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MODALITAT RELAT CURT ADULT OBRA FINALISTA 1 CERTAMEN LITERARI FRANCESC CANDEL LA MARINA 2011 Hay veces que me olvido de no llorar per Rodolfo Hoyuelos Cámara (pseudònim Baudilio Cámara) 15 de enero 1938: Bombardeo, poca gente. (De las anotaciones de Concha Múnera en el Dietario de la Biblioteca Pere Vila) En la biblioteca hace frío. Escasea la leña y ayer mismo llegó un comunicado de la Dirección General con instrucciones de que la estufa sólo se encienda si hay más de quince lectores. Como si fuese fácil encontrar quince lectores dispuestos a aterirse leyendo medio a oscuras, que también escasean las bombillas y nadie repone las que se van fundiendo. Hasta los viejos, los únicos asiduos ahora que a la mayoría de hombres los han llamado a filas, se han ido yendo antes de que el sol tembloroso del invierno caiga del todo y con él se vayan la luz y el poco calor que es capaz de irradiar. La señorita Múnera ya lo ha anotado en el dietario, escueta como siempre:”Mucho frío. Poca gente”. Si fuese por ella, ya hace un buen rato que hubiera cerrado y se hubiese ido a casa. Suspira pensando en el brasero encendido que la espera, ahora que ya se ha acostumbrado al olor acre de las bostas resecas de vaca que le trae el conserje cada vez que le autorizan a ir al pueblo. Pero aún queda el niño y parece que hoy también vendrán tarde a recogerlo. Sentado a una mesa pegada a la ventana, el niño, la punta de la lengua asomando entre los labios, escribe de corrido ajeno a todo. Sólo se detiene cuando la comezón de los sabañones se hace insoportable y se rasca restregando el dorso de la mano contra la áspera lana del jersey. Cada vez que lo hace, mira a la bibliotecaria y sonríe como pidiendo disculpas. Luego, aliviado el picor, sigue escribiendo con aplicación.

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CERTAMEN LITERARI FRANCESC CANDEL LA MARINA 2011 

Hay veces que me olvido de no llorar

per Rodolfo Hoyuelos Cámara (pseudònim Baudilio Cámara)

15 de enero 1938: Bombardeo, poca gente.

(De las anotaciones de Concha Múnera en el Dietario de la Biblioteca Pere Vila)

En  la  biblioteca  hace  frío.  Escasea  la  leña  y  ayer mismo  llegó  un  comunicado  de  la 

Dirección General con  instrucciones de que  la estufa sólo se encienda si hay más de quince 

lectores. Como si fuese fácil encontrar quince lectores dispuestos a aterirse leyendo medio a 

oscuras, que también escasean las bombillas y nadie repone las que se van fundiendo. Hasta 

los viejos, los únicos asiduos ahora que a la mayoría de  hombres los han  llamado  a filas, se 

han ido yendo antes de que el sol tembloroso del invierno caiga del todo y con él se vayan la 

luz y el poco calor que es capaz de irradiar. La señorita Múnera ya lo ha anotado en el dietario, 

escueta  como siempre:”Mucho frío. Poca gente”. Si fuese por ella, ya hace un buen rato que 

hubiera   cerrado y se hubiese  ido a casa.   Suspira pensando en el brasero encendido que  la 

espera, ahora que ya se ha acostumbrado al olor acre de  las bostas resecas de vaca   que  le 

trae el conserje  cada vez que le autorizan a ir al pueblo. Pero aún queda el niño y parece que 

hoy también vendrán tarde a recogerlo. 

Sentado  a una mesa pegada  a  la  ventana,  el niño,  la punta de  la  lengua  asomando 

entre  los  labios, escribe de corrido ajeno a todo. Sólo se detiene cuando  la comezón de  los 

sabañones se hace insoportable y se rasca  restregando el dorso de la mano contra la áspera 

lana del jersey. Cada vez que lo hace, mira a la bibliotecaria y sonríe como pidiendo disculpas. 

Luego, aliviado el picor, sigue escribiendo con aplicación. 

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“La miro mientras estamos aquí en la Biblioteca solos los dos y pienso que me gusta

mucho toda la señorita Concha. Me gusta su pelo tan ondulado, como el de las actrices que hay

en las fotografías de los zaguanes de los cines, me gusta como le chispean los ojos cuando ríe y

como se le mueven las flores del vestido cuando camina. Bueno, ahora que está embarazada se le

mueven menos, porque anda más despacio. Pero está igual de guapa y a mí me gusta igual. A ella

lo que le deben de gustar son las flores porque siempre lleva vestidos que parecen jardines. Va a

ser por eso que huele tan bien.

Yo no sabía que te pueden gustar las personas mayores que no sean de la familia, porque

hasta ahora, de personas mayores, sólo me gustaban mi madre, siempre y a todas horas, y mi tía

Blanca cuando hacía un agujero en una naranja de esas color sangre y la apretaba y yo chupaba el

zumo. Pero desde que le pasó aquello a mi madre, la tía Blanca está siempre triste y no habla y

me da congoja quedarme solo con ella. Además, con esto de la guerra ya nunca hay naranjas.

Pues eso, que mi madre ya no estará nunca y mi tía, ahora, es como si no estuviese. Y a lo mejor

es bueno que a los pequeños siempre nos guste una persona mayor y por eso me gusta la

señorita Concha. Y bueno, también porque es muy guapa, que eso ya lo he dicho antes, y se lo

merece.

A mi madre la mató una bala perdida de unos que se estaban disparando en la plaza

Cataluña cuando iba a comprar un pollo porque al día siguiente era mi cumpleaños. Nueve años

iba a hacer. Desde entonces, si me ponen pollo, por ejemplo si es Navidad, me entran ganas de

llorar y no me lo puedo comer. Y eso que mi padre, que vino del frente para el entierro -me

gustaría saber donde está el frente para poder acordarme mejor de él- me dijo que tenía que ser

fuerte como un hombre y no llorar.

Yo, si me acuerdo, le hago caso, pero hay muchas veces que me olvido y se me llenan los

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ojos de lágrimas sin saber porqué y cuando me doy cuenta y quiero parar ya es tarde. Y es que

esto de no llorar no es tan fácil como parece. Porque cuando me lo dijo mi padre, él bien que

lloraba. Y otra vez que me habían empezado a temblar los labios y la señorita Concha me

preguntó qué me pasaba y yo le dije que estaba no llorando, ella me abrazó y cuando me soltó y

la miré, sus ojos estaban llenos de lágrimas. Y desde entonces sé que las personas mayores

también pueden llorar aunque no se les haya muerto nadie. O a lo mejor sí que se le ha muerto

alguien y no me lo ha dicho porque soy pequeño.

Hay veces que me siento un poco mal porque pienso que la señorita Concha a lo mejor me

gusta más de lo que me gustaba mi madre. Y entonces miro al cielo, así de reojo hacia arriba, sin

atreverme a mirar con toda la cara, y sólo me quedo tranquilo cuando veo que no pasa nada y

que las nubes no se mueven. Lo quiero poner porque a mi madre la quería mucho y ella también a

mí y quiero dejarlo claro escribiéndolo aquí”.

La señorita Múnera es curiosa, aprecia mucho al niño, más si cabe desde que pasó  lo 

de  su madre, y  le gustaría  saber qué escribe  tan concentrado. Le  sorprende que aún no  le 

haya pedido, como cada tarde, ayuda para hacer  las tareas que  le han puesto en  la escuela, 

por más que  le dé  la  impresión de que  la mayoría de  las  veces  ya  sabe  la  respuesta  a  los 

problemas que plantea. Ni siquiera se ha  interesado por el cuento que quedó  interrumpido 

ayer cuando su tía vino a recogerle. Y eso que al  irse dijo: “Ya quiero que sea mañana para 

saber qué pasa al final”. Quisiera preguntarle, pero al amago que ha hecho de acercarse, él ha 

respondido poniéndose rojo como un tomate y apresurándose a tapar el papel con su brazo. 

Así que ha pasado de  largo, como si fuese a ordenar un estante al fondo, y ahora,   mientras 

contempla  la espalda  inclinada del niño, sonríe y, casi sin darse cuenta, se va acariciando el 

vientre. 

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Me parece que la señorita Concha quisiera saber lo que estoy escribiendo, pero no se lo

puedo decir. Y es que se me había olvidado avisar de que esto es una redacción que me han

puesto en la escuela de tarea y que se titula "Las personas más importantes de mi vida". Y que ya

sé que no la voy a entregar porque los mayores, a veces, se lo cuentan todo, y el otro día vi a mi

maestra hablando con la señorita en el jardín y me estaban mirando. Y es que desde que pasó lo

de quedarme huérfano, noto que me miran más y, a veces, si me descuido, me sueltan algún

abrazo. Yo casi prefiero que no lo hagan, porque cuando me abrazan así, me siento como más

huérfano y otra vez tengo que esforzarme en no llorar.

La verdad es que no sé por qué he escrito eso. Yo lo que quería poner es que tendré que

hacer otra redacción, ya que esta no la voy a entregar porque si la maestra se la enseña me dará

mucha vergüenza. Pero que me la pienso guardar hasta que sea más mayor. A lo mejor entonces

ya no me da tanto apuro y se la doy justo el día antes de irme al frente a ver si encuentro a mi

padre.”

Al  niño  no  le  da  tiempo  a  escribir  más.  La  señorita  Múnera  le  saca  de  su 

ensimismamiento. 

- Tranquilo, Dani, que no pasará nada.‐ Sólo entonces oye él  las sirenas que avisan de un 

nuevo bombardeo y urgen a correr hacia el refugio.  

Han sonado ya  tantas veces este  invierno que no siente  temor. Ya sabe  lo que  tiene 

que hacer. Se acerca a la mujer, la agarra de la mano y busca la salida. Sólo que hoy la señorita 

Múnera no le sigue y se sienta, pálida, mientras se sujeta la barriga que, de pronto, parece que 

ha crecido. 

- Esta vez tendrás que ir tú solo, que así podrás correr más. No creo que tengas fuerzas para 

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llevarnos  a mí  y  al  de  aquí  dentro.‐  La  bibliotecaria  intenta  una  sonrisa,  pero  la mueca 

acaba en una arcada.  

- Pero, señorita… 

- ¡Que te vayas corriendo, he dicho¡‐ Y ahora el grito sí  le asusta y se  le escapa un sollozo 

mientras cruza la puerta. 

Afuera es todo ruido. Las sirenas aúllan como si fuesen  lobos anunciando    la muerte. 

La gente  corre hacia el metro,  tropel desordenado que  se empuja  y    se estorba. Hasta  los 

perros corren. Un cojo con muletas grita pidiendo ayuda sin que nadie le escuche. Una mujer 

con una niña en brazos se pierde en una esquina. Daniel también quisiera una madre   que  lo 

llevase a él. De un portal sale un hombre  arrastrando a una vieja agarrada a su cuello. El niño 

corre detrás, cegado por las lágrimas. Tropieza y se levanta, las rodillas  ardiendo. Sus piernas, 

que nunca han  sido  largas, parecen aún más cortas, y cuando ve  la sangre,  se multiplica el 

llanto. Nadie parece verle. Tampoco el chico que  le adelanta, remolcando a una novia que  le 

sigue a trompicones y pierde la carpeta con los últimos apuntes de la clase interrumpida por la 

alarma. Y los papeles vuelan.  

Es al verlos volar cuando Daniel se para. La redacción. Se ha dejado  la redacción y no 

quiere  que  nadie  la  lea  si  esta  tarde  le matan.  Y  ahora  corre  al  contrario,  sorteando  a  los 

últimos rezagados que le vienen de frente. Un guardia de asalto  le grita cuando pasa, pero él 

no quiere oírle. Tiene tanta prisa por llegar, que sus piernas, que nunca han sido largas, parece  

que hayan aprendido a dar zancadas. Hasta que  un nuevo tropezón le hace otra vez  caer. No 

importa, se  levanta sin mirarse  la sangre de su rodilla abierta, y corre, corre, mientras sigue 

llorando.  Ya llega a la biblioteca y atraviesa la puerta. 

La  señorita  Concha mira  por  la  ventana  con  los  ojos  brillantes.  En  la mano  que  no 

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sujeta el vientre, un papel con caligrafía infantil que habla de amor y muerte. Se vuelve poco a 

poco,   necesita  tiempo para  rebuscarse dentro  la  sonrisa. El niño  se  le acerca, acalla como 

puede los últimos jadeos, olvida su vergüenza, y la abraza temblando. 

- No se preocupe, me quedo aquí a cuidarla ‐. Ella le mira incrédula. Quisiera decir algo pero 

no queda tiempo. Apresa la muñeca del  niño con la fuerza de un garfio y le levanta como 

si fuese un torbellino.  

La  calle  está  desierta  y  sólo  queda  el  ruido:  las  sirenas  aullando,  el    crepitar    de  la 

ametralladora en el tejado y el ronroneo de los aviones que se van acercando. Bajo un banco, 

un gato macilento   despluma una paloma. En una ventana, un viejo, que ya no teme a nada, 

otea el cielo. Si mirase hacia abajo vería a una mujer descalza,  la  tripa bamboleante, y a un 

niño de su mano,  la rodilla manchada de un cuajarón de sangre, que corren como si  fuesen 

balas. Y cuando al fin llegan   los aviones, las bombas que vomitan sólo encuentran farolas, un 

árbol del jardín, un gato bajo un banco y una paloma muerta. 

Sentada en un rincón del andén del metro, casi a oscuras, la señorita Concha, los ojos 

empañados, acuna a Daniel en su regazo. El niño ya no llora, ya le ha pasado el miedo. Y si  por 

él fuese, habría  bombardeo todas las tardes.