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el crepúsculo de las máscaras Michel Tournier FOTO GG RAFÍA

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el crepúsculo de las máscarasMichel Tournier

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“¿Es necesario hablar o escribir acerca de las obras de arte?Un cuadro, una sonata, un dibujo, ¿acaso no pueden prescindir de comentario? Sí pueden, e incluso, a veces se pretende que rechacen las guirnaldas con que los ‘críticos’ las adornan. Pero la crítica y la estética hacen caso omiso, rompen el silencio, y el pintor, a menudo, dista mucho de quejarse y presta oído atento a los discursos que suscita. El caso de la fotografía es aún más apremiante porque ninguna imagen exige más tajantemente el discurso. Una fotogafía sin leyenda no se concibe. ‘Leyenda’ . Palabra admirable que procede del latín legenda, ‘algo que tiene que ser leído’. Primero, la leyenda es un escrito que narra vidas santas o maravillosas. Pero también es la explicación que acompaña e ilustra cualquier imagen. Explicación y admiración. Tales son las dos razones que hacen que la lectura de estos textos sea obligatoria, y convierten a este libro en un legendum". Michel Tournier

Michel Tournier (París, 1924) es un destacado y famoso escritor en su país, y toda su producción ha sido traducida al castellano y al catalán. Autor de novelas, ensayos y cuentos, entre sus obras destaca la triología Viernes o los limbos del Pacífico (1988), El rey de los Alisos (1992) y Los meteoros (1986); así como Gaspar, Melchor y Baltasar (2000) o El espejo de las ideas (2001).

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el crepúsculo de las máscaras

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Editorial Gustavo Gili, SA08029 B arcelona Rosselló, 87-89. Tel. 93 322 81 61México, N aucalpan 53050 Valle de Bravo, 21. Tel. 55 60 60 11Portugal, 2700-606 A m adora Praceta Noticias da Amadora, n° 4-B. Tel. 21 491 09 36

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ei crepuscuio de las máscaras

Michel Tournier

Traducción de Jacqueline y Rafael Conte

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Título original: Le crépuscule des masquesVersión castellana de Jacqueline y Rafael Conte Diseño de la cubierta: Estudi ComaFotografía de la cubierta: Anna Magnani, San Felice, Italia, 1956 © H erbert List Asesor de la colección: Juan Naranjo

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, la reproducción (electrónica, química, mecánica, óptica, de grabación o de fotocopia), distribución, comunicación pública y transformación de cualquier parte de esta publicación -incluido el diseño de la cubierta- sin la previa autorización escrita de los titulares de la propie­dad intelectual y de la Editorial. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y siguientes del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (CEDRO) vela por el respeto de los citados derechos. La Editorial no se pronuncia, ni expresa ni implícitamente, respecto a la exactitud de la información contenida en este libro, razón por la cual no puede asumir ningún tipo de responsabilidad en caso de error u omisión.

© Editions Hoëbeke, París, 1992y la versión castellanaEditorial Gustavo Gili, SA, Barcelona, 2002ISBN 84-252-1879-9Printed in SpainFotocomposición: O rm ograf, SA, Barcelona Depósito legal: B. 38.247-2002 Im presión: H urope, SL, Barcelona

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índice

El extraño caso del doctor T o u r n ie r .................................Un tal Tournachon ...............................................................Emile Zola, fo tó g ra fo .............................................................Un americano en París: Man R ay ........................................El oscuro lirismo de Bill B ra n d t..........................................Jacques Lartigue, el sabio de las imágenes .....................H erbert List, fotógrafo del s i le n c io ...................................Un naturalista desenfadado: Jean-Philippe C harbonnierEdouard Boubat o la paz de Dios ......................................Denis Brihat, el im aginero del Luberon ..........................Arraigo de Lucien Clergue .................................................Mi genial amigo Arthur Tress .............................................Jan Saudek o el vientre negro de P ra g a ............................Muertes y resurrecciones de Dieter A p p e l t .....................Arno-Rafaël Minkkinen o el cuerpo je ro g líf ic o ..............Patricio Lagos o el paso de la l í n e a ...................................¿Existe una fotografía fe m en in a? ........................................Philippe Bonan o “las de Villadiego” .................................El crepúsculo de las máscaras .............................................

Epígrafes de las fotografías .................................................

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De siempre he practicado la fotografía y mi primer juguete auténtico fue la Kodak de mis ocho años. Pero lo serio sólo empezó a principios de los sesen ta. En el mayor anonimato había presentado un tema para una emisión de televisión. Y mi proyecto fue aceptado. ¿Sepuede concebir algo semejante hoy en día ? Bajo el título Cámara oscura, se trataba de dedicar cada mes un documental de treinta minutos a un fotógrafo importante. Hicimos unos cincuenta documentales. En cada ocasión, el rodaje me obligaba a pasarme cuatro o cinco días a solas con el protagonista de la emisión, quien me acogía con los brazos abiertos, dado el injusto segu ndo plano que sufren los grandes de la fotografía. Tengo que añadir que he tenido la inmensa suerte de codearme con Man Ray, Brassai, Lartigue, Kertesz, Bill Brandt y algu­nos otros, hoy por desgracia desaparecidos. El hecho de haberlos conocido me otorga el derecho de afirmar tranquilamente que poseo una cultura fotográfica absoluta­mente única en el mundo. La primera lección de esta educación fue que, por des­gracia, como fotógrafo yo no valía nada, y eso de forma definitiva.

Sea lo que fuere, he educado mi ojo para ver, para leer la fotografía, y al pasar­me a la escritura, me he atrevido a alinear palabras que me parecían dictadas por la imagen. El presen te libro ha nacido de ese dictado.

M.T.

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El extraño caso del doctor Tournier

Fue en lo más caluroso del verano, en Arles y un lunes, la precisión tiene su im portancia. En efecto, los lunes, la piscina municipal de Arles cierra con el objeto de que el personal disfrute de un m erecido descanso sema­nal.

Al ignorar este detalle, A rthur Tress y yo habíamos recorrido unos kiló­metros bajo el bochorno de las dos de la tarde para toparnos al final con las puertas de la piscina cerradas a cal y canto.

No estábamos solos. Un chaval de unos diez años com partía nuestro chasco. Mi chasco, debería decir, pues a A rthur Tress le im portaba un ble­do la piscina, ya que sólo vivía para su Hasselblad acoplada con un ob­jetivo gran angular, que era como una prolongación de sí mismo. Y preci­samente la había sacado de su estuche y hacía los gestos rituales previos al acto fotográfico, ante la enorm e curiosidad del niño que no sospechaba lo que le estaba aguardando.

Las dos, m ediodía solar. La luz caía verticalmente. Arthur, de repente irresistible, como cada vez que prepara una fotografía (me consta que algún día m andará dar una voltereta al Papa o al Presidente de la República) me ruega que me quite la camisa, luego que em puje una inm unda carretilla de hierro colado, guardada allí y que evidentem ente servía para las basuras; convence al chaval para que se acurruque dentro, cierre los ojos y abra la boca. Sin duda, le habría pedido que pusiera cara de infeliz de no ser que, por estar espontáneam ente indignado y trastor­nado, el niño no se hubiese lamentado: “¡Vaya por Dios, y eso que ayer me lavó mi m adre!”.

Aquí está la imagen sum am ente “tressiana”, violenta, sofisticada, hábil­mente distorsionada, más dram ática aún por su magnífico juego de som­bras. Un día, León Bloy escribió a un desconocido al que daba cita en una estación: “Me reconocerá con toda facilidad, pues voy vestido como un carpintero y tengo cara de bestia”. Yo tam bién tengo cara de bestia en esa foto. Obviam ente se ve al carnicero de D üsseldorf —m áscara de Frankenstein y torso abollado de gorila— que se lleva a su últim a víctima para vampirizarla. Tengo cara de bestia. Pero no me reconocerán tan fácilmente, pues no siempre tengo esta cara. Sí señores, existe otro Tournier, y la m ejor prueba de ello es la segunda foto, tom ada durante

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aquel mismo verano del 79, en la que derrocho una exquisita afabilidad. Cierto es que se trata de un autorretrato como los que hago a veces para acabar un rollo que quiero revelar. Es verdad aquello de que si quieres ser bien servido, sírvete a ti mismo. Así como me veo yo, me verán aquí, tier­no, irónico, comprensivo, algo engatusador, pero sin em bargo púdico, como quien sabe m antener las distancias. En fin, como el doctor Jekyll y Mr. Hyde.

Así que doy una prim era interpretación: Tress a pesar de su amistad, o quizá por ella, dem uestra en su foto una hostilidad fundam ental. Su Hasselblad se convierte en un arm a de venganza. En cuanto a mí, con toda ingenuidad, me favorezco en grado sumo, engalanándom e con todos los encantos y todas las virtudes que me deseo.

Pero no podem os dejar esto así. Cocteau solía decir: “Soy una m entira que siempre dice la verdad”. Por el contrario, la fotografía podría decir “soy una verdad que no deja de m entir”. Verdad, sin duda alguna, pues la fotografía no es más que la copia exacta, mecánica e inocente de una rea­lidad que nadie puede poner en tela de juicio. Pero también mentira, pues tanto como el retrato del retratado, la fotografía es el retrato del fotógrafo. Ese gorila em pujando la carretilla, más que Tournier, es el mismo Tress, y basta para convencerse con m irar una colección de otras fotos firmadas por él en las que no desem peño ningún papel como m ode­lo: el parentesco salta a la vista.

A fin de cuentas hay cierta mala fe fundam ental en el fotógrafo, lo que explica en gran parte la ingratitud de la profesión. Por una parte el fotó­grafo reivindica la dignidad y las ventajas del artista creador. Pretende que sus obras sean suyas, firmadas, respetadas y rem uneradas. Todos están de acuerdo con este principio, pero en la práctica todo sucede al revés, espe­cialm ente en la prensa y en el m undo de la edición. El fotógrafo, conti­nuam ente expoliado y hum illado, no tiene derecho a la décima parte de la consideración que se concede con toda naturalidad al dibujante o al escritor. ¿Por qué? En parte por su culpa, o más exactam ente en virtud de una fatalidad propia de la fotografía. Porque de la misma m anera que se quiere creador, el fotógrafo afirma de m odo implícito que las cosas eran tal como las sacó, y que por tanto él no es más que un testigo, de una obje­tividad tan absoluta que él mismo, el fotógrafo, llega, a fuerza de ser trans­parente, a dejar de existir. Eso es lo que nos dice cualquier fotografía, y los usuarios de la prensa y del m undo de la edición no desean sino tom ar­lo al pie de la letra. Se necesita una atención particular o un trato de muchos años con el arte fotográfico para perforar esta afirmación paten­te sobre la fotografía — no soy más que un acta— y desenmascarar la per­sonalidad latente del fotógrafo como deus ex machina.

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Segunda interpretación: en el retrato con la carretilla, la personalidad agresiva y sadomasoquista del fotógrafo A rthur Tress oculta, como una máscara, la ya irreconocible máscara del retratado Michel Tournier. Esto parece un fenóm eno de posesión demoniaca. El dem onio Tress se ha des­lizado en el cuerpo de Michel Tournier y le dicta unas expresiones y unas conductas propias sólo de A.T.

Sigamos.Se puede —e incluso sin duda se debe— tener en cuenta el fenóm eno

literario, es decir el hecho de que el fotografiado es, en este caso, un escri­tor, es decir tal escritor particular que ha publicado tal y cual obra ya conocida del fotógrafo. Y esto tanto más cuanto que A rthur Tress leyó mis obras antes de venir a verme; fue precisam ente esta lectura la que le trajo hacia mí. Incluso se puede afirm ar que ha pasado más horas a solas con mis libros que conversando conmigo. Dicho de otro modo, mis novelas se interponen como un cristal deform ante entre él y yo, y cuando apunta su Hasselblad hacia mí, más que a mí, saca a El rey de los Alisos. Pero aunque un autorretrato está liberado de esta cortina, no es en absoluto más “auténtico”, ya que es muy posible que una pantalla de tal calidad y tal cantidad añada algo tanto a la autenticidad como a la riqueza de la ima­gen. A rthur Tress fotografía por debajo de la obra, m ientras que el auto­rretrato se sitúa por encima.

Esto plantea el problem a de la relación del hom bre con lo que hace, con su obra —si la tiene— , con el medio que ha generado a su alrededor para explayarse en ello. Es obvio que la cuestión rebasa el m arco literario, pues los grandes actores de teatro o cine, por ejemplo, im ponen al texto y al decorado su propio yo, e incluso dan la sensación de que em anan de sí mismos; es el caso del Oeste para John Wayne, de los lugares de mala fama para Frank Sinatra, o de un universo heroico-sórdido para Jean Gabin. Es harto conocido el estupor del gran público arrancado de repente de su sueño, cuando, al azar de los medios de com unicación, des­cubre a su “h éroe” en privado, bajo una luz totalm ente ajena a aquella en la que suele estar inmerso; a Wayne ingresado en una clínica, a Sinatra como padre de familia, o a Gabin como un sencillo granjero norm ando.

Este tipo de “descubrim iento” no se ha verificado en A rthur Tress. Es al autor de El rey de los Alisos, depredador de niños, a quien ha retratado, a un Tournier-Erlkóning, a un Jekyll m etam orfoseado en Hyde, y me ha dejado estupefacto y abrum ado por esta metamorfosis que resulta ser injusta, e incluso injustificada, porque soy de los que nunca se ponen en escena en sus propias novelas.

¿Qué pensar entonces de esa otra imagen, de ese otro autorretrato maravillosamente idealizado? Situado más arriba de la obra, aparece el

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hom bre sonriente, aliviado, liberado de sus pesadillas. A m enudo los lec­tores que me ven por vez prim era me suelen expresar su sorpresa: real­m ente y a la luz de mis historias, me imaginaban de otra forma, más som­brío, más zafio, más inquietante. De ahora en adelante sabré contestar a esa decepción mezclada de alivio: les enseñaré el retrato hecho por A rthur Tress. Les explicaré que esta carretilla infernal con su contenido jadeante ha de interpretarse a la vez “fóricam ente” (como la “foría” con la que el rey de los Alisos se lleva y trae a los niños) y m etafóricam ente, como la obra misma pegada al hom bre como por una operación de apa­ream iento contra natura.

Pues aquí está el argum ento decisivo del Dr. Jekyll contra Mr. Hyde. Creo en la total legitimidad de la separación de cuerpos y bienes entre el autor y su obra. El autor ha de poder ir de compras sin exhibir a hombros, como un hom bre-anuncio, el inm enso cartel cubierto con todos los sig­nos que ha escrito. Ha de poder ligar, aunque no arrastrándola pegada al rabo, esa enorm e y estruendosa cacerola. Ha de poder viajar libre y sin trastos, después de dejar en casa la pluma, el bicornio de académico y la m áquina de escribir.

En una palabra, ha de respetar este principio sagrado: siempre ante­poner el placer a la obra, lo que le perm itirá sacar amplio provecho de tal postergam iento o “posterioridad”. Es este principio, aquí respetado con una sonrisa o allá violado con remilgos, el que ilustran, respectivamente, el autorretrato de Michel Tournier y el retrato que le hizo A rthur Tress.

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Un tal Tournachon

Corría el año 1828 o 1829, cerca de los Campos Elíseos, donde ahora está Le Petit Palais, que en aquel entonces se llamaba Le Carré Marigny. Con motivo de la Fête du Roi, tenía lugar una “distribución gratuita de víve­res” y algunos proveedores, encaram ados en sus estrados y flanqueados por guardias a derecha y a izquierda, arrojaban panes y salchichones a voleo hacia el gentío. Un poco más allá, una barahúnda todavía más furiosa rodeaba a los distribuidores de bebidas. A las vociferaciones de la m uchedum bre superaba el crepitar de las carracas, el zum bido de los pitos, las llamadas de los vendedores de m acarrones, de los ballesteros y las campanillas de los vendedores de regaliz. De repente parece que un potente tropismo mueve a la m ultitud hacia los Campos Elíseos. Com o movidos por una torm enta inm inente, la gente corre con la cabeza levan­tada hacia el cielo. Y en esto resuena un ingente clamor. Pero dejemos la palabra a un testigo: “Lina form a acababa de pasar por encim a de noso­tros, rozando las copas de los árboles con tan vertiginosa rapidez que apenas si tuve tiem po de reconocer, una especie de globo que llevaba debajo, en una cesta de m im bre que llaman barquilla y que apenas si le llegaba a la rodilla, a 1111 ser hum ano, hom bre o mujer, que se aferraba al cordaje... La visión desapareció, con la misma rapidez con la que había aparecido, m ientras, con un gran clamor, la m uchedum bre corría preci­pitada detrás de esa mole, cruzando los Campos Elíseos... Se me estre­meció el corazón. ‘Ya estará hecho migas el pobre infeliz —dijo mi padre, pálido— ...Volvamos Teresa, ya te había dicho que no viniéra­mos’”.

Este testigo, que tenía entonces nueve o diez años, era un tal Gaspard- Félix Tournachon, que se daría a conocer más adelante bajo el seudóni­mo de Nadar, hasta tal punto que Julio Verne haría de él el héroe de su Viaje a la luna bajo el nom bre de Ardan (anagram a de N adar). Porque la terrible angustia que acababa de sentir era el paradójico preludio de una irresistible vocación por lo que entonces se llamaba la aerostación. Tendría que esperar muchos años para que llegara la oportunidad tantas veces soñada. Un día consiguió que le adm itieran gratis en la barquilla del globo de los herm anos Godard, que adm inistraban esa especie de ritual de los tiempos m odernos llamado bautizo del aire, en el H ipódrom o, en

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la plaza de L’Étoile. “Y hem e allí en el aire —escribe el futuro Nadar— gozando a pleno pulm ón de esta sensación de voluptuosidad infinita y única que produce la ascensión”. Sin embargo la vuelta al suelo solía ser m enos em ocionante. Félix, que term inó haciéndose adoptar por el equi­po Godard, conoce los aterrizajes en noches oscuras, bajo fuertes tor­m entas y en pleno bosque; en tejados desfondados, en medio de motines de campesinos arm ados con horcas y remolques; en praderas separadas por setos espinosos. Pero tam bién conoce el desembarco novelesco en el césped aristocrático de un castillo, la hospitalidad risueña de los dueños, encantados de esa visita por lo menos inesperada.

Por muy em ocionantes que fueran estos aterrizajes, planteaban una pregunta que N adar hizo a Godard a partir de sus primeras experiencias: “¿Cree usted en la posibilidad de dirigir sus globos?” La respuesta había brotado definitiva y sin vacilación: “ Jamás/”. De aquí en adelante, ya sabe N adar —y no dejará de repetirlo en sus escritos— que el globo, al que debe las mejores horas de su vida, no tiene ningún porvenir. Sólo una máqui­na voladora más pesada que el aire, será dueña del cielo. El gran objetivo de Nadar será la construcción de “un algo más pesado que el aire” que ima­gina como un especie de helicóptero movido por una m áquina de vapor. Pero para construir este sueño hace falta dinero, m ucho dinero, y Nadar no conoce más que un medio para hacer fortuna: organizar paseos en globo, en un globo que pueda llevar cuantos más pasajeros sea posible. Así que, con la ayuda de los Godard, construirá un enorm e globo, desco­munal, un verdadero óm nibus aéreo, del que cuenta la historia en un libro que rebosa de ingenio, Les mémoires du Géant.

El Gigante contenía 6.000 metros cúbicos de gas y podía llevar a trein­ta personas en una barquilla, auténtica casa de mimbre que pesaba 3.000 kilos.

Desgraciadamente, el Gigante no conocería más que dos viajes. El pri­m ero —el domingo 4 de octubre de 1863— acabó modestamente en Meaux. Salto de pulga para tal mastodonte. Quince días más tarde, en presencia de Napoleón III y del rey de Grecia, otro intento. ¡Esta vez es la aventura! U na fuerte brisa suroeste se lleva al Gigante y a sus pasajeros a toda velo­cidad hacia Bélgica. La noche está helada pero exaltante. Para saber si el globo sube, baja o se m antiene a la misma altitud, se observa la posición de las banderolas de papel blanco sujetas en el cordaje. A la m añana siguiente, bate el récord de recorrido en globo, ya que sobrevuela Ale­m ania entre Bremen y Hannover. Pero la cuerda que perm ite abrir la vál­vula de escape del globo se rompe. Imposible m aniobrar para aterrizar norm alm ente. Demasiado desinflado para proseguir el camino, pero to­davía demasiado inflado para tom ar tierra, el globo empieza a dar brincos

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fantásticos y asesinos, sem brando a sus desgraciados pasajeros por la landa “hannovriana”. La loca carrera term ina en un río en el que se h un­de la barquilla, como una nasa para cangrejos, con sus últimos ocupantes, Nadar y su mujer.

El globo le daría a Nadar una gloria menos discutible a lo largo de la guerra de 1870. El 17 de septiembre, los parisinos se dan cuenta de que se les ha cortado cualquier contacto con el exterior. Ha sonado la hora de la aerostación. La hora de Nadar. Enseguida organiza una com pañía de “ae- rosteros”. El 23, en M ontmartre, en la plaza St. Pierre, da la señal de “sol­tadlo todo” al Neptuno, que toma vuelo con 125 kilos de correo para ate­rrizar unas horas más tarde en Craconville, cerca de Evreux. A lo largo de los cinco meses que duró el sitio, 64 globos-correo abandonaron la capital, llevándose en total 64 aeronautas, 91 pasajeros, 365 palomas mensajeras y9.000 kilos de documentos. Cinco globos cayeron en manos de los alema­nes, otros dos se perdieron en el mar. Las palomas mensajeras tenían que volver a París cargadas con mensajes destinados a los sitiados. Pero cada paloma sólo podía llevar un mensaje de un gramo como máximo.

El inagotable N adar encontrará el medio para m ultiplicar casi al infi­nito tan endeble rendim iento. Se acuerda de una fotografía microscópi­ca —un milím etro de lado— en la que los visitantes de la Exposición de 1867 habían podido distinguir un grupo de 450 diputados. Encuentra al autor de este procedim iento —René Dagron— y lo m anda por globo a Tours con todos sus pertrechos de microfotografías. En adelante, cada palom a que em prende vuelo hacia París se lleva en un tubo de plum a 18 películas de colodión que tienen cada una 3 por 5 centím etros y repro­ducen lo equivalente a 16 folios de un texto impreso a tres columnas;50.000 mensajes reducidos cada uno a medio gramo más o menos. En París, cada película era colocada en el soporte de imágenes de un micros­copio fotoeléctrico, proyectada con una ampliación grande en una pan­talla, y transcrita por un equipo de copistas.

No era la prim era vez que N adar tenía oportunidad de unir sus dos pasiones, la fotografía y los viajes aéreos. En 1858 realizó la prim era foto aérea de la historia, a 80 metros por encima de Petit-Clamart, lo que no suponía poco mérito, porque, dado el estado de la técnica de aquel entonces, había que fabricar in situ —por lo tanto en la barquilla del globo, y por supuesto resguardada de la luz— la placa de colodión que tenía que utilizarse húm eda y revelarse inm ediatam ente después de la exposición.

Si los viajes aéreos de Nadar ya no son más que pequeña historia, sus retratos fotográficos perm anecen como testimonios insustituibles de su época y son obras maestras indiscutibles. Sin duda le habría asombrado esa

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inversión de los valores. Como muchos de sus sucesores famosos, —Man Ray, Brassaï, Cartier-Bresson, Klein— , Nadar llegó a la fotografía a través de la pintura, o más exactamente por lo que a él se refiere, por el dibujo. Periodista e ilustrador, había imaginado fotografiar a las personalidades de su época, para luego, sin abusar de su tiempo, poder esbozar a lápiz su cari­catura con toda tranquilidad. En su origen, la fotografía no era para él más que la sirvienta del dibujo. Pero poco a poco el dibujo se volvió inútil. El panteón Nadar, concebido en principio como una colección de caricatu­ras, llegó a ser un álbum de fotos.

Por su taller de la calle St. Lazare, y luego por el del Boulevard des Capucines, desfiló la Europa de los famosos, desde Liszt hasta Delacroix y desde George Sand hasta Bakunin. Para algunos, la operación encerraba algo maléfico y fascinante. D om inando terrores, fue como Balzac se hizo dagueireotipar entre los prim eros de su época, por el año 1842. Enseguida, la fértil imaginación del genial novelista le había proporcionado la expli­cación metafísica de tan misteriosa operación, y N adar tuvo, por dos veces, la oportunidad de escuchar cómo Balzac desarrollaba su extraña teoría. Según el autor de La comedia humana, cada cuerpo en la naturale­za está compuesto de series de espectros en capas superpuestas al infini­to, foliáceas y en películas infinitesimales. Por lo tanto cada fotografía es la “m onda” (la peladura) de una de estas capas —la más superficial— y su aplicación de plano en una placa fotográfica. Por lo tanto, para cada cuer­po fotografiado y en cada toma hay una pérdida evidente de uno de sus espectros, es decir, de una parte de su esencia constitutiva, lo cual es una prueba temible...

Michel Braive —uno de los mejores conocedores de Nadar— ha subrayado, con razón, el escaso interés que éste parecía conceder a la fotografía de exteriores. Este gran aventurero —en el sentido más noble de la palabra— no tenía nada de cazador de imágenes. Si realizó la pri­mera foto aérea de la historia, fue con la esperanza de hacer fortuna, al aplicar el procedim iento a la cartografía y a lo.s trazados catastrales. Pronto dejó a otros la explotación de esta nueva técnica. Por otra parte, fue el prim ero en utilizar la luz artificial en fotografía, pero su serie de cli­chés sobre los alcantarillados y las catacumbas de París no tuvo continua­ción. No se tiene más que una foto de él en la barquilla de un globo. La realizó en su estudio con una barquilla dim inuta, colgada de una viga. En 1886, hizo la prim era entrevista fotográfica al efectuar una serie de tomas del físico Chevreul, la víspera de su 101 cumpleaños, m ientras contestaba a sus preguntas sobre el arte de llegar a ser centenario. Pero en sus retra­tos, nunca intentó dar la ilusión de “reproducido del natural”. La vida intensa que irradia de la mayoría de sus retratos em ana de la mirada, de

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la expresión sosegada, de la personalidad exclusiva del sujeto, jam ás del gesto y m enos aún del decorado. A pesar de todas las tentaciones por lo pintoresco, N adar parece haber elegido, de buenas a primeras, algo fun­dam ental que otros muchos —y esto hasta hoy en día— harían tras él: sólo el rostro hum ano le parece digno de ser fijado sobre la película.

Murió en 1910 después de tener la alegría de escribir a Louis Blériot para felicitarle por haber cruzado el canal de la Mancha en “algo más pesado que el aire”.

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Emile Zola, fotógrafo

Agosto de 1888. Emile Zola está de vacaciones en Royan. Allí está su edi­tor, Charpentier, el grabador Desmoulin, y, con unos primos, su m ujer Alexandrine, que se ha traído a su costurera, Jeanne Rozerot, una m ucha­cha de veintiún años que no para de cantar. El alcalde de Royan, Frédéric Garnier form a parte del grupo. Es él quien iniciará al escritor a una nueva moda, la fotografía.

Zola tiene 48 años, el principio de la vejez en aquellos tiempos. Como es hom bre meticuloso, no ignoramos nada de su corpulencia: cien kilos, ciento catorce centím etros de cintura. Es m ucho para un hom bre de un metro setenta. Su carrera literaria, que empezó veinte años atrás con Teresa Raquin, estuvo marcada por etapas triunfales, La curée, El vien­tre de París, La taber na, Nana, Pot-bouille, El paraíso de las damas, Germinal, La tierra. Es el prim ero, el núm ero uno de las letras francesas desde la m uer­te de Victor Hugo acaecida tres años antes. Él lo sabe.

Lo que no sabe es que la vida le reserva más sorpresas. No puede sos­pechar —él, que desconfía de la política como de la peste— que diez años más tarde, al publicar Yo acuso en L Aurore se va a arrojar a lo más profun­do del “asunto Dreyfus” y a atraerse los peores odios. Pero en aquel mes de agosto de su madurez, Jeanne Rozerot va a reservarle otro descubrim ien­to, el del amor. Se había casado diez años antes con una m ujer mayor que él, Gabrielle-Alexandrine, que no podía tener hijos. Zola, que rendía el culto a la fecundidad, sufría en silencio. Sin em bargo fue un buen marido, dedicado por completo a su obra, en la que volcó ardores eróticos intole­rables para un público de bien. Y de repen te llega esta Jeanne Rozerot —como una rosa y un junco, diría él— con sus canciones, su risa y su figu­ra a la Greuze (según diría él también). Pero, además, una dicha nunca llega sola. Al mismo tiempo que el amor, otros dos descubrimientos, que concuerdan a las mil maravillas con sus aventuras, convertirían aquel vera­no del año 1888 en algo memorable: la bicicleta y la fotografía.

Amar a Jeanne. M ontar en bicicleta con Jeanne. Fotografiar a Jeanne. Conclusión: pierde veinticinco kilos. Esto es tanto como decir que vuelve a ser un muchacho.

Jeanne, la bicicleta, los niños, los amigos, el herm oso libro publicado por François-Emile Zola y Massin1 ilustran estos temas y algunos otros

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más, París, la exposición de 1900, Inglaterra (donde tuvo que exiliarse desde julio de 1898 hasta jun io de 1899). En total 480, de los 3.000 clichés más o menos que Zola dejó; casi tanto como las páginas que com prende su obra escrita.

Como era de esperar, el m undo de la fotografía se arrojó sobre este libro con una única pregunta en la m ente: ¿Alcanza la grandeza del Zola novelista, el Zola fotógrafo? ¿Tiene un lugar en la historia de este arte, entre Nadar, Eugène Atget y Demachy? Para los que aprecian y conocen la fotografía, la respuesta sin lugar a dudas es no. Con el espíritu m etó­dico y el em peño que le caracterizaban, Zola llegó a ser un excelente téc­nico de la fotografía. Tuvo unas diez m áquinas —de las cuales cinco siguen en manos de François-Emile Zola— . Instaló tres laboratorios de prueba y de revelado. Es verdad que la mayoría de sus placas son terri­blemente negras, y por haber hecho yo pruebas originales de sus obras, puedo decir que para revelar estas placas hace falta tener paciencia. Pero pienso que él no sobreexponía tanto. Es más bien la película la que ha ennegrecido con los años. Además, es indiscutible que el libro de Massin es apasionante y debe figurar en todas las bibliotecas. Prim ero, porque unas imágenes que tienen casi un siglo son siempre interesantes: cual­quier docum ento que nos restituye los rostros y los paisajes de un m undo tan cercano, pero desaparecido para siempre, es muy valioso para noso­tros. Pero, sobre todo, estas fotos nos revelan un aspecto nuevo e im portan­te —aunque secundario— de la vida de un hom bre de una im portancia considerable.

Lo cual no quiere decir que una obra artística —fotográfica o no— tenga que ser creadora. Un gran fotógrafo tiene una visión propia que constituye la firm a de sus obras. Mire cien fotos de Weston, de Brassai, de Cartier-Bresson o de Boubat. Supongamos que le traen otra más, la cen- tésimo primera, que usted ve por prim era vez. La colocará sin la m enor duda en la obra del artista a la que pertenece. H abrá reconocido el mundo que el autor lleva en sí y que proyecta donde sea que vaya. He via­jado con grandes fotógrafos. En todas partes —en Japón, en Canadá, en África, en Francia— he visto cómo brotaban del pavimento, de las ciuda­des o de la arena de los desiertos unos rostros, unas escenas, unos paisa­jes que se les parecían, que eran suyos. Sólo les faltaba pulsar el botón. ¿Fue cuestión de suerte? Claro que no. Se tiene suerte una vez, dos veces, a lo sumo tres. Pero no todos los días, varias veces al día. Éste es el miste­rio de la creación.

Nada parecido ocurre en Zola. Su uso de la fotografía no es muestra de creación. A mi parecer, era m uestra de una doble frustración que queda por definir.

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Primero recordem os que nació en París en 1840, pero que cursó todos sus estudios en Aix-en-Provence. En el colegio de Aix, su m ente algo lenta y su acento parisino son fuente de vejaciones por parte de sus com pañe­ros. Un forzudo le toma bajo su protección, un duro de pelar, un año mayor, que sí es de por allí. Se llama Paul Cézanne. Fue el principio de una profunda y larga amistad que conocería m om entos tormentosos. Como ha escrito A rm and Lanoux2, Paul sería El gran Meaulnes de este endeble Alain-Fournier. Pero la vocación de Cézanne era la poesía, la de Zola el dibujo. Más adelante intercam biarían sus ambiciones. Pero no está prohibido pensar que siempre hubo en Zola “un pin tor frustrado”. Se vería en 1886, con la publicación de su novela La obra que se inspira en la vida de Cézanne. Zola no creía en el éxito de su amigo. Escribe: “Paul podría tener el genio de un gran pintor, pero nunca tendrá el genio de llegar a serlo”. Y más adelante: “Paul Cézanne en el que uno puede des­cubrir los rasgos geniales de un gran pin tor fracasador”. Extraño y apa­sionante equívoco que se instala entre estos dos grandes profetas del siglo XIX, y que llegaría hasta la rup tura de su amistad. No cabe duda de que Zola tenía cuentas pendientes con la pintura, y que la fotografía se bene­fició de esta deuda. Porque las fotos de Zola son más una m uestra de ese arte impresionista que no practicó, que de la novela social en la que llegó a ser un maestro. Zola fotógrafo habría podido ser la som bra del Zola novelista, y podríam os haber encontrado entre sus clichés “el dossier” en imágenes de la zona m inera (Germinal), del m ercado central (El vientre de París), del m undo campesino (La tierra) o de los ferrocarriles (La bestia humana). Pero nada de eso existe. Zola fotógrafo no investiga sino que contempla, ama. Le fascinan los jardines, las aguas, los rostros. Para él, la fotografía responde a una función de celebración.

Y aquí es donde interviene la segunda frustración a la que aludíamos. El novelista quiso apasionadam ente a Jeanne Rozerot y a los dos hijos que tuvo con ella, Denise y Jacques. Pero esa te rn u ra no podía ser feliz p o r­que se trataba de una familia adulterina. “La división de esta doble vida que me veo obligado a vivir acaba por desesperarm e”, escribió. U na foto des­garradora nos lo muestra en el balcón de su casa de Médan, enfocándoles con un prismático, en dirección a Cheverchemont, donde había instalado a sus tres amores para el verano. Dedica su novela El doctor Pascal a Jeanne “la que me ha dado el real festín de su juventud y me ha devuelto mis treinta años al regalarme a mi Denise y a mi Jacques”. Hay unas escenas lamentables. Avisada por una carta anónim a, A lexandrine irrum pe en el piso de la calle St. Lazare donde su m arido ha instalado a Jeanne y rom pe las cartas de él que encuentra. Y por supuesto, lucha con la torpeza más insigne para recuperar al infiel. Pero reconozcamos que no le faltó ni

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valor ni generosidad ya que, una vez m uertos Emile y Jeanne, y sola con los niños, los adoptó para que pudieran llevar el nom bre de su padre.

En Lewis Carroll la fotografía hacía las veces de contacto físico con las niñas que eran su gran pasión. En Zola hace las veces de vida en familia... Retrata con em peño —casi podríam os decir con glotonería— a una Jeanne Rozerot en la que vemos cómo se va abriendo paso con los años una herm osura algo fofa, y a dos niños cuyos semblantes a veces apena­dos, reflejan las fastidiosas sesiones de tomas de vista, a m enudo marcadas por los arrebatos de ira del fotógrafo. ¡Pues m enudo asunto hace cien años, el de “sacar” una foto!; y sin embargo, el academicismo de estos retratos es flagrante. Tal vez Zola dem uestre cierta originalidad al adop­tar a veces, para los retratos de Jeanne, el ángulo “tres cuartos espalda” que despeja la oreja y realza la nuca. Pero en general, se conform a con el grupo frontal más convencional. Es que para él la fotografía no es un terreno virgen donde explorar e inventar al mismo tiem po —como lo es el dominio literario— , sino un instrum ento dócil para atrapar y recordar; en fin, un ojo y una memoria. Si Zola escribe con su cerebro y con su ima­ginación, con su corazón es con lo que saca sus fotos.

1. Hoébeke/D.A.A.V.P, 1990.2. Arm and Lanoux, Bonjour, monsieur Zola, Grasset, París, 1978.

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Un americano en París: Man Ray

Cuando Man Ray desembarcó en París en medio del chin-chin-tatachín del 14 de julio de 1921, le precedía una fama que, después de cerrarle las galerías de pintura neoyorkinas, había de abrirle las del dadaísmo parisi­no. Le había influenciado un joven pintor francés que vivía en Nueva Yoik, Marcel Duchamp, cuyo Desnudo bajando una escalera había estado de moda en la exposición Armory en 1913. Desde aquel entonces Duchamp fingía despreciar la pintura. Se dedicaba al ajedrez o construía extrañas má­quinas hechas con paneles de colores m ontados sobre un eje que ponía en movimiento un motor, auténticas esculturas móviles, las prim eras de su géneio. Como ya sabía que todos los medios valen para expresarse, Man Ray había expuesto bajo el título Autorretrato un lienzo que llevaba la hue­lla de su propia m ano rem atada por dos timbres eléctricos y un botón. También había inventado la p in tu ra con aerógrafo. En lugar de in ten ­tar pintar contornos precisos, pegaba en su lienzo esténciles que prote­gían las superficies que no se pintaban. Por fin había superado la especie de horror sagrado que la fotografía inspiraba, entonces, a los pintores. Después de fotografiar sus propios lienzos para catálogos y prensa, se le ocurrió que era posible pintar con una m áquina de fofos del mismo modo que algunos pintores de antaño, e incluso de hoy, fotografían con pinceles.

Se entiende que el joven am ericano fuese acogido en M ontparnasse como a uno de los suyos por Francis Picabia, Paul Eluard, Philippe Soupault, Tristan Tzara y por todos cuantos hervían con ellos en la gran olla dada de donde pronto saldría el surrealismo. Man Ray llevaba consi­go, en todos sus viajes, un pesado baúl lleno de cuadros, lo que le había ocasionado algún que otro contratiem po en las aduanas. Breton, Aragon y Eluard patrocinaron la prim era exposición de Ray Man en la galería de Soupault cerca de Los Inválidos. En el último m om ento, Man Ray añadió un objeto típicam ente dada que llamó Regalo: una vieja plancha cuya superficie infeiioi estaba erizada de clavos de tapicero. El objeto desapa- íeció el día de la inauguración, pero Soupault, sospechoso núm ero uno, negó ser el autor del hurto. El éxito en sociedad fue brillante pero el fra­caso comercial indiscutible. En todo caso, Man Ray se ganó a un nuevo amigo, un extraño hom brecito de unos cincuenta años, locuaz, de perilla

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blanca y quevedos, bom bín y paraguas negro, que parecía un em pleado de pompas fúnebres o de banco. Era Erik Satie.

Pero había que vivir, y ya que sus cuadros no se vendían, Man Ray se inclinó por la fotografía. Lanzado por Cocteau, recibido por Paul Poiret, adoptado por Picasso, Braque y Derain, apoyado por Anna de Noailles y el conde Etienne de Beaumont, llegaría a ser el fotógrafo de una sociedad y de una época incomparables, la única y auténtica “belle époque” de nuestro —recién pasado— siglo.

Fotógrafo-pintor, Man Ray fue a la vez testigo y uno de los protagonis­tas de un movimiento especialmente rico y cuyas repercusiones han lle­gado hasta hoy. Como fotógrafo, supo m antener suficiente distancia como para describir y juzgar la corriente a la que estaba íntim am ente unido como pintor. Su libro de m em orias1 rebosa de anécdotas y de reve­laciones de aparente trivialidad. En ellas nos codeamos con Paul Poiret en su lujoso palacete de la calle Saint-Honoré, rodeado de su brillante cohor­te de modelos, como un dios oriental refinado y epicúreo; Picasso resuelto a dejar de pintar porque una sentencia de divorcio le obligaba a abonar a su ex m ujer el producto de sus cuadros; Picabia que inauguraba su nuevo coche deportivo, largo, bajo, de color azul celeste, con un trozo de para­brisas delante del volante, in tentando dem ostrar cómo su largo bloque- m otor de alum inio de ocho cilindros, aparentem ente sencillo hasta lo ridículo, era más herm oso que cualquier obra de arte. Y luego, sobre todo, está Kiki de M ontparnasse, con quien viviría Man Ray durante años. D urante tres días, había posado para Utrillo. Entre las sesiones, él bebía vino tinto, se em borrachaba y le ofrecía una copa, pero cuando ella in ten­taba ver el cuadro, la apartaba. Sólo podría verlo una vez term inado. Cuando por fin pudo m irar al otro lado del caballete, vio que había pin­tado un paisaje. Varios días antes, Kiki había ido a ver a Soutine y, como sabía que apenas tenía para comer, le había llevado pan y arenques. Al en trar le invadió un hedor espantoso: un trozo de buey y unas verduras que Soutine llevaba varios días pintando se estaban acabando de pudrir encim a de la mesa. Por am or al lujo, Kiki se pasaba horas en la bañera, o también, arrem angada, guisaba platos que le recordaban su Borgoña natal. Al final ella tam bién se puso a pintar e hizo obras “n a ïf’ pero car­gadas de audacia, e incluso retratos, como el de Eisenstein que el director de cine le com pró enseguida. Al m orir Kiki en un hospital, todos los anti­guos de M ontparnasse fueron a depositar flores en su tumba.

Pero Man Ray nos invita a ir más allá de la “pequeña historia”. Encarna una experiencia capital que se renueva de generación en generación desde 1830 y de la que nos ofrece algo parecido a una versión surrealista: el encuentro de la fotografía con la pintura. En una obra brillante2, André

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Vigneau recuerda la especie de pánico que se apoderó de los pintores cuando la fotografía empezó a calar hondo hacia 1840. En la cum bre de su fama, Ingres dio la m edida de su desasosiego al exclamar: “¿Quién entre nosotros sería capaz de tal fidelidad, de tal firmeza en la in terpre­tación de las líneas, de tal delicadeza en el modelado? ¡Qué herm oso es esto de la fotografía!... ¡qué herm oso, pero no hay que decirlo...!”. En cuanto a Horace Vernet, al volver de la academia donde se había anun­ciado el descubrimiento de la fotografía, declaró sin dudarlo: “Ha m uer­to la pintura”. Y, en efecto, la fotografía m ataría cierto tipo de pintura. Primero es la pintura de batalla, precisamente la de Horace Vernet, género capital al que debemos más de una obra maestra, género tan tradicional que, en 1939, el ministerio de la G uerra seguía nom brando, en confor­midad con el reglamento, a un “pintor oficial de batalla” que tenía que instalarse en el frente de la drôle de guerre con sus pinceles, su paleta y su caballete.

Por otra parte, también el retrato fue m ortalm ente golpeado por la aparición de la fotografía —y en prim er lugar la m iniatura— , que desa­pareció casi por completo. Se entiende por qué, al confrontar algunos retratos fotográficos de Nadar con el retrato de los mismos personajes hecho por un pintor en la misma época, la inutilidad de la p intura irrum ­pe con una evidencia brutal.

Una vez superado el prim er m om ento de estupor, llegó un fuerte con­traataque por parte de la pintura. Baudelaire —su más virulento porta­voz— escribe: “En materia de p intura y de estatuaria, el credo actual de la gente de la buena sociedad, sobre todo en Francia, es éste: creo en la na­turaleza. Creo que el arte es y no puede ser más que la reproducción de la naturaleza... y un dios vengador ha cumplido los deseos de esta multi­tud. Daguerre ha sido su mesías. Y entonces esta gente piensa: ya que la fotografía nos da todas estas garantías deseables de exactitud, el arte es la fotografía. Desde ese m om ento, la sociedad inm unda se abalanzó, como Narciso, para contem plar su tosca imagen en el m etal”. Sin em bargo, con­viene recordar que también Baudelaire se precipitó al taller de Nadar con el fin de conservar su imagen para las futuras generaciones.

Pero después de la guerra fría, parece que se instaura una especie de coexistencia pacífica. Da la impresión de que la p in tura convive con su temible rival. Incluso sabe sacar provecho de la nueva situación y colmar las zanjas abiertas en su territorio hasta la fecha inconcluso: la reproduc­ción de lo real. Ya que en lo sucesivo, el realismo absoluto se ve anexio­nado por la fotografía, el pintor se encarga de explorar las tierras vírgenes de la composición y de la descomposición de lo sensible. Liberado de la esclavitud realista, se dota de unos objetivos más sutiles, más exquisitos

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que le llevarán al impresionismo y al cubismo. Incluso la fotografía le pro­porcionará algunas de las claves de su nuevo reino. De repente brotarían los recursos del enfoque y de ello Toulouse-Lautrec sacaría unos efectos sorprendentes, m ientras Seurat se inspiraría en el grano de los clichés subexpuestos paia inventar el puntillismo. La reconciliación se consuma­ría cuando se les ocurriera a algunos pintores que una fotografía, sacada o no con este fin, puede servir de “m odelo” perfectam ente e incluso de soporte encim a del cual se aplicarían directam ente sus colores. Así la usa­ron Degas y Utrillo.

En esta perspectiva es como hay que en tender a Man Ray. H aciendo tabla rasa de todas las clasificaciones y desde luego de todas las je ra rqu í­as, plantea como un principio que un pincel y una m áquina son herra­mientas intercam biables —y en sí mismas indistintas— de la creación artística. En esa lógica no se deja im presionar más por su relativo fraca­so como p in tor que por su deslum brante éxito como fotógrafo. En él, el p in tor ha hecho al fotógrafo unos favores semejantes a los que la foto­grafía había hecho a la p in tura medio siglo antes. Desarticulando las m áquinas, m altratando las leyes de la óptica, trastornando las reglas de la quím ica fotográfica, utiliza sucesivamente la granulación, la sobreim- presión, el revelado negativo, el relieve, y, además, inventa la solariza- ción. Pero seguramente, con sus “rayografías” (palabra sacada de su propio apellido) es como m ejor manifiesta su rechazo a la rutina. Al exponer a la luz una hoja de papel fotográfico, sobre la cual se han colocado di­versos objetos —algunos translúcidos— se consigue una fotografía es­quem ática, abstracta, llena de efectos inesperados, que tiene para un surrealista el encanto paradójico de haber sido hecha sin m áquina fo­tográfica.

Jam ás fue Man Ray tan feliz como cuando conseguía sem brar la con­fusión entre el dom inio de la pintura y el de la fotografía, por ejemplo, realizando en negro y sepia un retrato al óleo de Marcel Ducham p que todos tom an por una foto, o tam bién en algunos aforismos fulgurantes, como cuando definió la p intura abstracta como “la ampliación de un detalle de la naturaleza”.

Como yo tenía un despacho en Editions Pion, fui vecino m ucho tiem­po de Man Ray y de su esposa Juliette, que vivían en un apartam ento en el 2 bis de la calle Férou, a la sombra de las torres de la iglesia Saint- Sulpice. Me acogía con amistad ese hom brecito encorvado, de ojos inte­rrogadores detrás de sus gruesas gafas y que parecía salir como de un museo surrealista lleno de objetos insólitos y de lienzos obsesivos. Su curiosidad seguía al acecho, pero no se sabía qué dosis de ironía se mez­claba con el entusiasmo cortés con el que saludaba los inventos de sus

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jóvenes colegas. ¿Cómo asom brar a Man Ray? La última vez que le vi, le pregunté que a qué se dedicaba últim am ente. Me enseñó unas m iniatu­ras de una delicadeza sorprendente que parecían pinturas sobre marfil y que no eran sino fotografías en color realizadas según un procedim iento de su invención.

Murió el 18 de noviembre de 1976.

1. Mail Ray, Autoportrait, R obert Laffont, París, 1964.

2. André Vigneau, Une brève histoire de l ’art de Niepce à nos jours, R obert Laffont, Paris, s.d.

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El oscuro lirismo de Bill Brandt

Acurrucados en lo alto de una escombrera, unos m ineros en paro rebus­can trozos de carbón que van echando en bolsas. U na anciana se cepilla los dientes encima de un orinal. Dos criadas, con cara de odio, tocadas con cofias blancas de cintas plisadas, m ontan guardia ante una mesa sobrecargada de cristalería de Venecia. Un aburrim iento envarado domi­na este salón tapizado de felpa, donde se ven cuatro señores de esmoquin, una joven sentada en un puf ante un juego de damas. Unos chiquillos corren al fondo de una calle resbaladiza dom inada por una colum nata de chimeneas de fábrica que van vomitando hollín. Sombras de una isla: es el título que ha encontrado Michel Butor para el libro de fotografías de Bill Brandt publicado por Editions Prisma. Por supuesto, la isla es Inglaterra. Enseguida se adivinan intenciones polémicas, algo como un arreglo de cuentas entre un hom bre y su propio país. He visto a Bill Brandt varias veces. Era un m uchacho risueño, algo así como “el e terno estud ian te”, frágil e irónico, al que su m ujer prodigaba cuidados infinitos. “Pero no, en absoluto, quiero a Inglaterra, es mi país”, me dijo m ientras com ía cara­melos, “hay que m irar mejor mis fotografías”. Miré m ejor y, en mi opi­nión, he entendido mejor. Como pasa con algunas personas, las imágenes de Bill Brandt ganan con el trato. Conviene convivir con ellas. Dentro de dos, diez años, las com prenderé aún mejor. ¿Existe mayor elogio para un arte que pasa por fugitivo y superficial?

Lo propio de Bill Brandt es hacer caso omiso de las alternativas más evidentes, basándose en la fuerza de su intuición. Por ejemplo, la alter­nativa tristeza-alegría. Estas sombras de una isla nos dem uestran de manera indiscutible que al llevar el realismo hasta el límite de su negru­ra, se puede desem bocar en un lirismo cercano a la alegría. Porque estas imágenes rebosan lirismo, es imposible dejarlo de lado. Estas escenas de la vida íntima de la gentry de antes de la guerra vienen como aureoladas de cierto trasfondo de nostalgia. A estos chavales, en el fondo del calle­jón negro, la belleza trágica de este paisaje industrial les llevará ensegui­da al cielo. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Se puede invocar la elim inación de los matices, de los grises? Bill Brandt, que revela él mismo sus pruebas, uti­liza siempre papeles de extrem a dureza, de m odo que los blancos y los negros se entrechocan en una sinfonía deslum brante y al final tónica.

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Pero este tipo de explicación técnica es muy limitada. Es m ejor m irar otra vez y abandonarse a la im presión de grandeza que se desprende de estas imágenes. Esta grandeza alcanza una dim ensión cósmica en los pai­sajes de la isla de Skye, esculpida por la erosión de los glaciares, y en los páramos asolados de Yorkshire. En Skye volvemos atrás, a la noche de los tiempos, cuando la tierra estaba “aún m ojada y tierna después del dilu­vio” y destruida por las huellas de los pies de los gigantes. Ya no hay nada humano en aquellos terribles páram os donde la vida no se manifiesta más que por algunos huevos moteados, colocados en el hueco de una roca. En Yorkshire, la casa de Emily Bronté es azotada p o r las ráfagas de viento de las Cumbres borrascosas. La silueta de una vaca en el claro de luna, las manchas claras de un rebaño de ovejas entre las rocas megalíti- cas, una mariposa monstruosa empalada en las ramas de un árbol m uerto nos recuerdan que el hom bre ha pasado por allí antes de desaparecer, sin duda, definitivamente.

En 1945 la carrera de Bill Brandt dio un rum bo decisivo al com prar en una tienda de segunda m ano cerca de Covent C arden una Kodak de madera sin obturador, que utilizaba Scotland Yard en el siglo XIX , para sacar fotos de las habitaciones donde se había cometido algún crimen. Concebida para este fin, la m áquina tiene una abertura angular y una pro­fundidad de foco igualmente fantásticas que arrastran deform aciones ópticas impresionantes. D urante quince años, Bill B randt aprendería la fotografía con esta herram ienta prehistórica, esforzándose por asimilar su lenguaje, con el fin de usarlo mejor para sus propios objetivos. Indepen­dientemente de la m áquina que utilizaría luego, le quedaron para siem­pre las lecciones de aquel m entor de un género nuevo.

Aquellos años de investigación desem bocaron en 1961 en un libro de fotos que salió bajo el título Perspectivas sobre el desnudo. Por su hom oge­neidad, por su riqueza y su rigor, este libro imposible de encontrar —y que fue además un fracaso comercial— es uno de los libros de fotografías más importantes publicados hasta hoy. Levantó polémicas en los medios de la cámara oscura. Por prim era vez el artista sacaba un provecho siste­mático de cierta infidelidad a lo real, la exploraba en todas sus implica­ciones, la desarrollaba como el tema de una fuga de Bach. Se habló de foto abstracta, de formalismo, de juego gratuito. Pero todas estas acusa­ciones caen por sí solas si uno acepta considerar que a pesar de la frag­mentación que el autor im pone a las formas, con total libertad, los valores materiales, sin los cuales no hay fotografía válida, no sólo se respetan sino que incluso se afirman con una insistencia obsesiva. Se pueden contar las ranuras del entarim ado, se siente la seda áspera de los sofás, la felpa de los sillones, la frialdad lisa de los espejos y de los cristales. En los exterio-

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res marinos, los cantos rodados tienen peso, el aire huele a olor marino, e incluso se oye el fragor de las olas que se precipitan en el caracol de un enorme oído, abierto en prim er plano. Pero sobre todo aquí esta la carne, con sus arrugas, su vello, sus poros y el variado grano de la piel. Parece que por un sentido admirable del equilibrio de los valores, Bill Brandt se ha sumido tanto más profundam ente en la materia como cuanta más libertad se tom aba con las formas. Devuelve centuplicado el realismo en profundidad, lo que le había negado al nivel de las líneas y de su juego.

Parece que los grandes fotógrafos se clasifican por sí solos en dos fami­lias cuya visión y cuya m eta son totalm ente distintas. Los prim eros lo espe­ran todo de lo instantáneo “reproducido del natural” y cosechan aquí y allí unas imágenes que dan testimonio de la condición hum ana. Atget es su antepasado, Cartier-Bresson su más famoso representante contem po­ráneo y las fotos de Robert Capa una de las cum bres de su arte. Los otros anhelan la eternidad a través del instante. El retrato, el desnudo y el bodegón son su territorio. Edward Weston es el maestro de esta casta cuya tradición prosiguen, en Francia, Sudre, Brihat y Clergue. Es obvio que Bill Brandt pertenece a esta línea. Pero en este caso, como en otros, este demonio de hom bre sabe ir más allá de esta alternativa. Porque, único representante de su especie, baja a la calle y hace reportajes a su m anera sobre el paro en 1930, la dolce vita de la flor y nata londinense o los bom ­bardeos de 1940. A su m anera, claro está, pues a estos mineros, a estos aristócratas, a estos londinenses am ontonados en el pnb, los trata corno des­nudos, como bodegones. Y seguram ente es lo que da su fuerza y su firmeza fascinantes a estos docum entos auténticam ente “sacados de lo real”.

Nadie discute que Bill Brandt sea considerado “el más grande fotógra­fo inglés”. Pero conform e vas recorriendo su obra, te asalta una duda: ¿realmente se ha dicho todo sobre Bill Brandt? Tal vez falte por decir la última palabra.

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Jacques Lartigue, el sabio de las imágenes

La tradición literaria nos ha acostum brado a la imagen del niño en per­petua ruptura con su medio familiar y social. A veces su felicidad se desa­rrolla en una salvaje libertad que le confiere su indigencia —Gavroche, Mowgli—, o al contrario, le aplastan las obligaciones del cuerpo social pri­vilegiado al que pertenece (Les malheurs de Sophie, El pequeño lord Fauntleroy). Pero, en general, nos gusta adm itir que el niño pobre es más feliz que el niño rico.

Los recuerdos de niñez de Jacques Lartigue trastornan esta conven­ción. Vemos, ¡oh sorpresa!, cómo un niño se las arregla a las mil m ara­villas con una vida de príncipe. Porque lo tiene todo este niño, jard ines, criados, coches, aeroplanos. Es probable que sea uno de los prim eros —estamos a principios del siglo XX— en practicar el esquí, el deporte del automóvil, la fotografía o el cine de aficionado.

A decir verdad, m erecería la pena exam inar desde muy cerca la vida de Jacques Lartigue, época por época, porque encierra, difuso y bajo mil formas, un secreto; el secreto por excelencia, el de la felicidad. Intentemos coger infraganti esta extraña y maravillosa facultad.

Primero se observará que tiene un sentido innato de las alegrías sen­cillas, inmediatas, modestas. Para un rico ¿existe algo más difícil que disfru­tar de los placeres gratuitos? No cortar de raíz, por un desprecio estúpido o por un descuido obtuso, los dones de cada día. Amar la vida es am ar por la m añana el olor a café y a tostadas. Es maravillarse de una m ancha de sol en la alfombra, del canto del gallo o del suave raspar del rastrillo del jardinero por la gravilla de los senderos. Quizá esto no se encuentre de manera explícita en las páginas de las Memorias de J. Lartigue1, pero flota en su espíritu. Yya que hablamos de espíritu, observemos que cuanto más sencilla es la alegría —el aire fresco de la m añana, el resplandor del atar­decer, el olor a tierra mojada después de la torm enta, la sonrisa efímera de un niño desconocido, el leve roce de un gatito contra la pierna— , más translúcida resulta en presencia de Dios. Se habla de la “fe del carbone­ro”. Al observar a Jacques Lartigue, preferiría hablar de la fe del florista, del pastelero, del pajarero.

Me parece que nadie como él sabe disfrutar sin segunda intención de lo que le regalan y sabe olvidar lo que le niegan. Lamentar, envidiar, ven­

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garse... imposible. No sólo sabe dar —rara cualidad— sino que también sabe recibir, facultad aún más escasa. “Durante nuestros años de vacas fla­cas, yo solía decirle a Florette que ya que no teníamos con qué pagar el yogur o la fruta de la cena, tanto peor, vayamos a c e n a ra Maxim’s. Allí, en cuanto llegábamos, alguien nos invitaba”.

La adm iración es un estrem ecim iento de vida y de calor que se añade a la simple observación. No nos olvidemos que la raíz de la palabra signi­fica: asombrarse. Admiración = am or + asombro. Es el am or con una fres­cura que brota y se embelesa. Y nada más fácil que suscitar la admiración de Jacques Lartigue. Enséñele algo auténtico, una mujer, una fruta, un paisaje. Enseguida admira. Pero, ¡cuidado!, su admiración es comunicati­va, y no sólo para usted sino que la irradian la mujer, la fruta o el paisaje, y les da al mismo tiem po un destello inesperado, haciéndolos precisa­m ente admirables. Y esto se encuentra en la fotografía o en la pintura que hará luego. En realidad, todo cuanto toca se vuelve flor.

Este frescor que magnifica, esta disponibilidad para las alegrías senci­llas nos llevan a hablar de primavera. Cada año, la naturaleza festeja a Jacques Lartigue. Esto se llama primavera. Él la espera con fervor, como algo m erecido, y cuando empieza, se dispone a instalarse en prim era fila y no perderse nada. Sus fotos más hermosas irradian una luz de m añana de abril; y fue uno de los prim eros en utilizar la película en color2.

A este respecto, apuntarem os la peculiar función de sus “juguetes” pre­feridos: la foto, el automóvil, el esquí, la pintura. Siempre son instrum en­tos de apertura hacia el exterior, de conquista de las cosas, de la gente o de los paisajes. Sus pasiones son pasiones claras, enriquecedoras, mientras que las pasiones negras —el juego, el alcohol, la droga— provocan ru p ­turas, desconexiones, dimisiones. Tres palabras que no existen en el voca­bulario de Jacques Lartigue: evasión, vacaciones y retiro.

En cambio, una nueva palabra se presenta con toda naturalidad a quie­nes le ven: juventud. Con motivo de su prim era exposición de p intura en Nueva York, un periodista le preguntó: “¿No será usted el hijo del famoso fotógrafo de mujeres de 1900?”. Claro está, no podía sospechar que el “famoso fotógrafo” tenía ocho años cuando hacía aquellas imágenes inol­vidables. En aquella época, dijo a su padre, que entonces tenía 35 años: “Intenta vivir otros diez años más, porque así podrem os m orir jun tos”. Precisemos que su padre viviría hasta los noventa y seis años.

Desgraciadamente el m undo es malo, y nadie está a salvo de las peores pruebas. A pesar de todo, las páginas del diario de Jacques Lartigue fecha­das en 1914-1918 podrían llamarse “del buen uso de la guerra”. Como muchos otros, tam bién él quiso cubrirse de gloria. Jacques Lartigue, que ingenuam ente seguía el impulso patriótico general, fue rechazado de las

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filas del dios Marte. La ju n ta de clasificación —a la que se presentó en la misma hornada que Maurice Rostand— rechazó a este chaval de 1,80 m que pesaba 52 kilos. (Sesenta años más tarde aún no había tragado la humillación. Me dijo: “He engordado dos kilos desde aquel entonces. ¿Crees que les valdría ahora?”.) Al final iría al frente, como Cocteau, con el uniforme de camillero. Entre tanto cogió el sarampión, y su m adre le leía en la cama cuentos de Zola. Luego recuperó su fuerza física jugando al tenis. Rodó una película “patriótica” con Jacques Feyder, con un uni­forme de teniente inglés firm ado por B urberry’s. Pintó mujeres desnudas en el taller Julián, calle del Dragón, sedujo a jovencitas gracias a su B. B. Peugeot. Tocado con una media de seda, recibió el bautismo del aire en el caza inglés Sopwith, el aparato más rápido de aquella época. Le opera­ron de apendicitis. Pero el colmo de aquellos tiempos heroicos fue su pri­mera gran aventura, digamos la palabra, la pérdida de su virginidad, más patriótica todavía que su película, ya que para ello eligió a M arthe Chenal, famosa cantante e intérprete “oficial” de la Marsellesa durante la guerra.

Pertenece a la raza misteriosa de los grandes de la fotografía que se define por el poder inexplicable de suscitar coincidencias, chiripas, encuentros increíbles, en los que el azar cobra tanto m enos parte cuanto que estos milagros no dejan de ocurrir a su favor, y sólo a su único favor. Un día, Lartigue estaba en mi jard ín con su m áquina de fotos en la mano. Yo asomo la cabeza por la lum brera de la buhardilla. En ese instante, dos palomas blancas se posan en el canalón, una a la derecha, otra a la izquierda de mi cabeza. François Reinchenbach ha publicado un libro de recuerdos3. En la portada figura un admirable retrato de un niño de seis años: el autor es Jacques Lartigue. Pregunta: ¿Por qué a Lartigue se le ocurrió en 1927 sacar una foto de este niño? La escena transcurre en Arles donde se inaugura, en el museo Réattu, una exposición de fotogra­fías antiguas. En el grupo de invitados notables que van recorriendo las salas, se oye la risa de Lartigue. Se detienen ante una foto de Eugène Atget (1856-1927) en la que se ve a un público de niños fascinados por el guiñol del Jard ín del Luxemburgo. De repente una exclamación: “¡Pero si somos mi herm ano Maurice y yo!”.

Es Jacques Lartigue. Se asoma hacia la imagen. Por puro milagro, allí hay una lupa. Así que uno de los mayores fotógrafos del siglo xix había sacado casualmente —¿pero era casual?— a uno de los mayores fotógra­fos del siglo XX. Se form a un corro. Confrontan las fechas. Todo parece concordar. Más adelante se com probará de form a definitiva y casi poli­cíaca: la oreja de Maurice —muy visible— es bastante característica. Se volverá a com probar en otras fotos, sin lugar a duda. Jacques tenía en ton­ces cinco años ya que la foto de Atget tiene la fecha de 1899. La carita que

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se distingue en el documento amarillento de Atget recuerda otro rostro regordete, despabilado, lleno de gracia y de ingenio: el del Petit Gibus en la película La guerre des boutons y de Bébert et l ’omnibus. Nada extraño. Este joven actor se llama Martín Lartigue, y es el nieto de Jacques. Hoy en día es pintor y hombre de teatro. Un pura sangre no sabría mentir...

Durante el otoño de 1974, se vio de repente cómo la foto de Jacques Lartigue prosperaba en todos los periódicos, semanarios y pantallas de televisión. Es que lo había elegido el nuevo presidente de la República para hacer su retrato oficial, el que adornaría, entre otros lugares, los32.000 ayuntamientos de Francia. Admiremos de paso esta sabrosa para­doja: al hacer la foto del presidente Giscard d ’Estaing, es su propia cara la que se ve por todas partes. Pero no se conoce im punemente a este maestro de la felicidad. Desde esa foto histórica, tiene mesa franca en el palacio del Elíseo. Con o sin máquina de fotos. Después de Marthe Chenal, Valéry Giscard d ’Estaing es quien cae bajo el encanto del niño mayor de ojos azules y de rizos blancos. No podía elegir mejor. Esperemos para bien de Francia que lo vea a m enudo y que lo mire bien4.

1. Jacques-H enri Lartigue, Mémoires sans mémoire, R obert Laffont, Paris, 1975.2. Jacques H enri-Lartigue, Les Autochromes de J.-H. Lartigue 1912-1927, H erscher, Paris, 1980.3. François R einchenbach, Le monde a encore un visage, Editions Stock, Paris, 1981.4. Escrito en 1975.

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Herbert List, fotógrafo del silencio

En primer lugar conviene recordar el lugar aparte que ocupa Hamburgo, su ciudad natal, en Alemania. Poderosa ciudad hanseática, capital del norte, puerto cosmopolita, volcado hacia los países anglosajones, Ham­burgo es la antítesis de Munich. El hamburgués mira por encima del hom­bro hacia las provincias del interior, con sus pesados dialectos campesi­nos, y más aún hacia este sur católico en cuyas cervecerías se desarrollaron Hitler y el nazismo; no le va nada el famoso Blut and Boden (sangre y tierra), doble obsesión de la ideología racista a la cual opone gustoso el espíritu y el mar.

Después, conviene recordar la generación a la que List pertenecía. Nacido en 1903, está en plena adolescencia cuando tiene lugar el desas­tre de 1918. La historia añade su peso formidable a la embriaguez icono­clasta y a la “liquidación de los valores paternos” propios de la crisis de los quince. Yo sé con qué júbilo dionisiaco, un chaval en plena rebelión ado­lescente, asiste al derrum bam iento de su país y ve cómo ponen patas arri­ba y del revés sus instituciones y su “moral”: yo tenía quince años en 1940.

La Alemania que se viene abajo en 1918 es la de Guillermo II, una civi­lización industrial y puritana que encuentra su equivalente y su modelo en la Inglaterra victoriana (a fin de cuentas, Guillermo era nieto de la reina Victoria). Aquí vive la gran burguesía con sus bancos y sus fábricas, en unos interiores asfixiados por cojines y colgaduras, humillada por el tratado de Versalles, asustada por los sublevados de Kiel, arruinada por las reivindicaciones sociales. Su propia juventud la escarnece, ya que la con­sidera responsable del caos reinante. Esta juventud se encierra sobre sí misma en una especie de secta de veinteañeros que se llaman a sí mismos wandervogel (pájaros migratorios). Grupúsculos anarquizantes, con su prensa, su literatura, sus citas, que recorren andando, con una guitarra como único equipaje, los bosques, los arenales y las montañas. Estos pája­ros migratorios tendrían sus descendientes: los hippies...

Como había ganado la guerra, Inglaterra tenía un retraso de una revo­lución con relación a Alemania. Conviene leer el testimonio de Stephen Spender, un joven inglés, amigo de H erbert List, que se plantó en su pequeña sociedad en 1929. ¡Qué deslumbramiento ante esta juventud solar, esta beautiful people que cultivaba la belleza del cuerpo, el nudismo,

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el arte riguroso! Su principal fuerza era una especie de narcisismo aristo­crático. H erbert List era quien conducía el juego, aunque contrastaba con esta sociedad nórdica por su pelo negro, sus ojos oscuros, las ventanas de-» sus narices abiertas y sus gruesos labios. Decían que su aspecto era como el de un “azteca” y recordaban que tenía sangre brasileña. Por su cultura cosmopolita, su libertad de pensamiento, su anchura de miras, List está a sus anchas en el Berlín de los años veinte donde conviven la Bauhaus, el expresionismo, el teatro de Max Reinhardt, la música de Kurt Weill, el cabaret de Klaus y Erika Mann. El negocio familiar de importación de café le proporciona un desahogo económico y le permite hacer viajes admirables por Latinoamérica y Estados Unidos.

Algo muy típico, H erbert List evoluciona desde esta profusión extre­mada hacia un ascetismo progresivo mediante una sucesión de negacio­nes y rechazos. Primero, según parece, se aleja de la literatura e incluso de la palabra. Quita los libros de su cabecera y cultiva con sus amigos una especie de comunión en el silencio. Más adelante, renuncia al dibujo. Se define como un “hombre sin atributos” según el título de la novela de Robert Musil. En él hay algo de dandy, de eterno ocioso.

Aprendió la fotografía con Lyonel Feininger que, a su vez, procedía de la arquitectura. Al final fue en el terreno de la fotografía donde H erbert List dio lo mejor de sí mismo. Pero se sitúa en el lado opuesto al “testi­m onio”. No esperen de él imágenes “sacadas de lo real” o espontáneas. Es el anti-Cartier-Bresson, el anti-Capa, el anti-Family of man, exposición de 503 fotos “humanistas” organizada por Edward Steichen después de la II Guerra Mundial. Más bien se reconocería en las experiencias y provo­caciones de Man Ray a las que suma, además, el culto a la belleza clásica. Una de sus obras mayores —cuya aparición se aplazó con la guerra— es un homenaje a Grecia, sus piedras, sus paisajes, sus cuerpos. En el fondo, List habría sido, tal vez, el fotógrafo que hubiera llegado a ser Cocteau de no haberse volcado en el cine.

Fotógrafo del silencio y de la inmovilidad, List destaca en el retrato. Pero raras veces capta el resplandor de la sonrisa o la expresión fugitiva que atrapa al vuelo (excepto en el caso de Somerset Maugham). Es el fotógrafo de la meditación, del examen interior, de la angustiosa espera. Cada uno de sus retratos intenta huir del tiempo que destruye para alcan­zar una eternidad que se escapa. La serenidad no es su cometido. Obra como un virtuoso con estos accesorios angustiosos que exaltan la carne a la vez que la niegan: la máscara, la mordaza, el espejo, el maniquí.

Como ya sabemos, Herbert List tenía quince años cuando el tratado de Versalles. Ahora hay que añadir que tenía treinta cuando Hitler se apo­deró del poder. Su adolescencia había sido fecundada y exacerbada por

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el fin de un mundo. La flor de su juventud se vio truncada por la llegada del ni Reich. Claro está, List no estaba comprometido políticamente. Había sido uno de esos intelectuales alemanes que consideraban que Hitler era realmente demasiado ridículo como para que lo tomasen en serio. Además, ¿qué lugar podía tener una libertad tan feroz como la suya en un Estado totalitario? Y por otra parte, el terror nazi se desencadenó ante todo contra estos dos pilares de la civilización occidental: el judío y el homosexual. Dos razones más para que List fuese considerado como el enemigo del nuevo régimen.

Alemania, esta máquina de hacer genios, fue destrozada por el nazis­mo, su guerra y su derrota. Luego volvió la vida, primero tímida, por enci­ma de los montones de ruinas. Herbert List, el fotógrafo -del silencio, bebió en una nueva fuente de inspiración en esos monumentos derrum ­bados, esas calles desfondadas, esas estatuas fulminadas. Nada más con­movedor e instructivo que esta última adaptación de su genio particular a las nuevas condiciones que le ofrecían las miserias de la guerra: el este­ta refinado, enamorado de la arqueología y de la antigüedad, “adoptan­do” las nuevas ruinas, la arqueología en presente, las ciudades de su patria destruida.

Por supuesto se puede pensar que estas fotografías de la Alemania año cero son la parte más notable de toda su obra, porque la “ruina moder­na” le ha aportado, de modo paradójico, lo que siempre le había faltado: el contacto directo con la realidad. Pero en mi opinión esto sería hacer poco caso de la reivindicación del absoluto inseparable de cualquier cre­ación. Sin duda el contacto con la brutal realidad histórica, su elevación a la potencia artística constituyen una conquista fundamental de la bús­queda de H erbert List. Pero, sobre todo, veo en ello el éxito brillante de un difícil término medio. Más exaltantes me parecen las cumbres alcan­zadas justo antes de la guerra por algunas de sus naturalezas muertas. El pez rojo de Santorin, las sillas de Sunion, y, tal vez todavía más, las gafas de sol del lago de los Quatre Cantons, nos llevan hacia unos abismos de silencio de donde no se vuelve jamás. Estas imágenes pertenecen a la muy escasa categoría de las que tocan lo absoluto.

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Un naturalista desenfadado: Jean-Philippe Charbonnier

Un hombre compra 1111 billete de lotería y gana el gordo. Se hablará de casualidad. Si juega y gana otra vez dirán que ha tenido suerte. Si juega sin parar y sigue ganando, habrá que encontrar algo más. Hará trampas.

Ante una foto de Jean-Philippe Charbonnier, al “lector” se le ocurre: si me hubiera encontrado allí, con una máquina de fotos, habría hecho lo mismo. Después de ver veinte, treinta, cien fotos tan sorprendentes las unas como las otras, se ve obligado a buscar otra cosa. Porque todos lo hemos experimentado. Hoy en día todo el m undo viaja y saca fotos. Uno solo vuelve con unas “Charbonnier” en su caja de imágenes: precisamen­te él. ¿Entonces?

Comparación no es razón, y, sin embargo, quisiera abordar el miste­rio mediante una analogía. He visto cómo trabajaba Charbonnier. Tam­bién he visto a un ebanista, a un criador de pollos, a un pescador de línea. La misma palabra se presenta bajo mi pluma para expresar las diversas admiraciones que estos hombres me han inspirado: connivencia. Connivencia del hombre con la materia, aunque sea viva. Connivencia del pulgar del ebanista con la tijera, y de uno y otro con la madera frutal de la que sacan una viruta fina como el papel y de perfecta regularidad. Connivencia de la mano del criador que atrapa el ave con 1111 aparente y brutal desenfado pero en el que el pollo se entrega sin resistencia, y con una confianza ciega, a este abrazo que siente como secretamente acol­chado por una inmensa sabiduría. Connivencia del río con el pescador que se ha integrado en el paisaje. Ha encontrado su lugar, el previsto desde toda eternidad entre el sauce y la orilla, y si pesca y mata es lo mismo que cuando la libélula roza el agua y el sol declina en el horizon­te. E incluso connivencia de Charbonnier con la ciudad, con la orilla, la casa de campo, con el transcurso de las cosas que le entregan su reflejo, como el río entrega su pez al pescador. Hay una manera carbonera de acercarse al “sujeto” que lleva a éste irresistiblemente, a entregarle la única imagen marcada —claro está— con un sello invisible: JPC.

Y tan poderosa es esta incitación que, en última instancia, la imagen que se ha presentado dócilmente y que por un accidente fortuito no ha sido recogida, podrá volver a surgir más tarde y en otro lugar, como si estuviera condenada a vagar, huérfana, hasta encontrar el lugar que le

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corresponde en el “m undo” de Charbonnier. Por ejemplo esta mujer musulmana con velo, que lleva una máquina de coser sobre la cabeza (hermosura plástica de esta silueta insólita, humor, imagen surrealista, porque a lo mejor le creció en la cabeza esta máquina, de tanto soñar con ella). Pues esta mujer estaba en una primera cita en Marruecos. Cita falla­da, ya que aquel día Jean-Philippe Charbonnier había salido sin su cáma­ra. Nueve años más tarde, se presentaría de nuevo, pero esta vez en Kuwait como si la mujer hubiera tardado todo ese tiempo para cruzar de oeste a este el continente africano. También habría que apuntar casos de leitmotiv, como esta viejecita que Charbonnier encuentra idéntica a sí misma, de lustro en lustro, por todos los confines de Francia, a la cual, a lo mejor, no ve más que en sus “contactos”, porque suele sacarla de mane­ra maquinal, inconsciente...

Otra comparación para avanzar algo más. Un amigo mío es el donjuán más perfecto. Sus conquistas no se cuentan, lo cual es una manera de hablar, ya que lleva una cuenta escrupulosa como hacía d o n ju án por otra parte. Mucho tiempo lo he observado y acabé por decirle: “¿Cómo lo haces? No eres ni guapo, ni brillante conversador, ni rico y tu fama es detestable. ¿Por qué no se te resiste ninguna mujer?”.

—“Muy sencillo, me contestó. No soy deportista. No busco la dificul­tad. Al contrario, huyo de ella como de la peste. Todo mi arte consiste en localizar a la mujer que no se resistirá. Y sólo intentarlo con ella. De allí mi constante felicidad”.

A la luz de este ejemplo, se me ocurre que Charbonnier —perfecto seductor de espectáculo— no se aventura con su máquina más que cuan­do su instinto le avisa que hay imagen encerrada, es decir que hay algo “a lo Charbonnier” en el aire. Aquí nos topamos otra vez con el pescador que no lanza la caña de pescar sino en el remolino abundante en peces.

Es evidente que las comparaciones pierden algo de su fuerza ante la extrema variedad de los temas de Jean-Philippe Charbonnier. Este trota­mundos está por todas partes: en su casa, por lo que se ve, en las carreras de Epsom, en un psiquiátrico, en una medina marroquí, entre los basti­dores del “Folies-Bergére”, o en el humilde interior de las viviendas socia­les. Entonces el juego consiste en buscar y definir el punto común de todas las imágenes que ha firmado, o sea, este sello JPC del que hablába­mos.

Primero apuntemos que, salvo contadas excepciones, se mantiene fiel al humilde realismo de los orígenes de la fotografía. Las investigaciones formales no son su cometido, sino para demostrarse a sí mismo, de vez en cuando, que domina al dedillo la técnica. Así que hay realismo, y un rea­lismo duro que no se echa atrás ni ante lo cruel ni lo sórdido. Pero esta

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fidelidad no es una esclavitud. En cada imagen de Jean-Philippe Charbonnier, uno permanece sensible a una distancia insuperable que se cuela entre el fotógrafo y su sujeto. Un refrán alemán recomienda, en caso de cenar con el diablo, que se use una cuchara de mango muy largo. Jean-Philippe Charbonnier no se deja nunca deslumbrar por el sujeto.

Su primer reportaje fue justo después de la Liberación y trataba de la ejecución de un colaboracionista. ¡Dura prueba para un principiante! Jean-Philippe Charbonnier confiesa que le ayudó la intromisión de su cámara entre la horrorosa escena y su propia cara, como una máscara, como un escudo. Parece que nunca se ha olvidado de esta primera lec­ción. Naturalista, seguro, pero naturalista desenfadado. Jean-Philippe Charbonnier creció en una familia de pintores, en un medio de artistas. De buenas a primeras, la influencia de sus orígenes no es visible en él, y menos mal. Pero en profundidad, se ha quedado con un sentido de la libertad creadora que le salva de una fidelidad literal a lo real, y que hace que un soplo de espíritu recorra toda su obra.

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Edouard Boubat o la paz de Dios

Su tarjeta de presentación lo definirá profesionalmente como “gran reportero internacional”, y es verdad que esta obra íntima y serena nació en la India, en China, en Portugal, en Estados Unidos, en el África negra. Boubat es uno de nuestros fotógrafos contemporáneos que suman el mayor número de kilómetros recorridos en cuarenta años. Pero uno bus­caría en vano en su obra imágenes de guerras, de hambrunas, de seísmos o de epidemias. Mientras que el reportero fotográfico tradicional nos conmueve fácilmente, al mostrarnos a hombres o a mujeres enajenados, fuera de sí por la desgracia, a niños hambrientos, casas derruidas, tierras inundadas o quemadas, Boubat tiene el don, según parece, de que a su alrededor reinen la paz y el equilibrio. Es el reportero por antonomasia de los lugares donde no ocurre nada. Nada para la mirada burda y brutal del viajero en busca de sensaciones, pero su ojo sabe escuchar, y oye, y nos permite oír cómo crece la hierba, cómo amanece, cómo crece el niño y cómo corre lento y majestuoso el gran río de la vida.

Precisamente Boubat nos recuerda que una cara no es más “intere­sante” si es tumefacta o pustulosa, que un cuerpo no es más fotogénico porque lo haya destrozado el hambre o la lepra y que en total son más los hombres en el mundo que viven una vida sana y normal que los que están hundidos en un infierno de sufrimiento. Lo feo es hermoso según decía Zola. Vale, contestaba Hugo, pero lo bello aún es más bello. Sin embargo, en Boubat no se encontrará rastro de amaneramiento ni de sensiblería, e incluso antes de la palabra ternura yo preferiría para definirlo la palabra bondad, más fuerte, más viril.

Cada noche de la creación del mundo, nos dice el Génesis, Dios con­templó lo que había hecho y vio que aquello estaba bien. En los paisajes de Boubat hay algo de aquella mirada divina posada como una bendición sobre el fin de un día creador. Ante sus imágenes, se nos ocurre la pala­bra gracia, con toda naturalidad, y no podemos decir si hay que enten­derla en su sentido teológico o en el sentido coreográfico de lo insepara­ble, que es en su caso la belleza del gesto y la bondad del cielo.

A la mirada del fotógrafo responde aquí —algo poco frecuente— la mirada del fotografiado. Boubat no puede hacer nada sin el consenti­miento de los seres, de los hombres, de las mujeres, de los niños a los que

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fotografía e incluso parece que sabe atraerse la secreta amistad de los ani­males y de las cosas.

Los fotografiados de Boubat son incomparables por la nitidez de sus ojos en los cuales siempre se lee una señal muy discreta de entrega y de confianza.

En efecto, Boubat no intenta hacerse olvidar, ser ese testigo invisible, sino que es el vidente con el que sueñan ingenuamente muchos reporte­ros. Al contrario, quiere estar allí, ser admitido, acogido, después de pac­tar un trato de amistad con aquellos de quienes desea la imagen. En cual­quier sitio por donde pase, desempeña el papel de una especie de maestro de ceremonias de unos festejos alegres y fraternales, y en ninguna parte su genio resplandece tanto como en las fotos de grupos. Frente a un equipo de trabajadores rumanos, una boda en un pueblo armenio, una caravana que camina por un paisaje escabroso del Alto Atlas, o una playa del océa­no donde unos pescadores están recogiendo una red, él se parece a un maestro de baile que, con el gesto o con las manos huesudas de pianista o de partero, favorece cuanta alegría bailarina cabe en los seres, incluso en los más desfavorecidos, o en las cosas, incluso en las más ingratas.

En la Camarga, a orillas de una pradera inundada donde vagan caba­llos blancos, en un cielo cerúleo donde pastan panzudas nubes blancas como la nieve, se yergue la silueta alta y delgada de Boubat. Una racha de viento mistral inclina suavemente las hierbas acuáticas. Él espera. ¿Qué? Sus manos llevan el compás de una orquesta invisible. La mirada azul recorre su orquesta con autoridad: los caballos, las nubes, el viento suave, las cañas, una familia de gitanos que surge de repente por el camino.

Se da la vuelta hacia mí, ya que adivinará que empiezo a hacerme pre­guntas y pronuncia esta frase profunda y enigmática: Estoy esperando que se organice la foto. Pienso en las palabras de Cocteau: “Ya que estas maravillas nos superan, finjamos que las organizamos nosotros”. Cocteau tendría que haberse dedicado a la fotografía. En cuanto a Boubat, él es el orga­nizador de las maravillas que saca. El mundo le obedece como obedecía a Orfeo.

Alza la vista. Su larga nariz aspira el viento. Impone sobre todo las manos y poco a poco los animales van formando un friso, una gitana levanta un brazo y arranca a bailar, los niños se colocan a sus pies como angelotes de Giotto, las nubes se reconstruyen como en una gran estación de luz... Boubat acerca a su cara una Leica desgastada y patinada como un picaporte. Por fin, las manos hacen un gesto como para borrar lo que acaba de componerse.

Para aproximarse al misterio de la creación fotográfica, es interesante reflexionar sobre el doble sentido de la palabra inventar. Claro que inven-

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tar es crear, sacar de la nada. Pero también —según un sentido arcaico sólo usado por los juristas— es descubrir algo que ya existía. El hombre que saca un tesoro en su jardín, jurídicam ente es el inventar de ese tesoro. El fotógrafo es un inventor según este doble sentido. Pues lo que foto­grafía ya existía delante de él, si no ¿cómo lo habría fotografiado? Pero al mismo tiempo, por una curiosa magia, impone su visión al mundo, inclu­so se podría decir que le obliga a entregarle imágenes que, sin él, no habrían existido.

He soñado o —tal vez me hayan hablado de ello— con una tradición que existe desde hace siglos en Japón y que se basa en la recogida de guija­rros. Cuanto más genial o inventivo es el recogedor, más idénticos entre sí serán los guijarros elegidos dentro de su variedad —aparición de un esti­lo— imposibles de encontrar para otros que no sea él, y naturalmente bonitos. De modo que así habría —colocadas enjardines con arte— unas colecciones características de finales del siglo xm y de principios del siglo xvill, que se pueden reconocer a primera vista —de la misma manera que una capilla gótica o una porcelana de Sèvres— y que se han vuelto insus­tituibles aunque nada haya cambiado profundamente en las colinas ári­das, las orillas desiertas o las llanuras estériles donde los recogieron.

Sólo falta la mirada del recogedor, clave perdida para siempre de este peculiar invento. De modo que el ojo de un gran fotógrafo desempeña, a mi parecer, el papel de una especie de clave que permite descifrar un código cuando se pone a mirar una multitud o un paisaje. Inventa sus imá­genes en el doble sentido: las recoge y las crea.

En el terreno de la imagen, cada fotógrafo encarna, en relación con la imagen, un tipo de hombre ejemplar. Algunos son cazadores y cogen la imagen por trampa o la detienen en pleno vuelo con un “golpe de cáma­ra”. Otros son unos enamorados algo sádicos, que no se inmutan ante el rapto o la violación. Otros también se hacen los chulos y la tratan como a una chica sumisa y sencilla. Otros hacen como que la desprecian y la “atra­pan” aparentando una indiferencia totalmente conyugal. Otros por fin se ponen de acuerdo con ella, la componen, la embellecen, le dan el último toque para ofrecérnosla como un ramillete arreglado con delicadeza.

Me gusta imaginarme a Boubat como un pastor, el dulce pastor de las imágenes que pastan a su alrededor, alta figura lenta y angulosa cuya sola presencia tranquiliza y sosiega. En sus brazos largos y flacos, mece de modo imperceptible la más frágil, la recién nacida antes de depositarla a nuestros pies.

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Comentarios a dos fotos de Edouard Boubat

1. Las ventanasPensamos en un teatro o en un juego de sociedad: 3 x 3 = 9 ventanas de las cuales 4 están abiertas y 5 cerradas con postigos. De estas 4 ventanas abiertas, 2 las ocupan parejas, 2 las ocupan solteros. Los dos solteros pare­cen observar la ventana de la pareja de la derecha. Añadamos para decir­lo todo, que aparentemente se trata de un edificio de la alta burguesía. La fachada está cuidada, las persianas están en buen estado. Unos frontones floridos rematan las ventanas. En fin, hace buen tiempo y calor, a juzgar por cómo va vestida la gente.

Los datos escuetos de esta imagen no van más allá. El lector es muy dueño de florear sobre este esquema. Se nos ocurren unos “bocadillos” que podrían salir de las bocas de estos 6 personajes. En cuanto a mí, lo que me llama la atención es la peculiar calidad de las relaciones de vecin­dad aquí presentes. En un ambiente más popular, los vecinos se conocen, son amigos o enemigos. Sobre todo por el hecho de que los niños pelean, juegan, comen juntos, o duerm en unos en las casas de otros. En un medio burgués, como visiblemente es este caso, no hay comunicación entre veci­nos. Se codean, se observan pero se ignoran. Situación paradójica hasta el absurdo, que ilustra perfectamente esta imagen.2. El triciclo de repartoEl sabe que este cochazo será suyo. Gracias a su labia, su arrojo, su cara bonita, pronto cambiará su carrito por un seis cilindros. Porque todavía no tiene la edad de la seguridad social, del INEM, de los “trabajillos” y de los “restaurantes del corazón”1. En aquel tiempo —hace 40 o 50 años— el pueblo llano de la propina hacía entregas a domicilio, limpiaba las botas, llevaba el equipaje en las estaciones y acogía a los clientes de los grandes restaurantes bajo esos grandes paraguas rojos. La propina —en francés literalmente “parabeber” (pourboire) no se dice “paracom er” ni “paraves- tir”— era un regalo a cambio de un favor gratuito. Suponía el conoci­miento y el respeto mutuo de un código de cortesía. Establecía relaciones ambiguas entre ricos y pobres y derribaba las barreras entre unos y otros.

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», ;*

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¿Adonde vas pequeño repartidor con tu sonrisa y tu tocado de mozo de pastelero? Vas con tu sonrisa por una sociedad que no es igualitaria, donde reina el desorden de los sentimientos y la libertad de conquista. Vas a subir a una casa señorial y llamar al timbre de una puerta de roble oscuro. Y te preguntas quién te va a abrir ¿la doncella cómplice o la seño­ra enjoyada?

1. R estaurantes solidarios m ontados po r Coluche. (N. de los T.)

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Denis Brihat, el imaginero del Luberon

“No soy poeta, soy versificador”, decía Paul Valéry. En tal declaración no había sólo provocación y rabia contra la imagen ridicula del poeta román­tico que garabateaba un poema sublime encima de la perilla del sillín, arrastrado por el viento de la inspiración. Como yo también ejerzo, con toda modestia, la profesión literaria, saboreo toda la verdad de esta visión puram ente artesanal de un oficio manual —manuscrito = escrito a mano— que no debe nada a los favores divinos. La artesanía del arte posee otro mérito: en su humilde soledad mezcla estrechamente la vida cotidiana con la labor profesional. Artesano en casa, el escritor, el dibu­jante, el grabador pueden —e incluso deben quizá— comer en la mesa de trabajo y dorm ir en su taller. Pues ambas vidas se nutren recíprocamente: el arte saca provecho del humus de lo cotidiano, y los amores de cada día se iluminan con los destellos de la creación.

Si tuviera que buscar entre mis amigos al héroe puro de tal fusión, creo que el nombre de Denis Brihat sería el primero en acudir a mi mente. Los campesinos del Luberon lo vieron llegar hace ya más de cuarenta años. Había estudiado para reportero fotográfico en París.

Le m andaron a la India, de donde volvió con una cosecha de imá­genes admirables en torno al tema de la aceptación y de la serenidad. Nada más alejado del am biente de las salas de redacción parisinas, que buscan con ansiedad lo “sensacional” de la actualidad, como aquellas tierras lejanas donde no cuenta el tiempo y donde cada gesto de cual­quier hom bre es semejante a un acto ritual. Denis Brihat com prendió que no había vuelta atrás. Y si volvió a Francia fue para parar ensegui­da, con el material fotográfico debajo del brazo, en una borie, una de esas casitas de piedra en las que los campesinos provenzales guardan las herram ientas. Nada más erróneo que la imagen de una Provenza ben­decida por una eterna primavera. LIn mistral helador barre la planicie o bien un sol abrasador la quema. Por supuesto, la borie de Brihat no tenía ni agua caliente ni luz. Para lavar sus pruebas, sacaba centenares de cubos de agua de su pozo, o las dejaba en remojo en la fuente del pueblo de Bonnieux. Hacer fotos, desde luego, pero también vivir. De modo que cuando iba a por setas, se pasaba horas fotografiando su cosecha, que después le servía de cena. Hay que decir que de su viaje a

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la India volvió siendo vegetariano, un fotógrafo vegetariano, pues si bien Denis Brihat no se priva de comer carne, es al m undo vegetal al que le pide toda la inspiración. Durante ese período heroico, le oí varias veces quejarse de las múltiples tareas que le im ponía su vida de Robinson Crusoe sin su Viernes al lado: “Tengo más a m enudo el hacha en la mano, la sierra o la paleta que la cámara de fotos”. Pero su sole­dad, algo monstruosa, es la que fue, sobre todo, su inspiradora. Ningún gato o ningún perro le daban compañía. Durante un otoño se hizo amigo de un lirón. Luego, con el refrescar de las noches, el lirón se durm ió para el invierno y se acabó. Nunca habla de ello Denis Brihat, pero estoy seguro de que algunas ideas de suicidio habrán rondado a veces alrededor de su cobertizo de piedras superpuestas, como un túmulo...

Como fotógrafo de la naturaleza, encontró en el monte quemado que le rodeaba una fuente de temas cuya riqueza le pareció inagotable. “Para que algo se haga interesante, escribió Flaubert, basta con mirarlo mucho tiem po”. Mirar mucho tiempo: éste es el secreto de Brihat. Desde hace muchos años, este gigante algo miope sigue andando con la misma len­titud, maravillado en medio de la flora provenzal, y si de repente inclina su cuerpo de leñador, es hacia una umbela de euforbio, una corola de mejorana, el encaje de un liquen o una ballueca que un caracolillo ha venido a entorpecer. Lo ínfimo es su reino, y no hay en ello ninguna renuncia, ninguna dimisión ni repliegue sobre sí mismo por miedo a la realidad. Para decir la verdad, Denis Brihat no es en absoluto modesto. Otros dan la vuelta al mundo cada año, y preparan la maleta en cuanto se produce un terrem oto o una revolución. Pero un retrato no es más que la imagen fugitiva de uno de los millares de rostros humanos que hierven por la tierra.

Un paisaje no es más que una pequeñísima partícula de nuestro medio geográfico. Hay una humildad profunda en los pasos de un Brassai', de un Cartier-Bresson o de un William Klein que intentan des­cubrir escenas evanescentes, gestos fugitivos, expresiones efímeras de amor o de miedo; que ilustran con m enor o mayor intensidad la desga­rradora insignificancia de la existencia humana, surgida de la nada y condenada a volver a la nada.

Por el contrario, sospechamos que Brihat se dedica a echarse en bra­zos de orgías de orgullo metafísico en la soledad de su monte bajo. Porque cuando amplía una rodaja de limón hasta darle la dimensión de un rosetón de catedral, cuando aparta una semilla de acacia o una espi­ga de espliego sobre un fondo neutro —fondo de nada— alza estos dimi­nutos testigos a la potencia cósmica, y sin duda alguna, es lo infinito lo

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que pretende poseer, un infinito sustraído al desgaste del tiempo, un infinito eterno. Es así como una pequeña manzana silvestre, completa­mente resquebrajada por la helada, gracias a su objetivo llega a ser el pla­neta Marte o Venus o —¿por qué no?— nuestra misma tierra colgada en el vacío sideral y que va rodando con su rostro tumefacto por los espa­cios sin límites. Hay algo de Leibniz en este fotógrafo que escudriña la estructura íntima de una cebolla o las carnes de una trufa partida con el sentimiento triunfante de echar una sonda en las honduras abisales del ser.

Su humildad la vuelve a encontrar luego, en el estadio artesanal al que aludía antes, cuando se trata de transformar lo que no es sino una foto en un cuadro o en un libro. A fuerza de tanteos, ha puesto a punto una téc­nica para enmarcar y para encuadernar, con el fin de ofrecer a los escasos clientes que conocen el camino de su retiro cuadros o libros de tirada limitada de una asombrosa perfección en su ejecución. Con una pacien­cia de chino, seca, pega, estira, estarce, desbarba, pone títulos, barniza, numera. Y cuando ya está vendido el “cuadro”, realiza delante del com­prador una operación que escandaliza a sus colegas: destruye el negativo correspondiente, garantizando así el carácter único de la obra1.

¿Volverá a temas “hum anos”? Antes hablaba de ello como de una even­tualidad poco probable. Supongo que se acordará de una anécdota leja­na. Una amiga le había mandado, en un sobre de celofán, unas cejas que acababa de depilarse. ¡Qué im prudente gesto de burla! Enseguida, Brihat las puso en la base de su ampliadora e hizo así una imagen gigantesca gra­cias a la cual se complacía en ver el retrato abstracto, muy revelador, de su amiga. Esta composición, hecha de arcos de círculos negros sobre fondo blanco ¿acaso no reproducía todas las curvas —mejillas, senos, grupa— de un cuerpo moreno, acogedor y flexible? Cuando exhibía este “retrato” delante de un visitante, no se olvidaba nunca de mencionar además que cada pelo, lejos de constituir un rasgo opaco, presentaba, bajo la violen­cia de la iluminación, cierto aspecto translúcido que daba una idea de su anatomía interna.

A la entrada del pueblo de Bonnieux, Denis Brihat se ha construido una hermosa casa donde vive con su mujer Solange y sus hijos Anne y Pierre. Esta felicidad construida lenta y pacientemente salió de su cáma­ra de fotos y de las minuciosas imágenes que pertenecen a su vida. Los amigos de siempre, y también algunos transeúntes o forasteros, conocen el camino empinado que sube hacia las inmediaciones de su huerto, de su vergel, de su pradera. Antaño se decía de un niño trabajador y listo que era “bueno como un santo”2. Me ha intrigado mucho tiempo el paralelo hecho entre dos de las palabras más hermosas del idioma humano. Claro,

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había la rima, pero ¿cuál es la razón? La razón que em parenta la cordura con el arte de las imágenes, tal vez, en esta casa rústica del Luberon, es donde hallamos su mejor ilustración.

1. En mi prim era exposición en 1962 con J.P. Sudre, éste había preconizado la tirada única. Com o la fotografía no es, a priori, un m edio de m ultiplicación de las im ágenes (eso es la im pren ta) y que las nuestras estaban destinadas a ser contem pladas en un a pared, queríam os conseguir la mayor calidad posible sin tend er a la cantidad. Pero nunca he destru ido negativos. ¿Para qué?... (N ota del fotógrafo Dénis Brihat.)2. En francés, “b u eno com o un a im agen”, sage comme une image. (N. de los T.)

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Arraigo de Lucien Clergue

En 1971, al visitar las exposiciones organizadas en Nuremberg para cele­brar el V centenario de Albert Durero, me llamó la atención el comprobar cuan profundamente solidario era aquel artista (es decir, que habla una lengua comprensible para los hombres de todos los países y de todas las razas) con su vieja Franconia natal y con su mágica ciudad. Arraigado en su tierra y en su sociedad, inseparable de su época y de sus contemporá­neos, Albert Durero nos asombra por la universalidad de su obra —espe­cialmente de su obra grabada—, y su ejemplo nos sugiere retener en el análisis de un artista pequeño, mediano o grande precisamente este grado de arraigo —o al contrario, de desarraigo— como una de sus característi­cas principales. Lo contrario, es fácil de encontrar —desde Vinci hasta Van Gogh—, artistas cuya vida no fue sino un largo deambular, un viaje al fin de la noche para unos, de la luz para otros, de cielo en cielo, de horizon­te en horizonte, para dormir al final en una tierra ajena, a m enudo inhós­pita, a veces hostil. En el m undo de los fotógrafos —tan parecidos a los grabadores— se suele pensar en los reporteros, en los trotamundos, y entonces la categoría de los desarraigados parece imponerse por sí sola. Esto es olvidar la otra cara de la fotografía, la de los Edward Weston, o de los Bill Brandt, todos ellos hombres de tierra, sedentarios, que buscan más la hondura que la extensión. Es obvio que Lucien Clergue pertenece a esta familia de arraigados. Con él nos invade una parte del país de Arles, su ciu­dad con la plaza de toros, su Camarga, sus salinas, las orillas de Santa María y del Grau. Pero podría entrarnos una duda sobre el valor universal de una obra localizada con tanta precisión. El escollo de los desarraigados es la abstracción, un juego formal sin carne ni calor. Al revés, el peligro para los arraigados es encerrarse en el detalle, en lo anecdótico, en lo folclórico. Un país de provincias fuertemente compartimentadas como Alemania tiene la riqueza de sus petimetres —Spitzieg, Thethel, Thoma— deliciosos y encantadores, pero amanerados, anticuados, de poco alcance y que no van más allá del testimonio de una época y de una provincia.

Por el contrario, en cada uno de los ámbitos que ha tocado, Lucien Clergue parece haber sabido sobrepasar los límites del provincianismo. Por supuesto que es de Arles, por nacimiento y por vocación, y pocas veces ha sacado fotografías más allá de los cincuenta kilómetros de los

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I

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Alyscamps. Pero los temas que le inspiran, la fuerza con la que los trata, le otorgan cada vez más un amplio pasaje hacia lo universal. Por ejemplo, estos toros son algo más que los protagonistas de un juego de ruedo limi­tado a las lindes de España. No se trata sólo de imágenes de corridas. El toro de Clergue es la virilidad, la soledad, la muerte del monstruo-gladia­dor agonizando en la arena la cual bebe su sangre y donde había que­dado trazada la sombra de su combate. Ni falta que hace ser aficionado a la tauromaquia para sentirse aludido por el drama de sangre y espuma cuyas imágenes nos ponen cara a cara con la verdad. Cada uno de noso­tros somos este héroe negro que cae bajo los golpes de un destino con traje de luces. Los desnudos marinos —la parte más popular de su obra— están aún más cercanos, si es posible, a los grandes mitos universales que habitan nuestro inconsciente. Cocteau lo escribió: Clergue ha sido testi­go, con la cámara de fotos en ristre, del nacimiento de Afrodita creada, y acariciada por última vez, por el elemento marino. Y hay que recordar aquí que estas tres palabras fundamentales —mar, madre y materia— tie­nen una misma raíz etimológica.

Por lo que a mí se refiere, mi preferencia va a la tercera parte de esta trilogía, la que canta el légamo, el lodo fecundo, las aguas tornasoladas, las arenas locuaces, las heridas infligidas a la corteza reseca por las flechas solares, el estallido del sol en miles de ídolos trémulos y deslumbrantes. Veo en ello una vuelta a la materia virgen y blanda de antes del Paraíso, cuando el Verbo se esforzó por separar la tierra y las aguas para que pudiera nacer la vida. Hay como una inmersión en las profundidades del génesis: el eterno femenino y la virilidad taurina constituirán "etapas ulte­riores, seguramente más humanas, pero menos arcaicas, menos metafísi­cas, de este poema del ser escrito a grandes rasgos de sombra y de luz.

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Mi genial amigo Arthur Tress

El domingo 17 de abril de 1977, teníamos cita Arthur Tress y yo, en el aeropuerto de Tánger. Él llegaba por avión de Nueva York. Yo desembar­qué con mi coche, procedente de Séte. Entonces empezó para nosotros un descubrimiento de Marruecos que perm anecerá en nuestra memoria como una de las experiencias más desconcertantes. Me daría cierto repa­ro pretender que “conozco” Marruecos —como cualquier otro país, por otra pa^te—, pero en fin, lo había visitado en ocasiones anteriores. También sabía que la presencia de un compañero de viaje basta para dar otro color a los encuentros, los rostros y los paisajes que lo van marcando. Con un gran fotógrafo, ya no es un matiz que se añada a otros, es la reor­ganización a fondo de la realidad a la que uno asiste atónito. Había teni­do la experiencia en Canadá y en Japón con Edouard Boubat. Allá vi cómo nacían, bajo nuestros pasos por Vancouver y por Kioto, unas esce­nas, unos personajes directamente sacados de la obra de Boubat que conocía muy bien. El mismo me dio un día la contraprueba de este poder mágico. Una tarde, en Ottawa, me dijo: “Salgamos otra vez si quieres, pero estoy un poco cansado. Ya verás, no ocurrirá nada”. Y en efecto lo vi. Salimos otra vez a la descubierta, pero el mago ya no tenía fluido, las cosas y la gente ya no obedecían a su exhortación secreta para adoptar deter­minada postura, para formar figuras, e interpretar escenas que fueran a lo “Boubat”. La ciudad que recorríamos no tenía más estilo que si la hubiese recorrido yo solo; yo, hombre sin genio fotográfico.

Así que con Tress en Marruecos, otro Marruecos aparecería ante mis ojos, un Marruecos más conforme con el estilo de este joven judío neo­yorquino cuyas fotos me habían demostrado que tenía la fuerza de doble­gar a sus visiones más disolventes los bajos fondos de la ciudad más dura del mundo. Nos veo otra vez en Marrakech, ciudad enfervorizada, almiz­clada, frenética, cínica, que toma al viajero por los hombros y ya no lo suelta. La demasiado famosa plaza Djemaa-el-Fna hierve como un gran circo perm anente con sus asadores, sus malabaristas, acróbatas, bailado­res, profetas, cuentistas, sacamuelas, vendedores de kif o de amor. Veía cómo a Tress no le afectaba todo aquel pintoresquismo, aquel despliegue demasiado fácil de horrores sublimes y de bellezas gesticulantes, y yo sabía que algo iba a ocurrir, a la fuerza, para que cuajara el encanto. El milagro

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surgió bajo la apariencia de un “colega” fotógrafo. Pero ¡qué fotógrafo! El escaparate de su tienda parecía una jaula para fieras. Su especialidad: el retrato-sueño1.

Cuando se presenta un cliente, empieza por someterlo a un psicoaná­lisis a su manera. Luego se pone al trabajo. Pinta un decorado con efec­to, jun ta accesorios, proporciona al cliente un traje, lo em badurna con maquillaje. Y ya eres la imagen de tus sueños secretos, tal Al Capone toca­do con un borsalino inclinado hacia el ojo, apuntando una ametrallado­ra en una calle de un Chicago sacado de la paleta de un Douanier Rousseau. O también, ceñido de un taparrabos de falso leopardo, eres Tarzán hinchando los pectorales entre un león disecado y una pantera de pan mascado, sobre fondo de bejucos y de helechos arborescentes. O un pachá de las mil y una noches, que reina, ataviado con sedas y joyas, entre un sin fin de mujeres embriagadoras. Y todo esto es perfectamente serio, incluso grave, pues aquí 1 10 es la feria, no se bromea con los sueños, estos dreams que llenan la obra de Tress y cuya analogía etimológica con dramas no ha de olvidarse nunca.

Aquel día, Tress, investido por todas partes por su propio universo oní­rico, no hizo ni una foto. No lo probó salvo una vez, en una de las esca­leras de la Mamounia (era justo antes de la modernización desmedida de ese palace de encanto kitsch) donde intentó desquitarse. Se trataba de retratarme, pero quería poner tanto de sí mismo que habría sido —en ese caso como en otros— más bien un autorretrato. En un descansillo polvo­riento, había topado con un cactus pustuloso que estaba agonizando en esos parajes sin luz. Como sacara de sus inagotables bolsillos una de esas caretas negras para dorm ir de día y un par de esos auriculares que per­miten escuchar música en el avión, me rogó que me pusiera la careta y los auriculares y que con una extremidad del cordón hiciera como que aus­cultaba al cactus enfermo. Pero era obvio, sea dicho de paso, que no saca­ría foto alguna en Marrakech. Era demasiado tarde. Dejamos la toma para el día siguiente. Luego nos olvidamos.

Tampoco se hicieron fotos en Casablanca, que nos enseñaría su cara menos grata. “Casa là malquerida”, la potentísima, la menos “típica” de todas las ciudades marroquíes, vivía además bajo una amenaza grotesca y apocalíptica. Un chiflado americano, que pretendía haber anunciado la terrible colisión ocurrida unas semanas antes entre dos Boeing 707, aca­baba de publicar a bocinazos que un maremoto cubriría la ciudad aque­lla misma noche. El gran hotel El Mansour no tenía más que dos clientes: A rthur y yo, y la charla que di aquella tarde no tuvo más que un oyen­te, Arthur. Fuera, hacía gris y frío. Cerca del faro de El Hank, una marea terrible aplastaba unas olas lívidas contra las rocas con un fragor de true­

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no. Un viento empapado abofeteaba con salpicaduras de olas tres edifi­cios, viviendas sociales, hechos de hormigón bruto, y sacudía en cada bal­cón guirnaldas de harapos negros y blancos. Un puñado de muchachos morenos se entretenían mandando un balón contra la fachada de uno de los edificios y los impactos sonaban como puñetazos. Había en el aire una brutalidad, una desolación, una energía que herían y que oprimían el corazón.

Todas estas circunstancias perfectamente “tressianas” estaban llenas de imágenes que sólo cobraron vida en las murallas de Rabat. Allá tuve que dejarle con una panda de adolescentes nada tranquilizadores. Con su pinta tímida de estudiante de teología, Arthur Tress se las apañó para amansarlos y ponerlos en escena e incluso enjaularlos como fierecillas; y todo para lograr el encuadre y la composición que quería.

Abramos un paréntesis para plantear —y resolver— la eterna e inge­nua pregunta: ¿es un arte la fotografía?

Primero nos podemos preguntar por qué esta pregunta vuelve con tanta insistencia, cuando a nadie se le ocurre plantearla cuando hablamos del grabado o del arte culinario. Es que sólo hay arte donde hay creación, y quien dice fotografía, primero dice copia mecánica de la realidad. Así que el fotógrafo no es más creador —por lo tanto artista— que es poeta el alum no que copia una poesía en su cuaderno. No más que el dueño de un magnetófono, al grabar un cuarteto de Schubert, es compositor de música.

Esto sigue siendo verdad para la inmensa mayoría de los fotógrafos. ¿Qué hacen todos estos turistas de París y de Venecia? Sacan copias de la torre Eiffel y del puente de los Suspiros. Nada de creación ni de arte en tal actividad.

Pero hay excepciones. Hay magos que consiguen crear, gracias a esta máquina de copiar que es la cámara de fotos. Y la creación es tanto más llamativa, sobrecogedora, atronadora cuanto menos disponible para la creación es a priori el instrumento. A esta asombrosa paradoja lleva el caminar un trecho con Arthur Tress.

Les he dado algunos ejemplos marroquíes. Dos años antes, Tress había estado unos días en mi casa del valle de Chevreuse. Vivo a diez minutos andando del castillo de Breteuil. Como Arthur tenía la mañana libre, le indiqué el camino que lleva allí y yo me quedé en casa, retenido por una cita. No esperaba nada del encuentro Tress-Breteuil. Hacía mucho que conocía el estilo brutal y desoxidante de las fotos de mi amigo. Admiraba el hieratismo helado con el que sabía agravar escenas y paisajes que refle­jaban crueldad y locura. Por supuesto, había salido con la Hasselblad gran angular con la que sacaba todas sus fotos. ¿Qué iba a pensar del castillo

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de Breteuil, encantador, claro está, pero de un orden muy formal en medio de su jardín a la francesa, aquel que siente predilección los solares y las escombreras de los suburbios neoyorkinos?

Volvió dos horas más tarde, encantado y embarrado hasta las cejas. Según me dijo, acababa de hacer la mejor foto de todo su viaje por Europa. ¿Qué había ocurrido? Era muy sencillo y a la vez perfectamente increíble. Acababan de vaciar el estanque mayor situado frente al castillo. Chicos y chicas chapoteaban en un limo secular, agarraban a manos lle­nas unas gordas carpas para ponerlas a salvo durante la limpieza; esta escena era observada por unas estatuas manieristas situadas a lo largo de los senderos. Desde hace diez y seis años que vivo en las inmediaciones del castillo, nunca había visto algo semejante. Al día siguiente, subí a Breteuil. Todo había vuelto a la normalidad. Las carpas retozaban en un agua lim­pia. Más tarde recibí la foto: el ambiente helado e insólito, la silueta del gran edificio vacío al fondo, y en el primer plano este personaje despavo­rido y asexuado... Todos los atributos de Tress se habían juntado en Breteuil de modo milagroso, en el tiempo que duró su paso por allí. Esta imagen tiene un sello tan propio que parece haber sido hecha en el mismo momento, en el mismo lugar y con el mismo personaje que he situado al lado (y que sin embargo está separado por todo lo ancho del océano, ya que la hizo en Nueva York).

Pero ya basta de anécdotas y de circumdata. Ahora conviene intentar acercarse al meollo en torno al cual giran todas las obras de Arthur Tress y que les da, dentro de su infinita riqueza, un aire de familia innegable. Señalemos algunos temas fundamentales e intentemos darles sus “cifras”:

— La polución. Durante mucho tiempo el “higienismo” y el optimismo convencionales han puesto en entredicho los “lados feos” de la vida y de la civilización. El depósito de cadáveres, el matadero, el alcantarillado estaban condenados como algo indecoroso, que sólo atraía a seres per­versos o degenerados. Sin embargo, Hugo había empezado con Los mise­rables a descubrir la herida, pero la universalidad de su genio le dejaba el campo libre. Sin embargo, a Emile Zola le insultaron por haber tenido en cuenta esta ley fundamental en su obra: nada se crea en la naturaleza o en la sociedad sin un mínimo de basuras. Entre los fotógrafos contempo­ráneos, le hizo falta cierto valor a Lucien Clergue hace veinte años para empezar su carrera profesional con imágenes de carroña medio digeridas por los lodos del Ródano. Es cierto que cualquier obra de arte —que sea poesía, pintura o fotografía— también es obligatoriamente celebración, porque cualquier creación implica amor. Ergo, la polución descrita por Zola o por Tress es una polución secretamente amada, y eso será sin duda, por ser levemente sospechado, lo que más profundam ente subleva.

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¡Pobre polución, calumniada de modo tan cruel! ¿Sabes que los hombres sienten por ti una atracción inconfesable? ¿Sabes que admiran los reflejos tornasolados del aceite encima del agua, las esculturas compuestas por el am ontonamiento de las basuras domésticas —¡qué hermosas llegan a ser nuestras ciudades cuando hay una huelga de basureros!—, los humos par- dizos que vomitan, en forma de coliflor, las chimeneas de las fábricas? ¿Quién no ha respirado con deleite —en la autopista francesa del Sur, especialmente en los alrededores de Feysin— las emanaciones sulfurosas que andan rondando en torno a las refinerías de petróleo? Hace un siglo que los perfumistas mezclan aldehidos pútridos con sus perfumes porque éstos parecerían sosos e insulsos a nuestras narices descarriadas si no evo­caran más que el olor a flor o a fruta. En este sentido, Arthur Tress ilus­tra este doble aspecto del artista moderno: ha de decir inmundicia, pero como su palabra es creadora, diga lo que diga, es acto de amor.

— El niño. Es el testigo privilegiado. Testigo: el que ve, que sabe, que recuerda. Pero además: objeto que sirve de prueba, que padece las adver­sidades, que es el cuerpo del delito. De todos los cuerpos de delito, el cuerpo del niño es el más encantador. El niño es el objeto privilegiado del sadismo y de la necrofilia. Pero también es memoria y esperanza, pues mañana a lo mejor, una vez hecho un ser fuerte, se podría vengar.

— La muerte. Asoma su hocico lívido en más de una de sus imágenes. En Arthur Tress hay una vertiente necrófila. ¡Que la siga, pero, como decía Gide, río arriba! Es que todo cadáver posee una capacidad de pasi­vidad y por lo tanto de obscenidad de una temible seducción.

— La opresión. La angustia de ser prisionero de una mole, de una red de cordones o de cintas, de un embudo, de una máscara, de una bolsa de plástico, de estar encerrado en un tarro de pepinillos, en un cubo de ba­sura, en un sumidero, un ascensor, una bajante de agua. La angustia de que te aplaste un balón, un caballo mecánico, un carro de asalto, etc.

Son temas clásicos de pesadillas, pero el arte de Arthur Tress consiste en darles una terrorífica credibilidad, al colocarlos dentro de un contex­to totalmente realista. Niega a la pesadilla la parte de magia que la suele hacer soportable (especialmente en nuestros cuentos de hadas infanti­les). Sus imágenes nos obligan a creer lo que cuentan. Conviene añadir que le ayuda, en gran parte, el entorno que EE.UU. pone a su alcance. Pero ha demostrado que lleva su universo consigo a dondequiera que vaya.

— La pareja. Son las imágenes más negras de esta obra. Son parejas que se dan la espalda, parejas sádicas, parejas calladas cuyas miradas se cruzan sin tocarse, como esta anciana frente a su gallo de cerámica, o este joven prostituto con su chulo. Una psicología simplista concluirá que a Arthur

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Tress le atorm entan problemas insolubles en sus relaciones humanas. No es tan fácil y estoy dispuesto a testimoniar lo contrario. En realidad, raras veces la obra es la imagen —directa o invertida— de la vida. Es el resulta­do de una alquimia compleja, indescifrable, por lo m enos en el estado actual de nuestros conocimientos.

— La puesta en escena. Los fotógrafos de pro suelen tener la religión de la autenticidad. Recogen los datos inmediatos de lo real. Cogen al vuelo las cosas y a la gente tales como se presentan en su ingenua espontanei­dad. Hacer lo auténtico, lo realm ente auténtico, lo de verdad. Dar “un em pujón” es un pecado vergonzoso que conviene disimular lo m ejor posi­ble y negarlo todo, incluso cuando a uno le cogen in fraganti por pura casualidad.

Toda esta moral a A rthur Tress le im porta un bledo. No repara en medios con una total tranquilidad de alma. Ya he contado cómo en la M amounia de M arrakech había “concebido” un retrato de mí. Suele sacar de las tiendas, de los museos, de los bastidores de teatro —o sim plem en­te de sus bolsillos, auténticas cuevas de Alí Baba— todos los accesorios que requiere su foto, desde la rata disecada hasta la pipa tirolesa pasando por la custodia, la alabarda o el cinturón hem iario. Con cualquier otro, semejante descaro llevaría al hundim iento de la imagen. Nos mofaríamos, nos encogeríamos de hombros. Con él, funciona. Todo funciona. Su genio consiste en reunir siempre las condiciones de una complicidad generalizada. Complicidad de las personas retratadas, de los objetos, de los paisajes, y para colmo, la nuestra.

— La liberación. A m enudo, este universo agobiante se abre, se libera, respira una gran bocanada de aire vivificante. Encima de la cabeza del niño sumergido en el acuario, borbollea la superficie plateada por el sol. Tal vez se ahogue el hom bre, pero detrás, la perspectiva inm ensa de un puente invita a la partida. El joven saltador se echa al vuelo lejos de la estructura metálica que le aprisionaba. Una gran escalera se abre hacia el cielo y allá arriba se alza la pequeña silueta de un ángel. El niño ha per­forado la techum bre del cuchitril donde ha nacido, y por el mar, fluye un vapor hacia el horizonte. A m enudo, la liberación no es asequible al oprim ido, no la ve, le da la espalda a pesar de que está allí, con la llave en la puerta, y nosotros somos los que nos aprovechamos.

N inguna imagen de uno de los libros más im portantes de Tress figura en este libro. Es que se trata de un libro rigurosam ente coherente, de un solo bloque, que cuenta una historia con un principio, un desarrollo y un fin. El título: Shadow. Librito alado, mágico, de una sencillez sublime. Cierto que en ello, Tress ha superado la fase necrófila, pero no por ello ha vuelto al m undo de los vivos; todo lo contrario. Ha cruzado la Estigia,

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y de ahora en adelante viajará entre las sombras, o mejor dicho, nos invi­ta al viaje y a las aventuras de una sombra, la suya...

De sobra se conoce el gran tem a rom ántico del hom bre —o de la m ujer— que ha perdido su sombra (o que la ha vendido al Diablo). Aquí se invierte el mito: nos cuenta la desdicha de una sombra que ha perdido a su dueño, que ha perdido a su A rthur Tress. ¿Qué puede una sombra hum ana “descarnada” de carne? Mucho más y m ucho menos que la carne. Primero prisionera de un m undo hostil y cerrado, cargada de cade­nas que ella misma se ha forjado, accede a la búsqueda geográfica, astro­nómica, filosófica que le entregue las llaves de su calabozo. Y ya está galo­pando por el m undo, a ratos m ontada en un caballo del Apocalipsis, o en un animal prehistórico, a ratos atravesando a pie desiertos de arena o de nieve, luego extraviada en la gran urbe, hecha añicos por el adoquinado, entrecortada por los soportales, alargada por el poniente. Se pierde por laberintos, arde y se ahoga; la nutre una sombra de pájaro y por fin esta­lla en prodigiosas iluminaciones. Por una parte invulnerable, inexpugna­ble, ligera e inm ortal, pero por otra im potente, inconsistente, exangüe. Pues para que mi m ano pueda coger, acariciar o aplastar, ha de poder ser cogida, acariciada o aplastada. ¡No nos apresurem os a envidiar la im pu­nidad y la e terna juventud de los muertos!

Cuando Tress me habló de su proyecto de libro de sombras, cuando vi cómo am etrallaba con su Hasselblad su sombra o la mía dondequiera que se dibujaran, distaba m ucho de prever la sobrecogedora magia del librito que iba a salir. Es un caso bastante poco frecuente donde la imagen lleva la delantera por sus propias fuerzas, al contar una historia profunda y herm osa sin la ayuda de ningún guión preescrito. Pocos títulos de capí­tulo m arcan el “relato” (el prisionero, la búsqueda, el viaje de las maravi­llas, los antepasados, iniciación, la peregrinación, llamadas y recados, el vuelo mágico, la iluminación) sin program arlo realm ente. Es exactam en­te lo contrario de una novela-foto cuyas imágenes no hacen sino ilustrar un texto impuesto. No se puede hablar de A rthur Tress sin señalar esta obra —de la que es de esperar que se edite en Europa— porque por pri­m era vez, en mi opinión, la fotografía habla por sí sola y encuentra una poesía e incluso una metafísica que sólo ella podía expresar.

1. E ncuen tro utilizado más tarde en mi novela La gota de oro.

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Jan Saudek o el vientre negro de Praga

24 de marzo de 1989. Hoy, viernes santo, descubro la ciudad de Praga donde comitivas de chicos y chicas con coronas de flores celebran la lle­gada de la primavera. Ciudad espléndida, que la guerra ha dejado intacta, Praga escalona por las márgenes del Moldava un im presionante conjunto de palacios, catedrales y m onum entos. A pesar de la m ultitud alegre, sien­to el am biente cargado de una angustia alim entada por los recuerdos de una historia que va desde el héroe Jan Hus hasta el actual régim en estali- nista1, que pasa por la obra de Kafka y la anexión nazi. En principio estoy aquí para recibir el prim er ejemplar de mi novela El rey de los Alisos en ver­sión checa, y bajo el signo de este libro som brío y brutal es como voy a perm anecer en la ciudad; pero en realidad estoy aquí, sobre todo, para descubrir a ja n Saudek. Lo uno no va sin lo otro. Me explico. Unos meses - antes, un tal Didier Kohn me m andó un libro de fotos con la siguiente carta adjunta:

Muy señor mío,En mi estancia en Alemania durante las vacaciones de febrero, no me había lle­

vado más que un libro: El rey de los Alisos. Fue uno de los grandes choques de mi vida. Aquí va adjunto un regalito. Espero que le gusten estas fotos de Jan Saudek al que mandaré en cuanto pueda, una traducción al inglés de su libro.

Muy atentamente le saluda, Didier Kohn

Así fue como descubrí a Saudek. Pero, en cierto modo, era una cita de ultratum ba, pues Didier Kohn m urió poco después de escribirme esta carta. Me im presionaron profundam ente tanto la potencia, la negrura como la ternura de estas imágenes, más aún cuando están coloreadas a m ano según la antigua técnica —utilizada antes de la película en color— y están adornadas con toda una pacotilla obsoleta de encajes, coronas de flores, sombrillas, espejos de cargados marcos dorados, biombos pintados, zapatillas de baile, sombreros de paja, etc. Estas baratijas ajadas, llevadas por seres casi siempre jóvenes —niños, adolescentes— evocan un género muy en boga en el siglo xvi, sobre todo en Holanda, la “vanidad”. Se trata de una naturaleza m uerta que evoca, con algunos objetos simbólicos, crá­neos, cirios apagados, relojes de arena, flores secas, la huida del tiem po y

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la insignificancia de las cosas de este m undo. El tema de la flor que se abre y luego deja caer sus pétalos es uno de los preferidos d e ja n Saudek, transportado a una segunda fase, de modo muy cruel, pero con una lógi­ca ineluctable: el cuerpo de una m ujer enseñado sin ningún miram iento, antes y transcurridos los años.

El tema del tiempo destructor, recurrente en esta obra, sólo debe su fuerza y su originalidad a los espacios donde se pone de manifiesto. Jan Saudek pertenece a la raza de los fotógrafos sedentarios. Los viajes no son lo suyo, ni el exotismo, ni lo pintoresco de las tierras lejanas. Bajar a la calle —como Nègre, Atget, Kertészh o Cartier-Bresson— para retratar la vida banal y diaria, todavía es demasiado para él. Su cueva, allí está el lugar ideal. Jan Saudek es un arraigado consciente y consentido.

He nacido en Praga, en Checoslovaquia, el 13 de marzo de 1935. Es mi patria. Me quedo aquí... Ya no me queda tiempo para aprender otro idioma y sus matices.

Se suele asociar fotografía y nomadismo. El am ericano Man Ray y el húngaro Brassai' pasaron la mayor parte de su tiem po en París. Nueva York, Londres, M adrid abren sus brazos a ja n Saudek. Le ofrecen puen­tes de oro. El se em pecina en quedarse en los pocos m etros cuadrados de su buhardilla, en los suburbios de Praga. Su “cueva” está en otra parte, y a veces vuelve allí a pasar la noche. Es el vientre negro el que ha dado a luz esta obra dorada, que m erecería ser clasificada de m onum ento his­tórico; esta cueva mágica, de muros leprosos, de suelo de tierra batida. Cuando sale de su buhardilla aérea, para recogerse en este foso, Saudek se llena de energía, como Anteo, el gigante que recobraba fuerzas al tocar la tierra.

Lo más extraño es que las imágenes que de todo ello han salido no son nada confinadas, aplastadas, ni asfixiadas. Saudek no tiene nada que ver con el ideal del enterram iento de Julio Verne para quien la felicidad per­fecta no podía hallarse más que debajo de los mares ( Veinte mil leguas de viaje submarino), en una mina subterránea ( Las Indias negras) o en el cen­tro de la tierra, porque la desgracia siempre se relacionaba en él con las agresiones de la intemperie. Saudek lleva el cielo nublado hasta dentro de su cueva; y se reconoce el mismo cielo en varias fotos por el fino hilillo blanco dejado por el paso de un avión, símbolo de libertad para todos los habitantes de la Europa del Este. En efecto, es un cielo de esperanza, de evasión, de liberación que aspira en su infinito al niño o a la mujer. Esta extraña ventana con cortinas de grandes rayas verticales ya pertenece al museo imaginario de los aficionados a la fotografía del m undo entero.

Y claro, están los cuerpos. Sí, digo los cuerpos porque el cuerpo le lleva una amplia ventaja a los rostros en el universo de Saudek. Cuerpos de

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m ujeres de culo y pechos desorbitados, monstruosos, que recuerdan las obsesiones de Fellini. Cuerpos de jovencitas, cuerpos de niños. En Sau­dek, no es la m ujer la pareja del niño, sino que es el hom bre. Pertenece a la raza de los hom bres que lloran en secreto la m aternidad que les es injustam ente negada. Nadie m ejor que él, ha ilustrado el tema del hom ­bre “lleva-niños” (pedófilo). Nos da algunas pietás paternas, al modo de las de Rubens o de Santi di Tito, donde no es la Virgen María la que lleva al cuerpo del Crucificado, sino Dios Padre en majestad. Y esto nos devuel­ve otra vez a El rey de los Alisos, porque Philippe de Monés, que ha hecho el prólogo, ha visto en esta novela el libro de la vocación m aterna del hom ­bre, un tem a ciertam ente esencial para mí y que me aproxima a Saudek.

El au torretrato que va m arcando con tanta brillantez la historia de la p in tura es m ucho más raro en fotografía. Es probable que el fotógrafo dude en volver hacia su propio rostro el arm a con la que ametralla a sus coetáneos. Rechaza para sí lo que tan gustoso hizo a los demás. Por lo con­trario, el “autodesnudo” es muy poco frecuente en pintura, y, sin inves­tigar demasiado, yo no conozco más que tres dibujos de Durero que m erezcan tal nom bre. Lo extraño es que tres fotógrafos de la misma gene­ración hayan hecho autodesnudos sin influenciarse unos a otros. Se trata del alemán Dieter Appelt, del finlandés Arno-Rafaél Minkkinen y d e ja n Saudek. El cuerpo desnudo de Jan Saudek nos llama la atención por su sequedad musculosa. Es pequeño pero flexible y recio, y será sin duda un instrum ento de vivir, gozar y sufrir de una eficacia sin par. Es lo opuesto exacto de la carne blanda y rellena de sus mujeres, de la inocente y frágil de sus niños.

Este cuerpo del artista —poco frecuente al final pero presente— le da a esta obra su firma, un “logo” inimitable y terriblem ente convincente. Es cierto que está la exuberancia kitsch y los colores dulzones añadidos a mano. Están estas catacumbas donde se enderra el artista para celebrar sus misas negras, como los prim eros cristianos sus cultos. Por encim a de todo, está Praga, ciudad suntuosa y gris, que evoca tan bien “la tristeza majestuosa donde reside todo el placer de la tragedia”, según las palabras de Jean Racine. Pero tam bién está el cuerpo sarmentoso y flexible del autor que firm a estas obras con el peso de su propia carne. Todo esto es Jan Saudek. Pero tam bién es un porvenir que sólo le pertenece a él y que es —imprevisible y sorprendente— el de sus futuras creaciones.

1. Texto escrito du ran te el régim en anterior. (N. del A.)

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Muertes y resurrecciones de Dieter Appelt

Antes del reloj de arena y de la esfera.Antes de la clepsidra y del reloj,Antes del alm anaque y del calendario,Antes de que el signo se apodere del tiempo, existieron las nebulosas

cuyos períodos se calculan en siglos-luz, después las estrellas cuyas palpi­taciones se cuentan en años-luz, y por fin la geología terrestre, cuyas capas m iden milenios. Pero esta form idable aceleración del ritm o del tiempo seguía todavía siendo antidiluviana. Porque el diluvio —quiero decir la invasión de lo húm edo— impuso la imagen del flujo tem poral, y llenó de una vez todos los relojes de agua. En lo más oscuro de los abismos telúri­cos, la unión íntim a del agua y de la piedra precipitó el doble crecim ien­to que aproxima el dedo erguido de la estalagmita al dedo gacho de la estalactita, hasta su fusión en un extraño pilar de tripa estrangulada.

Y eso no era nada todavía. Porque el tiem po perm anecía paralizado en una m aduración m ineral inmóvil. El tiem po no era translación, sino alte­ración, una alteración cuyos procesos de petrificación y de fosilización hacían pensar que volvía a la eternidad en vez de alejarse de ella.

Entonces surgió la vida. Y con ella el movimiento, el andar, el gesto y la carrera. Y por tanto el cronóm etro, es decir, el tiem po crono-sujeto al espacio-metro. ¿Qué es la velocidad? Es el cociente del camino recorrido por el tiem po requerido para recorrerlo. El animal es prim ero un cuerpo dotado de alas, de aletas y de patas, es decir, un móvil. El animal se define en la naturaleza por una posibilidad de translación por oposición al vege­tal que no conoce más que el crecimiento. Por su hocico, su pico o sus garras, el animal añade la depredación a la locomoción. A estos miembros ele locom oción y de depredación, el hom bre superpone la m ano, órga­no de prensión. La depredación no colma más que la necesidad alimen­ticia y, en segundo lugar, sexual. La prensión está totalm ente abierta, incluso a operaciones desinteresadas.

Así pues, con la mano la vía está abierta a una inversión del impulso prim ario y original, que proyecta al hom bre hacia unos actos cuya virtud es la velocidad y su finalidad la depredación. Inversión y por lo tanto vuel­ta sobre sí misma con toda la len titu d requerida . Paul Valéry subrayó la analogía entre el pulgar oponible que caracteriza la m ano hum ana y la

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facultad propia de la m ente hum ana de pensarse a sí misma. Entre todas las operaciones, la más desinteresada y la única que se precia de hacerse con lentitud y m ucho tiempo es sin duda alguna la reflexión, “atención del alma —dice el diccionario— que se fija en sus propias ideas para exami­narlas y com pararlas”. Y el mismo diccionario nos enseña que tam bién se habla de reflexión cuando un rayo luminoso vuelve hacia su fuente des­pués de dar en una superficie reflectante.

Dieter Appelt es el hom bre de esta reflexión, en todos los sentidos del térm ino. Toda su obra no es sino un esfuerzo para invertir el movimien­to espontáneo que nos arroja hacia delante, con el fin de reencontrar la tem poralidad inm em orial de los elementos.

Primero tendrem os la tentación de juzgar como una paradoja increí­ble el hecho de que haya elegido la fotografía como instrum ento de este retorno a la lentitud original. Desde hace ciento cincuenta años, toda la evolución de la técnica y sobre todo de la química fotográfica está volca­da hacia una aceleración de la toma de la imagen. Prim ero se había foto­grafiado durante un día entero, luego durante una hora. Pronto se llegó al segundo, luego a la fracción de segundo. Así se quería “reproducir del natural”, es decir, encerrar el instante más fugitivo, como se capturan moscas y mosquitos en una película pegajosa. Esta simple m etáfora per­mite sentir la futilidad cada vez más gratuita a la que se estaba condenan­do la fotograíía. Dieter Appelt le da la vuelta a este extravío y plantea como principio que una fotografía posee tanto más peso y mayor hondu­ra cuanto que ha exigido mayor tiempo. Toda su técnica tiende a resolver el problem a siguiente: ¿Cómo fotografiar despacio, a pesar de que todas las condiciones técnicas de la fotografía m oderna están hechas para perm itir fotografiar a toda prisa?

Siendo su fotografía una reflexión, resulta también norm al que se dedi­cara con predilección al autorretrato e incluso al autodesnudo. El auto­rretrato es una de las grandes vías de la p intura y del dibujo. Durero, Rem brandt, Courbet, Van Gogh destacaron en este arte reflexivo. Por el contrario, se han aventurado poco en este camino los fotógrafos. ¿Por qué? Porque el arte de la fotografía —más cercano en este sentido a la depredación animal que a la prensión hum ana (con pulgar oponible) — se orienta hacia afuera y ansia la velocidad. Arte extrovertido por anto­nomasia, se lanza a la conquista del m undo.

Lentitud y reflexión. Se deduce de estas primicias cierta relación con el espacio y con el tiempo.

En cuanto al espacio, el desnudo es al retrato lo que el paisaje es a la naturaleza muerta: relación de todo a partir de todo. El único autorre­trato verdadero de Dieter Appelt nos lo enseña soplando una m ancha de

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vaho en un espejo en el que se refleja su cara: aquí la reflexión dom ina e invade toda la fotografía. En cambio sus autodesnudos están profunda­m ente arraigados en el paisaje. La arcilla cubre la piel de un caparazón, la cara de una máscara. Crece la hierba a su alrededor, debajo de él, empieza a cubrirle. El agua, la nieve, las hojas m uertas cercan este cuer­po blanco de falso m uerto. Perinde ac cadáver. La famosa divisa de la orclen de los jesuítas, tan rara por otra parte (pues no se ve en qué un cadáver puede obedecer las órdenes que se le d a ), cobra, sólo aquí, todo su senti­do. Porque está claro que si Dieter Appelt impone este añadido cadavérico al paisaje circundante, es para poder, por una sumisión total al espacio, asegurarse una requisa del tiempo.

Volviendo a recorrer este camino, él es el prim ero en llegar a la inm or­talidad húm eda, tom ando de nuevo en una zanja que ha cavado con sus manos la apariencia del hom bre ele Tollund. LTna vez, un obrero de vina turbera de las llanuras bajas de H olanda se presentó en la gendarm ería de su pueblo: al cavar, acababa de sacar a la luz un cuerpo degollado cuyo perfecto estado de conservación hacía suponer un crim en reciente. En realidad se trataba de un m ártir cuya m uerte rem ontaba al principio de la era cristiana. La acidez de las aguas turbosas conserva perfectam ente los cuerpos que allí están sepultados. Dieter Appelt es este hom bre de la noche de los tiempos.

Pero pronto el hom bre surge de las aguas cenagosas. En la isla del M onte Isola (Lombardía) edificó un torreón de troncos de m adera, der Augenturm , la torre-ojo1. Este m irador construido sobre pilotes le sirve de m édium entre cielo y agua. Allí acurrucado en los aires, como un feto en su bolsa amniótica, flota en el seno de los limbos de la inexistencia. Pero su ojo perm anece fijo en el espejo ele las aguas.

Lo húm edo no ha reinado siempre. La era antidiluviana se pierde en las arenas secas y ardientes del desierto. La momia envuelta en bandas atraviesa los milenios en virtud de esta misma aridez. Por una nueva inver­sión benigna, sin duda negación de la vida, llega a ser agente de conser­vación. Dieter Appelt, en mantillas como un eterno bebé, sigue siendo esta momia. Sin embargo, su dedo descarnado dispara la cám ara de fotos m ontada sobre un trípode.

La etapa siguiente salta todavía más milenios y se agarra a los megali- tos. La landa bretona, anegada en las nieblas del océano, pero a la que encienden las retamas en flor, observa el corro ele los crom lech en torno al peñón central. El prim er paso del cuerpo de Dieter Appelt consiste en identificarse con estas piedras: el cráneo se vuelve canto rodado, los bra­zos aristas, la mano se inmiscuye en la grieta. Pero en estas piedras hay una música secreta que atestigua la presencia de un significado en rela-

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ción con la carrera de las estrellas. ¿Cuál es el secreto de los megalitos? Son relojes, las más antiguas máquinas de m edir el tiempo.

Luego está la última revelación. Una vez llegado a la nave inm ensa de la cueva de O ppelette, Dieter Appelt siente que le van creciendo alas, y com prende que ha llegado al fin de su viaje iniciático. Pero no se convier­te en un pájaro profano que acaricia los vientos y las nubes. Se convierte en un ángel y su vocación es poblar los inmensos espacios negros del cen­tro de la tierra. Extraña, angustiosa, exaltadora m etamorfosis en un ser a la vez dragón y murciélago, en el que hem os de reconocer tem blando al Príncipe de las Tinieblas.

1. El Augerturm fue com prado po r el Museo de Arte M oderno de Berlín.

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Arno-Rafaël Minkkinen o el cuerpo jeroglífico

Pagar por sí mismo, tomarse como objeto, sacar de sí mismo la m ateria de su obra. Esta elección autófaga es algo corriente en literatura. “Soy la materia de este libro” escribe M ontaigne al principio de sus Essais. Y des­pués de él, Jean-Jacques Rousseau, Chateaubriand, André Gide han encon­trado lo mejor de su obra al observarse y contarse a sí mismos. En pintura, el autorretrato tiene gran éxito. Rembrandt, Courbet, Van Gogh no han dejado de tomarse por modelos. En su lecho de m uerte, Géricault, con la mano derecha dibujaba la mano izquierda. Curiosamente, sin embargo, a los fotógrafos, tan influenciados por la pintura, les ha repugnado durante m ucho tiempo tal ejercicio. Es como si el apuntar contra su propia cabeza el objetivo norm alm ente dirigido hacia la de los demás tuviera de por sí algo suicida.

Pero he aquí que, una vez tras otra, ya lo hemos dicho, tres fotógrafos de la misma generación y sin influenciarse unos a otros han roto el tabú, y de m anera más radical todavía que los pintores. El alemán Dieter Appelt, el checoslovaco Jan Saudek y el finlandés Arno-Rafaël M inkkinen han dedicado la mayor parte de su obra no sólo al au torretrato sino al autodesnudo, una empresa prácticam ente desconocida en la historia de la p intura con la excepción de los tres dibujos de D urero ya mencionados.

Esta excepción es instructiva. A juzgar por sus autorretratos, es proba­ble que Durero hubiera estado bastante orgulloso de su persona. Tiene trece años, veintidós años, veintisiete años y veintinueve años, cuando pinta los cuatro autorretratos que poseemos de él. Todos son sum am ente halagüeños y el último evoca una figura de Cristo al límite de la blasfemia. “Me río de verme tan bello en este espejo”, parece cantar como la Margarita del Fausto de Gounod. De otra naturaleza son los autodesnu- dos. Ahí ya no es el Durero rebosando de juventud y de ingenua jactancia el que aparece. Está viejo, enferm o, marchito. Su cuerpo ya no es fuente de orgullo ni instrum ento de placer, es un campo de dolor. Uno de estos dibujos nos m uestra a Durero con el índice derecho dirigido hacia su cos­tado izquierdo, con esta leyenda encima: Aquí es donde me duele. En efecto, parece ser que murió de una dolencia del bazo.

Por el contrario , la obra de A rno M inkkinen nos invita a u n a fiesta.Y no porque celebre las bondades de su cuerpo. Al contrario. Vuelve a

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una serie de variaciones sobre el tema de un físico realm ente excepcional. Esquelético, inm enso —mide casi dos metros— , rota la nariz y hendido el labio, anuda y desanuda su larga osam enta como lo haría con una cuer­da. En oposición a Appelt —siempre de un serio bastante pesado— Minkkinen deja pasar un ligero tem blor de gracia por cada una de sus fotos. Sus posturas desafían la imaginación. Exhibe su brazo, su pierna, su pie, su sexo, y cada vez la imagen, de una perfecta sencillez, tiene algo tan novedoso que deja al observador parado de asombro.

Conviene hacer hincapié en esta asombrosa unión de sencillez y de novedad. Otros inventaron la solarización, el m ordentado, la rayografía, el montaje y otros delirios ópticos como el objetivo fish-eye. M inkkinen uti­liza sin picardía una cámara de las más corrientes. Con esta cámara, más dos piernas, dos brazos, una cabeza, etc., ¿cómo hacer imágenes que no se han hecho nunca y que asom bren a los que las descubren? Esta increí­ble apuesta, Arno Minkkinen la gana. Pues sí, tiene el don de dejarnos sin resuello con las fotografías de su pie o su tripa. ¿Cómo se las ingenia?

Un prim er elem ento de respuesta se halla en el paisaje. De cada país tenem os una idea a priori difusa, pero que no deja de ser absoluta. Y de esta idea se desprenden algunas imágenes. Doineau no se concibe más que en París y Edward Weston sólo en California; August Sander no puede disociarse de Berlín, ni Fulvio Roiter de Venecia. Ahora bien, nos parece que A rno M inkkinen es necesariam ente un p ro d u c to de Escandinavia y más particularm ente de Finlandia. Hay en la luz de sus imágenes una nitidez, una frialdad, una parsimonia, un rigor que no se encuentran más que encima de los 60° grados de latitud norte. Sobre todo, las aguas, los medios lacustres, los espejos líquidos son signos del lago hiperbóreo. Y todo este frescor da a la desnudez del cuerpo un sig­nificado muy distinto al que recibe en el sur. Nada de pereza, de langui­dez, de abandono a la caricia voluptuosa del sol. Además no hay ni som­bra, ni sol en Minkkinen; tampoco alba ni crepúsculo en su imaginería. Todo se baña en una luz intem poral, sin hora, sin pasado, sin porvenir. Realmente estamos en el país del verano total cuando el sol ni sale ni se pone.

Además, se buscaría en vano una alusión a la m eteorología. No hay intem perie en el país de Minkkinen, ni nubes, ni lluvia, ni arco iris. ¿Qué país es éste? La repuesta es simple: es una página en blanco. Es la página donde van a situarse los signos formados por el cuerpo flexible y sinuoso de Minkkinen. El paisaje escandinavo forma el pergam ino en el que Minkkinen dibuja los jeroglíficos que son sus manos, sus nalgas o sus pan­torrillas.

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En cuanto a este cuerpo que baila en la página blanca del cielo o de la nieve finesa, él mismo es tan desencarnado como puede serlo una cali­grafía árabe pintada con tinta china con la punta de un cálamo en un papel inmaculado. El cuerpo de Arno Minkkinen es todavía más que el de una bailarina o el de un derviche, un cuerpo comido hasta el tuétano por el signo que encarna. Hay abnegación, sacrificio, algo de holocausto en este intento, que sería trágico sin la risa que no deja de acom pañarlo. Uno piensa en Nietzsche cuando canta, al proclam ar el evangelio del gay saber según Dionisos:

Escuchad, he hecho un descubrimiento maravilloso y que además es alegre. No hay verdad alguna que no sea leve y cantarína. No hay más verdad que la viva y ligera. La gravedad es demoniaca. No hay ningún dios que no sea risueño, bailando sobre la superficie de los grandes lagos helados.

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Patricio Lagos o el paso de la línea

Yo ya conocía Brasil. Chile, este anti-Brasil, sigue siendo para mí una tie­rra mítica. D urante mis años en el Museo del H om bre, el azar me había asignado el estudio de los pueblos fueguinos, últimos habitantes de la T ierra del Fuego, hoy ya desaparecidos. Había soñado m ucho con este extraño país estirado por la costa oeste del continente de América del Sur, y que acaba en el legendario estrecho de Magallanes. Luego escribí mi prim era novela Viernes que situé —como me lo sugería Alejandro Selkirk, el náufrago real que inspiró el Robinson de Daniel Defoe— en la mayor isla del archipiélago Juan Fernández. Así que el indígena Viernes venía a ser un araucano, del nom bre antiguo de Chile: Arauca- nia. Porque los chilenos de hoy proceden de la mezcla de los invasores españoles y de los indios araucanos. Hasta que un día, un auténtico chi­leno irrum pió en mi casa y me dijo, “es usted el escritor de la m area baja. La m area baja es el gran asunto de mi vida”. Y de hecho el “reflujo” desem peña un papel p reponderante en mi novela Los meteoros. Las fotos que me enseñó luego Patricio Lagos me llam aron la atención por su belleza y su originalidad. Fotógrafo, Patricio Lagos sólo lo es, sin em bar­go, de m anera secundaria, incluso terciaria, porque prim ero es bailarín y luego escultor.

Nació el 23 de agosto de 1954 en la isla de Chiloé, de un padre oriun­do de Santiago y de una m adre en parte india. Ella era la segunda esposa de su padre, que se casaría cinco veces en total. De su niñez en aquella isla, que fue uno de los últimos baluartes españoles antes de La inde­pendencia (1830), recuerda sobre todo las fábricas de telares donde tra­bajaban los indios. Una de las herm anas de su m adre conoció un éxito clamoroso pero sin porvenir, gracias a sus creaciones textiles. Los indios de Chiloé son bajitos, fornidos, y tienen póm ulos salientes. Se em borra­chan con chicha —sidra ferm entada— , que les em puja hacia unas peleas sangrientas. Patricio Lagos recuerda también unos juguetes que fabricaba él mismo. Ingresó en Bellas Artes en Viña del Mar y se inició en la danza, tal vez bajo la influencia de la tercera esposa de su padre, bailarina en Santiago. Su maestro era H ernán Baldrich; bailó en uno de sus ballets ins­pirado en la Fedra de Jean Racine, donde desem peñaba el papel de Hipólito y que com prendía una parte im portante de improvisación.

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Paralelam ente, prosiguió estudios de escenografía en la universidad de Santiago.

En diciembre de 1977 dio el gran salto. El norte le llamaba desde hacía m ucho. ¿El norte? Digamos el hemisferio boreal, pues no se trataba de nada menos. El paso de la línea se celebraba, en la marina de vela, con una cerem onia burlesca en el curso de la cual los "novatos” (los que fran­queaban el ecuador por prim era vez) sufrían algunas pruebas y hum i­llaciones bajo la autoridad de un N eptuno de carnaval. Patricio Lagos pasaría a su vez la línea, pero como Alicia cuando pasa al otro lado del espejo. Habría magia y poesía en su viaje iniciático. Que la izquierda se convierta en derecha y el derecho en revés, nada más natural. Entre los australes, sus compatriotas, el frío está al sur y la estación caliente es en enero. En tierra boreal, él tendría que acostumbrarse a hielos en el norte e inviernos en enero. Esto no sería excesivo si se respetara perfectam ente la simetría. ¡Ni m ucho menos! No vivimos en un universo m atemático en el que los cálculos siempre caen bien y donde los relojes ni retrasan ni se adelantan nunca. La tierra gira alrededor del sol, no según un círculo — figura perfecta— sino según una elipse, círculo febril, círculo enfermo. De ello se deduce que está, cuando más cerca en enero (perihelio) y cuando más lejos, en julio (afelio). Aquí pues está nuestro pájaro migra­torio, confrontado con una nueva paradoja: una iluminación y un calor que van creciendo conforme se va alejando el sol. ¡Ésta es la lógica boreal!

Además están las mareas, este fenóm eno típicam ente boreal e incluso europeo, que tom a su mayor am plitud en las costas norm andas, breto­nas, inglesas e irlandesas... Así pues, una m area alta arrojó en mi playa privada a este pajarraco austral con sus sueños y sus obras. Encalló por tanto en las playas norm andas, pasm ado por esas extensas llanuras glau­cas y mojadas, por esos limos, esos arenales, esas rocas vestidas con algas que el reflujo crea cada día nada más que por unas horas. Paisaje efíme­ro, destinado a una p ron ta desaparición, pero recreado enseguida con todos sus mariscos y sus crustáceos. La m ar es eternam ente joven; hoy es igual a como era cuando salió de entre las m anos de Dios, al principio del m undo. Por el contrario, la tierra escribe su propia historia m ilena­ria en sus rocas, en sus concreciones, sus pliegues, que son como las a rru ­gas de un rostro muy viejo. Este rostro, la m area lo lava, lo aclara, lo refresca incansablem ente, como para restituirnos nuestra tierra en su tierna infancia. La arena abandonada por la ola, es como el rostro de nuestra anciana m adre reconvertido en el de una joven virgen, alegre­m ente acogedora.

Todo esto, Patricio Lagos lo descubre en las playas norm andas y la ini­ciación toma un sentido sublime cuando, además, la silueta maciza y ele-

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gante del Mont Saint-Michel se perfila en el cielo lejano. A esta mezcla de eternidad y de juventud efímera, él responde a su m anera. Es bailarín, arte evanescente si lo hay. Es escultor, arte que se inscribe en el m árm ol o el bronce eternos. También conserva en lo más hondo de su m em oria un recuerdo de su niñez que com partim os con él. D urante la m area baja, construíam os febrilm ente castillos de arena, soberbios aunque frágiles a pesar de los paquetes de varec con los que reforzábamos sus murallas. Al volver la oleada que rodeaba y luego atacaba nuestro “fuerte”, lo defen­díamos con ardor, cavando zanjas de protección, reparando las grietas, incluso atacando la ola agresiva con nuestras palas, tal Alejandro que m andaba azotar las olas rebeldes del Ponto Euxino.

No son “fuertes” lo que m odela en la arena Patricio Lagos, y no pien­sa en desafiar la ola. Más bien son “endebles”, quiero decir cuerpos aban­donados, amantes cansados, yacientes víctimas de su últim o sueño, y estas criaturas patéticas están entregadas inerm es a la caricia asesina del agua.

He soñado m ucho con aquellas imágenes. Se han apoderado del rela­to que estaba escribiendo, esos Amantes taciturnos para quienes el silencio de la playa abandonada por el m ar es símbolo de su am or difunto. Patricio Lagos aceptó que le hiciera intervenir con su nom bre en mi rela­to, reflejo antropófago de los novelistas. Al mismo tiem po le he cogido sus am antes de arena, la bahía abandonada por el reflujo e incluso el Mont Saint-Michel, gigantesca lin terna mágica asentada a lo lejos. Estas líneas son testimonio de este préstamo y de mi gratitud. Añadiré estos “últimos versos” de Rimbaud que me parecen evocar tan a propósito el am biente tranquilo y trágico de algunas de estas imágenes:

“La he vuelto a encontrar. ¿Qué? La eternidad.“Y el mar ya se ha ido. Con el sol”.

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¿Existe una fotografía femenina?

“¡Las mujeres y los niños prim ero!”. Esta exhortación tradicional prego­nada por el com andante de un buque que se hunde parece más válida todavía cuando se trata de fotografía. En efecto, las estadísticas dem ues­tran que las tres cuartas partes de las fotos hechas cada año en el m undo tienen por tema mujeres o niños. Hay que añadir que las han hecho hom ­bres. El hom bre —predador em pedernido— inventó la fotografía para “atrapar” lo que quiere o lo que desea “en efigie”. A punta hacia ellos su caja mágica, y se lleva su imagen como un cazador se lleva un perdigón en el morral. Lewis Carroll es conocido como fotógrafo y como narrador. Pero estas dos actividades se desprendían de la misma pasión, la de las niñas y en especial de Alicia Liddel. Inventaba historias para encandilar­las. Las fotografiaba como un “ogro-enam orado”, por no atreverse proba­blem ente a “tom arlas” de m anera menos ofensiva.

Esta agresividad fundam ental del acto fotográfico se colma en la mujer, en el cuerpo desnudo de la mujer.

Es una violación en efigie. Pero tam bién está el reportaje de choque en el que se ve cómo un fotógrafo ametralla sin m iram ientos a poblacio­nes despavoridas y heridas en el dram a de vina guerra, de una ham bruna o de un terrem oto. Así pues, ¿es una fatalidad que la fotografía encierre esta dimensión de violencia? ¿Es que la miseria y el sufrim iento son incom parablem ente “fotogénicos”?

A esta pregunta son posibles varias respuestas. La más convincente trae a la m ente a las mujeres fotógrafas. C uando la m ujer deja de ser objeto de la foto para apoderarse de la cámara, todo cambia. La m irada deja de ser la de un ave de rapiña para convertirse en la de una amiga, sobre todo, si es otra m ujer la fotografiada. Estudié, lo repito, durante años en el Museo del Hom bre. Una de las lecciones que tengo grabada en la m em oria es la ventaja de que goza la m ujer etnóloga en las inda­gaciones in situ. La población estudiada la acepta m ejor que a un hom ­bre. Se le abren las puertas. Se desatan las lenguas. Puede en trar por doquier y mirar. Se contesta a sus preguntas. Mientras que un hom bre etnólogo suscita desde el prim er m om ento un m ovimiento de defensa, no ocurre lo mismo con la m ujer fotógrafa. Yo paseé con Joyce Tenneson por las playas naturistas de la Camarga. Ella se perm itía sacar clichés que

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hubieran provocado, de sacarlos yo, reacciones de suma violencia por parte de los interesados.

No creo que haya “literatura fem enina”. Ni Colette, ni M arguerite Yourcenar, ni Françoise Malle tjo ris me parecen representar cualquier rasgo com ún propio de la feminidad.

Por el contrario las escritoras dom esticadas por Gisèle Freund, la dulzura de los cuerpos entregados por Joyce Tenneson o la de las caras sorprendidas por Eva Rubenstein, o tam bién el encanto sereno de las imá­genes de M artine Franck, o la tranquila audacia desprovista totalm ente de provocación de Bettina Rheims, en todas encuentro una calidad común. ¿Cómo definir tal calidad? Enseguida se me ocurre la palabra ternura. Pero después escribo: complicidad. Sí, eso es. Hay en los hombres, pero sobre todo en las mujeres y en los niños fotografiados por ellas una entre­ga confiada que añade algo a la calidad hum ana de sus imágenes.

Los grandes acontecim ientos del pasado no tuvieron su reportero-fotó­grafo. Conozco a más de uno que llora en secreto el no haber estado allí para presenciar cómo a Enrique IV le apuñalaba Ravaillac o cómo N apoleón recorría el campo de batalla de Austerlitz. Pero hay algo aún mejor. Al subir al Calvario, Jesucristo se encontró con Verónica. El nom ­bre de esta m ujer piadosa de Jerusalén quiere decir: Imagen verdadera. Verónica secó con su velo la cara chorreando de sangre, de lágrimas y de sudor del Salvador. Y se produjo el milagro: la cara de Jesús imprimió su imagen en el velo de Verónica. Es ella, una mujer, y nadie más —ni Niepce, ni D aguerre— la que inventó la imagen verdadera, la imagen fotográfica.

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Philippe Bonan o “las de Villadiego”

De Philippe Bonan no conozco más que una fina libreta que com prende una prim era parte com puesta de retratos de artistas y de escritores, segui­da de algunos paisajes urbanos y rurales. En todas esas imágenes flota un am biente de extrañeza y desorientación del que, sin em bargo, em ana una felicidad paradójica cuando, por lo contrario, uno tendría que sentirse incómodo. Buscaré el denom inador común.

Un hom bre anda solo por Beaubourg. U na niña da la sensación de que va a caer dentro de un escaparate. U na vaca pace sola en un prado inmenso. Parece que estos seres vivos gozan a sus anchas de un espacio que les pertenece. De la misma m anera estas dos gallinas son evidente­m ente dueñas de toda la granja. Philippe Bonan se reconoce por cierta calidad de vacío, un vacío benéfico, feliz, liberador. Y esto tam bién es la clave de sus retratos. Los demás fotógrafos te “tom an” en foto. Aquí, por lo contrario, estos hom bres y estas mujeres no están “tom ados”. N inguna tram pa les ha atrapado. Todo lo contrario.

Van a salir, ya se m archan. Se me ocurren unas expresiones carcelarias, o mejor anticarcelarias: liberación, levantamiento de arresto, “tom ar las de Villadiego”. Es el disparador de la cámara de Philippe Bonan el que les ha dado la salida.

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El crepúsculo de las máscaras

D urante m ucho tiem po me he preguntado si el bagaje de la fem inidad era impuesto por los hom bres a las mujeres o más bien adoptado por las m ujeres porque tal era su voluntad y su instinto. Por “bagaje” entiendo los perfumes, el maquillaje, el peinado, la indum entaria y hasta los zapatos de tacones, paroxismo de fealdad y de incom odidad que resum e por sí solo el estado de servidumbre secular de la mujer. Pregunta que resulta insoluble por la simple consideración de que no hay nada m ejor para im poner algo a alguien como inculcarle la afición. Por otra parte, es obvio que si las mujeres son tal vez más “prefabricadas” por la sociedad que los hombres, nadie, de verdad, escapa a esta misteriosa presión del grupo que nos suministra en pret-á^porter nuestros sentimientos, nuestras ideas y hasta nuestro aspecto exterior. La m ujer tiene su modelo, que es la estre­lla de cine o de la canción, la heroína nacional y hasta la militante políti­ca. Pero para el hom bre, tampoco faltan los estereotipos, y basta con citar el hom bre de negocios, el oficial de carrera, el seductor, el cura, el hom o­sexual o el hippie como para imaginar enseguida una galería de retratos perfectam ente conocidos, fichados y al límite de la caricatura.

En mi novela Gaspar, Melchor y Baltasar, creí, en un prim er m om ento, que había inventado una nueva perversión a la cual se podía dar el nom ­bre de iconofilia. Se trata de lo siguiente. Desde su juventud, el rey Baltasar es un aficionado a los objetos de arte. De los zocos de su ciudad trae a casa el retrato de una doncella que cuelga encima de su cama. Un día llega su padre y le dice que, por ser el heredero, convendría que se casara. ¿Ha pensado ya en una muchacha? A Baltasar le coge desprevenido y señala el retrato. Pero cuando su padre le pregunta quién es, se ve obligado a con­fesar su ignorancia. Su padre se encoge de hom bros y se dirige hasta la puerta. Luego se para, retrocede y le pide a su hijo que le confíe el retra­to. Provisto de ese único docum ento, encarga a la policía que busque a la chica retratada. Acaban por identificarla. Es la hija m enor de un lejano hidalgo. Entablan tratos y unos meses más tarde los dos chicos están casa­dos. La vida sigue su curso, pero desgraciadam ente cuanto mayor se hace la esposa de Baltasar, más se aleja del retrato querido. Y Baltasar siente cómo va decayendo su am or por su esposa. Porque tal es su aberración que prim ero quiere a su imagen y luego al modelo, cuando suele ser lo

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contrario lo que ocurre. Y esta aberración es la que yo había llamado ico- nofilia. No tendré la crueldad de ocultar la continuación de esta herm osa y triste historia. Baltasar había perdido por com pleto el cariño por la reina cuando su propia hija, que tenía unos doce años, le preguntó quién era la m uchacha retratada en el famoso cuadro. La pregunta dem ostraba desgraciadam ente cuánto su m adre —a la que no reconocía— se había alejado de aquella imagen arrebatadora. Baltasar miró a su hija, luego al retrato y una evidencia le golpeó como el rayo: la niña se parecía de m anera patente al retrato. Y presintió la amenaza de un am or incestuoso creciente. Entonces descolgó el retrato, se lo dio a su hija y le dijo: “este retrato, es el tuyo, mi amor, cuando tengas diez y seis años. Llévatelo, m íralo todos los días, pero no me lo enseñes nunca más”.

Ahora bien, me di cuenta más tarde de que tal perversión “iconofílica” no era invento mío y que reinaba desde hacía muchísimo tiem po sobre la hum anidad. Q uerer una imagen, querer identificarse con ella o por lo m enos parecerse a ella, o también, para quererla, buscar a una persona que se parezca a esta imagen ¿no es lo que los hom bres han hecho toda la vida y lo que van haciendo cada vez más por la gracia de la fotografía y del cine? La m oda lanzada por las estrellas —trátese de peinado, de ropa o, de m odo más difuso, de “estilo” en general— es m uestra de esta icono- filia, y no habría que creer que las mujeres son las únicas en obedecerla, porque no hace tanto nos podíam os cruzar continuam ente, en el barrio latino, con falsos Che Guevara con boina vasca y melena.

Vuelvo a leer estas páginas, y se me ocurre corregirlas, poniendo todos los verbos en pasado. Me parece en efecto que lo que acabo de escribir era verdad hace treinta años y aún lo era más hace cincuenta, pero deja de serlo cada día más. El uniform e ya no proporciona un éxito de taqui­lla. Los curas visten como todo el m undo y en el estilo star, no me parece que ni Marilyn M onroe ni Brigitte Bardot tengan descendencia. Incluso los sexos se diferencian cada vez menos. En los institutos a los que voy a charlar con los alumnos, me pregunto, a m enudo, si estoy frente a un chico o una chica. Desde el corte de pelo hasta el vaquero, nada perm ite diferenciarlos. Después de provocar carcajadas por alguna m etedura de pata mía, he aprendido a ser cuidadoso y no arriesgar un “señor” o una “señorita” que podrían resultar intempestivos.

Así que, ¿es el fin de los estereotipos? ¿Se va a perm itir que cada uno sea sí mismo sin máscara, panoplia u otro uniforme? En esto tam bién hay que ser prudente , porque si es posible que estemos asistiendo a un ocaso de las máscaras, nada impide que figuras nuevas puedan crecer en la som­bra para im ponerse de repente al encarnarse en una personalidad des­lum bradora. Por lo m enos este eclipse de las máscaras habrá perm itido

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en tender su carácter artificial y provisional. La peor de las ilusiones es, con toda claridad, el tomarlas por verdades eternas, queridas por la natu­raleza e inscritas en el cielo platónico.

Basta con echar una m irada atrás para convencerse de que los supues­tos “cánones” de la belleza son en realidad una cuestión de moda. En 1882, Nietzsche encuentra por prim era vez a Lou Andreas Salomé, joven de origen ruso que se convertiría más tarde en la musa de Rilke y de Freud. Aquel magnífico triplete hizo que un contem poráneo dijera: “cada vez que un escritor se enam ora de ella, nueve meses más tarde escribe una obra m aestra”. Tenemos de Lou retratos de cuando su encuentro con Nietzsche; y nos fascina la pureza de este rostro joven, duro y tenso, como esculpido con navaja, salientes los pómulos, abom bada la enorm e frente y recogido el pelo atrás. Pero, ¿qué escribe Nietzsche a su herm ana? Le pone al tanto de que ha conocido a una chica cuya cultura e inteligencia hacen olvidar un físico ingrato. Nada extraño en este juicio si evocamos las bellezas famosas de aquella época, desde Hortensia Schneider hasta Blanca de Antigny, cuyos encantos mullidos y rollizos despertaban el deseo de los hombres.

Sí, habría que escribir una historia de la belleza fem enina, y nos depa­raría muchas sorpresas. En Francia, por ejemplo, hem os visto cómo se sucedían cuatro estrellas a través de las cuales es fácil distinguir cierto “tipo” que se busca a sí mismo, se encuentra, alcanza su pleno auge y decae en una especie de apoteosis amargo: Simone Simon, Cécile Aubry, Brigitte Bardot y Jeanne Moreau. Se parte del pequinés y de su carita bonita y ceñuda para encaminarse hacia la esfinge y term inar con la m elancolía de una inteligencia de vuelta de todo, que se marca en la boca en torno a las comisuras caídas de Jeanne Moreau. Un rasgo com ún a este tipo: su extrema dificultad para envejecer bien. Porque desde este ángu­lo, existen tres posibilidades: no envejecer nunca (Pauline Carton, Danielle Darrieux, Michèle M organ), envejecer bien (Gabrielle Dorziat, Simone Signoret, Françoise Christophe)... o envejecer mal.

Está la belleza, está la gracia, está el encanto. Pero hablemos también de otro valor estético muy interesante: la fuerza. Durante siglos, tal vez milenios, fuerza y virilidad fueron inseparables. Eso, hasta tal punto que en la imaginación popular, el peso y el pelo constituían atributos obligados de la fuerza. El hom bre fuerte tenía el tipo prehistórico y añadía la obesi­dad, el pecho erizado y la barba tupida. No podemos prescindir de la gran importancia, verdadera revolución en este campo de E. R. Burroughs con su personaje de Tarzán. Porque, indiscutiblemente, Tarzán encarna la fuerza. Pero una fuerza de un tipo com pletam ente nuevo, lam piño y ágil. Es el héroe juvenil de barbilla y de panza lisa. En realidad, esta historia de

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la barba es una clave. Porque fíjense bien: no sólo Tarzán es impensable con una barba sino que tampoco puede afeitarse todas las mañanas. Pero no hemos ido bastante lejos al hablar de héroe juvenil. Infantil es lo que habría que decir. Tarzán no tiene barba y nunca la tendrá, porque defini­tivamente es impúber. Es un niño de diez años espigado y crecido en fuerza. Por eso tuvieron razón las asociaciones puritanas americanas al indignarse cuando a un cineasta tonto se le antojó asociarle una mujer y obligarle a esbozar gestos torpem ente eróticos.

Pero si la fuerza sobrehum ana ya no implica la virilidad y puede encarnarse en un niño de diez años ¿por qué no habría de caber igual­m ente en una mujer? La convención que asociaba virilidad y fuerza arras­tra en su caída la que unía fem inidad y debilidad. Después de todo, en los hipódrom os las yeguas son igual de potentes que los sementales y corren tan de prisa como ellos. La pregunta podía parecer teórica en los tiempos en los qu,e los logros de los hom bres y de las mujeres no estaban registra­dos. Asunto concluido desde hace unos cien años. Ahora se puede obser­var un fenóm eno interesante al que deberían de prestar atención los sociólogos y los biólogos. Año tras año, la diferencia que separa los resul­tados deportivos de las mujeres de los de los hom bres no deja de dismi­nuir. Sí, es un hecho: las mujeres recuperan poco a poco el retraso con los hom bres que les infligen siglos de humillación y de servidumbre. Ahora ya, en varias disciplinas, baten los récords que tenían los hom bres hace m enos de treinta años. Se anhelaba el día m em orable en que una m ujer se impusiera en una especialidad cualquiera, de m anera absoluta, es decir, superando a los cam peones varones de la disciplina. Asunto concluido el 2 de agosto de 1990. Aquel día, a las 0 h. 19 GMT, la navegante Florence A rthaud pasó el cabo Lizart al timón de su trim arán Pierre después de atravesar el Atlántico en 9 días 21 horas y 42 minutos, superando así en más de día y medio, el récord del Atlántico en solitario que tenía Bruno Peyron desde agosto de 1987. N inguna duda de que a esta sensacional revolución le van a seguir otros récords “absolutos” conseguidos por mujeres en todos los terrenos.

H a llegado el advenim iento de una nueva Eva cuyos prototipos nos tra­je ro n California y Alemania del Este. Nada de grasa, un m onum ento de músculos sueltos y pulposos que se mueven bajo una piel sedosa. Hasta los pechos que no son sino el forro suave de los músculos pectorales y que, seguro, molestan m enos los movimientos de la m áquina muscular que las enojosas genitalia del hom bre. El éxito es clamoroso y, fíjense bien, no sale en absoluto del registro de la feminidad: ni huella de índole “hom bruna” en esas mujeres resplandecientes, de una belleza estrictam ente femenina. Hay en ello un equilibrio tranquilo, paradójico, provocador, con un rizo

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de gracia además. Es que la nueva Eva hace añicos el estereotipo de la m ujer delicada y cobarde, a la vez que el del varón protector y puntilloso en m ateria de honor viril. Es una parte de nuestra “civilización” la que se derrum ba. ¿Destrucción? Sí, pero libertad nueva, creación, hum or y belleza. ¡Saludemos a la nueva Eva del año 2000!

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Epígrafes de las fotografías

Pág8. Michel Tournier, Autorretrato © M. Tournier.

12. A rthur Tress, Michel Tournier y muchacho, Arles, 1980 © A. Tress.14 Félix Nadar, Honoré de Balzac

© Arch. Phot. Centre des m onum ents nationaux, París.17 Retrato de Félix Nadar

© Arch. Phot. Centre des m onum ents nationaux, París.22. Emile Zola, Jeanne viniendo al encuentro de Zola en la carretera de

Verneuil © Madame Agora Emile-Zola.24. Emile Zola, El encuentro © Mme A. Emile-Zola.26. Emile Zola, Paulette Bruhat © Mme A. Emile Zola.28. Man Ray, Rayografia, 1927 © Man Ray Trust / VEGAP.34. Bill Brandt, Rebuscando trozos de carbon

© Noya Brandt / Bill Brandt Archive.36. Bill Brandt, Desnudo © N. Brandt / Bill Brandt Archive.38. Bill Brandt, Halifax © N. Brandt / Bill Brandt Archive.40. Jacques-Henri Lartigue, Marthe Chenal en el Racing de París con Taho

y Boby (mayo, 1916) © Association des Amis de J.-H. Lartigue.43. Arriba: Jacques-Henri Lartigue, Yo en Villacoublay. Fotografía tomada

por Jean Dafy con mi cámara (noviembre, 1916)© Association des Amis de J.-H. Lartigue.Abajo: Jacques-Henri Lartigue, En el Bois de Boulogne,Lilian M ur al volante de mi B.B. Peugeot, 1915 © Association des Amis de J.-H. Lartigue.

44. Jacques-Henri Lartigue, Michel Tournier en su casa de Choisel, 1974 © Association des Amis de J.-H. Lartigue.

46. Jacques-Henri Lartigue, François Reichenbach, 1926 © Association des Amis de J.-H. Lartigue.

48. H erbert List, Anna Magnani, San Felice, Italia, 1956 © H. List / Magnum distribution.

50. H erbert List, El lago de los Cuatro Cantones, Suiza, 1936 © H. List / Magnum distribution.

51. H erbert List, Atenas, 1957 © H. List / M agnum distribution.53. H erbert List, Bañistas, Creta, Grecia, 1957 © H. List / M agnum

distribution.

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56. Jean-Philippe Charbonnier, La máquina de coser, Kuwait, 1955 © J.-P. C harbonnier / Agence Top.

57. Jean-Philippe Charbonnier, La Piscina, Arles, 1975 ©J.-P.-Charbonnier / Agence Top.

59. Jean-Philippe Charbonnier, Bastidores del «Folies-Bergère», Paris, 1960 ©J.-P C harbonnier / Agence Top.

61. Jean-Philippe C harbonnier, E l Dormitorio, hospicio Lenoir-Jousserand, Saint-Mandé, 1959 © J.-P C harbonnier / Agence Top.

62. Edouard Boubat, Plato del día, Paris (hacia 1948)© E. Boubat / Agence Top.

65. Edouard Boubat, Square des Epinettes, Paris, 1951 © E. Boubat / Agence Top.

67. Edouard Boubat, Lella, 1947 © E. Boubat / Agence Top.68. E douard Boubat, Rue de Rivoli, Paris, 1989

© E. Boubat / Agence Top.70. E douard Boubat, Paris, 1968 © E. Boubat / Agence Top.71. Edouard Boubat, Paris, XVI.0, 1954 © E. Boubat / Agence Top.74. Denis Brihat, Cerezo en otoño, 1989 © D. Brihat / Rapho.77. Denis Brihat, Corte de kiwi 1990 © D. Brihat / Rapho.78. Denis Brihat, El plato de peras, 1990 © D. Brihat / Rapho.80. Lucien Clergue, Desnudo del mar, Camarga, 1958 © L. Clergue.82. Lucien Clergue, Arlequín, Arles, 1955 © L. Clergue.83. Lucien Clergue, El salto de la muerte, Nîmes, 1962 © L. Clergue.86. A rthur Tress, Michel Tournier en un hospital abandonado,

Nueva York, 1984 © A. Tress.90. A rthur Tress, Fiat Dream, Nueva Jersey, 1971 © A. Tress.91. A rthur Tress, Muchacha recogiendo carpas, Choisel, 1974 © A. Tress.95. A rthur Tress, Silgrim/Shadoiu, Viejo San Juan, Puerto Rico, 1975

© A. Tress.96. Jan Saudek © J. Saudek / Galerie Kamel M ennour, París.98. Jan Saudek © J. Saudek / Galerie Kamel Mennour, París.100. Jan Saudek © J. Saudek / Galerie Kamel M ennour, París.101. Jan Saudek © J. Saudek / Galerie Kamel M ennour, París.104. Dieter Appelt, Mancha de vaho en el espejo, 1977

© D. Appelt / Van Laere Contem porany Ai t.106. D ieter Appelt, Camino del recuerdo, 1979

© D. Appelt / Van Laere Contem porany Art.108. D ieter Appelt, Huella del recuerdo, 1979

© D. Appelt / Van Laere Contem porany Art.110. Arno-Rafaël Minkkinen, Autorretrato, Andover, 1988

© A.-R. M inkkinen / Galerie N.C.E., París.

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112. Arno-Rafaël Minkkinen, Autorretrato, Praga, Checoslovaquia, 1989 © A.-R. Minkkinen / Galerie N.C.E., París.

114. Arno-Rafaël Minkkinen, Autorretrato, Kuopio, Finlandia, 1987 © A.-R. Minkkinen / Galerie N.C.E., París.

116. Patricio Lagos, Arena y agua, Caroual, Bretaña, 1989 © P. Lagos / Blue Art Expérience.

119. Patricio Lagos, Aggelos, bahía de la Fresnaye, Bretaña, 1990 © P. Lagos / Blue Art Expérience.

120. Patricio Lagos, Bautizo, Mont-Saint-Michel, Bretaña © P. Lagos / Blue Art Expérience.(Publicada en Arena, bain de vie, Ed. de Lassa.)

124. Joyce Tenneson, Suzanne, 1987 © J. Tenneson125. M artine Franck, Delphine Boleret, pescador © M. Franck / M agnum127. Gisèle Freund, Virginia Woolf© G. Freund.128. Philippe Bonan, Niña en la ventana, Paris, 1990 © P. Bonan.

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A principios de los años sesenta Michel Tournier presentó un proyecto para la televi­sión francesa titulado Cámara Oscura. Consistía en dedicar cada mes un documental de treinta minutos a un fotógrafo importante. Los reportajes le dieron la oportunidad de conocer a los grandes de la fotografía, y este libro es el fruto de dicho encuentro. Como buen conocedor de la obra fotográfica de todos ellos, en el libro relata sus encuentros con fotógrafos como Man Ray, Brassai o Bill Brandt, a la vez que realiza una “lectura” de sus fotografías, puestas en palabras por el escritor de forma exqui­sita. Una prosa poética de ritmo ágil y de humor sutil nos acerca en cada capítulo a aspectos inexplorados de la vida y la obra de los grandes de la fotografía, desde la muy particular perspectiva del escritor.

Editorial Gustavo Gilí, SA08029 Barcelona. Rosselló, 87-89 Tel. 93 322 81 61 - Fax 93 322 92 05 e-mail: [email protected] http: //www.ggili.com