos que un hombre, más que un hombre porque encierra eso que el jazz alude y soslaya y hasta anticipa, y menos que un hombre porque de esa libertad ha hecho un juego estético o moral, un tablero de ajedrez donde se reserva ser el alfil o el caballo, una definición de libertad que se enseña en las escuelas, precisamente en las escuelas donde jamás se ha enseñado y jamás se enseñará a los niños el primer compás de un ragtime y la primera frase de un blues, etcétera, etcétera.” Cortázar, Julio. “Rayuela”. p. 205. Ediciones Cátedra. Madrid, España, 2000

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El primer beso es mágico

Raymond Chandler es el famoso autor, entre muchas otras, de la considerada como la cima de la novela negra- “El largo adiós”- y de uno de los detectives más representativos de la novela estadounidense: Philip Marlowe –duro, cínico pero profundamente humano. Marlowe es además un apasionado del ajedrez y de la poesía. A la obra mencionada corresponden las citas que presentamos a continuación: “Era una noche tranquila y la casa parecía más vacía que de costumbre. Saqué el juego de ajedrez y jugué la defensa francesa contra Steinitz. Me ganó en cuarenta y cuatro movimientos, pero lo hice sudar un par de veces. El teléfono sonó a las nueve y media y la voz que escuché no me era desconocida. —¿Habla el señor Marlowe? —Sí, con él habla. —Está hablando con Sylvia Lennox, señor Marlowe. Una noche, hace de esto un mes, nos encontramos un momento frente a The Dancers. Después supe que usted fue tan amable que se preocupó de llevar a Terry a su casa. —Así lo hice. —Supongo que sabe que estamos divorciados, pero he estado un poco preocupada por él. Dejó el departamento que tenía en Westwood y nadie sabe dónde está. —Me di cuenta de lo preocupada que estaba la noche que nos conocimos. —Oiga, señor Marlowe. Estuve casada con él. No simpatizo mucho con los borrachos. Quizá fui un poco insensible, quizá tuve algo importante que hacer. Usted es un detective privado y, si lo prefiere, puedo plantearle esto profesionalmente. —No tiene por qué hacerlo, señora Lennox. Terry está viajando en un ómnibus a Las Vegas. Tiene allí un amigo que le dará trabajo. Ella se animó en seguida. —¡Ah!… ¿A Las Vegas? Eso sí que es ser sentimental. Fue allí donde nos casamos. —Creo adivinar que debe haber olvidado ese detalle, porque si no, se habría ido a alguna otra parte. En lugar de colgar el tubo se rió, con risita insinuante. —¿Siempre es tan rudo con sus clientes? —Usted no es mi cliente, señora Lennox. —Puedo serlo algún día. ¿Quién sabe? Entonces, digamos, con sus amigas. —La misma respuesta. El muchacho estaba en las últimas, muerto de hambre, sin un cobre. Usted podría haberlo ayudado si hubiera creído que valía la pena perder tiempo en ello. En aquel momento él no quiso recibir nada de usted y probablemente tampoco lo querrá ahora. —Eso es algo que usted no puede saber. Buenas noches —dijo fríamente, y colgó el auricular. Por supuesto, ella tenía razón y yo no, pero no tuve la sensación de haberme equivocado. Simplemente me sentí herido, molesto. Si hubiera llamado media

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hora antes podría haberme sentido lo suficiente molesto como para mandar al diablo a Steinitz… si éste no hubiera muerto hacía cincuenta años y yo no estuviera jugando contra un libro de ajedrez. ... Ella colgó el auricular y yo saqué el tablero de ajedrez. Llené la pipa, coloqué las piezas y jugué una partida de campeonato entre Gortchakoff y Meninkin, setenta y dos movimientos hasta llegar a tablas, un ejemplo inapreciable de la fuerza irresistible que se encuentra con el objeto inanimado, batalla sin armadura, guerra sin sangre y derroche tan elaborado de inteligencia humana como se puede encontrar en todas partes, excepto en una agencia de publicidad. … Puse el tablero de ajedrez sobre la mesita y preparé un problema llamado La Esfinge. Está impreso en el libro sobre ajedrez de Blackburn, el mago del ajedrez inglés, probablemente el jugador más dinámico que haya existido, aunque no hubiera salido primero en el tipo de ajedrez de guerra fría que se juega en nuestros días. La Esfinge tiene once movimientos y justifica su nombre. Los problemas de ajedrez raras veces tienen más de cuatro o cinco movimientos. Más allá de ahí, la dificultad para resolverlos crece casi en proporción geométrica. Un problema con once movimientos es una tortura completa, sin ninguna adulteración. Muy de cuando en cuando, en momentos en que me siento completamente desgraciado, lo preparo y busco una nueva manera de resolverlo. Es una forma agradable y tranquila de volverse loco. Uno ni siquiera grita, aunque le falte poco.” Chandler, Raymond. “El largo adiós”. p. 20-21, 264, 406-407. Barral Editores. Buenos Aires, Argentina, 1973

La pista falsa

Vladimir Nabokov, el célebre escritor de la controversial “Lolita”- una novela que muchos expertos no dudan en considerar una de las mejores novelas de todos los tiempos pero que fue prohibida en muchos países por su emotiva descripción del amor de un hombre maduro por una ninfa adolescente- es autor también de varios textos entrelazados con la obsesión y angustia que puede generar el juego ciencia. Dueño de un prolijo dominio de la narrativa y de los juegos de palabras, Nabokov se dio tiempo para dominar la entomología, convertirse en connotado problemista (creador de problemas de ajedrez), catedrático de literatura europea y escribir varias obras de gran profundidad, incluida –al menos para mí- la mejor novela jamás escrita construida enteramente alrededor del eje temático del ajedrez : “La defensa de Luzhin” – la historia de un niño prodigio, con enorme talento para el juego, que tras convertirse en un gran maestro de fama mundial llega a creer, de manera enfermiza, que su propia vida es una partida de ajedrez. En el transcurso de una partida, la mente de Luzhin se despeña en las

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profundidades de una combinación y al concluir ésta en la ilusoria sensación de estar amenazado por fuerzas oscuras que no le dejan más remedio que acudir a una última defensa: el suicidio. De la prosa de Nabokov son las dos muestras siguientes, tomadas de textos influenciados también por el ajedrez: “Levantó su reina y delicadamente la introdujo entre un montón de peones amarillentos, uno de los cuales estaba representado por un dedal. Pahl Pahlich dio un rápido salto y comió la reina con su alfil. Después estalló de risa. —Y ahora —dijo el Negro tranquilamente cuando el Blanco hubo dejado de reír—, ahora estás frito. Jaque mate, palomo mío. Mientras discutían sobre sus posiciones y el Blanco trataba de anular su jugada, miré en torno al cuarto. Advertí el retrato de lo que había sido en el pasado una familia imperial. Y el bigote de un famoso general, moscovizado pocos años antes. Advertí, asimismo, los muelles prominentes del sofá, que serviría de triple cama —para el marido, la mujer y el niño—. Durante un minuto, el objeto de mi llegada me pareció insensato. De algún modo, me sentí Chichikov en Las almas muertas, de Gogol. El niño estaba dibujándome un camión, —Estoy a su disposición —dijo Pahl Pahlich (había perdido y el Negro volvía a guardar todas las piezas, salvo el dedal, en una vieja caja de cartón).” Nabokov, Vladimir “La verdadera vida de Sebastián Knight”. p.77-78 Editorial Anagrama, “Como mero arroyuelo de tiempo, en comparación con el lago congelado sobre el tablero, mi reloj marcaba las tres y media. La temporada era mayo, mediados de mayo de 1940. El día anterior, después de meses de solicitudes y maldiciones, el emético del soborno había sido administrado a la rata correcta en la oficina correcta, arrojando por fin la visa de sortie, de la que a su vez dependía el permiso para cruzar el Atlántico. De súbito, tuve la sensación de que al concluir el problema de ajedrez un periodo completo de mi vida había llegado a un fin satisfactorio. A mi alrededor, todo estaba en silencio y esbozaba leves hoyuelos, por decirlo así, ante la intensidad de mi alivio. En el cuarto contiguo, tú y nuestro hijo dormían. La lámpara sobre mi mesa estaba cubierta con una gorra de papel azul de pan de azúcar (una graciosa precaución militar) y la luz resultante prestaba un tinte lunar a las volutas del aire, denso con el humo del tabaco. Las opacas cortinas me separaban de París, que estaba completamente a oscuras. El titular de un periódico colgado del asiento de una silla hablaba del ataque de Hitler a los Países Bajos. Tengo delante de mí la hoja de papel sobre la que esa noche en París dibujé el diagrama de la posición del problema. Blancas: rey en a7 (lo cual significa primera fila, séptima hilera), reina en b6, torres en f4 y h5, alfiles en e4 y h8, caballos en d8 y e6, peones en b7 y g3; negras: rey en e5, torre en g7, alfil en h6, caballos en e2 y g5, peones en c3, c6 y d7. Las blancas empiezan y dan mate con dos jugadas. La pista falsa, el irresistible "intento", es el siguiente:

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peón a b8, con lo que se convierte en caballo, a continuación tres bellos mates en respuesta a los jaques descubiertos por las negras; pero éstas pueden echar abajo la brillante estratagema si no dan jaque a las blancas y efectúan, en cambio, una modesta jugada dilatoria en otra parte del tablero. Sobre una esquina de la hoja con el diagrama advierto un sello, el cual adorna asimismo otros papeles y libros llevados de Francia a los Estados Unidos en mayo de 1940. Se trata de una impresión circular, del color primario del espectro: violet de bureau. Al centro hay dos mayúsculas pica, R.F., que por supuesto significa République Francaise. Otras letras en un tipo menor, dispuestas de manera periférica, deletrean Controle des Informations. No obstante, es sólo ahora, muchos años más tarde, que la información oculta en mis símbolos de ajedrez, a los que dicho control otorgó el permiso de pasar, puede ser —y de hecho será— divulgada.” Nabokov, Vladimir “Habla, memoria” p. 340 Editorial Diana S.A. de C.V. México,1992.

Una partida endemoniada

El Maestro y Margarita del escritor soviético Mijaíl Bulgákov (1891-1940) es considerada la gran novela de la literatura rusa del último siglo. Al igual que hiciera el genial director Luis Buñuel en una gran parte de su obra, Bulgákov imprime un ambiente de carnaval a la novela para mostrar las ridículas pretensiones de la humanidad cuando se aferra a lo material despreciando al espíritu. La aparición de un trío de demonios -irremediablemente patéticos y arrogantes- en Moscú y una heterodoxa narración sobre la vida de Jesús enmarcan el recuento de las vicisitudes del amor entre Margarita y el autor de un texto sobre Pilatos. La descripción de una hilarante y fantástica partida de ajedrez precede a la presentación de la cohorte demoníaca a Margarita. Extensa pero imprescindible en una antología de referencias ajedrecísticas en la gran literatura la entregamos al escrutinio del amable lector: “La puerta se abrió. La habitación era bastante pequeña. Margarita vio una cama ancha, de roble, con sábanas y almohadas sucias y arrugadas. Delante de la cama había una mesa, también de roble, con las patas labradas, y sobre ella un candelabro con los brazos en forma de patas de ave, con sus garras. En estas siete patas de oro ardían gruesas velas de cera. Había también sobre la mesa un tablero de ajedrez, con figuras admirablemente trabajadas. Sobre una pequeña alfombra muy raída, una banqueta. En otra mesa, un cáliz de oro y otro candelabro, éste con los brazos en forma de serpientes. En la habitación olía a cera y azufre. Las sombras de las velas se cruzaban en el suelo. Entre los presentes, Margarita reconoció a Azazello, de pie junto a un tablero de la cama y vestido de frac. Con este atuendo no recordaba al bandido que

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se le apareciera a Margarita en el Jardín Alexándrovski. Ahora, al verla, hizo una reverencia muy galante. Sentada en el suelo, sobre la alfombra, preparando una mezcla en una cacerola, una bruja desnuda, que no era otra que Hella, la que tanto escandalizara al respetable barman del Varietés y la misma a la que felizmente espantara el gallo la madrugada siguiente a la famosa sesión. En esta habitación había además un enorme gato negro sentado en un alto taburete, frente al tablero de ajedrez, y con el caballo del ajedrez en su pata derecha. Hella se incorporó e hizo una reverencia a Margarita. El gato hizo lo mismo saltando del taburete y, al arrastrar su pata derecha trasera en una reverencia, dejó caer el caballo y se metió debajo de la cama para buscarlo. Esto es lo que pudo ver la aterrorizada Margarita en medio de la sombra siniestra de las velas. El que más atraía su mirada era precisamente aquel al que pocos días antes trataba de convencer el pobre Iván en los Estanques del Patriarca de la no existencia del diablo. El que no existía estaba sentado en la cama. Dos ojos se clavaron en la cara de Margarita. El derecho, con una chispa dorada en el fondo, atravesaba a cualquiera y llegaba a lo más recóndito de su alma; el izquierdo —negro y vacío— como angosta entrada a una mina de carbón, como la boca de un pozo de oscuridad y sombras sin fondo. Woland tenía la cara torcida, caída la comisura derecha de los labios; la frente, alta y con entradas, estaba surcada por dos profundas arrugas paralelas a las cejas en punta, y tenía la piel de la cara quemada, como para siempre, por el sol. Woland, recostado cómodamente en la cama, llevaba solamente una larga camisa de dormir, sucia y con un remiendo en el hombro. Estaba sentado sobre una pierna y tenía la otra estirada sobre una banqueta. Hella le frotaba la rodilla de la pierna estirada, oscura, con una pomada humeante. Margarita pudo ver en el pecho descubierto y sin vello de Woland un escarabajo bien cincelado, en una piedra oscura, que colgaba de una cadenita de oro. En la parte posterior del escarabajo había una inscripción. Junto a Woland, sobre sólido pie, un extraño globo terrestre que parecía real, con una mitad iluminada por el sol. Permanecieron en silencio unos segundos. «Me está estudiando», pensó Margarita, y con un gran esfuerzo de voluntad trató de evitar el temblor de sus piernas. Por fin Woland rompió a hablar y resplandeció su ojo brillante: —Mis respetos, reina; le ruego disculpe mi atuendo de casa. Woland hablaba con voz baja, hasta ronca a veces. Cogió de la cama una larga espada y, agachándose, hurgó con ella debajo de la cama. —¡Sal de ahí! La partida se da por terminada. Ha llegado una invitada. —De ninguna manera —silbó como un apuntador Koróviev, preocupado. —De ninguna manera... —repitió Margarita. —Messere... —le dijo Koróviev al oído. —De ninguna manera, messere —repitió Margarita, dominándose, con una voz muy baja, pero inteligible, y añadió sonriente—: Le ruego que no interrumpa su partida. Creo que cualquier revista de ajedrez pagaría una gran suma si pudiera publicar esta partida. Azazello emitió un sonido aprobatorio. Woland,

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con la vista fija en Margarita, le hizo una seña para que se acercara, y dijo para sus adentros: —Tiene razón Koróviev. ¡Cómo se cruza la sangre! ¡La sangre! Margarita dio unos pasos hacia él, sin sentir el suelo bajo sus pies descalzos. Woland le puso en el hombro una mano pesada, como de piedra, pero ardiente como el fuego, la atrajo hacia sí y la hizo sentarse a su lado. —Bien, si es usted tan encantadoramente amable —pronunció—, y que conste que yo no esperaba menos, vamos a dejarnos de cumplidos —se inclinó de nuevo hacia el borde de la cama y gritó—: ¿Cuándo acabará esta payasada? ¡Sal de ahí, condenado Hans! —No encuentro el caballo —respondió el gato con voz ahogada y falsa—. No sé dónde se ha metido y lo único que encuentro es una rana. —Pero, ¿crees que estás en una caseta de feria? —preguntó Woland, fingiendo severidad—. ¡Debajo de la cama no había ninguna rana! ¡Deja esos trucos baratos para el Varietés! ¡Si no sales ahora mismo te damos por vencido, maldito desertor! —¡De ningún modo, messere! —vociferó el gato, y al instante salió de debajo de la cama con el caballo en la pata. —Le presento a... —empezó Woland, pero se interrumpió—. ¡No puedo soportar a este payaso! ¡Mire en lo que se ha convertido debajo de la cama! El gato, lleno de polvo, sosteniéndose sobre sus patas traseras, hacía reverencias a Margarita. Le había surgido en el cuello una pajarita blanca de frac y, colgados sobre el pecho con un cordón de cuero, unos prismáticos nacarados, de señora. Y tenía los bigotes empolvados de purpurina. —¿Pero qué es esto? —exclamó Woland—. ¿A qué viene la purpurina? ¿Y para qué diablos quieres el lazo si no llevas pantalones? —Los gatos no usan pantalones, messere —respondió muy digno el gato—. ¿No querrá que me ponga botas? El gato con botas existe sólo en los cuentos, messere. ¿Pero ha visto usted alguna vez que alguien vaya a un baile sin corbata? ¡No estoy dispuesto a hacer el ridículo y arriesgarme a que me echen del baile! Cada uno se arregla como puede. Lo dicho también se refiere a los prismáticos, messere. —¿Y el bigote? —No comprendo —replicó el gato secamente—. Azazello y Koróviev, al afeitarse, se han puesto polvos blancos. ¿Es que son mejores que los de purpurina? Me he empolvado el bigote, nada más. Otra cosa sería si me hubiera afeitado. Un gato afeitado es algo realmente inadmisible, estoy dispuesto a afirmarlo así tantas veces como sea necesario. Aunque tengo la impresión —le tembló la voz, estaba ofendido— de que todos esos reparos que me están poniendo no son casuales, ni mucho menos, y de que estoy ante un problema serio: me expongo a no ir al baile. ¿No es así, messere? Y el gato, furioso por ofensa tal, pareció que iba a explotar de un momento a otro. —¡Ah, bandido! —exclamó Woland moviendo la cabeza.—; siempre que su juego está en peligro empieza a hablar como un sacamuelas, como el último charlatán en un puente. Siéntate inmediatamente y déjate de astucias verbales. —Me sentaré —contestó sentándose el gato—, pero no tengo más remedio que replicar a su última observación. Mis palabras de ninguna manera representan

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una astucia verbal, como usted ha dicho en presencia de la dama, sino una cadena de perfectos silogismos, que serían apreciados en su verdadero valor por Sexto Empírico, Marciano Capela y, a lo mejor, por el propio Aristóteles. —Jaque al rey —dijo Woland. —Muy bien, muy bien —respondió el gato, y se quedó mirando el tablero de ajedrez a través de sus prismáticos. —Como decía —Woland se dirigió a Margarita—, le presento a mi séquito, donna. Este que hace el tonto es el gato Behemoth. A Azazello y a Koróviev ya los conoce. Le recomiendo a mi criada Hella: es rápida, comprensiva y no existe favor que ella no pueda hacer. La bella Hella sonrió, volviendo hacia Margarita sus ojos verdosos, sin dejar de ponerle la pomada a Woland en la rodilla. —Eso es todo —terminó Woland, y contrajo la cara, porque Hella le había hecho demasiada presión en la rodilla—. Como verá, la sociedad es pequeña, variada y sin pretensiones —dejó de hablar y empezó a girar el globo, hecho de tal manera que los mares azules se movían y el casquete de nieve sobre los polos parecía un auténtico gorro de nieve y de hielo. Entretanto, en el tablero de ajedrez reinaba una gran confusión. El rey del manto blanco andaba por su casilla alzando los brazos de desesperación. Tres peones blancos con alabardas miraban desconcertados al alfil que movía su espada indicando hacia delante, donde había dos jinetes negros de Woland, montados en unos caballos excitados que rascaban las casillas. Margarita estaba admirada. Le sorprendía que las figuras estuvieran vivas. El gato, apartando los prismáticos de sus ojos, dio un leve empujón al rey en la espalda. Éste, desesperado, se tapó la cara con las manos. —Mal asunto, querido Behemoth —dijo Koróviev con voz venenosa. —La situación es difícil, pero no como para perder las esperanzas —contestó Behemoth—;es más: estoy seguro de la victoria. Lo que hace falta es analizar bien la situación. Pero el análisis resultó algo extraño: empezó a hacer muecas y a guiñar el ojo a su rey. —No hay remedio —seguía Koróviev. —¡Ay! —exclamó Behemoth—. ¡Se han escapado los loros, como lo predije! Efectivamente, a lo lejos se oyó un ruido de alas. Koróviev y Azazello salieron corriendo de la habitación. —¡Estoy harto del jaleo que os traéis con el baile! —gruñó Woland sin apartar la mirada del globo. En cuanto desaparecieron Koróviev y Azazello, las muecas de Behemoth tomaron unas proporciones desmesuradas. Por fin, el rey blanco comprendió qué esperaban de él. Arrojó su manto y salió corriendo del tablero. El alfil se echó el manto del rey sobre los hombros y ocupó su casilla. Volvieron Koróviev y Azazello. —Como siempre es una mentira —dijo Azazello mirando de reojo a Behemoth. —¿Qué me dices? Pues me pareció oírlos —contestó el gato. —Bueno, esto dura demasiado —dijo Woland—. Jaque al rey. —Debo haber oido mal, mi maestro —respondió el gato— Mi rey no está y no puede estar en jaque —Repito, ¡tu rey está en jaque! —

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—Messere —respondió el gato con una preocupación fingida—, Ud. está extenuado. ¡Mi rey no está en jaque! —El rey está en g5 —repuso Woland sin mirar al tablero. —¡Messere, qué horror! —aulló el gato poniendo cara de susto—, no hay rey en esa casilla. —¿Qué pasa? —preguntó Woland sorprendido, y miró al tablero, donde el alfil con el manto de rey volvía la cabeza tapándose la cara. —Eres un granuja —dijo Woland pensativo. —¡Messere! ¡De nuevo recurro a la lógica! —habló el gato, llevándose las patas al pecho—. Si un jugador anuncia jaque al rey y el rey no está en el tablero, el jaque no puede ser reconocido. —¿Te rindes o no? —gritó Woland furioso. —Permítame que lo piense —pidió el gato con docilidad. Apoyó los codos en la mesa, se tapó los oídos con las patas y se puso a pensar. Estuvo pensando mucho rato y, al fin, dijo—: me rindo. —Que maten a este ser obstinado —susurró Azazello. —Me rindo —repitió el gato—, pero exclusivamente porque no puedo jugar en este ambiente de envidia e intrigas. Se incorporó y las figuras de ajedrez se metieron en un cajón.” Bulgákov, Mijáil “El Maestro y Margarita” pps. 147-150 Alianza Editorial, Madrid. Permiso para sobresaltos Un apresuramiento momentáneamente incomprensible… ¿se puede escribir así y ser leído y admirado? José Lezama Lima demuestra que sí en "Paradiso". Su lectura reclama una estrategia similar al análisis de una partida de ajedrez: una aproximación inicial ligera, tumultuosa , disfrutando el ritmo y el paisaje, seguida de un análisis detallado del lenguaje, la mitología inscrita, las intenciones ocultas y las referencias literarias, filosóficas y humanas. Y a todo esto, han de sumarse diversas tácticas conforme lo vaya pidiendo el texto: consultas frecuentes al diccionario, cambios de perspectiva y de situación de los vocablos, a veces por párrafo, otras por capítulo. Paradiso es una novela rica en alusiones, totalizadora y efervescente. Entre fascinado y abrumado intentamos avanzar por el tupido follaje lezamiano; al fin arribo al primer tercio de la novela y entonces hace su aparición (¡y de que forma!) el ajedrez: “Casi siempre que Alberto jugaba una partida de ajedrez con Santurce, lo engatusaba con una defensa siciliana, para verlo sudoroso lanzarse al asalto, perdiendo astutamente una pieza mayor, alfil o caballo, a trueque de adelantarle todos sus peones en las casillas enemigas. El caballo de Santurce se perdía con torpe temeridad en la fila opuesta, que lo esperaba con sus peones armados de martillos, que comenzaban a pegarle en las patas, nobles herreros acostumbrados a ablandar el hierro, hasta que el caballo, con su jinete en el humo, se derrumbaba en el polvo. La reina de Santurce, en exceso guerrero, contemplando con voracidad halconera la torre más adelantada del castillo real, defendido calmosamente por Alberto, que le

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ponía una tropilla peleadora, dirigida por el alfil, que comenzaba a hostigarle, mientras que por el otro flanco, la caballería, robusta como el viento del oeste, le cerraba las casillas de las próximas aldeas a donde podría retirarse en su fuga bajo la escarcha. Los tres peones defendidos por el rey de Alberto, situaban al infantado de la caballería, mientras la suya más ligera y mejor herrada, se colaba en las defensas enemigas, pero respaldada en casillas oblicuas por la reina, tripulando una jaca aragonesa, y el alfil, que parecía dirigir el incesante ataque de los tres peones, que había reemplazado el azadón y la guadaña por dagas con proverbios interjeccionales para ahuyentar a la muerte y espadas con vultúridos en relieve en la medialuna enamorada del cuello de los malditos. Las piezas del ajedrez habían sido compradas por Andrés Olaya en París a un anticuario de chinoiseries. Eran todas de un jade transparente, del tamaño de un puño, parecían absorber la luz y devolverla por los ojos y en la estela de sus movimientos casi fantasmales por las casillas. Cuando el abuelo Olaya jugaba con alguien especialmente invitado a un alón de perdiz y a una partida, las piezas que se abrían por la mitad como con un atornillamiento, estaban llenas de chucherías, caramelos, bombones, bizcochos ingleses, pequeñas botellas de licores raros. Cada vez que alguien perdía una pieza, invitaba a su adversario a que la abriese, para brindar con la pequeña delicia que se rendía, una broma que mitigaba la irritación momentánea y oculta de una torpeza en esa secretamente vanidosa batalla de la inteligencia. Alberto alzó su rey como para un brindis, desenrolló la pieza, dentro tenía un papelillo chino que levantó, leyendo: -"Esta roca me ten morta; este vino me conforta." Alude sin duda -añadió--, a la alegría del rey entrando en la pelea, debe de estar poseído como de un vino que lo embriague, sin hacerle olvidar ninguno de los detalles del encuentro aunque sea nocturno. Pero detrás de esa embriaguez, la resistencia de una roca. Los grandes reyes, desde Alejandro hasta Gustavo Adolfo de Suecia, entraban en batalla llevados de una alucinación que sin olvidar los grandes conjuntos, le daba un relieve diamantino a todos los detalles, viendo en un solo instante un rostro e innumerables rostros. Pero hay que darle también la oportunidad a los peones, son ellos los que convierten la llanura en un granate -levantó entonces un peón, lo dobló por la cintura, le extrajo otro papelillo y fingió leer-: "La estepa tan bien arde seca como verde." Claro –comentó-, son los peones los que conocen cada palmo del terreno. Donde habrá más sol para que se quiebren los venablillos enemigos, ahuyentando los reflejos heridores. Donde las piedras, de cantos mortales, lanzadas por las catapultas, levantarían ecos que asustarán a la caballería, precipitando su huidizo galope. Como a los jóvenes hay que herirles con las dagas en el rostro, según el consejo del divino Julio, y a los guerreros maduros, de anchos hombros, conviene pegarles con mazas en los costados, levantándoles la sofocación. Como separar a los mensajeros, de extensas trompetas, de los que esperan sus órdenes para atravesar el lago. Sus dos torres, frente a las piezas mayores de Santurce, sin movilizar sus hombres en el combate, resultaban amenazantes, dominando el espacio donde sus peones con el alfil temerario y la reina avizorando una inmensa extensión, establecían una técnica de presiones sobre el centro del tablero, obligando a Santurce a fijarse en el centro de operaciones, mientras Alberto podía hacer incursiones por los bastiones menos defendidos. La posición de la reina combatiente, recordaba a María Teresa de Austria, en sus batallas con Federico el Grande, cuando en la

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retaguardia recibía la consulta de todos los movimientos ordenados por su mariscal preferido, el príncipe Kaunitz. El alfil de Alberto parecía mirar de reojo a la reina, que vigilando las casillas envolventes cuidaba su arriesgarse por las filas de los monótonos uniformes negros. Entonces Alberto, aludiendo a la maligna presión ejercida por sus torres, alzó esa pieza como si recibiera un hachazo, o un eucalipto de triple raíz unida se recostase en su centro para doblegarla, extrajo de ella otro papelito enfurruñado, y pareció leer: "Estoy a la sombra y estoy sudando, que harán .mis amores que andan segando." Así aludía al peligroso reposo de sus torres, sudorosas por la presión ejercida sobre el centro. del tablero, que parecía crujir con aquellas dos moles llenas de guerreros, que mezclaban sus cantos de provocación y sus gritos que parecían agrandar la sanguinaria sed de las hachas, mientras la reina en una región donde podía levantar cortes provisionales, parecía convocar al rey para un acudimiento amoroso.. La reina de Santurce había avanzado hasta situarse al lado de uno de sus caballos, para lanzado al asalto atascarlo tal vez, como el otro alazán perdido por los martillazos de los peones y la inexorable vigilancia de la reina. El fin de Santurce comenzaba a describir círculos de ave agorera. Alberto había lanzado sus peones a un avance incesante, respaldado por la caballería situada en una posición estratégica, como escondida detrás de una colina, con el alfil y la reina dominando desde el centro de la esfera. Cogió uno de sus caballos, y con los dedos, a modo de bambú, pareció quebrarle las patas, dividiéndole en dos, de sus entrañas sacó un papel, y le leyó la sentencia: "Vuelve el gato a la ceniza", refiriéndose a los ataques del caballo de Santurce, que insistía en perderse entre las picas de los peones enardecidos por un triunfo que ya comenzaba a flamear sus banderolas. Los dos escuadrones de caballería, con el adelantado alfil, los peones de Alberto habían logrado trasponer la tierra de nadie, destruirlos le hubiera costado a Santurce piezas mayores; su reina tenía libertad para cualquier ataque fulmíneo; sus dos torres vigilaban cualquier sorpresa del enemigo. Alberto entonces levantó el alfil, separando el bonete cardenalicio de la base sostenedora, y dijo: "Ver la ganancia al ojo, la muerte el ojo." Santurce con provinciana cortesía, hizo una reverencia, horizontalizó su rey, levantándose con fingida sonrisa. -Esta partida se ha elaborado --dijo Alberto-, con total entereza, en recuerdo de la estrategia del Coronel -miraba a Rialta, que bajó los párpados para impregnarse aún más del ausente-, que me relató de niño tantas batallas, sentado en el quicio de su casa, antes de irse a su paz.” Lezama Lima, José. “Paradiso” pp. 233 a 236. Editorial Letras Cubana. La Habana, Cuba. 2009

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La inviabilidad de un ajedrez a la cubana Abel Prieto Jiménez, Ministro de Cultura hasta hace unos pocos días en Cuba, es autor de una divertida novela-ensayo “El vuelo del gato”, basada en las reflexiones que el autor realiza sobre la sociedad cubana extrapolando un verso del célebre escritor -también cubano y de cuya obra Abel Prieto es un especialista reconocido- José Lezama Lima y un comentario del emperador romano y filósofo –con influencia estoica- Marco Aurelio: El gato copulando con la marta No pare un gato De piel shakesperiana y estrellada Ni una marta de ojos fosforescentes. Engendran el gato volador. José Lezama Lima, “Universalidad del Roce” "Tu persona se compone de tres sustancias: de un Cuerpo, un Alma Animal y de otra Razonable. Las dos primeras te pertenecen en el sentido de que estás obligado a cuidarte de ellas, pero es solamente la tercera la que es de tu propiedad". Marco Aurelio, “Pensamientos” Libro XII,III. Ya en el inicio de la novela –capítulo IV- encontramos la avasallante presencia del ajedrez en un nítido –aunque no tan convincente- paralelo del estilo ajedrecístico adoptado por el personaje central y su peculiar forma de encarar la vida – (por supuesto falta solamente tu opinión , caro lector y amigo): “Mamoncillo declaraba dondequiera que fuese necesario que el ajedrez no le gustaba en lo absoluto, "porque te aburre", decía, "y te pone el cerebro caliente", eso decía, y se acariciaba la cabeza redonda, de Pelo Bueno, y pasaba a elogiar el dominó como el mejor regalo que nos han hecho los dioses para nuestro sano esparcimiento. Eso era más bien retórica: aunque practicó el dominó desde muy niño, no disfrutaba a fondo del juego, como sí lo hacía su padre, Ñico Laferté, y los socios del barrio de su infancia y los otros socios de los barrios sucesivos que le fue dado conocer. Su dispersión no lo ayudaba: no podía seguir el hilo de los partidos ni retener en la memoria las informaciones básicas ni orientarse en medio de la trama para elegir la ficha correcta. En el primer año del Pre, durante unos meses, Freddy creyó encontrar en el ajedrez un Adelanto respecto al dominó y trató de memorizar algunas aperturas y extraer toda la savia de un librito que le prestó Marco Aurelio (Últimas lecciones de Capablanca) y hasta se dejó ver un par de noches en el salón penumbroso del Club Pablo Morphy. Fue derrotado sin piedad muchas veces y prefirió volver al dominó, que lo aburría también, aunque un poco menos, y no lo hacía pensar tanto y se juega en pareja, en medio de gente que bebe ron y opina y habla a gritos, y la derrota se comenta ruidosamente,

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pero se disuelve y olvida con más rapidez: no queda en el Alma Razonable como la cicatriz quemante y silenciosa de la derrota en ajedrez. Además (seamos justos), Mamoncillo se anotaba en el dominó algunas victorias, gracias al azar y al apoyo de un buen compañero, y esta era una opción que el ajedrez no podía ofrecerle. Marco Aurelio el Pequeño detestaba el dominó a la cubana. El juego en sí le resultaba interesante, porque veía en él una relación entre el azar y la astucia más intensa que en otros muchos juegos y similar, a su juicio, a la que se entreteje en la Vida Verdadera o Ficticia de los hombres. Pero no soportaba ni diez minutos ese estilo cubano que hace del dominó un torbellino de bromas, pullas, fanfarronerías y amenazas burlonas. Le parecía funesto, lamentable, capaz de afectar la concentración de los jugadores y el dramatismo de las situaciones. Rechazaba, pues, en el dominó, lo que atraía en él a Mamoncillo, y cometía a mi juicio un grave error de apreciación, y ese punto lo discutimos más de una vez. El dominó a la cubana no sólo incluye cuatro jugadores activos, sentados en torno a una mesa, y (en su variante occidental) cincuenta y cinco fichas de madera: requiere además un número indeterminado de "sapos" que esperan su turno y se dedican a comentar cada jugada y a contestar y parodiar los comentarios de los jugadores activos, y ellos, los sapos, y sus acotaciones, son tan imprescindibles para el juego mismo como el coro para el antiguo teatro griego. En Cuba no es posible separar (como hubiera querido el Pequeño) la energía física e intelectual que se moviliza en torno a las reglas del dominó y a su puesta en práctica por los jugadores activos, de la que se despliega en el ejercicio oral de los propios jugadores activos, en sus palmadas, repiqueteos y explosiones, y en el aporte de los sapos. Mamoncillo comprendía mejor lo esencial de ese juego-fiesta-espectáculo que es el dominó a la cubana; aunque sé que Marco Aurelio, con los años, fue acercándose a una comprensión superior del mismo y le entregó, incluso, algunos domingos de su madurez. Hay que tener en cuenta que los signos, esquemas y concepciones del ajedrez habían entrado muy tempranamente en la vida de nuestro Marco Aurelio y se habían acomodado en el centro mismo de su Alma Razonable, desde donde enturbiaban y hacían difícil una aproximación sin prejuicios a otros juegos de distinta naturaleza. El intento de promover entre nosotros un ajedrez a la cubana no tuvo éxito, no podía tenerlo. Era una herejía, un engendro artificial condenado a extinguirse, un mestizo inauténtico, hecho a pedazos, como Frankenstein, que no se había gestado en el intercambio de nutrientes de donde nacen los mestizajes robustos del Caribe y el sobresalto del Gato Volante; sino por regodeo en el bullicio (sin gravitación ni volumen), por lo más frívolo del temperamento nacional, por mero afán carnavalesco de una minoría empeñada en disfrazarse de "popular". El Pequeño declaró un boicot total a aquella aberración y contribuyó modestamente, con el apoyo unánime de la Piña, a su rápido destierro del Pre y de sus alrededores y del Círculo Social Jesús Menéndez y del Club Pablo Morphy, que abría sus puertas, como se sabe, junto al Anfiteatro de Marianao. Yo odiaba tanto como Marco Aurelio el ajedrez a la cubana, y reconocía, como él, en el ajedrez propiamente dicho, un espacio sagrado que no es juego ni

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ciencia ni deporte, sino una instancia simbólica, casi religiosa, donde el hombre reproduce en un espacio mínimo, en un tiempo misteriosamente apretado, sus luchas, sus tormentos, sus aptitudes para el ataque y la fortificación, su batalla cotidiana frente al enigma de la muerte y frente a todos los demás enigmas que le ponen delante la casualidad, el Hado o la Voluntad Divina. Yo amaba el ajedrez, pero sabía disfrutar el dominó a la cubana y pasaba con naturalidad del tablero de sesenta y cuatro casillas, poblado de peones, caballos y alfiles erectos, a la mesa donde se revuelven y conectan las fichas acostadas, bocabajo y bocarriba, entre sapos vociferantes y buches de ron. Hoy (por desgracia) se ha alejado de mí la diosa enigmática, de labios finos y ojos entrecerrados, que protege a los ajedrecistas, y sólo me acompañan los dioses báquicos del dominó, desordenados y soeces. Sigo practicando el dominó a la cubana, aunque con menos gusto y destreza que en mi juventud: el ron, hoy por hoy, no sazona el juego como un ingrediente pícaro; ahora (desde la Punta de Maisí al Cabo de San Antonio) el ron se ha instalado como un tirano sobre el dominó a la cubana y embrutece a los sapos y a los jugadores activos y va matando por exceso lo mejor del juego. Qué lindo era deslizarse del tablero callado a la mesa riente y gritona, y viceversa, sin crisis ni complejos de Culpa: era como vivir dos vidas, como si el doctor Jekyll pudiera sentirse cómodo y feliz en su espacio hogareño, virtuoso y apacible, y salir (un día sí y un día no) por la puerta trasera y entregarse a las aventuras de Hyde y que esa doble vida no dañara su equilibrio ni el equilibrio del universo. Yo podía hacerlo en aquel entonces porque mi ajedrez era distinto al de Marco Aurelio, porque yo prefería las aperturas abiertas, las que fundan un paisaje limpio para el choque de los ejércitos, un espacio despejado como una llanura, y ese campo de batalla se asemeja en cierta medida al del dominó. Marco Aurelio el nuestro, el Pequeño, se sentía mejor en el juego cerrado, sombrío, de muchas piezas por bando, y su jugador más admirado era Bent Larsen. Cuando Bobby Fischer (el Rey, el Grande entre los Grandes) empezó a ser el ídolo de los ajedrecistas de Marianao y del Vedado y de todas partes, el Pequeño siguió insistiendo en que el suyo era Larsen. Para entonces aquello sonaba casi a masoquismo, pues el Gran Maestro danés ya se perfilaba como un perdedor firme y seguro. Y no era una onda snob (nadie más lejos de ese tipo de ondas que Marco Aurelio), sino una excepcional afinidad con el modo de entender el ajedrez, con el planteo, la concepción del desarrollo de las piezas y de la partida que distinguían a Larsen por entre los demás. Marco Aurelio detestaba los espacios abiertos, los parques, los estadios, y se sentía a gusto en las habitaciones de puntal bajo, poco ventiladas, y en barcitos penumbrosos y refrigerados, donde apenas bebía (a lo sumo un trago de ron muy aguado) para entregarse a sus meditaciones mientras escuchaba a retazos la cháchara de algún compañero de barra, conocido o desconocido, y permitía que sus ojos (el bueno y el malo) retozaran juguetonamente, sin traíllas, rozando a la ligera los bultos agazapados en la medialuz y recorriendo las vitrinas y las botellas y copas puestas en fila frente a él y los ingenuos ornamentos. Esta tendencia se reflejaba en su estilo ajedrecístico: jugando con blancas, nunca abrió una partida con el eterno peón-cuatro-rey, la jugada más clásica

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y transparente, la más repetida en la historia, que conduce muchas veces a combates frontales, a cielo abierto, en medio del tablero, y al cañoneo de torres y alfiles de un punto a otro del descampado. Su apertura más querida era la inglesa: un peón-cuatro-alfil-dama que adopta una actitud lateral, equívoca, como quien prefiere observar de reojo al enemigo y esperar sus reacciones y retrasar el choque y ocultarse, asomando el alfil de rey en fianchetto. Con las negras, al inevitable peón-cuatro-rey, respondía el Pequeño con el súmmum de la cerrazón voluntaria, la Defensa Alekhine, en la que las blancas se apoderan alegremente del campo de batalla y las negras se dedican a tirar piedrecitas desde una concha y a preparar trampas mediocres y a maldecir, arrinconadas por la presión de las piezas del enemigo y por su propia vocación tanática. No parecen propias de un estoico tales inclinaciones, teniendo en cuenta que tanto Epicteto, el Polaco como Marco Aurelio el Grande promueven un estado ideal de conformidad con la Naturaleza y un desasimiento limpio, definido, muy claro, frente al mundo exterior. Ante un caso así, los psicoanalistas hablarían de traumas infantiles no resueltos, de añoranza por el claustro materno o por "la tumba húmeda y fría" de Poe, y Kardec y sus seguidores y los otros, los espiritistas heterodoxos y atrasados, de una presencia funesta junto al Pequeño, junto a Larsen, de una entidad peligrosa, vengativa, de un "espíritu obsesor" que se quitó la vida y no tiene paz ni Luz ni nada que se le parezca, y algunos sacerdotes del Atraso aceptarían la tesis del muerto maligno y otros no, y Marco Aurelio el nuestro defendería su propia interpretación: él era (todavía) un aprendiz; alguien que busca, tanteando, la quietud anímica de los estoicos, y en ese proceso quiere estar a solas con su Alma Razonable el mayor tiempo y con la mayor intimidad que le permitan sus obligaciones sociales y personales, y por eso se orienta instintivamente al caparazón, a la concha, al ajedrez de Larsen. A mí no me convencía la tesis del aprendiz. Marco Aurelio, a mi juicio, estaba cerrando los ojos (el bueno y el malo) ante una zona demoníaca de su Alma Razonable, que debía hacer suya con plena conciencia y ayudarse de ella en el camino estoico hacia el autoperfeccionamiento. No hace mucho, por los días en que estaba escribiendo este capítulo, me cayó en las manos una vieja revista de ajedrez y vi allí una partida del año 70 donde Spassky, con negras, le da una paliza a Larsen en diecisiete jugadas. Me acordé mucho de Marco Aurelio. Su ídolo (el pobre) usó una apertura inglesa irregular y fue cerrándose, estrangulándose con sus propias piezas, hasta precipitarse a una muerte segura y quién sabe si deseada. Pienso que ese juego construido hacia dentro, hacia la asfixia, se relaciona, por un lado, con la crisis de la visión iluminista, moderna, del ajedrez (una crisis que el propio Capablanca anticipó; él, que había llevado aquella concepción a su punto supremo) y, por otro, con el temperamento de Larsen y con el núcleo oscuro que palpitaba en el Pequeño. Compartían los dos, ante el tablero, una incapacidad para descubrir o crear situaciones agudas y aprovechables en los esquemas clásicos y un apego nocturno a pelear acuclillados, a la defensiva, desde posiciones desventajosas y agónicas. No es que se inclinaran por la guerra de guerrillas, la emboscada, el ataque engañoso, el golpe en el costado y la retirada oportuna: por el contrario, la guerrilla evita por principio instalarse en posiciones encajonadas, donde sea

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factible cercarla, y el estilo Larsen-Marco Aurelio invita al cerco, lo provoca morbosamente con sus movimientos de caballo y la necrofilia de sus enroques. Marco Aurelio y yo vimos a Larsen casi a diario durante la Olimpiada de Ajedrez del 66, que se jugó en el Hotel Habana Libre. Lo vimos a él y vimos a Fischer, Petrosián, Spassky, y a los demás Grandes Maestros y a los Medianos y a los Pequeños. Pero recuerdo en particular una jornada, al anochecer, cuando ya todos (menos Larsen y su contrario) habían terminado o sellado sus partidas, cuando sólo se jugaba en un tablero solitario y el salón estaba casi vacío: Bent Larsen se defendía en un final muy tenso (su adversario se me ha borrado de la memoria); iba a concluir una de esas batallas en que lo tuvieron cogido por el cuello muchas horas y él seguía en su angustioso pataleo, con sus absurdos rodeos de caballo y su alfil trabado, como de costumbre. Aquel día le fue bien y logró unas tablas donde sólo podía esperarse la navaja helada de la muerte. El público aplaudió (Marco Aurelio y yo y los quince o veinte fanáticos que permanecían en el salón) mientras él salía lentamente de entre las mesas y las piezas abandonadas: su rostro pálido, imperturbable, pasó muy cerca de nosotros, y se acomodó con las manos un mechón de pelo muy lacio, rojizo, que le caía sobre la frente. Dos minutos después, llegaron desde el lobby unos gritos y cruzó la puerta un corre-corre de alarma: entonces vimos de nuevo a Larsen, exánime, más pálido que nunca, y lo llevaban entre varios hombres a la enfermería. Se había desmayado cuando esperaba el ascensor, a causa de la tremenda presión de la partida, y ahora parecía un héroe caído: un troyano quizás, muerto ante los muros de la ciudad amenazada, a quien sus compañeros rescatan a toda prisa para evitar que su Cuerpo y su armamento caigan en manos enemigas. ¿Tenía algún significado aquella imagen del ajedrecista sin sangre en el rostro que se derrumba después del combate? ¿Algún dios troyano o griego, danés o cubano, pretendía transmitirnos un mensaje con aquel Larsen desvalido y fláccido, a quien cargaban a través del lobby del Habana Libre, torpemente, como a un enorme muñeco de trapo? "Está claro que es una señal", nos dijo Mamoncillo cuando le hicimos el cuento la mañana siguiente: "y es una señal para ti", concluyó, poniendo el dedo índice (un dardo emplumado, punzante y femenino) en el pecho de Marco Aurelio el Pequeño. Prieto, Abel “El vuelo del gato”. Ediciones B, Barcelona, España. 2000.

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Jorge Alberto Esquivel León Nació en Mérida, Yucatán, el 22 de septiembre de 1960. Ingeniero civil con una maestría en administración de la construcción. Empujamaderas, exorganizador, exdirigente y divulgador de ajedrez. Es autor de diversos artículos de divulgación del juego ciencia y de la ciencia de la administración publicados en el suplemento cultural dominical del diario Por Esto!, en las revistas de la Universidad Autónoma de Yucatán, “Constructiva “ de la CMIC , “Ajedrez Total” de la Asociación de Ajedrecistas del Estado de Yucatán, la revista de la Asociación Escocesa de Ajedrez por Correspondencia y en el libro “Lecturas –Locuras- de Ajedrez” de la editorial Pioneros Siglo XXI.. Miembro fundador de la Escuela de Desarrollo y Alto Rendimiento de Ajedrez de Yucatán y el Sureste (Edarays) y actualmente integrante del Patronato del Torneo Internacional “Carlos Torre Repetto In Memoriam”. Fue editor responsable y colaborador de la revista “Ajedrez Total”, en la década de los noventas. Obtuvo el título de Capacitador Docente de la FIDE en 1991 durante el “Curso Centroamericano para Entrenadores de Ajedrez”, celebrado en Mérida. De 1991 al 2005 desempeño diversos cargos en la Asociación de Ajedrecistas del Estado de Yucatán, A.C. presidiéndola del 2002 al 2005. Ha formado parte del Equipo Olímpico Mexicano de Ajedrez por Correspondencia en los preliminares a la Olimpiada XVII en 2006. De 2004 al 2008 fungió como Primer Vicepresidente de la Federación Nacional de Ajedrez de México A.C. Coorganizador del Torneo Internacional de Ajedrez Carlos Torre Repetto In Memoriam en los años 1992 al 2008 Actualmente es Miembro del Comité Editorial de “Constructiva”, Revista de la Cámara Mexicana de la Industria de la Construcción, Delegación Yucatán y Miembro del Cuerpo Colegiado de la Escuela de Arquitectura de la Universidad Anahuac-Mayab en el área Urbanismo-Empresa Artículos Períodico Por Esto! Ajedrez y literatura Premio a la belleza…en ajedrez Ajedrez y Música Las leyes del ajedrez El ajedrez y las damas Ajedrez y tiempo Ajedrez Postal

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