AHAMKARA, el oculto constructor de nuestra individualidad
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AHAMKARA
EL OCULTO CONSTRUCTOR
DE NUESTRA INDIVIDUALIDAD
Felipe Aguirre
El principio de la «yoidad», el proceso de individuación y el sentido de autoconciencia
que caracterizan al hombre y le diferencian del animal, constituyen, sin duda, una de las
piedras angulares del templo de la evolución espiritual. No en vano sistemas milenarios
como el hinduista y el budista, pero también las corrientes más modernas de la psicología
y la neurobiología, se han esmerado en desvelar un misterio que parece estar
emparentado con la historia misma del hombre y del cosmos que lo rodea. Pero también
está ligado a otro gran enigma, que aún hoy constituye un verdadero «rompedero de
cabeza» para la vanguardia científica: la conciencia. Lo cierto es que tanto el «mito del yo»
como el fenómeno de la conciencia parecen ser, a todas luces, grandes caballos de batalla
para el hombre actual, es decir, en su presente estadio evolutivo. Por este motivo, la
Doctrina Secreta de H. P. Blavatsky y demás libros teosóficos le dedican importantes
capítulos, definiciones y reflexiones.
La primera definición con la que nos encontramos delimita ya nuestro campo de
reflexión:
Ahankâra o Ahamkâra (Sánsc.) – El concepto del «Yo», la conciencia de sí mismo o
autoidentidad; el sentimiento de la propia personalidad, el «Yo», el egotista y mâyâvico
principio del hombre, debido a nuestra ignorancia, que separa nuestro «Yo» del YO ÚNICO
universal. [La individualidad, personalismo, orgullo, egoísmo, egotismo, el sentimiento del
yo, conciencia del yo o ser personal. Es el principio en virtud del cual adquirimos el
sentimiento de la propia personalidad, la ilusoria noción de que el no–Yo (cuerpo, materia)
es el Yo (Espíritu), esto es, que nosotros somos, obramos, gozamos, sufrimos, etc.,
refiriendo todas las acciones al Yo, que es inactivo, inmutable y mero espectador de todos
los actos de la vida]. (Glosario Teosófico, p. 19)
De este primer acercamiento tomamos una idea fundamental que rondará los estudios
y especulaciones desde el budismo hasta las neurociencias: el hecho de que el «yo» se
fundamenta en una gran ilusión, tan sólo un espectro mayávico, una «red de sucesos y
construcciones mentales» le confiere su único poder y sustancialidad. Es ese mismo velo
que los místicos intentan desvanecer, a través de ejercicios como la meditación o la
contemplación, en los que se logra sentir la presencia del alma, o, mejor, en los que el
verdadero ser trascendente y espiritual logra desidentificarse con este cuerpo y liberarse
momentáneamente de su compleja red de fenómenos psíquicos y mentales.
Pero ya volveremos al aspecto de su cualidad ilusoria. De momento surge una
pregunta inevitable. ¿Por qué la naturaleza —a través de las Mentes Creadoras— hizo
posible ese fenómeno? ¿Por qué estamos avocados a vivir bajo el influjo de un hechizo
tan fuerte, y vernos en la necesidad de superarlo? Es decir, ¿por qué debemos primero
individualizarnos, singularizarnos, si, en última instancia nuestra meta es retornar en la
unidad (es decir, despersonalizados) al todo? Las enseñanzas esotéricas sitúan la respuesta
a todos esos interrogantes en la conciencia. Explica la doctrina oculta que si en los albores
del descenso partimos de un estadio paradisiaco de unión indiferenciada y después de
lograr la individuación retornaremos al seno de la creación como un gran todo unificado,
lo que diferencia el «inicio» del «final» de dicho recorrido es el grado de conciencia
adquirido.
Significa esto que el destino del hombre dentro de su actual etapa evolutiva está en
iniciar el largo trayecto que le llevará a la disolución definitiva de su «sentido de
separatividad», pues es este sentimiento ilusorio lo único que lo separa del resto de los
seres, de la Naturaleza, y del Creador. En la Doctrina Secreta se describe este proceso en
relación con el sentido de responsabilidad, pues es, en última instancia, nuestro
discernimiento y nuestra conducta ética lo que posibilita la creciente identificación con el
Yo Inmortal, y la subsecuente liberación del estado ilusorio del yo inferior:
El Ego Superior es a manera de un globo de luz pura y divina, una unidad de un plano
superior, en que no cabe diferenciación. Al descender a un plano de diferenciación, emana
un rayo, que sólo puede manifestarse por medio de la ya diferenciada personalidad. Una
porción de este rayo, el Manas inferior, puede cristalizar de tal manera durante la vida, que
se identifique con Kâma y permanezca asimilado a la materia; mas la porción que se
conserva pura, forma el Antahkarana. Todo el destino de una encarnación, depende de si
Antahkarana será o no capaz de subyugar el Manas Kámico. Después de la muerte, la luz
superior (Antahkarana) que lleva las impresiones y memoria de todas las aspiraciones nobles
y elevadas, se identifica con el Ego Superior, al paso que los malos deseos se disipan en el
espacio, y vuelven como mal karma que espera a la personalidad.
El sentimiento de la responsabilidad es el principio de la sabiduría; la prueba de que ya
se inicia el desvanecimiento del Ahamkâra, el comienzo de la pérdida del sentimiento de la
separatividad. (D.S. IV, p. 206)
Pero ¿con qué metáfora podemos apresar mejor el proceso de formación del Ahamkara,
es decir de la autoconciencia que se produce junto con el «descenso del Ego Superior al
plano de la diferenciación»? La imagen simbólica que ha utilizado el conocimiento oculto
para explicar ese proceso es la del «espejo místico» (D.S. V, p. 64), considerado desde
muy antiguo el símbolo de la diferenciación, del paso de la Unidad a la Multiplicidad. En
su superficie brilla «el fidelísimo reflejo del Yo», y, como explica H. P. B. en la misma
obra, «el ―espejo‖ pertenecía al simbolismo del Thesmoforia (una parte de los misterios
eleusinos), y que se empleaba en la investigación del Atmu, el ―Ser oculto‖ o ―Yo‖».
El espejo sagrado de los mitos arcaicos nos narra, pues, un evento primordial
relacionado con la creación misma: la primera multiplicación de una imagen que es única…
El paso de lo Indivisible a lo Dividido, de lo Inmanifestado y latente a lo Manifestado y
activo.
Podríamos resumir este proceso que enseña la Cosmogénesis Oculta como sigue:
Primer acto de Dios, la aparición latente del «Sí Mismo en Sí Mismo» (Atum que
nace en el Nun).
Primera proyección de la Deidad sobre Sí Misma (Atum manifestándose en sus
propios poderes creadores aún «inconscientes» — como Atum-Ra).
La Deidad se contempla sobre el Espejo Sagrado e inicia el proceso de
autoconcienciación, pues aparece ante Sí como algo diferenciado de la Conciencia
Divina.
Habiéndose identificado con la imagen reflejada de Sí Misma, la Conciencia
Divina dice: «YO SOY»… a partir de lo cual el universo cobra forma. La Luz Una
se proyecta como espectro septenario; el Espíritu Unitario queda atrapado en la
propia red mayávica que ha creado, disgregándose en múltiples formas. Esta es la
creación por el Verbo o Logos de todas las tradiciones antiguas, la materialización
del Pensamiento Divino en múltiples formas, seres y mundos.
A la luz de este proceso vemos que se trata de un motivo mítico arcaico que revela una
verdad metafísica trascendente. Pero, más allá de la dimensión cosmogónica, el mito nos
da claves importantes de otro evento de no menor trascendencia: la caída del alma, o el
descenso del Yo Inmortal que, al revestirse de materia finita, de un conjunto de cuerpos
inferiores, debe confrontarse con un estado ilusorio de separatividad. Este motivo será el
que encontramos principalmente en escritores neoplatónicos como Proclo, Olimpiodoro,
Damascio y, sobre todo, Plotino (todos mencionados y estudiados en la D. S.). Estos
filósofos apelan al «mito del espejo» para explicar el misterio de la encarnación del alma y
su posterior identificación con las formas sensibles, aquí simbolizada por el reflejo que
«atrapa». Su estudio es de capital importancia para nuestro tema, por lo que nos
detendremos ahora en su análisis.
El mito, tal como se conoce en la tradición órfica, nos narra el desmembramiento del
dios Dioniso cuando era apenas un niño (rasgo que comparte con Osiris). Los Titanes,
que habían sido enviados por una Hera celosa, distrajeron y engatusaron al niño con
juguetes, y cuando este estaba contemplando su imagen en el espejo le dieron muerte
para luego despedazarlo e ingerirlo. Al darse cuenta Zeus del crimen fulminó a los Titanes
con un poderoso rayo, y de las cenizas de estos —según continúa la narración— nació la
raza de los hombres1. Esta es una clara alusión al fundamento metafísico sobre el que se
basarían las posteriores interpretaciones de la naturaleza humana (tanto pitagóricas como
platónicas): la dualidad entre el alma y el cuerpo, siendo aquélla de origen divino y éste
—como los Titanes— de materia terrestre. De aquí derivaría toda una doctrina que
centraría en la pureza de vida y la observación de ciertas reglas ético-espirituales un
verdadero camino de liberación del alma del ciclo de los descensos periódicos
(=renacimientos). Como menciona H. P. B. en Isis sin Velo (IV, p.231), «En Dionisio o
Baco concentraábanse todas las esperanzas en la vida futura, pues era el dios que había
de libertar de su cárcel de carne a las almas de los hombres».
Sin embargo, la correspondencia simbólica que más nos interesa es la que nos trasmite
Plotino en relación a la primera parte del mito: Dionisos (el Alma Inmortal) se ve
reflejado en el Espejo (el mundo de las formas sensibles) y su identificación conciencial con la
imagen que ve le aprisiona. Este no es otro que el acto de reconocimiento de la mismidad
1 Algunas referencias posteriores al mito son: «que cuando Baco estaba ocupado con sus juegos infantiles
fue despedazado por los Titanes y cortado miembro a miembro por ellos». (Adv. nat. 5.19) o «la forma
sombría de un traidor espejo ha causado el desmembramiento del primer Dioniso» (Nono: Dion. 6. 204-
210).
(el «yo soy yo») a través del cual la conciencia crea un modelo de sí mismo en un proceso
ilusorio pero que produce un «inminente» sentido de individualidad y separatividad.
El escritor romano del siglo IV d. C. Fírmico Materno narra el mito en De Errore (6.1-
5) como sigue:
Entonces Juno [Hera], aprovechando la ocasión oportuna para sus insidias, y aún más
irritada porque al partir el padre había entregado el trono y el cetro de su reino al niño,
soborna primero a los guardianes con regalos y presentes, después coloca a sus propios
sicarios, que se llamaban Titanes, en las partes más escondidas del palacio real, y con juguetes
y un espejo fabricado con gran arte se ganó de tal modo la voluntad del niño que éste se dejó llevar
por el capricho de su carácter infantil a las zonas desiertas del palacio y al lugar de la
conspiración.
Aquí la metáfora es muy gráfica: el efecto que tiene un conjunto de juguetes sobre un
niño es el de una fuerte atracción y fascinación. Por eso, como explica Plotino (Eneada IV,
3), el alma que se dispone a encarnar tras su descanso en las regiones celestes, no necesita
ser «obligada» o «guiada» hacia su futura morada, el cuerpo, sino que ésta desciende de
forma natural llevada por una atracción de sympatheia, de «empatía», por parte de su
receptáculo. Esta forma de identificación por atracción y «resonancia» está perfectamente
simbolizada por el gesto de Dionisos (el alma) que al mirarse al espejo (la materia, el
cuerpo) primero se «reconoce» como un «yo» y, luego de ese reconocimiento, se siente
naturalmente atraída a él. El hecho de que el espejo sea «uno más» de tantos juguetes, nos
sugiere su naturaleza mayávica (el «carácter engañoso del reflejo», según Nono), en
cuanto a la fascinación que ejerce sobre la figura simbólica del alma-niño.
Respecto al paso de la Unidad a la multiplicidad: (el «Yo soy Yo» o «Toma de
conciencial de sí de Atum) nos dice el neoplatónico Proclo que «en efecto, Dioniso,
cuando puso su imagen en el espejo, la siguió y así fue dividido en el universo. Y Apolo lo
reunió y recompuso, como dios purificador que es, y verdadero salvador de Dioniso...»2.
Cabe recordar aquí que en varias tradiciones del mundo el espejo es símbolo de
fragmentación, división y multiplicación. Por eso, los neoplatónicos lo utilizan para
representar la disgregación de la creación universal (Proclo y Damascio) y la naturaleza
«ilusoria» del mundo sensible que, desde Platón, no es más que una «imagen engañosa»,
(νόθον εἶδος).
Por último, a este respecto cabe mencionar que esta división o disgregación que quiere
simbolizar el espejo no parece referirse únicamente a un evento trascendente de la
migración del alma hacia el cuerpo. Se puede interpretar (y varias lecturas neoplatónicas
lo hacen) como la constante atracción que ejercen las imágenes sensibles sobre el alma ya
encarnada (el Yo superior) y la facilidad con que el hombre puede perderse en su
naturaleza engañosa3. Proclo, en cambio, considera la disgregación del dios como una
alusión a la capacidad humana para entender el universo, hecho que considera necesario4.
2 Este último motivo será analizado en las conclusiones finales. 3 Téngase en cuenta el símbolo de la máscara de yeso de los titanes… una alusión a la falsedad y el engaño. 4 Al hablar de la Quinta Jerarquía Creadora (la de los «rebeldes» de las mitologías) Blavatsky señala el
ahamkara como una de sus cualidades, y la describe como «aquella facultad autoactiva que es necesaria para
la evolución humana». (GlosarioTeosófico, p. 227).
En resumen, podríamos decir que el Yo espiritual desciende a la materia como si se
tratase de un reflejo; pero la imagen sensible (=eidolón) que resulta, el yo inferior, es un
«engaño», no tiene realidad propia ni sustancia ontológica5. De ahí la importancia capital
que reviste el hecho de que el Yo superior se esfuerce por no identificarse completamente
con su imagen en el espejo, pues sólo así puede mantener la altura y distancia propias del
Auriga para poder manejar y dirigir sus corceles de acuerdo con sus propios principios.
ASPECTOS PSICOLÓGICOS
El ahamkara, en tanto principio de individualización inherente a la conciencia humana, se
puede explicar también a un nivel psicológico. Es bien sabido, por ejemplo, que los niños
—durante los tiernos años de conformación de su horizonte conciencial— construyen su
individualidad en base a la delimitación respecto a «lo otro». Es decir que desde las
primeras sensaciones, que apuntan a un sentimiento de copertenecia y fusión con el
mundo exterior, se van concibiendo poco a poco como «individuos» diferentes de su
entorno, en la medida que acotan experiencialmente (a nivel cognitivo, psicológico y
físico) su propio «yo»6. Pero ¿qué connotaciones psíquicas tiene ese estado, cada vez más
fuertemente aislado y fragmentado, que vivencia el alma inmortal encerrada en su
«cárcel» de materia?
Como se ha mencionado, la Doctrina Secreta insiste con frecuencia en el hecho de que
la individualización es un proceso necesario para la evolución del hombre en el actual
estadio de su historia; el ahamkara se entiende en este contexto como una verdadera
«facultad» que le procura un sentido de yoidad, pero también de posibilidad de conocimiento,
de libertad y de responsabilidad. Visto en perspectiva, el plan evolutivo que enseñan las
tradiciones ocultas (y en el que se ve claramente la «encrucijada conciencial» que vive el
ser humano) presentaría el siguiente esquema:
UNO— UNO
Alma grupal Alma colectiva
inconsciente— consciente—
Alma singularizada
consciente—
5 Destaquemos que desde Platón las alusiones a la palabra imagen (eidolon) se hallan presentes donde la
filosofía o la poesía buscan reflexionar sobre el carácter real o engañoso de los fenómenos. 6 Aquí encontramos de nuevo la función del espejo, no sólo físico sino aquel espejo «psíquico» que
constituye la educación. Respecto a lo primero, la psicología considera como reconocimiento del yo «la
capacidad que tiene el niño de tocarse la nariz con el dedo ante su imagen reflejada en un espejo, dándose
cuenta que es su propia nariz». (Un test típico de autorreconocimiento es ver si el niño se reconoce a sí
mismo ante un espejo. Los niños sin sentido del yo como objeto tratan el reflejo como si fuera otro niño...)
Asimismo, «la emergencia de un sentido de unicidad e individualidad se adquiere del conocimiento de que
el sí mismo es diferente de otros, y tiene sus propias características». (Revista de Psicología de la
Universidad de Chile 1999, pág. 57-59).
Es decir, que habiendo la mónada atravesado ya por un proceso de experiencia colectiva,
pero en el que la conciencia no era un órgano activo (estado representado
simbólicamente por el mundo «paradisíaco» de la Biblia), le corresponde ahora, dotada
de la chispa manásica, aunar vivencias como individuo consciente. Sin embargo, es natural
que este estadio intermedio «entre la bestia y el deva», le represente al Yo Superior
encarnado una fuerte dicotomía a nivel interno y psicológico, en la medida que la
facultad del ahamkara le confronta ahora con un mundo desarticulado, dividido y
escindido. Él mismo, cuya esencia, libre de la carga material, otrora fluía en el río de la
Sustancia Eterna, de la Naturaleza Infinita, se ve ahora limitado por un conjunto de
impulsos, tendencias y construcciones mentales que le llevan —contra su naturaleza
unitaria y unificante— a sufrir en primera persona los embates del egoísmo, la vanidad, el
sentido de propiedad y la separación del resto de la naturaleza; hecho este que, aunque se
trate de una ilusión fenoménica, para la experiencia encarnacional cobra una ineludible
realidad y sentido de inminencia. Mucho nos podríamos teorizar acerca de la naturaleza
misma de esa ilusoriedad del ahamkara, que quizá también guarde mucha relación con la
esencia de mâyâ; pero tanto en uno como en otro caso nuestra mente divagaría en vano
tratando de penetrar arcanos que pertenecen ya al misterioso mundo de la voluntad
demiúrgica. Lo cierto es que las situaciones de la vida cotidiana se encargan de
recordarnos la inminencia y facticidad de todos estos fenómenos. Pues, en última instancia
cada día se «reinventa» nuestro egoísmo, nuestro sentido de pertenecía, nuestra gran
autoimportancia, nuestra necesidad de reconocimiento, etc., etc. ¡Y todos estos
«nuestro…» se asemejan a las imágenes eternamente duplicadas del reflejo de un espejo!
Ciertamente no pararán de gestarse hasta que no dejemos de contemplarnos en él…
CONNOTACIONES CIENTÍFICAS
Antes de concluir con una consideración final, sería muy provechoso analizar brevemente
algunos de los recientes descubrimientos entorno a la neurociencia y los estudios de la
conciencia. De entrada podemos afirmar que la ciencia moderna no ha hecho más que
confirmar los postulados de la Enseñanza Oculta, en la medida que ha probado la
inconsistencia o insustancialidad de los fenómenos neuronales que constituyen la noción del
«yo». Desde el punto de vista neurobiológico, el sentido de individuo surge de la
necesidad de posesión de un «centro» construido e inserto dentro de la imagen total del
mundo que tenemos. Por eso, en los experimentos con realidad virtual se ha podido
demostrar la «movilidad» de la conciencia del «yo», es decir, su naturaleza de
construcción cerebral ilusoria cuya «realidad» depende de interfunciones y combinaciones
recíprocas de información sensorial e imágenes cerebrales preestablecidas.
Como señala el neuroinvestigador R. Llinás en su libro El cerebro y el mito del yo, «las
neuronas tienen una actividad oscilatoria y eléctrica intrínseca, es decir, connatural a
ellas, y generan una especie de danzas o frecuencias oscilatorias que llamaremos ―estado
funcional‖. Lo que llamamos ―yo‖ o autoconciencia es una de tantas danzas neuronales o
estados funcionales del cerebro. (…) Mi tesis central es que el «yo» es un estado funcional
del cerebro y nada más, ni nada menos». Afirmación ésta que coincide con los últimos
descubrimientos experimentales de proyectos como el BBP (El Blue Brain Project de
Lausanne), en el que se sitúan los procesos concienciales del hombre en un «modelo del
Yo», una especie de «punto central del modelo mental de la realidad», definida por los
científicos como una «estructura activa de datos que sólo está presente en estado de vigilia»
(Thomas Metzinger)7. Llinás también llama a esa constante construcción del cerebro una
«realidad virtual»: «Imagínese que los sonidos no existen afuera —comenta al respecto—,
son tan solo una interpretación que hace el cerebro. Los colores tampoco existen afuera.
La sensación que tenemos de tacto o de dolor no existe fuera de nuestra cabeza. El
sistema nervioso ha desarrollado un sistema propio para caracterizar el mundo externo
con propiedades que no existen afuera. La ―realidad‖ es tan solo un constructo que nos
permite movernos inteligentemente, interactuar, etc.»
CONCLUSIÓN
El verdadero valor de un ser humano depende, fundamentalmente,
de en qué medida y en qué sentido ha logrado liberarse del yo.
(ALBERT EINSTEIN, Mi visión del mundo)
Como hemos podido comprobar hasta ahora la «ilusión del Yo» es una característica
vital, existencial, dentro del actual desarrollo evolutivo del hombre. Es uno de los pasos
intermedios que le permiten reconocerse como individuo para, a su vez, reconocer la
divinidad. Es un «engaño temporal» al que se ve sometida la conciencia humana para que
el hombre pueda desarrollar los aspectos científicos y racionales de la mente, pero
también y sobre todo, para que pueda lograr conscientemente lo que en la edad
paradisiaca (es decir antes de Prometeo y la estirpe de los Manasputras) era una realidad
inconsciente: ¡la unidad con el todo! Desde este punto de vista la religión es una necesidad
de la consciencia, en su condición de huérfana y disociada del todo, una de las
características primordiales del hombre actual. Es el camino que le recuerda su
vinculación con los demás seres de la creación y con el creador mismo. Es la práctica que
le puede llevar a consumar lo imposible: borrar paulatinamente el velo que se posa sobre
nuestra arraigada individualidad.
Lo cierto es que no sería tan perentoria nuestra necesidad de reconocer y superar esa
condición individual, o separativista, si no constituyera un verdadero obstáculo para
nuestro desarrollo existencial. Muchas de las actividades que hacen al hombre trascender
su condición humana dependen de una buena dosis de «desidentificación individual» o
«superación del sentido del Yo», anulación, etc… La historia está llena de ejemplos que
demuestran que gran parte del campo de las realizaciones trascendentes y cruciales de
nuestra raza, han tenido lugar dentro de la experiencia supra-individual. Ninguno de los
grandes líderes políticos o reformadores religiosos que cambiaron el rumbo de la historia
actuaron polarizados por su individualidad. Por el contrario, lo que los caracterizó fue su
actitud generosa, desprendida y de autosacrificio.
7 En cuanto a la sustancialidad del yo durante estados diferentes de conciencia, es decir a la pregunta ¿Qué
pasa con el yo cuando estamos dormidos? Llinás responde: «No existe, porque el yo no es un objeto, es un
estado funcional».
Pero esta necesidad de trascendencia, como lo ha mostrado el pensamiento moderno,
es un sustrato vital de la esencia humana. El mismo concepto de trascendencia ha sido
interpretado como una condición inherente a la ex–sistencia. Quizá sea esta necesidad
innata lo que, desde los albores de la civilización, haya llevado al hombre a desarrollar
métodos y sistemas filosóficos con miras a comprender, estudiar y superar las
limitaciones impuestas por el «yo inferior». Una de ellas es el concepto budista de
anatman, en el que se formula la no-existencia de un principio individual. Esta idea va
acompañada de un complejo sistema especulativo en el que se «desenmascara» la cadena
de fenómenos que crean los condicionamientos de nuestra existencia. También
encontramos dentro de la tradición tibetana el concepto de Nairâtmyâ, una
personificación de la «vacuidad», o mejor, de la «completa ausencia de yoidad». Es la
representación alegórica del estado de infinita beatitud en el que se sumerge al alma
encarnada una vez que logra descorrer los velos de su limitación yóica y abrazar la
totalidad de la creación. Por un momento, el Espíritu Inmortal puede destruir las cadenas
que le atan a la separatividad y así erguirse victorioso frente a la «gran herejía».
Como nos muestra la Enseñanza Oculta somos hijos de Dioniso y, como él, nuestra
Alma Inmortal ha sido sacrificada en su unidad para descender al mundo de las formas
sensibles. Pero su destino es regresar de nuevo a la unidad… Sólo que, mientras se revista
de tierra, el dolor del destierro desgarra sus alas, e incluso le hace olvidar su naturaleza
divina.
Pero el mito nos da, finalmente, una llave dorada: «Dioniso tenía en el final de su vida
un nuevo comienzo…» narra el poeta egipcio. Pues en la historia sagrada los trozos del
«sacrificado» siempre fueron recompuestos por uno de los poderes más grandes de la
creación: algunos le llamaron Isis (la Magia), otros Thot (la Sabiduría), e incluso lo
llegaron a identificar con Apolo (la Luz del Conocimiento Divino). Pero en todos estos
símbolos resplandece una misma Idea… Es la luz de la sabiduría perenne que restituye
siempre con su magia la totalidad. Ella nos trae el perfume eterno de la Unidad
Trascendente para que ilumine nuestro periódico vagar por el triste valle de
separatividad…
Quizá sea la poesía la más indicada para expresar lo inefable… Un poema del místico
islámico del siglo IX, Rumi, canta con versos el camino que conduce a Dios: la visión del
poeta nos sugiere que sólo considerando a la «amada», al Alma Inmortal, como nuestra
verdadera identidad, podremos encontrar el camino de vuelta a nuestro hogar celeste…
¿QUIÉN SOY YO?...
El amante llamó a la puerta de su amada, y desde el fondo una voz le preguntó:
«¿Quién eres?» «Soy yo», dijo el amante.
«Entonces márchate —le replica la amada—; en esta casa no hay lugar para mí y para ti».
Y la puerta permaneció cerrada.
El rechazado amante se fue al desierto, donde estuvo meditando durante meses, considerando las palabras de la amada.
Por fin regresó y volvió a llamar a la puerta. «¿Quién eres?»
«Soy tú». Entonces la puerta
se abrió inmediatamente.