Post on 24-Mar-2016
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68; TODO ES POSIBLE EN LA PAZ
Gustavo Masso
MONICA ALEJANDRA GONZALEZ MARQUEZ
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A pesar del tiempo transcurrido, veintitantos años, a mucha gente todavía se le
enchina el cuerito (o se le encuera el chinito) cuando escucha estas palabras:
sesenta y ocho y Tlatelolco. Y fíjate que para mí ambas cosas fueron, cuando
menos en aquel año, asunto cotidiano. Vivir el sesenta y ocho en Tlatelolco: eso
era, como dice un cuate nuestro, chiflar comiendo pinole en la tormenta y no
mojarse. La mera verdad, yo entonces estaba chamaco. Había logrado, casi a
tropezones, terminar la secundaria y no acababa por decidirme a comenzar la
prepa. Flotaba sabrosamente en esa pausa en que ni se es estudiante ni se puede
asegurar que ya se ha vuelto uno un pinche vago. Descubría el mundo y lo miraba
con los ojos pelones por el asombro. Y descubría también, aunque no viene orita
al caso, a las mujeres. Tlatelolco, o cuando menos nuestra sección, estaba
entonces casi nuevo. Los jardines todavía lucían limpiecitos. El club estaba
flamante: con teatro, gimnasio, alberca y toda la cosa.
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En el cine de la Unidad, que acababa de inaugurarse, se proyectaba (salvajemente
premonitoria) La trampa.
Los edificios, quién iba a pensarlo, habían aguantado ya dos que tres temblores e
incluso, el Tamaulipas, un incendio en la fachada. ¿Te acuerdas cómo ardían las
marcolitas? Por aquellos días, más o menos a mediados de año, me pasaba el
tiempo haraganeando, rascándome la panza, asoleándome en mi gloriosa
inconsciencia.
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Andaba por todos lados con el radio de transistores, mi radito,
pegado a la oreja. Ya ves que todavía no se inventaban los dichosos walkman. El
sargento Pimienta, que había sido todo un acontecimiento, ya iba de salida y el
Álbum Blanco sonaba a todas horas. Lo mejor era tumbarse con los cuates en el
pastito del club a oír música y ver broncearse a las chamacas.
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Una mañana, luminosa y memorable, nos rompieron el encanto. Desde muy
temprano hubo mucho movimiento en el teatro Antonio Caso, el club y sus alrededores. Entraban
y salían los empleados trayendo sillas, mesas y equipos de sonido. Limpiaban los Pasillos y los
andadores o cuando menos les daban su manita de gato. Hasta los bomberos vinieron con sus
grandes escaleras a cambiar los focos de los postes y a lavar a manguerazos las paredes y los
pisos.
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Los vecinos andaban curioseando.
Decían que iba a venir el Presidente a inaugurar no sé qué obras. Llegaron unos
monos corpulentos y trajeados. Ya ves que entonces todavía no se les decía
guaruras. Nos sacaron y cerraron el club. Nosotros, medio enojadones pero
también intrigados, nos quedamos a mirarlos pegados a las rejas. Andaban estos
cuates como locos revisando todo. Se subían a las azoteas, volteaban los botes
de basura
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Esculcaban hasta detrás de los arbustos y entre las ramas de los
árboles. Me acuerdo de uno grandote y canoso que parecía el jefe. No paraba de
hablar por el woki toki, y al mismo tiempo dirigía a los demás. No se le iba una a
este cuate. Andaba muy ojo avisor o, como decíamos antes, muy avispa. Pero era
re mandón el jijo. Que bárranme todas las hojas. Que píntenme bien ese pasto
seco que está muy amarillo. No, si eran unos faramalleros, te digo. Hasta pintaban
de verde el pasto, imagínate. En una de esas, en que estaba el chango este
agitando unos arbustos, que le sale una ratota. Pero de las gordas y bien dadas.
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El jefazo pegó un brinco por la sorpresa y cuando quiso reaccionar, ya la rata se
había metido en un hoyo, al pie de unos arbolitos, justo a un lado del andador
principal. A ver Godínez, dijo el canoso, tráigase una manguera. Vamos a ahogar
esa rata. No nos vaya a dar un susto cuando llegue el señor Presidente.
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Godínez, que era un tipo chaparrito pero fornido, pelado al rape en aquellos tiempos de
melenas, se trajo la manguera de presión del carro de bomberos y la metió en el
agujero. Era un momento interesante. Los trabajadores se acercaron a mirar. En
las afueras del club los curiosos se arremolinaban, y yo hasta me había trepado a
las rejas para ver mejor. Rodeado por todos sus tiras, el jefe dirigía la maniobra de
exterminio. Listo. ¡Suéltenla!, dijo por el transmisor y en el camión se puso en
marcha la bomba. ¡Y que empiezan a brotar en todos los jardines chingos y
chingos de ratas empapadas! En muchos lados se abrieron surtidores de agua y
las gentes, medio mojadas, corrían enloquecidas, más bien en situación de echar
desmadre.
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Yo, a punto de caerme, me desbarataba de risa encima de mi reja. Los
tiras, escandalizados ante la invasión de ratas, sacaron tamaños pistolones. Pero
ya el canoso, por esta vez, reaccionaba a tiempo. ¡No disparen, pendejos, no disparen! Algún alma
compasiva apagó por fin la bomba. Y ai tienes a los futuros
guaruras chorreando agua y persiguiendo con palos a las ratas. No, si estuvo
cagadísimo. Jefe, dijo Godínez nervioso, falta media hora para que llegue .el
Señor. ¡Carajo!, gritó impotente el mandamás. ¿Qué estoy rodeado de puros
ineptos? Miraba angustiado para todos lados hasta que nos descubrió.
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¡A ver, muchachos! , dijo sacando la cartera, enseñando varios billetes mojados,
diez pesos por cada rata muerta, órale diez pesotes! ¡Abranles la reja a los muchachos! Pa pronto pusimos manos a la obra. Y es que diez pesos era buena lana en esos
tiempos. Al ratito estaba medio Tlatelolco, toda la chaviza, matando ratas a lo
bestia.
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Había que corretearlas por los largos andadores hasta Reforma que es por
donde llegaría la comitiva. Así que mientras se formaba un montón inmenso, no
había modo de comprobar si todos eran roedores locales. Creo que incluso desde
el cercano Tepito llegaron cuates a traficar con ratas ajenas. Te diré algo a favor
del grandote canoso, el tira mayor: a todo mundo pagó escrupulosamente, rata
matada rata pagada, hasta vaciar su cartera. Siempre me quedó una duda.
Todavía hoy me lo pregunto. ¿Habrá anotado en su cuenta de gastos la compra
de quinientas ratas? Llévense de aquí esta mierda, ordenó al final y suspiró
aliviado.
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Sus canchanchanes metieron en costales los cadáveres peludos y
despanzurrados justo cuando llegaba, rodeado por su séquito, el Mandatario. Era
este un hombre malhumorado y ceñudo. Ya comenzaba el verano. La atmósfera
estaba quieta y pesada. Se hablaba mucho de un Ché al que habían matado hacía
unos meses. Los Beatles moraban en las cumbres, con la cabeza perdida entre
las nubes. Se aproximaba la Olimpiada. Comenzaba a hacer calor. En Tlatelolco la
vida simplemente continuaba.