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Universidad de los Andes Facultad de Ciencias Sociales
Departamento de Filosofía
Acerca de la interpretación/sobreinterpretación:
una aproximación filosófica
Trabajo de grado para optar por el título Magister en Filosofía
Sergio Pérez
Código: 200615572
Director:
Ph.D. Adolfo Chaparro Amaya
Bogotá, junio 2012.
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Resumen
Interpretación/sobreinterpretación fue el tema propuesto por Umberto Eco para la
conferencias Tanner de 1990. Seguidas por los comentarios de Jonathan Culler,
Richard Rorty y Cristine Brooke-Rose, estas conferencias dieron lugar a un
acalorado debate sobre la naturaleza del sentido y la posibilidad de establecer
límites a la interpretación. Además de una confrontación entre las teorías
contemporáneas más importantes (semiótica, pragmatismo, hermenéutica,
deconstrucción), estas conferencias nos plantean una discusión sobre cuál es la
praxis de las teorías de la interpretación filosófica. Este trabajo explora la teoría de
la interpretación de Eco y las diferencias entre uso, interpretación y deconstrucción
con base en los argumentos expuestos en estas conferencias. Se concluye con la
imposibilidad de resolver la discusión en términos epistemológicos dando paso a
la apertura a una dimensión ética del problema.
Palabras claves: Interpretación, sobreinterpretación, Umberto Eco, Richard Rorty,
Hermenéutica, Deconstrucción
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Contenido
Introducción: las conferencias Tanner intepretación/sobreinterpretación 5
1. Teoría de la interpretación de Umberto Eco 12
El problema de la obra de arte 12
El problema semiótico 19
El problema del lector 29
El problema hermenéutico 40
Algunas conclusiones 47
2. Rorty, Ricoeur, Derrida o la diferencia entre uso, interpretación y
deconstrucción 51
El pragmatismo rortiano: de la epistemología a la hermenéutica 51
Ricoeur y la complementariedad semiótica-hermenéutica 64
La deconstrucción como sobreinterpretación 74
Conclusión: por una ética de la lectura 91
Bibliografía 101
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Introducción:
Las conferencias Tanner sobre Interpretación y
sobreinterpretación
Interpretación/sobreinterpretación fue el tema propuesto por Umberto Eco para las
conferencias Tanner de 1990. Seguidas por los comentarios de Jonathan Culler,
Richard Rorty, Cristine Brooke-Rose, estas conferencias dieron lugar a un
acalorado debate sobre la naturaleza del sentido y la posibilidad de establecer
límites de la interpretación. Además de una confrontación entre tres de las teorías
contemporáneas más importantes, estas conferencias nos plantean una discusión
sobre la praxis de la teoría de la interpretación. Esta es una de las razones que se
atribuyen para explicar la amplia acogida que tuvo esta discusión entre los críticos
literarios y los teóricos de la literatura (Ver Danto 1992, Capozi 1997a). Pero sin
duda la discusión tiene consecuencias filosóficas impor tantes en relación con la
noción misma de interpretación y sus aplicaciones. Ese es el objeto principal de
este estudio.
Eco quiere demostrar en la primera de sus conferencias ―Interpretación e historia‖
que existe un conflicto latente entre una tradición racionalista que define reglas
lógicas para la interpretación (vg. principio de modus pones y de no contradicción),
y una perspectiva gnóstica-esotérica que permite la remisión infinita de los
significados, esto es, que detrás de una capa se oculta otra capa que a su vez
oculta otra capa, y así hasta el infinito. Para Eco, ―que un texto no tenga
potencialmente fin no significa que todo acto de interpretación pueda tener un final
feliz‖ (1995: 56). Por ello propone una distancia con esta perspectiva hermética al
cuestionar que todas las lecturas son posibles y que su valor radica en la
coherencia de la misma interpretación más que en su relación con el texto al cual
se debe la interpretación.
Denomina Eco ―sobreinterpretación‖ a la lectura que de manera evidente usa el
texto como pre-texto para defender una posición teórica determinada y presenta
algunos ejemplos: la lectura de Gabriel Rossetti de la Divina comedia, donde el
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crítico inglés quiere demostrar una fuente rosacruz en la obra de Dante explorando
la metáfora del pelícano mencionada sólo un par de veces a lo largo del poema,
con lo cual más allá de interpretar la obra pretende afirmar la presencia de un
rosacrucismo anterior al siglo XVII, donde la mayoría de los historiadores ubican
su aparición. Así mismo, comenta la lectura de Geofrey Hartman sobre un poema
de Wordsworth donde el crítico infiere de modo ―exagerado‖ un conjunto de
oposiciones que solo pueden justificarse forzadamente al analizar el poema y que
a su juicio tampoco interpretan la obra sino quieren destacar una posición de
lectura independiente del texto.
Introduce entonces en la segunda de las conferencias ―La sobreinterpretación de
textos‖ la teoría de las tres intentios para señalar una manera de controlar lo que
apunta como interpretaciones ―abusivas‖ o ―paranoicas‖ que permiten esa remisión
de significado infinito. Para Eco es claro que cuando empiezo a leer tengo unas
expectativas y unas preocupaciones, es decir, en palabras de Eco una intentio
lectoris; ésta es crucial para cualquier interpretación pues solo interpretamos lo
que nos concierne o interesa de algún modo. También es claro que una obra es
producida por un sujeto con una intentio autoris, proyecta unas intencionalidades
semánticas para ser advertidas por el lector. Pero ni esta intentio lectoris ni la
intentio autoris son tan enigmáticas e importantes como la intentio operis: cuando
leemos no queremos solo corroborar nuestra ―genialidad‖ y ver cómo otros habían
pensado lo que estamos pensando, sino vernos interpelados por otra ‗realidad‘
distinta a la nuestra, una ‗realidad‘ a la que solo mediante la interpretación
pertenecemos.
A partir de esta teoría de las tres intentio, en la última de las conferencias ―El autor
y el texto‖, Eco continúa con la defensa sobre la necesidad de establecer unos
límites interpretativos derivados del texto y no del lector o del autor empírico, y
analiza el caso de la interpretación de sus propias novelas en las cuales también
muestra cómo se han presentado casos de sobreinterpretación. Reclama
entonces el derecho en tanto ―autor empírico‖ de convertirse en ―lector modelo‖ de
sus historias, pues considera que en ocasiones conocer las motivaciones del
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escritor puede permitirnos esclarecer claves interpretativas en los textos que
escribe, así como ayudarnos a descartar muchas interpretaciones que por
absurdas o innecesarias distraen la atención sobre los aspectos centrales en los
cuales desea insistir el autor. Lo que pretende demostrar es que, desde su
experiencia como crítico y su reciente papel de novelista, ahora puede dar
testimonio de que las obras literarias no son pensadas para las infinitas lecturas
sino que tienen un ―estatus epistemológico‖ debido a que son diseñadas para ser
entendidas a través de una perspectiva particular. El texto es para Eco el lugar al
cual podemos aferrarnos en medio de la deriva interpretativa de la búsqueda
infinita del sentido de esa tendencia gnóstica hermética que a su juicio domina la
hipótesis interpretativa de las posturas ―postmodernas‖.
Las críticas sobre esta posibilidad de establecer límites de la interpretación y de la
necesidad de controlar la remisión infinita de significado son el motivo central de
sus comentadores. Rorty, en su texto ―El progreso del pragmatismo‖, critica la
separación entre uso e interpretación que fundamenta su planteamiento respecto
a interpretación y sobreinterpretación, y señala cómo esta distinción supone volver
a un camino esencialista representado por el dualismo realidad y apariencia. Para
Rorty, no podemos separar los hechos del lenguaje con el que los expresamos y
construimos, esto es, que los textos no solo llevan unas relaciones determinadas
por una tradición en la que se inscriben o rechazan, sino que en cualquier caso
hacemos uso del texto, así que diferentes interpretaciones suponen simplemente
diferentes usos del texto. Rorty no niega que los textos se nutren de una tradición
o se inspiran en ella, pero la significación para Rorty no proviene de un contenido
codificado alguno, de algo más allá o más acá del texto, sino de la misma
interpretación. Por eso rechaza los requisitos exigidos del lector modelo de Eco y
destaca las ventajas de una ―lectura inspirada‖ en tanto es el encuentro íntimo y
personal del lector con el texto, opuesto a la ―lectura metódica‖ de la semiótica.
De igual manera, Culler revisa la interpretación de Rossetti sobre Dante
presentada por Eco y más que una sobreinterpretación encuentra una
subinterpretación, o interpretación empobrecida, porque es evidente el fracaso de
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Rossetti al comprender algunos elementos poéticos de la obra y por esa muy frágil
relación que establece con el rosacrucismo. La interpretación de Rosseti
permaneció en el completo anonimato varios siglos hasta que Eco la revive para
explicar su teoría gracias a la cual ha demostrado con suficiencia porqué ese
desinterés y olvido es merecido. Pero Culler tampoco está dispuesto a aceptar la
posición de Rorty que aconseja prescindir del estudio de cómo crea sentido un
texto, sino que insiste, desde una perspectiva deconstruccionista, en la necesidad
de estimular nuevos descubrimientos, de ―sobreinterpretar‖ la obra y encontrar
aquello que sirve de fundamento a su construcción sin conformarnos sólo con lo
que quiere ponernos en evidencia el autor; el título de su conferencia es
justamente ―En defensa de la sobreinterpretación‖. Para Culler tipificar o
universalizar ciertas reglas de interpretación sería como encadenar a un preso que
por fortuna siempre gusta encontrar maneras cada vez más inteligentes de huir.
Aunque en un tono completamente distinto al de los demás invitados a este
debate, Brooke-Rose propone una lectura de la novela Vergüenza de Rushdie y
evidencia cómo el valor de la obra del escritor no radica tanto en su capacidad
para retratar la ―verdad‖ de lo sucedido, entendida como una serie de
acontecimientos que pueden ser corroborados por testigos empíricos, sino por la
capacidad de interpretar los imaginarios acerca de la violencia en un país
atravesado por guerras fratricidas. Es como si Rushdie contara una historia
familiar conocida por todos los indios y musulmanes, así como ocurría con la
historia de Aquiles en tiempos de Homero, o como si alguien nos contara la
historia de la violencia en Colombia. Todos ya sabemos más o menos la historia.
Así que hablar de una buena o mala interpretación es como hablar de una buena o
versión; son los lectores quienes juzgan si esos fragmentos perdidos, los énfasis
propuestos por el autor, son capaces de trasmitir la emoción y el deseo de
indignación frente al pasado.
Desde que tuve oportunidad de encontrarme con este debate en la clase
―Introducción a la hermenéutica‖ en el programa de Maestría no sólo me cautivo la
calidad de las conferencias y el prestigio de los conferencistas sino la actualidad y
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pertinencia del tema en cuanto al problema hermenéutico en el contexto más
contemporáneo: ¿Existen límites de la interpretación? ¿Cuál es la relación entre
autor, lector y texto? ¿Si no existen límites, todas las lecturas son posibles? ¿En
qué se diferencian semiótica, pragmatismo y deconstrucción sobre la
interpretación? ¿Cuál es el estatus filosófico de la semiótica? ¿Cuál es la
importancia de la teoría de la interpretación para analizar textos? ¿Es posible
resolver de alguna manera el debate? Decidí darle curso a la curiosidad que me
despertaba el debate e intentar una exploración más detenida tanto de la teoría de
la interpretación de Eco como de los fundamentos filosóficos que sostienen sus
diferentes críticos, y que por las características mismas de las conferencias habían
quedado implícitos o no tratados lo suficiente, dimensionando algunos de los
matices filosóficos del problema. Eso, justamente, es lo que presento en este
trabajo.
Así, en la primera parte, se explora la noción de interpretación de Umberto Eco a
través de cuatro ejes problemáticos: la obra de arte, la semiótica, el lector y la
hermenéutica. Con dicha exploración se manifiesta, primero, que la contradicción
permanente entre apertura y límite atraviesa la obra de Eco y le da, en cierto
sentido, una unidad desde la cual despliega sus reflexiones estéticas. Segundo,
que a pesar de la solidez de esta posición epistemológica es evidente su interés
por estudiar el margen o aspecto creativo de la interpretación, lo que nos permite
concluir que desliza el límite epistemológico hacia un límite comprensivo. Y
tercero, que su obra puede calificarse como típicamente moderna, tanto en su
aspiración a la objetividad como por su pretensión sistemática de condensar una
teoría capaz de explicarlo todo.
A continuación se analizan las principales críticas a la teoría interpretativa de Eco.
Me detengo en primera lugar en la objeción que realiza Rorty sobre la distinción
uso/interpretación de Eco con base en el ensayo presentado para las conferencias
Tanner. El autor de La filosofía y el espejo de la naturaleza cuestiona la noción de
coherencia textual con la que Eco defiende su noción de límite interpretativo, así
como la exigencia del análisis semiótico para la interpretación de texto.
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Rescatando algunos aspectos de su crítica a la epistemología moderna, señalo
cómo mientras Eco propone un trabajo sistemático y lingüístico con el texto, Rorty
sugiere la idea de un lector ironista que deja atrás el interés por la búsqueda de la
verdad del texto y aún así plantea una lectura legítima y válida desde el punto de
vista teórico.
Luego, en el apartado ―Ricoeur y la complementariedad semiótica hermenéutica‖,
se presenta un análisis del texto ―Semiótica y hermenéutica‖ (1984) donde el
filósofo francés señala la posibilidad de adoptar la semiótica como una suerte de
perspectiva narrativa ampliada desde el punto de vista filosófico. Aunque se
propone que esa complementariedad es hasta cierto punto forzada, cabe destacar
el ‗valor filosófico‘ atribuido a la semiótica desde la propuesta hermenéutica de
Ricoeur. Si bien Ricoeur no está presente de manera directa en el debate Tanner
(Brooke-Rose propone una cierta perspectiva hermenéutica pero no desarrolla
argumentos filosóficos) es importante reseñar esta manera de prolongar la
semiótica textual como hermenéutica, especialmente, por la correspondencia que
esa propuesta tiene con el paso del Eco semiótico al Eco novelista. Además de
ello, debido al contexto particular del problema hermenéutico con el cual inición
esta aproximación, se consideró pertinente incluir esta discusión.
Posteriormente, se presenta el proyecto deconstructivo con la intención de
evidenciar que semiótica y deconstrucción son proyectos contradictorios. La
hipótesis que se quiere defender en este breve apartado es que la deconstrucción
derridiana se presenta como una estrategia filosófica en respuesta a la postura
estructuralista y formalista de la semiótica, al llamar la atención sobre el papel
dinámico del intérprete para pensar más allá de los límites de la intencionalidad
del autor y de lo que llama Umberto Eco, por su parte, intentio operis. Si en la
perspectiva semiótica se propone definir estructuras que le permitan al intérprete
desarrollar y controlar la actividad interpretativa, la deconstrucción recaba,
cuestiona, reelabora lo que sirve de fundamento a la estructura misma del texto.
A través del contraste con otras teorías interpretativas se efectúa una evaluación
filosófica de la propuesta teórica de Eco, no tanto para darle validez o valor
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teórico, los que sin duda ya ha ganado en el concierto de la teorías interpretativas
contemporáneas, sino para rastrear de qué manera dialoga y discute
preocupaciones comunes con otras perspectivas filosóficas.
Concluyo el trabajo retomando el contexto particular del debate Tanner y
propongo la imposibilidad de resolver la discusión apelando a una perspectiva
epistemológica, y sugiero que en el debate interpretación/sobreinterpretación lo
que está en juego es un problema ético. La sospecha es que del giro
hermenéutico sufrido por la semiótica del texto, asistimos actualmente a la
emergencia de un giro ético del problema de la interpretación, el cual abre nuevas
posibilidades de relación entre filosofía y literatura.
*
Sea esta la oportunidad para agradecer al profesor Adolfo Chaparro por sus
siempre oportunos y pertinentes comentarios. Su generosa y paciente
colaboración me han enseñado muchísimo. También quiero agradecer a Carol
Contreras por su lectura juiciosa, y su ayuda para solventar algunos de los nudos
más problemáticos del texto. Todos los errores y omisiones prevalecientes son,
por supuesto, sólo responsabilidad mía.
A Mamá, Matías, Margareth y mi familia, entre quienes cuento a mis pocos y
grandes amigos, gracias por su invaluable apoyo. A ellos van dedicadas estas
modestas líneas...
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1. La teoría de la interpretación de Umberto Eco
El problema de la obra de arte
El problema de la interpretación de la obra de arte en Eco se nutre de las
tempranas reflexiones de su maestro y tutor de tesis de doctorado Luigi Pareyson.
Este último, influenciado por las estéticas de lo inefable de Croce –quien propone
la separación entre una razón formal (demostrativa) y una razón sensible
(hermenéutica), es decir aquella que propicia el análisis de las obras de arte–,
opta por estudiar el modo en que la razón formal, característica del razonamiento
científico, se relaciona con la creación artística. Para el autor de la Teoría de la
formatividad (Pareyson, 1957) el artista adopta unas formas, entendidas de
manera orgánica como una unidad de elementos en armonía con sus propias
leyes, y las transforma de acuerdo con su propia personalidad. Pareyson
considera posible abordar la obra no a través del descubrimiento de las intuiciones
internas del artista, sino a partir de sus modos de formar (1988: 67). En
consecuencia, afirma que la experiencia estética y la creación artística están
dotadas de una estructura y una ―economía interna‖, por lo cual deben ser
comprendidas desde su propia organización.
Una obra de arte no sólo es presa del juego múltiple de sensaciones o
razonamientos de un lector, sino que su valor radica en la capacidad para formar
un juicio y un sentido de mundo. El profesor de Turín, entonces, no pretende hacer
―una metafísica del arte o de la belleza‖, sino un análisis de la ―experiencia
estética‖, así que no se ocupa tanto de configurar una estética de la perfección,
del a priori artístico de una obra de arte, sino una estética de la formación, de
cómo se renueva, produce y se enriquece una obra con el ―obrar de las personas‖
(Blanco, 2002: 783). Retomando a Goethe, para Pareyson ―la belleza suprema no
es objeto del conocer sino del hacer: el sentimiento de belleza no es un acto de
conocimiento, sino un impulso a actuar, un impulso formativo‖ (citado por Blanco,
2002: 35), por lo que la búsqueda de belleza formal es la búsqueda del cómo la
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obra, desde su propia evidencia empírica, física y material, es capaz de trans-
‗formarnos‘ como lectores1.
En este escenario, Eco inscribe dos premisas que tienen su origen en la filosofía
de Pareyson (central en su posición teórica), y que matizan algunas de sus ideas.
La primera tiene que ver con la consideración según la cual es imposible acceder
a una verdad absoluta del texto pues no existe un significado último y definitivo,
sino que, muy al contrario, el significado de la obra se va desgranando, por así
decirlo, en las múltiples y sucesivas interpretaciones de la obra; frente a esto, Eco
señala que si bien la interpretación posee una dimensión singular, subjetiva y
personal, es esencialmente lo ―objetivo‖ el eje fundamental de la reflexión teórica
(1968: 235). Resiente el autor las generalizaciones con las cuales el discurso
hermenéutico reduce las particularidades objetivas a problemas trascendentales
(1974: 34). Esto no implica que el semiótico desmienta la dimensión subjetiva de
la experiencia interpretativa sino que, dadas sus tempranas y decididas
pretensiones científicas en el estudio de la obra, tal dimensión simplemente no le
interesa.2 En la segunda premisa, Eco argumenta que si bien el arte es toda
aquella actividad que busca un fin sin medios específicos, debiendo hallar para su
realización un proceso creativo que dé resultados originales de carácter inventivo,
con base en las mismas exigencias del estructuralismo y de su permanente y
perentoria necesidad; resulta indispensable antes de abordar el significado
estético o apertura de una obra, dilucidar el problema del significado y de la
semiosis general del signo (1979: 27). Es decir, en conjunción con la idea de que
la obra de arte tiene un contenido cognitivo –que Pareyson llama formativo–,
1 En conversaciones, Pareyson (1987) afirma: ―En el proceso de creación, el artista no conoce sino
la serie de tanteos, los avatares de las continuas correcciones, la multiplicidad de los posibles
derroteros, la necesidad de llegar a la forma a través de una progresiva exclusión y limitación de
posibilidades y por composición, construcción, unificación; terminada ya la obra, se desvanece el
halo de ensayos frustrados y de posibilidades estériles, y el camino se presenta unívoco desde el
germen hasta la forma, como si la obra hubiese surgido de sí misma tendiendo hacia la plenitud
natural de su propia perfección‖. Para una exploración de la teoría estética de Pareyson véanse
Álvarez (2006), Blanco (1998) y Coriasso (2010). 2 Esta diferencia de Eco con el personalismo de Pareyson es explorada por Bondanella (1997: 30),
quien señala que es el encuentro con las teorías lingüísticas de Hjmelsev y Jackobson el que da
lugar a una pretensión científica de la semiótica, abandonando la exploración de las condiciones
psicológicas de la interpretación y de su filosofía hermenéutica, la cual va a ser estudiada por otro
de sus notables alumnos: Vattimo (1997).
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mediante el cual se expresa una forma de hacer que ―a la vez que hace, inventa el
modo de hacer‖; Eco da menos protagonismo a la figura del creador y trata la obra
como un mundo de signos que entra en contacto con otras obras que le preceden,
desbordando las propias intenciones del artista que la produce, para lo cual
estudia diferentes estrategias de producción de signos (1979: 30). De este modo,
asume que la creación artística no tiene reglas fijas, sino que éstas se definen a
medida que se elabora la obra y se proyectan justo en el momento de realizarla,
tal como en la formatividad de Pareyson la obra de arte no es un ―resultado‖ sino
un ―logro‖, en el cual la obra ha encontrado la regla que la define específicamente.
Sobre la base de estas concepciones, en sus primeros estudios Eco mantiene
vigente la explicación de la obra de arte como una dialéctica entre la actividad y la
intencionalidad artística, dándole más peso al carácter estructural de la relación
que a las condiciones psicológicas que la posibilitan.
En su trabajo doctoral, dedicado a la estética de Tomás de Aquino, uno de los
objetivos del joven Eco es ir en contra de la especulación teológica atribuida al
autor medieval, bajo la cual se ha sofocado el interés filosófico por las opiniones
estéticas neoaristotélicas tomasinas. Existe entonces el rumor ilustrado de que la
Edad Media es un periodo de oscurantismo, pero haciendo caso omiso a esta
prevención y a través de un sistemático ejercicio de análisis, Eco presenta las
ideas estéticas de Aquino y demuestra que a lo largo de su vida el autor del
Tratado de Suma Teológica intentó reunir todo el conocimiento de su época y
unificarlo en un sistema en el que pudieran resolverse todas las preguntas
posibles, desde el punto de vista –al decir de Eco– de un ―sentido común brillante‖
(1956: 122)3.
Eco demuestra, además, que en el centro de las discusiones teóricas sobre la
interpretación durante la Edad Media se encuentra el problema estético. Así,
Aquino procuró explicar, apelando a los ejemplos más simples, los significados de
3 Una reseña sobre el debate y la originalidad del análisis de Aquino por parte de Eco, así como de
las corrientes principales, esencialmente orientadas por el magisterio de Croce, con las cuales
discute el teórico italiano, pueden encontrarse en Gómez Robledo (1988).
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las diferentes nociones de belleza, fealdad, estética, entre otras, respaldadas por
un edificio teológico que Eco pretende comentar y definir en sus principales
características. Aunque no los aborda ampliamente, su estudio abre una serie de
cuestionamientos acerca de la manera como se entienden ciertos conceptos que
aún hoy se plantean dentro del universo de los estudios estéticos medievales, por
lo que lejos de considerar la posición de Aquino un desierto de tecnicismos,
concluye que muchas de las discusiones sobre el arte y su valoración podrían
resolverse actualmente escuchando la voz del sabio dominico (Gómez, 1988: 5).
Ahora bien, Eco también plantea que la estética tomasina es contraria a la
hipótesis según la cual la experiencia estética es cognitiva pero también
inexplicable, como defendía el platonismo de finales del siglo XII, y define la
estética como un campo de intereses acerca de la belleza, su función y modos de
producirlo que pueden tipificarse y estudiarse con rigor (1962: 24).
Por otro lado, su convicción acerca de la importancia del formalismo en la
investigación científica aprendida de Aquino y Pareyson, va a desarrollarse más
ampliamente en su estudio Obra abierta (1962). Después de una estadía de cinco
años en los estudios de la televisión italiana RAI, que le permitieron identificar la
importancia de los mass media (1962: 45), da un salto en el tiempo desde la Edad
Media hasta las vanguardias europeas y estudia la tendencia del arte de
vanguardia hacia lo ambiguo y lo indeterminado para demostrar que esta actitud
refleja, por un lado, una condición de crisis de nuestro tiempo y, por otro, una
poética que no es producto de un desorden ciego sino que propone relaciones de
significado en los cuales la ambigüedad encuentra una justificación y adquiere un
valor positivo.
Después de la Segunda Guerra Mundial, las vanguardias europeas de principios
del siglo XX, represadas ante el estupor del conflicto, empezaron a renovar los
valores estéticos modernos (Burger, 1987). La obra de Boulez y Stockhausen en
música, o la pintura de Freud y Warhol, fracturaron no sólo la tradición anterior
sino que propusieron una nueva relación de la obra con el intérprete. Justamente,
en Obra abierta, Eco estudia la reacción del arte y los artistas ante la provocación
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del azar, de lo indeterminado, lo probable, lo ambiguo, lo indefinido; la reacción,
por consiguiente, de una sensibilidad contemporánea que no puede ser sino otra
manera de dar respuesta a las sugestiones de la matemática, la biología, la
psicología, la lógica y del nuevo horizonte epistemológico que se ha abierto en una
nueva etapa de la modernidad:
En suma, proponemos una investigación de varios momentos en que el arte
contemporáneo se ve en la necesidad de contar con el desorden. Que no es el
desorden ciego e incurable, el obstáculo a cualquier posibilidad ordenadora, sino
el desorden fecundo cuya positividad nos ha mostrado la cultura moderna; la
ruptura de un Orden tradicional que el hombre occidental creía inmutable y
definitivo e identificaba con la estructura objetiva del mundo (1962: 34).
A partir de una exploración histórica, Eco muestra que la civilización del siglo XX
ha derribado el orden: mientras en la Edad Media el mundo requiere un orden
perfecto en que cada cosa tenga su puesto y su función, por la fuerza infalible que
determina y guía desde arriba; en el mundo moderno todas las partes aparecen
dotadas de igual valor y autoridad, y el todo aspira a dilatarse hacia el infinito. Las
instituciones fundamentales de medioevo (imperio, iglesia, feudalismo) que se
presentan como guardianes del orden cósmico, han sido seguidas por el
escepticismo y la pérdida paulatina de su prestigio. La concepción de un cosmos
jerarquizado con rasgos claros y prefijados que han tenido como correlato la
creación de formas artísticas cerradas, han dado lugar a la resignificación de las
jerarquías, transitando hacia obras abiertas que ya no pueden entenderse como la
realización de apariencias determinadas. En esa vía, el arte contemporáneo para
Eco intenta encontrar solución a una crisis de sentido del hombre moderno, del
único modo que le es posible: bajo un carácter imaginativo, ofreciéndonos
imágenes del mundo que equivalen a ―metáforas epistemológicas‖ para llevarnos
a un nuevo modo de ver, sentir, comprender y aceptar un universo en el que las
relaciones tradicionales se han hecho pedazos.
En este escenario de ruptura con todos los conceptos artísticos y de libertad
aparente para el intérprete, en el cual le resulta legítimo en apariencia interpretar
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desde el libre arbitrio, Eco introduce la idea de una estructura de la apertura, para
señalar que una obra moderna se abre a las múltiples interpretaciones, pero es en
la manera como configura esa apertura donde radica y debe explorarse su valor
estético. ¿Cuáles son los fundamentos de la apertura? ¿En qué sentido es abierta
toda obra de arte, en qué características estructurales se funda esta apertura?
La poética de la obra abierta propuesta por Eco supone, en primer lugar, que el
arte nace en un determinado momento y contexto histórico y lo refleja, y en
segundo lugar, que las obras se consideran como propuestas estéticas que
delinean una nueva dialéctica entre obra e intérprete. Cada lector tiene una
concreta situación existencial, una sensibilidad particularmente condicionada:
determinada cultura, gustos, prejuicios personales; de modo que la comprensión
de la forma originaria se lleva a cabo según una perspectiva individual. Esta
poética abierta tiende a promover en el intérprete actos de libertad consciente y lo
coloca como centro activo de una red de relaciones inagotables, pero al mismo
tiempo, establece que la obra se vincula con otros discursos, sugiere sus maneras
de completarse con la filosofía, las matemáticas, la biología, o las mismas obras
de arte. En tal sentido, una obra de arte sigue siendo también una forma completa
y cerrada, prefigurada por la actividad de una artista, que la deja abierta a la
probabilidad de ser interpretada de muchas maneras.
El Ulises de Joyce, un libro que le ha generado inquietudes a lo largo de toda su
producción académica, es una muestra palpable de la idea de obra abierta a la
manera de Eco. Esta obra literaria puede entenderse de maneras distintas,
además, sorprende la habilidad del novelista para entretejer un mundo de
relaciones cultísimas y enigmáticas en la vida de un sujeto cotidiano más bien
aburrido, que deambula borracho por las calles de Dublín4. Para Eco, el darle una
―vida intelectual‖ a este personaje simple y cotidiano –como lo es un artista de la
4 De acuerdo con Bondanella (1997, 134), la lectura de Eco resalta en particular el sinnúmero de
relaciones de significado escondidos en la obra para ser interpretados por el lector. Eco dedica un
estudio completo a su obra que escribió casi en paralelo a obra abierta: ―Con qué ironía y
desapego trata Joyce el material cultural que emplea en su construcción —digamos, también, con
qué impresionante aridez acumula cosas con cuya forma se entusiasma, pero en cuya sustancia
no cree en absoluto‖ (1962,152).
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vida real–, a través de sugerencias e indicios dispersos en el texto que lo ponen
en diálogo con la rica tradición novelesca en la que se inscribe, obliga al lector a
darse a la tarea de encontrar las referencias directas e indirectas, e ir
construyendo el mundo de la obra. Al igual que los trabajos plásticos de Calder,
Joyce propuso una nueva relación entre obra y lector, autor y público, una nueva
mecánica de la percepción estética y una posición artística del producto en la
sociedad (Eco, 1962: 35). Al lector no le queda de otra, en el caso de Joyce, que
redescribir la obra, y esta participación activa y necesaria inaugura a juicio del
teórico una comprensión diferente de la obra de arte.
De esta manera, el arte contemporáneo para Eco es un enigma: la poética del
asombro, del ingenio, de la metáfora, tiende a establecer una actitud investigadora
del hombre nuevo que ve en la obra de arte, no un objeto fundado en relaciones
evidentes para gozarlo como hermoso, sino un misterio a investigar, un horizonte
a perseguir, un estímulo a la vivacidad de la imaginación. La obra se plantea
intencionalmente abierta a la libre reacción del que va a gozar de ella. La apertura
se propone, en últimas, como una posibilidad fundamental del intérprete y del
artista contemporáneo, en la cual el lector ya no juega como receptor pasivo sino
como una parte activa de la construcción de sentido de la obra moderna. En
síntesis, el arte no desvela un nuevo conocimiento sobre la realidad, sino que la
recrea o reconstruye, no la descubre (Eco, 1962: 56).
Así pues, cuando Eco define el arte contemporáneo como "metáfora
epistemológica", señala que su naturaleza es la variación de algo que ya es
conocido a través de otros caminos. Las obras de arte son maneras de estructurar
la realidad que las constituye, como lo hacen también la filosofía, la biología y la
ciencia contemporánea. De manera paralela al conocimiento científico, las obras
artísticas proponen, a partir de una estructura metafórica, modos de entender y
describir diferentes situaciones y fenómenos. Esto es posible debido a una
interacción dialéctica entre obra e intérprete que produce nuevos y variados
significados, por lo que la idea de límites interpretativos de una obra es producto
de la ―estructura de la apertura‖ que posibilita su análisis:
19
El arte, más que conocer el mundo, produce complementos del mundo, formas
autónomas que se añaden a las existentes exhibiendo leyes propias y vida
personal. No obstante, toda forma artística puede muy bien verse, si no como
sustituto del conocimiento científico, como metáfora epistemológica; es decir en
cada siglo el modo de estructurar las formas de arte refleja –a guisa de
semejanza, de metaforización, de apunte de resolución del concepto en figura– el
modo como la ciencia o, sin más, la cultura de la época ven la realidad (1962: 88-
89).
La metáfora de ―estructura abierta‖, cuyo origen se puede situar en la filosofía de
Pareyson, nos permite sintetizar dos conclusiones de estas primeras obras. La
primera es que Eco parte de la convicción de que la obra estética estructura sus
modos de comprenderla. La segunda es que esta estructura más que limitar, abre
múltiples interpretaciones. Aunque el arte de vanguardia cuestiona y pone en tela
de juicio los estilos y valores de la tradición antigua, tanto las obras de arte
antiguas como las modernas se abren a diferentes interpretaciones, por lo que su
carácter estético radica en las características estructurales que constituyen esta
apertura. En la relación dialéctica entre la apertura/cierre, entre lo incondicionado y
lo que es susceptible de clasificarse y describirse ―objetivamente‖, la obra de arte
se construye como ―metáfora epistemológica‖ en cuanto es un lugar infinito de
exploración distinto a la filosofía, o la teoría en su sentido más amplio, pero en el
cual conocemos y aprendemos formas de entender la realidad. Y esta relación
dialéctica no es más que una condición necesaria de todo proceso interpretativo.
El problema semiótico
20
La tarea estructuralista 5 que comienza con Obra abierta alcanza su óptima
culminación en su libro Tratado de semiótica general (1974). En este grueso y
denso volumen, el ya director de la cátedra de semiótica de la Universidad de
Bolonia, reorganiza los mecanismos semióticos, presenta diferentes ejemplos de
su uso y propone una lógica de la cultura occidental desde la cual los signos
significan y son interpretados. Recogiendo conclusiones de trabajos anteriores,
Eco perfila en esta obra su teoría de la significación a partir de los procesos
comunicativos; introduce una serie de problemas semánticos que pretende
resolver aclarando conceptos vinculados a la idea de signo; propone la posibilidad
de articular su teoría del sentido con una teoría de la referencia que había sido
presentada de manera tímida en sus primeras obras; y expone ejemplos con los
que quiere demostrar las diferencias entre hacer una simple tipología de los signos
y una tipología de los modos de significación, demostrando que en esta relación
compleja se constituye el sentido de una obra (Eco, 1975: 32). El eje central de
este estudio es, por tanto, demostrar las posibilidades interpretativas y las
limitaciones epistemológicas derivadas de la idea de signo.
A diferencia de los estructuralistas franceses que toman el modelo de signo de
Saussure, Eco apela al modelo de signo de Peirce, pues afirma que el primero no
definió nunca claramente el significado del signo y lo dejó a mitad de camino entre
una imagen mental, un concepto y una realidad psicológica. Pierce, por el
contrario, permite definir al signo como una ―acción que es, o entraña, una
cooperación de tres, el signo, su objeto y su interpretante, de tal modo que esta
influencia relativa no puede reducirse a acciones entre pares‖ (Peirce 2001, 1027).
5 Se habla de ―tarea estructuralista‖ siguiendo a Caeser (1999) quien divide la obra de Eco en una
primera etapa pre-semiótica, en una segunda etapa semiótica, y en una tercera etapa pragmática.
La característica fundamental de esta segunda etapa radica en explorar todas las posibilidades de
la noción de signo y del análisis lingüístico. Mientras en la primera propone definir los rasgos de la
exploración del sentido y la tercera afianza una perspectiva teórica de pertinente valor
epistemológico, comparable a las teorías interpretativas de los grandes filósofos del siglo XX
porque resuelve muchos de los inconvenientes del estructuralismo, la etapa intermedia es
considerada una etapa de aprendizaje semiótico. Desde luego, Eco ha sido renuente a las
clasificaciones y, como se deriva también de este estudio, muchas de sus posiciones se mantienen
a lo largo de toda su obra, sin embargo, esta distinción le permite enfatizar a Caesar sobre unos
aspectos particulares de la exploración teórica de Eco en diferentes momentos.
21
La concepción peirceana combina en el estudio de los signos un análisis de los
fenómenos de significación, entendidos como la cooperación de tres instancias
que implican al representante (el signo propiamente dicho), al representado
(aquello de lo que el signo da cuenta) y a un interpretante (que lo interpreta), quien
es considerado como sujeto pero también como un muestrario representativo
portador de los hábitos interpretativos de la comunidad a la que pertenece. Es en
este interpretante donde se da la semiosis (la actividad de producir signos), que ya
no se puede limitar a clarificar la intencionalidad semántica que hay detrás (en
apariencia exigida por Saussure en su teoría), sino que se explica por su
pertenencia a una cultura. Desde esta perspectiva, Eco rechaza la doctrina
tradicional según la cual el signo remite a las cosas: el problema del significado,
dice, no puede condensarse en la relación significado/significante, donde
pensamiento y lenguaje se igualan. La semiótica, entonces, se propone como la
disciplina cuyo objeto de estudio es el signo y para Eco no es posible pensar sin
signos, de modo que todo acto de pensamiento puede ser considerado como acto
semiótico en cuanto el signo es la manera como nos representamos la realidad. A
pesar de esta posición pragmática, en la medida en que prescinde de cualquier
significado trascendental o metafísico, su semiótica también se funda en la idea de
unidades culturales: entidades observables y manejables que pueden tipificarse
como modos de significación (1971: 129)6. Por lo anterior, no sólo es posible
estudiar la cultura como un fenómeno de la comunicación, sino que en su aspecto
más radical, para Eco la cultura es comunicación:
En la cultura cada entidad puede convertirse en fenómeno semiótico. Las leyes de la comunicación son las leyes de la cultura. La cultura puede ser enteramente estudiada bajo un punto de vista semiótico. La semiótica es una disciplina que puede y debe ocuparse de toda la cultura (Eco, 1968: 33).
Ahora bien, siguiendo a Peirce, es posible afirmar que cuando actuamos en el
mundo lo que percibimos no es el mundo real sino un desplazamiento de signos;
esto es, el mundo que existe en nuestras mentes es una representación simbólica
6 Ver Serrano, 2001: 46.
22
determinada por nuestra cultura. A este respecto, Eco propone "una especie de
petición incondicional por parte de la semiótica que exigiría que el conjunto de la
cultura se estudiara como un fenómeno de comunicación" (1976: 95), lo cual lo
lleva a señalar que cualquier aspecto de la cultura se convierte en una unidad
semántica, y los sistemas de significados se constituyen en estructuras (campos o
ejes semánticos) que obedecen a las mismas leyes de las formas significantes. En
otras palabras: ‗automóvil‘ no es sólo una unidad semántica a partir del momento
en que se pone en relación con la entidad significante /automóvil/, es unidad
semántica a partir del momento en que se dispone de un eje de oposiciones o de
relaciones con otras unidades semánticas como ‗carro‘, ‗bicicleta‘ o incluso ‗pie‘:
éste sería el nivel semántico desde donde puede ser analizado el objeto
automóvil. Pero además, existe un nivel simbólico cuando se usa como objeto: en
este caso, el auto como objeto que transporta gente o cosas se convierte en el
significante de una unidad semántica que no es ―automóvil‖ sino, por ejemplo,
―velocidad‖, ―comodidad‖ o ―riqueza‖ (Cfr. Becerra, 2004).
El autor pretende demostrar con su Tratado de semiótica general la versatilidad de
un método que se inspira en los problemas del lenguaje propuestos a comienzos
de siglo por Saussure, y que estudia la cultura como un fenómeno comunicativo.
Propone así el desarrollo de un método de análisis semiótico textual con el que es
posible entender el universo de signos. Este método es también una praxis pues
su relevancia se deriva del ejercicio de interpretación, pero al mismo tiempo es
una teoría cultural que pretende abarcarlo todo7, basándose en dos principios: 1)
los intérpretes no reciben mensajes sino conjuntos textuales, es decir el signo no
se puede entender como una entidad aislada sino que se relaciona con otros
signos constituyendo una red textual de significados; 2) los destinatarios no
comparan los mensajes con códigos sino con un conjunto de prácticas textuales
depositadas en la cultura, por lo que sólo pueden interpretarlos si están inscritos
allí (Eco, 1974: 178).
7 Sobre el método textual véase, entre otros, a William (1984), Seed (1997) y Trifonas (2008).
23
Sin embargo, el propósito fundamental del tratado en mención, además de
sistematizar la ―ciencia semiótica‖, es dejar en claro tanto sus posibilidades como
sus limitaciones. De hecho, para demostrar la universalidad del modelo semiótico-
textual se detiene a hacer un mapa de sus fronteras. Distingue entonces tres tipos
de límites, que son los que determinan los alcances del modelo que pretende
sistematizar: políticos, naturales y epistemológicos. Los primeros se derivan de las
relaciones académicas, cooperativas y empíricas con otras disciplinas
formalizadas, como la filosofía, la antropología, la sociología, etc. Para Eco,
estudios que no se consideran semióticos llegan a compartir los mismos intereses
y resultados de algunas investigaciones semióticas, porque la semiótica es una
ciencia que reúne una extensa gama de problemas susceptibles de ser abordados
a través de un mismo método: el análisis de los signos involucrados en la relación
comunicativa. El límite político hace referencia, por tanto, al contacto académico y
esa discreta pretensión de Eco de abrir una ciencia abarcadora cuyo paraguas
cobije gran parte de las ciencias sociales.
El límite natural es, por su parte, todo aquello que no es de competencia de la
semiótica, es decir, lo que no es signo y signo es ―todo aquello que pueda
considerarse como signo‖ (Eco: 1969: 73). Detrás de esta idea, reconfigurada
varias veces de manera muy evocadora –por ejemplo cuando define ―signo como
todo aquello que puede usarse para mentir‖ (44)–, se origina una serie de
cuestiones sobre el significado, el sentido, la realidad, la representación, en la cual
es necesario llegar a puntos de acuerdo. Es esto, en últimas, lo que se propone
hacer la semiótica: encontrar puntos de acuerdo. Los límites naturales se separan
entonces en dos umbrales: el inferior y el superior, determinados por el nivel de
complejidad que implican. En el primero encontramos, en general, los producidos
por el contacto sensorial; y en el segundo, los producidos dentro de la cultura. Así
que todo aquello que un hombre comunica o es susceptible de comunicarse es el
límite natural de la semiótica.
Por último, el límite epistemológico radica en la cuestión de si la semiótica es una
ciencia rigurosa de modo axiomático, o se trata de una disciplina que estudia
24
fenómenos sociales sujetos a cambio. Para Eco la ―investigación semiótica no se
parece a la navegación, en la que la estela del barco desaparece tan pronto como
ha pasado la nave, sino a las exploraciones por tierra, en las que las huellas de los
vehículos y de los pasos, y los senderos trazados para atravesar un bosque,
intervienen para modificar el propio paisaje y desde ese momento forman parte
integrante de él, como variaciones ecológicas‖ (1971: 53). La investigación
semiótica, el estudio sobre los significados y los procesos de significación se
consideran, ante todo, capaces de influir en el universo del hablar, del significar,
del comunicar, para quien desarrolla la misma investigación semiótica; es esta
transformación la que da razón de su límite epistemológico y, por tanto, replantea
la misma cientificidad con la que el positivismo, por ejemplo, esquematiza la labor
del científico. Por ello la semiótica se presenta en dicha obra como una teoría que
debe permitir una interpretación crítica de lo que él llama con Peirce el universo de
la semiosis, el rico e infinito universo de significados en los que pervive la tradición
occidental; así como configurar una actividad crítica, la de estar alerta a lo que
esconde el discurso, a lo que se encuentra allí manipulado.
Esta ciencia de los signos propuesta por Eco, de cierta manera ―arrogante‖ e
―imperialista‖ pues estudia el conjunto de la cultura y todo aquello que puede
considerarse como signo (1971: 32), ya había demostrado su pertinencia
aplicando categorías de orden lingüístico en el análisis de fenómenos que van de
la cultura de masas en Apocalípticos e integrados (1962), hasta autores y artistas
considerados de culto como Joyce (1965). Pero además de evidenciar su validez
en cuanto instrumento metodológico para vincular textos con problemas
fundamentales de la lingüística, la filosofía, la antropología, la psicología y las
ciencias sociales (Chauvel y Escudero 1997), y la utilidad de aplicar herramientas
lingüísticas para el análisis textual, Eco persigue un límite epistemológico que
trasciende el simple modelo metodológico deslizándolo hasta convertirlo en límite
interpretativo. Es decir, no sólo quiere demostrar su utilidad sino su lugar
insustituible en la comprensión del hombre moderno, lo que constituye el fin de su
tarea estructuralista.
25
Aunado a lo anterior, Eco pretende en el Tratado defender su idea según la cual
todo trabajo hermenéutico supone el desciframiento de códigos y evidenciar así
que la semiótica propone un método idóneo para hacerlo (1971: 65, 253).
Reconocer cómo funcionan los textos; cómo se instauran sus formas de
significancia, sus formas de secreto y de manipulación; identificar sus micro y
macro estructuras, y analizar el funcionamiento de las reglas para elaborar sus
distintos niveles de coherencia, son tareas de clasificación y estudio de los nodos
conceptuales que permiten interpretar un texto para Eco, y no las descripciones
sobre el estado de sensaciones que nos despierta la lectura.
Sin embargo, sería tendencioso e inexacto afirmar que Eco adopta una a una las
premisas del llamado estructuralismo metodológico, o siquiera su propia
concepción de interpretación. De hecho, dedica el último capítulo del Tratado a
mostrar que la identidad originaria del signo no se basa en la idea de una
correlación entre expresión y contenido sino que, siguiendo a Peirce, la idea
básica de signo es la de inferencia o interpretación, así que es algo que nos
permite conocer siempre algo más: el signo es instrucción para la interpretación
(Cfr. Nubiola, 1991). Esto lo conecta directamente con un problema que no había
tratado de manera directa en sus anteriores trabajos y es el problema de la
referencia. La semiótica de Eco supera en este punto el modelo estructuralista y
semiótico de código y de diccionario mediante el reemplazo, por su idea central
de enciclopedia "como único modelo capaz de expresar la complejidad de la
semiosis en el plano teórico, y también como hipótesis reguladora en los procesos
concretos de interpretación" (1987: 289)8.
La idea de enciclopedia toma especial relevancia gracias a lo que Eco define
como ―teoría de segunda generación‖ (Fillmore, Greimas, Petofi). Según ésta, toda
proposición tiene necesariamente un contexto que la define, pero estos contextos
se diferencian en relación con el tipo de usuarios. Un ejemplo para mostrar estas
diferencias es el signo ballena: para un hombre medieval la idea de ballena con
seguridad aludía a un pez. Para un autor de bestiarios medievales ‗ballena‘ podría
8 Sobre esta superación del estructuralismo véase Chauvel y Escudero (1997).
26
representar el diablo Leviatán o el pecado, pero seguiría siendo un pez. Para el
hombre común de hoy ‗ballena‘ es un semema algo inconexo en el que coexisten
las propiedades de ser pez y mamífero y el espectro semántico aparece como una
red de superposiciones desordenadas entre sentidos contradictorios (Eco, 1975:
179-180). Para un zoólogo, ‗ballena‘ es un semema organizado jerárquicamente y
unívocamente de modo que las propiedades secundarias dependen de las más
generales y caracterizadoras, como lo eran por ejemplo para el autor de bestiarios
medievales. En suma, dependiendo el tipo de intérprete, el signo ballena
representa un determinado grupo de significados. Una representación semántica
en forma enciclopédica tiene que explicar para Eco todas esas diferencias
cognitivas y recoger a un tiempo las significaciones científicas y las imprecisas
significaciones populares. Así, en un contexto ―antiguo‖, ballena denota pez y
connota las alegorías que se sugirieron anteriormente. En un contexto
contemporáneo, tendremos dos tipos de selecciones contextuales: una de tipo
científico, a la que corresponde una jerarquía de propiedades denotadas, y otra de
tipo popular, a la que corresponde una serie no organizada de connotaciones
dispersas. Un autor literario como Melville puede jugar con la ambigüedad del
término ballena superponiendo los diferentes sentidos de lectura y desarrollando
una representación enciclopédica (Eco, 1975: 181-182).
El modelo enciclopédico adopta, entonces, la forma de rizoma (siguiendo a
Deleuze y Guattari, 1980), como consecuencia directa de la inconsistencia del
árbol de Porfirio. La organización de las interpretaciones entendidas en un orden
jerárquico como el del zoólogo o el del autor del bestiario medieval, en el cual a
partir de una base se van abriendo múltiples ramas, tiende a considerar de menor
importancia alusiones que se encuentran debajo del rango semántico adoptado.
Por contraste, en el modelo rizomático cualquier elemento puede afectar o incidir
en cualquier otro elemento de la estructura sin importar su posición recíproca,
fracturando las jerarquías y las interdependencias (Eco, 1987: 99). Así pues, la
idea de la enciclopedia como una estructura que une una serie de redes ya no
bajo ideas jerárquicas sino por múltiples sistemas de relaciones de significado,
implica que para interpretar una obra sea necesario envolver el grupo de puntos
27
fijos y ampliarlos a nuevas redes, permitiendo entender mejor el funcionamiento
del signo dentro del universo rizomático. La enciclopedia es adoptada de esta
manera como un postulado semiótico en relación con el conjunto registrado de
todas las interpretaciones, concebible objetivamente como la biblioteca de las
bibliotecas9.
La teoría de la enciclopedia ha permitido pensar el paso de una semántica
estructural a una semántica interpretativa (Fouces, 2003). Eco quiere demostrar
que las semánticas en forma de diccionario, como la de Hjelmslev, son
inconsistentes porque reducen la interpretación a la confirmación de un número
limitado de figuras de contenido. En Semiótica y filosofía del lenguaje (1984), que
puede considerarse hasta cierto punto la continuación del Tratado (Cfr. Capozzi
1997: 27), Eco muestra ampliamente que la semántica estructural no puede
resolver el significado como simple sustitución de un signo por otro, así por
ejemplo sabemos que ballena es un ―mamífero hembra‖ pero no se define que es
mamífero y que es hembra, y por otro lado, que aunque quiere restringir los
inventarios de las figuras asociadas a un signo, no nos dice cómo puede lograrse
tal objetivo (Eco, 1984: 101).
Por esa razón, la teoría de la semiosis ilimitada de Peirce y su noción de
interpretante es fecunda, en la medida en que muestra que los procesos
semióticos realizan un continuo desplazamiento que va de signo a signo, en el que
se van describiendo asintóticamente los significados de una cultura, haciéndolos
accesibles a otras unidades culturales. Para Eco, la idea de semiosis ilimitada de
Peirce −según la cual ―The meaning of a representation can be nothing but a
representation. In fact it is nothing but the representation itself conceived as
stripped of irrelevant clothing. But this clothing never can be completely stripped
off: it is only changed for something more diaphanous. So there is an infinite
regression here‖ (Pierce citado por Eco, 1991: 258)−, significa que en el paso de
9 Son evidentes las alusiones literarias de la noción de enciclopedia. Jitrik (1999) relaciona, por
ejemplo, el modelo enciclopédico más que con el rizoma de Deleuze y Guattari, con la idea de
laberinto de Borges en la que encuentra sugerentes intercambios. Capozi (1999), abriendo de
manera más amplia las propias del autor y situando referentes teóricos y literarios demuestra la
centralidad de esta idea en la propuesta teórica de Eco.
28
una interpretación a otra, de lo que va de un intérprete a otro, el signo recibe
siempre mayores determinaciones y se hace más complejo, tanto en el nivel
sincrónico como diacrónico. Pero esa complejidad no supone la comprensión
como asociación libre, en donde una interpretación puede llevar a una conexión no
prefigurada por el texto, resultado que podría considerarse un ―crecimiento
connotativo de tipo canceroso‖, en el cual una expresión se abriría a otra
expresión y a otra, formando una cadena pseudo-interpretativa en la que la
interpretación quedaría a merced de las atribuciones impulsadas por la lectura del
mismo interpretante, Desde luego, el texto puede sugerir el conjunto de sus
consecuencias ilativas más remotas. No obstante, no podemos conocer todo
porque no estamos en todos los contextos y tampoco podríamos explorar todas
sus posibilidades. Eco parte de esta imposibilidad para evidenciar que su interés
no es la infinitud por sí misma sino la estructura que permite esta infinitud.
Además, como se dijo antes, Eco se adhiere a un cierto pragmatismo en el sentido
en que no cree en absoluto que haya algo así como un más allá del texto: no hay
una verdad detrás de la obra. Ese lugar inamovible, sueño platónico, con el que a
veces construimos e intentamos definir diccionarios y culturas, no existe. También
coincide con el pragmatismo en que en el proceso de confrontación entre
diccionarios y culturas producimos nuevos y mejores modos de acción y lenguaje,
no con referencia a un estándar previo, sino a sus inmediatos predecesores (Rorty
citado por Eco, 1992: 362); aun cuando la idea de enciclopedia le permite señalar,
como va a explorar en Kant y el Ornitorrinco10, que en la adquisición de todo
conocimiento siempre hay un consenso cultural antepuesto que hace posible
oscilar entre ese movimiento estructural y ese movimiento interpretativo. Por
consiguiente, a partir de la idea de enciclopedia como rizoma, el lector debe tener
una competencia particular que le permita empoderar nuevas redes, atar cabos
10
Resalta Fouces: ―en Kant y el ornitorrinco (1997), [Eco] realiza un trabajo de síntesis en el que
hace coexistir la perspectiva estructural de Hjelmslev y la perspectiva interpretativa de Peirce, dado
que los componentes ―mínimos‖ de Hjelmslev necesitan ser interpretados ulteriormente y por lo
tanto, la rígida organización estructural se disuelve en el retículo de las propiedades enciclopédicas
dispuestas a lo largo del hilo potencialmente infinito de la semiosis ilimitada. El resultado es que
ambas formas deben coexistir en el plano teórico‖ (2003: 105).
29
sueltos y abrir interpretaciones, aunque para ello necesite una inteligencia
semántica que no es otra que la creatividad propia del lector.
El problema del lector
En Obra abierta (1962) Eco se interesa en descubrir porqué y a través de qué una
obra estimula múltiples lecturas pero al mismo tiempo limita y regula esta libertad
interpretativa. Destaca, entonces, lo que llama la ―estructura abierta‖ para señalar
la manera como ciertas obras permiten y exigen al lector completar aquello que
presupone, promete, entraña e implica lógicamente el texto. Debido a que el lector
no puede preguntarle a un autor lo que quiso decir, la obra debe valerse por sí
misma, y por esta razón se interpreta. Pero, ¿hasta dónde el autor prefigura un
mundo para ser entendido por el lector? ¿Hasta dónde la obra configura un mundo
propio?
En su trabajo Lector in fabula (1979) da cabida a estas preguntas a través de la
teoría de las tres intentio, o intencionalidades semánticas, que explican cómo se
cruzan el autor, el lector y la obra en la interpretación de un texto. Llama intentio
autoris a las intencionalidades semánticas que quiso proyectar el autor mediante
un escrito o mensaje, pues a fin de cuentas éste siempre nos quiere decir algo con
el texto que produce. La intentio lectoris, por su parte, alude a las proyecciones de
sentido del lector frente a un texto, porque cuando leemos partimos de una
expectativa y muchas veces queremos ver cómo estas expectativas se ven
confirmadas en nuestra lectura. Y la intentio operis es aquella intencionalidad
semántica producida dentro del texto, independiente de las intenciones
comunicativas con las que fue escrita o emitida, o con las que es interpretada.
Para Eco ese último es el punto clave de la interpretación semiótica (1979: 89ss),
puesto que la obra se construye como una serie de significados y relaciones
independiente de las intenciones del autor empírico y del posible lector empírico.
El Rey Lear de Shakespeare, por ejemplo, encubre más sentidos de los que nos
es posible ver como lectores empíricos, pero sabemos también que el mismo
30
Shakespeare no podría haber advertido todas las interpretaciones que su obra ha
suscitado. Tanto autor como lector están presentes en la estrategia textual de la
obra, así que el texto es visto en esta perspectiva como una máquina perezosa
que se ejercita sólo en el acto de leer y evocar sentidos (1979: 18, 27, 135, 147).
Un texto al prever ciertos movimientos, ciertas actitudes y conductas nos señala
su forma incompleta. Por esto el texto es estudiado como ―artificio sintáctico-
semántico-pragmático‖ que requiere de un dispositivo para que funcione: la
interpretación a través de la lectura (1978: 96).
Así pues, la interpretación es una actividad que si bien no está reglada y no es
exclusivamente convencional, está inscrita dentro de un espacio significativo, por
lo que la actualización del texto no es otra cosa sino la activación dentro de un
proceso pragmático, semántico y sintáctico inscrito en su producción. Si un texto
está compuesto ―de espacios en blanco, de intersticios que hay que rellenar‖
(1978: 76), el papel del lector consiste en explicitar o hacer manifiesto lo que ha
quedado oculto, aquello que está incompleto. Aunque el lector deba admitir, por
otro lado, que no existe algo así como una clave, una regla semántica o
pragmática para rellenar de manera adecuada los espacios en negro del texto, las
intentio, que no deben leerse como situaciones empíricas sino como estrategias
textuales, nos permiten identificar los diferentes estratos de significados del texto.
En consecuencia, hablamos de un significado en relación con las
intencionalidades del autor, otro con las del lector, y otro producido por la misma
obra. ¿Pero qué estrategias abordadas por parte del lector garantizan la
continuidad requerida para llevar a cabo la tarea de completar el texto?
La iniciativa del lector consiste en formular una conjetura sobre la intentio
operis. Esta conjetura debe ser aprobada por el conjunto del texto como un
todo orgánico. Esto no significa que sobre un texto se pueda formular una y
sólo una conjetura interpretativa. En principio se pueden formular infinitas.
Pero, al final, las conjeturas deberán ser probadas sobre la coherencia del
texto, y la coherencia textual no podrá sino desaprobar algunas conjeturas
aventuradas. Un texto es un artificio cuya finalidad es la construcción de su
31
propio lector modelo. El lector empírico es aquel que formula una conjetura
sobre el tipo de lector modelo postulado por el texto. Lo que significa que el
lector empírico es aquel que intenta conjeturas, no sobre las intenciones del
autor empírico, sino sobre las del autor modelo. El autor modelo es aquel
que, como estrategia textual, tiende a producir un determinado lector
modelo (1991: 34).
Si el texto es para Eco, básicamente, un artificio intencional y conjetural, el autor
parte de la idea de que su construcción se mantiene en la tensión entre lo dicho y
lo no dicho. Eco introduce de esta manera la metáfora de la coherencia textual
interna para señalar que el texto crea en su autonomía su propio significado
gracias a un sentido literal o ―masa proposicional‖ que está comprometido lógica y
semánticamente con lo no dicho. La actualización semántica de lector depende de
la manifestación lineal del texto aunque su sentido literal no es lo único que allí
efectivamente acontece; la presuposición sugiere la ampliación o extensión del
sentido literal mostrando nexos temporales, existenciales, intencionales que están
usualmente ligados a ciertos momentos particulares en los cuales leemos un texto,
pero es a partir de este nexo entre el sentido literal y lo que éste presupone como
se entienden estas presuposiciones. Aunque puede cuestionarse si esta relación
se da de manera causal, en el sentido en el que el texto pueda en realidad prever
sus diferentes derivaciones, a Eco le resulta importante resaltar que cualquier
interpretación no puede saltarse un sentido literal, hasta cierto punto inviolable,
porque está allí como elemento inmodificable para ser interpretado (Cfr. Hogan,
2004).
De acuerdo con Eco, ―un texto es un artificio cuya finalidad es la construcción de
su propio lector modelo‖ (1979: 27), así que el lector modelo es el punto máximo
de desarrollo tanto de la capacidad comunicativa como del potencial significativo
de un texto. Este lector es un intérprete capaz de proponer las condiciones
"ideales" de actualización de las intenciones que el texto posee: ―El lector modelo
es un conjunto de condiciones de felicidad, establecidas textualmente, que deben
satisfacerse para que el contenido potencial de un texto quede plenamente
32
actualizado‖ (1978: 89). Según esto, el texto construye el lector modelo de
acuerdo con unas pautas convencionales o criterios identificados en la jerga de la
filosofía del lenguaje como condiciones de felicidad. Sus conjeturas permiten
contrastar la coherencia textual de manera que en este grado de cooperación
textual es el encuentro entre las perspectivas del autor modelo, el lector empírico y
el lector modelo.
Eco confía en que el "universo de interpretaciones" es el resultado de calcular las
posibles variantes en la dialéctica de las estrategias entre autor y lector modelo.
Para la función conjetural del lector, decisiva para todo proceso interpretativo, es
necesario un ―test interpretativo‖ que le permita realizar o correlacionar las
múltiples tensiones entre autor y lector modelo. Introduce de esta manera la idea
de interpretación "legítima" y "legitimable" que proviene de considerar lo que
puede decirse y lo que no puede decirse del texto. Si el test puede ser "verificado"
o convalidado en y a través del texto (incluyendo por supuesto el universo
presuposicional que lo atraviesa), podría considerarse que en ciertos casos se
interpreta el texto; si en cambio este test muestra que las conjeturas no pueden
ser verificadas, estamos frente a lo que Eco juzga como un abuso interpretativo,
ya que no se puede justificar la lectura sobre la base de su propia literalidad.
Sobre la base de su teoría de las tres intentio Eco diferencia uso de interpretación.
El uso en el contexto de Lector in fabula consiste en la posibilidad de modificar
alguna condición semántico-pragmática del texto, dando como resultado la
producción de "otro" texto, incontrastable desde la perspectiva interpretativa:
―ciertas novelas se vuelven más bellas cuando alguien las cuenta, porque se
convierten en ‗otras‘ novelas‖ (1979: 86). Pero en trabajos posteriores propone
una rigidez frente a un uso libre que se constituye en un abuso, o como va
proponer incluso en Los límites de la interpretación, en sobreinterpretación del
texto.
Un ejemplo paradigmático para entender el problema y la importancia de la figura
del lector es su propia actividad como novelista. Poco después de sacar a la luz El
nombre de la rosa (1980) los diferentes lectores empezaron a buscar un orden
33
oculto en su obra, inspeccionado con minucioso pormenor las referencias
escondidas, pretendiendo encontrar la otra historia del texto, lo que va a llamar en
las conferencias Tanner el ―síndrome del secreto‖ (Caesar, 1999: 115). Eco
cuestiona las diversas teorías interpretativas orientadas al lector, es decir aquellas
lecturas que se justifican sólo mediante la intentio lectoris, motivo que le permite,
entre otros, escribir su siguiente ficción: El péndulo de Foucault (1988). Esta
novela narra las aventuras de tres editores de las ciencias ocultas y las
sociedades secretas para quienes se convierte en pesadilla la búsqueda de una
verdad escondida, recreando de paso una sociedad fascinada por la conspiración
interpretativa. Casaubom, el personaje que narra la historia, sufre una serie de
transformaciones a lo largo de más de ochocientas páginas y de un estudio
pormenorizado de las sectas, ritos modernos y antiguos de los rosacruces, los
satánicos, los templarios, que recrean de manera literaria esta ―sociedad del
secreto‖11.
En Apostillas a ‘El nombre de la rosa’ (1985) Eco justifica su derecho en cuanto
autor de su novela y teórico de la literatura de defender el sentido de la obra.
Ilustra el proceso de creación de su novela, propone resolver algunos
malentendidos de sus lectores y comenta cuáles de las interpretaciones sobre su
obra le parecen inadecuadas o sorprendentes. De este modo, si antes escribía
como crítico mostrando la complejidad de la literatura a partir de explorar todas las
posibilidades que abre, ahora como escritor, conociendo de manera directa la
experiencia de escribir ficción, se considera con un derecho aún más legítimo de
alertar que el mundo literario no es el mundo del total relativismo. Todas las
interpretaciones no son posibles porque justamente la literatura se produce desde
una perspectiva crítica y analítica del mundo que busca el sentido en vez de
negarlo (Benett, 2000: 82). En consecuencia:
Para poder inventar libremente hay que ponerse límites. En poesía, los límites pueden proceder del pie, del verso, de la rima, de lo que los contemporáneos han llamado respirar con el oído […] En narrativa los límites proceden del mundo subyacente. Y esto no tiene nada que ver con el
11
Un estudio detallado sobre la noción de sociedad del secreto en Venon (1992).
34
realismo (aunque explique también el realismo). Puede construirse un mundo totalmente irreal, donde los asnos vuelen y las princesas resuciten con un beso: pero ese mundo puramente posible e irreal debe existir según unas estructuras previamente definidas (Eco, 1985: 56).
Eco no cuestiona por tanto que las interpretaciones deban ser validadas por el
autor empírico sino que aun cuando existen lecturas verosímiles de la obra o
pueden comprobarse en la literalidad del texto, muchas de ellas destacan temas o
problemas fútiles y con poca relevancia para entender los problemas centrales de
una obra artística determinada. Para citar un sólo ejemplo de los muchos
explorados por Eco en sus Apostillas, menciona el caso de su traductora al ruso
de El nombre de la rosa quien en su estudio introductorio propone una relación de
influencia muy fuerte entre su novela y una novela de Henriot, en la cual también
se habla de un manuscrito perdido y comienza aludiendo a la ciudad de Praga. El
novelista niega haber leído esa obra así que esa relación puede ser forzada, pero
así existiera la relación, señala Eco, la alusión a Praga al comienzo de la historia y
la idea de un manuscrito perdido que es un topoi convencional en la literatura, no
son en realidad anécdotas relevantes para discutir acerca de lo que en realidad
está en juego en la obra. Cuando detalles deben ser explicados de manera
forzada y se convierten en el eje central del objeto de análisis de un texto, distraen
la atención sobre los aspectos de la narración que la identifican de manera
particular y que merecerían cuidadosa exploración de un crítico. Muchos de los
ejemplos comentados en sus Apostillas, entonces, quieren advertir acerca del
lector paranoico o misreader perfilado desde sus obras tempranas, bien como el
lector ingenuo que no aprovecha todas las posibilidades significativas de una obra
(1979: 27), bien como aquel lector paranoico que "usa un texto para encontrar en
él algo que está fuera del texto, algo más real que el texto mismo" (1991: 123).
La compleja interacción entre el conocimiento del lector y el conocimiento que
éste le atribuye al autor permite reconstruir para Eco no tanto las intenciones del
autor empírico, sino sobre todo las intenciones del texto o, lo que se llama el autor
modelo considerado en términos de estrategia textual. Es cierto que es posible y
en algunos casos incluso recomendable pedir al autor empírico explicación sobre
qué quiso decir con determinado pasaje, pero aún en este caso el mismo texto
35
puede producir una intencionalidad semántica independiente del autor que puede
dar cuenta de significados incluso no explorados por el autor empírico y relevantes
para la comprensión de la obra. De hecho, lo que asegura la vigencia de una obra
determinada entre la comunidad de lectores va a ser entre otras cosas la
posibilidad de abrir nuevas y mejores interpretaciones.
No obstante, siguiendo a Robey (1995)12, la labor de novelista de Eco sin duda
constituye un importante aspecto en su tarea como lector y traza un vínculo directo
con su obra teórica, a saber: la metáfora del detective como la figura para describir
el lector semiótico. Esta relación semiótica/detective no se explica sólo por el
gusto de Eco por el relato policiaco (véase el excelente ensayo de Eco Dupin,
Homes y Peirce, 1974), ni porque Eco haya elegido como patrón este género para
el desarrollo de sus novelas. La idea del detective es una manera de descubrir la
actividad crítica de la semiótica sobre un aspecto que de manera altamente
compleja presenta en sus textos teóricos y nos permite abordar el aspecto creativo
de interpretación. Es más o menos clara la insistencia de Eco según la cual toda
interpretación debe ser verificada en el texto, pero a pesar de que pueda llegar a
ser verosímil una conjetura está claro que no es fácil determinar cómo un lector
puede identificar aquellos temas cruciales para entender una obra, de aquellos
otros temas accesorios que no merecerían tanta atención crítica13.
El detective no es la persona que busca las explicaciones más arbitrarias y más
extrañas para solucionar un caso. Por el contrario, es quien parte del indicio más
firme para encontrar el culpable. Desde luego, hay casos extraños, enredados,
incluso misteriosos por su simplicidad, y es en ellos donde será necesario fijar
toda su atención para empezar a ver qué deja ―visible‖ el criminal, para hallar en la
escena del crimen eso que podríamos llamar su ―marca‖, eso que incluso para el
autor es secreto. Al igual que el detective, el semiótico para Eco es un investigador
que también tiene una escena y una situación, la que es producida en el texto.
Cuenta por supuesto con una serie de herramientas que le permiten interpretar
12
Véase también Piñera 2003, cap. 2. 13
Sobre la relación entre la obra teórica y las novelas de Eco véase el notable trabajo de Haft,
White y White (1999).
36
(1979: 76; 1984: 112), y su imaginación ayuda, pero en realidad se trata de un
ejercicio de la inteligencia (1979: 26). Ese ejercicio detectivesco sobre el texto es
el que da lugar a la actividad crítica de la semiótica.
Para Eco el detective se caracteriza por desarrollar un tipo de inferencia particular,
que difiere de la inferencia tradicional en la medida en que a partir de una premisa,
juicio antecedente, se llega a un juicio consecuente (conclusión); y de manera
inversa, a partir de los juicios consecuentes pregunta cuáles son los juicios
antecedentes que dan lugar a esta conclusión. Esta inferencia proviene de la
inferencia abductiva de Peirce, la cual era un ejemplo paradigmático del
razonamiento del detective y del razonamiento semiótico (Cfr. Barrena, 2001). De
acuerdo con el filósofo norteamericano, a fin de entender un fenómeno se
introduce una regla que opera en forma de hipótesis para considerar dentro de tal
regla al posible resultado como un caso particular. Mientras en una deducción se
obtiene una conclusión « q » de una premisa « p », el razonar abductivo consiste
en explicar « q » mediante « p » considerando a <<p>> como hipótesis explicativa.
La clave de su comprensión está en la sorpresa del hecho referido en la primera
premisa, y por tanto en el rol que cumple la imaginación en la segunda. De esta
manera, la hipótesis abductiva es otra manera de hablar de la hipótesis creativa
que se explica en el modo en que el sujeto relaciona los elementos de que
dispone en los diversos ámbitos de su experiencia, no sólo mediante un proceso
inferencial, sino que a menudo es una intuición (insight) que tiene el carácter de
una iluminación repentina14.
14
Al tema de la ―sorpresa‖ Peirce dedica numerosos y múltiples estudios. También llamado ―flash
de entendimiento‖, son esas situaciones en las que logramos proponer nuevas maneras de
entender un fenómeno del cual se estudia lanzando hipótesis. El mismo Peirce, como evidencia
Eco, sugiere que no sólo todas las historias de detectives están llenas de este tipo de
razonamientos, sino que el propio diagnóstico médico a partir de unos síntomas sorprendentes y
unos cuadros de enfermedades que hacen razonables esos síntomas son ejemplos excelentes de
la efectiva práctica abductiva en nuestra vida (1976: 67). De hecho, uno de quienes ha descrito con
claridad la abducción, como encontró Eco, ha sido Sherlock Holmes cuando en su novela Estudio
en escarlata explica su propio método de razonamiento:
El gran factor, cuando se trata de resolver un problema de esta clase, es la capacidad para
razonar hacia atrás. Esta es una cualidad muy útil y muy fácil, pero la gente no se ejercita
mucho en ella. En las tareas corrientes de la vida cotidiana resulta de mayor utilidad el
37
El lector semiótico o crítico que incentiva Eco en estos primeros estudios, quien
puede crear hipótesis abductivas a partir de los signos dispersos en el texto, se
ejemplifica idealmente en el personaje de Guillermo de Barkesville (Caesar, 1999:
121). Muchos de los diálogos y conclusiones de este personaje para descubrir el
crimen y reflexionar sobre la época se basan en razonamientos abductivos. Más
aún, el razonamiento abductivo es el que entre otras cosas cuestiona no sólo
porqué se llega a una determinada conclusión sino porqué otras son falsas, por lo
que está en la misma base del pensamiento moderno. El detective no se preocupa
tanto por deducir lo que quiso decir el autor, sino qué dice y oculta. Tampoco
ignora que en ese decir literal determina y prefigura las licencias interpretativas. El
texto, como toda novela policiaca constituye una historia de conjetura en estado
puro, en la cual para responder ¿quién?, ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿dónde? y ¿por
qué? de un crimen, es necesario conjeturar que los hechos tienen una lógica, la
lógica que el culpable les ha impuesto (59-60). El detective debe tener entonces,
por un lado, una ―intuición‖ que le permita conectar lo aparentemente disperso en
la escena y, por otro, un ―método‖ que le permita hallar la evidencia (1990: 67).
Debe ser capaz de ser riguroso pero también darse la oportunidad de arriesgar
interpretaciones. Y este proceso de arriesgar interpretaciones es lo que da lugar al
pensamiento científico que pone en cuestión no tanto las inferencias sino sus
fundamentos.
Tanto el detective como el científico sospechan en principio que algunos
elementos, evidentes pero en apariencia insignificantes, pueden ser indicio de otra
cosa que no es evidente y, sobre esta base, elaboran una nueva hipótesis que hay
que comprobar. Sin embargo, se considera que el indicio es signo de otra cosa
razonar hacia adelante, y por eso se la desatiende. Por cada persona que sabe analizar, hay
cincuenta que saben razonar por síntesis.
—Confieso que no le comprendo —le dije.
—No esperaba que me comprendiese. Veamos si puedo plantearlo de manera más clara.
Son muchas las personas que, si usted les describe una serie de hechos, le anunciarán cuál
va a ser el resultado. Son capaces de coordinar en su cerebro los hechos, y deducir que han
de tener una consecuencia determinada.
Sin embargo, son pocas las personas que, diciéndoles usted el resultado, son capaces de
extraer de lo más hondo de su propia conciencia los pasos que condujeron a ese resultado.
A esta facultad me refiero cuando hablo de razonar hacia atrás; es decir, analíticamente
(Doyle, 2000: 136).
38
sólo cuando cumple tres condiciones: que no pueda explicarse de forma más
económica; que apunte a una única causa (o a una clase limitada de causas
posibles) y no a un número indeterminado de causas diversas; y que encaje con
los demás indicios (Eco 1990: 176).
Eco señala en Los límites de la interpretación de manera amplia los tres principios
exigidos al detective: los principios de literalidad, economía y falsedad. Sobre el
primero, el autor parte de mostrar la necesidad de un control que debe
considerarse para evitar encajar una obra en una teoría implausible, pues la
plausibilidad se relaciona con la relevancia y la coherencia de la obra. Con la
literalidad entonces se alude al principio de coherencia y cohesión textual que toda
interpretación debe a la obra interpretada. Su origen es una idea que Eco
encuentra favorita en San Agustín, según la cual cualquier interpretación de cierto
fragmento de un texto puede aceptarse si se ve confirmada –y debe rechazarse si
se ve refutada– por otro fragmento de ese mismo texto. En una interpretación no
es posible obviar el significado de las palabras en las oraciones del texto y
tampoco el hecho de que el significado está cohesionado en un todo. El contexto
comunicativo particular de una obra literaria puede abrirla a muchos sentidos, pero
este contexto se vincula necesariamente al texto, lo que implica una literalidad que
no puede resultar desdeñable (1990: 45).
Aplicando el principio de falsación, de inspiración popperiana, diríamos que si bien
no podemos estimar porqué una interpretación es mejor que otra, en cambio sí
podemos decir si la hipótesis planteada es falseable, es decir si es ―mala‖ o
―descartable‖. El ejemplo al que alude con frecuencia para explicar este principio
es el de Kepler y Ptolomeo: la explicación de que la tierra gira alrededor del sol no
sólo es mejor sino que ha demostrado porqué se dio lugar a la explicación
contraria y por tanto porqué era falsa. Establecer criterios de verificación de las
interpretaciones es condición necesaria para determinar si se trata de una
interpretación o un uso (1990: 66ss).
Y por último, el principio de economía, el cual está conectado directamente con los
dos anteriores, implica la importancia de restringir la cantidad de elementos que
39
pueden aunarse en la comunicación, a fin de que el instrumento sea flexible y no
exija demasiado número de elementos compositivos. Al interpretar una metáfora,
se seleccionan, acentúan, suprimen y organizan los rasgos de un asunto principal,
implicando enunciados de un asunto subsidiario. Algunos de estos asuntos
subsidiarios, como afirma Max Black (2005: 564), pueden convertirse en
transferencias del sentido metafórico, pero éstas en principio no deben tomarse
demasiado en serio: ―Las cosas que una metáfora implica son como los armónicos
de un acorde musical: concederles demasiado <peso> es lo mismo que hacer que
éstos suenen tan fuertemente como las notas principales, e igualmente
desatinado‖ (564). Una obra literaria, o una obra artística en general, requiere una
cierta competencia del lector que le permita ligar algunos rasgos de la obra con
algunos conceptos de otras obras o signos de la cultura a los que alude o con los
que se encuentra. El principio de economía no significa dejar de hacer estas
implicaciones sino siempre dar prioridad a la interpretación más simple y
comprensible. La complejidad de una obra no está en el mero recrear un juego
discursivo, sino en la capacidad de retratar la complejidad y hacerla comprensible
a sus lectores. Al igual que en la interpretación musical la economía se debe a
esta interpretación acorde con las intencionalidades comunicativas del artista;
escuchar a Chopin en armónica es posible, pero cualquier conocedor admitiría que
suena mejor en piano.
Así pues, los principios de literalidad, falsedad y economía no son un atajo al
camino sino más bien los que permiten identificar ese asunto principal, como
señala la hipótesis de Black, que está en la base del texto y del que son
subsidiarios los demás temas (2005: 549). Es partir del razonamiento del detective
que arriesga conjeturas que son reguladas por estos tres principios y que
constituyen la actividad interpretativa del semiótico. Se hace necesario el rigor
metodológico, pero también el abrir paso a una intuición creativa que nos permita
ir no sólo más allá de lo que un determinado autor quiere decirnos en una obra,
sino explorar aquello oculto, indeterminado que oculta incluso a él mismo.
40
Eco se adhiere así las teorías de la creatividad desarrolladas por Poe y Valery, en
las cuales se señala que el proceso de crear siempre se hace cuando se debe
resolver un problema, y sobre todo cuando ese problema cuesta, implica un
esfuerzo penoso (1987: 15). El autor de El nombre de la rosa señala entonces que
los datos iniciales de ese problema pueden ser oscuros, instintivos, mero deseo o
recuerdo; pero después el problema se resuelve escribiendo, interrogando la
materia con que trabaja, una materia que tiene sus propias leyes y que al mismo
tiempo lleva implícito el recuerdo de la cultura que la impregna (el eco de la
intertextualidad) (1987: 15 y 16).
En la introducción a su Lector in fabula, Eco justifica porqué en sus primeros
trabajos su investigación se adecua a la necesidad de pensarse en términos de
una ciencia positiva, falseable a la manera de Popper. Su proyecto se traduce en
fundamentar la multiplicidad interpretativa de la obra de arte obviando cualquier
ángulo ―subjetivo‖, único, ―ontológico‖, y destacando más bien un punto de vista
―objetivo‖ que le garantizara el uso de ciertas premisas metodológicas (o
epistemológicas, puesto que con frecuencia ambos espacios se deslizan
sutilmente) sobre el estudio de una obra de ascendente inequívocamente
estructural 15 . De acuerdo con sus primeros trabajos, es evidente que las
herramientas que presenta y de las cuales realiza una aplicación en algunas obras
concretas tienen el propósito de mostrar de qué manera los lectores podrían
participar activamente de la construcción de sentido de la obra objeto de su
lectura, y extraer de allí una multiplicidad de interpretaciones desde diversas
perspectivas. De eso justamente es de lo que se encarga la semiótica: de
provocar lecturas desde los presupuestos de una investigación científica.
15
De ahí que por ejemplo como afirman Haft, White y White (1999, 33) la obra literaria de Eco
pueda considerarse como el paradigma estructural de su propia interpretación semiótica: el modelo
ideal de texto que se presta a las herramientas teóricas exploradas por el semiótico.
41
El problema hermenéutico
A pesar de la exitosa recepción de la propuesta semiótica de Eco y de la
multiplicación de trabajos semióticos durante las décadas de los sesenta y
setenta, con el enorme protagonismo que empezó a tener en Europa la llamada
hermenéutica filosófica, la corriente de pensamiento que se inspira en Nietzsche y
Heidegger y a la cual se vinculan nombres como Gadamer, Ricoeur, Vattimo, entre
otros, el autor italiano no pudo ignorar el llamado a debatir sobre una supuesta
rivalidad entre semiótica y hermenéutica.
Llama la atención, por demás, el hecho de que justo en el momento en que tanto
la hermenéutica como la semiótica se constituyen como disciplinas, aunque en
ambas se atribuye un antiguo parentesco que se remonta al principio de la
filosofía, se produjeran una serie de declaraciones sobre la muerte del signo, o la
crisis de la misma hermenéutica. Con respecto a la semiótica se hablaba así de la
lujuria estructuralista caracterizada por buscar la mayor cantidad de signos y hacer
listas y tablas de clasificación; el hecho de que presa de ese estructuralismo no
alcanzaba a dimensionar modos de conocimiento humanos que estaban allí
inexplorados y ocultos; o que la ciencia de los signos era innecesaria o
simuladora. La hermenéutica era presentada, por otra parte, además por muchos
de los defensores de la posibilidad de una ―ciencia interpretativa‖, como una
filosofía especulativa que alimentaba el propio problema que intentaba superar, la
metafísica, como el torpe animal que se come su propia cola.
De hecho, muchas de las observaciones de Eco acerca de los límites de la
interpretación son el resultado de cierto rechazo del modo como corrientes del
pensamiento crítico contemporáneo, en especial la corriente deconstructiva
inspirada en Derrida, permiten en apariencia un flujo ilimitado y comprobable de
lecturas (1995: 35). Su protesta radica en lo que considera una apropiación
perversa de la idea de ‗semiosis ilimitada‘ de Peirce por lo que propone, en
particular en sus últimos trabajos, explorar los modos de limitar la gama de
interpretaciones admisibles (Cfr. Collini, 1995).
42
Con ocasión de las conferencias de Tanner (1991), propuestas alrededor de la
idea de interpretación y sobreinterpretación, remontándose a las ―raíces arcaicas
del debate contemporáneo sobre el sentido‖, Eco observa que paralela a una
tradición griego-latina racionalista que atraviesa Occidente y que define como
reglas lógicas a la interpretación (vg. principio de modus pones y de no
contradicción), se introduce una tradición hermética gnóstica cuya pretensión
consiste en hallar aquello que en apariencia se encuentra invisible en la superficie
del texto. En el seno mismo de lo que podríamos llamar ciencia moderna estas
dos tradiciones confluyen pues, por un lado, sus métodos se fundan en este
racionalismo lógico, y por otro, también se inspiran en la posibilidad siempre
abierta de encontrar nuevas conexiones, relaciones, causas, explicaciones, que le
permitan al hombre actuar sobre la naturaleza y cambiar su curso (Eco: 1991: 37).
Desde esta perspectiva hermética, para entender un mensaje misterioso es
preciso dentro de esta tradición trascender el discurso, y mediante la visión, el
sueño o el oráculo, revelar la verdad que siempre es desconocida; en cuanto más
oscuro y polivalente sea nuestro lenguaje, tanto más adecuado para nombrar el
Uno en el que se realiza la coincidencia de los contrarios.
Fascinada por el infinito, la civilización griega elabora, junto al concepto de identidad y no contradicción, la idea de metamorfosis continua, simbolizada por Hermes […] En el mito de Hermes se niegan los principios de identidad, de no contradicción, de tercero excluido, las cadenas causales se enroscan sobre sí mismas en espiral, el después procede al antes, el dios no conoce fronteras especiales y puede estar, bajo formas diferentes, en lugares distintos en el mismo momento (Eco: 1992: 51)
De acuerdo con Eco, muchos de los autores que hoy se conocen con el rótulo de
―postmodernos‖ se sitúan en este modelo hermético y gnóstico según el cual un
atisbo de verdad puede estar presente en las cosas al mismo momento, aunque
se contradigan entre sí. Sus posiciones se fundamentan en una suerte de mística
de la interpretación ilimitada, de metafísica trascendente del sentido, coincidiendo
con esta idea hermética de interpretación que no es más que una ―caricatura de
las teorías de la interpretación infinita‖ (1992:62).
43
Si bien es cierto que autores como Derrida, Gadamer, Ricoeur y el mismo Vattimo,
pueden demostrar que están lejos de esa apreciación simple y exagerada –como
lo está una caricatura de nuestra genuina representación– para entender cómo
abordan el problema de la interpretación, Eco considera que muchos de sus
lectores, e incluso algunos aprendices notables (1991: 321), terminan por creer
que la interpretación consiste en buscar un significado que esté cada vez más allá,
de aceptar un ―deslizamiento sin freno del sentido‖ (1992: 53).
Su objeción no se dirige contra conceptos o teorías de los autores hermenéuticos,
pues Eco poco entra en los densos terrenos de estos filósofos y más bien recoge
algunos conceptos que considera pueden acomodarse a sus ideas sin criticar el
sistema general; lo que quiere demostrar es que la lectura es una transacción
difícil entre la competencia del lector, es decir, el conocimiento del mundo
compartido en tanto sujeto históricamente determinado y la competencia que un
texto postula para ser leído de forma económica: la interpretación debe respetar el
horizonte cultural y lingüístico del texto.
En efecto, hay una apuesta interpretativa frente a las interacciones entre mi
conocimiento y el autor desconocido, pero no se trata de especular sobre sus
intenciones sino sobre las intenciones que la obra abre para ser interpretadas; por
eso no está dispuesto a aceptar que se ignoren los principios de no contradicción,
de tercero excluido, o de economía, que son para Eco no sólo logros de la filosofía
sino del pensamiento, y cuya aprehensión comprensiva se ha dado a lo largo de
más de dos milenios. Estos criterios están pues en la base de nuestras
acepciones de veracidad y mentira; es sobre estos supuestos que pueden trazarse
las diferentes hipótesis para analizar una determinada obra, hipótesis que deben
poder comprobarse en ella misma (Eco: 1991: 56).
Desde este punto de vista, Eco quiere resaltar que la interpretación no sólo es
búsqueda infinita de los sentidos provocados por un texto, sino también
investigación, indagación y análisis. La interpretación es antes que nada para el
semiótico el acto de interpretar, y no puede ser reducida a una filosofía cuyo único
objeto es preguntar qué es interpretar y qué es comprender. Se trata de ir
44
abriendo los límites que la obra misma produce para ser interpretada y no
estimular sólo al lector para que piense cosas fundamentales. Es mediar en la
experiencia con la obra a través del signo, pero no para ir más allá del signo sino
para definir su naturaleza.
El signo para Eco, como todo aquello que pueda considerarse como tal y que
media en una experiencia de sentido, tiene unas características y unas reglas
determinadas cuya comprensión nos permite interpretar los universos de
significados que nos abre y cierra una obra objeto de nuestro interés. Entonces, si
en sus primeras obras Eco llama la atención sobre la idea de apertura, de obra
abierta; en sus últimos trabajos, en particular después del Tratado, se ve proclive a
defender su idea de límites de la interpretación y a seguir demostrando su
permanente convicción de que es posible hacer una ciencia de los signos, con
rasgos de objetividad científica.
En sus últimos trabajos también aborda problemas que en apariencia eran
propios del terreno de la filosofía. En Kant y el ornitorrinco (1998), por ejemplo,
dedica uno de los ensayos a un estudio semántico de la palabra ser, porque
afirma no encontrar ningún estudio satisfactorio en esa materia, que analice su
transformación lingüística. Aplica entonces un riguroso y minucioso análisis
lingüístico sobre cómo se usa esta expresión y los diferentes significados
atribuidos en Aristóteles, los neoplatónicos, Peirce, los analíticos, entre otros, en
una muestra de erudición y destreza filosófica que no da lugar a dudas de que Eco
toma muy en serio un problema que antes parecería terreno exclusivo de
hermeneutas post-heideggerianos.
En su sentido más amplio, señala Eco que el ser significa ―algo‖, ―no importa qué‖,
sea lo que sea. Ve en ese algo el objeto de la semiótica, pues la semiosis nace
cuando empezamos a fijarnos en algo, a pensar en eso (cualquiera) y darle un
sentido. Observa que la filosofía analítica ha dejado de lado problematizar acerca
de la relación pre-lingüística con las cosas. Esto sitúa a la semiótica en plena
ontología, pues al preguntarnos por el ―algo‖, retoma la pregunta leibniziana ¿por
qué hay ser en lugar de nada?; y con la mayor seriedad, recordando que no nos
45
hace un chiste, nos responde: ―porque sí‖. Hay ser porque podemos plantearnos la
pregunta por el ser, y este preguntar que es anterior a cualquier respuesta y
definición, le lleva a concluir que somos incapaces de pensar el ser antes de
organizarlo en el sistema de entes no coordinados, pues como diría Heidegger, el
ente es el modo como el ser nos sale al encuentro. Y esta idea de Heidegger, que
a su juicio los analíticos olvidan, es recogida por la semiótica de Eco (1998: 45).
Independiente del ejercicio riguroso y algunos perífrasis de Heidegger propios de
un lector inteligente y atento, Eco pretende demostrar en este ensayo que en el
centro del pensamiento filosófico está el problema semiótico, el cual no es un tipo
de racionalidad de segundo orden, como señala por ejemplo Ricoeur (1995), quien
propone la semiótica como un estadio previo y necesario para la experiencia
hermenéutica; sino que se vincula al propio problema del ser desde una
perspectiva semántica y pragmática.
Su insistencia en trabajos posteriores es que su interés particular, aunque no
niega otras semióticas regionales capaces de hacerlo, son los problemas
provocados por la lectura y la escritura, es decir, los problemas del texto. Eco
afirma que la semiótica no versa sobre el mundo real ―sino sobre modelos reales,
complementarios o alternativos a él‖ (1992: 76). Esto no quiere decir que el
problema ontológico esté excluido de la semiótica y mucho menos que Eco ignore
sus presupuestos fundamentales, pues sus inquietudes radican en estos
acontecimientos de sentido que precisamente se traducen en un texto.
En su último ensayo, traducido al español como Decir casi lo mismo. Experiencias
de traducción, Eco vuelve a tomar distancia con la llamada hermenéutica filosófica
en cuanto a lo que considera su intento de equiparar traducción con interpretación.
Desde el Superhombre de masas Eco demuestra que para Jackobson interpretar
un texto significa traducirlo en otro elemento que resulta siempre creativamente
enriquecido. Pero para Eco la traducción sólo es un caso particular de la relación
de comunicación en un acto lingüístico, por lo que para el italiano la traducción es
una ―negociación‖ más que el rasgo principal de todo acto interpretativo. Por otro
lado, apunta Eco que para Gadamer la traducción es resultado de una
46
interpretación que un traductor ha dado a una palabra que se encuentra en un
sistema de reglas de lenguaje distinto, por lo que no sólo se trata de pasar de una
lengua a otra lengua, sino cualquier intento de aclarar el significado de una
expresión (2008: 239). Sin embargo, al mismo tiempo observa que la tarea
hermenéutica comienza una vez hecho el desciframiento, por lo que esta actividad
es condición necesaria de todo proceso hermenéutico, lo que le daría de nuevo la
razón de que el desciframiento de códigos es el eje central de dicha tarea.
Retomando algunas ideas de Poe, en este ensayo ilustra Eco que lo más difícil de
la traducción es lograr producir el efecto estético que se consigue en su lengua
original, por lo que se habla de una pérdida e imposibilidad de alcanzar tal
objetivo, gracias a lo cual el traductor tiene la libertad de imaginarlo y resolverlo en
términos del genio de la lengua de llegada. Pero este genio no es otro que los
compromisos asumidos por el traductor para recuperar este contenido perdido que
lo lleva a equilibrar, compensar, y en muy raros casos a sustituir; y para asumir
dicho compromiso no le queda otra que ―negociar‖ con el editor, a veces con el
autor, con anteriores traducciones y con los nuevos diccionarios, para no caer en
la traición facilista de acomodar los contenidos a sus propios intereses o
condiciones subjetivas. Así, el traductor no se plantea problemas ontológicos o
metafísicos en su labor, en vez de ello, ―se limita a comparar unas lenguas, y a
negociar soluciones que no ofendan el buen sentido (y si luego hay sutiles
vínculos entre buen sentido y ontología, ése es otro problema)‖ (458). La
negociación hecha por el traductor es de cierta manera el manejo de la fidelidad o
infidelidad con el original, que no puede estar al margen de los retos planteados
por la traducción, los cuales son el reconocimiento de ambivalencias y de las
sugerencias para solucionarlas.
Sin duda, el vínculo con la filosofía hermenéutica es fundamental para entender
algunas de las ideas de Eco, en especial de sus últimos trabajos, cuando apela a
ideas familiares como la de tradición interpretativa de Gadamer para ilustrar su
énfasis en que es a partir de la comunidad de interpretantes, de la lectura
enciclopédica, como se da origen a la lectura semiótica; y coincide también con el
47
autor de Verdad y método en el mismo problema del sensus comunis y de la
importancia que tiene éste para resolver las diferencias, aunque no le de la misma
preponderancia al diálogo como sí la da el filósofo alemán. No obstante, tampoco
se puede desconocer el fuerte énfasis de Eco en la idea de que existen criterios
mínimos que nos permiten evaluar nuestras hipótesis interpretativas. Y menos que
Eco haya intentado por todos los medios señalar que no le interesa hacer las
mismas preguntas de los filósofos en el sentido del qué es, pues está menos
interesado en una hermenéutica de lo inefable, desconocido.
La apuesta de Eco es por una hermenéutica de lo que llamará en sus últimos
ensayos ―sentido común‖, pues los problemas filosóficos precisamente comienzan
cuando obviamos lo simple –que la mayoría de las veces parece un obstáculo más
grande de lo que es–; en dejar de lado lo que no podemos poner de acuerdo, para
comenzar a dirimir en los matices. Desde ahí, se puede hablar de un giro
hermenéutico de la semiótica de Eco, pero se debe menos a un cambio de ideas o
paradigma que a demostrar que la semiótica no ignora de ninguna manera los
asuntos ontológicos inherentes al fenómeno de la interpretación. El profesor inglés
J. Smith (2010), por ejemplo, muestra cómo tanto Eco como Ricoeur coinciden en
la narratividad como un principio de identidad humana. Para Smith la propuesta
teórica de Eco también tiene un andamiaje ontológico que apunta a qué somos en
cuanto nos interpretamos, pero su insistencia es que es en el texto donde ocurre
ese acontecimiento. El rechazo del carácter subjetivo de la interpretación,
entonces, es el punto de inflexión donde se introduce su interés por la semiótica
en cuanto herramienta metodológica de comprensión.
Algunas conclusiones
Son tres las conclusiones con las cuales queremos terminar este breve tránsito
por algunos de los trabajos e ideas de Umberto Eco. La primera es que, como lo
han encontrado varios críticos de su obra (Caesar 1999, Piñero 2003, Robey
2004) el tema que atraviesa su obra y le da en cierto modo unidad, es la
48
contradicción permanente entre apertura y límite: desde Obra abierta, Eco
sostiene que un texto estructura su propio modo de comprensión, de manera que
la auténtica singularidad de la posición de Eco respecto al problema de la
interpretación estriba en la cuestión de la previsibilidad interpretativa: un texto
pueden darse infinitas interpretaciones pero estas infinitas interpretaciones del
texto son previsibles así que la hipótesis central que vertebra tanto su
argumentación sobre la apertura del texto estético, como el meticuloso modelo
textual que viene a justificar y fundamentar científicamente dicha consideración de
partida, es que el texto es capaz de "prever su propio destino interpretativo". Este
vínculo con los métodos estructurales que, como él mismo dice, le abrieron el
camino del análisis objetivo y riguroso de la obra, en cambio de cerrarle la
posibilidad misma de abordar la intervención interpretativa del destinatario asegura
su apertura. Por supuesto es justamente esta combinación de intereses dispares,
al menos desde el punto de vista de cierta ortodoxia metodológica, lo que es
sumamente problemático el proyecto de Eco de "definir la forma o la estructura de
la apertura" (1979: 13).
Su diferencia entre uso e interpretación y su idea de los límites de la interpretación
puede entenderse como maneras de refigurar esta idea pero a ellas mismas
puede aplicarse la duda metodológica que las inspira. ¿Hasta qué punto una obra
en realidad delimita todas sus derivaciones interpretativas? Lo cierto es que esta
doble polaridad atraviesa la obra y se convierte en hipótesis metodológica para
describir sus diferentes aportes a la noción de autor, obra, lector entre otros. De
ahí se deriva por ejemplo su teoría del ―lector modelo‖ y su idea de la semiosis
ilimitada del signo. Sin embargo, no podría entenderse el modelo de interpretación
si no se es capaz de ver su aplicación, que él mismo practica tanto en sus textos
teóricos como en el desarrollo de sus novelas. La semiótica de Eco se presenta
así como un trabajo incesante de reconocimiento y enlace de los signos, pues no
se trata únicamente de ―clasificar" los indicios, huellas, síntomas, calcos, estímulos
programados, estilizaciones, sino que como advierte Mangieri (2002), Eco
promueve un sujeto que se mueve en el mundo semiótico con la única tarea de
reconocimiento, ostensión y ordenamiento de los signos de acuerdo a las
49
modalidades de su producción o al modo de articulación entre "contenido" y
"expresión".
¿Pero hasta qué punto las interpretaciones de la semiótica de Eco o las mejores
interpretaciones de sus propias novelas se deben en realidad al ejercicio
sistemático de clasificación de los signos y las huellas dispersas que practican o
más bien a una inteligencia semántica particular?
Como segunda conclusión quisiéramos destacar que el tema de los límites de la
interpretación no puede presentarse como un reduccionismo metodológico, esto
es, la aplicación de un sistema de reglas para interpretar los textos. Si bien en un
primer momento se privilegia cierta tendencia estructuralista en la cual acoge
algunos modelos de la lingüística formal, en particular del formalismo ruso y
ginebrino, e interpreta los fenómenos de la comunicación a partir de estos
modelos lingüísticos, su interés inicial es presentar la complejidad del modelo
semiótico no a través de una posición meramente formal, sino entendidas como
herramientas que permiten aproximarse comprensivamente a una obra objeto de
estudio. De la mano de Peirce y su noción de interpretante, Eco mantiene a lo
largo de su obra un énfasis pragmático o pragmaticista, esto es, acentúa la idea
de que hay un falibilismo esencial en la interpretación a través de sus tres
nociones −economía, literalidad y coherencia−, que son presentadas por Eco
como las condiciones sobre las cuales pueden establecerse acuerdos
interpretativos.
Es la posibilidad del acuerdo interpretativo la que da lugar al límite interpretativo
de la semiótica. Como el detective, el lector de Eco debe estar atento a las
diferentes pistas abiertas por la obra pero para determinar que está en el camino
correcto debe evaluar sus hipótesis a través de éstas tres requisitos; es claro su
interés por proponer estrategias para evitar lo que denomina interpretaciones
abusivas que pueden hacerse sobre una obra como hallar culpables en donde no
los hay. Eco era consciente de que la literatura, como el arte en general, escapa a
los dogmatismos epistemológicos, y que la obra de arte, como el crimen, potencia
50
nuestra creatividad. Estos requisitos no obstante no coartan por tanto la
creatividad del intérprete sino que por el contrario la posibilitan.
La tercera conclusión apunta que la teoría interpretativa de Eco puede ser
considerada como típicamente moderna, en su aspiración a la objetividad y en su
afán sistemático; en ese sentido, podría decirse que es moderna su vocación
imperialista. Esto puede entenderse como mínimo desde dos perspectivas.
Primero, porque la semiótica se concibe a sí misma como una ciencia abarcadora
y holística que es tanto una teoría de los códigos como una teoría que explica el
funcionamiento de los signos (Eco, 1975: 16). Segundo, porque una explicación
semiótica en cuanto no cumpla con determinadas condiciones de interpretación no
resulta válida o admisible (1990: 37); impone una estructura lógico semántica de
carácter dinámico a la polisemia de sentido del texto y restringe las posibilidades
interpretativas. Pero sobre todo es moderna debido a su perspectiva crítica. A lo
largo de toda su obra Eco insiste en varias oportunidades y en distintos tonos y
modalidades en la semiótica como disciplina científica, cuyo destino es la lectura
crítica. Pero crítica no se traduce como incentivar la opinión del lector, por más
entendida y sensible que ésta pueda llegar a ser, sino como una postura analítica
frente al texto.
La semiótica concibe la posibilidad de que el discurso se presente manipulado y el
lector debe identificar cómo funciona esta manipulación y encontrar cuál es el
sentido con respecto a esta manipulación. El lector crítico es para Eco ese sujeto
cooperativo que realiza ―paseos intertextuales‖ a partir de la enciclopedia, y asume
el texto como la representación de un mundo posible. Su actitud frente al texto es
la de indagar más allá de la superficialidad, la de ir a lo más profundo de los
universos semánticos de los discursos y moverse hacia lo no dicho. En esa
descripción, el lector crítico es un buscador de inferencias y de asociaciones que
hacen posible la interpretación semiótica. En síntesis, la semiótica es,
paradójicamente, una ciencia imperialista, en cuanto nada escapa a ella, y una
disciplina subversiva, en cuanto interpela y confronta las voces constitutivas de los
discursos.
51
2. Rorty, Ricoeur, Derrida o la diferencia entre uso,
interpretación y deconstrucción
La posición que adopta Eco sobre la interpretación no se puede comprender
cabalmente si no se toman en cuenta las posturas teóricas sobre las cuales se
apoya y de las que toma distancia en sus propios textos. ¿Qué diferencia la
concepción de la interpretación de la semiótica por ejemplo del pragmatismo, la
deconstrucción y la hermenéutica?
En este capítulo se presentan tres miradas sobre la interpretación en las cuales se
critica, opone e intenta articular la perspectiva teórica de Eco. Así presento en la
primera parte la crítica de Rorty a la distinción uso/interpretación de Eco con base
en el ensayo ―El progreso del pragmatista‖ que fue presentado con motivo de las
conferencias Tanner de Umberto Eco. A continuación, intento un análisis del texto
de Ricoeur ―Semiótica y hermenéutica‖ (1984), para destacar la plasticidad con
que Ricoeur acoge la semiótica en una hermenéutica de dimensiones narrativas,
desde la cual no habría cortes entre la interpretación y la articulación social de los
diversos sistemas de signos. Finalmente, me detengo en el proyecto
deconstructivo con la intención de mostrar la contradicción entre los proyectos
semiótica y deconstrucción. Si en la perspectiva semiótica el intérprete se propone
definir estructuras que le permitan al intérprete desarrollar y controlar la actividad
interpretativa, en la deconstrucción en cambio éste cuestiona lo que sirve de
fundamento a las estructuras de un texto.
El pragmatismo rortiano: de la epistemología a la hermenéutica
Desde La filosofía y el espejo de la naturaleza (1975) Rorty nos conmina a
abandonar de una vez por todas las teorías de la correspondencia según la cual la
mente es capaz de conocer la naturaleza intrínseca de la realidad, porque los
hechos suceden con independencia del sujeto. Para Rorty la filosofía que se
52
inspira en la adecuación de la mente con el espejo, donde la principal labor del
filósofo es limpiar el espejo para que éste refleje lo más limpiamente posible la
realidad, es una teoría que anda en círculos, en el esfuerzo permanente de hallar
su ‗objetividad‘.
La imagen que mantiene cautiva a la filosofía tradicional es la de la mente como
un gran espejo, que contiene representaciones diversas −algunas exactas, y otras
no− y se puede estudiar con métodos puros, no empíricos. Sin la idea de la mente
como espejo, no se habría abierto paso la noción del conocimiento como
representación exacta. Sin esta última idea, no habría tenido sentido la estrategia
común de Descartes y Kant −obtener representaciones más exactas
inspeccionando, reparando y limpiando el espejo, por así decirlo. Sin esta
estrategia, habrían carecido de sentido las afirmaciones más recientes de que la
filosofía podría consistir en el ―análisis conceptual‖ o en el ―análisis
fenomenológico‖ o en la ―explicación de los significados‖ o en el examen de ―la
lógica de nuestro lenguaje‖ o de ―la estructura de la actividad constituyente de la
conciencia‖ (Rorty 2001: 22).
Con reconfiguraciones distintas, unas más complejas de entender que otras, para
Rorty la metáfora mente-espejo atraviesa la filosofía moderna y convierte a la
filosofía en epistemología, esto es, en la búsqueda de un método que nos permita
verificar si nuestra representación coincide o no con la ‗realidad‘: ―La filosofía-
como-epistemología será la búsqueda de estructuras inmutables dentro de las
cuales deban estar contenidos el conocimiento, la vida y la cultura −estructuras
establecidas por las representaciones privilegiadas que estudia‖ (2001: 156).
De acuerdo con Rorty, para la filosofía moderna nuestras afirmaciones describen
estados internos de los seres humanos o estados de la realidad exterior de
manera que podemos saber de qué clase son las afirmaciones, viendo sobre
cuáles de ellos podemos conseguir un acuerdo universal. Pero el desacuerdo
perpetuo acerca de si los estados internos son externos, o si nuestros estados
externos son proyección de nuestro interior, independiente de lo racional que
parezca el debate, nos sugiere que tal vez debemos admitir que no podemos
53
alcanzar representaciones privilegiadas de objetos que reflejen la realidad, pues
no hay tal espejo ni hay tal realidad que pueda ser reflejada.
Esta condición especular de la filosofía a juicio de Rorty es evidente también en el
caso de la teoría textual de Eco. Su separación entre uso e interpretación se
deriva de la propuesta de que existe una especie de ‗obra modelo‘, como una
‗realidad semántica‘ independiente del intérprete, con la cual su interpretación
debe coincidir. Es evidente que Eco propone su teoría del lector modelo para
controlar las conjeturas infinitas de un lector, literariamente evocadas en El
péndulo de Foucault, pero Rorty pone en duda que este control esté determinado
previamente y que se justifique con la idea de que la lectura debe reflejar como un
espejo la realidad semántica de la obra, así que cuando el espejo está empañado
o refleja otra cosa hablamos de uso, mientras que si logra reflejarla con claridad
hablamos de interpretación.
Al leer Ulises, por ejemplo, un lector puede imaginar una pluralidad de conjeturas y
otro lector puede hacer lo mismo incluso contradiciendo la lectura del primer lector.
Pero a Rorty le resulta, entonces, muy difícil creer que el texto tenga una especie
de ―voluntad interna‖ capaz de dirimir entre sugerencias rivales, o alguna especie
de poder oculto para poder afirmar ―este esquema conecta, es cierto, la mayoría
de mis puntos, pero de todos modos me interpreta mal‖ (1995: 105). Siguiendo a
Davidson (1984), el autor afirma que la diferencia entre sentido y significación,
entre meterse en el texto y relacionar el texto, no existe. ―En nuestra opinión –
sostiene Rorty-, no existe algo así como una propiedad intrínseca y no relacional‖
(117). En vez de buscar oraciones que correspondan a la interpretación, para
Rorty se deben rastrear los principios holísticos y de coherencia que están en su
propia constitución.
La concepción ―del viejo y aún válido‖ círculo hermenéutico al cual Eco también
recurre en ocasiones para ejemplificar su lectura semiótica, confirma para Rorty la
dificultad de preservar esta idea de coherencia (1995: 113). Eco afirma que ―el
texto es un objeto que la interpretación construye en el curso del esfuerzo circular
de validarse a sí misma sobre la base de lo que construye como resultado‖ (citado
54
en Rorty 1995: 65; también citado en 1998: 32). No obstante, la coherencia del
texto no es algo que se tenga antes de ser descrito, al igual que los puntos
carecen de coherencia antes de conectarse. Es en la lectura, en el ejercicio
interpretativo mismo donde se adquiere dicha coherencia; es en la última vuelta de
la rueda hermenéutica donde adquiere sentido, ―del mismo modo que un montón
de arcilla tiene la coherencia que ha conseguido reunir en la última vuelta del torno
del alfarero‖ (Rorty 1995: 113).
El ejemplo de Eco en las conferencias Tanner para diferenciar uso de
interpretación en relación con este respeto por la coherencia textual interna,
tampoco es el más afortunado para Rorty. Eco señala que la lectura de Derrida
sobre la ―La carta robada‖ de Poe es un ejemplo de interpretación, mientras que la
lectura de la psicoanalista Maria Bonaparte de este mismo cuento es un claro
ejemplo de uso del texto.16 Para Eco, Bonaparte estropea su interpretación al usar
el cuento para extraer consecuencias de la vida privada de Poe a pesar de hacer
una descripción muy interesante sobre los lazos entre creatividad y alcoholismo.
Derrida en cambio interpreta la obra haciendo alusiones directas a la literalidad del
texto, aunque tenga en el fondo como correlato una discusión con Lacan en torno
al papel del psicoanálisis en la interpretación de los textos literarios, al afirmar que
el texto se interpreta a sí mismo y contiene ya el interpretar del psicoanalista17.
16
No es posible hacer un resumen del extraordinario juego entre lector, autor, escritor en el relato
de Poe sin distorsionar la narración; no en vano ha sido motivo de reflexión de autores como
Lacan, Kristeva y otra veintena de intérpretes notables (está traducido al español por Borges y
Cortázar). La historia refiere la pérdida de una carta que puede perjudicar a su dueño si cae en
malas manos, entonces el prefecto de la policía parisiense al ver que no puede resolver el
misterioso caso después de haber hecho un meticuloso examen, decide pedir ayuda a Dupin, el
detective, quien se encuentra al lado del narrador, ya que el perfecto sabe quién tiene la carta
pero no donde la ha escondido el audaz ladrón. El misterio: todos los personajes se construyen
mediante un juego narrativo en donde se entrecruzan los roles, las historias, el tiempo y la
estructura del relato; es muy difícil identificar a veces qué papel ocupa uno u otro personaje. El
misterio es, pues, quién se robó la carta robada de la cual nunca tenemos noticia de su contenido.
Ante la imposibilidad de ahorrarles la lectura: ―He aquí una de sus ideas raras- dijo el prefecto, para
quien todo lo que excedía su comprensión era ‗raro‘, por lo cual vivía rodeado de una verdadera
legión de rarezas‖ (traducción de Cortázar). (Poe, 2002: 285)
17 Eco afirma: ―la carta se encuentra en un tarjetero que cuelga de una minúscula perilla de bronce
colocada en medio de la repisa de la chimenea. No es importante saber qué conclusiones saca
Derrida de la posición de la carta. El hecho es que la perilla de bronce y el centro de la chimenea
55
¿Acaso no es legítimo leer una obra de un mismo autor a la luz de otra obra? ¿La
biografía de un escritor no nos brinda herramientas para entender el universo
semántico de un autor? ¿Por qué descartar la posición de Bonaparte al decir que
su objeto no es el texto sino el autor empírico? (1995: 110).
Para Rorty la observación de Eco sobre la manera como a juicio del semiótico
Bonaparte estropea su análisis de Poe por recurrir a fuentes extratextuales de la
obra, mientras Derrida logra interpretar el texto ateniéndose a su literalidad, no es
suficiente para determinar si es una mejor o peor interpretación, o si en un caso
hablamos de interpretación y en el otro de uso. Ambos, explica Rorty, hacen uso
del texto para diferentes fines teóricos, pues no hay tal ―propiedad‖ interna capaz
de ―controlar los impulsos del lector‖; la coherencia de una interpretación no viene
dada por algo fuera o adentro predeterminado, sino que la coherencia viene
determinada por la misma interpretación (1995: 104). Para Rorty simplemente
deberíamos hablar de usos distintos del texto.
Cuando Eco introduce la noción de enciclopedia, que conlleva a pensar la
semiótica en términos de relaciones inferenciales laberínticas, a juicio de Rorty
está en la dirección holística y davidsoniana correcta. Inferimos frases a partir de
otras frases y otras a partir de éstas, tejiendo una red de descripciones y
afirmaciones potencialmente infinita 18 (1995, 116). Por supuesto estas
existen como elementos de la decoración del mundo posible dibujado por la historia de Poe y que,
para leer la historia, Derrida ha tenido que respetar no sólo el léxico inglés sino también el mundo
posible descrito por la historia‖. (1992-40). La princesa Bonaparte, en cambio, identifica que la
carta robada fue deslizada por el ministro justo en un portacartas colgado de ―un botoncito de
cobre situado debajo del medio de la chimenea‖, pero corrige la traducción de Baudelaire que
tradujo ―sobre‖ en cambio de ―debajo‖ para luego comparar la carta ―con un símbolo del pene
materno colgado sobre una cloaca que simboliza la chimenea‖ (Roudinesco 1993, 160).
18 Rorty, por otra parte, adopta el holismo davidsoniano como consecuencia de su propia
desconfianza de la empresa epistemología de la filosofía: ―Seremos holistas no porque tengamos
afición a los conjuntos, lo mismo que no somos conductistas porque nos desagraden las
‗realidades fantasmagóricas‘, sino simplemente porque la justificación ha sido siempre conductista
y holística. Sólo el filósofo profesional ha soñado que podría haber alguna otra cosa, pues sólo él
tiene miedo al escéptico epistemológico. Un planteamiento holístico del conocimiento no es una
polémica anti-fundamentalista, sino fruto de la desconfianza en toda la empresa epistemológica.
Un planteamiento conductista de los episodios de ‘conciencia directa‘ no es una polémica anti-
fundamentalista, sino fruto de una desconfianza en la búsqueda platónica de esa clase especial de
certeza asociada con la percepción visual. La imagen del Espejo de la Naturaleza -un espejo que
56
afirmaciones pueden ser cambiadas por nuevos estímulos pero ―nunca capaces
de ser cotejadas con esos estímulos y, mucho menos, con la coherencia interna
de algo exterior a la enciclopedia‖ (116); un objeto puede provocar que dejemos
de afirmar una frase pero solo se puede cotejar frases con otras frases que ―están
conectadas a su vez mediante diversas relaciones laberínticas‖ (116)19.
Pero lo que no le parece muy claro a la luz de esta noción relacional y holística del
lenguaje es que todavía pueda separarse un sentido literal y un sentido
connotativo y que el primero sea el que garantice que se haga una interpretación
‗correcta‘ del segundo. En consecuencia, todo lenguaje en cambio es considerado
relacional para Rorty, pues la separación entre sentido literal y sentido connotativo
reproduce el esquema metafísico entre un estrato de lo ilusorio y otro de lo real. La
idea de que, por ejemplo, en literatura hay un significado más allá de lo que las
palabras significan en su interpretación más literal, supone que la metáfora literaria
tiene un mensaje o contenido codificado el cual es su verdadero significado.
Siguiendo a Davidson (1978), a menudo en la interpretación de la metáfora existe
una confusión entre el significado y sus efectos; una metáfora puede que nos haga
dar cuenta de aspectos de los que no nos habíamos dado cuenta antes, pero
se ve con más facilidad y certeza que lo que refleja-sugiere, y está sugerida por, la imagen de la
filosofía en cuanto tal búsqueda‖ (2001, 189).
19 ―Cuando leo a Eco -afirma Rorty- o a cualquier otro autor que habla sobre el lenguaje, lo hago,
claro está, a la luz de mi filosofía del lenguaje favorita: la visión radicalmente naturalista y holística
de Donald Davidson‖ (1995, 115). Davidson continúa el rechazo de Quine a la distinción entre
lenguaje y hecho y abandona la idea de que los pensamientos requieren ―objetos mentales‖, así
que nociones como creencia, intención, significado, etc., se explican desde una concepción
contextual de la vida mental. Diferenciar por tanto lo semiótico de lo que no es semiótico, como
advierte Eco en el Tratado de semiótica general (1974: 24), o lo semiótico de lo científico en
Semiótica y filosofía del lenguaje (1987: 73), supone que hay algo no quineano o davidsoniano en
el lenguaje, es decir, que por un lado encontramos sujetos de la naturaleza como rocas, quarks,
estornudos, y por otro sujetos de la cultura como textos, ritos, poemas, que son el objeto de
análisis de la semiótica:
Tal como yo lo veo, las rocas y los quarks son sólo otro material para el proceso
hermenéutico de hacer objetos hablando de ellos. Cierto, una de las cosas que decimos
cuando hablamos de rocas y quarks es que nos preceden en el tiempo, pero con
frecuencia también decimos lo mismo de las marcas en el papel. Así que hacer no es la
palabra correcta para las rocas ni para las marcas, como tampoco lo es encontrar. Ni las
hacemos exactamente, ni las encontramos exactamente. Lo que hacemos es reaccionar a
estímulos emitiendo frases que contienen marcas y ruidos como roca, quark, marca, ruido,
frase, metáfora, etcétera (Rorty 1995, 116).
57
insinuación no equivale a significado, por lo que su significado depende del uso
exclusivo de sus palabras en el sentido literal20.
De esta manera, la idea de enciclopedia para Rorty anula la distinción entre uso e
interpretación en la medida en que toda expresión es percibida desde inferencias
relacionales. Los efectos de una metáfora son derivados de las relaciones
inferenciales proyectadas en el sentido literal; es decir, la metáfora juega con el
sistema de relaciones enciclopédicas de una palabra, de una expresión, pero esto
no quiere decir que haya un significado más allá, o esencial. Contrario a lo que
quiere subrayar Eco con ‗enciclopedia‘, pues para él ésta es la capacidad de
ciertos lectores para relacionar más ampliamente y quizás con más posibilidades
de contraste que otros; así pues, quien tenga más experiencias de lectura de la
tradición europea de la novela podrá encontrar más inferencias al leer el Ulises de
Joyce que un lector novato. En cualquier caso, el lector siempre apelará a su
‗enciclopedia‘ para leer el texto y su interpretación se derivará de estas relaciones
que logre construir.
De la diferencia entre uso e interpretación, Eco también extrae la necesidad de
aplicar mecanismos semióticos para la interpretación de los textos. Por esta razón,
el método semiótico textual, que consiste en clasificar y encontrar la manera como
operan los diferentes significados dentro del texto, nos permite controlar los
desvíos interpretativos y aprovechar su contenido semántico. Aproximarse a la
obra con la intención de interpretarla supone indagar la separación de la intentio
lectoris, es decir, las expectativas trazadas por el lector que le permiten entenderla
―a su manera‖, la intentio autoris, las proyecciones de sentido del autor, y la
20
Davidson afirma en ―Lo que significan las metáforas‖ (1978, 584): ―Tenemos que abandonar la
idea de que una metáfora transmite un mensaje, de que tiene un contenido o significado (excepto,
desde luego, su significado literal). Cuando piensan que proporcionan un método para descifrar un
contenido codificado, lo que efectivamente nos dicen (o tratan de decirnos) resulta ser algo sobre
los efectos que las metáforas tienen sobre nosotros. El error común es aferrarse a los contenidos
de los pensamientos que una metáfora provoca y leer estos contenidos en la metáfora misma. Sin
duda, las metáforas hacen a menudo que nos demos cuenta de aspectos de los que no nos
habíamos dado cuenta antes; sin duda dirigen nuestra atención hacia analogías y similitudes
sorprendentes; proporcionan ciertamente una especie de lente o plantilla, como dice Black, a
través de la que contemplamos los fenómenos relevantes. El punto en disputa no reside aquí sino
en la cuestión de cómo se relaciona la metáfora con lo que nos hace ver.
58
intentio operis, la estrategia semiótica desplegada por el texto independiente de
las intenciones del lector y del autor. El proceso interpretativo, entonces, se trata
de ir delineando sus diferentes límites al ir descubriendo cómo y por qué produce
los distintos significados evocados en la obra.
Sin embargo, para Rorty no tenemos un lenguaje que sirva como matriz neutra y
permanente para formular todas las buenas hipótesis explicativas, y no tenemos la
menor idea de cómo conseguir uno‖ (2001: 238), así que esta pretensión de
encontrar la filosofía que explique a todas las demás como la teoría crítica de
Kant, a juicio de Rorty no deja de ser una ‗ilusión trascendental‘. El ideal kantiano
de hacer conmensurable todas las pretensiones de conocimiento, de encontrar un
terreno en el cual los hablantes estén unidos por una racionalidad común, lleva a
la pretensión de una teoría del conocimiento o de un método para conseguir
conocimiento, pero el objetivo de esta teoría termina siendo justificarse como
lenguaje conmensurable. Como advierte Rorty ―El deseo de una teoría del
conocimiento es un deseo de constricción -un deseo de encontrar ‗fundamentos‘ a
los que poder agarrarse, armazones que no nos dejen extraviarnos, objetos que
se impongan a sí mismos, representaciones que no se puedan negar‖ (2001, 278).
Por otro lado, para Rorty la idea dominante de la epistemología es la de hombre
racional, de modo que ―para ser plenamente humano, para hacer lo que debemos,
hemos de ser capaces de llegar a un acuerdo con otros seres humanos‖ (279).
Construir una epistemología es encontrar ―la máxima cantidad de terreno que se
tiene en común con otros. La suposición de que se puede construir una
epistemología es la suposición de que ese terreno existe‖ (279). Así que detrás del
consenso racional se esconde una suerte de ―autoritarismo‖ en la cual la
interpretación que no encaje en este terreno no sólo se considera irracional sino
que innecesaria e inútil. Para Rorty ―no existe eso que llaman el ‗lenguaje de la
ciencia unificada‘.
En ese sentido, para oponerse a esta teoría de Eco cuyo centro es también una
epistemología, y que para el caso de Eco supone encontrar los mecanismos
semióticos para interpretar una obra, Rorty opone su propia lectura de El péndulo
59
de Foucault, según la cual en la novela se describen e ironizan los ―descifradores
de códigos‖, la ―secta‖ de lectores ―esotéricos‖ que pretenden descubrir ―llaves
ocultas‖ para abrir puertas infinitas de interpretación de manera comparable a la
perspectiva pragmática que él defiende. Con esta lectura Rorty quiere, por un
lado, insinuar que encuentra en Eco un ―camarada pragmatista‖21, y, por otro lado,
quiere demostrarle que prescindiendo de la búsqueda de mecanismos semióticos
y de una lectura minuciosa y detallada que explore los diferentes discursos de sus
personajes para verificar sus apuestas interpretativas, su lectura es válida y
legítima como motivo de discusión y reflexión teórica.
Identificar y conocer el lenguaje de programación que nos permite por ejemplo
entender cómo funciona un software informático puede ser útil para el
programador interesado en comprender los alcances y limitaciones del programa,
pero no hay que olvidar que así como para ver televisión no tenemos que saber
cuál es el mecanismo que hay adentro del aparato, las herramientas lingüísticas y
los dispositivos semióticos ayudan pero no son imprescindibles para comprender
la obra literaria. Rorty propone entonces lo que denomina una ―lectura inspirada‖
de la novela que contrasta con la ―lectura metódica‖ que privilegia las herramientas
filosóficas y lingüísticas en el análisis, más que las relaciones íntimas con ella.
Rorty no comparte la idea de unos límites de la interpretación que vigilan la
corrección del acto interpretativo, el cual debería mantenerse libre, abierto y por
ende plural, sin otra sujeción más que la relación de fuerzas entre diversas
interpretaciones. Por eso para Rorty, el amor y el odio, más que los principios
semióticos presentados por Eco al describir el conflicto interpretación /
sobreinterpretación, juegan un papel protagónico a la hora de interpretar un texto,
21
Al igual que Casaubon, esta novela le hace sospechar a Rorty que después de dedicarse a la
taxonomía y clasificación de sistemas semióticos, al despliegue de la complejas tríadas lógicas de
Peirce -que de acuerdo a Rorty lo llevaron a ―malgastar‖ los años vigésimo séptimo y octavo
intentando descubrir la ―realidad de la triada‖ y de su ―fantásticamente elaborado ‗sistema‘
semiótico-metafísico‖ (1995, 108)- Eco tuvo una reacción similar a su personaje y deja atrás su
larga ―búsqueda del Plan‖, el ―código de códigos‖, con el cual pudiera descifrar los textos, que le
recuerda cuando Wittgenstein hablaba de lo importante de dejar hacer filosofía cuando uno quiera,
o la conclusión de Heidegger de dejar toda superación y renunciar a la metafísica misma (1995,
107)
60
porque el amor como la lectura de una obra de arte ―es la clase de cosa que nos
cambia cambiando nuestros propósitos, cambiando los usos a los que
dedicaremos las personas y las cosas que encontremos en el futuro‖ (1995:
127)22. Es decir, leemos libros como nos enamoramos, y sólo nos enamoramos de
algunas obras, otras nos resultan indiferentes, y de otras ni siquiera nos damos
cuenta, como con las personas. La crítica de textos, en todo caso, no es para
evaluar los usos desviados, sino para usar el texto con fines teóricos que se
defienden también por sí mismos23.
Introduce así la noción de ―progreso del pragmatista‖ con lo cual quiere evidenciar
un tipo de lector inspirado distinto al lector semiótico metódico.
Una primera etapa de la Iluminación viene cuando uno lee a Nietzsche y
empieza a creer que todos esos dualismos son sólo otras tantas metáforas
del contraste existente entre un imaginado estado de poder, supremacía y
control totales, y la propia impotencia presente. Una siguiente etapa se
alcanza cuando, releyendo Así habló Zarathustra, a uno le da un ataque de
risa. En este punto, con un poco de ayuda de Freud, la charla sobre la
voluntad de poder empieza a parecerle como un simple eufemismo
pretencioso de la esperanza del macho de conseguir la sumisión de todas
22
Este planteamiento resulta cercano a la erótica del arte propuesta por Susan Sontag (1976)
quien señala que un cierto ‗deber de interpretar‘ exigido en la interpretación de los textos termina
por asfixiar nuestro acercamiento a las obras de arte. 23
Rorty propone en la Filosofía y el espejo de la naturaleza un paso de la epistemología a la
hermenéutica al considerar que esta conmensurabilidad del lenguaje de la epistemología moderna
no solo es imposible e inexistente, sino porque ha desviado la atención hacia el método y ha
convertido al sujeto como efecto de un método particular de análisis.
Seremos epistemológicos donde comprendamos perfectamente bien lo que está
ocurriendo, pero queremos codificarlo para ampliarlo, fortalecerlo, enseñarlo o ―buscarle
una base‖. Tenemos que ser hermenéuticos cuando no comprendamos lo que está
ocurriendo, pero tenemos la honradez de admitirlo, en vez de adoptar una actitud
descaradamente ―Whiggish‖ al respecto (2001, 289).
Para la hermenéutica en cambio, ser racional es estar dispuesto a abstenerse de la epistemología
―de pensar que haya un conjunto especial de términos en que deben ponerse todas las
aportaciones a la conversación‖ y más bien estar dispuestos a la conversación en vez de traducirla
a la suya propia. ―Para la epistemología, ser racional es encontrar el conjunto adecuado de
términos a que deberían traducirse todas las aportaciones para que sea posible el acuerdo‖ (289).
Así que mientras para la epistemología, ―la conversación es investigación implícita‖, para la
hermenéutica la investigación en cambio es hacer que continúe la conversación; más que
encontrar una verdad objetiva, es encontrar en la conversación una actividad ―rutinaria‖ (289).23
61
las hembras, o de la esperanza del niño de volver con mamá y papá. La
última etapa del progreso del pragmatista llega cuando se empiezan a ver
las peripecias anteriores no como etapas del ascenso hacia la Iluminación,
sino sencillamente como los resultados contingentes de encuentros con
diversos libros que han caído en las propias manos (1995: 107).
Son diversas y muy variadas las implicaciones de esta interpretación de Rorty en
relación con su propia lectura de Nietzsche, pero alejándonos de sus
observaciones acerca del Zarathustra, el lector que retrata Rorty es el tipo de
lector que percibe la contingencia de su lenguaje de deliberación moral, conciencia
y comunidad y lo propone en constate renovación. En un principio adopta la
tradición interpretativa e ilumina el texto a partir de la misma encontrando aquellos
elementos que en apariencia la significan. Así el problema de la ‗voluntad de
poder‘ se relaciona directamente con una tradición interpretativa particular que
privilegia ciertos énfasis, en este caso el problema de la voluntad de poder. El
lector así afirma su perspectiva desde posiciones ya admitidas sobre la misma.
Pero una segunda etapa es la de la sospecha. Es decir, deja de creer en la
―autoridad‖ del autor y en una especie de parricidio intenta resistirse a la tentación
de reproducir artificiosamente el mismo juego de símbolos, o a defender que
determinadas estrategias semióticas deberían corresponder en nuestra
interpretación e intenta presentar su propia perspectiva. Trata entonces a los
autores no como canales anónimos que conducen a ciertas creencias, sino como
emblemas o abreviaturas de determinados léxicos últimos y de sus filiaciones
afectivas. La última etapa del progreso del pragmatista de Rorty es pues el
momento en el cual después de relativizar las verdades y de ‗reírse‘ de las
posiciones de poder de los diferentes discursos y diferencia en las cuales uno se
cree inmiscuido, se tiende a ver las etapas anteriores ―sencillamente como los
resultados contingentes de encuentros con diversos libros que han caído en las
propias manos‖ (1995: 107).
La relación con determinados textos define el progreso del pragmatista y no una
suerte de sublimación o de idealización al cual se llegaría a fuerza de leer y leer.
Rorty se adhiere así a muchos de los personajes de Eco que rompen con el
62
dogmatismo y con un cierto ―mito de la profundidad‖ de la obra, al reconocer que
son esos libros y esas ideas, ya no relativizadas pero tampoco idealizadas, las que
nos permiten entender una obra y a nosotros mismos. Son esas obras, a las
cuales volvemos y de las cuales nos han dado algo de que hablar. Y lo han
logrado no porque queríamos ver lo que nosotros queríamos ver sino porque en su
autonomía refrescan y posibilitan nuevas maneras de entendernos dentro de ellas.
Propone así la figura de un lector ‗ironista‘ que tiene indudablemente un ‗carácter
epistemológico‘ desde el momento en que señala la relación que mantiene con los
valores fundamentales de su cultura, o en la terminología de Rorty, con su léxico
último. El ironista para Rorty es aquél que tiene varias dudas acerca de su léxico y
la certeza de que esas dudas no podrán disiparse con argumentos que pertenecen
al mismo léxico, ni por supuesto, con argumentos pertenecientes a otros léxicos:
―Los ironistas temen quedar atascados en el léxico en que fueron educados, de
manera que quieren trabar conocimiento‖ (68). La ironía es entendida así como un
radical desprendimiento de sí mismo que se logra a través de la lectura de autores
irónicos que nos interpelan sobre nuestras creencias y categorizaciones (Rorty
1987: 65).
Eco, por su parte, cuestiona esta idea de búsqueda de placer del texto a través del
encuentro espontáneo con la obra. El placer del texto en el semiótico se halla en el
trabajo interpretativo y no solo en las reacciones inmediatas o ―inspiradas‖ que se
concentran en los efectos provocados por el texto y no en indagar por qué se
producen estos efectos. El ejemplo de Eco es Silvie de Nerval, pues esta obra de
manera muy extraña nos deja la sensación que la historia se mueve en una
constante neblina en la cual es difícil identificar cuándo los personajes se refieren
al pasado, a sus idealizaciones futuras, o a una memoria construida desde el
juego de las impresiones. Un lector puede quedar conforme con la experiencia de
extrañamiento de la novela, pero en cambio, el semiótico, al indagar acerca de los
diferentes mecanismos textuales que usa el autor para producirnos esa impresión,
genera un placer distinto del texto. Menos que asfixiar la interpretación con juegos
semióticos difíciles, para Eco la experiencia de lectura semiótica nos permite un
63
tipo de placer quizá más difícil, complejo, pero que en cambio de empobrecer
enriquece nuestra comprensión de la obra. Comprender una obra no es pues sólo
tener una experiencia de extrañamiento, sino saber por qué, cómo y gracias a qué
se produce esa experiencia; de hecho ―Comprender cómo funciona el lenguaje no
reduce el placer de hablar, ni de escuchar el eterno murmullo de los textos. Para
explicar ese sentimiento y esta persuasión racional, he dicho alguna vez que
incluso los ginecólogos también se enamoran‖ (1995: 116).
Lo que podría afirmarse en este punto es que una lectura no es ingenua a priori,
toda lectura parte de unos presupuestos y son esos presupuestos los que deben
quedar esclarecidos a la hora de interpretar, pero tampoco podemos admitir que la
semiótica es el modelo o método privilegiado de interpretación de textos. Aunque
esta objeción es válida y sugerente es importante anotar que lo que en realidad
pone en discusión Rorty son dos tipos de ‗progreso del lector‘ y dos maneras
opuestas de alcanzar este progreso.
El progreso en Eco resulta como producto de un ejercicio metódico y académico
(descubrimiento científico) que permite ampliar y contribuir a una tradición
interpretativa nuestras interpretaciones o conocimiento enciclopédico. Lo real en
Peirce precisamente es aquello independiente de lo que nosotros, una mente
cualquiera, puede pensar. De la experiencia efectiva de la práctica científica
considera así Peirce que si dispusiéramos de todo el tiempo del mundo y de todas
las evidencias necesarias, la verdad sería aquella opinión a la que finalmente
llegarían los investigadores. Para Peirce la verdad no es fruto del consenso, sino
que más bien el consenso es fruto de la verdad (Cfr. Nubiola 2008). Para Rorty en
cambio el progreso nace en la defensa de la libertad interpretativa del lector. La
tradición pragmatista de Dewey y James para Rorty aporta la convicción de que el
modelo racionalista es una manera equivocada de comprender la actividad
investigadora. No es la ciencia para Rorty un proceso de búsqueda de
fundamentos, sino más bien de resolución razonable de problemas con los datos y
teorías disponibles en cada momento. Es la posibilidad siempre abierta de poder
cuestionar los ideales y de refundar los conceptos la que permite este ideal de
64
progreso y no el ideal de encontrar un método científico que nos permita seguir
avanzando en nuestras comprensiones de mundo (Cfr Rorty 1991: 118ss).
Parecería que en el fondo con la idea de progreso Rorty quiere también suponer
que este lector irónico sea el ideal de una sociedad liberal. Y no hay que olvidar
que Rorty entronca esta teoría de la interpretación desde una separación radical
entre lo público y lo privado. Así las lecturas irónicas son bienvenidas en el ámbito
de lo privado, esto es, en la conversación intersubjetiva y en la propia construcción
discursiva del sujeto, pero son clausuradas en el ámbito de lo público, en las
instituciones que permiten la convivencia y la comunidad de otras interpretaciones.
Esto ha hecho pensar a autores como Laclau (2005) que quienes no comulgan
con el credo liberal rortyano están a su vez excluidos en la deliberación pública:
como si en lo privado estuviera todo por hacerse y en lo público ya todo estuviera
definido. Lo anterior, por supuesto, es tema de otra discusión no menos
importante. Pero por lo pronto vale la pena resaltar que en la crítica de Rorty que
su diferencia entre uso/interpretación radica no en la defensa de una lectura
acrítica e ingenua entendida de manera a priori, sino que se trata de una defensa
de la libertad del lector en contra de las sujeciones semióticas que pueden
derivarse de la lectura del texto. Esta defensa del lector no debe ser entendida
como una invitación a eludir la perspectiva crítica, sino más bien al encuentro con
la obra desde búsquedas más íntimas que vamos concibiendo a través de
diversas lecturas que lleguen a nuestras manos, y que son cada vez más escasas
en el mundo globalizado de lecturas académicas que hoy vigilan todo desvío
interpretativo.
Ricoeur y la complementariedad semiótica-hermenéutica
Desde una perspectiva hermenéutica, todos los sistemas semióticos han de
considerarse mediaciones en el corazón de una experiencia, en el sentido
fuerte y pleno de la palabra. Así al poner el acento al papel de la mediación
de los sistemas semióticos, la filosofía hermenéutica post-heideggereana se
bate en dos frentes. Por una parte, se opone a todas las filosofías de lo
65
inmediato, de lo no-mediatizado, ya sea en la tradición del cogito cartesiano
o de la intuición husserliana, con el objeto de afirmar el carácter
originariamente lingüístico de la experiencia humana y, en consecuencia, el
hecho de que toda experiencia humana está mediatizada por signos. Este es
el primer frente. El segundo frente más directamente la presente discusión:
la hermenéutica se opone a cualquier hipóstasis de un único sistema de
signos. Entre el signo y el sistema, acontece el lenguaje, que consiste en
decir nuestro ser-en-el-mundo, en elaborarlo pragma-lingüísticamente como
un nuevo modo de ser-en-el-mundo. Esta doble implicación polémica de la
amplia definición de la hermenéutica que propongo deja ya entrever que en
su segmento crítico, en el sentido que dije antes, a saber, en su reflexión
sobre los supuestos de las ciencias semióticas, la filosofía hermenéutica
puede verse obligada a decir <<sí>> y <<no>> a esta ciencia. Sí a la
semiótica como método y técnica de análisis que exige la abstracción del
texto, - y a una abstracción perfectamente fundada como intentaré mostrar.
No a la semiótica cuando se convierte en la ideología del texto en sí. Por
consiguiente: sí a la abstracción del texto, no a la hipostasis del texto‖
(Ricoeur 1998: 91, cursivas del autor).
En esta larga cita se sintetiza en buena parte las reflexiones de Paul Ricoeur en
relación con el vínculo semiótica hermenéutica. El filósofo francés propone que
más allá de verlas como ciencias rivales se pueden presentar de manera
complementaria. Ricoeur propone explorar la semiótica desde su filosofía
destacando tres aspectos: 1. Su advertencia sobre el riesgo de la semiótica de
caer en una hipostasis. 2. La forma en que semiótica y hermenéutica pueden
verse de manera complementaria 3. El aporte de la semiótica a la filosofía
hermenéutica. En lo que sigue se presentan algunas ideas sobre estos tres puntos
considerando como referente la semiótica de Eco.
Para iniciar es necesario advertir que Ricoeur estudia la semiótica desde el punto
de vista de sus estudios sobre los textos narrativos y más específicamente de sus
aportes al estudio de la literatura ―en los que la semiótica ha obtenido resultados
más convincentes‖ (1998: 92). El filósofo francés tiene como referente de la
semiótica a la semiología francesa en cabeza de Barthes, Greimas y Kristeva,
pero resulta interesante que ignore o más bien no tenga en consideración los
aportes de la semiótica, por ejemplo, a los estudios de los mass media y de la
66
cultura popular, que curiosamente hoy se leen más que los estudios narrativos que
comenta Ricoeur. Esto amerita decir en principio que esta omisión se debe al
mismo interés filosófico de Ricoeur de vincular los alcances de la semiótica desde
la perspectiva de su propia hermenéutica narrativa. Pero es importante señalar
que uno de los aportes de la semiótica es desarrollar un trabajo serio y analítico
sobre textos considerados de menor importancia y valor, como los de los
comerciales y de los superhéroes, y demostrar la riqueza de significados y las
posibilidades que ofrecen para un estudio de la cultura y del contexto moderno en
el cual emergen a partir de categorías aplicadas a la literatura. Es decir, la
literatura es el paradigma de la interpretación semiótica. Los análisis del cine, la
música, las artes plásticas y en general los sistemas comunicativos, se desarrollan
a partir de categorías desarrolladas en el análisis de textos literarios.
Ricoeur coincide en muchas de las críticas a la semiótica desde la filosofía, pero a
diferencia del pragmatismo rortiano, por ejemplo, no propone una ruptura total con
la semiótica sino una reconfiguración filosófica. El problema radica pues en el
problema de la representación. Ricoeur recoge la idea de poiesis y mimesis de la
poética de Aristóteles para señalar que cuando éste afirma que las obras imitan la
realidad, esta imitación no puede entenderse como un calco de la realidad sino
como una construcción, o más exactamente la denomina ―una composición de una
trama‖. A su juicio el acento de Aristóteles en la idea de mimesis radica en la labor
compositiva que hace el poeta no de manera arbitraria sino en cuanto representa
el mundo de la acción. Ricoeur se encuentra, por tanto, en una paradoja: en efecto
poetizar es representar de manera creadora pero al mismo tiempo descubrir en su
creación el mundo de la acción humana que viven los hombres y no sólo los
protagonistas de una historia poética. La mímesis nos revela ―esa especie de
evasiva en la que descubrir e inventar ya no se distinguen, en la que tenemos que
vérnoslas con lo que llamaría una referencia productora‖ (1984: 92).
Esta referencia a la realidad es la que en palabras de Ricoeur puede llegar a la
hipóstasis del texto. Un cierto positivismo no crítico que cree que la realidad es lo
que toca, esa cosa dura que está allí, supondría que por un lado encontramos un
67
texto y por otro la realidad, y haciendo uso de la metáfora de Rorty, el texto
debería reflejar como un espejo la realidad. Marginar la lingüística y el ejercicio de
interpretación semiótico a verificar de qué manera un dato corresponde a una
realidad, aunque sea propiciado por el mismo texto, ignora el hecho de que el
texto es una construcción de una trama y de una realidad. Ya tuvimos oportunidad
de comentar esto en relación con Rorty. No obstante, hay otro riesgo de hipóstasis
del texto para Ricoeur, por decirlo de alguna manera, ‗más complejo que el
anterior‘, y es en relación con eludir el problema ontológico.
Es necesario recurrir a la noción de círculo hermenéutico para plantear su
objeción: de acuerdo a la paridad epistemológica heredada de la discusión de la
hermenéutica moderna entre interpretar/explicar, conocida por Ricoeur, la
interpretación supone la reciprocidad de connotaciones subjetivas específicas con
una suerte de objetividad o no-implicación característica del quehacer científico.
Es decir, cuando se interpreta el intérprete interpreta al texto a partir de la lógica
que puede derivar de ella, pero también se interpreta a sí mismo en su
interpretación, esto es, crea a partir de esa lógica un nuevo texto. Este último
proceso, el de re-escritura o re-figuración de la obra, a juicio de Ricoeur, es el
momento de comprensión de una obra, pues no nos basta con desentrañar su
lógica interna si no logramos establecer un vínculo directo con el texto leído, una
correspondencia con nuestra intimidad en cuanto lectores.
Ricoeur señala que la semiótica se queda sólo en la exposición de los códigos
subyacentes a un texto. La perspectiva hermenéutica que propone en cambio no
niega la defensa de la autonomía del texto y de su elaboración de la trama como
una totalidad que comprendemos, pero advierte que la semiótica puede relegar el
valor de la creatividad del intérprete a una mera reproducción de los mismos
sistemas semióticos que explica. El trabajo de reconfiguración de la obra que se
da por ejemplo para Derrida con el acto de la escritura, implica no cancelar la
actividad misma productora de textos que solo es posible a partir de la pregunta
ontológica; pues para entender un texto no sólo es útil sino relevante la actividad
semiótica, pero para reconfigurarlo es indispensable pensar una hermenéutica. He
68
aquí el riesgo: equiparar explicación a comprensión implica que las
representaciones que hacemos de un texto sólo puedan darse en términos
explicativos y que el texto se dé en una forma acabada y final.
De esta manera, Ricoeur no cuestiona la afirmación de Eco formulada en el
Tratado de semiótica general según la cual toda hermenéutica es semiótica,
debido a que en la hermenéutica es necesario el proceso de explicación del texto.
Lo que no admitiría es que toda semiótica es hermenéutica, pues aquella
semiótica que no aborda la cuestión ontológica deja un cabo suelto crucial para la
reconfiguración derivada de la explicación y que demanda por tanto la
hermenéutica.
Para Ricoeur semiótica y hermenéutica no son dos disciplinas rivales porque no
están en el mismo nivel metodológico. Esto no quiere decir en sentido estricto que
una sea más importante que otra, aunque pueda derivarse sin duda como una
consecuencia, sino que tienen ‗objetivos metodológicos‘ distintos. La semiótica es
presentada por el filósofo francés como una ―ciencia del texto‖, es decir tiene una
pretensión objetiva: ―trata legítimamente de someterse a una axiomática precisa
que le inscribe en una teoría de general de los sistemas de signos‖ (93). Así pues,
desde esta perspectiva, la semiótica propone unos conceptos transversales que
despliega en la práctica, que para este caso es la interpretación de textos. Y de
alguna manera si se analiza el caso Eco, el teórico italiano adopta la idea de signo
de Peirce y en su ejercicio de análisis textual clasifica y organiza los diferentes
significados de un texto con base en su idea de signo. La hermenéutica para
Ricoeur en cambio es una disciplina filosófica que surge de la pregunta ¿qué es
comprender? ¿qué es interpretar?, teniendo como su segmento crítico ―una
reflexión sobre los supuestos que se consideran obvios en la metodología de las
ciencias humanas en general y en la semiótica en particular‖ (94).
Enraizada en la filosofía de Nietzsche, quien exigía desenmascarar las fábulas
ilusorias y falsos valores de la conciencia, la hermenéutica supone el
esclarecimiento de la verdadera "intención" y del "interés" que subyace bajo toda
"comprensión" de la realidad, quehacer que se halla presente en la teoría y el
69
método psicoanalítico (desenmascaramiento de los deseos y pulsiones ocultos en
el inconsciente) y en las propias teorías marxistas. De ahí que el ‗segmento crítico‘
de la hermenéutica vaya más allá de la simple crítica epistemológica que supone
remplazar una teoría por otra, esto es, decir que la hermenéutica es un nuevo y
mejor modelo de interpretación, pero sí tiene una ambición veritativa anunciada
por el título de la obra de Gadamer Verdad y método.
Para Ricoeur no se trata de oponer o sustituir un método por otro sino de mostrar
que la semiótica necesariamente debe encuadrarse en un cuestionamiento más
amplio acerca de lo que supone comprender e interpretar. Para demostrar cómo la
semiótica se complementa con la hermenéutica propone su teoría de las tres
mimesis o ―arco hermenéutico‖, el cual podría ser entendido a la manera de un
proceso de interpretación, y obsérvese una coincidencia de la semiótica también
como proceso de interpretación. Ricoeur llama Mimesis I (1995: 45) a la
comprensión previa que tiene su propia estructura e inteligibilidad y que Gadamer
llama a su turno prejuicio. Es claro que insertos en una cultura tenemos una serie
de creencias y conceptos sobre los cuales nos acercamos al texto y a las cosas en
general. La Mimesis II se refiere a ―una cualidad narrativa de la experiencia‖, a la
actividad misma de la interpretación que hacemos para ver qué hay de
estructurado en esa experiencia de la acción. Y la mimesis III es el momento de
intersección entre mundo del texto y del lector o, siguiendo de nuevo a Gadamer,
fusión de horizontes, que nos permite revaluar nuestros prejuicios.
El contacto de semiótica y hermenéutica tiene lugar en la Mimesis II (Ricoeur
1995). Ese es el momento de la mediación de la experiencia, durante el cual
desarrollamos la actividad interpretativa a través de la narración en sentido amplio,
esto es, de contarnos nuestra experiencia y de construir la realidad a través de la
narración. Allí se entrecruzan varios problemas que Ricoeur explora desde
muchos matices y con una profundidad innegable. Pero para poner un ejemplo
didáctico, advirtiendo de antemano que el asunto es más complejo, imaginemos
un día de camino al trabajo. En el trayecto vemos una señora toda llena de granos
en el rostro, tiene unas gafas oscuras grandes, pero estas no pueden ocultar la
70
extraña enfermedad. Suponemos, pues, que se trata de una enfermedad. Verla
directamente al rostro es de alguna manera resaltar el fenómeno y podríamos
avergonzarla. La situación nos causa extrañeza, pero sólo cuando contamos la
experiencia a través del lenguaje sucede el extrañamiento, es decir, nos damos
cuenta de la serie de prejuicios que la situación conlleva.24
Se ha utilizado un ejemplo cotidiano y no literario, que valdría la pena quizás
pensar más ampliamente, porque el argumento fuerte de Ricoeur radica en
realidad en la posibilidad de tener acontecimientos de significado que no
necesariamente pueden traducirse en sistemas semióticos aunque sean
‗lenguájicos‘: cuando leemos una obra literaria muchas veces no nos damos
cuenta de su poder transformador sino mucho tiempo después cuando logramos
verter la experiencia de sentido que significó para nosotros su lectura de otra
manera que contar de nuevo el relato. La aporicidad de la que habla Ricoeur en la
cita que introduce este apartado implica que toda experiencia de sentido es
lingüística pero no se puede reducir a un sistema lingüístico axiomático. Así pues,
la mimesis I y la mimesis III no necesariamente son textuales en el sentido en que
no necesariamente corresponden a un sentido lógico. La advertencia de Ricoeur a
propósito de la hipostasis del texto es convertir la experiencia en una narración
que puede deconstruirse, no en el sentido pleno de la deconstrucción derridiana,
sino en la actividad de clasificar y organizar diversos sistemas semióticos
modélicos.
El intento de complementariedad entre semiótica/hermenéutica propuesto por
Ricoeur tiene dificultades. La semiótica, por un lado, no cierra la puerta a la
reconfiguración de los sistemas y por otro todo si entendemos la interpretación
como proceso hermenéutico, siempre existe la demanda de la mediación a través
de los signos. De alguna manera esto llevaría pensar que la hermenéutica adopta
24
Es probable que recordemos la historia de El Hombre elefante de David Lynch y ésta nos ayude
a esclarecer la sensación. Ese proceso de comprensión que se hace a través del lenguaje y de los textos de la cultura que nos rodea puede ser considerado un proceso semiótico, pero cuando esta situación se convierte en hermenéutica cuando logramos no sólo desentrañar los discursos con el texto o conectarlos con otros, sino repensar nuestros propios prejuicios: nuestras nociones sobre la monstruosidad del otro, por ejemplo.
71
el modelo semiótico de interpretación pero saca otras conclusiones. Este
encuadramiento de Ricoeur, además, supone el problema de creer que la
semiótica tiene unos axiomas fijos e indeterminados, cuando, como se evidencia
en el caso de Eco, se van afinando e incluso transformando. De hecho el mismo
Eco advierte que la semiótica está en una constante renovación, así que esa
actividad crítica que se le atribuye a la hermenéutica, o en general a la filosofía,
también es desarrollada por la semiótica sólo que desde un camino distinto: en la
pregunta de cómo se comprende desde el universo de la semiosis.
Ricoeur destaca algunos aportes de la semiótica sobre lo que denomina la
―abstracción del texto‖ que sin duda son significativos para señalar el valor
filosófico de la semiótica, aunque como veíamos en el primer capítulo Eco les
resta importancia, y aprovecha también para tomar cierta distancia. Para ello,
argumenta que el texto pueda tratarse como una entidad semiótica que se basta a
sí misma de acuerdo a tres aspectos: primero, coincide con que el texto tiene una
autonomía semántica independiente del lector y el autor que lo abre a toda aquella
persona que pueda leerlo. Su sentido se deriva entonces de ―la estructura misma
de la textualidad como escritura‖. (1998: 96) En segundo lugar, Ricoeur también
está de acuerdo con que el texto se conecta intertextualmente con otros, así que a
su juicio la lectura semiótica consiste de alguna manera en remitir un texto a otro.
Señala de paso que a diferencia de la semiótica ―la hermenéutica consiste en
detenerse, en fijarse en tal texto concreto: se produce, entonces, la apropiación de
este texto en una situación dada, y es el acto responsable de alguien‖ (98). A su
juicio la semiótica se basa en la primacía intertextual mientras la hermenéutica
tiene su énfasis en la situación existencial que provoca. Esto parecería ser cierto
en el caso de Eco quien evita las lecturas existenciales, pero supondría la
paradoja de que lo intertextual es el objetivo de la semiótica cuando es producto
del mismo ejercicio de interpretación, y que esta concentración en el texto pueda
hacerse en realidad sin referencias intertextuales.
La tercera justificación por su parte se refiere a la emergencia de un nuevo tipo de
lector al que llama ‗lector de códigos‘. Y esto es muy interesante sobre todo
72
porque Ricoeur propone que la semiótica inaugura un estilo particular de lectura
con una potencia retórica muy valiosa en la cual ―en lugar de leer el mensaje
narrativo tal como me interpela, de múltiples modos, me intereso, no precisamente
por lo que produce en el mundo, sino por la manera como él mismo se produce a
partir de sus propios códigos inmanentes‖ (1998: 101).
De estas tres consideraciones o aportes de la semiótica Ricoeur destaca a su vez
tres observaciones que podrían considerarse como retos filosóficos que debe
afrontar la semiótica, pero ahora derivados de su propio marco hermenéutico. La
primera observación tiene que ver con si la explicación semiótica tiene que ver con
la manifestación o exposición de códigos subyacentes. Es claro que para Ricoeur
debe respetarse la autonomía semántica del texto pero reducir esta a la actividad
de elaborar una trama, ―y para subrayar que no se trata tanto de estructuras que
estarían ahí como paradigmas inmóviles, inmutables, sino de una operación que
llevamos a cabo. Es una actividad conjunta del lector y del texto‖ (101). Aunque la
semiótica restringe de alguna manera la participación del lector en la tarea de
descubrir las estructuras de significación, considera que esa intelección operada
por la semiótica no debe estimarse sólo a nivel de lo racional, entendiendo por ello
las operaciones lógicas de definición de las condiciones semióticas de producción
del texto, sino también a nivel de la phronesis de la que hablaba Aristóteles, de la
inteligencia práctica que suscita la obra. No solo es pues ordenar, organizar,
cohesionar el sentido, sino también llevar a cabo una organización, un grado de
cohesión.
El reto consiste en cómo enriquecer la actividad semiótica con lo que llama
Ricoeur la inteligencia narrativa. A partir de la experiencia del mismo proceso de
descifrar, decodificar, se pueden construir de manera ingeniosa e innovadora
maneras de narrar las estructuras de significado del texto ―Diré que la semiótica es
el metalenguaje de esa intelección narrativa que, a su vez, procede del trato y de
la familiaridad que he adquirido de las operaciones de la elaboración de una trama
que puedo insertar también en la mediación narrativa de mi experiencia humana‖
(101). Un buen ejemplo de lo anterior que se sugirió al comienzo de estudio es el
73
papel relevante de las novelas de Eco para comprender su propia semiótica. El
nombre de la rosa por supuesto es una obra de ficción que tiene diferentes
características de los libros teóricos de Eco y por ello debe juzgarse a su vez de
manera distinta. Pero sin duda en la construcción narrativa de la novela puede
percibirse cómo operan ciertos principios semióticos hasta el punto que puede
leerse la novela también como una ‗verdadera‘ construcción semiótica.
Como segunda observación, Ricoeur plantea que la semiótica generalmente ha
tomado como modelo paradigmático estructuras de significación simples y desde
ellas analiza modelos complejos. Propp por ejemplo utiliza el modelo de los
cuentos populares rusos en donde es siempre una carencia, un daño, la
necesidad de restaurar un orden, y lo mismo hace Lévi-Strauss con las mitologías
de pueblos primitivos. Ricoeur reconoce la extensa gama de narrativas que esto
permitió analizar pero la semiótica ha tendido a plantear todas las narrativas en
estos esquemas. De esto son ejemplo los ejes actanciales de Greimas y por qué
no el mismo análisis de Eco sobre el comic. Pero justamente lo que la literatura
moderna como la de Joyce, y este es el ejemplo paradigmático, han mostrado es
la imposibilidad de que sus obras puedan ser leídas a través de estos esquemas
semióticos. El llamado es pues a pensar en sistemas más complejos de esta
―deformación coherente‖ de los textos más contemporáneos.
Por último, la tercera observación hace referencia, pensando en el contexto
filosófico francés, al énfasis particular de la semiótica en la actividad lectora
mientras la filosofía ha insistido en el fenómeno de la escritura. Hay una actividad
si se quiere ‗pedagógica‘ de la semiótica y es el de enseñarnos a leer. ―El lector es
quien, además de estructurar el texto, es capaz de seguir la historia‖ (1998: 103).
A través de estructuras definidas se nos abre en la lectura la complejidad del texto;
al permitirle al lector habitual, no el lector académico de la filosofía que tiene que
contar con toda una suerte de tradición interpretativa para desarrollar lecturas
filosóficas, la semiótica de manera simple y a la vez compleja anima la lectura.
―La misma actividad estructuradora de la lectura es también la que dirige el juego
de la sedimentación y de la innovación, mediante el cual la elaboración de la trama
74
juega con las distintas exigencias, experimenta los alejamientos y encuentra
placer en ello: el «placer del texto»" (103). Este placer del texto es provocado por
el mismo ejercicio interpretativo, por el interés de descubrir el significado a través
de encontrar las estructuras subyacentes que lo producen. ―El caso extremo es
Joyce, donde es verdaderamente el lector quien lo hace todo. El libro está hecho
precisamente para enredarnos -y es preciso que nos desenredemos- en esa
especie de embrollo sistemático. El acto de lectura ha de suplir lo que la escritura
nos ha negado. Este es el triunfo del lector‖ (103).
La actividad semiótica es mostrada esencialmente como una actividad orientada al
papel lector, mientras en su reconfiguración filosófica deviene una invitación a la
escritura. En un contexto de redes sociales en el que todo el mundo parece tener
algo que decir, que comentar, donde la Internet se convirtió en una actividad de la
escritura, de la participación, llama la atención la importancia de fortalecer el
proceso de lectura como puesta en narración. De ahí que sea tal vez este un
llamado de Ricoeur a pensar de nuevo la lectura como una multitud de individuos
que se narran a sí mismos en medio del relato cruzado del mundo.
La deconstrucción como sobreinterpretación
En las conferencias Tanner, Eco señala que la deconstrucción en su versión
americana, esto es, Paul de Man y los llamados críticos de Yale, comete el error
de convertir lo que sería una legítima práctica filosófica −la de identificar la lógica
de binaridades presentes en el sistema metafísico occidental− en un modelo de
interpretación textual que es posible aplicar a la interpretación de textos. A juicio
de Eco, con el fin de mostrar que en la interpretación se produce una semiosis
ilimitada del signo, el texto es percibido como una ―máquina que produce infinito
diferendo‖ (Eco 1995, 64). Eco intenta demostrar que la teoría perciana de la
semiosis ilimitada, en la que se basan sus ―ideas sobre el concepto de
interpretación, no puede invocarse para sostener como lo ha hecho Derrida, una
teoría de la interpretación como deconstrucción‖ (64).
75
Aunque Eco reconoce que Derrida plantea algunas discusiones que la semiótica
no puede ignorar y de hecho lo considera el más lúcido de los
―deconstruccionistas‖, resalta una contradicción entre el juego filosófico de Derrida
y su horizonte especulativo. 25 Recordemos, con fines de dar coherencia al
argumento aunque muchas de estas ideas ya se han presentado atrás, que Desde
Obra abierta Eco propone que el problema de la pluri-significación debe ser
analizado desde las características estructurales que hacen posible esta
multiplicidad de sentidos. Como una siguiente etapa Eco propone que la lectura
debe ser una transacción entre la competencia del lector y la competencia que la
obra postula construyendo su propio lector modelo. Distingue así su teoría de las
tres intentio, señalando de paso que existe un riesgo de abuso del texto cuando el
lector se queda sólo en su propia intentio lectoris o las expectativas trazadas por el
lector y no considerando la intentio operis. Y por último Eco encuentra un cierto
principio de contextualidad en Peirce según el cual el texto mismo se convierte en
objeto dinámico respecto del cual la interpretación produce un objeto inmediato
correspondiente.
El teórico italiano insiste así, a lo largo de su obra teórica, que el texto es el único
espacio posible de las interpretaciones identificando como abusiva o paranoica
aquellas interpretaciones que resulten inadecuadas o insostenibles dentro del
texto que funciona como límite interpretativo. Desde la perspectiva de Eco, para
actualizar estructuras o dar cabida a lecturas como la deconstrucción es necesaria
entonces confrontar la interpretación con el texto y con la tradición que abre, de
manera que si desarrollo una interpretación que no se puede verificar con las
25
Es importante anotar que Eco en realidad no cuestiona tanto la obra de Derrida como la de los
que considera sus fanáticos seguidores: ―Cuando dice [refiriéndose a Derrida] que el concepto de
comunicación no puede reducirse a la idea de transmisión de un significado unitario, que la noción
de significado literal es problemática, que el concepto corriente de contexto corre el riesgo de ser
inadecuado, cuando subraya, en el ámbito de un texto, la ausencia del emisor, del destinatario y
del referente, y explora todas las posibilidades de una interpretabilidad no unívoca, cuando nos
recuerda que todo signo puede ser citado y que por ello es capaz de romper con cualquier contexto
dado, generando una infinidad de nuevos contextos absolutamente sin límites, en estos y en
muchos otros casos, Derrida dice cosas que ningún semiólogo puede permitirse pasar por alto. Sin
embargo, sucede a menudo que Derrida— para subrayar verdades no obvias— acaba dando por
descontadas demasiadas verdades obvias‖. (1990: 365). Aunque esas verdades obvias no son en
realidad tan obvias como tendremos oportunidad de comentar.
76
condiciones semánticas de la obra estamos frente a una a una
sobreinterpretación. Esto es lo que juzga Eco a propósito de muchas de las
llamadas lecturas deconstruccionistas. ¿Pero en realidad la deconstrucción
permite esta remisión arbitraria de los significados? ¿Es en realidad la
deconstrucción una invitación a la sobreinterpretación de los textos?
En principio, Derrida siempre ha sido renuente a autodenominaciones y a
pertenecer a escuelas filosóficas. Incluso como lo testimonia en su Carta a un
amigo japonés (1997) le resulta extraño el enorme protagonismo del concepto de
deconstrucción para interpretar su filosofía, y advierte que este concepto sólo
puede entenderse como parte de un proyecto más general26. Así que por un lado
Derrida no podría calificarse como tal deconstruccionista en sentido estricto, y por
otro lado, señalar si interpreta o sobreinterpreta sería señalar en principio que sus
escritos podrían escribirse de modo distinto, o que deliberadamente escribe con el
26
La descripción de Derrida sobre lo que significa la deconstrucción es recogida en muchos de sus
trabajos. Pero uno de los emblemáticos es la Carta a un amigo japonés (1997) donde el autor le
expone algunas ideas de lo que considera el significado de la deconstrucción al filósofo Toshihiko
Izutsu para insinuarle como podría traducir esta expresión al japonés: ―… El «estructuralismo»
dominaba por aquel entonces. «Desconstrucción» parecía ir en este sentido, ya que la palabra
significaba una cierta atención a las estructuras (que, por su parte, no son simplemente ideas, ni
formas, ni síntesis, ni sistemas). Desconstruir era asimismo un gesto estructuralista, en cualquier
caso, era un gesto que asumía una cierta necesidad de la problemática estructuralista. Pero era
también un gesto antiestructuralista; y su éxito se debe, en parte, a este equívoco. Se trataba de
deshacer, de descomponer, de desedimentar estructuras (todo tipo de estructuras, lingüísticas,
«logocéntricas», «fonocéntricas» -pues el estructuralismo estaba, por entonces, dominado por los
modelos lingüísticos de la llamada lingüística estructural que se denominaba también saussuriana-,
socio-institucionales políticos, culturales y, ante todo y sobre todo, filosóficos). Por eso, en
particular en Estados Unidos, se ha asociado el motivo de la desconstrucción al «post-
estructuralismo» (palabra desconocida en Francia, salvo cuando «vuelve» de Estados Unidos).
Pero deshacer, descomponer, de-sedimentar estructuras, movimiento más histórico, en cierto
sentido, que el movimiento «estructuralista» que se hallaba de este modo puesto en cuestión, no
consistía en una operación negativa. Más que destruir era preciso asimismo comprender cómo se
había construido un «conjunto» y, para ello, era preciso reconstruirlo. No obstante, la apariencia
negativa era y sigue siendo tanto más difícil de borrar cuanto que es legible en la gramática de la
palabra (des-), a pesar de que esta puede sugerir, también, más una derivación genealógica que
una demolición. Esta es la razón por la que dicha palabra, al menos por sí sola, no me ha parecido
nunca satisfactoria (pero ¿qué palabra lo es?) y la razón por la que debe estar siempre rodeada de
un discurso. Difícil de borrar después porque, en el trabajo de la desconstrucción, al igual que lo
hago aquí he tenido que multiplicar las puestas en guardia, que descartar finalmente todos los
conceptos filosóficos de la tradición al tiempo que reafirmaba la necesidad de recurrir a ellos, al
menos en tanto que conceptos tachados. Se ha afirmado por lo tanto, precipitadamente, que era
una especie de teología negativa (lo cual no era ni verdadero ni falso, pero dejo aquí este debate)‖
( Derrida, 1997: 25).
77
propósito de confundir a sus lectores. Hechas estas advertencias podríamos
responder a Eco: no todas las lecturas son posibles en la deconstrucción pero sí
hay una invitación a ir más allá de los límites del texto.
El concepto de signo presentado por Saussure en su Curso de lingüística general
(1916) marca para Derrida un freno y un progreso en el proyecto filosófico por
excelencia de la modernidad: la superación de la metafísica (2001: 72). En contra
de una tradición más o menos consolidada, Saussure evidencia que no existe una
relación natural o causal entre el componente material de una expresión
(significante) y el componente mental que representa (significado), así que señala
que esta relación es simplemente arbitraria. De la doble polaridad ‗nombre/cosa‘
heredada de la lingüística clásica y equiparada casi siempre a la relación
cuerpo/alma, forma/contenido, Saussure remplaza el vocablo ―nombre‖ por
―imagen acústica‖ y el de ―cosa‖ por ―concepto‖, advirtiendo que la arbitrariedad de
la relación es la que justamente permite que el lenguaje opere en un sistema de
oposiciones y contrastes susceptibles de formalizarse y clasificarse (2001: 78).
Para ciertas personas, la lengua, reducida a su principio esencial, es una
nomenclatura, esto es, una lista de términos que corresponden a otras
tantas cosas […] Esta concepción es criticable por muchos conceptos.
Supone ideas completamente hechas preexistentes a las palabras […] Lo
que el signo lingüístico une no es una cosa y un nombre, sino un concepto y
una imagen acústica. La imagen acústica no es el sonido material, cosa
puramente física, sino su huella psíquica, la representación que de él nos
da el testimonio de nuestros sentidos; esa imagen es sensorial, y si
llegamos a llamarla «material» es solamente en este sentido y por oposición
al otro término de la asociación, el concepto, generalmente más abstracto
(1916: 89)
El lenguaje es para el lingüista ginebrino un sistema de diferencias a medida que
van ampliándose los registros de sus usuarios, cuyo fin no es conectarnos con ‗la
realidad‘ sino significar a partir de un sistema propio de reglas con las que
funciona. Esta noción de sistema le permite entonces poner en suspenso el plano
de la realidad de los objetos a los cuales se debía el empleo del lenguaje y lo
subordina a un juego de estructuras. (Ver Derrida 1968: 1; 1991: 57; 2001: 35). De
78
esta manera, el lenguaje para Saussure no ‗obedece‘ a un plan determinado ni se
halla en el medio algún centro definido, con el cual se pudiera llegar a la simetría
perfecta lenguaje-realidad, tema explorado de manera intensa por la lingüística
clásica generativa. El lenguaje va siendo a medida que los usuarios van haciendo
uso de un determinado sistema de signos, por lo que la ciencia lingüística es más
que una ontología una pragmática encargada de estudiar las reglas de uso del
lenguaje.
Sin embargo, para Derrida, Saussure no pudo dejar de confirmar la tradición
metafísica en la medida en que siguió sirviéndose de un concepto del cual
tampoco puede hacerse un uso absolutamente nuevo y absolutamente
convencional (2001: 40). Señala Derrida que ―en cuanto al término signo tiene un
considerable número de presuposiciones inseparables aunadas al sistema
‗metafísico de la lengua‘, que son al mismo tiempo irremediables y constituyentes
de nuestras presuposiciones más fundamentales sobre el sentido y el significado‖
(1968: 1 [versión electrónica]). En primer lugar, hablar de signo es, a juicio de
Derrida, dejar abierta la posibilidad de pensar un ―significado trascendental‖ que
excedería la cadena de signos y llegado el momento no funcionaría más como
significante (2001: 55).
La noción de signo hunde sus raíces en la idea de que es posible pensar un
―lenguaje ordinario‖, que es otra manera de pensar un lenguaje original, primitivo,
capaz de revelarnos en su estructura la episteme, esto es, el modelo en el cual se
ha producido el lenguaje en general (2001: 77) A pesar de su negación, la
semiótica a juicio de Derrida, proyecta un centro, lo infiere, con la función no sólo
de orientar y organizar, sino de ser capaz de revelar aquello que permite el juego
de los elementos en el interior de la forma misma. Cualquier estructura desprovista
de centro representa lo impensable y esta figura de lo impensable está excluida
del sistema semiótico (2001: 86). Suponer que se pueden definir estructuras
delimitadas es pensar que es posible encontrar una presencia ―simple‖ al
pensamiento, independiente de la lengua, que está detrás o precede el proceso de
significación misma y que es la que permite la comunicación (Derrida 1991, 53).
79
En segundo lugar, aunque Saussure reconoció la necesidad de poner entre
paréntesis la fonía y su vínculo con el significado, el semiólogo de todas maneras
ha privilegiado la palabra como un esquema regulador del sistema semiótico
(2001: 75). Al proponer que la ―imagen acústica‖ es lo más íntimamente unido al
pensamiento, hace de la lingüística el patrón general de la semiología (75). El
significante parece borrarse o hacerse transparente en el significado que comporta
una determinada palabra que no remite más que a su presencia. De esta manera,
la exterioridad del significante queda reducida a su significado y esta experiencia
es, en palabras de Kant, una ―ilusión trascendental‖, cuyos antecedentes se
encuentran en el mismo pensamiento metafísico que va de Platón a Husserl
(Derrida 1961).
Saussure en efecto propone al final del Curso la idea del signo como ―una entidad
psíquica de dos caras‖ con lo que propone reducir la exterioridad del significante a
un fenómeno psíquico. Esta reducción psicologista de la semiótica autoriza a
pensar las leyes lingüísticas como leyes que regulan las maneras de significar,
esto es, ‗leyes de pensamiento‘, dejando por fuera aquello que no puede
traducirse fonéticamente. Si bien lingüistas después de Saussure cuestionan el
psicologismo semiológico, este rasgo está inscrito en el mismo concepto de signo,
el cual reproduce a la postre el esquema sujeto/objeto, capital para el pensamiento
metafísico (la comunicación es así entendida como una traspaso de un sujeto al
otro, la identidad de un objeto significado por derecho propio, separable del
proceso de pasaje y de la operación significante).
Y en tercer lugar, la noción signo de Saussure además excluye para Derrida un
elemento central de la propuesta deconstructiva a saber, la escritura. La reducción
de la exterioridad del significante a un rasgo psicológico va de la par con esta
actitud que en palabras de Derrida se llama fonologismo y el logocentrismo (2001:
89; ver también Gashé 1986: 126). Es logocéntrica en tanto convierte a la
lingüística en regulador del sistema y propone que lo comunicable responde
necesariamente a una lógica, a un fenómeno en el cual la palabra tiene el lugar
central; y es fonocéntrica debido al papel vital que desempeña la phone en la idea
80
de signo, y con ello la clausura de la escritura a un mero rasgo exterior del habla.
―Ante la plenitud de la palabra viva que se produce en la conversación,
perfectamente representada en la transparencia de su notación, la escritura queda
eclipsada a una mera representación de la palabra, incluso casi a una trampa
peligrosa en tanto puede ocupar, caprichosamente, el papel principal‖ (Derrida
1989: 86).
La noción de signo de Saussure representa pues, un avance, pero también una
afirmación o reconfiguración del pensamiento metafísico. Su valor y fuerza sin
embargo residen en este doble movimiento, tanto de impugnación a una tradición
como de afirmación de una corriente. Por esto la propuesta deconstructiva no se
propone como destino una superación, o hacer un ―corte epistemológico‖ y dejar
atrás la noción de signo, sino más bien este doble movimiento advertido por
Saussure. Derrida muestra que el signo se encuentra en nuestro lenguaje, en
nuestra manera de significar así que no podemos rechazar simplemente el
concepto e inaugurar un origen, una nueva manera de significar que no sea
‗metafísico‘. Tampoco quiere decir, por otro lado, que sea necesario ser dóciles y
servirnos del concepto de signo aun conociendo que estamos afirmando una
tradición que resulta ya insostenible. Así que en vez de rechazar simplemente la
idea de signo, Derrida se propone transformar este concepto desde el interior de
una semiología paradojal: volver a los signos contra sí y sus presupuestos, re-
inscribirlos en otras cadenas, producir nuevas configuraciones:
…suponiendo, no lo creo, que se pueda un día escapar simplemente a la
metafísica, el concepto de signo habrá marcado en este sentido a la vez un
freno y un progreso. Pues si, por su raíz y sus implicaciones, es de parte a
parte metafísico, sistemáticamente solidario de las teologías estoica y
medieval, el trabajo y los desplazamientos a los que ha estado sometido -y
de los que ha sido también curiosamente el instrumento- han tenido efectos
de-limitantes: han permitido criticar la propiedad metafísica del concepto del
signo, marcar y aflojar a la vez los límites del sistema en el que ese
concepto nació y empezó a usarse, arrancarle así, hasta cierto punto, de su
propio humus. Este trabajo hay que llevarlo tan lejos como sea posible, pero
no podemos evitar en efecto toparnos en determinado momento con ―los
límites logocéntricos y etnocéntricos‖ de tal modelo. En ese momento quizá
81
habría que abandonar el concepto. Pero ese momento es muy difícil de
determinar y nunca es puro. Todos los recursos eurísticos y críticos del
concepto de signo tendrían que agotarse por igual en todos los dominios y
en todos los contextos… (1968).
Derrida propone así sustituir la noción de signo y cambiarla por la expresión
grammé para resaltar este carácter de diferencia del lenguaje, advertido por
Saussure, pero que a diferencia de la semiología es un movimiento que ya no se
deja pensar en la oposición presencia/ausencia. Con la idea de grammé, que
puede traducirse también en español como huella, el autor resalta el juego de las
diferencias, o de la différance. La palabra différance, con ―a‖ (que ―suena‖ igual
que différence, pero se escribe distinto) apunta al carácter de espaciamiento y
temporización que supone que en el origen no hay un ser pleno, como ha pensado
toda la historia de la metafísica de la presencia. La différance es lo que no se hace
presente, porque hace posible la presentación de lo presente. El verbo ―diferir‖, en
latín differre, tiene dos sentidos principales: por un lado, diferir es temporizar,
recurrir a una temporización (como, por ejemplo, cuando se habla de ―diferir‖ un
deseo). Por otro lado, diferir implica también ser otro, ser discernible (Cfr.
Cragnolini 1999).Desaparece así la pretensión de buscar un idea de un significado
original que explique la cadena, o huella primigenia que comporte el significado
‗real‘, sino que se admite que el lenguaje es un continuo desplazamiento o
movimiento de huellas.
Con la idea de diffèrance Derrida también introduce una noción diferente de
escritura. Para entender esta noción de escritura le resulta conveniente retomar la
otra fuente de debate semiólogico: la idea de signo de Peirce. En el segundo
capítulo de la Gramatología (1996) Derrida señala que Peirce va más lejos que
Saussure en lo que denomina la deconstrucción del significado trascendental al
proponer su idea de semiosis: cualquier cosa puede funcionar como signo en tanto
pueda establecerse una relación con la referencia a un objeto y la mediación de un
interpretante, sólo que ese representamen del interpretante a su vez puede
convertirse en objeto y ser mediado por otro interpretante y así hasta el infinito
(1998, 81). : ―Lo que inaugura el conocimiento de la significación es lo que hace
82
imposible su interrupción. La cosa misma es un signo‖ (1998, 67). Son dos
aspectos los que destaca Derrida: por un lado, el hecho de que en toda semiótica
la cosa es un signo, por lo que una ―cosa‖ remite a otra ―cosa‖ indefinidamente; y,
por otro lado, la circunstancia temporal que anida en esta idea de semiosis infinita
pues lo que inaugura la cadena de signos es lo que hace imposible su
interrupción.
La idea de semiosis supone entonces que la síntesis y remisiones prohíben que
en ningún momento, en ningún sentido, un elemento simple esté presente en sí
mismo y no remita más que a sí mismo; ningún elemento puede funcionar como
signo sin remitir a otro elemento que él mismo tampoco está simplemente
presente (1998, 85 ss). El intérprete de esta manera siempre está interpretando el
resultado de una cadena de signos, y este encadenamiento hace que cada
―elemento‖ −fonema o grafema− se constituya a partir de la traza que han dejado
en él otros elementos de la cadena o del sistema. Pero este encadenamiento, este
tejido, es el texto sólo se produce en la transformación de otro texto. (Derrida
1998, 89).
La escritura no es pues entendida como un proceso cognitivo derivado del habla
como sostiene Saussure y en general la semiótica que relega la escritura, sino que
la escritura es el proceso mismo de la significación que altera esa comprensión de
la remisión de signo a signo. El eje fundamental que crítica Derrida a la semiótica
radica en un cuestionamiento sobre la espacialidad y la temporalidad del signo a
través de su noción de escritura: la idea de que un signo es producido en un
momento determinado, en una situación particular, en un tiempo definido, así que
la interpretación ya no consiste en reconstruir el sentido como presencia del
signo27. La escritura es entendida por Derrida de esta manera como un juego, lo
27
Así por ejemplo Ferraris (2006) sostiene refiriéndose a la primera parte de la Gramatología ―En la
primera parte del libro, Derrida sostiene la tesis básica de que aquello que Heidegger, siguiendo a
Nietzsche, denomina «metafísica» es esencialmente una represión, ejercida no sobre el ser
olvidado bajo los entes, sino sobre el medio que permite la constitución del ser como idealidad y de
la presencia del ente situado en el espacio y en el tiempo. Lo reprimido es, como puede esperarse,
la escritura entendida en su sentido más general («archiescritura»), no como escritura fonética (que
transcribe la voz) o ideográfica (que de todas maneras se presenta como vehículo de las ideas),
sino como toda forma de inscripción en general, del grafito al grabado, a la muesca. La metafísica
83
cual significa no solo suspensión de las reglas de significación, sino también
suspensión de los fines pues la escritura es para Derrida algo que irrumpe en la
temporalidad; implica así un cuestionamiento acerca de la idea de estructura
recogida como tarea propia de la semiología: el estudio de los signos debe dar
lugar a la identificación y clasificación de las estructuras que dan lugar a la
significación. Al escribir en cambio se trata de invertir la jerarquía de oposiciones
que dan lugar a los significados e irrumpir en su dimensión espacial y temporal la
cadena infinita de significados que abren en una situación y tiempo determinados.
Así pues, aunque Derrida sostiene que mientras la perspectiva semiótica tiene
como destino de la interpretación la verdad del interpretante final que se convierte
a su vez en signo, que para el caso de Peirce tiene el aspecto de un ‗interpretante
lógico final‘, la principal atención de la deconstrucción derridiana es en cambio
llevar el texto hasta lograr una lectura independiente de sus finalidades. La idea de
semiosis de Peirce abre así la idea de que en cada paso que va de signo a signo
no hay una transmisión fija o determinada sino que opera un cambio de
significado. Al pensar la escritura ya no según la categoría metafísica de una
presencia que subsiste y de la permanencia de un significado único al cual debe
corresponder, la escritura ya no es entonces concebida como un simple medio de
comunicación que transporta significados sin afectarlos, sino que justamente tiene
su lugar excediendo su sentido y escapando al destinatario. Pues un signo escrito
ya no se agota en el presente de su inscripción, adquiere independencia del sujeto
empíricamente determinado que le da origen, y por eso da lugar a una ―iteración‖
en ausencia y más allá de su presencia. ―Es necesario que [la escritura] sea
repetible – iterable– en ausencia absoluta del destinatario [...] Una escritura que no
fuera estructuralmente legible –iterable- más allá de la muerte del destinatario no
sería una escritura‖ (1990: 37-40).
Esta idea de iterabilidad es introducida por Derrida en su polémica con la noción
de actos de habla de Austin y Searle, la cual también registra un aspecto
reprime la mediación justamente porque va en pos de un sueño de presencia plena, ya sea la del
sujeto presente para sí mismo o la del objeto presente físicamente y sin mediaciones de esquemas
conceptuales‖ (35).
84
importante de la distancia del filósofo francés con el proyecto de la semiótica
estructural. Austin niega que el significado de una expresión se explique
investigando lo que el hablante tiene en mente, sino que en cambio lo que hace de
una emisión una orden, una promesa o una petición son los normas
convencionales con las cuales es emitida que incluyen características del
contexto. Si en circunstancias adecuadas digo ―prometo devolverle esto‖ he hecho
una promesa independiente de si en ese momento pasaba por mi mente algo
distinto, así como a la inversa, cuando escribo ―prometo devolverle esto‖, no hago
una promesa aunque mis pensamientos fueran similares a una ocasión en la que
sí hice una promesa. Prometer es por tanto un acto regido por una situación
convencional que Austin quiere explicar de manera estructural.
Austin clasifica los actos de habla en asertivos o performativos. Los primeros
describen un estado de cosas y son verdaderos o falsos. Los segundos llevan a
cabo la acción a lo que se refieren, así por ejemplo cuando digo ―prometo
devolverle el libro mañana‖ estoy haciendo el acto con las palabras. A partir de
una jerarquía filosófica Austin sostiene que las emisiones asertivas constituyen la
norma del lenguaje, propicias por ende a la ciencia y la razón, mientras las
emisiones performativas son consideradas ―afirmaciones defectuosas‖ así que sus
condiciones de satisfacción semántica son distintas de las que precisamente se
propone explorar, aunque curiosamente deban marginarse cuando se busca
proferir actos de habla afortunados28.
Derrida parte de la idea de que el acto performativo no es un acto defectuoso sino
más bien que el caso aseverativo es un caso especial del performativo. Cuando
alguien afirma por ejemplo ―esta silla está rota‖ esto puede expresar ―te advierto
que esta silla está rota‖, ―te informo que esta silla está roto‖ ―reconozco que esta
28
Derrida por ejemplo indaga ampliamente al comienzo de la obra de Austin Como hacer cosas
con palabras cuando el autor afirma ―¿Es necesario que las palabras se digan ―en serio‖ para que
se entiendan ―en serio‖? Esto es, si bien ambiguo, bastante cierto en general -es un lugar común
importante en el comentario del significado de cualquier emisión. Yo no debo estar bromeando, por
ejemplo, ni escribiendo un poema‖. Tras castigar los filósofos por relegar las emisiones
performativas del discurso no obstante advierte que su discurso tiene que tomarse en serio porque
precisamente no está escribiendo un poema, por lo que relegaria la literatura también a una
afirmación defectuosa. Sobre esto véase también Culler (1984) y Miller (2001).
85
silla rota‖ ―me quejo de que esta silla está rota‖. Austin pretende confinar la
interpretación al contexto particular de la emisión29, a la presencia del signo que es
la que le otorga su significado. Pero para Derrida el significado no sólo está
determinado por el contexto, sino que el contexto es infinito: se desencadena una
remisión infinita de significados y posibilidades muchos de los cuales no son
previsibles en el texto que interpretamos. La iterabilidad del signo implica que la
escritura no se agota nunca en el querer decir del sujeto de la enunciación y de su
contexto sino que el signo escrito siempre excede la intención que lo ha emitido y
transporta.
Esta idea de iterabilidad le permite por ejemplo a Derrida hacer uso de textos que
se consideran canónicamente ―literarios‖ para deconstruir otros textos de la
filosofía, el psicoanálisis, el derecho, la política, y a su vez ha permitido a otros
textos jugar libremente como ficción aunque no sean considerados desde el punto
de vista institucional como literarios. La literatura no es para Derrida una esencia
escondida dentro de un texto determinado, sino que es el ―correlato de una
relación intencional con el texto, una relación intencional, que integra en sí misma,
como un componente o un estado intencional, la conciencia más o menos implícita
de reglas que son convencionales o institucionales, sociales, en cualquier caso‖.
Este desplazamiento del contexto del texto a otros contextos es propio de la
actividad crítica de la deconstrucción derridiana. Así que en muchas de sus
propias lecturas de obras literarias los fundamentos a deconstruir pocas veces
están en la misma literatura: ella misma es el instrumento, si se quiere, de la
deconstrucción. De ahí por un lado, la variedad de usos de la literatura, pues más
allá de la interpretación modélica, Derrida logra extraer consecuencias muy
distintas de los contextos formulados, como ese intento de leer a Hegel a partir de
la obra de Genet en su obra Glas. Pero por otro lado, porque la literatura se
29
Para que una performativa funcione sin problemas, dice Austin ―(A.1) tiene que haber un
procedimiento convencional aceptado que tenga un cierto efecto convencional, para que ese
procedimiento incluya la emisión de ciertas palabras por ciertas personas en ciertas circunstancias,
es también preciso, (A.2) que las personas y circunstancias concretas en un caso dado sean
adecuadas para acogerse al procedimiento concreto que se ha elegido. (B.1). El procedimiento
debe ser llevado a cabo por todos los participantes de forma correcta y (B.2) completa‖ (1971: 14-
15).
86
convierte también en la misma deconstrucción sobre la base de dos principios
‗indecibles‘: su capacidad de decirlo todo y la posibilidad del secreto (Miller
2005).30
De esta manera, aunque la deconstrucción encuentra puntos de convergencia con
la semiótica se plantea de manera muy distinta, incluso es entendiendo que se
trata de un proyecto filosófico distinto puede entender su propuesta filosófica. Esta
última parte justamente de lo ocultado, de lo que deja tras de sí la propuesta
semiótica de Saussure. La postura de Derrida se presenta entonces como una
estrategia filosófica en respuesta a la postura estructuralista y formalista de la
semiótica, al llamar la atención sobre el papel dinámico del intérprete para pensar
más allá de los límites de la intencionalidad del autor y de la obra misma. Si en la
perspectiva semiótica se propone definir estructuras que le permitan al intérprete
desarrollar y controlar la actividad interpretativa, en la deconstrucción el intérprete
cuestiona en cambio lo que sirve de fundamento a las estructuras de un texto.
Jonathan Culler31 en su respuesta a las conferencias Tanner de Umberto Eco en
su ensayo ―En defensa de la sobreinterpretación‖ da respuesta a las dos
preguntas formuladas por Eco a la deconstrucción: si en la deconstrucción ―todas
las lecturas son posibles‖ y si la deconstrucción es una invitación a la
sobreinterpretación. A la luz de los argumentos expuestos podríamos decir en
principio como resalta Culler que lejos de omitir el trabajo analítico la
deconstruccción es una propuesta filosófica rigurosa, desde el punto de vista de lo
que significa el rigor dentro de la tradición filosófica, como de la consolidación de
30
Miller (2005) hace una importante exposición sobre la idea de literatura enfocándose en estos
dos aspectos del decirlo todo y el secreto. Sin embargo, sostiene que Derrida podría ser
considerado también un buen crítico literario. A diferencia de Miller creo que no habría razones
para calificarlo de tal manera, sobre todo teniendo en cuenta las implicaciones de la iterabilidad del
signo: Derrida no busca hacer crítica literaria en el sentido de interpretar el texto sino que busca los
fundamentos filosóficos del texto y con ello de la literatura misma. 31
Jonathan Culler ha sido uno de los críticos ‗deconstruccionistas‘ que ha desarrollado un trabajo
divulgativo serio de las ideas de Derrida en Norteamérica en varios de sus trabajos, por ejemplo
Sobre la deconstrucción. Teoría y crítica del estructuralismo (1984) o la selección de trabajos en
cuatro volúmenes Deconstruction: Critical Concepts y varios artículos publicados en prestigiosos
journals entre los que destacamos ―Semiotics and Deconstruction‖ (1997) y ―La crítica
postestructuralista‖ (1988)
87
un rigor difícil, que es evidente por ejemplo en la construcción del estilo derridiano
de escritura. Así lo sugiere el mismo Culler en Sobre la deconstrucción (1984):
…la práctica de la deconstrucción pretende ser tanto un argumento riguroso
dentro de la filosofía como un cambio de las categorías filosóficas o de los
intentos filosóficos de dominio. He aquí a Derrida describiendo la estrategia
general de la deconstrucción: «En una oposición filosófica tradicional no
encontramos una coexistencia pacífica de términos contrapuestos sino una
violenta jerarquía. Uno de los términos domina al otro (axiológicamente,
lógicamente, etc.), ocupa la posición dominante. Deconstruir la oposición es
ante todo, en un momento dado, invertir la jerarquía‖ (Derrida Positions,
págs. 56-57, citado por Culler: 36).
Culler pone de presente que la práctica de la deconstrucción no es el mero juego
de oposiciones sino que se trata de un ejercicio a partir de las estrategias retóricas
que construyen un determinado concepto pero a su vez es una inversión de las
jerarquías que lo posibilitan. La deconstrucción es así ―una acción doble, un
silencio doble, una escritura doble, poner en práctica una inversión de la oposición
clásica y un corrimiento general del sistema. Será sólo con esa condición como la
deconstrucción podrá ofrecer los medios para intervenir en el campo de las
oposiciones que critica y que es también un campo de las fuerzas no discursivas‖
(Márgenes de la filosofía citado por Culler 1984: 38). Así que la deconstrucción
supone una exploración rigurosa pero no para definir los límites de un determinado
concepto sino para resquebrajarlos. Y esto es evidente en su propia lectura
deconstructiva de la noción de signo que lo lleva a plantear una sustitución por
grammé y proponer una concepción muy diferente de escritura, la cual es a su
vez, una manera muy distinta de plantear el papel estructuralista de la semiótica.
Por esto la deconstrucción no ‗aclara‘ los conceptos en el sentido tradicional del
término, esto es, en el sentido de encontrar un punto de vista unitario, de llegar al
significado. Por el contrario, investiga ―el funcionamiento de las oposiciones
metafísicas en sus argumentos y los modos en que las figuras y las relaciones
textuales, como el juego del suplemento en Rousseau, producen una lógica doble
y aporética‖ (Culler 1984: 56). El hecho de no explicar los términos de la manera
como se acostumbra a aclarar los diferentes conceptos hace creer que en esta
88
perspectiva se admiten ―todas las lecturas posibles‖, pero este juicio no es más
que producto de un desconocimiento de la filosofía de Derrida y de lo que entiende
por deconstrucción. Pero lo que también es evidente es el interés de Derrida por
llevar los textos más allá de los contextos y de las finalidades atribuidas al texto o
al autor del texto. De esta manera la deconstrucción invita a la sobreinterpretación,
es decir, a llevar los textos a otros contextos distintos y transformarlos, a la
iteración del signo. No se trata simplemente de llevarlos a otros contextos de
significado sino como Culler (1995) advierte en su texto respuesta a Eco:
Creo que a Eco lo ha inducido a error la preocupación por los límites o
fronteras. Quiere afirmar que los textos ofrecen un margen muy amplio a los
lectores pero que existen límites. La deconstrucción, por el contrario, hace
hincapié en que el sentido está limitado por el contexto -una función de
relaciones dentro de los textos o entre ellos-, pero que el propio contexto es
ilimitado: siempre podrán presentarse nuevas posibilidades contextuales, de
forma que lo único que no podemos hacer es poner límites (141).
De acuerdo con Culler ―La interpretación moderada, articuladora de un consenso,
por más que pueda ser valiosa en algunas circunstancias, no tiene mucho interés‖
(1995: 145). Desde la deconstrucción y como crítico literario, a su juicio, lo que se
debería incentivar en los estudiantes y críticos de la literatura es a encontrar
aquellas interpretaciones con las cuales pueda poner en discusión las teorías y las
maneras de entender los textos literarios más que aquellas que confirman un
estatuo quo de la interpretación.
Umberto Eco vinculó la sobreinterpretación a lo que llamó un «exceso de
asombro», una excesiva propensión a tratar como significantes elementos que
podrían ser simplemente fortuitos. Esta deformación profesional, tal como la
concibe, que inclina a los críticos a romperse la cabeza con elementos de un texto,
me parece, en cambio, la mejor fuente de las ideas sobre lenguaje y literatura que
buscamos. El punto es que los límites no pueden venir prefigurados, por lo que no
puede haber límites para la interpretación desde la deconstrucción. No quiere
decir esto que se pueda decir cualquier cosa, (si bien lo que abre la literatura es el
decirlo todo, aunque esto es necesario entenderlo en un marco más amplio del
89
proyecto filosófico de Derrida), sino que se trata de cuestionar las verdades obvias
que supone Eco. Más allá de los límites no supone un pensar más allá en el
sentido metafísico que esto parece enunciar; pensar algo no contemplado y oculto
pero previsto en el texto. Por el contrario, se trata de un pensar más allá de los
lentes con los cuales se acostumbra a domesticar nuestra interpretación. Culler
defiende no sólo la posibilidad sino la vitalidad que en particular para la crítica
literaria este gesto interpretativo posibilita. Y esta invitación es sin duda la
invitación de la actividad deconstructiva. Una actividad que nace justamente en la
deconstrucción del signo.
90
A manera de conclusión: por una ética de la lectura
Stefan Collini (1991) en la introducción al libro que compila las intervenciones de
las conferencias Tanner de Umberto Eco, señala que el debate interpretación /
sobreinterpretación ha despertado enorme interés en el contexto americano, no
sólo porque pone en diálogo tres perspectivas con especial resonancia en la
producción académica angloparlante (deconstrucción, semiótica y pragmatismo),
sino también porque problematizan aún un vigente escenario sobre el cual
proliferan y se justifican ―nuevas interpretaciones‖ (1995: 15).
De acuerdo con Collini, dos acontecimientos deben considerarse para explicar la
pertinencia de este debate: primero, después de la segunda guerra mundial, la
enorme expansión de la educación superior en el mundo occidental significó la
aparición de un sinnúmero de corrientes de pensamiento que ponen en cuestión la
identidad y la categoría de las disciplinas definidas ―institucionalmente‖. Las
presuposiciones sobre las cuales descansaban los criterios interpretativos dejaron
de gozar de una fácil hegemonía gracias a un examen más atento y minucioso
sobre los métodos y los conceptos que constituyen un determinado campo de
conocimiento, motivado en parte por la aparición de nuevos campos de
exploración abiertos por perspectivas antes desestimadas por cuestiones étnicas o
culturales, así como por el interés creciente por encontrar ―nuevas teorías‖ y
movilizarse dentro del ―mercado de las interpretaciones‖ las cuales garantizaban el
éxito individual en la vida académica norteamericana.
Segundo, una vieja y medular discusión sobre la manera como en términos
generales choca una tradición interpretativa atribuida a ―Europa continental‖, la
cual se acomodó en particular en algunos departamentos de inglés, frente a otra
extendida tradición ―anglosajona‖ con énfasis en la explicación y apreciación
críticas, y donde el método y la epistemología ocupan el lugar central de la
reflexión teórica (1995: 23). Resalta Collini la circunstancia histórica de la
91
profesionalización de los estudios literarios en Norteamérica, cuyo origen a
principios de siglo XX fue plantearse la posibilidad de un ―método científico‖ para
el análisis de textos literarios sobre la base de que la obra literaria, en tanto objeto
estético con una autonomía propia, podía ser comprendida a través de un ejercicio
sistemático de las oposiciones significativas contenidas en el texto, sin apelar ni a
las circunstancias del autor al producir la obra ni a las expectativas del lector al
interpretarla.
Esta ‗actitud‘ literaria que monopolizó la mayoría de los departamentos de inglés
de los Estados Unidos hasta los años sesenta, poco receptiva a las tradiciones
filosóficas europeas que empezaron a surgir por aquel entonces (hermenéutica, la
fenomenología y la lingüística estructural), a partir de los setenta dio paso a un
entusiasmo creciente por los autores etiquetados como postestructuralistas que
cuestionaban el ―interés científico‖ y el ―autoritarismo‖ de los estudios literarios
hasta entonces, y fueron cautivados por llevar hasta el límite la arbitrariedad del
signo de la que hablaba Saussure. Esto ocasionó una adopción muchas veces
ingenua de estos autores europeos, porque desconocían los presupuestos
fundamentales sobre los cuales se apoyaban estos autores, quedándose apenas
con los eslóganes más fáciles de asimilar, como por ejemplo que hacer
deconstrucción es escribir como Derrida. Este debate por tanto hace eco de esta
confrontación permanente entre ambas posiciones.
Independiente de que esta discusión pueda matizarse para evitar generalizaciones
históricas, sería conveniente una sociología de los estudios literarios más
detallada para el caso americano, lo cierto es que la discusión sobre la
interpretación no puede ser aséptica al contexto histórico en el que ésta tiene
lugar. Esta discusión de las conferencias Tanner se desarrolla a comienzos de
1990 donde para la época se respiraba una cierta orfandad ideológica y un
irrefutable halo de victoria de las tesis liberales frente a la caída del socialismo.
Llama la atención por ello las diferentes radiografías del estado de la
interpretación de cada uno de los invitados al debate. Así por ejemplo, no puede
entenderse la insistencia de Eco sobre el respeto de la coherencia textual, la
92
necesidad de una aproximación teórica al texto y la defensa del estatus
epistemológico de la obra arte, sin considerar que son respuestas a la proliferación
masiva de interpretación sin criterios de validación alguna. El péndulo de Foucault
no es sólo una novela que demuestra lo inútil e inoficioso de rastrear verdades
ocultas o de la búsqueda de la remisión infinita de significado como pretende
mostrar Rorty, sino que es ante todo un cuestionamiento sobre los efectos
ocasionados por esa permisividad de las interpretaciones en una sociedad que ha
fracturado todas sus convicciones y creencias. Es el resultado, si se quiere, de
una sociedad liberal donde los individuos frente a la responsabilidad de sus
propias acciones, pues ya no hay un dios de respaldo o un vigilante que los juzgue
en la intimidad, han optado en cambio por el flujo incontinente de las opiniones y
las ideas personales. Así, la apuesta intelectual de cuestionarlo todo y mantenerse
en el escepticismo, se convierte en el instrumento de una carrera de supervivencia
donde toda interpretación sólo es válida en tanto pueda distinguirse de las demás.
Por su parte, la postura de Rorty y su defensa de la libertad interpretativa del lector
no puede entenderse sin considerar el cuestionamiento a cierta tendencia
academicista que condiciona nuestra sensibilidad al despliegue de un método que
garantiza que una interpretación sea válida y legítima. La ecuación lingüística para
Rorty en ocasiones empaña el vínculo formativo y transformador de la lectura que
logramos cuando establecemos una interlocución directa con la obra que estamos
leyendo. Su hipótesis del progreso del pragmatista refleja al lector que logra captar
con ironía la tiranía del tiempo y que sabe conceder en las diferencias; es decir,
quien ha ido madurando los conceptos en su intimidad porque ha podido
contrastar sus lecturas con sus propias vivencias, y no como producto del ejercicio
analítico de determinada teoría. Por esto el amor y el odio, más que cualquier otra
cosa, le resulta más importante a la hora de interpretar, porque el amor como la
lectura ―es la clase de cosa que nos cambia cambiando nuestros propósitos,
cambiando los usos a los que dedicaremos las personas y las cosas que
encontremos en el futuro‖ (1995, 127). Si lo que se pretende privilegiar en la
interpretación es este control interpretativo, el riesgo de que este control se
convierta en autoritarismo es latente. Por esto, el progreso en una determinada
93
disciplina, en particular cuando se trata de disciplinas que tienen por centro al
hombre, no se debe para Rorty a la consecución lineal que proyectaba Newton
con su idea de progreso sobre ―hombros de gigante‖, sino al debate siempre
abierto que nos permita a veces regresar sobre nuestros pasos, o dar incluso
pasos en falso, pero que son sin duda lo que revelan la comprensión de lo que
hemos hecho, lo que hacemos y quienes estamos siendo.
Para Ricoeur el texto es también un acontecimiento de significado. Pero al señalar
que en la preocupación por encontrar los dispositivos de regulación de los
diferentes sistemas puede caer en lo que denomina ideología del texto, que no es
otra cosa sino circular alrededor de la posibilidad de una estructura definitiva y de
que tanto mi interpretación se adapta a ella o se distancia, Ricoeur retoma lo que
Heidegger ya había mostrado y es como aquello que estructura oculta; lo que la
técnica traduce, y por tanto la técnica de una interpretación deja por fuera, es la
pregunta por el ser. Así que la filosofía dejó de ser una ciencia que determina los
principios lógicos y se convierte en una hermenéutica, en demostrar la importancia
del problema ontológico en la interpretación, pues del ser es de lo que se trata
justamente cuando se interpreta. El desciframiento de códigos semiótico apenas
es presentado como un complemento importante de la actividad de interpretar,
porque éste no puede responder al final sobre cómo ocurre esta articulación de la
obra leída, lo exterior, con la propia referencia, nuestra propia construcción como
sujetos.
Culler, aunque muestra la incomprensión sobre lo que significa el
deconstruccionismo, como creer por ejemplo que la deconstrucción admite todas
las lecturas posibles sobre un texto cuando es en realidad también un ejercicio de
construcción analítica sólo que no para resolver las oposiciones sino para
descubrirlas en su propia aporicidad, muestra la imposibilidad de acercarse a la
interpretación desde un punto de vista de una epistemología tradicional, porque
las obras ya no son las mismas de antes. Autores como Borges, Joyce, John Barth
o el mismo Eco, no pueden ser leídos como hechos dados de manera
prediscursiva, como ideados por la mente de un autor ideal que controla los
94
impulsos de su lector, sino que se convierten en acontecimientos de sentido
gracias a la participación del lector, por lo que ya no pueden estudiarse en
términos de estructuras definidas de antemano: ―Tales historias nos demuestran
que tenemos dos niveles, historia y discurso, que no engranan armoniosamente
en una gramática coherente, estructuralista de la narrativa, sino que están en una
interacción tensa, insintetizable‖ (Culler 1984, 36) La deconstrucción destaca
cómo la semiótica insiste en el aspecto que llamaba Saussure sincrónico del
lenguaje, pero deja por fuera el diacrónico o histórico, esto es, el aspecto temporal
de la interpretación, aquello que irrumpe en nuestra manera de entender los textos
y que las convierte en escritura. Estos textos ―postmodernos‖ nos invitan pues a
reinventar la filosofía, a acometer el riesgo de pensar de manera distinta, aunque
ésta no pueda hacerse por completo original, pues también nos debemos a la
tradición a la que pertenecemos mediante el lenguaje y la cultura que heredamos
una vez nacemos.
Así pues, tenemos al menos tres maneras de plantear respuestas al estado de la
interpretación actual y sus riesgos. Sin embargo, a pesar de ser proyectos
contradictorios, de partir de concepciones distintas de lo que es el texto, el lector,
el sentido, y cómo juegan estos a la hora de la interpretación, al final ninguno se
desprende del ideal moderno crítico, el anunciado por Kant y que nos llevaría a la
mayoría de edad, a pensar por nosotros mismos. En un tiempo de aparente
relativismo, donde pululan las revistas académicas y las miradas sobre diversos
temas, y en las cuales parece inocua la exigencia de completar las ideas con
cientos de referencias sobre la obra por encima de la posibilidad a la invención y la
creatividad, los autores estudiados nos demuestran que además de la escritura
como producto de la tarea hermenéutica, es necesario enfocar la escritura como la
dificultad de conseguir una voz propia, en el esfuerzo de expresar una perspectiva
propia del mundo.
Al final de las conferencias Tanner Eco destaca, por ejemplo, que a pesar de las
diferencias con sus comentadores, esas interpretaciones no podrían considerarse
como interpretaciones fracasadas; no son como el mulo, es decir, incapaces de
95
engendrar otras interpretaciones. Más bien son invitaciones a controvertir, a
afirmar una perspectiva y por supuesto a interpretar. El mismo Eco de manera
algo ―tramposa‖ sostiene que sus diferencias por ejemplo con la deconstrucción no
se derivan de un rechazo taxativo a la obra de Derrida sino más bien de su
distancia con los dogmatismos epistemológicos de muchos de sus seguidores. La
lectura de El péndulo de Foucault hecha por Rorty para Eco, de otra parte,
―representa un notable ejemplo de lectura minuciosa de varios textos míos‖, así
que su cuestionamiento viene menos por la sobreinterpretación de su novela, ―es
un lector empírico que satisfacía los requisitos del lector modelo que deseaba
diseñar‖, sino por una diferencia en cuanto a cómo la interpreta. Y con seguridad
tanto Rorty como Culler no dejarían de encontrar en Eco un crítico y un novelista
que se ha ganado una reputación y prestigio merecido por ofrecer lecturas, al decir
de Eco, que engendran otras interpretaciones y merecen por tanto atención crítica
como la que es objeto en esta oportunidad.
Por consiguiente, cada uno de los invitados al debate no estaría en posición de
anular la otra perspectiva sino de mostrar sus diferencias y con ello de mostrar
porqué su postura es más conveniente que las otras. Existe un interés
metodológico en tanto su propio modo de leer se propone como paradigma de
interpretación. Pero lo curioso es que sus diferencias ya no se pueden resolver en
términos metodológicos: proponer que mi manera de leer el texto es ―mejor que
otra‖ o que remplaza a la ―otra‖ ya no es posible cuando cada uno ha logrado con
éxito afrontar la tarea interpretativa aunque derive de ellas consecuencias
distintas.
Una vez aceptado que no hay una manera de acceder privilegiada a la verdad,
debemos admitir no que hay múltiples verdades, como intenta proponer el
postmodernismo escolar, sino que hay caminos distintos para acceder a la
―verdad‖. Lo que cuestiona una u otra corriente es el tipo de verdad que configura
determinada perspectiva. Es así como se evidencia un desplazamiento en la
pregunta central y filosófica que está presente en el debate: ¿qué es interpretar?
Esta pregunta que tiene su historia moderna en Dilthey se hacía con el fin de
96
responder a otra pregunta ¿cómo interpretar? Si conocíamos qué significaba
interpretar la respuesta a continuación que esperábamos era, con base en su
definición, saber cómo interpretamos, cómo nos acercamos a los textos
interpretativamente. La diferencia entre ciencias del espíritu y ciencias exactas
consistía en dos significados distintos de qué era la interpretación y por ende de
dos maneras de interpretar distinta. Sin embargo, la pregunta ¿qué es interpretar?
ahora tiene como finalidad otra respuesta: ¿para qué interpretamos? Cuando hoy
hacemos la pregunta qué es interpretación, no esperamos que nos digan los
pasos para alcanzar una interpretación mejor o peor, sino que nos den una
respuesta acerca de para qué interpretamos.
No es pues una discusión epistemológica la que se encuentra en el centro de este
debate sino una discusión ética. De hecho, los argumentos son en realidad
argumentos éticos. La idea de respeto del texto por ejemplo se funda en la
posibilidad de plantear una forma madurada de las ideas de la ciencia lingüística,
que coincide en muchos puntos con el llamado giro lingüístico de la filosofía, y que
considera la posibilidad de llegar a acuerdos interpretativos sin los cuales no sería
posible la interpretación. Estos acuerdos interpretativos se consiguen a través de
la lógica del texto y de sus propias reglas de significación pero pasan por el tamiz
del encuentro intersubjetivo, por lo que la semiótica se propone como un puente
estableciendo un lenguaje sobre el cual pueden discutirse y tomarse diferentes
decisiones interpretativas.
Por otro lado, si bien la crítica al razonamiento de Eco por parte de Rorty es el
creer que existen unos criterios definidos y hasta cierto punto inviolables a los que
cuales debe responder toda interpretación de un texto y que la semiótica tiene el
papel de controlar los desvíos interpretativos a partir de una comunidad de
especialistas como respaldo, la lectura ironista del pragmatista lejos de ser
acrítica, tiende a ver más bien la interpretación como el resultado de la
experiencias diversas que determina nuestras atenciones y nuestros desvíos. Su
defensa de la libertad de lector en realidad es una defensa sobre la posibilidad de
alcanzar ese sentido crítico en el ejercicio de la libertad interpretativa.
97
Así mismo, desestimando el acercamiento ―sensible‖ que propone Rorty al margen
de los mecanismos semióticos, la deconstrucción considera también su papel
crítico al situar sobre la mesa qué se entiende por razón y racionalidad, pues para
esclarecer los límites de un texto es necesario deconstruir los conceptos que lo
fundan hasta el límite de lo imposible. La decosntrucción propone una diferencia
radical con la semiótica al cuestionar la noción central de signo y la manera como
esta noción reproduce una forma textual que reitera la metafísica moderna del
problema sujeto/objeto. A cambio, en lugar de evadir la responsabilidad del lector
frente al texto, la asume radicalmente ya que su tarea no es otra que reescribirlo.
Sin este requisito, difícil, no siempre probable pero necesario, se corre el riesgo de
dar vueltas en círculos a formas semióticas aprendidas, o mal de archivo del que
habla Derrida (ver 2001, 2005), que no abre paso a la escritura sino que la cierra
al imponer una forma retórica del deber de decir las cosas.
En cada uno de los intentos por proponer argumentos epistemológicos en realidad
se proponen argumentos éticos. No deja de ser por ejemplo elocuente el hecho
que tanto Rorty como Culler presentan un Eco más cercano a sus propias teorías.
Rorty ve en Eco un camarada pragmatista a partir de su noción de Enciclopedia y
de sus personajes literarios. Culler muestra que a pesar de denunciar la
sobreinterpretación, Eco también sobreinterpreta los textos porque ofrece miradas
que enriquecen la interpretación de obras literarias destacando aspectos no
advertidos por otros comentaristas. Pero es cierto que cada uno presenta acentos
distintos. En Eco, a partir del texto, descubrimos el interpretante gracias a su
manera de encadenarlo con otros textos; en Rorty descubrimos al sujeto gracias a
los distintos textos con los cuales crea narrativas sobre sí mismo; en la
deconstrucción, por su parte, descubrimos tanto el texto como el sujeto en una
relación en la que por un lado construimos el texto y por otro ponemos en cuestión
sus fundamentos a través de la escritura.
En todos los casos, la constitución del sujeto se da en la escritura entendida como
una forma particular de acción sobre el mundo que es la obra. Pero esa ética
implícita en la escritura no es homogénea. Las discrepancias en cuanto a las
98
maneras de aproximarnos interpretativamente a un texto no se agotan en el
debate, sino que persisten como criterios diferenciados de lo que en cada caso es
la ética del sujeto y, en particular, la ética de la responsabilidad textual.
En esa encrucijada, la postura compatibilista de Ricoeur pueda ser una manera de
dar respuesta ética a muchas de las formulaciones advertidas por los
comentadores de Eco. Sin embargo, en Ricoeur la etapa de refiguración se
presentaría como una etapa avanzada de interpretación y por ende al final tendría
un carácter epistemológico; como si fuera una semiótica que desborda el texto,
pero al fin y al cabo una semiótica. Aún así, al mantener la irreductibilidad de la
comprensión a la explicación, y al eludir una hermenéutica epistemológica tipo
Gadamer, el giro hermenéutico se desarrolla como giro ético. El problema no es,
entonces, cómo abordar la verdad del ser, sino el problema del ser en la
interpretación. El paso de Ricoeur va más allá de la advertencia de Eco, según la
cual, cualquier interpretación que no considere el fundamento ontológico del texto
corre el riesgo de hipostasiar el sujeto de la interpretación.
No hay ninguna teoría capaz de explicarlo todo. No hay una ética universal de
lectura, una manera de leer particular que puede aplicarse como empresa
educativa, como dice Bloom (2000). La idea moderna según la cual es posible
establecer una teoría general de la razón, una filosofía fundamental que de
derroteros a las demás, el tratado que consigna todo el conocimiento humano a
través de formulas, esta pretensión se ha evidenciado también como imposible.
¿La hipótesis liberal del lector no tiene el riesgo de caer en el relativismo si da
cabida a la inteligencia narrativa que supone la ironía rortiana? ¿La difícil escritura
derridiana tal y como se plantea por los deconstruccionistas no tiene el riesgo de
caer en la incomprensión al obviar la posibilidad del acuerdo interpretativo? ¿La
hermenéutica no tiene el riesgo de caer en un solipsismo semiótico en el cual los
signos atravesados por el ―yo‖ terminan por desfigurarse?
Lejos de las dinámicas profesionales en las cuales se enclavan los profesores que
promueven las diversas teorías interpretativas (llena de los egoísmos y las
particularidades del actual estado del mercado de las interpretaciones en
99
instituciones de educación superior), el hecho de no contar con un criterio válido y
legítimo aplicable en todos los casos a la hora de interpretar obras, en particular
aquellas que rompen con los discursos previos e inauguran nuevos
acontecimientos de significado como son las obras de arte, evidencia la salud de
una dinámica interpretativa que permite estar alerta a los dogmatismos
epistemológicos y a la colonización de argumentos de manera impositiva sobre
otros. La pregunta por la ética de la lectura se convierte así en una nueva
demanda pragmatista del problema de la interpretación. Por ello, pienso que la
respuesta plausible a esa demanda, es desplegar el campus y el habitus semiótico
como un reto ético permanente, sin caer en dogmatismos y sin dejar de abrirse a
la riqueza de la experiencia interpretativa.
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