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revista de teología y pastoral de la caridad N,O 68 O ClUbre- Di ciembre 1993

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revista de teología y pastoralde la caridad

N,O68

O ClUbre-Diciembre

1993

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CORINTIOS XIIIREVISTA DE TEOLOGIA yPASTORAL DE LA CARIDAD

N.º 68 Oct.- Diciem. 1993

DIR ECCI O N y AD MINIS­TRACIO N: CARITAS ESPA­ÑO LA. San Bernardo , 99 b is.280 15 Mad rid Aptdo. 10095.Teléfo no 445 53 00

EDITOR:CARITAS ESPAÑO LA

COMITE DE DIRECCIO N:

Joaquín Losada(Director)

J. ElizariR. Fran coA. García-Gasco VicenteJ. M. IriarteJ. M. OsésV. RenesR. Rincó n1. SánchezA. Torres Q ueiru ga

Felipe Duque(Conseje ro Delegado)

Imprime :Cam p illo -Nevado, S.A.Anto n io Glez . Po rras, 35-37280 19 Madrid

Depósito legal :M.7.206-1977

I.S.S.N.: 0210-1858

SUSCRIPCIO N:España: 3.500 pesetas.Precio de este ejemplar:1.000 pesetas.

COLABORANEN ESTE NUMERO

MONS. MARIO TAGLIAFERR!. Nun­cio Apostólico de S.S. en España.

MONS.JAVIER OSES FLAMARIQUE.Obispo de Huesca. Vocal de laComisión Episcopal de PastoralSocial. Responsable de la PastoralPenit en ciaria.

FERNANDO FUENTE ALCANTARA.Director del Secretariado de laComisión Episcopal de PastoralSocia l.

ANTONIO MORENO ANDRADE.Magistrado del Tribuna l Superiorde Justicia de Anda lucía .

FRANCISCO MARIA BAENABOCA­NEGRA. Abogado Pen alista.

EVARISTO MARTIN NIETO.Vicepreside nte de la ComisiónInternaci onal de Ca p e lla nesGenera les Católicos de Prisiones.

MONS. CESARE CURION!. Presi­dente de la Comisión Interna­cio nal de Cap ellanes GeneralesCatólicos de Prision es.

MONS. FABlO FABER!. Secretario dela Comisión Internacional de Ca­pellanes Ge nera les Católicos dePrision es.

P. JOSE SESMA LEON. Director delSecretariado de Pastora l Pen iten­ciaria .

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revista de teología y pastoral de la caridad

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Todos los artículos publicados en la Revista CORINTIOS XIII han sido escritos expresamente para la misma, y no pueden ser reproducidos total ni parcialmente sin citar su proceden­cia.

La Revista CORINTIOS XIII no se identifica necesariamen­te con los juicios de los autores que colaboran en ella.

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SUMARIO

Presentación 5

Inauguración del Congreso 9

Intervención del Sr. Nuncio Apostólico 13

Conferencias 23

MONS. JAVIER OSES FLAMARIQUE «Derechos humanos en la cárcel y compromiso cristiano» 25

FERNANDO FUENTE A L C Á N T A R A «Informe sobre los derechos humanos en las prisiones de España» 47

ANTONIO MORENO ANDRADE «Los derechos humanos en la cárcel» 63

FRANCISCO M A R Í A B A E N A BOCANEGRA «Los derechos fundamentales de los presos» 81

EVARISTO M A R T I N NIETO «Compromiso del voluntariado cristiano de prisiones con los derechos humanos» 105

Comunicaciones 127

«Los derechos humanos en la cárcel: ¿ utopía ?» (Mons. Cesare Curíoni) 129

«La prisión: drama en los cinco continentes» (Mons. Fabio Fabbri) 137

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«¿Hombres, animales o cosas? (José Fernández de Pinedo) 149

«El castillo de Sant Ferran. Un nuevo concepto de prisión» (Juan Luis González Plaza/Ángel Villanueva) 155

«Plan Pastoral para Cáceres II. 1992-1995» (Obispado de Coria-Cáceres. Delegación de Pastoral Penitenciaria) 163

«Los derechos humanos en la cárcel. Un compromiso para la Iglesia» (Evaristo Martín Nieto) 189

«Plan de Acción Pastoral Penitenciaria para el trienio 1993-1996» (P. José Sesma León) 211

«El instituto penitenciario para jóvenes, de Lliria. Centro piloto en la política penitenciaria española» (Ciríaco Izquierdo Moreno) 221

Confraternidad Carcelaria de España 227

Testimonios 231

Concurso de redacción sobre los derechos humanos en la cárcel (Trabajos premiados) 241

Clausura 273 Conclusiones del Congreso , 275

Anexo 283

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P R E S E N T A C I Ó N

La pastoral penitenciaria va siendo una realidad cada vez más consolidada, gracias a la animación que el Departamento de Pastoral Penitenciaria de la Comisión Episcopal de Pastoral Social está llevando a cabo con la presidencia del obispo de Huesca, Mons. D. Javier Oses Flamarique, y del nuevo Secretario Nacional, P. José Sesma, Mercedario. Todo ello como fruto de una trayectoria llena de dedicación pastoral por parte del ya dimisionario D. Evaristo Martín Nieto, gran amigo de los presos y de todos nosotros.

La pastoral penitenciaria es también, cada día más, una tarea de toda la comunidad cristiana, y en esta tarea es reconocido que las Caritas y su voluntariado están implicados profundamente.

La revista «Corintios XIII» ha sido testigo y promotor de esta nueva andadura de la pastoral llevada entre el mundo penitenciario. En la revista se han ofrecido los resultados de la reflexión de todos los grandes encuentros de pastoral penitenciaria y ha sido el vehículo comunicativo entre tantas comunidades y países que han participado de nuestra inquietud pastoral.

Con satisfacción se puede afirmar, por tanto, que la pastoral en las prisiones tiene ya un acopio doctrinal, incrementado

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significativamente con el importante discurso de Juan Pablo II a los capellanes de prisiones en 1990 (véase «Corintios XIII» n Q 56) y con la aportación de los cuatro Congresos Nacionales, el último de los cuales se presenta en este momento.

Con el IV Congreso Nacional celebrado en Sevilla, durante los días 29 de octubre al 1 de noviembre de 1992, y dedicado a la revisión de los derechos humanos en la cárcel, la pastoral penitenciaria se introduce en uno de los temas más «espinosos» de la problemática penitenciaria y en el origen de no pocos atentados contra la dignidad del preso, que, aunque responsable de sus fallos, sin embargo conserva su dignidad propia de la persona humana y de los hijos de Dios.

«Corintios X I I I » , en su temát ica habitual y en su preocupación por el mundo de la marginación, se hace eco de la situación de estos marginados, últimos de todos, exponiendo cómo se están administrando las penas, cómo viven los presos su desgarrada situación humana, personal y familiar, qué debería hacer la sociedad, la comunidad cristiana y el voluntariado, para que no se establezca ninguna diferencia entre los derechos humanos de los encarcelados —salvo los limitados por la sentencia— y los de los demás ciudadanos.

El Congreso, al incorporar la publicación del Concurso de Redacción sobre los Derechos Humanos en la Cárcel, se solidariza con la realidad humana de tantos que viven postrados en su dolor pero con deseos de que la encarcelación haya sido una etapa a borrar dentro de su vida.

El IV Congreso Nacional rinde también un homenaje fraterno a los más de 500 asistentes y a todos los equipos de voluntariado que, desde los rincones más desconocidos y olvidados de la sociedad, ejercen su vocación de misericordia, atendiendo con solicitud, como el Buen Samaritano, a tantos presos. Entre estos generosos voluntarios no puede faltar el grupo de voluntariado (casi 100 personas) que desde la propia sede del Congreso ha hecho posible que el resto de España haya podido volver a su lugar de origen habiendo degustado

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la fraternidad y excelente acogida de la Comisión Organizadora Diocesana de Sevilla.

Por último, dirigirme a ti, potencial lector de esta revista, para que aprecies tras de estas páginas el corazón herido y solidario de tantos presos, voluntarios y comunidades de la Iglesia «intramuros».

FERNANDO FUENTE ALCANTARA Director del Secretariado de la Comisión

Episcopal de Pastoral Social

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inauguración del congreso

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PRESIDENCIA DE HONOR

*Excmo. y Rvdmo. Sr. Arzobispo de Sevilla.

*Excmo. y Rvdmo. Sr. Presidente de la Comisión Episcopal de Pastoral Social.

*Excmo. Sr. Presidente de la Junta de Andalucía.

*Excmo. Sr. Alcalde de Sevilla. *Obispo Responsable de la Pastoral Social de la Conferencia de Obispos del SUR.

*Presidente del Consejo General de Hermandades y Cofradías.

*Rvdo. P. Provincial PP. Trinitarios.

*Cáritas Diocesana.

*Teniente Hermano Mayor de la Real Maestranza de Caballería.

*Presidente de Unión de Religiosos Provinciales de Andalucía (URPA).

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INTERVENCIÓN DEL SR. NUNCIO APOSTÓLICO EN LA INAUGURACIÓN DEL IV CONGRESO

NACIONAL DE PASTORAL PENITENCIARIA

Quiero, en primer término, agradecer a la Comisión Episcopal de Pastoral Social el que haya querido invi­tarme a la inauguración de este IV CONGRESO NA­CIONAL DE PASTORAL PENITENCIARLA. Esto es para mí un motivo de satisfacción, al igual que lo fue mi asistencia a los tres Congresos anteriores, celebrados en Madrid, Barcelona y Valencia. Mi presencia aquí quiere ser un testimonio de la solicitud de la Santa Madre Iglesia por el mundo de las prisiones, donde tantos hijos suyos y hermanos nuestros sufren el in­fortunio de la privación de libertad. A todos quiero transmitiros el afecto y la bendición del Santo Padre.

Creo que el tema del Congreso: «LOS DERECHOS HUMANOS EN LA CÁRCEL. UN COMPROMISO PARA LA IGLESIA», es de máxima actualidad. Cada momen­to de la historia tiene su propio afán. Y a nadie se le oculta que la defensa de los derechos humanos es un claro signo de nuestro tiempo. La voz de la Iglesia se ha levantado siempre a través de los siglos proclaman-

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do y defendiendo estos derechos. Y esto en todos los campos, también en el de las prisiones. Ella fue la pri­mera en hacerlo, apoyada en la Palabra eterna de Dios contenida en las Sagradas Escrituras, donde, por pri­mera vez hace unos tres mil años, se promulgaba el respeto a los derechos fundamentales: «No matarás, no robarás, no cometerás adulterio...».

Pero es bien notorio que el problema de los derechos humanos ha adquirido en nuestros tiempos una gran importancia, debido principalmente a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU en el 1948 y a los diversos documentos de rango internacio­nal que a partir de esa fecha se han ido sucediendo.

A este respecto es de justicia resaltar el Magisterio riquísimo de Su Santidad Juan Pablo II, en el que nos encontramos con múltiples y constantes referencias a los derechos del hombre.

El Santo Padre, no sólo en los documentos mayores, como son las encíclicas, entre las que cabe destacar la Redemptor Hominis, sino en las frecuentes alocuciones con motivo de sus viajes apostólicos, no se cansa de recordar a todos, y también a los gobernantes de los pueblos, que el fin último de la acción política es sal­vaguardar el ejercicio de los derechos humanos, como una consecuencia del bien común conseguido y de la solidaridad humana y cristiana practicada.

Pero nuestro Congreso se refiere concretamente a los derechos humanos en la cárcel, uno de los cam­pos, en el que, por múltiples razones, que no es del caso analizar ahora, esos derechos pueden estar más limitados.

A este respecto puede parecer fuera de lugar, e in­cluso utópica, la pretensión de la Iglesia de proclamar y defender los derechos humanos de aquellos que han

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lesionado, en muchas ocasiones gravemente, los dere­chos de los otros. Y, sin embargo, esa debe ser la mi­sión de los apóstoles penitenciarios: buscar con predi­lección y con cariño a esos hermanos nuestros, ahora ya en un estado de sufrimiento y de indefensión, que no han dejado de ser seres humanos, amados por Dios, creados para ser hijos suyos, y participar de su vida. Con ello ponéis en práctica aquella máxima lapi­daria de la gran penitenciarista española, Concepción Arenal: «Odia el delito y ama al delincuente».

Pocos campos apostólicos presentan tantos retos a la misión de la Iglesia como el de la pastoral peniten­ciaria. Y esto, debido no tanto a los destinatarios di­rectos de la pastoral penitenciaria, inmersos en múlti­ples problemas y, por tanto, particularmente abiertos al testimonio y al anuncio evangélicos, sino por el me­dio en que esta pastoral se lleva a cabo, un medio ce­rrado, aislado y marginado.

Por esta razón, el Papa Pío XII, de feliz memoria, di­rigiéndose a los apóstoles penitenciarios, veía en ellos «un escogido escuadrón de soldados de primera línea, voluntarios de una misión de sacrificio y de arduas conquistas». Para este difícil ministerio, continuaba diciendo, «hacen falta unas cualidades especiales: la paciencia, la longanimidad, la circunspección, la pru­dencia y, sobre todo, una caridad llena de abnegación y de bondad».

Cuanto más arduo es este ministerio, cuantos ma­yores dolores y desilusiones pueda ocasionar, tanto más digno de ser apreciado y agradecido por las diver­sas instancias que, de una u otra manera, están liga­das al mundo de las prisiones.

En primer lugar, por los mismos reclusos (y sus fa­milias), en cuyas vidas tratáis de infundir y desairo-

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llar el germen de una fe viva, de un arrepentimiento sincero y de un propósito firme de recuperación, plas­mado todo en un nuevo proyecto de vida elaborada en conformidad con la normativa de la convivencia social y de los postulados evangélicos.

En segundo lugar, por la sociedad, que os debe no menor gratitud. La sociedad muchas veces siente la incapacidad propia para salvar con sus disposiciones y con sus laudables instituciones a sus miembros hundidos en las prisiones. Porque la sociedad debe re­conocer, por un lado, su parte no pequeña de respon­sabilidad en ese hundimiento, y, por otro, la fuerza de la religión, la única que puede transformar a los reclu­sos en honestos ciudadanos capaces de pagar con buenos servicios la deuda que con ella han contraído.

Y, en tercer lugar, la Administración Penitenciaria. El Estado es quien, en nombre de la sociedad, se ha responsabilizado de la recuperación de estos hombres caídos. Por eso, a él le corresponde «apreciar, promo­ver y favorecer» la misión del voluntariado de prisio­nes. Y de una manera especial el voluntariado cristia­no, que lleva a la cárcel la fuerza de la fe, la esperanza y el amor cristianos.

Porque ninguno de estos tres elementos, la familia, la sociedad y el Estado, bastan en sí mismos. Es nece­saria la asistencia religiosa, pues, como decía Pío XII: «La experiencia ha sido siempre la misma. A pesar de todas las reformas de los Ordenamientos Penitenciarios, jamás podrán los fríos párrafos de la ley y los reglamentos externos conseguir aquella fina­lidad, que consiste en el mejoramiento del culpable, en preservarle de la catástrofe moral y regenerarle. Para esto es menester comprensión humana y, sobre todo, la fuerza sobrenatural de la religión».

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Son muchos, a lo largo de la historia, los testimo­nios de prisioneros que manifiestan que fue la religión la que les dio fuerzas para sobrellevar con dignidad y serenidad de espíritu, sin caer en el desánimo y en la desesperanza, el infortunio de la cárcel. Basta tan sólo éste de Silvio Pellico, en su famoso libro «Le mies Prigione»: «Bendigo la prisión, porque, gracias a ella, he podido conocer la ingratitud de los hombres, mi propia miseria y la bondad de Dios... Pensaba en los seres queridos de mi hogar, que ignoraban mi encar­celamiento... ¿Quién dará fuerza a mis padres para re­sistir esta contrariedad horrible? Una voz interior pa­recía contestarme: aquel a quien todos los afligidos in­vocan y aman y sienten en sí mismos. Aquel que dio valor sublime a la madre para seguir a su Hijo hasta el Gólgota y para permanecer al pie de la cruz. El ami­go de los desdichados, de todos los mortales. Desde aquel momento la religión triunfó en mi alma y es el amor al que debo este beneficio».

Y esto porque toda culpa moral del hombre es tam­bién una culpa ante Dios. La pena busca la rehabilita­ción integral de la persona. Esta rehabilitación no se consigue únicamente con la reconciliación del delin­cuente consigo mismo, con la sociedad y con las vícti­mas del delito; es necesaria también la reconciliación con Dios, pues sólo de este modo se rompen definiti­vamente los lazos de unión con las fuentes de la delin­cuencia y del pecado, y se consigue la plena liberación de todas las esclavitudes: psicológicas, penales, jurídi­cas y morales, que están en la raíz misma del delito.

Los voluntarios de prisiones atienden al recluso, no sólo mientras está encarcelado, sino sobre todo cuan­do sale de la cárcel, con el fin de que sea acogido por la sociedad como un ciudadano de primera, en pleni-

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tud de derechos y deberes. A este respecto, he aquí las directrices que Su Santidad el Papa Juan Pablo II, con ocasión del último congreso internacional celebrado en Roma sobre la pastoral penitenciaria, marcaba a los voluntarios cristianos de prisiones:

1. Vuestra misión es semejante a la del Buen Samaritano. El Buen Samaritano atendió con solicitud y con cariño al hermano malherido, le vendó amorosa­mente sus heridas y le dejó en buenas manos. Así ac­túa el voluntario con el preso: le da alivio en sus pe­nas y consuelo en su infortunio.

2. El voluntario es un amigo leal y sincero de los pre­sos. Se acerca a ellos con amor y en actitud de servicio. Pone amor y suscita amor en su trabajo. La amistad echa raíces y se desarrolla en el amor recíproco.

3. El voluntario trabaja fuera de la prisión tanto y más que dentro. Una de sus tareas fundamentales es la de concienciar a las comunidades cristianas sobre las realidades que se viven dentro de la cárcel, con el fin de que la Iglesia extramuros se sienta estrecha­mente vinculada con la Iglesia intramuros, ya que una y otra son células vivas de la misma y única Iglesia de Nuestro Señor Jesucristo.

4. Esta vinculación, que existe muy débilmente y que debe reforzarse, Juan Pablo II la concreta en esta doble actividad:

1.- «Es necesario que los cristianos estén dispuestos a acoger al detenido cuando, cumplida la pena, retor­na a la libertad». Es bien sabido que el ex carcelado encuentra graves dificultades para dar los primeros pasos en libertad. No pocos de estos hermanos nues­tros encuentran un rechazo total por parte de todos

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los sectores de la sociedad. Hasta el punto que en oca­siones la puesta en libertad conlleva un sufrimiento más grave que el de la misma prisión, la calle se ha convertido para él «en una cárcel después de la cár­cel», pues nadie o casi nadie le hace caso.

Una de las conclusiones del Congreso de Valencia era ésta: «Pedimos a las comunidades cristianas y a todas las fuerzas que se inspiran en los ideales cristia­nos, que se comprometan en la creación de centros de acogida para los ex carcelados». Afortunadamente aquí y allá se está iniciando la creación de estos centros de acogida y de seguimiento, tan necesarios para el re­cluso en su vida postpenitenciaria. El voluntario de prisiones se encuentra aquí con un campo inmenso, no exento de dificultades, en el que se necesitan ope­rarios generosos y sacrificados, pues también aquí se cumple el enunciado evangélico: «La mies es mucha y los operarios pocos». Bien podría servir este Congreso para suscitar vocaciones de voluntarios extrapeniten-ciarios que trabajen en este necesario campo de la acogida.

2.- He aquí también estas palabras comprometedo­ras del Papa: «Los cristianos deben estar dispuestos a hacerse cargo de su reinserción efectiva en la socie­dad». Todos sabemos que el fin primordial de las instituciones penitenciarias es la reinserción social de los reclusos. Pero este tan laudable fin no puede lle­varse a cabo únicamente por las solas fuerzas de la Administración Penitenciaria. A ella fundamentalmen­te la incumbe la reinserción bajo los principios del tra­tamiento penitenciario, pero en la práctica la reinser­ción es también un problema que afecta a la sociedad y que no puede conseguirse sin la colaboración de las instituciones públicas y privadas, tanto del Estado co-

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mo de la Iglesia, así como de todos los ciudadanos en general. Al ex carcelado le es muy difícil abrirse nue­vamente un camino en la vida y encontrar un trabajo que le permita ganarse honradamente la vida en liber­tad.

5. El Papa dice también que los voluntarios ejercen en la cárcel una «misión profética». Esta misión les obliga a ser en la cárcel la voz de Dios, los represen­tantes de los intereses divinos, los intérpretes de la voluntad de Dios, en cierto sentido los intermediarios entre Dios y los encarcelados. Los voluntarios son hombres y mujeres de Dios, predican la palabra de Dios y dan a conocer a los reclusos lo que Dios quiere de ellos en esta dolorosa y coyuntural situación por la que atraviesan.

Los voluntarios son, por fin, según el Santo Padre, «apóstoles de la misericordia divina y testimonios de su providencia». Predican a los reclusos el amor y el perdón de Dios, que tienen siempre dimensiones infi­nitas. Por muy grandes que sean los delitos de los hombres, más grande es la misericordia, el perdón que Dios sin cesar ofrece a los que de manera sincera se arrepienten. Dios pide únicamente que el pecador tome conciencia del pecado cometido, reconozca su culpa y se abra a su perdón misericordioso.

Para finalizar, quiero felicitar a cuantos han hecho posible la celebración de este Congreso. A la Comisión Episcopal de Pastoral Social y al Secretariado de Pastoral Penitenciaria, por el impulso creciente y constante que dan a la evangelización en las prisio­nes, a la que tan eficazmente contribuye la celebra­ción de estos Congresos. A la archidiócesis de Sevilla, que a través de Caritas Diocesana ha contribuido tan

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positivamente en la programación y desarrollo del Congreso. A los Padres Trinitarios, que, renovando el carisma fundacional de su Orden, de redimir a los cautivos, trabajan tan generosamente en casi todas las prisiones andaluzas y que han llevado la coordina­ción del Congreso. A los capellanes de todas las cárce­les españolas, entregados a un ministerio tan sacrifi­cado y tan grato a los ojos de Dios. Y, sobre todo, a tantos y tantos voluntarios cristianos, que tan abne­gadamente entran cada día en las cárceles a impartir a los hermanos recluidos la adecuada asistencia reli­giosa y a llevar a sus almas afligidas el consuelo y la fuerza sobrenatural de lsi religión.

Que sigáis trabajando con redobladas ilusiones, sin decaer nunca, en vuestra labor apostólica, signo especial y testimonio vivo de la redención de Cristo.

Möns. Mario Tagliaferri

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conferencias

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DERECHOS HUMANOS EN LA CÁRCEL Y COMPROMISO CRISTIANO

MÖNS. JAVIER OSES FLAMARIQUE

Introducción

El tema de este IV Congreso Nacional de Pastoral Penitenciaria «Los derechos humanos en la cárcel. Un compromiso para la Iglesia», es un tema de máxima actualidad, que suscita pasiones, miedos e interrogan­tes y constituye un gran reto para la Iglesia y su mi­sión evangelizadora en el mundo.

Nuestro ámbito de reflexión es la cárcel y los dere­chos humanos en ella.

El único sujeto capaz de derechos es la persona, ca­da persona, toda persona.

Esto quiere decir que al reflexionar sobre los dere­chos humanos en la cárcel nos referimos a las perso­nas que están en ella.

De hecho, en las cárceles, hay diversidad de perso­nas, con roles diversos y diversos modos de presencia y acción: los presos propiamente dichos, el personal profesional, los capellanes, el voluntariado, donde está instituido y funciona.

Todas estas personas son, por lo tanto, sujetos de derechos humanos.

A la hora de tratar, en esta conferencia, los derechos humanos en la cárcel, me limito a los presos, a quie-

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nes están en el recinto carcelario privados de libertad como consecuencia de una condena legal.

Y me centro en ellos porque los derechos humanos de los presos son, hoy por hoy, una gravísima preocu­pación social y eclesial, son uno de los grandes retos a esta sociedad nuestra y una fuerte interpelación a la comunidad cristiana. Y también porque éste ha sido el tema elegido para este Congreso.

Para elaborar estas sencillas consideraciones que ofrezco, me han prestado una valiosísima ayuda los siguientes escritos, cuya lectura recomiendo vivamen­te y que considero indispensables para una adecuada acción pastoral penitenciaria:

— El discurso de Juan Pablo II en la cárcel romana de Rebbibia, del 26 de diciembre de 1983.

— El documento de la Comisión Episcopal de Pastoral Social: «Abrir las prisiones injustas», del 16 de noviembre de 1986.

— La carta pastoral de los obispos de Bilbao: «Hermanos y amigos de los presos», de enero de 1991.

— Los números de la revista Corintios XIII: de di­ciembre de 1983 y de diciembre de 1990, dedicados a la cárcel.

— El libro de Evaristo Martín Nieto: Pastoral Penitenciaria. Guía del Voluntariado Cristiano de Prisiones, en Ediciones Paulinas, de septiembre de 1990.

— Y el folleto de la editorial «Cristianismo y Justicia», titulado La fábrica del llano. Cárceles y so­ciedad democrática, colaboración de José Sesma, ac­tual Director Nacional del Departamento de Pastoral Penitenciaria de la Comisión Episcopal de Pastoral Social, María Luisa Pascual y José Ignacio González Faus.

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La lectura de estos trabajos me ha iluminado y par­tiendo de ellos he elaborado mi propia reflexión perso­nal, que os brindo.

Pero añado algunas advertencias iniciales de inte­rés:

De la lectura del programa de este Congreso cual­quiera habrá pensado que la conferencia que pronun­cio ahora yo, en este primer momento del Congreso, debería ocupar un último lugar. ¿Por qué?

Porque la segunda conferencia es un informe sobre «Los derechos humanos en las prisiones de España» y la tercera sobre «Los derechos humanos en la cárcel».

¿Qué quiero decir con esto? — Que el objetivo de mi conferencia no debe ser la

presentación directa, razonada y objetiva de los dere­chos humanos en la cárcel hoy, porque es tema de los otros conferenciantes.

— Pero, a la vez, no es posible hablar de compromi­so cristiano ante los derechos humanos en abstracto, sino que, a la vista de cómo están los derechos huma­nos en la cárcel, habremos de actuar, como cristianos, ante ellos.

Para obviar estos inconvenientes, sin usurpar el es­pacio de los otros conferenciantes, voy a hacer una presentación más directa de la persona del preso, de su situación personal, familiar y social, como con­secuencia de su internamiento en la cárcel, en la que aparecerá ciertamente la realidad de cómo sus distin­tos derechos quedan afectados; pero sin entrar en una enumeración de ellos, ni en el análisis del grado de respeto o lesión de cada uno de esos derechos. Ese es tema directo de los otros ponentes.

La llamada al compromiso cristiano, creo, sin em­bargo, que puede tener motivación suficiente si somos

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capaces, como fruto de esta reflexión, de acercarnos con más sensibilidad al encuentro de estas personas en prisión, si la comunidad cristiana y nosotros con ella descubrimos la interpelación que a través de ellas nos dirige el Señor al decirnos su palabra: «Estuve en la cárcel y me visitasteis» (Mt. 25, 36).

Y visitar al preso lo quiero interpretar al modo como Dios, a lo largo de todo la Historia Bíblica, ha visitado al hombre; al modo como Dios ha visitado a su Pueblo (cfr. Le. 1, 68).

Dios nos ha visitado saliendo al encuentro de la hu­manidad, de cada hombre, para amarle, ayudarle, de­fenderle, liberarle y salvarle.

Y Dios visita, con especial amor, al pobre. Esta visita de Dios, que entraña amor, servicio, ayuda,

liberación, es una de las referencias supremas para nuestra acción pastoral penitenciaria, y en ella nos si­tuamos en la senda del verdadero compromiso cristiano.

No voy a señalar el modo de compromiso ante la va­riedad de derechos humanos violados en la cárcel. Esto es tarea de cada uno a la vista de las situaciones concretas de cada persona y en cada lugar.

Pero sí quiero ser voz de la Iglesia para hacer una llamada para que la Iglesia, comunidad de Jesús, es­cuche la voz de Jesús, se convierta a Dios y al hom­bre, y, por lo tanto, al hombre de las prisiones.

«El hombre es el camino de la Iglesia», nos recuerda Juan Pablo II.

El preso, persona y sujeto de derechos

Los derechos humanos dicen relación y pertenecen, en exclusiva, a la persona y le corresponden por el he-

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cho de ser persona, cualquiera sea su condición y su estado.

Repasemos en la Constitución Pastoral de la Iglesia en el Mundo, del Concilio Vaticano II, el capítulo pri­mero, números del 12 al 18.

El preso, sobre el que ha recaído una sentencia, quedará limitado, en virtud de esa sentencia, en el ejercicio de algunos derechos, pero sigue siendo sujeto de derechos y, por supuesto, los derechos no afecta­dos por la sentencia deben ser íntegramente respeta­dos.

La justificación social y legal de las cárceles encuen­tra su legitimidad en la sociedad de derecho, en la de­fensa de los derechos de los miembros de la comuni­dad. Y entre los modos de ejercer este derecho se ha escogido el de la privación de libertad para los delin­cuentes sociales a fin de que la convivencia y el bien común puedan ser más plenamente alcanzados.

Parece que nadie puede negar este derecho a la so­ciedad y dictar, en consecuencia, las normas necesa­rias para su funcionamiento.

Pero al ser la prisión una pena que priva a la perso­na del ejercicio de su libertad, derecho tan fundamen­tal, y porque los fines que se proponen con la limita­ción de este ejercicio, como es la reeducación del in­terno, sobre todo, fin que en la práctica no se logra, sino que a veces se produce el efecto contrario, es por lo que hay personas que ponen serios reparos, tam­bién por esta razón, al sistema penitenciario.

La verdad es que todavía la sociedad no encuentra otra alternativa eficaz, sobre todo educativa.

Si hoy se plantea con tanta insistencia y se debate tanto el tema de los derechos humanos en la cárcel, es sin duda por esta razón principal:

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Porque, a pesar de la Reforma Penitenciaria de 1979, hay derechos fundamentales que no son respe­tados, como frecuentemente está siendo denunciado.

Cierto que la naturaleza del tema y la hipersensibili-dad social ante él se presta a interpretaciones extra­ñas, injustas e interesadas. Pero es innegable, en un análisis y percepción objetiva y a fondo de esta reali­dad, que esta violación es hoy muy frecuente.

En la mayoría de los casos, en virtud del propio sis­tema penitenciario, tal y como de hecho está organiza­do. Con lo cual salimos al paso de las suspicacias de quienes piensen que esta violación tiene su causa principal en el personal que ejerce su profesión en las cárceles.

No podemos dudar del buen sentido y responsabili­dad personal de los funcionarios. La responsabilidad o irresponsabilidad del personal de la cárcel corren pa­rejas, en todo caso, con la de cualquier otro colectivo profesional o laboral.

La Constitución Española, en su artículo 25.2, en el apartado dedicado a los Derechos Fundamentales y Libertades Públicas, establece que «el condenado a pe­na de prisión gozará de los derechos fundamentales de este capítulo, a excepción de los que se vean expre­samente limitados por el fallo condenatorio, el sentido de la pena y la Ley Penitenciaria».

Esto significa que si el penado conserva todos los derechos reconocidos a los ciudadanos, con excepción de los que afectan al contenido de la pena impuesta, tiene un «status jurídico particular», es decir, es un sujeto de derechos fundamentales, aunque con ciertas limitaciones por su condición de preso.

Por tratarse de derechos fundamentales, tan sagra­dos para la persona, también para el preso, hay que

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poner todos los medios para custodiarlos y mantener la excepción como excepción, es decir, hay que vigilar cuidadosamente la restricción impuesta por la ley.

Siempre los derechos, y sobre todo los fundamenta­les, están a favor de la persona, en este caso, de la persona del preso.

Desde la realidad de nuestro sistema penitenciario y desde la experiencia diaria en nuestras cárceles, mu­chos se preguntan incluso si es realmente posible ase­gurar el reconocimiento de estos derechos fundamen­tales en la cárcel de manera efectiva.

¿Por qué este inquietante interrogante? No es un interrogante gratuito, porque quien ingre­

sa en prisión ya no puede disponer de casi ningún es­pacio para decidir en su propia vida bajo su propia responsabilidad.

Es la propia institución, el sistema, quienes dispo­nen prácticamente y le sustituyen en todas sus deci­siones.

Sólo este dato, tan escueto, está preñado de enormes consecuencias, porque la prisión, por sí misma, en la realidad concreta de nuestras cárceles, afecta enorme­mente a la personalidad y psicología del preso hasta re­cortar o paralizar la escasa posibilidad de relación y de­cisión que, en principio, pudiera tener en la prisión.

Y esta situación carcelaria, sobre todo si es prolon­gada, dificulta evidentemente el ejercicio inmediato de los otros teóricos derechos y va preparando nuevas trabas para su reinserción social cuando alcance la li­bertad.

Es decir, el enunciado formal y de rango constitu­cional, de que el preso sigue siendo sujeto de dere­chos, ofrece en la práctica obstáculos, a veces insalva­bles, para su realización plena y efectiva.

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La cárcel, preocupante deterioro de la persona del preso

La persona del preso, por el hecho de estar privado de libertad y además dentro del actual contexto carce­lario, experimenta una serie de efectos negativos en su persona y en su personalidad que nos deben preocu­par seriamente.

Uno de los datos más inquietantes es que la perso­na del preso, en la cárcel, sufre, en la mayoría de los casos, un grave deterioro personal, psicológico y mo­ral; o se le acrecienta en el caso de que fuese anterior­mente una personalidad desajustada.

Una de las causas de este trastorno personal tan profundo es el quedar privado de su capacidad de de­cisión, creatividad y protagonismo.

Al preso, lo más importante de su vida se le da he­cho, se le lleva, se le trae, se le manda.

No será consultado para la mayoría de las actuacio­nes que se tendrán con él.

Cuanto se le manda está, en principio, en contradic­ción con los deseos primarios de cualquier persona, es ajeno a lo que son las aspiraciones más comunes.

Es un sujeto no escuchado, sino interrogado, al que se le quieren arrancar las intimidades que todas las per­sonas instintivamente queremos celosamente ocultar.

No se le ofrece clima y oportunidad para poder expresarse espontáneamente. Y el entorno de unos compañeros no elegidos, cargados de largas y doloro-sas historias personales y familiares, con sus frustra­ciones y agresividades, y con los que debe convivir día y noche hacinadamente, todavía dificulta más la nece­saria comunicación que debe tener la persona para ser persona.

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Si el preso, antes de entrar en la cárcel, seguía un ritmo personal de vida, la cárcel paraliza automática­mente ese ritmo.

El tener cortada de raíz su capacidad de decisión en los niveles más importantes de su vida, el que la ma­yoría de sus actuaciones le sean programadas por otros en nombre de una disciplina común incapaz de dar respuesta a las necesidades y problemas de cada persona, agrava más y más la situación de la persona.

Y el hecho de verse privado, en parte o del todo, del afecto familiar, la experiencia de sentirse no querido, sino ignorado o rechazado por la sociedad, le crea una situación traumática muy difícil de integrar en el pro­ceso de maduración de la personalidad.

Si el preso tiene, además, su familia constituida, cuando es esposo y padre o cuando es esposa y ma­dre, con frecuencia la familia se convierte en la más pesada losa que le agobia y oprime.

La escasa comunicación con su familia, o comunica­ción en circunstancias extrañas y nada familiares, el pensar fundadamente que su situación de preso, de delincuente, sobre todo si la condena es larga, puede ser causa, nada infrecuente, por otro lado, de ruptura familiar, de perder el afecto de los hijos, de no poder responder a las necesidades familiares elementales que tenían su respuesta cuando estaba en libertad, agudiza la crisis del hombre o de la mujer de la cárcel.

¿Y pensamos, situándonos ahora más del lado de la familia del preso, en lo que puede suponer, en muchos casos, para la familia, el cónyuge, los hijos, la ausen­cia del padre o de la madre?

Las repercusiones pueden ser tan negativas que pueden dar origen a la gestación, confirmada por los hechos, de unos hijos, futuros delincuentes.

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Es decir, que la prisión no es, estrictamente, una pena para el padre o la madre delincuentes, sino que la paga, bajo múltiples formas, toda la familia.

Los derechos de la familia, del cónyuge, de los hijos, quedan gravemente lesionados, al quedar la familia en total desamparo legal y social, a merced de la piedad voluntaria.

¿Quiénes son, en este caso, lo culpables? ¿Sólo el padre, el esposo, la madre que están en prisión?

Es evidente que no, porque la familia, sobre todo los hijos, son gravemente penalizados, con lo que se abre una puerta a la iniciación en la delincuencia a los otros miembros de la familia.

Con las precedentes consideraciones quisiera dejar planteada al vivo, aunque de manera global, la reali­dad de los derechos del encarcelado.

Y no desciendo, como he prometido, a la enumera­ción de cada uno de los derechos lesionados, ni a un examen pormenorizado de cada uno de ellos.

Es la tarea que compete a los otros ponentes de este Congreso.

Los derechos de los presos, de especial relevancia para nosotros

Me atrevo a afirmar que la mayoría de los presos, por su perfil humano, por sus antecedentes familiares y sociales, son sujetos de unas mayores obligaciones de parte de la sociedad, con lo que algunos de sus de­rechos adquieren mayor relieve para nosotros.

Apoyo la afirmación en algunos datos objetivos, que los recojo de la carta pastoral de los obispos de Bilbao: «Hermanos y amigos de los presos»:

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— El 80% de los presos tiene una edad que oscila entre los 16 y los 30 años. El 85%: varones. El 60% es víctima del fracaso escolar. Otro 60% estaba en des­empleo al entrar en prisión, mientras un 13% se dedi­caba al trabajo sumergido, ilegal y, con frecuencia, de­lictivo.

— Su salud física está sensiblemente cuarteada: un 70% de toxicómanos, el 40% afectados por el SIDA y algunos han desarrollado ya la enfermedad.

— El 65% ha sido recluido por delitos contra la pro­piedad.

— El 75% es reincidente. — El 25% no tiene prácticamente familia y otros

muchos pertenecen a familias conflictivas o mantie­nen relaciones conflictivas con ellas.

— El 80% de los presos procede de sectores sociales de marginación y miseria.

¿Cuál puede ser la interpretación de estos datos? Yo hago la siguiente. Si el fracaso escolar, el desem­

pleo, la toxicomanía, el SIDA, la carencia de familia o la pertenencia a familias conflictivas, la procedencia de ambientes de marginación, son los sectores socia­les de los que proceden principalmente los presos de nuestras cárceles, esto quiere decir que hay una culpa social que la pagan mucho más gravemente quienes están en la cárcel, pero que en realidad es culpa com­partida por nosotros.

Los derechos a una buena enseñanza, a una mayor atención al fracaso escolar, la privación de una sana educación, el no tener un trabajo, el dejar que crezcan los grupos sociales marginados, se convierte hoy para nosotros en un deber mayor para con ellos, los presos, en una respuesta más exigente y lúcida para con sus derechos.

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Los derechos denegados a quienes están en las cárce­les, en gran parte por la negación previa de aquellos de­rechos a una buena educación, a un trabajo, a una atención para no caer en la marginación, deben tener ahora su traducción en una solicitud especialmente dili­gente ante los derechos que ahora tienen como presos.

Y si tenemos que reconocer que estos derechos fun­damentales les son conculcados pienso que la defensa de los derechos de los presos se convierte en una acu­sación a la vez que en un compromiso más exigente para nuestra sociedad.

Pero hemos de reconocer con dolor que la sociedad rechaza al preso y a la hora de su posible reinserción hay una disposición social negativa.

Alguien ha dicho, con acierto, que entre nosotros fue abolida la pena de muerte, pero que ha sido susti­tuida por la pena de muerte social.

Los presos nos interpelan

No podemos pensar que con la reclusión queda so­lucionado para nosotros el problema de los presos, quedando liberados de todo compromiso con ellos.

O que el distanciamiento de los encarcelados, sobre todo por las cárceles cada día más perfectamente blin­dadas para lograr cotas más altas de seguridad, nos haga pensar que nada podemos hacer por nuestros reclusos.

El preso, por ser una persona, sigue siendo sujeto de derechos, de unos derechos fundamentales que trascienden todos los muros carcelarios, y ante el que nosotros nos hemos de sentir particularmente interpe­lados.

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Nosotros, cristianos, hemos de contemplar esta dig­nidad de la persona, también desde la fe, que nos po­sibilita una visión mucho más profunda, enriquecedo-ra e interpelante.

Porque, contemplado desde la fe, el preso es imagen viva de Dios, hijo de Dios, personal y especialmente amado por El, es un rostro y presencia más vivos de Jesucristo.

Por estas razones, porque es persona e hijo de Dios, hemos de verlo como sujeto de derechos y de posibili­dades insospechadas.

No lo podemos calificar fatalmente como una perso­na sin remedio; ni a todos los presos en general, ni si­quiera a algunos en particular.

Toda persona, también el preso, es una rica prome­sa de posibilidades humanas y divinas.

También hemos de cuidar de juzgarlo desde la con­cepción de persona ideal que nosotros nos hemos for­jado y que, con frecuencia y en la práctica, rige en la sociedad.

Porque el tipo de persona al que las pautas sociales invitan está normalmente muy alejado de lo que la per­sona debe ser, según el proyecto de Dios y según las exigencias y aspiraciones humanas más profundas.

Es injusta la consideración del preso como un sim­ple peligroso social, alguien que hace peligrar nuestra vida, nuestro bienestar.

Veamos las oportunidades nuestras: personales, fa­miliares, laborales, sociales y eclesiales, y las compa­remos con las de la mayoría de los presos.

Nosotros, en su situación, ¿qué hubiéramos sido, qué hubiéramos hecho?

Ni demos el visto bueno de ciudadano y persona ideal a quien se integra acrítica y mansamente en

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nuestro actual sistema, olvidando que es un sistema social gravísimamente injusto. Recordemos la ense­ñanza de Juan Pablo II en dos de sus grandes docu­mentos: la Sollicitudo reí socialis y la Centesimas an-nus.

Apostar por el actual orden social es, en realidad, dar por bueno, apoyar y consolidar lo que es desorden desde la perspectiva de Dios y aun desde una mirada racional y humana profunda. Es un orden establecido de injusticia y marginación.

Compromiso de los cristianos ante el ambiente social

Al hilo de nuestra reflexión sentimos la interpela­ción de Dios en este mundo de las prisiones. «Ojalá es­cuchéis hoy su voz».

La voz de Dios, el clamor de los pobres que llega hasta Dios y hasta nosotros.

La Iglesia no se cansa de invitar a los cristianos al compromiso para la transformación de la sociedad. Repasemos documentos, como el Vaticano II en la mi­sión del laico ante el mundo, la Christifideles laici, «Católicos en la vida pública».

Y uno de nuestros principales compromisos consiste en crear unas condiciones sociales que sean propicias para superar la delincuencia, la falta de puestos de trabajo, el paro, el permisivismo moral a ultranza, la carencia de valores morales, etc. Son otros tantos fac­tores generadores de delincuencia que tienen su claro reflejo en las cárceles.

Por otro lado, la cárcel es sociedad, es esta socie­dad, nuestra sociedad.

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Es un retrato que condensa los aspectos más domi­nantes y de signo negativo que se dan en la sociedad y en los que nosotros estamos participando activamente.

Una fruta madura del árbol de esta sociedad son los grupos marginados y los que habitan nuestras cárce­les.

La cárcel viene promovida por nuestra sociedad de consumo, en la que —recordando la frase de Erich Fromm— «lo superfluo se torna conveniente, lo conve­niente se hace necesario y lo necesario se convierte en indispensable».

En una palabra, la sociedad de consumo nos hace esclavos de las necesidades que ella misma nos crea.

Y nosotros somos agentes de esta sociedad de con­sumo, la estamos generando, manteniendo y consoli­dando, y nos convertimos, a la vez, en víctimas de sus terribles tentáculos.

Uno de los objetivos, a la vez que elemento constitu­tivo de esta sociedad, es lo que se ha dado en llamar la «cultura del tener», sustituyendo a la auténtica «cul­tura del ser».

Porque las pautas sociales, los modos de vida, los medios de comunicación, las estructuras socioeconó­micas, nos impulsan a tener, a poseer, hasta intentar convencernos de que nuestra personalidad se consoli­da y agranda en la medida en que tenemos más cosas.

El afán de tener y de conservar y aumentar lo que se tiene, en una sociedad competitiva, conduce a la agresividad, a considerarnos todos con el derecho a tener y a tener tanto cuanto tiene el que más bienes posee.

La sociedad de consumo nos ofrece las cosas de ma­nera superabundante y agresiva, hasta el punto de que, en muchos casos, resulta irresistible, sobre todo

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para personas menos maduras y más impresionables ante la fascinación del disfrute, como son los jóvenes.

Ante este impacto agresivo, quien no tiene recursos por los medios normales, como es el trabajo, recurre, en bastantes casos, a la delincuencia.

El delincuente tiene su responsabilidad, pero tam­bién la tiene la sociedad, unos y otros, que con la pro­vocación habitual creamos una tentación de tener y disfrutar, ininterrumpida, cada vez más agresiva y de hondo calado en las conciencias.

Nuestra actuación en la sociedad

A la vista de la precedente consideración, el compro­miso del cristiano debe tener como objetivo, indefecti­blemente, la transformación de la sociedad en estos aspectos negativos que tanto influyen en la creación de marginación y delincuencia.

Y nosotros mismos calificamos a algunos como de­lincuentes «oficiales».

Son los presos. ¿Y muchos de nosotros no somos delincuentes, más

o menos, en público o en privado? Y al preso lo llevamos a la cárcel. Es un modo de

quedarnos socialmente tranquilos y hasta de tranqui­lizar nuestra conciencia, porque en la cárcel están los delincuentes, los socialmente malos. Nosotros, en li­bertad, porque no somos como ellos. Junto a los ma­los, nos declaramos más fácilmente buenos.

Esta reacción recuerda literalmente al fariseo de la parábola, que vanidosamente decía a los cuatro vien­tos y hasta a Dios: «No soy como los demás hom­bres».

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Nosotros decimos y nos decimos, y hasta se lo deci­mos a Dios, que no somos como la gente que está en la cárcel.

¿A qué conclusión quiero llegar con estas reflexio­nes?

Que nuestra existencia cristiana nos exige romper toda alianza con la idolatría del tener para que nues­tro único Dios y Señor sea el Padre de nuestro Señor Jesucristo.

Al pensar en el compromiso cristiano no olvidemos que es compromiso con Dios y desde Dios para actuar en nosotros mismos, los primeros que continuamente necesitamos conversión.

Pero el compromiso cristiano, por imperativo de la misma fe, debe extenderse hacia los otros, hacia la so­ciedad, hacia la vida.

¿Por qué? Porque el Reino de Dios, que es nuestro campo, vo­

cación y tarea, es el Reino del amor de Dios, como Padre que nos transforma en hijos suyos y en herma­nos entre nosotros.

Cada hombre es mi hermano; cada hombre es Cristo, y lo son, sobre todo, el pobre y el marginado, entre los que hay que contar a quienes están en la cárcel, a quienes Jesús identifica consigo mismo: «Estuve en la cárcel y me visitasteis».

El compromiso con el hombre reclama de nosotros el compromiso de querer transformar el ambiente en que vive, de sanar moralmente nuestra sociedad, de promover en ella unos valores morales que la liberen y la hagan más humana y humanizadora.

Este compromiso social se debe apoyar, sobre todo, en las mediaciones creadas por la propia sociedad pa-

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ra el logro de su bien común. Es una de las maneras urgentes de presencia cristiana en el mundo.

La Iglesia de Jesús ante la realidad de nuestras cárceles

La comunidad cristiana, en general, está también distante de la cárcel.

Empecemos por reconocerlo. No seré yo quien niegue que en estos últimos años

se han dado pasos muy importantes: — El trabajo tenaz de los distintos Congresos de

Pastoral Penitenciaria, está dando sus frutos. — La creación de una pastoral penitenciaria en al­

gunas Iglesias diocesanas, va acercando la cárcel a la comunidad cristiana.

Pero todavía hay que hablar de grupos muy reduci­dos, aunque en ellos haya personas muy sensibiliza­das y comprometidas.

Nuestras diócesis, nuestras parroquias, nuestros militantes, nuestros cristianos, viven, en general, aje­nos al mundo de las prisiones.

Una dificultad primera que parece razonable es el hecho mismo de la cárcel: es un espacio cerrado, ais­lado, con personas en gran parte desconocidas para quienes viven en el mismo territorio parroquial. Es di­ficultad real.

Pero la cárcel debe ser, precisamente por esta espe­cial marginación y aislamiento, un lugar de preferen-cial atención evangelizadora. Más aún, si tenemos conciencia de que esas personas están padeciendo graves lesiones en algunos de sus derechos fun­damentales, sentiremos la llamada a actuar nuestro compromiso como cristianos.

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Si la cárcel y quienes están en ella internados for­man parte de los ignorados por la sociedad, un primer compromiso de la comunidad cristiana será el buscar y poner los medios para que los marginados de la cár­cel entren en la solicitud, acción y compromiso de nuestras comunidades.

La misión de la Iglesia es evangelizar sobre todo a los pobres, y los presos son pobres y, en muchos ca­sos, pobres entre los más pobres.

Y la cárcel, al fin y al cabo, es sociedad, nuestra so­ciedad, que tiene el derecho y el deber de conocer la realidad de estos ciudadanos de la prisión.

Hemos de intentar, por los medios legítimos, que es­te derecho, tanto de los presos, a que sepamos su rea­lidad carcelaria, como de todos nosotros, a conocerla, sea efectivo.

En consecuencia: — La comunidad cristiana no puede aceptar como

suya la pauta social por la que ante el preso sólo ha lugar el rechazo, la sospecha, el miedo, el deseo de su lejanía, el refuerzo de medidas de seguridad y la no aceptación de su reinserción social.

La peligrosidad de algunos presos no puede ser el principio definitorio de nuestra relación con la cárcel.

Hay actitudes positivas ante los presos, como son el amor, su aceptación, la solidaridad fraterna con ellos, la defensa de sus derechos, que son esenciales en la vida cristiana, exigidas por nuestra fe en Jesucristo.

La norma suprema del cristiano es Jesucristo, su palabra, su vida, su actuación y su mensaje.

Si nos identificamos con los criterios dominantes en la sociedad, seguiremos siendo injustos con los presos, con la injusticia de quien contradice el proyecto de Dios, al dejarlos fuera de la fraternidad reclamada por el Reino.

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Nuestro Dios es un Dios liberador que envió a su Hijo al mundo, no para condenarlo sino para salvarlo, para salvar lo que estaba perdido, para hacer justicia a los oprimidos. Y nosotros, que confesamos a ese Dios, no podemos, en conciencia, quedarnos en la aprobación de sus condenas.

— Si el preso es imagen de Dios, es otro Cristo; si lo que hacemos o dejamos de hacer al preso, lo hacemos o dejamos de hacer a Cristo; si el preso es realmente un hermano nuestro, debe ser también alguien a quien amemos, nos interesemos por él, lo defendamos.

— ¿Cómo responder a Cristo, que nos envía al mun­do, como el Padre lo envió a El? ¿Cómo imitar a Cristo, el enviado para liberar a los oprimidos? ¿Cómo les vamos a anunciar la Buena Noticia del amor libe­rador de Dios, la Noticia de que Dios es Padre de to­dos, si nosotros, portadores de esa Buena Noticia, no los amamos?

— Si Dios se fía siempre del hombre, de todo hom­bre, también de ti y de mí, ¿con qué derecho los des­calificamos, los consideramos a algunos sin remedio?

— Si Dios llama siempre a la conversión, ¿cómo osamos pensar que los presos, aunque lo pensemos sólo de algunos, son incorregibles?

— Si el Mensaje cristiano es anuncio de libertad, de llegar a la libertad que Cristo nos adquirió, la libertad de hijos en el amor de Dios Padre, ¿cómo podemos dar por buena la prisión y no anunciar la libertad a los presos y a los cautivos?

— Cristo se encarnó y se hizo semejante a nosotros en todo, menos en el pecado; se encarnó con el preso siendo El mismo preso; se solidarizó con los crucifica­dos con El y hasta a uno de ellos le prometió la pronta entrada en el Reino. Este gesto de Jesús lo considera

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certeramente Evaristo Martín Nieto como la primera canonización de la historia.

— Si la comunidad cristiana debe salir continua­mente al encuentro del Señor, que vaya a las cárceles, donde el Señor nos espera: «Estuve en la cárcel y me visitasteis».

Conozcamos su realidad personal, familiar y sus de­rechos; actuemos para apoyarlos y defenderlos; ore­mos por ellos y con ellos, y con ellos celebremos la Pascua liberadora de Cristo.

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INFORME SOBRE LOS DERECHOS HUMANOS EN LA§ PRISIONES

DE ESPAÑA

FERNANDO FUENTE ALCANTARA

Voy a comenzar mi exposición justificando, en cierto modo, la oportunidad y razón de este informe. Soy consciente de que hay muchas instancias prestigio­sas, capacitadas y con medios para constatar la reali­dad, el mundo complejo, sórdido a veces, de la prisión. No es mi propósito suplir ni imitar tales responsabili­dades. No es una reedición de la Oficina del Defensor del Pueblo, ni pretende enmendar la tarea fundamen­tal que debe realizar esta institución del Estado. Ni so­lamente el portador de las reivindicaciones justas de aquellos que padecen en sus carnes la violencia del sistema penitenciario, o de las leyes; ni siquiera, final­mente, es la protesta utópica para una sociedad sin cárceles.

La intencionalidad de esta información, plenamente enmarcada en la dinámica del Congreso, es, sobre to­do, transmitir la voz de los sin voz, depositar su la­mento en este foro de cristianos y hombres de buena voluntad. No hubiera estado bien que hubiéramos he­cho abstracción de lo que viven los reclusos, no tener en cuenta su grito directo.

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Este informe pone en voz alta lo que vosotros me habéis comunicado. Pero, aún más, la razón funda­mental de este compromiso con los encarcelados se encuentra en el evangelio, el cual es la expresión más plena de los derechos del hombre y del motivo más poderoso del cristiano para comprometerse en su de­fensa. La promoción de los derechos humanos es cen­tral en el misterio de la Iglesia, como lo ha destacado Juan Pablo II al clamar que no «existe verdadera solu­ción para la cuestión social fuera del evangelio»1. La cuestión social hoy fundamentalmente son los dere­chos humanos, la dignidad del hombre.

Por qué hablamos del incumplimiento de los dere­chos humanos en una sociedad democrática que tie­ne sus medios legales y jurídicos adecuados; en una sociedad que pide mayores cotas de seguridad ante sus graves problemas de delincuencia, violaciones, atentados... Hay que afirmar fuertemente que «La Iglesia, en virtud de su compromiso evangélico, se siente llamada a estar junto a estas multitudes pobres, a discernir la justicia de sus reclamaciones y a ayudar a hacerlas realidad, sin perder de vista el bien de los grupos en junción del bien común»?. Jesucristo nos ha enviado a anunciar a los pobres la Buena nueva, pro­clamar la libertad a los cautivos y dar la liberación a los oprimidos (cf. Lucas 4, 18), y con todos los hom­bres de buena voluntad podemos apelar a la naturale­za humana sabiendo también que las leyes y los ordenamientos jurídicos no atienden muchas veces la plenitud y la exigencia moral que corresponde a todo hombre.

1Encíclica Centesimas annus, 5 2Sollicitudo rei socialis, 39.

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Fuentes en las que se apoya el informe

Dar cuenta de la situación global en la que se en­cuentra el cumplimiento de los derechos, es una grave responsabilidad que no podemos soslayar. En nuestro caso, no hay personalismos, ni siquiera podemos arro­garnos la exclusividad de la preocupación moral ni el compromiso siempre atinado. El departamento peni­tenciario enmarcado en la Comisión Episcopal de Pas­toral Social, junto con la aportación de las capellanías de todo el Estado, expone una situación que, como va­mos a comprobar a lo largo del Congreso, exige graves compromisos con el mundo penitenciario.

El informe que presentamos se nutre, en primer lu­gar, de la aportación paciente y sosegada de los cape­llanes de los centros penitenciarios, quienes reunidos en Asamblea Nacional en marzo de 1991 expusieron las constantes más destacadas en el incumplimiento de los derechos humanos en las cárceles.

Otra fuente básica de información es el Concurso de Redacción sobre los Derechos Humanos en la Cárcel, en el que han participado cerca de un centenar de es­critos en los que se expone la propia experiencia y vi­vencia sobre los derechos humanos.

Por último, hemos tenido la oportunidad de conocer una muestra de 200 cuestionarios de varios centros pe­nitenciarios, cuestionarios en los que cuantitativamente se hace una ponderación de aquellos derechos que se­gún los reclusos ofrecen un mayor incumplimiento.

Marco social, antropológico y ético

El valor de la dignidad es el elemento central sobre el que debe pivotar la privación de libertad (art. 10 de

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la Constitución). Es indudable que el recluso privado de libertad se encuentra en una situación especial que conlleva una limitación de sus derechos. Sin embargo, esto no quiere decir que al perder su libertad pierda también su condición de persona. He aquí el testimo­nio desgarrado de un recluso: «Los hombres son seres sensibles, capaces de sentir dolor, miedo o pánico, y son algo más que una piltrafa o desecho social, y su labor, no lo olvidemos nunca, es una responsabilidad ética y moral que jamás se puede eludir. Utilizarlo pa­ra causar sufrimiento no tiene justificación alguna» (Concurso de Redacción).

El desarrollo jurídico de nuestra sociedad española no es un marco suficiente para hacer una revisión del cumplimiento de los derechos humanos. Ya la misma ciencia sociológica, como sociología del Derecho, nos plantea un amplio horizonte de derechos y deberes que amplían la cantidad de bienes necesitados de una tutela específica. Se reconoce socialmente la extensión de esta tutela a la familia, las minorías étnicas o reli­giosas. Especialmente en esta época son los derechos económico-sociales de muchas personas los que están desbordan do los límites jurídicos de nuestros ordena­mientos. Tales derechos, o mejor llamarles exigencias, sólo llegan a ser una realidad cuando hay un sistema de aplicación eficaz y se fija con claridad quién tiene el deber de satisfacerlos.

El derecho a la vida y ala intimidad

La vida se deteriora y cada vez más pierde su senti­do de nobleza y dignidad cuando, como en el caso de los jóvenes «Juan y Andrés (que) entraron con un

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cuerpo joven, sano y lleno de vida, pero su falta de precaución y las condiciones higiénicas y sanitarias de los centros penitenciarios han lesionado seriamente sus condiciones físicas, llevándoles a alcanzar cotas dramáticas en su estado de salud. Han padecido una hepatitis que ha degenerado hasta hacerse crónica, han contraído la microbacteria de la tuberculosis, su­fren dos anemias provocadas por sendas huelgas de hambre llevadas a cabo como medida de protesta por el tratamiento recibido. Además han desarrollado los anticuerpos del SIDA...» (2Q premio de redacción).

La vida en la cárcel es un valor devaluado como en el caso del recluso que, en su décimo año de prisión, manifiesta: «Cuando se ingresa en prisión, te arrojan a un torbellino de destrucción moral, sentimental y físi­ca. La vida me ha convertido en lo que soy... es la he­rencia de la cárcel. Entré blanco en prisión y saldré con el alma negra. Un espectro de lo que fui. Una sombra de mi presencia de antaño... No soy el mismo. No lo seré más» (Concurso de Redacción).

A este proceso de deterioro lento y corrosivo se aña­den otras actuaciones puntuales que no garantizan el mínimo de dignidad. Ese mínimo de dignidad se pier­de cuando se atenta contra la dignidad de las perso­nas en los cacheos, recuentos, requisas y registros, en los que en algún caso, en un exceso de celo, se pidió ponerse firmes a enfermos reclusos con brazos y pier­nas ortopédicas.

También debemos anotar la situación indigna que se plantea en los traslados, a veces en furgones in­frahumanos sin ventanas ni ventilación.

El derecho a la vida debe considerarse no sólo como respeto sino también como protección de la vida frente a los ataques violentos de otros. La violencia no es un

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modo de reconstrucción y de resolución de los proble­mas. La violencia ofende a Dios, a quien la sufre y a quien la practica3. En todos los casos el corazón hu­mano reprueba moralmente la práctica de la tortura o de los tratos vejatorios.

La prohibición constitucional sobre la torturas, del art. 15, se refleja también en el art. 6 de la LOGP y en el art. 5 del Reglamento, que prohibe no sólo la tortu­ra y los malos tratos de palabra o de obra, también el rigor innecesario en la aplicación de las normas. Entre los trabajos de redacción se exponen varias experien­cias de tortura que deben ser comprobadas.

Derecho a tener unas condiciones dignas de espacio e higiene

Uno de los derechos más señalados por los sondeos que ha efectuado este Secretariado, es la angustiosa falta de espacio y las deficientes condiciones higiéni­cas de la vida en reclusión.

La carencia de plazas en las cárceles hace que en al­gunas prisiones haya 6 y 8 reclusos por celda, o que en una celda de 12 metros cuadrados convivan 3 ó 4 personas, repartiéndose las literas por turno y por an­tigüedad, durmiendo con colchones en el suelo.

Algunos de nuestros centros penitenciarios tienen una masificación que es la causa de la anulación de derechos humanos tales como la intimidad, la higie­ne... La ventilación deficiente y la insalubridad son moneda corriente.

3Juan Pablo II. Homilía en Loyola, 6-XI-1982, nQ 6.

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El hacinamiento mezcla la convivencia entre reclu­sos de todo tipo: primarios con reincidentes; los nova­tos pueden aprender las leyes internas y lejos de reha­bilitarse saldrán a la calle con más problemas y peo­res costumbres adquiridas. Es la eficaz y experi­mentada escuela de la carrera delictiva.

Se da una clasificación inaceptable, como acabamos de ver. Clasificación que a veces se basa sólo en la mo­lestia que provoca el interno, más que en razones de personalidad, adaptación o colaboración. Es urgente separar a los enfermos mentales del resto de los reclu­sos.

El hacinamiento se asocia deforma maldita con las condiciones sanitarias

«Los enfermos portadores del SIDA conviven con sus compañeros, incluso en estadios avanzados de la en­fermedad. Los herpes, la tuberculosis, los hongos y to­das las enfermedades inherentes al proceso del SIDA, pululan por las prisiones de forma escandalosa, ha­ciendo inútiles los esfuerzos del cuerpo médico, mal equipado, peor remunerado y abocado al desánimo y la frustración. El hospital penitenciario es insuficiente y tercermundista» (Concurso de Redacción).

El derecho de asistencia del letrado

El mundo jurídico que rodea al delito y a la estancia en las cárceles, incumple de modo manifiesto, en los casos de letrado de oficio, los objetivos y las garantías legales de los procesados. Una sociedad que soporta

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esa desigualdad de trato entre aquellos reclusos que tienen medios y los que no lo tienen, debe replantear­se moralmente y jurídicamente las garantías de sus ordenamientos.

En los casos de abogado de oficio, ¿cuántas veces ha sido necesaria la presencia del capellán en los juzgados y secciones de la Audiencia Provincial para que el inter­no conozca quién es su abogado, para que no se parali­ce el proceso; procurar pruebas y testimonios en favor de los encausados, para que se envíen a tiempo los tes­timonios de sentencia y las liquidaciones de condena, para que las mismas Salas de la Audiencia se interesen por la concesión de indultos en casos concretos?

Aún más, respecto a la defensa de los internos, pe­dir que los abogados visiten a sus defendidos, para in­formarles de su situación ante los tribunales. Que es­tudien, sigan y defiendan con interés las causas, sin abusar económicamente y sin tratar de contentar a sus defendidos con engaños ni los abandonen una vez concluido el juicio.

El derecho a estar cerca de la familia

Es reconocido que toda sociedad que quiera resocia-lizar a sus miembros necesita mantener los vínculos más íntimos de la persona; entre ellos, la familia es fundamental: «Personas que se encuentran cumplien­do una condena lejos de sus madres e hijos, lejos de ese afecto y calor necesarios para hacer menos difícil la situación tanto de unos como de otros. Tal vez así no se destruirían tantos hogares, se conseguiría que los hijos al menos esporádicamente tengan el calor de la madre o del padre» (Concurso de Redacción).

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El derecho a vivir una juventud que dé paso a la reforma de la vida

La mayoría abrumadora de los reclusos son jóvenes. «El idealismo y el espíritu de la juventud muere en es­tas cárceles. La cárcel crea miedo a estar en la cárcel. El joven que hace unos años estaba pagando una con­dena por robo... hoy puede estar pagando un robo ma­yor, incluso una muerte, que no acierta a comprender cómo lo hizo. Si añadimos a esto un pasado de refor­matorios, hogares, drogas y una falta de cultura (has­ta el extremo de no saber leer y escribir), si añadimos un futuro desconcertante en el que no hay trabajo, y si lo hubiera peor pues no tiene una profesión. ¿Qué otra cosa puede esperar que no sea hacerse rico? Mientras no cambie la sociedad, seguirá habiendo pri­siones. Seguirá existiendo el problema...» (Concurso de Redacción).

Los derechos de los funcionarios

En toda generalización se acarrea una injusticia con muchas personas que cumplen con su trabajo, que son honestos profesionales. El cometido del funciona­rio es complejo y difícil como pocos, y siendo su labor fuente de decisiones comprometidas, sin embargo, es también ocasión de aportar un gran servicio al hom­bre encarcelado y a su dignidad.

Este Congreso no es la plataforma de condena de nadie. Ciertamente en algún caso hay comportamien­tos de funcionarios que son indignos e inhumanos. Pero, sobre todo, nuestro encuentro es la constatación de muchas de nuestras frustraciones como sociedad

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de convivencia jurídica y moral, sociedad con la que podemos llegar a ser cómplices.

Los reclusos también son comprensivos con el dile­ma existencial y personal en el que se encuentran mu­chos funcionarios. Hay presos jóvenes que reconocen con tristeza el idealismo perdido de los funcionarios y su resignación casi necesaria: «No niego que los fun­cionarios de prisiones tengan buenas intenciones y miren por el bien social, pero no pueden mirar por el bien del preso. No se puede servir a dos señores» (Concurso de Redacción).

Hay que reconocer que en toda esta situación influ­ye de modo notorio la carencia de funcionarios y per­sonal profesional dedicados a la población reclusa.

Derecho a la debida asistencia religiosa

La tarea de sanación es fundamental para la nece­saria recomposición moral y para la reinserción social de los reclusos. En dicha tarea el valor de lo religioso ocupa un lugar destacado. «La Iglesia, cuando anun­cia al hombre la salvación de Dios, cuando le ofrece y comunica la vida divina mediante los sacramentos, cuando orienta su vida a través de los mandamientos del amor a Dios y al prójimo, contribuye al enriqueci­miento de la dignidad del hombre»4.

El hecho de que en estos momentos se hayan cons­truido centros penitenciarios que no tengan siquiera un «local adecuado» para la celebración del culto y otras actividades religiosas, es una grave limitación de los derechos de los reclusos.

4Centesimus annus, 55.

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Es cierto también que la comunidad cristiana, gru­pos de voluntariado, voluntarios de modo individual... todos debemos corregir numerosos errores al acercar­nos a la realidad penitenciaria. En algunos momentos, estos fallos estratégicos y de sensibilidad hacia la complejidad del mundo carcelario, han provocado ten­siones y hasta anulación de tareas verdaderamente positivas en el orden religioso.

El rechazo a poder dispensar los servicios religiosos, como pudiera parecer en algunos momentos, no es se­ñal de libertad democrática, sino de inmadurez y falta de perspectiva humana ante una dimensión funda­mental para el desarrollo del hombre.

Esta asistencia debe ser reconocida y abierta a otras confesiones religiosas y en colaboración con ellas.

Derecho a no ser discriminados por ser extranjeros

Lejos de sus países de origen, sin familia, sin recur­sos económicos, con el problema del idioma. Alen­tados por la esperanza de rebajar su pena a cambio de trabajo, o conseguir su permiso para la preparación de la vida en libertad, en bastantes ocasiones ven que su esfuerzo ha sido baldío. Los extranjeros se ven y se sienten desasistidos de las organizaciones e institucio­nes públicas.

Debemos tomar conciencia de que el problema de los extranjeros ilegales no tiene solución con la repre­sión. En palabras de un reciente documento pontificio sobre los refugiados, hay que afirmar que la «univer­salización efectiva de los derechos humanos depende hoy, en gran parte, de la capacidad de los países desa-

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rrollados de dar un vuelco moral que permita cambiar las estructuras que mantienen a tantas personas en una situación de marginalidad extrema»5. Es necesa­rio intervenir activamente en las causas que provo­can la afluencia masiva de presos extranjeros a las cárceles.

El derecho a poder reformar la vida y esperar un nuevo horizonte. La necesaria tarea de reinserción

Hay una coincidencia unánime (para preventivos, penados, en centros de poca población o de mucha) de que uno de los derechos más conculcados y digno de destacar, por su importancia para toda la trayectoria del recluso, es el derecho a la reinserción social. La cárcel, en bastantes ocasiones, ya desde sus efectos iniciales, deteriora la vida física, como hemos destaca­do, y termina por cerrar el círculo del futuro, sin luz ni esperanza.

Seguramente para nadie como para un cristiano de­be ser un imperativo la acogida y la misericordia ante el delincuente que ha infligido las leyes. En frecuentes ocasiones, es su luz de esperanza.

Es urgente crear conciencia de que, aun cuando han atentado contra los derechos de otros, ellos tam­bién siguen conservando sus derechos:

«Conservar nuestros derechos es la vía para volver a la sociedad de donde salimos, con el convencimiento

5Pontificio Consejo Cor Unum. Los refugiados: un desafio a la solidaridad. Ecclesia nQ 2602, del 17 de octubre de 1992.

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de que no debemos causar ningún daño a esa socie­dad porque nos han enseñado la forma de no hacérse­lo, y de esa manera todo podría quedar reducido a un error por nuestra parte, un error que podría asumir­se y del que podríamos quedar liberados una vez pa­gada nuestra culpa. Por el contrario, y si, como nos ha pasado a ti (Juan) o a mí (Andrés), por atentar contra sus leyes se nos condena no sólo a la cárcel sino además a la pérdida de nuestros más elementa­les derechos, nosotros responderemos, como de he­cho lo hacemos, olvidándonos de los suyos y aten­tando contra sus leyes, leyes que ellos han creado y que no son iguales para unos y otros» (2Q premio de redacción).

Derecho al trabajo

El tratamiento penitenciario es un elemento funda­mental para la resocialización y la reeducación. Uno de sus factores importantes es la revalorización per­sonal a través del trabajo. Es casi imposible lograr una resocialización sin tener nada que hacer desde la mañana a la noche, sin experimentar con el reclu­so en condiciones similares a su vida en libertad, sin lograr un salario justo que recompense una actividad ejercida en condiciones de igualdad y de seguridad, de modo que lo que hacen los reclusos posteriormen­te no sea fuente de ganancia inmoral que no reper­cuta en el propio recluso. Es necesaria una «rehabili­tación regenerativa», el aprendizaje de oficios alter­nativos al delito. Derecho al trabajo de los penados, que consagra el art. 25 de la Constitución en rela­ción con el 35.

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Las estructuras de pecado que ocultan el cumplimiento de los derechos humanos

Juan Pablo II, en la encíclica Sollicitudo rei socialisf

señala la existencia de unos mecanismos, estructuras englobantes de pecado que no dejan transparentar la liberación y el valor de la dignidad humana: «Es un mal moral, fruto de muchos pecados que llevan a es­tructuras de pecado»6.

Pongamos un botón de muestra con las constata­ciones de juristas implicados en la defensa de los de­rechos humanos: «Pertenece a la realidad de la cárcel la comisión de un número notable de hechos delicti­vos. Los pactos de silencio entre la población reclusa, creando una propia subcultura del miedo y del terror carcelarios. Subcultura que dificulta cualquier investi­gación. Todo ello constituye campo abonado para jus­tificar excesos de celo de algún sector del funcionarla-do de prisiones, que dispone de la pretendida coartada moral que le proporciona el objetivo de combatir el de­lito para el ejercicio de actos de coacción instituciona­lizada.

Son también tristemente frecuentes en los centros penitenciarios las ofertas de prebendas a internos, a cambio de información, acompañadas de amenazas y coacciones en respuesta a posibles rechazos. Ello no sólo perpetúa el carácter sórdido de la prisión sino que envilece a los proponentes y constituye delito»7.

En algunos centros los grupos mañosos actúan so­bre aquellos que no tienen posibilidades de defensa.

6Sollicitudo rei socialis, 37. 7Balaguer Santamaría, Javier y otros. En Cárcel y derechos hu­

manos, José María Bosch, editor. 1992, Barcelona.

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El «ambiente» de los grandes centros «lleva a instaurar prácticas de robo entre los internos, droga por todos lados, los economatos: una ganga para unos cuan­tos...» (Concurso de Redacción).

Estas realizaciones humanas para reprimir al delin­cuente, generan, tal como se ha acuñado en Sociología, unas «instituciones totales» donde el recluso personal­mente se enfrenta a una situación, en la que «el destino, la suerte, lo absurdo, las circunstancias, juegan un pa­pel en la estructuración de la cotidianiedad... cuyo re­sultado es el hundimiento, cada vez más difícil de sol­ventar en una estructura marginal, que crea una autén­tica imposibilidad de dar un viraje de ciento veinte gra­dos en el propio camino. La frustración es el plan de ca­da día y la agresividad y la búsqueda de un "modus vi-vendf acaba resultando una condición de subsistencia».

Conclusiones del informe

1-. La cárcel no es capaz de alcanzar casi ninguno de los fines que se ha propuesto.

No hay reeducación, tal como se constata por el fuerte número de reincidencias. No previene, pues el aumento de los reclusos no se corresponde con una disminución de los delitos. Y, lo que es ya conocido, se percibe esa ausencia resocializadora, sobre todo con los drogodependientes y con los penados a tiempos cortos, en los cuales el efecto destructor supera con creces los hipotéticos beneficios resocializadores.

«Los planes de reinserción social son ineficaces. No consisten en mejorar las condiciones de vida en el in­terior de las cárceles, ni en enseñar un oficio a los re­clusos. No se puede conseguir un hueco para ellos en

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la sociedad, si antes no hay un hueco en el corazón, pues nada puede vivir a nuestro lado que no viva tam­bién dentro de nosotros» (Concurso de Redacción).

2-. Revisar las causas sociales de la delincuencia, los problemas de fondo que están provocando los com­portamientos delictivos a pequeña escala. Es urgente la revisión de estos condicionamientos, especialmente en lo que respecta a los jóvenes. El delito como resul­tado de la marginación no nos permite ni justifica quedarnos sólo, aun siendo muy importante, en un debate sobre las condiciones resocializadoras cuando, como afirma, no con poco sentido, un recluso: «La ma­yoría de los delitos que ocurren en este país no son actos producidos por psicópatas o perversos, sino por causas desesperadas producto de la marginalidad y la alienación que somete el sistema a ciertas capas so­ciales y étnicas» (Concurso de Redacción).

Es urgente, desde la tarea del reconocimiento de los derechos humanos, trabajar en favor de la situación de los drogodependientes (que representan una parte muy importante de la población carcelaria), considerar más desde el punto de vista médico su situación.

La sociedad, ni nosotros como comunidad cristiana, debemos abandonar al recluso una vez que se encuen­tra en libertad. La hipoteca humana que hemos con­traído con los reclusos llega moralmente a comprome­ternos con los liberados condicionales o definitivos.

3-. Trabajar por el hombre, aunque sea por uno solo, para que cambie el mundo de la prisión; pero so­bre todo para que se vea una nueva libertad, una auténtica libertad que pueda superar el mundo de contradicción entre querer ser y poder ser, para aque­llos que miran hacia atrás contemplando sus muchas frustraciones entre las rejas de una prisión.

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LOS DERECHOS HUMANOS EN LA CÁRCEL

ANTONIO MORENO ANDRADE

Introducción

Debo comenzar mi intervención expresando mi grati­tud al Comité organizador de este IV Congreso Nacional de Pastoral Penitenciaria, por permitirme unir mi voz y mi reflexión a las de tantas personas preocupadas por un problema que, por su dificultad y la utopía de su solu­ción, supone siempre una fascinante aventura inaca­bada. Y al tiempo, felicitarles por el acierto de poner una vez más el dedo en la llaga de una herida siempre abier­ta, en constante acusación a la sociedad y a los pode­res públicos, por su falta de respuesta a la acuciante necesidad de trazar y defender un marco jurídico rigu­roso y posible en el que coexistan derechos que, en una sociedad democrática, habrían de brillar por su perma­nente observancia y no por su, a veces angustiosa, rei­vindicación.

Responde mi presencia aquí a una doble coordena­da. De una parte, a mi condición de magistrado, hoy alejado del fárrago del campo de la criminalidad, y, de otra, y sobre todo, a mi militancia cristiana, a la asunción de unos valores y un compromiso siempre perfectible de dación a quienes sufren la más terrible afrenta del hombre.

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Mi vinculación al mundo de las Hermandades y Cofradías de esta ciudad me ha permitido ser, aun limi­tadamente, transmisor del mundo sórdido de las cárce­les al campo de quienes, aun ajenos al mismo, pueden volcar su caridad y su espíritu fraterno a un ámbito casi inédito de las Bienaventuranzas. Así, este año mítico de Sevilla, en que tuve el honor de cantar su Semana Santa, dediqué mi Pregón a quienes sufren la pérdida de liber­tad, en un deseo de convertir mi voz en un estilete que fuera horadando tan importante tejido social e introdu­ciendo en la herida una realidad que clama por su cono­cimiento y comprensión.

En la prisión confluyen una pluralidad de personas, de aflicciones y quehaceres, que hacen concebirla como un microcosmos que vive aletargado y silencioso, alejado de la realidad social cotidiana, configurando un caudal de rela­ciones difícilmente comprensibles y en nada extrapolables fuera de sus muros. Relaciones que, por su permanente y cotidiana intensidad, determinan un campo interpersonal de obligada regulación para su coexistencia, y a las que se une de forma necesaria la contemplación de derechos inhe­rentes a las familias de tan plural colectivo.

Yo quisiera llevar mi reflexión sobre este amplio mosaico, ahondar en los derechos que, reconocidos por nuestro Ordenamiento, son limitados en la relación peni­tenciaria y, sobre todo, distinguir entre el plano del ser y del deber ser, desde una óptica puramente sociológi­ca más que jurídica, dictada por mi experiencia perso­nal de tantos años en contacto con la privación de liber­tad y preocupado por el abanico de sus consecuencias, en el que priman los efectos perniciosos sobre los que convencionalmente llamaríamos positivos. Mi pretensión es sumamente modesta: abrir la espita de nuestra refle­xión sobre valores ignorados y necesitados de nuestra comprensión y decidida ayuda.

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El espectro de la cárcel

Ciertamente, lo que ocurre tras los muros de una cár­cel constituye un mundo desconocido para la sociedad. El sustrato humano que allí se hacina es sumamente homogéneo en su extracción, comportamiento y posi-cionamiento ante los valores generalmente aceptados por la mayoría. Con excepciones muy determinadas en cuan­to a nivel cultural y económico, la gran mayoría, cierta­mente abrumadora, responde a arquetipos muy con­cretos de marginación e incultura. El persistente estig­ma de la droga tiende una red aún más densa en la igual­dad de los internos.

Dentro de la cárcel se desarrolla un mundo de pasio­nes, rencores, comprensiones e indignidad, con un sór­dido paralelismo a la vida cotidiana de la calle.

Por otra parte, y creo que es directa consecuencia de la droga y de la propia sociedad, la aceptación de la pér­dida de la libertad como un estadio normal en el deve­nir de la vida de muchas familias, hace que la privación de aquélla sea cada vez menos gravosa en muchas capas sociales y, sobre todo, en los jóvenes.

Debe tenerse, además, en cuenta que las estructuras represivas del Estado (y utilizo el adjetivo en su sentido más técnico y respetuoso) están mucho más capacitadas para la burocracia y rutina del pequeño delito que para la investigación más científica a que obligan determina­das tipologías, en un principio de matiz económico y hoy de un amplio abanico aunque con una etiología franca­mente dineraria. Ello sin olvidar la profusión de los pri­meros, indudablemente mayor que cualesquiera otros.

Con todo, la radiografía del interno —en la mayoría de los casos, se entiende— podría ser muy ajustada a esta descripción: heroinómano, procedente del canna-bis; ínfimo nivel de vida y de cultura; marginado social

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y económicamente; parado; que relata mal recuerdo familiar y frecuentes situaciones de odio en su infancia... generalmente con rotundo fracaso escolar; padre alco­hólico y con escaso entusiasmo por el trabajo, y el ejem­plo que contempla en su entorno familiar y social. Vive en el extrarradio, en barrios de marginación; carente de principios de inhibición sociales, morales o religiosos; acepta como normal la transgresión de unos valores sociales que no entiende, con total ausencia de una míni­ma escala de valores (escasamente asume los de orden material); no siente temor a la privación de libertad; sabe que su permanencia en prisión será transitoria y exigua, encuentra allí un habitat no inferior al propio en que vive en libertad y alguno sabe —tristemente— que es el úni­co sitio donde podrá superar su adición, cuando no encontrar la misma droga que en la calle, en mayor impu­nidad.

Es ésta una realidad de la que ha de partir el estu­dioso cuando se enfrenta a la problemática de los reclu­sos. La ineludible presencia de la droga, la ausencia de cultura y sus múltiples consecuencias en el enfoque de muchas realidades, entre ellas, su propia proyección. Es una problemática que alcanza a varias generaciones, a niños que no tienen otra educación que el mundo de la delincuencia y la droga y su consecuente privación de libertad, que no notan ni valoran en demasía. La incor­poración de la mujer a ese mundo como sujeto activo del delito, complica el panorama gravemente e introduce serias disfunciones sobre los mecanismos de equilibrio y defensa familiares en situaciones de esta índole.

Es una realidad que debe conocerse y considerarse serenamente. Sin ocultismo, sin edulcorarse... La socie­dad debe asumirla porque de este conocimiento nacerá la posibilidad de un compromiso y quizá de una solu­ción.

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La visión del juez

Sobre todo, deben asumirla los jueces. El mundo de la delincuencia marginal es entendido desde diversos saberes y desde ópticas muy distintas. El criminólogo, el policía, el abogado, el asistente, el funcionario de pri­siones... Pero se trata de una realidad que parte de una resolución judicial, ciertamente consecuente al propio hecho delictivo. Pero no puede olvidarse: el juez decide. Decide en conciencia, aplicando su técnica jurídica a la valoración de unos indicios al principio y de unas prue­bas concluyentes después. Y su conocimiento no puede circunscribirse al automatismo de la calificación del hecho; es imprescindible que ahonde en la realidad de la persona: en sus raíces, motivaciones, educación, nivel económico, social y cultural... en su condicionamiento familiar y de su habitat, su extracción urbana o rural, su ubicación geográfica en el tejido del grupo humano... sus cargas familiares, su situación laboral... Y sólo cuan­do complete ese «puzzle» de circunstancias humanas podrá emprender la siempre peligrosa aventura de adentrarse en el alma de un hombre para averiguar el porqué de su acción antisocial.

No puede olvidar el juez que su decisión va a trasto­car una multitud de mecanismos de equilibrio familiar y económico, al tiempo que de apaciguamiento de la con­ciencia social.

Es una tarea difícil, sobre todo en los primeros momen­tos de la investigación, por cuanto no siempre el atesta­do o la denuncia son objetivos y sí muy limitados los medios de defensa del detenido. La presencia del letrado de guardia en la primera declaración judicial, no tiene excesivo sentido: generalmente desconoce las circuns­tancias en que se mueve la diligencia y si no extrema su interés, por su compromiso o su remuneración, se limi-

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ta a ser un convidado de piedra, a lo que contribuye la propia dinámica vertiginosa del Juzgado de Guardia.

Presunción de inocencia

Nuestra Constitución establece en su artículo 24 el principio de presunción de inocencia, cuya importancia extremamos casi en exclusiva cuando nos referimos a la sentencia penal. Sin embargo, esa garantía de consi­deración de inocencia con que parte toda persona enjui­ciada, es de aplicación cuando, como en las primeras dili­gencias, se priva a una persona de un derecho capitalí­simo cual es la libertad. Es invocable, por tanto, la pre­sunción de inocencia para el detenido o el denunciado. Y sólo cuando se acredite, indiciariamente, con las limi­taciones propias de una investigación incompleta, su res­ponsabilidad, podrá procederse a acordar su privación de libertad, si se dan, naturalmente, otras condiciones de inexcusable presencia.

El juez y el cumplimiento

En nuestro Ordenamiento, el juez sentenciador se des­conecta de la realidad de la pena cuando comienza su cumplimiento. Diríase que entrega el penado a la Administración para que sea ésta quien materialice, casi sin intervención judicial, el reproche de la pena.

Y hasta la aparición del juez de vigilancia penitencia­ria el elemento judicial no tuvo intervención en esta diná­mica ejecutoria, siendo el juez mero espectador, si aca­so, de indultos, reducciones y cumplimientos más o menos íntegros.

Las diversas fases del procedimiento penal (instruc­ción, juicio, recurso, ejecución) hace que la relación juez-

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enjuiciado cambie sucesivamente de sujeto, de suerte que los jueces tienen un conocimiento sectorial del indi­viduo, sumamente pernicioso para un adecuado trata­miento del cumplimiento. Sería deseable que se forma­ra un «curriculum», un expediente personal, junto a las otras piezas del procedimiento, que, como mal menor, llevara al juez de cumplimiento la historia del penado en todas sus facetas.

Un ciudadano de segunda

Una vez cerrada la reja que establece una separación multidimensional entre el recluso y la sociedad, se gene­ra una vida nueva acomodada a esa nueva realidad con que, quizá por primera vez, se encuentra. La considera­ción del preso como ciudadano de segunda es una rea­lidad incuestionable.

Es claro que se ingresa en una cárcel para cumplir una pena. Y en cuanto ésta anula el don más preciado del hom­bre una pluralidad de derechos se resienten necesaria­mente. Es una consecuencia necesaria de la pena, que el hombre conoce y acepta cuando se sitúa en la ideación del delito. Pero sustancialmente no existen referencias lega­les a tales privaciones y puede entenderse que la declara­ción programática de la Constitución, en cuanto a dere­chos fundamentales de la persona, debiera ser de obliga­do cumplimiento en el interior del centro penitenciario.

La realidad es muy otra. El juez ha depositado a la per­sona en un almacén de hombres. El abogado ha dado su función por concluida. Dentro, en la multitudinaria soledad del patio o de la celda, un hombre se encuen­tra sorprendido en un escenario cruel en el que se desa­rrollará su vida bajo un nuevo código de comporta­mientos, de relaciones y de jerarquías.

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Una doble ley va a normar su vida. La del cumpli­miento de sus obligaciones dimanantes de la relación carcelaria y otra, subyacente, oscura, de los hombres que, pese a su reclusión, no renuncian al poder entre sus iguales.

Derecho al asesoramiento jurídico y otros similares

El hombre, la persona humana, empieza a declinar su naturaleza racional para ser número ocioso que desgrana el almanaque en el ansia de encontrarse con su habitat de nuevo. Una maraña de documentos, diligencias y autos, dan paso a una cansina espera y a la obsesión de un cálculo de días y redenciones. Querría manifes­tar sus sentimientos; hacer recaer la atención del tri­bunal que lo condenó, sobre aspectos de su cumpli­miento que cree desatendidos; expresar su arrepenti­miento; solicitar un indulto; reivindicar una refundi­ción... pero los canales de comunicación quedaron lejos y no dispone de la asistencia letrada. Quizá si entre los voluntarios hubiera alguien que canalizara su angustiosa pretensión... pero su dificultad de expresión, lo complejo de la terminología jurídica, atinar con el órgano, su ubi­cación, los pormenores del caso y el procedimiento... Comienza a dibujarse un laberinto kafkiano que quizá pudiera resolverse con un asesoramiento adecuado...

Y precisamente aquí nace uno de los más solidos y efi­caces compromisos con un derecho del preso, absolu­tamente necesario y prácticamente desatendido. El derecho de petición, de instar sus pretensiones en aras al reconocimiento de situaciones más ventajosas y de defensa de unas facultades y relaciones jurídicas que quedaron fuera de la realidad penitenciaria.

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Ciertamente, la presencia de profesionales cualifica­dos en los grupos de voluntariado vendría a paliar de manera importante determinadas carencias consus­tanciales a la situación carcelaria. No se trata de suplan­tar el papel de los elementos administrativos, sino de completar una asistencia excesivamente formalista y encorsetada.

Un médico que canalizara la atención general de un problema que en la enfermería no merezca una actua­ción concreta. Un psicólogo que ayudara a soportar situaciones difícilmente aceptables para determinadas personas. Un pedagogo que canalizara planes de ense­ñanza o de cualificación de algunos saberes...; en defi­nitiva, la puesta en práctica de ese auténtico banco de horas que ya ejercen quienes asumen el compromiso cristiano del voluntariado, si bien especializando sus campos de actuación con una actividad más selectiva e inmediata.

Porque estamos hablando de la aventura de posibili­tar lo que se nos antoja imposible. Por eso he renunciado a enumerar derechos aceptados, plasmados en las leyes; por eso he huido de los análisis jurídicos del pro­blema de la libertad. Porque quiero que mi reflexión se limite a nuestros problemas y a nuestras posibilidades.

Inacabablemente podríamos hablar de derechos cons­titucionales, sistemáticamente ignorados (derecho a la educación, a la salud, a la libre expresión, a la dignidad, a la intimidad...); más ello nos llevaría a la constatación de nuestra impotencia, lo que en modo alguno puede determinar aceptación de la situación y conformidad con la misma.

No podemos ignorar el traumatismo de una situación de adversidad por la que atraviesa el interno hacinado en una celda, hacinado en un patio, hacinado todo el tiempo de la condena, en condiciones sumamente gra-

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vosas que afectan a su intimidad personal y sexual y a su elemental dignidad, entorno del que parte cualquier consideración de su esquema axiológico.

Por lo que toca a mi experiencia personal, deben saber que, una vez condenado y recluso, el hombre privado de libertad es francamente respetuoso con los papeles del pro­ceso. Normalmente, las situaciones de conflicto que pue­den crear, se producen en virtud de un curioso fenóme­no de alienación psíquica inducida y que se dan también cuando comparten un calabozo un número considerable de detenidos. Es constatable que, actuando en grupo, se sienten apresados por una misma agresividad, participan de un mismo espíritu reivindicativo, a veces paroxística-mente expresado y violento las más de las veces.

Pero individualmente considerado, difícilmente su con­ducta es reprobable y se muestra sumamente compren­sivo con la función del juez, del fiscal e incluso con el tes­tigo del que dependió su condena y con el que siempre, antes de la misma, se mostró con franca agresividad.

Desde la penumbra de su situación, hipervalora cual­quier atención, agradece toda acción que, sencillamen­te, lo considere, lo tenga en cuenta, y cualquier mues­tra de amistad o comprensión será una referencia cier­ta de fidelidad y reconocimiento.

La droga en la cárcel

Debe pensarse seriamente en la implantación de los hábitos toxicómanos en las cárceles. Se dan explicacio­nes múltiples para justificar la presencia de la droga en su interior. Todas me parecen faltas de rigor. La droga en la cárcel supone una realidad inaceptable y no pue­de entenderse la conciencia de que en su interior circu­la la droga, se trafica y se consume. Si esto ocurre, exis-

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ten responsabilidades y no se puede mitigar la intrínse­ca importancia del problema pidiendo la gratuita distri­bución de jeringuillas. Dentro y fuera de la cárcel, la tra­gedia de la droga no se soluciona con la profilaxis de su mecanismo, sino con la imposibilidad de su existencia.

Sin embargo, es lo cierto que circula y que viene a ensombrecer aún más el sórdido panorama de las rejas. Para el consumidor, que va añadiendo eslabones de su invisible cadena. Para el no consumidor, por cuanto asiste a ese plus de aflicción de verse permanentemente rodeado de tan fantasmagórico espectáculo.

El problema de la droga, presente en una importantí­sima parte de la población reclusa, se da la mano, en perfecto ensamblaje, con el de las enfermedades infec-to-contagiosas que son de ella consecuencia; en parti­cular, la hepatitis y el SIDA.

Y si de enfermo se trata al drogadicto, sinonimia que acepto sólo en determinados casos y no por regla gene­ral... y si de enfermo se trata a quien sufre SIDA o hepa­titis, creo que debemos estar de acuerdo en que la reclu­sión en una cárcel no debe ponderarse como la más ade­cuada terapia. Desde el derecho del preso enfermo y des­de el igualmente respetable del preso sano.

La cárcel no cura. Y desde esa realidad deben arbi­trarse fórmulas de cumplimiento donde prime el dere­cho a la salud sobre la facultad punitiva del Estado.

El derecho al trabajo

La publicación de la Ley General Penitenciaria de 1979 y, sobre todo, de su Reglamento de mayo del 81, pretendieron, según el propio preámbulo de la prime­ra, crear un sistema penitenciario flexible, progresivo y humano, desde la necesidad de definir los principios que

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informan el sistema penitenciario y los derechos, garan­tías y deberes de los reclusos. Su declaración progra­mática es grandilocuente y ambiciosa, y su artículo 59 proclama como finalidad del tratamiento la reeducación y reinserción social de los sentenciados; el artículo 24 declara la participación de los internos en las activida­des recreativas, laborales, religiosas y culturales. Por su parte, el artículo 26 inicia un sistema de reconocimien­to del derecho del recluso a un trabajo no aflictivo, for-mativo, creador y que atienda a las aptitudes de cada uno.

De esta teóricamente ambiciosa muestra, que no tie­ne un desarrollo pragmático efectivo, es quizá el dere­cho al trabajo aquel en que más énfasis debe poner la acción asistencial.

Sin duda alguna, el absentismo laboral, la desespe­ración por la imposibilidad de acceso al mundo laboral, el desencanto del paro en los jóvenes, son, sin duda algu­na, una constante en el inicio del mundo del delito y de la siguiente pérdida de la libertad.

Si el tiempo de permanencia en prisión va a dejar inal­terada esa situación de desespero, la reinserción del recluso en su habitat encontrará el mismo climax de desolación, incrementado por el estigma social de su pasado.

Y es aquí donde la actitud cristiana de compromiso voluntario puede hacer una extraordinaria labor en una doble vertiente: de una parte, en cuanto a procurar una mayor formación integral y específica del recluso, pro­porcionándole un perfeccionamiento sobre técnicas laborales completas o la iniciación en otras actividades determinadas; de otra, posibilitando su inserción en el mundo laboral como un aliciente sólido de la vida en libertad. Ello, sin contar con la posibilidad de concebir nuevas formas de trabajo en talleres, mejorando siem­pre los existentes.

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El joven recluso

La edad del recluso es progresivamente menor. El jue­go de la agravante de reincidencia, consecuencia de la profusión de delitos graves en cortos espacios de tiem­po, determinada por las situaciones de violenta implan­tación de hábitos toxicómanos en el individuo, compensa y sobrepasa el valor de la atenuante de minoría de die­ciocho años en la balanza de la aplicación de la pena. Ello hace que los patios de los centros de cumplimien­to, y naturalmente de preventivos, estén dominados por jóvenes cuya sola presencia en la prisión es un alegato a la crueldad de nuestra sociedad y nuestro tiempo.

Y sentado que la reclusión es sinónimo de almace­namiento indiscriminado de hombres, la cárcel es la peor escuela de comportamiento en cualquiera de sus dimen­siones. La cercanía de otras conductas asocíales com­porta un pernicioso aprendizaje, una contaminación constante, abrumadora en personas sumamente per­meables por su falta de formación y por el arraigo segu­ro de prácticas delincuenciales, aun antes de su condi­ción de primario.

Debe procurarse el aislamiento del joven recluso, pre­servarlo de toda contaminación en el fárrago del delito. Es ello imprescindible para acometer su formación; y si. alguna posibilidad cabe de procurar su reinserción debe pasar por la idoneidad de ese primer estadio de su reclu­sión. De otra forma, su estancia en la cárcel será su for­mación para el crimen, el posibilitamiento de asociacio­nes indeseables y el aprendizaje de prácticas ignoradas.

La mujer en la cárcel

La presencia de la mujer en la cárcel era no hace mucho tiempo algo excepcional, que se presentaba con

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el lógico tinte de agravamiento. Hoy es algo frecuente, incluso de la mujer casada, y supone un capítulo de preocupación añadido a cuanto venimos considerando.

Y ello, sobre todo, porque en nuestro arquetipo fami­liar hemos situado el rol de la madre como eje de equi­librio, particularmente en la educación y formación de los hijos. La atomización de los valores ha hecho saltar en añicos la familia. La ausencia de Dios en la sociedad moderna, la apostasía de valores que hacían de presa de defensa de la célula familiar, son factores que se dimensionan espectacularmente en nuestra considera­ción.

Debe entenderse, quizá, la decidida acción del volun­tariado en esa realidad, volcada sobre todo en los niños que viven sus primeros años entre rejas, y cuyo efecto creo está por valorar adecuadamente, aunque proba­blemente no sea más indeseable, lamentablemente, del que reciben en su normal desarrollo de libertad.

Con todo, quede expuesta la inquietud como consi­deración previa a un posterior debate sobre su proble­mática. Pero es conocido el perniciosio efecto de deter­minadas situaciones de dulcificación de condenas que propician un ambiente de contactos de hombres y mujeres, a veces desestabilizador de las familias.

El funcionario de prisiones

El esquema de la prisión no estaría descrito en su inte­gridad sin la presencia de otros protagonistas: los fun­cionarios. Cada vez más ambicioso en su espectro y for­mación, el papel del funcionario de prisiones, en cual­quiera de sus categorías y vertientes, cobra capital impor­tancia. Desde el parámetro que se quiera, con los módulos comparativos que se pretendan, la figura del

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funcionario de prisiones se cualifica por su singularidad. Singularidad de su vocación, funciones y posiciona-miento en la realización, vigilancia y canalización del cumplimiento.

Y de esta singularidad, que se traduce en aspectos tan capitales como la específica actividad que realiza, desa­rrollada entre un preciso colectivo, del que ya nos hemos ocupado, nacen consecuencias que deben merecer la atención de la sociedad y los poderes públicos.

a) Necesidad de un Estatuto propio

Por ello pienso que primeramente emerge la necesidad de un Estatuto propio que plasme ese carácter diferen-ciador de su papel. Un Estatuto que los dote de seguri­dad en su quehacer y que, junto a sus responsabilidades, destaque sus privilegios en su actuación como agentes de autoridad que, de producirse con la corrección debida, no puede encontrar obstáculo alguno en su realización.

La formulación formal de los deberes de los reclusos para con el funcionario es, por sí sola, insuficiente. Y se hace precisa una efectiva regulación de la rápida respuesta a su incumplimiento para que este marco normativo suponga una programación disuasoria de conductas vio­lentas y agresivas, tan indeseables como frecuentes. Podría decirse que el funcionario debe estar tan preservado de los malos tratos como el preso. Y ciertamente es fre­cuentísima la presencia de denuncias por agresiones e insultos, curiosamente referidos en una gran parte a hechos relacionados con la represión de la droga.

Es preciso dotar al funcionario de un Estatuto que le permita cumplir su misión con dignidad y sin miedo, pues es sabido el unánime deseo del mismo de olvidar la imagen del carcelero y tecnificar y modernizar el sen-

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tido de su función al servicio de una causa nobilísima cual es velar por el cumplimiento de la pena y el man­tenimiento del orden en la prisión.

b) Derecho a la salud

En el espectro de actividades que desarrolla, el fun­cionario está en permanente contacto con los presos; fre­cuentemente en un contacto físico y a veces con espe­cial violencia. Es conocido —y a ello hemos aludido ya— que el SIDA es una constante en las cárceles, a la cabe­za de otras enfermedades infecciosas. Y el mayor pro­blema del SIDA es el desconocimiento de su verdadera implantación, la presencia porcentual de seropositivos e incluso del propio SIDA, si no es por la apariencia físi­ca del afectado. Pero falta una clínica puntual que ofrez­ca un mapa aproximado de la población con SIDA.

Y en modo alguno, bajo ningún concepto, puede una persona, servidora del Estado, ser sometida a una situa­ción de riesgo continuo. El riesgo que limitadamente debe correr el personal sanitario, no puede nunca exigírsele a los funcionarios. Sería menester dedicar a esta seria problemática un estudio multidisciplinar y llegar a con­clusiones muy rigurosas en orden a la misma, arbitrar las medidas que sean necesarias, pero evitar esa situa­ción que sufren los funcionarios y sus familias.

La familia del recluso

Quiero, por último, hacer recaer nuestra atención sobre quienes sufren más directamente el rigor de la condena, sin que generalmente tengan participación, ni conocimiento a veces, con el mundo del delito.

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Ha quedado referido el dramático panorama que supo­ne en el entorno familiar del individuo su privación de libertad. No sólo por el resultante de su desequilibrio afec­tivo, por verse inserto vertiginosamente en un mundo de oprobio, sino por las consecuencias económicas de la pér­dida ocasional del más cualificado miembro de la unidad familiar con capacidad laboral y remunerativa.

Teniendo en cuenta el entorno en que se mueve el mundo de la delincuencia, es quizá la consecuencia más perniciosa para la familia, muchas veces desencadenante de ulteriores actitudes delictivas, determinadas por la desesperanza de la situación de abandono. He sido tes­tigo cientos de veces de este desolador panorama y ahí sí que no existen trabas administrativas para volcarse en la acción solidaria de la caridad.

Pasa por la atención a las necesidades primarias de estas familias y por procurarles trabajo a sus distintos miembros, según su aptitud y capacidad, formación a los más jóvenes y consuelo y ayuda a todos.

Conclusión

Hemos de concluir con nuestro preocupante panora­ma. En otras ponencias se habrá considerado sobrada­mente algo conocido por toda la sociedad: el fracaso reha-bilitador de la privación de libertad, tanto en las penas de larga duración, determinantes de la pérdida del sen­tido vital de la esperanza, como en las penas cortas, aun aceptando la hipótesis de su bondad.

La sociedad no puede olvidar la realidad de la cárcel. La pena no puede concebirse como un paréntesis de hipócrita tranquilidad para la «gente de orden» y un olvi­do institucional del miembro gangrenado del cuerpo social. La prisión está llena de hombres y mujeres, hijos

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de Dios y herederos de su Gloria, a quienes la vida les trazó otras veredas de crueldad y les tocó vivir el lado lúgubre de la existencia humana (el hambre, la incul­tura, la soledad...).

Su sola presencia debe merecer respeto y cariño, y es una hiriente reflexión sobre el mensaje de igualdad de Cristo. Y en ese violador, o traficante de drogas, o pros­tituta, o terrorista, estaba pensando Cristo cuando le dijo a su Madre: «Ahí tienes a tu hijo». De que queramos acep­tarlo o no depende sencillamente abrazar su mensaje o prescindir cómodamente de su verdad.

Creo que merece la pena la aventura de la solidaridad; en la asistencia, en la ayuda, en proclamar la bondad de una vida sin delito, sin desamor, sin droga y sin dis­tancias. Ayudar a que la privación de libertad evolucio­ne, como decía Marc Ancel, «de una venganza expiato­ria al verdadero tratamiento de los delincuentes».

Y contribuir a que la Justicia sea un instrumento del bien, al servicio de los pueblos, para que sea verdad aquella afirmación de la Ley de Partidas: «Grandes son las utilidades que nacen de la Justicia: hace a los hom­bres vivir juiciosamente y les da premios y penas. Por eso todos la deben amar, obedecer y guardar».

Muchas gracias por su atención y quedo a su dispo­sición para procurar responder a las cuestiones que quie­ran exponer.

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LOS DERECHOS FUNDAMENTALES DE LOS PRESOS

FRANCISCO MARIA BAENA BOCANEGRA

La expresión «Derechos Fundamentales», «droits fon-damentaux», aparece en Francia a finales del s. XVIII en el marco de los movimientos culturales y políticos que más tarde cristalizarían en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789; espe­cial relieve adquiere, posteriormente, esta expresión en Alemania, siendo así que, tras su incorporación a la Constitución de Weimar, de 1919, ha venido a conver­tirse en columna vertebral de las relaciones entre el ciu­dadano y el Estado, espíritu que se respeta en la actual Ley Fundamental de la República Federal Alemana. Pero si bien el tema de los Derechos Fundamentales en lo con­ceptual puede parecer un fenómeno moderno, su fundamentación filosófica está, se encuentra, en las raí­ces del pensamiento humano. La unidad universal de los hombres, a la que aludían los estoicos; la afirmación cris­tiana de la igualdad esencial de todos los seres huma­nos ante Dios, son claras llamadas de atención, hitos his­tóricos en la conformación de una conciencia universal reivindicadora de la dignidad humana. Así no es de extra­ñar la afirmación, siguiendo el pensamiento tomista, de que el derecho positivo como creación del hombre ha de someterse a los preceptos del Derecho Natural; dicho de

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otra forma, el deber de obediencia al derecho positivo se supeditará a su conformidad con el Derecho Natural, y esto será uno de los bastiones para, incluso, cuestionar la legitimidad de quienes ostentan el poder.

Será en los siglos XVI y XVII cuando se produce un fenómeno que podríamos llamar de «subjetivización» de los postulados de la Ley Natural, configurándose en este sentido una amplia teoría de los Derechos Naturales. En esta labor, así hay que reconocerlo, jugaron un impor­tante papel los teólogos y juristas españoles. Ahí están las obras de Vitoria y De Las Casas, quienes al defen­der los derechos personales de los habitantes de los nue­vos territorios descubiertos y colonizados por los Reyes Católicos, por España en definitiva, sentaron las bases doctrinales para el reconocimiento de la libertad y dig­nidad de todos los hombres. Más tarde, el pensamiento iusnaturalista de la escuela española, muy especialmente representada por Francisco Suárez y Gabriel Vázquez, que va a venir a influir en el humanismo de Grocio, pue­de ser entendido como hito en la evolución del pensa­miento para la concreción del concepto de Derechos Naturales.

Será el s. XVIII, con las formulaciones de Rousseau sobre su teoría del contrato socialT el que justificará toda forma de poder por el consentimiento de los miembros de la sociedad, formación de voluntad generalizada, a la que concurrirán en plano de igualdad todos los ciu­dadanos, formando así el presupuesto y fundamento de la Ley entendida ésta como instrumento para garanti­zar la libertad del conjunto social. Pero será Kant el pun­to culminante de un proceso teórico, en el que se depu­rarán las doctrinas iusnaturalistas al fundar el Derecho Natural exclusivamente sobre principios previamente fijados, exigencias absolutas de la razón práctica; para Kant todos los Derechos Naturales se compendian en

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el derecho a la libertad, en cuanto ésta pueda coexistir con la libertad de los demás en base a un principio universal: TODO HOMBRE, POR EL HECHO DE SU PROPIA HUMANIDAD, TIENE DERECHO A LA LIBER­TAD. Tal premisa de común libertad, de respeto y limi­tación, vendrá a contribuir directamente a la formación del concepto de Estado de Derecho: las leyes del Estado serán soberanas en cuanto constituyen la manifestación externa de las exigencias de la libertad y racionalidad y no expresión de la voluntad arbitraria de quienes detentan el poder.

Será, sin embargo, en la segunda mitad del s. XVIII cuando empezamos a encontrar una verdadera sustitu­ción del término clásico de los «Derechos Naturales», por el de «Derechos del Hombre», denominación cuya popu­larización se debe a Thomas Paine en su obra «The rights of man», expresión que, en definitiva, viene a satisfacer lo que había sido la ilusión perseguida de los iusnatu-ralistas: convertir en derecho positivo, en normas de máximo rango normativo entre los hombres, aquellos derechos consustanciales al propio ser humano por el mero hecho de nacer: los Derechos Naturales.

En este sentido conviene fijarse históricamente en la revolución de los colonos ingleses en América, que cris­talizará, más adelante, con la consecución de su inde­pendencia, y si bien encontró un sólido fundamento en la tradición de libertad que se inicia en Inglaterra con la Carta Magna de Juan Sin Tierra, es lo cierto que en los nuevos textos americanos, especialmente la Declaración de Independencia y el Bill of Rigths del Buen Pueblo de Virginia, ambos de 1776, revelan los presupuestos ius-naturalistas e individualistas que los inspiran. Los derechos recogidos en tales documentos, como derecho a la libertad, a la propiedad y a la búsqueda de la felici­dad, corresponden a todo individuo, como antes decía-

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mos, por el mero hecho de su nacimiento. Estos dere­chos no se hallan restringidos a los miembros de un esta­mento, ni siquiera los de un país; son derechos univer­sales, absolutos, inviolables e imprescriptibles; son derechos emanados de las propias leyes de la naturale­za que el derecho positivo no puede contradecir ni tam­poco modificar; el derecho positivo frente a estos dere­chos naturales tiene que reconocerlos, declararlos y garantizarlos.

Este sendero de reconocimiento de los derechos natu­rales encontrará pleno acogimiento en Europa y funda­mentalmente en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, votada por la Asamblea Constituyente de la Francia revolucionaria, en el año 1789. Este texto básico en la historia de la lucha por la conquista de los derechos humanos, al igual que en los precedentes norteamericanos, insiste en el carácter universal de los mismos por su fundamento racional, y la ley positiva, la ley del hombre, sólo podrá limitar el disfrute de los derechos naturales de cada ciudadano en tanto en cuanto pueda asegurar la libertad de todos.

Y en este orden de cosas se inscribe nuestra Constitución gaditana de 1812, «La Pepa», que, aunque no contiene una declaración sistemática de derechos, reconoce una amplia relación de libertades que apare­ce diseminada por los distintos artículos que integran su contenido, partiendo de una cláusula general conte­nida en su artículo 4Q, que proclama la obligación nacio­nal de «conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legíti­mos de todos los individuos que la componen».

Parece preciso finalizar este pequeño bosquejo pano­rámico que de la cuestión hemos hecho como presu­puesto del desarrollo de nuestra exposición, llamando la atención de todos sobre lo que podríamos llamar el

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fenómeno de la internacionalización de esa aspiración de incorporar como esencia propia del derecho positivo los derechos naturales, y qué mejor ejemplo que traer a colación, en aras de nuestro propósito, la promulgación en 1948 de la Declaración Universal de Derechos Humanos en el marco de Naciones Unidas, a la que siguieron los Pactos internacionales de derechos civiles y políticos y derechos económicos, sociales y culturales de 1966. En el mismo sentido o trayectoria, en el seno del Consejo de Europa, se firmó en 1950 el Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, equivalente en el ámbito europeo al Pacto de Derechos Civiles y Políticos de la ONU, posteriormente completado con la Carta Social Europea, suscrita en Turín en el año 1961, todo lo cual ha de ser valorado como un proceso de afirmación inter­nacional de los derechos humanos y la expresión del constante esfuerzo en la lucha para asegurar a todos los hombres, con independencia de su raza, lugar de naci­miento o ideología, un verdadero catálogo de sus dere­chos y libertades.

La Constitución Española de 1978, en el sendero de las constituciones más recientes de los países demo­cráticos de nuestro entorno cultural, ha de calificarse como una Constitución ambiciosa en lo que concierne a la fijación del estatuto o catálogo de los derechos fun­damentales. Sin ignorar a quienes han puesto de relie­ve que son numerosos los artículos que se desperdigan tanto en el Título I como por otros Títulos dedicados a tales derechos, y con ello la parte de razón que asiste a tales críticos acusando de extensión, e incluso de ambi­güedad en tal particular, ello no debe hacernos olvidar que nuestra Constitución, la hoy vigente, surge en el momento histórico de tránsito desde un régimen auto-ritarista a la democracia, y ello, qué duda cabe, como

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han puesto de relieve expertos constitucionalistas, moti­vó a las fuerzas políticas que participaron en su redac­ción, con especial sensibilidad, a ampliar al máximo el conjunto de derechos fundamentales, consesuando sobre la necesidad de atribuir a los mismos un prota­gonismo prioritario en el nuevo sistema jurídico-políti-co, que venía a conformarse por nuestra Carta Magna. Desde esa óptica de la imprecisión y ambigüedad que se ha imputado a nuestro Máximo Texto legal, se revela como el tributo lógico resultante de aquel consenso polí­tico que evitó el que nuestra Constitución respondiera a una orientación sectaria o de una exclusiva ideología. Nuestra Constitución es el resultado de una voluntad plural; al menos así lo entiende quien a vosotros se diri­ge y por eso acepta y entiende deben aceptarse sus incon­venientes, ante las ventajas que ofrece.

Es llegado el momento de que entremos en la médu­la de nuestra exposición: LOS DERECHOS FUNDA­MENTALES DEL PRESO, y, antes de que empecemos a navegar por ese conjunto de normas y principios que lo integran, justo es advertir el temor responsable que sien­te quien expone, a algo que, al tratar de estos temas, resulta fácil y tentador: incidir en el campo de la dema­gogia. Recordábamos al principio de nuestra exposición, cómo para Kant todos los Derechos Fundamentales se compendian en uno prioritario: el de la libertad; y si hablamos de presos la palabra libertad adquiere su máxi­ma expresión. Incluso desde un posicionamiento cris­tiano se puede incidir en esa demagogia conceptual, por­que, quiérase o no, prisión y libertad es tanto como decir norte y sur, blanco y negro. Eludir, sin embargo, el ries­go demagógico, no es difícil tarea; el preso por encima de su situación coyuntural es un ser humano, es un ciu­dadano, pertenece al cuerpo social, y ese cuerpo social tiene que considerarlo como uno más de sus integran-

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tes, y frente a los actos antijurídicos que el mismo pue­da ejecutar puede y debe formularle cuantos reproches permitan las leyes positivas; pero si el Estado resulta legi­timado para hacer justicia también lo está para res­ponder de sus obligaciones, que también las tiene, fren­te al sujeto social que calcula la ley: la primera de todas es respetar sus derechos, derechos que el ciudadano no los pierde por ser objeto del reproche de la justicia.

Así hay que concluirlo a la vista de la afirmación con­tenida en el art. 25.2 de la Constitución, cuando recuer­da que el condenado a pena de prisión que estuviere cumpliendo la misma gozará de los derechos funda­mentales de este Capítulo, a excepción de los que se vean expresamente limitados por el contenido del fallo con­denatorio, el sentido de la pena y la Ley General Penitenciaria.

¿Y cómo vertebra nuestra Carta Magna el reconoci­miento de los derechos fundamentales?

Recordando en este momento aquella observación ya casi tópica de Hegel, de que «cada hombre, como cada filosofía, es hijo de su tiempo», ello también es predica­ble respecto de nuestra Constitución, y su filiación temporal a un momento histórico de respeto de esos derechos. El art. 10.1 de la misma, como pórtico al sis­tema de los derechos fundamentales, declara su reco­nocimiento a los derechos inviolables e inherentes a la dignidad de la persona humana. E inmediatamente en su Capítulo II, tras invocar los «Derechos y Libertades», en su art. 14 proclama que todos los españoles son igua­les ante la Ley sin que pueden prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opi­nión o cualquier otra condición o circunstancia perso­nal o social, para seguidamente, en su Sección 1-, empe­zar a desgranar derechos fundamentales y libertades públicas.

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Todos somos iguales... ¿Es verdad eso? ¿Es verdad que los presos son iguales al resto de los ciudadanos? Más allá de las barreras materiales de lo que es un encarce­lamiento, ¿de verdad podemos contestar afirmativa­mente, mirándonos a los ojos, que esta sociedad no los margina por su situación, que el preso, más allá de su circunstancia, se siente como tú y como yo? ¿Podemos afirmar que el preso está convencido, siente en sus car­nes que la misma sociedad que en muchos casos le ha arrastrado al delito lo considera igual y uno más, y lo está esperando para acogerlo y ayudarlo cuando salga?

Yo os invito a esa reflexión, os invito a contestar ese interrogante que a mí tantos desventurados me han plan­teado y que yo, lo confieso, no he sabido contestar.

Tras la igualdad, el art. 15 proclama el derecho a la vida y a la integridad física y moral, con interdicción expresa de la tortura, de las penas y de los tratos inhu­manos y degradantes, proscribiendo la pena de muer­te, con la excepción de los tiempos de guerra y de lo que sobre ella dispongan las leyes penales-militares. Y el derecho a la vida y a la integridad física hay que tenerlo presente en primer lugar para nuestros presos, para los presos en cualquier lugar del mundo; yo diría que, más que como un derecho, como una responsabili­dad del Estado frente a los mismos. Son muy recien­tes los incidentes producidos en España, en estableci­mientos penitenciarios donde desgraciadamente la vida y la integridad física de reclusos y funcionarios han quedado sometidas a la voluntad salvaje e inhumana de otros. El art. 3 apartado 4Q de la L.O. de 26 de sep­tiembre de 1979, Ley Orgánica 1/1979 de la Jefatura del Estado, llamada Ley General Penitenciaria, a la que siempre tomaremos como punto de referencia de nues­tra exposición, así lo reconoce al decir que la admi­nistración penitenciaria, que es decir tanto como el

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Estado, velará por la vida, integridad y salud de los inter­nos.

Tomemos en este momento aquellas experiencias trá­gicas que hemos vivido, como punto de reflexión para comprender y alcanzar que este derecho, que esta obli­gación del Estado, más allá de la exigible comprensión que debemos tener para con todas las imperfecciones en que el hombre y el gobernante puedan incidir en su buena voluntad de hacer bien las cosas, repito, este derecho exige y hace necesario seguir luchando para mejorar los sistemas carcelarios y garantizar la vida y la integridad física de aquellos ciudadanos, hermanos nuestros, que desgraciadamente les toca vivir las circunstancias de su encarcelamiento, teniendo presente que ellos están allí pagando su deuda con la sociedad, con su libertad, pero no con su vida.

¿Y qué decir del funcionario penitenciario? Ciudadano que en nombre de la sociedad vigila el pago de la deuda de los demás, pero siempre acreedor de la incompren­sión de todos. Y él también tiene y ostenta los mismos derechos.

En orden consecutivo, el derecho a la salud, comple­mento preciso y necesario de la vida y la integridad físi­ca, proclamado en el art. 43 de la Constitución Española, viene expresamente reconocido por nuestra Ley General Penitenciaria y su Reglamento de aplicación, con las exi­gencias de que los establecimientos cuenten con enfer­mería y dependencias para observación psiquiátrica y atención a toxicómanos, así como unidades de enfermos contagiosos, incluso en atención a las particularidades de la mujer, la exigencia de locales obstétricos y medios para atender partos urgentes, guarderías infantiles, complementado todo ello con el derecho a ser atendidos en hospitales penitenciarios; incluso a aquellos internos acogidos al régimen de la Seguridad Social se les recono-

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ce la posibilidad de ser atendidos en caso de necesidad y con las debidas garantías en los centros asistenciales de la localidad dependiente del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, marco asistencial que igualmente se complementa con la posibilidad de que los reclusos encuadrados en el Organismo Autónomo de Trabajos Penitenciarios, adscrito al Ministerio de Justicia, y que realicen trabajos retribuidos, se extienda a ellos la acción protectora de la Seguridad Social en lo que se refiere a ellos mismos y a sus familias, tanto en materia sanita­ria como de invalidez, vejez y accidentes de trabajo y enfermedades profesionales. Todo ello en un sistema arti­culado y progresista que es de desear no sea una mera proclama efectista y sí una realidad indiscutida.

Y tras la igualdad y el derecho a la vida y el derecho a la integridad física, permitidme que me detenga en la libertad. Puede parecer escandaloso para algunos, en una sociedad represiva como la que vivimos, que, hablando de encarcelados, podamos tener la osadía de proclamar la libertad como un derecho. Hemos de decir más. La realidad diaria y la experiencia nos dicen que para el preventivo, más importante que reclamar su dere­cho a la vida, que defender su derecho a la integridad física y a la salud, más prioritario le resulta hablar de libertad. Y tienen toda la razón. Y tenemos que luchar para que esa razón resplandezca, so pena de que cuan­tas declaraciones de principios hagamos se queden en meros frontispicios de hipocresía legalista perfumada con aromas democráticos, pero nada más. Y llevar la cues­tión a sus exactos límites, a su real dimensión, no es tarea complicada. Mientras que en el art. 1 de la Constitución Española se proclame que este país se constituye en un Estado social y democrático de dere­cho que propugna como valores superiores de su orde­namiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el

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pluralismo político; mientras que toda persona, ser humano, sea presumido inocente en la forma que reco­noce el art. 24 de nuestro Texto Máximo, su derecho a la libertad es un derecho vivo, presente y exigible.

El art. 17.1, al proclamar que toda persona tiene dere­cho a la libertad y a la seguridad, al tiempo que responde a una tradición constitucionalista del s. XIX viene a incardinarse y respetar la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que de la misma forma lo procla­ma en su artículo noveno, asume la propia declaración del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966 y, finalmente, por si fuera poco, es una literal copia o reproducción del art. 5.1 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales de 4 de noviembre de 1950 (Convenio de Roma), ratificado por España por Instrumento de 29 de septiembre de 1979. Esto nos permite una afirma­ción tajante: la libertad es la regla general; la prisión es la excepción.

Ahora bien, negar justificación a la prisión provisio­nal, sería adoptar posturas maximalistas que nadie pue­de compartir. La prisión provisional es un mal, pero es un mal que encuentra su justificación en el delito come­tido, en la alarma social, en la necesidad de defensa inmediata del conjunto social como sujeto pasivo media­to de la acción delictual. Pero una cosa es admitir la nece­sidad y la justificación de la prisión provisional, y otra cosa muy distinta es asistir al desgraciadamente ruti­nario ejemplo de situaciones preventivas, ordenadas judi­cialmente, que se convierten en cumplimientos de pena anticipados. Ciertamente, el art. 17.4 de la Constitución advierte que por Ley se determinará el plazo máximo de duración de la prisión provisional, pero lo cierto es que precisamente en esta remisión normativa es donde radica y se genera el problema. En efecto, abstracción

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hecha en este momento de la presunción de inocencia que le ampara, una persona es detenida con la finalidad última de ser juzgada por el hecho cometido. El art. 5.3 del Convenio de Roma así lo reconoce y dice literalmen­te que «toda persona detenida preventivamente... tendrá derecho a ser juzgada en un plazo razonable o a ser pues­ta en libertad durante el procedimiento». Como vemos, la citada norma, de imperativo respeto por expreso man­dato del art. 10.2 de la Constitución, anuda prisión provisional a la exigencia de celebración del juicio en un plazo razonable, o, lo que es lo mismo, que la prisión pro­visional dependerá del plazo razonable en que haya de celebrarse el juicio, por cuanto en caso contrario debe­rá ser puesto en libertad el justiciable. Incluso durante el procedimiento. Y la pregunta surge inmediatamente. ¿Qué ha de entenderse por plazo razonable? La Comisión del Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha tenido ocasión de pronunciarse en varias ocasiones sobre los criterios, factores o elementos que deben valorarse para facilitar dicha determinación de la razonabilidad del pla­zo, entre los que se encuentran la efectiva duración de la detención, la duración de la prisión preventiva en rela­ción con la naturaleza de la infracción, los efectos mate­riales, morales y de otra naturaleza que la detención pro­duce en el detenido en cuanto sobrepasan las normales consecuencias de la misma, la conducta del inculpado, las dificultades de la instrucción del caso, la forma en que se ha tramitado la instrucción e incluso la actua­ción de la autoridad judicial respecto del examen de las peticiones de liberación formuladas por el imputado durante la instrucción de su causa. Faltaríamos a la ver­dad si no reconociéramos que parte de estos principios alientan en el art. 504 de nuestra Ley Procesal, cuando por vía de excepción reconoce que podrá gozarse de la libertad condicional, aunque el delito tenga señalada

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pena superior a la prisión menor, en aquellos supues­tos en que el inculpado carezca de antecedentes pena­les o se pueda creer fundadamente que no tratará de sus­traerse a la acción de la justicia y, además, el delito no halla producido alarma ni sea de los que se cometen con frecuencia en el territorio donde el juez o tribunal, que conociere de la causa, ejerce su jurisdicción. Pero tam­bién es evidente que un detenido comentario de estos requisitos permite, sin demasiado ejercicio de habilida­des interpretativas, convertir lo que es un derecho en una mera ilusión. Es preciso recordar la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre la materia; así, en la Sentencia de 27 de junio de 1968 (caso Neumeister), se declara rotundamente:

a) Que hay que justificar el interés público que legiti­ma la derogación del respeto a la libertad.

b) Que una prisión preventiva que se alarga y acerca a la condena compromete la presunción de inocencia.

c) Que el temor a la huida no es suficiente para no dar garantías.

En el mismo sentido la Sentencia de 10 de octubre de 1969 (caso Stógmüller) previene que el temor a la fuga, y con ello la posibilidad de que el acusado se sustraiga a la acción de la justicia, debe ser objeto de cuidada valo­ración por cuanto la «simple posibilidad o facilidad que tiene el acusado para pasar la frontera no implica peli­gro de fuga», añadiendo que «se requiere la concurren­cia de unas circunstancias, especialmente la pena gra­ve que se prevé, o la singular oposición del acusado a la detención, o la falta de arraigo sólido en el país, que per­mitan suponer que las consecuencias y riesgos de la fuga le parecerán un mal menor que la continuación del encarcelamiento». La Sentencia de 27 de junio de 1968 (caso Wemhoff) recuerda que la violación del derecho a

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la libertad puede venir por retraso en la investigación, violación que no se justifica aunque el interés público sí pudiera justificar la prisión, e igualmente que el temor a la huida no justifica no conceder la libertad, siempre que se puedan obtener garantías de presentación.

En definitiva, es necesario que los jueces y tribunales penales españoles, verdaderos operadores jurídicos en tan espinosa materia como es el derecho a la libertad de todo imputado, asuman, más allá de cualquier presión social que pueda ejercerse, la necesaria sensibilidad para valorar toda aspiración libertaria del imputado en la jus­ta dimensión que posee: que es un derecho fundamen­tal vivo y exigible en todo momento, derecho que, quié­rase o no, va de la mano del derecho a ser tenido por inocente.

Junto al derecho a la libertad física, también la Constitución reconoce la libertad ideológica y religiosa, en su art. 16 sobre las premisas de la neutralidad ideo­lógica del Estado, libertad religiosa que encuentra su complemento positivo en la L.O. 7/1980 de 5 de julio, libertad religiosa, respecto de cuyo ejercicio no existe limitación alguna, como ha de entenderse al reparar en el empleo de la expresión o vocablo «nadie», que se con­tiene en la citada norma constitucional. Congruente con tal declaración constitucional, el art. 54 de la Ley Penitenciaria reconoce que la Administración garantizará la libertad religiosa de los internos y facilitará los medios para que dicha libertad pueda ejercitarse, y con ello recoge el art. 4 del acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede sobre asuntos jurídicos, ratificados el 4 de diciembre de 1979. Todo lo cual y de la misma for­ma encuentra su refrendo reglamentario en el Real Decreto 8 de mayo de 1981, arts. 3.4, 5.2, 102, 180 y 292 relativos a la inexistencia de diferencia por razón de creencias, reconocimiento de la libertad religiosa e ideo-

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lógica, obligación de la Administración de facilitar los medios para que tal libertad pueda ejercitarse, no obli­gatoriedad de los internos de asistir a actos de culto de cualquier confesión, prohibición a la Administración de limitar la asistencia de los internos a los actos que orga­nice cualquier Iglesia, confesión o comunidad religiosa a que pertenezcan, incluso la obligación de la Adminis­tración de proporcionar a los internos, en la medida de lo posible, una alimentación acorde con sus conviccio­nes filosóficas y religiosas.

Conviene detenernos en aquellos derechos que afec­tan directamente, con carácter esencial, a los presos, en relación con la potestad sancionadora, y ello con fun­damento en lo dispuesto en los arts. 25.1 y 9.3 de la Constitución. Desde ahora hay que afirmar que los prin­cipios de legalidad, de interdicción de la arbitrariedad, de respeto a los derechos de defensa, de sumisión al con­trol jurisdiccional en su triple vertiente de control «a pos-teriori» del órgano judicial respecto de los posibles recursos, de imposibilidad de procedimientos sancio-nadores por hechos constitutivos de delitos hasta que la autoridad judicial no se pronuncie y de respeto a la cosa juzgada, son derechos vivos, presentes e irrenun-ciables del preso.

Especial mención merece la existencia, o no, del dere­cho del recluso a obtener un tribunal imparcial para imponer las sanciones. La Comisión del Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha venido afirmando que «las condiciones normales de la vida en prisión no cons­tituyen una privación de libertad, con independencia de la libertad de acción que el prisionero pueda gozar den­tro de la prisión», añadiendo que «las medidas discipli­narias no pueden considerarse constitutivas de priva­ción de libertad porque sólo son modificaciones de su detención o prisión». Ello supone, por tanto, que tales

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medidas no están cubiertas por el art. 5.1 del Convenio de Roma. En idéntico sentido ha tenido ocasión de pro­nunciarse el Tribunal Constitucional, cuando viene reconociendo la no necesidad de un tribunal imparcial e independiente, ya que el «status libertatis» del ciuda­dano libre se ve especialmente restringido por el conte­nido del fallo de una condena, o de una medida de segu­ridad, o por ser una prisión preventiva, sufriendo el dere­cho fundamental de la libertad una restricción; así se pronuncia la Sentencia 74/85 de 18 de junio.

Oportuno resulta comentar sobre la legalidad de la san­ción de aislamiento en celda, recogida en los arts. 111 y 112 del Reglamento Penitenciario, a imponer por faltas graves y muy graves de las prevenidas en los arts. 108 y 109. El Tribunal Constitucional estima que ello no pue­de considerarse como una privación de libertad, sino sólo como un cambio de sus condiciones (S.T.S. 2/1987 de 21 de enero), y en ello dicho Tribunal sigue la senda que ya ha venido reiterando la Comisión de Estrasburgo, con ocasión de las quejas recibidas sobre medidas de este tipo y la posible infracción del Convenio de Roma, afirman­do que «el confinamiento de por sí no constituye un tra­tamiento inhumano o degradante y sólo lo será cuando, por las condiciones, las circunstancias y su duración, se llegue a niveles inaceptables de severidad».

Integrado en este grupo de derechos del preso en rela­ción con la protesta sancionadora, hemos de examinar el derecho a un juez ordinario predeterminado por la ley. En tal sentido, el Tribunal Constitucional en Sentencias, de 12 de mayo de 1982, 18 de junio de 1985 y 21 de mayo de 1987, entre otras, ha considerado como juez ordina­rio al Juez de Vigilancia, encargado de velar para que el régimen penitenciario se desarrolle cumpliendo la lega­lidad existente, entre otras funciones. No dudo en afir­mar mi pleno convencimiento de que el principio de la

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especialidad en la Justicia es una necesidad; con mayor razón he de defender la figura del Juez de Vigilancia Penitenciaria, precisamente, por las específicas y difíci­les connotaciones que concurren en esta materia. Queda fuera de toda duda la necesidad del control jurisdiccio­nal respecto a los actos de la Administración, y en ello no puede ser una excepción la Administración peniten­ciaria. Un ilustre monografista en la materia, Asensio Cantisán, ha tenido ocasión de afirmar con toda contundencia que la creación del Juez de Vigilancia obe­dece a la necesidad de cubrir plenamente el principio de legalidad en sus cuatro dimensiones: la criminal, penal, jurisdiccional y de ejecución. Pues bien, al Juez de Vigilancia corresponde, según el art. 76 de la Ley Penitenciaria, el control de todas aquellas situaciones que afecten a los derechos fundamentales de los presos, sentido que reconoce la Sentencia del Tribunal Constitucional de 30 de julio de 1983, donde se dice que «es el Juez de Vigilancia Penitenciaria por imperativo del art. 76.1 y 2 g) quien ha de velar por las situaciones que afecten a los derechos y libertades fundamentales de los presos y condenados, en los términos previstos en los arts. 25.2, 24 y 9.3 de la Constitución, al constituir un medio efectivo de control dentro del principio de legali­dad y una garantía de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos». Hemos de reconocer, por tan­to, con dicho especialista de la temática penitenciaria, que si el reconocimiento y protección de los derechos fun­damentales de los presos es uno de los presupuestos básicos de la resocialización penitenciaria en la forma que lo declara el art. 25.2 de nuestro Texto Máximo, es preciso que el control de la pena corresponda al Juez de Vigilancia, para, de esta forma, poder hablar con pro­piedad de que se satisface el principio de legalidad en esta materia.

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Sobre los presupuestos anteriores, necesario resulta que entremos a examen del derecho a la tutela judicial efectiva, reconocida en el art 24 de la Constitución y que en el marco penitenciario, como no podía ser menos, se concreta en el libre acceso a la jurisdicción, ejercitán­dolo por las vías procesales legalmente establecidas y el derecho a obtener una resolución, si bien no a que ésta le sea favorable, tal y como recuerda la Sentencia del Tribunal Constitucional de 19 de febrero de 1987, reso­lución que ha de ser motivada y congruente, versando sobre el fondo del problema y sobre las pretensiones for­muladas, con la posibilidad subsiguiente de interponer los recursos previstos contra la misma, tal y como dis­pone el art. 50 de la Ley Orgánica del Poder Judicial.

También, por paradójico que pueda resultar, hay que recordar que los presos tienen derecho al honor, a la inti­midad personal y familiar y a la propia imagen, en la for­ma que determina y reconoce el art. 18.1 de la Constitu­ción, por cuanto que es un derecho reconocido para todos los españoles en general, sin que en modo alguno pue­da ser recortado o limitado para los presos.

La Ley Penitenciaria no contiene el vocablo «honor», a excepción de la expresión «derecho al honor», genérica­mente citado en el art. 5.2 del Reglamento Penitenciario, si bien en el art. 20 se contiene la palabra «dignidad», que hemos de entenderla como sinónima al establecer que «el interno tiene derecho a vestir sus propias pren­das, siempre que sean adecuadas, u optar por las que le facilite el establecimiento, que deberán ser correctas, adaptadas a las condiciones climatológicas y desprovis­tas de todo elemento que pueda afectar a la dignidad del interno»; igualmente el art. 18 de la citada ley previene que los traslados de detenidos, presos y penados se efec­tuarán de forma que se respete, la dignidad y los dere­chos de los internos. Finalmente, el art. 23 exige que los

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registros y cacheos habrán de realizarse dentro del res­peto a la dignidad de la persona.

Es obvio que las alusiones a la dignidad y al honor den­tro de la normativa específica penitenciaria viene con­dicionada por razón del «status» y situación del sujeto sometido a la custodia del Estado, pero en modo algu­no puede considerarse que, fuera de tales terrenos, que­de vetada toda invocación a tal derecho constitucional por parte del preso.

Especial hincapié hemos de hacer al derecho a la inti­midad, con referencia específica a las comunicaciones de los internos, ampliamente reguladas en el art. 51 de la Ley Penitenciaria. De un lado, las comunicaciones ora­les y escritas con abogados, procuradores, asistentes sociales, sacerdotes y ministros de su religión, no podrán ser suspendidas o intervenidas, salvo en caso de orden judicial o en supuestos de terrorismo, e incluso ser suspendidas o intervenidas por vía de excepción por el director del establecimiento, siendo preciso dar cuen­ta a la autoridad judicial competente; de otro lado, las comunicaciones orales y escritas con la familia, amigos o representantes, que igualmente pueden ser interveni­das o suspendidas en los mismos supuestos antes cita­dos, así como en los de incomunicación judicial.

Parece oportuno recordar la Sentencia del Tribunal Constitucional nQ 73/83 de 30 de julio, en la que viene a situar las comunicaciones dentro de la esfera del derecho a la intimidad; sentencia que, sin perjuicio de otorgar el amparo en contemplación del hecho concreto examina­do, viene paladinamente a reconocer la constitucionali-dad de la regulación de las comunicaciones, tanto en la Ley Penitenciaria como en su Reglamento.

Igualmente, hemos de detenernos en un aspecto que nosotros vinculamos al derecho a la intimidad, cual es la referencia que se contiene en el art. 19.1 de la Ley

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Penitenciaria y en el 15 de su Reglamento, respecto del alojamiento de todos los internos en celdas individua­les, derecho que hoy en la realidad que nos toca vivir se ve gravemente menguado por razones de espacio, dada la saturación que nuestras prisiones padecen y que obli­gan a que las celdas sean ocupadas por dos o más reclu­sos, convirtiendo lo que debía ser una realidad en una pura aspiración o utopía.

Recordar, respecto de este apartado, que, si bien la Ley Penitenciaria no contiene ninguna referencia al derecho a la imagen del recluso, no es menos cierto que ello en modo alguno condiciona su reconocimiento, y, en su con­secuencia, a las violaciones o intromisiones legítimas en este derecho, será de aplicación, en su caso, ya sea el Código Penal, si el hecho constituyere delito, por los cau­ces que previene la Ley 62/1978 de 26 de diciembre de protección jurisdiccional de los derechos fundamenta­les de la persona o, en otro modo, la Ley Orgánica 1/1982 de 5 de mayo de protección civil del derecho al honor a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen; todo ello sin perjuicio de aquellas prevenciones que, por razo­nes de seguridad o vigilancia, pueda adoptar la Administración Penitenciaria y que, obviamente, que­darían fuera del ámbito de protección de las referidas leyes, tal y como pudieran ser el emplazamiento de apa­ratos de escucha, filmación o dispositivos ópticos, así como su grabación, registro o reproducción.

La libertad de expresión o información recogida en el art. 20 de nuestra Constitución, no parece tener en prin­cipio ninguna cortapisa, por lo que se refiere a los pre­sos. Sin embargo, caben hacer las siguientes matiza-ciones: a) No cabe su ejercicio fuera del establecimiento si se trata de régimen cerrado; b) existen graves dificul­tades en orden a su difusión, dadas las limitaciones para la correspondencia que previenen los artículos 45, 46 y

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98 del Reglamento Penitenciario. En cuanto al derecho a la información, su virtualidad práctica no parece sus­citar dudas, dado el reconocimiento que las normas peni­tenciarias contemplan de libertad plena para la recep­ción de libros, publicaciones, informaciones televisivas; todo ello, claro está, con las limitaciones que son con­secuencia directa de la seguridad o el buen orden de los establecimientos.

El art. 35 de nuestra Carta Magna proclama que todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo, norma constitucional que en relación a los pre­sos ha de ponerse en estrecha relación con el art. 25.2 del mismo texto supremo, en cuanto reconoce que las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad han de estar orientadas hacia la reeducación y reinser­ción, sin que puedan consistir en trabajos forzados. El inciso final de este apartado segundo, bien dice que en todo caso tendrán derecho a un trabajo remunerado y a los beneficios correspondientes de la Seguridad Social, como antes ya examinábamos.

Los arts. 26 y ss. de la Ley Penitenciaria contemplan el trabajo como derecho y deber de los reclusos. La obli­gación de trabajar, sin embargo, tiene concretas excep­ciones: aquellos que se encuentran sometidos a trata­miento médico, mientras permanezcan en situación de baja; los que padezcan incapacidad permanente; los mayores de 65 años; los perceptores de prestaciones por jubilación; las mujeres embarazadas ante las seis sema­nas anteriores al parto y las ocho siguientes, así como los supuestos de fuerza mayor.

El art. 23.1 de la Constitución recoge el derecho a par­ticipar en los asuntos públicos directamente o por medio de representantes libremente elegidos por sufra­gio universal, derecho de sufragio que expresamente vie­ne recogido en la legislación penitenciaria, en el art. 3.1,

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y en los arts. 5.2 y 5.3 del Reglamento, en cuanto dis­ponen que los internos podrán ejercitar los derechos civi­les, político-sociales, económicos y culturales, sin exclu­sión del derecho de sufragio, salvo que fuese incompa­tible con el objeto de su detención o el cumplimiento de la condena. Al preverse en la normativa penitenciaria la participación de los reclusos en diversas actividades o responsabilidades de orden educativo, recreativo, reli­gioso, cultural y deportivo, se contempla la existencia de comisiones, una por cada actividad que se desarrolle. Estas comisiones, en cualquier caso, no serán inferio­res a tres, estando integradas cada una de ellas al menos por tres internos, que serán elegidos por sufragio entre sus compañeros, si bien no podrán participar como can­didatos los que tengan antecedentes disciplinarios sin cancelar y aquellos otros que hallan sido elegidos en el año anterior (arts. 135 y ss. del Reglamento Peni­tenciario).

Finalmente, conviene aludir al derecho a la enseñan­za, ampliamente reconocido en el art. 27 de la Constitución, y que el art. 28 de la Ley Penitenciaria asu­me y garantiza en niveles obligatorios, a cuyo fin se obli­ga a la satisfacción de esta exigencia y garantizar la efec­tividad de los resultados. Para ello, el art. 153 del Reglamento Penitenciario dispone que habrá, en todos los establecimientos, escuelas para la enseñanza y edu­cación de los internos, escuelas que serán atendidas por funcionarios del Cuerpo de Profesores de Enseñanza General Básica de Instituciones Penitenciarias, distribu­yéndose la enseñanza en ciclos, garantizándose la pre­ferencia de la actividad educativa a las demás activida­des y garantizando igualmente el derecho de los inter­nos a cursar estudios medios y superiores desde el pro­pio centro, dándoles las máximas facilidades para que lo hagan por correspondencia o medios audiovisuales,

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reconociéndoles el derecho a comunicar con los profe­sores a los efectos de realización de exámenes y com­plementando todo ello con la exigencia de biblioteca en cada establecimiento, provista de los libros adecuados para satisfacer las necesidades culturales y profesiona­les de los internos.

Y con todo esto llego al final del recorrido por este intrincado campo de los derechos fundamentales, rea­firmando mi creencia de que sólo en la defensa de los mismos se puede encontrar la esperanza de una socie­dad mejor. La grandeza y dignidad de los pueblos se mide por el catálogo de sus fueros y de sus obligaciones, pero no se olvide, como decía fray Bartolomé de Las Casas, en el Tratado VI «Entre los remedios», que «si no sale de su expontánea e libre y no forzada voluntad de los hom­bres libres aceptar y consentir cualquier perjuicio a la dicha su libertad, todo es fuerza e violento, injusto y per­verso y, según Derecho Natural, de ningún valor y enti­dad, porque es mutación de estado de libertad a servi­dumbre que después de la muerte no hay otro mayor per­juicio. Porque si a las personas libres no se les puede tomar su hacienda justamente, sin culpa suya, contra su voluntad, mucho menos deteriorar y abatir su esta­do y usurpar su libertad que a todo precio y estima es incomparable».

Muchas gracias.

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COMPROMISO DEL VOLUNTARIADO CRISTIANO

DE PRISIONES C O N LOS DERECHOS HUMANOS

EVARISTO MARTIN NIETO

Los compromisos que los voluntarios cristianos de pri­siones deben asumir en las actividades de la Pastoral Penitenciaria que llevan a cabo, y de una manera espe­cial en lo que se refiere a los derechos de los detenidos, los he concretado en diez puntos.

Por esta razón, la ponencia podría tener este subtítulo:

DECÁLOGO DEL VOLUNTARIADO CRISTIANO DE PRISIONES

Un decálogo entre los muchos que, incluso con mayor acierto, pueden formularse sobre la compleja y difícil tarea del apóstol penitenciario.

I

VER A JESUCRISTO EN CADA PRESO

Lo primero que tiene que hacer el voluntario cristia­no es creer firmemente que el preso es Jesucristo. Creer

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con la misma firmeza esta doble verdad: Jesucristo está en la dorada celda del Sagrario y en la mugrienta celda de la cárcel. Pero ¿cómo creer que un criminal representa a Jesucristo? ¿Cómo ver a Jesucristo en una persona que atropello despiadadamente los derechos de los demás; que fue capaz, por ejemplo, de quitar la vida a un ino­cente, con premeditación y a sangre fría? Pero igualmente podemos preguntarnos: ¿Cómo ver a Jesucristo en un pedazo de pan y en un poco de vino? El mismo Jesucristo, que dijo: «Esto es mi cuerpo», dijo también: «Estuve preso y fuisteis a estar conmigo». Ambas expre­siones deben ser interpretadas en sentido literal histó­rico. La presencia real, aunque misteriosa, de Jesucristo en la Eucaristía y en el preso, es una verdad de fe abso­lutamente incuestionable.

Jesucristo no dice que el preso es sólo un represen­tante suyo, sino que él es el mismo preso. Por eso, cuan­do vamos a la cárcel, no vamos sólo a hacer un servicio a un preso por amor a Jesucristo, sino a hacer un servi­cio al mismo Jesucristo. Es algo que le hacemos a él, no algo que hacemos únicamente por él. Por tanto, para la Capellanía de la prisión, integrada por el capellán y los voluntarios, aparte de los fundamentos antropológicos, filosóficos y jurídicos de los derechos fundamentales de los presos, hay un fundamento teológico profundo: el pre­so, no sólo es imagen de Dios, como las demás perso­nas, sino que es el mismo Jesucristo, o si queréis un especial y cualificado representante de Jesucristo. Esto significa también que la cárcel es un lugar teológico, don­de nos encontramos con Cristo nuestro Señor entre rejas y en figura del Siervo Doliente.

Esta postura de la Capellanía, en cuanto defensora de los derechos de los presos, como si se tratara no sólo de derechos humanos, sino también divinos, puede pare­cer a las gentes una locura, una imbecilidad, una «cho-

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irada», como yo a veces he escuchado, o una utopía carente de sentido. Para la Capellanía, en cambio, es sabiduría divina, su razón primordial de ser, pues sig­nifica y es el alma de la Iglesia, a quien representa, una Iglesia pobre, de los pobres y para los pobres.

Sólo cuando este misterio sea una realidad encarna­da en nuestra vida, cuando de verdad veamos a Jesucristo en cada preso, tanto en el criminal de manos ensangrentadas como en el inocente de manos impolu­tas, estaremos capacitados para ser apóstoles peniten­ciarios; porque sólo entonces podremos comprender y vivir la lógica del evangelio, llena de paradojas y con­trastes, que nos manda poner la otra mejilla, dar tam­bién el manto al que nos ha quitado la túnica, amar a nuestros enemigos, hacer el bien a los que nos persiguen, pasar de la pedagogía del castigo a la pedagogía del per­dón, amar a los demás hasta ser capaces de dar la vida por ellos.

Si no creemos estas cosas y no intentamos vivirlas, es mejor que no vayamos a la cárcel.

II

ESCUCHAR A LOS PRESOS

Los voluntarios van a la cárcel a dar a los presos la posibilidad de ejercer el derecho a la libre expresión. Porque, más que a hablar, van a escuchar. Al preso no le escucha nadie o casi nadie. Y el preso, más de que le hablen, tiene necesidad de que le escuchen. Tiene dere­cho a ser escuchado. No necesita consejos. Sabe muy bien el mal que ha hecho y el bien que debe hacer. No tiene necesidad de sermones, ni de que se le hagan machaconamente cargos de conciencia. Su propia con-

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ciencia le dice bien lo que ha sido, lo que es y lo que debe ser. Necesita que alguien le escuche. El que está aisla­do y, con frecuencia, incomprendido, siente necesidad de hablar. Y habla mucho si ve que se le escucha con amor. Y siente una imperiosa necesidad de desahogarse, de alguien en quien confiar.

Los voluntarios están llamados a ser «escuchadores de confianza». Escuchadores en los que se puede confiar, a los que el preso puede hacer sus conferencias más ínti­mas, a los que puede abrir de par en par las puertas de su conciencia (cosa que, por razones obvias, no podrá hacer con los trabajadores penitenciarios), con la abso­luta seguridad de que no sólo no serán nunca traicio­nados, sino de que serán lealmente respetados y solíci­tamente atendidos.

El voluntario le escucha con paciencia y cree en él, con­fia plenamente en él. Si el recluso percibe que no se da crédito a sus palabras, ya no hay nada que hacer. Es mejor dejarse engañar que demostrar desconfianza. Más vale pecar de ingenuo que de desconfiado. En mis vein­ticinco años de capellán, siempre me he creído todo lo que los presos me han dicho, a sabiendas de que no pocas veces podrían engañarme. Pero el dejarme enga­ñar conscientemente me ha dado siempre los mejores resultados, pues ha servido para que no pocos reclusos tuvieran confianza en mí y un día me contaran la ver­dad plena de su vida.

El voluntario tiene fe en el recluso, cree en la sinceri­dad de sus propósitos, en su recuperación, porque, ade­más, toda persona es recuperable. El voluntario es un amigo de verdad que le habla con el corazón y no con fríos, abstractos y moralizantes razonamientos. El volun­tario es para el preso un hermano incondicional y entrañable. Entra en la cárcel sin prisas. Dispone de tiempo libre para ello. Por eso, va. Ha aprendido a «per-

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der el tiempo», entre comillas, escuchando pacientemente al preso. Y practica un día y otro día esta regla de oro: «Callar para escuchar es amar». Si vamos a estar con los presos, es porque los amamos.

III

SERVIR A LOS PRESOS

El voluntario es un diácono, un servidor. Va a servir. Si no va a servir, no sirve para nada. Y a servir gratui­tamente y por amor. Los demás, tal vez, van igualmen­te por amor, pero lo que sí es seguro es que van también por dinero. El voluntario, alejado de todo paternalismo, sirve al preso, no en lo que él cree que debe servirle, sino en lo que el preso necesita y quiere ser servido. Y la pri­mera necesidad, la más fundamental, que el preso tie­ne, es que se le facilite al máximo el cumplimiento de los derechos humanos.

La sentencia definitiva para todos, al final de nuestra vida, como consecuencia del servicio a los pobres, cul­mina en el servicio a los presos, los más pobres. El pre­so tiene hambre y sed. Hambre física muchas veces, y siempre hambre y sed de justicia y de libertad. Con fre­cuencia, su familia también pasa hambre, porque es pobre. Para calmar esta hambre, la Capellanía debería disponer de un fondo económico, con el fin de subvenir, aunque sólo sea testimonialmente, estas necesidades.

El preso está muchas veces desnudo, o casi desnudo, porque es pobre, y ahí están los roperos de las Capellanías, alimentados generalmente por las Caritas Parroquiales. Está desnudo, porque, aveces, con ocasión de los cacheos, pasa por la humillación de quedarse como Dios le trajo al mundo. Y está, a veces y sobre todo, desnudo afectiva

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y psicológicamente, sin poder ejercer la propia intimidad. Y ahí está el voluntario para arroparle con el afecto de su corazón y para revestirle de dignidad.

El preso está en tierra extraña. La sociedad le ha extra­ñado, le ha alejado y le ha encerrado entre rejas, como si de una fiera salvaje se tratara. El preso es práctica­mente un muerto social. Y ahí está el voluntario, que rompe su soledad y le hace salir de su extrañamiento.

El preso es, con frecuencia, un enfermo; físico unas veces y mental otras.

El preso, finalmente, es eso, un preso, un secuestra­do. En la cárcel desembocan todos los males y todas las pobrezas. Allá sólo van a parar los pobres, los que pasan hambre, los que no tienen ropa digna, los alejados, los enfermos. La pobreza está descrita por Jesucristo «in crescendo». Los presos, los últimos de todos, porque son los más pobres, la síntesis de todas las pobrezas. Pero sabemos que en la pedagogía de Jesucristo los últimos son los primeros.

Jesucristo nos va a juzgar a todos conforme a la aten­ción que hayamos tenido con los derechos primarios del hombre: derecho al pan y al agua, al alimento, a la sub­sistencia. Derecho al vestido. Derecho a la vivienda. Derecho a la salud. Derecho a la libertad.

IV

SUFRIR CON EL PRESO

La nueva evangelización, de la que tanto se habla, no puede ser otra cosa que la evangelización cristiana. Y la evangelización cristiana sólo se puede llevar a cabo a tra­vés de la solidaridad con los excluidos. ¿Y quién puede dudar que los más excluidos son los presos? Esta es la evangelización que hacen los voluntarios. El voluntario

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se compadece del preso, es decir, padece con él, com­parte sus padecimientos. Va a la cárcel a sufrir, porque va a identificarse con un hermano sumergido en el dolor, con un Cristo en la cruz. Tiene como lema las palabras de la Biblia: «Acordaos de los presos, como si vosotros mismos estuvierais presos con ellos» (Heb 13, 3). El voluntario se siente preso. Todo lo del preso, lo hace suyo. Hasta los mismos delitos. Al igual que Jesucristo, «que llevó en su propio cuerpo nuestros delitos sobre la cruz, para que, muertos para el delito, vivamos para la justicia» (1 Pe 2, 24). Compartir con el preso el delito, para expiar juntos por él, para dejarlo pagado y olvida­do para siempre. Para eso justamente debe servir la cár­cel: para purgar el pasado y comenzar una vida nueva por los caminos de la justicia y de la santidad verdaderas (Ef 4, 24). Como el Siervo de Yahveh, que no sólo llevó nuestros sufrimientos y dolores, sino que cargó con todas nuestras iniquidades (Is 53).

El voluntario se identifica de tal modo con el preso, que hasta comparte su desprestigio, su rechazo, su margi-nación, e incluso su persecución. El voluntario, movido por los altos ideales de la utopía evangélica, es con fre­cuencia incomprendido y calificado de ingenuo, de sim­plista y de tonto, y hasta es motivo no sólo de mofa, de burla y de irrisión, sino de cierta persecución y de cier­to acoso, pues su postura evangélica puede resultar incó­moda y molesta para los trabajadores penitenciarios, para las instituciones penitenciarias y hasta para la mis­ma sociedad. Pero el voluntario sabe que está cum­pliendo con el mandamiento del apóstol: «Ayudaos unos a otros a llevar las cargas y así cumpliréis la ley de Jesucristo» (Gal. 6, 2). Sabe que al aliviar al preso de sus cargas, cargando con parte de las mismas, está ayu­dando a Jesucristo, como buen Cirineo, a llevar la tan pesada cruz de todos los delitos del mundo.

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Con su entrega abnegada, el voluntario es un testi­monio de la solidaridad y de la gratuidad en este mun­do insolidario y ávido de bienestar y de dinero; un grito profético de la fraternidad y del amor; una demostración fehaciente de que la Iglesia es esencialmente servicio; una llamada a los ciudadanos y a las instituciones en favor de aquellos «ciudadanos y hermanos que la sociedad empobrece, maltrata y tira como desecho al cubo de la basura de la marginación» (CA 49). Con esta postura, el voluntario está posibilitando al preso el derecho a la libe­ración integral.

V

IMPARTIR LA ADECUADA ASISTENCIA RELIGIOSA

El voluntario pone en marcha los mecanismos ade­cuados para que el preso pueda ejercer en plenitud el derecho a la libertad religiosa. El voluntario, como per­sona religiosa que es, va a la cárcel a impartir asisten­cia religiosa, la cual tiene, como último fin, liberar al recluido de todas las cadenas que le tienen aherrojado. «Toda culpa del hombre es siempre también una culpa ante Dios» (Pío XII), supone una ruptura con Dios. Sin la debida reconciliación con Dios, no existe la liberación integral del delincuente.

La fuerza de la religión es insustituible. Por eso, en todos los sistemas penitenciarios, de todos los países y de todos los tiempos, se reconoce a la religión como una fuerza de primera importancia en el tratamiento peni­tenciario. Es lamentable que en no pocos establecimien­tos de nuestra patria no se reconozca este valor de lo reli­gioso, hacia lo que se demuestra indiferencia, cuando no rechazo. Como fue lamentable en su día que se elimina-

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ra del Cuerpo Técnico, sin más ni más y contraviniendo la legislación, la figura del moralista, llamada a ser el pri­mer valor en los equipos de tratamiento.

La asistencia religiosa no sólo comprende el ministe­rio de la palabra, las catequesis y la oración pública, sino todas las actividades que se consideren necesarias para el debido desarrollo religioso de la persona, entre las que cabe destacar la acción caritativa con los presos y con sus familiares.

La Capellanía ejerce constantemente una misión de intercesión, de mediación entre las partes. Implora siempre el perdón para el recluso ante los órganos san-cionadores de la cárcel, a los que hace saber que todos, al fin, necesitamos de perdón, perdón que se alcanza con­cediendo perdón. Intercede ante los jueces y magistra­dos, rogándoles con humildad y con encarecimiento que templen la justicia con la misericordia, presentando, cuando sea conveniente, un informe humano sobre el recluso que va a ser juzgado, tal y como reza una de las conclusiones del I Congreso Nacional de Pastoral Penitenciaria celebrado en Madrid en septiembre del 86. La Capellanía necesita voluntarios expertos en asisten­cia social y en el campo de las leyes; y voluntarios en disponibilidad absoluta para atender al recluso en las más pequeñas cosas que éste pida, dispuestos a hacer de recaderos, una manera humilde y hermosa de evan­gelizar en la cárcel.

VI

EJERCER UNA MISIÓN PROFETICA

Juan Pablo II dice que el voluntario cristiano ejerce en la cárcel una misión profética. El profeta es el intérpre-

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te de la voluntad de Dios. Es la voz de Dios y voz de los que no tienen voz. Evangelizar en la cárcel es funda­mentalmente humanizar, y humanizar es hacer que se ejerzan al máximo posible los derechos humanos.

Partimos, sin embargo, de que en la cárcel no se han cumplido nunca los derechos humanos. Ni antes ni aho­ra. Ni se cumplen, ni se pueden cumplir. Si se cumplie­ran en plenitud, la cárcel dejaría de ser cárcel. La cár­cel es una institución inhumana y deshumanizadora, ella en sí misma y sus circunstancias, hasta el punto de que lo esencial y lo más duro de la cárcel no es la pena de privación de libertad, sino las condiciones en que esta pena se ejecuta.

El profeta ejerce, cuando llega el caso, la denuncia pro-fética de los derechos incumplidos. No se trata de ata­car a nadie, sino de que se haga justicia. Afirmo que los primeros interesados de que en la cárcel se cumplan los derechos humanos son los funcionarios. Es la propia naturaleza de la cárcel la que impide el ejercicio de los derechos humanos. Aunque alguna vez sí sea culpa de algún funcionario; como yo, en ocasiones, me he senti­do obligado a denunciar.

Por eso, lo primero que un cristiano tiene que plan­tearse es la existencia misma efe la cárcel, una insti­tución antievangélica. «La privación de libertad, la vida en la cárcel es y seguirá siendo la más irracional y peno­sa expresión del poder del Estado frente al individuo» (C. Carmena). La denuncia de los derechos incumpli­dos no la hará nunca la Administración, pues para ella el Ordenamiento Penitenciario garantiza el ejercicio de los mismos. Y eso es verdad, pero lo es en teoría, que no en la práctica. No la harán los trabajadores peni­tenciarios, ni siquiera el capellán, condicionados por los imperativos y condicionamientos de su profesión y de su misión.

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La tienen que hacer los voluntarios, personas abso­lutamente libres, sin atadura alguna. Ante una injusti­cia o ante un derecho conculcado, el voluntario no pue­de callar. El voluntario debe ser como la conciencia crí­tica de la prisión, que acusa del mal que no hay que hacer y dice el bien que hay que hacer. Pero esta denuncia hay que hacerla con estas garantías:

1.— Con pleno y objetivo conocimiento de causa. 2.— A través de los medios adecuados y ante las per­

sonas y organismos competentes. 3.— Informar de todo ello al director de la prisión, como

máximo responsable de la misma, con el que se deben mantener continuas, sinceras, cordiales y respetuosas relaciones.

4.— Seguir siempre las normas evangélicas, proce­diendo con humildad y con amor.

5.— Acudir a los medios de comunicación sólo como «ultima ratio» y con el conocimiento del capellán y del obispo.

VII

INFORMAR A LA SOCIEDAD

La sociedad es la creadora de la cárcel. En ella encie­rra a unos ciudadanos que la perturban. Tiene el deber de cuidar de ellos y el derecho a saber lo que pasa en la cárcel. La cárcel es una institución pública y los ciuda­danos tienen derecho a conocer lo que en ella ocurre. La comunidad tiene derecho a ejercer un «control social» de la cárcel. La inspección extracarcelaria verificadora de la aplicación o no aplicación del Ordenamiento Peni­tenciario en la cárcel, es un postulado de las Reglas Pe­nitenciarias Europeas que en España no se cumple. Para

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que este control pueda llevarse a cabo se requiere que la misma cárcel esté insertada en la sociedad, como requisito previo para la ulterior reinserción de sus mo­radores.

El edificio más importante de la ciudad, después de la iglesia o a la par de la iglesia, es la cárcel. El pala­cio de justicia, donde se dicta la sentencia condenato­ria, suele estar ubicado en la parte más noble, mien­tras que la cárcel, donde se ejecuta la sentencia, sue­le estar alejada de la ciudad. La cárcel debe estar en la ciudad —no alejada de ella, como propugna la actual política penitenciaria— como un monumento al fracaso de la convivencia humana, como un testimonio de la insolidaridad ciudadana, como un memorial de tantos Cristos vivientes que se consumen en sus celdas y para que sirva de sonrojo a una sociedad que no encuentra o no quiere encontrar otros medios más humanos y evan­gélicos para corregir al delincuente. Por otra parte, ¿cómo educar para la vida en sociedad, alejando de la sociedad? Hay que decir, además, que estas nuevas cárceles de máxima seguridad son más duras que las antiguas, no son lugares aptos para la rehabilitación.

«La prisión es algo desconocido y ajeno a la generali­dad de la sociedad, y, lo que es todavía peor, es algo des­conocido y ajeno para los propios aplicadores de la ley, los jueces» (C. Carmena). «Que la conciencia pública, que hace o deja de hacer las leyes, sepa lo que son en la prác­tica y lo que significa un año, diez años, veinte años de presidio. Esto lo ignoran, no sólo el público, sino los tri­bunales que imponen esas penas» (C. Arenal). «Los bue­nos hijos de las naciones... se afligirían al ver lo que pasa en las prisiones del mundo, al verlas por dentro, y cómo son realmente, no como aparecen con frecuencia en rela­ciones oficiales, que consideran patriótica la ocultación de la verdad» (C. Arenal).

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Los voluntarios cristianos están llamados a contar a la sociedad esa verdad, a decir lo que ven en las cárceles. Eso no lo dirán nunca, no lo podrán decir, muchas veces, por razones profesionales, ni los funcionarios ni el mismo cape­llán. Pero sí lo podrán y deberán decir los voluntarios. No se trata de airear los trapos sucios de la casa, cosa repro­bada por el evangelio. Se trata de informar objetivamen­te sobre los grandes problemas de la cárcel. Porque los medios de comunicación, incluidos los de la Santa Madre Iglesia, sólo comunican noticias sensacionalistas (fugas, plantes, motines, etc.). «Los periódicos dan noticias de los delitos que en los presidios cometen los presidiarios, pero no de sus buenas acciones, tan difíciles y tan meritorias» (C. Arenal). En las cárceles se dan actos brutales de agre­sividad, pero también se dan actos heroicos de caridad, de los que no somos capaces los de fuera. Los medios con frecuencia desfiguran y magnifican artificialmente las malas noticias, a veces con fines políticos.

El voluntario informa a la sociedad objetivamente, para ir creando una opinión pública objetiva, con el fin de que la sociedad cambie la mentalidad arcaica que tiene sobre las prisiones. Hacen falta voluntarios de opinión, periodistas que a través de los medios se comprometan a informar obje­tivamente sobre la realidad de la cárcel y las consecuen­cias gravísimas que de ella se derivan, no sólo para el pre­so y sus familias, sino para la misma sociedad. Cuando la sociedad esté bien informada, cambiará su manera de pen­sar y en lugar de pedir medidas represivas más fuertes y mayor dureza en la ejecución de la pena, cosa que las comu­nidades cristianas, con su silencio, están de alguna mane­ra igualmente reclamando, pedirá con fuerza la puesta en marcha de alternativas válidas a la pena de prisión, alter­nativas que, lejos de influir negativamente en el delincuente, como ocurre en la cárcel, le ayude a rehabilitarse y ser útil a sus familias y a la sociedad misma.

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VIII

DEJARSE EVANGELIZAR

Seguramente el voluntario no logrará convertir a nadie, hacer cambiar a nadie, lo que le hará progresar en la humildad. El trabajo apostólico en la cárcel es una gracia de Dios para curar las vanidades humanas. En la cárcel es muy difícil cambiar a mejor. Se cambia casi siempre a peor. Porque la cárcel es una escuela de delin­cuencia, la universidad del crimen. Lo peor del caso es que el preso no puede ni siquiera ejercer el derecho a no salir peor que entró.

No obstante, puede darse que se logre el cambio de alguien. Pero lo que sí es cierto es que si el voluntario entra en la cárcel con humildad y con receptibilidad será radical y absolutamente transformado. Saldrá enrique­cido, será otra persona, una criatura nueva, más huma­na, más caritativa, más comprensiva, más evangélica. En la cárcel, el evangelizador es evangelizado por aque­llos que va a evangelizar y que se han convertido en sus evangelizadores. En la cárcel se recibe mucho más de lo que se da. Los voluntarios se van manifiestamente trans­formando, llenándose de Dios, de amor a Dios y de amor al prójimo. Si los de dentro con frecuencia cambian a peor, los de fuera cambian a mejor.

Yo me he preguntado muchas veces qué tendrá la cár­cel para que el que la visita no deje ya de visitarla y sien­ta una gran pena si no le dejan visitarla. La cárcel es como un imán de fuerza poderosa que atrae de manera irre­sistible a cuantos han tenido la fortuna de cruzarse con ella en su vida. No sólo los voluntarios, sino especialmente y sobre todo los trabajadores penitenciarios. El que entra a trabajar en la cárcel, en un porcentaje altísimo, conti­núa trabajando en ella durante toda su vida.

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En la cárcel hay una fuerza sobrehumana que hace explosionar en el visitador los mejores y más altos sen­timientos de que es capaz el ser humano. La cárcel, tam­bién en este sentido, es un mundo aparte, absoluta­mente distinto. Un mundo singular y único, fascinador y alucinante. La cárcel es como una droga que penetra hasta las coyunturas mismas del espíritu, de la que resulta imposible desengancharse. Con cuyo contacto se toca la felicidad, pues se toca nada menos que la esencia misma del evangelio en la parcela preferida de la viña del Señor.

Toda mi vida sacerdotal ha estado dedicada al estu­dio y explicación de la Biblia y a la Pastoral Penitenciaria. Con toda humildad quiero decir que yo he descubierto la profundidad del evangelio y la infinita misericordia de Dios, más que en los libros, en la cárcel. La cárcel a mí me ha evangelizado plenamente.

IX

PROCLAMAR LAS BIENAVENTURANZAS

Los voluntarios de prisiones van a la cárcel a pro­clamar las bienaventuranzas. Ningún sitio, como éste, para hacerlo. Porque la resonancia justa, que desde hace dos mil años vienen reclamando las bienaventu­ranzas, en ningún sitio se deja sentir como en el gue-to de la cárcel —que tantos parecidos tiene con un cam­po de concentración—, un gueto de marginados y de bienaventurados.

Bienaventurados, porque son pobres, pues «no hay nadie ni más triste ni más pobre que el preso y encarce­lado» (B. Sandoval). A la cárcel sólo van los pobres y casi siempre por ser pobres, como reza esta dolora caréela-

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ría: «En este sitio maldito / donde reina la tristeza / no se castiga el delito / se castiga la pobreza».

Bienaventurados, porque son humildes, es decir, por­que son débiles, porque no significan nada, ni cuentan para nada en la sociedad; porque son los oprimidos, los despreciados, los grandes ignorados.

Bienaventurados, porque pasan hambre, porque con frecuencia ellos y los suyos sufren graves carencias eco­nómicas y suelen ser víctimas del desempleo y de la mar-ginación.

Bienaventurados, porque lloran. Lágrimas a raudales por los surcos del alma de tantos y tantos recluidos. En la cárcel, «toda incomodidad tiene su asiento» (M. de Cervantes Saavedra); lugar de sufrimiento y de tortura, lleno de gemidos que sólo Dios escucha, «el que mira des­de los cielos a la tierra, para escuchar el gemido de los encarcelados» (Salmo 102, 20-21), gemidos que suenan angustiosamente así: «Yo llamo al Señor a voz en grito..., pues soy un desgraciado..., sácame de la cárcel» (Salmo 142, 3-8).

Allí abajo la cárcel, la fábrica del llanto, el telar de la lágrima que no ha de ser estéril, el casco de los odios y de las esperanzas, fabrican, tejen, hunden. (M. Hernández).

Bienaventurados, porque son víctimas de las estruc­turas injustas en que la sociedad está asentada, y, aunque seguramente quebrantaron la justicia, se da la paradoja de que piden, como nadie, que reine la jus­ticia en el mundo, y tienen una especial sensibilidad contra toda injusticia, y no toleran que en su entorno se puedan cometer injusticias y que se atropellen los derechos humanos, los suyos y los de sus compañe­ros de infortunio.

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Bienaventurados, porque son misericordiosos, porque necesitan misericordia y la suelen prodigar con abun­dancia. El que tiene conciencia de necesitar perdón, lo suele ofrecer con generosidad más todavía, si se siente perdonado. Un pecador, un delincuente, que se siente perdonado por Dios y por los hombres, es una fuente ina­gotable de amor, de misericordia y de perdón. Es verdad que en las cárceles y fuera de ellas, por reclusos que gozan de permisos, se cometen actos brutales que pro­vocan una indignación y una justa alarma en la socie­dad, la cual, por otra parte, debería pensar que la pri­sión, en lugar de educar, ha servido sólo para eso, para desencadenar en los reclusos los peores instintos de vio­lencia, cosa que debe servir de reflexión profunda a las instituciones penitenciarias, las cuales, tal vez, deberían ejercer la humildad y entonar el «mea culpa» por la par­te de la responsabilidad que les corresponde en estos actos; pero no es menos cierto también que en las cár­celes se dan actos heroicos de generosidad y de altruis­mo absolutamente ignorados y silenciados por los medios de comunicación.

Bienaventurados, porque son perseguidos. La cárcel es una aglomeración de personas amontonadas, aco­rraladas, extrañadas; una multitud de soledades. Personas acosadas por todos los de fuera y algunas has­ta por los de dentro. Acosadas por la sociedad inmiseri-corde, por instituciones públicas y privadas, por grupos de presión. El acoso que ellas hicieron a la sociedad y que les hizo dar con sus huesos en la cárcel, es, en no pocos casos, la respuesta al acoso a que ellas se sien­ten sometidas.

Los presos caen de lleno en los grandes espacios de las bienaventuranzas. Bienaventurados, felices ellos, por­que con Jesucristo ha llegado para ellos, para todos los postergados, la hora de la liberación; porque ellos son

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los primeros beneficiarios del mensaje de Jesucristo, los ciudadanos de primera en el reino de Dios, donde los últi­mos serán los primeros, un reino en el que los humilla­dos y los despreciados verán colmadas todas sus aspira­ciones, un reino de justicia, donde todos serán justos.

X

ACOGER AL EX CARCELADO

El voluntario está esperando a la puerta de la prisión al preso que sale en libertad y no tiene dónde ir. Allí está el voluntario, el único capaz de decir al liberto: ven a nuestra casa, allí tienes una mesa donde compartir el pan. Cuando el estigma de la prisión hace que la socie­dad le rechace sin miramientos y sin piedad, cuando está a punto de comenzar para él una cárcel después de la cárcel, el voluntario le acoge y le ayuda a dar los primeros pasos en libertad.

Cuando el preso se siente rechazado por la sociedad, de­be sentirse acogido y ayudado por la Iglesia. La labor del voluntario es más importante y más necesaria fuera que dentro de la prisión. Se necesitan voluntarios que entren en la cárcel, pero se necesitan más aún fuera de ella.

Es absolutamente necesaria la creación de centros de acogida y de seguimiento. Hace falta una casa, un piso y los medios para sostenerlo. Para recabar estos medios hay que acudir a las instituciones sociales, polí­ticas y económicas, de carácter público y privado, así civiles como eclesiásticas. Y hay que llamar al corazón de tantos hombres y mujeres de buena voluntad como hay en el mundo.

Estos centros acogen a los libertos que no tienen dón­de ir. La casa se rige por muy pocas leyes, siempre cum-

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plidas. La responsabilidad del cumplimiento de las mis­mas y la dirección de la casa deben recaer en los mis­mos libertos. Sólo se puede educar para la responsabi­lidad, ejerciendo cotas de responsabilidad. Con fre­cuencia el mejor guardado de la ley es el que circuló al margen de la ley.

La Iglesia se ha preocupado siempre, a lo largo de la historia, de crear centros de acogida para indigentes y menesterosos en general y de manera específica para libertos pobres. Ahí están las ordenes religiosas de la Merced y de la Trinidad, que están actualizando y reno­vando su carisma fundacional con una atención espe­cial a los presos de nuestros días. Una prueba fehacien­te de ello son el Padre Mercedario, José Sesma, director del Secretariado Nacional de Pastoral Penitenciaria, y el Padre Trinitario, Jesús Calles, coordinador general de este Congreso.

Y ahí está el famoso libro de B. de Sandoval, pionero de los grandes penitenciaristas: «El cuidado que debe tener­se de los presos pobres». Cuando nadie se preocupaba de los presos, fue la Iglesia la única que se cuidaba de ellos. Los primeros maestros y los primeros bibliotecarios de las cárceles fueron los capellanes de las mismas.

Es necesario que surjan cristianos comprometidos capaces de crear aquí y allá centros de acogida para estos hermanos que deambulan desorientados, sin saber qué hacer ni a dónde ir, con el fin de que no queden definiti­vamente atrapados en las redes de la delincuencia y de la cárcel.

CONCLUSIÓN

Estos diez mandamientos se encierran en dos: Primero: amar a los presos desde el amor a Dios y con la misma

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fuerza con que amamos a Dios, porque en ellos estamos viendo a Dios. Segundo: servir a los presos en todo y a todos, y hasta donde sea, sin decir nunca «basta». Como Cristo nos sirvió, hasta el final, sabiendo que un servi­cio a un preso es un servicio a Jesucristo, al que nos debemos por entero.

PROPUESTAS

1-. La cien Reglas Penitenciarias Europeas, que vie­nen a ser una profunda revisión de las Reglas Mínimas de la ONU y del Consejo de Europa, así como un enri­quecimiento notable de las mismas, establecen prácti­camente un estado de Derecho en las prisiones. Son, en efecto, la mayor garantía de los derechos de los deteni­dos. Pero ese estado de Derecho resulta imperfecto sin la existencia de un Derecho Procesal Penitenciario que, por una parte, garantice una perfecta ejecución de la pena y, por otra, ofrezca los instrumentos adecuados para llevar a cabo, por parte del detenido, los recursos que fueren necesarios.

2-. Para que se puedan ejercer más y más los dere­chos humanos, la institución carcelaria debe ir refor­mando sus estructuras, excesivamente jerarquizadas, por otras más democráticas. Me atrevo a decir, sin el menor reparo, que la democracia ha entrado tan tími­damente en las cárceles, que prácticamente no ha entrado. Necesitamos con urgencia que nuestras cárce­les sean, en efecto, cárceles democráticas, donde se pue­da oír con igual respeto, y dándole el mismo valor, la voz de todos sus moradores y de cuantos en ellas trabajan.

3-. La Capellanía de la prisión, en su lucha por los derechos humanos, debe ejercer una triple función: 1-) Afirmar, desarrollar y dar a conocer los derechos de los

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presos. 2-) Denunciar las violaciones que eventualmente puedan hacerse de los mismos. 3-) Colocar su lucha y su reflexión en la perspectiva de una ética de la res­ponsabilidad de la persona.

Esto presupone una evangelización seria y profunda de la cárcel, con el fin de que la normativa y los proce­dimientos penitenciarios estén más en consonancia con los postulados evangélicos. Para mayor eficacia en la evangelización, se hace necesario y urgente la firma del Acuerdo entre la Iglesia y el Estado sobre la Asistencia Religiosa en las Prisiones, que nunca acaba de llevarse a cabo, con el fin de que tantas Capellanías dejen de tra­bajar tan precariamente como lo están haciendo y de que la Pastoral Penitenciaria deje de ser una pastoral mar­ginada, tanto por el Estado como por la Iglesia.

4-. Hace ahora justamente diez años que la Delegación Episcopal de Pastoral Penitenciaria realizó una encues­ta entre la población reclusa de España. Entre las pre­guntas que se hacían en la encuesta, una era ésta: Enumera los derechos humanos que no ejerce el recluso. Contestaron unos 1.000 presos de 44 prisiones. El resul­tado de la encuesta está publicado, como sabéis, en el volumen monográfico titulado «La Cárcel», que com­prende los números 27 y 28 de la revista Corintios XIII, de Caritas Española. Los presos, a la vez que relatan una larga lista de derechos que no se cumplen en la cárcel, pedían a la Iglesia, representada por los capellanes peni­tenciarios, que fuera la defensora de sus derechos ante las instituciones. Es una constante petición de los pre­sos a los representantes de la Iglesia.

La Iglesia, creo yo, está obligada a dar la respuesta ade­cuada a una petición tan justa, tan evangélica y tan urgente hecha por sus miembros más débiles y margi­nados. El Congreso que estamos celebrando, ha susci­tado una enorme expectación entre los presos de núes-

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tras cárceles. No podemos defraudar las esperanzas que ellos han puesto en nosotros. La Comisión Episcopal de Pastoral Social, con uno de sus miembros a la cabeza, Don Javier Oses, en cuanto obispo responsable de la Pastoral Penitenciaria, ha tenido la valentía evangélica de celebrar este Congreso sobre el tema, a mi parecer, hoy más importante de la Pastoral Penitenciaria. De aquí debe surgir un rayo de luz y de esperanza que ilumine el camino tenebroso de nuestros hermanos encarcela­dos. Los presos deben saber que, aunque se sientan rechazados por la sociedad, no deben sentirse nunca rechazados por la Iglesia.

Para que el Congreso, que tanta dedicación y tanto esfuerzo han causado a sus organizadores, y tanto sacri­ficio a los congresistas que nos hemos reunidos de todos los rincones de nuestra amada patria, no decepcione a tantos prisioneros que tienen sus ojos puestos en noso­tros, propongo que salga de aquí el compromiso formal de elaborar un manual divulgativo, en el que se especifi­quen, de la manera más completa posible y más inteli­gible, los derechos de los presos, así como los mecanis­mos legales y los procedimientos a los que el preso pue­de acudir en defensa de los mismos, tal y como ya lo pro­ponía el Defensor del Pueblo en su informe a las Cortes sobre la situación penitenciaria en España, el año 1988, cosa que hasta la fecha la Administración Penitenciaria, que yo sepa, no ha hecho y cosa que, a mi parecer, debe hacer la Iglesia. En su elaboración deben trabajar expertos en las ciencias jurídicas, socia­les, criminológicas y penitenciarias, así como en las teo-lógico-bíblicas, pues para un cristiano la carta magna de los derechos humanos es la Sagrada Escritura, la Palabra de Dios, porque fue en la Biblia donde por pri­mera vez se anunciaron, hace 3000 años, los derechos fundamentales del hombre.

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comunicQcioriGs

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LOS DERECHOS HUMANOS EN LA CÁRCEL: ¿UTOPIA?

El tema de nuestro Congreso es sumamente intere­sante y de gran actualidad, precisamente porque saca a la luz y pone de relieve la diferencia existente entre las normas legislativas de los diversos países acerca de los derechos humanos en la cárcel y la efectiva y concreta posibilidad de su puesta en práctica.

Mi colega, Mons. Fabbri, os expondrá un panorama de cuanto hemos encontrado en las cárceles de los diver­sos países del mundo que hemos visitado.

Yo, por mi parte, quiero hacer unas breves conside­raciones sobre algunos derechos fundamentales que, al menos hasta ahora, no han podido encontrar una seria aplicación, ni siquiera en las legislaciones penitenciarias más avanzadas.

La voz de la Iglesia se ha elevado muchas veces en defensa de estos derechos.

Naturalmente los derechos sustanciales de la perso­na no se refieren únicamente al mundo carcelario, sino que afectan a toda la sociedad civil.

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Pero es bien claro que la realidad carcelaria, en su con­figuración estructural, en su propia esencia, presenta los impedimentos más graves en el ejercicio concreto de los derechos humanos.

En la realidad social exterior, basta pensar, por ejem­plo, en la dificultad de los ciudadanos frente al derecho a una vivienda confortable y a una adecuada asistencia sanitaria. Y esto para no hablar del tremendo distan-ciamiento entre pobrezas y riquezas y, sobre todo, pobreza subhumana y riquezas desproporcionadas. De tal modo, que las diferencias entre el norte y el sur del mundo, entre los países desarrollados y los países que emergen y en vía de desarrollo, que están en continuo crecimiento, cada vez se acentúan más.

Esto, naturalmente, no nos exime del compromiso que debemos adquirir para que la cárcel (un mundo cerra­do y fuertemente regulado por las leyes del Estado) ten­ga el derecho imprescindible de garantizar a los deteni­dos los derechos humanos; derechos que, por otra par­te, están muy claramente indicados en las Reglas Mínimas de la ONU y del Consejo de Europa para todos los Estados miembros.

En la cárcel, el hombre y la mujer, privados por la ley de su bien más grande: la libertad (de hecho los llama­dos detenidos), no tienen posibilidad alguna de elección. No sólo se les arrebata la libertad física, sino también la libertad moral, pues no pueden ejercer la propia respon­sabilidad, no pueden elegir entre esto y aquello. Tienen que soportarlo todo: el horario, el alimento, el aloja­miento, la convivencia impuesta con otras personas, la instrucción del sumario, el proceso penal, el tiempo de detención. Todo lo que les viene dado es siempre una concesión. No tienen derecho a nada. Todo lo que se les da, es una gracia o un beneficio que se les concede gene­rosamente, pero a lo que no tienen derecho alguno. Viven

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como seres humanos en la pobreza más radical, en una situación de inhumanidad.

Se trata, ciertamente, de una persona que se pre­supone que ha quebrantado la ley de la convivencia civil.

Por eso, el Estado tiene el derecho de ejercer una defensa social, con el fin de que los demás ciudadanos no sean objeto de sus malos comportamientos, ya con­tra las personas, ya contra los bienes morales y mate­riales.

Pero, a mi parecer, esta defensa social, que se lleva a la práctica a partir del Iluminismo y que llega a su cul­minación en los inicios de nuestro siglo, ha venido a ser para el Estado una cómoda coartada, un motivo, y a la vez un pretexto, para el refortalecimiento del Ordena­miento Penal y Penitenciario.

No me refiero únicamente a las represiones llevadas a cabo, bajo la bandera de la defensa social, en los regí­menes autoritarios y dictatoriales de diverso tipo. Pienso también en la práctica de estas coartadas o motivacio­nes en nuestras democracias, en las que el fin primor­dial, el objetivo absoluto, es el «estar tranquilos», el que los ciudadanos no sean perturbados. Para ello, la socie­dad reclama con fuerza al Estado toda clase de repre­siones, con tal de estar tranquila.

Se ha llegado incluso a reclamar la pena de muerte, con tal de que no se rompan los equilibrios sociales y se llegue a la conquista de una cómoda tranquilidad social. Desgraciadamente, he visto, por ejemplo, en Italia, a mu­chos católicos firmar la petición de la pena de muerte, como si este último peldaño en la escala de las conde­nas fuera el único remedio para el propio tranquilo bie­nestar, cosa que está plenamente desmentida por la his­toria de la criminalidad. La pena de muerte, lejos de garantizar el equilibrio y la tranquilidad social, los agra­va.

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Por consiguiente, me parece que el problema de la apli­cación concreta de los derechos humanos en la cárcel, antes aun que una ejecución verdadera y transparente de las leyes que afortunadamente existen en nuestras realidades democráticas, es un problema de cultura y, por tanto, de opinión pública.

La sociedad tiene sobre estos problemas una opinión arcaica. La sociedad se ha acostumbrado a descargar sobre el Estado todas las responsabilidades penales y penitenciarias.

Y si esto puede ser verdadero por lo que se refiere al aspecto técnico del problema, tanto en el proceso penal y en el juicio oral como en la normativa regimental de la realidad penitenciaria, es también verdadero que hoy el Estado sufre un aislamiento total por parte de la opinión pública en estos problemas.

Es difícil, por ejemplo, que los Parlamentos puedan producir legislaciones más avanzadas a este respecto, porque no están apoyados por la opinión pública. Mientras que la opinión pública no cambie, el Estado podrá hacer poco más de lo que hace. Es la sociedad la que tiene que apoyar y reclamar penas alternativas, leyes nuevas más humanas y evangélicas.

Pero el ciudadano medio prefiere la construcción de una carretera a una reforma carcelaria, olvidando que, como está bien comprobado, la cárcel, tal y como es en la actualidad, es criminógena, una fábrica de nuevos deli­tos, de nuevos criminales y, por tanto, de nuevos sufri­mientos y desequilibrios para la sociedad. La cárcel con­sigue todo lo contrario de lo que la sociedad reclama de ella.

¿Cuánto cuesta un detenido hoy en la cárcel y enci­ma con unos resultados tan negativos? En España, cada detenido cuesta cuatro millones de pesetas al año, lo que, multiplicado por los cuarenta y un mil prisioneros que

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hay actualmente, supone la enorme cantidad de ciento sesenta y cuatro mil millones de pesetas. Esta enorme cantidad de dinero, así como las consiguientes desgra­cias y desquiciamientos sociales, afectan a todos los ciu­dadanos. Estos grandes dispendios y estos esfuerzos enormes que tiene que soportar la Administración Peni­tenciaria, terminan en negativo. Todo esto, para nada. Mejor dicho, para peor. ¿Es esto lo que queremos, cuan­do hablamos de una cárcel que debería ser una casa de redención y de resocialización? Pero también sobre esto quiero hacer una reflexión.

Sin quitar nada a la responsabilidad personal y sin querer cargar toda la culpa a la sociedad, debemos pre­guntarnos si este tipo de sociedad concreta, en nuestros países, que llamamos democráticos, es realmente el modelo de sociedad al que debe ajustarse el que se ha extraviado para llevar una vida mejor. Frente a la ver­dad y a la cultura que reclama y practica el mundo de la delincuencia, rechazadas ambas por la sociedad, debe­mos preguntarnos: ¿Dónde está la verdad objetiva de la convivencia social? ¿Cuáles son los módulos perfectos del comportamiento cívico? ¿Dónde está la cultura modélica, garantizadora de una convivencia justa y fra­ternal, y eliminadora de toda delincuencia?

Sin hacer un análisis específico de los derechos humanos en la cárcel, que será hecho por otros relato­res, me permito proponer estas consideraciones:

¿La cárcel, tras casi trescientos años de existencia como pena generalizada, es la única posible para el hom­bre de hoy? ¿Por qué sigue siendo la pena principal y casi única para todos los delitos? ¿Por qué no se implan­tan de una vez, con valentía y con generosidad, otras penas? ¿Por qué los principios evangélicos están toda­vía tan lejos de informar las estructuras penales y peni­tenciarias?

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El evangelio nos presenta ciertamente otros caminos, como nos enseña, por ejemplo, la parábola del Hijo Pródigo y la del Buen Pastor, que recupera la oveja per­dida. El amor y el perdón constituyen, sin duda, las dos coordenadas por las que debiera discurrir la conviven­cia social.

Las penas, es decir, el período de encarcelamiento, antes y después de la condena, permanecen práctica­mente inalteradas, continúan siendo las mismas implan­tadas en los códigos penales del siglo pasado. Y, sin embargo, el hombre de hoy tiene mucha más libertad y muchas más libertades que su colega de hace cincuen­ta años.

Hoy, se conocen las noticias de todo el mundo al mis­mo tiempo real en que se producen; en muy pocas horas, se puede uno trasladar de una punta a otra de la tierra; se conocen diversas lenguas, etc..

Hoy el hombre es mucho más libre que el de hace cin­cuenta años. Esto significa que la privación de libertad, hoy, es mucho más dura y más difícil de soportar (por­que es mucho más pesada) por las espaldas del hombre contemporáneo, respecto no sólo al hombre del siglo pasado, sino al de hace cincuenta años.

Por esta razón, la pena de prisión debe ser eliminada unas veces y reducida otras. Eliminada para no pocos delitos y, por supuesto, para los delitos medianos y menores. Y reducida para los demás delitos, y esto por dos razones. Una, la antes referida, por ser mucho más dura para el hombre de hoy que para el de antes. Dos, porque está comprobado que la pena de prisión, tras un período, más o menos breve, en el que puede producir efectos positivos en el recluido, ya generalmente todo influye en negativo.

En España, parece que está ya próxima la promul­gación de un nuevo Código Penal. Es de esperar que en

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la redacción del mismo se haya tenido en cuenta cuan­to acabamos de decir y tantas otras cosas que deben con­figurar un Código Penal moderno.

Para concluir, quiero decir lo siguiente. El mensaje evangélico, «estuve en la cárcel y me visitasteis» —lo que supone una identificación de Jesucristo con éstas y con las otras pobrezas del mundo—, debe ser leído en su cla­ve más objetiva y verdadera, es decir, en el sentido gra­matical de las palabras.

No es sólo un problema de consolación, de aliviar al afligido, de consolar al triste, aunque esto tenga su importancia donde hay una persona aislada, sufrien­te e indefensa, sino un problema real que nos obliga a considerar al criminal como nuestro hermano en Cristo.

El cristiano sabe que la redención, por la sangre derra­mada en la cruz, lo fue por todos los hombres y muje­res, sin diferencia de categorías, de clases, de opiniones.

Por consiguiente, el cristiano tiene el deber esencial de ser él mismo protagonista en el empeño de que todos los hombres puedan ejercer sus derechos fundamentales.

La opinión pública, si está vivificada por la semilla del evangelio, no puede ser extraña a la realidad de la cár­cel, una realidad que, por desgracia, debemos juzgar como incompatible con la dignidad del hombre.

Las tímidas tentativas de lo que llamamos «medidas alternativas» a la prisión, demuestran que los Estados se han dado cuenta de que la prisión, como pena, hoy ya no vale.

Por tanto, si queremos que las nuevas formas puni­tivas puedan encontrar una aplicación concreta en un Código Penal y Penitenciario moderno y adaptado al hombre contemporáneo, debemos proceder de tal modo que todos los ciudadanos, sobre todo los que creen en la fuerza liberadora del evangelio, participen, en la medi-

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da de sus posibilidades y capacidades, en esta acción de recuperación del hombre.

Esta función rehabilitadora no puede ser relegada úni­camente al Estado, pues incumbe a toda la sociedad.

El voluntariado tiene en este campo un futuro gran­de. Os auguro, de todo corazón, grandes éxitos.

Möns. Cesare Curioni

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LA PRISIÓN: DRAMA EN LOS CINCO CONTINENTES

Preámbulo

Lo que voy a decir, carísimos amigos, me humilla, antes de nada, a mí, por la crudeza de la verdad que os voy a contar; pero, por exigencias de estética formal, no pue­do mitigar aquellas cosas que para muchos millares de hombres y mujeres, jóvenes y adultos, es una brutal realidad, en la que la supervivencia no es un privilegio, sino un ulterior sufrimiento.

Sobre ciertas cárceles no debería salir el sol, pues así las tinieblas harían las funciones del olvido, servirían para ocultar tantas atrocidades, y nuestra conciencia no correría el peligro, aunque fuera sólo por unos instan­tes, de contener una indignación rabiosa al ver herida, mutilada, triturada la misma propia identidad, porque en la humillación de un solo hombre se aplasta a los demás...; comprendido yo mismo... comprendidos tam­bién vosotros.

Si esta verdad nos escandaliza, busquemos el modo de pagar nosotros un poco el precio, porque, en último

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término, debemos sentirnos culpables también nosotros, aunque sólo fuera por haber sentido esta verdad ahora y no antes.

Pero mi cometido no es el de acusar, sino el de pedir ayuda, porque todos los hermanos presos, encontrados por mí y por Don Cesare Curioni, en las diversas situa­ciones y áreas geográficas del mundo, convergen al uní­sono en una silenciosa súplica de ayuda... ¡Cuántas veces he escuchado a los presos esta indignada y hu­millante exclamación: Padre, nosotros no somos bes­tias!

Por muchas razones, nos damos cuenta que esta­mos caminando en la noche, pero nuestro estar jun­tos será para nosotros un rayo de luz que nos servi­rá de orientación. Al final, lo que contará de nues­tros encuentros será el darnos cuenta de que —aun­que sea en la oscuridad— nos estamos moviendo muy deprisa para poder alcanzar pronto el día y todos jun­tos fijar la luz.

Sinceramente, no creíamos que la noche fuera tan negra y tan larga. Esta noche comenzó para nosotros en el primer viaje que hicimos al día siguiente en que Mons. Cesare Curioni fue elegido presidente de la Comi­sión Internacional; elección que tuvo lugar aquí, en tie­rra española, concretamente en Madrid, en septiembre del año mil novecientos ochenta y cinco. Hace ya sie­te años... Hemos caminado mucho... pero el alba se resiste a despuntar.

Cárceles y continentes visitados en nuestros viajes

Ante todo, y antes de entrar en detalles de nuestra pro­blemática, quiero enumerar los países que en estos años he visitado junto a Don Cesare:

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A) EUROPA 1. Austria 2. Bélgica 3. Dinamarca 4. Irlanda 5. Irlanda del Norte 6. Finlandia 7. Francia 8. Alemania 9. Italia

10. Luxemburgo 11. Malta 12. Holanda 13. Portugal 14. España 15. Suiza 16. Inglaterra 17. Polonia

E) OCEANIA 33. Australia

B) NORTEAMÉRICA 18. Canadá 19. Méjico 20. Estados Unidos

C) CENTROAMERICA 21. República Dominicana 22. Cuba 23. Haití 24. Panamá

D) SUDAMERICA 25. Argentina 26. BolMa 27. Brasil 28. Chile 29. Colombia 30. Perú 31. Venezuela 32. Ecuador

Derechos tomados en consideración

Como he dicho en el Preámbulo, las cosas que os voy a decir son tan vergonzosas que he considerado opor­tuno silenciar el país concreto a que se refieren. Las si­tuaré únicamente en el área geográfica. Lo hago así, no en detrimento de la verdad, que será referida en su rea­lidad cruda y objetiva, sino para evitar que las confron­taciones generen en nosotros una polémica odiosa que nos incline a condenar, más que a buscar los condicio­namientos que nos puedan explicar el hecho en sí mis­mo y encontrar las correspondientes soluciones para el bien de todos,

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He seleccionado algunos derechos inalienables que, a mi parecer y en mi experiencia vivida directamente, están profundamente lesionados en todos los continentes. Estos derechos son los siguientes:

a) Derecho a una habitabilidad humana. b) Derecho a la salud. c) Derecho a la alimentación. d) Derecho a la educación. e) Derecho a la integridad física y moral. f) Derecho a profesar la propia fe religiosa.

a) Derecho a una habitabilidad humana

Con respecto a Europa, Norteamérica y a Oceanía, puedo afirmar que en la gran mayoría de las cárceles este derecho está bastante respetado, aun con todas las excepciones que experimenta por parte de la economía, de la cultura y del estilo y modo de vivir de cada país.

Sin embargo, por lo que se refiere a Sudamérica y a Centroamérica (el continente africano todavía no lo hemos visitado), por desgracia debo afirmar que en muchísimas cárceles se han superado en negativo y muy ampliamente los niveles soportables de una habitabilidad humana. Pequeños dormitorios con veinte o treinta pre­sos, con paredes mugrientas y húmedas, sucios, sin luz eléctrica, sin camas, ni siquiera una colchoneta de goma y, en el mejor de los casos, una estera sucia y andrajosa.

Los servicios higiénicos, y el llamarlos así es un eufemismo, son, en la mayoría de los casos, una estan­cia común, con una decena de surcos en el pavimento, por donde discurre el agua que proviene de bocas abier­tas en las paredes y que, al propio tiempo, además de servir para arrastrar los excrementos, funcionan como

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duchas. Algo verdaderamente humillante, tanto para el que lo padece como para el que lo contempla.

Existe, sin embargo, algún pabellón, un tanto parti­cular, adonde, si uno paga, puede ser trasladado y encon­trar allí una colchoneta con una sábana.

¡Todo se vende! He sabido que en el primer ingreso de un detenido, en posesión lógicamente de dinero, se le ven­den estas cosas: una almohada, una toalla, un rollo de papel higiénico, una manta rota, una cazuela de estaño y, en las situaciones más excelentes, un par de aspirinas.

No hay teléfono, y, por consiguiente, no hay posibili­dad alguna de comunicarse con el exterior. No hay tele­visión. Los presos más favorecidos tienen un transistor pequeño, pero para poderlo tener es necesario que lo paguen de muy diversas maneras.

La ropa de vestir (y al que le llega es por fortuna o por suerte) está rota y sucia y remendada con material que les ha llevado algún voluntario que frecuenta la cárcel. El cal­zado se lo hace cada uno de ellos como puede, con mate­riales extraños de desecho encontrados en el interior de la cárcel, pero a muchísimos presos los he visto descalzos.

Si a esta tragedia se le añade la extraña dinámica de abrir y cerrar las puertas de las celdas, hasta el punto de que el que no paga no puede disfrutar de la hora de paseo al aire libre, se puede uno imaginar el clima vio­lento del que incluso el más desaprensivo visitador de la cárcel queda afectado. En este parámetro de habita­bilidad la violencia llega a ser motivo de supervivencia. Casi por necesidad se vive constantemente en un am­biente de violencia.

b) Derecho a la salud

En las naciones más avanzadas, como son las europeas y el mundo de cultura anglosajona, este dere-

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cho está suficientemente garantizado, por lo menos en los niveles esenciales. Tenemos, por ejemplo, en España, en Francia y en Italia, y esto sólo para hablar de nues­tros vecinos, centros clínicos donde se pueden realizar intervenciones de alta cirugía. Yo he podido comprobar personalmente que el Hospital General Penitenciario de Carabanchel está perfectamente equipado y asistido como lo puede estar cualquier otro hospital privado o público de España. En los países del norte de Europa y de Norteamérica, naciones económicamente más ricas que las citadas anteriormente, obviamente el servicio sanitario de las prisiones está a la misma altura del nivel nacional.

La enorme diferencia que encontramos apenas entra­mos en un país del tercer mundo resulta increíble. Tam­bién en lo tocante a la salud, en las cárceles todo se ven­de. En el mejor de los casos, nos encontramos con un ambulatorio, que lo es sólo de fachada. Los armarios para las medicinas, los he visto siempre absolutamente vacíos, carentes de las medicinas más elementales. El médico rarísima vez está en la cárcel. Va corriendo sólo cuando se produce una muerte, pero una muerte vio­lenta, pues en los otros casos puede pasar un día y una noche sin que el cadáver sea movido de la celda.

La visita a estas cárceles es, por lo menos, sofocante y angustioso, porque son los mismos presos los que infor­man al visitador y lo llevan a ver a los moribundos o enfermos terminales, de los que todos los trabajadores penitenciarios ignoran intencionadamente la gravedad. Esto me ha sucedido a mí, lo he visto yo. Es conmove­dor el interés de los mismos presos en llamar la aten­ción del visitador de la cárcel hacia sus desafortunados compañeros que mueren en esta deplorable situación, porque, además, saben que más tarde o más temprano ellos se podrán encontrar en la misma situación.

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Sobre el problema de la higiene ya he dicho algo res­pecto a la habitabilidad, pero aquí debo recalcar que en casi todas las prisiones del área sudamericana este dere­cho está prácticamente olvidado. Sólo el agua, la que por otra parte se distribuye mediante unos grifos que po­dríamos llamar de fortuna o de suerte, creo y deseo que es la única cosa limpia de la cárcel. El hecho, obviamente agravado por las condiciones climáticas, favorece la pro­liferación de insectos infecciosos, con las consecuencias de dermopatías en los reclusos más débiles. Pensad que en muchos Centros Penitenciarios es imposible la peti­ción de la más simple y elemental intervención quirúr­gica y sólo cuando corre el dinero el agente de enferme­ría se hace y hace de cirujano, con todas las consecuen­cias que podemos imaginar.

Pensemos un instante en tantas medicinas que tiramos nosotros en nuestras casas, porque no las hemos utili­zado o porque ya han caducado, que incluso habíamos adquirido sólo por precaución.

c) Derecho a la alimentación

Sobre este problema hay diferentes posiciones: la comi­da preparada por la dirección del Centro Penitenciario y consumida por los presos en el refectorio y la que coci­nan los mismos presos y se la comen después en la mis­ma celda.

En el primer caso, en el que se encuentra la mayoría de los países europeos, el mínimo alimenticio está garan­tizado, aunque con frecuencia encontramos ejemplos de grave incuria en las normas sanitarias.

En el segundo caso, desgraciadamente, no sólo es de­fectuosa la cantidad, sino la calidad. El modo de pre­parar y de presentar la comida es verdaderamente depri-

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mente y humillante. Pongo sólo un ejemplo: a la hora de la comida, todos los presos, en fila, con una cazuela de metal en la mano, van pasando delante del lugar donde se distribuye, y en esa única cazuela se echa líquido, car­ne, pan, un poco de verdura y un trozo de queso, de for­ma que todo el revuelto parece una masa oscura.

Os puedo asegurar que asistir a esta escena no sólo hace mal, da también repugnancia y asco.

En algunos Estados, las personas responsables del voluntariado, que nos acompañaban, nos han suplica­do que nos interesemos por encontrar leche en polvo y galletas aquí en Europa y que, a través de algún orga­nismo, se lo enviemos con el fin de poder paliar la gra­ve deficiencia alimenticia en que se encuentran los pre­sos. Una situación que se agrava, porque los funcionarios de prisiones se apoderan de los alimentos buenos para comérselos ellos. Podéis imaginar qué es lo que dejan para la población reclusa.

d) Derecho a la educación

Dando por supuesto que este derecho es muy parti­cular, en cuanto que comprende otros muchos derechos, hay que advertir que cuando se trata de educar a una persona (como es el caso de la cárcel) lo primero que hay que hacer es darla a conocer el elenco de sus derechos y a renglón seguido darla a conocer también el elenco de sus deberes, con el fin de que conozca claramente los principios de su actuación.

Pues sucede todo lo contrario. En el interior de muchos Centros Penitenciarios esta dinámica informa­tiva es inversamente proporcional: al que sabe más, se le dice más, y al que sabe menos, se le oculta todo. En las prisiones del llamado tercer mundo existe el silen-

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ció más absoluto sobre los derechos de los presos. Muchos presos no conocen ni siquiera su situación jurí­dica y no se les informa de cómo mejorar su situación a través de los beneficios legislativos de que pueden gozar. Si se piensa que en muchos Estados el ochenta por ciento de la población reclusa es analfabeta, se pue­de imaginar la amplitud y el dramatismo del problema. A este estado de cosas hay que añadir, debido también al aislamiento cultural de la misma nación, la ausencia de todo tipo de instrucción y de información.

Para que un preso pueda leer un periódico tiene que haberle caído en gracia al funcionario. Tener un libro puede resultar «sospechoso». Incluso está prohibido en algunas cárceles escribir.

De todo esto se pone de manifiesto, y con gran pena, que una de las exigencias más profundas del alma huma­na, que se hace más sensible por la privación de liber­tad, cual es la necesidad de comunicar y de progresar intelectualmente, es truncada de raíz.

En honor a la verdad, en los países más avanzados, como ya hemos dicho, estos derechos están bastante garantizados y en los últimos años muy potenciados. Y así nos encontramos con cursos de formación y de arte­sanía, actividades musicales, y en ciertos casos con com­putadoras, periódicos y revistas escritos por los mismos reclusos y correspondencia a nivel de cualquier perso­na libre.

En algunas prisiones de Alemania hay incluso una emisora de radio privada, que, bajo el control de la direc­ción del Centro, en diversas horas del día transmite en ondas programadas, manteniendo un diálogo en direc­to con los radioyentes del mundo exterior, favoreciendo de este modo una «osmosis» beneficiosa entre el interior y el exterior, responsabilizando de este modo a las dos realidades diferentes.

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¡Qué distancia tan grande con otros países, donde el simple hecho de pedir un folio o un bolígrafo puede ser considerado como una acción subversiva, o por lo menos como gravemente sospechoso ante la dirección el preso que lo ha pedido!.

En este punto creo que estaremos todos de acuerdo en decir y en auspiciar que la acción del voluntariado puede ser resolutiva: en educar al preso conforme a la verdad y en hacer de él un hombre nuevo.

e) Derecho a la integridad física y moral

Si me pusiera a hacer un elenco de los malos tratos inferidos a los presos, no sería suficiente una hora más para enumerarlos (pero en este caso sería yo mismo el que también atentaría contra vuestra integridad física). Por esta razón, traslado a vuestra imaginación todos los matices inventados por la crueldad humana y que segu­ramente también vosotros podéis sacar de vuestra expe­riencia como operarios penitenciarios. Paso a analizar en su esencia el significado de la tortura. Cualquier defi­nición que diera sería parcial, en cuanto a la palabra, y por eso paso a la realidad más cruda.

He encontrado, y esto, por desgracia, también aquí en Europa, entre nosotros, celdas de aislamiento, sin ven­tanas, de dos metros por uno como máximo, donde el preso está encerrado días y días, desnudo, con el míni­mo de alimentación y sin fumar. Tengo conocimiento de las confrontaciones y de las peleas salvajes entre los mis­mos presos, los ajustes de cuentas; y esto sería, tal vez, lo más aceptable. Pero tengo conocimiento de que por cualquier falta de respeto de un preso a un funcionario, y debido también a la intemperancia de determinados funcionarios, se han perpetrado malos tratos físicos con

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«instrumentos» especiales para no dejar huellas en el cuerpo, tales como porras recubiertas de caucho.

En algunas cárceles, me han dicho, y esto natural­mente no lo he comprobado, que se dan sevicias de carácter sexual de los presos entre ellos y con los fun­cionarios.

Para el que tiene algún dolor físico (por ejemplo, dolor de muelas), el remedio para que llegue el médico o para que le den la medicina es dar dinero a algún funciona­rio, pues, de lo contrario, el pobre preso podrá lamentarse todo lo que quiera, pero nadie acudirá en su ayuda.

Si el mal común es consuelo de todos, es reconfortante poner de relieve que la «tortura sutil» del encarcelamiento preventivo está presente en todos los Estados, comen­zando por mi bella Italia y terminando por vuestra aún más bella España.

f) Derecho a profesar la propia fe religiosa

Con excepción de los países ya ex comunistas del este de Europa o filocomunistas de otras partes, este dere­cho está aparentemente tutelado. No he encontrado nun­ca situaciones óptimas; un lugar para el culto, aunque sea humilde e impropio, existe. Igualmente es aceptada la presencia del ministro de culto, aun con todas las estrecheces de ciertas situaciones.

El drama mayor y que produce desconsuelo en el visi­tador, es el de constatar cómo este derecho está lesio­nado, no tanto por voluntad de alguien, sino por la defi­ciencia de sacerdotes.

El momento de mayor satisfacción para mí y para Don Cesare, en estos viajes, ha sido cuando nos han llevado a la capilla, acaso un cobertizo sostenido con cuatro palos, y nos hemos unido con los presos en los cánticos

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y en las oraciones, mientras que con ansiedad venían a besarnos las manos y a acariciarnos como cosas pre­ciosísimas que, por un instante, poseían. Menos mal que en la falta de sacerdotes el Espíritu del Señor está sus­citando, de manera admirable en todas las latitudes del mundo, una alternativa eficacísima, la de un ejército de hombres y de mujeres que, movidos por el deseo de hacer hermano aun al más perverso de los hombres, se com­prometen a ir a visitar las prisiones, sabiendo muy bien que van a consolar no solamente al preso abandonado, sino al mismo Jesucristo.

Vosotros, que me escucháis, sacerdotes de emergencia, considerad qué alta es la misión que habéis recibido.

Cuando entráis en la cárcel, el Señor entra en vues­tra persona. Sed dignos de ello.

Decid al mundo lo que hacéis; aumentad el número de vuestro voluntariado con el ejemplo gratificante de vuestra alegría; influid en la opinión pública de vuestro entorno para que todos los ciudadanos sean capaces de perdonar al que se ha equivocado. (Y ahora perdonad­me vosotros a mí si he abusado de vuestra paciencia).

Conclusión

Que este Vía Crucis, que he recorrido con vosotros, con mis palabras, aun con todos los sufrimientos de tantas estaciones, no os haya hecho olvidar que en la cumbre del Calvario, ahora como siempre, encontraremos una cruz desnuda, porque El ha resucitado y ha llevado con­sigo, antes que a todos nosotros, antes que a nadie, a su Casa, a aquel preso que todos conocemos muy bien.

Muchas gracias.

Mons. Fabio Fabbri

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¿HOMBRES, ANIMALES O COSAS?

Cuando uno accede al primer patio del Centro Penitenciario de Burgos, después de atravesar el primer rastrillo, cuyo sonido metálico queda grabado en el tím­pano, en la pared frontal, presidiendo el frontis, se ve obligado a leer la frase-sentencia: «ESTUDIA EL DELITO Y REDIMIRÁS AL DELINCUENTE».

Es una frase que conozco hace muchos años y que siempre me dio que pensar, pues al estar colocada, des­de siempre, en un lugar tan significativo, da la impre­sión de ser el lema y objetivo de este vetusto y antiguo Centro Penitenciario.

Me pregunto: ¿Qué prima: la falta o la persona? ¿Qué es más importante: el delito o el interno? ¿Quién preci­sa la redención: el delito o la persona? ¿Es posible ree­ducar y reinsertar en la sociedad a una persona, si se la ancla en un delito cometido? ¿Quién ha de ser obje­to de estudio: la falta o el interno?

Hablamos de derechos humanos y ¿tenemos en cuen­ta a la persona? ¿Creemos en la dignidad de la persona, realmente? ¿Hemos descubierto toda su inmensidad? ¿De qué sirven listas y listas de derechos humanos y constituciones, jurídicamente cada vez más perfectas, si

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no se quiere tener en cuenta la trascendencia de la per­sona?

Nuestras cárceles están llenas de expedientes, carpetas y archivos: papeles y papeles fríos y helados que reflejan el congelamiento de estas instituciones, que acaban aniquilando la poca personalidad de los que en ellas están encerrados. Papeles de diversos colores teñidos y cargados de un sinfín de faltas, delitos, penas, partes y condenas, que sin querer se convierten en el alma de este organismo y a los que diariamente se acude con la pretensión ridicula de que la privación de libertad durante un período de vida sea propicio a reinsertar en la vida. ¡Absurdo y ridículo!

Cuando el visitante-observador sigue adelante y traspasa el segundo rastrillo, topa con un inmenso patio, donde su irregular suelo y sus rancios soportales son testigos de excepción, no de penas y delitos, sino de sufrimientos y angustias de hombres que un día atravesaron a la fuerza esas mismas puertas que acabamos de cruzar para preguntarse, día tras día, hora tras hora, cuándo llegará el momento de volverlas a cruzar para respirar el aire nítido de la libertad. La historia de este patio, como la de tantos patios y recintos penitenciarios, jalonada de hombres que entraron y jamás volvieron a salir, a no ser en una caja de madera, se presenta como una espada de Damocles para quien vive las 24 horas del día entre estos cuatro muros.

No hace demasiadas fechas apareció en nuestro «Diario de Burgos» un artículo de un conocido burgalés, que, en un amplio desarrollo y apoyándose en algunos delitos últimamente acaecidos, apostaba por la supresión de los zoológicos, arguyendo lo inhumano de tener en cautiverio a los animales y aduciendo que los verdaderos zoológicos estaban en las cárceles.

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Cuando acabé de leerlo sentí un agrio sabor en el estómago y una incapacidad absoluta para deshacer el entuerto que este articulista había provocado. Me pregunté y me sigo preguntando: ¿Este hombre ha visitado alguna cárcel y algún zoológico? Si así lo hubiese hecho, estoy seguro de que no se habría atrevido a trazar tan inverosímil comparación. En algunos aspectos, hasta los zoológicos están mejor dotados que nuestros Centros Penitenciarios.

Sin duda alguna, la opinión de este individuo es eco de la actitud y opinión de la mayoría de la población espa­ñola. Cada preso es peor que un animal: una alimaña que no merece ninguna atención, si no es el estar recluida, apartada y controlada para que no sea dañina.

Si uno visita un zoológico, lo que más llama la atención del visitante es lo exótico y la habilidad de los diversos animales, pero esa belleza y esa habilidad son para mirarlas desde lejos porque existe un peligro de que esa belleza utilizando esa habilidad nos devore. En el delincuente, rara vez se mezclan lo exótico y lo hábil, por lo que no es atractivo; a lo máximo puede llegar a excitar nuestra curiosidad, pero una curiosidad que parece quedar satisfecha con la visión chapucera de las cámaras de films que, lejos de reflejar la realidad, buscan socavar el bolsillo del espectador. Es más, el recuerdo de los diferentes animales del zoológico nos puede resultar hasta grato, mientras que la realidad de nuestras cárceles ni la queremos conocer, porque de antemano aceptamos que nos espantan.

Cuantos sufren en los diversos Centros Penitenciarios, lo que más añoran es precisamente ser tratados como personas, ser conocidos desde su historia; encontrar héroes que entren en su jaula y, sin miedos, escuchar con los oídos del alma narraciones a horcajadas entre lo vulgar y lo fantástico, entre lo mísero y lo inimaginable.

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Quizá lo que nuestro sistema penitenciario necesite es menos revolver y estudiar expedientes y más profesionales con capacidad para escuchar y patear patios arriba y abajo ganando la confianza y la ilusión de los internos. Personas, enamoradas de esta labor, con capacidad para domar esas dimensiones de la persona que han quedado deshilachadas por una historia tortuosa; personas, cargadas de infinita paciencia, capaces de acompañar al interno y su familia en esa situación deficitaria.

No es mi intención juzgar ni poner en entredicho la labor de los profesionales que trabajan en los Centros Penitenciarios, pero sí me atrevo a poner en entredicho su número, que creo sí condiciona su trabajo y su tiempo.

¿Es posible hablar de derechos humanos en una sociedad que continuamente margina a los marginados? ¿Es democrática una sociedad que ve cómo, día a día, los más elementales derechos humanos son masacrados y no reacciona? Ningún barrio ni localidad alguna parecen dispuestos a recibir en su terreno Centros de Tratamiento y mucho menos las nuevas cárceles que desgraciadamente están en proyecto. Los derechos humanos no pueden seguir siendo un cúmulo de letras escritas a las que nos acogemos cuando la vida y la sociedad nos vapulean y que ignoraremos mientras las cosas nos van más o menos bien. Los derechos humanos solamente serán una realidad cuando apostemos por una educación integral de la persona, capaz de valorar al ser humano como tal por encima de sus equivocaciones.

Cuando vivimos en un ambiente en que el ser humano no se valora a sí mismo y vive creando nuevas y nuevas sensaciones que le evite entrar dentro de sí mismo, ¿cómo vamos a valorar a los demás?; ¿cómo poder escuchar de derechos para los demás y mucho más

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cuando esos demás son elementos que han atentado contra mí?

«No hay nada que nos haga más insoportables que llamar asesino a un asesino e inocente a un inocente». Esta frase de Frangois Mauriac nos invita a descubrir esa batalla, todavía no decidida, que se libra en nuestro inte­rior, entre el yo asesino y el yo inocente. Apostamos por la inocencia y creemos, equivocadamente, apresurarla condenando y repudiando al delincuente, al que conver­timos en proyección de nuestro yo asesino. Si viésemos así la realidad de la delincuencia, descubriríamos que, cuando un hombre dispara (de múltiples maneras) sobre otro, dispara sobre sí mismo.

Entretanto llegue ese momento, en que entre todos gestemos una sociedad en la que no haya que hablar de derechos humanos porque es algo en lo que todos este­mos enganchados, seguiré entrando en este Centro Peni­tenciario de Burgos, aportando mi pequeño granito de arena para que los internos se sientan un poco más personas y un poco menos esos animales que algunos pretenden ver.

Y cada día, al entrar, seguiré mirando esa vieja frase: «ESTUDIA EL DELITO Y REDIMIRÁS AL DELINCUENTE», esperando que igual que esta vieja sentencia (vieja por el tiempo que lleva ahí fijada) va perdiendo colorido y alguna de sus letras, así algún día desaparezca este lugar y otros similares, y toda la sociedad haya logrado, al fin, medios para el tratamiento de la persona asocial que se ve impulsada a delinquir. ¿Utopía? ¡Dios dirá!

José Fernández de Pinedo

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EL CASTILLO DE SANT FERRAN. UN NUEVO CONCEPTO DE PRISIÓN

Una de las consecuencias de la celebración de los XXV Juegos Olímpicos de la Era Moderna, en la Barcelona del 92, ha sido la creación de varias plazas penitencia­rias extras, que, en materia penitenciaria, el evento exigía.

Así pues, se negocia con el Ministerio de Defensa la cesión temporal de la cerrada prisión militar para jefes y oficiales del ejército, ubicada en el recinto castrense del Castillo de Sant Ferran, consiguiéndose de dicho Ministerio la utilización para uso civil durante los meses de junio a noviembre.

El CP. de Sant Ferran ha sido y es una experiencia interesantísima que merece de continuidad en el futu­ro inmediato, constituyendo por sí solo un ejemplo a seguir en materia penitenciaria.

Antecedentes

La fortaleza de Sant Ferran data del año 1753. El obje­tivo de su construcción fue defender la frontera ampur-danesa, entrada natural de Cataluña y España, de los ataques franceses.

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Se trata de una construcción relativamente reciente en la historia de las fortificaciones, por lo que su estruc­tura y contenidos son muy interesantes.

Se trata de un complejo amurallado en forma de pen­tágono irregular de unos 3 kms. de perímetro, en el que se aloja —entre plazoletas y calles— 13 edificios (pana­dería, hospital, arsenal... etc.).

Está emplazado en el antiguo convento de los capu­chinos, enclavado con un contrafuerte de la montaña de Santa Magdalena, que es continuación de la sierra de la Estrella, a unos 80 metros de altura sobre la llanura del Ampurdán y a poco más de un kilómetro de la ciudad de Figueres, por entonces amurallada.

La parte habilitada como prisión representa el 5% de la superficie de la fortaleza y se corresponde con la anti­gua clínica del hospital.

Figueres ha tenido una gran tradición penitenciaria a lo largo de la historia.

La fortaleza del Castillo de Sant Ferran ha servido como penal civil (no toda ella, sino una parte), desde el año 1904 al 1933. La instalación de un penal venía pidién­dose desde 1880.

En ese penal se efectuaban trabajos de zapatería y ces­tería.

Gran parte de los internos aprendían estos oficios y, al ser puestos en libertad, se instalaban en Figueres, dedicándose al comercio de esos artículos, especialmente a la alpargatería.

El penal llegó a contar con 800 presos. Durante la guerra civil vuelve a acoger a presos polí­

ticos, pero solamente reducido al ámbito castrense y como solución a la problemática doméstica.

Con posterioridad, se habilita la clínica del hospital como prisión militar para jefes y oficiales del Ejército de Tierra, finalizando su actividad en el año 1990. Albergó

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a muy pocos internos, siendo uno de los más conocidos el ex teniente coronel golpista Tejero.

Por otro lado, existía también en la ciudad de Figueres un depósito judicial llamado prisión judicial, donde actualmente está la biblioteca pública. Figueres, al ser cabeza de partido, tenía la prisión o depósito judicial antes mencionado, pero resultaba insuficiente; por lo que mediante SUSCRIPCIÓN POPULAR se compraron los terrenos de la calle San Pablo y se construyó la nueva prisión en el año 1907, funcionando en la actualidad con una capacidad ideal para 120.

La sociedad Agüérense es una sociedad que vive bási­camente del comercio. Sus relaciones para con la pri­sión son normales y poco problemáticas, exceptuando la oposición al Centro de Sant Ferran, encabezada por la Asociación de Comerciantes de la ciudad. La oposi­ción a dicho Centro no es otra que la demostración del descontento que tienen por no haberse conseguido la subsede de fútbol. Obviamente, la subsede olímpica de fútbol a esos comerciantes les hubiese reportado más beneficios que los que ha generado para la ciudad la pri­sión del Castillo de Sant Ferran.

El Centro en sí

Sorprende a propios y extraños la concepción inversa que tiene, si se compara con un modelo tradicional de prisión.

Se accede al mismo por un fabuloso jardín que hace las veces de patio de paseo. El jardín cuenta con 2.300 m2, tiene 86 árboles —en su mayoría frutales— y una fuen­te de agua con estanque en el que hay peces de colores y tortugas.

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Del patio, que también tiene anexa una pista de depor­tes de 405 m 2, se accede a un patio interior de 255 m 2.

El edificio consta de dos plantas y tiene forma de U, en cuyo centro estaría el patio interior antes aludido.

A las plantas se las denomina módulos residenciales. En el módulo residencial I se encuentran nueve habita­ciones, tres comedores, un office, un taller de produc­tos manipulados, una sala para comunicaciones y tres despachos. El módulo residencial II tiene diez habita­ciones, cuatro salas (biblioteca, juegos y mecanografía, siendo esta última polivalente para otras actividades), una enfermería y tres despachos.

Las habitaciones se identifican con letras, en lugar de números, lo que viene a romper con la vieja tradición car­celaria de identificar con números a celdas e internos. Y es curioso constatar que los propios internos son los primeros que han olvidado el concepto de celda o cha-bolo; ellos mismos hablan de habitaciones. Todas ellas tienen servicio completo incorporado; las del módulo residencial I cuentan con ducha y las del módulo resi­dencial II tienen bañera. Cuentan, además, con un arma­rio incorporado empotrado, y todas las puertas de las habitaciones son de madera.

La superficie media de las habitaciones, sin contar con el servicio ni el armario, es de 32 m 2. Todas poseen una adecuada iluminación (fluorescentes) y una ópti­ma ventilación. En lo referente a la iluminación es de destacar que todas disponen de toma de corriente eléc­trica y los interruptores de la luz son interiores, sien­do los internos quienes se apagan la luz a la hora de silencio. Esta medida, por simple que parece, tiene implícita la idea de un mayor sentido de libertad y res­ponsabilidad por parte de los internos. Se les permite, además, el uso de un televisor de hasta 14 pulgadas, en horario ilimitado, siendo la única norma restrictiva

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al respecto que no moleste a los compañeros de otras habitaciones.

Todas las celdas están en perfecto estado de pintura y acondicionamiento, tareas éstas en las que han par­ticipado los propios internos en los trabajos de rehabi­litación del Centro.

El mobiliario y equipo son nuevos, y se dispone de agua caliente las 24 horas del día.

El edificio en sí tiene estructura residencial, y en una división simétrica del mismo obtendríamos que la par­te izquierda de la U la ocuparían las dependencias comu­nes y la de la derecha, las habitaciones.

Las salas comunes son amplísimas, se estima una media de 125 m2. Esa amplitud de espacios hace que desaparezca por completo esa sensación de hacina­miento y claustrofobia que tanto abunda en los Centros habituales.

En materia de seguridad, el Centro es muy deficita­rio; pero tampoco es necesario más, siempre que se tra­te de internos con una buena clasificación.

Los internos

Los internos que alberga están clasificados en segun­do grado, disfrutando permisos, y en tercer grado (arts. 43 y 45 —régimen abierto—). El contingente nunca ha superado la cifra de 60 internos, pese a que las prime­ras estimaciones se hacían para 200, siendo el equipa­miento final de 94.

La procedencia de los internos es muy diversa. Proceden en su mayoría del Centro Penitenciario de Sant Pau (la prisión habitual de Figueres está en la calle Sant Pau) —en adelante San Pablo—, así como de Centros de Cataluña.

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Todos ellos se encuentran en la última fase de cum­plimiento de sus condenas y perfectamente reintegrados en la sociedad.

Comentario final

La experiencia de los cuatro meses de funcionamiento de este anexo de la prisión de Figueres, obliga a poten­ciar este tipo de Centros para nuestros presos.

Debemos acabar con dos tópicos muy difundidos, y son: que ni los presos viven a cuerpo de rey, ni que los presos pasan penurias.

Si ciertos sectores sociales definen la prisión de Sant Ferran como un hotel de cinco estrellas, cabe recordar­les a esas personas que una jaula, por muy de oro que sea, no deja de ser una jaula. Lo que se tiene que rei­vindicar es la mejora de las condiciones de vida del inter­no en todos los establecimientos penitenciarios, no sólo en el Castillo de Sant Ferran. Tampoco sirven las críti­cas de «unas vacaciones pagadas a los presos». Lo que sí es una positiva experiencia es el poder ofrecer a nues­tros presos un programa de «colonias» penitenciarias, o prisiones de verano, parecidas al Centro de Sant Ferran, donde poder ejercitar en un marco adecuado todo un pro­grama de actividades tendentes a la reeducación y rein­serción social de nuestros presos.

En ese sentido sí ha sido positivo el devenir de Sant Ferran; desde el comienzo de la prisión los presos tra­bajaron ilusionados en rehabilitar el Centro y adecen­tarlo para poder vivir.

Luego se ha ido trabajando en talleres ocupacionales y en los trabajos renumerados de los talleres producti­vos.

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Ojalá que la experiencia se repita. Hay tantas cosas que hacer, que buscar otros marcos adecuados tampo­co será problema.

Con esta experiencia veraniega se ha demostrado que a los internos sólo se les priva de la libertad y de nin­gún otro derecho, cosa suficientemente conseguida en este Centro durante el verano.

La relación preso-sociedad se ha incrementado, con salidas de permisos y de fin de semana, de hasta más de una treintena cada vez, sin ningún problema, tanto en su estancia fuera como al reingreso.

La relación interno-familia, ha sido diferente, al habi­litar una sala de comunicación sin separación física entre ellos. Una de las medidas mejor acogidas. También se incentivaron otro tipo de relaciones exteriores (comuni­caciones especiales, telefónicas, etc.) menos sujetas a rigor que en otros Centros y con óptimos resultados des­de el punto de vista de la seguridad.

La relación interno-funcionario, se concibió desde el principio en base al principio de responsabilidad del interno y confianza mutua, no siendo necesario expe­diente alguno, ni usar ni una sola vez ninguna medida coercitiva. El proceso de selección de estos funcionarios fue fundamental, y su inte gración y compromiso con su trabajo y con los internos fue total.

Las actividades se incentivaron en todo lo que los medios de que disponíamos pudo dar de sí, celebrando, por ejemplo, una Merced conjunta presos-funcionarios con comidas en común, actividades conjuntas en cuan­to participación, etc., viendo todos, y digo todos, los fun­cionarios esta colaboración con buenos ojos y de forma positiva.

Como decía antes, el sistema de habilitar Centros de verano para desmasificar, incentivar y premiar, puede ser una experiencia a tener en cuenta de cara al futu-

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ro, y los Centros-colonias de verano pueden ser una for­ma de vida a estudiar en próximas experiencias.

Juan Luis González Plaza Ángel Villanueva Sánchez

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PLAN PASTORAL PARA CACERES II 1992- 1995

La presencia de la Iglesia en las cárceles ha sido cons­tante. Es hermoso leer cómo en el año 325 el Concilio de Nicea instituye la figura del abogado de los presos pobres, y los sacerdotes y laicos encargados de ayudar a los presos, de llevarles comida, de procurarles vestido y dinero para conseguir su libertad.

Haciendo un recorrido histórico, muchos fundadores y fundadoras de Congregaciones Religiosas han tenido una especial preocupación por los presos, no sólo des­de una misión caritativa, sino también desde los prin­cipios que hoy venimos a llamar los elementos impres­cindibles para una resocialización del delincuente. De igual modo, los Papas han insistido siempre, en sus car­tas y en sus recientes viajes pastorales, en un acerca­miento de los cristianos a los presos, no por sentimien­to romántico o compasión humanitaria, sino por ver en ellos la imagen de un Dios que sigue sufriendo en el hom­bre.

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El Obispado extiende su labor evangelizadora a los Centros Penitenciarios de su Diócesis, y siempre ha que­rido llevar a cabo un «Plan de Pastoral Penitenciaria» que se adapte a los nuevos tiempos y situaciones civiles, y que sirva de cauce para una evangelización a la vez que toma de conciencia de las distintas comunidades ecle-siales; bien podíamos considerar a Cáceres II como una parroquia más de la Diócesis, una parroquia querida de una manera especial.

La Delegación de Pastoral Penitenciaria de este Obispado viene trabajando desde hace treinta años, cuando no existía ningún organismo público de ayuda social al interno y las dificultades venían a ser las mis­mas que en la actualidad. Desde el inicio de Cáceres II, Pastoral Penitenciaria ha desarrollado su labor con entu­siasmo y verdadera entrega, haciendo sentir a las comunidades parroquiales la necesidad de sentirse unidos a los hombres y mujeres que están privados de libertad física y sufren por las circunstancias persona­les de un ambiente familiar desestructurado o un medio vital hostil.

Con las palabras que Juan Pablo II dirigía a los pre­sos de Francia, apruebo este «Plan Pastoral para Cáceres II»: «Lo peor de las prisiones es el corazón cerrado y endu­recido. Dios no ha dejado nunca de mirar a los presos y de tener confianza en ellos».

Ciríaco Benavente Obispo de Coria-Cáceres

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Introducción

El creyente y la comunidad cristiana deben mirar a los reclusos como hermanos muy queridos y ejercer con ellos un apostolado de amor y de perdón, porque un hombre de fe sabe que la última y la definitiva justicia para todos es el perdón. El hombre podrá ser un delincuente ante la Ley, pero en el plano humano es un hombre como todos los demás, un hijo de Dios, una criatura sagrada, digna del mayor respeto.

La Iglesia y sus instituciones, en colaboración con toda la sociedad, con todos los medios a su alcance, deben comprometerse en luchar por una sociedad más justa, donde todos los ciudadanos estén integrados en igual­dad de oportunidades, con los mismos derechos y debe­res.

Pastoral Penitenciaria asume esta responsabilidad directamente y trabaja en las cárceles, y en medio de una cultura que prefiere prescindir de ella, y se queda con­tenta cuando le quitan «la amenaza del delincuente» y cree que ya puede vivir tranquila. Intenta anunciar el Evangelio en medio de las dificultades propias de un mundo marginado con valores humanos y religiosos que están por descubrir y potenciar.

La normalización social del interno adquiere también un desarrollo de su dimensión religiosa y ética, puesto que la persona necesita de un equipamiento de valores que le posibiliten la vivencia de unos contenidos desa­rrollados desde la fe para hacerle crecer como persona, ciudadano y miembro de una comunidad eclesial.

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Fundamentos civiles de Pastoral Penitenciaria

El fundamento civil de la Pastoral Penitenciaria está contenido en documentos internacionales y nacionales que la avalan y la garantizan:

1. La Declaración Universal de los Derechos Humanos (art. 14), que establece el derecho a la libre manifesta­ción de religión y culto.

2. Las Reglas Mínimas de la ONU para el tratamiento de reclusos, que establecen la presencia en las prisio­nes de los ministros de culto, garantizan su labor apos­tólica, la asistencia religiosa, la celebración de actos reli­giosos y de culto, la formación moral y espiritual de los recluidos (arts. 42, 54, 59, 66).

3. El Consejo de Europa, que recomienda a los gobier­nos de los Estados miembros la debida atención a los voluntarios sociales que trabajan en los establecimien­tos públicos y que colaboran en la política social del Estado (Recomendación nQ R. 85) (21-6-1985).

4. La Constitución Española (art. 25), que garantiza a los condenados a prisión el ejercicio de los derechos fun­damentales contenidos en el capítulo segundo de la Constitución, entre los que se encuentra la libertad reli­giosa.

5. La Ley Orgánica Penitenciaria, que garantiza la liber­tad religiosa de los internos y los medios para que dicha libertad pueda ejercitarse (art. 54).

6. El Reglamento Penitenciario, que indica de manera general la cabida de todas las actividades que se consi­deren necesarias para el debido desarrollo religioso de la persona (arts. 180, 181, 292, 293).

7. Los Acuerdos entre la Santa Sede y el Estado Español

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Fundamento bíblico de Pastoral Penitenciaria

Ejercer la Pastoral Penitenciaria no es sólo un deber cris­tiano, un postulado fundamental del evangelio, sino un derecho de solidaridad ciudadana, de ayuda al necesitado.

He aquí los fundamentos que reclaman y que justifi­can este deber y este derecho:

1. Dios liberador, que hace justicia a los oprimidos, que interviene en la historia del hombre para liberar, que da a los prisioneros la libertad (Sal 68) y que envía a su Hijo para anunciar la liberación a los cautivos (Le 4. 19).

2. La prueba de la cárcel La Biblia considera la pri­sión como una prueba para el hombre. Esto significa que estar encarcelado no implica necesariamente ser un delincuente. Dios está siempre al lado de los presos (Sal 146, 7), no rechaza nunca a los presos (Sal 69, 34), «mira desde el cielo para escuchar el gemido de los encarce­lados» (Sal 102, 20-21).

3. Jesucristo, amigo de los marginados y liberador de los oprimidos. Jesucristo se dirige preferentemente a los excluidos de la sociedad, a los que la sociedad tiene como delincuentes y pecadores.

4. Jesucristo se identifica con el preso. Jesús se identifica plenamente con el preso (Mt 25, 36), de tal forma que servir a un preso es servir a Jesucristo. Las celdas de las cárceles vienen a ser otros tantos sagrarios donde Jesucristo está presente en un ser humano.

5. La prisión de Jesucristo. La prisión entra en los momen­tos culminantes de la Pasión de Cristo. Quiso identificarse con los presos no sólo de palabra, sino también de obra, siendo él mismo un preso. Fue tenido por delincuente (Le 22,37); cuan­do fueron a detenerlo se ofreció sin resistencia alguna (Mt 26, 47-56); fue esposado y torturado, y fue sometido ajuicio y con­denado a muerte. Por su cruz redimió a la prisión misma.

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PASTORAL SACRAMENTAL

Toda la comunidad cristiana debería sentir res­ponsabilidad creyente y solidaria por el problema de las cárceles y por las personas de los presos. No para anun­ciar utopías que no sabemos si llegarán a realizarse, ni para gritar demagogias que todavía no son posibles, pero sí para ir haciendo camino, aportando remedio unas veces y otras descubriendo posibilidades nuevas, toda­vía inéditas pero quizá viables.

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Desde la experiencia de años anteriores de trabajo con los internos, se fijan los siguientes objetivos:

1. Atender las demandas religiosas de los internos. 2. Anunciar el evangelio a los internos. 3. Buscar la reconciliación del interno consigo mismo,

con Dios y con la sociedad. 4. Motivar al interno para que descubra su capacidad

de apertura religiosa. 5. Fomentar iniciativas de solidaridad y la adquisición

de una escala de valores personales para la reso­cialización de los internos.

6. Celebrar todos los sacramentos.

Para conseguir estos objetivos se proponen las siguien­tes actividades:

1. Celebración de la Eucaristía

La celebración de la Eucaristía (Misa) no tiene para Pastoral Penitenciaria un valor de culto dominical, sino que es el culmen de un proceso de contacto y segui­miento al interno que permite celebrar la amistad, la soli-

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daridad y los valores que dimanan de unas relaciones que parten de opciones evangélicas, encaminadas a cele­brar, en último término, la fe de la comunidad.

Para el desarrollo de esta actividad, se proponen otras complementarias:

1.1 Fomentar grupos que preparen la Misa y consigan una mayor participación de los internos.

1.2 Crear grupos de trabajo con los internos que sue­len acudir a las celebraciones. Para ello, Pastoral Penitenciaria elaborará un fichero con los nombres de los internos que muestren deseo de colaboración o inquietud religiosa.

1.3 Formar un grupo de canto que anime la celebración de la Eucaristía.

Dado el número de internos del Centro y la capacidad de la capilla del Centro Penitenciario, se propone la siguiente temporalización:

Sábados. 17 00 horas. Grupo y Eucaristía. Módulos 1 y 4

Domingos. 10 00 horas. Grupo y Eucaristía. Módulos 2 y 3

2. Impartir catcquesis entre los internos

Para esta actividad, Pastoral Penitenciaria fomen­tará entre los internos grupos que puedan tener una atención personalizada y consigan profundizar en la fe o iniciarse en ella. Los temas de las catequesis varia­rán según la madurez psicológica y la preparación reli­giosa de los internos, aunque el programa se atiene al recomendado por la Conferencia Episcopal Española.

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3. Dinámicas de grupo

Con ellas se pretende conseguir que el interno anali­ce su propia vida frente al evangelio.

3.1 Vídeo-Forum. Sobre películas y temas que afec­tan a la vida y sensibilidad del interno. El material y los vídeos están elaborados por otras Delegaciones de Pastoral Penitenciaria.

3.2 Charlas. Los temas de las charlas abarcarán, des­de la dimensión religiosa, aquellos problemas o valores que el interno debe plantearse para su resocialización: libertad, maldad, amistad, justicia, compañerismo, etc.

Estas actividades estarán dirigidas a los internos del Centro que deseen participar voluntariamente, a aque­llos que muestren un especial interés por su formación humana y religiosa, y a los que solicitan acompaña­miento espiritual.

4. Celebración de los sacramentos de la Iglesia (Bautismo, Penitencia, Matrimonio, Confirmación, Unción de Enfermos).

Para ellos, se impartirán las catequesis o catecume-nado que la Conferencia Episcopal Española señala como previas para la administración de estos sacra­mentos.

5. Potenciar entre los internos los llamados «Tiempos fuertes» de la Iglesia: Adviento, Cuaresma y Pascua.

5.1 Celebrar en Navidad la Misa del Gallo. 5.2 Celebrar toda la Semana Santa: • Misa de Ramos. • Misa de Jueves Santo.

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• Viacrucis, preparado por los internos, como prepa­ración al Viernes Santo.

• Celebración de la Pasión del Señor, Viernes Santo. • Misa de Resurrección.

6. Organizan periódicamente, encuentros del obispo dio­cesano, previa autorización del Centro, con la comunidad católica.

7. Potenciar entre los internos el Día de Ntra. Sra. de la Merced, patrono de Instituciones Penitenciarias.

Celebración de la Eucaristía, con la posibilidad, pre­via autorización del Centro, de compartir dicha cele­bración con algún grupo musical parroquial.

Materiales:

Para las actividades se utilizarán los siguientes mate­riales: aula de clase, sacristía, sala de vídeos, posters, fotocopias, biblias, material catequético y guitarras.

Para las celebraciones se utilizarán: capilla, orna­mentos litúrgicos para el sacerdote (alba, estolas para cada tiempo litúrgico), libros litúrgicos (leccionarios, misal, libro de preces), cáliz y patena, formas y vino.

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PASTORAL SOCIAL

El interno vive inseguro, pendiente de decisiones que otros tomarán respecto a su persona. Sueña perma­nentemente; y sueña para defender su personalidad, que se siente amenazada, y la atrofia de sus cualidades físi­cas y psíquicas, que contribuye al deterioro progresivo de la persona. Todo esto va generando y acumulando agresividad, dureza de sentimientos y sensación de aban­dono.

Vivir en sus propias carnes la tensión de verse casti­gado y rechazado por su sociedad y por los suyos, hace que muchos pierdan un gran valor humano: la confian­za en las personas y en las instituciones sociales.

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El amor en abstracto se queda en pura entelequia. Pastoral Penitenciaria extiende su labor más allá de lo religioso, ya que el cristianismo es opción radical por el hombre y éste no puede encasillársele. Por ello presen­ta los siguientes objetivos en su labor asistencial:

1. Colaborar con el Equipo de Tratamiento. 2. Colaborar con el Equipo de Asistencia Social. 3. Formar al interno para que sea consciente de sus

derechos y deberes políticos, así como motivarle para que cumpla con sus deberes.

4. Crear un ambiente de confianza con el interno para que se manifieste y se establezca una comunicación que, en cierta medida, llene la carencia afectiva que el interno tiene.

Para tales objetivos se proponen las siguientes activi­dades:

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1. Actividades en colaboración con el Equipo de Tratamiento:

1.1 Colaborar con el Equipo de Tratamiento en las actividades especiales que pueda organizar.

1.2 Realizar, en colaboración con el Equipo de Trata­miento, salidas terapéuticas con los internos que cono­ce bien y trata Pastoral Penitenciaria.

1.3 Colaborar con los concursos que el Equipo de Tratamiento pueda programar en el Centro.

1.4 Responsabilizarse de salidas terapéuticas de inter­nos que no tengan familia, o el Centro crea convenien­te, o sus circunstancias familiares sean adversas.

1.5 Informar al Equipo de Tratamiento sobre necesi­dades del interno que puede desconocer.

2. Actividades en colaboración con el Equipo de Asistencia Social:

2.1 Buscar la relación del interno con su familia. 2.2 Dar acogida a las familias de internos que vienen

a comunicar. 2.3 Prestar apoyo moral a las familias de los internos. 2.4 Visitar a los familiares de los internos que viven

en Cáceres. 2.5 Sensibilizar el interno con la familia, no por el

paquete o el dinero que le puedan enviar, sino por los lazos del amor.

2.6 Interesarse por los internos ante el Juzgado de Vigilancia Penitenciaria.

2.7 Facilitarle a los internos indigentes, previo cono­cimiento de los asistentes sociales, ropa y calzado.

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3. Seguimiento del interno una vez recuperada su liber­tad:

3.1 Poner en contacto al interr • en libertad con otras Delegaciones de Pastoral Penitc aciaria, o con asocia­ciones civiles de ayuda al ex recluso.

3.2 Ayudar al interno en libertad a encontrar traba­jo-

4. Dar a conocer al joven que ingresa en el Centro la existencia y la labor de Pastoral Penitenciaria a través del capellán (art. 293.4 Reglamento Penitenciario).

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PASTORAL SANITARIA

Si la libertad es un don sagrado del Creador y una con­quista importante de la sociedad, la convivencia con per­sonas traumáticamente privadas de ese don, tiene que resultar ella misma traumática. Otros, además, sufren la experiencia traumática de la enfermedad, que acre­cienta el principio de retención-custodia y hace sentir­se al interno un «reloj parado».

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La enfermedad es un modo más que tiene el interno de sentirse privado de libertad. Por ello, la labor princi­pal de Pastoral Penitenciaria se resume en ayudar al interno a aceptar su situación personal.

Se proponen los siguientes objetivos:

1. Visitar a los enfermos que se encuentren hospi­talizados, previa autorización judicial.

2. Mantener una estrecha relación con la Comisión Provincial de Asistencia Social Penitenciaria.

3. Infornar a la familia de la evolución del interno en el hospital.

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PASTORAL PENITENCIARIA Y LAS COMUNIDADES ECLESIALES

El preso es, en cualquier condición humana, persona humana; en consecuencia, se le debe siempre un res­peto a su dignidad. Por muy envilecido que se encuen­tre, es una persona humana.

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Como Delegación del obispado de Coria-Cáceres, Pastoral Penitenciaria extiende su labor a todas las comunidades eclesiales de la diócesis. Son muchas las parroquias de este obispado que tienen alguno de sus miembros en los Centros Penitenciarios. Por ello, se fijan los siguientes objetivos:

1. Sensibilizar a las parroquias con el tema peniten­ciario.

2. Promover grupos que apoyen la labor de Pastoral Penitenciaria desde sus comunidades de origen o pertenencia.

3. Intentar crear, en colaboración con otros movi­mientos apostólicos o Delegaciones Diocesanas, pisos de acogida.

4. Organizar, con la periodicidad que se crea conve­niente, Jornadas Regionales de Pastoral Penitenciaria, para sensibilizar a toda la sociedad con el tema penitenciario.

Obispado de Coria-Cáceres , Delegación de Pastoral Penitenciaria

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LOS DERECHOS HUMANOS EN LA CÁRCEL. UN COMPROMISO PARA LA IGLESIA

Del 29 de octubre al 1 de noviembre próximos se cele­brará (D.m.) en Sevilla el IV Congreso Nacional de Pastoral Penitenciaria sobre «Los derechos humanos en la cárcel Un compromiso para la Iglesia». Un tema de máxima actualidad. En el pasado mes de mayo la Asociación Internacional de Capellanes Cristianos de Prisiones celebró en Estrasburgo, bajo los auspicios del Consejo de Europa, un Congreso sobre «Los derechos del hombre y la capellanía de las prisiones». La Comisión Internacional de Capellanes Católicos de Prisiones cele­brará próximamente en Holanda un Congreso sobre los «Derechos humanos en la cárcel y la Pastoral Penitenciaría». En Valencia se acaban de celebrar las «TV Jornadas de pastoral y estudios penitenciarios sobre los derechos humanos en la cárcel». La Iglesia se siente inter­pelada por este tema, que preocupa igualmente a los Gobiernos de los países civilizados, a los Organismos

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Internacionales y a los hombres de buena voluntad, como lo demuestran los documentos emanados de esos orga­nismos y los libros y artículos que aquí y allá aparecen al respecto.

El problema de los derechos humanos en la cárcel debe ser considerado desde una doble perspectiva: la teoría y la práctica, la regulación y protección de los derechos y el ejercicio de los mismos.

I REGULACIÓN Y PROTECCIÓN DE LOS DERECHOS

HUMANOS EN LA CÁRCEL

La «Declaración Universal de los Derechos Humanos» (1948) ha venido a ser la Carta Magna de la Humanidad, en la que se inspiran las modernas Constituciones de los pueblos democráticos y las Instituciones Inter­nacionales. En relación con nuestro tema, cabe desta­car el Convenio de Europa para la Protección de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales (1950), en el que se prohiben las torturas y las penas o tratos inhumanos o degradantes; el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1966), que entran en vigor en el 1976, y en los que se garantiza el derecho del detenido a ser informado de su situación, a ser juzgado sin dilaciones indebidas, a la presunción de inocencia, a ser tratado humanamente y con el respeto debido a la dignidad inherente al ser humano, a un régi­men penitenciario que consista en un tratamiento, cuya finalidad esencial es la reforma y la readaptación social del penado.

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Son muchas las normas penitenciarias a las que el recluso puede recurrir para hacer valer sus derechos. En las «Reglas Mínimas para el Tratamiento de los Reclusos», de la ONU (1955), revisadas por el Consejo de Europa (1973) y posteriormente por la ONU (1984), se establecen los principios y las reglas de una buena organización penitenciaria y de la práctica relativa al tratamiento de los reclusos, y se advierte que «la pri­vación de libertad debe tener lugar en condiciones materiales y morales que aseguren el respeto a la dig­nidad humana».

He aquí una sucinta relación de algunas normas penitenciarias emanadas del Consejo de Europa:

R (62) 2: «Protección de los derechos electorales, civiles y sociales de los detenidos»: «El hecho de la detención no impide que el detenido ejerza sus derechos civiles personalmente o por un representante».

R (65) 1: «Medidas alternativas a las penas privativas de libertad», «considerando los inconvenientes que presenta la encarcelación, especialmente para los delincuentes primarios».

R (65) 11: Detención preventiva, que debe ser una medida excepcional, sólo cuando sea estrictamente necesario y por el tiempo mínimo.

R (66) 25: Tratamiento de corta duración a los jóvenes menores de 21 años, en donde se pide que, siempre que sea posible, no se recurra a sanciones privativas de libertad; que se asegure un tratamiento adecuado, impartido por personal cualificado; que reciban una ayuda eficaz postpenitenciaria.

R (66) 26: Reclutamiento y formación del personal penitenciario. Para que los servicios penitenciarios sean eficaces, el personal penitenciario debe ser reclutado, seleccionado y formado en conformidad con el estatuto redactado al efecto de esta Resolución.

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R (67) 5: Sobre los detenidos considerados indivi­dualmente y como comunidad penitenciaria, en donde se recomienda asegurar la resocialización del delincuente, para lo que hay que buscar la colaboración de los servicios públicos.

R (70) 1: Medidas de vigilancia, de asistencia y de ayuda postpenitenciaria para con las personas condenadas o liberadas bajo condición, entre las que hay que resaltar la atención a los toxicómanos.

R (73) 24: Tratamiento de los delincuentes en grupos y en comunidad, impartido por personal especializado y controlado por un personal competente.

R (75) 25: El trabajo penitenciario, de gran importancia en la formación y readaptación de los detenidos, y ajustado a las normas del exterior.

R (76) 2: Tratamiento de los detenidos, condenados a penas largas, las cuales deben ser impuestas sólo cuando sean necesarias para la protección de la sociedad. Hay que fomentar la responsabilidad de los detenidos con la introducción progresiva de sistemas de participación y conceder permisos como parte integrante del sistema de tratamiento.

R (76) 10: Medidas sustitutorias de las penas privativas de libertad, porque sirven mejor para la readaptación del delincuente: sistema de prueba, penas pecuniarias, trabajos útiles para la sociedad, trabajo de voluntariado, etcétera.

R Núm. R (80) 11: Detención provisional, que debe ser reducida al mínimo y sólo cuando existan estos tres peligros: peligro de fuga, de obstaculizar el curso de la justicia y de que la persona cometa un delito grave.

R Núm. R (81) 914: La situación social de los detenidos. No se pueden añadir nuevos castigos a las penas. La educación y la formación profesional son elementos esenciales como preparación para la vida normal. Se

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debe precisar el estatuto del voluntariado y establecer los criterios de su selección y formación.

R Núm. R (87) 3: Reglas Penitenciarias Europeas. Se trata de cien reglas, que vienen a constituir una revisión profunda de las Reglas Mínimas. Si las Reglas Mínimas tenían como finalidad fundamental «reforzar el respeto de los Derechos Humanos de los recluidos», éstas «pretenden asegurar condiciones humanas de reclusión», insisten en que la Administración Penitenciaria actúe «con humanidad y eficacia», en que «la privación de libertad se produzca en condiciones materiales y morales que aseguren el respeto de la dignidad humana» y en que prime «el respeto a los derechos individuales de los internos», en que hay que programar una inspección regular de los Establecimientos y servicios penitenciarios llevada a cabo por inspectores cualificados no penitencia­rios. ¿Por qué la renuencia de la Administración Penitenciaria a ser inspeccionada y a que las cárceles sean visitadas por personal competente? En una democracia fuerte y sana, la Administración pública no tiene nada que ocultar. Hay que elegir cuidadosamente a los trabajadores penitenciarios, teniendo en cuenta la integridad de las cualidades humanas, las capacidades profesionales y las aptitudes personales exigidas por esta tarea, y a los que se deben impartir cursos de formación y perfeccionamiento organizados periódicamente. Las condiciones del régimen penitenciario no deben agravar el sufrimiento que ya produce la privación de libertad. Hay que impartir un tratamiento personalizado de los internos; un medio eficaz para ello es «una ayuda y una asistencia espirituales». Los permisos penitenciarios deben otorgarse lo más ampliamente posible.

Hay que garantizar la no discriminación, la igualdad de los presos extranjeros con los nacionales, la libertad religiosa, la reinserción social, el fortalecimiento de los

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vínculos entre la cárcel y la sociedad, la cual tiene el derecho y el deber de estar informada de lo que pasa y se hace en la cárcel, de lo cual tiene un desconocimiento casi absoluto, debido, en parte, a que la «Administración Penitenciaria se ha autoconcedido una injustificada autonomía» (J. A. Rodríguez Sáez), la programación de estudios, la formación profesional, la preparación adecuada para la vida en libertad. Está ordenado que estas reglas se den a conocer a los funcionarios y a los reclusos.

Es de justicia decir que el Ordenamiento Penitenciario español se ajusta perfectamente a esta normativa internacional. España ocupa un puesto de vanguardia en la protección legal de los derechos de los reclusos. He aquí este texto de la Constitución: «El condenado a pena de prisión gozará de los derechos fundamentales de este capítulo, a excepción de los que se vean expresamente limitados por el contenido del fallo condenatorio, el sentido de la pena y la Ley Penitenciaria» (art. 25.2). Esta Ley (1979), en su motivación, dice: «El penado conserva todos los derechos reconocidos a los ciudadanos por las normas vigentes, con excepción de aquellos cuya privación o limitación constituyen el contenido de la pena impuesta». Y también: «La actividad penitenciaria se ejercerá respetando la personalidad humana de los recluidos y los derechos de los mismos... Los internos podrán ejercer los derechos civiles políticos, sociales, económicos y culturales, salvo que fueran incompatibles con el objeto de su detención o el cumplimiento de la condena» (art. 3). «La actividad penitenciaria se ejercerá respetando la personalidad y la dignidad humana de los recluidos» (RP, art. 3.1).

La protección legal de los derechos de los presos está, por tanto, garantizada. La actividad penitenciaria, ante todo y por encima de todo, debe respetar los derechos inalienables de los internos.

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II EJERCICIO REAL, POR PARTE DE LOS

INTERNOS, DE SUS DERECHOS

Una cosa es la garantía formal de los derechos y otra el ejercicio real de los mismos. En España y fuera de España, en la cárcel, ni se cumplen ni se pueden cumplir los derechos fundamentales. Si se cumplieran, la cárcel dejaría de ser cárcel. No se han cumplido nunca, ni antes, cuando no se hablaba de derechos humanos, ni ahora, que se habla tanto de ellos. En algunos aspectos, ahora se cumplen más que antes, pero, en otros, mucho menos que antes. Por esta razón, antes de plantearnos el problema de los derechos humanos, debemos plantearnos la existencia misma de la cárcel.

¿Para qué sirve la cárcel? Para destruir al hombre. «La cárcel es una experiencia de inhumanidad, de la que tenemos que avergonzarnos» (V. Sastre). La cárcel es una institución legalmente perfecta, pero realmente desastrosa. Se ha dicho, con toda razón, que «la cárcel legal no existe» (R. Bergalli).

De la cárcel legal a la real, hay una distancia infinita. El que conoce por dentro la cárcel, como yo he tenido el privilegio de conocerla, y ha contemplado día tras día y año tras año el incumplimiento de tantos derechos fundamentales, no puede menos que ser abolicionista. «La conciencia de que esencialmente la cárcel es una institución que administra sufrimiento a unos deter­minados seres humanos, la conciencia de la miseria, de la carencia y escasez, del hacinamiento, de la deses­peración, de la indignidad, de la desnuda obscenidad, de la privación de libertad, todo ello se proyecta violentamente y produce el deseo lúcido de que no debería existir» (J. A. Rodríguez Sáez). «La prisión es un

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medio falso que hace que el prisionero sea cada vez menos apto para la vida social. Carece de finalidad. Es un baldón para la sociedad. Debe desaparecer» (R. Bonal).

La prisión como pena se inaugura hace unos 200 años para sustituir otras penas más inhumanas y crueles, pero está demostrado que también ella es una pena igualmente cruel. Se ha afirmado que ninguna institu­ción moderna ha crecido y se ha desarrollado tanto, y a su vez se ha desprestigiado tanto, en tan poco tiempo, como la prisión, una institución absolutamente desacreditada. Desde los inicios de ser instituida comenzó ya a ser reformada. La reforma se está siempre haciendo y nunca se acaba de hacer, porque no se puede hacer, pues la reforma consiste sustancialmente en que en la cárcel se puedan ejercer los derechos funda­mentales, y eso es imposible, pues la cárcel, por su propia naturaleza, es la limitación de los derechos del hombre. He aquí sólo dos testimonios. Uno, de una revista carcelaria del mes pasado: «Les puedo asegurar que entrar en la cárcel hoy en España, el llorar, es avergonzarse y comprender que si allí se entra por haber atentado contra el orden establecido, de allí es mucho más fácil salir infinitamente peor que se entró». El preso no puede ni siquiera ejercer el derecho a no salir peor que entró. Y este otro: «La precaria situación de las cárceles españolas tras una década de la reforma penitenciaria de 1979, se podía sintetizar con una conclusión: vulneración de los derechos fundamentales consagrados en la Constitución Española de 1978 (I. Rivera Beiras). «Las garantías procesales y los derechos de los reclusos como tales (pues como personas ya les han sido violados sus derechos fundamentales por el solo hecho de vivir como se vive en el interior de las prisiones) resultan de continuo lesionados» (R. Bergalli).

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Afirmo, pues, que en la cárcel no se cumplen los derechos humanos. No digo que no se respeten, pues el no respetarlos podría suponer culpabilidad por parte del que no los respetara. Y yo no culpo a nadie de ello, aunque haya que admitir, incluso denunciar, como yo no pocas veces he hecho, que en alguna ocasión sí es culpa de alguien el que algún derecho concreto no se cumpla. Creo, además, que el funcionario es el primer interesado en que en la cárcel se cumplan los derechos humanos. Y hecha esta justa y obligada salvedad, he aquí algunos derechos legalmente garantizados y práctica­mente incumplidos.

Derecho a la vida y ala integridad física, derecho a ser debidamente custodiado. Y ahí están los enfren-tamientos, las peleas salvajes, los ajustes de cuentas, los homicidios, los suicidios, que con tanta frecuencia se dan en la cárcel, la cual no es capaz ni de cumplir el art. 1 de la Ley Penitenciaria.

Derecho a una celda individual, ya que el sistema penitenciario español se organiza en régimen celular. Conozco a presos que en cuatro años de cárcel no han estado nunca solos. Las cárceles son un almacén de personas amontonadas en obligada y penosa convivencia.

Derecho a la debida asistencia sanitaria, en la que, justo es decirlo, se ha avanzado muchísimo en los últimos años (aunque todavía haya deficiencias de salubridad y de higiene), y a que se facilite a los internos gratuitamente los artículos necesarios para un cuidadoso aseo personal.

Derecho a unas conducciones y traslados dignos. El traslado a otra prisión afecta fuertemente al preso y a sus familiares. Y hay presos que se enteran de su traslado inmediatamente antes de que se produzca, sin

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que se les explique adecuadamente la razón de su traslado, sin que se oigan sus reclamaciones y sin que se escuchen sus protestas.

Derecho a la igualdad. También en la cárcel, el dinero y la clase social crean diferencias. A la cárcel sólo suelen ir los pobres. Si entra algún rico, sale pronto de ella. La justicia no trata a todos por igual, por ejemplo: al poner una fianza en función de las posibilidades económicas de cada cual. El rico en la cárcel suele gozar de privilegios.

Derecho a la intimidad personal ¿Qué significa este derecho para un preso que no puede disfrutar de una celda individual y se ve forzado a estar el día y la noche en compañía de personas que pueden o no ser de su agrado? Uno de los problemas más graves de la cárcel y de los azotes más crueles, es la «convivencia forzosa, la perjudicialísima mezcla de delincuentes».

Derecho a la fama y al honor y a la propia imagen. Derecho absolutamente conculcado. En la cárcel se airean los trapos sucios de los recluidos. Los medios de comunicación contribuyen a que el recluso pierda la fama ante la opinión pública. No son excepción los que pierden su buen nombre y quedan estigmatizados para siempre. La publicación de noticias, aveces manipuladas y magnificadas, así como de documentos gráficos, deterioran la imagen del recluso, el cual hasta puede ser inocente.

Derecho a la libertad. Toda persona tiene derecho a la libertad, también el preso, aunque esté privado de ella. Si el fin fundamental de la cárcel es educar y reinsertar al individuo, el que esté educado y reinsertado no debería ser sancionado con la pena de prisión. Tendría derecho ano ir a la cárcel. Aparte de que la cárcel no reinserta. «Al cabo de dos años están los internos tan desadaptados a la vida social que su reinserción ya es difícil». Los

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penitenciaristas aseguran que si a los tres años de prisión no se han producido efectos positivos en el recluso, en adelante todo será negativo hasta el punto de que «la depresión es el estado psíquico normal, en lugar de anormal, dentro de la prisión». Con una obligada política de discriminalización, a la cárcel sólo deben ir las personas peligrosas y por delitos graves. Los otros delitos deben ser sancionados y corregidos con el Derecho Administrativo y el Derecho Civil.

Derecho a la libertad de expresión, sin que por eso se tome represalia alguna. En la cárcel hay que abrir cauces más amplios de expresión, pues este derecho está muy limitado.

Derecho a la libre comunicación del preso con quien quiera, durante el tiempo que sea necesario y en condiciones adecuadas, cosa que no se cumple.

Derecho a recibir información cumplida, adecuada e inteligible, sobre su situación procesal, penal y penitenciaria, y sobre los mecanismos legales a los que puede acudir en las cuestiones que le afectan, así como sobre la situación de su familia. Derecho que se cumple deficientemente.

Derecho a la asistencia de letrado desde la iniciación del proceso, en el tiempo previo a la celebración del juicio oral y durante la ejecución de la pena. Derecho que no se cumple debidamente, sobre todo si se trata de un letrado de oficio. Se constata «la insuficiencia o la ausencia de un verdadero Derecho Procesal Penitenciario para poder hacer valer todas las demandas de los internos en función de los derechos que les reconoce la Ley Orgánica General Penitenciaria» (R. Bergalli).

Derecho a la asistencia del Juez de Vigilancia, máximo defensor de los derechos de los presos. Esta asistencia es buena, en algunos casos muy buena. Pero, en general, puede mejorarse bastante.

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Derecho a una justicia pronta, pues, si es lenta, ya no es justicia. En torno al 33% de los detenidos están en situación preventiva, cifra que hasta hace poco era mayor, pero que sigue siendo alta.

Derecho a una pronta y correcta clasificación. Si la clasificación se demora, se tarda más en gozar de los beneficios penitenciarios, y si es incorrecta se puede causar al penado un grave daño al tener que vivir en un Centro que no le corresponde.

Derecho a ser respetado. Creo que nos estamos alejando del espíritu de la primera circular que el director general de II.PP. del primer Gobierno socialista dirigía a los funcionarios de prisiones y en la que decía: «En el día de hoy, aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, os animo a continuar... desarrollando la misión que tenéis encomendada por la sociedad: ayuda y asistencia al interno. Sed generosos y flexibles en la interpretación de las normas, sin perjuicio de mantener la debida disciplina en el interior del Establecimiento. Que nunca sea lo último incompatible con lo primero». Malos tratos físicos no se dan en la cárcel, pero malos tratos psíquicos sí se dan. Los he presenciado y los he denunciado más de una vez. «Quien cae en las redes del sistema penitenciario es condenado no sólo a la privación de libertad, sino también a una diversidad de torturas espeluznantes» (J. Trias Sagnier). La Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes (ONU, 1984), dice que se entenderá por el término «torturas» todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, por ejemplo: castigarlos por un acto que hayan cometido o se sospeche que han cometido. A este respecto, ¿qué otra cosa es, si no, el aislamiento en celdas de castigo?, lo que significa «una cárcel dentro de la

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cárcel». «La cárcel ha de servir para guardar y tener en seguro a los hombres y no para castigarlos» (Ulpiano).

Derecho a los beneficios reglados, entre los que quiero destacar el derecho a los permisos de salida, que, en la gran mayoría de los casos, producen efectos positivos. Se trata de permisos para resocializar, no de permisos para matar, como un periódico los denominara, cuando hace unos tres meses un preso en Valladolid, gozando de ese permiso, cometió un horrendo asesinato. Si ese delincuente había estado en libertad hace tres años y no había cometido un acto tan brutal, la sociedad tiene derecho a preguntar a la Administración Penitenciaria qué ha hecho con él en la cárcel. Y la Administración, en lugar de declinar su responsabilidad sobre el Juez de Vigilancia, que le concedió el permiso procediendo en justicia, debería haber tenido la suficiente humildad, haber hecho un profundo examen de conciencia —y entonar el mea culpa— sobre el tratamiento que le ha impartido o ha dejado de impartirle y que ha desen­cadenado en él los peores instintos de violencia, porque no fue «el Magistrado el que cometió un error trágico y lamentable», como se dijo, sino la Administración Penitenciaria, o, si queremos, nadie, sino la cárcel, que sirvió únicamente para eso.

Derecho al tratamiento individualizado, científico y dinámico. La parte más noble, más importante y novedosa de la Ley Penitenciaría es la que se refiere al tratamiento, pero cuan lejos está de convertirse en realidad. Los trabajadores penitenciarios están hoy muy preocupados por su seguridad personal, cosa muy legítima, que todos queremos y defendemos, pero esto no puede ir en detrimento de los derechos de los presos. No puede hacer derecho contra derecho. Aparte de que el trabajador penitenciario sin vocación no debe trabajar en la cárcel y si tiene vocación tendrá clara conciencia

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del riesgo que su profesión comporta y asumirá ese riesgo con todas sus consecuencias. La actual política penitenciaria está también muy preocupada por la seguridad. Se anuncia la construcción de 24 cárceles de alta seguridad. Según los medios de información, «todo el recinto estará cerrado con cinco vallas, unas de hormigón y otras de alambre espinoso, que harán imposible la fuga de los presos». Con estas medidas se dan pasos de cangrejo. La solución a la delincuencia no está en esas cárceles mastodónticas, alejadas de las ciudades, sino en la prevención del delito y en el debido tratamiento del delincuente. ¿Por qué, en lugar de esas 24 cárceles de tales características, no se construyen al menos 12 de régimen abierto, al estilo del Instituto Penitenciario de Liria, que tan buenos resultados ha dado, y del que han corrido rumores sobre su desapa­rición?

Las medidas de seguridad aplicadas con exceso en el interior acrecienta el distanciamiento entre funcionarios y reclusos, con lo que el tratamiento se hace más ineficaz de lo que ya es. Bajo ese aspecto el funcionamiento de las cárceles actuales lo encuentro peor que el de las de hace 25 años. Entonces, no se hablaba de tratamiento, pero había un trato humano y constante con el interno, aunque haya que admitir excepciones. Ahora se habla mucho de tratamiento, pero en realidad no hay tratamiento y apenas hay trato. ¿Cómo puede haber tratamiento, sin que haya trato? ¿Por qué los presos están solos y amontonados en los patios? Un prestigioso funcionario ha acuñado esta frase: «El tratamiento no ha fracasado, sencillamente porque no se ha inaugurado».

Hace unos días recibí una carta de un preso, en la que me decía: «Eso de los Derechos Humanos en la cárcel, nunca existió. No soy ni socialista ni franquista. En

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muchas cosas prefiero el socialismo, pero en lo tocante a las cárceles prefiero las cárceles franquistas».

Manipulación del preso. Más que tratado, el preso es maltratado, es manipulado. En la cárcel se intenta que se cumpla el reglamento, que el preso se inserte en la disciplina regimental, que no haya alborotos, rebe­liones, conflictos y motines. Y eso no es reinserción; es, más bien, inserción en el sistema, manipulación, alienación.

Derecho a la asistencia religiosa. Esta asistencia, en general, es buena, en algunos casos muy buena, pero en otro muchos es muy deficiente y debe mejorarse de manera notable, cosa que incumple sustancialmente a la Iglesia. Pero ¿por qué se tarda tanto en firmar el Acuerdo entre la Iglesia y el Estado sobre la Asistencia Religiosa en las Prisiones, mientras que en Cataluña, Autonomía con plenas competencias en materia peni­tenciaria, se firmó ya en 1987? ¿Por qué tantos capellanes se ven obligados a trabajar tan precariamente en las cárceles? ¿Por qué hay cárceles, de estas de nueva construcción, en las que no se habilita no ya una capilla, que sería lo suyo, sino ni siquiera un «local adecuado» como manda el Ordenamiento Penitenciario, para la celebración del culto? ¿Por qué el voluntariado cristiano de prisiones no está todavía normalizado, regulado y garantizado por la Administración, cuando ya lo está desde hace tres años por la Iglesia? ¿Por qué los voluntarios cristianos siguen encontrando en no pocas prisiones graves inconvenientes, e incluso prohibiciones, para ejercer su derecho de asistir a los reclusos? ¿Por qué esta indiferencia oficial, e incluso a veces rechazo, hacia lo religioso? ¿Por qué la Pastoral Penitenciaria, una pastoral para marginados, ejercida en una institución marginada y marginadora, es también una pastoral marginada?

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Derecho al trabajo. El trabajo es un derecho y un deber. Los patios de las cárceles están llenos de personas apelotonadas sin hacer nada. También en esto las cárceles están peor que hace 25 años. La inactividad en las cárceles es inadmisible e injustificable. Hay muchos trabajos que realiza el personal laboral, que podía y debía realizar el preso. En los presos, en lugar de fomentar el trabajo, lo que se fomenta es la vagancia, madre de todos los vicios. Con razón se ha dicho que la cárcel es la universidad del crimen. «La prisión está destinada a fabricar delincuentes en serie... es un semillero de delincuentes» (J. R. Iraeta).

Derecho a la vinculaciónfamiliar. ¿Por qué el preso tiene que cumplir la pena en una prisión alejada 500 y 600 kilómetros del lugar en que reside su familia? Familias pobres, que carecen de medios económicos para visitar a sus presos. ¿Por qué las cárceles de nueva construcción se hacen lejos de las ciudades, lo que supone un aislamiento redoblado y una gran incomodidad y penosidad para las familias, a las que no se pone un medio de transporte, así como un refortalecimiento de la idea de que la cárcel es un contenedor de basura que hay que echar fuera? Por otra parte, ¿cómo adecuar para la vida en sociedad y en familia, alejando y desarraigando de la sociedad y de la familia?

Derecho de reunión y de asociación. ¿Por qué no se facilita el derecho a la libre asociación de los reclusos para defender sus derechos? ¿Por qué no prosperó la enmienda que el grupo comunista presentó al art. 24 de la Ley Penitenciaria, que pretendía introducir «el derecho de asociación de los internos para la defensa de sus derechos»? ¿Por qué en las Juntas de Régimen y Administración no hay una representación de la población reclusa, con voz y voto, elegida democrá­ticamente? ¿Por qué no se abren cauces de participación

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de los reclusos en los órganos colegiados de la cárcel? ¿Por qué los presos no son consultados y escuchados en todos los problemas regimentales y de tratamiento que les afectan? ¿Por qué el preso sólo tiene que ir de acá para allá, hacer esto o lo otro, siempre obedeciendo órdenes? ¿Cómo educar para la responsabilidad en un régimen de irresponsabilidad? ¿Cómo refortalecer de esa manera la voluntad del recluso, que es lo que le podría conducir al pleno desarrollo de su personalidad y la verdadera capacidad de vivir honradamente?

Derecho de los presos extranjeros a gozar de los beneficios penitenciarios en igualdad con los nacionales, sin sufrir la discriminación, a la que en este aspecto se ven sometidos.

Digamos, por fin, que el régimen carcelario, con su pormenorizada reglamentación, con sus rigurosos meca­nismos de control, recuentos, requisas y cacheos, es un sistema de constante humillación para el recluso.

Me he referido sólo a algunos de los muchos derechos, que, según los mismos presos —yo creo que con razón—, no pueden cumplir. Esta relación es suficiente para hacerse una idea de lo que es la cárcel. Creo que la Administración hace lo que puede o lo que sabe para remediar tanto infortunio, pero no es capaz de conse­guirlo.

Una reflexión

A la muerte de Franco (1975) había en las cárceles unas 8.000 personas; hoy hay unas 41.000. La masificación es la causa principal de que haya derechos que en la cárcel no se puedan cumplir. Para tratar de solucionar estos problemas se construyen nuevas

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cárceles dotadas de mejores servicios. Se han aumentado considerablemente las plantillas de los diversos Cuerpos de Funcionarios. Se han creado Cuerpos y empleos nuevos, como son los educadores y los asistentes sociales, tan necesarios en las cárceles, y otros profesionales (médicos, profesores...). Todo esto era necesario y se está haciendo bien. Pero también es necesario que los funcionarios estén bien seleccionados y bien formados profesional y deontológicamente, en la ciencia penitenciaria, en las ciencias de la conducta humana y en las técnicas de tratamiento, mediante cursos iniciales y de formación permanente, cosa que no se hace en forma suficiente. Esto se traduce en una deficiente eficacia de las actividades penitenciarias. Hay que cuidar la calidad, más que la cantidad. Lo que, a mi parecer, no era necesario, es el crecimiento que las Instituciones Penitenciarias han experimentado hacia arriba, con la creación de altos puestos innecesarios, con una burocracia excesiva, con unos gastos superfluos y un derroche inútil de dinero, que no repercute para nada en beneficio del preso, a cuyo servicio están las Institucio­nes, puesto que, según la Ley Penitenciaria, «el Ministerio de Justicia prestará a los internos, a los liberados condicionales o definitivos y a las familias de unos y de otros, la asistencia social necesaria». En esto y no en los altos sueldos innecesarios y en tanta burocracia habría que emplear ese dinero tan mal administrado.

III CONCLUSIONES

1. La privación de libertad lleva consigo la impo­sibilidad de ejercer los derechos fundamentales. El recluido, desde el momento que ingresa en la prisión, se encuentra en una situación de incapacidad y de inde-

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fensión. Se convierte en un ser humano de segunda; prácticamente pierde el derecho a ser persona; es un muerto social.

2. «El mayor rechazo y lo que más repugna surge de comprobar la indefensión en la que viven los habitantes de un Centro Penitenciario, entre el sufrimiento que se les está aplicando, ante el ataque que contra ellos ha lanzado ya el resto, mayoritario y normalizado, de la sociedad. Indigna la realidad de que se marginen, en tantos casos, las grandes declaraciones proclamadas en los Textos Internacionales y en los sagrados preceptos constitucionales, de que se olviden derechos y garantías teóricamente existentes en el mundo jurídico» (J. A. Rodríguez Sáez).

3. Los presos, como colectividad diferenciada, tienen derechos específicos al igual que otras colectividades, como pueden ser los niños, la mujer, los ancianos, los extranjeros, etc. Y, al igual que se han reivindicado y formulado los derechos de esas colectividades, se deben reivindicar y formular los derechos de los presos.

4. El preso tiene derecho a conocer sus derechos. Es urgente la elaboración de un manual divulgativo, en el que se especifiquen, de la manera más completa y más inteligible, esos derechos, tal y como proponía ya el Defensor del Pueblo en su informe sobre la situación penitenciaria en España el año 1988. Creo que una de las conclusiones del Congreso debería ser que el Secretariado Nacional de Pastoral Penitenciaria adquiriera el compromiso de elaborar ese Manual, con la colaboración de expertos juristas y penitenciaristas.

5. La capellanía de la prisión, integrada por el capellán y los voluntarios cristianos, junto a todos los defensores de los derechos humanos, debe comprometerse, tal y como se lo solicitan los mismos reclusos, y es su deber, a defender los derechos de los recluidos, que para ella

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son derechos sagrados, pues el evangelio nos dice que los presos son los representantes de Dios en la cárcel.

6. Un cristiano tiene que odiar, con todas sus fuerzas, el delito, pero con esas mismas fuerzas tiene que amar al delincuente, a todos los delincuentes, los inocentes de manos impolutas y los culpables de manos ensan­grentadas, pues, aunque sea delincuente, no ha dejado por eso de ser hijo de Dios y hermano nuestro, que, ahora como nunca, necesita una mano amiga que le ayude a salir del atolladero en que se encuentra.

7. Evangelizar en la cárcel no es otra cosa que tratar de humanizar un mundo infrahumanizado y deshu-manizador. Y humanizar no es otra cosa que tratar de conseguir que en la cárcel se ejerzan, al máximo posible, los derechos humanos. Se ha dicho que los derechos humanos son los derechos de los pobres, pues los ricos tienen medios y ya se las arreglan para hacer valer sus derechos. Y como «entre los pobres no hay nadie ni más triste ni más pobre que el preso y encarcelado» (B. Sandoval), y la Iglesia de Jesucristo es preferencialmente la Iglesia de los pobres, la protección de los derechos de los presos debe ser considerada como acción fundamen­tal de su apostolado.

8. Fiel a su «misión profética», señalada por Juan Pablo II, la capellanía debe asimismo adquirir el compromiso de ejercer la «denuncia profética de los derechos even-tualmente conculcados y no respetados en la cárcel. Denuncia que hay que hacer con valentía y con pruden­cia y siguiendo siempre las normas evangélicas».

9. Digamos, por fin, que el preso es también sujeto de deberes. Aparte de su obligación de cumplir las normas regimentales y de tratamiento, tiene el deber específico de reparar el daño causado, de reconciliarse consigo mismo, con la sociedad, con las víctimas del delito y con Dios, pues sólo efectuando esta cuádruple reconciliación

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podrá rehabilitarse y reinsertarse con la sociedad en plenitud de derechos y deberes, como cualquier otro ciudadano. He ahí también uno de los fines primordiales de la Pastoral Penitenciaria.

Evaristo Martín Nieto

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PLAN DE ACCIÓN PASTORAL PENITENCIARIA PARA EL TRIENIO 1993-1996

El Secretariado de Pastoral Penitenciaria fue creado el 3 de abril de 1992 por la Comisión Episcopal de Pastoral Social. Tiene su sede en Madrid, en la calle Añastro, núm. 1.

De esta forma se ha querido establecer el inicio de una nueva etapa pastoral penitenciaria, heredera de la desarrollada durante el decenio 1982-1992 por la Delegación Episcopal de Pastoral Penitenciaria bajo la acertada dirección de D. Evaristo Martín Nieto.

Conforme al encargo recibido, este Secretariado elaboró un Proyecto de Acción Pastoral Penitenciaria, que finalmente recibió la aprobación de la Comisión Episcopal de Pastoral Social.

He aquí en síntesis el contenido de este Plan de Acción Pastoral Penitenciaria para el trienio 1993-1996.

1. Finalidad del Secretariado

La finalidad del Secretariado de Pastoral Penitencia­ria es «promover el compromiso cristiano con el mundo

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marginal penitenciario, potenciando los servicios y personas que, como instituciones y miembros de su respectiva Iglesia Diocesana, trabajan en la Pastoral Penitenciaria».

Finalidad que se tratará de hacer realidad a través de: — Animar y coordinar la acción pastoral penitencia­

ria a nivel nacional. — Elaborar relación de las instituciones y servicios

que, en cada diócesis, trabajan en el ámbito peni­tenciario.

— Detectar los ámbitos de problemática penitencia­ria no atendidos, o insuficientemente atendidos, para denunciarlos y ofrecer alternativas de acción.

— Organizar cada tres años el Congreso Nacional de Pastoral Penitenciaria.

— Procurar que en cada una de las siete zonas, en las que el Secretariado ha dividido pastoralmente España, se celebren anualmente Jornadas o Asambleas de Pas­toral Penitenciaria, tanto a nivel de zona, como de Auto­nomía o de Diócesis.

— Publicar trimestralmente un BOLETÍN INFORMA­TIVO sobre la Pastoral Penitenciaria en España.

2. Organización del Secretariado

El Secretariado de Pastoral Penitenciaria está consti­tuido por las siguientes personas:

- Sr. Obispo encargado por la Conferencia Episcopal Española de la Pastoral Penitenciaria.

Actualmente lo es Mons. Javier Oses Flamarique, Obispo de Huesca.

- Director del Secretariado. - Un Vocal por cada una de las siguientes zonas:

• Andalucía, Ceuta y Melilla.

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• Canarias. • Castilla-León y Cantabria. • Corona de Aragón (Aragón, Baleares, Cataluña,

Valencia) y Murcia. • Euzkadi, Navarra y La Rioja. • Galicia y Asturias. • Madrid, Castilla-La Mancha y Extremadura.

Zonas que han sido establecidas «ad experimentum» y que, por la experiencia habida y según necesidades pas­torales, podrían reformularse nuevamente.

Se espera que los responsables de zona estén ya elegidos en marzo de 1993, quedando incorporados al Secretariado en calidad de vocales.

El Pleno del Secretariado se reunirá dos veces al año (junio y septiembre) para evaluar y elaborar el Programa Anual de Pastoral Penitenciaria.

Corresponde a la Secretaría (integrada por el director, la secretaria y los responsables de Departamento) la realización del Programa Anual de Pastoral Penitenciaria, actuando como un equipo de trabajo. Se reúne mensual-mente.

3. Criterios funcionales

Dada la complejidad de la pastoral penitenciaria, así como la de la realidad misma en que se desarrolla, el Secretariado se ha establecido los siguientes criterios:

— Se designa a los responsables de zona por un período de tres años renovables.

— El responsable de zona anima y coordina la pastoral penitenciaria en el área geográfica encomendada.

— Se respeta siempre la realidad de cada: • Comunidad diocesana. • Comunidad autónoma.

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— Se procura que las diócesis constituyan el Secre­tariado de Pastoral Penitenciaria, o su equivalente.

— Las comunidades parroquiales son, en cada diócesis, la base y fundamento para una pastoral peni­tenciaria eficaz.

4. Ámbito de la pastoral penitenciaria

Los destinatarios de esta pastoral los hallamos dentro y fuera de las prisiones.

— En las prisiones: • Presos. • Funcionarios. • Voluntarios.

— Fuera de las prisiones: • Familias de presos. • Libertos: • provisionales, • condicionales, • definitivos. • Sectores marginales. • Voluntarios cristianos que trabajan en la pastoral

penitenciaria, a nivel parroquial, interparroquial o diocesano.

5. Objetivos de la pastoral penitenciaría

Tres son los objetivos pastorales que, por considerarlos necesarios y apremiantes, ha establecido el Secretariado para el trienio 1993-1996, con carácter prioritario:

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— Evangelizar En las cárceles predominan las personas que no han

recibido el anuncio de la Buena Nueva. Ignoran quién sea Dios y carecen del sentido de la presencia de Dios en sus vidas y en el mundo. Viven como reducidas a meros animales.

De ahí que el Secretariado promueva la acción evange-lizadora en los Centros Penitenciarios a través de los capellanes, profesionales penitenciarios y voluntarios cristianos, no sólo con su palabra, sino también con su trabajo y con su testimonio de vida.

Objetivo general: Evangelizar en el mundo peni­tenciario según el Plan Pastoral de la Conferencia Episcopal Española.

Objetivos específicos: — Promover • La formación básica de la iniciación cristiana. • La adecuada preparación y celebración de los Sa­

cramentos de Bautismo, Penitencia, Eucaristía y Con­firmación.

• La reconciliación del preso consigo mismo, con Dios y con los demás (víctimas y sociedad).

— Potenciar la comunión de los presos con sus comunidades cristianas de origen, y viceversa.

— Formar catequistas para las prisiones, dotados de espíritu misionero y de sensibilidad social.

— Liberar Unas dos terceras partes de la población reclusa

revisten las características de personas esclavas. Son personas que no pueden no ser lo que son, ya que sobreviven viviendo al margen de la ley por cir­cunstancias ajenas a su voluntad (familiares, sociales,

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culturales,...). Y además son objeto de explotación por parte de capos invisibles.

La índeferisiónjurídica—de hecho— es también un mal generalizado entre los presos, consecuencia de la pobreza de la población reclusa mayoritaria y de la insensibilidad social, manifestada ésta en los limitados honorarios de los abogados de oficio y en la limitadísima dedicación de muchos abogados de oficio en la defensa de sus clientes.

Se detectan también en las prisiones casos de personas inocentes, carentes de medios económicos y /o de pruebas suficientes que posibiliten demostrar su inocencia.

Objetivo general: Despertar la conciencia personal y social sobre la necesidad de la libertad para realizarse los hombres como personas y como hijos de Dios.

Objetivos epectficos: — Ayudar a los presos en el conocimiento y supera­

ción de las causas (próximas y remotas) de su privación de libertad.

— Procurar que tengan los presos defensa jurídica eficaz ante las diversas instancias judiciales.

— Promover el respeto denlos derechos humanos en las prisiones.

— Sensibilizar a las comunidades cristianas sobre: • La acción negativa de las prisiones sobre la

personalidad de los presos. • La acogida fraterna de los libertos para su progre­

siva integración comunitaria y superación de las causas del delito.

• La necesidad de una pastoral penitenciaria pre­ventiva.

• La búsqueda de alternativas a las penas privati­vas de libertad y a la prisión misma.

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— Formar La pastoral penitenciaria precisa personas de fe y

esperanza, profesionalmente cualificadas y debidamente preparadas para desempeñar su misión pastoral en el mundo penitenciario, de forma que las personas privadas de libertad hallen siempre en los agentes de la pastoral penitenciaria esperanza y liberación.

Objetivo general: Promover la formación inicial y permanente de los agentes de la pastoral penitenciaria.

Objetivos específicos: — Procurar que los nuevos capellanes de prisiones,

nombrados por sus respectivos obispos, logren una preparación inicial adecuada mediante prácticas pastorales en algún Centro Penitenciario, asesorados por capellanes experimentados.

— Promover la formación permanente de los capellanes de prisiones.

— Exigir a los voluntarios cristianos de prisiones una formación teórica y práctica garantizada, como requisito previo a toda labor pastoral penitenciaria.

— Potenciar las capellanías de prisión como comu­nidades evangelizadoras y liberadoras.

6. Medios

Para realizar el presente PLAN DE ACCIÓN PASTORAL PENITENCIARIA, cuenta el Secretariado con los siguientes medios:

— Secretaría Establecida ya desde el 1 de octubre de 1992 en

Madrid, en la calle Añastro, núm. 1, planta 4- —Co-

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misión de Pastoral Social—, atiende la Secretaría de 10 horas a 13 horas, de lunes a viernes.

— Departamentos Antes de finalizar el presente año de 1992, iniciarán

sus servicios los siguientes Departamentos de:

— Formación A este Departamento se le encomiendan las tareas de: • Elaborar programas formativos. • Promover la formación de voluntariado —inicial y

permanente—. • Coordinar el voluntariado.

— Evangelización Este Departamento procurará: • Animar y coordinar la acción evangelizadora de los

agentes pastorales. • Elaborar y/o procurar materiales de apoyo en la

evangelización. • Promover la formación de catequistas para la misión

pastoral en Centros Penitenciarios.

— Liberación • Atender casos concretos de recursos de apelación

ante el Tribunal Supremo con abogados de oficio. • Animar y coordinar la colaboración de profesionales

del Derecho (abogados, fiscales, jueces y magistrados) en la pastoral penitenciaria.

• Estudiar y promover mejoras legales en el ámbito penal y en el penitenciario.

— Medios de comunicación social • Publicar trimestralmente el BOLETÍN INFORMATIVO

del Secretariado.

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• Elaborar y promover noticias positivas de la Acción Pastoral Penitenciaria para los medios de comunicación social eclesiales, privados y estatales.

— Encuentros • Asambleas —nacionales, regionales y diocesanas—

para capellanes y voluntarios. • Cursos y cursillos. • Congresos regionales y nacionales.

— Medios humanos Cuenta el Secretariado con la acción generosa y eficaz

de: • Obispos, vicarios episcopales de pastoral y párrocos. • Superiores Mayores de Institutos dedicados a obras

pastorales con pobres y marginados. • Capellanes de prisiones. • Profesionales del Derecho (abogados, fiscales, jueces

y magistrados). • Profesionales de prisiones. • Voluntarios en las prisiones y en las comunidades

cristianas. • Personas privadas de libertad

7. Conclusión

Este es el PLAN DE ACCIÓN PASTORAL PENITEN­CIARIA para el trienio 1993-1996.

Que su realización sea un servicio al Cristo preso y marginado que, por la fe, hallamos en cada preso y en cada marginado.

P. José Sesma León, mercedario. Director del Secretariado de P. Penitenciaria

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EL INSTITUTO PENITENCIARIO PARA JÓVENES, DE LLIRIA

CENTRO PILOTO EN LA POLÍTICA PENITENCIARIA ESPAÑOLA

Evocación

¿Lliria? Una historia que es obra de muchas ilusiones en el quehacer de cada día de unos hombres, profesio­nales en el campo penitenciario, para quienes estos años años no han sido barbecho estéril, sino ancho surco en el que han dejado su propia huella luminosa y clara.

Los 26 años de trabajo (1967-1993) en esta Institución han venido a iluminar con su esfuerzo la senda sobria y clara de cada día, a potenciar las inquietudes en el amplio caminar de una juventud que luchaba por los avatares de la vida, que pretendía triunfar de sus fracasos para ser jóvenes auténticos y perfectos ciudadanos.

Este Centro abrió nuevos horizontes en su existencia, dinamizó la tarea de integración social con dignidad y con grandeza. Lliria supo con gallardia y coraje con­trastar día a día la dura realidad de los hechos con la valiosa especulación científica y ofrecer un tratamiento ejemplar y sempiterno en el campo penitenciario.

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Lliria. Una historia trazada primeramente en los sueños de ideales tomados con la fuerza de una entrega incondi­cional de unos verdaderos profesionales, que con una voca­ción de servicio y un trabajo en equipo han dejado una hue­lla luminosa y clara para convertir al Instituto Penitenciario para Jóvenes en una institución modélica y ejemplar, la mejor de España y una de las mejores del mundo.

Lliria contempla y valora la grandeza que se forjó en tu seno y admira esta obra gigante que llevó tu nombre por el mundo entero. Así lo proclamaban los más de sesenta expertos de toda Europa que se reunieron en el Simposio Internacional de «Alternativas al Sistema Carcelario», en la Residencia Pizarro de Collado Villalba, durante los días 28-30 de Mayo de 1992, organizado por la Fundación Encuentro. Todos los congresistas pedían que la experiencia de Lliria siguiera siendo modelo peni­tenciario para el mundo entero. Ahí tienes un reto pro­fundo y un mensaje sincero.

Pero esta experiencia no hubiera alcanzado su verda­dera dimensión sin la colaboración generosa y la cordial acogida de un pueblo tan hospitalario como Lliria y su comarca. A todos los que han colaborado en esta empre­sa arriesgada, sublime y ejemplar, queremos rendir el tributo más cordial de nuestro inolvidable recuerdo. A esos ciudadanos, que con su vida llenaron cada instan­te de nuestra existencia. A las asociaciones musicales y a las rondallas, que con sus conciertos dieron un aire nuevo a este Centro. La Primitiva y la Unión Musical y el Carlista, que ayudaron con sus películas en los pri­meros momentos. A todos los que con su simpatía y afec­to sirvieron de estímulo para realizar este sueño. Los gru­pos juveniles de la comarca, el apoyo de las parroquias y de los sacerdotes, de las autoridades, la campaña de la «bicicleta», la federación del equipo de fútbol, la cam­paña de Reyes para los internos, los festivales, la acogí-

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da de los empresarios, comerciantes, y tantas y tantas obras que se realizaron en esta comarca con ilusión, fue­ron un estímulo para iluminar los ideales de este Centro. A todos los que han ayudado, ofrecemos nuestro cariño y esfuerzo.

El Centro Penitenciario de Lliria no ha sido una uto­pía. Ha sido una realidad permanente en la proyección de la reforma de 2.600 jóvenes que han pasado por ella. Ha sido una historia ya trazada con el esfuerzo y la gene­rosidad de muchísimas personas que han colaborado, desde dentro, desde la Administración, y desde fuera, desde el pueblo y su comarca.

Una vez más queremos que se cumpla el deseo de Carlos García Valdés, cuando visitó este Centro: «Ojalá pueda haber en España muchos centros como Lliria y muchos internos que puedan ser destinados a ellos». Que no se pierda esta semilla que puede fecundar con su esti­lo y filosofía a cualquier política penitenciaria (del signo que sea), siempre que pretenda servir a la sociedad con dignidad y reinsertar al joven delincuente en la socie­dad con estilo y eficacia.

Es fácil hacer una apología de lo que uno lleva entre manos. Ha sido, sin embargo, difícil intentar resumir y poner sobre el papel la experiencia vivida en una insti­tución de la calidad y envergadura del Instituto Penitenciario para Jóvenes, de Lliria; y más difícil emprender iniciativas creadoras contracorriente, que hoy son normales en cualquier Centro que se considere pro­gresista y avanzado.

La institución ha jugado un papel de fermento en el plano de la renovación penitenciaria, gracias al esfuer­zo y a la iniciativa creadora de algunas personas com­prometidas, que han sabido poner a punto un progra­ma extraordinariamente dinámico y social de educación especializada y de rehabilitación social.

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Lo primero en nuestro trabajo fue atender funda­mentalmente al hombre; ver la capacidad de recupera­ción que cada interno tenía; las buenas posibilidades; descubrir los rasgos más significativos de cada uno de ellos; y pensar todos en llevarles a la autoestima perso­nal y a la dignificación personal, porque en cada perso­na, por muy mala que sea, yo desde la óptica de sacer­dote digo que «en cualquier corazón del hombre se pue­de levantar un sagrario de Dios».

La línea fundamental fue trabajo en equipo. Unirnos todos, aportar todas las ideas. La Junta de Régimen que­dó totalmente transformada, perteneciendo todos los miembros que trabajaban en el Centro.

La mejor recompensa al esfuerzo es alcanzar la meta de tantos jóvenes integrados en la vida social con madu­rez y dignidad. Ser un camino útil para los demás y para la sociedad.

Quisiera terminar con el eco de más de quinientas car­tas recibidas en estos años, de muchachos que aquí die­ron sentido a su vida, aprendieron a ser hombres, encon­traron a Dios y aprendieron a ser libres y descubrieron su verdadera libertad.

Lliria ha sido, decían:

Un paseo en el atardecer de primavera. Un silencio evocador con las estrellas. Una canción y una guitarra en la acampada. Una oración en el silencio de la celda. Un árbol y un banco en medio del camino. Una llamada fuerte a la esperanza. Una exigencia para vivir con fortaleza. Una pena compartida en la jornada. Un encuentro inolvidable con AQUEL que nos ama. Una sonrisa del funcionario al llegar cada mañana. Un adiós que no se olvida y no se acaba.

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Lliria:

Sólo amo lo que quiero, sólo quiero lo que siento, sólo siento lo que digo, sólo digo lo que pienso.

Lliria, sólo pienso que te quiero.

Ciríaco Izquierdo Moreno

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CONFRATERNIDAD CARCELARIA DE ESPAÑA

Presentación

CONFRATERNIDAD CARCELARIA DE ESPAÑA es una entidad no lucrativa acogida a lo dispuesto en la Ley 191/64 de diciembre y normas complementarias del Decreto 11440/65. Está afiliada a PRISON FELLOWS­HIP INTERNATIONAL (CONFRATERNIDAD CARCELARIA INTERNACIONAL), fundada por Charles Colson, con filia­les en 56 países.

Confraternidad Carcelaria Internacional posee status consultivo categoría II con el Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas.

Confraternidad Carcelaria de España está registrada en el Registro Nacional (nQ 97090, Ministerio del Interior) y Provincial (nQ 11001, Autonomía de Madrid).

Es un movimiento que reúne a todos los cristianos y el espíritu que la anima es carismático, ya que la mayo­ría de sus miembros en todo el mundo pertenecen a la Renovación Carismática.

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El logotipo de CONFRATERNIDAD CARCELARIA, la caña cascada de Isaías 42, está diseñada como un recor­datorio de que el ministerio es para aquellos que han sido quebrantados —los prisioneros, ex prisioneros y sus familias—, cuyas vidas han sido dañadas o casi des­truidas.

El mensaje de esperanza es la verdad jubilosa de Isaías 42, 3. Ninguno de nosotros está tan maltratado como para quebrarse; ninguno está tan alejado como para que la restauración sea imposible. Nuestro Señor, a quien nosotros servimos, es el que viene para «abrir los ojos de los que están ciegos, liberar a los cautivos y liberar de los calabozos a aquellos que están en la oscuridad».

Desarrollo

Nuestra labor se desarrolla mayormente en el Hospital General Penitenciario, que es el Centro donde conver­gen todos los presos de España con problemas de salud.

1) Paso previo. Oramos entre nosotros para pedirle al Señor que abra los corazones, los de ellos y los nuestros. Los de ellos, para que nos reciban y, en nosotros, a Jesús. Y los nuestros para que sepamos acogerlos como lo hace El.

2) Visita. Vamos a verlos cada domingo, agradecién­doles que nos permitan visitarlos. Nos acercamos con actitud humilde e intentamos hacerles conocer el amor infinito de Dios para cada uno de ellos, así como son.

3) Escucha. Escuchamos lo que quieran decirnos, sin juzgarlos, sino amándolos en cada circunstancia de su vida, acogiéndolos como Jesús a la pecadora.

4} Oración. Oramos con ellos, leemos la Palabra de Dios, hacemos oración comunitaria, espontánea; com­partimos nuestras experiencias de Dios.

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Lo fundamental

Nuestro objetivo es que cada hermano prisionero ten­ga un encuentro personal con Cristo. Nuestra misión es abrir caminos, allanar senderos, para propiciar y facili­tar ese encuentro. De ahí, la gran importancia de la ora­ción, para abrirnos a la gracia de Dios, para comuni­carnos con El.

Hacemos mucho hincapié en el perdón porque consi­deramos que es la llave para nuestra sanación. Por eso les hablamos de la triple necesidad de perdón: perdonar a los que nos han hecho daño; perdonarnos a nosotros mismos y amarnos como Dios nos ama, y que Dios nos perdone a nosotros mediante el sacramento de la recon­ciliación.

Lo complementario

Como fruto de esta muta amistad, nos ocupamos de sus trámites legales, les acompañamos en los juicios, les visitamos en los hospitales (cuando los sacan para inter­venciones más importantes), seguimos en contacto con ellos cuando les trasladan a sus respectivas prisiones, les conseguimos alojamiento, estamos con ellos en los permisos de salida, atendemos a sus necesidades eco­nómicas más inmediatas, etc.

Esto ocurre sobre todo cuando se trata de extranje­ros, con los cuales hemos trabajado mucho, debido a que, a los problemas de carencia de libertad y de salud, se les suma el problema de la soledad, la incomunica­ción y, en algunos casos, hasta la discriminación y el des­precio de sus propios compañeros.

En el caso de españoles, tratamos de reavivar los vín­culos familiares, cuando están rotos o son casi inexis­tentes, suavizando la relación con sus padres y her-

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manos. También nos ocupamos de sus hijos, ya sea con­siguiendo ayuda en sus respectivos países cuando están lejos, o criando a sus hijos cuando la madre está presa y es extranjera. (Ahora estamos esperando la adopción de la hijita de una ex presidiaría colombiana, por una familia integrante de Confraternidad Carcelaria de España).

Teniendo en cuenta que gran parte de la población reclusa padece la enfermedad del SIDA, mantenemos una estrecha colaboración con la comunidad de BASI-DA, que es un Centro de acogida de drogadictos y ter­minales de SIDA.

Los frutos

Como consecuencia de esta labor, ellos mismos se con­vierten en evangelizadores, en sus respectivas familias y en las diferentes prisiones donde son conducidos, for­mando grupos de oración que a la vez sirven de víncu­lo con el exterior y fortalecen el compromiso de los gru­pos parroquiales.

Durante la Semana internacional de oración que orga­niza Confraternidad Carcelaria, presidiarios y ex presi­diarios evangelizan en las parroquias, dando testimonios del cambio que Cristo ha dado a su vida.

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testimonios

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TESTIMONIO DE UNA RECLUSA

Queridos hermanos: Que la Paz de Nuestro Señor Jesús esté siempre con vosotros.

Mi nombre es Pilar y de apellidos Rubio del Campo. Tengo 32 años y el próximo mes cumpliré los 33, si Dios quiere.

Me encuentro en prisión desde hace casi 5 años. Y, aun­que ahora llevo 10 meses en esta de Alcalá II, los 5 años los he pasado recorriendo gran parte de las prisiones españolas. Pero, bueno, siguiendo con lo que comencé, os cuento que tengo dos hijas preciosas, de 13 y 14 años. Mi domicilio lo tengo en Valencia, aunque mi nacimiento fue en Puertollano (Ciudad Real), y deseo contaros lo más aproximadamente posible mi testimonio.

Hace algún tiempo, por una compañera, comencé a ir a la capilla, aunque esporádicamente, pero me gustaba. Pasado algún tiempo, también comencé a leer y a escu­char la Palabra de Dios con las Hermanas. Me gustaba y me sentía bien, cuando la leía o las escuchaba hablar de Jesús.

A través de estos ratos que pasaba con las Hermanas, comencé a orar esporádicamente. Y a partir de ahí

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comencé a sentirme mejor y apartarme de la droga. No sé cómo fue, pero sentía que Jesucristo, cuando orába­mos, me daba fuerza, y me vino sin buscarlo, ya que me pasé años buscando el dejarla, pero, claro, como no esta­ba con El, en mi soledad eso me llenaba (yo he estado dro-gándome desde la edad de 14 ó 15 años) y esto es lo que me hizo hacer maldades y degradarme al máximo. Y cuan­do creía conocer todo lo malo conocí la cárcel: ingresé por varios robos, ya que lo necesitaba para conseguir dinero y poder drogarme.

Desgraciada o afortunadamente, el papá de mis dos hijas se puso muy enfermo. Ya él estaba infectado de anti­cuerpos de SIDA (como yo). Y en uno de los permisos que disfruto fui a verlo a prisión, donde él lleva 12 años, y me quedé aterrorizada al ver el estado en que se encontra­ba, ya que una calavera al lado de él tendría mejor aspec­to. Bueno, pues, como os digo, me quedé aterrorizada, y de tal aterramiento comencé a ponerme mal, muy mal, ya que yo pensaba que no erajusto que, siendo tanjóvenes, y con tantos años de prisión y de separación, ahora él se marchase de esta vida, de una forma tan degradante. También pensaba que yo moriría igual y me daba pena de mí misma. Pensaba y pensaba en él, en mis hijas y en todo lo malo que habíamos y estábamos pasando. Pensaba en las cosas buenas que nos podría haber espe­rado juntos y que ya no tendríamos.

Estos pensamientos me tenían destruida: la droga, la mala vida y la cárcel, habían tenido momentos de con­seguir hacerme sentir destruida. Y cuando vi a Pepe (el padre de mis hijas) esta sensación sí que fue la que real­mente me hizo sentir vacía —muy, muy vacía—, deses­perada, angustiada y sin deseos de nada.

Cuando se acabaron los días del permiso, regresé a la prisión. Unas compañeras —del Grupo de Oración—, al enterarse por lo que estaba atravesando, vinieron a mi

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chabolo para brindarme su apoyo y decirme y recordar­me que hay un PADRE que está en todas partes y que nos ama y ayuda. Me dijeron que debía confiar en El y entregarle toda mi carga. A partir de aquí, vinieron algu­nas noches seguidas y oraban en mi celda: le pedían a mi Señor Dios por mi esposo y también por mí.

Desde aquel primer día empezó a desaparecer la pena, dolor y rabia que sentía; y comencé a sentir como una tranquilidad inexplicable. Era el don precioso de la Paz de Jesús.

Bueno, pues, desde aquellos primeros días que las Hermanitas y mis compañeras nos reunimos para ORAR, mi vida empezó a cambiar. Pero lo más maravilloso fue cuando visité a mi compañero y vi en el estado en que se encuentra. ¡Qué grande y amoroso es Nuestro Señor Jesús! Pues ha cambiado y está cambiando mi vida, por­que antes cambió mi corazón. Ahora, aunque mi cuerpo continúa en prisión, mi corazón se encuentra libre, pues esa necesidad que sentía de droga ha cambiado por la necesidad de amar, de corresponder al gratuito e infinito Amor de Jesucristo. Aunque todavía sé que verdadera­mente no le amo como El merece y es mi deseo.

Le doy gracias y le seguiré dando gracias a Nuestro Señor Jesucristo, por haberse manifestado en mi corazón. Mi deseo es seguirle. También me gustaría hacer algo para hacerles saber a todos que el verdadero y único Camino es el de Dios.

Os pido a todos que nos ayudéis, y que haya muchos cristianos como las Hermanas de la Caridad que vengan a descubrirnos el Amor de Dios y su Palabra. Y que Nuestro Señor Jesucristo sea siempre el Centro de nues­tras vidas.

Un abrazo a todos en Jesús, de vuestra hermana,

PILAR

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TESTIMONIO DE UN LIBERTO

Me llamo Jesús y quiero dirigirme a todos los partici­pantes en este W Congreso de Pastoral Penitenciaria.

Quisiera partir desde el último Congreso que se celebró en Valencia y cuando todavía estaba encarcelado en la prisión de Alcalá II.

Con fecha del 6 de octubre de 1991 tengo la oportunidad de hacer una vida más digna y más justa en libertad, habiendo tomado previamente la decisión de rehacer mi vida desde Burgos y no desde Sevilla, de donde soy natu­ral Todo ello debido a que desde un grupo de Renovación Carismática e involucrado en el mundo de prisiones se me ofrecía la oportunidad de ser acogido allá, unidos con una sola alma y un mismo sentir.

Se hizo necesario conseguir un piso de alquiler, así como estrechar las relaciones fraternas, para una mayor efi­cacia en la recuperación desde mi estado anterior ina­daptado y marginado, a través de esta casa de acogida. Comencé a conocer mucho más afondo todo aquello que era nuevo para mí, otro estilo de vida, otros valores que

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no me eran tan conocidos anteriormente, nuevas relacio­nes con los demás, un acercamiento y un vivir en socie­dad. Para ello, tenía que descubrir dentro de mí muchas áreas oscuras de mi vida, que estaban ahí, aún no sana­das, y por las cuales a veces respiraba y que de alguna forma me incapacitaban para ser la persona que desea­ba ser, viviendo sinceramente con honradez y sencillez, con espíritu de justicia y lucha pero con paz, con una cla­ra esperanza y noble ideal: vivir día a día esa existencia cristiana auténtica.

Puedo decir que hoy vivo una vida más justa y digna por el Amor de Dios, que ha sido derramado en tantos corazones, que me he ido encontrando a lo largo de estos años. De este mismo Amor he ido recibiendo en abun­dancia, hasta curar muchas heridas, historias, sucesos desagradables, recuerdos dolorosos de mi vida pasada, para redescubrir en mí otros valores de mi persona que en la medida en que voy viviéndolos me capacitan para asumir mi responsabilidad como trabajador y estudian­te, y poder expresar una mejor manera de vivir de cara a la familia, la amistad, el trabajo, etc.

En la actualidad compartimos el piso tres jóvenes y un niño pequeño, hijo de uno de ellos, que es una preciosi­dad. Los tres somos ex carcelados, uno se encuentra en rehabilitación de toxicomanías y los otros dos trabajamos y estudiamos.

Y por último yo quisiera transmitirles que el primer dere­cho que tienen los presos, como toda criatura, es a que se les anuncie con poder la Buena Nueva de que Jesucristo ha muerto por nosotros, pero ha resucitado para que, haciéndonos partícipes de su Resurrección, nos convirta­mos y vivamos la Vida del Espíritu, viviendo en el gozo de llamar a Dios Padre.

Si a mí no se me hubiera proclamado a tiempo y a des­tiempo e insistido que Jesús es Señor y quiere que todos

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los hombres se salven, hoy no lo reconocería en mi vida como la respuesta a mis problemas y la razón de mi espe­ranza. Pero El ha sido el artífice de una bella historia de amor que conservo en mi corazón. El ha sido el que ha lle­vado a cabo esta obra de salvación en mi vida, confian­do siempre que El la consumará. Por eso, les hablo de lo que he visto y oído, y de lo que estoy viviendo, deseando que vuestro amor crezca en un perfecto conocimiento y todo discernimiento con lo que podáis aquilatar lo bueno, útil y necesario para agradar a Dios en el hermano, con los rasgos del Cristo sufriente.

Y que Dios os conceda los sentimientos de Cristo Jesús, que es el Señor de todos.

Unido en acción de gracias y súplica por los frutos de este Congreso, os saluda atentamente,

JESÚS TORRES MORENO Burgos, 22 de octubre de 1992

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CONCURSO DE REDACCIÓN SOBRE

LOS DERECHOS HUMANOS EN LA CÁRCEL

(TRABAJOS PREMIADOS)

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El IV Congreso de Pastoral Penitenciaria convoca a todos los reclusos para que ofrezcan sus aportaciones al Congreso. A tal fin se convoca un premio de 50.000 pesetas con diploma y dos de 25.000 pts. Los textos se harán públicos.

BASES

1. Podrán participar todos los reclusos de cualquier nacionalidad.

2. Para la concesión del premio se valorará el escrito que presente las siguientes características:

a) Situaciones sociales y personales que describan el cumplimiento o no de los derechos humanos.

b) Personas que han ayudado a un mejor cumplimiento de los derechos humanos.

c) Sugerencias para mejorar la situación de cumpli­miento de los derechos humanos en la cárcel.

d) Acciones que convendría llevar a cabo en apoyo de personas que sufren una limitación inhumana en la rea­lización de estos derechos.

3. Los escritos que se presenten al premio deberán estar redactados en folios por una sola cara y constar en ellos el nombre y dirección postal a la que remitir el premio que haya lugar.

4. Los escritos deberán constar de un mínimo de dos folios y un máximo de cinco.

5. Los concursantes enviarán su redacción antes del 30 de agosto a:

Delegación de Pastoral Penitenciaria C/ Añastro, 1 28033 Madrid

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O bien a la Sede del IV Congreso Nacional:

Padres Trinitarios Avda. Pedro Romero, 12. Polígono San Pablo «D»

41007 Sevilla

6. Para la concesión de los premios se establece un jurado compuesto por el delegado nacional de Pastoral Penitenciaria, un capellán de prisiones y un miembro de la Comisión Organizadora del IV Congreso Nacional de Pastoral Penitenciaria.

7. El veredicto se hará público el 1 de octubre y se comunicará a los interesados para que puedan recibir­lo en acto público durante el IV Congreso. El jurado no podrá declarar desierto el concurso y su veredicto será inapelable.

La Comisión Organizadora

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Primer Premio

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«Los derechos humanos en la cárcel»

Entrevista hecha por un periodista en la paz de su refugio de Fuengirola, el quizá más famoso de los ex reclusos, Henri Cherriere «PAPILLON»; decía a propósito: «Como tú bien sabes, los delincuentes, primero, se les mataba; luego se les quebraba los huesos; seguidamente, se les mandó a galeras; posteriormente se les utilizó para construir carreteras y puentes, para terminar convir­tiéndoles en una inutilidad, encerrándolos entre cuatro paredes. Los únicos que hicieron con ellos algo positivo fueron los ingleses, que los mandaron a «colonizar» el Nuevo Mundo y, posteriormente, los deportaron a Australia y les hicieron criar ovejas. Actualmente, los principales ganaderos de aquel país son descendientes de reos ingleses e irlandeses. Las Administraciones deben reconocer que no hay mejor inversión que la del reintegrar al delincuente a la sociedad».

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La «sociedad carcelaria» en el Estado español Año 1992

El artículo 25.2 de nuestra Constitución dice: «Las penas privativas de libertad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social...».

Este precepto constitucional, inspirador de todo nues­tro sistema punitivo, tiende a evitar los efectos desocia-lizadores del cumplimiento de las penas privativas de libertad.

No cabe duda que el ambiente corruptor de las prisiones no consigue ni reeducar ni rehabilitar, sino que dicho ambiente, el contacto con otros criminales, refuerza o crea en el penado la moral del ambiente delincuente y sirve de enseñanza de verdaderos métodos delictivos.

La PRISIÓN...; las celdas de castigo y el odio que genera la reclusión, la vida solitaria con un mundo marcado por la contradicción existencial, el trato humillante y degradante de algunos funcionarios, la indefensión, la falta de trabajo debidamente remunerado, la miseria, el SIDA, el hacinamiento, el desarraigo social y familiar que se produce en el 80% de los reclusos penados que cumplen sus condenas a cientos o miles de kilómetros de sus familiares, amigos o seres queridos, la desesperanza, y la ingestión de la droga como método de huida que en algunos casos llega a ser «terapéutico»...

«Miré hacia atrás y al contemplar los muros carcelarios pensé en las miles de frustraciones que dejaba dentro...», dirán muchos, cuando accedan definitivamente a la libertad. Yo sé que ésta no es una frase literaria, porque la vida del preso no es una ganga; su mundo está marcado por la contradicción entre querer ser y poder ser, y esto para la mayoría de ellos desde su nacimiento.

La sociedad rehusa reconocerse en el espejo que le presenta el criminal y, de hecho, niega al criminal en

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tanto que ser social. Esto quiere decir que, por el hecho de poner al criminal fuera de la sociedad, está líquida la evidencia que el crimen no es posible sino «en» y «por» la sociedad misma.

La más grande concesión que cree poder hacer al espíritu «moderno» en la cuestión del crimen, es tratar al criminal como un caso psicológico, evitando de esta forma que sea en verdad un representante de su propia estructura.

Diálogo de sordos éste de la sociedad y el criminal. El poder no está de la parte del último y la sociedad se ensaña con el supuesto o probado delincuente, hasta que le humille a los límites a los que la resistencia humana ya no puede sostener: las autolesiones son el grito desesperado de la impotencia y el suicidio es la negación de una vida que ya no tiene sentido. De hecho, nuestras cárceles están repletas de personas que pertenecen, han pertenecido y permanecerán en un mundo marginal, en el que lo absurdo es ley, el valor humano un número y la existencia cotidiana del hombre reducida obstina­damente a la nada.

Este es un mundo, en el que respirar depende de la perfección formal de una instancia, en el que los sentimientos se hallan sometidos a un expediente y en el que la decisión que atañe a las personas ya no se encuentra en sus propias manos... Deberían ver cómo se realizan las «clasificaciones» en nuestras cárceles: primarios, reincidentes, peligrosos, suramericanos, etc. Primer grado, segundo grado, tercer grado, instrumento de etiqueta] e hecho por supuestos «criminólogos» en unos escasos diez minutos de entrevista. Y así se clasifica a un hombre, así se le encuadra, así se le considera y así se le trata.

El destino, la suerte, lo absurdo, las circunstancias, juegan un papel en la estructuración de la cotidianidad

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de estos hombres y de estas mujeres condenados a la privación de libertad; el resultado de este producto es el hundimiento cada vez más difícil de solventar en una estructura marginal que crea una auténtica imposi­bilidad de dar un viraje de ciento veinte grados en el propio camino. La facultad y la frustración son el pan de cada día, y la agresividad y la búsqueda de un «modus vivendi» acaban resultando una condición de subsisten­cia.

Porque no se trata simplemente de un corte en el tiempo de la vida de una persona privándola de libertad, sino que se trata ciertamente de un sinfín de sufrimientos anejos que ya no afectan simplemente a la persona del recluso, sino a sus familiares más íntimos y más lejanos: esposa, la madre, los hijos, el padre, etc., etc., etc. Es un sufrimiento colectivo, del que se ignora a ciencia cierta su verdadero alcance.

Nuestros partidos políticos, de la izquierda y de la derecha, proclaman a los cuatro puntos cardinales la necesidad de proteger la «seguridad ciudadana», en vigilia de elecciones, porque el problema de la protección de los inocentes tiene buen cartel electoral. Pero nadie se interesa por lo que acontece detrás de los muros de la cárcel y cómo son tratados ̂ estos perturbadores de la tranquilidad ciudadana y en qué condiciones regresan a la sociedad cuando han cumplido su condena.

La superpoblación carcelaria y el propio fracaso de la idea de rehabilitación han conducido a que se formulen otras ideas alternativas.

Entre otras, se han señalado: el cumplimiento de la pena en régimen abierto, la libertad vigilada, la promesa con fianza o sin ella de observar buena conducta durante cierto tiempo, la obligación de presentarse periódica­mente ante la autoridad judicial... Quiero hacer mención al reconocimiento que nuestra Constitución hace, en su

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artículo 14, del derecho a la igualdad, y de cómo se vulnera ese derecho, ya que suelen ser reclusos muy «privilegiados» e ínfimamente minoritarios los que entran dentro de ese programa de alternativas a la prisión.

Por todo ello, quiero escribir sobre mis propias experiencias carceleras, para dar a la gente una idea concreta de lo que son las cárceles. De la escuela del vicio donde se aprenden todas las perversiones y toda la gama delictiva. Un engendro de tormentos y dolor, creado por el hombre y para el hombre. El hombre —como se dijo— es un lobo para el hombre.

Carta abierta a la sociedad

Mi madre fue una gran mujer. Una mujer de esas que sirven de ejemplo grande y perfecto. Mi madre me echó al mundo sin resuellos parturientes. Porque hasta en eso fue silenciosa mi madre. Mi padre fue un militar de Marina condecorado varias veces, un militar ejemplar, con un historial impecable...

Ya entonces hubo un retrato —el primero de mi vida—pegado dentro de un cuadro, «Recuerdo de nacimiento», que presidía la alcoba donde se amaron mis padres. Donde una noche de amor inventaron mi existencia.

Me enseñaron a andar, pero sin decirme adonde tenían que ir mis pasos. Me encontré con los caminos que forman encrucijada. Anduve por uno y por otro. Porque me gusta andar y llegar a alguna parte. Aunque pierda en el camino la suela de los zapatos.

No sé cuándo moriré ni cómo. A lo mejor como vine. Callado, quietamente, de noche o de madrugada,que el señorío y el alma, aunque los legue la sangre, se pierden por los caminos cuando el mal andar se arrastra.

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Es concreto el nacimiento. El mío fue un siete de mayo de 1954. No en una calle cualquiera. Pero es incierta la muerte. No conocemos la fecha en que nos dará su abrazo. Ni sabemos en qué oscuro calendario nos segará la guadaña del hombre pálido y blanco.

...PRONTO ENTRARE EN MI DÉCIMO AÑO COMO RECLUSO...

«Cuando se ingresa en prisión, te arrojan a un torbellino de destrucción moral, sentimental y física». No es falta de santidad, sino sobra de dolores injustos.

Si la vida me ha convertido en lo que soy..., es la heren­cia de la cárcel. El pasaporte con el que me sellarán el día que me den la libertad. Entré blanco en prisión y saldré con el alma negra. Un espectro de lo que fui. Una som­bra de mi presencia de antaño. Todo cuanto me ha pasado, cuanto he sufrido, ha operado en mí un cambio de piel. No soy el mismo. No lo seré ya. De cordero, de blanco cordero manso, me convirtieron en tigre. En tigre rayado, rayado y fiero, presto a saltar a la menor oportunidad.

La justicia, a veces, con su vara de medir, se excede. Entonces crea monstruos. Anula voluntades. Crea seres anormales, fabrica locuras. Seres ineptos ante la vida, que, al reintegrarse a la sociedad, son vencidos o engendran la violencia.

La sociedad no puede permanecer indiferente ante la problemática de la reinserción. No puede, a menos que quiera convertirse en víctima de su propia inhibición. El ex recluso, al reintegrarse en la sociedad, se encuentra ante invencibles dificultades. Es rechazado por esa sociedad que proclama los derechos humanos. No basta con proclamas y reconocimientos a nivel de conferencia internacional; hay que hacerlo a ras de suelo, a nivel de trato diario.

La cárcel no es solución. El fracaso de la cárcel es una evidencia. Pero, mientras la sociedad la considere un mal

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necesario, hay que reestructurar su funcionamiento. Humanizar sus regímenes de vida. Ya dijo, hace bas­tantes años, el ex presidente francés, Giscard d'Estaing, que «el castigo de privación de libertad basta para que no se aumente con privaciones dentro de la propia reclu­sión». El hombre es un ser humano con necesidades, deseos y motivaciones. Si la privación de libertad es, en un momento determinado y por un período preciso, la más elemental razón de solidaridad humana, debe humanizarse el trato que se reciba durante ese período.

Hace falta más libertad de acción personal. Ayuda, no limosna. Capacitación, no encuadramiento obligado. No humillaciones, sino oportunidades. Igualdad de derechos ante la vida.

El terrible obstáculo de los antecedentes penales condiciona la reinserción de los ex reclusos. La sociedad, las empresas, la gente, no quieren albergar a esos seres «tarados» que son devueltos a la vida libre.

Hay que reconsiderar las posturas. Considerar también que se trata de seres humanos que tienen derecho a vivir. Negarles la ayuda inicial que necesitan es traumatizarlos de nuevo y empujarlos al delito. Porque el delito es siempre fácil. El camino de la delincuencia es, a veces, el único que puede andar el recién salido en libertad. No tiene otra alternativa. Porque los demás caminos se le cierran obstinadamente. «Nadie regresa del Dolor —dice el poeta Luis Rosales— y per­manece siendo él mismo». ¿Para qué sirve entonces una larga y penosa condena, si, al finalizarla, el delincuente se encuentra en la misma o peor situación que antes de cometer el delito?

La carencia de referencia constituye un escollo insalvable a la hora de buscar empleo. Muchas veces, es más «fácil» volver a delinquir que encontrar trabajo... (habida cuenta que de la prisión se sale sin una peseta,

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por esa gran falta de trabajo debidamente remunerado dentro de las cárceles...).

Las actuales Instituciones Penitenciarias y de reinserción no pueden cumplir todos los objetivos para los que fueron creadas. La inhibición familiar, típica­mente burguesa de una sociedad organizada sobre el conservadurismo, traumatiza el ex recluso, que se en­cuentra abandonado. La ayuda estatal, oficial o privada, no debe estar presidida por un afán de reforma del individuo, sino por un noble deseo de facilitarle el reen­cuentro consigo mismo.

Las drogas, la válvula de escape por donde toda una generación disconforme con las estructuras sociales busca la evasión. Que equivoquen el camino, quizá sea responsabilidad de todos, por negarles comprensión. Buscarle sentido a la vida no es un crimen.

A todos compete evitar las desviaciones, producto de una represión predilecta. El hombre es libre. Sólo siendo libre podrá ser suficientemente fuerte para encauzar debidamente sus instintos, sus apetencias, sus ilusiones.

...Porque yo, presidiario, fui antes hombre de buenos principios, sobrada cultura, mente sana y cuerpo fuerte.

Hoy tengo que ir por la vida con una penosa carga. Sé que caeré una y otra vez, pero sabré levantarme. Porque tuve la inmensa suerte de pertenecer a una familia que supo depositar en el fondo de mi ser todo un cargamento de buenos principios. Porque estoy capacitado para el trabajo, aunque deteste ahora la vida organizada. Sé que venceré en la lucha, porque tengo la valentía de mostrar mi alma tal cual es, desnuda, con todas las taras y condiciones que la dominan. Sólo mirándome valientemente al espejo, seré capaz de recomponer mi imagen. A la sociedad le concierne admitirme en su seno y no rechazarme.

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Pido una oportunidad de reinserción honrada para todos... Libremente.

TENGO CONFIANZA EN MI, ME SIENTO FUERTE, TENGO FE, UNA ESPERANZA Y FE NECESARIAS PARA SEGUIR VIVIENDO.

Si olvidar que dinero, drogas y carne tornan al bien nacido en un despojo bastardo.

Creo en mí,

Manuel Mateaure García

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Segundo premio

CENTROS PENITENCIARIOS. HISTORIA DE UNA AMISTAD

Juan y Andrés llevan mucho tiempo internos en Cen­tros Penitenciarios. En su primer delito les condenaron a seis años de privación de libertad por un robo. Han pa­sado mas de once años y siguen juntos en prisión. Cuanto todo comenzó, Juan tenía dieciséis años y Andrés diecisiete. Su falta de madurez, causante de buena parte de los errores propios de la juventud, su inexperiencia y las especiales condiciones de los Centros Penitenciarios, se convirtieron en factores determinantes para que sus condenas hayan ido aumentando progre­sivamente a medida que lo hacía su estancia en los dife­rentes establecimientos.

Participaron en los motines del Puerto de Santa María (Cádiz), secuestraron durante setenta y seis horas al director y a tres funcionarios en la cárcel de Herrera de la Mancha (Ciudad Real), se convirtieron en co-partícipes —su único delito fue el hecho de encontrarse allí— del asesinato de un compañero de internamiento en la pri­sión Cáceres I, les hicieron cabecillas del motín que

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destrozó por completo la prisión de Montogroso (Lugo) y fueron denunciados y condenados por «agresión a un funcionario en el legítimo desempeño de su trabajo» en la cárcel de El Dueso (Santander). Todas esas causas abiertas contra ellos y su especial control y seguimiento por parte de la Dirección General de Instituciones Penitenciarias, al ser considerados presos de extrema conflictividad, les ha llevado a recorrer casi todos los establecimientos de la geografía española, unas veces al ser reclamados por los distintos juzgados para asistir a juicio o presentar testimonio, y otras por evidentes razones de seguridad interna. Entre ambos, suman ya más de sesenta años de condena y aún les quedan causas y juicios pendientes de celebración.

Son conscientes de que su vida ha entrado en la última recta, ésa en la que al final sólo se encuentra la desaparición física del individuo. Tienen veintinueve y veintiocho años de edad, y, aunque la legislación vigente no permite más de treinta años de cumplimiento efectivo de cárcel, ellos se consideran acabados. Entraron con un cuerpo joven, sano y lleno de vida, pero su falta de precaución y las condiciones higiénicas y sanitarias de los Centros Penitenciarios han lesionado seriamente sus condiciones físicas, llevándoles a alcanzar cotas dramáticas en su estado de salud. Han padecido una hepatitis que ha degenerado hasta hacerse crónica; han contraído la micro-bacteria de la tuberculosis; sufren sendas candidiasis y han superado, arrastrando secue­las, dos anemias, las dos provocadas por sendas huelgas de hambre llevadas a cabo como medida de protesta por el tratamiento recibido. Además, han desarrollado los anticuerpos del SIDA, y la disminución alarmante de linfocitos T y de plaquetas en Juan evidencian que la enfermedad ha comenzado a manifestarse. Da la im­presión que es tan sólida su amistad, y que tanto se ha

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reforzado con el tiempo que llevan juntos, que tanto los juicios como las condenas, las enfermedades y las infecciones, se desdoblan casi de igual manera en uno y en otro. También tiene que ver en ese reparto el hecho de compartirlo todo, desde las peleas y las sanciones, hasta los porros y las jeringuillas.

Son las Navidades del ochenta y siete. Ambos se encuentran en la prisión de Burgos. Comparten celdas separadas pero colindantes la una con la otra, de forma tal que, a través de la gruesa pared, mediante golpes secos ya conocidos por ambos, o por la ventana, y con el exclusivo lenguaje de los presos, logran comunicarse cuando sus vigilantes no se lo impiden. Los dos gozan de una hora de paseo al día en el patio de su departamento, pero como medida de precaución no se les permitía coincidir en la misma hora.

Martes 23 de diciembre de 1987

En la pared de la celda de Juan se oyen tres golpes secos, los dos primeros casi seguidos y guardando un pequeño intervalo antes del tercero. Es el mensaje que le manda Andrés para indicarle que se asome a la ventana, que ya se ha cerciorado que no hay nadie que pueda interrumpirles en las proximidades.

—¡Hola, Andrés! —exclama Juan, poco después de recibir la llamada—.

—¡Hola, Juan! —responde Andrés—. Sólo quería saber cómo te encuentras.

—Mal, muy mal —dice Juan—. Casi no puedo mover­me, me duelen todos los huesos y apenas pruebo bocado. Ni siquiera he aprovechado mi hora diaria de paseo, la he pasado como el resto del día, metido en la cama.

—Ya lo sabrás, ¿no? —continúa Juan—. Hoy vino a verme todo el equipo médico de la prisión y a pesar de

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no haber entendido prácticamente nada de lo que me han dicho —yo creo que usan ese lenguaje para que nadie, ni siquiera ellos, lo entiendan— yo sé que estoy en las últimas, no sé,... puede* que dure unos días o una semana o dos a lo sumo...

—No me gusta oírte decir eso —dice Andrés—. No te dejes vencer de esa manera. No me encuentro mucho mejor que tú, pero recuerda que en todo vamos a medias y si yo no estoy en las últimas tampoco tú puedes estarlo.

Era cierto que el estado físico de Andrés no era mucho mejor que el de Juan, pero su constitución era ligeramente superior a la de su amigo y eso le permitía encontrarse en mejor forma.

—En serio, Andrés; esto se acaba. Yo estoy llegando al final de esta historia que tan a medias nos hemos montado, pero no creas que eso ya me importa demasiado, comienzo a estar harto de todo y sólo una cosa me preocupa. Me da miedo cuando miro atrás y analizo lo que nos ha pasado, no sé... creo que nos hemos quemado a cambio de nada, de forma totalmente gratuita. Creo que sólo fuimos culpables del primer error, o puede que de alguno más, pero no es justo que lo paguemos como lo estamos haciendo; toda una vida por poco más de un error...

—También yo ahora me pregunto muchas cosas —dice Andrés—, pero ya es tarde para buscar soluciones. ¿De qué sirve ahora lamentarse?

—No me lamento —responde Juan—, sólo me pregunto si quizá todo pudiese haber sido diferente si hubiésemos evitado los motines o las peleas o las drogas, o a lo mejor si hubiésemos evitado que matasen a aquel pobre diablo en Cáceres I...

—Tú sabes que eso no es cierto —dice Andrés—. Hemos sido parte del engranaje de una máquina que nos ha hecho funcionar justo como ella ha querido que lo

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hiciésemos. Recuerda los primeros tiempos; nos reíamos de eso, soñábamos con nuestra libertad, con nuestra vuelta a la normalidad...

—¿Qué quieres decir? —interrumpe Juan—, ¿que toda la culpa ha sido del sistema?, ¿que somos inocentes de nuestra propia historia?, ¿que los culpables han sido otros?... No has cambiado nada —dice Andrés, dejando entrever un ligero tono de reproche en su voz—, han pasado más de once años desde que nos conocimos y sigues siendo el mismo inocentón del primer día, aquel que me preguntaba si para declararse a una chica sería mejor decirla: quieres salir conmigo o quieres ser mi novia. Claro que nosotros tuvimos parte de culpa en todo lo que nos ha pasado, nunca debimos entrar en este juego y, sinceramente, soy incapaz de medir la cantidad de culpabilidad que nos corresponde, pero sólo ese primer error, el resto ha sido parte de un proceso que nos ha arrastrado, que nos ha dejado convertidos en un par de gotas lanzadas a una velocidad endiablada, a través de un río turbulento.

Pudimos no haber participado en los motines —sigue diciendo Andrés—, pero estábamos allí y tuvimos que hacerlo. Fue inevitable; recuerda los tiempos del motín del Puerto de Santa María, recuerda el porqué de aquel conflicto. Tanto funcionarios de prisiones como educadores y equipo directivo, pisoteaban constante­mente nuestros más elementales derechos y la situación llegó hasta el extremo de tener que buscar la única respuesta que teníamos: el motín. Puede que no sea la mejor ni incluso una buena solución, pero ¿qué otra forma de protesta tenemos los presos cuando hemos agotado las que nos permite la ley? Recuerda la de veces que escribimos al Juzgado de Vigilancia Penitenciaria, poniendo en su conocimiento todo lo que allí estaba pasando y ¿qué hizo el juez?... absolutamente nada.

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La única forma de mejorar la situación en el cum­plimiento de los derechos de los presos es dar a conocer nuestra situación, concienciar a los de fuera de estos muros que, a pesar de haber atentado contra sus derechos, nosotros seguimos conservando los nuestros. Parece incongruente, pero lo contrario sería algo así como legalizar la ley del Talión, conservar nuestros derechos es la vía para volver a ellos, a la sociedad de donde salimos, con el convencimiento de que no debemos causarles ningún daño porque nos han enseñado la forma de no hacérselo, y de esa manera todo podría quedar reducido a un error por nuestra parte, un error que podría asumirse y del que podríamos quedar liberados una vez pagada nuestra culpa. Por el contrario y si, como nos ha pasado a ti o a mí, por atentar contra sus leyes, se nos condena no sólo a la cárcel sino además a la pérdida de nuestros más elementales derechos, nosotros respondemos, como de hecho lo hacemos, olvidándonos de los suyos y olvidando o atentando contra sus leyes, leyes que ellos han creado y que no son iguales para unos que para otros.

Sí, Juan —continúa Andrés—, pudimos también haber evitado la agresión a aquel funcionario, pero re­cuerda cómo te habló y la forma en que te trató, como si fueras un animal; pudimos haber evitado la muerte de aquel compañero en Cáceres I, pero la ley de la cárcel, esa que puede que hayamos creado nosotros pero que ellos potencian y permiten, nos lo impidió.

No te quepa duda; casi toda la responsabilidad ha sido de ellos, de nuestros guardianes, de los jueces, de la sociedad y del sistema que ella ha creado; incluso nuestros compañeros tienen parte de culpa en lo que nos ha pasado y supongo que nosotros tendremos nuestra porción de culpabilidad en lo que ha pasado a ellos; culpa de todos y de nadie; porque, si lo analizas fríamente,

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todos ellos creen estar en su derecho de eludir esa responsabilidad, de rechazar su parte en el proceso. Los funcionarios de prisiones dirían que ellos sólo cumplen su trabajo y son los jueces los que decretan el internamiento; los jueces dirían que ellos son simples instrumentos al servicio de la ley para que ésta se cumpla; los legisladores, que ellos sólo crean lo que les demanda la sociedad, y en la sociedad la culpa se diluye, porque, dime Juan, ¿quién o qué es la sociedad? Y si ella pudiese hablar haría lo mismo que el resto, puede que a lo mejor hasta dijese: de acuerdo, que éste no es el mejor sitio para internar a los que rompen sus leyes, pero que tampoco tienen otro y ha de defenderse de gente que, como nosotros, atentan contra ella, contra esa sociedad...

—Chsssssss... ¡Escucha! —interrumpe, de pronto, Juan—.

—Sí, ya lo oigo, debe ser el recuento de las diez —res­ponde Andrés—. Que pases buena noche, Juan, ya buscaremos mañana algún rato libre para seguir hablando. Que descanses y hasta mañana.

Miércoles, 24 de diciembre del mismo año, 23:30 horas de la noche

En la pared de la celda de Juan vuelven a escucharse, hasta tres veces, los avisos que le envía Andrés para que se asome a la ventana.

—Hola, Andrés—. Se oye por último la voz de Juan, que a Andrés le suena cansado y abatido.

—Hola, Juan. ¿Acaso no me oías? Estaba empezando a preocuparme ¿Qué pasaba?

—Sí, te había escuchado —dice Juan—, pero he tenido que esforzarme para levantarme de la cama y llegar hasta la ventana. Apenas puedo moverme y me duele todo el cuerpo.

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Me han puesto una inyección de «sosegón» que me ha disminuido algo el dolor, pero al poco tiempo estoy igual, cada movimiento que hago, aunque sólo sea para cambiar de postura en la cama, se convierte en todo un sacrificio. Puedes creerme, Andrés, de esta noche no paso. ¡Qué ironía!, ¿no?, dejar esta vida precisamente el día de Nochebuena...

—¿Quieres que avise para que venga el médico? —pre­gunta Andrés, cargado de una enorme sensación de impotencia, la que le produce el hecho de conocer la situación por la que atraviesa su amigo y verse convertido en una especie de convidado de piedra en esa situación.

—¡No! —contesta Juan con un tono que no admite réplica—, ya no soporto más médicos ni fármacos ni cal­mantes. Te repito que ya es inútil hacer nada por mí.

—De nuevo hablando justo como sabes que a mí me disgusta. Por cierto, hermanito, ¡feliz Nochebuena!

—¡Feliz Nochebuena, Andrés! —respondió Juan, recordando con emoción las contadas veces que Andrés le había llamado «hermanito», sólo en sus peores momentos—, la última que pasamos juntos...

—Juan, por favor... —Vale, perdona, hablemos de otra cosa. Por cierto, está

nevando, ¿lo ves? —dice Juan, más por demostrarle a Andrés que está dispuesto a cambiar de tema por la evidencia de su pregunta, pues la nieve lleva ya días tendiendo su manto blanco sobre Burgos—. Es hermoso, ¿recuerdas las últimas Navidades que pasamos juntos antes de esta maldita aventura?

—Cómo iba a olvidarlo —responde Andrés—. ¡Qué tiempos aquellos! Recuerdo que hablábamos constan­temente del amor, de la justicia, de la paz... Creíamos que el mundo era fácil de cambiar. Recuerdo también que tú estabas «colado» por aquella chica... ¿cómo se llamaba?... ¡Ah, sí!, Ana se llamaba, y tú recordarás lo que a mí me gustaba aquella vecinita tuya, ¿no?

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—Andrés, ¿qué ha quedado de todo aquello? Yo sólo siento odio y rencor, creo que lo único bueno que quedó de todo es la amistad que compartimos.

—Bueno —dice Andrés—, creo que nos bautizan como marginales cuando quedamos al margen de las normas establecidas, y puede que de ello seamos culpables, pero después, con el paso del tiempo, quedamos definitiva­mente al margen, y eso sin ninguna responsabilidead por nuestra parte, quedamos al margen del amor, de la libertad, incluso de los sueños quedamos marginados. Supongo que eso de lo que hablamos seguirá existiendo, pero no para nosotros.

—Escucha, Andrés —dice Juan, interrumpiéndole—, hay algo que quiero preguntarte, pero es importante que para responderme no te olvides de mi estado, de que puede que ésta sea mi última noche. Me gustaría saber si puedo guardar alguna esperanza en la otra vida, una vida sin jueces ni juicios, ni condenas ni cárceles, sin maldad ni tristeza ni odios ni rencores, sin enfermedades ni dolores ni sufrimientos, sin nada de toda esa basura que tú y yo tan bien conocemos.

—Es tan difícil responderte... También yo me he preguntado algo parecido un montón de veces y también a mí me gustaría conocer la respuesta, pero intentaré responderte. Escucha mi pregunta. Parece que ha dejado de nevar, levanta los ojos hacia el Cielo y dime qué ves.

—Pues... —comienza Juan, dudando de la pregunta de su amigo— un montón de estrellas, una hermosa luna... no sé... supongo que lo mismo que tú ¿no?

—Sí, exactamente lo mismo que yo —dice Andrés—, y ahora dime, ¿no te parece lo que ves demasiado enorme y brutal para que detrás de esa impresionante fachada no exista nada más? Eso y la vida que hemos llevado me hacen concebir la esperanza de que no todo termina aquí, de que hay algo más.

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—Los budistas, Juan, creen en la reencarnación del espíritu en otro cuerpo, al que se llega después de aban­donar éste al que hemos llegado viniendo de otro que tuvi­mos en una vida pasada. Según ellos, tú y yo nos mereceríamos un poco lo que nos ha pasado, pues esta vida es sólo parte de un proceso mucho más largo, al que se llega después de haber estado en otras vidas, y ésta en la que ahora nos encontramos sería algo así como el producto de los actos que cometimos en las otras donde estuvimos.

Los cristianos, los auténticos cristianos, están llenos de fe y esperanza en el Padre, en un Dios bondadoso y todopoderoso que les tiene guardado un sitio a su lado para conducir su alma a lo que llaman el paraíso. Escucha, Juan, con los budistas saldríamos perdiendo porque estaríamos pagando por nuestros errores anteriores, pero si el anuncio cristiano es el auténtico tú y yo tenemos mucha ventaja sobre otros porque dicen que El, el Padre, es auténticamente justo y a todo recom­pensa en su medida, dando en la otra vida riqueza al pobre y justicia y amor al que ha padecido la injusticia y el dolor que unos hombres causan sobre otros.

También recuerdo una historia —continúa hablando Andrés— que me contó mi padre, cuando tenía poco más de doce años, y que no he podido olvidar. Me contó que los griegos, hace cientos de años, colocaban una moneda en sus muertos antes de enterrarlos para que con ella pudiesen pagar a Caronte, el barquero, para que éste, en pago a la moneda entregada, pudiese cruzar sus almas en su enorme barcaza a través del lago para llevarlas al paraíso. Si no había moneda, las almas vaga­ban eternamente sumidas en las tinieblas.

Esa esperanza en algo mejor después de esto no pueden quitárnosla, Juan; tenemos que creer firme­mente en ella, es la única forma de no considerarnos perdedores hasta el final.

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—Andrés —dice Juan, después de un breve momento de silencio entre los dos—, siempre es agradable ha­blar contigo, siempre pareces saber lo que has de de­cir para levantar la moral y el ánimo. Me siento orgu­lloso de haber podido contar con tu amistad durante todos estos años.

Andrés se da cuenta que es inútil seguir fingiendo. Toma conciencia de que Juan está a punto de abandonarle y de pronto se da cuenta de lo que eso significa. Le parece ilógico e injusto que las cosas sean así, que uno se marche antes que el otro. Por un momento, le invade una especie de frío miedo al pensar que Juan no va a seguir con él, que va a quedar solo frente a una vida que cada vez odia con más fuerza, y a la vez se le hace egoísta ese pensamiento pues en ese momento ha cruzado por su mente la idea de que, si uno de los dos ha de marcharse antes que el otro, ojalá que le hubiese tocado a él primero hacer ese viaje. Es sólo un momento y acto seguido decide despedirse de Juan como lo que son, como lo que han sido siempre, dos entrañables amigos, dos hermanos.

—Juan —dice Andrés—, tú y yo, aquí o donde vayamos después de esto, siempre seremos amigos.

—¿Sabes qué haré? —dice Juan—, voy a poner dos monedas en el bolsillo de mi pantalón y si es cierto que, como te contó tú padre, es Caronte el encargado de cruzar las almas a través del lago para llevarlas al paraíso, dejaré pagada tu parte; así, si tú olvidas o no dispones de moneda cuando tengas que emprender el viaje, Caronte ya habrá recibido el pago por su trabajo y no pondrá reparos para reunimos. Puedes estar seguro que allá donde yo vaya habrá un espacio cerca de mí para ti.

—Ese espacio ya está creado dentro de nosotros —dice Andrés—. Tú y yo, Juan. Y esto no lo olvides jamás, siempre estaremos juntos.

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—¡Hasta siempre, Andrés! —dice Juan. —¡Hasta siempre, Juan! —responde Andrés—. ¡Hasta

siempre, hermanito! Andrés pasó el resto de la noche asomado a la ventana

de su celda mirando hacia el exterior. Los copos de nieve, al poco de despedirse de Juan, volvieron a hacer acto de presencia, tejiendo aún más y dando forma a esa preciosa alfombra blanca que todo lo cubría, y, cuando las primeras luces del alba anunciaban el final de esa extraña noche de despedida de los dos amigos, Andrés vio a lo lejos una luz que brillaba con una fuerza especial. Podía tratarse de una estrella con un extraño brillo más intenso que el resto; pero Andrés, con lágrimas en los ojos, pensó que era el alma de Juan transportada por Caronte en su enorme barcaza para ser conducida al paraíso.

Feo. Javier Poyatos Boigues

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Tercer Premio

PENSAMIENTO Y RECUERDOS

En este escrito, creo no ofender a nadie, dado que estoy en un país demócrata, y cuanto se dice es real, vivido en mi propia carne.

En este encierro de «Wad Ras», donde mi alma vaga en el lejano pensamiento de mis amados familiares, don­de cada día lucho con mi agonía y depresión. ¡Qué angus­tias, Dios mío! El calendario deja caer sus hojas lenta­mente. Mis años pasan. Me siento cada día más débil dentro de mí.

¡Hija mía, cariño, qué harás? Hoy vives tu niñez, sin que mamá pueda contarte cosas, cuentos y velar tu sue­ño. Cuando seas mayor, mamá te contará muchas cosas, si es que aún vivo. Viva estoy, pero lentamente muero. Recuerdo tus inquietudes, tus travesuras. ¡Ay, mi niña adorada, mi niña piel canela!

Se habla, y mucho, de derechos humanos. Pero ¿quié­nes hablan? Los grandes señores, que no saben lo que realmente pasa: carecen de muchas informaciones. De informaciones reales que les permitan conocer la dolo-

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rosa realidad de muchas personas, frecuentemente silenciada y tapada por informaciones interesadas. Y esto no sólo en España.

¿No se han parado estos señores a pensar que hay tor­turas que nacen de las dependencias policiales?

¿Qué ocurre? Llegas al Juzgado desde Comisaría. El señor juez no te envía directamente al médico forense, para que te visite. Sólo escucha a los señores policías. Ellos tienen razón en todo. Sólo a ellos se les cree. Tú no tienes derecho a nada. Allí, sí precisan derechos, miles de gentes, realmente inocentes, que terminan en pri­siones. Su verdad no vale. Qué importa su alma, su vida, ni su real verdad, ni derechos humanos, ni nada de nada. Extranjeras... ¡y basta! Y si su piel es negra mayor razón para no escuchar su verdad. Se dice: no hay racismo. No lo creo cierto.

Todo esto lo considero un circo; un sí y un no. Con un golpe de martillo, todo queda dado por hecho.

No tengo más psicología que la que me dio la vida. Todo vivido en carne propia. Y de estudios, lo justo.

Hay lugares en el mundo donde han quemado vivas a ochenta y cinco personas, o más. Todas juntas. Y el gran señor Ministro de Justicia ha dado gracias por haber quemado a estos seres.

Sus ojos negros, sus pieles quemadas, agujereadas. Los dedos de las manos, alargados con la grasa del cuer­po. Manos larguísimas. Su sangre seca, asada. Como quien pone animales al asador. Algo que ni en sueños creí existiera.

Madres, hijos, hermanos, esposas, etc. Todo olía a que­mado.

¡Dios mío! Los derechos humanos... ¿dónde estaban? Política. Burocracia.

Sí que precisaban la mano del Señor esas madres que pedían justicia. No hubo para nadie. Solamente indul-

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tos para los criminales que tan despiadadamente des­truyeron vidas de niños, que hoy ya son hombres. Hombres sin esperanza, llorando su pena por dentro, destruidos y marcados por el drama que vivieron.

Siempre me importó saber, particularmente, a qué se practica esta humanidad. Cómo empieza y dónde ter­mina. Desearía saberlo.

Muchas veces, se habla peyorativamente, de mala manera, de los «presos». Como si fuéramos el terror. Lo que no es así, como lo prueba el hecho de que grandes personajes también han estado presos, y más en la socie­dad actual.

Vivimos el grande y pequeño mundo de la población reclusa, ocupando nuestros días y la mente para no ago­biarnos. Pero no hay más preso que el que se siente, o quiera sentirse, preso. Mis pensamientos no lo están, ni mi gran fe en Dios, que cada mañana me brinda una fuerza. Fuerza, que yo misma, pensando en mis seres amados, me la doy, luchando conmigo misma, interior­mente, haciéndome unas obligaciones día tras día. Y en la cárcel todos los días son exactamente iguales los unos a los otros.

Pero el principal enemigo del preso es... ¡el preso! No habría malestares, si no los creáramos nosotros mismos y si las intrigas no fuesen escuchadas por las autoridades.

En ocasiones, si tus nervios te traicionan y te desen­cajas, vas al castigo. ¿Qué te beneficia? Todo lo contra­rio. Te da más dolor, más pena y más tristeza. Se hace más dura y rebelde la vida. Sola; sin ver a nadie. Solo el vuelo de las gaviotas y el atormentante ruido de los tim­brazos, que se te clavan en la cabeza cual hierro can­dente.

¿Que sería lo ideal? Curarte en un Centro especiali­zado, donde te relajes y se cure no sólo tu cuerpo, sino también el alma.

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Se sale de allí con pocas ansias de todo. Deprimida, con pocas ganas hasta de vivir. Cuesta salir adelan­te.

Durante la estancia en prisión, si bien es cierto que cada una busca su libertad y cuida su conducta, evi­tando y mordiéndose muchas veces los labios para no hablar y callar, hay momentos que te sacan de juicio. Son concretamente estos momentos en los que —con todos mis respetos— las funcionarías, como todo ser humano, demuestran tener sus días buenos y malos. Cuando son malos, nosotras pagamos su mal humor. Lo de ellas, es trabajo. Nosotras estamos aquí a disgusto y debemos respetar para ser respetadas.

Y al decir esto no me refiero a nadie en concreto. Lo digo en general. Pues, como es lógico, unas nos lo demuestran más que otras. Y otras se esfuerzan en con­trolarse más que algunas. Como en los hogares, los últi­mos que saben lo que pasa en la casa son los padres. Creo que me explico, ¿no?

Hace uno o dos meses leí en un Diario que habían muerto unos amotinados presos, en un país extranjero. ¿Creen ustedes que murieron amotinados? Para mí, los mataron. Como han hecho en muchas ocasiones los regí­menes militares. He visto guerras civiles.

Mirando desde la ventana de mi casa, una mañana vi tanques de guerra. Miré hacia las calles y vi seres muer­tos por todos lados. Sangre a granel. Cuerpos, piernas, cabezas, gentes totalmente descuartizadas. En el río sacaban los muertos en un camión de basura con grúa. Los cuerpos, morados, machacados, como conejos. ¿Dónde estaban los derechos humanos?

Familias enteras presas. Y los que no, en un estadio siendo torturados. Pocos regresaron. Los quemaban en los hornos crematorios del cementerio. ¡Dios mío! Años y años de sufrimientos.

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A otro, le iban cortando los dedos de las manos, a medi­da que le hacían tocar la guitarra, hasta llegar a las muñecas.

¿A dónde se podía ir, Señor mío? Cada día, más vio­laciones, más muertes, calle tras calle.

Sólo por las noches se oía el ruido de las botas de los militares, el «toe, toe, toe» de sus tacones. Ruidos de sire­nas. Campos de concentración. Sangre, huérfanos, niños llorando. Sólo quedó el miedo. El miedo horrendo de todo: de hablar, de decir. No quedó la sonrisa sana de esas criaturas, ni su encanto.

A estos hombres de hoy jamás se les podrá borrar de su mente el trágico recuerdo de aquellas masacres. Días de enormes sufrimientos y de dolor.

¡Dios mío, Juez Supremo de mi vida! Líbrame de los que persiguen mi mal y de los que intrigas hacen de mí. ¡Líbrame de sus lenguas!

Mi vida la vivo actualmente con la esperanza de vol­ver pronto a casa, con mis seres amados, mis hijos que­ridos. Ruego a Dios cuide a mi madre y me la conserve hasta que pase la presente tempestad. Espero poder dar­la algún día satisfacciones.

En mi vida mundana, me siento satisfecha. No he ven­dido carne humana, pero en su momento supe callar. Debe entender mi madre mi amor propio y que mi lucha siempre tuvo un algo y un porqué.

Hoy tengo el encierro de esta triste prisión, donde en ocasiones me siento un gusanillo, donde mi cuerpo está preso y donde el abrir y cerrar puertas, este ruido de lla­ves, atormenta mi agonía y mi alma. Voy de un lado a otro, ocupando mis días sin cesar. En determinados momen­tos, sólo se escuchan voces. Para qué hablar, si todo sigue su ritmo igual. Más vale no pensar; seguir por esta len­ta carretera solitaria, como quien atraviesa una selva, solo, sin agua y sin pan: ¡que los rayos del sol no te venzan!

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Pienso que para cuidar seres humanos se necesita mucha psicología, mucha comprensión y mucha pacien­cia. Esto no es la selva de los animales. Es la vida mis­ma.

Pero un día también llegará tu libertad. Tu esperada libertad. Lucharás por retomar y rehacer tu vida. Soñarás con un trabajo, con un sueldo, con una eco­nomía. Pero... ¡qué horror! Para ti no habrá trabajo... por el «delito» de haber estado en prisión.

¿Y aún tendré que creer en los derechos humanos?

Marcia Román Sala

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clousuro

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CONCLUSIONES DEL CONGRESO

Los 518 asistentes al IV CONGRESO NACIONAL DE PASTORAL PENITENCIARIA, reunidos en la ciudad de Sevilla, del 29 de octubre al 1 de noviembre de 1992, con el objetivo de conocer la problemática de los derechos humanos en los Centros Penitenciarios de España, en cuanto que dichos derechos humanos son un supremo bien jurídico reconocido en la Declaración Universal de Derechos Humanos y en nuestro ordenamiento consti­tucional:

CONSTATAMOS:

1. La necesidad de que no se establezca distinción alguna entre los derechos humanos de los internos —salvo los limitados por la Sentencia— y los derechos humanos de los demás ciudadanos.

2. Que la gran mayoría de los internos han vivido ya con sus derechos humanos conculcados antes de su

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ingreso en prisión: salud, educación, trabajo, familia, vivienda, igualdad de oportunidades, etc.

3. La excesiva duración de la situación preventiva; las situaciones de indefensión por una falta de asistencia efectiva del letrado, durante el proceso y en el momento del juicio.

4. Excesivo automatismo en la aplicación de la Ley Penal, deviniendo la prisión provisional como medida ordinaria, olvidando el carácter excepcional con que viene regulada en nuestro ordenamiento jurídico.

5. Excesiva discrecionalidad por parte de la autoridad judicial en la aplicación de las medidas procesales.

6. Divergentes valoraciones de los tribunales, respecto a las circunstancias de toxicomanías o alteraciones mentales del sujeto que han incidido en el proceso delincuencial, utilizándose con muy poca frecuencia el ingreso en centros de tratamiento como alternativas al ingreso en prisión.

7. Carencias de programas de tratamiento de toxicomanías en los Centros Penitenciarios.

8. La necesidad de programas de información a los internos y sus familias, referente a la situación procesal y penitenciaria en que se encuentran.

9. Necesidad de que los vínculos familiares y sociales del interno no se rompan como consecuencia del ingre­so en prisión (comunicaciones, visitas, traslados...).

10. Pese a los esfuerzos realizados por la Administra­ción Penitenciaria, constatamos la necesidad de mejorar las condiciones de habitabilidad, salubridad e higiene, en algunos Centros Penitenciarios.

11. Necesidad de una aplicación más restrictiva de situaciones de régimen especial, en consonancia con el espíritu de nuestra legislación penitenciaria.

12. Necesidad de prevenir situaciones de riesgo contra la integridad física y salud de internos y funcionarios

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(desmasificación, adecuación de la clasificación interior y penitenciaria, establecimiento de mecanismos que eviten la entrada de droga en los Centros...).

13. Necesidad de una mayor y mejor comunicación entre internos y profesionales del Centro.

14. Necesidad de que el principio de igualdad, recogido en nuestra Ley Orgánica General Penitenciaria, se aplique sin distinción a internos nacionales y extranjeros (permisos de salida, libertad condicional, trabajo, apoyo de instituciones exteriores...), al menos hasta que se extinga la condena.

15. Constatamos que prima el régimen sobre el trata­miento, en contra de lo que dispone nuestra legislación penitenciaria.

16. Existencia de grupos de presión de internos que conculcan o limitan los derechos de otros internos.

17. Carencia de programas de atención a internos seropositivos:

— Concesión restrictiva, por parte de determi­nados Jueces de Vigilancia Penitenciaria, de la libertad condicional por la vía del art. 60 del Reglamento Penitenciario.

— Falta de recursos públicos y privados de acogida para enfermos terminales.

18. Despreocupación de la sociedad, clase política e instituciones, sobre la problemática del mundo peni­tenciario y sobre las finalidades de la reinserción social.

19. Manipulación de «La Alarma Social» por los medios de comunicación social, contribuyendo a un progresivo aislamiento social del mundo penitenciario.

20. Que, desde el momento de la ex carcelación, muchos de los liberados encuentran las mismas —o mayores— dificultades para ejercer sus derechos fundamentales, que antes de su ingreso en prisión (ante­cedentes penales, rechazo social, dificultades laborales...).

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PEDIMOS:

l. Ala sociedad, al Estado y sus instituciones

1. Una política coherente de prevención social, que pasaría por crear en barrios marginales servicios sociales, habitat dignos, infraestructuras, recursos laborales, formativos y de tratamiento.

2. Inclusión en el Proyecto del Código Penal, de Medi­das Alternativas a la pena privativa de libertad, en consonancia con las legislaciones de nuestro entorno cultural, sobre todo en lo referente en la libertad a prueba («Probation»).

3. Ampliación de los supuestos de aplicación de la con­dena condicional a penados reincidentes con proble­mática de toxicomanía, habilitándose el ingreso judicial (sin restricciones) en centros de tratamiento extrape-nitenciarios.

4. Agilización de los procesos judiciales, dotando a los órganos de justicia con personal y medios materiales suficientes para el ejercicio de su función.

5. Potenciar el turno de oficio con recursos y medios económicos suficientes y dignos.

6. Efectivo control de las garantías procesales de los internos por los órganos judiciales.

7. Aplicación de la medida de prisión provisional, como última «ratio» en la aseguración de los fines del proceso.

8. Exclusión en el Proyecto del Código Penal de la regulación de no aplicación de la redención de penas por el trabajo a determinados delitos, por ser esta exclusión contraria al principio de igualdad.

9. Creación de una Ley del Jurado, en la que se dé una participación directa de los ciudadanos en la admi­nistración de justicia.

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10. Creación de una Ley de Indulto Particular ade­cuada al momento social actual.

11. Se tome en consideración, por parte de los órganos judiciales, aquellos supuestos, en los que la firmeza de la sentencia se produce con notable retraso en relación con la fecha de comisión del delito, habiéndose produ­cido, entretanto, una normalización individual, familiar, laboral y social del penado.

12. Creación de programas de tratamiento de toxicomanías en los Centros Penitenciarios, con personal y medios adecuados.

13. Creación en los Centros Penitenciarios de un servicio específico de información al servicio de los internos y de sus familiares.

14. Que los destinos de los internos penados se realicen a aquellos Centros de cumplimiento más próximos al lugar de residencia habitual.

15. Que se lleve a término la política de construcción de nuevos Centros que sustituyan a aquellos que se encuentran en condiciones deficitarias de habitabilidad, salubridad e higiene, dotándolos de locales adecuados para la práctica religiosa.

16. Que se dé mayor control judicial en aplicación del régimen especial.

17. Adecuación de la clasificación interior a las características del interno, tipo de delito, duración de la condena, necesidad de tratamiento, edad...

18. Implicar a las familias de internos toxicómanos en los programas de tratamiento de toxicomanía aplicados a éstos.

19. Adecuar mecanismos de control y supervisión que, sin atentar contra la dignidad y salud de la persona, impidan o dificulten la entrada de droga en los Centros Penitenciarios.

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20. Que no se valoren tan desproporcionadamente los hechos negativos aislados (evasiones, motines, violen­cias,...) que acontecen en Centros Penitenciarios, en detrimento de los logros positivos en los programas de tratamiento.

Que se valoren positivamente los permisos de salida de los internos como mecanismos de preparación para la vida en libertad, pese a que se da un pequeño porcen­taje de fracasos.

21. Que, por razones humanitarias, se dé una mayor implicación de la Administración Penitenciaria, de los órganos judiciales y entidades públicas y privadas, en una atención más digna a los enfermos terminales.

22. Que, extinguida la condena, no se tengan en cuenta los antecedentes penales, ni jurídica ni social-mente.

II. A los medios de comunicación social

Una mayor objetividad e imparcialidad en el trata­miento de la información de los temas penitenciarios.

III. A la Iglesia

1. Un compromiso de realizar su misión evangelizadora y humanizadora en los barrios marginales, a través de personas comprometidas y de servicios sociales norma-lizadores e integradores, en coordinación con las institu­ciones públicas y privadas.

2. Una toma de postura clara y favorable a la inclusión en el nuevo Código Penal de medidas alternativas a la pena privativa de libertad, a través de:

— Documentos episcopales. — Medios de comunicación eclesiales.

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— Información en las parroquias y en los movimientos eclesiales.

3. Que propugne medidas alternativas a la pena privativa de libertad desde la efectividad, a través de la creación de centros de acogida, recursos formativos, creación de puestos de trabajo, recursos de tratamiento de toxicomanías, centros asistenciales...

4. Formación del voluntariado en la normativa penitenciaria y en las ciencias de la conducta humana.

5. Que asuma desde el evangelio el mundo de la prisión, prestando un servicio a los más pobres y marginados.

6. Implicar al mundo contemplativo en la pastoral penitenciaria, para que preste su apoyo a través de la oración.

7. Que haga una invitación a las diócesis, parroquias, comunidades religiosas y movimientos apostólicos, a destinar sus recursos materiales y personales en la prevención de la delincuencia, en el tratamiento de las personas privadas de libertad y en el proceso de inserción y reinserción social de los libertos.

8. Promover la pastoral penitenciaria en las parro­quias, como signo eficaz de comunión eclesial con sus miembros privados de libertad, atendiéndoles durante el período de prisión y tras su puesta en libertad.

IV. Al Secretariado Nacional de Pastoral Penitenciaria

1. Que elabore programas para la formación inicial y permanente del voluntariado de prisiones.

2. Que asuma dentro de la Iglesia la responsabilidad de ser la voz de los presos.

3. Que coordine a nivel nacional la acción del voluntariado en la pastoral penitenciaria.

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4. Que elabore una Guía de recursos sociales, jurídicos y administrativos al servicio de la pastoral penitenciaria.

5. Que publique un Manual del voluntariado en el desempeño de su acción pastoral penitenciaria.

6. Que proporcione información al voluntariado, co­munidades cristianas y opinión pública, sobre el desa­rrollo de la pastoral penitenciaria, a través de medios de comunicación social públicos, privados y eclesiales.

7. Que cree y promueva la celebración anual del DÍA DEL PRESO.

8. Que defienda y promueva los derechos humanos de los presos.

9. Que elabore un Manual divulgativo de los derechos humanos en la cárcel.

NOS COMPROMETEMOS

1. Debemos visitar al preso al modo como Dios, a lo largo de la historia, ha visitado al hombre; al modo como Dios ha visitado a su pueblo: Dios ha salido al encuentro de la humanidad, de cada hombre, para amarle, ayudarle, defenderle, liberarle y salvarle.

2. Nos comprometemos, junto a todos los defensores de los derechos humanos, a defender los derechos humanos de los presos.

3. Nos comprometemos a ejercer en la cárcel una función profética, a ser voz de los que no tienen voz.

4. Nos comprometemos a ser voluntarios de opinión; a informar a la sociedad de manera objetiva sobre la realidad de la cárcel, para que, conociéndola, no la abandone y aporte soluciones eficaces.

Sevilla, 1 de noviembre de 1992

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anexo

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IV CONGRESO NACIONAL DE PASTORAL PENITENCIARIA

«LOS DERECHOS HUMANOS EN LA CÁRCEL. UN COMPROMISO PARA LA IGLESIA»

Sevilla, 29 de octubre - 1 de noviembre de 1992

COMISIÓN EPISCOPAL DE PASTORAL SOCIAL Secretariado de Pastoral Penitenciaria

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P R O G R A M A

JUEVES, 29 DE OCTUBRE

17,00 h. Recepción y entrega de materiales.

19,00 h. SESIÓN DE APERTURA: Excmo. y Rvdmo. Sr. Arzobispo de Sevilla. Excmo. y Rvdmo. Sr. Nuncio de S.S. Excmo. Sr. Alcalde de Sevilla.

CONFERENCIA INAUGURAL: «Derechos humanos y compromiso cristiano». Ponente: Mons. D. Javier Oses

Flamarique. Obispo responsable de la Pastoral Penitenciaria.

VIERNES, 30 DE OCTUBRE

9,30 h. «Informe sobre los derechos humanos en las prisiones de España». Ponente: D. Fernando Fuente Alcántara.

Director del Secretariado de la Comisión Episcopal de Pastoral Social.

10,30 h. Descanso.

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11,00 h. SEGUNDA CONFERENCIA: «Los derechos humanos en la cárcel». Ponente: Excmo. Sr. D. Antonio Moreno

Andrade. Magistrado Juez de Sevilla.

12,30 h. Descanso.

13,00 h. COMUNICACIONES: «Los derechos humanos en la cárcel: ¿utopía?». Mons. Cesare Curionl Presidente de la Comisión Internacional de Capellanes Generales de Prisiones.

«La prisión: drama en los cinco continentes». Mons. Fdbio Fabbri. Secretario de la Comisión Internacional de Capellanes Generales de Prisiones.

14,00 h. Comida.

16,30 h. TERCERA CONFERENCIA: «Los derechos fundamentales de los presos». Ponente: D. Francisco María Baena Bocanegra. Abogado Penalista.

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18,30 h. MESA REDONDA: «Los derechos humanos en la cárcel a debate». Moderador: D. José María Javierre.

INTERVIENEN:

• D. Javier Romero Pastor. Director del Centro Peni­tenciario Sevilla I.

• D. Rafael Fernández Cubero. Director del Centro Penitenciario Sevilla II.

• D- Concepción Yagüe. Directora del Centro Peniten­ciario Sevilla III.

• D. Luis Fernández Arévalo. Fiscal de Vigilancia. • P. Jesús Calles Fernández. Trinitario. Capellán de

Prisiones y Coordinador Diocesano del Congreso. • Recluso del Centro Penitenciario de Sevilla. • Oficina del Defensor del Pueblo. • Presidente del Colegio de Abogados de Sevilla. • Presidente de la Audiencia de Sevilla.

SÁBADO, 31 DE OCTUBRE

9,30 h. CUARTA CONFERENCIA: «Compromiso del voluntariado cristiano de prisiones con los derechos humanos». Ponente: D. Evaristo Martín Nieto.

Vicepresidente de la Comisión Internacio­nal de Capellanes Generales de Prisiones.

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10,30 h. Descanso.

11,00 h. TRABAJO DE GRUPOS.

13,00 h. COMUNICACIÓN: «Plan de Acción Pastoral Penitenciaria para el trienio 1993- 1996». P. José Sesma León. Director del Secretariado de Pastoral

Penitenciaria.

14.00 h. Comida.

16,30 h. PUESTA EN COMÚN.

18,00 h. FIESTA ANDALUZA DE CONVIVENCIA.

DOMINGO, 1 DE NOVIEMBRE

9,00 h. Entrega de Premios del Concurso Literario sobre los Derechos Humanos en la Cárcel.

l l ,00h. CLAUSURA. LECTURA DE LAS CONCLUSIONES DEL CONGRESO. • P. José Sesma. Director del Secretariado de

Pastoral Penitenciaria. • Excmo. y Rvdmo. Sr. Obispo Responsable de

la Pastoral Penitenciaria.

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DESTINATARIOS

Capellanes, voluntariado, profesionales de Instituciones penitenciarias, reclusos, asistentes sociales, funcionarios y toda la comunidad cristiana.

• Presidente de la Junta de Andalucía.

13,00 h. CELEBRACIÓN DE LA EUCARISTÍA DE CLAUSURA en la iglesia de la sede del Congreso, presidida por el Excmo. y Rvdmo. Sr. D. Carlos Amigo, Arzobispo de Sevilla.

OBJETIVOS DEL CONGRESO

• Conocer la problemática sobre los derechos humanos en los Centros Penitenciarios.

• Animar el compromiso cristiano en la pastoral peniten­ciaria.

• Coordinar la acción de los grupos de voluntariado y las capellanías en el Plan de Trabajo Trienal del Secretariado Nacional de Pastoral Penitenciaria.

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