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RAMÓN EDUUARDO RUIZ RRAAMMÓÓNN EEDDUAARRDDOO RRUUIIZZ

MÉXICO: LA GRAN REBELIÓN 1905-1924 MMÉÉXXIICCOO:: LLAA GGRRAANN RREEBBEELLIIÓÓNN 11990055--11992244

Sobre el significado del término Revolución

La Revolución es la Revolución

Luis Cabrera ¿Qué es una Revolución? Hasta hace poco, los estudiosos del México contemporáneo rara vez cuestionaron la afirmación hecha por los hombres que derrocaron el régimen de Porfirio Díaz de que ellos habían engendrado una “Revolución”. Para distinguir el levantamiento puesto en marcha por el llamado de Francisco I. Madero a las armas de las veintenas de cuartelazos que habían asediado a la República durante la primera mitad del siglo XIX, los mexicanos, eruditos y legos por igual, bautizaron a aquél con una “R” mayúscula. El levantamiento de Madero, fijado para noviembre de 1910 en el Plan de San Luis Potosí, vino a ser La Revolución. Según esta interpretación, que ganó aceptación cuando tanto Madero como los defensores del Antiguo Régimen llamaron Revolución a la rebelión de aquél, los movimientos armados anteriores, que en su tiempo también habían sido llamados Revoluciones, fueron degradados a simples golpes o revoluciones con “r” minúscula. Para simplificar la terminología, la lucha de 1810 contra España, proclamada por el padre Miguel Hidalgo, vino a ser la Guerra de Independencia o, a lo sumo, la Revolución de Independencia. El conflicto de mediados de siglo entre los conservadores y los liberales encabezados por Benito Juárez, que también podría reclamar legítimamente un status revolucionario, adquirió el nombre de La Reforma.

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1 Con todo, una Revolución, si en efecto es más que un mero cambio de gobernantes, anuncia la aurora de una nueva era en un sentido tanto económico y

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social como político. No es tan sólo un cambio de gobernantes, una simple expulsión de los bribones, sino una transformación de la estructura básica de una sociedad. Una Revolución, en su sentido de “R” mayúscula, es una catarsis social que, entre sus demás logros, altera dramáticamente el sistema económico prevaleciente y transforma la estructura de clases así como los patrones de riqueza y de distribución del ingreso. Más aún, en el siglo XX, una Revolución debe modificar la naturaleza de la dependencia económica de una nación respecto del mundo exterior. De acuerdo con esta definición, sólo una fracción de las insurgencias modernas encajan en la categoría de Revolución. En el siglo XVIII, el modelo clásico es la Revolución francesa, que derrocó al Antiguo Régimen y lo sustituyó con un Estado capitalista administrado por la burguesía. No fue sino hasta el siglo xx cuando volvieron a ocurrir explosiones semejantes. Sin duda, las Revoluciones rusa, china y cubana, al sustituir economías capitalistas con economías marxistas, merecen un lugar junto al ejemplo francés. Al alterar la urdimbre de la sociedad, invirtiendo la estructura de clases y poniendo fin a las viejas relaciones coloniales, estas insurgencias llenan los requisitos de una Revolución. Aun así, si el criterio es la profundidad del cambio, cualquier transformación social con consecuencias importantes puede cubrirse con el manto de la Revolución. Dos ejemplos que saltan a la vista son las repercusiones derivadas del advenimiento del comercio y la industrialización modernas. Los historiadores se refieren a la primera como la Revolución Comercial, cuyos orígenes rastrean en la Inglaterra de fines del siglo XVI, y a la segunda como la Revolución Industrial, que se centra en la invención de la máquina de vapor en 1750 y su impacto en la manufactura. Sin duda alguna, la Revolución Industrial, estimulada por los cambios comerciales previos, tuvo tremendas consecuencias para el mundo occidental. Inglaterra, y en ultimo término Francia, Alemania y los Estados Unidos sufrieron una metamorfosis que transformó fundamentalmente sus sociedades. Tal vez ningún otro trastornamiento en la historia de la humanidad iguala las alteraciones suscitadas por la máquina de vapor y sus derivaciones.

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Sin embargo, como ya hemos indicado, la Revolución Industrial, así como su ancestro comercial, ocurrió a lo largo de varias décadas, si no es que de siglos. La era industrial, llamada ahora la era de la ciencia, conserva su vigencia: sigue revolucionando sociedades tanto en el Occidente “capitalista” como en el llamado Tercer Mundo. El Segundo Mundo de los marxistas, que es una respuesta a los males del capitalismo desenfrenado, es también uno de sus vástagos. Pero, para decirlo una vez más, la Revolución Industrial no fue ni súbita ni, en un sentido literal, violenta,

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características de las que el término Revolución, a juzgar por su naturaleza en Francia, Rusia, China y Cuba, aparentemente no puede prescindir. Paradójicamente, por lo tanto, la palabra que más adecuadamente describe el proceso de la Revolución Industrial es evolución. Su cambio se desarrolló de una manera evolutiva, no por medio de la Revolución. Considerando esta definición de la Revolución como una catarsis social y económica súbita y violenta, ¿puede la insurgencia mexicana de 1910 considerarse como una Revolución? La respuesta, obviamente, exige separar la retórica de los hechos; requiere distinguir los ideales expresados a menudo en las nuevas leyes de lo que los dirigentes realmente se propusieron, y de lo que éstos realmente lograron. ¿Planearon y llevaron a cabo una Revolución los caudillos de la Rebelión: Madero, Venustiano Carranza o Alvaro Obregón? ¿Concibieron sus partidarios, independientemente de su retórica, una metamorfosis total de la urdimbre social, económica y política del Antiguo Régimen? ¿Fue su objetivo librar al país del sistema capitalista que, aparte sus limitaciones y desventajas en México, emulaba los modelos económicos y políticos de Europa occidental y los Estados Unidos, y sustituirlo con una estructura socioeconómica fundamentalmente diferente? ?¿Rompieron con el pasado las leyes puestas en vigor por los gobernantes rebeldes de México después de 1911 y echaron esas mismas leyes los cimientos de un nuevo orden y de una nueva independencia económica? ¿En qué medida se cumplieron tales leyes? O, para decirlo en forma sucinta, ¿se proponían los caudillos y sus discípulos sólo una reforma y no un cambio radical? Si el tiempo es un ingrediente crítico, ¿cuán profunda era la transformación que México había experimentado cuando, en 1923, los gobernantes rebeldes consolidaron su poder? En esa coyuntura, la orientación de la política futura, así como los logros del pasado, ya no estaban en duda. Todas las modificaciones que habían de ocurrir en e! futuro, incluidas las medidas radicales de Lázaro Cárdenas entre 1935 y 1938, responden con la mayor exactitud al calificativo de reformas. Esta interpretación, además, tiene sus antecedentes en la historia mexicana. A mediados del siglo XIX, Juárez y sus liberales, cuya lucha contra los conservadores tuvo rasgos radicales, modesta y francamente llamaron a su movimiento La Reforma. Como señaló Luis Cabrera, una de las luminarias políticas de su tiempo, durante tres décadas, mientras don Porfirio gobernó, “todos, al referirse a sus pronunciamientos les llamaban «la Revolución de la Noria», la «Revolución de Tuxtepec»,

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3 pero la historia que conoce de bajezas dice ahora: «el Plan de la Noria» [...]”.1

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Los Estados Unidos, que desde los días de Woodrow Wilson habían observado con aprensión el desarrollo del drama en México, también habían fijado límites al grado de la reforma que los rebeldes podían esperar llevar a cabo sin interferencia extranjera. Los Tratados de Bucareli de 1923, que se referían específicamente a la cuestión del petróleo, limitaron sustancialmente los objetivos nacionalistas de los mexicanos tal como los expresaba la Constitución de 1917. Además, el acuerdo entre Obregón y la administración de Harding complicó la aplicación de la legislación agraria y laboral. Por otra parte, los objetivos que Washington impugnaba tampoco eran claramente revolucionarios. Para empezar, los arquitectos del levantamiento, casi todos jóvenes y no desvalidos económicamente, representaban, con las excepciones de los Maderos y los Carranzas, a la clase media, los herederos del progreso de la era de Díaz. Sólo una exigua minoría profesaba doctrinas radicales. A despecho de su retórica, que en ocasiones exaltaba el evangelio socialista la mayoría de los portavoces rebeldes postulaban la reforma y no la destrucción del sistema existente. La progenie ambivalente del Antiguo Régimen buscaba el ingreso en el círculo íntimo del gobierno y los negocios. Ninguno de los que ascendieron al pináculo del poder como resultado de la Revolución consideró seriamente la sustitución del capitalismo por el marxismo. La Constitución de 1917, desde luego, dio prominencia a una legislación laboral y agraria que, de haberse aplicado fielmente, podría haber transformado dramáticamente la urdimbre social de México.Su promulgación, sin embargo, no tuvo como resultado la destrucción de la estructura capitalista de México. La legislación, si bien atemperaba los ideales de los antiguos gobernantes, sostenía los principios de la propiedad privada, de la competencia sin trabas y de los sagrados derechos del individuo. Al igual que sus contemporáneos, los progresistas de los Estados Unidos y el partido radical de la Argentina, los profetas del periodo posterior a Díaz eran tan capitalistas como sus predecesores. Querían modernizar el sistema, beneficiarse personalmente de éste, y ciertamente en el pensamiento de su ala izquierda maximizar sus beneficios para los obreros y los campesinos. En la sección VI del Artículo 27, los autores de la Constitución confirieron status legal al ejido, un sistema comunal indígena de tenencia de la tierra. Con todo, el ejido otras empresas cooperativas quedaban en la periferia de los objetivos principales. La

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Magna Carta de 1917 esencialmente revisaba a su antecesora de 1857, añadiendo una plataforma económica más amplia y moderna. Al ascender al poder, las clases medias, en realidad una nueva generación, no efectuaron una ruptura radical con el pasado. Incluso el positivismo, la filosofía política repudiada por los rebeldes, sobrevivió para

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hacerse parte del bagaje intelectual del México “moderno”. La Gran Rebelión, tal vez un término más exacto para describir lo que sucedió entre 1911 y 1923, fue tanto un fenómeno del siglo XIX como un presagio del futuro. Sus raíces y sus principios reflejan, claro está que con modificaciones significativas, los ideales consagrados por la Revolución francesa y puestos en práctica con éxito en Inglaterra y los Estados Unidos. Su raison d’être seguía siendo la fórmula capitalista, adaptada y puesta al día para hacerla operante en las condiciones de México a principios del siglo XX. En opinión de los insurgentes más destacados, Díaz y sus acólitos habían subvertido la fórmula. El pequeño grupo disidente, que quería un cambio más radical, sufrió la derrota y aun la muerte, como lo ejemplifica la suerte corrida por Emiliano Zapata y Ricardo Flores Magón. Dados sus limitados objetivos, la rebelión fue esencialmente un remozamiento del capitalismo mexicano.. Si en efecto fue una Revolución, fue la última de las Revoluciones que tuvieron su antecedente en el modelo francés. La Revolución y la violencia, la destrucción de la propiedad y la pérdida de vidas, corren parejas. No se debe confundir la violencia con la Revolución, que no son siempre la misma cosa. Sin embargo, en la historia mexicana la violencia de 1913 a 1915 se considera a menudo como prueba de una Revolución. Que los rebeldes tuvieron que combatir vigorosamente para derrocar al general Victoriano Huerta, que había expulsado a Madero del Palacio Nacional, difícilmente necesita documentación. Con todo, los mexicanos, con un agudo sentido de la verdad, reconocen que mucha de la violencia, característica como fue de la era posterior a Huerta, consistió en disputas faccionales. Si bien ocasionalmente pueden haber estado en juego principios sociales y económicos, los choques armados fueron en realidad enfrentamientos entre facciones de la familia rebelde. Sin duda alguna Zapata, calificado como “el Atila del sur” por sus rivales, postuló el cambio social. Medido con el mismo rasero con que se mide a Lenin y sus discípulos, sus contemporáneos en Rusia se halla lastimosamente lejos de ser un revolucionario. Los correligionarios de Zapata en la Convención de Aguascalientes, que en ocasiones se pronunciaban en favor del cambio

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social, encajan en una categoría similar. Ningún historiador, sin embargo, ha certificado las credenciales revolucionarias de Francisco Villa, el aliado de Zapata y principal enemigo de los constitucionalistas, que a fin de cuentas fueron los vencedores. A lo sumo, las pruebas de que se dispone contradicen la imagen de Villa como revolucionario. Venustiano Carranza, el Primer Jefe de los constitucionalistas, confesaba no abrigar la menor simpatía por los revolucionarios o los radicales. La

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violencia en México, en resumen, no significó necesariamente Revolución.

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Reflexiones

¡Y he ahí cómo los grandes placeres de la Revolución se resolvían en una lágrima!

Mariano Azuela, Los de abajo I ¿Por qué, a fin de cuentas, se rebelaron los mexicanos en 1910? “Las revoluciones no se hacen, llegan”, escribió Wendell Phillips, un radical norteamericano “Una revolución crece tan naturalmente como un roble. Viene del pasado. Sus raíces son muy hondas”. Siguiendo este axioma de Phillips, es muy probable que la insurgencia mexicana se haya producido en respuesta al desarrollo de aquellas condiciones que casi siempre han caracterizado a las sociedades al borde de las explosiones sociales. La sociedad mexicana anterior a la rebelión comparte los rasgos comunes a Francia, Inglaterra, las Trece Colonias y la Rusia zarista que Crane Brinton describe en su ejemplar estudio del proceso revolucionario.2 “Las sociedades, como los individuos?, para citar a R. H. Tawney, autor de la magistral La religión y el ascenso del capitalismo, ”tienen sus crisis morales y sus revoluciones espirituales”.3

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Para empezar, refiriéndonos a la primera de las cinco “uniformidades” de Brinton, la sociedad mexicana, al igual que los casos anteriores, no era ajena a la prosperidad, sino que, por el contrario, se hallaba en ascenso. Los elementos insatisfechos se sentían más incómodos o constreñidos que oprimidos. La protesta expresada por Francisco Madero, un rico terrateniente, no era la de una clase hambrienta y miserable sin esperanza en el futuro. Por el contrario, las clases medias, portadoras de la rebelión e hijas de tres décadas de progreso, se habían hecho más numerosas, habían saboreado los frutos de la vida moderna y habían madurado política e intelectualmente durante el porfiriato. La historia nos enseña que las insurgencias como la que derrocó al Antiguo Régimen ocurren en sociedades que han gozado del cambio pero que aún demandan mayores cambios.

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Los conflictos de clase turbaban la paz de la sociedad mexicana anterior a 1910, pero no en términos de un marxismo simplista. El descontento se centraba en las clases medias que, para referirnos una vez más al análisis de Brinton, había “hecho dinero, o cuando menos [...] contaba con lo suficiente para vivir, y veía con amargura las imperfecciones de [los] socialmente privilegiados”. Como concluye este autor, “las revoluciones parecen más probables cuando las clases sociales están cerca las unas de las otras que cuando están muy apartadas”.4 Aunque económicamente las clases medias iban a la zaga de las más prósperas, en otros aspectos, particularmente en el terreno de los logros intelectuales y las aspiraciones sociales, recorrían un sendero similar. Además, no sólo las clases medias se sentían insatisfechas; también la clase obrera industrial, un bloque pequeño pero potencialmente importante, daba señales de un despertar político que amenazaba con socavar las relaciones económicas laboriosamente forjadas por los gobernantes del siglo XX. Explotada pero en mejor situación que el campesinado, su homólogo rural, la clase obrera industrial quería una tajada más grande del pastel. Al limitar notablemente sus oportunidades progreso y ascenso, la crisis económica que se abatió sobre México en 1907 exacerbó la inquietud tanto de las clases medias como de la clase obrera industrial.

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Al mismo tiempo, los viejos gobernantes, los porfiristas, habían ido perdiendo lentamente el vigor que les había permitido ser los amos de México durante treinta años. La energía y la ambición que los había llevado a movilizarse en torno a Benito Juárez y a poner en marcha la Reforma hacía más de medio siglo, se habían gastado. La edad y el éxito los habían hecho sentirse satisfechos de sí mismos y, frente a los nuevos problemas que se presentaron con la crisis de 1907, ineficientes. Según la concepción de Brinton, los gobernantes envejecidos, con don Porfirio a la cabeza, no sólo habían perdido contacto con la realidad cambiante, sino que, al mismo tiempo, habían perdido la fe en su capacidad para gobernar y habían perdido la fuerza moral necesaria para controlar el aparato político. Muchos miembros de la vieja clase se habían vuelto disolutos, colocando su provecho personal por encima de las necesidades de la sociedad que ellos mismos habían construido, y en consecuencia habían abdicado a la respetabilidad moral y política. La élite envejecida, que según algunos era una plutocracia, había hecho depender el bienestar económico de México de la hacienda, de la inversión extranjera para el desarrollo, y de los mercados extranjeros para la venta de los minerales y las materias primas. La tierra, esencialmente improductiva en sus manos, los sustentaba. Sólo una minoría de la vieja élite se había aventurado en el mundo de los negocios y la industria. Hacia 1910, las necesidades de la clase gobernante chocaban con las esperanzas de la juventud y

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con los objetivos nacionalistas de los aspirantes de clase media, los intelectuales y los obreros industriales. Por otra parte, la maquinaria del gobierno; sus instituciones políticas; se habían averiado, en parte debido a su fragilidad y en parte porque no respondían adecuadamente a los problemas generados por la crisis financiera de 1907. Estas deficiencias producían descontento en buena parte de la sociedad mexicana, pero sobre todo entre las clases medias y el proletariado industrial, golpeados ambos por la crisis económica. Una estructura gubernamental que se había desarrollado en respuesta a condiciones políticas menos complicadas durante los primeros años del porfiriato, resultó ineficaz para enfrentarse a las demandas de clases sociales deseosas de instaurar reformas políticas y económicas. La adaptabilidad institucional, tan necesaria para darle efectividad al gobierno, no existía. México carecía de los medios de ajuste pacífico a la situación cambiante. No tenía partidos políticos, sino simples grupos al servicio del caudillo, don Porfirio, sentado en la cumbre de una pirámide rígida; su voluntad, y la de sus subalternos, siempre se imponía. El gobierno local al nivel estatal y municipal brillaba por su ausencia. El jefe político, nombrado por autoridades foráneas y atento a sus deseos, había destruido la autonomía municipal. Los gobernadores estatales cumplían las órdenes emanadas de la capital del país. La honradez en los puestos públicos constituía una rara virtud en medio de la lucha tanto de los favorecidos como de los no favorecidos por vivir bien a expensas de los fondos públicos. El gobierno de México era ineficiente, corrupto y sólo representaba a una minoría de ricos nacionales y extranjeros influyentes.

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Por otra parte, la nueva intelectualidad, fundamentalmente de clase media, constituía un sector social amargado, inquieto y marginado. Privados del acceso a los puestos públicos, una de las pocas sinecuras en una sociedad subdesarrollada, y sin representación en el gobierno, los hombres instruidos expresaban una visión cada vez más negativa de la sociedad mexicana, centrada en gran parte en los vínculos de México con los extranjeros. No es de extrañar, pues, que los intelectuales, cuyas actividades empezaron en los Clubes Liberales y culminaron con su apoyo a Bernardo Reyes y a Madero, encabezaran las exigencias de cambio. Irónicamente, los últimos años del porfiriato habían propiciado un renacimiento intelectual y cultural que México no conocía desde los años brillantes de la Reforma. La turbulencia de la rebelión pospuso durante casi toda una década el florecimiento de las empresas artísticas e intelectuales que se habían anunciado en 1910.

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Además de las “uniformidades” que compartía con la Inglaterra, la Francia, las Trece Colonias y la Rusia prerrevolucionarias, la sociedad mexicana mostraba sus síntomas revolucionarios propios. Toda rebelión, obviamente, se produce a partir de condiciones políticas y económicas particulares. En el caso de México, un nacionalismo estridente que culpaba de sus diversos males al vecino inmediato -el principal comprador de los productos mexicanos, pero también la fuente de sus inversiones de capital proporcionó la bandera en torno a la cual , podían unirse los mexicanos de diversa extracción social. El nacionalismo les ofrecía a los jefes rebeldes la posibilidad de obtener apoyo popular, respaldo a las reformas y a su lucha contra los remanentes del Antiguo Régimen. Buena parte del nacionalismo era antinorteamericano, especialmente entre los intelectuales y ciertos elementos de la clase obrera industrial, quienes pensaban que, para lograr una sociedad mejor, México debía alterar dramáticamente sus tradicionales relaciones con los yanquis. Por último, la crisis económica de 1907, con sus desastrosos efectos sobre las exportaciones de México, sirvió para encender la mecha que hizo estallar la rebelión de Madero. Con la economía estancada y la oportunidades de obtener empleos públicos malogradas, las frustraciones de las ambiciosas clases medias se agudizaron dramáticamente y a fin de cuentas hicieron explosión. II Con todo; la rebelión, que en ciertas coyunturas había parecido una pesadilla incontrolada, nunca llegó a convertirse en un estallido revolucionario de consecuencias definitivas. A pesar de su retórica radical, que a menudo rayaba en el socialismo, la rebelión permaneció dentro de los límites de un marco capitalista que era la fórmula tradicional de la época. A la larga sus jefes no hicieron mas que poner al día el modelo capitalista decimonónico, alineando la teoría mexicana, sino la práctica, con la realidad de Europa occidental y los Estados Unidos. En este sentido, la rebelión mexicana debe juzgarse como una de las últimas protestas burguesas del siglo XIX. Tuvo mucho mas en común con la Revolución francesa de 1789, predecesora del triunfo de las clases medias capitalistas, que con la victoria socialista en la Rusia de 1917 o en la Cuba de 1959. Si esto es cierto, ¿a qué se debió su naturaleza limitada? ¿Cómo lograron Madero y sus sucesores impedir que se les fuera de las manos?

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Parece probable que cualquier explicación deba empezar con un análisis de la sociedad mexicana en vísperas del desafío lanzado por Madero a Díaz. Una clave radica en el carácter del sistema clasista mexicano. A despecho de sus debilidades,

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México tenía una estructura de clases bien asentada. La élite gobernante, la clase superior, poseía una fuerza profundamente enraizada en la tierra y en el sistema de haciendas, que no eran simples unidades económicas sino un modo de vida que databa de los tiempos coloniales y era parte inextricable de la urdimbre de la vida nacional. Destruirlo significaba golpear a una clase de la cual dependía el bienestar de millones de personas y que contaba con poderosos aliados en la Iglesia y el gobierno. En realidad, los hacendados y los gobernantes eran con frecuencia los mismos. El campesinado, generalmente analfabeto y políticamente impreparado, sólo tardíamente representó un desafío de consideración para el hacendado. Trágicamente, la tenencia de la tierra, a menudo en forma de haciendas, constituía uno de los objetivos más obvios para muchos de los descontentos. La élite poseía un conjunto de valores claramente definido con los que se identificaba. Era tan mexicana como cualquier otra clase. Los hacendados, el núcleo de la clase superior, junto con sus aliados en los negocios y la industria, constituían un obstáculo formidable para el desarrollo de la revolución. Sólo un asalto prolongado y frontal contra la clase superior, dotado de una dirección dinámica con un apoyo popular consciente, podía destruirla.

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Claramente, en el México de 1910 sólo las clases medias podían haber aportado el incentivo y la dirección que requería tal ataque. Pero las clases medias estaban lamentablemente impreparadas para acometer tal empresa. Pequeñas y de reciente formación, carecían tanto de un fuerte sentido de clase como de una ideología propia. Con excepción de una pequeña minoría de pensadores heterodoxos, uno de los cuales era Ricardo Flores Magón, los cabecillas de las clases medias perseguían objetivos limitados. Esencialmente, querían una mayor participación en las prebendas y su ingreso en las altas esferas del sistema, más bien que su destrucción. Eran pocos los que querían cambiar drásticamente la dependencia económica de México respecto de los mercados y el capital norteamericanos, un prerrequisito obvio para la transformación social de México. Querían alterar el statu quo porque éste les había negado oportunidades iguales a las de la élite, con la que aspiraban a equipararse. A diferencia de la élite, las clases medias poseían poca cohesión de grupo; todavía se hallaban en un proceso de crecimiento y desarrollo y todavía carecían de una conciencia de clase. En vez de hacerse de su propio lugar específico en la sociedad, las clases medias, tanto rurales como urbanas, remedaban los valores y las costumbres de los ricos. Tenían poco que fuera distintivamente suyo. Y le temían tanto al cambio social drástico, a los pobres del campo y la ciudad, como los ricos con los que trataban de identificarse. Para mencionar un ejemplo, Alvaro Obregón compartía los valores y las aspiraciones de la clase alta, si bien de su sector más moderno, en tanto que tenía poco en común con los campesinos pobres que constituían la mayoría

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de la población. Para Obregón, como para la mayor parte de su clase, transformar a México significaba ponerlo al día, modernizarlo de modo que los mexicanos instruidos y con mentalidad occidental pudieran participar de los ricos manjares que se servían en el banquete. Los dirigentes de este tipo difícilmente concebían una revolución encaminada a lograr que “los de abajo”, para utilizar la expresión de Mariano Azuela, gobernaran. Para que Obregón y sus aliados se convirtieran en revolucionarios sociales, hubiera sido necesario presionarlos desde abajo, y tal presión nunca se ejerció, cuando menos de manera suficiente y sostenida. Tampoco había ninguna razón poderosa para que las clases medias abrazaran doctrinas radicales o socialistas. Después de todo, la revolución socialista rusa, que podría haber servido como modelo alterno al capitalismo, no se produjo sino después de que los rebeldes mexicanos victoriosos habían bautizado públicamente su amorfa Constitución de 1917. La presión desde el fondo de la escala social, por otra parte, tampoco se manifestó de alguna manera significativa debido al carácter del trabajador. La clase obrera industrial no logró ejercer esa presión. Como clase, constituía una pequeña fracción de la población total, o sea menos de 800.000 mexicanos. Al igual que su contrapartida de clase media, era de origen reciente. A lo sumo, su conciencia de sí como clase era débil; la solidaridad de la clase obrera industrial era tan sólo un espejismo en el horizonte. La geografía, así como la naturaleza de la actividad económica, habían esparcido a los cuatro vientos el pequeño ejército de obreros industriales. Hacia falta tiempo y un mayor desarrollo económico para unir a los trabajadores de las minas, los ferrocarriles, las fábricas y los campos petroleros en una clase homogénea con sus propios objetivos concretos. Cuando Madero enarboló la bandera de la rebelión, las semillas de la unidad obrera apenas habían sido sembradas. Políticamente, la clase obrera sólo empezaba a crear una conciencia de clase. Los oportunistas cabecillas rebeldes de la clase media frustraron fácilmente las esperanzas de los trabajadores y en consecuencia ahogaron la presión desde abajo en favor del cambio.

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Por otra parte, el campesinado, el equivalente rural de la clase obrera, con contadas excepciones sólo había contribuido tardíamente a la radicalización de la rebelión. Con la obvia excepción de los zapatistas, que constituían un fenómeno atípico, los habitantes del México rural carecían de un sentido de clase e incluso de grupo. Políticamente no eran ni siquiera neófitos. Las cuestiones ideológicas les eran ajenas. Y, cuando finalmente se movilizaron, sus demandas políticas apenas fueron más allá de la obtención de una parcela que cultivar y de escuelas para sus hijos. Los obreros industriales, que eran su equivalente urbano, no los comprendían bien.

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Ignorantes de los métodos de la protesta política moderna, estaban separados por la geografía y, en el casos de la población indígena, por la cultura. Un sector numeroso del campesinado, aproximadamente cuatro millones, ni siquiera hablaba español, el idioma nacional. Al cabo de varios siglos de abandono y explotación, el campesino pobre había aprendido a encerrarse en sí mismo, a desconfiar de los extraños y a ver con escepticismo las propuestas de cambio presentadas por éstos. Es cierto que incontables “calzonudos” se unieron a las guerrillas que devastaron el país durante los años de lucha; pero, como arguyó Mariano Azuela en Los de abajo, a menudo carecían de una idea clara sobre los móviles de su acción. Esta numerosa población campesina, que tal vez constituía las dos terceras partes de los habitantes del país, no sólo fue incapaz en muchos casos de impulsar la radicalización de la rebelión, sino que a menudo actuó como un obstáculo conservador en contra del cambio. Existían, además, otras antiguas instituciones con las que había que contar. Una de ellas era la Iglesia católica. Aunque sus enemigos exageraban burdamente su riqueza y su influencia, la Iglesia y su clero tenían un papel importante que desempeñar. Tradicionalmente los mexicanos eran católicos, ortodoxos a su manera, especialmente en las olvidadas aldeas rurales. La fe católica, independientemente de todo lo diluida que hubiera llegado a estar, y su clero, ayudaron a unir a los mexicanos del campo y la ciudad y, en cierta medida, a coaligarlos en defensa de la manera tradicional de hacer las cosas. De tal suerte, el catolicismo, a pesar de sus desviaciones de la Iglesia de Roma, ayudó a erigir un muro de suspicacia y desconfianza entre las nuevas ideas y el pueblo al que éstas se proponían beneficiar. La Iglesia era vista como un ente histórico de poco provecho por los reformadores que querían transformar dramáticamente o destruir el pasado. Como descubrieron a la larga los Mesías radicales, ni siquiera Zapata, el apóstol de la reforma agraria y a primera vista un aliado natural de aquellos, tuvo conflictos con la religión católica o con el clero. Unir a México bajo la bandera de la revolución resultó ser a menudo una tarea hercúlea porque un elemento del antiguo orden, la Iglesia, si bien política y materialmente débil, todavía ejercía una fuerte influencia sobre un gran bloque de mexicanos de todas las clases, influencia que generalmente iba de acuerdo con las costumbres y los valores del pasado.

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Con todo, la interpretación habitual del papel de la Iglesia es de dudoso valor. Es cierto que la Iglesia apoyó a Díaz, se opuso a Madero y respaldó a su sucesor el usurpador Victoriano Huerta, y en general combatió las reformas con uñas y dientes. Todo intento de reforma por parte de los rebeldes estaba llamado a enfrentarlos a la Iglesia, un pilar de la antigua sociedad. Sin embargo, la cuestión eclesiástica, si bien no deja de ser importante, tal vez no sea esencialmente pertinente, a una discusión acerca de si en México hubo una Revolución o no, En suma, la polémica sobre el

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“problema” clerical sirve para camuflar la falta de iniciativa de los jefes rebeldes para enfrentarse a la cuestión de la reforma social. Ello no obstante, ningún estudioso de la Revolución deja de incluir en su libro o ensayo un extenso análisis del conflicto entre la Iglesia y el Estado. Y si son liberales o simpatizantes de la reforma, como suele ser el caso, no dejan de alzar un índice acusador contra la Iglesia por su actitud egoísta. La mayoría de los jefes rebeldes, por su parte, se burlaban en privado de la religión y exhibían públicamente su desconfianza frente a los curas, los obispos, los arzobispos y el papa. Como escribió en 1915 el general Agustín Millán, gobernador de Puebla, “en el corazón de todo revolucionario honrado existe la convicción de ser el clero uno de los núcleos enemigos más formidables que se interponen a la realización de nuestros principios”.5 El sesgo anticlerical de los artículos 3 y 130 de la Constitución de 1917 dan fe de la profundidad de esta creencia. Si bien el artículo 3 versa sobre la educación, el debate en torno al mismo se centró en la cuestión clerical relacionada con las escuelas religiosas. El artículo 130, por su parte, puso a la Iglesia bajo el control político del Estado. Desafortunadamente, la presentación tradicional del conflicto Estado-Iglesia por lo general oscurece en vez de aclarar su carácter no revolucionario. Debido a la falta de investigaciones serias e imparciales, sólo los rasgos generales del conflicto están claramente delineados. Para empezar, el clero se alineó con el partido reeleccionista en 1910. Pero, para ser justo hasta con el diablo, debe decirse que lo mismo hicieron los jacobinos antieclesiásticos y los ateos.6 Por extraño que parezca, Madero y sus partidarios pasaron por alto el apoyo del clero a Díaz. Francisco Vázquez Gómez, una de las principales figuras en la campaña de Madero, llego a escribirle a Aquiles Serdán, un periodista anticlerical destinado a morir por su lealtad a Madero, que hiciera a un lado las “diferencias religiosas”, argumentando que “no deben existir diferencias entre clericales y liberales, pues todos somos mexicanos”.7 En Morelia y Michoacán el Partido Católico Nacional apoyó a Madero para la presidencia en 1911. El año siguiente, José López Portillo y Rojas, ostensiblemente el candidato liberal, fue elegido gobernador de Jalisco, la provincia más católica de la República, con los votos del partido católico. Wistano Luis Orozco, el autor de un libro señero sobre los males sociales de México, aplaudió la victoria, “pues aunque el partido católico ganó”, los ciudadanos de Jalisco habían frustrado un intento de imponerles un gobernador ajeno a su voluntad. Orozco le aseguró a Madero, con quien simpatizaba, que López Portillo y Rojas “gobernará enteramente de acuerdo con usted”.8

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14 Pero la Iglesia, para su posterior aflicción, se unió a la larga al coro de ataques contra Madero y a continuación se alineó con Huerta, quien, como presidente, intentó

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retrasar el reloj de la historia. Se alegó que la Iglesia le había prestado 25 millones de pesos a Huerta. En realidad la Iglesia sólo le prestó 25 000 pesos, y eso de manera forzosa. La Iglesia, además, reconoció a la larga su error y abandonó a Huerta. Como dijo Ramón Cabrera, hermano del legendario Luis, en 1914, “el clero y los hacendados no quieren aflojar la mosca” para mantener a Huerta en el Palacio Nacional. Cabrera veía cada vez más cercano el día en que tanto el clero como los hacendados se convencerían de que “sólo la Revolución debe tomar el gobierno”.9. Obviamente, al apoyar a Huerta el clero no se había hecho de amigos entre los rebeldes. Con todo, la Iglesia, antes de la llegada de Huerta al poder, había llegado a un acuerdo con Madero, y si Cabrera expresaba verdaderamente el sentir popular, muchos en el campo rebelde estaban dispuestos a reconciliarse con la Iglesia. Entre éstos se contaba Venustiano Carranza, el Primer Jefe de los constitucionalistas que vencieron al final. Carranza deseaba la paz con la Iglesia. Si su opinión se hubiera impuesto en Querétaro, el artículo 3 habría permitido las escuelas religiosas, como en los días de don Porfirio. Las disposiciones anticlericales de 1917 fueron aprobadas en contra de sus objeciones. Incluso Alvaro Obregón, un presidente que no se caracterizó por sus simpatías clericales, les escribió a los arzobispos José Mora y del Río y Leonardo Ruiz, entonces exiliados en protesta por lo que ellos llamaban la política anticlerical de Obregón, para asegurarles que su régimen era “fundamentalmente cristiano”. Su programa, afirmó, “no afecta en nada al programa fundamental de la Iglesia Católica”; si no coincidían plenamente, ambos programas “se complementan en su esencia”. Con buena fe de las dos partes, les prometió a los prelados, reinará “la más completa armonía”.10

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Pese a la buena disposición de Madero, Carranza y aparentemente Obregón para convivir con la Iglesia, el conflicto estalló. Una de las razones fue la creencia de los rebeldes de que la Iglesia era rica. Para un ejemplo, el Partido Liberal Democrático de Puebla le pidió a Carranza que impidiera la recaudación de dinero por parte de la Iglesia y le quitara sus riquezas, especialmente la que consistía en bienes inmuebles.11 La Iglesia, junto con los banqueros, decían otros, era la principal acreedora de hipotecas. En opinión de Luis Cabrera, la Iglesia, si bien sufrió pérdidas durante la Reforma, había recuperado parcialmente su riqueza mediante subterfugios.12 Indudablemente, como pensaba Cabrera, ciertos prelados de la Iglesia habían adquirido propiedades personales a despecho de las leyes que prohibían tal cosa. Una de esas propiedades era la Hacienda de Jatilpa a las afueras de Cuautitlán, una población en el estado de México. Según los habitantes del lugar, su propietario era un prelado de la Iglesia.13 Un oficial constitucionalista alegó que un rancho que había sido

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propiedad de su abuelo en Michoacán había sido cedido por Díaz al arzobispo Leopoldo Ruiz.14. Estos y otros ejemplos ayudan a confirmar la tenencia de tierras por algunos miembros del clero. Sin embargo, no existen estadísticas sobre la magnitud de la propiedad eclesiástica. Ciertamente, no era la misma que la de la propiedad confiscada por la Reforma en las décadas de 1850 y 1860; y aun ésta resultó ser decepcionantemente pequeña. Si los rebeldes hubieran descubierto algún depósito secreto y cuantioso, parece casi seguro, a la luz de sus tendencias anticlericales que hubiesen denunciado ante el mundo el hallazgo espectacular. Y tal denuncia nunca se hizo. Es cierto que la jerarquía eclesiástica cometió el error imperdonable de oponerse en forma intransigente a los artículos 3, 5, 27 y 130 de la Constitución. Con todo, excepción hecha del 27, cada uno de los artículos se refería específicamente a una cuestión religiosa. El artículo 3 prohibía las escuelas religiosas; el artículo 5 prohibía los conventos y los monasterios; y el artículo 130 colocaba a la Iglesia bajo el control político de los funcionarios públicos. Ninguno de esos estatutos, aunque tocaban cuestiones importantes, se refería directamente a problemas socioeconómicos. Tenían que ver más bien con la periferia de la reforma. La cuestión religiosa, como lo admitió Carranza, no era un problema central; además, argumentó el Primer Jefe, ya era tiempo de superar las discusiones sobre lo que el hombre debía o no debía creer.15

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Por supuesto, con su toma de posición contra el artículo 27, la Iglesia llevó demasiado lejos su obsesión por lo que ella llamaba sus prerrogativas religiosas. Como declaró José G. Parres, un miembro de la Comisión Nacional Agraria, si el clero no saboteó abiertamente las dotaciones de tierras a los pueblos, ciertamente obstruyó el proceso.16 En Puebla, los prelados opuestos al artículo 27 llegaron al extremo de despachar equipos de clérigos a los pueblos para advertirles a sus habitantes que no solicitaran tierras, so pena de verse privados de los servicios de los sacerdotes que los confesaban, decían misa y los casaban. La Iglesia podía aprobar la adquisición de tierras sólo cuando ésta se hacía mediante compra.17 Sin embargo, paradójicamente, el obispo de Puebla, desde que auspició el primer Congreso católico sobre problemas rurales, instó a que los campesinos fueran dotados de tierras. y escuelas, y ese consejo fue apoyado por todos los congresos católicos subsiguientes.18 Además, en 1919, la Iglesia había apoyado oficialmente las reformas sugeridas por Antenor Sala, uno de los pocos hacendados que recomendaron la división de las grandes propiedades. Con todo, aun dentro de su oposición al artículo 27, la jerarquía tenía en mente sobre todo la propiedad de la Iglesia y la de sus miembros individuales.

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Al enfrentarse con dureza a la Iglesia, los políticos atizaron el fuego de la controversia. Resueltos a extirpar el “cáncer clerical”, los funcionarios de Yucatán expulsaron del estado a todos los sacerdotes excepto seis, en tanto que en Sonora, otro ejemplo de irracionalidad extrema, ni uno solo fue autorizado a permanecer en el estado.19 El gobernador Plutarco Elías Calles, un futuro presidente de la República, equiparó los males del alcohol con los del clero e ilegalizó a ambos.20 De todas maneras, Sonora y las provincias norteñas en general, cuna de la rebelión y a menudo del prejuicio anticlerical, sólo contaban con un puñado de hombres de sotana. En 1895, Sonora sólo disponía de quince, y todavía en 1908 su obispo, Ignacio Valdespino, trataba desesperadamente de traer sacerdotes de la ciudad de México. Hasta entonces, sólo los sacerdotes ordenados en Sonora habían estado dispuestos a trabajar allí.21 La Iglesia tampoco había desempeñado un papel económico importante en las provincias norteñas. Desde la época colonial las propiedades agrarias de la región habían estado casi exclusivamente en manos laicas, y probablemente en forma total después de la Reforma.22 De manera similar, las provincias del sureste figuraban entre lasque contaban con menos sacerdotes; y sin embargo Yucatán, al igual que Sonora, produjo algunos de los enemigos más encarnizados del clero. En total, sólo un pequeño número de sacerdotes habían atendido a las necesidades religiosas de los católicos mexicanos: 3 576 en 1895 y 4 553 en 1910, o sea aproximadamente tres sacerdotes por cada 10 000 habitantes.23 No es de extrañar, pues, que la Iglesia viera la rebelión con malos ojos. Como en la mayor parte del resto del país, el obispo Valdespino de Sonora emitió una carta pastoral en la que exhortaba al demonio a hechizar mil veces a los partidarios de Madero.24 Pero seguramente la actitud de Valdespino no explica la virulencia de los ataques contra el clero, que era numéricamente insignificante y económicamente pobre. En otros lugares, además, los políticos y la jerarquía eclesiástica aprendieron a convivir. En Puebla, por ejemplo, los jerarcas de la Iglesia, a petición de los maderistas gobernantes, se avinieron a castigar a los sacerdotes que intervinieran en política.25

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La pasión de los nacionalistas añadió otra dimensión al conflicto. No sólo eran extranjeros muchos de los clérigos, sino que casi todos habían venido de España, la odiada metrópoli de la época colonial. Ello probablemente explica en parte el rencor contra el clero, pues el español, ya fuera como cura o como mayordomo de una hacienda, puesto este último que desempeñaba con frecuencia, se había ganado el odio intenso de los reformadores nacionalistas. El arzobispo Mora, por su parte, no ayudó a calmar los ánimos al refugiarse en los Estados Unidos para atacar desde allí el

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régimen de Carranza. Al hacer tal cosa, declaró El Dictamen, Mora se había coludido con los “imperialistas norteamericanos”, opinión que compartía El Demócrata, otro de los periódicos rebeldes.26 Al solicitar la ayuda y la simpatía de los católicos extranjeros, propiciando así la intervención extranjera en México, Mora y sus partidarios no sólo ponían en peligro a los gobernantes de México, sino que atropellaban la sensibilidad de los nacionalistas. Con todo, si los gobernantes de México hubiesen manejado la cuestión religiosa con sabiduría y tacto, la jerarquía tal vez habría permanecido en el país. Nada de lo dicho niega la Índole conservadora de la jerarquía católica y acaso de una buena parte del bajo clero. Estos, desde un principio, no se esforzaron por disimular sus simpatías por el statu quo. Durante casi tres décadas la Iglesia había sido un bastión del régimen de Díaz. Más de una década después de la caída de éste, un gran número de prelados apoyó el golpe militar de Adolfo de la Huerta en 1923, que fue el último desafío importante a los nuevos dirigentes del país. Pero no todos los prelados o miembros del clero tomaron partido por De la Huerta. El arzobispo de Guadalajara, una de las figuras más poderosas de la Iglesia, permaneció en el bando de Alvaro Obregón.27 A despecho de su inclinación conservadora, la Iglesia conservó la lealtad de Emiliano Zapata y sus ejércitos campesinos, portavoces del ala agraria rebelde. De acuerdo con la terminología moderna, Zapata expresaba las opiniones de los “izquierdistas”. Significativamente, su cruzada prosperó en las regiones donde la Iglesia había mantenido viva su autoridad moral. De los antiguos elementos, sólo la Iglesia, señaló Francisco Bulnes, había conservado su prestigio moral en el centro y el sur de México.28 Fue precisamente allí donde los zapatistas se ganaron numerosos seguidores. Zapata y sus discípulos, por su parte, nunca ocultaron su condición de católicos. La Virgen de Guadalupe, anatema para los rebeldes “comesantos” en los bandos rivales, adornaba sus banderas. Como declaró un mayor en un enclave zapatista, “Zampahuacán es y siempre será católico”.29 Incluso los habitantes de Villa de Ayala, cuna del plan zapatista que lleva su nombre, rechazaron todo intento de convertir los templos católicos en escuelas. “La Iglesia”, para citar una carta enviada desde Villa de Ayala a Zapata, “no debe confundirse con lo profano”.30 Los políticos carrancistas descubrieron con desaliento que los odiados curas tenían fieles aliados en los pueblos de Oxaca cuyos habitantes se negaban a apoyar los ataques a las iglesias.31 Sin embargo, casi todas las facciones rebeldes veían a los zapatistas, no obstante su fe católica, como radicales.

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Los hábitos políticos también desempeñaron un papel importante. Obviamente, México carecía de verdaderos partidos políticos y fuera de los pueblos y de los primeros municipios, no conocía ninguna tradición de autogestión política popular. Los españoles y sus sucesores republicanos habían implantado desde hacía mucho tiempo un sistema de gobierno basado en la manipulación y en el poder de una élite. Ese sistema engendró un cinismo generalizado que constituía, en sí mismo, un enorme obstáculo que había que superar. Después de siglos de fraudes y engaños, de falsas promesas y de artimañas políticas, pocos mexicanos estaban dispuestos a creer aún en los reformadores honrados. Esa desconfianza, que se manifestaba en la renuencia a creer en los propios compatriotas y casi en la humanidad en general, minaba los esfuerzos tendientes a una revolución. Para su amarga desilusión, Ricardo Flores Magón se enfrentó a esta realidad desde el comienzo de su actividad política. Del tal suerte, paradójicamente México con instituciones políticas débiles había forjado una que era exclusivamente suya. Si bien carecía de una tradición y era más espiritual que terrenal, esta falta de fe en lo que era posible, un producto lógico de siglos de trapacerías, contribuía a sabotear los esfuerzos encaminados a hacer de la revolución una realidad. Por otra parte, la época no estaba madura para transformaciones no capitalistas de la sociedad, que son la esencia de la revolución en el siglo xx. Hostiles y suspicaces frente a la retórica y los actos socialistas, los países capitalistas occidentales encabezados por los Estados Unidos dirigían la vida mundial. Pocos esperaban que la Unión Soviética, recién llegada al escenario, pudiera sobrevivir. A lo sumo, la década de 1910 fue una era de reforma, de progresistas occidentales de clase media que se proponían limpiar las lacras acumuladas durante la época de los magnates desalmados, restaurar la libre competencia y eliminar los males del monopolio. Tal fue el meollo de las ideas de Woodrow Wilson. En el hemisferio occidental, el Partido Radical en la Argentina y José Batlle y Ordóñez en el Uruguay -los augures del momento- se inspiraron en tales creencias. Para complicarles las cosas a los revolucionarios sociales, con el fin de la guerra en Europa se inició una década de gobiernos conservadores. Hombres satisfechos con el statu quo obtuvieron el control de la política en los Estados Unidos. Tales hombres no estaban dispuestos a tolerar experimentos radicales en la casa del vecino.

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Peor aún: una fuerte crisis financiera barrió al mundo de la posguerra, asestándole a México golpes demoledores. La plata, el cobre y el plomo, que constituían sus principales exportaciones de minerales, con un valor de 187.5 millones de pesos en 1920, descendieron a 98.6 millones en 1921.32 Una tercera parte de las

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minas mexicanas de cobre y plata suspendieron su producción a causa de los bajos precios del mercado.33 Las exportaciones de ganado, ixtle y henequén sufrieron caídas similares en los precios. Durante cierto tiempo, el valor de las exportaciones de petróleo aumentó, pero a la larga corrieron la misma suerte que las demás cuando la producción declinó después de 1921. A medida que el valor de las exportaciones mexicanas se venía abajo, la Hacienda pública, informó Aarón Sáenz en 1923, se tambaleaba al borde de la bancarrota.34 Tan crítico era el estado de las rentas nacionales según Adolfo de la Huerta, el secretario de Hacienda, que incluso el pago de los sueldos del ejército a tiempo era imposible.35 La aprobación de la Tarifa Fordney-McCumber por el Congreso norteamericano en 1922, una revocación de la Tarifa Underwood de 1913, enfrentó a México a la onerosa tarea de hallarles una solución a sus dificultades económicas mientras, concomitantemente, pagaba aranceles más altos por sus exportaciones a los Estados Unidos, su principal cliente. Pues irónicamente, a despecho de una década de retórica revolucionaria y programas nacionalistas, los nexos comerciales entre México y los Estados Unidos se habían fortalecido. Cuando Obregón salió de la presidencia en 1924, los negociantes norteamericanos le estaban comprando y vendiendo a México más que en ninguna otra época. Con todo, si la aplicación de las reformas exigía financiamiento, el futuro no se mostraba favorable al cambio social. 1 Blas Urrea, La herencia de Carranza, México, 1920, p. 106.

2 Clarence Crane Brinton, The Anatomy of Revolution, Nueva York, 1965.

3 R. H. Towney, Religion and the Rise of Capitalism, Nueva York, 1952, p.277.

4 3 C. C. Brinton, The Anatomy of Revolution, cit., p.251.

5 Carta a Alvaro Obregón, Puebla, 16 de Enero de 1905, Condumex: AVC.

6 A. Manero, El Antiguo Régimen, p. 305.

7 México, 13 de Junio de 1909, Centro de Estudios de Historia de México, Condumex: Papeles de Jenaro Amezcua.

8 Wistano L. Orozco a Fransisco Madero, Guadalajara, Jalisco, 11 de Octubre de 1912, Archivo General de la Nación, Papeles de F. Madero, 3, 755-1

9 Ramón Cabrera a Rafael Zurbarán Capmany, Nueva York, 30 de Enero de 1914, Condumex, Archivo de Venustiano Carranza.

10 Carta a Señores Arzobispos José Mora, Leopoldo Ruiz y demás firmantes, México 27 de Enero de 1923, Excélsior, 2 de Febrero de 1923.

11 Partido Liberal Democrático a Venustiano Carranza, Puebla, 6 de Julio de 1915, Condumex, Archivo de V. Carranza.

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20 12 B. Urrea, La herencia de Carranza, cit, p. 29.

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13 Vecinos de la Villa Cautitlán a Carranza, Cautitlán , México, 31 de Julio de 1916, Condumex, Archivo V. Carranza.

14 Carta a V. Carranza, Contepec, Michoacán, 22 de Sptiembre de 1916,Conbdumex, Archivo V. Carranza.

15 Citado en B. Mena Brito, Maquinismo..., p. 86.

16 José G. Parres, “Informe de la visita de inspección practicada a los oficiales dependientes de la Comisión Nacional Agraria de la ciudad de Toluca, Edo. de México”, México, 15 de octubre de 1924, Archivo General de la Nación, Papeles de Obregón y Calles. P 106, L-6, 818-E-28 (2).

17 J. J. Lugo, Subsecretario de Gobernación, a Fernando Torreblanca, México, 25 de Noviembre de 1921, Archivo General de la Nación, Papeles de Obregón y Calles, P 106, L-6, 818-E-28.

18 M. González Novarro, El Porfiriato. La vida social, pp 265-271.

19 Fransisco Orozco y Jiménez, arzobispo de Guadalajara, “Joint Memorial of the Archbishops of México on the conditions of the Churc in Mexico”, Chicago, Illinois, 15 de enero de 1919, Condumex, Papeles de León de la Barra.

20 B. Mena Brito, Maquinismo.., cit. pp. 48-49.

21 El Imparcial, 13 de Julio de 1908.

22 Barry Carr, ”The peculiarities...”, cit. p. 2.

23 M. González Navarro, El porfiriato. La vida social, cit. p. 485.

24 El Imparcial, 30 de marzo de 1911.

25 Luis Casarrubias a Juan Sánchez Azcona, Puebla, 31 de octubrede 1912, Archivo General de la Nación, Papeles de F. Madero, 3, 759-2.

26 Ambos publicados el 1 de abril de 1915.

27 Fransisco Orozco y Jiménez, arzobispo de Guadalajara, a Alvaro Obregón, 28 de febrero de 1924, Archivo General de la Nación, Papeles de A.Obregón y P. Calles, P-4, L-2,101-R2-C.

28 F. Bulnes, El verdadero Díaz..., cit. pp. 260-262.

29 Pablo Dorantes, presidente municipal, a Emiliano Zapata, Zumpahuacán, México, 25 de marzo de 1915, Archivo General de la Nación, Papeles de E. Zapata.

30 Regina Perez y demás firmantes a Emiliano Zapata, Villa de Ayala, Morelos, 4 de junio de 1915, Archivo General de la Nación, Papeles de E. Zapata.

31 Antonio Palacios Rojo, “Memorándum”, 14 de enero de 1915, Veracruz, Condumex, Archivo de V. Carranza.

32 J. W .F. Dulles, Yesterday in Mexico..., cit., 106.

33 The New York Times, 13 de diciembre de 1920.

34 A. Sáenz, La política internacional... , cit., p. 206.

Ramón E. Ruiz. México: la gran rebelión, 1905-1924

21 35 Citado en ibídem.