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Texto Litúrgico
Directorio
Homilético
Exégesis
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Teológico
04junio
Solemnidad de Pentecostés(Ciclo A) – 2017
Santos Padres Aplicación Información
Textos Litúrgicos· Lecturas de la Santa Misa· Guión para la Santa Misa
Solemnidad de Pentecostés (A)
(Domingo 4 de junio de 2017)
LECTURAS
Todos quedaron llenos del Espíritu Santo,
y comenzaron a hablar
Lectura de los Hechos de los apóstoles 2, 1-11
Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto,
vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la
casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego,
que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del
Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les
permitía expresarse.
Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todas las naciones del mundo. Al
oírse este ruido, se congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los
oía hablar en su propia lengua. Con gran admiración y estupor decían:
«¿Acaso estos hombres que hablan no son todos galileos? ¿Cómo es que cada uno
de nosotros los oye en su propia lengua? Partos, medos y elamitas, los que
habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en Capadocia, en el Ponto y en
Asia Menor, en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de
Roma, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras
lenguas las maravillas de Dios.»
Palabra de Dios.
SALMO Sal 103, 1ab. 24ac. 29b-31. 34
R. Señor, envía tu Espíritu
y renueva la faz de la tierra.
O bien:
Aleluia.
Bendice al Señor, alma mía:
¡Señor, Dios mío, qué grande eres!
¡Qué variadas son tus obras, Señor!
la tierra está llena de tus criaturas! R.
Si les quitas el aliento,
expiran y vuelven al polvo.
Si envías tu aliento, son creados,
y renuevas la superficie de la tierra. R.
¡Gloria al Señor para siempre,
alégrese el Señor por sus obras!
que mi canto le sea agradable,
y yo me alegraré en el Señor. R.
Todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu
para formar un solo Cuerpo
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Corinto
12, 3b-7. 12-13
Hermanos:
Nadie puede decir: «Jesús es el Señor», si no está impulsado por el Espíritu Santo.
Ciertamente, hay diversidad de dones, pero todos proceden del mismo Espíritu. Hay
diversidad de ministerios, pero un solo Señor. Hay diversidad de actividades, pero es
el mismo Dios el que realiza todo en todos. En cada uno, el Espíritu se manifiesta
para el bien común.
Así como el cuerpo tiene muchos miembros, y sin embargo, es uno, y estos
miembros, a pesar de ser muchos, no forman sino un solo cuerpo, así también
sucede con Cristo. Porque todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para
formar un solo Cuerpo -judíos y griegos, esclavos y hombres libres- y todos hemos
bebido de un mismo Espíritu.
Palabra de Dios.
SECUENCIA
Ven, Espíritu Santo,
y envía desde el cielo
un rayo de tu luz.
Ven, Padre de los pobres,
ven a darnos tus dones,
ven a darnos tu luz.
Consolador lleno de bondad,
dulce huésped del alma
suave alivio de los hombres.
Tú eres descanso en el trabajo,
templanza de la pasiones,
alegría en nuestro llanto.
Penetra con tu santa luz
en lo más íntimo
del corazón de tus fieles.
Sin tu ayuda divina
no hay nada en el hombre,
nada que sea inocente.
Lava nuestras manchas,
riega nuestra aridez,
cura nuestras heridas.
Suaviza nuestra dureza,
elimina con tu calor nuestra frialdad,
corrige nuestros desvíos.
Concede a tus fieles,
que confían en tí,
tus siete dones sagrados.
Premia nuestra virtud,
salva nuestras almas,
danos la eterna alegría.
ALELUIA
Aleluia.
Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles
y enciende en ellos el fuego de tu amor.
Aleluia.
EVANGELIO
Como el Padre me envió a mí,
yo también os envío a vosotros:
Reciban el Espíritu Santo
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 20, 19-23
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las
puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó
Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!»
Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de
alegría cuando vieron al Señor.
Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo
también los envío a ustedes.» Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió «Reciban al
Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y
serán retenidos a los que ustedes se los retengan.»
Palabra del Señor.
Donde los fieles deben o suelen asistir a Misa el lunes y martes después de
Pentecostés, pueden utilizarse las lecturas del Domingo de Pentecostés, o las
indicadas para la administración de la Confirmación
Volver Textos Litúrgicos
GUION PARA LA MISA
Solemnidad de Pentecostés- Ciclo A- 4 de Junio 2017
Entrada: Participemos de la Santa Misa con gran docilidad al Espíritu de Dios que
habla dentro de nosotros porque en nuestras almas se ha construido su Templo.
Liturgia de la Palabra
1° Lectura: Hechos 2, 1- 11
Cuando descendió el Espíritu Santo sobre los Apóstoles empezaron a hablar en
distintas lenguas.
Salmo Responsorial: 103
2° Lectura: 1 Corintios 12, 3b- 7. 12- 13
Todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo Cuerpo.
Evangelio: Juan 20, 19- 23 o bien 14, 15- 16. 23b- 26
El envío de los Apóstoles a evangelizar es un envío en el Espíritu, que les hará
capaces de llevar a cabo el mandato recibido.
Preces: Pentecostés 2017
Hermanos, dejémonos conducir por el Espíritu de Dios y pidamos con confianza
por nuestras necesidades.
A cada intención respondemos cantando:
· Por todos los bautizados en Cristo, para que busquemos incansablemente la
unidad como Cuerpo místico del Señor Jesús, de la cual el Espíritu Santo es su
principal artífice y animador. Recemos especialmente por esta causa en esta semana
de oración por la unidad de los cristianos en el hemisferio sur. Oremos
· Por la Iglesia, esparcida por todo el mundo para que impulsada por el viento de
Pentecostés sepa inculturar el Evangelio en cada realidad humana. Oremos.
· Por los cristianos que sufren persecución por causa de su fe, o están
sobrellevando duras pruebas en tierras de misión, que experimenten la presencia del
Maestro interior que fortalece y consuela. Oremos.
_________
· Por todos los miembros de nuestra Familia Religiosa, para que, dóciles a la
acción del Espíritu Santo, nos transformemos en imagen viviente del modo de ser y
de vivir del Verbo Encarnado. Oremos.
Renovados por tu Espíritu, te presentamos nuestra oración confiada, recíbela y
escúchanos por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
Liturgia Eucarística
Ofertorio:
En el Espíritu Santo presentamos las ofrendas y nos unimos al Sacrificio redentor.
Ofrecemos:
+ Incienso: suba ante la presencia de Dios las oraciones que realizamos mediante el
Espíritu Consolador.
+ Flores: para unirnos a María en el Cenáculo, encomendándole la Iglesia de la que
es Madre.
+ Pan y vino: que por el Espíritu vivificante se convertirán en Cristo nuestro Salvador.
Comunión: Ven Espíritu Santo, ven y enciende nuestros corazones para recibir
dignamente el Corazón eucarístico abrasado de amor de Nuestro Redentor.
Salida: María Santísima, Señora nuestra, ejerce tu Maternidad sobre nosotros tus
hijos y haznos dóciles, para que el Espíritu Santo irrumpa en nuestras almas y nos
santifique.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _
Argentina)
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Inicio
Directorio Homilético
Solemnidad de Pentecostés
CEC 696, 726, 731-732, 737-741, 830, 1076, 1287, 2623: Pentecostés
CEC 599, 597,674, 715: el testimonio apostólico en Pentecostés
CEC 1152, 1226, 1302, 1556: el misterio de Pentecostés continúa en la Iglesia
CEC 767, 775, 798, 796, 813, 1097, 1108-1109: la Iglesia, comunión del Espíritu
696 El fuego. Mientras que el agua significaba el nacimiento y la fecundidad de la
Vida dada en el Espíritu Santo, el fuego simboliza la energía transformadora de los
actos del Espíritu Santo. El profeta Elías que "surgió como el fuego y cuya palabra
abrasaba como antorcha" (Si 48, 1), con su oración, atrajo el fuego del cielo sobre el
sacrificio del monte Carmelo (cf. 1 R 18, 38-39), figura del fuego del Espíritu Santo
que transforma lo que toca. Juan Bautista, "que precede al Señor con el espíritu y el
poder de Elías" (Lc 1, 17), anuncia a Cristo como el que "bautizará en el Espíritu
Santo y el fuego" (Lc 3, 16), Espíritu del cual Jesús dirá: "He venido a traer fuego
sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviese encendido!" (Lc 12, 49). Bajo la
forma de lenguas "como de fuego", como el Espíritu Santo se posó sobre los
discípulos la mañana de Pentecostés y los llenó de él (Hch 2, 3-4). La tradición
espiritual conservará este simbolismo del fuego como uno de los más expresivos de
la acción del Espíritu Santo (cf. San Juan de la Cruz, Llama de amor viva). "No
extingáis el Espíritu"(1 Te 5, 19).
726 Al término de esta Misión del Espíritu, María se convierte en la "Mujer", nueva
Eva "madre de los vivientes", Madre del "Cristo total" (cf. Jn 19, 25-27). Así es como
ella está presente con los Doce, que "perseveraban en la oración, con un mismo
espíritu" (Hch 1, 14), en el amanecer de los "últimos tiempos" que el Espíritu va a
inaugurar en la mañana de Pentecostés con la manifestación de la Iglesia.
V EL ESPIRITU Y LA IGLESIA EN LOS ULTIMOS TIEMPOS
Pentecostés
731 El día de Pentecostés (al término de las siete semanas pascuales), la Pascua
de Cristo se consuma con la efusión del Espíritu Santo que se manifiesta, da y
comunica como Persona divina: desde su plenitud, Cristo, el Señor (cf. Hch 2, 36),
derrama profusamente el Espíritu.
732 En este día se revela plenamente la Santísima Trinidad. Desde ese día el Reino
anunciado por Cristo está abierto a todos los que creen en El: en la humildad de la
carne y en la fe, participan ya en la Comunión de la Santísima Trinidad. Con su
venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace entrar al mundo en los "últimos tiempos",
el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado, pero todavía no consumado:
Hemos visto la verdadera Luz, hemos recibido el Espíritu celestial, hemos
encontrado la verdadera fe: adoramos la Trinidad indivisible porque ella nos ha
salvado (Liturgia bizantina, Tropario de Vísperas de Pentecostés; empleado también
en las liturgias eucarísticas después de la comunión)
El Espíritu Santo y la Iglesia
737 La misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia, Cuerpo de
Cristo y Templo del Espíritu Santo. Esta misión conjunta asocia desde ahora a los
fieles de Cristo en su Comunión con el Padre en el Espíritu Santo: El Espíritu Santo
prepara a los hombres, los previene por su gracia, para atraerlos hacia Cristo. Les
manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su palabra y abre su mente para
entender su Muerte y su Resurrección. Les hace presente el Misterio de Cristo, sobre
todo en la Eucaristía para reconciliarlos, para conducirlos a la Comunión con Dios,
para que den "mucho fruto" (Jn 15, 5. 8. 16).
738 Así, la misión de la Iglesia no se añade a la de Cristo y del Espíritu Santo, sino
que es su sacramento: con todo su ser y en todos sus miembros ha sido enviada para
anunciar y dar testimonio, para actualizar y extender el Misterio de la Comunión de la
Santísima Trinidad (esto será el objeto del próximo artículo):
Todos nosotros que hemos recibido el mismo y único espíritu, a saber, el
Espíritu Santo, nos hemos fundido entre nosotros y con Dios ya que por mucho que
nosotros seamos numerosos separadamente y que Cristo haga que el Espíritu del
Padre y suyo habite en cada uno de nosotros, este Espíritu único e indivisible lleva
por sí mismo a la unidad a aquellos que son distintos entre sí ... y hace que todos
aparezcan como una sola cosa en él . Y de la misma manera que el poder de la santa
humanidad de Cristo hace que todos aquellos en los que ella se encuentra formen un
solo cuerpo, pienso que también de la misma manera el Espíritu de Dios que habita
en todos, único e indivisible, los lleva a todos a la unidad espiritual (San Cirilo de
Alejandría, Jo 12).
739 Puesto que el Espíritu Santo es la Unción de Cristo, es Cristo, Cabeza del
Cuerpo, quien lo distribuye entre sus miembros para alimentarlos, sanarlos,
organizarlos en sus funciones mutuas, vivificarlos, enviarlos a dar testimonio,
asociarlos a su ofrenda al Padre y a su intercesión por el mundo entero. Por medio de
los sacramentos de la Iglesia, Cristo comunica su Espíritu, Santo y Santificador, a los
miembros de su Cuerpo (esto será el objeto de la segunda parte del Catecismo).
740 Estas "maravillas de Dios", ofrecidas a los creyentes en los Sacramentos de la
Iglesia, producen sus frutos en la vida nueva, en Cristo, según el Espíritu (esto será el
objeto de la tercera parte del Catecismo).
741 "El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos
pedir como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos
inefables" (Rm 8, 26). El Espíritu Santo, artífice de las obras de Dios, es el Maestro de
la oración (esto será el objeto de la cuarta parte del Catecismo).
III LA IGLESIA ES CATOLICA
Qué quiere decir "católica"
830 La palabra "católica" significa "universal" en el sentido de "según la totalidad" o
"según la integridad". La Iglesia es católica en un doble sentido:
Es católica porque Cristo está presente en ella. "Allí donde está Cristo Jesús,
está la Iglesia Católica" (San Ignacio de Antioquía, Smyrn. 8, 2). En ella subsiste la
plenitud del Cuerpo de Cristo unido a su Cabeza (cf Ef 1, 22-23), lo que implica que
ella recibe de Él "la plenitud de los medios de salvación" (AG 6) que Él ha querido:
confesión de fe recta y completa, vida sacramental íntegra y ministerio ordenado en la
sucesión apostólica. La Iglesia, en este sentido fundamental, era católica el día de
Pentecostés (cf AG 4) y lo será siempre hasta el día de la Parusía.
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1076 El día de Pentecostés, por la efusión del Espíritu Santo, la Iglesia se manifiesta
al mundo (cf SC 6; LG 2). El don del Espíritu inaugura un tiempo nuevo en la
"dispensación del Misterio": el tiempo de la Iglesia, durante el cual Cristo manifiesta,
hace presente y comunica su obra de salvación mediante la Liturgia de su Iglesia,
"hasta que él venga" (1 Co 11,26). Durante este tiempo de la Iglesia, Cristo vive y
actúa en su Iglesia y con ella ya de una manera nueva, la propia de este tiempo
nuevo. Actúa por los sacramentos; esto es lo que la Tradición común de Oriente y
Occidente llama "la Economía sacramental"; esta consiste en la comunicación (o
"dispensación") de los frutos del Misterio pascual de Cristo en la celebración de la
liturgia "sacramental" de la Iglesia.
Por ello es preciso explicar primero esta "dispensación sacramental" (capítulo
primero). Así aparecerán más clarame nte la naturaleza y los aspectos esenciales de
la celebración litúrgica (capítulo segundo).
1287 Ahora bien, esta plenitud del Espíritu no debía permanecer únicamente en el
Mesías, sino que debía ser comunicada a todo el pueblo mesiánico (cf Ez 36,25-27;
Jl 3,1-2). En repetidas ocasiones Cristo prometió esta efusión del Espíritu (cf Lc 12,12;
Jn 3,5-8; 7,37-39; 16,7-15; Hch 1,8), promesa que realizó primero el día de Pascua
(Jn 20,22) y luego, de manera más manifiesta el día de Pentecostés (cf Hch 2,1-4).
Llenos del Espíritu Santo, los Apóstoles comienzan a proclamar "las maravillas de
Dios" (Hch 2,11) y Pedro declara que esta efusión del Espíritu es el signo de los
tiempos mesiánicos (cf Hch 2, 17-18). Los que creyeron en la predicación apostólica y
se hicieron bautizar, recibieron a su vez el don del Espíritu Santo (cf Hch 2,38).
2623 El día de Pentecostés, el Espíritu de la promesa se derramó sobre los
discípulos, "reunidos en un mismo lugar" (Hch 2, 1), que lo esperaban "perseverando
en la oración con un mismo espíritu" (Hch 1, 14). El Espíritu que enseña a la Iglesia y
le recuerda todo lo que Jesús dijo (cf Jn 14, 26), será también quien la formará en la
vida de oración.
"Jesús entregado según el preciso designio de Dios"
599 La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada
constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo
explica S. Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés:
"fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios" (Hch 2,
23). Este lenguaje bíblico no significa que los que han "entregado a Jesús" (Hch 3,
13) fuesen solamente ejecutores pasivos de un drama escrito de antemano por Dios.
Los Judíos no son responsables colectivamente de la muerte de Jesús
597 Teniendo en cuenta la complejidad histórica manifestada en las narraciones
evangélicas sobre el proceso de Jesús y sea cual sea el pecado personal de los
protagonistas del proceso (Judas, el Sanedrín, Pilato) lo cual solo Dios conoce, no se
puede atribuir la responsabilidad del proceso al conjunto de los judíos de Jerusalén, a
pesar de los gritos de una muchedumbre manipulada (Cf. Mc 15, 11) y de las
acusaciones colectivas contenidas en las exhortaciones a la conversión después de
Pentecostés (cf. Hch 2, 23. 36; 3, 13-14; 4, 10; 5, 30; 7, 52; 10, 39; 13, 27-28; 1 Ts 2,
14-15). El mismo Jesús perdonando en la Cruz (cf. Lc 23, 34) y Pedro siguiendo su
ejemplo apelan a "la ignorancia" (Hch 3, 17) de los Judíos de Jerusalén e incluso de
sus jefes. Y aún menos, apoyándose en el grito del pueblo: "¡Su sangre sobre
nosotros y sobre nuestros hijos!" (Mt 27, 25), que significa una fórmula de ratificación
(cf. Hch 5, 28; 18, 6), se podría ampliar esta responsabilidad a los restantes judíos en
el espacio y en el tiempo:
Tanto es así que la Iglesia ha declarado en el Concilio Vaticano II: "Lo que se
perpetró en su pasión no puede ser imputado indistintamente a todos los judíos que
vivían entonces ni a los judíos de hoy...no se ha de señalar a los judíos como
reprobados por Dios y malditos como si tal cosa se dedujera de la Sagrada Escritura"
(NA 4).
Todos los pecadores fueron los autores de la Pasión de Cristo
674 La Venida del Mesías glorioso, en un momento determinad o de la historia se
vincula al reconocimiento del Mesías por "todo Israel" (Rm 11, 26; Mt 23, 39) del que
"una parte está endurecida" (Rm 11, 25) en "la incredulidad" respecto a Jesús (Rm
11, 20). San Pedro dice a los judíos de Jerusalén después de Pentecostés:
"Arrepentíos, pues, y convertíos para que vuestros pecados sean borrados, a fin de
que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que os había sido
destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración
universal, de que Dios habló por boca de sus profetas" (Hch 3, 19-21). Y San Pablo le
hace eco: "si su reprobación ha sido la reconciliación del mundo ¿qué será su
readmisión sino una resurrección de entre los muertos?" (Rm 11, 5). La entrada de "la
plenitud de los judíos" (Rm 11, 12) en la salvación mesiánica, a continuación de "la
plenitud de los gentiles (Rm 11, 25; cf. Lc 21, 24), hará al Pueblo de Dios "llegar a la
plenitud de Cristo" (Ef 4, 13) en la cual "Dios será todo en nosotros" (1 Co 15, 28).
715 Los textos proféticos que se refieren directamente al envío del Espíritu Santo
son oráculos en los que Dios habla al corazón de su Pueblo en el lenguaje de la
Promesa, con los acentos del "amor y de la fidelidad" (cf. Ez. 11, 19; 36, 25-28; 37, 1-
14; Jr 31, 31-34; y Jl 3, 1-5, cuyo cumplimiento proclamará San Pedro la mañana de
Pentecostés, cf. Hch 2, 17-21).Según estas promesas, en los "últimos tiempos", el
Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres grabando en ellos una Ley
nueva; reunirá y reconciliará a los pueblos dispersos y divididos; transformará la
primera creación y Dios habitará en ella con los hombres en la paz.
1152 Signos sacramentales. Desde Pentecostés, el Espíritu Santo realiza la
santificación a través de los signos sacramentales de su Iglesia. Los sacramentos de
la Iglesia no anulan, sino purifican e integran toda la riqueza de los signos y de los
símbolos del cosmos y de la vida social. Aún más, cumplen los tipos y las figuras de
la Antigua Alianza, significan y realizan la salvación obrada por Cristo, y prefiguran y
anticipan la gloria del cielo.
El bautismo en la Iglesia
1226 Desde el día de Pentecostés la Iglesia ha celebrado y administrado el santo
Bautismo. En efecto, S. Pedro declara a la multitud conmovida por su predicación:
"Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo,
para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo" (Hch 2,38).
Los Apóstoles y sus colaboradores ofrecen el bautismo a quien crea en Jesús: judíos,
hombres temerosos de Dios, paganos (Hch 2,41; 8,12-13; 10,48; 16,15). El Bautismo
aparece siempre ligado a la fe: "Ten fe en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa",
declara S. Pablo a su carcelero en Filipos. El relato continúa: "el carcelero
inmediatamente recibió el bautismo, él y todos los suyos" (Hch 16,31-33).
III LOS EFECTOS DE LA CONFIRMACION
1302 De la celebración se deduce que el efecto del sacramento es la efusión
especial del Espíritu Santo, como fue concedida en otro tiempo a los Apóstoles el día
de Pentecostés.
1556 "Para realizar estas funciones tan sublimes, los Apóstoles se vieron
enriquecidos por Cristo con la venida especial del Espíritu Santo que descendió sobre
ellos. Ellos mismos comunicaron a sus colaboradores, mediante la imposición de las
manos, el don espiritual que se ha transmitido hasta nosotros en la consagración de
los obispos" (LG 21).
La Iglesia, manifestada por el Espíritu Santo
767 "Cuando el Hijo terminó la obra que el Padre le encargó realizar en la tierra, fue
enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés para que santificara continuamente a
la Iglesia" (LG 4). Es entonces cuando "la Iglesia se manifestó públicamente ante la
multitud; se inició la difusión del evangelio entre los pueblos mediante la predicación"
(AG 4). Como ella es "convocatoria" de salvación para todos los hombres, la Iglesia,
por su misma naturaleza, misionera enviada por Cristo a todas las naciones para
hacer de ellas discípulos suyos (cf. Mt 28, 19-20; AG 2,5-6).
775 "La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión
íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano "(LG 1): Ser el sacramento
de la unión íntima de los hombres con Dios es el primer fin de la Iglesia. Como la
comunión de los hombres radica en la unión con Dios, la Iglesia es también el
sacramento de la unidad del género humano. Esta unidad ya está comenzada en ella
porque reúne hombres "de toda nación, raza, pueblo y lengua" (Ap 7, 9); al mismo
tiempo, la Iglesia es "signo e instrumento" de la plena realización de esta unidad que
aún está por venir.
798 El Espíritu Santo es "el principio de toda acción vital y verdaderamente
saludable en todas las partes del cuerpo" (Pío XII, "Mystici Corporis": DS 3808). Actúa
de múltiples maneras en la edificación de todo el Cuerpo en la caridad(cf. Ef 4, 16):
por la Palabra de Dios, "que tiene el poder de construir el edificio" (Hch 20, 32), por el
Bautismo mediante el cual forma el Cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 12, 13); por los
sacramentos que hacen crecer y curan a los miembros de Cristo; por "la gracia
concedida a los apóstoles" que "entre estos dones destaca" (LG 7), por las virtudes
que hacen obrar según el bien, y por las múltiples gracias especiales [llamadas
"carismas"] mediante las cuales los fieles quedan "preparados y dispuestos a asumir
diversas tareas o ministerios que contribuyen a renovar y construir más y más la
Iglesia" (LG 12; cf. AA 3).
796 La unidad de Cristo y de la Iglesia, Cabeza y miembros del Cuerpo, implica
también la distinción de ambos en una relación personal. Este aspecto es expresado
con frecuencia mediante la imagen del Esposo y de la Esposa. El tema de Cristo
esposo de la Iglesia fue preparado por los profetas y anunciado por Juan Bautista (cf.
Jn 3, 29). El Señor se designó a sí mismo como "el Esposo" (Mc 2, 19; cf. Mt 22, 1-14;
25, 1-13). El apóstol presenta a la Iglesia y a cada fiel, miembro de su Cuerpo, como
una Esposa "desposada" con Cristo Señor para "no ser con él más que un solo
Espíritu" (cf. 1 Co 6,15-17; 2 Co 11,2). Ella es la Esposa inmaculada del Cordero
inmaculado (cf. Ap 22,17; Ef 1,4; 5,27), a la que Cristo "amó y por la que se entregó a
fin de santificarla" (Ef 5,26), la que él se asoció mediante una Alianza eterna y de la
que no cesa de cuidar como de su propio Cuerpo (cf. Ef 5,29):
He ahí el Cristo total, cabeza y cuerpo, un solo formado de muchos ... Sea la
cabeza la que hable, sean los miembros, es Cristo el que habla. Habla en el papel de
cabeza ["ex persona capitis"] o en el de cuerpo ["ex persona corporis"]. Según lo que
está escrito: "Y los dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo
respecto a Cristo y la Iglesia."(Ef 5,31-32) Y el Señor mismo en el evangelio dice: "De
manera que ya no son dos sino una sola carne" (Mt 19,6). Como lo habéis visto bien,
hay en efecto dos personas diferentes y, no obstante, no forman más que una en el
abrazo conyugal ... Como cabeza él se llama "esposo" y como cuerpo "esposa" (San
Agustín, psalm. 74, 4:PL 36, 948-949).
I LA IGLESIA ES UNA
"El sagrado Misterio de la Unidad de la Iglesia" (UR 2)
813 La Iglesia es una debido a su origen: "El modelo y principio supremo de este
misterio es la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad
de personas" (UR 2). La Iglesia es una debido a su Fundador: "Pues el mismo Hijo
encarnado, Príncipe de la paz, por su cruz reconcilió a todos los hombres con Dios...
restituyendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo" (GS 78, 3). La
Iglesia es una debido a su "alma": "El Espíritu Santo que habita en los creyentes y
llena y gobierna a toda la Iglesia, realiza esa admirable comunión de fieles y une a
todos en Cristo tan íntimamente que es el Principio de la unidad de la Iglesia" (UR 2).
Por tanto, pertenece a la esencia misma de la Iglesia ser una:
¡Qué sorprendente misterio! Hay un solo Padre del universo, un solo Logos del
universo y también un solo Espíritu Santo, idéntico en todas partes; hay también una
sola virgen hecha madre, y me gusta llamarla Iglesia (Clemente de Alejandría, paed.
1, 6, 42).
1097 En la Liturgia de la Nueva Alianza, toda acción litúrgica, especialmente la
celebración de la Eucaristía y de los sacramentos es un encuentro entre Cristo y la
Iglesia. La asamblea litúrgica recibe su unidad de la "comunión del Espíritu Santo"
que reúne a los hijos de Dios en el único Cuerpo de Cristo. Esta reunión desborda las
afinidades humanas, raciales, culturales y sociales.
La comunión del Espíritu Santo
1108 La finalidad de la misión del Espíritu Santo en toda acción litúrgica es poner en
comunión con Cristo para formar su Cuerpo. El Espíritu Santo es como la savia de la
viña del Padre que da su fruto en los sarmientos (cf Jn 15,1-17; Ga 5,22). En la
Liturgia se realiza la cooperación más íntima entre el Espíritu Santo y la Iglesia. El
Espíritu de Comunión permanece indefectiblemente en la Iglesia, y por eso la Iglesia
es el gran sacramento de la comunión divina que reúne a los hijos de Dios dispersos.
El fruto del Espíritu en la Liturgia es inseparablemente comunión con la Trinidad
Santa y comunión fraterna (cf 1 Jn 1,3-7).
1109 La Epíclesis es también oración por el pleno efecto de la comunión de la
Asamblea con el Misterio de Cristo. "La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor
de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo" (2 Co 13,13) deben permanecer
siempre con nosotros y dar frutos más allá de la celebración eucarística. La Iglesia,
por tanto, pide al Padre que envíe el Espíritu Santo para que haga de la vida de los
fieles una ofrenda viva a Dios mediante la transformación espiritual a imagen de
Cristo, la preocupación por la unidad de la Iglesia y la participación en su misión por el
testimonio y el servicio de la caridad.
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Exégesis · P. Antonio Royo Marín, O. P.
El Espíritu Santo en la Sagrada Escritura
Acerca del Espíritu Santo y de las otras dos divinas personas de la Santísima
Trinidad, nada sabemos fuera de los datos que nos proporciona la divina revelación.
La razón natural, abandonada a sus propias fuerzas, puede demostrar con toda
certeza la existencia de Dios, deducida, por vía de causalidad necesaria, de la
existencia indiscutible de las cosas creadas.*1 El reloj reclama inevitablemente la
existencia del relojero.
La demostración científica de la existencia de Dios nos lleva también al conocimiento
científico de ciertos atributos divinos, tales como su simplicidad, inmensidad, bondad,
eternidad, perfección infinita, etc. Pero de ningún modo nos puede llevar al
conocimiento de las realidades divinas, que rebasan y trascienden la vía del
conocimiento natural que el hombre puede obtener de la contemplación de los seres
creados. Entre estas verdades infinitamente trascendentes figura, en primerísimo
lugar, el inefable misterio de la trinidad de personas en Dios. Sin la divina revelación,
la razón natural no hubiera podido sospechar jamás la existencia de tres distintas
personas en la unidad simplicísima de Dios.
Veamos, pues, lo que la Sagrada Escritura, que contiene el tesoro de la divina
revelación escrita, nos dice acerca de la divina persona del Espíritu Santo. Vamos a
verlo, por separado, en el Antiguo y Nuevo Testamento.
1. Antiguo Testamento
En el Antiguo Testamento no aparece con claridad y distinción la persona divina del
Espíritu Santo, como tampoco las del Padre y el Hijo. Sin embargo, hay multitud de
indicios y vestigios que, a la luz del Nuevo Testamento, aparecen como claras
alusiones al Espíritu de Amor.
La expresión hebrea ruah Yavé ( = espíritu de Dios) aparece en la Antigua Ley en
diversos sentidos. Son cuatro los grupos principales que pueden establecerse:
a) En primer lugar, significa el viento, por el que Dios da a conocer su presencia, su
fuerza o su ira. Así aparecerá incluso en el cenáculo el día de Pentecostés.
Es también, ya desde el principio, el soplo de vida que Dios inspira en el hombre y
hasta en los animales. Cuando Dios lo retira, sobreviene la muerte, y, si se lo da a los
muertos, resucitan.
Finalmente, en un sentido más amplio, es el soplo creador, el viento de Dios que hace
salir al mundo de la nada.
b) A veces hay ciertos fenómenos de carácter específicamente religioso que se
presentan en dependencia muy íntima del ruah Yavé. Tales son, principalmente, el
arte de los obreros del tabernáculo, el poder de gobernar al pueblo recibido por
Moisés y transmitido por el a los ancianos y a Josué, la fuerza guerrera y el valor de
los libertadores de Israel y, sobre todo, la inspiración profética. Esta es recibida
individual o colectivamente, de un modo transitorio o también permanente, con o sin
fenómenos exteriores, por los jefes del pueblo y por los ancianos, o por individuos
que no pertenecen a la jerarquía; y se transmite por contagio o se traspasa.
c) En un tercer grupo de textos, el ruah Yavé se nos muestra como un soplo de
santidad. En el Miserere de David aparece por primera vez la expresión ≪Espíritu
Santo ≫. Sus efectos son firmeza, buena voluntad, contrición y humildad, sumisión a
la voluntad de Dios y enderezamiento de nuestro caminar, rectitud, justicia y paz,
conocimiento de la voluntad divina y don de sabiduría. Los rebeldes, en cambio, los
que forjan proyectos o establecen pactos sin ese Espíritu, acumulan pecados sobre
pecados y contristan al Espíritu Santo de Dios.
d) Finalmente, el ruah Yavé se nos presenta como un fenómeno esencialmente
mesiánico, primero parque d Mesías será poseído sin límites por d Espíritu de Dios, y,
además, porque en la época de Mesías se producirá una intensa efusión de Espíritu
de Yahvé.
2. Nuevo Testamento
Aquí es donde aparece la plena revelación del Espíritu Santo como tercera persona
de la Santísima Trinidad. El Espíritu de Dios llena al Bautista antes de nacer, lleva a
María el dinamismo del Altísimo, se transmite a Isabel, por contagio, y a Zacarías,
descansa sobre Simeón.
Jesús tiene sobre sí el Espíritu de Dios, es «movido» por El, arrastrado por su
dinamismo, con la plenitud que le confiere su doble cualidad de Mesías y de Hijo.
Comienza su ministerio «lleno del Espíritu Santo», que posee como Hijo. Se lo
enviará a sus apóstoles después de su ascensión y les comunicará el dinamismo y
ardor necesarios para llevar su testimonio hasta los confines de la tierra.
Se realizó el día de Pentecostés con viento y fuego, según la profecía de Joel, el
anuncio del Bautista y la promesa de Jesús. Efusión primera, renovada luego
colectivamente en ocasiones diversas, bien por iniciativa divina, bien a petición de los
apóstoles, como donación directa de Dios, y, más precisamente, de Jesús, o
mediante el rito de imposición de las manos.
El Espíritu así recibido es un Espíritu profético, el que ha hablado por los profetas; es
también un Espíritu de fe y de sabiduría o de dinamismo, como el de Cristo. Hace
hablar en todas las lenguas y da la facultad de perdonar los pecados. Desciende de
un modo permanente sobre todos los discípulos de Jesús, como sobre Jesús mismo;
dirige constantemente a los apóstoles y a sus colaboradores como Maestro, pero
también se le puede resistir.
En su maravilloso sermón de la Cena, Jesús les dice a sus apóstoles que el Espíritu
Santo les ensenara todas las cosas y les traerá a la memoria todo lo que Él les ha
dicho, les guiara hacia la verdad completa y les comunicara las cosas venideras;
glorificara a Cristo, porque tomara de lo de Él y lo dará a conocer a los apóstoles.
San Pablo precisa maravillosamente la teología del Espíritu Santo. Es el Espíritu de
Dios y de Cristo; su operación es la misma que la del Padre y del Hijo y hace a los
justos templos de Dios y del propio Espíritu Santo. Para los fieles, es el principio de la
vida en Cristo, si bien es cierto que vivir en Cristo y en el Espíritu son una misma
cosa. Es el distribuidor de todo don; escudriña los secretos de Dios; es el don por
excelencia; nos mueve de forma que agrademos a Dios y no debemos contristarle
jamás.
Finalmente, la fórmula del bautismo, dictada por el mismo Cristo, coloca al Espíritu
Santo en un plano de igualdad con el Padre y el Hijo; y en las epístolas de San Pablo
aparecen sin cesar asociadas las tres personas divinas. De este modo, el Espíritu de
Dios, que se cernía sobre el caos primitivo en la aurora de la creación, aparece
después como un ser personal que se manifiesta en la promoción de las almas fieles
y de la sociedad cristiana, y que nos hace invocar con gemidos inenarrables la
revelación de los hijos de Dios y la redención de nuestros cuerpos. El será quien
realice la venida definitiva de Cristo
Estos son los datos fundamentales que nos proporciona la Sagrada Escritura acerca
de la persona del Espíritu Santo. A base de ellos y de los que suministra la tradición
cristiana— fuente legítima de la divina revelación al igual que la Biblia, en las debidas
condiciones— han construido los teólogos la teología completa del Espíritu Santo en
la forma que iremos viendo en las páginas siguientes.
(Royo Marín, A., El gran desconocido, BAC, Madrid, 1987, p. 20 – 24)
___________________________
*1- Lo definió expresamente el concilio Vaticano I con las siguientes palabras: “Si
alguno dijere que el Dios uno y verdadero, Creador y Señor nuestro, no puede ser
conocido con certeza por la luz natural de la razón humana por medio de las cosas
que han sido hechas, sea anatema” (D 1806).
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Comentario Teológico· Gran Enciclopedia Rialp
Pentecostés en la Sagrada Escritura
Pentecostés etimológicamente significa quincuagésimo. Designa la fiesta que se
celebra cincuenta días después de la Pascua (v.). Su origen se encuentra en el A. T.,
siendo allí una fiesta, al parecer, de origen agrícola. Su sentido, en el judaísmo
extrabíblico, pasó a ser la conmemoración de la Alianza del Sinaí (v.). A partir del
envío del Espíritu Santo en ese día por Cristo glorioso, la fiesta de P. tiene para los
cristianos un sentido nuevo. En ella se celebra la venida del Espíritu Santo sobre la
Iglesia cincuenta días después de la resurrección de Cristo.
1. La fiesta de Pentecostés en el Antiguo Testamento. En el A. T. esta fiesta recibe
diversos nombres. Sólo tardíamente, y en los libros escritos en griego, se la denomina
Pentecostés (Tob 2,1; 2 Mac 12,31 ss.; Act 2,1) debido al cómputo de tiempo con que
se establecía (v. FIESTAS II, 2b).
a. La fiesta y el día de su celebración. En Ex 23,14-17, donde se enumeran las
tres fiestas principales de los judíos, aparece, tras la fiesta de los Ázimos y con
anterioridad a la fiesta de la recolección al término del año, la fiesta de la Siega. Esta
designación indica, dentro del carácter religioso de tal fiesta, su origen agrícola: era la
acción de gracias a Dios por la recogida de la cosecha. Ese día el verdadero israelita
debía presentarse ante Yahwéh con las primicias de su trabajo, de lo que hubiese
sembrado en el campo (Ex 23,16). También se la denomina fiesta de las Semanas
(Ex 34,22; Dt 16,10; Num 28,26; 2 Par 8,13), nombre derivado del hecho de
celebrarse siete semanas después que la hoz comience a cortar las espigas (Dt 16,9);
así el día de la fiesta quedaría flotante, en dependencia del ritmo de la agricultura. Sin
embargo, en Ley 23,15-16 se fija el día desde el que ha de empezarse a contar:
«Contaréis siete semanas enteras a partir del día siguiente al sábado, desde el día en
que habréis llevado la gavilla de la ofrenda mecida, hasta el día siguiente al séptimo
sábado, contaréis cincuenta días...». Con todo, esta fijación reviste varias
interpretaciones, según el sentido que se le dé a «sábado». Si éste se entiende como
el día festivo -día de la Pascua-, se empezaría a contar al día siguiente (así Filón y
Flavio Josefo); si se entiende como el séptimo día de la semana, se empezaría a
contar el domingo siguiente a la Pascua (así los fariseos y una tradición samaritana).
También queda la duda si se contaba a partir de la terminación de la semana de los
Ázimos (Targúm Onqelos Lev 23,11.15) o a partir del domingo siguiente (libro de los
Jubileos). Lo cierto es que el nombre de la fiesta, tal como ha prevalecido, procedente
del griego, Pentecostés (Tob 2,1; 2 Mac 12,31-32; Act 2,1), indica que la fiesta guarda
relación con el cómputo de las siete semanas o los cincuenta días después de la
celebración de la Pascua, que venía a coincidir con el inicio de la siega.
b. Evolución del sentido de la fiesta en el judaísmo. La festividad daba, pues, un
carácter religioso, al acontecimiento anual agrícola, la fiesta de la siega del trigo (Ex
23,16), explicable en el ambiente sedentario del pueblo de Israel en la tierra de
Canaán. Las siete semanas marcan el tiempo transcurrido entre el inicio de la siega
de la cebada y el fin de la siega del trigo. Este día se ofrecía a Yahwéh las primicias
de la cosecha; de ahí que también reciba el nombre de «día de las primicias» (Num
28,26); éstas consistían en la presentación de los nuevos frutos: «Llevaréis de vuestra
casa, para agitarlos, dos panes hechos con dos décimas de flor de harina, y cocidos
con levadura. Son las primicias de Yahwéh» (Lev 23,17). Dado su carácter de fiesta
de acción de gracias, los panes que se ofrecían eran fermentados y no los consumía
el fuego, sino que únicamente se agitaban ante Yahwéh, junto con dos corderos de
un año, como sacrificio de comunión de todo el pueblo, y se dejaban para los
sacerdotes. Al mismo tiempo, se ofrecían también, como ofrenda de todo el pueblo,
siete corderos de un año, un novillo y dos carneros como holocausto a Yahwéh, y un
macho cabrío como sacrificio por el pecado. Era un día de descanso y alegría en el
que se convocaba reunión sagrada (Lev 23,18-21; Dt 28,26-31).
Parece ser que fue en la época del destierro y a partir de ella cuando la fiesta de
P. se relaciona con la Alianza (v.) del Sinaí (v.), adquiriendo el carácter de
commemoración de un hecho histórico pasado de la historia sagrada. Un punto de
apoyo para esta significación lo da Ex 19,1 que dice que los israelitas llegaron al
Sinaí al tercer mes -aproximadamente cincuenta días- después de la salida de Egipto,
pues ésta tuvo lugar a mitad del primer mes y llegaron a principios del tercer mes. En
la S. E., no obstante, no se encuentra esta significación de la fiesta de P., pero sí en
el libro de los Jubileos (s. II a. C.; v. APÓCRIFOS BÍBLICOS 1, 3,2), según el cual fue
en esta fecha cuando se realizaron las Alianzas con Dios, y, por tanto, en esa misma
fecha cuando había que celebrarlas. Otro indicio de esta tradición se encuentra en 2
Par 15,10-15, donde aparece la renovación de la Alianza y el juramento del pueblo de
buscar a Yahwéh, que el Targúrn identifica con la fiesta de Pentecostés. (…)
En Qumrán (v.), la fiesta de las Semanas se celebraba en día fijo: el quince del
tercer mes, y al mismo tiempo se celebraba también la renovación de la Alianza. Pero,
por otra parte, tanto Filón como F. Josefo, testigos del judaísmo ortodoxo, no dan a P.
otra significación que la religioso-agrícola. Es tras la destrucción del templo de
Jerusalén en el a. 70, cuando la fiesta de P. celebra la entrega de la ley por Dios a
Moisés en el Sinaí. Los rabinos y algunos escritos apócrifos judíos de ese tiempo
afirman claramente que en P. fue dada la ley.
2. La fiesta de Pentecostés en el Nuevo Testamento. Para la Iglesia la fiesta de P.
se llena de un significado distinto, pues es en ese día cuando le es enviado el Espíritu
Santo. El relato del libro de los Hechos de los Apóstoles es, más que una narración
minuciosa y detallada, un resumen significativo de lo ocurrido y de su repercusión
para la Iglesia y para todo el mundo. Con el día de P. empieza la presencia activa del
Espíritu Santo, la tercera Persona de la Santísima Trinidad, en la vida de la Iglesia,
infundiendo a ésta la fuerza de Cristo Salvador (V. ESPÍRITU SANTO II).
a. El acontecimiento del día de Pentecostés. Ese día se hallaban reunidos, al
parecer en el Cenáculo (v.), losDoce y, sin duda, también María, la madre de Jesús
(Act 1,13-14); ésta es la interpretación más aceptada del «todos» de Act 2,1. «De
repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso que llenó
toda la casa en que se encontraban» (Act 2,2). La primera de las señales de la
presencia del Espíritu aparece en el viento; hay cierta identificación -incluso
terminológica-, entre viento y Espíritu (ruaj, en hebreo; pneuma, en griego) (cfr. lo
3,8), y el viento aparece en el A. T. como una de las manifestaciones de la divinidad;
a veces va investido del poder creador de Dios (Ps 104, 30; Gen 1,2; 2,7; Ps 33,6).
«Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que dividiéndose se posaron sobre
cada uno de ellos» (Act 2,3); también el fuego es uno de los signos teofánicos en el
A. T. (cfr. Gen 15, 17; Ex 3,2; etc.); la forma de lenguas guarda cierta relación con el
don de lenguas que entonces se les comunica (cfr. Is 5,24; 6,6-7). «Quedaron todos
llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les
concedía expresarse» (Act 2,4); este don de lenguas parece a primera vista similar al
don de la glosolalia (v.) que aparece con frecuencia en otros lugares (Act 10,46; 19,6;
1 Cor 12,14; cfr. Mc 16,17), pero se distinguen en que el día de P. todos -partos,
medos, elamitas, etc- entendían a los Apóstoles cada uno en su propia lengua,
mientras que al que tenía el don de la glosolalia nadie le entendía, pues hablaba no
para los hombres sino para Dios (1 Cor 14,2). En el milagro de P. el don de lenguas
por el que todos los pueblos pueden oír hablar de las maravillas de Dios, además de
ser una señal de la presencia del Espíritu Santo, encierra una honda significación; con
ello se hace realidad la promesa del Señor (Act 1,8; Lc 24,47-48; Mt 28,10) de que los
Apóstoles serán sus testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta los
extremos de la tierra; y se muestra así que la Iglesia fundada por Cristo está abierta a
todos los pueblos; el entendimiento universal es a la vez el signo de la unidad de
todos los pueblos en Cristo por el Espíritu, antítesis de la dispersión por la confusión
de lenguas en Babel (Gen 11,1-9). La reacción de los que escuchan a los Apóstoles
agraciados con este don es de admiración y sorpresa, aunque debido, sin duda, al
entusiasmo y exaltación de sus palabras algunos piensan que están ebrios (Act 2,12-
13). La fuerza del Espíritu Santo que han recibido impulsa a los Apóstoles a
presentarse al pueblo y predicar, haciéndolo S. Pedro como cabeza de los once que
le acompañan (Act 2,14).
El milagro de P. ha recibido diversas explicaciones. Puede pensarse que el
Espíritu Santo comunica a los Apóstoles en aquel momento el conocimiento de otras
lenguas que las propias y por eso pueden entenderles los oyentes; con ello les facilita
la predicación del Evangelio a todas las gentes. Algunos exegetas piensan que el
milagro se produjo en el escuchar de los oyentes; los Apóstoles habrían hablado una
sola lengua, pero todos les comprendieron como si fuese en la propia de cada uno;
esta opinión, sin embargo, no está de acuerdo con la afirmación de vers. 4 «se
pusieron a hablar en otras lenguas». Representantes de la crítica liberal opinan que
se trata de una leyenda inventada por el autor a imitación de otra existente en la
literatura rabínica, según la cual, la voz de Dios cuando promulgó la ley en el Sinaí fue
oída por todas las naciones, dividiéndose para ello en setenta lenguas, tantas como
pueblos había; pero esta leyenda es, sin duda, posterior al libro de los Hechos de los
Apóstoles, y nada tiene que ver con el relato de S. Lucas como muestran los
testimonios rabínicos aducido por Strack Billerbeek, Kommentar zum Neuen
Testament, II,605-606. Según el relato, se ha de aceptar el milagro de que en aquel
momento, el Espíritu Santo comunicado a los Apóstoles les capacita para hablar
diversas lenguas y de hecho las hablan, sin que ello suponga que este don de
lenguas fuese permanente en lo sucesivo.
b. Significación del acontecimiento de Pentecostés. En primer lugar S. Pedro, en
el discurso pronunciado el mismo día de P. (Act 2,14-36), es quien da su verdadero
significado. Pentecostés ha sido el inicio de la efusión plena del Espíritu Santo,
prometida por Dios para la plenitud de los tiempos: «Es lo que dijo el profeta:
Sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi espíritu sobre toda carne y
profetizarán sus hijos y sus hijas... y Yo sobre mis siervos y sobre mis siervas
derramaré mi Espíritu... y todo el que invoque el nombre del Señor se salvará» (Act
2,16-18; Ioel 3,1-5; cfr. Ez 36,27). Los tiempos «últimos» han empezado ya con la
venida, muerte y resurrección de Cristo; señal de ello es la efusión del Espíritu que
hace hablar a los Apóstoles como verdaderos profetas, de lo cual son testigos
quienes les escuchan. Esta efusión había sido también profetizada por Juan Bautista
hablando del bautismo en Espíritu Santo que realizaría el Mesías (Mc 1,8; lo 1,26. 33);
y el mismo Jesús la había prometido para después de su resurrección y ascensión al
cielo (lo 14,26; 16,7; Act 1,5). Con la efusión del Espíritu Santo en P. culmina la
Pascua de Cristo: la Resurrección (v.) y Ascensión (v.) han sido la exaltación de
Cristo y «exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo y ha
derramado lo que veis y oís» (Act 2,33). S. Pedro prueba primero la resurrección de
Cristo por las palabras del Ps 16,8-11, y por el testimonio de los que han sido sus
discípulos (Act 2,22-32); en Cristo se han cumplido las promesas divinas de
resurrección (Ps 118,16; 110,1), y también de donación del Espíritu (Ez 36,27), pues
Cristo, ascendido a los cielos es quien concede el don del Espíritu Santo a los suyos
(Eph 4,8; cfr. Ps 68,19), para la edificación de su Cuerpo, la Iglesia.
P. marca el comienzo del tiempo de la Iglesia (v.), comunidad mesiánica,
anunciada por los profetas, en la que serán congregados todos los que estaban
dispersos (Ez 36,24; Is 42,1; cfr. lo 11,51-52). El milagro de las lenguas, la variedad
de los oyentes; y la promesa de Jesús en Act 1,8, muestran la catolicidad de esta
Iglesia animada por el Espíritu, para quien no existen fronteras, pues la promesa es
para judíos y gentiles (Act 2,38-39; 10,44-48). P. supone, por tanto, la manifestación
pública y el comienzo de la actividad misional de la Iglesia, confirmado a lo largo de
todo el libro de los Hechos de los Apóstoles por la presencia del Espíritu, que
comunica la fuerza para anunciar a Jesucristo (Act 4,8.31; 5,32; 6,10; cfr. Philp 1,19)
e interviene en las principales decisiones con respecto a los gentiles (Act 8,29.40;
10,19.44-47; 11,12-16; 15,8.28; 13,21; 16,6-7; 19,1).
Los Santos Padres han descubierto en el acontecimiento de P. además otras
significaciones. Así establecen la relación entre P. cristiano y la donación de la Ley en
el Sinaí. Escribe el Papa Siricio: «Fue en el mismo día, en el de Pentecostés, en el
que se dio la Ley, y en el que el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos para
que éstos se revistieran de autoridad y supieran predicar la Ley evangélica» (PL
X,200). Esta relación hace de la Ley del Sinaí una figura de la predicación evangélica,
lo mismo que el cordero pascual, era figura de la pasión del Señor. Aunque no
aparece explícitamente en el relato de Act 2 una referencia a la entrega de la Ley en
el Sinaí, hay vestigios que pueden apoyar esta interpretación de los Padres. Tales
son: a) el paralelismo entre Cristo y Moisés, ambos ocultados por la nube (Act 1,9; Ex
19,9); b) el que cada uno de los asistentes oyese hablar a los Apóstoles en su propia
lengua -recordar la tradición rabínica de que la Ley se escuchó en setenta lenguas-;
c) el que viese lenguas de fuego, que puede guardar relación con Ex 20,18: «todo el
pueblo vio las voces», al menos tal como interpreta esta frase una tradición
midráshica conservada por Filón: «la flama se convirtió en una palabra articulada, en
un lenguaje familiar al auditorio»; d) el que los Apóstoles proclamasen «las maravillas
de Dios» que en el A. T. significan los prodigios obrados por Dios con su pueblo a la
salida de Egipto. (…)
Otra significación que la patrística encontró en P. es su carácter de nueva creación
en la Iglesia, cuya imagen fue la creación antigua en la que también intervino el
Espíritu de Dios (Gen 1,2; cfr. Is 32,15; Ez 13,7). Igualmente se ve en P. la solemne
investidura de la Iglesia para su tarea apostólica en el mundo, de modo parecido a
como fue investido Jesús en su bautismo en el Jordán (Mt 3,16; lo 1,32).
c. Pentecostés en la Iglesia. P., como suceso histórico se determina en un tiempo
concreto de la vida de la Iglesia; pero el don del Espíritu Santo, que entonces se le
otorga, queda como algo permanente. Desde aquel día la Iglesia recibe
constantemente el Espíritu Santo que la congrega en la unidad de la fe y de la caridad
(2 Cor 3,3; Eph 4,3-4; Philp 2,1); suscita en ella los carismas para su edificación (1
Cor 12,4-11; Act 6,6; 8,17; 19, 2-6); habita en los creyentes llevándoles a confesar a
Cristo y a alabar al Padre (1 Cor 12,3; Eph 1,17; Philp 2,1). El Espíritu Santo queda
íntimamente unido a la comunidad de la Iglesia como el principio dinámico que le ha
dado origen y por el que se realiza (v. 11, 2). Al mismo tiempo el Espíritu Santo,
enviado en P. va llevando a la Iglesia a preparar el gran día de Yahwéh al final de los
tiempos (Act 2,20). Ese día será el de la vuelta gloriosa de Jesucristo (Math 24,1 ss.),
y entonces se salvarán todos los que hayan invocado su nombre (Act 2,21; Rom 10,9-
13), lo cual nadie puede hacer sino bajo la fuerza del Espíritu Santo derramado en
Pentecostés (1 Cor 12,3).
BIBL.: 1. RAMOS, Significación del fenómeno del Pentecostés apostólico, «Estudios
Bíblicos» 3 (1944) 469-494; F. FERNÁNDEZ, Pentecostés, en Enc. Bibl. VI,1009-
1014; M. DELCOR, Pentecóte, en DB (Suppl.) VIII,858-883; U. HotzMEISTER,
Questiones pentecostales, «Verbum Domini» 20 (1940) 129-138; B. N. WAMBACQ,
Pentecostés, en Diccionario Bíblico, dir. F. SPADAFORA, Barcelona 1959, 463-464.
G. ARANDA PÉREZ - (Gran Enciclopedia Rialp, Editorial Rialp, 1991)
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Santos Padres· San Agustín
El Espíritu y el don de lenguas.
1. La solemnidad del día de hoy nos trae a la memoria la grandeza del Señor
Dios y de su gracia, que ha derramado sobre nosotros. Por esto precisamente se
celebra la solemnidad: para que no se borre del recuerdo lo que acaeció una sola
vez. Solemnitas proviene de solet in anno, es decir, solemnidad indica lo que suele
acontecer cada año; del mismo modo, se habla de la perennidad de un río, porque no
se seca en el verano, sino que fluye todo el año. Perenne significa per annum (a lo
largo del año), como solemne lo que solet in anno (suele celebrarse una vez al año).
Hoy celebramos la llegada del Espíritu Santo. En efecto, el Señor envió desde el cielo
el Espíritu Santo prometido ya en la tierra. De esta manera había prometido enviarlo
desde el cielo: Él no puede venir en tanto no me vaya yo; mas, una vez que yo me
haya ido, os lo enviaré. Por eso padeció, murió, resucitó y ascendió; sólo le quedaba
cumplir la promesa. Era lo que esperaban sus discípulos, ciento veinte personas,
según está escrito; es decir, diez veces el número de los apóstoles. Eligió, en efecto,
a doce y envió el Espíritu sobre ciento veinte. A la espera de esta promesa, estaban
reunidos en una casa orando, puesto que deseaban ya con la misma fe lo mismo que
con la oración y anhelo espiritual. Eran odres nuevos a la espera del vino nuevo del
cielo que llegó. Aquel gran racimo había sido ya pisoteado y glorificado. Leemos, en
efecto, en el evangelio: Aún no se había dado el Espíritu, porque Jesús aún no había
sido glorificado.
2. Ya habéis escuchado cuál fue su respuesta: un gran milagro. Cada uno de
los presentes no había aprendido más que una sola lengua. Vino el Espíritu Santo,
fueron llenados de él, y comenzaron a hablar en las distintas lenguas de todos los
pueblos que ni conocían ni habían aprendido. Se las enseñaba el que había venido;
entró a ellos, y los llenó hasta rebosar. Y ésta era entonces la señal: todo el que
recibía el Espíritu, nada más sentirse lleno de él, hablaba en las lenguas de todos. Y
esto no sólo los ciento veinte. Las mismas Escrituras nos enseñan que luego
creyeron otros hombres, quienes fueron bautizados, recibieron el Espíritu Santo y
hablaron en las lenguas de todos los pueblos. Los presentes se asustaron, unos
admirándose, otros burlándose, hasta el punto de decir: Esos están borrachos y llenos
de vino. Lo decían en plan de burla, pero algo cierto decían: eran odres llenos de vino
nuevo. Cuando se leyó el evangelio oísteis: Nadie echa el vino nuevo en odres viejos.
El hombre carnal no comprende las cosas del espíritu. La carne es vetustez, la gracia
novedad. Cuanto más se renueve el hombre para mejor, tanto más comprende,
porque gusta lo verdadero. Borbotaba el mosto, y de ese borboteo fluían las lenguas
de los pueblos.
3. ¿Acaso, hermanos, no se otorga ahora el Espíritu Santo? Quien así piense
no es digno de recibirlo. También ahora se da. « ¿Por qué entonces nadie habla en
las lenguas de todos los pueblos, como hablaban los que entonces estaban llenos del
Espíritu Santo? ¿Por qué?» Porque se ha cumplido lo significado mediante aquel
hecho. ¿Qué cosa? Recordad que, cuando celebramos el día cuarenta después de
Pascua, os indiqué que Jesucristo el Señor nos confió la Iglesia y luego ascendió a
los cielos. Le preguntaron los discípulos cuándo tendría lugar el fin del mundo. Él les
respondió: No os corresponde a vosotros conocer el tiempo, que el Padre se reservó
en su poder. Entonces hacía aún la promesa que hoy cumplió: Recibiréis la fuerza del
Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, y en
toda Judea, y Samaría, y hasta los confines de la tierra. La Iglesia, reunida entonces
en una casa, recibió el Espíritu Santo: constaba de pocos hombres, pero estaba
presente en las lenguas del orbe entero. He aquí lo que se buscaba entonces. En
efecto, el que aquella minúscula Iglesia hablase las lenguas de todos los hombres,
¿qué significaba sino que esta gran Iglesia habla las lenguas de todos los hombres
desde la salida del sol hasta su ocaso? Ahora se cumple lo que entonces era una
promesa. Escuchamos la promesa y vemos su cumplimiento. Escucha, hija; mira. A la
reina misma se dijo: Escucha, hija; mira: escucha la promesa, mírala realizada. No te
ha engañado tu Dios, no te ha engañado tu esposo, no te ha engañado quien dio
como dote su propia sangre, no te ha engañado quien de fea te hizo hermosa, y de
ramera, virgen. Tú has recibido una promesa que eres tú misma; promesa recibida
cuando constabas de pocos y cumplida ahora que posees a tantos.
4. Que nadie diga, pues: «He recibido el Espíritu Santo; ¿por qué no hablo las
lenguas de todos los pueblos?» Si queréis poseer el Espíritu Santo, prestad atención,
hermanos míos. Nuestro espíritu, gracias al cual vive todo hombre, se llama alma, y
ya veis cuál es la función del alma respecto al cuerpo. Da vigor a todos los miembros;
ella ve por los ojos, oye por los oídos, huele por las narices, habla por la lengua, obra
mediante las manos y camina mediante los pies; está presente en todos los miembros
al mismo tiempo para mantenerlos en vida; da vida a todos y a cada uno su función.
No oye el ojo, ni ve el oído ni la lengua, ni habla el oído o el ojo; pero, con todo,
viven: vive el oído, vive la lengua: son diversas las funciones, pero una misma la vida.
Así es la Iglesia de Dios: en unos santos hace milagros, en otros proclama la verdad,
en otros guarda la virginidad, en otros la castidad conyugal; en unos una cosa y en
otros otra; cada uno realiza su función propia, pero todos viven la misma vida. Lo que
es el alma respecto al cuerpo del hombre, eso mismo es el Espíritu Santo respecto al
cuerpo de Cristo que es la Iglesia. El Espíritu Santo obra en la Iglesia lo mismo que el
alma en todos los miembros de un único cuerpo. Más ved de qué debéis guardaros,
qué tenéis que cumplir y qué habéis de temer. Acontece que en un cuerpo humano,
mejor, de un cuerpo humano, hay que amputar un miembro: la mano, un dedo, un pie.
¿Acaso el alma va tras el miembro cortado? Mientras estaba en el cuerpo vivía; una
vez cortado perdió la vida. De idéntica manera, el hombre cristiano es católico
mientras vive en el cuerpo; el hacerse hereje equivale a ser amputado, y el alma no
sigue a un miembro amputado. Por tanto, si queréis recibir la vida del Espíritu Santo,
conservad la caridad, amad la verdad y desead la unidad para llegar a la eternidad.
Amén.
SAN AGUSTÍN, Sermones (4º) (t. XXIV), Sermón 267, 1-4, BAC Madrid 1983, 731-35
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Aplicación· P. José A. Marcone, I.V.E.. S.S. Francisco p.p.· San Juan Pablo II· S.S. Benedicto XVI
P. Lic. José A. Marcone, I.V.E.
La persona y la misión del Espíritu Santo
(Hech 2,1-11)
Introducción
Dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “En el día de Pentecostés se revela
plenamente la Santísima Trinidad” (CEC, 732). Esta breve frase del Catecismo es el
resumen más conciso y denso de significado de la Solemnidad que celebramos hoy.
Podemos explanarla con otra frase del Catecismo: “El día de Pentecostés (al término
de las siete semanas pascuales), la Pascua de Cristo se consuma con la efusión del
Espíritu Santo que se manifiesta, da y comunica como Persona divina: desde su
plenitud, Cristo, el Señor (cf. Hch 2,36), derrama profusamente el Espíritu” (CEC,
731). Pentecostés es la revelación plena y definitiva del Espíritu Santo como tercera
persona de la Santísima Trinidad y, al mismo tiempo, revelación de la misión que el
Espíritu Santo debe cumplir en el mundo.
1. La revelación del Espíritu Santo como persona divina
En el AT no hubo una revelación explícita de la Santísima Trinidad*1 y, por lo tanto,
tampoco del Espíritu Santo como persona divina. Pero sí hay en el AT claras
insinuaciones que preparaban la revelación del Espíritu Santo como persona divina
que se daría en el NT.
El Espíritu de Dios en el AT es un atributo de Dios. Este atributo de Dios actúa en el
mundo y en el hombre, muchas veces usando un antropomorfismo como si el Espíritu
fuera una persona. Al Espíritu de Dios se le atribuye en el AT la creación del mundo
(cf. Gén 1,2; Sab 1,7; Sal 33,6); el poder del rey (Is 11,2-8); la protección del pueblo
de Dios (Is 63,11-14), la educación de los hombres en la virtud (Neh 9,20; Zac
7,12)*2. Pero en Is 63,11-14 está claramente personificado como un pastor que cuida
a su rebaño, el pueblo de Dios. Dice el profeta Isaías: “Entonces se acordó de los
días antiguos, de Moisés su siervo. ¿Dónde está el que los sacó de la mar, el pastor
de su rebaño? ¿Dónde el que puso en él su Espíritu santo, el que hizo que su brazo
fuerte marchase al lado de Moisés? (…). El Espíritu de Yahveh los llevó a descansar.
Así guiaste a tu pueblo, para hacerte un nombre glorioso” (Is 63,11-14; cf. también Is
11,2 y Sab 9,17). Todo esto preparaba la revelación del Espíritu Santo como persona
divina.
La primera revelación explícita y pública del Espíritu Santo como persona divina se
realiza en el Bautismo de Jesús, en el momento en que Jesús inicia su predicación.
Allí los tres evangelistas sinópticos dicen que el Espíritu Santo se hizo presente en
forma de paloma (Mt 3,16; Mc 1,10; Lc 3,22)*3. En la narración del Bautismo de Jesús
Mateo lo llama ‘Espíritu de Dios’ (tò pneûma toû Theoû); Lucas lo llama ‘Espíritu
Santo’ (tò pneûma tò hágion); y Marcos, simplemente ‘el Espíritu’ (tò pneûma). Allí se
ponen en un mismo plano al Padre, presente en la voz que se oye desde el cielo; al
Hijo, presente en la persona de Jesús y al Espíritu Santo, presente en forma de
paloma.
Durante su vida pública Jesucristo hablará muchísimas veces del Espíritu Santo como
una persona divina. Sin embargo, son dos los textos en los que el Espíritu Santo es
presentado con toda intención como uno de la Trinidad. El primero de ellos es Jn
14,16. Después de afirmar su divinidad (“Creen en Dios y crean también mí”, Jn 14,1),
Jesús les dice a sus discípulos: “Yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito” (Jn
14,16). Al decir ‘otro’ Jesús está afirmando que el Espíritu Santo, el Paráclito, es Dios
como lo es Jesús, sin que haya superioridad o inferioridad de uno a otro. Jesús, que
es Dios Hijo recibe la misma adoración y gloria que el Espíritu Santo, ‘el otro
Paráclito’.
El segundo texto, el más definitivo y absoluto de los cuatro evangelios se encuentra
en Mt 28,19: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (eis tò ónoma toû Patròs kaì toû
Hyioû kaì toû Hagíou Pneúmatos)”. El Espíritu Santo es revelado como uno de la
Trinidad, sin que sea inferior ni al Padre ni al Hijo. Además, al decir ‘el’ nombre, en
singular, se está afirmando la unidad de naturaleza. Y al repetir por tres veces la
partícula ‘y’ (en griego: kaì) se está afirmando la distinción de personas.
En Pentecostés, la solemnidad que celebramos hoy, la revelación del Espíritu Santo
como persona divina se hace de una manera pública. Los signos con los que el
Espíritu Santo se revela son el fuego, el viento y el tremor del lugar (al cual acompaña
un gran rumor). Pero el resultado real es que los discípulos “quedaron todos llenos
del Espíritu Santo” (Hech 2,4), lo cual no puede aceptarse sino se lo interpreta como
una persona divina*4.
La predicación de Pedro el día de Pentecostés (Hech 2,14-40) servirá de
interpretación del hecho de la venida del Espíritu Santo. La interpretación es la
siguiente: Jesucristo es el Kýrios*5, el Señor, que, resucitado, envía a la tercera
persona de la Santísima Trinidad para que los hombres crean en Jesús y se unan a
Él. El Espíritu Santo es presentado otra vez como uno de la Trinidad: “Jesús, que fue
exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha
derramado lo que vosotros veis y oís” (Hech 2,33). Es Jesús el que entrega a esta
persona divina*6.
La revelación plena del Espíritu Santo como persona divina y el envío y don que
Jesús hace de Él en Pentecostés tienen una razón de ser. Esa razón de ser es lo que
configura la misión del Espíritu Santo en el hombre y en el mundo.
2. La misión del Espíritu Santo en el hombre y en el mundo
Jesús fundó la Iglesia, y el Espíritu Santo la continua, la extiende, la solidifica y la
santifica. La obra de Jesús respecto a su Iglesia es la misma obra que la del Espíritu
Santo. La misión del Hijo hecho hombre y la misión del Espíritu Santo es una sola
misión conjunta. Por eso dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “Este Designio
Divino, que se consuma en Cristo, ‘primogénito’ y Cabeza de la nueva creación, se
realiza en la humanidad por el Espíritu que nos es dado: la Iglesia, la comunión de los
santos, el perdón de los pecados (…)” (CEC, 686). Y también dice el Catecismo: “La
misión conjunta y mutua se desplegará desde entonces en los hijos adoptados por el
Padre en el Cuerpo de su Hijo: la misión del Espíritu de adopción será unirlos a Cristo
y hacerles vivir en él” (CEC, 690)*7.
Jesucristo fundó la Iglesia sobre tres pilares fundamentales: 1. Una profesión de fe
recta en que Él, Jesucristo, es Dios hecho hombre, el Verbo hecho carne (Jn 1,14), la
segunda persona de la Santísima Trinidad que asumió una naturaleza humana
completa. 2. Una jerarquía clarísima manifestada en la institución de Pedro como
Piedra y Cabeza de la comunidad, y en el Colegio Apostólico con Pedro como
Cabeza. Esto lo hizo cuando ‘los hizo Doce’ (epoíese Dódeka, Mc 3,14) y cuando le
anunció a Pedro: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18).
3. Los sacramentos como medios de salvación y santificación de los hombres,
especialmente el Bautismo (Mt 28,19) y la Eucaristía (Mt 26,26-29; Mc 14,22-25; Lc
22,15-20; cf. Jn 6,51-58).
A partir de Pentecostés el Espíritu Santo continua, consolida y amplía la obra de
Cristo. “ ‘Cuando el Hijo terminó la obra que el Padre le encargó realizar en la tierra,
fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés para que santificara
continuamente a la Iglesia’ (LG 4). Es entonces cuando ‘la Iglesia se manifestó
públicamente ante la multitud; se inició la difusión del evangelio entre los pueblos
mediante la predicación’ (AG 4). (…) Para realizar su misión, el Espíritu Santo ‘la
construye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos’ (LG 4).” (CEC, 767.
768). El Espíritu Santo viene en Pentecostés para “alimentar, sanar, vivificar y
organizar en sus funciones mutuas” a los miembros de la Iglesia (CEC, 739)*8.
Por esta razón podemos considerar que hoy, día de Pentecostés, la Iglesia es
presentada oficialmente al mundo y manifestada públicamente. Por lo tanto, se puede
hablar del día de la fundación de la Iglesia Católica, siempre y cuando se entienda
esto en continuidad con la obra de Cristo.
En Pentecostés, y a partir de ese momento hasta el fin de los tiempos, el Espíritu
Santo fortalece y solidifica los tres elementos esenciales de la Iglesia Católica recién
mencionados. En efecto, en primer lugar, en su discurso San Pedro afirma con fuerza
la humanidad y la divinidad de Jesucristo cuando dice: “Sepa, pues, con certeza toda
la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros
habéis crucificado” (Hech 2,36). ‘Señor’ es el título de Kýrios que se atribuía
solamente a Yahveh, como ya dijimos. En segundo lugar, Pedro, al dar su discurso se
presenta como la Cabeza de la Iglesia*9. En tercer lugar, la venida del Espíritu Santo
culmina con el Bautismo de tres mil personas (Hech 2,41) e inmediatamente, Hech
2,42, se menciona ‘la fracción del pan’ (klásis toû ártou), que es la Eucaristía*10.
Para poder decir que alguien pertenece en sentido propio a la Iglesia Católica
debe estar unido visiblemente a ella a través de estas tres cosas: a) a través de la
profesión de fe, que está íntegramente expresada en el Credo; b) a través de la
recepción de los sacramentos, primera y fundamentalmente del bautismo; c) a través
de la subordinación y la obediencia a la jerarquía; en primer lugar al Papa, que “tiene
sobre la Iglesia, en virtud de su cargo, es decir, como Vicario de Cristo y Pastor de
toda la Iglesia, plena, suprema y universal potestad, que puede siempre ejercer
libremente”*11; en segundo lugar a los obispos: “Cuando la Iglesia católica afirma que
la función del Obispo de Roma responde a la voluntad de Cristo, no separa esta
función de la misión confiada a todos los Obispos, también ellos ‘vicarios y legados de
Cristo’. El Obispo de Roma pertenece a su ‘colegio’ y ellos son sus hermanos en el
ministerio”*12. Si faltara una de estas tres cosas no podría hablarse de pertenencia
plena a la Iglesia Católica.
A esto debe ir unido un convencimiento pleno de que la única Iglesia verdadera es la
Iglesia Católica porque es la única que conserva estas tres notas. Por eso dice el
Concilio Vaticano II: “Esta Iglesia, establecida y organizada en este mundo como una
sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los
Obispos en comunión con él”*13. Y otro importante documento de la Iglesia dice: “Los
fieles están obligados a profesar que existe una continuidad histórica -radicada en la
sucesión apostólica- entre la Iglesia fundada por Cristo y la Iglesia Católica: ‘Es esta
la única Iglesia de Cristo (...) que nuestro Salvador, después de la resurrección (cf. Jn
21,17), dio para apacentar a Pedro, confiándole a él y a los otros apóstoles su
difusión y su guía (cf. Mt 28,18ss); Él la erigió para siempre como columna y
fundamento de la verdad (cf. 1Tim 3,15). Esta Iglesia, constituida y organizada en
este mundo como sociedad, subsiste (subsistit in) en la Iglesia Católica, gobernada
por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él’ (LG, 8)”*14.
Si la Iglesia Católica es la única verdadera ella es la que posee la verdad. A la
acusación de que los católicos se creen dueños de la verdad porque son capaces de
determinar dogmas hay que responder: “Nosotros los católicos no somos ni los
creadores ni los dueños de la verdad; pero sí somos los depositarios de la Verdad”. A
la Iglesia Católica Jesucristo, Dios y hombre, le entregó la verdad para que la custodie
y la anuncie a todos los pueblos. “Yo pediré al Padre y os dará (…) el Espíritu de la
verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero
vosotros le conocéis, porque mora con vosotros” (Jn 14,16.17). “Cuando venga él, el
Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa” (Jn 16,13). Los católicos no
somos ni los creadores ni los dueños de la verdad, pero sí somos los únicos que
poseemos ‘la verdad completa’ para custodiarla y anunciarla.
Por eso “aquellos que están incorporados a la Iglesia Católica deben considerarse
privilegiados”*15. Y dice Pablo VI: “No es orgullo, no es presunción, no es
obstinación, no es locura, sino luminosa certeza y gozosa convicción la que tenemos
de haber sido constituidos miembros vivos y genuinos del Cuerpo de Cristo, de ser
auténticos herederos del Evangelio de Cristo, de ser continuadores directos de los
Apóstoles, de poseer el gran patrimonio de verdades y costumbres que caracterizan a
la Iglesia Católica tal cual hoy es: la herencia intacta y viva de la tradición originaria
apostólica”*16.
Y San Juan Pablo Magno nos insta a tener ‘un santo orgullo’ de ser católicos:
“Uno de los grandes dones (…) que los miembros de la Iglesia, especialmente los
pastores, pueden ofrecer al Señor de la historia (…) es un ‘santo orgullo’ en la
fidelidad constante de la Iglesia a lo que ha recibido, una nueva confianza en la gracia
y en la misión perennes que la envían entre los pueblos del mundo como testigo del
amor y de la misericordia salvíficos de Dios. Sólo si el pueblo de Dios reconoce el don
que ha recibido en Cristo, será capaz de comunicarlo a los demás mediante el
anuncio y el diálogo”*17.
Conclusión
En Hech 2,42, apenas terminado el relato de la venida del Espíritu Santo en
Pentecostés, se dice: “Los bautizados acudían asiduamente a la enseñanza de los
apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones”. Benedicto XVI,
como dijimos, ve en esto una “definición de Iglesia” porque están presentes la
jerarquía de los apóstoles, la unión de todo el Cuerpo por obra de la Trinidad, la
Eucaristía y la Liturgia. Pero otros autores, sin que su opinión implique una exclusión
de lo que dice Benedicto XVI, dicen que se trata, en realidad, de la explicitación de lo
que es la misma Misa. En efecto, en la Misa tenemos la Liturgia de la Palabra
(explicación de las Sagradas Escrituras interpretadas por los Apóstoles), la
recolección de bienes para los pobres (comunión), el sacrificio eucarístico (fracción
del pan) y las oraciones litúrgicas que nos unen a todos en la comunión de santos.
De esta manera, lo que Hech 2,42 querría significar es que la comunidad de los
bautizados, por obra del Espíritu Santo venido en Pentecostés, se convirtió en una
comunidad profundamente eucarística. La primitiva Iglesia era la fundamentalmente
eucarística y esto por obra del Espíritu Santo enviado por Jesús*18. Concurriendo a
Misa, participando del Santo Sacrificio, ofreciendo nuestras personas junto con la
Víctima y comulgando el Cuerpo de Cristo realizamos plenamente en nosotros la
acción fundamental que el Espíritu Santo vino a hacer en Pentecostés.
Entre los discípulos que estaban reunidos en el Cenáculo y recibieron el
Espíritu Santo en Pentecostés estaba la discípula por excelencia, la Virgen María.
Dice la Lumen Gentium: “Vemos que los Apóstoles, antes del día de Pentecostés,
«perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María, la Madre de
Jesús, y con los hermanos de éste» (Hch 1, 14), y que también María imploraba con
sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación ya la había cubierto a ella
con su sombra”*19. La oración de María fue una de las causas más poderosas para
impetrar la venida del Espíritu Santo. Así también, nuestro amor y recurso
permanente a la Virgen María hará que Pentecostés se repita constantemente en
nuestras vidas.
________________________________________________________
*1- Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 174, a. 6 c.
*2- Cf. Hulsboch, A., voz Sabiduría, en Hag, H.-Van der Born, a.-De Ausejo, s.,
Diccionario de la Biblia (DB), Ed. Herder, Barcelona, 1987, col. 1744.
*3- Dice el Catecismo de la Iglesia Católica respecto a la paloma como símbolo del
Espíritu Santo: “Los símbolos del Espíritu Santo. La paloma. Al final del diluvio (cuyo
simbolismo se refiere al Bautismo), la paloma soltada por Noé vuelve con una rama
tierna de olivo en el pico, signo de que la tierra es habitable de nuevo(cf. Gén 8,8-12).
Cuando Cristo sale del agua de su bautismo, el Espíritu Santo, en forma de paloma,
baja y se posa sobre él (cf. Mt 3,16 par.). El Espíritu desciende y reposa en el corazón
purificado de los bautizados. En algunos templos, la santa Reserva eucarística se
conserva en un receptáculo metálico en forma de paloma (el columbarium),
suspendido por encima del altar. El símbolo de la paloma para sugerir al Espíritu
Santo es tradicional en la iconografía cristiana” (CEC, nº 701).
*4- Dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “El Espíritu Santo es el ‘último’ en la
revelación de las personas de la Santísima Trinidad. San Gregorio Nacianceno, ‘el
Teólogo’, explica esta progresión por medio de la pedagogía de la ‘condescendencia’
divina: ‘El Antiguo Testamento proclamaba muy claramente al Padre, y más
obscuramente al Hijo. El Nuevo Testamento revela al Hijo y hace entrever la divinidad
del Espíritu. Ahora el Espíritu tiene derecho de ciudadanía entre nosotros y nos da
una visión más clara de sí mismo. En efecto, no era prudente, cuando todavía no se
confesaba la divinidad del Padre, proclamar abiertamente la del Hijo y, cuando la
divinidad del Hijo no era aún admitida, añadir el Espíritu Santo como un fardo
suplementario si empleamos una expresión un poco atrevida ... Así por avances y
progresos ‘de gloria en gloria’, es como la luz de la Trinidad estalla en resplandores
cada vez más espléndidos’ (San Gregorio Nacianceno, or. theol. 5, 26)” (CEC, nº
684).
*5- Kýrios = Señor, es el título con que la Biblia griega de los LXX traduce el término
Yahveh.
*6- Recordemos que, en el misterio intra-trinitario, el Hijo procede del Padre; y el
Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. El hecho que Jesús pueda enviar al
Espíritu Santo al mundo es continuación de la procedencia del Espíritu Santo del Hijo
dentro de la Trinidad. La misión del Espíritu Santo en el mundo es producto de la
misión del Espíritu Santo a partir del Hijo y del Padre dentro de la Trinidad. El Padre y
el Hijo son al modo de un único principio de espiración (cf. CEC, 246).
*7- Dice también el Catecismo: “Desde el comienzo y hasta de la consumación de los
tiempos, cuando Dios envía a su Hijo, envía siempre a su Espíritu: la misión de
ambos es conjunta e inseparable” (CEC, 743).
*8- Dice el Concilio Vaticano II: “El Espíritu Santo guía la Iglesia a toda la verdad (cf.
Jn 16, 13), la unifica en comunión y ministerio, la provee y gobierna con diversos
dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (cf. Ef 4,11-12; 1 Co
12,4; Ga 5,22). Con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva
incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo” (Concilio
Vaticano II, Constitución Dogmática Lumen Gentium, sobre la Iglesia, nº 4).
*9- El Concilio Vaticano II, hablando de la institución de los Doce y de su misión de
predicar el evangelio, de santificar a los fieles y de gobernar la Iglesia, dice: “En esta
misión fueron confirmados plenamente el día de Pentecostés (cf. Hch 2,1-36), según
la promesa del Señor: «Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que vendrá sobre
vosotros, y seréis mis testigos así en Jerusalén como en toda la Judea y Samaría y
hasta el último confín de la tierra» (Hch 1,8). Los Apóstoles, pues, predicando en
todas partes el Evangelio (cf. Mc 16,20), recibido por los oyentes bajo la acción del
Espíritu Santo, congregan la Iglesia universal que el Señor fundó en los Apóstoles y
edificó sobre el bienaventurado Pedro, su cabeza, siendo el propio Cristo Jesús la
piedra angular (cf. Ap 21, 14; Mt 16, 18; Ef 2, 20)” (Concilio Vaticano II, Constitución
Dogmática Lumen Gentium, sobre la Iglesia, nº 19).
*10- Respecto a esto dice Benedicto XVI: “En los Hechos de los Apóstoles, San
Lucas nos da una especie de definición de la Iglesia, entre cuyos elementos
constitutivos enumera la adhesión a la ‘enseñanza de los Apóstoles’, a la ‘comunión’
(koinonia), a la ‘fracción del pan’ y a la ‘oración’ (cf. Hech 2,42).” (Benedicto XVI,
Deus Caritas est, nº 20).
*11- Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Lumen Gentium, sobre la Iglesia, nº
22.
*12- San Juan Pablo II, Carta Encíclica Ut unum sint, sobre el empeño ecuménico,
año 1995, nº 95.
*13- Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Lumen Gentium, sobre la Iglesia, nº
8.
*14- Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus, sobre la
unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia, año 2000, nº 16.
*15- San Juan Pablo ii, Carta Encíclica Redemptoris Missio, sobre la permanente
validez del mandato misionero, año 1990, nº 11.
*16- Pablo vi, Carta Encíclica Ecclesiam Suam, sobre los caminos por los cuales la
Iglesia Católica tiene hoy que cumplir su mandato, año 1964, nº 22.
*17- San Juan Pablo ii, Exhortación Apostólica Postsinodal Ecclesia in Asia, año 1999,
nº 31.
*18- Dice Joseph Jungmann: “O. Bauernfeind, Die Apostelgeschichte: ‘Theol.
Handkomentar zum N. T.’, 5 (Leipzig 1939) 54, se muestra inclinado a darle una
interpretación litúrgica a Hech 2,42: los cristianos escuchan la doctrina de los
apóstoles, aportan su contribución, se parte el pan y se rezan las oraciones. ‘Lo que
San Lucas propiamente quiere decir es que la comunidad de los cristianos fue
esencialmente comunidad eucarística’” (Jungmann, J., El Sacrificio de la Misa. Tratado
histórico – litúrgico, BAC, Madrid, 1963, nº 6, p. 27, nota 19).
*19- Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Lumen Gentium, sobre la Iglesia, nº
59.
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S.S. Francisco p.p.
«Se llenaron todos de Espíritu Santo» (Hch 2, 4).
Hablando a los Apóstoles en la Última Cena, Jesús dijo que, tras marcharse de este
mundo, les enviaría el don del Padre, es decir, el Espíritu Santo (cf.Jn 15, 26). Esta
promesa se realizó con poder el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo
descendió sobre los discípulos reunidos en el Cenáculo. Esa efusión, si bien
extraordinaria, no fue única y limitada a ese momento, sino que se trata de un
acontecimiento que se ha renovado y se renueva aún. Cristo glorificado a la derecha
del Padre sigue cumpliendo su promesa, enviando a la Iglesia el Espíritu vivificante,
que nos enseña y nos recuerda y nos hace hablar.
El Espíritu Santo nos enseña: es el Maestro interior. Nos guía por el justo camino, a
través de las situaciones de la vida. Él nos enseña el camino, el sendero. En los
primeros tiempos de la Iglesia, al cristianismo se le llamaba «el camino» (cf. Hch 9, 2),
y Jesús mismo es el camino. El Espíritu Santo nos enseña a seguirlo, a caminar
siguiendo sus huellas. Más que un maestro de doctrina, el Espíritu Santo es un
maestro de vida. Y de la vida forma parte ciertamente también el saber, el conocer,
pero dentro del horizonte más amplio y armónico de la existencia cristiana.
El Espíritu Santo nos recuerda, nos recuerda todo lo que dijo Jesús. Es la memoria
viviente de la Iglesia. Y mientras nos hace recordar, nos hace comprender las
palabras del Señor.
Este recordar en el Espíritu y gracias al Espíritu no se reduce a un hecho mnemónico,
es un aspecto esencial de la presencia de Cristo en nosotros y en su Iglesia. El
Espíritu de verdad y de caridad nos recuerda todo lo que dijo Cristo, nos hace entrar
cada vez más plenamente en el sentido de sus palabras. Todos nosotros tenemos
esta experiencia: un momento, en cualquier situación, hay una idea y después otra se
relaciona con un pasaje de la Escritura... Es el Espíritu que nos hace recorrer este
camino: la senda de la memoria viva de la Iglesia. Y esto requiere de nuestra parte
una respuesta: cuanto más generosa es nuestra respuesta, en mayor medida las
palabras de Jesús se hacen vida en nosotros, se convierten en actitudes, opciones,
gestos, testimonio. En esencia, el Espíritu nos recuerda el mandamiento del amor y
nos llama a vivirlo.
Un cristiano sin memoria no es un verdadero cristiano: es un cristiano a mitad de
camino, es un hombre o una mujer prisionero del momento, que no sabe tomar en
consideración su historia, no sabe leerla y vivirla como historia de salvación. En
cambio, con la ayuda del Espíritu Santo, podemos interpretar las inspiraciones
interiores y los acontecimientos de la vida a la luz de las palabras de Jesús. Y así
crece en nosotros la sabiduría de la memoria, la sabiduría del corazón, que es un don
del Espíritu. Que el Espíritu Santo reavive en todos nosotros la memoria cristiana. Y
ese día, con los Apóstoles, estaba la Mujer de la memoria, la que desde el inicio
meditaba todas esas cosas en su corazón. Estaba María, nuestra Madre. Que Ella
nos ayude en este camino de la memoria.
El Espíritu Santo nos enseña, nos recuerda, y —otro rasgo— nos hace hablar, con
Dios y con los hombres. No hay cristianos mudos, mudos en el alma; no, no hay sitio
para esto.
Nos hace hablar con Dios en la oración. La oración es un don que recibimos
gratuitamente; es diálogo con Él en el Espíritu Santo, que ora en nosotros y nos
permite dirigirnos a Dios llamándolo Padre, Papá, Abbà (cf. Rm 8, 15; Gal 4, 6); y
esto no es sólo un «modo de decir», sino que es la realidad, nosotros somos
realmente hijos de Dios. «Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son
hijos de Dios» (Rm 8, 14).
Nos hace hablar en el acto de fe. Ninguno de nosotros puede decir: «Jesús es el
Señor» —lo hemos escuchado hoy— sin el Espíritu Santo. Y el Espíritu nos hace
hablar con los hombres en el diálogo fraterno. Nos ayuda a hablar con los demás
reconociendo en ellos a hermanos y hermanas; a hablar con amistad, con ternura,
con mansedumbre, comprendiendo las angustias y las esperanzas, las tristezas y las
alegrías de los demás.
Pero hay algo más: el Espíritu Santo nos hace hablar también a los hombres en
laprofecía, es decir, haciéndonos «canales» humildes y dóciles de la Palabra de Dios.
La profecía se realiza con franqueza, para mostrar abiertamente las contradicciones y
las injusticias, pero siempre con mansedumbre e intención de construir. Llenos del
Espíritu de amor, podemos ser signos e instrumentos de Dios que ama, sirve y dona
la vida.
Recapitulando: el Espíritu Santo nos enseña el camino; nos recuerda y nos explica
las palabras de Jesús; nos hace orar y decir Padre a Dios, nos hace hablar a los
hombres en el diálogo fraterno y nos hace hablar en la profecía.
El día de Pentecostés, cuando los discípulos «se llenaron de Espíritu Santo», fue el
bautismo de la Iglesia, que nace «en salida», en «partida» para anunciar a todos la
Buena Noticia. La Madre Iglesia, que sale para servir. Recordemos a la otra Madre, a
nuestra Madre que salió con prontitud, para servir. La Madre Iglesia y la Madre María:
las dos vírgenes, las dos madres, las dos mujeres. Jesús había sido perentorio con
los Apóstoles: no tenían que alejarse de Jerusalén antes de recibir de lo alto la fuerza
del Espíritu Santo (cf. Hch 1, 4.8). Sin Él no hay misión, no hay evangelización. Por
ello, con toda la Iglesia, con nuestra Madre Iglesia católica invocamos: ¡Ven, Espíritu
Santo!
(Basílica Vaticana Domingo 8 de junio de 2014)
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San Juan Pablo II
“Señor, envía tu Espíritu y renueva la faz de la tierra”.
Así grita la Iglesia en la liturgia de la solemnidad de Pentecostés.
Señor, envía tu Espíritu y renueva la faz de la tierra.
Potente es el soplo de Pentecostés. Eleva, con la fuerza del Espíritu Santo, la tierra y
todo el mundo creado a Dios, por medio del cual existe todo lo que existe.
Por esto, cantamos con el Salmista: “¡Cuántas son tus obras, Señor!/ la tierra está
llena de tus criaturas” (Sal 103/104,24).
Miramos el orbe terrestre, abarcamos la inmensidad de la creación y continuamos
proclamando con el Salmista: “Les retiras el aliento y expiran,/ y vuelven a ser polvo;/
envías tu aliento y los creas,/ y repueblas la faz de la tierra” (Sal 103/104,29-30).
Profesamos la potencia del Espíritu Santo en la Obra de la creación: el mundo visible
tiene su origen en la invisible Sabiduría, Omnipotencia y Amor. Y, por esto, deseamos
hablar a las criaturas con las palabras que ellas oyeron a su Creador en el Comienzo,
cuando vio que eran “buenas”, “muy buenas”. Y, por esto cantamos: “Bendice, alma
mía, al Señor./ ¡Dios mío, qué grande eres!.../ Gloria a Dios para siempre,/ goce el
Señor con sus obras” (Sal 103/104,1.31).
En el templo grande e inmenso de la creación queremos festejar hoy el nacimiento de
la Iglesia. Precisamente por esto repetimos: “¡Señor, envía tu Espíritu, y renueva la
faz de la tierra!”.
Y repetimos estas palabras reuniéndonos en el Cenáculo de Pentecostés:
efectivamente, allí el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles, reunidos con la
Madre de Cristo, y allí nació la Iglesia para servir a la renovación de la faz de la tierra.
Al mismo tiempo, entre todas las criaturas, que han venido a ser obra de las manos
humanas, elegimos el Pan y el Vino. Los llevamos al altar. En efecto, la Iglesia, que
nació el día de Pentecostés de la potencia del Espíritu Santo, nace constantemente de
la Eucaristía, donde el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre del
Redentor. Y esto ocurre también gracias a la potencia del Espíritu Santo.
Nos encontramos en el Cenáculo de Jerusalén el día de Pentecostés. Pero
simultáneamente la liturgia de esta solemnidad nos lleva al Cenáculo “la tarde de la
resurrección”. Precisamente allí, a pesar de que las puertas estaban cerradas, vino
Jesús a los discípulos reunidos y todavía atemorizados.
Después de mostrarles las manos y el costado, como prueba que era el mismo que
había sido crucificado, les dijo: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así
también os envío yo. Y diciendo esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid
el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a
quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20,21-23).
Así, pues, la tarde del día de la resurrección, los Apóstoles, encerrados en el silencio
del Cenáculo, recibieron el mismo Espíritu Santo, que descendió sobre ellos cincuenta
días después, a fin de que, inspirados por su fuerza, se convirtiesen en testigos del
nacimiento de la Iglesia: “Nadie puede decir 'Jesús es Señor', si no es bajo la acción
del Espíritu Santo” (1 Cor 12,3).
La tarde del día de la resurrección de los Apóstoles, con la fuerza del Espíritu Santo,
confesaron con todo el corazón: “Jesús es el Señor”, la potencia del Espíritu Santo
puso en sus manos la Eucaristía -El Cuerpo y la Sangre del Señor-; la Eucaristía que
en el mismo Cenáculo, durante la última Cena, Jesús les había entregado, antes de
su pasión.
Entonces dijo, mientras les daba el pan: “Tomad y comed todos de él: esto es mi
cuerpo, entregado en sacrificio por vosotros”.
Y a continuación, dándoles el cáliz del vino dijo: “Tomad y bebed todos de él, porque
éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la Alianza nueva y eterna, que será
derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados”. Y
después de haber dicho esto, añadió: “Haced esto en memoria mía”.
Cuando llegó el día de Viernes Santo, y luego el Sábado Santo, las palabras
misteriosas de la última Cena se cumplieron mediante la pasión de Cristo. He aquí
que su Cuerpo había sido entregado. He aquí que su Sangre había sido derramada.
Y, cuando Cristo resucitó, se colocó en medio de los Apóstoles la tarde de Pascua,
sus corazones latieron, bajo el soplo del Espíritu Santo, con nuevo ritmo de fe.
¡He aquí que ante ellos está el Resucitado!
He aquí que Jesús es el Señor. He aquí que Jesús el Señor les ha dado su Cuerpo
como pan y su Sangre como vino “para la remisión de los pecados”. Les ha dado la
Eucaristía.
He aquí que el Resucitado dice: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío
yo”.
He aquí que los envía con la fuerza del Espíritu Santo con la palabra de la Eucaristía
y con el signo de la Eucaristía, puesto que realmente ha dicho: “Haced esto en
memoria mía”
“Jesucristo es Señor”.
He aquí que envía a sus Apóstoles con la memoria eterna de su Cuerpo y de su
Sangre, con el sacramento de su muerte y de su resurrección: Él, Jesucristo, Señor y
Pastor de su grey para todos los tiempos.
La Iglesia nace el día de Pentecostés. Nace bajo el soplo potente del Santísimo
Espíritu, que ordena a los Apóstoles salir del Cenáculo y emprender su misión.
La tarde de la resurrección Cristo les dijo: “Como el Padre me ha enviado, así
también os envío yo”. La mañana de Pentecostés el Espíritu Santo hace que ellos
emprendan esta misión. Y así ellos van a los hombres y se ponen en camino por el
mundo.
Antes de que ocurriese esto, el mundo -el mundo humano- había entrado en el
Cenáculo. Porque he aquí que: “Se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a
hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería” (Hch
2,4). Con este don de lenguas entró a la vez en el Cenáculo en el mundo de los
hombres, que hablan las diversas lenguas, y a los cuales hay que hablar en varias
lenguas para ser comprendidos en el anuncio de las “maravillas de Dios” (Hch 2,11).
El día de Pentecostés nació la Iglesia, bajo el soplo potente del Espíritu Santo. Nació
de cien maneras, en todo el mundo habitado por los hombres, que hablan diversas
lenguas. Nació para ir a todo el mundo, enseñando a todas las naciones con las
diversas lenguas.
Nació a fin de que, enseñando a los hombres y a las naciones, nazca siempre de
nuevo mediante la palabra del Evangelio; para que nazca siempre de nuevo en ellos
en el Espíritu Santo, por la potencia sacramental de la Eucaristía.
Todos los que acogen la palabra del Evangelio, todos los que se alimentan del
Cuerpo y de la Sangre de Cristo en la Eucaristía, bajo el soplo del Espíritu Santo,
profesan: “Jesús es el Señor” (1 Cor 12,3).
Y así, bajo el soplo del Espíritu Santo, comenzando desde el Pentecostés de
Jerusalén, crece la Iglesia.
En ella hay diversidad “de carismas”, y diversidad “de ministerios”, y diversidad “de
operaciones”, pero “uno solo es el Espíritu”, pero “uno solo es el Señor”, pero “uno
solo es Dios”, “que obra todo en todos” (1 Cor 12,4-6).
En cada hombre,/
en cada comunidad humana,/
en cada país, lengua y nación,/
en cada generación,/
La Iglesia es concebida de nuevo y de nuevo crece.
Y crece como cuerpo, porque, como el cuerpo une en uno muchos miembros, muchos
órganos, muchas células, así la Iglesia une en uno con Cristo muchos hombres.
La multiplicidad se manifiesta, por obra del Espíritu Santo, en la unidad, y la unidad
contiene en sí la multiplicidad: “Todos nosotros... hemos sido bautizados en un mismo
Espíritu para formar un solo Cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu” (1
Cor 12,13).
En la base de esta unidad espiritual que nace y se manifiesta cada día siempre de
nuevo, está el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre, el gran memorial de la Cruz y
de la Resurrección, el Signo de la Nueva y Eterna Alianza, que Cristo mismo ha
puesto en las manos de los Apóstoles y ha colocado como fundamento de su misión.
En la potencia del Espíritu Santo se construye la Iglesia como Cuerpo mediante el
Sacramento del Cuerpo. En la potencia del Espíritu Santo se construye la Iglesia
como pueblo de la Nueva Alianza mediante la Sangre de la nueva Alianza.
Es inagotable en el Espíritu Santo la potencia vivificante de este Sacramento. La
Iglesia vive de él, en el Espíritu Santo, con la vida misma de su Señor. “Jesús es
Señor”.
Es el Cenáculo de Pentecostés, pero es, a la vez, el Cenáculo mismo del encuentro
pascual de Cristo con los Apóstoles, es el Cenáculo mismo del Jueves Santo.
Un día llegó al Cenáculo de Pentecostés todo el mundo a través del don de lenguas:
fue como un gran desafío para la Iglesia, grito por la Eucaristía y petición de la
Eucaristía.
La Iglesia se convierte, mediante la Eucaristía, en la medida de la vida y en la fuente
de la misión de todo el pueblo de Dios, que ha venido hoy al cenáculo hablando con
la lengua de los hombres contemporáneos.
La vida del hombre se graba, mediante la Eucaristía, en el misterio del Dios viviente.
En este misterio el hombre supera los límites de la contemporaneidad,
encaminándose hacia la esperanza de la vida eterna. He aquí que la Iglesia del Verbo
Encarnado hace nacer, mediante la Eucaristía, a los habitantes de la eterna
Jerusalén.
¡Te damos gracias, oh Cristo! Te damos gracias, porque en la Eucaristía nos acoges
a nosotros, indignos, mediante la potencia del Espíritu Santo en la unidad de tu
Cuerpo y de tu Sangre, en la unidad de tu muerte y de tu resurrección.
¡Gratias agamus Domino Deo nostro!
¡Te damos gracias, oh Cristo!
Te damos gracias, porque permites a la Iglesia nacer siempre de nuevo en esta tierra,
y porque le permites engendrar hijos e hijas de esta tierra como hijos de la adopción
divina y herederos de los destinos eternos.
¡Gratias agamus Domino Deo nostro!
“Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo a vosotros” (Jn 20,21).
¡Y da a estas palabras el soplo potente de Pentecostés!
Haz que estemos dondequiera Tú nos envíes..., porque el Padre te envió a Ti.
(Homilía en la clausura del XX Congreso Eucarístico Nacional de Italia, en Milán, 22
de mayo de 1982)
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Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
San Lucas pone en el capítulo segundo de los Hechos de los Apóstoles el relato del
acontecimiento de Pentecostés, que hemos escuchado en la primera lectura.
Introduce el capítulo con la expresión: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos
reunidos en el mismo lugar» (Hch2, 1). Son palabras que se refieren al cuadro
precedente, en el que san Lucas había descrito la pequeña comunidad de discípulos,
que se reunía asiduamente en Jerusalén después de la Ascensión de Jesús al cielo
(cf. Hch 1, 12-14). Es una descripción muy detallada: el lugar «donde vivían» —el
Cenáculo— es un ambiente en la «estancia superior». A los once Apóstoles se les
menciona por su nombre, y los tres primeros son Pedro, Juan y Santiago, las
«columnas» de la comunidad. Juntamente con ellos se menciona a «algunas
mujeres», a «María, la madre de Jesús» y a «sus hermanos», integrados en esta
nueva familia, que ya no se basa en vínculos de sangre, sino en la fe en Cristo.
A este «nuevo Israel» alude claramente el número total de las personas, que era de
«unos ciento veinte», múltiplo del «doce» del Colegio apostólico. El grupo constituye
una auténtica qahal, una «asamblea» según el modelo de la primera Alianza, la
comunidad convocada para escuchar la voz del Señor y seguir sus caminos. El libro
de los Hechos subraya que «todos ellos perseveraban en la oración con un mismo
espíritu» (Hch 1, 14). Por tanto, la oración es la principal actividad de la Iglesia
naciente, mediante la cual recibe su unidad del Señor y se deja guiar por su voluntad,
como lo demuestra también la decisión de echar a suerte la elección del que debía
ocupar el lugar de Judas (cf. Hch 1, 25).
Esta comunidad se encontraba reunida en el mismo lugar, el Cenáculo, durante la
mañana de la fiesta judía de Pentecostés, fiesta de la Alianza, en la que se
conmemoraba el acontecimiento del Sinaí, cuando Dios, mediante Moisés, propuso a
Israel que se convirtiera en su propiedad de entre todos los pueblos, para ser signo de
su santidad (cf. Ex 19). Según el libro del Éxodo, ese antiguo pacto fue acompañado
por una formidable manifestación de fuerza por parte del Señor: «Todo el monte Sinaí
humeaba —se lee en ese pasaje—, porque el Señor había descendido sobre él en el
fuego. Subía el humo como de un horno, y todo el monte retemblaba con violencia»
(Ex 19, 18).
En el Pentecostés del Nuevo Testamento volvemos a encontrar los elementos del
viento y del fuego, pero sin las resonancias de miedo. En particular, el fuego toma la
forma de lenguas que se posan sobre cada uno de los discípulos, todos los cuales
«se llenaron de Espíritu Santo» y, por efecto de dicha efusión, «empezaron a hablar
en lenguas extranjeras» (Hch 2, 4). Se trata de un
verdadero «bautismo» de fuego de la comunidad, una especie de nueva creación. En
Pentecostés, la Iglesia no es constituida por una voluntad humana, sino por la fuerza
del Espíritu de Dios. Inmediatamente se ve cómo este Espíritu da vida a una
comunidad que es al mismo tiempo una y universal, superando así la maldición de
Babel (cf. Gn 11, 7-9). En efecto, sólo el Espíritu Santo, que crea unidad en el amor y
en la aceptación recíproca de la diversidad, puede liberar a la humanidad de la
constante tentación de una voluntad de potencia terrena que quiere dominar y
uniformar todo.
En uno de sus sermones, san Agustín llama a la Iglesia «Societas Spiritus», sociedad
del Espíritu (Serm. 71, 19, 32: PL 38, 462). Pero ya antes de él san Ireneo había
formulado una verdad que quiero recordar aquí: «Donde está la Iglesia, allí está el
Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia, y el
Espíritu es la verdad; alejarse de la Iglesia significa rechazar al Espíritu» y por eso
«excluirse de la vida» (Adv. haer. III, 24, 1).
A partir del acontecimiento de Pentecostés se manifiesta plenamente esta unión entre
el Espíritu de Cristo y su Cuerpo místico, es decir, la Iglesia. Quiero comentar un
aspecto peculiar de la acción del Espíritu Santo, es decir, la relación entre
multiplicidad y unidad. De esto habla la segunda lectura, tratando de la armonía de
los diversos carismas en la comunión del mismo Espíritu. Pero ya en el relato de los
Hechos, que hemos escuchado, esta relación se manifiesta con extraordinaria
evidencia.
En el acontecimiento de Pentecostés resulta evidente que a la Iglesia pertenecen
múltiples lenguas y culturas diversas; en la fe pueden comprenderse y fecundarse
recíprocamente. San Lucas quiere transmitir claramente una idea fundamental: en el
acto mismo de su nacimiento la Iglesia ya es «católica», universal. Habla desde el
principio todas las lenguas, porque el Evangelio que se le ha confiado está destinado
a todos los pueblos, según la voluntad y el mandato de Cristo resucitado (cf. Mt 28,
19).
La Iglesia que nace en Pentecostés, ante todo, no es una comunidad particular — la
Iglesia de Jerusalén—, sino la Iglesia universal, que habla las lenguas de todos los
pueblos. De ella nacerán luego otras comunidades en todas las partes del mundo,
Iglesias particulares que son todas y siempre actuaciones de una sola y única Iglesia
de Cristo. Por tanto, la Iglesia católica no es una federación de Iglesias, sino una
única realidad: la prioridad ontológica corresponde a la Iglesia universal. Una
comunidad que no fuera católica en este sentido, ni siquiera sería Iglesia.
A este respecto, es preciso añadir otro aspecto: el de la visión teológica de los
Hechos de los Apóstoles sobre el camino de la Iglesia de Jerusalén a Roma. Entre los
pueblos representados en Jerusalén el día de Pentecostés san Lucas cita a los
«forasteros de Roma» (Hch 2, 10). En ese momento, Roma era aún lejana, era
«forastera» para la Iglesia naciente: era símbolo del mundo pagano en general. Pero
la fuerza del Espíritu Santo guiará los pasos de los testigos «hasta los confines de la
tierra» (Hch 1, 8), hasta Roma. El libro de los Hechos de los
Apóstoles termina precisamente cuando san Pablo, por un designio providencial, llega
a la capital del imperio y allí anuncia el Evangelio (cf. Hch 28, 30-31). Así, el camino
de la palabra de Dios, iniciado en Jerusalén, llega a su meta, porque Roma
representa el mundo entero y por eso encarna la idea de catolicidad de san Lucas. Se
ha realizado la Iglesia universal, la Iglesia católica, que es la continuación del pueblo
de la elección, y hace suya su historia y su misión.
Llegados a este punto, y para concluir, el evangelio de san Juan nos presenta una
palabra que armoniza muy bien con el misterio de la Iglesia creada por el Espíritu. La
palabra que Jesús resucitado pronunció dos veces cuando se apareció en medio de
los discípulos en el Cenáculo, al anochecer de Pascua: «Shalom», «Paz a vosotros»
(Jn 20, 19. 21). La palabra shalom no es un simple saludo; es mucho más: es el don
de la paz prometida (cf. Jn 14, 27) y conquistada por Jesús al precio de su sangre; es
el fruto de su victoria en la lucha contra el espíritu del mal. Así pues, es una paz «no
como la da el mundo», sino como sólo Dios puede darla.
En esta fiesta del Espíritu y de la Iglesia queremos dar gracias a Dios por haber
concedido a su pueblo, elegido y formado en medio de todos los pueblos, el bien
inestimable de la paz, de su paz. Al mismo tiempo, renovamos la toma de conciencia
de la responsabilidad que va unida a este don: responsabilidad de la Iglesia de ser
constitucionalmente signo e instrumento de la paz de Dios para todos los pueblos.
Traté de transmitir este mensaje cuando visité recientemente la sede de la ONU para
dirigir mi palabra a los representantes de los pueblos. Pero no se debe pensar sólo en
estos acontecimientos «en la cumbre». La Iglesia presta su servicio a la paz de Cristo
sobre todo con su presencia y su acción ordinaria en medio de los hombres, con la
predicación del Evangelio y con los signos de amor y de misericordia que la
acompañan (cf. Mc 16, 20).
Entre estos signos hay que subrayar, naturalmente, el sacramento de la
Reconciliación, que Cristo resucitado instituyó en el mismo momento en el que dio a
los discípulos su paz y su Espíritu. Como hemos escuchado en la página evangélica,
Jesús exhaló su aliento sobre los Apóstoles y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a
quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis,
les quedan retenidos» (Jn 20, 21-23).
¡Cuán importante y por desgracia no suficientemente comprendido es el don de la
Reconciliación, que pacifica los corazones! La paz de Cristo sólo se difunde a través
del corazón renovado de hombres y mujeres reconciliados y convertidos en servidores
de la justicia, dispuestos a difundir en el mundo la paz únicamente con la fuerza de la
verdad, sin componendas con la mentalidad del mundo, porque el mundo no puede
dar la paz de Cristo. Así la Iglesia puede ser fermento de la reconciliación que viene
de Dios. Sólo puede serlo si permanece dócil al Espíritu y da testimonio del
Evangelio; sólo si lleva la cruz como Jesús y con Jesús. Precisamente esto es lo que
testimonian los santos y las santas de todos los tiempos.
Queridos hermanos y hermanas, a la luz de esta Palabra de vida, ha de ser aún más
ferviente e intensa la oración que hoy elevamos a Dios en unión espiritual con la
Virgen María. Que la Virgen de la escucha, la Madre de la Iglesia, obtenga para
nuestras comunidades y para todos los cristianos una renovada efusión del Espíritu
Santo Paráclito.
«Emitte Spiritum tuum et creabuntur, et renovabis faciem terrae», «Envía tu Espíritu,
Señor, todo se volverá a crear y renovarás la faz de la tierra». Amén.
(Basílica de San Pedro Domingo 11 de mayo de 2008)
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