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MONIMBO “Nueva Nicaragua” Edición 721 • Año 29 Sección Sección Sección Sección Sección Lit Lit Lit Lit Liter er er er erar ar ar ar aria ia ia ia ia Sección Sección Sección Sección Sección Lit Lit Lit Lit Liter er er er erar ar ar ar aria ia ia ia ia Salomón de la Selva Rubén Darío Abrojos y Azul.... Por Valentín de Pedro El “opulento político”, a tra- vés de la carta del salvadoreño Cañas, y de lo que a ella agre- garía Poirier debió imaginarse otra cosa. Iba él a esperar a un poeta que había adquirido ex- traordinaria notoriedad la Amé- rica Central, que contaba en su haber triunfos resonantes, como el de su oda “Al Libertador Bo- lívar” en San Salvador; autor de un brillante artículo necrológico sobre el ilustre chileno Vicuña Mackenna, y que venía repre- sentando a tres periódicos de su patria nicaragüense... En su mentalidad burguesa, todo ello debía traducirse en una perso- na de respetabilidad, social y económica, bien trajeada, con su abrigo de pieles, y lujosas y abultadas valijas. De ahí que hiciera reservar habitaciones “para el señor Darío” en uno de los mejores hoteles de la ca- pital. Y de ahí que al ver al se- ñor Darío que se presentaba ante sus ojos, tan distinto al que se había imaginado, se desen- tendiera de él, encomendán- dolo a secretario, para que éste viera que podía hacerse en su favor. El secretario habló a su vez con el director del diario más importante de Santiago, sobre el que proyectaba su in- fluencia el “opulento político”; le presentó al recién llegado poeta nicaragüense, que tam- poco impresionó muy favora- blemente al director del perió- dico, quien, sin embargo, para complacer al personaje que se lo recomendaba, se avino a in- corporarlo a la redacción, en un puesto sin categoría ninguna, y se alargó en su generosidad hasta ofrecerle habitación en el mismo edificio del diario, lo que le compensaría un tanto de la parvedad del sueldo. Y también encomendó a un secretario que se encargara de instalar y de poner al tanto de sus obliga- ciones al nuevo redactor, siendo lo primero que debía hacer, acompañarle a una sastrería donde le suministraran otro traje con que sustituir el que llevaba puesto y que no condecía con la importancia del periódico. Se- mejante trámite no dejaba de ser humillante, pero Rubén ha- bía de avenirse a todo en aque- llos momentos. El ideal de los escritores jóvenes -y viejos- que Darío conoció en Santiago, era publicar un libro en París, y si hubiese podido ser en francés, mejor. Cuantos le conocieron en- tonces -escritores y periodis- tas-, volcaron a su hora, en las cuartillas, sus impresiones y re- cuerdos. Y ha tenido en Raúl Silva Castro, un cronista fiel y minucioso, que lo ha seguido ca- si paso a paso en todas las ma- nifestaciones literarias y perso- nales de su permanencia en Chile. La lectura de su Rubén Darío a los veinte años, nos da una idea bastante exacta de lo que fue la vida del poeta desde su llegada a Valparaíso, el 24 de junio de 1886, hasta su salida del mismo puerto el 9 de febrero de 1889. Cómo fue su entrada en La Época, el periódico de Santiago a cuyo personal fue incorpo- rado, nos lo dice Samuel Ossa Borne, que se contaba entre sus redactores: “Una noche Manuel Rodrí- guez Mendoza se apareció acompañado de un personaje extraño, flaco, moreno, mar- cadamente moreno de faccio- nes niponas, de cabello lacio, negro, sin brillo; que vestía ropas que gritaban el recién salido de la tienda y en las que parecía sentirse cohibido; en- redado para andar; amarrado para saludar, desconfiado, re- traído, de escasa palabra, len- ta y sin animación; pero con una gran vida en los ojos par- dos, un tanto recogidos faltos de franqueza, inquisidores. Era Rubén Darío”. Por otro de sus compañeros de redacción, sabemos que el cuarto que ocupaba en el edifi- cio del periódico era “un poco más estrecho que esos en que se guardan los perros bravos en las haciendas”, sin que en él hubiese lugar ni para una silla. Por todo ajuar, aparte la indis- pensable cama, “una maleta vieja, remendada y con clavos de cobre, y un lavatorio de hierro”. Contrastaba el ruin aloja- miento del poeta con los salo- nes del periódico, que ocupaba un local espléndido y central: “salones de estilo oriental ima- ginativo, con amplios divanes de rica seda y cortinajes que fil- traban discretamente la luz del día”, si hemos de atenernos a lo dicho por uno de sus fre- cuentadores por quien sabe- mos también que la aparente opulencia de La Época no lle- gaba hasta los sueldos del per- sonal secundario, dato que importa con relación a Darío, que se contaba entre ese per- sonal y no tenía má ingresos que su sueldo. En los suntuosos salones de La Época, se congregaba un mundo abigarrado y brillante, compuesto por gentes que se destacaban o aspiraban a des- tacarse en la política, la diplo- macia, las letras o el periodis- mo; junto a la élite juvenil san- tiaguina, graves y directivos per- sonajes. Todos con “buena po- sición social” o camino de ella. Más él seguía careciendo de aquella “buena posición social” que ambicionaba, y que tanto echaría de menos en tales cir- cunstancias. Resultaba totalmente ajeno a la sociedad en que ahora se mo- vía. Una sociedad muy distin- ta a la de su Nicaragua y su América Central, a la que sen- tíase ligado, de la que tenía la impresión de ser parte, por encima de su orfandad y de su pobreza. Aquella era una so- ciedad en la que se perpetua- ban los modos de vida española de los días virreinales, con los escasos cambios traídos por los tiempos nuevos. Por el con- trario, los cambios traídos por los tiempos nuevos en la so- ciedad chilena eran muy im- portantes. Como quien cambia de fisonomía. Toda aquella gente que brillaba y bullía en el mundo santiaguino, en el cual había aparecido él de pronto como un polizón, tenía los ojos fijos en Europa, y Europa era, para toda aquella gente, Francia. Y más concretamente, París. Para ella lo español esta- ba preterido en todos sus as- pectos. En su tierra -su Nica- ragua, su América Central- lo español conservaba aún una vigencia que hacía tiempo había perdido en Chile. Y si había en Centroamérica un Gavidia que se interesaba por los poetas franceses, para los chilenos no contaba otra literatura que la importada de París. En aquel medio, ¿qué podía significar la fama de que Darío venía pre- cedido de sus países centro- americanos, ni qué aprecio po- dían hacer de sus versos, tan imbuidos de la tradición espa- ñola y de los poetas peninsulares de entonces? El ideal de los escritores jóvenes -y viejos- que Darío conoció en Santiago, era publicar un libro en París, y si hubiese podido ser en francés, mejor. En aquel medio tenía forzo- samente que sentirse dismi- nuido. Y por primera vez debió experimentar una pérdida de confianza en sí mismo. Lo que hasta entonces le había distin- guido era una absoluta seguri- dad en su triunfo. El ambiente en que había surgido, tan poco exigente y rutinario, apegado a normas tradicionales, y el do- minio de sus facultades, adqui- rido en el estudio de los clási- cos y modernos españoles, en el conocimiento del idioma y las leyes de la prosodia y la gra- mática, le dieron un aplomo un tanto infantil, como que proce- día de sus triunfos de poeta niño. Pero de pronto, al faltarle el am- biente en que se había afian- zado su confianza en sí mismo, ésta también le falta. Ello se hace más evidente si acudimos a este testimonio de lo que era su vida en la redacción de La Época: “Rubén Darío llevaba en la imprenta una vida difícil. Su ingenio no encuadraba en el régimen. Necesitaba liber- tad, poder volar libremente. Era triste darle una orden: “Rubén, haga usted este pá- rrafo”. El párrafo no salía. Allí se estaba un hombre amarra- do, mordiendo el lápiz, ¡in- comprensibles dificultades! Un dios de la pluma se mos- traba incapaz de redactar el suelto má sencillo... Desgra- ciadamente no había benevo- lencia para Rubén Darío. Había crueldad. Excepto en Manuel Rodríguez y en Vi- cente Grez, la compasión no existía en el personal de la re- dacción. Todos eran crueles, y mayormente el director del diario. Y Rubén Darío no les perdía pisada, veía muy bien admirablemente; sus ojos, profundamente observado- res, no desperdiciaban deta- lle. Después su pluma tra- zaba cuadros magistrales, in- mortalizaba un personaje. El director de La Época es in- mortal desde que se escribió “El rey burgués”. Era natural que en aquel ambiente, Darío apareciese “adusto y taciturno”, que ha- blase poco y diera impresión de ser “tímido y orgulloso”. En el periódico tenía a su cargo la crónica de los sucesos del día, y al poco tiempo comenzó a dar en sus páginas versos y prosas con su nombre, con los que no lograba romper el hielo de la general indiferencia, ni el iró- nico desdén del director, -“muy bonitos sus versitos”- pese al éxito circunstancial logrado con su décima a Campoamor: “Este del cabello cano...” -

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MONIMBO “Nueva Nicaragua” Edición 721 • Año 29

SecciónSecciónSecciónSecciónSecciónLitLitLitLitLiterererererararararariaiaiaiaiaSecciónSecciónSecciónSecciónSección

LitLitLitLitLiterererererararararariaiaiaiaiaSalomón de la SelvaRubén Darío

Abrojos y Azul....Por Valentín de Pedro

El “opulento político”, a tra-vés de la carta del salvadoreñoCañas, y de lo que a ella agre-garía Poirier debió imaginarseotra cosa. Iba él a esperar a unpoeta que había adquirido ex-traordinaria notoriedad la Amé-rica Central, que contaba en suhaber triunfos resonantes, comoel de su oda “Al Libertador Bo-lívar” en San Salvador; autor deun brillante artículo necrológicosobre el ilustre chileno VicuñaMackenna, y que venía repre-sentando a tres periódicos de supatria nicaragüense... En sumentalidad burguesa, todo ellodebía traducirse en una perso-na de respetabilidad, social yeconómica, bien trajeada, consu abrigo de pieles, y lujosas yabultadas valijas. De ahí quehiciera reservar habitaciones“para el señor Darío” en unode los mejores hoteles de la ca-pital. Y de ahí que al ver al se-ñor Darío que se presentabaante sus ojos, tan distinto al quese había imaginado, se desen-tendiera de él, encomendán-dolo a secretario, para que ésteviera que podía hacerse en sufavor. El secretario habló a suvez con el director del diariomás importante de Santiago,sobre el que proyectaba su in-fluencia el “opulento político”;le presentó al recién llegadopoeta nicaragüense, que tam-poco impresionó muy favora-blemente al director del perió-dico, quien, sin embargo, paracomplacer al personaje que selo recomendaba, se avino a in-corporarlo a la redacción, en unpuesto sin categoría ninguna, yse alargó en su generosidadhasta ofrecerle habitación en elmismo edificio del diario, lo quele compensaría un tanto de laparvedad del sueldo. Y tambiénencomendó a un secretario quese encargara de instalar y deponer al tanto de sus obliga-ciones al nuevo redactor, siendo

lo primero que debía hacer,acompañarle a una sastreríadonde le suministraran otro trajecon que sustituir el que llevabapuesto y que no condecía conla importancia del periódico. Se-mejante trámite no dejaba deser humillante, pero Rubén ha-bía de avenirse a todo en aque-llos momentos.

El ideal de los escritoresjóvenes -y viejos- que Daríoconoció en Santiago, erapublicar un libro en París,y si hubiese podido ser enfrancés, mejor.

Cuantos le conocieron en-tonces -escritores y periodis-tas-, volcaron a su hora, en lascuartillas, sus impresiones y re-cuerdos. Y ha tenido en RaúlSilva Castro, un cronista fiel yminucioso, que lo ha seguido ca-si paso a paso en todas las ma-nifestaciones literarias y perso-nales de su permanencia enChile. La lectura de su RubénDarío a los veinte años, nos dauna idea bastante exacta de loque fue la vida del poeta desdesu llegada a Valparaíso, el 24de junio de 1886, hasta su salidadel mismo puerto el 9 de febrerode 1889.

Cómo fue su entrada en LaÉpoca, el periódico de Santiagoa cuyo personal fue incorpo-rado, nos lo dice Samuel OssaBorne, que se contaba entre susredactores:

“Una noche Manuel Rodrí-guez Mendoza se aparecióacompañado de un personaje

extraño, flaco, moreno, mar-cadamente moreno de faccio-nes niponas, de cabello lacio,negro, sin brillo; que vestíaropas que gritaban el reciénsalido de la tienda y en las queparecía sentirse cohibido; en-redado para andar; amarradopara saludar, desconfiado, re-traído, de escasa palabra, len-ta y sin animación; pero conuna gran vida en los ojos par-dos, un tanto recogidos faltosde franqueza, inquisidores.Era Rubén Darío”.

Por otro de sus compañerosde redacción, sabemos que elcuarto que ocupaba en el edifi-cio del periódico era “un pocomás estrecho que esos en quese guardan los perros bravos enlas haciendas”, sin que en élhubiese lugar ni para una silla.Por todo ajuar, aparte la indis-pensable cama, “una maletavieja, remendada y con clavosde cobre, y un lavatorio dehierro”.

Contrastaba el ruin aloja-miento del poeta con los salo-nes del periódico, que ocupabaun local espléndido y central:“salones de estilo oriental ima-ginativo, con amplios divanes derica seda y cortinajes que fil-traban discretamente la luz deldía”, si hemos de atenernos alo dicho por uno de sus fre-cuentadores por quien sabe-mos también que la aparenteopulencia de La Época no lle-gaba hasta los sueldos del per-sonal secundario, dato queimporta con relación a Darío,que se contaba entre ese per-sonal y no tenía má ingresos quesu sueldo.

En los suntuosos salones deLa Época, se congregaba unmundo abigarrado y brillante,compuesto por gentes que sedestacaban o aspiraban a des-tacarse en la política, la diplo-macia, las letras o el periodis-mo; junto a la élite juvenil san-tiaguina, graves y directivos per-

sonajes. Todos con “buena po-sición social” o camino de ella.Más él seguía careciendo deaquella “buena posición social”que ambicionaba, y que tantoecharía de menos en tales cir-cunstancias.

Resultaba totalmente ajeno ala sociedad en que ahora se mo-vía. Una sociedad muy distin-ta a la de su Nicaragua y suAmérica Central, a la que sen-tíase ligado, de la que tenía laimpresión de ser parte, porencima de su orfandad y de supobreza. Aquella era una so-ciedad en la que se perpetua-ban los modos de vida españolade los días virreinales, con losescasos cambios traídos por lostiempos nuevos. Por el con-trario, los cambios traídos porlos tiempos nuevos en la so-ciedad chilena eran muy im-portantes. Como quien cambiade fisonomía. Toda aquellagente que brillaba y bullía en elmundo santiaguino, en el cualhabía aparecido él de prontocomo un polizón, tenía los ojosfijos en Europa, y Europa era,para toda aquella gente,Francia. Y más concretamente,París. Para ella lo español esta-ba preterido en todos sus as-pectos. En su tierra -su Nica-ragua, su América Central- loespañol conservaba aún unavigencia que hacía tiempo habíaperdido en Chile. Y si había enCentroamérica un Gavidia quese interesaba por los poetasfranceses, para los chilenos nocontaba otra literatura que laimportada de París. En aquelmedio, ¿qué podía significar lafama de que Darío venía pre-cedido de sus países centro-americanos, ni qué aprecio po-dían hacer de sus versos, tanimbuidos de la tradición espa-ñola y de los poetas peninsularesde entonces? El ideal de losescritores jóvenes -y viejos- queDarío conoció en Santiago, erapublicar un libro en París, y sihubiese podido ser en francés,mejor.

En aquel medio tenía forzo-samente que sentirse dismi-nuido. Y por primera vez debióexperimentar una pérdida deconfianza en sí mismo. Lo quehasta entonces le había distin-guido era una absoluta seguri-dad en su triunfo. El ambienteen que había surgido, tan pocoexigente y rutinario, apegado anormas tradicionales, y el do-minio de sus facultades, adqui-rido en el estudio de los clási-cos y modernos españoles, enel conocimiento del idioma y las

leyes de la prosodia y la gra-mática, le dieron un aplomo untanto infantil, como que proce-día de sus triunfos de poeta niño.Pero de pronto, al faltarle el am-biente en que se había afian-zado su confianza en sí mismo,ésta también le falta. Ello sehace más evidente si acudimosa este testimonio de lo que erasu vida en la redacción de LaÉpoca:

“Rubén Darío llevaba enla imprenta una vida difícil.Su ingenio no encuadraba enel régimen. Necesitaba liber-tad, poder volar libremente.Era triste darle una orden:“Rubén, haga usted este pá-rrafo”. El párrafo no salía. Allíse estaba un hombre amarra-do, mordiendo el lápiz, ¡in-comprensibles dificultades!Un dios de la pluma se mos-traba incapaz de redactar elsuelto má sencillo... Desgra-ciadamente no había benevo-lencia para Rubén Darío.Había crueldad. Excepto enManuel Rodríguez y en Vi-cente Grez, la compasión noexistía en el personal de la re-dacción. Todos eran crueles,y mayormente el director deldiario. Y Rubén Darío no lesperdía pisada, veía muy bienadmirablemente; sus ojos,profundamente observado-res, no desperdiciaban deta-lle. Después su pluma tra-zaba cuadros magistrales, in-mortalizaba un personaje. Eldirector de La Época es in-mortal desde que se escribió“El rey burgués”.

Era natural que en aquelambiente, Darío apareciese“adusto y taciturno”, que ha-blase poco y diera impresión deser “tímido y orgulloso”. En elperiódico tenía a su cargo lacrónica de los sucesos del día,y al poco tiempo comenzó a daren sus páginas versos y prosascon su nombre, con los que nolograba romper el hielo de lageneral indiferencia, ni el iró-nico desdén del director, -“muybonitos sus versitos”- pese aléxito circunstancial logrado consu décima a Campoamor: “Estedel cabello cano...” -

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MONIMBO “Nueva Nicaragua” Edición 721 • Año 29

Abrojos y Azul.... .El permanecer día y noche enel periódico, pasando del tabucoque le servía de dormitorio, a laredacción, o más concreta-mente a su mesa de trabajo,debía resultarle insoportable,dándole la impresión de quehallaba en una cárcel, y quepasaba de la celda al taller don-de cumplía una condena de tra-bajos forzados. Por lo menos noviviendo allí sentiría en menorgrado su condición de preso. Yasí, en cuanto pudo, aún a true-que de tener que luchar conmayores dificultades económi-cas, se trasladó a una casa depensión. Aquello era, en ciertomodo, la libertad. Y en libertadpodía entregarse a esa doblevida en la que se confundíanpara él las fronteras de la rea-lidad y el sueño.

En esas fronteras hay quesituar las veladas báquicas queacababan en orgías eróticas.

Aquel ramalazo místico quepoco antes de salir de Mana-gua le llevó a arrodillarse enconfesión ante un sacerdote ya componer una plegaria dearrepentimiento, había pasado.Lo diría él mismo por aquellosdías: “El asceta había desapa-recido en mí: quedaba el pa-gano...”

“No sé por donde voydespeñándome. Dios meremedie...” y este verso deRubén: Si no caé fueporque Dios es bueno...”

Las veladas báquicas co-menzaban en limpias mesas,con bebidas caras y amigosaristocráticos. Pero en esas me-sas él estaba como invitado, yacabado el convite, cuando elpoeta se quedaba solo y con eldeseo de seguir bebiendo, habíade buscar satisfacción a su seden mesas menos pulcras, conalcoholes baratos y con compa-ñeros de ocasión que no teníannada de aristócratas. Fue en-tonces cuando, “al compás delos alegres tamborileos que so-bre mesas y cajas hacen lascantoras, él gustó a son de arpay guitarra, de las cuecas queaniman al roto, cuando la chichahierve y provoca en los potrilloscristalinos que pasan de manoen mano”.

Para él la bebida era comoun despeñadero en el que caía,sin poder detenerse, hasta el

fondo, es decir hasta el anona-damiento. Podía aplicarse a Ru-bén el verso de Góngora de-dicado a Lope de Vega: “Potroes gallardo, pero va sin fre-no...” Verso de Góngora queresuena en estos otros de Ru-bén Darío: “Potro sin freno selanzó mi instinto, / mi juventudmontó potro sin freno...” Ytambién hay una curiosa equi-valencia entre esta frase delFénix, escrita en carta a unamigo: “No sé por donde voydespeñándome. Dios me reme-die...”, y este verso de Rubén:“Si no caí fue porque Dios esbueno...”

Su confianza en sí mismohabía sido minada por aquelambiente en el que, salvo ex-cepciones, encontró hostilidad,desdén, indiferencia, cuando nocrueldad. Y de ahí que cayeraen “un escepticismo y una ne-gra desolación”, que tuvo ex-presión adecuada en los poe-mitas que escribió entonces conel título genérico de Abrojos.Versos “ásperos y tristes”, conlos que echaba “su mal humora la cara de la gente a título depoesía”, como reconocería élmuy pronto, cuando dijo tambiénque, “si Pedro no hubiese pu-blicado el libro, los Abrojos nohabrían sido conocidos. Yo noquería que viesen la luz públicapor más de una razón”. EstePedro no es otro que Pedro Bal-maceda, quien costeó la ediciónde Abrojos, y desempeñó papelimportantísimo, acaso decisivo,en la vida de Rubén Darío enChile.

Hijo de don José ManuelBalmaceda, que asumió la pre-sidencia de Chile a los tres me-ses de haber llegado Rubén aaquella república, parece pues-to providencialmente en el ca-mino del poeta. Y cuando éstehabía bebido ya hasta las hecesla copa de la amargura, de cu-yo fondo iban brotando los abro-jos, recibió, bálsamo bienhechor,el regalo incomparable deaquella amistad.

Antes de conocerse perso-nalmente, ya se había estable-cido entre ellos una corriente demutua comprensión y simpatía,a través de lo que cada uno ha-bía leído del otro. Pedro Balma-ceda escribía con el seudónimode A. de Gilbert. Su amistad fuecosa inmediata y espontánea,desde el día en que fueron pre-sentados en el periódico, cuando

Darío llevaba en él muy cercade medio año, en diciembre de1886.

Fue como si al verse se re-conocieran amigos, de acuerdocon el aforismo latino: Amicusest alter ego, aunque parezcaextraño que el poeta bohemiopudiera considerarse el otro yodel hijo del presidente de la Re-pública y viceversa. Rubén diríade sí mismo: “Llevado por elviento como un pájaro; sin afec-ciones, sin familia, sin hogar;teniendo desde casi niño sobremis hombros el peso de mi vida;fatigado desde temprano porverdaderas tristezas...” PedroBalmaceda, en cambio, era elhijo mimado de un matrimoniode alto rango; se crió rodeadode todos los lujos, comodidadesy halagos, y en aquel tiempo vi-vía con sus padres; en el palaciode Gobierno de Santiago, lla-mado de La Moneda, residenciasuntuosa de los presidentes dela República.

En la parte del edificio des-tinada a hogar del Jefe del Es-tado, tenía sus habitaciones elhijo, entre ellas un estudio deartista, amueblado de acuerdocon su categoría y con sus afi-ciones de escritor, músico y pin-tor. Una habitación con algo debiblioteca y de museo - sin quefaltase el piano-, en la que pa-recían sobrenadar los libros yrevistas franceses. El propioDarío evocaría así a su “triste,malogrado y prodigioso” amigo:

“No ha tenido Chile poetamás poeta que él. A nadie se lepodía aplicar mejor el adjetivode Hamlet: “Dulce príncipe”.Tenía una cabeza apolínea so-bre un cuerpo deforme. Su pa-labra era insinuante, conquista-dora, áurea. Se veía también enél la nobleza que le venía porlinaje. Se diría que su juventudestaba llena de experiencia.Para sus pocos años tenía unasapiente erudición. Poseía idio-mas. Sin haber ido a Europasabía detalles de bibliotecas ymuseos. ¿Quién escribía en esetiempo sobre arte, sino él? ¿Y,quién daba en ese instante unavibración de novedad de estilocomo él?...”

Mas también aquel aristo-crático muchacho, por mor desu desgracia física llevaba des-de niño, sobre sus hombros dejorobado, el peso de su vida. Ysu cuerpo deforme, más sunaturaleza enfermiza, hacían de

él un solitario que, aunque norehusase por completo la vi-da de sociedad, prefería vivirconsigo mismo, estudiando,cultivando su espíritu, soñan-do. En realidad, fueron dos al-mas solitarias y soñadoras lasque se unieron al conocerse.

Para Darío, el conocimien-to de Pedro Balmaceda tuvouna particular significación.Aquel inesperado amigo veníaa abrirle las puertas de un mun-do que le estaba vedado en ra-zón de su pobreza. A su ladosintió, siquiera fuese por refle-jo, el halago de la vida regala-da, el esplendor de la opulencia.Con Pedro Balmaceda paseópor las calles de Santiago, porsus avenidas, por sus parques,en carruajes oficiales concochero y lacayo, recostado enmuelles asientos y suavescojines, gozando delespectáculo callejero, de lospaisajes inmediatos y de laslejanas perspectivas andinas;con él frecuentó los restauran-tes de lujo, donde podía gustarde platos exquisitos, vinos decalidad y licores importados, yen su estudio del palacio de LaMoneda, pasaba con él final-mente largas horas, hablando deliteratura y de arte, planeandoobras futuras, proyectando via-jes, soñando, a la mano la copade licor y en los labios el exce-lente cigarro. Hasta que a me-dianoche, Pedro era advertidopor la solicitud materna de queera tiempo ya de acostarse. Yse separaban. Y un viejo criadode la casa acompañaba a Ru-bén hasta la suya.

¡Su casa! La pensión dondese hospedaba, su pobre alber-gue de bohemio, en el que, sino toda incomodidad tenía suasiento, no era precisamente elasiento de la comodidad; don-de todo tenía el sello de la po-breza, sin que sus ingresos lealcanzaran ni aun para pagarcon regularidad aquella pobre-za. El mundo cuyas puertas leabrió Pedro Balmaceda, aun-que sólo para que se asomaraa él, era el mundo grato a sussentidos y a su imaginación.Mas le abrió también amplia-mente las puertas de otro mun-do, si bien no del todo desco-nocido para Rubén, poco fre-cuentado. El mundo del artemoderno, que era en realidadel arte francés. El mundo li-terario español había sido ya

explorado por Darío. Dentrode ese mundo sentíase seguro,como hombre que conoce loscaminos y sabe cómo orien-tarse. Había puesto a pruebasus facultades en ejerciciospoéticos que iban desde laimitación de los cantares degesta a la de las rimas deBécquer o las doloras de Cam-poamor. Su extraordinariaimaginación se complacía enespecular con temas, imágenesy ritmos procedentes de suslecturas. No era suya la culpasi la poesía española se encon-traba en un período de decaden-cia, en el que vino a dar despuésde haber alcanzado su apogeo.Ese momento de desconfian-za en sí mismo, en que se dejóganar por el escepticismo y ladesesperación, nació de pensarque la decadencia poética de sutiempo era su personal deca-dencia. Al verse preterido, aligual que esa poesía que en éltenía tan genuino representan-te, debió sentirse como quienpierde pie de pronto, perdiendola confianza en sí mismo, quehabía sido la prenda esencial desu carácter. Y eso le hizo revol-verse amargamente contra lasociedad, en una especie devenganza poética, poniendo a lasociedad en la picota. Fue unamanera de salir de sí mismo porla puerta del orgullo -su orgullode poeta- herido.

Mas pronto se impuso en élsu espíritu crítico, como corres-pondía a su poderosa y lúcidainteligencia, replegándose nue-vamente en su interior, dondeacababa de vislumbrar el nuevocamino a seguir para recobrarla confianza en sí mismo y sen-tirse nuevamente dueño deltriunfo que parecía habérseleido de las manos. No tenía paraello más que aplicar sus fa-cultades al estudio de la poesíafrancesa, como lo había hechocon la española, para buscar enella los elementos necesariospara sacar a la poesía españolade la postración en que se en-contraba, en una especie detransfusión de sangre que lahiciera revivir. Eso lo lograríapenetrando en el mundo de Pe-dro Balmaceda, ese mundo po-blado de libros y revistas fran-cesas, aparte de las impresio-nes que el propio Balmaceda letransmitía personalmente, comoespejo de una sociedad que semiraba en París.

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MONIMBO “Nueva Nicaragua” Edición 721 • Año 29

Abrojos y Azul....“Trabaja y obtendrás el pre-mio, un premio en dinero,que es la gran poesía de lospobres”. Frase reveladora,que en lo íntimo no dejaríade doler a Darío

Como poseía un conocimien-to que podríamos llamar pano-rámico de la poesía española,conocía perfectamente su valor,y no había peligro de que cayeraen menoscabo o desprecio delo que intentaría -y lograría-salvar. Ese menoscabo y des-precio, fruto del desconoci-miento que tan funesto habíasido para la literatura hispano-americana, como consecuen-cia de una desespañolización enla que se pretendía incluir hastael idioma. Y comenzó entoncessu extraordinaria imaginación aaplicarse a los poetas francesescomo antes se había aplicado alos españoles, en busca de los ma-teriales para levantar sus pro-digiosas arquitecturas poéticas.

Pedro Balmaceda, que des-de el primer momento tuvo cla-ra conciencia de la genialidadpoética de su amigo nicara-güense, al que elogió y ayudóen todo momento, fue quien leindujo, después de costear laedición de Abrojos, a que toma-ra parte en el certamen literariode Santiago al que Rubén con-currió y el que fue premiado suCanto épico a las glorias deChile, lo que traería aparejado,en beneficio del poeta, con eltriunfo, la suma de dinero co-rrespondiente al premio. Porcierto que, instándole para quese presentara al concurso, Bal-maceda le escribía: “Trabaja yobtendrás el premio, un premioen dinero, que es la gran poesíade los pobres”. Frase revela-dora, que en lo íntimo no dejaríade doler a Darío.

Decimos que le escribió y asífue, porque Darío se encontra-ba por aquel entonces en Val-paraíso, adonde había regre-sado en febrero de 1887, al messiguiente de cumplir los veinteaños de edad, y un mes antesde que apareciese en Santiagosu libro Abrojos. Volvió a la ca-sa de Eduardo Poirier, dondeéste siguió hospedándole, comoa su llegada. ¿A qué obedeciósu marcha a la ciudad del puer-to? Dijo él:

“Cuando en 1887 llegó

por primera vez el cólera aSantiago de Chile, puse piesen polvorosa, huyendo del te-rrible enemigo y me trasladéa Valparaíso...”

Puede que la epidemia fueseun factor decisivo, pero que vi-no a actuar en un deseo latenteen él -abandonar Santiago- Sitenemos en cuenta que tampo-co Valparaíso queda exento delflagelo del cólera. Deseo deabandonar Santiago y su puestode cronista de sucesos de LaÉpoca, manumitirse de aquelloque para él debía constituir unaverdadera esclavitud. Además,es muy significativo que, cuan-do volvió a Santiago, con motivode la entrega de los premios, nose quedara en la capital. Loprimero que hizo con el dineroque le correspondió en suerte,fue renovar su guardarropa, yasí, cuando se presentó en la re-dacción de La Época, lo hizo noen calidad de redactor, sino devisitante distinguido, dejandoesta impresión en uno de susantiguos compañeros: “estabamuy elegante, de ropa azul mari-no, corbata a la moda, sombrerolustroso y pañuelo de seda quesacaba a cada momento, comopara deslumbrarnos, dando im-portancia a su persona.

En posesión del dinero delpremio, Darío debió de creerseya un potentado. Como cuandoel presidente de El Salvador leentregó, también como premiosu triunfo con su oda “Al Li-bertador Bolívar”, una bonitasuma. Lo que le ocurrió en estaocasión se asemejaría mucho alo de entonces. También aho-ra hubo banquete y libacionesabundantes, aunque esta vez nofue anfitrión de sombras glorio-sas, sino de circunstancialesamigos de condición harto hu-mana. Y de amigas, ante las quese desquitaría de los días de es-casez convirtiéndolas en venusdignas de beber sólo champaña,sin que faltara entre ellas lallamada Domitila, a la que habíahecho objeto de sus preferen-cias, pese a su ignorancia y fal-ta de afeites, o quizás por eso,pues en la tal vería a la mujergenerosa de su cuerpo, que dalo que a ella le dio naturaleza, yes como manantial o fuentepara los labios sedientos.

Y tras el despeñarse, acabóen el fondo de aquella sima do-lorido y maltrecho. Más llana-mente, diremos que enfermó.

Con una de esas enfermedadesque ya le aquejarían periódica-mente durante toda la vida, yen las que se ponía a la muerte,como resultado de aquella es-pecie de furor báquico que lellevaba a exclamar: “¡Adelan-te!” cuando sus más arriscadoscompañeros no daban ya másde sí y querían abandonar la ba-talla de copas.

Alarmados, acudieron losamigos a su cabecera. Llama-ron el médico. Fue a mediadosde octubre cuando se sintió mo-rir, mas ya para finales del mis-mo mes estaba en franca con-valecencia. Lo malo es que vol-vía a la vida sin dinero, comohabía de ocurrirle siempre o casisiempre en casos semejantes.Y tenía que buscarlo. O no qui-so o no pudo volver a su puestoen la redacción de La Época.Y decidió regresar a Valparaíso.Por cierto que en este período,el último que pasó en Santiago,no frecuentó el estudio de Pe-dro Balmaceda, y dijérase quele rehuía.

A propósito de Balmaceda,hemos de volver un poco haciaatrás, a los días en que Daríose fue a la ciudad costera, hu-yendo de la epidemia que ente-nebrecía la capital, según él mis-mo dijo. Mas por otra parte, ensu Autobiografía no mienta latal epidemia, limitándose a es-cribir: “Por Pedro pasé a Valpa-raíso, en donde -¡anomalía!- ibaa ocupar un puesto en la Adua-na”. Las dos cosas son compa-tibles. Una vez Rubén en Val-paraíso, su amigo, el hijo del pre-sidente de la República, debióinfluir para que le dieran aquelpuesto en la Aduana -un puestode guarda inspector-, que se leconcede por decreto de Ha-cienda del 29 de marzo de 1887.Es una manera de protegerle,solucionándole, con un sueldofijo, los apremios económicos desu diario vivir.

Pero con este empleo del Es-tado le sucedió algo semejan-te a lo ocurrido con aquel otroempleo que le ofreció en Gra-nada -la de su Nicaragua-, uncomerciante con veleidades demecenas. Apenas si se presen-tó a tomar posesión de su cargode guarda inspector, sin quevolviera a comparecer por laAduana, hasta que al cabo decuatro meses fue dado de ba-ja por inasistencia al empleo.Mas como todo lo que le ocu-

rriese en la vida había de sermotivo de su canto -verso oprosa-, la consecuencia de sufugaz paso por la Aduana deValparaíso fue su cuento “Elfardo”, de belleza perdura-ble. Fue también de poca dura-ción un puesto que sus amigosle consiguieron en El Heraldo,diario de la ciudad; pero en estaocasión, si nos atenemos a lodicho por él, no porque desa-tendiera sus obligaciones -co-sa de que se lamentaba su ami-go Poirier-, sino porque al di-rector le pareció que “escribíamuy bien”, pero que el periódiconecesitaba otra cosa.

Entonces llegaron para éldías de miseria, que sensible-mente le arrastraron hacia losbajos fondos sociales donde lamiseria tiene su centro. Por sin-gular contraste, aquellos fuerondías fecundos para su arte. Seesfuerza por levantarse cadavez mas alto en el cielo de lapoesía, en tanto en su existenciacotidiana cae más bajo en laescala social. Es cuando fre-cuenta los ambientes más sórdi-dos de la ciudad portuaria, guia-do por un hombre singular, alque recordaría siempre: el doc-tor Francisco Galleguillo Lorca,“muy popular y muy mezcladoentonces en política, siendo unaespecie de leader entre losobreros”.

Son días en los que se levan-ta una frontera en su vida y suarte, en que dentro de sí mismoel arte se establece como re-gión autónoma. Todas las im-purezas se queman en su exis-tencia de hombre; el poeta sereserva para sí la exigencia delo puro, la aspiración a lo alto.Así surge Azul...

Es como si Abrojos fueseuna piel, una fea piel de la cualse ha despojado. A la repelenterealidad opone la belleza delsueño; a las miserias de la vida,la fabulosa riqueza de la imagi-nación. Sí: él posee un mundomás, más esplendido, más des-lumbrante que ese otro cuyaspuertas le abrió -no para queentrara en él, para que lo en-treviese- Pedro Balmaceda.Ese mundo está en su interior,donde se repliega para cultivarsuyo, en el que encontrará yasiempre refugio, huyendo delexterior, y donde se aislará pa-ra realizar su obra.

Como en el caso de Abro-jos, la aparición de Azul..., que

sale de las prensas de Valpa-raíso en 1888, se debe a la ge-nerosidad de amigos suyos,quienes, por mucho que apre-ciaran a Darío, no pudieron sinduda tener exacta noción del al-cance de su contribución paraaquel alumbramiento editorial.En ese breve volumen estabaya el nuevo Rubén Darío. Y élmismo nos dirá lo que ese librosignifica, revelándonos al propiotiempo lo que pudiéramos llamarel misterio de su creación.

“Azul... es un libro parna-siano -dice-, y, por lo tanto,francés. En él aparecen porprimera vez en nuestra len-gua el “cuento” parisiense,la adjetivación francesa, elgiro galo injertado en el pá-rrafo clásico castellano; lachuchería de Goncourt, lacálinerie erótica de Mendés,el escogimiento verbal de He-redia, y hasta un poquito deCoppée.

“Qui pourraisje imiterpour étre original?, me decíayo. Pues a todos. A cada cualle aprendía lo que me agra-daba, lo que cuadraba a mised de novedad y a mi deliriode arte; los elementos queconstituirían después un me-dio de manifestación indivi-dual. Y el caso es que resultéoriginal”

Nos descubre aquí Darío lamanera de elaborar su arte, acu-diendo a las fuentes literariasdonde abreva su sensibilidad.Con todas esas aportaciones -las de ayer y de hoy y de maña-na- se forjará un estilo personal,hecho de su formidable capa-cidad de entusiasmo artístico ysu no menos formidable capa-cidad de asimilación.

Salió Azul... con prólogo deEduardo de la Barra, escritorque por aquellos días contribu-yó a dar a Rubén una de las ma-yores satisfacciones de su vida.Tenía el poeta vivos deseos deser colaborador de La Naciónde Buenos Aires, con cuya pá-gina literaria se había familia-rizado desde que llegó a Chile,en la redacción de La Época,donde el periódico argentinollegaba normalmente. Eduardode la Barra le presentó a su sue-gro, que lo era el gran chilenodon José Victorino Lastarria, alque Rubén expuso su deseo, y

Page 4: Abrojos y Azulpg7 - monimbo.us · Abrojos y Azul.....El permanecer día y noche en el periódico, pasando del tabuco que le servía de dormitorio, a la redacción, o más concreta-mente

MONIMBO “Nueva Nicaragua” Edición 721 • Año 29

Abrojos...quien muy gustosamente inter-cedió ante su amigo, el gran ar-gentino don Bartolomé Mitre,para que su deseo se lograra.Y así Darío pudoescribir: “Quisopues, mi buenasuerte, que fuesenun Lastarria y unMitre quienes inicia-sen mi colaboraciónen ese gran diario”.

Pero en aquellosmomentos, Rubénno sabía lo queaquel logro iba a significar parasu porvenir. Su situación era de-sastrosa, y no la mejora la apa-rición de su libro Azul..., quesegún sus propias palabras “notuvo mucho éxito en Chile”, nisu colaboración de La Nación,de Buenos Aires. Al parecer, susituación se agrava, como pue-de verse por estas palabras su-yas: “Por circunstancias espe-ciales e inquerida bohemia, lle-garon para mí momentos detristeza y escasez. No habíamás sino partir”.

Es una situación que se vie-ne repitiendo en su vida desdeque se sintió impulsado a suprimer viaje. Una situaciónidéntica, como si se hallara enel mismo lugar siempre y nohubiera dado un paso. Hay unacarta suya fechada en Valpa-raíso el 20 de noviembre 1888,que se parece extraordinaria-mente a la que escribió en Chi-nandega el 3 de julio de 1882,en vísperas de marcharse a ElSalvador. La de ahora está diri-gida a Pedro Nolasco Prendez,de Santiago, y dice:

“Mi querido amigo: Te es-cribo con el siguiente objeto:debes de tener entendido quemi partida a Centroamérica mees más necesaria que nunca.Mi padre acaba de morir, y yotengo que estar en Nicaraguaa la mayor brevedad. Conocesperfectamente mi situación. Pa-rece que las esperanzas que te-níamos no se han podido reali-zar por ahí. ¡Qué se hace!

Ahora, oye: un amigo mío haempezado aquí algo que, si esduro para mí, es el único medioque me queda para poder irme.He pedido a personas que tie-nen buena voluntad y alguna es-timación por mí, que contri-buyan para formar un fondocon el cual pueda hacer el viaje.Ya hay bastante adelantado.

Tócate a ti -pues no puedo

decirlo a otro amigo- ver lo quete sea posible hacer en el cír-culo de tus relaciones políticasy sociales. Por de pronto re-

cuerdo yo dos, tres,cuatro amigos, quie-nes, si tú les insinúasalgo, se prestaríangustosos. Triste,pero preciso. Se ne-cesita que, por lo me-nos, vengan de ahíveinte libras; lo de-más aquí, como digo,se está juntando.

Todo callado, como todo bien quese hace noblemente...”

No es preciso copiar más.Como se ve en esta carta aludea su padre. También había unaalusión a él en la carta de Chi-nandega, dirigida a un amigo deLeón. Esta está dirigida a unamigo de Santiago. Cuando tuvonoticia de la muerte de donManuel Darío, su viaje estabaya decidido. Ni una palabra deafecto. Habla de él como de unextraño, si bien se trasluce ensus palabras que algo espera desu muerte con relación a su si-tuación económica, aunque se-guramente no se haría ningunailusión al respecto. Y acaso esaspalabras no tienen más objetoque dar prisa a sus benefac-tores. El hecho es que entre susamigos de Valparaíso y Santia-go se reúne al fin el dinero ne-cesario y puede partir.

No se celebró más acto dedespedida en honor del poetaque el organizado por la Socie-dad Filarmónica de Obreros deValparaíso, en el que le rindie-ron homenaje las gentes humil-des, los desheredados de la for-tuna con los que había convivi-do últimanente. Hubo variosdiscursos, siendo el más impor-tante el del doctor FranciscoGalleguillo Lorca, y Rubén ex-presó su gratitud en improvi-sados versos.

Y es significativo que semarchara sin despedirse de Pe-dro Balmaceda. A este propó-sito escribiría: “Nuestra frater-nal amistad tuvo una ligerasombra... No estreche sumano al partir”.

El vapor Cachapoal, que de-jó el puerto de Valparaíso el 9de febrero de 1889, lo llevórumbo a su patria. Podía creer-se que desandaba lo andado,que volvía hacia atrás. Sin em-bargo, aquél era un modo deseguir adelante.

Darío acusado ydeclarado vago

Nicolás Buitrago MatusEste proceso de tan penosa

importancia lo encontré por laacuciosidad que me inspira elamor a todo lo que nos enseñael pasado nuestro, entrepapelesviejos que estaban en horriblehacina en uno de los corredoresdel Mercado Occidental de estaciudad al servicio del público,papeles que eran nada menosque los formaban el saqueadoarchivo de la Municipalidad deLeón. Los recogí organizán-dolos más o menos por épocasy los llevé a guardar con laautorización del entonces Al-calde don Manuel Icaza a laUniversidad Nacional, de la queera su magnífico Rector, el Dr.José H. Montalván.

Tengo por esto la seguridadde que, lo que se pudo salvar,se halle bien seguro en ese lugarde cultura.

Este proceso de ingratos re-cuerdos, sólo nos dice de la in-cultura literaria del tiempo enque se fulminó, y de lo que hasido la política nicaragüense, yquizás sea y siga siendo, ver-güenza para el tiempo, y parala política investigadora de eseproceso, es la declaración de untestigo, hombre letrado que dice:

“No conozco al joven Darío,pero he oído decir que es poetay como para mí poeta es si-nónimo de vago, declaro que loes”, pero en cambio, se levantala serena y recta figura del Dr.Nicolás Valle que dice:

“Le he visto consagrado alestudio de las letras y aún hevisto sus obras y el juicio de laprensa centroamericana que lasha calificado de sobresalientesen literatura”.

Es la luz que lanza sus lumi-nosos rayos sobre la sombra.

No obstante de toda la bue-na voluntad que se tenía parael joven poeta, conocido ya entodo Centroamérica, la senten-cia fue pronunciada y notifi-cada, habiendo apelado de ellael propio Darío. La sentenciacondenó a Darío.

“A la pena de 8 días de obraspúblicas conmutables a razón deun peso por cada día, por la faltade policía de vagancia y a re-prensión privada”.

Así nos relata el mismoDarío:

“Se publicaba en León unperiódico titulado La Verdad, seme llamó a la redacción -teníaa la sazón cerca de 14 años-,se me hizo escribir artículos decombate que yo redactaba a lamanera de un escritor ecuato-riano, famoso, violento, castizoe ilustre, llamado Juan Montalvo,que ha dejado excelentes volú-

menes de tratados, conmina-ciones y catilinarias. Como elperiódico “La Verdad” era dela Oposición, mis estilados de-nuestos iban contra el Gobier-no, y el Gobierno se escamó.Se me acusaba como vago y melibré de las oficiales iras porqueun doctor pedagogo, liberal, yde buen querer, declaró que nopodía ser vago quien como yoera profesor en los colegios queél dirigía. En efecfo: desde ha-cía algún tiempo, enseñaba yogramática en tal estableci-miento”.

Edelberto Torres en su obra,“La Dramática vida de RubénDarío” dice que el instructor delproceso fue don José Montal-ván, juez municipal, y aseguraque Darío había apuntado suscuartillas a un personaje local,el Lic. don Vicente Navas, ran-cio y esclarecido conservador.

Tengo en mi poder el proce-so original de la segunda ins-tancia o apelación que contraesa sentencia interpuso RubénDarío en escrito de su puño yletra y firma de por él, diciendo

textualmente:“Señor Profecto del Depar-

tamento: He sido denunciado,procesado y sentenciado comovago. Naturalmente yo no pue-do conformarme con una reso-lución de tal especie, porquecomo a la verdad ella es infun-dada, ilegal y hasta inicua, puesde ninguna manera puede lla-

marse vago a quien vive bajo elamparo de una madre adoptiva,consagrado al cultivo de las le-tras, a quien ejerce el Profeso-rado de Literatura en el Colegio“La Independencia” establecidobajo la dirección del Sr. Dr. DonNicolás Valle, como lo com-prueba el aviso que acompañooriginal, y quien puede vivir encualquier parte de sus trabajosliterarios.

Por todo lo expuesto, inter-puse recurso de apelación con-tra la mencionada sentenciapara que Ud., juzgando conmejor criterio, se sirva revo-carla, teniendo este escrito,como una mejora”. León, Ma-yo 31 de 1884. “Rubén Darío”.

Después de las pruebas detestigos, el 21 de Junio de esemismo año, en la ciudad deLeón, se revocó la sentenciaporque “Consta que Rubén Da-río no es de malos anteceden-tes y ejerce una ocupación de-cente en el Colegio de La In-dependencia diariamente, loque le dará recursos de quesubsistir.

Pedro Balmaceda