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LA NUEVA JERUSALENESPERANZA DE LA IGLESIA
Francisco Contreras
SIGUEME
V
LA NUEVA JERUSALEN
BIBLIOTECA DE ESTUDIOS BIBLICOS 101
Otras obras publicadas por Ediciones Sígueme:—F. Contreras, El Señor de la vida (Apocalipsis) (BEB 76)—U. Luz, El evangelio según san Mateo (BEB 74)—J. Gnilka, El evangelio según san Marcos (BEB 55-56)—F. Bovon, El evangelio según san Lucas (BEB 85)—X. Léon-Dufour, Lectura del evangelio de Juan (BEB 68-70.96) —U. Wilckens, La Carta a los romanos (BEB 61-62)—H. Schlier, La Carta a los efesios (BEB 71)—E. Schweizer, La Carta a los colosenses (BEB 58)—N. Brox, La primera Carta de Pedro (BEB 73)
FRANCISCO CONTRERAS MOLINA
LA NUEVA JERUSALENESPERANZA DE LA IGLESIA
Ap 21, 1-22, 5
EDICIONES SIGUEME SALAMANCA 1998
CONTENIDO
Preludio ....................................................................................................... 11Introducción............................................................................................... 211. El nuevo mundo (Ap 21, 1-8 )........................................................ 41
1. Un cielo nuevo y una tierra nueva.......................................... 422. La nueva Jerusalén. Historia de su nombre.......................... 493. La presencia de la nueva Jerusalén......................................... 534. Origen de la nueva Jerusalén en el Apocalipsis.................. 655. Presencia de Dios entre los hombres. Alianza universal... 666. Superación de todo m al............................................................. 717. La creación divina de un universo nuevo.............................. 76
2. La nueva Jerusalén (Ap 21, 9 -2 7 ).................................................. 991. La visión protetica-en el Espíritu-de la nueva Jerusalén. 1012. La gloria de Dios inunda la nueva Jerusalén........................ 1033. La muralla. La nueva Jerusalén, ciudad protegida.............. 1064. Las puertas. La nueva Jerusalén, ciudad abierta................. 1075. Los cimientos. La nueva Jerusalén, ciudad apostólica....... 1106. Las medidas «desmesuradas» de la nueva Jerusalén.......... 1127. El cubo y las murallas................................................................ 1178. La nueva Jerusalén, ciudad sacerdotal.................................... 1209. La nueva Jerusalén, ciudad de jaspe y de oro...................... 122
10. Los cimientos de la nueva Jerusalén. El enigma de las docepiedras preciosas.......................................................................... 125
11. Las doce puertas-perlas de la nueva Jerusalén..................... 14812. La nueva Jerusalén, ciudad que es tem plo.......................... 15013. La luz de Dios y del Cordero.................................................. 15614. La nueva Jerusalén, ciudad del mundo................................. 159
10 Contenido
3. El paraíso recreado (Ap 22, 1-5)....................................................... 1671. El río de agua de vida y el árbol de la vida............................. 1692. La nueva humanidad...................................................................... 175
4. Interpretación teológica.................................................................... 1851. La nueva Jerusalén. La ciudad de Dios-Trinidad............... 1862. La nueva Jerusalén. Ciudad de la humanidad renovada... 2073. La nueva Jerusalén, la ciudad de Dios y de los hombres.... 2224. La humanidad, cara a cara con D ios...................................... 2255. La nueva Jerusalén, plenitud de las bienaventuranzas...... 2346. La nueva Jerusalén. Misterio de doce piedras preciosas.. 2367. La nueva Jerusalén. Comunidad santa.................................. 2398. La nueva Jerusalén, la perfecta ciudad ecológica............... 2409. La nueva Jerusalén, la anti-cortesana, la anti-Babilonia.. 242
10. La nueva Jerusalén, la ciudad de los vencedores............... 25611. La nueva Jerusalén, la esposa del Cordero.......................... 26212. La nueva Jerusalén y la universalidad de la salvación........ 269
E pílogo ........................................................................................................ 275
PRELUDIO
Este preludio, tal com o su nombre sugiere, posee en la más noble acepción del término, un carácter lúdico; es una recreación —no un juego, sino el arranque de un sueño portentoso—, que orienta nuestros primeros pasos hacia la senda de la nueva Jerusalén. Constituye los preliminares que nos ambientan, temática y existen- cialmente, antes de entrar con decisión por las puertas en la ciudad santa. Preludio recuerda también el canto inaugural, previo a la apoteosis de toda gran obra. Se anticipa, a modo de obertura, la solemne música que va a ser ejecutada por la mano todopoderosa de Dios: la sinfonía del «nuevo mundo». Un cielo nuevo y una nueva tierra van a ser creados, a fin de servir de ámbito ante la irrupción de la nueva Jerusalén.
En los umbrales ya del tercer milenio, cuando lamentablemente se resquebrajan muchas ilusiones y una grieta de pesimismo se abre en no pocos corazones, providencial resulta ofrecer a la Iglesia la razón suprema de su esperanza: la ciudad de la nueva Jerusalén, que es la consumación del reino de Dios.
Vista así, toda la historia cristiana aparece como un único río, al que muchos afluentes vierten sus aguas. El año 2000 nos invita a encontrarnos con renovada fidelidad y profunda comunión en las orillas de este gran río: el río de la revelación, del cristianismo y de la Iglesia, que corre a través de la historia de la humanidad a partir de lo ocurrido en Nazaret y después en Belén hace dos mil años. Es verdaderamente el ‘río’ que con sus ‘afluentes’, según la expresión del salmo ‘recrean la ciudad de Dios’ (46/45, 5)1.
Puede legítimamente afirmarse que la historia de la salvación ha peregrinado desde siempre, toda ella sin desmayos, a la búsqueda de la ciudad de Dios. La esperanza de la nueva Jerusalén ha infundido aliento a la andadura del pueblo de Dios por el desierto
1. Juan Pablo II, Tertio millennio adveniente, n.° 25. En Encíclicas de Juan Pablo II (edición preparada por J. A. Martínez Puche), Madrid 31995. Conforme a esta edición serán citadas las diversas encíclicas papales.
12 Preludio
de este mundo. Y cuando la caravana de la humanidad parecía sucumbir extenuada en medio de las arenas, alzaba sus ojos para v islumbrar en lontananza —casi com o un sueño, nunca com o un espejism o— las deseadas murallas de la ciudad. Anhelaba encontrar dentro de ella el oasis del paraíso, el río de la vida, la presencia de D ios, que pudiese colmar su sed de infinito. Espoleada con tan estimulante aliento arreciaba sus pasos, y se confirmaba en su determinación de proseguir adelante en su peregrinación2.
El autor de la Carta a los hebreos ha descrito en un hermoso capítulo (11) el itinerario de esta historia salvífica, interiormente m ovida por la palanca de la fe que es garantía de lo que se espera (11,1). A lo largo de un pormenorizado reconocimiento, el autor sagrado enaltece la fe de los patriarcas y profetas. A sí Abel, quien ofreció a D ios un sacrificio más excelente que el de Caín y fue declarado justo (11, 4). D e manera análoga Henoc, quien no vio la muerte (11, 5). También Noé, quien se salvó del naufragio y llegó a ser heredero de la justicia, según la fe (11, 7)... La bien ponderada nube de testigos se detiene con preferencia en Abrahán, quien fue llamado por D ios, obedeció con prontitud y salió, aun sin saber adonde iba, al lugar que había de recibir en herencia (11, 8). Más adelante —convirtiendo su caminar en modelo de la marcha del pueblo de D ios—, refiere que por la fe estuvo peregrinando a través de la tierra prometida, cual si fuese una tierra extraña; habitando en tiendas, al modo de un nómada, com o también hicieron los grandes patriarcas Isaac y Jacob (11, 9). Y ofrece, por fin, la razón última de tan dilatado peregrinaje:
Pues esperaba la ciudad asentada sobre cimientos, cuyo arquitectoy constructor es Dios (11, 10).
Esta ciudad no es otra sino la nueva Jerusalén, descrita en Ap 21-22, 5, edificada sobre doce cimientos y venida del cielo, de parte de D ios. Ella constituye la esperanza de Abrahán, el padre del pueblo, y asimismo sustenta la esperanza viva de todo el pueblo de D ios en su larga marcha por la historia.
2. Con esta imagen bíblica de la peregrinación describe el papa Juan Pablo II la condición de la existencia cristiana, que repercute en la esfera más íntima de la persona, en la situación de la Iglesia y en el devenir de toda la humanidad: «Toda la vida cristiana es como una gran peregrinación hacia la casa del Padre, del cual se descubre cada día su amor incondicionado por toda criatura humana, y en particular por el ‘hijo pródigo’ (cf. Le 15, 11-32). Esta peregrinación afecta a lo íntimo de la persona, prolongándose después a la comunidad creyente para alcanzar la humanidad entera» (Tertio millennio adveniente, n.° 49).
Preludio 13
Contemplar el misterio de la nueva Jerusalén es un regalo inmerecido; sólo le es dado a quien el Espíritu inspira y mueve, co mo a Juan, el vidente del Apocalipsis (21, 10). Ojalá cada uno de los cristianos que componen la Iglesia pueda ser testigo favorecido de tan alta revelación: «Jerusalén, igualmente ciudad de Dios, de Cristo y de los hombres, donde la divinidad se hace humana y la humanidad se hace sorprendentemente divina, llevada al nivel de un amor vertiginoso, es realmente nuestra ciudad»3.
Es nuestra intención —permítasenos declarar la aspiración primordial que anima estas páginas y la responsabilidad que alberga por compartirla—, mostrar, por medio del presente libro y ante los ojos de los cristianos, la siempre atrayente imagen de la ciudad, don de D ios para la humanidad. Esta suprema visión fortalece la esperanza, permite «levantar las manos caídas y las rodillas vacilantes» (Heb 11, 12); ayuda a la Iglesia, hoy peregrina, a fin de que no se «des-oriente» (falta de luz), no desfallezca en su fe (abrumada por la multitud de sus pecados), no se pierda (carente de rumbo) ni se «extra-víe» (fuera de camino).
De esta esperanza escribía san Juan Crisóstomo:Tengamos en nuestro espíritu la ciudad de Jerusalén. Contemplémosla sin descanso, tengamos siempre delante de nuestros ojos su belleza. Es la capital del Rey de los cielos, donde todo es inmutable, donde nada es pasajero, donde todas las bellezas son incorruptibles. Contemplémosla para llegar a ser cada día más afectuosos con nuestros hermanos y así poder heredar el Reino de los cielos4.
De esa misma esperanza, pero renovada ante los acontecimientos que la historia se apresta a protagonizar —la ocasión irrepetible de alcanzar el tercer milenio—, habla el papa Juan Pablo II, buscando afianzarla en el corazón de los cristianos, que viven en la fe de la Iglesia e inmersos en la historia del mundo:
Los cristianos están llamados a prepararse al gran Jubileo del inicio del tercer milenio renovando su esperanza en la venida definitiva del reino de Dios, preparándolo día a día en su corazón, en la
3. U. Vanni, L'Apocalisse. Ermeneutica, esegesi, teología, Bologna 1988, 390. Cf. con atención un reciente libro, que reúne enriquecedoras perspectivas sobre la ciudad de Jerusalén, y que tiende una esperanzada mirada al futuro de su historia: G. Bis- soli, Cerusalemme. Realta, sogní e speranze, Jerusalén 1996.
4. Comm. Sal 47 (48): PG 55, 2221-2222.
14 Preludio
comunidad cristiana a la que pertenecen, en el contexto social donde viven y también en la historia del mundo5.
Poder contemplar la nueva Jerusalén, permite realizar un nuevo éxodo, entretejido de recuerdos bíblicos, de pasajes de los salmos y de cantos de peregrinos. Hace que la Iglesia se sitúe rápida, aunque idealmente, en su meta, com o si hubiera conseguido alcanzar ya el final de su peregrinación. La Iglesia repite el dinamismo, que tan vivamente aparece descrito en el salmo 1226.
¡Qué alegría cuando me dijeron:‘Vamos a la casa del Señor’!Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén.
En estos dos primeros versos se enlazan los extremos de la peregrinación. La alegría de iniciar el viaje a Jerusalén produce milagrosamente la real ilusión de que, por fin, se están pisando sus calles. La partida y la llegada se tocan. Se olvidan las penalidades del viaje, que tanto ralentizan la marcha, com o sucede en el salmo 85. Se supera todo el cúmulo de dificultades y el peregrino contempla ya a Jerusalén: «Al final del Apocalipsis, al final de la Biblia culmina el destino de Jerusalén»7.
Pero este salmo recrea a Jerusalén, designada en el primer y último verso mediante una sinécdoque cultual: «La casa del Señor» (vv. 1.9), es decir, el templo. Después se contempla la ciudad en su conjunto: sus puertas (v. 2), sus muros (v. 7). Por medio de una interpelación directa —resuelta gramaticalmente en segunda persona, a modo de efusivo saludo— invoca de forma sorprendente a «tus puertas» (v. 2), a «tus muros» (v. 7). Jerusalén se convierte en un tú conocido, vivido, a quien se desea la paz (v. 7); adquiere proporciones personales, denotativas de una presencia amiga, o una esposa. Esta serie de elementos señalados no están lejos, ni en el espíritu ni en la forma narrativa, de la ciudad descrita en Ap. El salmo 122 no parece, por ello, sino una miniatura concentrada de la nueva Jerusalén de Ap 21-22, 58.
5. Juan Pablo II, Tertio mülennio adveniente, n.° 46.6 . Cf. L. Alonso Schokel-A. Struss, Salmo 122: canto al nombre de Jerusalén:
Bib 61 (1980) 234-2507. L. Alonso Schokel-C. Carniti, Salmos II, Estella 1993, 1477-1485. De esta
manera lacónica, los autores, al acabar su comentario sálmico, lo sentencian y lo contemplan en un horizonte de plenitud (p. 1485).
8. Cf. Cario M. Marti ni, A Gerusalemme salgono le moltitudini del Signare. Lectiu bíblica sul Salmo 122: Credere oggi 91/1 (1996) 15-24.
Preludio 15
D e C. M. Martini son estas palabras, que no nos resignamos a dejar de consignar, y que valen com o mensaje nuclear del salmo de la esperanza en la nueva Jerusalén:
El hombre está en camino, peregrino hacia una ciudad sólida, compacta, en la que Dios es alabado y en la que existe plenitud de paz, hacia una ciudad que no engaña y por la que vale la pena abandonar las otras ciudades... ¿Nuestros intereses están verdaderamente allí?... Todas las otras realidades son relativas, todos los acontecimientos (históricos, sociales, políticos, culturales, eclesiales) son valorados en tanto en cuanto responden a un camino hacia la ciudad compacta, pacífica, justa... El cristiano, interrogado sobre sus esperanzas, debería responder espontáneamente: mis esperanzas son la Jerusalén celeste, allí están mis esperanzas9.
Redescubrir la presencia de la nueva Jerusalén en el horizonte de la vida cristiana es urgente para la Iglesia. Sería preciso, en este contexto, hacer memoria del salmo de las cítaras (137) o, por mejor decir, del canto de los «sin tierra». Los cristianos se encuentran justamente viviendo fuera de su patria, también «desterrados», y andan buscando la ciudad futura, que es la nueva Jerusalén. Llamarla, desearla, suspirar por ella, es invocar la esperanza contra la desilusión y el abatimiento. Si se pierde de vista en el sinuoso camino de la historia la presencia de la nueva Jerusalén, valorada como la alegría más grande (v. 6b), entonces todo está perdido: es quedarse reducido —desde el simbolismo bíblico— a una insignificante apariencia, a una sombra que vegeta, prácticamente muerto en vida: manco y mudo, sin brazo derecho y sin lengua (v. 5-6).
Este salmo 137 es el canto de la resistencia, que mantiene en estado de fidelidad a la Iglesia, para no dejarse embrujar por la seducción de otras Babilonias; conserva el espíritu tenso hacia la meta de la esperanza: la nueva Jerusalén10.
Asim ism o es toda una súplica, que resuena para la Iglesia como una voz de alarma: «¡Ay!, si me olvido de ti, Jerusalén», exclama con advertencia el verso cinco. Hoy, situados en fechas precisas, a las puertas del tercer milenio, tendría que ser entonado así: «¡Ay de ti, Iglesia, si te olvidas de la nueva Jerusalén!».
Pero la contemplación adecuada de Jerusalén —he aquí otro escorzo que se vislumbra com o arista de discordias— debiera ser sig
9. Ibid., 22.10. Cf. siempre interesantes sugerencias en L. Alonso Schokel-C. Carniti, Salmos
II, 1565-1575.
16 Preludio
no de unión para todos los creyentes, que profesan la fe de Abrahán, aquel que esperó la ciudad futura, y que avizoró una Jerusalén convertida —com o su nombre enseña— en ciudad de la paz. Lamentablemente, su posesión concede triste actualidad al enfrentamiento de pueblos creyentes, enzarzados en una escalada irrefrenable de violencia, que lacera su fe compartida en el único D ios y no cesa de ensangrentar su convivencia.
Jerusalén constituye para las tres grandes religiones monoteístas una ciudad santa, una patria (de padre), cuya presencia habría de ejercer una atracción irresistible de convergencia y reconciliación: «Jerusalén, ‘ciudad sa n ta ’para hebreos, cristianos y musulmanes»". Respecto al pueblo judío y cristiano, ya existen pruebas sin número que testimonian su devota admiración, tal com o se verá a continuación, a lo largo de estas páginas.
Por lo que toca al pueblo musulmán, elemento cultual-cultural para nosotros más ignoto, pueden leerse con provecho algunos estudios notables12. Hay que decir, en un intento sumarísimo de síntesis, que la historia de ocupación musulmana, iniciada en el 638 d. C., se caracterizó por un pacto de protección (dhimma), concedido a los cristianos. Tras la edificación por el Califa Ornar de la gran mezquita en la explanada del Templo, Jerusalén representa, junto a la M eca y Medina, la ciudad santa para el Islam. Su importancia está atestiguada en el Corán, justamente en el primer verso de la sura XVII.
Gloria a Aquel que tomó de noche a Su Siervo del Templo Santo(Al-Masgid al-Haram) al Templo Ultimo (al-Masgid al-Aqsa).
11. Así reza el reciente título monográfico de una revista de orientación y actualidad teológica, pero que recoge el sentir de estos tres grandes credos monoteístas: Credere oggi 91/1 (1996). Juan Pablo II desea realizar encuentros comunes para favorecer el diálogo entre las grandes religiones, especialmente para intensificar el acercamiento entre los hebreos y los fieles de Israel. Pretende preparar reuniones históricas en el Sinaí, en Belén y en Jerusalén, para que, con el olvido de los errores del pasado, tristemente acaecidos en dichos lugares (con reiterado énfasis en Jerusalén, ciudad de discordia durante tantos siglos) todos se reencuentren como hermanos e hijos del mismo Padre. Cf. Tertio Millenio Adveniente, n.° 53.
12. M. Borrmans, Oerusalemme nella tradízíone religiosa musulmana, en Geru- salemme. Atti della XXVI seltimana bíblica italiana, Brescia 1982, 111-130; A. L. Ti- bawi, Jerusalem, ist Place in Islam and Arab History. The Islamic Quarterly XII (1968) 185-218; F. F. Peters, Jerusalem and Mecca. The Typology ofthe Holy City in the Near East, New York 1986.
Preludio 17
Se ha interpretado este pasaje com o la ascensión de Mahoma al cielo, desde este lugar, a partir de entonces sagrado para los musulmanes, que es la ciudad de Jerusalén13.
Resulta ilustrativo leer en el pórtico de la novela histórica —¡Oh, Jerusalén— que documenta los trágicos avatares, en tom o a 1948, año de la independencia del pueblo judío, estos tres testimonios, que por mor de la fidelidad ahora reproducimos literalmente, tal com o se encuentran en el libro14:
Si alguna vez te olvidase, Jerusalén,que se me falle la diestra;se me pegue la lengua al paladarsi no te recuerdo,si no ensalzo a Jerusalénpor encima de mi alegre canción»15.¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados!¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus polluelos bajo sus alas...!16.¡Oh, Jerusalén, tierra elegida de Alá y patriade sus servidores! ¡A partir de tus murallas, el mundose ha convertido en mundo!¡Oh, Jerusalén, el rocío que cae sobre ti cura todos los males, porque procede de los jardines del Paraíso17.
La nueva Jerusalén, com o misterio de profecía, trasciende las dimensiones históricas y topográficas de la Jerusalén terrestre; se convierte en la meta escatológica no sólo de la Iglesia, sino de toda la humanidad. Apocalipsis habla de una Iglesia, germen y primicias del reino de Dios, que desborda los límites jurisdiccionales de una Iglesia visible, pero que ubica en esta Iglesia presente y peregrina, tachonada de luces y sombras, un signo e instrumento de salvación universal. En este devenir histórico, la nueva Jerusalén constituye la eficaz palanca de su esperanza; ella aparece siempre en el destino del itinerario de la salvación, como la plenitud anhe
13. Cf. P. Branca, II posto di Gerusalemme tra i litoghi santi d e ll’Islam'. Credere oggi 91/1 (1996) 33-47.
14. D. Lapierre-L. Collins, Oh, Jerusalén, Barcelona 4I972,15. Canto de los hijos exiliados de Israel, salmo 137.16. Jesús contemplando el monte de los Olivos; Mt 23, 27.17. El «Hadith», palabras del profeta Mahoma.
18 Preludio
lada, la ciudad de paz y de futuro soñada por los hombres, hasta que «D ios sea todo en todos» (1 Cor 15, 28).
La esperanza busca siempre, de manera indeclinable y tenaz —nada es capaz de apartarla de la realización de su destino de gloria— un sentido. Al hombre le es consustancial la apertura a un más allá. El aliento de la humanidad no se harta con su finitud; al contrario, instalada en su menesterosidad, sin horizontes de un futuro más grande y más hermoso, languidece y muere. Vive proyectada confiadamente hacia una felicidad, que dé plenitud de sentido y de ser a su vida. Mientras el hombre vive, espera: «Dum spiro, spero». La esperanza es el aliento de la humanidad: cuando hay vida hay esperanza.Y la nueva Jerusalén es la esperanza viva de la Iglesia.
La vida humana tiene, pues, un hacia dónde, un destino que no se identifica con la oscuridad de la muerte. Hay una patria futura para todos nosotros, la casa del Padre, a la que llamamos cielo. La inmensidad de los cielos estrellados que observamos ‘allá arriba’, desde la tierra, puede sugerir, a modo de imagen, la inmensa felicidad que supone para el ser humano su encuentro definitivo y pleno con Dios. Este encuentro es el cielo del que nos habla la sagrada Escritura con parábolas y símbolos como los de la fiesta de las bodas, la luz y la vida. ‘Lo que ojo no vio, ni oído oyó, ni mente humana concibió’ es i o que Dios preparó para los que le aman’ (1 Cor 2, 9)18.
Hoy es preciso reivindicar una fuerte dosis de esperanza, «la virtud que tiene peor prensa», según E. d’Ors19. En los umbrales de este tercer milenio, sacudido por contiendas inacabables y presagios nada halagüeños, bien podríamos apropiarnos —com o diagnóstico— del título de un libro reciente: «Esperar a pesar de todo»20. Se trata de unas densas conversaciones mantenidas con dos teólogos/escritores actuales de prestigio. Como sendos botones de muestra espigamos sólo unas palabras reveladoras acerca de la esperanza de estos testigos de nuestra época, curiosamente situados en
18. «Esperamos la resurrección y la vida eterna». Documento de la Comisión episcopal para la doctrina de la fe de la Conferencia episcopal española (26-11-95): Ecclesia 2.766 (1955) 14.
19. Esta cita pertenece al libro de P. Laín Entralgo, La espera y ¡a esperanza. Historia y teoría del esperar humano, Madrid 31962. Se trata de un estudio enciclopédico acerca de la esperanza, teniendo en cuenta las aportaciones de la Biblia y la tradición de los santos Padres —santo Tomás, san Juan de la Cruz...—; se analiza la esperanza en el mundo moderno y en la crisis de nuestro tiempo, con bien ponderadas calas en autores representativos.
20. J. B. Metz-E. Wiesel, Esperar a pesar de todo, Madrid 1966.
Preludio 19
bandos opuestos (verdugo —lado alemán— y víctima —parte ju d ía- respectivamente en la última guerra mundial). Ambos piden, como grito de alarma, la voz testimoniante de la esperanza, mayor de lo que cada uno, individualmente, pueda concebir; más allá de los horrores del pasado y de los pronósticos agoreros. J. B. M etz se refiere a la Iglesia com o la veladora (la que cuida y protege) de la esperanza en el mundo:
Sin la Iglesia habría caído en el olvido una esperanza de siglos, una esperanza, además, tan grande y tan improbable que nadie la puede esperar para él solo21.
E. W iesel aboga por el recuerdo, la anámnesis, para que la voz de los testigos no se olvide; e invoca desde su fe judía, él superviviente del «reino de la noche» en Auschwitz, un reino de la luz:
Si miro a mi alrededor, en el mundo sólo veo falta de esperanza.Y a pesar de todo: yo y todos, tenemos que encontrar una fuente de esperanza22.
El considerable olvido, palpable incluso en las altas instancias del saber teológico23, y el general desconocimiento también ex istente entre el pueblo fiel acerca de la nueva Jerusalén —su patria verdadera (¡)—, se convirtieron en fuerte acicate para acometer con entereza este trabajo, y poder ofrecer a la Iglesia la descripción simbólica, ya interpretada, de la meta de su esperanza.
El presente libro constituye el primer estudio bíblico monográfico, a la vez pormenorizado y teológico, del que tengamos noticia acerca de la nueva Jerusalén.
21. lbid., 27.22. Ibid., 73.23. Valga como botón de muestra el reciente documento eclesial, ya citado, «Es
peramos la resurrección y la vida eterna». Documento de la Comisión episcopal para la doctrina de la fe de la Conferencia episcopal española. Lamentamos que se silencie la gran aportación de Ap 21-22, 5 en todo el escrito, pues entre otros olvidos, afirma tal vez demasiado categóricamente: «No podemos, por eso, pretender una descripción del cielo» (p. 14). El documento no tiene en cuenta el verso inmediatamente posterior al que ha sido citado de 1 Cor 2, 9, para invocar ese «silencio» sobre la descripción del cielo: «A nosotros nos los reveló Dios por medio del Espíritu» (v. 10a). Es el Espíritu quien ha hecho posible la experiencia profética de Juan (Ap 1,10) para poder escribir el libro del Ap; y es el mismo Espíritu concretamente quien le ha mostrado la ciudad de la nueva Jerusalén (Ap 21, 10), tal como Juan con fidelidad atestigua, y él la ha descrito para enseñanza de la Iglesia. Pues justamente de esto trata Ap 21, 1-22, 5, de describir el cielo, aunque con símbolos que deben luego ser descifrados. Para descodificar estos símbolos apocalípticos presta su tarea el biblista.
INTRODUCCION
Una vez considerado en este preludio el ambiente bíblico en que irrumpe la nueva Jerusalén; habiendo caído en la cuenta de la urgencia —acuciada de perentoriedad insoslayable, a causa de los tiempos que nos tocan— acerca de su visión —la que puede devolver la esperanza a la Iglesia, a las grandes religiones monoteístas y a la humanidad—, será preciso examinar cuál es la novedad del libro de Ap y cóm o la ejecuta, es decir, se atenderá a la aportación original de Ap 21, 1 —22, 5. Después será menester considerar la importancia de la nueva Jerusalén en la vida misma de la Iglesia de todos los tiempos. Por fin, se estudiará con detalle la unidad es- tructural-temática del fragmento.
1. Presentación literaria de la nueva JerusalénAp 21, 1-22, 5 es el único lugar, no sólo de la Biblia sino de to
dos los escritos judíos, donde se hace una extensa mención de la ciudad de la nueva Jerusalén1. En ningún otro texto —preciso es recalcarlo— se ofrece descripción alguna de la Jerusalén celeste. N ingún escritor apocalíptico, que tome parte en un viaje celeste, ningún rabino que haya subido a la Merkabá, ha delineado, ni siquiera en mero bosquejo, la imagen de esta ciudad2. En medio de tan vasto desconocimiento acerca de la realidad íntima de la ciudad de la nueva Jerusalén, la aportación de Ap 21, 1-22-5 resulta fundamental.
El Ap cristiano surge com o el cumplimiento eficaz de las mejores promesas bíblicas del antiguo testamento. El anhelo de los pro-
1. «Ap 21 ofrece la única descripción de la Jerusalén celeste en el ámbito judeo- cristiano. La ciudad es idéntica con el nuevo eón, con el reino de Dios» (H. Bieten- hard, Die himmlische Welt in Urchrístentum und Spatjudentum, Tübingen 1951, 202).
2. Cf. H. Bietenhad, Die himmlische Welt in Urchrístentum und Spatjudentum,196.
22 Introducción
fetas y la irrenunciable expectativa judía, manifestada a través de tantos textos a menudo inextricables, no se perdió para siempre en un vacío lamentable, sino que se realizó en su plenitud mediante la irrupción de la nueva Jerusalén, tal com o, de manera espléndida, se consigna en Ap 21, 1-22, 5.
Tal vez Juan no supiese, mientras describía la nueva Jerusalén, que estaba redactando las postreras páginas de la Biblia escrita, sea del antiguo com o del nuevo testamento. La Iglesia, posteriormente, no sin la presencia inquieta de ciertos avatares sobre su canoni- cidad3, pero asistida siempre por la fuerza inspiradora del Espíritu, colocó el Ap al final de todos los libros escritos. Hizo providencialmente una sabia elección, pues Ap sustenta toda la Biblia com o la meta sostiene el esfuerzo de la gran marcha. Aún más, la nueva Jerusalén se erige en la gran visión de totalidad: «Ap 21, 1-22, 5 se presenta com o el punto culminante, la clave de bóveda de esa gran obra milenaria que es la Biblia»4. Los más nucleares eventos bíblicos encuentran en la nueva Jerusalén su confirmación: la elección divina, la nueva creación, la alianza, la apertura de la salvación, las nupcias sagradas entre D ios y su pueblo, el ver a D ios, la ecología...
Resulta esclarecedor, a estas alturas, poder conocer el espíritu (con minúscula, a saber el tono y talante) que alienta en estas páginas que contemplamos. Sea dicho a modo de anticipo sumarial. Preciso es afirmar que la nueva Jerusalén de Ap 21, 1-22, 5 es un pasaje lleno de misterio, sin parangón posible con ningún otro texto cristiano o judío: la luz que ilumina la larga noche del tiempo y de la historia5.
El texto constituye en sí mismo una de las «obras de arte literarias del autor del Ap»6. Unicamente aquí se describe, con la e lo cuente expresividad del símbolo, cuál y cóm o es la confirmación de la esperanza, el premio que D ios otorga tan desbordada cuanto gratuitamente a la Iglesia y a la humanidad. Fragmento de riqueza teológica inconmesurable y de belleza casi mágica. N o pretendemos caer en la metáfora hiperbólica al afirmar con plena delibera
3. Cf. una detallada panorámica sobre los problemas que aquejaron a la recta interpretación del libro de Ap, en F. D. Mazzaferri, The Genre ofth e Book o f Revelation. From a source-criticalperspective, Berlin-New York 1988, 1-34.
4. J. P. Prévost, Para leer el Apocalipsis, Estella 1994, 121.5. También se podría añadir —para no excluir ninguna clave de simbolismo bí
blico— que en medio del mar -paradigma de todo peligro acechante en que navega la historia—, una luz poderosa como un alto faro, rompe la oscuridad y libera del naufragio: es la fuerza, impregnada de irradiación divina, de la nueva Jerusalén.
6 . Así lo reconoce textualmente U. Vanni, Gerusalemme nell'Apocalisse, en Ge- rusalemme. Atti della XXVI settimana bíblica, Brescia 1982, 42.
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ción que sus versos fulguran con pulcritudes de deslumbrante lustre y brillanteces hasta ahora no usadas en ninguna otra parte de la Biblia. Como un relámpago de hermosura sobrenatural es la apoteosis de la nueva Jerusalén, que aquí irrumpe y nos envuelve. Hay que dejarse, pues, afectar y envolver por el aura de su gloria.
Si hubiese que elegir a algún escritor contemporáneo —por tanto, acorde con nuestro sentir actual—, cuya obra se acercara de alguna manera a la descrita en Ap 21, 1-22, 5, sin duda habría que designar unánimemente a V. Aleixandre. Este autor ofrece unos textos de enorme fuerza y resonancia; en él sobresalen las imágenes visionarias, cuya magnitud telúrica y celestial —y asombrosamente, cuyo amor por el detalle—, son colindantes con Ap. V. A leixandre crea visiones, que producen un efecto conmovedor, debido a asociaciones emotivas, no conscientes7.
Preciso es penetrar por la puerta de la palabra del Ap para acceder a la visión de la ciudad. Hay que permitir ser llevados casi de la mano por lo que este pasaje, paso a paso, nos va indicando. Hay que detenerse en cada palabra —com o si de la contemplación insólita de un edificio de Jerusalén se tratase—, mirarla con complacencia y estudiarla con esmero, «re-creándose» en ella (todo este tributo constituye las minucias requeridas de la exégesis literal). El
7. El autor escribe, por ejemplo: «Aguilas como abismos / como montes altísimos». No existe un nexo lógico que enlaza las comparaciones, sólo se produce el símil por la emoción suscitada en ambos casos, por la resonancia magnética que crea en el ánimo del lector la grandeza del abismo y de la elevación de los montes (asimismo hay que dejarse ganar emotivamente por el clima original y paradisíaco de Ap 21-22, 5 —¡—). El más completo estudio de la obra de Aleixandre se debe a C. Bousofio, La poesía de V. Aleixandre, Madrid 31977, especialmente las páginas donde se trata acerca de la imagen visionaria, la visión y el símbolo (159-200). Entre todos sus libros, desde nuestra perspectiva del Ap, cabe destacar Sombra del paraíso. El poeta canta a un mundo original, donde la naturaleza —elevada a categoría de coprotagonista, animada de sentimientos—, los animales y los hombres conviven en una inocencia prístina, en medio de una luminosidad que los invade y los deslumbra. Cf. L. de Luis, V. Aleixandre, Madrid 1970; V. Granados, La poesía de V. Aleixandre, Málaga 1977. A modo de cita esclarecedora, que propicia el clima descriptivo de la nueva Jerusalén de Ap 21, 1-22, 5, bien merece ser reproducida parcialmente la poesía, que se titula —otorgando aún mayor parecido a la ciudad de la nueva Jerusalén— Ciudad del paraíso. Esta ciudad descrita por el poeta parece sobrenatural, encaramada en un monte elevado (como el escenario de la nueva Jerusalén), entregada por una mano invisible, reinando señera entre el cielo y el mar. Esta ciudad, se recuerda aun sin haberla conocido antes, está habitada idealmente. He aquí los versos iniciales: «Siempre te ven mis ojos, ciudad de mis días marinos. / Colgada del imponente monte, apenas detenida / en tu vertical caída a las ondas azules, / pareces reinar bajo el cielo, sobre las aguas, / intermedia en los aires...». Cf. V. Aleixandre, Sombra delparaíso. Edición, introducción y notas de L. de Luis, Madrid 31990, 175.
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fiel análisis del pasaje de Ap 21,1-22 , 5, permitirá acceder a la contemplación serena de la ciudad —es decir, obtener su mensaje teológico—, de la misma manera que por los vericuetos de sus calles más íntimas se llega hasta la plaza de la ciudad.
Ap deliberadamente crea imágenes insólitas, estilo vivísim o y acuña palabras relucientes. Cincela —no es la suya sino la depuradísima obra de un orfebre— un expresivo lenguaje para ponerlo al servicio de su noble causa: describir con las mejores palabras la gloria de la nueva Jerusalén, que es la perfección de la Iglesia y de la humanidad com o dádiva de Dios. D e esto se trata definitivamente, de descubrir y reconocer la hermosura de la Iglesia, hecha a imagen de la nueva Jerusalén y hacia donde esperanzadamente aquélla camina.
La nueva Jerusalén aparece com o un esplendor de belleza, porque —tal com o muestra el ángel al vidente (21, 9-10)—, es la esposa del Cordero y porque es ciudad escatológica. D os sím bolos y dos registros, ambos imbricados com o los anillos de una alianza; el primero mira al amor personal, esponsalicio; el segundo contempla las relaciones humanas en el entramado social de la convivencia.
Aparece hermosa, porque ya es no sólo la prometida, sino la esposa radiante de Cristo, quien la quiso para sí «resplandeciente, sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada» (Ef 5, 27)8. El hecho de que sea llamada la esposa del Cordero no proviene de la mente en delirio del autor, que configura un recurso estético personifica- dor. Tiene un arraigo profundísimo en la consagración bautismal de cada cristiano a Cristo, el Señor y en su vocación escatológica. La comunidad se siente amada por el Señor, su Redentor, mediante el sacrificio oneroso de su sangre (Ap 1, 5)g.
Y también resulta hermosa porque es ciudad santa, a saber, constituye el lugar de la comunión-comunicación, en paz, entre Dios y los hombres. A sí se verá con más detalle en las siguientes páginas.
Sería preciso utilizar a lo largo de toda la explicación apocalíptica algunas figuras literarias extremas, com o la paradoja, el contrasentido y el oxímoron, que den cuenta de los efectos pretendidos
8. Cf. Ch. Journet, L ’Eglise de Verbe Incarné II, Paris 1951, 893. Especialmente sugerente el excursus VI: Sur l'Eglise sans tache ni ride (1115-1129), que es un estudio histórico con aportaciones de san Jerónimo, san Agustín, san Juan Crisóstomo, santo Tomás de Aquino, entre otros autores importantes.
9. Tal como ha sido escrito: «Dar a la Iglesia el nombre de Esposa no es en absoluto un artificio literario: es una necesidad teológica» (A. Vonier, L ’Esprit et l ’E- pou:se Paris 1947, 13).
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por el siempre soprendente lenguaje de Ap. Hay que hablar de la desmesura de las dimensiones de la nueva Jerusalén. No se sabe qué aspecto destacar con más relieve, si sus medidas o sus desm edidas. Las dos cualidades, en principio antípodas, se funden al unísono, logrando mediante la vigorosa expresividad literaria un alto alcance eclesiológico.
La nueva Jerusalén es simultáneamente (¡) ciudad segura (circundada de una alta muralla de protección) y ciudad abierta (con doce puertas francas).
A través de un simbolismo mineral —precioso más allá de lo que toda imaginería religiosa pudiera concebir o que orfebre humano pudiera engastar-, Ap desvela la belleza de la nueva Jerusalén, una ciudad enladrillada entera del más purísimo oro.
La insistencia, asimismo, en las piedras preciosas, manifiesta el misterio de la Iglesia. La presencia trascendente de D ios llena por com pleto la ciudad. Las doce piedras preciosas se incrustan en los cimientos de la ciudad. Esta se puebla de habitantes, que son sacerdotes; toda ella es una Iglesia sacerdotal. Se trata, también, de la gloria de la Iglesia apostólica, cimentada en los doce apóstoles del Cordero, pero cuyo fundamento último es Cristo.
Con palabras que son de este mundo, pero que nos han sido recreadas por la revelación divina, es preciso descubrir la grandeza eterna que D ios otorga a la Iglesia y a la humanidad.
Pero no sólo queremos demoramos en la complacencia de su estilo único e inconfundible; hay que reivindicar una interpretación sim bólico-teológica de la visión última del Ap a la que combaten todas las disecciones que un pretendido bisturí analítico quiere perpetrar contra el mensaje meridiano de estos versos, intentando separar el mundo nuevo de la ciudad de Jerusalén, y dividiendo a ésta en una Jerusalén nueva y una Jerusalén celeste, en esposa y paraíso. Preciso es no hacer juego ni parodia sobre la letra del texto, cuando se desconoce el aliento sim bólico que lo invade10.
Son las suyas imágenes no geográficas, sino simbólicas; y todas ellas engarzadas en una cadena interpretativa, dotada de múltiples
10. Cf. el comentario de P. Claudel: «Voilá une fiancée qu’il faudrait des grands bras pour étreindre» (P. Claudel interrogue l ’Apocalypse, Paris 1952, 213). Es una ocurrencia irónica ante las explicaciones de Alio —demasiado literales—, con quien sigue dialogando en idéntico tono burlesco: «¿Qué me decís, ahora, R. P. Alio, acerca de vuestro pequeño río en tirabuzón que alegra con toda clase de divertimentos hidráulicos este ‘promontorio’ de 300 km. de alto que san Juan, según usted, habría atribuido como residencia a los elegidos y que desciende amablemente hacia ellos como una novia?» (ibid ., 241).
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registros. Son variaciones del mismo tema teológico y eclesial: la creación del mundo nuevo (cielo y tierra nueva), en el que aparece la ciudad de Jerusalén (la Jerusalén celeste es la nueva Jerusalén), y dentro de sus muros, el paraíso recreado".
Como mensaje nuclear se insiste en que la nueva Jerusalén —genuina unidad temática que cohesiona todo el pasaje apocalíptic o - representa la vida desbordante, donde la Iglesia, al fin glorificada y salvada, se une con toda la humanidad, formada por el pueblo elegido y las naciones del mundo, en una vida de comunión con D io s12.
2. La nueva Jerusalén en la vida de la IglesiaAl pretender hablar con detenimiento de la nueva Jerusalén, no
estamos tratando un asunto raro (por novedoso), sino que nos esforzamos en hacer visible el misterio que ha sido vivido a lo largo de la historia de la Iglesia, y que se ha manifestado en la celebración cristiana de la liturgia y en las obras egregias de su fe, a saber, en la sublime expresión del arte cristiano.
En primer lugar, la Iglesia ha hecho explícita mención de la nueva Jerusalén en importantes lugares de su liturgia, algunos de ellos constituyentes de momentos privilegiados. Cuando la com unidad cristiana acompaña, doliente y esperanzada, el cuerpo del difunto para ser enterrado, realiza, consciente de la certeza de la resurrección y de la vida inmortal que tendrá lugar en la ciudad de Jerusalén, esta última súplica: «Al paraíso te lleven los ángeles, a tu llegada te reciban los mártires y te introduzcan en la ciudad santa de Jerusalén».
Cuando la Iglesia peregrina se congrega para celebrar su fe, e specialmente en la eucaristía, se une a la Iglesia celeste. Esta vivencia comunitaria se expresa muy acertadamente en el prefacio de la festividad de todos los santos. La nueva Jerusalén es considerada en referencia a sus pobladores, com o una asamblea de hermanos, que alaban eternamente a D ios, que operan una profunda atracción sobre los cristianos peregrinos, a quienes sirven de estímulo: «Hoy, nos concedes celebrar la gloria de todos los santos, nuestros her
11. Cf. R. H. Gundry, The New Jerusalem People as Place, not Place fo r People'. NT 29 (3) 254-264; G. Caird, The Language and Imagery o f the Bible, Philadelphia 1980, 160-167.
12. Cf. A. T. Nikolainen, Die Kirchenbegriff in der Offenbarung des Johannes: NTS (1963) 360.
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manos, asamblea de la Jerusalén celeste, que eternamente te alaba. Hacia ella, aunque peregrinos en país extraño, nos encaminamos alegres, guiados por la fe y animados por la gloria de los santos; en ellos encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad»13.
En las oraciones que la Iglesia implora, al consagrar una iglesia, de nuevo se hace una súplica con la mirada puesta en el destino último que aguarda a los cristianos, que no es sino la nueva Jerusalén: «Concédenos a nosotros y a cuantos en esta iglesia celebrarán los divinos misterios llegar a la Jerusalén del c ie lo»14.
En segundo lugar, hay que decir que la Iglesia ha sentido desde siempre añoranza de la nueva Jerusalén, su verdadera patria celeste. Esta nostalgia ha tomado forma —línea, color, arquitectura— de arte. La labor artística cristiana es un lugar teológico y se convierte, por ello mismo, en una obra de interpretación bíblica. También la exégesis puede sacar luz de las diversas referencias iconográficas. En este punto, es preciso destacar la riqueza sim bólica de la nueva Jerusalén en el arte cristiano de todos los tiempos.
La Jerusalén presente que es la Iglesia adquiere en el arte cristiano cada vez más los colores y los contornos de la Jerusalén celeste, conforme al espíritu del Apocalipsis que no es sólo el designio de un Reino final y futuro sino también el análisis simbólico de su historia y de su actuar guiadas por Cristo en medio de las tempestades y del asedio desencadenado por el mal15.
Durante la celebración litúrgica especialmente —así ha sido recordado previamente—, la Iglesia terrestre entra en comunión con la Iglesia escatológica, según repetidas afirmaciones de la Carta a los hebreos (12, 22-24; 16, 25: «Vosotros habéis penetrado en la montaña de Sión, en la ciudad del D ios viviente, en la Jerusalén celestial»). Por ello el templo se convierte —arquitectónicamente hablando— en un espejo de la ciudad de la nueva Jerusalén16.
13. Semejante idea se encuentra en el prefacio de la eucaristía del común de la dedicación de una Iglesia. El templo verdadero no hace referencia a un edificio material, sino a la comunidad cristiana. La Iglesia, Cuerpo de Cristo, crece vigorosamente, entretejida cada vez con más miembros, hasta arribar a su meta: la nueva Jerusalén: «En este lugar, Señor, tú vas edificando aquel templo que somos nosotros, y así la Iglesia, extendida por toda la tierra, crece unida, como Cuerpo de Cristo, hasta llegar a ser la nueva Jerusalén, verdadera visión de paz».
14. Se trata de la oración, hecha por el obispo, en los momentos iniciales de la bendición. Rituales de la dedicación de iglesias y de altares, Madrid 1979, 42.103.
15. G. Ravasi, en en Varios, La dimora di Dio con gli utimini. Immagini della Ge- rusalemme celeste dal III al XIV secolo, Milano 1983, 47.
16. Cf. R. Grosche, Zur Theologie der Kirchengebaude, Würzburg 1962, 27.
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Se transforma la visión teológica, y de ahí que también se m odifique la planta de los nuevos templos e iglesias en la cristiandad. En el período romano la puerta principal iba lateralmente adosada a la basílica, pero el templo cristiano cambia la orientación. Aquella puerta principal se convierte ahora en la puerta de entrada, a saber, el com ienzo de un camino que atraviesa el edificio y llega hasta el altar formando un «iter» representativo, a saber; señala el éxodo que la Iglesia debe realizar hasta arribar a la Jerusalén celeste. Por ello, la figura gloriosa que corona el ábside es la del Kyrios, el Pantocrátor y, sobre todo, el Cordero del Apocalipsis. La presencia del Resucitado, situada no sólo con los cristianos, sino en medio de ellos (Cristo es contemplado en Ap 1, 13, com o el que está «en medio de» los siete candelabros de oro —de oro o encendidos—, a saber, en la posición del que preside toda celebración litúrgica en la Iglesia) les transporta por el arte y la fe a la visión de la Jerusalén celeste17.
Exponentes genuinas de esta visión simultánea —el cielo en la tierra, la nueva Jerusalén en el templo representada—, son las palabras que Eusebio de Cesarea refiere en la consagración de una basílica cristiana:
Esta basílica es el gran templo que el soberano Creador del cosmos, el Verbo, ha erigido bajo el sol en el centro mismo de la tierra y en el que ha establecido en este mundo un símbolo espiritual, un trasunto de lo que es en el más allá la bóveda del cielo... Ningún mortal puede celebrar debidamente la patria celeste, el prototipo de las cosas terrestres allí contenido, la Jerusalén celestial aquí representada18.
El motivo ornamental de la nueva Jerusalén va colocado en el ábside de los templos cristianos, es decir, en el eje que une los fieles con el altar, y por encima del altar. Esta precisa ubicación posee una significación ambivalente: de presencia y de provisionali- dad. D e presencia porque en todo templo cristiano, se adensa y se refleja, aunque sea «p e r speculum et in aenigm ate» la Jerusalén celeste19. Pero también de provisionalidad, porque el templo material
17. Así reconocido por L. Bouyer, Le rite e t l ’homme, Paris 1962, 236.18. Historia Eclesiástica X, 4, 69-70. El párrafo forma parte de un larguísimo
(contiene setentaidós fragmentos) panegírico sobre la edificación de las iglesias, dirigido a Paulino, obispo de Tiro. Cf. E. Sauser, Symbolik der katolischen Kirche, Stutt- gart 1960, 60.
19. Cf. L. F. Pizzolato, en Varios, La dimora di Dio con gli uomini. Immagini del- la Gerusalemme celeste dal III al XIV secolo, 19.
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de aquí abajo —toda la variada e inmensa constelación de templos erigidos en la historia, ya suntuosos o humildes— son sólo etapa de transición hacia la nueva Jerusalén.
A sí, pues, los templos cristianos se convierten en imágenes de gloria y signos de caducidad. La visión de la Jerusalén celeste, inscrita en el ábside de los templos, recuerda a la Iglesia terrestre que va en camino, es peregrina, que está en el Reino, pero que aún no ha conseguido serlo de manera acabada.
Sumamente revelador resultaría, incluso com o lección interpretativa de Ap 21, 1-22, 5, recorrer la visión iconográfica completa de la nueva Jerusalén en la historia del arte. Las referencias edili- cias, ornamentales, pictóricas... de la nueva Jerusalén, son tan amplias que ni en un solo libro podrían ser tratadas. Y tales tópicos provienen prevalentemente de las raíces del Apocalipsis20.
Para darse cuenta de la inmensa producción artística que el motivo de la nueva Jerusalén ha originado en el arte cristiano, véase una somera prueba, aparte de los libros citados previamente, en esta selecta reseña bibliográfica abajo confeccionada21.
3. Unidad estructural-literaria de Ap 21, 1-22, 5He aquí el pasaje íntegro de Ap que versa sobre la nueva Jeru
salén. Sobre él es preciso volver repetidamente los ojos a fin de familiarizarse con las palabras y visiones que alberga. Esta traducción, fiel y matizada del texto griego, encuentra su justificación en las páginas posteriores, tras el análisis respectivo; y debería ir, lógicamente, al final, com o un logro adquirido por la exégesis. En beneficio del lector, la situamos al principio, para que su presencia
20. Cf. B. Kühnel, From the Earthly to the Heavenly Jerusalem. Representation ofthe Holy City in Christian Art ofthe Fist Millenium, Rom-Freiburg-Wien 1987, 13, 166.
21. Varios, L ’Apocalypse de Jean. Traditions exégetiques et iconographiques (II- XIII siécles), Genéve 1973; A. Coli, La Gerusalemme celeste nei cicli apocalittici al- tomedievali e l ’affresco de san Pietro al Monte di Civate: proposta di lettura iconográfica: Arte Lombarda. Nuova Serie 58/59 (1981) 7-20; J. Engemann, L ’Apocalypse de Jean. Traditions exégetiques et iconographiques. III-XII siécles, Genéve 1979; M. T. Gousset, La représentation de la Jérusalem céleste á l ’époque carolingienne: Cahiers Archéologiques 23 (1982) 81-106; M. R. James, The Apocalypse inA rt, Lon- don 1931; A. Rodríguez, El simbolismo de ‘Jerusalén celeste’, constante ambiental del templo cristiano, en Varios, Arte sacro y Concilio Vaticano II, León 1965, 137- 151; F. Van der Meer, Maiestas Domini. Théophanies de l ’Apocalypse dans l ’art chrétien. Etude sur les origines d ’une iconographie spécial du Christ, Roma-Paris 1938; Id., L ’Apocalypse dans l ’art, Anvers 1978.
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presida estratégicamente todo el proceso de lectura. Además, las partes señaladas se irán presentando, de manera progresiva, al comienzo de cada capítulo y al inicio de la exégesis de cada verso.
A. EL M UNDO NUEVO (21, 1-8)'Y vi un cielo nuevo y una nueva tierra, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe. 2Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su esposo. Y oí una gran voz desde el trono que decía: ‘He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán sus pueblos, y él mismo, Dios con ellos, será su Dios’. 4Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido. 5Y dijo el que está sentado en el trono: ‘Mira, hago nuevas todas las cosas’. Y dijo: ‘Escribe: estas palabras son fieles y verdaderas’. 6Y me dijo: ‘Hecho está’. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tenga sed yo le daré de la fuente del agua de la vida gratis. 7E1 vencedor herederá esto: yo seré Dios para él, y él será para mí hijo. 8Pero los cobardes, incrédulos, abominables, asesinos, impuros, hechiceros, idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte (de herencia) en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda.
B. LA NUEVA JERUSALEN (21, 9-27)9Y vino uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenas de las siete últimas plagas, y me habló diciendo: ‘Mira, te mostraré la prometida, la esposa del Cordero’. I0Y me llevó en Espíritu a un monte grande y elevado, y me mostró la ciudad santa de Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, "y tenía la gloria de Dios, su resplandor era semejante a una piedra preciosísima como piedra de jaspe cristalino. l2Tenía una muralla grande y elevada, tenía doce puertas y sobre las puertas doce ángeles y nombres grabados que son las doce tribus de Israel. '-’Al oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, al poniente tres puertas, 14y la muralla de la ciudad tenía doce cimientos y sobre ellos los nombres de los doce apóstoles del Cordero. I5Y el que hablaba conmigo tenía una caña de medir, de oro, para medir la ciudad, sus puertas y su muralla. 16La ciudad se asienta sobre un cuadrado: su longitud es igual a su anchura. Y midió la ciudad con la caña: doce mil estadios, su longitud, anchura y altura son iguales. I7Y midió su muralla: ciento cuarenta y cuatro codos, con medida humana, que era la del ángel. 18Y el material de su muralla es de jaspe y la ciu
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dad es de oro puro semejante al vidrio puro. I9Y los cimientos de la muralla de la ciudad están adornados con toda clase de piedras preciosas: el primero es de jaspe, el segundo de zafiro, el tercero de calcedonia, el cuarto de esmeralda, 20el quinto de sardónica, el sexto de cornalina, el séptimo de crisólito, el octavo de berilo, el noveno de topacio, el décimo de ágata, el undécimo de jacinto, el duodécimo de amatista . 21Y las doce puertas son doce perlas, cada una de las puertas hecha de una sola perla. Y la plaza de la ciudad era de oro puro como vidrio translúcido. 22Y santuario no vi en ella, pues el Señor, el Dios Todopoderoso y el Cordero es su santuario. 2,Y la ciudad no necesita del sol ni de la luna para que alumbren, pues la gloria del Señor la ilumina, y su lámpara es el Cordero. 24Y las naciones caminarán a su luz, y los reyes de la tierra traerán su gloria hasta ella; 25sus puertas no cerrarán, pues allí no habrá noche, 26y llevarán hasta ella la gloria y el honor de las naciones. 27Y no entrará en ella nada profano, ni el que comete abominación y mentira, sino sólo los inscritos en el libro de la vida del Cordero.
C. EL PARAISO RECREADO (22, 1-5)’Y me mostró un río de agua de vida, reluciente como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero. 2En medio de su plaza, a un lado y otro del río, hay un árbol de vida que da doce frutos, uno cada mes. Y las hojas del árbol sirven para la curación de las naciones. 3Y ya no habrá ninguna maldición más. Y el trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le darán culto. 4Y verán su rostro, y su nombre está sobre sus frentes. 5Y ya no habrá más noche, y no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz de sol, porque el Señor Dios los iluminará y reinarán por los siglos de los siglos.
Tan extenso pasaje es la coronación ideal del Ap. Toda la obra se ha escrito teniendo en cuenta la ciudad de la nueva Jerusalén —tal com o se verá con más minuciosidad en páginas posteriores—, y sólo dentro de ella encuentra el libro cabal sentido y comprensión. Resulta aleccionador detectar el cambio de ritmo narrativo de Ap en los últimos capítulos. El libro acelera su marcha. Tras mencionar el infierno, de una manera brevísima, casi com o de pasada y con cierta repugnancia, el Ap se detiene ahora con premiosa com placencia, con entusiasmo diríase, en describir las maravillas de la nueva Jerusalén22. Estos treintaidós versos están dotados de inson
22. Cf. E. B. Alio, L ’Apocalyse, 332.
32 Introducción
dable alcance teológico y eclesiológico, también de hallazgos literarios23.
Las tres partes del texto pueden asemejarse a un tríptico de pintura religiosa, dotado de profunda simbología. Cada una de ellas, en gradación creciente, va mostrando las maravillas del Señor para los cristianos fieles. También se ha comparado la descripción de Ap 21, 1-22, 5 con una hermosa vidriera, hábilmente construida y conjuntada por Juan; la vidriera posee tres amplios panoramas24.
El estilo de los tres grandes párrafos resulta bastante afín. Coordinación y polisíndeton son las notas más características, en im presionante frecuencia: quince veces en el primero, veintiséis en el segundo y ocho en el tercero, que es con mucho el más breve. E xiste una tendencia, pues, a amontonar oraciones y palabras con igual función sintáctica. Hay, por tanto, una simplicidad muy deliberada al servicio de una estrategia narrativo-descriptiva clara: la técnica de contar «lo visto» y «oído».
A través del texto se advierte la presencia del minucioso observador, del testigo directo, siempre atento a ver y presto a transmitir. Para ello recurre a detalles precisos o da una visión estilizada, pero preñada de sabrosos apuntes, que confieren realismo a su mensaje. Pretende comunicar con fidelidad al lector del Ap, la realidad sobrenatural, que con la fuerza del Espíritu, le ha sido posible contemplar.
La crítica de todos los tiempos, especialmente a partir del siglo XIX, se ha planteado el problema de la homogeneidad de esta sección. Las anomalías de algunos fenóm enos de índole narrativa, co mo el frecuente uso de la prolepsis, el sorprendente empleo de anticipaciones indebidas, entorpecían en exceso una lectura armónica del pasaje. Llama la atención, por encima de otras trabas lingüísticas, la descripción de Jerusalén, que en una primera lectura resulta doble y superpuesta: su consumación parece haber tenido ya lugar (21, 1-5), pero también se ofrece la imagen de una Jerusalén que aún vive en la tierra, habitada por variedad de pueblos (21, 9 -2 2 , 5); una Jerusalén santa (21, 2-7), y, por otra parte, sometida a todo tipo de acechanzas y pecados (21, 27). La dificultad resulta evidente y clamorosa. Se ha intentado de diversas maneras
23. Sigue resultando válido el jucio global de E. Lohmeyer (Die Offenbarung des Johannes, 165) a los dos capítulos: «Esta visión está fuertemente basada sobre materiales tradicionales; en sus descripciones concretas es concisa y se contenta voluntariamente con alusiones. Original en su composición, comenta todos los acontecimientos por una palabra profética de gran envergadura».
24. Cf. J. P. Prévost, Para leer el Apocalipsis, 116.
Introducción 33
explicar la causa de este informe estado de cosas. Se ha conjeturado que básicamente este caos narrativo se debe a la alteridad de fuentes, mal asimiladas por el autor; o bien a los orígenes judíos, transformados de manera inhábil por el redactor griego del Ap.
Concentramos los principales intentos que se han dado en la historia exegética para resolver el enigma literario de Ap 21, 1-22,5. Volker considera tres fuentes innatas dentro del relato: 21, 1-13; 15-21; 22, 4-6. El posterior editor en tiempos de Trajano disecciona el relato en estas partes fundamentales: 21, 14.22.27; 22, 1-2. Incluso se detectan interpolaciones internas: 21, 9; 22, 3. Calmes cree que 21, 3-1 la es un desarrollo intercalado entre dos partes de un mismo relato. Bousset opina que el autor utiliza fragmentos de fuentes judías que ya han ido apareciendo en los capítulos 17-1825.
Creemos que todas las anteriores hipótesis, sustentadas por sus respectivos autores, adolecen de una falla original: diseccionan el texto, y carecen de la perspectiva suficiente para considerarlo, aun con sus matices diversos, dentro de su unidad fundamental.
Quien ha dado sistematización a estos planteamientos ha sido R. H. Charles en su comentario al Ap, cuya exposición ahora se recoge y se valora. El texto de los cc. 20-22 está completamente desordenado en un grado asombroso y no muestra en la disposición actual la secuencia original buscada por el autor del Ap26. La causa de tan intolerable confusión y la única hipótesis que puede dar cuenta de ésta para un estudio comprehensivo de los datos es que Juan (mártir o fallecido de muerte natural) sólo escribió de Ap hasta el c. 20, 3. Dejó para completar su obra una serie de materiales, unos documentos independientes. Juan había presentado la Jerusalén del milenarismo (el autor era milenarista), que descendía del cielo antes de la destrucción de la tierra actual, cuando aún pervivía el mal en el mundo y quedaban muchas naciones por evangelizar (incluía 20, 9; 20, 2.14-15.17). La otra visión de Jerusalén correspondía a su estado celeste, donde los vencedores habitarán después de la consumación final, y abarcaba 21, 5a, 4d, 5b; l-4abc; 22, 3-527. Estos materiales fueron puestos juntos por un «fiel pero ininteligente discípulo en el orden que él creyó justo»28, dando origen al caos actual, caracterizado por la abundancia de rasgos contradictorios.
25. En la presentación inicial de este panorama interpretativo, seguimos a E. B. Alio (L ’Apocalypse, 341-342), quien refiere objetivamente el estado de la cuestión.
26. Cf. A Critical and Exegetical Comentary on the Revelation o f St. John I, 147.27. Ibid., 148-154.28. Ibid., 147.
34 Introducciórm
Esta hipótesis de Charles, tan sutil en el detalle exegético cuanto crédula en sus reconstrucciones interpretativas, ha sido criticada con tanta dureza com o justicia. Encubre un pseudo delirio de fantasía, pues ¿quién, con fiable garantía, puede haber seguido la prehistoria del texto apocalíptico y sus avatares? Denota una notable estrechez de miras, haciendo una lectura plana del texto; no tiene en cuenta la simbología de Juan, que adopta diversas metamorfosis, creando registros inéditos; y carece de la amplitud de toda visión apocalíptica29, tal com o se irá viendo detenidamente en la exé- gesis respectiva.
Dicha hipótesis apenas ha tenido eco en los comentarios de Ap, salvo la propuesta de M. E. Boismard30 que, por mor de la exhaus- tividad de la historia interpretativa de estos capítulos, recogemos ahora con fidelidad. El autor declara explícitamente: «No hacemos más que completar aquí, con nuevos argumentos, la demostración de Charles»31. La visión de la Jerusalén futura, según él, se presenta de doble manera: la primera quiere destacar esta breve perícopa21, 1-8; la segunda aglutina esta parte 21, 9-22, 5. Pero surge inevitable una dificultad. La primera visión de Jerusalén se sitúa en una perspectiva trascendente: el cielo y la tierra han desaparecido, también el mar e incluso la muerte. En cambio, la segunda descripción de Jerusalén se ubica en una dimensión terrestre: la tierra existe todavía (21, 10) y los gentiles pueden convertirse y venir hasta Jerusalén (21, 24-26). ¿Cómo conciliar ambas presentaciones? «Se está justamente obligado a concluir que las dos descripciones pertenecían de hecho a dos textos diferentes»32. El autor se extiende en un largo discurso para tratar de mostrar la coherencia de sus hipótesis31; discurso que se torna sinuoso, poco fiable, y que no ha contado con ningún adepto.
Ultimamente H. Kraft apunta de manera sucinta un intento de solución, que sigue en la misma línea de una redacción sucesiva. Los versos 21, 1-8 formaban la conclusión antigua del libro. Los versos 21, 9ss, que corresponden a la visión de la gran prostituta sobre la Bestia (Ap 17), han sido añadidos posteriormente al libro34. Parecida es la aportación de J. Massingberde Ford35.
29. Cf. la critica de E. B. Alio, L ’Apocalypse, 342; P. Prigent, L ’Apocalypse de saint Jean, 319.
30. «L ’Apocalypse» ou «Les Apocalypses» de S. Jean: RB 56 (1949) 507-541.31. Ibid., 525.32. Ibid., 525.33. Ibid., 525-521.34. Die OJfenbarung des Johannes, 262.35. Revelation, 38-39.
Introducción 35
Aceptamos la propuesta global —aunque no compartimos los puntos de vista particulares de su estudio— de J. Comblin36; pues ofrece una perspectiva coherente, fundamentada en la seriedad del análisis filológico y marcas configuradoras. El autor reclama la unidad literaria y teológica de Ap 21, 1-22, 5, dentro de la obra apocalíptica. Existen claramente tres fragmentos: 21, 1-8; 21, 9-27; 22, 1-5), emparentados por toda una serie de elementos formales. Se encuentran interconectados por una red de relaciones fácilmente identificables, que ahora sólo señalamos con suma brevedad.
1,° Los tres comienzan con una formulación de estilo apocalíptico: «Y vi» (21, 1); «Y vino...y me mostró» (21, 9.10); «Y me mostró» (22, 1-6).
2 ° Cada uno de ellos inicia con una descripción de la ciudad de Jerusalén, de corte apocalíptico: 21, 1.2.3ab; 21, 9-21; 22, 1.2. Los verbos se conjugan en un tiempo pasado o presente; hay abundancia de oráculos celestes.
3.° Cada fragmento se articula desarrollando oráculos proféti- cos del antiguo testamento, citados explícita o implícitamente: 21, 3cde.4.6c.7; 21, 24-26; 22, 3-5. Los verbos están en futuro.
4.° En cada segmento profético, la descripción del último motivo resulta idéntica al primero. Véase esta perfecta reciprocidad: 21, 7b = 21, 3cde; 21, 26 = 21, 24b; 22, 5c = 22, 3.
5.° Cada parte acaba con una fórmula de maldición respecto a los pecadores. Obsérvese la repetida cadencia: 2 1 ,8 ; 22, 27; 22, 15.
A la unidad literaria de Ap 21, 1-22, 5, palmariamente detectada, corresponde una fundamental unidad de contenido, que versa sobre la nueva Jerusalén. El autor de Ap toma palabras y evocaciones de los profetas, las asimila profundamente y describe con vigor genial, dotando ya a sus imágenes de un genuino cuño personal.
La unidad está hoy reclamada por los más prestigiosos comentadores37. Se ha declarado sin ambigüedades: «Apocalipsis 21, 1-22, 5, el relato de la visión de la nueva Jerusalén, contiene en sí mismo una unidad literaria»38.
36. La Liturgie de la nouvelle Jérusalem (Apoc 21, 1-22, 5): ETL 29 (1953), 5-9.37. Cf. una muestra en M. Wilcox Tradition and Redaction o f Rev 21, 9-22, 5, en
J.Lambrecht (ed.), L ’Apocalypse johannique et l ’Apocalyptique dans le Nouveau Tes- tament, Gembloux 1980, 205-215.
38. Ibid., 205.
36 Introducción
Por nuestra parte reconocemos abiertamente que la nueva Jerusalén es el tema principal y aglutinador de toda la sección. Juan propone tres partes esenciales (21, 1-8; 21, 9-27; 22, 1-5), coincidentes en describir con distinta imaginería la misma realidad repetida: la ciudad de la nueva Jerusalén39. Preferimos seguir a la mayoría de los comentaristas y adoptamos, por ello, una nomenclatura más clara por cuanto resulta más descriptiva y funcional, que encabezamos con las tres primeras letras mayúsculas del alfabeto: A. El mundo nuevo; B. La nueva Jerusalén; C. El para íso recreado40.
La exégesis nos irá mostrando detenidamente los avances de cada sección, el proceso por el que los distintos cuadros se van completando armoniosamente.
Hay que añadir —a fin de anular todo equívoco y evitar el trasvase de versos de una sección a otra— que el pasaje conclusivo de Ap, a saber, 22, 6-21, el verdadero epílogo del libro41, no es objeto de nuestro estudio. Se encuentra claramente separado de la precisa temática de la nueva Jerusalén, no por su ilación en la narración, a la que inmediatamente sigue, pero sí por su contenido y estilo diversos. Pertenece a otro género literario; constituye un diálogo litúrgico mantenido entre Juan, el ángel, la asamblea y Jesús glorificado. En este aspecto, hay suma coincidencia entre los comentadores; otra cosa distinta será fijar con precisión los componentes del diálogo litúrgico y las partes de la lectura respectivamente reservadas42.
Véanse la distribución y asignación correspondientes a cada participante, resueltas en forma de repetidas invocaciones, llamadas, respuestas y antífonas corales.Juan: Y me dijo:Angel: Estas son palabras fieles y verdaderas; el Señor, Dios de los espí
ritus de los profetas, ha enviado su ángel para mostrar a sus siervos loque tiene que suceder pronto (22, 6).39. Cf. J. P. Prévost, Para leer el Apocalipsis, 116.40. Así lo haremos en los comentarios filológicos respectivos. E. B. Alio une el
fragmento de Ap 21, 1-5 con la visión precedente, a la que completa. Rompe así la unidad de toda esta gran sección (L ’Apocalypse, 332).
41. Cf. U. Vanni, La struttura litteraria d e ll’Apocalisse, Roma 1971, 109-115.42. Cf. F. Contreras, El Espíritu en el libro del Apocalipsis, Salamanca 1987,
147-154. Difiero bastante de los esquemas establecidos por E. B. Alio, L'Apocalypse, 358-361; y de R. H. Charles, A Critical and Exegetical Commentary on the Revela- tion ofSt. John II, 221-225. Sigo fundamentalmente—aun discrepando en algunas partes—, las propuestas de de M. A. Kavanagh, Apocalypse 22:6, 21 as Concluding Li- turgical Dialogue, Roma 1984; y más recientemente de U. Vanni, Liturgical Dialogue in the Book o f Revelation: New Testament Studies 37 (1991) 356-372.
Introducción 37
Jesús: He aquí, yo vengo pronto. Bienaventurado el que guarda las palabras de profecía de este libro (v. 7).
Juan: Yo, Juan, soy el que oía y veía esto; y cuando oí y vi, caí a los pies del ángel que me mostraba esto, para adorarle (v. 8). Y me dijo:
Angel: Mira, no lo hagas. Yo soy un compañero de servicio tuyo y de tus hermanos los profetas y de los que guardan las palabras de este libro. Adora a Dios (v. 9).
Juan: Y me dijo:Angel: No selles las palabras de profecía de este libro, porque el tiempo
está cerca (v. 10). Que el injusto siga cometiendo injusticias y el manchado siga manchándose; que el justo siga practicando la justicia y el santo siga santificándose (v. 11).
Jesús: He aquí, yo vengo pronto y mi recompensa conmigo para dar a cada uno según sus obras. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el primero y el último (v. 13). Bienaventurados los que lavan sus vestiduras para tener acceso al árbol de la vida y entrar por las puertas en la ciudad (v. 14). Fuera los perros, los hechiceros, los lujuriosos, los asesinos, los idólatras, y todo el que ama y practica la injusticia (v. 15). Yo, Jesús, he enviado a mi ángel para dar testimonio de esto a las Iglesias. Yo soy la raíz y la descendencia de David, la estrella radiante de la mañana (v. 16).
Asamblea: El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven! (v. 17a).El cristiano: Y quien lo oiga, diga: ¡Ven! Y quien tenga sed, que venga.
Y quien quiera, que tome el agua de la vida gratuitamente (v. 17b). Jesús: Yo declaro a todo el que oye las palabras de profecía de este libro:
Si alguien añade a estas cosas, Dios añadirá sobre él las plagas que están escritas en este libro (v. 18). Y si alguien quita de las palabras de este libro de profecía, Dios quitará su parte del árbol de la vida y de la ciudad santa, descritas en este libro (v. 19). El que da testimonio de estas cosas dice: Sí, vengo pronto (v. 20a).
Asamblea: Amén, ¡Ven, Señor Jesús! (v. 20b).Juan: La gracia del Señor Jesús esté con todos (v. 21).
Estos personajes no resultan demasiado evidentes, fenomenoló- gicamente recortados y palpables en una experiencia, aun de tipo religioso; son interlocutores estilizados por la atmósfera de fe y el carácter concluyente del epílogo, apretado de densidad teológica. El autor del Ap ha querido recoger los protagonistas decisivos de su obra, y dar de cada uno de ellos los rasgos más sutiles (la quintaesencia de su actuación apocalíptica; son personajes transfigurados con funciones decantadas), situándolos juntos, al final del libro, en un diálogo litúrgico pero ideal; diálogo al que tiene acceso privilegiado y participación activa la comunidad eclesial —«la es
38 Introducción
posa»— cada vez que, inspirada por el Espíritu, se reúne en la liturgia para invocar a su Señor.
Es preciso insistir en este último punto. Los protagonistas interpretativos del libro del Ap son el grupo cristiano, a saber, «los que escuchan» (o i áxoíiovteg) las palabras de esta profecía, y tratan de cumplirlas, tal com o aparece reiterativamente señalado en el prólogo (1, 3) y epílogo (22, 7). La asamblea debe interpretar el símbolo apocalíptico de la nueva Jerusalén; tiene, por tanto, que verificar mediante una lectura hecha en el Espíritu estas exigencias que se desprenden del texto en su aplicación con la historia concreta personal y comunitaria43.
Presentamos los más reconocidos comentarios al libro del Ap, que nos han servido en nuestro trabajo. Se citan ahora de manera completa. Durante nuestro estudio, se ofrece sólo la referencia del autor, el título y el número de la página correspondiente44.
43. Cf. U. Vanni, L ’Apocalisse, Ermeneutica, esegesi, teología , 389; T. Collins, Apocalypse 22:6-21 as the focal point o f moral teaching and exhortation in the Apo- callypse, Roma 1986.
44. E. B. Alio, L ’Apocalypse, Paris ’1933; W. Barlay, The Revelation of John 1, Westminster 1960; S. Bartina, Apocalipsis de S. Juan, Madrid 1962; Beato de Liéva- na, Comentario al Apocalipsis de San Juan, en Varios, Obras completas de Beato de Liévana, Madrid 1995, 5-663; I. T. Beckwit, The Apocalypse o f John, New York 1919; J. Behm, Die Ojfenbarung des Johannes, Gottingen 1935; P. Benoit, Ce que l ’Esprit dit aux Eglises. Commentaire sur ¡'Apocalypse, Vennes 1941; A. Bisping, Erkldrung der Apokalypse des Johannes, Münster 1876, M. E. Boismard, L ’Apocalypse, Paris 1950; J. Bonsirven, L ’Apocalypse de saint Jean, Paris 1951; W. Bousset, Die Offen- barung Johannis, Gottingen 51906; Ch. Brütsch, La ciarte de l ’Apocalypse, Genéve '1966; G. B. Caird, A Commentary on the Revelation ofSt. John the Divine, London- New York 1966; L. Cerfaux-J. Cambier, El Apocalipsis de san Juan leído a los cristianos, Madrid 1968; Cesáreo de Arlés, Comentario al Apocalipsis, Madrid 1994; F. Contreras, Apocalipsis, Madrid 1990; E. Corsini, ApocaUsse prima e dopo, Torino 1980; R. H. Charles, A Critical and Exegetical Commentary on the Revelation ofSt. John I II, Edinburg 1920; .1. P. Charlier, Comprender el Apocalipsis I-II, Bilbao 1993; N. Domínguez, Apocalypsis lesus Christi, Madrid 1968; H. Echternach, Der Kom- mende. Die Offenbarung St. Johannes fiird ie Gegemvart ausgelegt, Güterloh 1950; J. Ellul, L ’Apocalypse. Architecture en mouvement, Paris 1975; A. Farrer, The Revelation o f St. John visión Divine, London 1964; H. M. Feret, L ’Apocalypse de saint Jean, visión chrétienne de l ’histoire, Paris 1943; A. Feuillet, L ’Apocalypse: état de la question, Paris 1963; H. B. Forck, B ibelhilfefiird ie Gemeinde. Die Offenbarung des Johannes, Cassel 1964; A. Fuhr, Offenbarung Jesu Christi, Philadelphia-Reutlingen 1965; M. García Cordero, El libro de los siete sellos, Salamanca 1962; A. Gelin, L ’Apocalypse, Paris 1938; T. F. Glasson, The Revelation o f John, Cambridge 1965; J. M. González Ruiz, Apocalipsis de Juan, Madrid 1987; W. Hadorn, Die Offenbarung des Johannes, Leipzig 1928; R. Haug, Das Buch der Geheimnisse, Freiburg 1927; J. Hehm, Die Offenbarung des Johannes, Gottingen 1935; W. Hoste, The Visions o f John the Divine, Kilmarnock 1932; O. Karrer, Die Geheime Offenbarung, Zürich 1938; B. Keller, Die Offenbarung des Johannes, Dresden M 911; M. Kiddle, The Revelation o f
Introducción 39
El libro está estructurado en tres grandes capítulos. Pretende se guir en principio la vertebración, ya adoptada con respecto a la división de la gran sección. El primer capítulo (A) versa sobre el universo nuevo (Ap 21, 1-8); el segundo engloba las dos divisiones siguientes (B y C): la nueva Jerusalén (Ap 21, 9-27) y el paraíso recreado (Ap 22, 1-5). Ello se debe a que creemos que los cinco versos iniciales de Ap 22, desde el punto de vista de la nueva Jerusalén, carecen de entidad suficiente para configurar por ellos mismos todo un capítulo; de ahí que hemos optado por unirlos a lo anterior, por razones de proporcionalidad con el conjunto del libro, pero con el respeto siempre a su peculiariedad dentro de la sección; y así serán tratados.
En estos dos capítulos se hace un análisis exegético detallado. Se escudriñan con esmero todos los versos que integran el pasaje, siendo conscientes de que cada uno de ellos constituiría, merced a su insondable densidad, un tratado autónomo. Nos interesa sobremanera contemplar su ensamblaje, no su discordancia, en esta gran arquitectura de armonía que representa la nueva Jerusalén. Se procura ir iluminando los pasajes con rótulos orientadores.
En el tercer capítulo, prácticamente la conclusión final del libro, se atiende con deliberada amplitud a la interpretación teológica de toda la sección, con referencias explícitas a D ios, contem-
St. John, London 1940; H. Kraft, Die Offenbarung des Johannes, Tübingen 1974; G. E. Ladd, Commentary on the Book o f Revelation o f John, Miami 1928; A. Lancelloti, L ’Apocalisse, Milano 1964; P. G. Landucci, L'Apocalisse di san Giovanni, Milano 1967; R. Lenski, The Interpretation o f St. John's Revelation, Ohio 1951; H. Llilje, L'Apocalypse, le dernier livre de la Bible, Paris 1959; E. Lohmeyer, Die Offenbarung des Johannes, Tübingen 21953; E. Lohse, Die Offenbarung des Johannes, Gottingen *1960; A. Loisy, L ’Apocalypse de Jean, Paris 1923; J. Massyngberde Ford, Revelation, New York 1975; J. Moffat, The Revelation o f St. John the Divine, London 1910; P. Morant, Eine Erklárung der Offenbarung des Johannes, Wien 1969; L. Morris, The Revelation o f St. John, Grand Rapids 1969; R. H. Mounce, The Book o f Revelation, Grand Rapids, 1977; P. Prigent, L ’Apocalypse de saint Jean, Paris 1981; Primasio, Commentarium super Apocalypsim b. Joannis, ML 68, 793-936; M. Rist, The Revelation o fS t John the Divine, New York 1957; J. Roloff, Die Offenbarung des Johannes, Zürich 1984; F. Salguero, Apocalipsis, Madrid 1965; E. F. Scott, The Book o f Revelation, London 1939; E. Schick, El Apocalipsis, Barcelona 1974; J. Sickenberg, Erkla- rung des Johannesapokalypse, Bonn 1940; F. Spitta, Offenbarung des Johannes, Halle 1899; J. Sweet, Revelation, London 1990; H. B. Swete, The Apocalypse ofSt. John, London 21909; T. J. Torrance, The Apocalypse today, London 1960; C. C. Torrey, The Apocalypse ofSt. John, New Have-London 1960; U. Vanni, Apocalipsis, Estella 1982; Victorino, Scolia in Apocalypsin b. Joannis, ML 68, 793-936; E. Vischer, Die Offenbarung Johannis: eine jüdische Apokalyse in christlicher Eearbeitung, Leipzig 1886; R. W. Wall, Revelation, Massachusetts 1991; A. Wikenhauser, Offenbarung des Johannes, Regensburg 1947; T. Zahn, Die Offenbarung des Johannes, Leipzig 1926.
40 Introducción
piado en su imagen trinitaria, a la Iglesia en su relación de continuidad-discontinuidad con la nueva Jerusalén, a la consumación final, a la suerte de la humanidad nueva, la salvación universal, la ecología, la visión cara a cara de D ios... Los dos primeros capítulos son exegéticos, el tercero teológico. No configuran partes netamente separadas, sino orgánicamente enlazadas; pues en cada una de ellas no pueden menos de coexistir motivos de la otra, aunque prevalentemente cada bloque es fiel a su título.
Un epílogo, réplica literaria al preludio o prólogo inaugural con que este libro comenzaba, remata la obra.
EL MUNDO NUEVO (Ap 21, 1-8)
1
1Y vi un cielo nuevo y una nueva tierra, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe. 7Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su esposo. 3 K oí una gran voz desde el trono que decía: ‘He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán sus pueblos, y él mismo, Dios con ellos, será su D ios’. 4Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido. 5Y dijo el que está sentado en el trono: ‘Mira, hago nuevas todas las cosas’. Y dijo: ‘Escribe: estas palabras son fieles y verdaderas’. 6 Y me dijo: ‘Hecho está’. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tenga sed yo le daré de la fuente del agua de la vida gratis. 1El vencedor herederá esto: yo seré Dios para él, y él será para mí hijo. 8Pero los cobardes, incrédulos, abominables, asesinos, impuros, hechiceros, idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte (de herencia) en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda.
Ap 21, 1-8 muestra por su amplitud evocadora y función reca- pituladora, debido sobre todo a la mención de la misma voz de D ios (Ap 21, 3.5), que los misterios divinos, proféticamente anunciados por el Angel poderoso (cf. Ap 10, 7), se han cumplido, y que la aventura humano-divina descrita durante el largo proceso narrativo del Ap, ha conseguido llegar a su punto culminante de realización1.
En este «mundo nuevo», pues, el último y más temible reducto del mal desaparece ante la novedad de la potencia divina. Se trata de una negación absoluta, que tiene que dar inevitablemente paso
1. Cf. M. Rissi, Die Zukunft der Welt, eine exegetische Studie über Johannesof- fenbarung 19, 11-22, 15, Bale 1965, 63-64; M. Coune, L ’univers nouveau (Ap 21, 1 - 5): AssSeign 26 (1973) 67-72.
42 La nueva Jerusalén
a una instauración asimismo absoluta. Frente a la existencia del cielo y de la tierra nueva, se constata que el primer cielo y la primera tierra desaparecen; que el mar no existe; que ya el oscuro dominio del caos en el cosm os inaugurado está de más. El nuevo c ielo y la nueva tierra ofrecen un lugar para que habiten los hombres rescatados, una plataforma ideal para acoger la presencia de la nueva Jerusalén.
D ios com ienza su obra regeneradora con la humanidad. La imagen de un D ios personal se impone por el derroche de sus efectos benéficos; mora entre todos los hombres, renueva una alianza universal, anula el mal. Hace desaparecer el llanto y la congoja, la muerte y el dolor. Sacia su sed con abundancia de vida y convierte a los humanos en hijos suyos.
Desde una óptica narrativa, es preciso señalar que los sujetos intervinientes —D ios, la nueva Jerusalén y los hombres— son descritos desde lo sobresaliente a lo nimio. No se pierde la gradación. Los sentidos captan los más variados matices, mediante las acciones puntuales de los verbos, tales com o «ver», «oír», «decir». De adjetivación escasa, el vocabulario es variado, preciso y pintoresco a un tiempo.
1. Un cielo nuevo y una tierra nueva1Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido, y el mar no existe ya.
Hay que reconocer las fuentes bíblicas que inspiran este verso. El profeta Isaías surte con abundancia al autor de Ap para la com posición de su gran visión de la nueva Jerusalén2. La capital importancia del tema «Jerusalén» —que será tratado de forma sistemática un poco más adelante—, se encuentra resaltado en Isaías por la inusitada frecuencia del vocablo (3, 8; 4, 4; 5, 3; 7, 1; 8, 14; 10, 32; 22, 10.21; 31, 5; 33, 20; 37, 10.22; 40, 2.9; 51, 17; 52, 1.2.9; 62, 1.6.7; 64, 9; 65, 18; 66, 10.20). Se enriquece con la progresiva
2. Cf. E. Franco, Gerusalemme in Is 40-66. Archetipo materno e simbolismo sponsale nel contesto deU'alleanza eterna, en Gerusalemme. Atti della XXVI Settima- na Bíblica, Brescia 1982, 142-152; Marconcini, L ’utiliz.z.azione del TM nelle citazioni isaiane d e ll’Apocalisse: RivBiblt 24 (1976) 113-136; A. Gangemi, L ’utilizzazione del Dt-Is nelVApoc. di Giovanni; EuntDoc 27 (1974) 109-44, 311-339. Especialmente importante el artículo de J. van Ruiten, The intertextual Relationsships between Jsaias 65, 17-20 and Revelation 21 , J-5b: EstBíb 51 (1993) 473-510.
El mundo nuevo 43
formación del libro3 y la incorporación de antiguas tradiciones yah- vistas4.
Ya el profeta (Is 11, 6; 65, 25) había descrito la felicidad me- siánica futura como un retomo a las inmejorables condiciones de aquel paraíso perdido pero recobrado. Existen, sin embargo, dos textos de influencia certera en Ap:
Mirad, yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva; de lo pasado no haya recuerdo ni venga pensamiento (Is 65, 17).Porque así como los cielos nuevos y la tierra nueva que yo hago permanecen siempre en mi presencia —oráculo de Yahvé— así permanecerá vuestra raza y vuestro nombre (Is 66, 22).
Isaías anuncia con tono de solemnidad una renovación íntegra. Avizorando proféticamente el futuro, declara la instauración de un orden nuevo5. El pasaje de 65, 17 —el primero de los dos citados— se revela com o el paralelo más diáfano, no sólo por la semejanza textual de la cita, sino por el parecido climático del contexto. En los versos siguientes Isaías concentra la instauración anunciada en la ciudad de Jerusalén, doblemente señalada (vv. 18.19), y menciona —tal com o puntualmente hará Ap 21, 4— la abolición del llanto (vv. 19-20). El profeta habla con palabras metafóricas, a modo de una larga paráfrasis, acerca de un cielo nuevo y una tierra nueva, alusivos a la renovación de Jerusalén, mas siempre con una aplicación unívoca a la Jerusalén terrena. Su contemplación se ensancha en una perspectiva de esperanza: Jerusalén, madre de las naciones, se convierte en el centro de su espacio poético6. Pero esta visión —preciso es recordarlo— no se refiere a un com ienzo rotundamente nuevo, no habla de «otra» Jerusalén completamente distinta a la actual. Tal grado de alteridad absoluta pertenece de lleno a la apocalíptica7.
El tema de la novedad cósm ica es ampliamente recogido por los escritos apocalípticos. He aquí una selecta antología de los textos principales, en donde se declara, aun dentro de una cierta ambi
3. Cf. R. Lack, La Symbolique du livre d'Isaíe, Rome 1973. Especialmente es- clarecedor resulta el excursus, La Redaktiongeschichte du livre d ’h á ie , 142-145.
4. Cf. M. Noth, Jerusalén y la tradición israelita, en Estudios sobre el antiguo testamento, Salamanca 1985, 145-158; R. A. F. MacKenzie,77¡e City and IsraeUtische Religión: CBQ 25 (1963) 60-72.
5. Cf. L. Alonso Schókel-J. L. Sicre, Profetas. Comentario I, Madrid 1980, 388.6. Cf. R. Lack, La Symbolique du libre d ’Isaie, 121.7. Cf. L. Alonso Schokel-J. L. Sicre, Profetas. Comentario I, 389.
44 La nueva Jerusalén
güedad por parte de algunos de ellos, una ruptura con el mundo presente e instauración de un mundo nuevo.
Describe el libro de los Oráculos Sibilinos (V, 476-483) el m omento final de la historia, mediante un cuadro alucinante con tintes dramáticos, que recuerda los apocalipsis sinópticos: el sol se oculta sepultado en las aguas del mar, y la luna desaparece para siempre. D e esta oscuridad emergerá la luz de Dios, com o una nueva creación:
Innumerables lamentos dejará escapar la mísera raza humana al final, cuando el sol se ponga para ya no volver a salir y se quede en el océano, para sumergirse en sus aguas, pues de muchos mortales contempló las maldades impías. La luna desaparecerá del gran cielo y densas tinieblas ocultarán los repliegues del mundo por segunda vez; mas luego la luz de Dios será el guía de los hombres buenos, de cuantos elevaron a Dios sus himnos8.
Habla resueltamente el pasaje de la destrucción del mundo presente para dar paso a otra nueva creación material.
En un ciclo hebdomadario, cuya alternancia de semanas señala el devenir de la historia, otro libro (4 Esdras 7, 30-32) reseña la transformación final. Tras una semana de silencio absoluto —«silencio de muerte», señala el texto—, vendrá otra semana de despertar y de renovación:
El mundo volverá al silencio primigenio durante siete días, como había sido en el comienzo original, de tal manera que nadie quedará. Tras siete días, sin embargo, el mundo, que todavía está despierto, se despertará. Y lo pasajero morirá. La tierra devolverá cuanto en ella dormía, y las cámaras devolverán las almas de los fieles9.
En Jubileos 1, 29 se hace mención «del día de la nueva creación, cuando se renueven el cielo y la tierra y todas las criaturas». El valor que posee este texto estriba en que la nueva creación, según la peculiar visión del libro, atañe esencialmente a la renovación de un orden total, considerado com o la armonía del mundo y de la ley; que encuentra su confirmación en la formulación de un nuevo calendario por el que ya empezará a regirse la vida los hombres10.
8. Cf. E. Suárez, Oráculos Sibilinos, en A. Diez Macho (ed.), Apócrifos del antiguo testamento III, Madrid 1982, 336.
9. Cf. J. Schreiner, Das 4.Buch Esra, Gütersloh 1981, 46.10. Cf. K. Berger, Das Buch der Jitbilaen, Gütersloh 1981, 320.
El mundo nuevo 45
La renovación del mundo aparece también descrita en 1 Henoc 45, 4-5. Se menciona la formulación binaria del cielo y de la tierra, tal com o hace Ap 21, 1. Se alude con claridad a una mutación general, debida al inapelable juicio de Dios. Este se muestra benévolo para los justos, a quienes mira y sacia de paz, mas inflexible con los pecadores «a fin de eliminarlos de la faz de la tierra» (v. 6):
En ese día asentaré entre ellos a mi Elegido y transformaré el cielo, volviéndolo bendición y luz eterna. Transformaré la tierra, haciéndola bendición, y asentaré en ella a mis elegidos, pero los que cometen pecado y extravío no la pisarán11.
Esta transformación anunciada llegará a su plenitud en Ap 21,1. En análoga perspectiva cabe colocar el pasaje de Rom 8, 19-22.
El texto del nuevo testamento que registra un mayor parecido y que requiere, por tanto, una circunspecta observación, es el de 2 Pe3, 10:
El Día del Señor llegará como un ladrón; en aquel día los cielos, con ruido ensordecedor, se desharán; los elementos, abrasados, se disolverán, y la tierra y sus obras serán descubiertas—E l)0£Íh '|0f,TC n—.
Una conflagración apocalíptica, llevada a término especialm ente por el fuego, era tanto para los cristianos como para los judíos, no sólo la prueba necesaria por la que el universo quedaba purificado, sino la señal del fin de un mundo y el comienzo de un orden completamente nuevo12. La tierra y sus obras serán manifiestas, reconocidas; y, puesto que se trata de un contexto de juicio final, serán patentes ante el tribunal de la presencia de D ios13.
Aceptamos críticamente la lectura £i)Q8§i']OEtai que significa literalmente: «será encontrada», a saber, «será descubierta ante los ojos del Señor». Esta versión está fiablemente garantizada por la tradición textual14, la calidad de los autores y es «lectio difficilior»15.
11. Cf. F. Corriente-A. Piñero, Libro 1 de Henoc, en A. Diez Macho (ed.), Apócrifos del antiguo testamento IV, Madrid 1982, 71.
12. Cf. J. Chaine, Cosmogonie aquatique et conflagration finales d ’aprés la secunda Petri: RB 46 (1937) 215.
13. Cf. H. Lenhard, Ein Beitrag zur übersetzung von IIP 3, lOd: ZNW 52 (1961)128.
14. Así se mantiene por The Greek New Testament, Nestle-Aland; y es atestiguada por X, B, K, P, 0156.
15. De ahí la existencia de algunas variantes señaladas: xaTcocfioetai «será demolida», CKpavuxftr|aoTca «desaparecerá». F. Olivier ha propuesto (Une correction au
46 La nueva Jerusalén
Los cristianos se asocian por su leal comportamiento al establecimiento definitivo del reino de Dios, «esperando y acelerando la venida del Día de D ios, en el que los cielos, en llamas, se disolverán» (v. 13). El tiempo no aparece inexorablemente determinado, sino que puede ser adelantado por el mismo Dios, quien en su providencia cuenta con la generosa contribución de los fieles a fin de incrementar el ritmo positivo de la historia salvífica. Esta concepción se encuentra asimism o registrada en la literatura apocalíptica: «Si los israelitas cum pliesen un día de penitencia, el Hijo de David vendría en seguida»16.
El texto de 2 Pe 3, 13 sigue recalcando, mediante una cláusula adversativa —6é—, el motivo de la esperanza:
Pero nosotros esperamos, según la promesa, cielos nuevos y tierra nueva donde habite la justicia (v. 13).
El autor se remite a la esperanza en una promesa divina —promesa anticipada en Is 65, 17—, un compromiso personal mantenido por Dios. Se sitúa, así, fuera del ámbito de los mitos circundantes acerca del fin del mundo. Quiere decirse que la recreación del universo no se deberá a la fuerza innata de las cosas, a las leyes evolutivas de la creación, sino gracias a la libre voluntad de D ios y a su decidida intervención. La cosm ogonía se somete a la cosm ología, y ésta se subordina a la soteriología; y ésta, por fin, se fundamenta en la fe de los cristianos en la palabra todopoderosa de D io s17.
Leyendo con atención el pasaje, no deja de sorprender que la justicia sea la única virtud mencionada; sin embargo, ya aparece en las representaciones del nuevo orden en algunos libros apócrifos (1 Henoc 10, 18; 38, 2; Salmos de Salomón 17, 25.35). Por otra parte, acorde con la visión de la carta, la justicia caracteriza el cami- no-comportamiento de la vida cristiana (2 Pe 2, 2).
Los anteriores textos apocalípticos o, al menos, de índole apocalíptica, insisten en una enorme conflagración final, llevada a cabo por el agua o atizada por un fuego devorador. Sus visiones re-texte de Nouveau Testament: II Pierre 3, 10, en Essais dans le domaine du monde gré- co-romain antique et dans celui du NT, Paris 1963, 134) la lectura de éxTtDQW&fioe- Tai «purificadas por el fuego»; pero esta corrección no es sino una repetición de un concepto poco antes señalado: x au a o ij|ieva «abrasados». Sobre esta problemática textual-semántica, cf. E. Fuchs, La deuxiéme épitre de saint Pierre, Paris 1980, 119.
16. Asi citado en H. L. Strack-P. Billerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch I, 164.
17. Cf. E. Fuchs, La deuxiéme épitre de saint Pierre, Paris 1980, 121.
El mundo nuevo 47
visten acentos fantasmagóricos; resultan ser abigarrados inventarios de colosales cataclismos y maremotos18.
Frente a tanto tremendismo se destaca la sobriedad del Ap de Juan. No pretende enajenar al lector por medio de descripciones turbulentas ni decorar con fantásticas elucubraciones el final de la historia. Habla —¡cuánta sencilla majestad en su relato!— de la renovación total, de un cielo nuevo y de una tierra nueva, merced a la intervención todopoderosa de Dios.
El apelativo «nuevo», doblemente registrado y referido al cielo y a la tierra com o enumeración polar, a saber, que abarca íntegramente a toda la creación, no alude al tiempo sino a la cualidad19. Lo «nuevo» (xaivóg) se opone a lo «viejo» y «caduco» (jtcdaióq).
Se relaciona esta novedad del cielo y de la tierra con la xakvy- Y£veoía de Mt 19, 2820. Jesús promete a sus discípulos el poder sentarse, egregiamente, com o señores y jueces de su pueblo, haciéndolos partícipes de su capacidad regia. El dicho del Señor, conforme a la versión de Mateo, posee un contexto mesiánico; se refiere a la renovación que se manifestará al fin del mundo, con el triunfo universal de Cristo; pero que se inaugura ya con su resurrección y la implantación de su Reino en la Iglesia (cf. Hech 3, 21). Esta revelación final del Hijo del hombre supera con creces una dimensión individual o asépticamente «espiritual». Hay que recordar que M e 10, 30 y Le 18, 30 hablan, en sus respectivos textos paralelos, del «mundo venidero»21.
Yo os aseguro que vosotros que me habéis seguido, en la ‘regeneración’ (jTcdiYYeveoía), cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel (Mt 19, 28).
Este vocablo-adjetivo xaivóg posee una significación ulterior; es el concepto de lo totalmente otro, maravilloso, lo que trae consigo, com o nota esencial y distintiva, la salvación escatológica. Por eso, «nuevo» desborda la acepción de un simple adjetivo orná
is. Cf. W. Bousset-H. Gressmann, Die Religión des Judentums im spathellenis- tischen Zeitalter, ’1926, 280-282; P. Volz, Die Eschatologie der Jüdischen Gemeinde im neutestamentlichen Z eita lter,21934, 333-340.
19. Cf. R. H. Charles, A Critical and Exegetical Commentary on the Revelation ofSt. John II, 158.
20. Cf. R. H. Mounce, The Book o f Revelation, 369. El vocablo griego de Mateo significa literalmente: «generación de nuevo».
21. Cf. A. Charbel, O Conceito de «Palingenesia» ou R egenerado em Mt 19, 28: RCB 7 (1963) 13-17.
48 La nueva Jerusalén
mental, se convierte en categoría paradigmática, pasa a ser la «palabra guía de la promesa apocalíptica»22. Lo nuevo «sugiere vida fresca que surge tras la decadencia y el naufragio del viejo mundo»23. Basten por ahora estas observaciones preliminares de tipo general. Más adelante se atenderá con detenida atención, según reclama la peculiar visión del Ap, a su valor específicam ente cristo- lógico.
La original aportación de Ap en torno a la existencia del mundo nuevo, se sitúa en la línea de un com ienzo definitivo, a partir de la notificación que el mismo pasaje ofrece. Se trata de un acto creador de Dios: «Y dijo el que está sentado en el trono: ‘Mira, hago nuevas todas las cosas’» (v. 5). En seguida se constata la eficaz intervención divina: «Y me dijo: ‘Hecho está’» (v. 6).
D ios crea un mundo nuevo merced a la redención de Cristo, el Cordero. El universo se llena profusamente de esta novedad. La creación entera, que suspira por la liberación, es renovada de la servidumbre de la vanidad presente (cf. Rom 8, 20-22). El génesis es recreado ahora por Cristo. ^
En este mundo nuevo —señala la parte última del texto de Ap— ya no hay mar. No puede tratarse de una mera descripción geográfica, puesto que ya antes se había dicho que el cielo y la tierra huyeron de la presencia de D ios (20, 11). ¿Cómo es posible que aún exista mar, si no hay tierra que lo contenga ni orillas que lo lim iten? Lo que sin duda interesa al autor de Ap, al margen de elucubraciones espaciales, del todo ajenas a su escritura, es constatar que el mar, com o símbolo proverbial del caos en la historia bíblica, ha desaparecido por com pleto del nuevo mapa del mundo, que ahora se instaura.
La mentalidad bíblica concibe el mar com o lugar siniestro, poblado por potencias enemigas a D ios. A sí puede apreciarse en algunos pasajes especialmente significativos: Job 7, 12; Is 27 , 324. El libro persiste, al menos en alguna medida, en semejante perspectiva; pues del hondo mar surge la primera Bestia (Ap 1 3 ,1 , 6-7); ha sido considerado el habitáculo donde residen los muertos (Ap 20, 13). Pero Ap proclama sin ambages la derrota del mar, com o personificación del mal. Esta declaración de victoria divina sobre el mar es inédita en nuestro libro. En el mundo nuevo que D ios crea,
22. J. Behm, xcavóg, en TWNT III, 451.23. H. B. Swete, The Apocalypse ofS t. John, 275.24. Cf. M. Lurker, Worterbuch biblischer Bilderung Symbole, München 1973,
205-206.
El mundo nuevo 49
ya nada tiene que hacer la patria de los muertos. Con la aniquilación del mar, desaparece también la última hostilidad que va contra D ios y su designio de vida en la humanidad: la muerte25.
En los escritos apocalípticos también se menciona el aniquilamiento del mar. Según el libro de la Asunción de M oisés, cuando D ios aparezca en el último día para castigar a los gentiles, «el mar se retirará dentro del abismo» (10, 6). A l final de los tiempos una gran estrella caerá del cielo y quemará el profundo mar (Oráculos Sibilinos 5, 158-159). Resulta ser éste —la desaparición del mar en los momentos del juicio final— un motivo tradicional dentro de la literatura apocalíptica26.
2. La nueva Jerusalén. H istoria de su nombre2 Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén que descendía del cielo, de junto a Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su esposo.
N o es preciso ponderar la importancia de este verso, pues la sola mención de Jerusalén incide de lleno en la temática de nuestro libro. D e acuerdo con su real alcance, se le dará el pormenorizado tratamiento que se merece.
Jerusalén es, a la vez, geografía, historia y profecía27; representa un cúmulo ingente de nociones de todo tipo, que es preciso acotar. D e su geografía no nos ocupamos, sí brevemente de la historia de su nombre y con mayor detención de su dimensión profética28.
Llegar a saber el nombre no quiere decir captar algo extrínseco —tarea para nosotros ociosa—, sino que, conforme a la antropología bíblica, consiste en conocer la más íntima condición de una persona, de un pueblo, de una ciudad. Se trata de entender cóm o es Jerusalén, de qué forma ha sido interpretada por la Escritura, cuál es la esencia que la constituye.
25. Cf. H. Kraft, Die Offenbarung des Johannes, 263.26. Cf. Testamento de Leví 4, 1; Oráculos Sibilinos 5,447. Cf. también Plutarco,
De Isis et Osiris, 7. Cf. algunos testimonios antiguos recogidos por E. Lohmeyer, Die Offenbarung des Johannes, 162.
27. Cf. C. M. Martini, Gerusalemme: storia, mistero, profezia, en Gerusalemme. Atti della XXVI Settimana bíblica, Brescia 1982, 1-12. En este prestigioso autor nos inspiramos libremente para confeccionar el rótulo orientador de nuestro estudio.
28. Cf. S. Garofalo, Jerusalén/Sión, en P. Rossano-G. Ravasi-A. Girlanda (eds.), Nuevo diccionario de teología bíblica, Madrid 1990, 848-864.
50 La nueva Jerusalén
En el primer libro de la Biblia existe una referencia, universalmente entendida com o alusión a Jerusalén: «Entonces, Melquise- dec, rey de Salem, presentó pan y vino, pues era sacerdote del Dios Altísim o» (Gén 14, 18). Al margen de alguna interpretación alegorizante (cf. Heb 7, 2), se concuerda en que es preciso entender el extraño vocablo «Salem» com o sinónimo apocopado de Jerusalén. Un comentario tradicional hebreo, consignado en Gén Rabbá 43, 6, afirma:
Melquisedec, ‘rey de justicia’, rey de Salem... este lugar hace justos a sus habitantes... Jerusalén es llamada Sedeq porque ha sido dicho: ‘la justicia mora allí’ (Is 1, 21).
Resulta significativo que los nombres de los dos primeros reyes de Jesusalén se relacionen con la palabra hebrea justicia «sedeq»: M elquisedec (Gén 14, 18) y Adonisedec (Jos 10, 1). Se ha conjenturado que «Slm» y «Sdq» fuesen dos divinidades protectoras de Jerusalén y que incluso fuesen adoradas allí desde los más remotos orígenes29.
Aunque es arriesgado decidirse por una sola raíz etim ológica, sí que es preciso subrayar la conexión entre Jerusalem «ciudad de paz», mediante los vocablos hebreos «ir» —ciudad— y «shalóm» —paz—, por su evidente asonancia30.
El salmo 122 constituye un conocido ejemplo de paronomasia, juego deliberado de vocablos para conseguir una significación. La Biblia no es ajena a este recurso de la poesía oriental; utiliza este procedimiento con Salomón en relación con «shalóm», la paz (cf. 1 Cr 22, 9; 29, 19; 1 Re 5, 4). En nuestro caso, la paronomasia se aplica a Jerusalén, «ciudad de paz», tal com o se refiere por tres veces en el salmo:
Saludad con la paz a Jerusalén (v. 6)... Haya paz en tus murallas (v. 7)... Por mis hermanos y compañeros pido la paz para ti (v. 8).
29. Cf. J. Gray, The Desert God 'Attr in the Literature and Religión o f Canaan: JNES 8 (1949) 82. A. Spreafico, Gerusalemme, cittá di pace e di giustizia, en Gerusalemme. Atti della XXVI Settimana bíblica, Brescia 1982, 80-83; P. Stefani, Ebrei, cristiani e musulmani guardona a Gerusalemme: Credere oggi 91/1 (1996) 6-7.
30. Cf. E. Burrows, The ñame o f Jerusalem, en The Gospel o f the infancy and other biblical essays, London 194Ó, 118-123; N. W. Porteous, Shalem-Shalom: TGUOS 10 (1940-41) 4; Id., Jerusalem-Zion: the Growth o f a Symbol, en Verbannung und Heimkehr. FS W. Rudolf Tübingen 1961, 235-252; A. Spreafico, Gerusalemme, cittá di pace e di giustizia, en Gerusalemme. Atti della XXVI Settimana bíblica, 81 -98.
El mundo nuevo 51
Los comentaristas antiguos, especialmente medievales, han interpretado a Jerusalén primordialmente en relación con la paz. E stas son las más habituales expresiones aplicadas a Jerusalén:
ooaoig EÍQrjvrig: visión de pazíeoov floi]Ví|5; santuario de pazcpwg eiQi']vr|5: luz de pazoqoc, eÍQi)VT)5: monte de paz31.
Hoy se admite mayoritariamente que la designación más genui- na de Jerusalén, es «ciudad de paz»32.
Jerusalén constituye el nombre de ciudad más importante de la revelación bíblica33. Fijando nuestra atención en la historia del antiguo testamento, puede afirmarse que Jerusalén es el centro irradiante de Israel (Sal 84; 87; 122; 137; Is 12-13; 60; Zac 8, 7-8) y polo de atracción para los otros pueblos (Sal 87; Is 2, 1-4; 60; 66, 16ss; Miq 4; Zac 8, 20-23)34.
La ciudad, la que por antonomasia ostenta este título privilegiado, es, dentro ya de la inmensa proliferación de escritos no sólo bíblicos sino también judíos, Jerusalén. Ella sola es la ciudad (Ez 7, 23), y asume la suprema capitalidad porque es el lugar elegido por Dios para habitar en ella y para que dentro de sus muros sea invocado su santo nombre (Dt 12, 5.11; 14, 24)35.
Merced a esta elección divina, Jerusalén es llamada la ciudad de D ios (Sal 46, 5; 48, 2.9; 87, 3; Dan 3, 28; 9, 16), la ciudad del Santo (Tob 13, 9). Y, sobre todo, con nomenclatura que ya permanecerá clásica, la ciudad santa (Is 48, 2; 52, 1; 66, 20; Neh 11 ,1; Dan 9, 24; 1 Mac 2, 7; 2 Mac 1, 12; 3, 1; 9, 14). Con frecuencia se asocian en Jerusalén, los motivos recurrentes de ciudad santa, lugar de la morada de D ios, y templo de su gloria (Eclo 36, 12s). Tan
31. Cf. F. Wutz, Onomástica Sacra. Untersuchungen zum Liber Interpretationis nominum hebraicorum des Hl. Hieronimus, Leipzig 1914, 109-697. Es muy conocido el himno medieval que también incidía sobre la paz: «Caelestis urbs Jerusalem / beata pacis visio, / quae celsa de viventibus / saxis ad astra tolleris». Para estas significaciones patrísticas, L. Alonso Schokel-A. Strus, Salmo 122: Canto al nombre de Jerusalén-. Bib 61 (1980) 234-235.
32. Cf. L. Alonso Schokel-C. Carniti, Salmos II, Estella 1993, 1480-1484.33. Cf. J. Schreiner, Sion-Jerusalem Yahwes Konigstum, München 1963, espe
cialmente p. 219-222; E. Otto, Jerusalem. Die Geschichte der Heiligen Stadt, Stutt- gart 1980.
34. Cf. R. A. F. McKenzie, The City and Israelite Religión: CBQ 23 (1963) 60-70.
35. Cf. G. Dalman, Jerusalem und sein Gelánde: BFTh 2/19 (1930) 284-285.
52 La nueva Jerusalén
to énfasis en su sacralidad la convierte en ciudad de tal manera íntegra y santa, que no puede albergar nada profano —a imagen de la nueva Jerusalén de Ap—; por eso no entrará en ella ningún incircunciso o impuro (Is 52, 1); ningún extranjero habitará dentro de sus muros (Salm os de Salomón 17, 28). En esta ciudad mora el Creador (Oráculos Sibilinos 3, 787)36. La Sekiná encontrará para siempre su lugar de descanso en la nueva Jerusalén. A sí es repetido, a manera de cantinela, por los maestros rabinos37.
En el nuevo testamento, siguiendo la inercia del uso veterotes- tamentario, se habla también de Jerusalén con la designación de ciudad santa (Mt 4, 5; 27, 53; Ap 11, 2). En el primer evangelio, se trata más bien de una mera señalización; pues no se menciona expresamente el nombre de Jerusalén. Tal em pleo muestra que la identificación había calado profundamente en la mentalidad judía, a la que se dirige el evangelio de Mateo. La semejanza semántica la convierte en sinónimo usual, a saber; decir ciudad santa equivale a pronunciar Jerusalén.
La designación de la ciudad am ada se encuentra com o rara excepción en Ap 20, 9; pero no aparece de esta manera acuñada en el antiguo testamento; aunque sí se habla mediante alguna paráfrasis del amor de D ios por Jerusalén o Sión (Jer 11, 15; Sal 76, 68; 87,2). La ciudad santa se aplica a Jerusalén en Ap 11, 2. En este m ismo verso se registra una elipsis evocadora. Es la única vez en toda la Biblia que dicha expresión se refiere a la Jerusalén terrestre. Normalmente el sintagma «ciudad santa» se utiliza para indicar a la nueva Jerusalén (Ap 21, 2; 22, 19)38.
Pero la ciudad histórica de Jerusalén, es también acreedora del rechazo culpable del evangelio de la salvación. Se ha cerrado al conocim iento de Jesús, quien ha venido a visitarla con la paz y por ella ha llorado en vano (cf. Le 19, 41-44); tiene sus días contados (Me 13, 2; Mt 24, 15). D e este em pleo negativo se hace eco el libro de Ap. Por eso Jerusalén, alusivamente mencionada con la paráfrasis «allí donde nuestro Señor también fue crucificado» (Ap 11, 81), es parangonada a las ciudades-pueblos más fatídicos respecto al pueblo de Dios: «Babilonia o la ‘Gran Ciudad’, Sodoma, Egipto» (Ap 11, 8)39.
36. Cf. H. Strathmann, nóX.15, en TWNT VI, 528-532.37. Cf. L. Strack-P. Billerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud
und Midrasch IV, 923-925.38. Cf. K. L. Schmidt, Die Polis in Kirche und Welt, Bale 1939, 67-70.39. Cf. más adelante el estudio de estos nombres de ciudades bíblicas y de Jeru
salén, a ellas asociada.
El mundo nuevo 53
D e ahí que la esperanza en el nuevo testamento no pueda fijarse ya en esta ciudad, sorda a la voz de D ios y asesina de su Hijo, asentada en unas coordenadas geográfico-históricas demasiado concretas y manchada por la culpabilidad de sus habitantes, y tenga que, levantando su mirada, dirigirse a una ciudad completamente nueva, que descenderá del cielo.
La ciudad de Jerusalén se trasciende a sí misma para convertirse en un símbolo, que representa la renovación final de la historia, el estado definitivo de la escatología.
La nueva Jerusalén constituye el acto creador de D ios, su donación perfecta a la humanidad. El Ap cristiano termina, no sólo con la aparición victoriosa del Hijo del hombre (19, 11-18) —formando inclusión semítica, dotada de una cadena de vistosos paralelismos, con su descripción inicial (1, 9-20)—, sino con la irrupción de la Iglesia gloriosa, es decir, de la humanidad redimida por la sangre de Cristo y recreada toda ella a imagen de D ios40.
3. La presencia de la nueva Jerusaléna) Perspectiva del antiguo testamento
Desde los tiempos del exilio la imagen de Jerusalén se va progresivamente idealizando (Is 54, 10-13; 60, 1-62, 12; cf. Bar 4, 3 0-5 , 9; Tob 13, 17-18); se convierte, dentro de un proceso de exaltación nacional judía, en una ciudad preexistente, que se sitúa junto a D ios, y allí está omnipresente desde los orígenes (Is 49, 16)41. Más tarde, los desastres de la Jerusalén terrestre concedieron actualidad a estas especulaciones místicas. Y de la ciudad ideal se pasa a la Jerusalén celeste o nueva Jerusalén42.
40. Cf. L. Bouyer, La Bible et l ’Evangile, Paris 1953, 200.41. Para todo este desarrollo, aquí sucintamente apuntado, cf. K. L. Schmidt, J e
rusalem ais Urbild und Abbild: ErJb XV11I (1950) 207-247.42. Cf. A. Aptowitzer, The Heavenly Temple in the Agada: Tarb II (1931) 137-
153.257-277. El autor recoge gran cantidad de testimonios judíos. Según su propio balance, la imagen de la bajada de la Jerusalén celeste sería la más antigua en los escritos rabínicos. Cf. los siguientes estudios monográgicos: A. Alvarez, Im Nueva Jerusalén del Apocalipsis y sus raíces en el antiguo testamento: la Jerusalén reconstruida: RBibArg 53 (1992) 141-153; Id., La Nueva Jerusalén del Apocalipsis y sus raíces en el antiguo testamento: el período de la «Jerusalén nueva»: RBibArg 56 (1994/2) 103-113; L. Rosso, Dalla nuova Gerusalemme alia Gerusalemme celeste: Henoch 3 (1981) 69-80.
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Contemplemos a grandes rasgos esta muy interesante evolución histórica. El libro de Nehemías es testigo de un presente trastornado. Los judíos que vuelven del destierro se muestran reacios a habitar los antiguos recintos de Jerusalén, debido a sus condiciones inhóspitas y a la escasez de sus recursos geográfico-agrícolas: «La ciudad era espaciosa y grande, pero tenía muy poca población y no se fundaban nuevas familias» (Neh 7, 4). Más adelante se constata la desolación, que ha hecho presa entre quienes regresaban con la nostalgia de poblar la ciudad de sus sueños, y ahora se ven del todo des-ilusionados. D esde instancias del poder político-religioso se intenta premiar a quienes se ofrezcan a vivir entre los restos de la ciudad destruida:
Los jefes del pueblo se establecieron en Jerusalén, el resto del pueblo echó a suertes para que de cada diez hombres habitase uno en Jerusalén, la Ciudad santa, quedando los otros nueve en las ciudades. Y el pueblo bendijo a todos los hombres que se ofrecieron voluntarios para habitar en Jerusalén (Neh 11, 1-2).
Los profetas, infatigablemente con su voz alentadora, procuran levantar el ánimo del pueblo decaído, y comienzan a ensalzar a Jerusalén, com o ciudad digna de ser habitada. Hacen de ella una presentación aureolada.
Tras el regreso de Babilonia, se habla por vez primera (521) de la reconstrucción de Jerusalén, que yace lamentablemente en escombros:
Por eso, así dice Yahvé: A Jerusalén me vuelvo con piedad: en ella será reconstruida mi Casa —oráculo de Yahvé Sebaot— y el cordel será tendido sobre Jerusalén. Clama también y di: Así dice Yahvé Sebaot: aún han de rebosar mis ciudades de bienes; aún consolará Yahvé a Sión y aún elegirá a Jerusalén (Zac 1, 16-17).
A la reconstrucción de Jerusalén se refiere con entusiasmo el profeta Jeremías. Sus palabras revelan el sentir del pueblo, ahora abochornado a causa de la Jerusalén derruida. Pero muy pronto, debido a la inaudita acción de D ios, el lamento del pueblo se transformará en una voz festiva en honor de una Jerusalén, convertida en júbilo para D ios y orgullo de todos.
Jerusalén será para mí un nombre evocador de alegría, será prez y ornato para todas las naciones de la tierra que oyeron todo el bien que voy a hacerle, y se asustarán de tanta bondad y de tanta paz
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como voy a concederle. Así dice Yahvé: aún se oirá en este lugar, del que vosotros decís que está abandonado, sin personas ni ganados, en todas las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén desoladas, sin personas ni habitantes ni ganados, voz de gozo y alegría, la voz del novio y la voz de la novia, la voz de cuantos traigan sacrificios de alabanza a la Casa de Yahvé Sebaot (Jer 33, 9-11).
El profeta predice un futuro dichoso para la ciudad: «En aquellos días estará a salvo Judá, y Jerusalén vivirá en seguro. Y así se llamará: ‘Yahvé, justicia nuestra’» (v. 16). La exalta más allá de toda humana ponderación al aplicar a la ciudad el título mesiánico de «nuestra justicia» (cf. Ez 48, 35; Is 1, 26).
La más hermosa página sobre Jerusalén la ha escrito el profeta Isaías (c. 60). Todo el capítulo representa uno de los grandes poemas del libro. Con esta descripción (en especial los vv. 17-22) se pasa del registro simbólico de la Jerusalén de abajo a la Jerusalén de arriba43.
Tanta es la belleza de estos versos antológicos, que no es posible dejar de leerlos, máxime cuando constituyen el trasfondo necesario para entender algunas de las imágenes nutricias, que el autor del Ap retomará y ampliará en los dos últimos capítulos del libro:
En vez de bronce, te traeré oro, en vez de hierro, te traeré plata; en vez de madera, bronce, y en vez de piedra, hierro; te daré por inspectores la paz, y por capataces, la justicia. No se oirán más violencias en tu tierra; ni dentro de tus fronteras, ruina o destrucción; tu muralla se llamará «Salvación», y tus puertas, «Alabanza». Ya no será el sol tu luz en el día, ni te alumbrará la claridad de la luna; será el Señor tu luz perpetua, y tu Dios será tu esplendor; tu sol ya no se pondrá ni menguará tu luna, porque el Señor será tu luz perpetua y se habrán cumplido los días de tu luto. En tu pueblo todos serán justos y poseerán por siempre la tierra: es el brote que yo he plantado, la obra de mis manos, para gloria mía. El pequeño crecerá hasta mil, y el menor se hará pueblo numeroso: yo soy el Señor y apresuraré el plazo.
Tan poderosa es la luz que Isaías proyecta sobre Jerusalén que la ciudad rompe sus límites naturales, geográficos, y se eleva a la categoría de tipo. Se trata de una ciudad de tal manera transformada, que apunta ya a una ciudad escatológica. No obstante, dentro del capítulo 60 coexisten dos tendencias: una insiste en el nacíona-
43. Según R. Poelman, Jerusalem d ’en Haut: VieSpir 495 (1963) 652. El autor revisa las diversas imágenes que el AT propone para Jerusalén (p. 637-659).
56 La nueva Jerusalén
lism o excluyente, otra en la peregrinación universal, por la que Jerusalén se convierte en meta de todas las naciones44.
Contemplando el devenir de la revelación bíblica, y, situados desde una atalaya neotestamentaria, se constata que estos hermosos textos encierran virtualidades que van más allá de su realismo histórico, debido a la fuerza inherente de sus símbolos. A sí ha sido sentenciosamente formulado: «El Apocalipsis nos ofrece una clave para prolongar estas sugestiones»45.
Es preciso señalar que la voz unánime de los profetas se refiere de continuo, por más que se esfuerce en idealizarla, a la Jerusalén terrena. La transformación última acontecerá —según ellos— siempre a ras de tierra, aunque sea ésta una tierra santa.
b) Perspectiva del nuevo testamentoEl tema de la nueva Jerusalén, aunque no de manera explícita
así formulado, es recogido mediante designaciones afines fundamentalmente en tres pasajes: los dos primeros pertenecientes a las Cartas paulinas de gálatas y filipenses, y el último consignado en la Epístola a los hebreos, cuya explicación respectiva se verá a continuación.
1. G á l4 , 24-26Hay en ello una alegoría: estas mujeres representan dos alianzas; la primera, la del monte Sinaí, madre de los esclavos, es Agar, (pues el monte Sinaí está en Arabia) y corresponde a la Jerusalén actual, que es esclava, y lo mismo sus hijos. Pero la Jerusalén de arriba es libre; ésa es nuestra madre.
Los cristianos son habitantes de derecho de una ciudad que no es creación humana, sino divina, realidad escatológica. Pablo desarrolla este pensamiento central en una larga paráfrasis. Se sirve de una alegoría para ofrecer una serie binaria de elem entos contrapuestos: dos hijos, dos madres, dos alianzas y dos ciudades: la Jerusalén de ahora (vüv 'lEQOuaaA.fn.1) y la de arriba (ávco 'Ie- qodoXií|.i). Utiliza sorprendentemente un registro temporal «ahora»
44. Cf. L. Alonso Schokel-J. L. Sicre, Profetas. Comentario I, 365-366.45. Ibid. I, 368.
El mundo nuevo 57
y también espacial «lo alto». La Jerusalén de los judíos, la del tiempo presente —por oposición a la de lo alto, que pertenece al mundo venidero—, es conocida en todo el mundo. La otra es una ciudad del cielo, pero no completamente celeste, puesto que se halla también provisionalmente sobre la tierra y es madre de los cristianos46.
Pablo no ofrece especulaciones sobre esta Jerusalén de arriba. Concentra en una sola palabra el carácter de la Iglesia, afirmando que es nuestra madre —tal com o Jerusalén fue la madre de los judíos (y de los judaizantes)—. La Iglesia cristiana se halla a la vez en el cielo y sobre la tierra, es libre de la ley y heredera de la promesa: es la madre de todos los cristianos que aún peregrinan sobre la tierra47.
2. F lp 3 , 20Pero nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo.
El hombre, conforme a la mentalidad helenista del tiempo, era considerado, antes que una persona independiente, un ciudadano, un ser social en interacción con otros. Los cristianos de Filipos, habitantes de una colonia romana, estaban capacitados para com prender la imagen de la ciudadanía. Pablo tampoco elucubra aquí sobre la índole peculiar de esta ciudad (jrókg), sino sobre el derecho a la participación en los asuntos cívicos (TtoXÍTE'uj.ia). Al apóstol le interesa, por encima de otras consideraciones, extraer las consecuencias prácticas para la vida cristiana, rodeada por las ondas de un ambiente negativo casi asfixiante, en el que «muchos v iven, com o enem igos de la cruz de Cristo, cuyo final es la perdición, cuyo D ios es el vientre, y cuya gloria está en su vergüenza» (vv. 18b-19).
En estas líneas se delata el pastor, que es Pablo; no el sofista ni el fantasioso. Indica que los cristianos, en oposición a aquellos cuyos m óviles son «terrestres» (o l r á é m Y E ia (p q o v o iív t e s , v- 19), somos ciudadanos del cielo. Y es justamente de esta patria celeste,
46. Cf. A. Causse, De la Jérusalem terrestre á la Jérusalem céleste: RHPR (1947) 12.
47. Cf. M. J. Lagrange, Epitre aux Galates, Paris 1926, 128-129; P. Bonnard, L ’Epitre de Saint Paul aux Galates, Paris 1953, 98.
58 La nueva Jerusalén
desde donde «esperamos» (ájtexóexófie'da) que vendrá el Señor, quien transformará nuestro miserable cuerpo a semejanza de un cuerpo glorioso com o el suyo (v. 21).
Del cielo, ansiada meta del peregrinar cristiano, es preciso sacar energías para proseguir, sin desmayos, la ardua marcha por la historia. Hay una tensión expectante —som os ciudadanos del cielo y aguardamos serlo del todo—, que mantiene en vilo la esperanza y reanima el comportamiento cristiano, a ejemplo del Señor. Esta ciudadanía no hurta al creyente de la lucha de este mundo, sino que le ofrece un don de lo alto, que se convierte dinámicamente en fuerza operativa constante48.
No parece probable que Pablo haya sido influenciado por los mitos helenistas paganizantes49. Se apoya, más bien, en la concepción judía de la Jerusalén celeste50.
3. Heb 1 2 ,22 -24Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial ('Ieeo\)aWin eirovKxmo)), y a miríadas de ángeles, reunión solemne y asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos, y a Dios, juez universal, y a los espíritus de los justos llegados ya a su consumación, y a Jesús, mediador de una nueva Alianza, y a la aspersión purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel.
Este fragmento resulta ser el más ilustrativo de los pertenecientes al nuevo testamento, por ello exige un comentario más amplio. El autor de la Carta a los hebreos pretende robustecer la fe de los nuevos cristianos, poco conscientes de los privilegios de la vida dentro de la Iglesia, y tentados de continuo a volver la mirada hacia atrás, con una no envidiada añoranza del antiguo testamento y la sinagoga, cuyas celebraciones festivas ansian. D ios ha tenido dos encuentros con los hombres, pero con caracteres muy opues
48. Cf. L. De Lorenzi, «II nostro politeuma é nei cieli» Fil 3, 20a: ParSpVi 28 (1993) 165-181. Cf. también: N. Flanagan, «A Note on Pliil 3, 20-21»: CBQ 18 (1956) 8-11; G. Strecker, Redaktion und Tradition im Christushymnus Phil 2: ZNW 55 (1964) 75-78.
49. Cf. el vasto estudio de Ruppel, Politeuma. Bedeutungsgeschichte eines sta- atsrechtlichen Terminus: Philologus 82 (1927) 289s; Platón, República, 9, 592b; Aristóteles, Plitinica, 3, 7.1297b.
50. Cf. J. F. Collange, L ’Epitre de Saint Paul aux Philippiens, Delachaux-Niestlé 1973, 122-123.
El mundo nuevo 59
tos. El primero aconteció entre los torbellinos de una teofanía, nimbada por fuego ardiente (Heb 12, 18-19), en un monte que inspiraba el temor sacro de la muerte por lapidación a quien traspasase sus lindes (v. 20), y por medio de una revelación ante la cual hasta el mismo M oisés quedó espantado y tembloroso (v. 21).
En cambio —ahora el autor de la carta presenta una vigorosa contraposición; sobre un trasfondo material transfigura diversas realidades—, los cristianos son partícipes de un cumplimiento festivo transcendental. Repárese en que la densísima descripción de la Jerusalén celestial no es una vaga alusión a «la ciudad futura» (Heb13, 14), sino que está fraguada por una serie de realidades decisivas que recorren la historia de la salvación. Los cristianos se han acercado al monte Sión, término técnico para designar la colina del templo y el templo mismo (1 Mac 4, 37.46.60; 6, 48). Aquí se revela el Señor, por eso se llama (obsérvese cómo pasa deliberadamente del referente del templo al de la ciudad) la ciudad del Dios vivo, que es Jerusalén (Sal 122); y de esta Jerusalén, se traslada a la Jerusalén celestial, que fue objeto de esperanza de Abrahán y de los patriarcas (Heb 11, 10.16).
Es la Jerusalén preexistente, tipo de la Jerusalén de aquí abajo (8, 2.5). Pero el autor la describe con absoluta sobriedad. Trátase de la Iglesia escatológica, glorificada, habitada por los cristianos ya rescatados, que viven para adorar a Dios y Jesús. Pero no es una ciudad totalmente futura, a saber, lejana y remota, sino una realidad celeste, que influye decisivamente en la vida cristiana, en acentuado contraste con aquella institución cultual del antiguo testamento, que es sólo imagen (8, 5), símbolo (9 ,9 ) y sombra (10, 1). Aquí se habla de una Iglesia celeste vitalmente unida a la Iglesia peregrina, en donde los cristianos pueden encontrarse com o hermanos. Y esta asamblea festiva —comunión de los bautizados con la Iglesia celeste—, constituye una realidad que supera con creces las más grandiosas asambleas y solemnidades del templo antiguo. Otra vez se impone el enfoque parenético al tratamiento de la Jerusalén celeste. Ante la revelación de este misterio, los cristianos no tienen ningún motivo para lamentarse; pues poseen todos los medios que se despliegan con generosidad a su alcance a fin de vivir gloriosamente su fe51.
El autor precisa el estado actual de los cristianos; no dice que éstos ya hayan ingresado en la ciudad. Existe una distinción neta entre la situación presente y el cumplimiento final de su «vocación
51. Cf. C. Spicq, L'épltre aux Hébreux II, Paris 1953, 404-405.
60 La nueva Jerusalén
celeste» (3, 1). Los cristianos habitan en una ciudad pasajera, pero deben esforzase por ir al encuentro de la ciudad «futura».
Esta búsqueda se realiza siguiendo las huellas de Cristo. La fecundidad de su misterio pascual ha hecho posible la gloria de la ciudad futura. Cristo ha vivido en solidaridad con sus hermanos (2, 14-18). Manifestación suprema de este misterio de amor es la afrenta de su muerte; pues ha muerto fuera de la puerta de la ciudad terrena (13, 12). El cristiano, a la zaga de Cristo, debe vivir en una dialéctica de presencia-distancia respecto a las realidades de este mundo, que le amenaza por doquier, y debe «llevar las ignominias de Cristo» (13, 5). La fe en Cristo, sumo Sacerdote, que ha ofrecido a D ios el sacrificio de su propia existencia y en íntima solidaridad con los hombres pecadores, constituye la fuerza sustentadora en su marcha irrenunciable hacia la ciudad futura, a saber, la unión perfecta de todos en D ios52.
Es preciso ilustrar esta visión neotestamentaria, cuyos radios de influencia alcanzan el pensamiento cristianos de los primeros siglos. Según El pa sto r de H erm as (1, 1-6), los cristianos existen aquí, sobre la haz de la tierra, com o habitantes de una ciudad extranjera, en contraste con su ciudad de origen a la cual volverán53.
Esta ciudad celeste es mencionada con frecuencia por los escritores cristianos: Primera Carta de Clemente 2, 1; Martirio de Poli- carpo 17, 1; Clemente de Alejandría (Stromata 172, 2)54.
Hay que indicar, com o balance conclusivo de esta presentación neotestamentaria, que el vocabulario de los tres pasajes reseñados resulta oscilante y adopta diversas expresiones: «La Jerusalén de arriba, nuestra madre», señala Pablo en Gál 4, 26. O bien utiliza una mención indirecta al hablar de los cristianos, com o «ciudadanos del cielo» (Flp 3, 20). O la designación se manifiesta con más rotundidad por el autor de la Carta a los hebreos (12, 22): «ciudad del D ios vivo, la «Jerusalén celestial» ('l£QO,uoXij¡.i éjiougavíq)).
Todos los textos se mueven dentro de la más severa contención; no se dejan llevar por la fantasía ni el delirio. Son delicadamente sobrios. Es preciso señalar también que se inscriben en un contexto parenético, no hacen cálculos cabalísticos sobre la hora de la irrupción de esta Jerusalén. Tampoco la ven com o una realidad hi-
52. Cf. A. Vanhoye, La cittá futura, ¡a Gerusalemme celeste (Eb 13, 14; 12, 22): ParSpVi (1991) 222- 226.
53. Cf. H. Strathmann, nó^ig, en TWNT VI, 525.54. Cf. K. L. Schmidt, Jerusalem ais Urbild undAbbild: ErJb XVIII (1950) 232-
248 .
El mundo nuevo 61
postasiada, que en el reducto de los cielos se alberga y allí se confina. La contemplan, eso sí y con énfasis fuertemente acentuado, com o la verdadera patria a la que se dirigen los cristianos y que m oviliza todas sus energías: o «madre» que los nutre y que les aguarda; o «magnífica (es decir, grande y esplendorosa) asamblea litúrgica», poblada por Dios, Cristo y los santos, a la que todos los cristianos son invitados desde su bautismo a entrar festivamente.
c) Perspectiva apocalípticaEl tránsito definitivo de la ciudad terrestre a una ciudad celes
te, a saber, el trueque de la Jerusalén histórica por la nueva Jerusalén, que incluye una radical ruptura, se describe únicamente en los escritos apocalípticos. He aquí, en apretada gavilla, la recolección de los textos más relevantes.
En el «libro de los sueños» de 1 Henoc se lee:Me levanté para ver hasta que él enrolló la vieja Casa. Sacaron todas las columnas, vigas y ornamentos de la Casa enrollados juntos con ella y los echaron en un lugar al sur de la tierra. Y vi al Señor de las ovejas que trajo una Casa nueva, más grande y alta que la primera, y la puso en el lugar de la que había sido recogida. Todas sus columnas y ornamentos eran nuevos y mayores que los de la antigua que había quitado, y el Señor de las ovejas estaba dentro (90, 28-29).
Mediante la imagen de las dos Casas se alude a la antigua y nueva Jerusalén55. Ya no se habla de una progresiva transformación, sino de un trueque operado sólo por Dios; y este cambio radical se sitúa en exclusiva dentro de una perspectiva apocalíptica. Hay escisión entre la vieja y la nueva Casa. Además, el sorprendente dato literario de mencionar indistintamente un vocabulario característico, que incluye la mención de la casa, columnas y ornamentos, induce a pensar que se habla también del templo. D e donde se infiere una identificación de la ciudad con su templo. Esta equivalencia lexicográfica sólo aparece registrada en Ap 21, 22- 2356.
55. Idéntica figura aparece en 89, 50.54.56.66.72, referida a la contracción de Jerusalén y del templo, cf. F. Corriente-A. Pinero, Libro I de Henoc (etiópico y griego), en A. Diez Macho (ed.), Apócrifos del antiguo testamento IV, Madrid 1984, 116.
56. Cf. L. Rosso, Dalla nuova Gerusalemme alia Gerusalemme celeste, 70.
62 La nueva Jerusalén
En el Testamento de Daniel se menciona por vez primera y de manera harto explícita «la nueva Jerusalén»:
Surgirá de las tribus de Judá y Leví la salvación del Señor. Hará la guerra a Beliar, y otorgará una venganza victoriosa de nuestros enemigos. Arrebatará los cautivos —las almas de los santos— a Be- liar, hará volver hacia el Señor los corazones desobedientes y concederá a los que lo invoquen la paz eterna. Descansarán en ei Edén los santos, y los justos se alegrarán por la nueva Jerusalén, que subsistirá para gloria de Dios por siempre... El Señor estará en medio de ella, el Santo de Israel reinando sobre ellos (5, 10-13)57.
Aparecen asociadas, tal com o señala la descripción de Ap 22, 1- 5, las imágenes de la ciudad de Jerusalén y del Edén. Se menciona la presencia de D ios en medio de la ciudad o, con formulación más precisa, la permanencia de la gloria divina y una subsistencia estable; por ello se tiene una certidumbre confortante: ya nunca será destruida esta ciudad. En ella sólo habitarán los santos, no los desobedientes. Idéntica separación entre los santos y pecadores acontece en Ap 21, 7-8; 22, 14-15. Resulta interesante constatar las notas afines entre ambos escritos, los apocalípticos y el Ap de Juan. Sin embargo, aun contando con la evidencia de estas semejanzas, no se habla todavía con claridad de otra Jerusalén, definitivamente distinta; la perspectiva sigue siendo histórica y terrena aunque existan indicios de una cierta ruptura58.
En el libro segundo de Baruc la interpretación de algunos pasajes relativos a la nueva Jerusalén no resulta en apariencia fácil. Esta obra se mueve entre una concepción terrena y otra trascendente; pero una indagación más profunda descubre algunos párrafos claramente decisivos.
Baruc se queja con pesadumbre ante el Señor por la ruina de Jerusalén. D e la siguiente manera va desgranando el rosario de sus amargas razones. Si el Señor ha destruido la ciudad y entregado la tierra a todos los enem igos, ¿cómo persistirá todavía en el mundo el nombre de Israel? ¿cómo proclamarán los judíos la gloria de D ios y explicarán el contenido de la ley? La creación entera parece un contrasentido. El universo volverá de nuevo al silencio primordial. Y la promesa dicha a M oisés, que fue soberanamente pronunciada por D ios, se quedará sólo en una vana palabra. Ante este cúmulo de reproches, así responde la voz divina:
57. Semejante tratamiento en un pasaje de Oráculos Sibilinos 5, 420ss.58. Cf. A. Alvarez, La Nueva Jerusalén del Apocalipsis y sus raíces en el antiguo
testamento: el período de la «Jerusalén nueva»: RBibArg 56 (1994/2) 110.
El mundo nuevo 63
Y el Señor me dijo: Esta ciudad será entregada por un tiempo, y el pueblo durante un tiempo será castigado, pero el mundo no será entregado al olvido. ¿O tal vez tú te imaginas que es ésta la ciudad de la que yo he dicho: ‘Sobre las palmas de mi mano yo te ha gravado’? No, esta edificación que se levanta ahora entre vosotros no es la que será revelada cerca de mí, la que ha sido preparada aquí, al comienzo, desde que yo he concebido la idea de hacer el paraíso. Yo la hice ver a Adán antes de que él pecase. Cuando él infringió el orden, fue privado de ella como también del paraíso. Yo la mostré en seguida a mi siervo Abrahán, durante la noche, entre las partes de las víctimas. A Moisés también yo la mostré sobre el monte Sinaí, cuando yo le descubrí la imagen de la Tienda y de todos sus vasos. Y he aquí que ahora permanece reservada cerca de mí, como también el Paraíso (4, 1-6).
La histórica ciudad de Jerusalén, que acaba de ser destruida por la impiedad humana, no puede en absoluto compararse con la verdadera ciudad de Jerusalén, que está cerca de D ios —com o asimismo el Paraíso—; y que ahora permanece en una situación de reserva, aguardando a que algún día D ios la haga descender.
El autor, que utiliza la peseudonimia de Baruc, m ezcla deliberadamente en un solo fragmento ambas aniquilaciones de Jerusalén (la del 586 a. C. y la del 70 d. C.). La segunda destrucción representa el final de la era mesiánica. Tras ella acontecerá una renovación completa, que tiene por objeto la edificación de la Jerusalén celeste en el mundo que ha de venir59.
Este es, sin asomo de duda, el pasaje apocalíptico que con mayor rotundidad hace mención de otra ciudad de Jerusalén com pletamente distinta, del todo trascendente. El presente fragmento resulta esclarecedor y se abre a una fecunda expectativa. En sem ejante perspectiva esperanzadora se sitúa Ap 21, 1-22, 5, que contempla ya la irrupción de la nueva Jerusalén y también del paraíso.
Se encuentran en la literatura apocalíptica otros textos de semejante índole. En 4 Esdras 8, 36 y 2 Baruc 51, 11 se habla de las condiciones ideales del paraíso, reservado para los elegidos en el mundo por venir.
También en 4 Esdras 7, 26 se dice: «Mira, viene el tiempo en que los signos que he predicho se cumplirán... Pues la ciudad invisible aparecerá y se mostrará el paraíso ahora oculto»60. Algunos
59. Cf. para toda esta descripción apocalíptica y explicación pertinente, P. Boga- ert, Apocalypse de Baruch, Paris 1969, 421-424.
60. J. Schreiner, Das 4. Buch Esra, 344-345.
64 La nueva Jerusalén
pasajes, provistos de parecida temática, se mencionan en el mismo libro: 8, 52; 10, 49-50; 13, 36.
Hay que indicar que la Jerusalén preexistente y el Paraíso son, en su más íntima esencia, la misma y única realidad, aunque diferentes sean los nombres asignados, pues pertenecen a diversas tradiciones escatológicas61. Ap recoge en sus dos últimos capítulos la conexión entre ambas imágenes: la ciudad y el paraíso; y las funde admirablemente en la descripción conjunta de la nueva Jerusalén.
Otros textos resultan, sin embargo, un tanto ambiguos. En 4 Esdras 6 , 7-9 se anuncia la restauración de Jerusalén, pero también se habla de un culto que es preciso continuar en el mundo que ha de venir. Por tanto, el corte no es del todo radical. En 32, 1-6 se habla asimismo —la interpretación es compleja y dificultosa resulta ya su simple traducción— de dos destrucciones.
También en el Talmud se manifiesta una contraposición entre la Jerusalén de ahora y la futura:
No puede compararse la Jerusalén de este mundo a la Jerusalén del mundo futuro. A la Jerusalén de este mundo sube quien quiere subir; a la Jerusalén del mundo futuro sólo subirán los que son invitados62.
Como característica dominante, confirmada incluso por la presencia de alguna excepción esporádica, puede afirmarse que el lamento de Esdras y de Baruc (marcadamente estos dos libros) a causa de la destrucción de Jerusalén y del santuario, es característico del judaismo a partir del 70 (d. C.), com o asimismo es nota peculiar el consuelo en la esperanza de una Jerusalén totalmente nueva, revelada y dada por D ios63. La imagen de una nueva Jerusalén surge poderosamente tras la catástrofe del 7064.
Muy raramente la tradición judía dirá que la Jerusalén celeste vendrá a la tierra en los últimos tiempos de la salvación; apenas se han sugerido algunas leves alusiones, tal com o han recordado los fragmentos de 4 Esdras 7, 26; 13, 36. Es preciso consignar que esa multisecular espera se malogró. La teología rabínica desconoce
61. Cf. P. Volz, Die Eschatologie der Jüdischen Gemeinde im neutestamentlichen Zeitalter, 373.
62. Baba Batra 75 b. Cf. K. L. Schmidt, Jerusalem ais Urbild und Abbild, 224.63. Cf. P. M. Bogaert, Les Apocalypses contemporaines, en J. Lambrecht (ed.),
L ’Apocalypse johannique et l'Apocalyptique dans le Nouveau Testament, Gembloux 1980, 64.
64. Cf. K. L. Schmidt, Jerusalem ais Urbild und Abbild, 230.
El mundo nuevo 65
completamente la creencia por la que la Jerusalén celeste, en los tiempos finales de la consumación, descenderá a la tierra 65.
Justo es reconocer —al deudor no le duelen prendas— que para la elaboración de este apartado, nos ha sido de gran utilidad la obra monográfica de H. Bietenhard66. Pero asimismo reconocemos que no nos hemos limitado sólo a tomar nota de sus afirmaciones, sino que hemos acudido directamente a los libros apocalípticos, y hemos descubierto otros lugares no aportados previamente por el autor; y dentro de las mismas fuentes escriturísticas hemos indagado y buscado testimonios fehacientes para compulsar el valor doctrinal de nuestras afirmaciones.
4. Origen de la nueva Jerusalén en el Apocalipsis2Que descendía del (ex) cielo, de parte de (curó) Dios61.
La nueva Jerusalén proviene «del» cielo (ex indica el origen), y, resaltado con sutil precisión, «de parte de» o «de junto a» D ios (a r ó alude al autor)68. A sí, pues, con un notable lenguaje preposicional, Ap recalca que desciende no sólo de la más alta trascendencia (el «cielo» en Ap significa la morada de Dios: 3, 12; 4, 1.2;5, 3.13; 8, 1; 9, 1...), sino que, de manera explícita, con la fuerza de la reiteración, se determina que procede directamente desde su fuente divina. Por eso la traducción española debe respetar este precioso matiz, que acentúa el valor de donación, otorgada desde la presencia generosa del mismo D ios, que posee la nueva Jerusalén. Esta peculiaridad de la gramática del Ap consigue uno de los más felices hallazgos del libro: considerar el don de la nueva Jerusalén en relación con la bendición de D ios Trinidad, al inicio del li
65. P. Volz, Die Eschatologie der Jüdischen Gemeinde im neutestamentlichen Zeitalter, 375; L. Strack-P. Billerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch III, 796.
66. Die himmlische Welt im Urchrístentum und Spatjudentum, Tübingen 1951. El autor dedica un concienzudo capítulo al estudio de la Jerusalén celeste (Das himmlische Jerusalem; p. 193-204) en su libro.
67. Aparece la nueva Jerusalén descrita también como esposa. Así reza la segunda parte del verso: «preparada como una esposa que se ha adornado para su esposo» (2b). Este registro figurativo de esposa, aplicado a la ciudad, será tratado más adelante, en conexión orgánica con todos los otros textos relativos al simbolismo nupcial de la nueva Jerusalén.
68. Exégesis clara desde Bousset (Die Offenbarung Johannis, 443): «ex gibt den Ursprung, ¿otó den Urheber».
66 La nueva Jerusalén
bro (1, 4-5). De esta manera elocuente se evidencia que todo el Ap se abre y se cierra con la bendición de D ios69.
5. Presencia de D ios entre los hombres. Alianza universaly'Y oí una gran voz desde el trono que decía: ‘He aquí la morada de Dios con los hombres, y morará entre ellos
La voz que pronuncia estas palabras debe ser angélica, la del «Angel de la faz de D ios»70. El sujeto emisor no puede ser ni D ios ni Cristo. El mismo libro nos disuade de tal atribución divina. V éase un claro paralelismo con nuestro texto, inserto, casi com o un calco, en idénticas circunstancias y motivos: «Y salió una voz del trono, que decía: ‘Alabad a nuestro D io s’» (19, 5). Además, esta voz se refiere a Dios en tercera persona; resultaría inverosímil pensar que D ios mismo se fuera a desdoblar com o sujeto interlocutor —primera persona— en referente objetivo71. S. Bartina lo aplica, erróneamente creemos, a D ios72.
Esta voz, emergente del trono, anuncia con solemnidad dos cosas: en primer lugar la presencia de D ios de la manera más íntima (v. 3); y luego la carencia de todo aquello que es causa de infelicidad (v. 4).
La partícula «he aquí» o «mira» (lóoiO73 introduce una serie de textos proféticos, que el autor recrea. Este significado se extrae de su peculiar uso en los pasajes de Ap, que dicha partícula encabeza: 1, 7; 5, 5; 14, 14; 16, 15; 21, 3.5; 22, 1274.
En la lectura griega de Ap los dos miembros de la frase poseen idéntica matriz sonora: oxT]vi]... o x tiv o jo sl ; «la tienda... pondrá su tienda». Por ello, nuestra traducción intenta conservar la misma cadencia expresiva del texto griego del Ap: «morada... morará».
69. Más tarde, podremos explicar merecidamente esta genial intuición del Ap (cf. infra, 214-216).
70. E. B. Alio, L ’Apocalypse, 334.71. Cf. E. Lohmeyer, Die Offenbarung des Johannes, 163.72. «En toda esta perícopa es mucho más congruente atribuir todas las declara
ciones a la voz de Dios (Apocalipsis de S. Juan, 827).73. «Para conseguir la advertencia del oyente o lector», así describe la función de
esta partícula, W. Bauer, en Worterbuch zum Neuen Testament, Berlin-New York 51971, 733.
74. Cf. el análisis de estos fragmentos y de otros introducidos por la formulación —x a i i&oii— en F. Contreras, Estoy a la puerta y llanto, Salamanca 1995, 26-32.
El mundo nuevo 67
Existe una referencia a la fiesta de las chozas o tiendas75. Esta fiesta tenía para los judíos un componente bifronte, de mirada hacia atrás y también hacia el porvenir. Por una parte, recordaba los tiempos de su marcha por el desierto cuando habitaban en chozas; y, por otra, acrecentaba la esperanza en la definitiva venida de Dios a fin de que también él pusiera su tienda entre ellos. La fiesta de las chozas poseía una clara dimensión escatológica (cf. Zac 14, 16)76. De esta manera Ap 21, 3 vendría, con su nítido mensaje escatoló- gico, a colmar las esperanzas del pueblo.
El texto de Ap recalca la presencia estable del Señor. La alusión a una tienda pasajera ha desaparecido77. Es preciso recordar que las tres consonantes griegas «a-x-v» equivalen a las tres consonantes hebreas de la Sekiná (ti?, 3 ,3 ) . Se insiste con fuerza, mediante este recurso sonoro, en la firme presencia de D ios entre su pueblo; pues la significación del vocablo hebreo subyacente así lo subraya78.
El motivo inspirador de la primera parte del verso se encuentra en el Targum de Neophyti a Lev 26, 11-1279. Todo este capítulo presenta una larga serie de bendiciones de Dios al pueblo, a condición de que éste guarde los preceptos de la Ley (v. 1-3): la lluvia, los frutos (v. 4), el vino y el pan (v. 5), la paz (v. 6), el éxito en la batalla (vv. 7-8). D ios proclama solemnemente:
Y volveré mi Verbo (mi rostro) bienhechor a vosotros y os fortaleceré y os multiplicaré y mantendré mi alianza con vosotros. Y comeréis la cosecha antigua tornada añeja y sacaréis la antigua delante de la nueva y haré habitar la Gloria de mi Sekiná entre vos
75. Cf. H. Bornhauser, Sukka, 1935; R. Vicent, La fiesta judia de las Cabañas (Sukkot), Estella 1995. Este último libro estudia por vez primera mediante una rigurosa investigación este tema, mucho tiempo olvidado, debido posiblemente al hecho de haber desaparecido dicha fiesta del horizonte litúrgico cristiano, a diferencia de pascua y pentecostés. La monografía se refiere a las Interpretaciones de la fiesta de Sukkot en el judaismo antiguo. Pero el tema se acota aún más, y se concentra en el trasvase del texto bíblico al targum y midrás. Lamentablemente sólo en una nota se hace explícita alusión a nuestro texto: «En Ap 21, 3 esta morada de Dios toma la forma de una ciudad en la que habitan juntos: ‘habitará con ellos’, axr)vcüoei | i s t ’ a v- xcóv» (p. 234, n. 60).
76. Cf. E. Lohmeyer, Die Verklarung Jesu nach dem Markus Evangelium: ZNW21 (1922) 197-199; P. Prigent, La fin de Jérusalem, Neuchátel-Paris 1969, 105.
77. Cf. P. Prigent, L Apocalypse de Jean, 328. Pero el autor va demasiado lejos, al afirmar que incluso se ha roto todo lazo posible con la fiesta de las tiendas. Tal vez no valora suficientemente la dimensión escatológica que la celebración de esta fiesta resaltaba (ibid.)
78. Cf. A. R. Hulst, p t í i, en E. Jenni-C. Westermann (ed.), Theologisches Handwórterbuch zum Alten Testament II, München 1976, 906.
79. Cf. E. Lohmeyer, Die Offenbarung des Johannes, 163.
68 La nueva Jerusalén
otros y yo no os rechazaré... y vosotros seréis para mi nombre un pueblo santo (vv. 9-12)80.
Este es, resueltamente, el texto más claro en donde bebe Ap 21, 3a. Aparecen dos temas de singular relevancia teológica: la alusión a la alianza, establecida entre D ios y el pueblo santo; y, sobre todo, la mención de la Sekiná, la gloria de D ios habitando en medio del pueblo. La trama narrativa se articula mediante una cadena de verbos conjugados, de manera invariable, en futuro. El pueblo contempla, pues, la acción divina en el remoto horizonte del porvenir. Ap representa el momento culminante: en la actualidad del ahora acontece el cumplimiento de tan ansiada espera respecto a la alianza y a la Sekiná.
La tienda de D ios es una metonimia literaria, se designa el continente por el contenido. Bajo esta imagen es preciso referirse a D ios mismo. La tienda mostraba en un claro-oscuro la presencia de Dios; era elocuente signo para una población nómada de esa presencia, pero también la ocultaba a sus ojos. En la nueva Jerusalén se realiza de manera sublime la perfección de cuanto la tienda evocaba para el pueblo: la presencia divina. D ios ahora se da en una comunicación, no lastrada por los impedimentos de cortinas opacas ni la precaria condición de tiendas pasajeras. Ahora directamente se revela81.
Por otra parte se rememora un largo proceso de mediación divina, que ya toca a su término. Primero, la presencia de D ios se albergaba en la tienda de la reunión (Ex 33, 7-11); luego en el templo (1 Re 8, 10-11); y, llegada la plenitud de los tiempos, en Jesucristo (Jn 1, 14). Por fin, en la Jerusalén celestial la presencia divina llenará colmadamente toda la ciudad habitada; y los hombres rescatados —ya sin el impedimento del velo, de los muros o atrios del templo; tampoco sin la conciencia de su pecado (Is 6, 5)—, podrán ver a D ios cara a cara (Ap 22, 4). Ap insiste en la presencia inmediata de D ios entre los hombres82.
80. A. Diez Macho, Neophyti l III. Levítico, Madrid-Barcelona 1971, 194; cf. D. Muñoz, Gloria de la Shekiná, Madrid 1977.
81. Cf. J. Comblin, La liturgie de la nouvelle Jérusalem (Apoc 21, 1-22, 5), 21.82. Cf. ibid., 12: «Parece excluirse todos los seres abtractos por los cuales la teo
logía judía tenía a los hombres a distancia de Dios»; J. Abelson, The Immanence o f God, London 1912, 80-85; S. Terrien, The elusive Presence, San Francisco 1978, 161- 226.
El mundo nuevo 69
3hEllos serán sus pueblos, y él mismo, Dios con ellos, será su Dios.Esta segunda parte del verso tercero, tan escueta, encierra en su
difícil comprensión y traducción, virtualidades insospechadas respecto a la apertura del arco de la salvación. Por fin, la alianza se despliega, sin límites im positivos de restricción alguna, en un horizonte universal.
Se recuerda la vieja promesa de la alianza, tan insistentemente repetida en el antiguo testamento: Ex 6, 7; Lev 26, 12; 2 Crón 6 , 18; Jer 24, 7; 30, 22; 31, 1.33; 32, 38; 37, 23; 38, 33; Ez 37, 27; Zac 2, 10; 8, 8. En estos pasajes resonaban las palabras encendidas de Yahvé donde al fin prometía que él iba a ser para el pueblo su Dios, y ellos su pueblo («serán mi pueblo» — eaovtcu Xaóg [rou—).
Hay que sorprenderse ante la lectura del texto de Ap 21, 3b y caer en la cuenta de la intrusión deliberada de un cambio sustancial. Si el antiguo testamento hablaba siempre, en tales promesas de alianza, de un solo pueblo, com o referente único del amor de Dios (cf. Jer 7, 23; 30, 22; Os 2, 23), ahora el libro de Ap, en contra del uso inveterado de la frase, introduce una profunda m odificación. No dice, com o siempre solía repetirse: «Ellos serán su pueblo», sino justamente: «Ellos serán sus pueblos».
La crítica textual se ha debatido por determinar la correcta lectura, entre las dos variantes: «pueblos» (taxoi) y «pueblo» (Xaóg)S3. La tendencia natural es continuar en la inercia de las conocidas profecías y escribir «pueblo» (Xaóg). Nosotros nos decantamos por la «lectio difficilior» que usa el plural, puesto que el singular se explica com o una armonización con el antiguo testamento84.
El autor de Ap, al insertar de manera pretendida esta brusca alteración y transformar el em pleo habitual de la expresión, alude no a un solo pueblo, sino a todos los pueblos; está reconociendo que el cumplimiento de la multisecular profecía se lleva a término con la apertura a todas las naciones. A saber, todos los «pueblos de la tierra» —no exclusivamente el pueblo elegido—, están llamados a ser «pueblos de D ios».
83. Por el plural Xaoí se decantan: X. A. 046.2930.2050.2053. Ireneo. Por e l singular Xaó<;\ P.051M 006.1841.1854.1859... Ticonio, Ambrosio, Agustín, Primasio, Andrés Aretas. Y entre los modernos: Bousset, Charles, Comblin. F. Cantera-M. Iglesias (Sagrada Biblia, Madrid 1975, 1442) precisan con acierto: «Literalmente pueblos de él serán». Y entre los modernos se deciden por el singular: Nestle, Alio, Lohmeyer, Bonsirven, Bartina, Strathmann, Mounce, Prigent.
84. Cf. B. M. Metzger, A Textual Commentary on the Greek New Testament, Lon- don-New York 21975, 763.
70 La nueva Jerusalén
Esta frase, bien entendida, debía resultar para los oídos de un judío creyente, tremendamente ofensiva, pues lesionaba los inalienables derechos adquiridos, merced a la elección divina de un solo pueblo, durante muchas generaciones. El particularismo de Israel, tan afianzado en la conciencia colectiva, toca su fin.
Todos los hombres, sin excepción ya de etnias o cualquier tipo de segregación excluyente, entran en la nueva alianza que D ios instaura; y este cambio acontece porque Cristo, verdadero Cordero degollado, ha hecho una Iglesia de todas las tribus, lenguas, razas y naciones (Ap 5, 10; 7, 15-17). Los privilegios que, de manera ex clusiva, poseía el antiguo pueblo de Israel, pasan a ser propiedad de «los pueblos». Todos los pueblos son ahora de hecho y derecho el nuevo pueblo de Dios constituido.
El texto se muestra en sintonía con el mensaje de apertura universal, peculiarmente característico del Ap y también de la escuela joánica.
Este acento universal es recogido fielmente por el cuarto evangelio, mediante la mención de tres símbolos fundamentales (el pastor, la túnica y la red) y la oración misionera, de los que conviene hacer ahora, evitando una exégesis, tan sólo una somera reseña indicativa.
Jesús habla de otras ovejas que no son de este redil; ovejas que es preciso conducir, a fin de que escuchen su voz y haya un solo rebaño y un solo pastor (Jn 10, 16).
En la oración sacerdotal, Jesús ruega no sólo por sus discípulos, sino por todos aquellos que mediante la palabra de los suyos, creerán en él (Jn 17, 20).
La túnica inconsútil, tejida de una sola pieza, de arriba abajo, —según la apreciación de los soldados, la túnica «no debe romperse»—, es una ilustración gráfica de esta unidad eclesial, que tampoco debe desgarrarse (cf. Jn 19, 23-24).
En la red de la Iglesia caben ciento cincuenta y tres peces grandes —todas las clases de peces entonces conocidos en el mundo—; a pesar de tanta cantidad, la red no se «rompe» —idéntico verbo que el empleado para designar la túnica, oxí^to— (Jn 21, 11). D e nuevo otra ilustración, que insiste en el universalismo de la Iglesia, formada por todos los pueblos de la tierra85.
No resulta tampoco fácil la traducción de la última parte del verso, a saber, el segundo miembro de la formulación de la alian
85. Cf. F. M. Braun, Quatres «signes» johanniques d e l’unité chrétienne: NTS 9 (1962-1963) 147-155.
El mundo nuevo 71
za86. El texto original griego suena así: «Y él, el D ios que está con ellos, será el D ios de ellos». A causa de la complejidad expresiva de la frase han surgido diversas correcciones que han tratado de hacerla más inteligible. En aras de la claridad interpretativa se e liminan las palabras finales: «su D ios»87. Pero com o en tantas otras páginas del libro, la aparente rudeza idiomática de Ap conserva latentes sus riquezas. Basta saber leer e interpretar con corrección. Nos decidimos por la lectura completa, tal com o la hemos traducido más arriba88.
El D ios que ahora forja la alianza no es el D ios del antiguo testamento, que sólo se ha fijado en un pueblo, sino «ese D ios» —el griego tortuoso del Ap lo identifica, por medio de un pleonasmo repetitivo— que ha hecho una alianza con todos los pueblos. Ese m ismo Dios, «El D ios con ellos» (ó deóg ¡xet= auxcóv), y no otro, justamente «será su D ios» ( e o t c u aíitcbv ’&eóg), a saber, el D ios con quien ahora toda la humanidad participa en una comunicación de mutua reciprocidad. A sí se completa perfectamente el círculo de la formulación de la alianza universal entre D ios y todos los pueblos.
La expresión «El D ios que está con ellos» se relaciona con el «En-Manuel» hebreo (Is 7, 14; cf. Ex 3, 12; Ez 48, 35) y el «Dios con nosotros» neotestamentario (Mt 1, 23). La aspiración de las antiguas promesas se cumple verdaderamente, instaurándose una presencia cercana de D ios, a la vez íntima («dentro de»), fam iliar («en medio de») y universal («con todos los pueblos»)89.
6 . Superación de todo mal4Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido.
Se inaugura una nueva existencia, hecha posible por la presencia irradiante de D ios entre los hombres, cuyo efecto primero en la
86. Reconoce la dificultades B. M. Metzger, A Textual Commentary on the Greek New Testament, 765-766.
87. El Sinaítico, algunos minúsculos, Ambrosio, Agustín, Primasio y Andrés hacen una lectura abreviada, y prescinden de «su Dios», a w ü v Osó?. Incluso la versión del The Greek New Testament, Sociedades Bíblicas Unidas 31975, 280 pone entre paréntesis las dos palabras griegas aiiitóv frsóg.
88. Así lo atestiguan: A, Ireneo, Ticonio, Ambrosio, Beato de Liévana. Por esta lectura se decanta B. M. Metzger, A Textual Commentary on the Greek New Testament, 766.
89. Cf. S. Bartina, Apocalipsis de san Juan, 828.
72 La nueva Jerusalén
descripción apocalíptica es extinguir todo tipo de penalidades. Ya el Ap había declarado la desaparición del mundo anterior (21, 1); y que también la muerte y el infierno habían sido precipitados en el estanque de fuego (20, 4).
El pasaje de Is 25, 6-8 sirve de fecunda inspiración para el anuncio de Ap. El Señor ofrece desde su monte santo de Sión un banquete, aderezado con unas peculiares características: la universalidad, la abundancia y la exquisitez. Sus com ensales serán todos los pueblos; será un «festín de manjares suculentos, un festín de v inos de solera, manjares enjundiosos, vinos generosos» (v. 6). D espués el Señor insiste en el tema de la mutua compañía, que otorga el derecho a compartir la misma mesa: poder estar juntos gozando de la inmediatez de la presencia. A fin de que los pueblos puedan contemplarlo sin estorbos, el Señor «arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas las naciones» (7 a).
Y también el Señor —estas palabras aseguradoras constituyen el paralelo con nuestro texto de Ap 21, 4— va a quitar los impedimentos negativos de la humanidad:
7h íiK aniquilará la muerte para siempre. Et Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros y alejará de la tierra entera el oprobio de su pueblo —lo ha dicho el Señor—90.
Ap invierte la disposición narrativa de Isaías. Primero anuncia la presencia de D ios, quien personalmente eliminará toda lágrima. Luego vienen los efectos de esta presencia sanadora divina.
Ap desarrolla con más detalles la promesa reconfortante de que D ios va a eliminar las lágrimas. Corrige a su fuente, indicando que el Señor enjugará no ya «las lágrimas», sino de manera tajante y absoluta: «toda lágrima» (jrav óáxQ'uov). La fuerza de este adjetivo «toda» (jtáv) es un motivo de consolación, pues D ios remediará toda angustia y toda pena, causantes de las lágrimas. No se derramará ni una sola lágrima de dolor en la nueva Jerusalén. Y luego señala con una imagen delicada que el Señor enjugará toda lágrima, que brota no genéricamente de los «rostros» —com o señalaba Isaías—, sino «de los ojos» (éx xwv ócpftaX.|.ia)v) en llanto de la humanidad.
Aniquila el Señor la muerte, que constituye la maldición fundamental de la humanidad, la que entró por culpa del pecado (Gén 3;
90. «Lo ha dicho el Señor, y no ha dicho promesa más grande en todo el AT» (comenta sentenciosamente L. Alonso Schókel-J. L. Sicre, Profetas. Comentario I, 211).
El mundo nuevo 73
Rom 5, 12). Tan contundente es su victoria que la «muerte no ex istirá más» (ó ftávaxoc; otix éoxai eu ). Pablo dirá que «la muerte ha sido absorbida en la victoria» (1 Cor 15, 45). Con la desaparición de la muerte, se desvanece la desgracia primigenia que atenazaba al hombre (Gén 3, 19). Elimina el Señor la muerte, que ha causado tanto dolor en la humanidad, tal com o dramáticamente ha sido resaltado en el cuarto sello. La muerte, cual personificación simbólica, va dejando tras de sí un reguero de calamidades, toda clase de violencia ocasionada por la espada, el hambre, la peste, y la naturaleza indómita de los animales salvajes, aún no domesticados por el cuidado del hombre:
Cuando abrió el cuarto sello, oí la voz del cuarto Viviente que decía: ‘Ven’. Miré entonces y había un caballo verde-amarillo91; el que lo montaba se llamaba Muerte y el Infierno lo seguía. Se les dio poder sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con la espada, con el hambre, con la peste y con las fieras de la tierra (Ap 6, 7-8).
Después, con su fuerza todopoderosa, va el Señor eliminando cada uno de los azotes que aflijen a la humanidad. El texto de Ap 2 1 ,4 constituye, debido a su semejanza lexicográfica griega y temática, un apretado resumen de la descripción dramática de los primeros cuatro sellos (el cuarto que alude a la muerte, ya se ha consignado). El segundo sello o la violencia (6 , 3-4), es causa de «lamento» (Jtévdog) y de «gritos» (xQauyi'i). El tercero (6 , 5-6) o la injusticia social, es ocasión de «fatiga» (jtóvog) y desesperación92.
Veamos ahora, más de cerca, cada una de las penalidades, mencionadas en Ap 21, 4, y que el Señor va a aniquilar con su poder.
«Duelo» (jtévfrog)Palabra peculiar del Ap, pues se encuentra cuatro veces en el li
bro, de entre las cinco frecuencias registradas en el nuevo testamento. El vocablo aparece en un hábitat determinado —y tal delimitación resulta significativa—: la ciudad opresora y asesina. Es el
91. El adjetivo y\(üQÓg indica el color de la hierba verde cuanto se torna mustia, símbolo de la caducidad y de la muerte («Toda carne es hierba y todo su esplendor como ñor del campo. La flor se marchita, se seca la hierba» Is 40, 7-8). Alude al color cetrino de un moribundo.
92. Cf. U. Vanni, II terzo sigillo delVApocalisse (Ap 6, 5-6), símbolo dell'ingius- tizia sociale, en L ’Apocalisse. Ermeneutica, esegesi, teología, 193-213.
74 La nueva Jerusalén
castigo reservado para los últimos tiempos a Babilonia (Ap 18, 7a.b.8; cf. Is 47, 7-10). Se resalta sobre todo el contraste entre ambas ciudades. En la nueva Jerusalén no existirá ya el duelo, que tanto aflige a Babilonia93.
«Llanto» (xQaxjyií)Es un grito de angustia, tan intenso que prorrumpe en lágrimas
(Ef 4, 31). Tiene un sentido cristológico y soteriológico; de hecho vale para indicar el vehemente clamor, que acompañó a la pasión de Cristo (Heb 5, 7)94.
«Dolor» (nóvoq)Indica no sólo trabajo o esfuerzo (Col 4, 13), sino dolor extre
mo, irreprimible, que llega hasta la desesperación. A sí aparece registrado en la misteriosa acción de verter las copas del furor de Dios: «El quinto ángel derramó su copa sobre el trono de la Bestia; y quedó su reino en tinieblas y los hombres se mordían la lengua ‘de dolor’ ( e x t o v j z ó v o v ) » (Ap 16, l l ) 95.
Era común en los escritos apocalípticos la coincidencia de dos circunstancias: la irrupción de la gloria divina y el alejamiento de la muerte con todas sus secuelas de pesar y corrupción. Y aún puede legítimamente afirmarse que el poder de Dios era causa eficaz —no sólo elemento concomitante—, de la eliminación de las penalidades96. Véanse esta serie de textos elocuentes:
Refrena pues también al ángel de la muerte, y que tu gloria irrumpa. Que la grandeza de tu belleza se manifieste. Que el Sheol sea cerrado; que, desde este momento, no reciba ya a los muertos (2 Bar 21, 23).Sea pura la tierra de toda corrupción y pecado, de toda plaga y dolor (1 Hen 10, 22).Para vosotros está abierto el Paraíso, plantado el Arbol de la vida, preparada la futura edad, la abundancia está dispuesta, la Ciudad construida, el Resto señalado, las obras de Dios establecidas, la sa
93. Cf. H. Lilje, L ’Apocalypse, le dernier livre de la Bible, 257; H. Balz, Jtá'&og, en DENT II, 672-673.
94. Cf. H. W. Kuhn, xqocuytÍ, en DENT I, 2400; L. Grundmnann, xgá£a> - XQavyr], en TWNT III, 901-904.
95. Cf. G. Schneider, Jlóvog, en DENT II, 1080.96. Cf. P. Volz, Die Eschatologie der Jiidischen Gemeinde im neutestamentlichen
Zeitalter, 386.
El mundo nuevo 75
biduría reconstituida. Y toda raíz mala es arrancada de en medio de vosotros, la enfermedad es extinguida de vuestros caminos. Y la muerte está ocultada, el hades huye, la corrupción es olvidada, las penalidades se pasan, y los tesoros de la inmortalidad son hechos manifiestos (4 Esd 8, 52-54).
Resulta esclarecedor cotejar el contexto del fragmento último, donde aparecen asociados el tema del paraíso, la nueva ciudad y la desaparición de los males que hacen sufrir al hombre. Según la prolija descripción de estos versos, la «gloria» divina interviene, acompañada de una serie de eventos alusivos a la vida futura de los justos; es una fuente de consolación para sostener también las tribulaciones de la vida presente. Esta ciudad se refiere a la Jerusalén celeste, contemplada no com o la restauración o reedificación de la Jerusalén terreste, sino com o nueva ciudad1*7.
Importa señalar —el Ap lo recalca una vez más— que la ciudad de la nueva Jerusalén se ve libre de aquellas congojas que angustiaban a su antípoda, la ciudad de Babilonia; pues no habrá en ella «ni duelo, ni llanto, ni dolor», en antítesis con la ciudad engreída de Babilonia. En un triple coro de lamentos sucesivos se conduelen por su desgracia todos sus potentados:
Llorarán, harán duelo por ella los reyes de la tierra... Lloran y se ‘lamentan’ (jiEvfloüoiv) por ella los mercaderes... Los marineros gritaban llorando y ‘lamentándose’ (jtevftoüvTeg) (Ap 18, 9.11.19).
La antítesis entre ambas ciudades queda acentuada también con la mención contrastada de estos elementos descriptivos.
Mediante la eliminación de toda lágrima y de la muerte, también del fúnebre cortejo de penalidades que les acompañan, desaparece el viejo orden (Is 42, 8; 43, 18; 65, 16) y brota la novedad. Sea dicho con mayor rotundidad, desde la clave neotestamentaria: la resurrección de Cristo hace desaparecer lo antiguo. Lo primero ha desaparecido, señala Ap 21, 4.
Pablo indica —obsérvese el parecido con Ap 21, 5-6 cuya exé- gesis se hará más adelante— que:
El que está en Cristo es una nueva creatura: lo antiguo ha pasado, lo nuevo se ha hecho (yéyovev) (2 Cor 5, 17).
97. Cf. R. H. Charles, The Apocripha and Pseitdoepigrapha ofthe Oíd TestamentII, Oxford 1963, 597-598. Se pueden encontrar abundantes paralelos en 2 Henoc 65, 9-10; Exodo Rabbá 15.
76 La nueva Jerusalén
5'6Ydijo el que está sentado en el trono: ‘Mira, hago nuevas todas las cosas’... Y me dijo: ‘Está hecho’ (yéyovav).
Cuanto Pablo afirma de la vida del cristiano hecho uno con Cristo1*8, Ap lo refiere a la creación, que es ahora completa y universalmente renovada en Cristo. Esta afirmación no sólo reviste un significado moral, sino esencialmente ontológico. Cristo, transformado por su resurrección, transforma también el universo. Su cuerpo glorificado instaura una relación nueva con la creación, que abarca a la humanidad de los seres rescatados, y a través de ellos, alcanza dimensiones cósm icas, de tal manera que ya nada puede quedar fuera de su todopoderosa órbita de gloria".
7. La creación divina de un universo nuevo5-8 y dijo el que está sentado en el trono: ‘Mira, hago nuevas todas las cosas’. Y dijo: ‘Escribe: estas palabras son fieles y verdaderas’. Y me dijo: ‘Hecho está’. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tenga sed yo le daré de la fuente del agua de la vida gratis. El vencedor heredera esto: yo seré Dios para él, y él será para mí hijo. Pero los cobardes, incrédulos, abominables, asesinos, impuros, hechiceros, idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte (de herencia) en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda.
Estos cuatro versos (5 .6 .7 .8) parecen interrumpir la descripción que hasta ahora se estaba siguiendo. El autor de Ap, llegada la lectura del libro a tal punto de relevancia teológica, reivindica con toda solemnidad que D ios otorga garantías fiables acerca de la verdad de las visiones que acontecen. Hay que hacer notar que el sujeto, absolutamente principal de este breve fragmento, es D ios y no otro. Con énfasis recalcado: él en persona habla, interpela, premia, deshereda; continúa siendo el protagonista activo e indiscutible a lo largo del presente parlamento100.
98. Cf. B. Rey, Creados en Cristo Jesús. La nueva creación según San Pablo, Madrid 1968, 43-45, 72-73, 298-300.
99. Cf. Ch. Duquoc, Le Christ, chef de la création: VieSpir 109 (1965) 707-718.100. Cf. estos tres densos artículos, que han servido para la confección de las si
guientes páginas: P. Stuhlmacher, «Siehe, ich mache alies neu» (Apk 21, 5): LuthRu 18 (1968) 3-18; G. Stahlin, «Siehe ich mache alies neu» Das Leitwort fiir die Weltkir- chenkonferenz. 1968 und seine biblischen Hintergrunde: OkRu 16 (1967) 237-352; D. M. Stanley, So! I Make All Things New (Apoc 21, 5)'. Way 9 (1969) 278-291.
El mundo nuevo 77
— Por tres veces se repite el verbo «dijo» (eIjtev). El discurso divino versa trípticamente sobre la creación, las palabras y la verificación de cuanto acaece.
— D ios mismo da las credenciales que fundamentan el alcance de su acción.
— Ofrece una inconmensurable recompensa, a saber, concede el magnífico lote de tres premios al cristiano que resulte vencedor: el don del agua de la vida, la herencia, la filiación divina.
— Por otra parte —no puede olvidarse el funesto envés de la historia de la salvación—, D ios deshereda a los que culpablemente se comportan con lesa indignidad, apartándose de manera voluntaria del camino que conduce a la nueva Jerusalén.El presente fragmento posee un estilo muy denso, que de tan
sincopado resulta hermético, casi confuso; pero una observación atenta descubre en tan sólo cuatro versos una admirable orquestación, en cuanto a su ordenada gradación doctrinal. Iremos estructurando, pues, escalonadamente, en sucesivos apartados (hasta siete), aglutinados por su interés temático, no por la estricta ordenación de los versos, el contenido del pasaje.
a) La voz divinaHabla D ios directamente: «Y dijo el que está sentado en el tro
no», no un intermediario, la voz del ángel, como suele acontecer en Ap con cierta frecuencia (1, 1; 5, 2; 8, 8.10.12.13; 10, 1.5.7.9; 14, 6.8.9.10.15.17.19; 19, 7; 22, 6.8.16). La expresión «El —perfectamente— sentado en el trono» (ó xafriíiiEvog gjri xóv üqóvov), es abundante en el libro de Ap (4, 2.3.4.9.10; 5, 1.7.13; 7, 10.15; 21, 5) y equivale de hecho a una designación divina. Dicho sea con mayor rigor, se refiere, debido a tan gráfica postura, a su completo señorío sobre todo lo creado (cf. Sal 93, 1-2).
Pero Ap no alude al trono vacío de una divina trascendencia alejada de la historia. Interpretado en su simbolismo por el m ism o libro, hay que decir que desde él com ienza a realizarse la historia de la salvación; pues merced a la iniciativa del Sentado en el trono se ofrece a la humanidad el libro sellado con siete sellos (Ap 5, 1), que el Cordero abrirá e interpretará (5, 5.7). El Sentado en el trono es origen dinámico y meta concluyente de toda la historia de la salvación (20 , 1 1 ).
78 La nueva Jerusalén
N o es ésta la primera vez que habla D ios en el libro, en contra del parecer de diversos comentadores101. D ios ha hablado ya al comienzo del Ap: «Yo soy el A lfa y la Omega, dice el Señor Dios» ( 1 , 8); tampoco su voz se dilata tanto en la narración apocalíptica, com o para aparecer tardíamente en 16, 1.17102. Fue entonces —justamente, en 1, 18— cuando se oyó la voz divina, la de D ios Padre, y ahora será la última vez. El libro entero del Ap se inaugura y se recapitula con la palabra de Dios, formando una inclusión sem ítica. Lleno está de la poderosa resonancia de Dios. Todo él queda transido por este eco divino, que debe ser acogido atentamente por el oído de la Iglesia. En nuestro caso (Ap 21, 1-4), es preciso indicar que ante una revelación de tanta trascendencia, sólo D ios puede decir una palabra autorizada.
b) Creación en actoLa voz divina enuncia solemnemente: «Mira, hago nuevas to
das las cosas». Se insiste en la dimensión creadora de Dios, que el libro de Ap con reconocida razón realza, tal com o se desprende de la lectura de algunos pasajes.
En la primera gran doxología frente al trono de Dios, los veinticuatro ancianos se postran delante del Sentado en el trono, lo adoran, echan sus coronas de oro en señal de acatamiento obediencial ante quien se erige com o el solo D ios verdadero, y lo proclaman único autor de toda la obra de la creación. Por dos veces —en un solo verso (!)— ensalzan esta acción creadora de Dios:
Eres digno, Señor Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú has creado el universo, porque por tu voluntad lo que no existía ha sido creado (4, 11).
La asamblea cristiana, a lo largo de la lectura litúrgica del libro, también celebra gozosamente su dinamismo creador (cf. Ap 15, 3; 19, 6). Y D ios persiste activamente en su obra creadora —en pre
101. En contra efectivamente de la opinión de J. Behm, Die Offenbarung des Johannes, 107: «Por primera vez en el Ap resuena una palabra inmediata de Dios mismo». Asimismo de R. H. Mounce, The Book o f Revelation, 373: «El silencio de Dios es roto por esta declaración». Y de S. Bartina, Apocalipsis de San Juan, 828: «Por primera vez en este pasaje se dice de modo indudable que habla Dios, el Padre».
102. Tal como pretende P. Prigent, L ’Apocalypse de saint Jean, 329.
El mundo nuevo 79
s e n te c o n t in u o ( jtoicd) , s in in t e r m i t e n c i a s n i d e s m a y o s —103, h a c i e n d o n u e v a s to d a s la s c o s a s .
La acción creadora de Dios, señalada por Ap, recuerda especialmente un texto del profeta Isaías:
Mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando ¿no lo notáis? (43, 19).
La imagen se relaciona con la transformación del desierto, en donde milagrosamente germinará un vergel y crecerá una riente vegetación (cf. 42, 9). Pero esta novedad que Dios declara —y al decirlo lo ejecuta; tal es la fuerza de su palabra todopoderosa— supera con creces la maravilla del primer Exodo (cf. 35, 6 ; 41, 18s)104. La novedad que se anuncia no mira a un remoto futuro, sino que se concentra en un hoy y reviste acentos de actualidad. Claramente se indica: «ya está brotando». El profeta anima al pueblo perplejo a percibirla con ojos atentos y a rendirse ante la evidencia del prodigio divino: «¿no lo notáis?».
La renovación del universo era idea común dentro de la literatura apocalíptica (cf. 1 Henoc 91, 16; 2 Baruc 57, 2; 44, 12; 2 Esdras 7, 75; Jubileos 1, 29). El significado real de tales afirmaciones, por lo demás bastantes genéricas, no suele perfilarse con precisión. Es habitual emplearlas a manera de estereotipo literario- teológico.
Pero el texto de Ap va más lejos todavía, desborda el optim ismo del profeta y de los escritos apocalípticos; puesto que no es sólo «algo nuevo», sino una omniabarcante dimensión de totalidad la que se describe: «Hago nuevas todas las cosas». La traducción literal reza así: «Mira, nuevas estoy haciendo todas las cosas» (’I6oí3 x a iv á Jtoia) Jtávxa). La Epístola a Bernabé (VI, 13) afirma que se refiere tanto a «las últimas com o a las primeras» (xa eoxcxta cbg xa jiQtSxa), a saber, «todas las cosas».
Se habla de la perfecta recreación cósmica, que admirablemente se concentra en la nueva Jerusalén. D ios mismo se delata com o todopoderoso en su acto creador, y se dirige al lector creyente de Ap. «Mira» (íóoü), invita Dios a través del texto apocalíptico al cristiano-lector, el cual, una vez apercibido, sorprende a D ios con las manos puestas en su obra creadora. La expresión de Ap es una
103. Así queda resaltado merced al valor durativo del presente de indicativo. Cf. F. Blass-A. Debrunner-A. Rehkopf, Grammatik des neutestamentlichen Griechisch, 264 § 319.
104. Cf. L. Alonso Schókel-J. L. Sicre, Los profetas. Comentario I, 295.
80 La nueva Jerusalén
secuencia de presencialidad y de verismo narrativo. Privilegia un encuentro sin intermediarios entre Dios-autor y el cristiano-interpelado, ambos admirándose de consuno ante la reciente frescura —in fie ri— de la nueva creación divina.
Para insistir en la índole de esta radical novedad, apenas si lo gramos acertar con las palabras justas que nos la puedan definir certeramente. No se trata de repetir de nuevo, tampoco de hacer para mejorar: es una plena transformación creadora, una instauración total («Non pas seulement du nouveau, mais du neuf»)105. Pero es necesario interpretar correctamente desde la cristología del Ap: esta renovación supone la presencia de Cristo; él constituye, merced a su misterio pascual, el com ienzo de toda novedad absoluta10*.
En el Ap la acción de renovación continua se atribuye siempre a Cristo, al que com pete la implantación y el despliegue del reino de D ios sobre toda tierra: «El objeto de nuestra esperanza, la creación nueva tendrá lugar un día. Esta ha empezado en el ser viviente de Cristo»107. El es el principio y «arquetipo» de toda novedad que se realiza en el mundo, quien es capaz de superar el mal por la fuerza de su energía de resurrección. Con formulación harto significativa, Cristo glorioso, en su autopresentación divina a la Iglesia de Laodicea, así se ha autodesignado: «El principio —ij dela creación de D ios» (3, 14). D e esta manera se identifica con el poder creador de la Sabiduría y de la Palabra: Prov 8, 22; Sab 9, lss; Jn 1, 3; Col 1, 15-17; Heb 1, 2.
En fin, todo será renovado, no por un prodigio de encantamiento, sino por esta obra de D ios que ha comenzado ya a actuar en la resurrección de Cristo, y que no se detiene en su proceso instaura- dor hasta que desemboque en la plenitud cósmica de la renovación universal. D e manera acertada ha sido comentado por san Ireneo:
Entonces, preguntaréis: ¿qué ha traído el Señor de nuevo por su venida? Sabed que ha traído toda novedad, trayendo su propia persona (yvdjxe orí Jiaaav xí]v xaivóxr)ia ííveyxev, éaxóv évéy- xag)108.
Palabras, cuyo fundamento se encuentra en Pablo:105. J. Bonsirven, L ’Apocalypse, 312.106. Cf. U. Vanni, L ’Apocalisse. Ermeneutica, esegesi, teología , 142-146, 266.107. Así lo refiere con razón R. Guardini (El Señor, Madrid '1963, 952), al co
mentar sucintamente el libro del Apocalipsis.108. Adversus Haereses 1, 34, 1. Cf. A. Rousseau, ¡rénée de Lyon. Contre ¡es Hé-
resies, Paris 1968, 847.
El mundo nuevo 81
Por tanto, el que está en Cristo, es una ‘nueva creación’ (xcavr] XTÍ015); pasó lo viejo, todo es ‘nuevo’ (xaivd) (2 Cor 5, 17).
Esta afirmación paulina, junto a la registrada en Gál 6, 15, constituye una referencia a Is 42, 19 y una ilustración del texto de Ap109.
c) Garantía divinaRatifica D ios su obra creadora y reveladora de esta manera: «Y
dijo: ‘Escribe: estas palabras son fieles y verdaderas’». La frase se repite, con idéntico tenor, en 2 2 , 6 .
El imperativo «escribe» (YQátyov), ya lo ha escuchado el vidente en otras ocasiones, siempre con el motivo apremiante de anotar con fidelidad una revelación de gran trascendencia para el lector cristiano (2, 1.8.12.18; 3, 1.7.14; 14, 13; 19, 9). La insistencia incide sobre el carácter sacro-canónico del libro. Se trata de una doble aseguración (con la certeza de fiabilidad que posee el testimonio por dos veces repetido o doblemente formulado por dos testigos) de las presentes visiones. La orden de escribir es impartida en esta ocasión por el mismo Dios. Hasta ese momento de la historia apocalíptica, tal mandato había sido dado por diversos em isores: un ángel (1, 11), Cristo (1, 19), una voz celeste anónima (14, 13) y una voz que sale del trono (19, 9).
Ahora, al final del libro, es D ios quien resulta garante de todas las revelaciones mostradas. Son las suyas palabras ciertas, verdaderas, asentadas sobre la firmeza divina, a saber, que se cumplirán. Estas palabras se refieren a «todas las visiones del A p»110. Está claro que por influjo del semitismo, el lexema «palabras» abarca «per modum unius» palabras y acontecimientos.
San Ireneo ha mostrado que toda la prodigiosa realización de la nueva Jerusalén, no alegórica, sino real o verdadera —insiste con vigor en esta contraposición, seguramente para hacer ver que la maravilla que se espera no se debe a la fantasía del hombre, sino a la palabra de D ios—, se apoya en el poder divino y cita justamente este verso de Ap:
Cuando todas estas cosas hayan pasado, nos dice Juan, el discípulo del Señor, sobre la nueva tierra descenderá la Jerusalén de arri
109. Cf. B. Rey, Creados en Cristo Jesús. La nueva creación según san Pablo , 25- 53, en donde se estudian concienzudamente ambos textos.
110. E. Lohmeyer, Die Offenbarung des Johannes, 165.
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ba, tal como una novia preparada para su esposo, y ella será el tabernáculo de Dios, en el que Dios habitará con los hombres... En esta Jerusalén, que será la imagen de la Jerusalén de la primera tierra, los justos se ejercitarán en la incorruptibilidad y se prepararán para la salvación... Y nada de todo esto puede entenderse ‘alegóricamente’ (a/.XriYOQeia'&a), sino al contrario todo es firme, verdadero, y posee una existencia auténtica, ‘realizada por Dios’ (tjtto t o ü í I e o í j Y E y o v Ó T a ) para el goce de los hombres justos. Pues, del mismo modo que realmente — áXridatg— es Dios quien resucitará al hombre, así también realmente el hombre resucitará de entre los muertos, y no ‘alegóricamente’ (áXXriYOQixcüg), como lo hemos abundantemente mostrado. Y del mismo modo que resucitará ‘realmente’ (áXrjdcüg), ‘realmente’ (cdT)da>g) Dios es el principio, consistencia y fin de todas las cosas; se ejercitará en la incorruptibilidad y crecerá y llegará a la plenitud de su vigor en los tiempos del Reino, hasta hacerse capaz de acoger la gloria del Padre. Pues cuando todas las cosas hayan sido renovadas, realmente él habitará la ciudad de Dios. Pues, dice Juan: «Y dijo el que está sentado en el trono: ‘Mira, hago nuevo todas las cosas’. Y dijo: ‘Escribe: estas palabras son fieles y verdaderas’»111.
Aún más, todas estas palabras descansan en Jesucristo, la máxima y definitiva Palabra de D io s112. Su título cristológico es «El Verdadero» (’AXi^&ivóg). A sí es designado Cristo en sendas ocasiones por el libro: en la última de las siete misivas a las Iglesias, a la comunidad de Laodicea (3, 14); y en el combate escatológico, com o emblema del jinete que monta el caballo blanco de la victoria y que ejecutará los planes de D ios (19, 11).
El Ap com ienza de esta manera: «Revelación de nuestro Señor Jesucristo» (Ap 1, 1). Y de modo semejante acaba (21, 5; 22, 6). El libro entero se polariza en Jesucristo, quien realiza en sí el cumplimiento de todas las palabras y visiones del Ap. Es obligado, pues, insistir en el carácter cristológico de esta declaración divina.
Un matiz lexemático resulta interesante en dicha alocución. La partícula o u puede ser declarativa («escribe que estas palabras son fieles y verdaderas») o causal («escribe, porque estas palabras...»). Ambas explicaciones son correctas113; pero la segunda parece pre
111. Cf. A. Rousseau, Irénée de Lyon. Contre les Héresies. Livre V, Paris 1969, 451-453.
112. Tal como reza el significativo título del iluminador libro de P. Hünemann, del que ahora no podemos sino aludir con su escueta referencia: Jesús Chritus. Gottes Wort in der Zeit, Münster 1994.
113. Cf. S. Bartina, Apocalipsis de san Juan, 829.
El mundo nuevo 83
ferible114. La partícula ó t i no sólo introduce la siguiente frase com o un discurso directo, sino que ofrece la razón por la que Juan tiene que escribir, a saber, porque la revelación que se le ofrece de parte de D ios es genuina y fiable115.
d) Realización plenaLa ejecución: «Y me dijo: ‘Hecho está’» (yéyovav v. 6a), se re
fiere, en primer lugar y en sintonía con la gramática griega del texto apocalíptico, a las palabras que se han declarado: éstas se cumplen al instante116. Se sigue el mismo esquema redaccional que en la narración de la creación según Génesis (1, 3.6.9.11.14.20.24.26), en donde a una palabra divina pronunciada, indefectiblemente sucede la correspondiente ejecución. Tal com o más arriba se ha indicado, estas palabras aluden, dentro de la más amplia panorámica, a la revelación íntegra del Ap —totalidad de palabras/visiones—, que se cumplen perfectamente en la ciudad de la nueva Jerusalén117.
Véase idéntico procedimiento, provisto incluso del mismo verbo, en Ap 16, 17. Cuando el séptimo ángel versa sobre el aire el contenido de la séptima copa, entonces sale del Santuario una fuerte voz que proclama: «Hecho está» (yéyovav).
Se presenta en tan breve frase el poder omnímodo de la palabra divina, capaz de llevar a cabo al instante cuanto proclama. D ios lo dice, y se hace; habla y se cumple.
Para seguir afianzando su autoridad divina, D ios afirma con toda solemnidad: «Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin» (6b).
«Alfa y Omega», lo dice D ios (Ap 1, 8); también lo afirma Cristo (22, 13), quien añade «el Primero y el Ultimo». El título binario «El Primero y el Ultimo» se aplica asimismo a Cristo en los siguientes textos: 1, 17; 2, 8; 22, 13.
El transferí cristológico, tan peculiar dentro del Ap, es de nuevo utilizado. Con esta común asignación se insiste en el rango de la divinidad que ambos —D ios y Cristo— comparten esencialmente.
114. De hecho el texto de The Greek New Testament, 891, así lo insinúa.115. Cf. R. H. Mounce, The Book o f Revelation, 373; J. Bonsirven, L ’Apocalypse
de saint Jean, 312: «porque estas palabras transmiten verdades necesarias».116. Cf. E. B. Alio, L ’Apocalypse, 338.117. Cf. M. Rissi, Die Zukunft der Welt, eine exegetische Studie über Johannesof-
fenbarung 19:11-22, 15, Bale 1965, 68.
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Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es Señor del cosmos y también de la historia, de las que es ‘el Alfa y la Omega’ (Ap 1, 8; 21, 6), ‘el Principio y el Fin’ (Ap 21, 6). En él el Padre ha dicho la palabra definitiva sobre el hombre y sobre la historia118.
Consideramos com o sinónimos los dos sintagmas, que tienen un trasfondo común, presente en el helenismo y judaism o119. Su origen bíblico más palmario se encuentra en sendos oráculos del profeta Isaías (44, 6; 48, 12)'20. Del contexto de estos dos pasajes —especialm ente el primero, al que nos referiremos— se infiere que se trata de un entorno polém ico. Frente a la orgullosa pretensión de otras divinidades, sólo el D ios de Israel se presenta com o el único D ios verdadero. V éase esta insistente cadena de reivindicaciones: «Fuera de mí no hay dios» (v. 6); «¿Quién se parece a mí?» (v. 7); «Vosotros sois testigos: ¿Hay un dios fuera de mí?» (v. 8). D e ahí que aparezca dicha expresión en este lugar preciso del discurso apocalíptico; puesto que D ios, revestido de su soberana autoridad divina, sí puede garantizar la verdad de tan altas palabras. Sólo él, que es verdaderamente D ios —recordar el contexto polém ico entre divinidades—, resulta fiador de tales exigencias.
La enumeración polar indica la com pletez divina, la perfección; pues la primera y la última letras de alfabeto incluyen las otras. La bina de las dos letras extremas significa totalidad y carácter únic o 121. Las dos afirmaciones dicen lo m ism o122. El principio y el fin deben ser tomados no en sentido filosófico o escolástico, sino con la significación precisa de la historia de la salvación123. A saber, el D ios que ha creado de manera gratuita el mundo, él lo llevará a término, panificándolo. D ios es origen y finalidad del universo, que él ha hecho por sus manos y que perfectamente recreará al final de la historia, según la narración apocalíptica. No sólo es el primero en el tiempo, sino que es el origen eficaz de todo lo creado («Alfa, el Primero»), y el objetivo teleológico hacia el que todo providencial e inexorablemente camina («Omega, el Ultimo»).
118. Juan Pablo II, Tertio millennio adveniente, n.° 5.119. Cf. R. Kittel, A Q , en TWNT I, 1-3; W. C. Van Unnik, Het gudspredikaat
«Heet beginen het einde» bij Flavius Josephus en in de openbaring van Johannes: MNAW 39/1 (1976), 12-27.
120. Cf. W. J. P. Boyd, «I am the Alha and Omega» (Rev 1, 8; 21, 6; 22, 13): StEv 2 (1964) 526-31. Y una matizada exposición en F. Contreras, El Señor de la Vida, 54- 56.
121. Cf. Ch. Brütsch, La clarté de l'Apocalypse, 32.122. Cf. E. Stauffer, Eyco, en TWNT II, 349, donde estudia «éycó in den Christus-
worten der Apokalypse».123. Cf. S. Bartina, Apocalipsis de san Juan, 829.
El mundo nuevo 85
D ios se revela com o seguro amparo de la creación, pues sólo él es su autor, y la conducirá a feliz desenlace. Es cuanto afirma Pablo en el denso himno a la sabiduría divina (Rom 11, 33-36), ante cuyo abismo de riqueza y de ciencia el hombre enmudece, incapaz de sondear los designios de D ios y rastrear sus caminos. Proclama que la creación tiene un principio, una consistencia y una finalidad: Dios. «Porque de él, por él y para él son todas las cosas. ¡A él la gloria por los siglos! Amén» (v. 35)124.
e) Donación gratuita de vidafxAI que tenga sed yo [le] daré de la fuente del agua de la vida gratis.
El origen inspirador de este texto del Ap, formulado a manera de una dilatada paráfrasis, se encuentra en Is 55, 1:
¡Atención, sedientos!, acudid por agua, también los que no tenéis dinero: venid, comprad trigo, comed sin pagar, vino y leche de balde.
El Señor invita por medio de cuatro imperativos-desiderativos a recibir los bienes característicos de la historia bíblica: el agua —ese don tan preciado en la sequedad hórrida del desierto—; la leche de la tierra prometida (en habitual expresión deuteronomista: «tierra que mana leche y miel»); el trigo y el vino, símbolos de la felicidad que llena el corazón del creyente en D ios («Señor, tú has dado a mi corazón más alegría que cuando abundan ellos en trigo y vino nuevo» [Sal 4, 7]).
D ios brinda y convida a aceptar el don de la vida, a través de unos símbolos fundamentales, tal vez los elementos primordiales de la historia humana. Pero junto a esta plenitud, se da también otra nota de acusado relieve: la completa gratuidad. Son invitados «los sedientos, los que no tenéis dinero» a comer «de balde». Se insiste en la total franquicia y desprendida benignidad de la oferta. Esta no se merece, sino que se recibe gratuitamente, sin que se precisen los merecimientos y las fatigas para su obtención. Cabe reconocer con justicia que si grandes son los dones, mayor es la generosidad del donante.
124. El texto es citado por san Ireneo (Adversus Haereses V, 35, 2). Cf. la referencia más arriba.
86 La nueva Jerusalén
Ap recrea esa pródiga invitación; pero no se trata ya tan sólo de la invitación anónima de un heraldo, sino la del mismo Dios, quien personalmente convida y ofrece. Concentra el lote de los cuatro dones mencionados por el profeta (el agua, el trigo, el vino y la leche) y se reserva, com o la más exquisita quintaesencia de todos ellos, el símbolo del agua. Pero exige una sola condición: tener sed. Esta sed sentida hace caminar hacia la fuente de la vida; es activa, desencadenante. M oviliza a la Iglesia peregrina en el desierto de e ste mundo125.
Ap afirma que D ios dará de la fuente del agua de la vida. Claramente se refiere, siguiendo la estela significativa de la metáfora acuática, a la plenitud de la vida. Es un tema privilegiadamente jo- ánico (Jn 4, 10.14; 7, 17) y que aparece en Ap (7, 16; 22, 17). Se trata del símbolo de la vida divina, que será visionariamente descrito más adelante, en la imagen cristalina de un torrente impetuoso de vida, que brota del trono de D ios y del Cordero (Ap 22, 1).
El regalo del agua —tal com o acentuaba Isaías— se ofrece liberalmente. El texto de Ap insiste en este carácter gratuito del don, al escribir en último lugar, recapitulador de todo lo dicho, la palabra «gratis» (ócoQedv), que significa la excelencia del don o regalo y, sobre todo, la gratuidad126. Con acento religioso se encuentra en Sab 7, 14; 16, 25; Rom 5, 15-17; 2 Cor 9, 15; E f 3, 7; 4, 7.
Esta invitación posee rango universal y se amplía a todo creyente (cf. Sal 36, 9; 42, 1; 63, 1). El destinatario no se refiere, pues tal aplicación resultaría demasiado restrictiva, al «todavía no mártir»127.
Como Cristo, durante la interpelación de las cartas a las siete Iglesias (siete = totalidad; siete Iglesias = Iglesia universal), se dirigía a todo creyente para animarlo a que se mantuviera fiel y resultase vencedor, asimism o D ios, fuente de agua viva (Jer 2, 13),invita ahora a todo cristiano a ser testigo fiel de Jesús.
Véase, apoyados en la expresiva gramática griega del Ap, el deliberado paralelismo con las promesas al vencedor en las cartas a las Iglesias. Ambos pasajes denotan su semejanza al ir provistas de idéntica construcción sintáctica: el participio de presente en dativo más el futuro del verbo 6 íóoj[ii:
125. Esta sed de los fieles conviene a la Iglesia y en este mundo, en su condición actual (cf. 22, 17); ella no será perfectamente saciada sino en el cielo. Cf. E. B. Alio, L'Apocalypse, 338.
126. Cf. F. Büchsel, S l5 ü ) |il- bíogéav, en TWNT II, 169-170.127. Como pretende E. Lohmeyer (Die Offenbarung des Johannes, 165): «el se
diento o dipson no es el creyente, sino el aún no mártir».
El mundo nuevo 87
«al vencedor daré» t ío viy.rTmi 8cóacü (2, 7.17)«al que tiene sed daré» tc¡) Si^cdvti 5cóooj (2 1 , 6)
f) La herencia del vencedor1El vencedor heredará esto: yo seré Dios para él y él será para mí hijo.
Conforme a la estricta construcción del texto apocalíptico («El vencedor herederá esto», v. 7a), no aparece claro si el indefinido neutro ( t a i t a ) , «esto, estas cosas», se refiere genéricamente al don gratuito del agua de la vida (2 1 , 6), o a las promesas que se enunciarán un poco después, en 21, 9 ss128. Parece más coherente precisar, soslayando la alternativa propuesta, que se alude a todos los dones previamente señalados, y que ahora encontrarán su pleno cumplimiento en la nueva Jerusalén. Pero, en sintonía rigurosa con la visión íntegra del Ap, se afirma que D ios asegura al vencedor la plena posesión de todos los premios, que ya antes y de manera detallada se habían indicado en las cartas a las Iglesias. Ya se verá una pormenorizada correspondencia, más adelante, en la conclusión teológica, merced a la deliberada repetición del motivo literario- apocalíptico del «vencedor». La promesa al vencedor en este verso compendia las siete promesas a los vencedores, diseminadas en los capítulos dos y tres129.
A estas alturas privilegiadas del libro, situados ya en el clímax de la historia apocalíptica y tras la batalla contra los enem igos y su derrota sin paliativos, el vencedor es digno merecedor de todas las recompensas que se le concederán en el ingente lote de la nueva Jerusalén.
El vencedor se hace acreedor a tal donación: «heredará», señala el texto. El verbo «heredar» (xÁ.T]Qovo^éü)) asume una doble acepción. Por una parte significa recibir un don gratuito (Heb 1, 2;6, 17; 9, 15) y, de otra, lograr la adquisición para la que se tiene algún derecho natural, legitimado por la ley 130.
128. Así expresa su perplejidad, E. Lohmeyer, Die Offenbarung des Johannes, 165.
129. Cf. H. B. Forck, Bibelhilfe fiird ie Gemeinde. Die Ojfenbarung des Johannes,154.
130. Cf. W. Foerster-J. Hermann, xXi]Qovo|.iéü), en TWNT III, 775; S. Bartina, Apocalipsis de san Juan, 830.
88 La nueva Jerusalén
En este contexto final del Ap y acordes con la abundancia masiva de textos neotestamentarios, es preciso insistir en la gratuidad del don concedido. No puede silenciarse ni, por supuesto, negarse, la leal colaboración del creyente en el orden de la gracia; tampoco puede abdicar irresponsablemente de ella. Esta colaboración humana, aun esmerándose en contestar con generosidad, resulta a la postre pequeñísima, casi ínfima, comparada con la excelencia de la gracia divina; pero nunca —preciso es resaltarlo, aun a pesar del manifiesto desajuste—, puede ser nula ni estéril131. Léase con atención la siempre sorprendente descripción de la paradoja de la salvación cristiana, según Ap.
La herencia es, según su verdadera noción, la posesión que es entregada gratuitamente, sin ningún trabajo ni mérito propios, por el hecho de la muerte del testador... al ‘vencedor’... La vida eterna no puede ser más que la recompensa de una fidelidad de toda la vida...; y, sin embargo, esta fidelidad puesta a prueba es una gracia: así la exigencia es gracia y el cumplimiento es gracia. La fidelidad del cristiano es el reflejo de la de Dios; sus obras son cumplidas en él por Cristo132.
La herencia por antonomasia en el antiguo testamento se refiere al don de la tierra prometida. A sí lo declara con solemnidad Dios al pueblo elegido:
Toda esta tierra que os tengo prometida, la daré a vuestros descendientes, y ellos la heredarán para siempre (Ex 32, 13; cf. Núm 26, 52-56).
Dicha herencia («heredar la tierra», precisará el primer evangelio, Mt 5, 5) va ampliando su valencia significativa y asume decididamente una dimensión ultra-terrena, escatológica. D e ahí la presencia de estas peculiares formulaciones neotestamentarias: «heredar el reino de D ios» (Mt 25, 34; Sant 2, 5; 1 Cor 15, 50); «heredar la vida eterna» (Me 10, 17; Le 10, 25; Mt 19, 29; Tit 3, 7; Col 3, 24). Esta herencia sobrenatural constituye un don de D ios para el creyente (1 Pe 1, 2 -5 )133.
131. Así P. Prigent, L ’Apocalypse de saint Jean, 331; y, en general, los comentaristas protestantes del Apocalipsis.
132. H. Echtemach, Der Kommende. Die Ojfenbarung St. Johannes für die Ge- genwart ausgelegt, 175.
133. Cf. J. H. Friedrich, x/,T|(>ovo[iéoj, en DENT I, 2344-2348.
El mundo nuevo 89
Pero existe un innegable acento cristológico, que es preciso no soslayar, sino que debe ser recalcado con vigor134. Según Gál 3, 15-16, Cristo es el único descendiente que tiene derecho a todas las promesas hechas a Abrahán (Gén 12, 7). Es el heredero universal. La Carta a los hebreos afirma que D ios ha instituido heredero de todo al Hijo (Heb 1, 2). El Hijo está por encima de los ángeles, pues ha heredado un nombre mayor. Sólo el Hijo tiene derecho de herencia. La parábola de los viñadores homicidas así lo reconoce: «Al ver al hijo, se dijeron: ‘Este es el heredero’» (Mt 21, 38).
El pasaje más claro en este mutuo reconocimiento de paternidad y filiación, que Ap 21, 7 subraya con un lenguaje de relacio- nalidad (obsérvese la doble serie de elementos binarios existentes en el texto: padre = hijo; para él = para mí), se encuentra registrado en la profecía de Natán al rey David, cuyo texto preciso constituye una fórmula de adopción (Sal 2, 7; 110, 3 —LXX—) y constituye la primera expresión del mesianismo real:
Yo seré para él padre y él será para mí hijo (2 Sam 7, 14)B5.Otra mención importante aparece —aunque formando una pará
frasis a 2 Sam 7, cuya tradición continúa—, en el Salmo 89, 2 7 136.Estos son los dos más relevantes pasajes del antiguo testamen
to, en donde se destaca la existencia de una mutua reciprocidad: un hombre es llamado hijo, y D ios es designado Padre.
El primer texto señalado (2 Sam 7, 14) es reinterpretado cristo- lógicamente en Heb 1, 5: «En efecto, ¿a qué ángel dijo alguna vez: Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy; y también: Yo seré para él Padre, y él será para mí Hijo?».
En el nuevo testamento se halla un pasaje afín. Pertenece a Pablo y está formado por un conglomerado de citas veterotestamen- tarias, entre las cuales se encuentran algunos paralelos con textos aparecidos en Ap:
134. Cf. H. Langkammer, Den er zum Erben von alien eingesetz hat (Heb 1, 2): BZ 10(1966) 273-280.
135. Cf. G. W. Ahlstrom, Der Prophet Nathan und der lempelbau: VT 11 (1961)113-127; E. Kutsch, D ie Dinastie von Cottes Gnade: Problem der Nathanweissasgung in 2 Sam 7: ZTK 58 (1961) 137-153; T. N. D. Mettinger, King and Messiah: CBOT 8 (1976) 48-63; J. Becker, Messiaserwartung im Alten Testament, Stuttgart 1977. J. L. Sicre, De David al Mesías, Estella 1995. Así lo califica el autor: «Texto, que terminará siendo el más importante en la esperanza de un Mesías real» (p. 85).
136. Tal como ha sido puesto de relieve por L. Sabourin, The Psalms. Their Ori- gin and Meaning, New York 1974, 353; J.-L. McKenzie, Royal Messianism: CBQ 19- (1957) 33.
90 La nueva Jerusalén
Habitaré en medio de ellos y caminaré entre ellos; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Por tanto, salid de entre ellos y apartaos, dice el Señor. No toquéis cosa impura, y yo os acogeré. Yo seré para vosotros padre, y vosotros seréis para mí hijos e hijas, dice el Señor todopoderoso (2 Cor 6, 16b-18).
A quí se encuentra citado Lev 26, 11-12, cuya paráfrasis targú- mica ya ha sido señalada en el análisis de Ap 21, 3. También se destaca la expresión relacional «seré su Dios y serán mi pueblo», que asimism o se encuentra en Ap 21, 3. Figura el tema de la inhabita- ción de D ios en medio de su pueblo, como igualmente la referencia a abundantes textos del antiguo testamento. Se ha creído, por ello, que Pablo y Ap debían conocer un fondo de tradición común, parcialmente registrado en algunos escritos judíos: Jubileos 1, 24; 1QH 9, 35137.
Este acento cristológico, nota peculiar de la herencia según Ap, es también concepción oriunda del nuevo testamento. Existe una estrecha conexión entre Cristo, la herencia y la filiación. Todas las promesas se realizan en la persona del Señor. Cristo posibilita al cristiano la herencia de la filiación divina. Pueden recordarse algunos selectos fragmentos, de por sí altamente elocuentes:
El Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo (Rom 8, 16-17).De modo que ya no eres esclavo sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios (Gal 4, 7)138.
N o puede olvidarse un pasaje crucial en el nuevo testamento, perteneciente al primer evangelio, en donde el Hijo del hombre juzga a cada hombre por su comportamiento de servicio amoroso respecto a los hermanos más humildes, en donde él se hace presente («Lo que hicisteis a mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis», Mt 25, 40). La recompensa mira a una posesión del reino, preparado para quienes practicaron la misericordia. Ap hablará, con su típica formulación, del cristiano vencedor. Este premio es descrito, al igual que en Ap 21, 7, en términos de herencia: «Ve
137. Cf. P. Prigent, L ’Apocalypse de saint Jean, 332.138. Cf. K. Romaniuk, Spiritus clamans (Gal 4, 6; Rom 8, 16): VD 40 (1962) 190-
198; A. Duprez, Note sur le role de l ’Esprit-Saint dans la filiation du chrétien. A propos de Gal 4, 6: RSR 52 (1964) 421-431; S. V. McCasland, Abba, Father: JBL 72 (1953) 79-91.
El mundo nuevo 91
nid, benditos de mi Padre, ‘heredad’ (xXriQ0V0¡.if|aaTE) el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25, 34).
Pero también este pasaje mateano incluye, lo mismo que Ap (2 1 , 8), una segunda parte —que a continuación se estudiará— de reprobación y rechazo (Mt 25, 41-46).
g) Abominación de conductas réprobasLa salvación divina es ofrecida, pero nunca impuesta ni arran
cada violentamente a la libertad. La gracia es absolutamente de balde, tal com o Ap ha evidenciado con la mención de las magníficas recompensas que D ios acaba de prometer. Pero ante tan gran misterio de gracia, el hombre puede responder con otro misterio —esta vez de iniquidad—: mediante un rechazo deliberado y culpable.
%Pero los cobardes, incrédulos, abominables, asesinos, impuros, hechiceros, idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte (de herencia) en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda.
Esta lista de vicios —verdadero catálogo de pecados—, muestra que la Iglesia del Ap no era todavía una comunidad totalmente convertida, ni tampoco idealizada. Con la presentación de dicho repertorio, Juan no pretende cerrar las puertas de la nueva Jerusalén, ni anatematizar a nadie, sino, más bien, permitir la entrada franca mediante la conversión de las «obras de la carne», según expresión paulina139.
Se atenderá a cada conducta reprobada, una por una, tal como se señala en el texto apocalíptico. Se trata de una lista, que contiene ocho vicios; en realidad siete, puesto que el octavo se considera un compendio, que engloba a los siete anteriores140.
«Los cobardes» (6e ilo í)Aparece significativamente al principio de la lista. Representa
la antinomia de la que apenas un poco antes ha hablado el texto: el139. Cf. U. Vanni, / peccati nell'Apocalisse e nelle lettere di Pietro, di Giacomo,
di Giuda: ScuolC 3/4 (1978) 372-379.140. Es pertinente observación de P. Prigent, Le Temps et le Royaume, en J. Lara-
brecht (ed.), L'Apocalypse johannique et l ’Apocalyptique dans le Nouveau Testament, 235.
92 La nueva Jerusalén
vencedor, es decir, quien arrostra con valentía el combate de su fe, y, unido a Cristo, participa con él en su muerte y resurrección. Cobarde es quien, cansado, abandona y huye; vergonzante desertor de la fe cristiana. Su absoluta falta de coraje equivale a la actitud de la tibieza, tan duramente denostada por el Señor en la carta a Lao- dicea (Ap 3, 15-16). A dolece de capacidad de aguante y, abochornado de dar testimonio de Cristo, cede ignominiosamente ante cualquier eventualidad y contrariedad. El texto que refleja muy bien esta postura, y que sirve com o fiel comentario a la cobardía, aquí señalada, lo ofrece Pablo:
Porque no nos dio el Señor un ‘espíritu de cobardía’ (jtv£'ü|.ia Sei- Xías), sino de fortaleza, caridad, y templanza. No te avergüences, pues, ni del testimonio que has de dar de nuestro Señor, ni de mí, su prisionero; sino, al contrario, soporta conmigo los sufrimientos del evangelio, ayudado por la fuerza de Dios (2 Tim 1, 7-8)141.
Este comportamiento vilipendiado por Ap, resulta de modo admirable retratado en la pregunta-reprimenda de Jesús a los discípulos, quienes, ante las acometidas violentas de la tempestad, pensaban que la barca se hundía irremediablemente: «¿Por qué sois co bardes?» (Tí ó e lX o í s o t e ) . Como duro reproche, que sustenta la existencia de la cobardía, les echa en cara su actitud carente de fe. Con auténticas palabras («ipsissim a verba Iesu»), pronunciadas por el Jesús histórico, les hace descubrir la vaciedad de su fondo, increpándolos así: «Hombres de poca fe» ( ó X iy ó j u o t o i , Mt 8, 26; cf. Me 4, 40).
Igualmente en Ap 21, 8 aparece descrito el origen de la cobardía. Por eso, viene a continuación mencionado el siguiente vicio capital.
«Los incrédulos» (ám oxoi)Esta cobardía tiene, pues, su profunda causa en la deficiencia de
fe; pero preciso es señalar que la fe, según el contexto ambiental de Ap, debe vivirse en medio de circunstancias desfavorables e incluso adversas. Por eso, según Ap, el incrédulo equivales al infiel142. Tal actitud queda muy bien ejemplificada en la breve parábola del siervo inicuo:
141. Cf. G. Schneider, óstXóg, en DENT I, 846.142. Cf. P. Prigent, L ’Apocalypse de saint Jean , 333.
El mundo nuevo 93
Vendrá el Señor de aquel siervo el día que no espera y en el momento que no sabe, le separará y le señalará ‘su suerte entre los infieles’ (tó |iéoog uí'Toi) tcüv cotíotcov •frrjaei, Le 12, 46).
Infiel es el siervo que, cansado de esperar, no obedece al mandato recibido, maltrata a los criados: com e, bebe y se emborracha. Abdica de su tarea de servicio. Véase, además de la semejanza contextuad la mención del aspecto judicial y la literal repetición de estas palabras temáticas, registradas tanto en Le com o en Ap: «su suerte» (tó ¡.lÉQog); «infieles» (ám oxcov)143.
«Abominables» (épEÓXir/ iEVOi)Son todos aquellos que se confabulan para participar irreveren
temente en la adoración de los ídolos. Esta actitud no es reciente, posee un trasfondo veterotestamentario. Representan a los sucesores de los israelitas idólatras, quienes «se consagraron ellos m ismos a Baal, y se hicieron ‘abominables’ (épóeX'UYI^É'voO com o el objeto de su amor» (Os 9, 10 —LXX—; cf. el episodio narrado en Núm 25). M erece la pena recordar este texto, debido a la semejanza de varias palabras. Abominables son quienes ofrecen acatamiento a la gran prostituta: «La gran Babilonia, la madre de las rameras y de las ‘abominaciones’ (P5EX\)Y(-iáx(ji)v) de la tierra» (Ap17, 5). En lugar de adorar a D ios, rinden pleitesía a la gran ramera. En esto consiste su gran abominación, por la que quedan contaminados ellos también de todas sus prostituciones, que les arrastran, más allá de los confines de un ámbito estrictamente cultual, hasta la abyección de unas costumbres depravadas, que desnaturalizan su existencia. Pablo hace un vigoroso retrato de este tipo de personajes, cuya pretendida adoración a D ios es desmentida por la hipocresía de su vida. Son gente incrédula, para quienes nada hay lim pio, ya que su mente y corazón están emponzoñados. «Confiesan» (¿¡.loXoyo'üoiv) conocer a D ios, pero con sus obras le niegan; son abominables (póe^uxtoi) y rebeldes e incapaces de toda obra buena (cf. Tit 1, 15-16)144.
143. Cf. G. Barth, ajuoToq, en DENTI, 366-368.144. Cf. W. Foerster, pófiXiiaaonca - póéXuy^a, en TWNT I, 598-600; J. Zmi-
jeswski, |36éXx)Y[ia, en DENT I, 627-629.
94 La nueva Jerusalén
«A sesinos» (cpovetg)El vocablo es el primero de una serie de tres vicios «asesinos,
impuros, hechiceros», que se encuentran reiterada y literalmente registrados también en Ap 22, 15. Dicho sustantivo adquiere un sentido activo, transitivo: son los homicidas, los que matan145. Conforme a la visión del Ap, éstos reciben el aliento asesino de la segunda Bestia, de tal manera que consiguen «matar a cuantos no adoran la imagen de la Bestia» (13, 15). Son también corresponsa- bles y copartícipes del gran genocidio que perpetra la ciudad de Babilonia, la que mercadea no sólo con toda clase de objetos preciosos —madera y perfumes—, sino —lo cual recae en lo absolutamente antihumano, convierte su com ercio en un tráfico asesino—: negocia con «las vidas humanas» (tin ca s áv^ gám ov, Ap 18, 13).
«Impuros» ( j t ó q v o i )Siguen el dictado inmoral de la «gran prostituta» (i] (.leyá^r]
jrÓQvri, Ap 17), contrafigura simbólica de la «esposa» (vú|.i<pT]). Esta impureza designa ante todo la idolatría en Ap, pero su significación no queda desprovista de alusiones a desórdenes de tipo sexual146.
«Hechiceros» ((páQ[iaxoi)Se atribuye por antonomasia a la ciudad de Babilonia «porque
con tus hechicerías (av tí) qpapnaxeía oou) se extraviaron todas las naciones» (Ap 18, 23). Quiere decir una seducción o conjuro, que es causa de perdición —de engaño que acaba en extravío— no sólo para unos pocos incautos, sino que tiende a ejercitarse en un ámbito universal. Aparece en el catálogo de vicios, descritos en Gál 5, 20. También se ha visto en esta conducta una especie de magia o encantam iento147.
145. Cf. H. Balz, cpovsúg, en DENT II, 1985-1986.146. Cf. U. Vanni, Ipecca ti nell'Apocalisse e nelle lettere di Pietru, d i G¡aconto,
d i Giuda, 375.147. Así W. Bauer, Woterbuch,s. v. cpaQ¡iaxeía; G. Schneider, cpaQ(iaxEÍa, qpag-
[laxEijg, cpápjiaxov, cpag|iaxóg, en DENT II, 1931-1932.
El mundo nuevo 95
En definitiva, parece referirse a una cierta presión que se dirige hacia la personalidad de los demás, y que mediante una sutil estratagema de artificios anula o limita la libertad148.
Es suficiente esta descripción, más que definición acotada. Pero no conviene precisar hasta el detalle y afirmar con excesiva rotundidad que se trata de la falacia de los filtros venenosos149; o conjeturar sobre bebidas mágicas o abortivas150.
«Idólatras» (eíócoXoXáxQet?)Esta actitud permite descubrir la oscura raíz de todos los vicios
mencionados. Palabra dotada de la enorme carga teológica que posee en Ap. N o es una om isión moral —el quebranto de una norma—, sino el gesto culpable de dar la espalda a D ios para volverse al Dragón. Es la anticonversión, lúcidamente ejecutada, acompañada de una plena implicación personal y social. Los idólatras cambian la adoración a D ios por el culto al gran Instigador y a sus Bestias. Ya no aman a Dios, sino al Diablo y practican sus obras151.
De ellos habla severamente el libro, cosa nada extraña pues Ap quiere alertar a los cristianos para que no sucumban ante el peligro de la apostasía circundante, los alienta en su fe intrépida en el Dios de Jesucristo. Los idólatras adoran la fuerza de los demonios, a su poder se rinden (Ap 9, 20). Son mencionados en Ap 22, 15. Aparecen también en 1 Cor 5, 10.11 (junto a los «impuros» j i ó q v o i ) y en Ef 5, 5'52.
El presente catálogo de siete pecados es recapitulado, con un deliberado efecto de perfecto resumen, mediante la mención de «los mentirosos». Con lenguaje prestado podría ser parafraseado de la siguiente manera: «Todos los anteriores vicios se encierran en»:
«Los mentirosos» (tyeu&elg)Esta falsedad es retomada y, sobre todo, clarificada en la más
breve lista de pecados que ofrece Ap 22, 15b: «Todo el que ama y148. Cf. U. Vanni, Ipecca ti n e ll’Apocalisse e nelle lettere di Pietro, di Giacomo,
di Giuda, 376.149. Cf. S. Bartina, Apocalipsis de san Juan, 830.150. Cf. J. Massyngberde Ford, Revelation, 345.151. Cf. W. Bauer, Worterbuch, s. v. £Í8coXáTQT}c;.152. También se encuentra esta expresión en los Oráculos Sibilinos 3, 38.
96 La nueva Jerusalén
realiza la mentira». Se refiere en primer lugar a una opción asumida, pretendida por propia voluntad: «El que ama (cpdojv) la mentira». Luego, este apetito de mentira, volitivamente engendrado y concebido, no se queda en un mero deseo alojado en el ámbito privado, sino que invade las zonas todas de la vida, convirtiéndola de hecho en una falsedad: «el que hace la mentira» (jto iüv ipe'üóog). Es la mentira existencial, que tanto reprocha el Señor en Ap (2, 2; 3, 9). No se trata ingenuamente de una mentira emitida por el órgano de la boca, sino —de ahí su malicia— del sustancial engaño manante de la vida entera, que va en contra de la Palabra de Dios, testimoniada por Jesús (Ap 1, 2.9; 6, 9; 12, 17)l5\
N o únicamente califica, pues, a los que no dicen la verdad, sino a los enem igos de la misma verdad; enem igos, por tanto, de Cristo; ya que sólo él es el Verdadero (Ap 19, 11). En cambio, el Diablo es el mentiroso, el engañador por excelencia (Jn 8, 44s). Quienes hacen la mentira se alinean en las filas del Diablo; se colocan en las antípodas de quienes realizan la verdad, expresión característica de la escuela de Juan (Jn 3, 21; 1 Jn 1, 6). Aquellos cristianos fieles que siguen al Cordero, el Verdadero, son asimismo verdaderos; en «su boca no se encuentra la mentira, pues son sin tacha» (Ap 14, 5).
D os observaciones deben ser tenidas en cuenta en la valoración de esta lista de pecados, referida por el libro de Ap, y que puede ser ilustrada con el simbolismo de un árbol. Una hace relación a la raíz que los sustenta, la otra alude a su ramificación.
Se insiste, por una parte, en la gravedad y profundidad satánica de estos pecados; pues están alentados por un origen demoníaco, cuya malicia es suprahumana, descomunal; están nutridos por el gran fautor de la mentira, que es el Diablo.
Hay que caer en la cuenta, también, de la carga fuertemente social —no son sólo asuntos del ámbito privado, no «son marchitos árboles sin ramas»— que poseen estos vicios encadenados. Se les ha visto en conexión profunda con la ciudad de Babilonia y con la gran prostituta. Estas actitudes poseen dimensiones macrocósmi- cas y alteran profundamente el haz de las relaciones de todo orden. Emergen de la esfera particular a fin de corromper las conductas humanas, viciando hasta su más vil podredumbre el entramado social en que éstas se desenvuelven.
Para todos estos hay un destino amenazante: el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda. A sí dice el texto:
153. Cf. H. Balz, en DENT II, 2168-2169.
El mundo nuevo 97
«Pero los cobardes, incrédulos... tendrán su parte (de herencia) en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda» (2 1 , 8). Se puede esclarecer el desenlace de esta lista de personas reprobas, cotejándola con esta otra paralela, que presenta el Ap a continuación del presente macarismo:
Dichosos los que lavan sus vestiduras, así podrán disponer del árbol de la vida y entrarán por la puerta en la ciudad. Fuera los perros, los hechiceros, los impuros, los asesinos, los idólatras y todo el que ama y practica le mentira (22 , 14-15).
Se observa que, en el primer caso, el castigo es la muerte segunda; y en el segundo es la no entrada en la ciudad de Jerusalén. Merced a la perfecta correspondencia del paralelismo «membro- rum», se puede colegir con rigor que sufrir la muerte segunda equivale en el libro del Ap a no tener entrada en la nueva ciudad de Jerusalén.
La muerte segunda es un sintagma inédito dentro de la Biblia; pero sí aparece con cierta profusión en la literatura judía, a la que es preciso recurrir en busca de una significación precisa. Tras una larga etapa de evolución semántica, la expresión quedó ya fija y acuñada en la mentalidad judía. Quiere decir la exclusión total de los bienes de la otra vida: es la muerte escatológica154.
Frente a la imagen apocalíptica del lago de fuego y azufre, presente en tantos pasajes de los libros apocalípticos, pinturas horrendas de cuadros alucinantes, macabros, casi espeluznantes, cuya contemplación produce vértigo y temor155, es preciso de nuevo valorar la sobriedad de nuestro libro. Ap presenta de manera discreta esta mención. N o se pierde en detalles fantásticos de tinte siniestro. Le da un nombre apenas y añade que este lugar de castigo último equivale a la muerte segunda156.
154. Para entender su aparición en la literatura judía, su peculiar significación y posterior desarrollo interpretativo en los diversos targumim, cf. M. McNamara, The New Testament and t/ie Palestinian Targum to the Pentateuch, Rome 1966, 117-125; A. Gangemi, La marte seconda: RBiblt 26 (1976) 3-11; H. L. Strack-P. Billerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch III, 830-834; A. D iez Macho, Apócrifos del antiguo testamento II, Madrid 1983, 234; F. Contreras, El Señor de la Vida, 166-170.
155. Cf. Henoc 27, 1-3; 56, 23-26; 90, 26-27; Masseket Geehinnon 147; Oráculos Sibilinos 1, 101-101; 4, 185-186. Cf. una completa antología de textos en la enciclopédica obra de L. Ginzberg, The Legends o f the Jews II, 310; III, 470; IV, 19, 20.37.
156. Cf. M. Girard, La violence de Dieu dans la Bible juive: approche symbolique et interprétation théologique: Sc(i)Esprit 39 (1987) 145-170; F. Contreras, El Señor de la Vida, 170-181.
98 La nueva Jerusalén
Ap ha recordado que en la nueva Jerusalén no habrá ya muerte (21, 4); por eso, resultaría intolerable que ahora el cristiano sufriese la muerte segunda. Antinatural sería que no siguiese su destino glorioso al que está llamado; que se desviase y cayese en el mismo sitio en donde han sido precipitados el Dragón y las Bestias: el lago de fuego y azufre (19, 20 ; 20 , 10 ); y que sufriese perpetuamente la muerte segunda, es decir, la muerte escatológica (20, 14): la no entrada en la nueva Jerusalén.
Cuando el libro del Ap com ienza a describir la ciudad de la nueva Jerusalén, busca una intención parenética. Pretende animar al cristiano a fin de que abandone el pesado lastre de sus vicios, se purifique, y se convierta. No quiere atemorizar ni inhibir, sino alentar a que, dejando las obras de la carne, ingrese con todo derecho por la puertas en la nueva Jerusalén.
Existen también catálogos de pecados en algunos pasajes del nuevo testamento, con los que nuestro texto de Ap parece presentar un alto grado de afinidad157. Especialmente en tres fragmentos de lascarías paulinas: 1 C oró, 9-1115S; Gál 5, 19-23159; 2 Tim 3, 2 -516H.
Puede afirmarse —sea dicho sin detenernos en cada uno de los fragmentos anteriores, a modo de una concordancia sintética—, que estas listas poseen muchos puntos en común con Ap —la sola enumeración de pecados ya es elocuente—. Hacen referencia expresa al cristiano bautizado; insisten en la novedad de vida que debe llevar, so pena de no poder heredar el reino de Dios. Animan fuertemente a no acomodarse ya a los dictados de la carne, sino a vivir como hombres renacidos. Estos pasajes se inspiran en catequesis o liturgias bautismales, que explicitan la conducta del hombre natural, que no ha conocido aún el nuevo nacimiento o que se sitúa al margen de él. Tales comportamientos deben ser rechazados por el cristiano regenerado161.
157. Cf. E. Kamlach, Die Form der katalogischen Paranese im NT, Tübingen 1964, 23-45.
158. Cf. H. Conzelmann, Die Tugend- und Lasterkataloge in d er erste Briefan die Korinther, Gottingen 1969, 121-146; G. Giavini, «Tutto é vostro, voi siete di Cristo», ¡p ecca ti del cristiano in 1 Corinti: ScuolC 3/4 (1978) 266-289.
159. Cf. B. Ramazzotti, Etica cristiana e peccati nelle lettere ai Romani e ai Ga- lati: ScuolC 3/4 (1978) 290-342.
160. Cf. G. Segalla, I cataloghi dei peccati in San Paolo: StPatav 15 (1968) 205- 228.
161. Cf. P. Prigent, Une trace de liturgie judéo-chrétienne dans le chapitre XXI de l ’Apocalypse de Jean: RecSC 60 (1972) 165-172.
LA NUEVA JERUSALEN (Ap 21, 9-27)
2
La concentrada visión anterior, que englobaba el primer capítulo y que literariamente asumía forma de prolepsis anticipativa, ahora se describe de manera pormenorizada, incluso profusamente, enriquecida con todo lujo de detalles ornamentales. Esta descripción de la nueva Jerusalén celeste no es más que la eclosión, la ‘última onda’, del tema tratado en 21, 1-81. El lector —o vidente del Ap— asiste maravillado a la apoteosis de la ciudad de Jerusalén. Con esta contemplación se arriba al punto más alto -a l cénit— de las visiones apocalípticas. Juan desarrolla en la más amplia panorámica de su obra entera el esplendor del eón nuevo, en donde se hace presente la nueva Jerusalén2.
Los actantes del relato ya aparecieron con anterioridad. Ahora, un ángel es el encargado de mostrar la nueva Jerusalén, principal protagonista. No exhibe un mundo creado en la fantasía, sino una realidad asible con los sentidos, aun cuando las imágenes y comparaciones se suceden en un ambiente sobrenatural e hiperbólico. Se utiliza el estilo directo, siempre más vivo, así como el presente de narración que da actualidad y verismo a los hechos mencionados. Hay un orden marcado por la sucesión lógica de los acontecimientos; un argumento pensado y estructurado. Cada acción ha sido nombrada con propiedad y precisión. No se pasa sin transición de una escena a otra; se procura la suficiente trabazón entre ellas. El lenguaje posee ductilidad para amoldarse a los cambios del relato: frases breves y concisas cuando los hechos transcurren velozmente y las escenas se suceden con rapidez (vv. 22-26); períodos largos y pausados cuando la narración se detiene a describir minuciosamente (vv. 11-14). Las palabras que dan testimonio son los verbos en pasado absoluto: vino, habló, me m ostró..., pero la ciudad existe y
1. Así lo ve E. B. Alio, L'Apocalypse, 339.2. Cf. P. Halver, Der Mythos im letzten Buch der Bibel, Hamburg 1964, 110.
100 La nueva Jerusalén
sigue existiendo: descendía, tenía, el Señor es su santuario. La ciudad queda convertida, mediante el arte narrativo de Ap, en un símbolo teológico, digno de la más atrevida metamorfosis.
La prolija descripción se recarga de cifras astronómicas, repeticiones intencionadas, pedrerías deslumbrantes; pero, después de una contemplación parsimoniosa, la visión se serena: cada detalle recobra su brillo propio y cada repentino fragor su cadencia peculiar. No puede olvidarse otra vez el propósito parenético que recorre el relato, ajeno por completo a recrearse estérilmente en un juego de fatuos daguerrotipos. El móvil que inspira esta grandiosa v isión es pintar la heredad desbordante de los creyentes, para que los lectores cristianos del Ap, superen con confianza los terrores causados por los «reyes y naciones» y los misterios de «la abominación y mentira»3. Por eso se adorna con tanta profusión ornamental, rayana en un lujo que supera cualquier delirio imaginativo. Mas la intención del simbolismo deslumbrante —tal com o se verá— pretende ser una clara advertencia y un magnífico consuelo.
Aun cuando Ap despliegue, pues, ante nuestra mirada cautivada, sorprendentes hallazgos arquitectónicos, es preciso contemplar este flujo creciente de palabras e imágenes, com o una señal desbordante que mira a animar al cristiano con toda clase de avisos y promesas4.
Para la estructuración del fragmento, se han ofrecido principalmente estas tres soluciones, propuestas respectivamente por E. B. A lio5, E. Lohmeyer6, M. R issi7. No queremos perdernos en enmarañadas clasificaciones y nomenclaturas. No pretendemos añadir adicionales dificultades a un pasaje ya de por sí complejo. Vamos a seguir de manera natural y, sobre todo, pedagógica, pero con fidelidad a la temática, la orientación señalada por el texto de Ap. Nos detendremos en los elementos arquitectónicos que la descripción apocalíptica nos muestra, com o altamente dignos de relieve, y en consecuencia dotados de revelador alcance más allá de su pretendido efecto estético.
3. E. Lohmeyer, Die Offenbarung des Johannes, 167.4. Cf. ibid., 167.5. El autor hace una vertebración en tres partes: 1.a: 9-10; 2.a: 11-23; 3.a: 24-27.
Cf. L ’Apocalypse, 343.6 . Quien divide en cinco partes: 1.a: descripción de la ciudad (9-14); 2.a: las me
didas (15-17); 3.a: el material (18-21); 4.a: el interior de la ciudad (22-27); 5.a: señal de Dios en la ciudad (22, 1-5). Cf. Die Ojfenbarung des Johannes, 168.
7. Este autor asigna siete partes. Dicho septenario se resuelve —pensamos— de manera poco clara y sí muy intrincada. Cf. D ie Zukunft der Welt, eine exegetisclie Stu- die iiber Johannesojfenbarung 19; 11-22, 15, Basel 1965, 71.
La nueva Jerusalén 101
He aquí el texto que va a ser comentado próximamente, a fin de que el lector disponga de una cercana referencia, y no se extravíe entre tan prolijas descripciones y atrevidas dimensiones:
9 Y vino uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenas de las siete últimas plagas, y me habló diciendo: Mira, te mostraré la prometida, la esposa del Cordero. H]Y me llevó en Espíritu a un monte grande y elevado, y me mostró la ciudad santa de Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, ny tenía la gloria de Dios, su resplandor era semejante a una piedra preciosísima como piedra de jaspe cristalino. nTenía una muralla grande y elevada, tenía doce puertas y sobre las puertas doce ángeles y nombres grabados que son las doce tribus de Israel. nAl oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, al poniente tres puertas, 14y la muralla de la ciudad tenía doce cimientos y sobre ellos los nombres de los doce apóstoles del Cordero. ],iY el que hablaba conmigo tenía una caña de medir, de oro, para medir la ciudad, sus puertas y su muralla. 16La ciudad se asienta sobre un cuadrado: su longitud es igual a su anchura. Y midió la ciudad con la caña: doce mil estadios, su longitud, anchura y altura son iguales. nY midió su muralla: ciento cuarenta y cuatro codos, con medida humana, que era la del ángel. n Y el material de su muralla es de jaspe y la ciudad es de oro puro semejante al vidrio puro. 19 Y los cimientos de la muralla de la ciudad están adornados con toda clase de piedras preciosas: el primero es de jaspe, el segundo de zafiro, el tercero de calcedonia, el cuarto de esmeralda, 20el quinto de sardónica, el sexto de cornalina, el séptimo de crisólito, el octavo de berilo, el noveno de topacio, el décimo de ágata, el undécimo de jacinto, el duodécimo de amatista. 21Y las doce puertas son doce perlas, cada una de las puertas hecha de una sola perla.Y la plaza de la ciudad era de oro puro como vidrio translúcido.22 Y Santuario no vi en ella, pues el Señor, el Dios Todopoderoso y el Cordero es su santuario. 23K la ciudad no necesita del sol ni de la luna para que alumbren, pues la gloria del Señor la ilumina, y su lámpara es el Cordero. 24Y las naciones caminarán a su luz, y los reyes de la tierra traerán su gloria hasta ella; 25sus puertas no cerrarán, pues allí no habrá noche, 26v llevarán hasta ella la gloria y el honor de las naciones. 21Y no entrará en ella nada profano, ni el que comete abominación y mentira, sino sólo los inscritos en el libro de la vida del Cordero.
1. Visión profética —en el Espíritu— de la nueva Jerusalén9 Y vino uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenasde las siete últimas plagas, y me habló diciendo: Mira, te mostra-
102 La nueva Jerusalén
ré la prometida, la esposa del Cordero. 10y me llevó en el Espíritu a un monte grande y elevado, y me mostró la ciudad santa de Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios.
Llama la atención la construcción extraña de la primera parte del verso nueve: «Y vino uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenas de las siete últimas plagas». Sorprende ese adjetivo participial «llenas» ( y 8 (.ió v tco v ) , que no concuerda con el antecedente más lógico «copas» (qpuxXag), sino con uno lejano «ángeles» (á y y é \(ü v f.
Pensamos que debe existir alguna razón para este cambio, no imputable, com o si de un grueso error accidental se tratase, a alguien que durante toda la escritura del Ap se ha mostrado com o un consumado maestro de la gramática griega. Convencidos estamos de que el autor utiliza una figura retórica, denominada hipálage, que consiste en el desplazamiento de la relación gramatical (y también semántica) de un adjetivo. Este es referido, en lugar de al sustantivo unido a él sintácticamente, a otro sustantivo del contexto inmediato.
En Ap 21, 9 se pretende acentuar sobre todo la función de los ángeles, cuya misión esencial consiste en este momento de la historia apocalíptica en dar cumplimiento a las siete últimas plagas; ellos se identifican prácticamente con las plagas; y así el autor escribe literalmente que «están llenos de las siete ultimas plagas»9.
La segunda parte del verso nueve hace referencia a la visión de la esposa del Cordero. Este tema nupcial, aquí tan sólo alusivamente señalado, se tratará de manera recapituladora, en la conclusión teológica.
Mas la fuerza narrativa del pasaje recae en la visión profética que es concedida al autor de Ap (v. 10). Como M oisés (Dt 34, 1), Juan debe contemplar desde un alto monte la tierra prometida. Mas
8 . Aparece la lectura xmv ye| ióvtcov [to?] •yeno'úaag, en la rec. K y algunos códices y comentaristas. No estoy de acuerdo con la opinión de E. B. Alio (L’Apocalypse, 343). Sostiene este autor que se trata de «una singular falta de concordancia, debido sin duda al cercano á y y éXcov: denota una tal precipitación, que se diría que el autor mismo no se ha leído». Muestro mi disconformidad asimismo con P. Prigent (L’A pocalypse, 336): «No se ve verdaderamente a qué intención respondería esta construcción que debe ser el fruto de un error accidental».
9. Esta figura literaria es habitual, se encuentra atestiguada en los autores antiguos con cierta profusión. Cf. algunos claros ejemplos de Virgilio: Altae moenia Roma (Eneida 1, 7). lbant oscuri sola sub nocti (Eneida 6, 28). Cf. para el estudio de la hipálage, H. Lausberg, Elementos de Retórica literaria. Introducción al estudio de la filología clásica, románica, inglesa y alemana, Madrid 1983, 155.
La nueva Jerusalén 103
no sólo interesa indicar el escenario, sino la cualidad de su visión profética. Juan puede tener esta revelación, gracias a la fuerza del Espíritu, que le capacita sobrenaturalmente. N o se trata de éxtasis o de un estado de arrebatamiento10; puesto que la formulación exacta empleada en Ap 21, 10 dice así: «Me llevó en el Espíritu» (ájníveyxév jie év jtveí>|.Km).
Para entender de forma adecuada esta declaración de Juan, es preciso acudir al recurso, por otra parte peculiar del Ap, de la dialéctica de las figuras contrastadas. Esta visión es la antípoda de otra anterior, descrita en Ap 17, 3: «El Espíritu me llevó al desierto y vi...». No obstante, ambas visiones tienen un factor que las relaciona causalmente: han sido posibles, no por la eximia cualidad del vidente, sino merced a la acción del Espíritu, explícitamente señalado11. Por lo demás, son dos visiones proféticas estructuradas literariamente por la alternancia de elementos contrarios. Obsérvese la detenida secuencia de ambos pasajes, recorrida por tres factores diferenciados. Ap 17, 3 tiene com o marco un desierto, com o objeto la gran cortesana que más tarde se convertirá en ciudad, y que será arrasada hasta quedar hecha un desierto. Ap 21, 10 posee com o escenario un monte grande y elevado; tiene como objeto una ciudad, que antes fue esposa, y que permanecerá para siempre, llena de la gloria de Dios.
La visión de la gran prostituta manifiesta la naturaleza que alberga la ciudad de Babilonia, el imperio romano, profanador e idolátrico. Representa el fracaso irremediable del poder del mal, que atenta contra la historia de la salvación. La visión de la ciudad santa de Jerusalén, revela la condición de la Iglesia con dos notas esenciales: es santa, pues proviene de Dios, y es escatológica, pero recordando que el «esjaton» ya ha comenzado con el acontecimiento de la muerte y resurrección de Jesús.
2. La gloria de D ios inunda la nueva JerusalénSe pasa del registro simbólico de la esposa —anteriormente se
ñalado— a la imagen de la ciudad. Y se anuncia su fundamental calo. Cf. E. Moering, éYevó(tr|v év nveiijiaxi: ThStK 92 (1919) 159.11. Para el estudio, reivindicador legítimo de una decidida interpretación pneu-
matológica —que otorga papel protagonista al Espíritu— de la expresión «El Espíritu me llevó» (cuir|VEY?tév (te év jtvei>|iaTL), que se encuentra en estos dos textos cons- trapuestos (Ap 17, 3; 21, 10); como asimismo de la formulación «entré en la fuerza del Espíritu» (EY£vó[ir)v év Jtvei)|taxt, que aparece en Ap 1, 10; 4, 2), cf. F. Contreras, El Espíritu en el libro del Apocalipsis, Salamanca 1987, 57-66.
104 La nueva Jerusalén
racterística: la gloria de D ios habita en ella y le pertenece por esencia.
11Y tenía la gloria de Dios, su resplandor era semejante a una piedra preciosísima como piedra de jaspe cristalino.
La parte inicial del hemistiquio se inspira en el primer verso del capítulo sesenta de Isaías, —pasaje matriz del que Ap extrae sus mejores imágenes descriptivas—, en donde el profeta anima a Jerusalén a levantarse de su abyección y a resplandecer, porque «la g loria de Yahvé sobre ti ha amanecido». La gloria significa la presencia y potencia de Dios, en cuanto que manifestada al exterior, brilla; la gloria divina es epifánica12. Se ha dicho con certera brevedad: «La gloria de D ios es la presencia de su majestad»11.
La luminosa visión proviene también de Ezequiel:He aquí que la gloria del Dios de Israel llegaba de la parte de Oriente... La gloria de Yahvé entró en la Casa por el pórtico que mira Oriente (43, 2.4).
Pero Ap posee sus matices diferenciales. En Ez la gloria era una hipóstasis, la corporeidad de una propiedad divina; en Ap es el reflejo de D ios, quien habita —¡él mismo!— en la ciudad14. No es la gloria de D ios una irrupción momentánea —com o indica el profeta—, sino que forma parte sustantiva de la ciudad, permaneciendo dentro de ella15. A sí ha sido acertadamente sugerido: «El cielo de D ios es la experiencia vivida de su gloria»16. También Pablo (2 Cor 3, 8), haciéndose eco de una tradición bíblica, ha acentuado el carácter pasajero de la gloria en el rostro de M oisés (AT) en confrontación con la gloria duradera del régimen salvador del Espíritu.
A fin de profundizar en las implicaciones de tan singular simbolism o, desde el libro del Ap, hay que indicar que el resplandor luminoso, señal de la gloria divina, es el mismo que emerge de la
12. Cf. M. Didier, La gloire de Dieu: réalité méconnue: FoiTemps 4 (1974) 579- 602; H. Kittel, Die Herrlichkeit Gottes, Giessen 1934; C. Mohrmann, Note sur dóxa, en Sprachgeschichte und Wortbedeutung. FS A. Debrunner, Bern 1954, 321-328; D. Muñoz, Palabra y gloria, Madrid 1983, 319-320.
13. Aprinjio de Beja, Comentario al Apocalipsis (Introducción, texto latino y traducción de A. del Campo), Estella 1991, 207.
14. Cf. H. Kraft, Die Offenbarung des Johannes, 268.15. Cf. M. Rissi, Die Zukunft der Welt, eine exegetische Sludie iiber Johannesof-
fenbarung 19: I ! -22, 15, Basel 1965, 71.16. E. Schick, El Apocalipsis, 261.
La nueva Jerusalén 105
presencia de Dios, el sentado en el trono. Repárese en el siguiente paralelismo:
El que estaba sentado en el trono tenía un aspecto ‘semejante a una piedra de jaspe’ (01.10105 M&cp láamói) (4, 3)...su resplandor era ‘semejante a una piedra’ preciosísima, ‘como piedra de jaspe’ (0(101,05 Mfl'Cp... Xííkp iáomSi) (Ap 21, 11).
Quiere decirse, a través de esta correlación mineral-luminosa, que la presencia de D ios llena e invade a la ciudad. El resplandor de D ios (4, 3) y de la ciudad (21, 11) es calificado en ambos textos con la idéntica paráfrasis descriptiva «semejante a una piedra de jaspe».
El uso de la palabra «resplandor» (cpojonjQ) es muy raro. Pablo compara a los creyentes que viven en medio de esta generación malvada «como resplandores, que lucen en el mundo» (—év ole, qpaíveofte— (bq cpcootfiQeg év xococo, Flp 2, 15). Pero el vocablo asume un sentido escatológico, se utiliza para describir el brillo de la luz celeste que alumbra el mundo de los justos (cf. 1 Esdras 8, 79; 3 Esdras 8, 76 )17. A sí, pues, esta luz que brilla en la nueva Jerusalén posee un resplandor divino; es la manifestación de Dios, quien se comunica sin velos a la ciudad.
Los autores están de acuerdo en que por jaspe hay que entender el actual diamante, conforme a una muy antigua interpretación18; y por ser extremadamente precioso y cristalino19. Además, si no se incluye aquí, faltaría la mención de la piedra más célebre de cuantas piedras adornan la ciudad. N o obstante, respetamos la grafía griega del Ap —tan parecida a la versión española del vocablo—, y por eso preferimos seguir adoptando la palabra «jaspe» (íaam g).
El segundo miembro del verso es una repetición sinonímica del primero, pero resuelto en clave mineral. A saber, la ciudad está iluminada por la gloria de D ios, luz escatológica (cpcooTriQ), la más hermosa de las luminarias. Más adelante Ap dirá de nuevo que la gloria de Dios, tan invicta y poderosa que logra derrotar y convertir en tonos desvaídos la luz del sol y de la luna, ella sola hace brillar toda la ciudad (21, 23).
17. Cf. H. Balz, qpcooxT|Q, en DENT II, 2027; R. H. Charles, A Critical and Exe- getical Commentary on the Revelation II, 162.
18. Cf. Plinio, Historia natural, 37, 115; S. Bartina, Apocalipsis de san Juan, 832; E. Schick (El Apocalipsis, 261); «el diamante que centellea con todos los colores de la luz del sol».
19. Cf. H. Kraft, Die Offenbarung des Johannes, 268.
106 La nueva Jerusalén
3. La muralla. La nueva Jerusalén, ciudad protegida t23Tenía una muralla grande y elevada
Esta ciudad, proféticamente entrevista por el vidente, como cualquier otra antigua se encuentra de manera estratégica rodeada por una muralla. Es inconcebible pensar una ciudad primitiva sin la existencia de una muralla, que le servía de segura protección20. La muralla vale, pues, no sólo com o ornato sino también de defensa, aunque —com o más adelante se comprobará—, la muralla de la nueva Jerusalén posee un simbolismo que desborda la valencia de ambas funciones.
El soporte inspirativo de esta imagen apocalíptica se encuentra en los últimos capítulos del profeta Ezequiel (40-48), donde por- menorizadamente se habla de la gloria del templo futuro. Ya se ha aludido al paralelismo existente entre el profeta y Ap respecto a la visión del alto monte (Ez 40, 2 = Ap 2, 10), atalaya desde donde Juan contempla la ciudad. Ambas descripciones prosiguen en semejante pauta narrativa. Lo primero que ve el profeta es una muralla todo alrededor (v. 5); idéntico objeto visual posee el autor de Ap. Sólo una precisión cabe reseñar; esta muralla, en tom o a la nueva Jesusalén, sobresale con una majestuosidad mucho más imponente que su tipo inspirador, provista está con tres destacadas cualidades. Aparece hermosamente coloreada —está adornada por perlas preciosas—, profundamente excavada —tiene cimientos que son los doce apóstoles del Cordero— y angélicamente coronada —los nombres de doce ángeles y tribus se inscriben en sus almenas—21. Ap añade además dos adjetivos, que tampoco se hallaban mencionados por el profeta, y que se corresponden deliberadamente —al igual que un calco— con los apelativos del monte. La muralla de la ciudad, al igual que el monte, escenario de la contemplación (Ap 21, 10), es «grande y elevada» (iiéya x a i útyT^óv).
El simbolismo de una muralla levantada en tomo a una ciudad, tiende a resaltar la seguridad de ésta. La nueva Jerusalén se encuentra bien defendida y pertrechada. La muralla, com o metáfora de refugio, aparece registrada en los pasajes de algunos profetas, en Is 26, 1 y Zac 2, 5. Jerusalén es una ciudad protegida debido a la existencia de una muralla compacta y elevada.
Se ha especulado también —es preciso valorar cualquier hipótesis interpretativa— en que la muralla marcaría una frontera; señala
20. Cf. S. Bartina, Apocalipsis de san Juan, 832.21. Cf. E. B. Alio, L'Apocalypse, 346.
La nueva Jerusalén 107
ría un «dentro» santo y un «fuera» impuro. En conexión con las serias advertencias de Ap 21, 8.27 y 22, 15, se indicaría que «fuera» de la ciudad está el estanque de fuego, a saber, en el «afuera» se encuentra el lugar nefasto de la condenación22. Pensamos que esta interpretación de la muralla, com o linde recio de discriminación, de pertenencia o no a la ciudad, adolece de artificiosidad. La alusión al estanque de fuego queda, según la disposición del texto de Ap, demasiado lejos. Y sigue resultando rebuscada en demasía porque la temática tratada es ahora otra bien distinta. Ahora el Ap pretende realzar un aspecto esencial de la ciudad de Jerusalén, que se convierte en centro acogedor, sin replegarse sobre ella misma: es meta de todas las naciones.
4. Las puertas. La nueva Jerusalén, ciudad abierta'2bTenía doce puertas y sobre las puertas doce ángeles y nombres grabados que son las doce tribus de Israel. ''Al oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, al poniente tres puertas.
La ciudad —señala el texto, en primer lugar- tenía doce puertas. El modelo inspirador sigue siendo el pasaje de Ez 48, 30-35, en donde se mencionan justamente doce puertas, adornadas además con dos características semejantes a Ap. Están distribuidas según los puntos cardinales, y asignadas a las doce tribus de Israel. El paralelismo no puede resultar más palmario23.
La palabra griega (jtiA ojv) —utilizada en nuestro verso— no significa propiamente puerta —eso sería en rigor (jt'úX.r))—, sino más bien portal24. Se trata de un deslizamiento semántico, comprobable incluso en nuestras lenguas (de «puerta» a «portal»). El lexema (jtuA.obv) indica, pues, una puerta amplia o portal, y alude a todo lo relativo a la puerta, com o lugar de reunión social, en donde se desenvuelve la opinión pública25.
22. Cf. M. Rissi, Die Zukunft der Welt, eine exegetische Studie über Johannesof- fenbarung 19: 11-22: 15, 81, 85.
23. En 1 Hen 33-35 existe la misma distribución respecto a las puertas del cielo.24. «Gatehouse, porch», así R. H. Charles (A Critical and Exegetical Commen
tary on the Revelation o f St. John II, 162). De esta forma traduce W. Bauer ( Worter- buch zum Neuen Testament, 1446) la palabra griega Jtuívúr. «das Tor, der Tor-ein- gang, das Portal, die Vorhalle».
25. Cf. H. Langensberg, Die prophetische Bildsprache der Apokalypse, Metzin- gen s. f., 26.
108 La nueva Jerusalén
Tal es el sentido que posee en algunos pasajes del nuevo testamento: Mt 26, 71; Le 16, 20; Hech 10, 17; 14, 13. Y ésta es la significación que asume en las once veces mencionadas por Ap, concentradas justamente en los dos últimos capítulos (prácticamente en el 21) y en referencia siempre a la ciudad de Jerusalén (21, 12 (b is).13 (tres).15.21 (tres).25; 22, 14). En cambio, el evangelio de Jn en lugar de utilizar jtuXcóv - jujXti, emplea ftvQa (10, 1.2.7.9; 18, 16; 20 , 19), otorgándole idéntico valor.
La mención de los «doce ángeles», que se encuentran situados sobre las doce puertas, es alusión intencionada al profeta Isaías, quien, mediante la existencia de puertas vigiladas, pretende afirmar la defensa y seguridad de la Jerusalén restaurada:
Sobre tus murallas, Jerusalén, he colocado centinelas: nunca callan, ni de noche ni de día (62, 2).
Asim ism o la aparición de los nombres de las doce tribus de Israel, es un eco de Ez 48, 31; pero con una notoria salvedad: las tribus no son numeradas com o hace el texto veterotestamentario y co mo también se registra en otro pasaje de Ap 7, 4-826. Este verso de Ap insiste, propiamente, en la dimensión genérica; le interesa resaltar el número com pleto, la cifra simbólica; seguramente para hacer ver la estrecha relación en el próximo verso con la mención de los doce apóstoles del Cordero.
La distribución de las puertas —circunstancia para los antiguos no baladí, ya que afecta de lleno a su seguridad— es sumamente novedosa, pues tal disposición no se encuentra registrada en ninguna otra parte de la Biblia, aun con ser varios los lugares que de ella hablan. V éase en pretendida síntesis las diversas orientaciones, tan sorpresivamente cambiantes, sea en textos bíblicos com o incluso extrabíblicos que de esta cuestión estratégica se han ocupado. Se escribe, pues, el orden situacional conforme a los cuatro puntos cardinales.
E(ste). S(ur). O(este). N(orte) según Núm 2, 3.E. N. O. S. conforme a la medición del tem
plo en Ez 42, 16.N. E. S. O. según Ez 48, 30.N. O. S. E., en 1 Henoc 34-36 (las puertas del
cielo).
26. En Qumrán se ha encontrado un pasaje del Libro de la Guerra, donde pueden leerse los nombres de las doce tribus como emblema de un estandarte: 1QM 3, 13-14.
La nueva Jerusalén 109
La descripción del Ap se presenta de una forma del todo original, respecto a estos posibles modelos conocidos. Llama la atención, pues, ese intento deliberado de independencia. Según dicha descripción, parece que Ap combina la salida del sol (el oriente: ávaToXfjg) con los vientos (el bóreas o tramontana: (3o(3Qá) y el sur (o austro: v ó t o v ) ; y retoma de nuevo el sol en su ocaso (el poniente: Suo^wv).
Resultaría demasiado arbitrario pretender establecer una alusión a la disposición de Babilonia27. Pero —justo es reconocerlo- este carácter inédito del texto apocalíptico, tal vez no puede ser ex plicado con satisfactoria seguridad. No poseemos garantía fiable para determinar ni la dirección ni la disposición de las puertas, ni cóm o éstas se situaban respectivamente o con qué espacio se intercalaban. En tal caso bien vale una buena dosis de prudencia y ponderación interpretativa28. Posiblemente el autor de Ap escoge la manera más errática para disuadir al lector de cualquier interés para buscar una correspondencia con el ciclo zodiacal29. Y seguramente para hacer ver la absoluta novedad de la ciudad de Jerusalén, no clasificable en ningún plano urbano ni reductible a ningún calco conocido, respecto a todas las ciudades anteriores.
De nuevo nos topamos —igual que frente a un muro— con una paradoja al tratar de explicar adecuadamente el simbolismo de la ciudad. El objetivo de la muralla no consiste —ya se ha visto anteriormente y de nuevo es preciso retomarlo con mayor amplitud— sólo en la separación ni protección contra los enemigos, tal com o acontecía con cualquier ciudad de la civilización humana, eso que Ap ha denominado la «primera tierra». Su interés radica en presentar la nueva Jerusalén (imagen desacostumbrada e impensable entonces) con la imagen de una ciudad con las puertas abiertas.
Creemos, pues, que las doce puertas son símbolo de una entrada franca, sin restricciones. Su existencia, sin embargo, no va en detrimento de la seguridad. D oce puertas (tantas puertas com o potenciales entradas y desguarnecidos flancos a todo tipo de hostilidad externa) podían atentar contra la defensa de la ciudad. La nueva Jerusalén es una ciudad entregada al peregrino. En ella entran todos los pueblos de la tierra, cuyos nombres están inscritos en el
27. Cf. E. Lohmeyer, Die Offenbarung des Johannes, 173.28. Así recomienda R. H. Charles, A Critical and Exegetical Comentary on the
Revelation ofSt. John II, 162.29. Cf. G. B. Caird, A Commentary on the Revelation ofSt. John the Divine, 272.30. Cf. R. H. Mounce, The Book o f Revelation , 379.
n o La nueva Jerusalén
libro de la vida del Cordero (Ap 21, 24-27); pues sólo una ciudad completamente abierta, de par en par, puede dar cobijo a tanta multitud, que acude hacia ella en peregrinación universal30.
5. Los cimientos. La nueva Jerusalén, ciudad apostólical4Y la muralla de la ciudad tenía doce cimientos y sobre ellos losnombres de los doce apóstoles del Cordero.
Precisa el texto que la ciudad tenía doce cimientos (v. 14a). Los tramos o secciones de muralla que iban de puerta a puerta debían de ser lógicamente doce31. Cada uno de ellos tenía un cimiento. Pero más que distraernos con cálculos edilicios que no son de la consideración del libro, es preciso fijar la atención en la original escritura del Ap, porque ésta muestra una justa correspondencia entre las doce tribus y los doce apóstoles del Cordero.
Sobre las puertas están inscritos los nombres de las doce tribus de Israel (v. 13); y sobre los cimientos están los nombres de los doce apóstoles del Cordero (v. 14). Leyendo el texto de Ap con atención, se descubre una logradísima conexión. Repárese en este estrecho paralelismo, orquestado por las palabras claves de la descripción: «nombres», «doce», «tribus - apóstoles», «Israel - el Cordero»:
tá óvó|ia ia tcov 6cáSexa cpu>al)v mcov ’laoar'iLóvó|iaTa xo)v óróSexa ájcoaxó^cav xoü ccqvíod.
Los nombres de las doce tribus de los hijos de Israel.—Los— nombres de los doce apóstoles del Cordero.
Juan ha querido mostrar, de manera bien patente a través de la visión de las puertas y cimientos, y mediante una fidelísima escritura, en justa correspondencia con su arquitectura, que la ciudad está formada y compenetrada por las doce tribus y los doce apóstoles del Cordero. A saber, que la nueva Jerusalén está fraguada por la unión del antiguo y del nuevo testamento; constituye el Israel nuevo. Es la Iglesia apostólica regida por Cristo, el Cordero, la que
31. La preposición ourá, en la que subyace la preposición hebrea ]Í2, puede tener un doble sentido: «de, desde», y también «hacia». Este último significado parece más adecuado. A saber, seria preciso leer la preposición griega JtQÓg (justamente la que se emplea en Ez 48, 31), que insiste en la apertura de las puerta y que da mejor explicación del verso.
La nueva Jerusalén 111
recoge todas las expectativas del antiguo testamento y las cumple. La nueva Jerusalén no rompe ni anula del todo las esperanzas ve- terotestamentarias, sino que las lleva a término. Con redoblada insistencia se recalca la continuidad en la obra de la salvación. La imbricación de las doce tribus y de los doce apóstoles muestra perfectamente la unidad de Israel y de la Iglesia del nuevo testamento32.
La expresión de los «doce» aparece con el valor semántico de un organismo íntegro, una totalidad; por ello, no es preciso buscar su exacta identificación. Es una referencia corporativa. Inútil resulta conjeturar arbitrariamente sobre la presencia o no de Judas, o la ausencia de Pablo, o la insistencia sobre Pedro33; o interpretar sesgadamente indicando que «descansa sobre doce no sobre uno solo»34. Esta Iglesia gloriosa tiene su origen en Jesús, quien eligió a doce com o discípulos, y a quienes dejó una misión universal, y éstos se han comportado com o enviados de Cristo35.
Sobre este testimonio apostólico acerca de Cristo —fielmente mantenido a través de los siglos—, se asienta la Iglesia. Algunos pasajes selectos del nuevo testamento así lo atestiguan.
En la declaración de Jesús a Pedro, resulta interesante notar el simbolismo de la construcción y la alusión a dos ciudades. La ciudad de la Iglesia y la ciudad del Maligno, cuyas puertas nada podrán contra aquella:
Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella (Mt 16, 18).
Véase también este pasaje de Pablo, donde el apóstol, tras reconocer la ingente obra de reconciliación de Cristo, quien ha hecho de dos pueblos uno solo, derribando el muro que los separaba, habla de la Iglesia universal, en la que los cristianos, com o edificios de nueva planta se yerguen sobre el cimiento vivo de los apóstoles. Pero toda la construcción descansa en Cristo y de él enteramente depende. Esta edificación se eleva —al igual que la ciudad de Jerusalén— hasta configurar un santuario santo:
32. «Hay dos revelaciones, la del viejo y la del nuevo testamento; pero una sola es la economía salvífica de Dios» (S. Bartina, Apocalipsis de san Juan, 833).
33. Cf. J. Moffat, The Revelation ofS t. John the Divine, 324.34. Ch. Brütsch, La clarté de l'Apocalypse, 366.35. Cf. Rengstorf, ócóSexa, en TW NTII, 326-328.
112 La nueva Jerusalén
Así, pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor (Ef 2, 19-21).
Los apóstoles son el principal nexo de unión viviente entre Jesús y la Iglesia posterior a la resurrección. Su testimonio acerca de las palabras, milagros y, especialmente, de su misterio pascual, muerte y resurrección, fueron la base de la Iglesia. Ellos, inspirados por la fuerza del Espíritu santo, guiaron a la Iglesia, superaron los estrechos límites de la comunidad en Judea, y la abrieron m isioneramente al mundo. Como grupo, convocado inicialmente por Cristo, formado en su presencia y alentado a la misión universal, supieron dar testimonio más tarde, tras la resurrección, mediante su palabra y con el ofrecimiento de su vida de pertenecer por entero a Cristo y a su designio de salvación. Por estas razones la Iglesia del nuevo testamento es considerada com o «apostólica»36.
Lo que importa es eso que surge de la muerte y de la resurrección de Cristo. Lo importante es lo que proviene del poder del Espíritu santo. En este campo, Pedro, y con él los otros apóstoles, y luego también Pablo después de su conversión, se transformaron en los auténticos testigos de Cristo, hasta el derramamiento de sangre. En definitiva, Pedro es el que no sólo no niega ya nunca más a Cristo, el que no repite su infausto ‘No conozco a este hombre’ (Mt 26, 72), sino que es el que ha perseverado en la fe hasta el fin: ‘Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo’ (Mt 16, 16). De este modo, ha llegado a ser la ‘roca’, aun si como hombre, quizá, no era más que arena movediza. Cristo mismo es la roca, y Cristo edifica su Iglesia sobre Pedro. Sobre Pedro, Pablo y los apóstoles. La Iglesia es apostólica en virtud de Cristo-’7.
6. Las m edidas «desm esuradas» de la nueva Jerusalén15 Y el que hablaba conmigo tenía una caña de medir, de oro, para medir la ciudad, sus puertas y su muralla. >6La ciudad se asienta sobre un cuadrado: su longitud es igual a su anchura. Y midió la ciudad con la caña: doce mil estadios, su longitud, anchura y al
36. Cf. Un desarrollo expositivo, F. A. Sullivan, La Iglesia en la que creemos, Bilbao 1995, 177-194.
37. Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, Barcelona 1994, 31-32.
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tura son iguales. 17Y midió su muralla: ciento cuarenta y cuatro codos, con medida humana, que era la del ángel.
Leem os estos tres versos conjuntamente, dada su imbricación y dependencia mutua. No obstante, ya se irá señalando en su momento oportuno el comentario explícito al contenido teológico que cada uno de ellos reviste.
El vidente contempla ahora la ciudad más de cerca. Ve a alguien midiendo: un ángel, a saber, «el que hablaba conm igo». Esta acción posee algunas notas distintivas. N o se trata ya de un hombre, sino de un ser sobrenatural; tampoco se emplea una caña frágil (como aparecía en Ap 11, 1.2; medición que servía para preservar el templo), sino que se utiliza una caña de oro, acorde con el simbolism o áureo que impregna a la ciudad de la nueva Jerusalén. Dichas matizaciones suponen un designio divino (cf. Ez 40, 3.5), no oculto, sino público; pues estas medidas se van a dar a conocer (no se mantienen en secreto com o en Zac 2, 5). Se enuncia la estructura del plano.
El ángel, pues, provisto de una caña de oro «verifica» las dimensiones de la ciudad, según el orden antes expuesto: sus puertas y su muralla. El resultado de su acción es de sorpresa. La configuración y las dimensiones de la ciudad se alzan al nivel de lo humanamente inimaginable38.
En primer lugar, la ciudad posee forma cuadrangular: «se asienta sobre un cuadrado» (xeTQáycovog xettai). En la cultura antigua, en particular la griega debido a la abundancia de sus testimonios, el cuadrado es considerado una figura geométricamente perfecta39. Algunas de las más célebres ciudades antiguas tenían una planta cuadrangular: así Babilonia40 y Nínive41. Se han descubierto incluso restos arqueológicos de una remota ciudad en forma cuadrangular, llamada Timgad42.
Dentro ya de un ámbito geográfico y cultual más cercano al ambiente de Ap, cabe mencionar algunos datos de importancia. La
38. «Dios —se diría— no podía hacer ya más (21, 16-17). Así comenta U. Vanni, Gerusalemme nell’Apocalisse, en Varios, Gerusalemme. Atti della XXV Settimana b íblica, 44.
39. «El cuadrado es signo de perfección» (E. Lohmeyer, Die Offenbarung des Jo- hannes, 173; cf. Platón, Protágoras, 244a; Aristóteles, Retórica III, 1 1 ,2 . Diversos testimonios en Ch. Brütsch, La clarté de l ’Apocalypse, 366.
40. Cf. Herodoto, Historias I, 178.41. Cf. Diodoro Sículo, Biblioteca I, 3.42. Cf. S. Bartina, Apocalipsis de san Juan, 835.
114 La nueva Jerusalén
forma cuadrada es típica del santuario de Ezequiel43. La configuración cuadrangular es también propia del templo descrito en el «Rollo del Templo»44. Es preciso valorar el siguiente testimonio, que tiene que ver directamente con nuestro tema central: según los manuscritos de Qumrán incluso «la nueva Jerusalén» tiene figura cuadrada45.
En segundo lugar, las dimensiones de la nueva Jerusalén resultan, de nuevo, sorprendentes. El ángel mide el perímetro de la ciudad: doce mil estadios, a saber, 2.131 kilómetros de perímetro46. Es decir, que la nueva Jerusalén vendría a tener —a fin de obtener una idea aproximativa— una superficie acorde con la mitad de toda España.
La medida de doce mil equivale a la inmensidad y a la perfección; es la cifra resultante de multiplicar doce, «el sagrado número del pueblo de Israel», por mil «el número de la historia de la salvación»47. El vidente está esforzándose en expresar mediante símbolos bíblicos y apocalípticos la perfecta simetría y el esplendor de la nueva Jerusalén48. Así, pues, se designa con estas medidas al «perfecto pueblo de D ios»49.
Existe una serie de textos judíos que ilustran el carácter inconmensurable de estas dim ensiones50. La literatura rabínica ha recogido testimonios de diversos maestros sobre las medidas grandiosas de la ciudad de Jerusalén:
En aquel tiempo se llamará a Jerusalén ‘trono de Yahvé’ e irán hacia ella todas los pueblos de la tierra (Jer 3, 17)51.Ahora bien, ¿cómo podrá Jerusalén recoger a todas las naciones? A esto responde Dios: «Ensancha el espacio de tu tienda» (Is 54,
43. Cf. R. Kóster, D er Tempel von Jerusalem von Salomo bis Herodes. Eine archaologisch-historische Studie unter Berücksichtigung des westmitischen Tempel- baus II. Von Ezequiel bis Middot, Leiden 1980, 709-712.
44. Cf. Y. Yadin, The Temple Scroll, Jerusalem 1983, 190-192.45. Cf. J. Licht, An Ideal Town Planfrom Qumran: the Descriptions o f the New
Jerusalem: IEJ 29 (1979) 45-59.46. Conforme a las dimensiones áticas, un estadio equivale a 400 codos, o sea,
177’6 metros. Cf. S. Bartina, Apocalipsis de san Juan, 834. Según el texto, no resulta claro si estas dimensiones se refieren a un solo lado o a todo el perímetro; aunque parece más verosímil atribuirlas a este último.
47. A. Farrer, The Revelation o f John, 217.48. Cf. I. T. Beckwit, The Apocalypse o f John, 760.49. L. Morris, The Revelation o f St. John, 217.50. Cf. abundantes muestras en J. Bonsirven, Le Judaisme Palestinien au temps
de Jésus-Christ I, Paris 1934, 429-432.51. Testimonio de R. Eleazar, transmitido en la Pesijta 143.
La nueva Jerusalén 115
2) y serán recogidas en ti todas las naciones. Y Jerusalén llegará hasta la puerta de Damasco... R. Berekha había dicho que Jerusalén se extenderá hasta el Océano (mar Mediterráneo). Y R. Zakay había dicho que llegaría hasta las puertas de Damasco52.
N o hay que perderse en la inmensidad de estas «desmesuras», es preciso señalar el objetivo perseguido, la intención teológica que se insinúa en tales desmedidas. Se recalca que Jerusalén debe ser inmensa porque en ella va a habitar la gloria y el trono de D ios, y porque se va a convertir en la patria de todas las naciones. Como lugar de peregrinación universal, tiene que albergar a una multitud de pueblos; por eso se ensanchan sus fronteras hasta el confín del mar y de la tierra.
En los Oráculos Sibilinos (5, 251) se hace mención de la ciudad de Dios, circundada con un gran muro y que se «eleva a las alturas hasta las sombrías nubes» (¡.léya xuxX óoteg útyóq áeÍQOVTai áxQi x a i veqpéwv éQ ePevtajv)53.
El Targum de Pseudo Jonatán a Gén 2, 8-9a, refiriéndose al jardín —que también aparece en la descripción de la nueva Jerusalén de Ap— habla de esta manera hiperbólica:
Un jardín había sido plantado por la Palabra de Yahvé Elohim antes de la creación del mundo y allí hizo habitar a Adán cuando él fue creado. Yahvé Elohim hizo brotar del suelo toda especie de árbol deseable a la vista y agradable para comer, así como el árbol de la vida en medio del jardín cuya altura (representaba) un recorrido de quinientos años.
Como fácilmente se puede detectar, se emplea el recurso de las medidas fantásticas. Tal es la intención del símbolo de la desm esura: subrayar al máximo la idea de la plenitud. Se trata de expresar la amplitud inabarcable de lo que Dios crea; y entre las obras de Dios, destaca sobremanera, la creación de la nueva Jerusalén.
Vano intento resultará tratar de entender, por parte de ciertas mentalidades, las medidas de la ciudad del modo más literal y buscar por doquier correspondencias de tipo arqueológico, que puedan ser exhumadas y eventualmente comprobadas. Es de lamentar que incluso en estos años recientes se pretenda todavía una explicación
52. Cf. H. L. Strack-P. Billerbeck, Kommentar z.um Neuen Testament aus Talmud und Midrasch III, 849-850.
53. Cf. R. H. Charles, The Apocripha and Pseudoepigrapha o f the Oíd TestamentII, Oxford 1963, 402.
116 La nueva Jerusalén
«racionalista» de la ciudad, soslayando la intención siempre determinante del símbolo tan omnipresente en esta descripción.
Baste pasar reseña a dos pretendidas visiones de la nueva Jerusalén. El primer autor, M. Tophan54, cual el ángel de Ap 21, 15 y provisto él también de una imaginaria caña de medir, se pierde en una enmarañada madeja de metros para mensurar los estadios y codos. Les asigna desigual valor, a fin de que logren encajar con las medidas de la ciudad geográfica de Jerusalén, que tendría unos 144.000 habitantes; por tanto, sería mucho más pequeña que Roma, Antioquía o Alejandría. El muro que la rodeaba giraba en torno a 4 kmts (22 estadios u 8.800 codos). Es la ciudad de la nueva Jerusalén que, en sus delirios de grandeza nacional, imaginaron los históricos adalides del judaismo Simón Bar Kokba, G. de Boulog- ne y T. Herzl.
También se ha pretendido corregir el texto mismo del Ap55. El segundo autor, M. del Alamo, tal vez asustado de la desmesura de la ciudad, exagera a su vez las medidas; pues piensa que la superficie de la ciudad superaría a la mitad de toda Europa (?)56. Quita los inconvenientes del texto, despojándolo de la problemática palabra «m il». Obviada la dificultad, se obtienen entonces unas m edidas razonables conforme a un canon de normalidad, con unos dos kilómetros de perímetro, com o cualquiera de nuestra ciudades. Para ello se apoya en el comentario —que no en el texto de Ap— de algunos autores (Beato de Liévana, Apringio de Beja, Pseudo A m brosio y Beda); pero sólo se fija en sus escolios. Hay que decir que estos últimos cuatro autores mencionados comentan, debido a su interés eclesio lóg ico y por la cercanía textual con los doce apóstoles (v. 14), sólo doce estadios (evitando la palabra «mil»). También elim ina M. del Alamo el problemático dato de la altura, porque no puede en modo alguno concebir la forma cúbica de la Jerusalén celeste.
Am bos estudios, traídos deliberadamente a colación, pues son prototipos de cierta interpretación fundamentalista con que se lee el Ap, constituyen un intento de reduccionismo y parcialidad; pretenden crasamente dar realismo material a la irreductible grandeza del sim bolism o apocalíptico, desfigurando así el profundo sentido eclesial que encierran estos versos.
54. The Dimensions o f the New Jerusalen: ExpTim 100 (1988/89) 417-419.55. Cf. M. del Alamo, Las medidas de la Jerusalén celeste: CuBíb 3 (1946) 136-
138.56. «Cosa no fácil de imaginar, aun añadiendo alas a la fantasía; pues ¿cómo con
cebir una ciudad con esa misma altura?» (ibid., 138).
La nueva Jerusalén 117
A la anchura y longitud, se añade ahora la altura: «Su longitud, anchura y altura son iguales» (16b). La escritura del Ap se resiente de una cierta indeterminación. La existencia de las tres dimensiones resulta difícilmente aplicable a una ciudad. Acorde con el texto apocalíptico, la nueva Jerusalén no es solamente cuadrangu- lar, sino cúbica; con lo cual la imagen propuesta nos transporta a una iconología de ensueño. Esta visión más bien encajaría con otro tipo de construcción edilicia: una mole ingente o una pirámide.
Será preciso recurrir a testimonios que nos expliquen esta atrevida imagen de la nueva Jerusalén. Se ha dicho en Baba Batra 75 que la ciudad de Jerusalén celeste tendrá tres parasangas en sus tres dimensiones57. Cabe remontarse a períodos culturales-cultuales de la antigüedad y recordar viejas tradiciones acerca de la existencia de un templo-torre, surgidas en Babilonia, y que muestran que las tres dimensiones del santuario —su longitud, anchura y altura— eran exactamente iguales58. Autores modernos renuncian a imaginar cualquier volumen geométrico, y acuden a la célebre ciudad de Babilonia, adornada con un prodigioso zigurat (templo en forma de torre) que ha podido servir com o modelo representativo59. El cubo era también para los griegos emblema de solidez inquebrantable60.
E. B. Alio, un autor que se ha prodigado en escudriñar la configuración cúbica de la nueva Jerusalén, se decide por una forma piramidal; pues expresa muy acertadamente la consistencia de la ciudad, com o «morada de eternidad»61. Incluso podría pensarse en Es- mirna, ciudad compacta que se levantaba hasta la acrópolis ocupando la cumbre de Paagus. Tales intentos no han logrado su última aquiescencia y, tras dubitativas reflexiones, el autor desiste de su empeño y, derrotado, confiesa: «Pero el ‘cubo’ alegórico, yo no sé qué paisajista o qué geómetra llegará a imaginárselo»62. Otros han imaginado la ciudad en evidente forma de pirámide, y, de esta manera, se explicaría que el río del agua de la vida pudiese bajar desde el trono de D ios63.
57. Cf. H. Schlier, páfto;, en TWNT I, 515.58. Cf. E. Lohmeyer, Die Offenbarung des Johannes, 173.59. Cf. H. Kraft, Die Offenbarung des Johannes, 271.60. Los pitagóricos Filolaos y Proclo creían que la tierra tenía figura de cubo. Cf.
diversos testimonios antiguos en Ch. Brütsch, La ciarte de la VApocalypse, 366.61. L’Apocalypse, 349.62. Ibid., 350.63. Cf. W. Hoste, The Visions o f John the Divine, 178; H. Lilje, The Last Book of
the Bible, 267.
1. El cubo y las murallas. La nueva Jerusalén, ciudad perfecta
118 La nueva Jerusalén
Resulta harto complejo la representación de una ciudad que adopta una imagen cúbica. ¿Cómo puede ésta disponer de un río que se desliza, de unos árboles que crecen —¿hacia dónde?—, de una plaza que debe ser el centro de la vida urbana...? Hay que insistir en que esta visión del Ap, más que «imaginativamente vista» —contemplación imposible de reproducir de manera figurativa—, ha sido pensada sobre datos subyacentes, que m ezcla «disjecta mem- bra» de diversas tradiciones, con una finalidad esencialmente teológica y eclesiológica.
Es preciso acudir —com o recurso a todas luces imprescindible— a la llave interpretativa del simbolismo aritmético-geométrico del Ap. Según éste, la forma cúbica expresa el máximo de la perfección: «El resultado es sorprendente: las dimensiones al límite de lo inimaginable»64. La forma cúbica manifiesta la solidez y de manera señalada la perfecta unidad65. El símbolo apocalíptico del cubo se asigna a la Jerusalén celeste e «igualmente a la celeste éxxX/r]aía»66.
Lo decisivo en nuestro empeño interpretativo es ir siguiendo, con plena fidelidad, las pistas que nos ofrece el texto apocalíptico a fin de conseguir un mensaje válido67. Tal com o enigmáticamente nos describe esta ciudad el Ap, no queda más remedio que evocar la imagen de una pirámide o zigurat, cuya elevación evoca la idea de que la ciudad aspira hacia lo alto. D e esta manera simbólica, se insiste en que la ciudad de Jerusalén es la negación de toda ambición humana: crece hacia D ios. Pretende, en una supremo gesto de superación, una comunión universal: unir el cielo con la tierra. La nueva Jerusalén es la antípoda de la torre de Babel68.
La torre, com o símbolo de estabilidad y de aspiración hacia el cielo, es imagen denotativa de la Iglesia. A sí aparece en los primeros tiempos del cristianismo, conforme al testimonio del Pastor de Hermas69. Revelador resulta este símbolo porque la misma Iglesia
64. U. Vanni, L ’Apocalisse. Ermeneutica, esegesi, teología, 383.65. «Tetrágonos symbolum est unitatis et perfectionis», así lo describe Aristóte
les, Etica a Nicómaco I, 10, 11.66. H. Schlier, pórftog, en TWNT 1, 515.67. Así nos aconsejan sabiamente L. Cerfaux-J. Cambier (El Apocalipsis de Juan
leído a los cristianos, 188): «Es preciso renunciar a representarse concretamente estos datos fantásticos, y contentarse con su significación simbólica, que es por otra parte la verdadera».
68. Cf. U. Gressmann, The Tower o f Babel, New York 1928, aporta testimonios de algunas tradiciones asirio-babilónicas, sobre estas ciudades en forma de zigurats. en especial en el c. IV, que habla de la Jerusalén celeste y la Torre de Babel.
69. Es interesante este testimonio eclesial porque el libro comenzó a gestarse a finales del siglo I, durante el pontificado de Clemente Romano, y se concluiría hacia el
La nueva Jerusalén 119
se lo aplica a sí misma («La torre... soy yo, la Iglesia», comenta el texto). Sobre el tipo de la creación antigua —las aguas primordiales— se yergue ahora la imagen de la Iglesia, realidad plena de la nueva creación. Pero aún no ha finalizado su tarea de ser, de manera lograda, la nueva Jerusalén; por eso se encuentra en un proceso inacabado de construcción:
La torre que ves en construcción, soy yo, la Iglesia, que has visto ahora y antes... Por tanto, escucha por qué la torre70 es construida sobre el agua: porque vuestra vida fue salvada y se salvará por el agua. La torre está cimentada en la palabra del Nombre todopoderoso y glorioso, y es fuerte por el poder invisible del Señor (Pastor de Hermas II, 3.5)
El libro de Ap prosigue su descripción simbólica y se detiene ahora morosamente en las medidas de la muralla:
l7K midió su muralla: ciento cuarenta y cuatro codos, con medida humana, que era la del ángel
Esta cifra de ciento cuarenta y cuatro codos da com o resultado unos 64 metros de altura71. La desproporción es notable. ¡Cómo puede explicarse tan tremenda oscilación, que va desde unos 2.000 kmts que medía el perímetro hasta 64 mts de altura; pues previamente se ha dicho que su longitud, anchura y altura eran iguales (v. 16)! Sigue habiendo distintas teorías, de corte arqueológico, para explicar esta anomalía72.año 140. Cf. Cf. J. J. Ayán, Hermas. El Pastor, Madrid 1995, 26-27; L. W. Barnard, Studies in the Apostolic Fathers and their Background, Oxford 1966, 156.
70. Existe un trasfondo judaico en esta imagen de la torre. Cf. el texto de 4 E sdras 10, 44. Cf. L. Cirillo, Erma e il problema deU’apocaUttica a Roma: CrSt 4 (1983) 10-15. La alusión a las aguas es una referencia al bautismo. J. Daniélou (Théologie du Judéo-Christianisme, Paris 21991, 357-358) compara la imagen de la torre, fundamentada en la palabra y levantada sobre las aguas, con el relato de la creación donde aparecen las aguas originales y la palabra eficaz de Dios.
71. 144 codos por 0,444 m da como resultante: 63,936 m, casi 64 m de altura. Cf. M. del Alamo, Las medidas de la Jerusalén celeste, quien se sirve del sistema métrico empleado entonces.
72. Asimismo lo reconoce E. Schüssler-Fiorenza, The Book o f Revelation: Justi- ce and Judgment, Philadelphia 1985, 136: «Existe una gran discrepancia entre la extensión de la ciudad y la extensión de su muro». Explica - o trata de explicar— que esta discordancia pretende expresar cómo la nueva Jerusalén sobrepasa las medidas de la ciudad judía y cristiana (136 [!]). Pensamos que la autora mezcla dos patrones re- ferenciales distintos, rompiendo así la coherencia simbólica del conjunto de la ciudad descrita en Ap.
120 La nueva Jerusalén
Es recomendable acudir al simbolismo numérico típico de Ap y desde él interpretar el texto, sin aventurarse en otras deducciones. La cifra de 144 es el resultado de mutiplicar 12 por 12. A sí nos orientamos, pues el texto nos ofrece pistas para esta operación, ya que un poco antes ha hablado de la ciudad, que tenía doce puertas y sobre ellas los nombres de las doce tribus (v. 12), y sobre los c imientos estaban los nombres de los doce apóstoles (v. 14). El autor insiste en esta cifra de cumplimiento, a saber; se trata de resaltar el valor de la plenitud cristiana: el antiguo testamento (12) potenciado por y realizado en el nuevo testamento (12). Las cifras son elocuentes y válidas no por la exactitud de su importancia aritmética, sino por su valor simbólico, conforme al código que les otorga Ap.
Y añade el autor que esta medida es humana —y que es también la del ángel—, a saber, se sigue en la misma dimensión simbólica de todo el fragmento, que comenzaba con el v. 15. El libro da un toque realista para evitar un juego excesivam ente críptico; se trata de una ciudad humana y divina al mismo tiempo, donde habitan en fundida armonía D ios y los hombres rescatados.
8. La nueva Jerusalén, ciudad sacerdotalFinalmente —dando el sentido pleno a cuantas significaciones
antes han sido mencionadas—, lo que verdaderamente interesa resaltar al autor del Ap, es mostrar que toda su magnificencia estriba en que la nueva Jerusalén es una ciudad sacerdotal: se convierte en el lugar en donde D ios ha hecho morada con su pueblo.
Ha ido sabia y escalonadamente yuxtaponiendo estratos simbólicos —que no debieran distraer por su deslumbrante confusión—, en atrevidas contorsiones —y cada perspectiva reciente descubría en escorzo nuevos destellos— hasta lograr su imagen justa, la más acabada y la más teológica: la ciudad es enteramente sacerdotal.
La forma de un cubo —ya se ha dicho— indica el máximo de la perfección. Pero con más justicia hay que decir que su configuración apunta certeramente a la imagen del santo de los santos. Para decidirse por una opción interpretativa, hay que atender sobre todo a la escritura del Ap. En el texto griego las palabras resultan la clave de bóveda, en donde se sostiene la ciudad. Y por aquí se debe rastrear la verdadera solución.
Cuando el antiguo testamento menciona la construcción del templo, llevada a cabo por Salomón, el autor sagrado va descri
La nueva Jerusalén 121
biendo con lenta complacencia, por orden creciente de importancia: el interior del Templo (1 Re 6, 15-21), los querubines (vv. 23- 30), las puertas y el atrio (vv. 31-36). Se detiene con esmero en la visualización del «santo de los santos», y señala:
Había preparado un Debir al fondo del Templo en el interior para colocar en él el arca de la Alianza de Yahvé. El Debir tenía veinte codos de largo, veinte codos de ancho y veinte codos de alto; lo revistió de oro fino (1 Re 6, 19-20).
El texto refiere, pues, que las tres dimensiones tenían veinte codos, a saber, eran iguales. Resulta ilustrativo recordar que según Ap 21, 16 «su longitud, anchura y altura son iguales». Ambos textos, que son «iguales», subrayan la igualdad de las proporciones. Véase el sorprendente paralelismo e incluso la disposición sintáctica de sus miembros:
xó |iíf/.og xai tó nXárog xal xó íhpog ai)xf]g loa eoxív (Ap 21, 16) (ii'jxog... jtkxxo;... íítyog... (1 Re 6,20)
Su longitud y anchura y altura son iguales longitud... anchura... altura
Existe una correspondencia fidelísim a entre el texto del antiguo testamento y nuestro verso del Ap. Frente a la evidencia de tan exacta equivalencia no es posible sino afirmar con rotundidad la afinidad de ambos pasajes, la deliberada dependencia de Ap respeto a 1 Re 6, 20, y, por tanto, la interpretación sacerdotal de Ap 21, 16.
La nueva Jerusalén, descrita por Ap, es una ciudad con forma geométrica de cubo73. El santo de los santos tenía forma cúbica. La nueva Jerusalén asume decididamente forma de santuario74; queda convertida en lo más santo, «el santo de los santos»; es «Debir», templo consagrado a Dios: ciudad sacerdotal, en donde D ios personal y permanentemente habita.
73. Así M. Rissi (Die Zukunft der Welt. Eine exegetische Studie über Johannes- offenbarung 19: 11-22, 15, 73) cree que el autor, familiarizado con el antiguo testamento, piensa en el santo de los santos.
74. Cf. R. Kóster, The DweUing ofG od , Washington 1989, 121.
i 22 La nueva Jerusalén
l8y el material de su muralla es de jaspe y la ciudad es de oro puro semejante al vidrio puro.
La extraña palabra «material» (evSü)|.i£aig), que no aparece en parte alguna del nuevo testamento, sino únicamente en Ap 21, 18, contiene dos particularidades. Es vocablo empleado habitualmente para designar construcciones sagradas75; incluso se menciona en una inscripción precristiana76. Indica al mismo tiempo el edificio y la base que lo sostiene77.
Pero la escritura del Ap no se detiene en estos aspectos parciales, los desborda por su enorme potencia expresiva. No sólo el trono de D ios resplandece como jaspe (4, 3), o la ciudad entera brilla como jaspe (21, 11), sino que afirma que «el material de su muralla es de jaspe» (i) evócojieoic; ro v isi^oug aí)xf]g Xaomq)m. Ap quiere sugerir, en atrevida sinécdoque, que incluso la muralla está edificada con el mismo brillo de la luz (!). Su lenguaje no se limita a describir, se convierte en la más enriquecedora elocuencia, debido a la capacidad de sus sorprendentes simbolismos. ¡Qué prodigio de belleza mediante el recurso de inusitados resortes literarios! El lector/vidente asiste atónito a la visión de la nueva Jerusalén, ante él desplegada, camina de pasmo en pasmo. Es preciso caer en la cuenta de este cúmulo de novedades sin cuento, so pena de desvirtuar el texto y deformar la maravilla de la visión del Ap.
La muralla es una cristalización de luz divina. El libro pretende mostrar, mediante el simbolism o de la piedra de jaspe, la presencia de D ios en los cimientos de la ciudad, su compenetración radical con ella. D ios se adentra en el ámbito más hondo y firme de la ciudad, impregnándola con su misma luz.
El Ap realiza, además, otra hipérbole literaria respecto al oro, que engasta la ciudad. A fin de insistir en la excelencia de la gloria divina, que penetra la urdimbre toda de la ciudad, acude a las más nobles materias primas —el jaspe, el oro—, Pero incluso este último debe ser acrisolado; y es catalogado con una cualidad de la que carece el oro de la tierra: es semejante al «vidrio puro». Esta virtud su
75. Cf. F. Josefo, Antigüedades Judías XV, 9, 6.76. Cf. R. H. Charles, A Critical and Exegetical Comentary on the Revelation o f
St. John II, 164, quien cita a Moffat.77. «Bau» equivalente a «Unterbau», así afirma W. Bauer, svScbjteoic;, en Wdr-
terbuch zum Neuen Testament, 524.78. En donde se sobreentiende el verbo eoxív, que aparece en el anterior verso
17, a fin de otorgarle mayor énfasis a la expresión griega.
9 . La nueva Jerusalén, ciudad de ja sp e y de oro
La nueva Jerusalén 123
ya innata indica la ausencia de cualquier m ezcla de heterogeneidad y ganga, y su perfecto estado translúcido. El oro de la nueva Jerusalén no sólo brilla, sino que es en sí mismo del todo transparente; en cambio, el oro conocido es duro, compacto e impermeable. La ciudad entera es de oro; pero no del oro de la tierra, sino del cielo.
Puede dar una idea más aproximada —aunque por más que se pretenda un acercamiento, siempre se obtendrá una imagen lejana y remota— de la belleza de la nueva Jerusalén, la descripción que E Josefo hace del templo de Jerusalén, todo él bañado en oro, imposible de ser mirado de frente, com o si fuese una ascua viva o un sol en su apogeo:
Por todos los sitios estaba cubierto con planchas macizas de oro (jiXaíji yáo xQvaoít aTipuoaíg xexaXr)|.i|.iévo5 irávioítev), el templo brillaba con los primeros rayos de sol con un resplandor tan vivo, que los espectadores tenían que apartar sus miradas, como si fuese el templo rayos de sol79.
Pero en el Ap el oro posee, además, una valoración peculiar. Es el metal/símbolo que expresa la cercanía de D ios, es el color de la liturgia. Repárense en las precisas alusiones del libro al uso del oro. Cristo glorioso aparece al vidente, vestido de túnica talar, ceñido el pecho con una cinta de «oro», y caminando en medio de siete candelabros de «oro» —de oro o encendidos— (1, 12-13), a saber, Cristo preside com o único y sumo Sacerdote la gran liturgia de la Iglesia. Los veinticuatro ancianos tienen coronas de «oro» (4, 4) y las arrojan al que está sentado en el trono, en señal de adoración (4, 10). Ofrecen en copas de «oro», llenas de perfume, las oraciones de los santos (5, 8). Un ángel misterioso, en un incensario de «oro», ofrenda los perfumes-oraciones de los santos, en el altar de «oro», colocado frente al trono de D ios (8, 3). Estas oraciones, ya transformadas, llegan hasta D ios y resultan eficaces; pues del altar de «oro» salen los decretos de la historia (9, 13-15). Ceñidos con cinturones de «oro» y con copas de «oro» en sus manos, aparecen los siete ángeles del santuario de D ios, prontos para ejecutar la voluntad divina (15, 6.7).
A sí, pues, en metales dorados —copas, candelabros, incensarios y altar de oro—, la Iglesia celebra su liturgia. Y en una ciudad, toda revestida y engastada de oro —ya no se trata sólo de algunos utensilios sagrados, sino que el oro llena la ciudad y brilla por do
79. Guerra judía V, 6, 222.
¡2 4 La nueva Jerusalén
quier—, se consuma la gran liturgia final de la Iglesia: el encuentro definitivo de D ios con los hombres.
Ap registra también el em pleo idolátrico del oro. La gran cortesana está enjoyada de oro, piedras preciosas y perlas, y lleva en su mano una copa de oro (17, 4). Esta mujer usurpa el oro y lo profana, porque ese cáliz dorado que porta en su mano «está lleno de abominaciones y de la impureza de su fornicación» (17, 4). Igualmente la ciudad de Babilonia aparece con cargamentos de oro y piedras preciosas (18, 12). Sin embargo, esta riqueza inicua ha sido amasada por medio de la injusticia social y de la sangre derramada (18, 13.24). Por eso la ciudad fastuosa será completamente aniquilada. La gran ramera (c. 17) y la ciudad de Babilonia (c. 18), constituyen en el Ap la contrapartida grotesca de la Iglesia, que es respectivamente considerada la fiel esposa del Cordero y la nueva Jerusalén.
La descripción de Ap no se contenta con haber determinado ya con admirable acierto la calidad del oro. Sigue retratando sus gem inas riquezas por medio de dos epítetos: es «puro y cristalino».
El adjetivo «puro» —o radiante, espléndido— (A.a|.iJtQÓq) aparece nueve veces en el nuevo testamento, de ellas cinco en Ap. Este adjetivo, derivado del verbo «brillar, resplandecer» (>.á(.iJico, 2 Cor 4, 16), expresa la imagen de algo luminoso que resplandece con brillo singular. V éanse estos textos: Sab 17, 19; Is 60, 3. Pablo rememora su conversión, indicando que a mediodía vio alrededor de él y de los que le acompañaban, una luz celeste más «brillante que el sol» (ÚJtéQ xi'iv XanJtQÓTeta toiS r|Xiou, Hech 26, 13). El adjetivo expresa que un objeto refleja una viva luz811. El nuevo testamento lo emplea, sobre todo, com o calificación luminosa de los vestidos. Herodes hace endosar a Jesús un «vestido espléndido» (:teQi- (3cdcbv éo^ fita tax(.utQáv, Le 23, 11). Un ángel se presenta a Cor- nelio «con vestido resplandeciente» (év éo^f]Ti Á.a(x;rcQ(x, Hech 10, 3). Es denotativo de magnificencia, com o indica la carta de Santiago (2, 2): «Si un hombre se presenta ante vosotros con un anillo de oro y revestido con un ‘traje espléndido’ (év éo'&fjxt Xcc[.utqc0 » 81.
En el libro de Ap el adjetivo designa la brillantez de las ropas de los ángeles, que salen del templo del cielo, vestidos de lino lim pio y «puro» (Xa¡.utQÓv, 15, 6). Califica el radiante vestido de la prometida ante la inminencia de las bodas del Cordero, que es de
80. Cf. Ch. Mugler, Dictionnaire historique de la terminolagie optique des Crees, París 1964, 238.
81. Cf. una matizada exposición en C. Spicq, Notes de lexicographie néo-testa- mentaire I, Góttingen 1978, 460-462.
La nueva Jerusalén 125
lino «puro» (Xa|.iJtQÓv, 19, 8). Alude a la transparencia del río de la vida, río «resplandeciente» (tax[.iJtQÓv) com o el cristal (21, 1). Y se relaciona con Cristo, quien aparece designado com o la estrella «radiante» (^.a^urgóg) de la mañana (22, 16).
Es de notar que el adjetivo surge siempre en contexto positivo, aludiendo a egregios personajes divinos o purificados, o elementos simbólicos de trascendental relieve: los ángeles, la prometida del Cordero, el río de agua de vida, la estrella de la mañana, que es Cristo. Quiere decirse, a través del uso de este apelativo, que la nueva Jerusalén es una ciudad, totalmente pura, situada al nivel de las más hermosas realidades sobrenaturales.
Como un contrapunto, típico recurso de la narración del libro, Ap conoce también un uso profano, reservado en exclusiva a la ciudad de Babilonia. Todo su esplendor, tras su ruina, se perderá para siempre: «Los frutos codiciados por tu alma se apartaron de ti, y todas las cosas exquisitas y ‘espléndidas’ (?ia[XJrQa) te faltarán y nunca más las hallarás» (18, 14).
El sustantivo «cristal» (lícdo^), con el que se pretende redondear la imagen del oro, sólo aparece en dos ocasiones, y es em pleado en la forma de un símil. Sirve a modo de una determinación añadida al oro. El cimiento de la ciudad es de oro puro «semejante al cristal puro» (6|.ioiov va k w xaü a q w , 21, 18); y asimismo la plaza de la ciudad es de oro puro, «com o cristal transparente» (cbg iíaXog óiauYilS, 21, 21). La presencia del «cristal» vale para aquilatar, aún más, la ya de por sí genuina calidad del oro que llena por com pleto la ciudad de la nueva Jerusalén.
10. Los cim ientos de la nueva Jerusalén. El enigma de las doce piedras preciosas
19y los cimientos de la muralla de la ciudad están adornados con toda clase de piedras preciosas: el primero es de jaspe, el segundo de zafiro, el tercero de calcedonia, el cuarto de esmeralda, 20el quinto de sardónica, el sexto de cornalina, el séptimo de crisólito, el octavo de berilo, el noveno de topacio, el décimo de ágata, el undécimo de jacinto, el duodécimo de amatista.
a) O riginalidad de la escritura del ApocalipsisEl autor pasa de la descripción de la muralla a los cimientos. Ya
anteriormente había mencionado los doce cimientos; pero entonces
126 La nueva Jerusalén
se había limitado a decir que sobre ellos están grabados los nombres de los doce apóstoles del Cordero (v. 14).
Ahora el pasaje trata de penetrar en la naturaleza de estos m isteriosos cimientos; indica de qué noble materia están compuestos, también refiere su número y la piedra preciosa que le corresponde.
Los cimientos, precisa el texto, no sólo están «adornados» (xe- xoo|.i8voi), sino que, en otro salto audaz, afirma que están hechos de perlas preciosas; aún más, que se identifican con ellas: cada c imiento es una perla preciosa. Por eso el autor violenta de nuevo la gramática griega, por motivos expresivos. Afirma en primer lugar que «los cimientos están adornados de toda piedra preciosa». Luego va detallando cada uno de los doce cimientos y las perlas; debería repetir en estas frases particulares la cadencia descriptiva: «el primer cimiento está adornado de jaspe; el segundo está adornado de zafiro, el tercero...». Pero interrumpe el período de la secuencia narrativa. Quita el verbo «adornar», e incluso el verbo «ser»; y el nombre de la piedra preciosa no va declinado ya en dativo, como debiera ser en coherencia sintáctica. Emplea deliberadamente frases nominales puras, que tienden a dar mayor énfasis al sustantivo. A sí queda resaltado el valor de cada piedra preciosa. Quiere recalcar, en fin, que cada cimiento es justamente una perla.
Por medio de un recurso circundante, el Ap se detiene morosamente en repetir por doce veces la misma afirmación. Multiplica una idea a fin de crear un efecto persuasivo en el lector, de tal manera que éste quede totalmente convencido y se rinda a la evidencia de que —a través de tan insistente simbolismo mineral—D ios está presente en la ciudad. Por eso subraya con mayor énfasis todavía la presencia de Dios, que llega incluso a las zonas más oscuras y ocultas de la ciudad com o son los cimientos, convertidos en piedras preciosas. Lo que «fundamenta» y sostiene verdaderamente la ciudad de la nueva Jerusalén es la presencia, tan gloriosa com o la más hermosa pedrería, de la belleza divina.
Hay que constatar que la diversidad de las piedras preciosas mencionadas, muestra la amplia cultura del autor y su delicadeza refinada. Pero nos interesa conocer, ante todo, la correcta interpretación de esta lista de piedras preciosas, comprobar su trasfondo cultual y su validez teológica. Para ello, haremos un amplio recorrido en su historia interpretativa, que se ha mostrado a través de sus exegetas y alquimistas más insignes, de una manera tan variada com o atrevida; pero siempre fecunda. Estas doce perlas preciosas del Ap han suscitado un atractivo imperecedero; se ha indagado incansablemente sobre su nomenclatura, su distribución, sus
La nueva Jerusalén 127
orígenes míticos o bíblicos... Puede decirse que el brillo multise- cular de las perlas preciosas aún no se ha apagado. Nuestro elenco, que se afana por abarcar cuantas teorías relevantes se han dado a lo largo de la historia, pretende ser completo. N os esforzaremos en presentar con la mayor claridad posible —cosa no siempre fácil, aunque sí deseable— cada teoría, sustentada por el autor correspondiente. Con frecuencia unas breves líneas constituyen la síntesis de muchas páginas farragosas de los diversos autores; iremos ofreciendo también una crítica razonada a cada una de las teorías. Tras este amplio recorrido, daremos un balance ponderativo. Acabaremos, en fin, ofreciendo nuestra propia interpretación desde la B iblia y, en particular, desde el Ap.
b) H istoria interpretativa—Las perlas son simplemente una hipérbole poética que acentúa
la belleza de la ciudad en general82; su presencia recalca la brillantez luminosa de la nueva Jerusalén83.
—La lista proviene de una remota mitología astral. Se le asigna un confuso simbolismo, en conexión con teofanías, oráculos y sig nos del zodíaco84.
—La lista tiene su origen en las «lapidaria» del mundo judío y greco-romano. Posee cualidades mágicas, prácticamente equivale a amuletos. Guarda estrecha relación con textos medievales y cabalísticos85. Pero —hay que juzgarla debidam ente- esta interpretación se pierde en una maraña de invenciones arbitrarias, que se alejan por completo de la visión de Juan.
—Novedosa y merecedora de atención, resulta la opinión de R. H. Charles86. El autor sostiene que el orden de las piedras preciosas de Ap no puede ser explicado según la disposición señalada en Ex 28, 17-20; y propone, en un pormenorizado y muy com plejo es
82. Cf. D. Georgi, Die Visionen vom himmlischen Jerusalem in Apk 21 un 22, en Kirche. FS G. Bornkamm, Tübingen 1980, 367.
83. Cf. Beckwith, The Apocalypse o f John, 762, G. B. Caird, A Commentary of the Revelation o f St. John the Divine, 274.
84. Cf. P. L. Garber-R. W. Funk, Jewels and Precwus Stones, en IDB II, 898-905.85. Cf. U. Jart, The Precious Stones in the Revelation of St. John 21, 18-21: ST
24(1970) 150-81.86. A Critical and Exegetical Commentary on the Revelation o f St John II, 165-
167.
128 La nueva Jerusalén
tudio, un diagrama siguiendo las medidas de la ciudad, efectuadas por el ángel.
M ezcla, en amalgamada visión, los pasajes de Ap 7, 5-8; 21, 13 y 21, 18-19. Sin criterio uniforme que lo justifique, hace una ex traña combinación de los nombres de los doce patriarcas. Véase con esmero su extraña distribución a fin de configurar en el cuadrado de la ciudad los nombres de los patriarcas. Los seis hijos de Lía, es decir; Judá, Rubén, Simeón, Leví, Isacar y Zabulón, están situados al este y el norte. Junto a los hijos de Lía aparecen los hijos de Raquel: José y Benjamín. Dado que el sur era preferido al oeste entre el pueblo judío; y, puesto que el ángel mide la ciudad en el siguiente orden (este, norte, sur, oeste [Ap 21, 13], éstos —José y Benjamín— deben ser colocados a lo largo del flanco Sur. Junto a ellos, vienen los hijos de la criada de Lía: Gad y Aser. He aquí el cuadro resultante87.
Zabulón Isacar Leví
Hay que concluir afirmando que esta figura, asignada a los c imientos y puntos cardinales de la ciudad, resultado final de tan diversas operaciones de ingenio88, no es más que el fruto de una pura especulación.
Sostiene también el autor —subyugado por este misterio de las perlas preciosas, sobre las que indaga de forma insistente, y esta vez no desprovisto de todo acierto— que cada una de las piedras preciosas está relacionada con los doce signos del zodíaco, según ha
87. De manera extraña, el autor no establece alusión alguna con el resto de los patriarcas.
88. A Critical and Exegetical Commentary on the Revelation o fS t John II, 166.
La nueva Jerusalén 129
mostrado la arqueología en numerosos hallazgos de monumentos egipcios y arábigos89. La exacta correspondencia es la siguiente:
Aries = amethistus;taurus = hiancinthus;gemini = chrysoprasus;cáncer = topazius;leo = beryllus;virgo = chrysolithos;libra = sardius;scorpio = sardonyx;sagittarius = smaragus;capricornius = chalcedonius;aquarius = sapphirus;piscis = iaspis.
Repárese en el marco, ya com pleto de la lista, en donde se tienen en cuenta nuevos elementos de interrelación, a saber, el texto griego del Ap (en paréntesis se incluye el correspondiente al de los LXX) y los signos del zodíaco90.
ocíqóóvu¿~ o á Q & io v ( to j t c x ^ io v ) o ^ á Q a y S o c
Libra Escopio SagitarioXaXxr|6ct)v (ávftjiaS;)Capricornio
ocurcpeucogAcuario
íotomsPiscis
T O Jtáí¡IO V (3 iiQ i3 M aov(Óvl’xlov) Leo Virgo
Cáncer
La nota característica del pasaje de las piedras preciosas de Ap 21, 19-20 —y esta observación muestra la índole peculiar de su e s critura, su irreductible originalidad— es que ofrece un orden inver
89. Esta identificación de las piedras con los signos del Zodíaco había sido detectada, mucho tiempo atrás, por A. Kircher, Oedipus Aegiptiacus II, Roma 1653, 2177.
90. A Critical and Exegetical Commentary un the Revelation o f St John II, 168.
á|xéduvxoc;Aries
M xtvü oc ;(áxcm}c)Tauro
XQDoÓJtaoog(XiyÚQLOv)Géminis
130 La nueva Jerusalén
so al establecido por los signos del zodíaco. La lista de piedras preciosas es exactamente el reverso de la ciencia astronómica. No tiene nada que ver con las especulaciones étnicas de las ciudades de los dioses. En éstas las doce puertas estaban conectadas con doce piedras preciosas y los signos del zodíaco, según el orden del m ovimiento solar. Obsérvese el siguiente proceso. Cuando el sol cruza el ecuador hacia el norte, entonces com ienza el signo Aries; treinta días más tarde, Tauro, y luego Géminis... así hasta llegar a Piscis. En la ciudad nueva de Jerusalén según el orden (este, norte, sur, oeste —Ap 21, 13—) se com ienza por Piscis, Aquario, Capricornio... hasta acabar en Aries91.
Esta disposición de Ap, fielm ente reproducida en el diseño arriba realizado, no sólo carece de paralelos y semejanzas célebres, sino que refleja la concepción de una ciudad diametralmente opuesta a las entonces conocidas. La pretensión de Ap es ante todo m ostrar que la ciudad de la nueva Jerusalén se sitúa en las antípodas92. La nueva Jerusalén es del todo inédita, carece de parangón experimentado aquí en la tierra; proviene directamente de Dios.
Es justo reconocer que ya Filón93 veía en las doce piedras del efod del sumo sacerdote una alusión a los doce signos del zodíaco. Ahora bien, tal com o reivindica R. H. Charles, Ap se presenta como una contrarréplica a las concepciones paganas de entonces, m ediante una lista que posee un orden totalmente distinto. Pero el talón de Aquiles de esta teoría es que R. H. Charles no muestra ningún documento fiable o de alguna manera identificado —tampoco lo hace Kircher—; y falta saber si esta correspondencia entre las piedras preciosas y los signos del zodíaco era conocida por el autor de Ap, a fin de poder atribuirle alguna intención teológica.
Esta interpretación ha sido contestada, aunque sin mostrar pruebas fehacientes, por T. F. Glasson94. Cree el autor que, debido a las circunstancias de com posición del libro del Ap, al ser escrito en el exilio, el orden de las perlas se basaba en la frágil memoria del v idente; de ahí la confusión actual95. Su conclusión, com o puede co legirse, no pasa de ser una pura conjetura. Incluso en los períodos talmúdicos y post-talmúdicos, los signos del zodíaco eran utiliza
91. Ibid., 167-168.92. Ibid., 168.93. Cf. más adelante los textos pertinentes: De specialibus legibus, 1, 87; De vi
ta Mosis 2, 124.126-133.94. The Order o f Jewels in Revelation XI. 19-20: A Theory Eliminated: JTS 26
(1975) 95-100.95. Ibid., 100.
La nueva Jerusalén 131
dos com o símbolos cúlticos en la sinagoga y sin ninguna intención polém ica96.
— Otra hipótesis explicativa trata de hilvanar una conexión entre las piedras, los patriarcas y los signos del zodíaco97. Se unen —en extraña mezcla aleatoria y arbitraria alegoría— los nombres de las piedras con los patriarcas y los signos del zodíaco. Esta catalogación se hace sin justificar criterio alguno para asignar cada uno de los signos astrológicos a los patriarcas y a las piedras de Ap. Adolece, por tanto, de una seria metodología y del rigor de la atribución efectuada con coherencia.
— La lista de las doce perlas posee una belleza arraigada en su escueta ortografía98. Se ha estudiado la armonía y eufonía de los nombres de las perlas. Ninguno de los doce vocablos acaba con un sonido sibilante (5 o ^); sólo tres finalizan con el sonido nasal (v), y están colocados en los puntos centrales de la división (...Xcdwifrcbv... oápó iov ... xojrá^iov). La teoría se asemeja a un juego musical, que no deja de ser sino una ocurrente sugerencia.
— El pasaje de Ap 21, 19-21 bebe directamente del texto hebreo, donde las piedras estaban colocadas en cuatro filas paralelas99. Ap resultaría ser un texto iconológico, realizaría de este modo tan llamativo su propia construcción simbólica:
4 9 611 11
- - + -^+ ' x12 + + -y '+ + + 10 + + + + 11:1--------------------- g -----------------------j
96. Cf. C. E. Douglas, The Twelve Houses o f Israel. JTS 37 (1936) 49-56.97. Cf. A. Farrer, A Rebirth o f Images. The Making ofSt. John ’s Apocalypse, Bos
ton 1963, 216-235.98. Cf. otra original faceta en la interpretación de A. Farrer, A Rebirth o f Images.
The Making ofSt. John’s Apocalypse, 219.99. Según la opinión de E. F. Jourdain, The Twelve Stones in the Apocalypse:
ExpTim 22 (1910/11) 448-500.
132 La nueva Jerusalén
Según el autor, la secuencia de las piedras asume tres diferentes formas geométricas. Las tres primeras piedras configuran un triángulo, que es símbolo en el rabinismo de la divinidad. Las cuatro siguientes forman un cuadrado, símbolo de la tierra. Las últimas cinco diseñan una cruz que atraviesa las dos figuras geométricas anteriores y las enlazan, a saber, unen el cielo con la tierra100. Hay que reprochar a esta teoría que resulta demasiado críptica para ser aceptada. Responde más a un sofisticado dibujo de filigranas que a las exigencias de una exégesis seria.
— Las doce piedras de Ap tienen su origen en las más remotas y diversas tradiciones'01:
* Las teofanías (Ez 1, 16.22; 26; 10, 1).* El jardín del Edén (Gén 2, 12; Ez 28, 18; Gilgamés 9, 49-51),* La ciudad de los dioses (Ez 48, 30-35, Platón, Fedro 110b;
Luciano, Vera Historia, 2, 11).* Escritores helenistas, interpretados en clave cosm ológica (Fi
lón, Vita M osis 2, 122-136; ad Gaium 87-98; Clemente de Alejandría, Stromata 5.38)
* Escritos rabínicos (Ex Rabbá 38, 8-9; Núm Rabbá 2, 7).El autor acumula y presenta un copiosísim o arsenal de material,
sin clasificar; aglutina en extraña mixtura interpretaciones cabalísticas, astrológicas, que no llegan a convertirse sino en una informe suma de probabilidades.
— Existe también una clasificación científica de las doce piedras. Se atiende a la constitución física de las piedras, a su color y aspecto1112. El autor trata de ofrecer una nomenclatura actual103; presenta un estudio de sus diversos colores y m atices104. Toma de R.H. Charles alguna de las claves interpretativas para su disposición ordenada —las doce tribus— en el plano de la ciudad, y configura una estricta correspondencia con cada uno de los apóstoles105.
100. Ibid., 450.101. Cf. U. Jart, The Precious Stones in the Revelation o fS t John XXL 18-21: ST
24(1970) 150-181.102. Cf. S. Bartina, El Apocalipsis de san Juan, 836.103. Sigue a Levesque DB V, 423-427; E. B. Alio, L ’Apocalypse, 347; Camps BM
22, 345-347.104. Esto añade a Plinio, Historia natural I, 37; A. Laudunense, Enarrationes in
Apocalypsin; PL 162, 1579-1582.105. S. Bartina, El Apocalipsis de san Juan, 840. Aquí puede verse su exhaustivo
organigrama.
PONI
ENTE
La nueva Jerusalén
NTRAMONTANA
ZABULON ISACAR LEVIsardo sardónica esmeralda calcedonia
BARTOLOME FELIPE JUAN SANTIAGO
MANASES
amatista
NEFTALI
jacinto
ASER
[^ 3 1 ••
íMATIAS D IO S ANDRES
%t ' ,¿L í / )
-
♦ $ A
SIMON/ I
CORDERO PEDRO
TOMAS
crisoprasa topacio berilo crisólitoGAD BENJAMIN JOSE
SIMEON
zafiro
RUBEN[•7
jaspe•>• i i
JUDA
SNOTO
AUSTRO
La distribución de las tribus se inspira en la larga descripción del capítulo segundo del libro de los Números. La de los doce apóstoles en Mt 10, 2-4; Me 3, 16-19; Le 6, 14-16. En el centro de la ciudad, en la plaza, se sitúa el trono de Dios y del Cordero, del que mana un torrente impetuoso de agua viva (22, 1), dirigido hacia oriente según Ezequiel (47, 1-12), o hacia poniente, conforme a la descripción de Zacarías (14, 18). A ambos lados se sitúa la «arboleda» de la vida.
Hay que decir, en aras de una fiable exégesis de Ap, que no podemos conocer ni siquiera con un mínimo de garantía qué aposto-
LEVANTE
134 La nueva Jerusalén
les corresponden a las tribus o a las piedras preciosas106. Todas las combinaciones y asignaciones que se han hecho se mueven en el terreno pictórico e hipotético, llevan el estigma de la propia fantasía107. Fácilmente se combina la mística de J. van Ruysbroek (1294- 1381) y de J. Tirinius (1580-1636), quien ordena así la lista de los apóstoles: Pedro, Andrés, Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago, Judas Tadeo, Simón, M atías108. Incluso se ha establecido una asignación de las piedras preciosas, conforme a los colores de cada piedra. Esta operación ha resultado ser una extraña aleación de imaginación y de visiones sobrenaturales109.
— No debe quedar por reseñar la interpretación de O. Bocher110. El autor cree encontrar en las piedras preciosas un valor medicinal; equivaldrían a una especie de amuletos curativos. Nada en el texto induce a pensar en ello. La discreta mención «para la curación de las naciones» no sirve com o apoyatura de su teoría; es bastante posterior en el pasaje (Ap 22, 2), se sitúa en otro contexto, y posee una clara alusión: el árbol de la vida.
— La lista de las piedras ha tenido diversos referentes; ha sido asociada con los doce apóstoles del Cordero (Ap 21, 14; cf. E f 2, 20s), con Cristo (1 Cor 3, lOs; Rom 15, 20), con las tribus de Israel (Ex 28, 17-21) e incluso con los signos del zodíaco111. Todas estas hipótesis explican el sim bolism o de las piedras principalmente con la ayuda de fuentes externas, a excepción de la primera asig
106. Cf. O. Bócher, Zur Bedeutung der Edelsteine in Offb. 21, 29. A sí resuena el resignado y bien ponderado juicio de A. Bisping (Erklarung der Apokalypse des Jo- hannes, 341): «El esfuerzo de algunos intérpretes, para asignar cada una de las piedras a cada apóstol, por ejemplo, el jaspe a Pedro, el zafiro a Andrés... hemos de rechazarlo como infructuoso y debemos quedarnos en la significación de alguna manera simbólica de esta descripción».
107. Cf. para una historia de estas interpretaciones, P. Schmidt, Edelsteine, Ihr Viesen und ihr Wert bei den Kulturvolkern, Bonn 1948, 100-127; C. Meier, Gemma Spi- ritalis. Methode und Gebrauch der Edelstein allegorese von frühen Christentum bis ins 18. Jahrhundert, München 1977.
108. Cf. J. Tirinius, Commentarius in Vetus et Novum Testamentum III, Antverpiae 1632, 603-605.
109. F. Bussa de Leoni gozó de una visión mariana, en donde aparecían las piedras preciosas de Ap, dotadas de un color refulgente. Cf. P. Schmidt, Edelsteine, Ihr Wesen und ihr Wert bei den Kulturvolkern, 106.
110. Zur Bedeutung der Edelsteine in Offb 21, en Kirche und Bibel. FS E. Schick, Paderborn 1979, 19-31.
111. Cf. M. Wojciechowski, A pocalypse 21, 19-20; des titres christologiques ca- chés dans la liste des pierres précieuses: NTS 33 (1987) 153s.
La nueva Jerusalén 135
nación. La estructura de la lista tiene, no obstante, su sentido propio. Este autor examina cuidadosamente las piedras. Su trabajo es comparable al de un orfebre volcado sobre sus piedras, y mirando con lupa sus propiedades. Sólo que él examina escrupulosamente la com posición lexicográfica; trata de dibujar acrósticos, juega con el valor de las letras, hace gematría, labor de encaje típicamente judío. Realiza siete operaciones metodológicas para concluir con esta disposición:
IC XC CC / X B T / X Y A’lrioo'Dg XQioxóg Icoxr|Q, XQioxóg B aoileiig (x a i) TéXog (tajreivóg), XQioxóg Yíóg ’AvOqcójcou
Jesucristo Salvador, Cristo Rey (y) Fin (humilde), Cristo, Hijo de hombre.
La traducción final insiste sobre el título de Cristo. Presenta su misión escatológica y la realización de las profecías sobre el Rey- M esías y el Hijo de hombre. La significación teológica e histórica de esta confesión cristológica es considerable, y refleja con bastante fidelidad la teología y la liturgia de la Iglesia de Ap.
Hay que objetar que bastantes procedimientos y pasos metodológicos no están suficientemente llevados con rigor. Incluso el autor reconoce que algunas soluciones propuestas no son plenamente convincentes112. Es un intento que se mueve en la línea del judaismo más nominalista. Esta teoría vale no como prueba sino tan sólo com o una estimulante invitación. Cae en el mismo error que en principio pretende combatir, quedarse en la superficie del texto, en su dimensión puramente literalista, para inferir una significación teológica.
c) Balance ponderativoCreemos que buscar una referencia demasiado concreta, una es
pecífica coloración, un apóstol para cada piedra, un signo del zodíaco... no esclarece sino que empobrece la lectura de Ap. Preferible es dejar el símbolo, en su aspecto sugerente y en la profunda significación que le otorga el libro entero de Ap, y no tratar de buscar una asignación tan particularizada.
Las diversas imágenes del Ap no son piezas de un rompecabezas, con cuya unión en las coordenadas del espacio y del tiempo, se obtendría la panorámica cabal. Estas imágenes son simbólicas,
112. Ibid., 153.
136 La nueva Jerusalén
y, por tanto, con frecuencia incompletas y contradictorias entre ellas mismas; tratan de expresar, a su manera, mediante el torpe lenguaje humano, el inefable mensaje de Dios, que trasciende toda lengua y comparación. Para la policromía de las piedras, es suficiente con evocar la sinfonía de colores que reverberan estos matices tan variados de azul, verde, rojo y amarillo: la impresión de deslumbramiento y belleza113.
Como conclusión a esta reseña crítica, se constata que la investigación histórica de 1a tradición de las doce piedras preciosas ha producido un resultado decepcionante. Los modernos intentos de interpretación han marchado de forma errática, por sendas equivocadas. ¡Qué derroche de esfuerzo empleado para no llegar a ninguna conclusión segura!
En cuanto a datos ya adquiridos es preciso señalar algunos, pues no todo ha sido estéril en tan dilatada investigación. Hay que indicar que las piedras preciosas del Ap no pueden parangonarse en referencia distributiva con alguna de las tribus, apóstoles, signos del zodíaco, o direcciones geográficas. Nada fructífero puede derivarse de los colores, nombres o secuencias de las piedras. Los célebres «lapidaría» del mundo griego/romano no ofrecen motivos fiables para una exégesis seria. Lo mismo cabe decir de los textos cabalísticos.
Sin embargo, no nos sentimos derrotados —resignados a dejar la tarea—, sino sabiamente apercibidos por la historia interpretativa. No parece que el autor de Ap haya querido enterrar en los cim ientos de la ciudad, junto al tesoro de las perlas preciosas, el secreto oculto de su interpretación. Secreto que está solicitando al lector para que exhume esos restos escondidos. Si los conatos de interpretación se han revelado a la postre negativos, tienen un efecto di- suasorio y sanante; nos apartan de un camino extraviado y nos señalan la dirección por donde deben ir las futuras investigaciones.
Así, pues, con la experiencia cautelar del que conoce pasados errores y evita tropezar en ellos, es preciso caminar decididamente por la senda bíblica.
d) Interpretación bíblicaEl pasaje de Ap acerca de las piedras preciosas posee un inne
gable trasfondo veterotestamentario. Los profetas han sabido dar113. Cf. J. Bonsirven, L ’A pocalypse , 318.
La nueva Jerusalén 137
voz a una esperanza colectiva; han sido testigos privilegiados de la gran expectación, que desbordaba los anhelos del pueblo judío por la renovación de Jerusalén. La vieja ciudad santa sería transformada en suntuoso edificio, lleno de piedras preciosas. He aquí los dos textos principales, en donde resuena la voz de la promesa:
¡Oh afligida, zarandeada, desconsolada!Mira, yo mismo te coloco piedras de azabache, te cimiento con zafiros,te pongo almenas de rubí, y puertas de esmeralda, y murallas de piedras preciosas (Is 54, 11-12).
El fragmento profético articula una descripción de Jerusalén, rápidamente resuelta con el procedimiento de una reconstrucción (cf. Is 60, 10-18). Se pasa del lenguaje alusivo a una mujer (vv. 1-9), que está desconsolada, a otro registro simbólico, hecho de pedrerías. El profeta acentúa tres notas esenciales: la estabilidad («Aunque se retiren los montes y vacilen las colinas, no te retiraré mi lealtad ni mi alianza de paz vacilará», v. 10); el consuelo (lo opuesto a la situación actual de desconsolada, eco de las célebres palabras «Consolad a mi pueblo»; cf. Is 40, 1) y el amor. Por eso, acude a un lenguaje simbólico, que sugiere esa firme presencia de Dios, su permanencia y la solicitud de su cariño. Isaías lleva a cabo este transfert a través de la hermosura y la estabilidad de los m inerales. Describe la profundidad (los cimientos) y la altura (las almenas); luego el exterior (las puertas y la muralla). La ciudad entera es hermosa mansión compacta de perlas preciosas.
Se da un trueque en la imagen descrita. Es el paso de la mujer a la ciudad, una metamorfosis que es, por otra parte, recurrente en los escritos proféticos. Léanse los hermosos capítulos de Isaías 60 y Ezequiel 40; 48. Lo mismo que una mujer se engalana con sus jo yas, la ciudad también se adorna con piedras preciosas, a fin de manifestar su hermosura y belleza. Este tema, prevalentemente bíblico, es típico de Ap.
El siguiente pasaje representa un saludo a Jerusalén. La nostalgia de los desterrados decora una Jerusalén por fin reconstruida, se aspira a que sea centro de reunión universal y que resulte (de ahí la insistencia en murallas, torres, defensas) ya invencible para siem pre.
Las puertas de Jerusalén serán rehechas con zafiros y esmeraldas, y de piedras preciosas sus murallas. Las torres de Jerusalén serán alzadas con oro, y con oro puro sus defensas. Las plazas de Jerusalén serán soldadas con rubí y piedra de Ofir (Tob 13, 16b-17a).
138 La nueva Jerusalén
Se sigue en la misma línea descriptiva de Isaías. Existe profusión de piedras preciosas. La novedad interesante es que introduce la mención del oro, y «oro puro», com o hace justamente Ap 21, 18.
Pero el «locus classicus» para la confección de la lista de las doce piedras preciosas se halla en la descripción del sumo sacerdote, tal com o aparece en Ex 28, 17-20; 39, 10-12.
También se encuentra —aunque secundariamente— un pasaje similar en Ez 28, 13. En este último texto, el profeta se lamenta a causa del arrogante rey de Tiro, cuyo corazón se ha corrompido y que es objeto de espanto (cf. vv. 16-19); pero que inicialmente fue comparado con el primitivo hombre del paraíso. He aquí la descripción:
En Edén estabas, en el jardín de Dios. Toda suerte de piedras preciosas formaban tu manto: rubí, topacio, diamante, crisólito, piedra de ónice, jaspe, zafiro, malaquita, esmeralda; en oro estaban labrados los aretes y pinjantes que llevabas (28, 13).
El pasaje pretende acentuar fuertemente el contraste respecto a Tiro, entre su primera condición —adánica— y la última —satánica—, debido al orgullo y violencia de que ha hecho gala, combatiendo contra el pueblo elegido. Además, la lectura masorética sólo reseña nueve piedras.
He aquí, pues, el texto principal. Hay que indicar que Ex 39, 10-13 es una reproducción literal de éste:
Lo llenarás (el pectoral) de pedrería, poniendo cuatro filas de piedras: en la primera fila, un sardio, un topacio y una esmeralda; en la segunda fila, un rubí, un zafiro y un diamante; en la tercera fila, un ópalo, una ágata y una amatista; en la cuarta fila, un crisólito, un ónice y un jaspe; todas estarán engastadas en oro (Ex 28, 17-20).
El pasaje habla de las vestiduras del sumo sacerdote. La señal visible de su sacerdocio se manifestaba en los ornamentos que solemnemente portaba; le eran conferidos en un rito de investidura, y le hacían apto para actuar en la liturgia com o representante de D ios sobre la tierra"4. Estas esplendorosas vestiduras que endosaba, eran también signo de la pureza y santidad de su alto cargo115.
114. Cf. J. Gabriel, Untersuchungen ü berdas alttestamentliche Hohenpriestertum, Wien 1933,44-90.
115. Cf. E. Schürer, Historia del pueblo ju d ío en tiempos de Jesús II, Madrid 1985, 365-369.
La nueva Jerusalén 139
Tan magnífica indumentaria ha sido descrita con detalle y em oción por diversos pasajes bíblicos (Ex 28 —¡Todo un capítulo!—; Eclo 45, 6-13; 50, 5ss). Algunos escritores extrabíblicos también la han ponderado en textos memorables: F ilón116 y F. Josefo"7.
Las vestiduras sacerdotales se componían de túnica de seda, calzones de seda, turbante, cinturón; además de otras cuatro piezas, típicamente peculiares de su función: pectoral, efod, túnica talar —que se prolongaba desde lo alto de la cabeza hasta los pies— y diadema de oro, colocada sobre el turbante118.
Entre las prendas destacaba el efod, confeccionado con tejidos de lana, dibujos multicolores y entorchados de oro. En su centro, reposando en el corazón, estaba el pectoral, incrustado de doces perlas preciosas (cf. Ex 28, 6-14; 39, 2 -7 )I19. Sobre el efod, pues, se situaba, el pectoral (Ex 28, 30 )120.
Este vocablo —el pectoral— es de origen desconocido; estaba confeccionado del mismo tejido del efod. N o se ha encontrado ningún resto arqueológico o vestigio de otro tipo, que permita una reconstrucción verosímil. Una posible reconstrucción, hecha a partir del texto bíblico (y algunos pasajes ugaríticos y egipcios), no tiene sino el valor de una conjetura12'.
Se ha querido ver que el texto masorético de Ex 28, 17-20 sub- yace detrás de Ap 21, 19-20, siendo su fuente inspirativa; y que las piedras del pectoral estaban colocadas en cuatro filas paralelas122:1 np-O = 0|.iápaYSog m£33 = Tojiá¡¡tov DIN = aágóiov2 □ ;iT = aag6óvi| T 30 = aáJtqpiQog ”]33 = XQuaóXido;3 ¡ lü ^ n x = ánéfhjoros 13!£¡ = XQuaóJTQaooc; 0^*7 = tiduavOog4 n a B ’ = íaaiuc; OilD = PiÍQvXXog íTlITin = x a ^5a)&tüv
Nos encontramos, sin embargo, con graves problemas de orden textual. Hay que reconocer que la identificación del texto hebreo
116. De vita Mosis 2, 23; De specialibus legibus 1,16.117. Antigüedades Judías III, 7, 4-7; Guerra judía V, 5, 7. Cf. M. Haran, Priestley
Vestments, en Enciclop. Jud. 13 cois. 1063-1069.118. Cf. K. Elliger, Ephod und Choschen: VT 8 (1951) 19-35.119. Cf. H. Thiersch, Ependytes und Ephod, Stuttgart 1936; S. de Ausejo, Efod, en
Diccionario de la Biblia, Barcelona 1963, 516-517.120. La palabra suele traducirse del hebreo BStían ]tün al griego por «X.c>Y[e]tov
xf]5 xpíoEiog». La Vulgata traduce «rationale».121. Cf. H. G. May, Ephod und Ariel: AJSL 56 (1939) 44-69', C. Gancho, Pecto
ral, en Enciclopedia de la Biblia 5, Barcelona 1963, 953.122. Cf. E. F. Jourdain, The Twelve Stones in the Apocalypse: ExTim 22 (1910/11)
448-50).
140 La nueva Jerusalén
con el griego, para designar con propiedad a las piedras preciosas es puramente hipotética. Esto se debe al distinto orden de las piedras según el texto masorético y A p123. Este comienza enumerando las piedras correspondientes a la segunda fila del efod (según el texto masorético); sigue con la primera, después con la cuarta, y acaba con la tercera. Los inconvenientes se suman al tener también —en algunos casos— diversa nomenclatura124. Hay coincidencias sólo entre diez piedras; quedan sin correspondencia las piedras ocxq- 6óv\)^ y xe^ oóitaoog. Ante tal cúmulo de dificultades es preferible, en este sentido, mantener el texto de los L X X 125.
Conforme a la versión de los LXX de ambos textos (Ex 28, 17- 20: 39, 10-13), he aquí los nombres de las piedras preciosas:
1.a (K Ío íM o v 2.a t o j t ó ¡ ; i o v 3." a|.i«o«Y<V)54.a ávífjTaS, 5.a crájiqpeiQog 6.a íaojtig7.a /a'fúoiov 8.a áxátris 9.a ót|.iéíhmos
10.a xe^oóXi#og 11.a pT]nú>J.iov 12.a óvúxiovV éase el texto correspondiente de Ap 21, 18-19
1 .a i 'a a ;u c 2a occmpiQot; 3.a xabaiiSmv /4.a a|iáQaY&og 5.a oaQ6óvi)§ 6.a aágSiov /7.a XQ'DoóÁiOoc; 8.a pí]ov/Aoi; 9.a toitá^iov /
10.a XQVOÓXQaoog 11.a úájuvdog 12.a á|.iéíh)cn;o5
Confrontando ambas listas de piedras preciosas, se llega al siguiente resultado. El orden en cada uno de los dos pasajes es distinto. La nomenclatura no se repite de manera uniforme. Hay tres piedras cuyos nombres no aparecen en el Ap, a saber; falta de la lista la asignada a la numeración 4.a áv&jta^, la 7.a XiyÚQiov y la 8.a axáxiis.
En F. Josefo aparecen en dos ocasiones una lista de doce piedras preciosas. La primera versión es ésta:
123. Cf. L. Thorndike, De lapidibus [1. de textibus relatis ad Apoc 21, 19s et Ex28, 17-20)]: Ambix 8 (1960) 6-23.
124. Cf. R. H. Charles, A Critica! and Exegetical Comentary on the Revelation o f St. John II, 169 y P. Prigent, L ’A pocalypse, 340, quienes reconocen las evidentes dificultades.
125. Cf. W. W. Reader, The twelve Jewels o f Revelations 21: 19-20: Tradition His- tory and modern Interpretations: JBL 100/3 (1981) 437.
La nueva Jerusalén 141
a á o ftto v / t c o t ó ^ io v /<7|tá Q a Y & o q / á v d jc a ^ / a áitcp E u to g / ía a m c ; / Á17ÚQIOV /á x á t r ic ; /á iié f lu a x o q / x Q u a ó /.if)o c / fhioí>>./aov / ó v i j - X io v 126.
La segunda entrega es así:oágbiov / t o j u í g o v / 0 ^ 10 5 0 7 8 0 5 / « v ib r a d / o ájtcp E in o g / ía a m g / X iy ú g io v / cr/a rr i; / « | i ¿ í H jv t o c / xoiiaóXi/Oog / p r |n ú Á /a o v / ó v ú - X io v 127.
Se ha conjeturado que el autor, F. Josefo, para inspirarse en su precisa descripción, pudo ver en Roma el efod del sumo sacerdote, prenda que fue arrebatada por el ejército de Tito, entre otros trofeos de singular relieve, en la gran guerra judía y considerada parte del botín de la victoria128.
En tiempos helenistas se conocía una lista no fija, sino más bien flexible acerca de la tradición de las doce piedras (Sab 18, 24; Eclo 45, 11; 50, 9; Ep. Aristeas 97). D e manera semejante se encuentran varios catálogos de las doce piedras preciosas, registrados en los principales targumim, que «traducen» los conocidos textos de Ex 28, 17-20 y 39, 10-13: N eophyti129, Pseudo-Jonatán130 y Onque- los131. Lina lectura sinóptica de las tres versiones, muestra que ex iste un mixtum compositum, donde aparecen sus semejanzas entre ellos y también leves diferencias con respecto al TM. Estas listas fueron compiladas teniendo en cuenta la tradición oral; no son fidedignas traducciones de la peculiar designación hebrea132.
En Ex 28, 21 (en la inmediata continuación, pues, del texto arriba reseñado) se da la explicación al simbolismo de las piedras. Estas corresponderán a los nombres de los hijos de Israel; serán do
126. Guerra judía V, 5, 7.127. Antigüedades judías III, 7.5. Respecto al orden de la versión de los LXX, he
aquí el orden que ofrece F. Josefo. En la Guerra judía'. 1.2.3.4.6.5.8.9.7.12.11.10). En Antigüedades judías, cambia la palabra oóq&lov y oag&óvu%, y difiere del orden de los LXX: [11.2.3.4.6.5.7.9.8.10.12.11.
128. Cf. U. Jart, The Precious Stones in the Revelation ofSt. John 21, 18-21, 153-154.
129. Cf. A. Diez Macho, Neophyti 1, Targum Palestinense I. Exodo, Madrid-Bar- celona 1970, 181, 183,263.
130. Cf. M. Ginsburger, Pseudo-Jonatan, New York 1971, 149, 170.131. Cf. A. Sperber, The Bible in Aramaic According to targum Onkelos, Leiden-
Brill 1959, 137-138, 160-161.132. Cf. W. W. Reader, The twelve Jewels o f Revelations 21:19-20: Tradition His-
tory and modern Interpretations, 440-441.
142 La nueva Jerusalén
ce, com o doce son sus nombres. Estarán grabadas a manera de sellos, cada una con su nombre, conforme a las doce tribus; pero no se detallan los nombres de las tribus, ni se ofrece asignación para cada una de ellas.
Los targumim, antes aludidos, deletrean —detalle interpretativo que no hace el texto bíblico—, cada uno de los nombres de los doce patriarcas. Los tres son coincidentes. V éase la detallada y co lorista lectura que hace Neophyti I a Ex 28, 15-20:
Y harás el pectoral del juicio, una obra de artista: lo harás como la bara de] efod; lo harás de oro, de púrpura violeta, escarlata, color carmesí precioso y lino de hilo torzal. Será cuadrado, doble, de un palmo de longitud y un palmo de anchura. Y lo llenarás con un relleno de piedras: cuatro filas de piedras preciosas. La primera fila: una cornalina, un topacio y un carbunclo: una fila. Y estará escrito y expresado sobre ellas el nombre de tres tribus: Rubén, Simeón, Leví. Y la segunda fila: una calcedonia, un zafiro y un ojo de becerro133. Y estará escrito y expresado sobre ellas el nombre de tres tribus: Judá, Isacar, Zabulón. Y la tercera fila: un jacinto, un berilo y una esmeralda. Y estará escrito y expresado sobre ellas el nombre de tres tribus: Dan, Neftalí, Gad. Y la cuarta fila: berilo del Gran Mar, el bedelio, la margarita, y estará escrito y expresado sobre ellas el nombre de tres tribus: Aser, José y Benjamín. Estarán engastadas en oro134.
Resultaría empresa ardua si no imposible, intentar una equivalencia semántica, a saber, acomodar la vieja denominación de estas antiguas piedras con la nomenclatura actual. Esta tarea restauradora se ha visto repetidamente baldía135.
Las versiones en nuestra lengua, fenóm eno fácil de detectar para cualquier lector avezado, son variadísimas, y nos hacen desistir de cualquier intento de traducción concordada.
133. En la nota n.° 12 (p. 180) el autor se pregunta si esta piedra pueda correpon- der al diamante.
134. A. Diez Macho, Neophyti f II. Exodo, 181-182.135. He aquí los intentos fallidos: S. V. Gliszcynski, Versuche einer Identifizierung
ie r Edelsteine im Amtsschikd des Jüdischen Hohenpriesters aufGrund kritischer und iisthetischer Vergleichsmomente: FuF 21/23 (1947) 234-238; H. Quiring, Die Edelsteine im Amstsschild des jüdischen Hohenpriesters und die Herkunft ihrer Ñamen: Sudhofs Archiv für Geschichte der Medizin und der Naturwissenschaften 38 (1954) 193-213.
La nueva Jerusalén 143
e) interpretación desde el ApocalipsisLa anterior reseña comparativa de textos, prevalentemente bí
blicos o, al menos, fundados en última instancia sobre la Biblia, nos ha mostrado fehacientemente que ya existía de manera autónoma una lista, aunque confeccionada con variados matices. También nos ha convencido de la dificultad insuperable de lograr una traducción actualizada y fidedigna. D e ahí que interesa ahora sobremanera atender a la peculiar lectura que hace Ap y extraer válidamente su mensaje teológico.
Nuestro libro muestra que la lista de doce perlas ha sido rescatada de una antigua tradición. Lo prueban algunos fenómenos de la sintaxis propia del texto apocalíptico. N o se explica el hecho de la reiteración de la piedra preciosa «jaspe» —repetición impensable—, cuando previamente se ha dicho que el material de la muralla era de jaspe (v. 18). Cada nombre de las perlas va declinado en nom inativo, originando así una crasa incoherencia; pues de acuerdo con todas las secuencias anteriores, tendría que ir declinado en dativo. Estas anomalías o incorrecciones, inexplicables para un escritor, com o es el autor del Ap, que con tanta maestría emplea el griego, subrayan la importancia y el realce de la presente lista, cuyo sustancial sustrato puede inferirse que es anterior a la com posición actual del Ap, sin que tal antelación implique que nuestro autor remede sin más los doce nombres de las piedras.
Con toda certeza, pues, Ap se refiere a las doce piedras que adornaban el pectoral, que reposaba en el efod del sumo sacerdote (cf. Ex 28, 17-20; 39, 10-12); tanto más que en Ex 28, 21 se alude a las doce tribus (sobre cada piedra va el nombre de una tribu) como aparece también en Ap 21, 12.
Pero no basta con afirmar y sostener la dependencia textual —cosa por lo demás admitida— entre Ap y los pasajes respectivos del Exodo. Tal reconocimiento sería cosecha de poca envergadura. Es preciso leer e interpretar —con mentalidad apocalíptica, a saber, desde la perspectiva reveladora que otorga la integridad del libro del Ap— la descripción simbólica de la que el vidente es testigo; hay que caer en la cuenta de la importancia del trueque que se realiza, y desvelar sus consecuencias eclesiales.
f) La nueva Jerusalén, ciudad sacerdotalEl autor de Ap ejecuta una novedad inusitada, un atrevimiento
rayano en el sacrilegio: despoja las piedras preciosas del lugar sa
144 La nueva Jerusalén
grado en donde estaban —el pectoral del sumo sacerdote—, para ponerlas com o material de construcción de una ciudad.
Este acto desacralizante resulta tanto más sorprendente dada la mentalidad religiosa de entonces, que es preciso conocer para calibrar el alcance del texto apocalíptico. Las vestiduras del sumo sacerdote tenían poderes especiales —actuaban casi com o talismán sagrado—, poseían virtud expiatoria136. Dichos ornamentos constituían para los judíos el sím bolo inviolable de su religión. Resultaban, por ello, moral y físicam ente «intocables». Por la historia sabemos que Herodes el Grande, Arquelao, y los procuradores romanos guardaron en la torre Antonia, bajo una eficaz custodia, las vestiduras sagradas del sumo sacerdote. Sólo así lograron evitar las revueltas de los judíos. Estos lucharon denodadamente hasta que un decreto del emperador Claudio (45 d. C.) les devolvió tales indumentarias anteriormente robadas y que habían permanecido en poder romano desde el 6 hasta el 36 d. C. (Vitelio las restituyó). A sí se escribía la encarnizada historia de la reivindicación nacional para detentar y poder enarbolar la bandera religiosa del pueblo ju dío137.
Sólo el autor de Ap —entre tantos escritores que han comentado el texto bíblico respecto a las vestiduras del sumo sacerdocio— ha tenido la osadía de describir los cimientos de la ciudad de la nueva Jerusalén, recurriendo a las doce perlas que adornaban el pectoral del sumo sacerdote.
Es preciso interpretar con coherencia apocalíptica este trueque simbólico entre las vestiduras sacerdotales y las doce piedras. Este es, en esencia, su mensaje teológico-eclesial. Ap afirma que el sacerdocio que plenamente asumía el sumo sacerdote, quien quedaba investido de un carácter indeleble, que lo representaba en la tierra con santidad eterna138, simbolizado en las doce perlas del pectoral del efod sagrado, ahora se extiende por toda la ciudad. Las doce piedras preciosas, que adornan los cimientos, que son la noble materia de la que están hechos, muestran que la nueva Jerusalén es una ciudad sacerdotal, sin necesidad de mediaciones ni sacrificios: toda ella consagrada al culto del D ios vivo, mediante una com unión, hecha de presencia mutua, directa e ininterrumpida.
Esta explicación queda reforzada por el hecho de que la ciudad santa está construida de la misma forma que el «santo de los san
136. El poder expiatorio de las prendas del sumo sacerdote se encuentra registrado en Cantar Rabbá 4 ,7 y en La Pesijta 6, 5.
137. Cf. J. Jeremías, Jerusalén en tiempos de Jesús, Madrid 1977, 168-169.138. F. Josefo, Vida 1,1.
La nueva Jerusalén 145
tos» (cf. v. 22; ya se vio la importancia de este verso y su interpretación sacerdotal-cultual). Y así, otro detalle sim bólico —esta vez de construcción— revela la naturaleza sagrada de la ciudad. La nueva Jerusalén está convertida —íntegramente, sin exclusión de parte alguna— en «santo de los santos», lo más sagrado. Ap se esmera con denodado esfuerzo por establecer y consolidar, mediante una cadena simbólica, forjada de atrevidos eslabones, el carácter cul- tual-sacerdotal de la ciudad.
Esta interpretación global, no aislada ni ocurrente, sino respetuosa con el texto y contexto del Ap, permite mostrar la coherencia de nuestra propuesta. Aunque el gesto simbólico resulte un tanto osado, entra perfectamente en la congruente explicación del simbolismo de Ap. «El privilegio reservado al sumo sacerdote en el antiguo testamento es ahora dado libremente a todo el pueblo de D ios»131’.
Se nos antoja reductivo no percibir ni valorar este aspecto sa- cerdotal-cultual, el verdaderamente consustancial en la lista de las doce piedras preciosas; y aún más grave, ni siquiera mencionarlo —pues es depauperizar la riqueza interpretativa de tan fecundo texto—, tal com o lamentablemente se ha hecho. A sí P. Prigent, para quien el objetivo último, tan modesto en comparación con el despliegue de su erudición, se concentra en la insistencia sobre la gloria y magnificencia de la ciudad celeste. Esta finalidad resulta demasiado genérica e imprecisa140. Según H. Kraft, el autor de Ap se limita a enumerar la lista de las doce piedras preciosas, y concluye afirmando que «la suntuosidad y el brillo de la ciudad celeste son expresados, pero nada más se ha pretendido»141. No se diga nada de R. H. Charles142, obsesionado por la correspondencia nominal entre el vocablo griego de las piedras y su partner latino, siguiendo de cerca las prolijas explicaciones de Plinio143.
g) La nueva Jerusalén, ciudad apostólicaLa enumeración de las doce piedras posee también un sentido
apostólico. Los apóstoles son considerados como cimientos (Ap139. R. H. Mounce, The Book o f Revelation, 382. No estoy solo, pues, mantenien
do esta opinión. También la comparten: O. Bocher, Zur Bedeutung der Edelsteine in Offb 21, 28-29; E. Schich, El Apocalipsis, 266.
140. L ’Apocalypse, 341-342.141. Die Offenbarung des Johannes, 272.142. A Critical and Exegetical Commentary on the Revelation ofSt. John II, 169s.143. Cf. Historia natural, 37.
146 La nueva Jerusalén
21, 12-14), jueces y testigos. Puede cotejarse Ap 20, 4 con Mt 19, 28; Le 22, 30; cf. 1 Cor 12, 4-6.
La nueva Jerusalén alberga en sí a la fiel comunidad de Israel (Ap 21, 12) y a la fundada por Jesús: la que reposa sobre el colegio apostólico establecido por el mismo Jesús («los doce cim ientos, los apóstoles del Cordero» —Ap 21, 14—). La Iglesia tiene conciencia de ser el nuevo y verdadero Israel, la realización del cumplimiento de las esperanzas judías en la restitución de las doce tribus (Ap 7, 4-8; 14, 1-5; cf. Sant 1, 1)
Las piedras preciosas hacen relación con los doce apóstoles, y su brillo es el Espíritu santo. El es quien hermosea la ciudad de Jerusalén144.
Resulta esclarecedora en este punto la interpretación que de las doce piedras ofrece Clemente de Alejandría, autor de quien es preciso citar algunos fragmentos.
Nosotros sabemos por la tradición que la Jerusalén de arriba ha sido construida con piedras santas, y entendemos que las doce puertas de la ciudad celeste, parecidas a piedras preciosas, significan la manifestación visible de la gracia anunciada por los Apóstoles. Pues es sobre estas piedras donde se encuentran dispuestos los colores; estos colores preciosos, mientras que todo el resto es dejado de lado como materia terrestre. Con razón es fortificada simbólicamente con ellas la ciudad de los santos, edificada espiritualmente —jtóXig Jtvexi(x(mxa>5145 oíxoSo[xou|iévr|—l46.
Según Clemente la significación de las piedras preciosas es la manifestación visible de la gracia, anunciada por los apóstoles; a saber, el anuncio del evangelio, la vivificación a través de los sacramentos. Pero su brillo y resplandor se debe al Espíritu, aquí referido al «Espíritu santo o Espíritu de D io s» 147. Este carácter espiritual se atribuye expresamente a la Iglesia en su conjunto, que es apostólica en el ejercicio del anuncio del evangelio.
144. Cf. H. B. Swete, The Apocalypse ofSt. John, 294.145. Este adverbio, característico de Ap (cf. 11, 8. Su explicación se verá con de
talle más adelante) aparece en otros lugares de Clemente: Stromata V, 7, 5; VI 41, 7. Tiene el significado: «por medio de o con el Espíritu». Según el resplandor inimitable de las piedras preciosas se ha entendido «el resplandor del Espíritu» (TO avOoQ toü jtv8Ú|taxo5), que es imperecedero y santo por esencia.
146. Pedagogo II, 119, 1-2.147. Cf. L. F. Ladaria, El Espíritu en Clemente Alejandrino, Madrid 1980, 244.
La nueva Jerusalén 147
Otro texto insiste sobre la misma interpretación espiritual:Las esmeraldas brillantes colocadas sobre el efod significan el sol y la luna que trabajan con la naturaleza. El hombre, creo, es el comienzo del brazo. Las doce piedras colocadas en cuatro filas sobre el pecho (cf. Ex 28, 17-20) nos describen el círculo del zodíaco con los cuatro cambios del año. Era necesario que a la cabeza, al Señor, estuviesen sometidos la Ley y los profetas; pues podemos decir con razón que los apóstoles son al mismo tiempo profetas y justos, puesto que un solo y mismo Espíritu santo actúa en todos14*.
A través de la interpretación de Filón, sobre el efod, quien ve en él los signos del zodíaco149, Clemente hace una interpretación apostólica, y la fundamenta en la actuación del Espíritu santo.
Ya el rabinismo había explicado el significado de las piedras preciosas150. El judaismo helenístico, en especial a través de Filón (cf. textos arriba citados), asociaba los signos del zodíaco a los doce patriarcas. A la alegoría cósm ica sucede la exégesis de interpretación cristiana. Clemente relaciona las piedras preciosas con los doce apóstoles151.
El texto apocalíptico que refiere que los cimientos de la muralla están adornados de toda clase de piedras preciosas (21, 19-20), ha sido comentado, pues, en clave apostólica y pneumatológica.
Esta interpretación que conecta los cimientos y las piedras con los apóstoles, movidos por la inspiración del Espíritu, ha sido mantenida en la Iglesia. Véanse dos muestras elocuentes. La primera pertenece a Cesáreo de Arlés:
Ha querido nombrar la diversidad de piedras preciosas en los fundamentos para mostrar los dones de las diversas gracias que son concedidas a los Apóstoles, como dijo a propósito del Espíritu santo: ‘Repartiéndolas a cada uno en particular según su voluntad’152.
148. Stromata V, 6, 38, 3-5.149. Cf. De specialibus legibus, 1, 87; De fuga et inventione, 184-185; De vita
Mosis 2, 124.126.133; Quaestiones et solutiunes in Exodum, 2, 112-114.150. Cf. W. Bacher, Une ancienne liste des noms grecs des pierres précieuses re
lajee dans Exode XXVII, 17-20. Fragment du midrasch de l ’école d ’Ismael sur le Lé- vitique: REJ 29 (1894) 79-90.
151. Ver arriba los textos. Cf. J. Daniélou, Les douze Apotres et le Zodiaque\ VigChr 13 (1959) 21.
152. Comentario al Apocalipsis (Introducción, traducción y notas de E. Romero), Madrid 1994, 152.
148 La nueva Jerusalén
Explicación similar es adoptada por Apringio de Beja.Estos cimientos de la ciudad, se ensefia que son la fe apostólica y la predicación de los Apóstoles; sobre estos construye su ciudad nuestro Señor Jesucristo... El que cada uno de ellos sea equiparado a una piedra preciosa, debe entenderse que brillan en cada uno de ellos los dones y milagros propios del Espíritu santo153.
11. Las doce puertas-perlas de la nueva Jerusalén
21Y las doce puertas son doce perlas, cada una de las puertas hecha de una sola perla. Y la plaza de la ciudad era de oro puro como vidrio translúcido.
El verso veintiuno sigue insistiendo en la gloria de Jerusalén. Las doce puertas (que han sido mencionadas con anterioridad, referidas a las doce tribus de Israel, v. 12) se asocian ellas también al entramado simbólico de la ciudad. Están invadidas por la presencia de D ios.
Se dice, primero, de manera genérica, que las doce puertas son doce perlas; después, de forma específica, que distributivamente (áv á ), «cada una» (elg exaotog ) de las puertas es una perla distinta. Hay que rescatar l a fuerza expresiva de la frase, que se esmera en delimitar hasta el mínimo pormenor la justa distribución y particularidad de cada puerta. Es preciso admirar e l amor por el detal l e de la observación, que manifiesta e l autor de A p154.
Los escritos judíos hablan con magnificencia de enormes perlas, que configuraban las puertas de la Jerusalén escatológica. El Santo traerá piedras preciosas y perlas, de medidas colosales, y las pondrá com o puertas de Jerusalén155.
«La plaza» (f| jt^ateía) constituye una parte esencial e indispensable de la ciudad. M ás que designar la calle principal156 —es
153. Comentario al Apocalipsis de Apringio de Beja (Introducción, texto latino y traducción de A. del Campo), Estella 1991, 206.
154. Aunque Charles (A Critical and Exegelical Commentary on the Revelation o f St. John II, 170) califique a esta construcción gramatical de «bárbara».
155. Conforme a la visión de R. Johanan. Cf. en H. L. Strack-P. Billerbeck, Kom- mentar zum Neuen Testament aus Talmud und M idrasch III, 851 s. Cf. también Baba Batra 75; E. Burrous, The Pearl in the Apocalypse: JTS 43 (1942) 177-179.
156. Cf. E. Lohmeyer, Die Offenbarung des Johannes 90; Ch. Brutsch, La clarté de l ’Apocalypse, 186.
La nueva Jerusalén 149
ésa una definición acorde con la estructura o trazado urbanístico—, se refiere al centro neurálgico más importante de reunión cívica, a saber, la convivencia157. La plaza es el lugar de encuentro entre los ciudadanos, donde éstos anudan sus relaciones humanas158. Ap afirma que la plaza es de oro puro, com o previamente se había dicho de toda la ciudad (v. 18).
Aparece, así, uno de los casos más llamativos de versos «dobles» en A p159. V éase la estrechísima similitud entre los versos 18 y 21:y.ui í) jióXig XQÚaiov •/aíluyóv o|ioiov ítcdco y.crítaoq)xai í| jtXateía tí)s nó/.coig xouoíov y.a’íluoóv á>s iía/.ogY la ciudad de oro puro semejante a vidrio puroY la plaza de la ciudad de oro puro como vidrio translúcido.
Dado que el «oro» en Ap es metal/símbolo de la liturgia, del encuentro con D ios —se han visto diversos pasajes con sus comentarios respectivos—, y que la plaza de la ciudad es de oro puro, se está subrayando, mediante este simbolismo mineral, que la presencia de D ios se muestra cercana; que D ios está y se encuentra «en la plaza», a saber, en medio de la vida de los hombres.
También se alude a su transparencia, manifestada por el apelativo que califica al vidrio, pues afirma el texto que es com o vidrio «translúcido» (óiouYns)160- Esta descripción, resuelta en forma de símil, recalca de manera original cuanto ya antes se había afirmado de Dios, quien pone su morada entre los hombres, a fin de morar con ellos y convertirlos en su pueblo (21, 3). Ap insiste con este simbolismo en que la presencia de D ios se comunica: no se esconde, no se repliega. Su presencia es del todo transparente. Dios se encuentra en medio de los hombres, en su hacer y su hábitat. Está «en el centro de la vida» —expresión cara a D. Bonhoffer— igual que está la plaza en medio de la ciudad; y en la plaza convergen todas las calles o de ella surgen todas las arterias múltiples de la ciudad: se erige la plaza en el centro vitalizante de las relaciones humanas.
157. Cf. W. Bauer, JiXaxEÍa, en Wiirterbuch zum Neuen Testament, 1322.158. Cf. E. B. Alio, L ’Apocalypse 153; S. Bartina, Apocalipsis de san Juan, 716.159. Así lo califica, W. Bousset, Die Offenbarung Johannis, 454.160. El adjetivo «translúcido» (Stauyrig) sólo se encuentra aquí en todo el NT,
tampoco aparece en los LXX.
150 La nueva Jerusalén
A través de cuatro registros simbólicos —«plaza», «ciudad», «oro puro», «vidrio transparente»—, concentrados en un solo verso, Ap describe toda una secuencia del ser divino, a manera de un prolongado intento de definición. El D ios que habita en la nueva Jerusalén es el D ios de la relación humana, quien la hace posible («la plaza de la ciudad»); es un ser cercano y al que los hombres pueden acercarse de por vida («de oro puro»), y cuya presencia no está velada, sino «expuesta» o manifiesta, luminosa; pues es del todo «transparente» (com o el cristal de vidrio «translúcido» —6iauyT|5—).
12. La nueva Jerusalén, ciudad que es templo22Y santuario no vi en ella, pues el Señor, el Dios Todopoderoso y el Cordero es su santuario.
La serie de versos, que van desde el veinte hasta el veintisiete, se articula principalmente según un patrón literario que se repite de manera uniforme: una sarta de negaciones: «no» (orí), «nunca» (oí) nf|), continuada por una explicación concorde «pues» (yúq). Véase el procedimiento en esta secuencia:
Y santuario ‘no’ (oím) vi en ella, ‘pues’ (yáp) el Señor (v. 22).Y la ciudad ‘no’ (oí)) necesita del sol... ‘pues’ (yág) la gloria del Señor (23).Sus puertas ‘nunca’ (oí) |iii) cerrarán, ‘pues’ (yúo) no habrá noche allí (25).
En el verso veintidós se encuentra, teniendo en cuenta la hila- zón narrativa anterior, un elemento anómalo. Todo nuestro capítulo, que versa sobre la visión de la nueva Jerusalén, está jalonado con reiteradas m enciones de la visión que ha sido otorgada profé- ticamente a Juan, y éste con la garantía del testigo va puntualmente anotando: «Y vi un cielo nuevo y una nueva tierra» (v. 1); «y vi la ciudad santa» (v. 2). Otras veces el subrayado se hace mediante verbos alusivos a los sentidos «oír», «mostrar», o la partícula «he aquí, mira»: «y o í una gran voz desde el trono...» (v. 3); «mira, te mostraré la prometida» (v. 9); «y me mostró la ciudad santa» (v.10). El vidente ha descrito con detalle el conjunto de la ciudad y cada uno de sus componentes: su muralla, sus puertas, sus dimensiones, el material de su muro y sus puertas. Nada se excluye a su
La nueva Jerusalén 151
fiel testimonio, que registra todos los pormenores con primorosa complacencia.
En dicho verso se aduce una extraña circunstancia que rompe sus expectativas. A lgo esperaba contemplar y ese algo no lo contempla. En la visión íntegra de la ciudad, una parte esencial se le ha hurtado. Y esta no visión se convierte sin duda en uno de los fe nómenos más insólitos de su descripción. D e manera paradójica, la «no visión» va a iluminar el panorama com pleto, otorgándole la perfecta perspectiva.
La mentalidad bíblica (y en parte judía del autor) resulta estremecida. ¿Por qué se ha sentido turbado el vidente hasta el punto de que su misma escritura delata esta sacudida y conmoción? El libro responde a esta grave interrogación. El texto griego de Ap lo sitúa en posición enfática, en primer lugar: «Y santuario no vi en ella (xa i vaóv o ír / eí&ov év aíiif])» (Ap 21, 22a). Para un israelita e sta ausencia resulta algo inaudito, va demasiado lejos. ¡Cómo es posible pensar que la ciudad santa de Jerusalén se vea privada de su gloria; que dentro de ella no se encuentre el templo, el lugar de la presencia de D ios! ¡Jerusalén, sin templo, dejaría de existir! Y si Jerusalén desaparece, también el mundo se desvanecerá sin remedio. La frase suena a los oídos de un israelita piadoso cargada de un cúmulo infausto de impresiones, propias de una pesadilla, que van desde la perplejidad y el desencanto hasta la suprema profanación.
Pero la explicación inmediata saca de la confusión al autor. Esta aclaración superará incluso los mejores cálculos y aportará una novedad inusitada. El vidente se aparta deliberadamente del influjo de Ezequiel, que había sido hasta ahora su principal fuente inspirativa. El profeta había empleado siete densos capítulos (40-46) para describir el templo restaurado y sus dependencias. El Ap se separa de todas las ancestrales expectativas, que esperaban un templo futuro completamente renovado (cf. Ez 44-45; 48, 15-16.30- 35; y testimonios jud íos161), para las que tenía que contar, com o presencia determinante, la existencia del templo en la Jerusalén ce lestial162.
El libro de Ap se opone incluso radicalmente al judaismo tardío y lo supera en su original concepción —otra nueva barrera que tras
161. R. Johanan b. Torta, Nehahot 13, 23; R. Aquiba, Makkat, 24; Pesijta 144. Cf. para mayor información, J. Bonsirven, Le Juddisme Palestinien au temps de Jésus- Christ I, 430-432.
162. Cf. H. L. Strack-R Billerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch 111, 852-853.
152 La nueva Jerusalén
pasa—; pues éste creía del todo punto necesaria en la representación de la nueva Jerusalén la existencia de un templo rico y célebre. Según Dan 8, 14, el templo purificado se yergue en el horizonte de la espera escatológica: D ios construirá su santuario en medio de su pueblo. El profeta Daniel (8, 14) afirma: «Hasta dos mil trescientas tardes y mañanas: después será reivindicado el santuario». Semejante pensamiento se encuentra también registrado en el libro de los Jubileos 1, 17163.
La literatura apocalíptica considera com o una realidad transitoria las instituciones del templo, en cuanto que pertenecen al eón presente; pero cree en la existencia de la ciudad de Jerusalén y del templo en el eón futuro, hacia el que se dirige la comunidad para superar la ruina causada por la guerra164.
El hecho de que Ap no garantice la restitución renovada del templo destruido en la nueva Jerusalén, sino que afirme resueltamente que el Cordero es el único templo, y que él lo hace presente en su misma persona —pretensión que había sido el motivo de la condena a muerte de Jesús—, constituye la escisión abismal con la esperanza apocalíptica judía165.
Antes el pueblo judío erigía templos para albergar la gloria de Dios. Mediante la ofrenda ininterrumpida de víctimas y plegarias buscaba un acercamiento con D io s166. Pero los templos estaban separados con recintos sacros y limitados a un solo pueblo. Ahora existe una ruptura y una transformación impensada.
La ausencia de un templo material se llena con la presencia v iva de D ios y del Cordero. Antes los hombres buscaban a Dios; ahora es D ios quien busca a los hombres. Antes el templo se ceñía a un edificio material, ahora el templo invade la ciudad. En la Jerusalén celeste todo es nuevo; y nueva es esencialm ente la relación entre Dios y la humanidad. D ios no aparece ya sólo com o objeto de culto, sino com o el mismo lugar de culto. La presencia eterna de Dios y del Cordero, significa el cum plimiento de todas las profecías que conlleva la idea de tem plo167.
163. Cf. Michel, vaóg, en TWNT IV, 894.164. Cf. G. Bissoli, II Templo nella letteratura giudaica e neotestamentaria. Stu-
dio sulla correspondería fra terapia celeste e tempio terrestre, Jerusalem 1994, 186-187.
165. Cf. R. Halver, Der Mythos im lez.ten Buch der Bibel, Hamburg 1964, 45.166. Para la interpretación teológica del templo en la historia de la salvación, cf.
Y. M. Congar, El misterio del templo, Barcelona 1964. El subtítulo del libro ya resulta esclarecedor: «Economía de la presencia de Dios en su criatura, del Génesis al Apocalipsis».
167. Cf. P. Prigent, L ’Apocalypse, 342.
La nueva Jerusalén 153
Tal grado de novedad es registrado y expuesto vigorosamente también por Pablo. Este declara que la comunidad cristiana constituye de hecho el templo de Dios: «Porque nosotros som os santuario de D ios vivo» (2 Cor 6, 16). La congregación de los creyentes, cuerpo de Cristo, es el verdadero templo de la nueva Alianza: «¿No sabéis que sois santuario de D ios y que el Espíritu habita en vosotros» (1 Cor 6, 19). Puede leerse igualmente el pasaje de la Carta a los romanos 8, 10-13.
El hueco que deja la ausencia de templo es sobradamente colmado por la plenitud divina, que Ap refiere en primer lugar a Dios, luego a Cristo, mediante el atributo más característico «Cordero».
D ios es, pues, nombrado con el apelativo de «El Todopoderoso» (ó jtavToxoáxojg). Este título aparece únicamente en Ap —aparte de la sola vez que se encuentra en el nuevo testamento (2 Cor 6, 18)—. Posee un contexto cultual, pues va situado en aclamaciones litúrgicas, que la Iglesia de Ap le tributa. A sí D ios es proclamado «Todopoderoso» en el saludo litúrgico inicial, por el lector del libro (1, 8); en la trascendencia del cielo, por los cuatro vivientes (4, 8); ante la majestad de su trono, por los veinticuatro ancianos (11, 17); en el cielo, por los vencedores de la Bestia (15, 3); por los ángeles del altar (16, 7.14), por una gran multitud (19, 6.15). La comunidad de la Iglesia, celeste y terrestre, se une en esta aclamación litúrgica y celebra el señorío de Dios en la economía de la salvación; su fuerza salvífica sostiene la historia y la llevará a plenitud168.
El Cordero es Cristo muerto y resucitado, cuya presencia g loriosa se convierte en el templo de la Jerusalén escatológica. A lgunas páginas del nuevo testamento permiten esclarecer esta afirmación de suma relevancia. Según los evangelios sinópticos, entre el templo de Jerusalén y el cuerpo de Jesús existe una solidaridad misteriosa, que se va acentuando conforme se acercan los acontecimientos de la pasión. En el proceso judío contra Jesús, algunos dan testimonio contra él diciendo que había afirmado: «Yo destruiré este santuario, hecho por hombres y en tres días edificaré otro no hecho por manos de hombres» (M e 15, 28). Es una frase articulada en claro paralelismo antitético. Las dos acciones resultan contrapuestas: «destruiré» (xaxcdijocj) y «levantaré» (oixoóo(.irjaa)). El objeto es indicado por el texto: se trata de «este» (toütov) san
168. Cf. Th. Blatter, Macht und Herrschaft Gottes, Freiburg 1962; D. L. Holland, jravTOXQCiTCüQ in NT and Creed: StEv 6 (1973) 256-266; W. Michaelis, Jiavto- x gáxa)Q, en TWNT III, 913-915.
154 La nueva Jerusalén
tuario, a saber, del único santuario existente en Jerusalén. «Este santuario» es distinguido de «otro» (a'k.Xov); y se añade una precisión temporal «después de tres días» (ó iá tqlojv r||.i£Qa>v). Pero la antítesis reside especialmente en los atributos que califican el templo. El primero es «hecho por mano de hombre» (xeiQOjtoÍTjtoc;), a saber, «manufacto» o «manufacturado»; el segundo es «no hecho por mano de hombre» (áx£iQ0JT0ÍT]T05), es decir, nuevo, natural, no de imagen religiosa esculpida o tallada, pues el adjetivo adopta un sentido cultual169.
Cuando Jesús muere en la cruz, los evangelistas testimonian que el velo del templo se rasga en dos, de arriba abajo (Mt 27, 71; M e 14, 58; Le 23, 45). Quiere afirmarse, desde la descodificación del sím bolo bíblico que lo sustenta, que a partir de este momento queda irremisiblemente anulada la validez del templo antiguo.
Preciso es acudir al cuarto evangelio, debido a sendas razones. Es oriundo de la misma escuela joánica, patria nutricia de Ap, de donde éste se surte doctrinalmente; además, este evangelio ha enfatizado la relación entre Jesús y el templo con mayor rotundidad que cualquier otro escrito neotestamentario. Dicha conexión ha sido sugerida en el prólogo, al anunciar el misterio de la encarnación del Verbo de D ios mediante la expresión: «puso su tienda» (éoxiívcooev — 1, 14—), en alusión a la tienda del Exodo, señal de la presencia de D ios en medio de los hombres170.
Al final del capítulo primero, Jesús responde con autoridad y clarividencia a Natanael: «En verdad, en verdad os digo: veréis el cielo abierto y a los ángeles de D ios subir y bajar sobre el Hijo del hombre» (1, 50-51). El texto tiene com o trasfondo la visión de Jacob sobre Betel (Gén 28, 12) y numerosas tradiciones judías171. Se debe notar cóm o el evangelista cambia el sujeto interpelante; en lugar del tú —que tendría com o único referente a Natanael— utiliza el plural «veréis», y éste conjugado en futuro, aludiendo a un evento que debe llegar: la muerte y glorificación de Jesús. La afirmación de Juan a la comunidad cristiana es que Jesucristo constituye la
169. Cf. G. Biguzzi: M e 14, 58: un tempio áxEtQOJioíriTog: RivBib 26 (1978) 225- 240.
170. Cf. F. Manns, L ’Evangile de Jean a la lumiére de Judaísme, Jérusalem 1991,29.
171. Cf. H. Odeberg, The Fourth Gospe!. Interpreted in its Relation tu Contempo- raneuos Religious Currents in Palestine and the Hellenistic-Oriental World, Amster- dan 1968, 35; C. Rowland, John 1. 51, Jewish Apocalyptic and Targumic Tradition: NTS 30 (1984) 498-507; J. H. Neyrey, The Jacob Allusion in John 1: 51: CBQ 44 (1982) 586-605.
La nueva Jerusalén 155
unión permanente, eficaz camino de ida y vuelta, entre la humanidad y D io s172.
La vida entera de Jesús, que a continuación el cuarto evangelio fielmente va a referir, ilustra el mensaje de que el culto no está ligado ya al templo de Jerusalén, sino a la persona misma de Jesús173.
Esta idea aparece de manera particularmente dramática en el episodio de la purificación del templo. Jesús con total dominio de la situación afirma: «Destruid (X\)oaxe) este templo y yo en tres días lo levantaré (iyegü))» (Jn 2, 19). Jesús —anota el evangelista- hablaba del templo de su cuerpo (Jn 2, 21). Y cuando «resucitó de entre los muertos» (f'iYÉQ'fl'T) ex vexQorv, Jn 2, 22), los discípulos se acordaron de estas palabras (es decir, las comprendieron plenamente) y creyeron en él. El evangelista, al disponer de idéntico verbo para referirse al levantamiento del templo y a la resurrección de Jesús —eyeígo)—, está mostrando desde la patente semántica de la frase que Jesús resucitado se erige en el verdadero templo para la comunidad cristiana.
El Ap se mantiene en la misma línea teológica del evangelio; sólo que su expresión resulta más clamorosa. Pretende recalcar la relación directa de D ios y del Cordero con la ciudad, y lo hace de manera rayana en el escándalo, afirmando con intolerable fuerza y en contra de todas las expectativas entonces dominantes, que en ella no existe ningún templo. Quiere decir, desde su mensaje teológico, que en la nueva Jerusalén no se precisa la mediación de ningún santuario para encontrarse con Dios, porque el Cordero, Cristo muerto y resucitado, anula todas las barreras y cumple en sí todas las comunicaciones: él es el lugar de encuentro perfecto entre D ios y los hombres. Lo que en vano pretendía conseguir la más honda aspiración de cualquier templo, Cristo lo realiza por medio de su humanidad resucitada174.
El libro recalca, también con énfasis, la comunión entre D ios y el Cordero. Esta perfecta comunión divina hace posible la comunión entre los hombres. Sólo el evangelio de Juan ha subrayado la profundísima unión entre el Padre y Jesús a propósito del relato arriba mencionado. Jesús emplea un vocabulario muy personal, fiel trasunto de su relación íntima con el Padre. Al hablar del templo lo califica no com o «casa de oración» (así registrado por los evange
172. Cf. F. J. Moloney, The Johannine Son o f Man, Roma 21978, 25.173. Cf. O. Cullmann, L'opposition contre le temple de Jérusalem, motiv commun
de la théologie johnannique et du monde ambianf. NTS 5 (1958) 171.174. Cf. G. Bissoli, II Tempio nella letteratura giudaica e neotestamentaria. Stu-
dio sulla corresponden?# fra tempio celeste e tempio terrestre, 125-126.
156 La nueva Jerusalén
lios sinópticos: Mt 21, 13; M e 11, 17; Le 19, 45), sino cual es, en verdad, a partir de la conciencia de su filiación divina: «la casa de mi Padre» (Jn 2, 16). Y él será, una vez resucitado de entre los muertos, la nueva y definitiva casa del Padre, en donde los hombres podrán encontrar efectivamente a D ios y encontrarse mutuamente en D ios (Jn 14, 2.6.9).
Este verso del Ap, dotado con toda la extrañeza inicial («santuario no vi») y de radicalidad («D ios y el Cordero es su templo»), acentúa la definitiva transformación operada en la historia de la salvación. Los templos, cuantos santuarios ha erigido la piedad de los hombres y las más dispares religiones, señalaban la presencia provisoria de D ios. Eran un sincero, mas vano intento, por querer alojar la divinidad: amurallar en un recinto material su presencia infinita, clausurar en un tiempo fugaz su eternidad. Tras esa larga constelación de templos, después de constatar que no lograron lo que con tan loable afán pretendían, ahora, situados en el momento de plenitud de la historia, Ap realza con majestad que D ios, en co munión de personas (el Padre y Cristo), constituye el templo verdaderamente único de la humanidad, en donde se asienta la nueva ciudad formada por hombres rescatados.
Ap resalta con el recurso literario de dos metonimias la interacción de lo divino y lo humano; explica el contenido por el continente: la ciudad descrita son los hombres, el templo designado es Dios. Y templo no se ve en la ciudad, porque la ciudad es ya todo un templo. La presencia de D ios irrumpe en la ciudad, se adentra en su interior hasta ensimismarse con ella; transfigura las relaciones humanas ya consideradas ‘en referencia a ’ y ‘a imagen de’ la comunión de D ios Padre e Hijo, íntima relación personal, como una convivencia asimism o profunda e interpersonal, realizada en plenitud de transparencia175.
13. La luz de D ios y del Cordero23Y la ciudad no necesita del sol ni de la luna para que alumbren,pues la gloria del Señor la ilumina, y su lámpara es el Cordero.
Este verso, en forma de quiasmo con el anterior, describe de manera concisa la más hermosa luminaria. En la nueva ciudad no se precisa de la luz del sol ni de la luna. Estos seres naturales, pre
175. Cf. J. Bonsirven, L ’Apocalypse, 319-320.
La nueva Jerusalén 157
ciosas criaturas de D ios (Gén 1, 18) y necesarios para el recto desenvolvimiento de la vida y regulación de la actividad humana, son pálidos reflejos en comparación con la luz divina, aquí potenciada hasta el infinito.
La fuente de nuestro texto sigue siendo el profeta Isaías, que emplea con frecuencia el símbolo de la luz para indicar la presencia de D ios (2, 5; 24, 23); pero se destaca en especial el siguiente texto:
No será para ti ya nunca más el sol luz del día, ni el resplandor de la luna te alumbrará de noche, sino que para ti el Señor será luz eterna, y tu Dios tu gloria (60, 19).
Las dos últimas frases se estructuran en estricto paralelismo sinonímico: «El Señor será luz eterna»; «tu D ios tu gloria». Ap introduce un cambio significativo. A llí donde Isaías escribe «tu D ios», Ap inserta «el Cordero». Esta deliberada corrección posee dos significaciones fundamentales. La primera es que la luz divina se ha manifestado ante todo com o luz cristiana/crística, hecha v isible únicamente con la presencia de Jesucristo. La segunda estriba en que la mención expresa del Cordero junto a Dios, sitúa a aquél en el mismo rango de divinidad que posee Yahvé en el antiguo testamento. Cristo es la plena revelación de la gloria de Dios.
Otro cambio se registra, al constatar que mientras Isaías habla de luna, el Ap menciona la «lámpara» (A/úxvoc;) que es el Cordero. En principio, esta modificación no se debe a que al autor de Ap le repugne quizás el simbolismo lunar aplicado a Cristo176, sino sobre
176. Así cree P. Prigent, L ’Apocalypse de saint Jean, 342. No podemos menos de recordar que este símbolo sí se aplica plenamente a Cristo en el libro-poemario, que con más hondura ha tratado en este siglo, desde la voz de la poesía, el misterio de Cristo: El Cristo de Velázquez, de M. de Unamuno. Cristo es la luna de Dios y es la luna para la humanidad. En la noche, que envuelve a la tierra, la luna es el único destello de luz, que la humanidad puede recibir. La luna es testigo del sol vivificador (que en el poema se refiere a Dios). Asimismo, Cristo recibe toda la luz del Padre, es su único testigo, y con su luminosidad (cuerpo blanco, donde brilla al unísono la divinidad y la humanidad) puede alumbrar y «or-ientar» a la humanidad errática y oscurecida. Léanse estos hermosos versos: «Mientras la tierra sueña solitaria, / vela la blanca luna; vela el Hombre / desde su cruz, mientras los hombres sueñan, / vela el Hombre sin sangre, el Hombre blanco / como la luna de la noche negra (El Cristo de Velázquez (edición crítica de V. García de la Concha) Madrid 1988,1, IV, 94). «De noche la redonda luna dícenos / de cómo alienta el sol bajo la tierra; y así tu luz: pues eres testimonio Tú el único de Dios: / sólo tu luz lunar en nuestra noche / cuenta que vive el sol...» (El Cristo de Velázquez I, V, 98). Para un desarrollo ulterior, cf. J. Bergantín, El Cristo lunar de Unamuno: Luminar 4 (1940) 10-30; J. G. Renart, El Cristo de Veláz-
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todo porque utiliza, recurso expresivo en él bastante habitual, el término «lámpara» (Átr/voq) com o elemento de contraste en la descripción de la ciudad de Babilonia. La ciudad autosuficiente se su- mergerá en la oscuridad, carente de luz: «la luz de la lámpara (qpcog Xijxvou) no brillará más en ti» (18, 23). En cambio, la nueva Jerusalén se ve inundada por la luz de la lámpara que es el Cordero. Sólo en tres ocasiones aparece la palabra «lámpara» (Áir/vog) en Ap: las dos ya mencionadas (18, 23; 21, 23) y una tercera vez para designar la felicidad de los santos, que no necesitan de luz de «lámpara» (X/úxvou) ni de luz del sol en el paraíso recreado (22, 5).
También en los escritos de Juan, el motivo recurrente de la luz, con su amplia estela simbólica, subraya la comunión entre el Padre y Jesús. Ambos son designados com o luz perfecta, sin mancha alguna de sombra. D e D ios se dice: «Este es el mensaje que oímos de él, y os anunciamos: que D ios es luz y en él no hay tinieblas» (1 Jn 1, 5). D e Jesús se afirma: «El es la luz verdadera que alumbra a todo hombre» (Jn 1, 19).
En el cuarto evangelio Jesús es considerado com o luz, porque él se ha mostrado soberanamente com o la revelación de la vida de D ios para el hombre que camina en la oscuridad. Los textos alusivos son abundantes: 3, 19; 8, 12; 9, 5; 11, 9; 12, 35.36.46.
Dentro de la obra joánica, Ap mantiene una significación muy peculiar con respecto a la luz. Esta se manifiesta com o una prolongación visible de la gloria y de la lámpara, términos que poseen significación cultual; pues la luz es referencia de la «gloria» (6ó- \a ) que llenaba el templo; com o asimismo de la «lámpara» ( .a(,i- Jtág), señal de la presencia vigilante de D ios en el templo (cf. Ap 4 ,5 ) .
Este verso, pues, se revela com o la continuación orgánica del anterior, que mencionaba el templo. Ahora se sigue hablando del mismo templo, mediante la sim bología de la luz y con la utilización de un haz de palabras impregnadas de connotación luminosa. Repárese en la fuerza acumulativa de los vocablos empleados: «sol, luna, alumbrar, gloria, iluminar, lámpara».
La ciudad aparece com o el lugar oriundo de la luz, el verdadero «oriente» luminoso. Ya no hay necesidad ni de luz astral (sol o luna) ni de luz cultual (lámpara) tal com o señala Ap 21, 23; 22, 5;quez.: Estructura, estilo, sentido, Toronto 1982, 69-80. Para valorar adecuadamente todo el poema, teniendo en cuenta la teología subyacente, cf. O. González de Cardedal, Cuatro poetas desde la otra ladera. Unamuno, Jean Paul Sartre, Machado, O. Wilde, 1996, 19-192. El autor se refiere al poemarío como uno de los monumentos máximos en la historia de la poesía y de la religiosidad españolas (p. 192).
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pues D ios y el Cordero son la única fuente de luz que inunda la ciudad, la plena luz escatológica.
Ap insiste en la presencia inmediata de D ios y del Cordero; la irradiación de su vida se da a los hombres de forma esplendorosa, en una comunión hecha de luz. Unas palabras de un salmo cultual pueden servir de comentario sapiencial a esta misteriosa realidad:
Los humanos se acogen a la sombra de tus alas, se nutren de los sabroso de tu casa, les das a beber del torrente de tus delicias; porque en ti está la fuente viva y tu luz nos hace ver la luz (Sal 36, 8- 18).
14. La nueva Jerusalén, ciudad del mundo24 Y las naciones caminarán a su luz, y los reyes de la tierra traerán su gloria hasta ella; 25sus puertas no cerrarán, pues allí no habrá noche, 26y llevarán hasta ella la gloria y el honor de las naciones.
Estos versos hablan de la función centrífuga de la nueva Jerusalén, la que irradia luz por doquier. También aluden a su función centrípeta: las naciones y los reyes de la tierra caminan atraídos por la «orientación» de su luz y le llevan su gloria. Son, en fin, el cumplimiento de unas antiquísimas profecías y salmos, en tom o a la gloria de la Jerusalén futura.
Los escritores bíblicos avizoraban en un lejano porvenir que Jerusalén se convertiría en la meta de todas las naciones (Is 60, 3.5.11; Sal 17, 34; 72, 10.15)177. Todas ellas subirían hacia Jerusalén, mas esta confluencia quedaba ensombrecida por mor de unas condiciones históricas humillantes; pues su peregrinación no se realizaba en son de paz igualitaria, sino para rendir servilmente la contribución de vasallaje con respecto a Jerusalén.
El presente pasaje de Ap 21, 24-26 es una remembranza del profeta Isaías:
Marcharán las naciones a tu luz, y los reyes al esplendor de tu alborada... Vendrán a ti los tesoros del mar, las riquezas de las naciones..., un sinfín de camellos, jóvenes dromedarios de Madián y de Efá. Todos ellos vienen de Sabá, portadores de oro y de incien
177. Cf. V. Eller, How the Kings o f the Earth land in the New Jerusalem: The World on the Book o f Revelation: Katallagete/be ReconciIed5 (1975) 21-27.
160 La nueva Jerusalén
so. Todas las ovejas de Quedar se apiñarán junto a ti, los machos cabríos de Nebayot (Is 60, 3.5-7).
El Ap, conforme a su fiel costumbre de em pleo del trasfondo veterotesmentario que lo sustenta, modifica la cita de Isaías. El lector será testigo, a lo largo de los siguientes párrafos, en que ambos textos se cotejan, de los logros interpretativos con que el autor de Ap sabe matizar y enriquecer genialmente su mensaje teológico.
Omite la larga enumeración del profeta que se complacía en detallar las riquezas y tesoros traídos: vienen del oeste los tesoros del mar en barcos fenicios; las riquezas del oriente proceden del desierto de Arabia, una abigarrada multitud polícroma sube en holocausto para hermosear la casa de Dios.
Ap reemplaza esta inmensa carga por un sobrio binomio «la gloria y el honor» (tijv dó^av x a i xijv ti|ií]v). Despoja a su fuente inspiradora de todo sabor demasiado folklórico, de alusiones a topografías y pueblos muy determinados, para hacer ver que se trata ahora de una peregrinación universal178. ¡ Apréciese otra vez más, el discreto encanto de la escritura de Ap, respecto a sus modelos de inspiración —sean bíblicos o extrabíblicos—: cuánta contención y elocuencia en sus elementales afirmaciones!
En este proceso valorativo resulta digno de atención otro contraste conscientemente descrito. La comparación tiene ahora como referente la situación en la ciudad de Babilonia. Las riquezas, que antes eran objeto de comercio, codicia y ambición desmesurada en la metrópolis de Babilonia y que la hicieron centro de poder inhumano (18, 11-17), ahora se convierten en regalo y dádiva. Se transforman en vehículo eficaz de comunicación pacífica entre nación y nación; entre éstas y la ciudad de la nueva Jerusalén. Además, hay que notar la ausencia de todo inventario, salvo los lacónicos términos «gloria y honor», a diferencia del recargado pasaje, que describe pormenorizadamente, hasta con exceso rayano en el derroche, las mercancías y productos de Babilonia (Ap 18, 11-13)179. Esta ciudad se asienta sobre el comercio, y com ercio sacrilego, capaz de matar vidas humanas; en la nueva Jerusalén ya no existe la inhumana lucha de mercado, sino que se instauran relaciones de paz duradera y de armonía entre todos los pueblos.
178. Kraft reconoce que Ap 21, 24-26 es una repetición de la profecía de Is 60, ] -11, pero carente de orden y claridad, está mucho mejor descrita en su modelo (Die Of
fenbarung des Johannes, 273). Dicha observación, atribuida al autor del Ap, nos parece infundada e insuficiente.
179. Cf. J. Schneider, xmr|, en TWNT VIII, 179.
La nueva Jerusalén 161
El ingente lote de «gloria y honor», aportado generosamente por las naciones, no va a hermosear a Jerusalén, com o ocurría en la narración del profeta Isaías: «Y mi hermosa Casa hermoseará aún más» (60, 6); puesto que la nueva Jerusalén, de tanta hermosura como está engalanada —portentoso cúmulo henchido de belleza, que la sitúa en un inigualable rango divino, recuérdese la exuberancia del oro y la pedrería preciosa que la cimentan y pavimentan—, no admite ni un ápice ni una joya más, que puedan volverla aún más hermosa.
Ap introduce el verbo «caminarán» (jteQutaTiíoo'uotv) —que no estaba en el original de Isaías—, en lugar de la forma habitual del profeta: «marcharán» (jiOQEÚoovTai). Utiliza de manera deliberada el verbo, que en todo el libro posee un peculiar registro, cuyo sentido es preciso descubrir. Se asigna a Cristo, «el que camina» (ó jteQutatcóv) en medio de los siete candelabros de oro (2, 1). Se aplica a los cristianos de Sardes, que no se han manchado y «caminarán» (jt£QuraTf)oouoiv) con Cristo, vestidos con blancas vestiduras, pues son dignos (3, 4). El cristiano debe vigilar y guardar sus vestiduras, para que no «camine desnudo» (yusivo? jt£QLJtaxf¡) y poder marchar dignamente con Cristo (16, 15). A sí, pues, el verbo se refiere a Cristo «el que camina» en medio de la Iglesia, y a los cristianos que, merced a su fidelidad, también tendrán derecho a caminar victoriosos con Cristo. Quiere decirse que estas ciudades y reyes, que Ap menciona, poseen, merced al característico verbo que les acompaña, una acepción positiva y un acentuado valor cris- tológico.
Es preciso atender críticamente a una observación original, formulada a propósito de la subida de las naciones y reyes. J. Com- blin ha intentado mostrar que la llegada a la ciudad nueva es una acción que se prolonga ininterrumpidamente. El autor estudia las frecuencias y acepciones de los verbos «subir» (áva|3aív£iv) y «caminar» (jieqijkxteIv), las compara, extrayendo la siguiente conclusión: «El verbo ‘subir’ se adapta a las condiciones espaciales y temporales de la antigua alianza: incluye un desplazamiento del país hacia la ciudad, y designa una acción que dura un tiempo determinado. Pero la nueva Jerusalén es coextensiva al mundo nuevo»180. Tal concepción no puede legítimamente formularse desde el rigor de la gramática empleada; pues una lectura atenta de Is 60, 1- 10, según el texto de los LXX, no descubre en ninguno de los diez versos la presencia del verbo «subir» (áva|3aí,vav); por eso su con
180. J. Comblin, La liturgie de la nouvelle Jérusalem, 25.
162 La nueva Jerusalén
clusión, que suena con acentos muy sugerentes, parece ser precipitada y errónea.
Hay que decir que Ap utiliza las imágenes de Isaías, pero sometiéndolas a una muy alta depuración. A fin de conocer con precisión el significado de las expresiones, «las naciones» y «los reyes de la tierra», es menester realizar un completo recorrido por el conjunto del libro, ya que no resulta unívoca su interpretación. Ha llegado a decirse que el autor de Ap utiliza expresiones, tales como «naciones» o «reyes de la tierra», que, al ser un calco literal del profeta Isaías, no resultan apropiadas para describir la nueva situación que se instaura181.
«Las naciones» (rá f'í) vt])Tres significados fundamentales puede alcanzar en Ap:— Interpretación étnica. Es una designación gentilicia, se refie
re de manera neutral a naciones o pueblos. Con frecuencia está añadido a expresiones parecidas, sinonímicas. Véanse las abundantes citas que ofrece el libro: 2, 26; 5, 9; 7, 9; 10, 11; 12, 5; 13, 7; 14, 6; 15, 3.4; 20, 3.8.
— Interpretación hostil-negativa. Alude a las naciones como símbolo de un poder que desprecia y pisotea el lugar santo (11, 2), que se burla de los profetas (11, 9). Las naciones se llenan de cólera ante el triunfo final de los testigos-profetas (11, 18); han bebido del vino del furor de la fornicación (14, 8; cf. 18, 3); sirven de soporte a la gran cortesana (17, 15); han sido engañadas por el poder pagano e idolátrico de Babilonia (18, 23); serán objeto de un severo castigo por parte del jinete que monta el caballo blanco (19, 15).
— Interpretación positiva. Esta acepción aparece sólo en el capítulo 21 del libro. Las naciones dejan su imagen negativa y opresora; ya no tienen en ellas mismas su punto de gravedad, sino que marchan com o imantadas a su lugar y encuentran su patria en la nueva Jerusalén, que se convierte en centro de atracción para todas ellas y meta del universo. Todos las naciones caminan hacia Jerusalén en busca de la luz salvadora (cf. 21, 24-26).
181. Asi lo hace T. F. Glasson, The Revelation ofJohn, Cambridge 1965, 120. Tal vez desconoce este exegeta la evolución semántica que Ap realiza dentro de su libro.
La nueva Jerusalén 163
En nuestro texto se realiza lo que habían visto anticipadamente los profetas en lo tocante al atractivo que ejerce Jerusalén sobre las naciones (Is 2, 2-4; 60, 3; Ag 2, 6-9). Pero hay que decir, matizando, que éstas abandonan ya el orgullo étnico; dejan de ser rivales para convertirse en hijas/hermanas de la ciudad de D ios, madre de todas la naciones. Reina ya una paz universal y duradera.
«Los reyes de la tierra» (o i PaoiXsíg xfjg yfjg)También esta expresión ha padecido la misma transformación
semántica que el lexema de las naciones; de ser un concepto con denotaciones claramente hostiles al pueblo de D ios durante todo el curso de la historia —según Ap 6, 15; 17, 2.19; 18, 3.9.19—, ha llegado a convertirse en elemento integrante del cortejo universal que acude en peregrinación a Jerusalén, a fin de rendirle triunfal pleitesía (Ap 21, 24).
Se cumple lo predicho por el salmo:Contaré a Egipto y a Babilonia entre mis fieles, filisteos, tirios y etíopes han nacido allí... y cantarán mientras danzan: Todas mis fuentes están en ti (87, 4.7).
Este canto a Jerusalén rompe cualquier clase de particularismo y reticencia sectaria. Es preciso leerlo en clave de arquetipos universales, procurando alcanzar, más allá de los nombres concretos, la realidad profunda que encaman. Los proverbiales enem igos del pueblo, com o son Egipto y Babilonia, se convierten en ciudadanos del nuevo reino. Igual acontece con los rivales históricos: filisteos, los comerciantes de Tiro y los residentes de Etiopía. Todos son ganados pacíficamente a la ciudadanía de Jerusalén; se rompe la mul- tisecular enemistad y las remotas diferencias se acercan: Jerusalén es ciudad universal, que irradia su gloria por todo el orbe.
Se insiste, por tanto, en una de las notas más características de la nueva Jerusalén: ciudad de puertas francas, abierta a todo el mundo. Las naciones paganas ( t á e'&vri) —no importa ya ni la raza ni el origen— van en dirección de la luz de la nueva Jerusalén. Los reyes de la tierra, cetros y centros de poder asfixiante, quienes eran antaño aliados de la Bestia y enem igos del Cordero (cf. anteriores textos), deponen su actitud de amenaza; y traen su «gloria» (óó- í;av), cuanto tienen de más preciado, su «honor» (TÍ(,ii]v), y reconocen el señorío de Dios y de Cristo. Un ambiente ya logrado de paz universal reina en la nueva Jerusalén.
164 La nueva Jerusalén
Se describe, pues, una peregrinación universal, la enorme caravana del mundo que camina rumbo a la nueva Jerusalén. Se realiza la aspiración, presente en tantos testimonios de la literatura apocalíptica: Tob 13, 9; 14, 5; 1 Henoc 90, 28-33; Oráculos Sibilinos 702-731. Esta recibe a las naciones con las puertas abiertas, en una afluencia de gloria y de júbilo incesante, sin que la noche ponga pausa a tanto desfile.
Solía ser habitual que el desenvolvim iento de la vida dentro de una ciudad antigua, en sus aspectos sociales, com erciales..., se viese interrumpido o disminuido ante la llegada de la noche o al cerrarse las puertas con el exterior. No ocurre así en la nueva Jerusalén, donde hay de continuo vida exuberante182. Se cumple la profecía de Is 60, 11:
Abiertas estarán tus puertas de continuo; ni de día ni de noche se cerrarán, para dejar entrar a ti las riquezas de las naciones, traídas por sus reyes.
Esta noche no es oscura, al contrario resulta sorprendentemente brillantísima; tiene profundas reminiscencias con la noche pascual, tipo de la noche de la venida del Mesías, que traerá la salvación escatológica. Algunos escritos judíos han enaltecido sus maravillas: la noche será luminosa, la luna brillará com o el sol y éste será siete veces más luminoso «com o la luz que D ios había creado al com ienzo y reservado en el paraíso»183. El origen más antiguo de esta creencia se encuentra en una Barayta de Gén Rabbá 1, 3, acerca de la luz primigenia de Gén 1, 3, oculta en el paraíso hasta el momento en que aparezca con la presencia del M esías184. La noche, com o se verá, se asocia a la venida última del Mesías.
Es preciso mencionar, dentro de nuestro preciso contexto, el más privilegiado testimonio judío, titulado Poem a de las cuatro noches. Esta reflexión litúrgica —el Targum a Ex 12, 42— asocia en una teología histórica cuatro eventos cruciales, situándolos respectivamente en cada una de las noches: la creación, la ofrenda de Abrahán con el sacrificio de Isaac (Aquedá), la pascua de Egipto y la llegada del M esías en la noche de pascua185. Esta noche ilumina
182. Cf. S. Bartina, Apocalipsis de san Juan, 842.183. Cf. Exodo Rabbá 12, 2. Cf. H. L. Strack-P. Billerbeck, Kommentar zum
Neuen Testament aus Talmud und Midrasch IV, 960-962.184. Cf. R. Le Déaut, La Nuit Pascale, Rome 1963, 235-236.185. Cf. la versión española en A. Diez Macho, Neophyti I II. Exodo, Madrid-Bar-
celona 1970, 78. Y una pertinente explicación en D. Muñoz, Derás. Los caminos y sentidos de la Palabra divina en la Escritura, Madrid 1987, 137, 174.
La nueva Jerusalén 165
da de gloria, portadora de la liberación final, ha dejado profunda impronta en la literatura judía186. La llegada del M esías —justamente en la noche de pascua— la Iglesia la ha visto realizada con la resurrección de Jesús187; y así lo canta en el pregón de la noche santa del sábado de gloria: «Esta es la noche de la que estaba escrito / será la noche clara com o el día / la noche iluminada por mi gozo».
Finalmente se oye una severa advertencia, dirigida a todos los lectores: «Y no entrará en ella nada profano, ni el que comete abominación y mentira, sino sólo los inscritos en el libro de la vida del Cordero» (21, 27). Es una voz de alerta, que guarda estrecha semejanza con 21, 8 —texto ya detenidamente estudiado—. La entrada en la ciudad no queda reservada al capricho de cualquiera, mo- dificable según el talante del peregrino; respeta la libre responsabilidad de cada uno. El texto resuena con entera claridad: no puede entrar en la ciudad nada «profano». El adjetivo xotvóg puede significar impuro (Is 52, 1; Hech 10, 14.28; 11,8; Rom 14, 14); pero también profano (Me 7, 2; Heb 10, 2 9 )188. Este sentido concuerda mejor con nuestro pasaje de Ap, añadiendo la salvedad de que la categoría de lo profano no se mide por criterios sacrales o nacionalistas, sino por la colaboración de cada cristiano en la obra de Cristo, quien lo elige y lo inscribe en su libro y en él permanece escrito, a no ser que aquél, de forma autónoma, quiera borrarse del libro de la vida del Cordero189.
La esperanza en la nueva Jerusalén se muestra activa, desencadena una nueva conducta, antípoda de la llevada por los ciudadanos de Babilonia, que practicaban la abominación y la mentira. Todas las naciones pueden entrar en la nueva Jerusalén, a excepción de las que, de manera recalcitrante, se empeñan en autoexcluirse al mancharse por la idolatría.
N o existe aquí ninguna alusión a la predestinación ni al fatalismo; al contrario, este verso constituye un vigoroso acicate para tratar de vivir conforme al evangelio de Jesús, muerto y resucitado, en
186. Cf. H. L. Strack-P. Billerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch III, 417; J. Klausner, Die Messianische Vorstellungen des jüdisches Vol- kes in Zeitalter der Tannaiten, Krakau 1903, 32.
187. Cf. R. Cantalamessa, La pasqua nella Chiesa antica, Tormo 1978, XII; R. Le Déaut, La nuit pascale, 284. Muy documentados artículos, de una abundancia casi abrumadora de testimonios en A. Strobel, Die Passa-Erwartung in Lk 17, 20f: ZNW 49 (1958) 157-197.
188. Cf. J. Bonsirven, L ’Apocalypse de saint Jean, 323; F. G. Untergassmair, xot- vóg, en DENT I, 2357-2360.
189. Para las otras expresiones, recordar la explicación ya dada previamente en 21, 7-8.
166 La nueva Jerusalén
quien cada cristiano ha sido llamado y destinado a la vida. A sí se ha recordado en Ap repetidamente: 3, 5; 13, 8; 20, 15. Nadie ni nada debe apartar al discípulo de su corona de vida, que él va pacientemente entretejiendo con los juncos diarios de su lealtad, y que Cristo le otorgará merced a los frutos de su obra salvadora en él (2, 10).
EL PARAISO RECREADO (Ap 22, 1-5)
3
La tercera parte de la gran sección unitaria, la más concisa (22, 1-5), evoca el paraíso renovado. Se pasa del registro simbólico de la ciudad a otro, cuyo referente es la naturaleza. La alegoría llega a su cima. Es la exhortación a los hombres a sumergirse en la dicha de soñar la promesa de Dios: el paraíso intacto, un ámbito de perfección, ajeno a toda caída. Estos cinco primeros versos (22, 1- 5) evocan con las imágenes primordiales del agua, la vida, el árbol... los temas característicos del paraíso bíblico y la idea del origen incontaminado que se respira en todos los hermosos jardines del mundo, patrimonio de la mejor humanidad: es el edén soñado, el «locus amoenus», el paraíso del Corán, cruzado asimismo por un río, el lugar encantado de la Arcadia clásica...
Aquí se expresa un deseo antiguo, emergente en todas las edades y pueblos: la nostalgia de la paz divina en la creación, la búsqueda de los orígenes perdidos'.
Pero en este paraíso no encontramos un mundo forjado por la fantasía oriental: ni ríos desbordados, ni paisajes multicolores, ni animales exóticos. La descripción es sobria, de intensidad retenida. La nueva Jerusalén extiende ahora su contagio a la humanidad y a la naturaleza, transfigurándolas en su luz sobrenatural2.
'Y me mostró un río de agua de vida, reluciente como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero. 2En medio de su plaza, a un lado y otro del río, hay un árbol de vida que da doce frutos, uno cada mes. Y las hojas del árbol sirven para la curación de las naciones. 'Yya no habrá ninguna maldición más. Y el trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le darán culto. 4Y verán su rostro, y su nombre está sobre sus frentes. 5K ya no habrá
1. Cf. R. Halver, Der Mythos im letzen Buch der Bibel, Hamburg 1964, 112.2. Cf. K. L. Schmidt, Die Bildersprache in der Johannes-Apokalypse: TZ 3
(1947) 60.
168 La nueva Jerusalén
más noche, y no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz de sol, porque el Señor Dios los iluminará y reinarán por los siglos de los siglos.
Estos cinco versos, escritos con lenguaje genesíaco, describen esta feliz armonía ya recobrada y para siempre. Se huye de lo negativo para dar paso a un reinado glorioso del amor, de perenne contemplación directa de Dios. Entonces observamos cóm o la conjunción copulativa se multiplica, pretende enlazar en gozosa algarabía las múltiples gracias que D ios tiene reservadas a los suyos. Estos versos expresan rotundamente la locuacidad de la dicha, que, en pura dádiva divina, ha de llenar a toda la humanidad.
Capacitado, pues, «con la fuerza del Espíritu» (21, 10), el autor del Ap puede acceder a la contemplación del paraíso, que está localizado en la nueva Jerusalén. Se trata de una visión profética, que altera los habituales esquemas convencionales de pensamiento para adentrarse en el misterio subyugante del simbolismo apocalíptico; por eso no le importa gran cosa incurrir en reiteradas tropelías lógicas: que del trono de D ios y del Cordero mane —¡extrañísimo venero, de cuyo seno nace un agua borbotante!— un río de agua de vida (22, 1); y que en medio de la plaza brote un árbol de vida (22, 2), por más que la plaza ofrezca un suelo improductivo y refractario, pues «es de oro puro, transparente com o el cristal» (21, 21).
En este fragmento el autor toma fundamentalmente motivos li- terario-teológicos del Génesis, enriquecidos por la tradición profética, para formular de manera original su propio mensaje teológico. La ciudad de la nueva Jerusalén se convierte ahora en el paraíso —sorprendente metamorfosis de enormes proporciones—, en donde se realiza íntegramente la comunicación de D ios con los hombres, de los humanos entre sí, y con la naturaleza.
El pensamiento apocalíptico tiende a unir el fin de la historia con los com ienzos; el porvenir con el origen3. No se trata, sin em bargo, de un retorno, teñido de nostalgia, a aquel paraíso perdido. No se repetirán ya los graves errores del pasado, que causaron la desarmonía de la humanidad y del cosm os. La historia no puede ya volver sobre sí misma. Hay que ser consecuentes con la fuerza objetiva de los hechos de la revelación bíblica. El Ap cristiano no presenta ahora otra edición corregida de aquel paraíso perdido y abandonado. Perdido el paraíso, hay que darlo ya por perdido irreme
3. Cf. M. Rist, The Revelation o f St. John the Divine, 541; R. H. Mounce, The Book o f Revelation, 387.
El paraíso recreado 169
diablemente. La visión última de la que Juan es testigo muestra un paraíso, dotado con la categoría de lo nuevo, lo prístino, lo recién acabado de hacer por las manos de Dios com o regalo para la humanidad. Este altísimo grado de novedad se ajusta al mismo rango que reviste la ciudad de la nueva Jerusalén, tal com o ya se ha estudiado con cierta profusión.
Así, pues, la presente contemplación profética no se desentiende de la iconología de la nueva Jerusalén. Esta prosigue en una especie de metamorfosis urbana, con rasgos propios de un paraíso. El lenguaje empleado por Ap delata la persistencia; sólo una lectura atenta descubre esta continuidad; pues el río de agua es «reluciente» com o el «cristal» (22, 1), con la misma cualidad que ha sido predicada de la gloria de la ciudad (21, 11) y de la plaza (v. 21). Con respecto al otro gran símbolo, el árbol de la vida, también se indica que brota «en medio de la plaza» (22, 2). Y no existe otra plaza sino la descrita en la nueva Jerusalén (21, 21). Es justamente en el centro mismo de la ciudad, no al margen, ni en las afueras —extrarradios en que se ubicaría cualquier jardín terrenal antiguo—, donde crece fecundo, en agua y fruto, el paraíso nuevo.
1. El río de agua de vida y el árbol de vidaD e la imagen conjunta del paraíso, poco ha vislumbrada, nues
tra retina se queda en la contemplación de sus dos componentes esenciales, com o son el agua y el árbol. Ni el uno ni el otro pueden ser tratados de forma totalmente independiente; pues están imbricados en la misma visión y determinados, además, en el texto por el sustantivo «vida», que los circunscribe.
'Y me mostró un río de agua de vida, reluciente como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero. 2En medio de su plaza, a un lado y otro del río, hay un árbol de vida que da doce frutos, uno cada mes. Y las hojas del árbol sirven para la curación de las naciones.
La presente visión tiene su fuente inspirativa en el Génesis:De Edén salía un río que regaba el jardín, y desde allí se repartía en cuatro brazos (2, 10).Asim ism o recuerda la célebre descripción del templo futuro
narrada por Ezequiel en la última parte de su libro (cc. 40-48). El
170 La nueva Jerusalén
profeta, desde un monte alto (40, 2; igual escenario y localización que describe el vidente de Ap —21, 10—), contempla, llevado por la mano de Yahvé (40, 1; en Ap se habla, en cambio, de un ángel), la gloria futura de una Jerusalén reconstruida e idealizada.
Hay que decir que los últimos capítulos del Ap han tenido como inspiración las visiones de los profetas Isaías, Zacarías, Daniel, y especialmente Ezequiel. Esta dependencia respecto al profeta Ezequiel, patentizada en numerosas pruebas de citas explícitas y remembranzas, ha sido ampliamente puesta de manifiesto y recalcada4.
La formulación de Ap proviene, pues, ya transformada, del profeta Ezequiel (47, 1-12), quien ve manar agua del templo, agua tan abundante que se convierte en «agua de pasar a nado, un torrente que no se podía atravesar» (v. 5); agua que sana lo hediondo (v. 8), que da vida y hace prosperar (v. 9).
Ap concentra en esta palabra suya tan característica, «vida», la dinámica descripción del profeta Ezequiel. Además, el río de agua de vida, que se le muestra al vidente y que retiene su atención, «está brotando» —en griego va conjugado en participio de presente (éxJTOQeuónevov)—. Es un río de aguas vivas, corrientes, no estancadas o muertas. Torrente limpio, tan cerca de la fuente que no puede sino fluir incesantemente. El agua serpea serena y fluida, «reluciente com o el cristal» —señala el texto—; impregnada de aquella luz, reflejo del centro luminoso, que es la divinidad5. El motivo de la luz sigue estando presente en esta descripción paradisíaca. También las comparaciones, que servían para ilustrar el brillo de la ciudad de Jerusalén; pues el agua es la materia transparente más parecida a la luz6.
Ap cambia la fecunda fuente desde donde brota el agua. Conforme a la lectura de Ezequiel el agua surgía del templo de Jerusalén; ahora mana del trono de D ios y del Cordero. Ya no se habla más del templo, pues el tema ha quedado suficientemente explícito en el capítulo anterior. D e ahora en adelante, el trono de D ios y del Cordero ocupará el lugar del templo.
4. Cf. J. Lust, The Order o fth e Final Events in Revelation and in Ezekiel, en J. Lambrecht (ed.), L ’Apocalypse johannique et l ’Apocalyptique dans le Nouveau Testament, Gembloux 1980, 179-183; H. Bietenhad, Das tausendjahrige Reich. Eine bi- blisch-theologische Studie, Zürich 1955, 34-35.
5. Es un agua «éticelante», así traduce C. Spicq, Notes de lexicographie néo-tes- tamentaire I, 461. Sobre las características de esta misteriosa agua, cf. Aristóteles, Me- teor., 370 a 13.
6. Cf. E. Aepli, Der Traum und seine Deutung, 278.
El paraíso recreado 171
La significación teológica acerca del río de agua de vida es rica. Se ha interpretado en clave bautismal o pneumatológica. El evangelista Juan comenta unas palabras de Jesús, que inducen a esta última equivalencia: «De su seno correrán ríos de agua viva. Esto lo dijo refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él» (Jn 7, 38b-39). Diversas interpretaciones han sido formuladas con respecto al texto de Ap. Se ha visto una clara referencia al Espíritu santo7; una alusión a la promesa de la inmortalidad8 y una referencia a la abundancia de bienestar que Dios concede a su pueblo1'. La expresión, creemos, parece indicar fundamentalmente la sacramentalidad de la Iglesia, vivificada por la presencia del Espíritu santo.
Según la visión del profeta la mención del río se imbrica, casi hasta el punto de fundirse o confundirse, con la alusiva a la arboleda. A sí reza el verso de Ez 47, 7, tan semejante a nuestro texto de comentario, conforme a las versiones española, hebrea, la griega de los LXX y la de Ap 22, 2:
En la orilla del río había una arboleda a un lado y otro.n-rm rra n'xp :n ya bmn naffl'bK (TM)xal l S o t j em t o ü x e ía o i jc ; t o O j t o t « | i o ü SévSga K o X k á acpóóou ev-íh;v v a l i e v í í e v (LXX)’Ev ¡ l é a o ) t i j c j T ^ a i e í a g a i ) t í ] ; xa! t o í i j t o t u h o í i evteM ev x a i éxetfrev ^ ú á o v ¡¡ojíjg (Ap 22, 2).
Como puede apreciarse, existen más parecidos con el texto masorético que con la versión de los LXX. El singular colectivo yi? 3"1 «árbol numeroso, mucho árbol, arboleda» se adecúa mejor con el singular í;t)A.ov de Ap que no con el plural neutro 6évÓQa JioXká. La expresión adverbial del Ap «a un lado y otro» (evteüOev xa l éxeldev) puede muy bien ser la traducción del hebreo MTQ1 Í1TQ, pero no parece corresponder al diverso sintagma ev&ev x a i evííev de los LXX.
Pero la diferencia más notable reside en la ausencia del sintagma «árbol de vida» en el profeta Ezequiel. Falta, pues, la expresión fija y estereotipada de Ap, aunque la mención de la vida no resulta ajena en el contexto inmediato. Efectivamente, rastreando entre las líneas próximas del texto profético, se lee que el agua de este
7. Cf. H. B. Swete, The Apocalypse ofSt. John, 298.8. Cf. G. E. Ladd, Commentary on the Book o f Revelalions o f John, 286.9. Cf. W. Barclay, Revelation o f John I, 283.
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torrente o río, por dondequiera que pasa, irá dejando tras de sí huellas de vida: «Todo ser viviente que en é] se mueva, vivirá. La vida prospera en todas partes adonde llega el torrente» (v. 9). Mas esta exuberancia de vida está ligada, según el texto de Ezequiel, no al árbol —com o ocurre en el libro de Ap—, sino al agua del río que brota del templo. D e donde resulta que ambos sintagmas «río de agua de vida» y «árbol de vida» se entremezclan también conforme a la descripción del Ap.
La imagen del árbol de vida de Ap parece tener su origen inmediato no en la lectura del profeta Ezequiel, sino en Gén 2, 9, cuya precisa escritura, vertida en hebreo y el griego de los Setenta, reza así:
El árbol de la vida en medio del paraísoTM: y r n □,,m pyLXX: tó gúXov xfig tcoíjg év ^léoco tco Jtapa&eíowEl autor del Ap presenta, pues, una lectura con diversas so-
breimpresiones (G énesis, Ezequiel, su propia versión), que reclama una mirada penetrante para poder captar, nítida, la imagen del árbol de la vida entre tanta fronda. No sorprende, por eso, la dificultad de algunos exegetas en su tarea de ofrecer una correcta traducción del texto.
Curioso resulta observar que la expresión «en medio (év (.léow) del paraíso», corresponde a «en medio (év ¡xéao)) de la plaza». Existe idéntica preposición en las tres versiones: TM, LXX y Ap. La imagen del paraíso ha sido ampliada con la visión de la nueva Jerusalén y de su plaza, por cuya causa el texto se ha incrementado de riqueza teológica y se ha hecho, por ello, más denso e inextricable10. Es preciso reconocer que una traducción del todo inteligible y limpia resulta muy difícil de formular, pues el autor ha recargado con un cúmulo excesivo de alusiones bíblicas el texto apocalíptico.
El Ap muestra, por medio de su peculiar mensaje, no una restauración, sino el cumplimiento de una profecía. El árbol de la v i
lo. Para obviar esta dificultad, ha investigado concienzudamente E. Delebecque, i ’Arbre de la vie dans la Jérusalem céleste: RThom 88 (1988) 124-130. El autor realiza un examen detenido de las posibles traducciones (hasta un número de once); y tras diversos análisis filológicos y comparativos, concluye dando su propia versión: «'En medio de su explanada y el río, viniendo de aquí y viniendo de allí, un Árbol de vida’... Este árbol se encuentra, pues, a igual distancia de la una y de la otra, es decir, justamente en medio» (p. 129).
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da no tiene com o referente sólo al mencionado por el libro del G énesis, sino también a aquel árbol proverbial que la literatura apocalíptica, entre tantas descripciones de fantasía, aguardaba anhelante11; y de forma señalada al que el profeta Ezequiel columbró en su visión del templo futuro. D e ahí que la discreta mención del profeta, sustentada por el texto de Ap, concede valor escatológico al árbol del paraíso. La calidad de vida que este árbol otorga es de suma abundancia y perfección12.
El Ap continúa relatando los efectos beneficiosos del árbol de la vida: da doce frutos, cada mes su fruto, y sus hojas sirven para la curación de las naciones. D e nuevo el verso apocalíptico se relaciona con el profeta Ezequiel:
Y junto al río, en la orilla, a uno y otro lado, crecerá toda clase de árbol frutal; sus hojas nunca caerán ni faltará su fruto. Producirán todos los meses frutos nuevos, porque sus aguas salen del santuario; y su fruto será alimento, y sus hojas medicina (47, 9).
Las diferencias existentes entre ambos textos, manifiestan lo que de original aporta la revelación de Ap. Ez habla con frases negativas, perentorias, de la fertilidad de este árbol: «nunca caerán sus hojas», «no acabará su fruto». Ap adopta, en cambio, un tono positivo: «da doce frutos», «cada mes da su fruto».
Existe diversa prospectiva temporal. Ez utiliza verbos en futuro, refiriéndose a una profecía que tendrá que llegar en un remoto porvenir. Ap insiste en el valor de la actualidad: el árbol de la vida «está dando» (jioioív), «está produciendo» (ájtoóióoijv) —todos ellos participios de presente— ya en este tiempo, con una fecundidad continua, incesante y feracísima.
Ap evita mencionar la expresión «porque sus aguas salen del santuario» propia de Ez; pues está aludiendo al árbol de la vida, no al río. Y el árbol de la vida está situado en medio de la plaza. Su rigor lógico, en este caso, alcanza a la imagen del árbol, y la respeta.
La relevancia de su mensaje teológico estriba en lo que añade de nuevo: la insistencia en el número doce y la expresión «las naciones».
El árbol da doce frutos, cada mes produce un fruto. La frase griega (jtoioxiv xagicoug Scbóexa), es retomada y reforzada por la
1 1 . 2 Esdras 8, 52; 2 Henoc 8, 3-4. Cf. otros testimonios y su explicación aneja en F. Contreras, El Señor de la Vida, 150-158.
12. Cf. R. H. Mounce, The Book o f Revelation, 387.
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siguiente (x a tá (.ifjva exaoxov ájTOÓióoüv). Cada uno de los meses el árbol «produce» (ájT0ÓiÓ0tSv) su fruto correspondiente. Se acentúa mediante esta reiteración la puntualidad en la fructificación, la perennidad en el ciclo de producción del «fruto» ( t ó v x c c q j tó v , en singular). La abundante cosecha está del todo asegurada y fielmente permanece. Es preciso recordar, en este contexto, el tema joánico de la fructificación, tan insistentemente reclamado por Jesús en la alegoría de la vid y los sarmientos: Jn 15, 2.4.5.8.16. La permanencia con Jesús es la única garantía para dar fruto duradero.
Pero un añadido extraño dificulta la comprensión del texto. ¿Qué significación posee la expresión «doce» que acompaña a los frutos? ¿por qué el autor inserta este número que no se encuentra en el texto inspirador del profeta Ezequiel? Precisa se hace una v isión panorámica por el libro del Ap para valorar la importancia.
En nuestro libro el número doce sobresale por su frecuencia; se refiere de manera explícita a las doce tribus de Israel (7, 5 [tres].6 [tres],7 [tres],8 [tres]; 21, 12 [tres]). En 12, 1 se relaciona con el gran signo aparecido en el cielo, una mujer con una corona de doce estrellas (alusión a las doce tribus). En 21, 14 se habla de la nueva Jerusalén que tenía doce cim ientos, que son los doce apóstoles del Cordero. Finalmente las medidas de la ciudad hacen referencia al número doce o a sus múltiplos: la ciudad, mensurada por un ángel con caña de oro, da la suma de doce mil estadios (2 1 , 16); la muralla mide ciento cuarenta y cuatro codos (v. 17); las doce puertas de la ciudad son doce perlas (v. 2 1 ).
La literatura apocalíptica menciona con asiduidad la expresión de los doce meses, pero habitualmente en relación con las tribus de Israel13.
Creemos que el número doce, clara incrustación por parte del autor en nuestro texto, se refiere a las doce tribus de Israel, pero no exclusivamente; incluye también a los doce apóstoles del Cordero, debido al contexto próximo de la visión de la ciudad. Se reafirma
13. He aquí una antología de las principales asignaciones del número doce en la literatura judía: «Todas las obras de Dios fueron hechas para corresponder al número de las tribus: doce fueron los signos del zodíaco, doce los meses, doce las horas que tiene el día, doce horas la noche, y doce piedras están colocadas en el pecho de Aa- rón» (L. Ginzberg, The Legertds ofthe Jews 1, Philadelphia 1967, 31). José habla a sus hermanos con gran magnanimidad y dice: «¿Creéis que yo tengo poder de actuar contrariamente a las leyes de la naturaleza? Doce horas tiene el día, doce horas la noche, doce meses el año, doce constelaciones hay en los cielos, y también doce tribus» (ibid., 168).
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otra vez la universalidad de la nueva Jerusalén: en ella se hace presente todo el antiguo y nuevo testamento. Ya nadie puede ser apartado, por razón de etnia u origen, del fruto de este árbol. A saber, todos los pueblos están llamados a participar y a comer del árbol de la vida. Es una oferta de vida completamente abierta y gratuita. La exuberancia de las alegrías que esperan a las naciones en el reino final, encuentra su expresión en la fecundidad mensual de los árboles14.
Se trata del tema nuclear de la universalidad de la Iglesia —verdadera preocupación teológica, rayana en la obsesión a lo largo de todo el libro—, que el autor de Ap siempre introduce allí donde puede, indeleble marca de su estilo, sirviéndose de todos los medios a su alcance, tal com o acontece en este caso donde rubrica con su sello la mínima referencia original del número doce.
La otra mención peculiar de Ap es la expresión «para la curación de las naciones». ¿Por qué su insospechada presencia y asociación? ¿qué quiere decir la palabra «las naciones» en este contexto? Ya se ha visto, poco ha, el em pleo completamente positivo que adoptaba en estos últimos capítulos el vocablo «naciones», a saber, aquellas que caminan rumbo a la nueva Jerusalén, trayéndo- le el obsequio de su gloria y de sus bienes. La riqueza no sirve ya, com o antaño en la vieja Babilonia, de motivo de confrontación, sino com o lazo de comunión.
D e nuevo el autor de Ap, al insertar el lexema «las naciones» en su texto, incrusta de hecho una profunda modificación teológica. Abre, de par en par, su perspectiva de salvación; ésta no queda ya reservada sólo a los justos de Israel, ahora se torna universal. Todas las naciones están destinadas a las salvación. Pueden con pleno derecho acercarse y tomar el fruto del árbol de la vida.
2. La nueva humanidad~'Y ya no habrá ninguna maldición más. y el trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le darán culto. *Y verán su rostro, y su nombre (está) sobre sus frentes. 5 Y ya no habrá más noche, y no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz de sol, porque el Señor Dios los iluminará y reinarán por los siglos de los siglos.
Tras describir sobriamente la quintaesencia del paraíso de la nueva Jerusalén, el Ap se extiende en las inmejorables condiciones
14. Cf. Delling, nf|v, en TWNT IV, 644.
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de vida que D ios y el Cordero, sentados en su trono (esta mención conjunta de D ios y del Cordero, se estudiará más adelante, en la interpretación teológica), otorgan con liberalidad. En su atrevida formulación que causa enorme extrañeza —¡cómo pueden ser ocupantes simultáneos del mismo trono!— esta expresión del Ap reviste una amplitud de enorme transcendencia teológica. Los verbos, en contraste con la primera parte (Ap 22, 1-2), cuyas acciones se situaban en pasado-aoristo y en presente, van conjugados en futuro: «no habrá (oím eoxai)... estará en ella (év aí)xfj eaxai)... darán culto (Á.aTQEÚaouaiv)... verán su rostro (óapovxai tó jrQÓocojtov ai)- xoü)... no habrá (otix eoxai)... iluminará (qxüxíoei)... reinarán (|3a- oiAe'úoo'uaiv)»15. La gramática es elocuente; este cambio m anifiesto de tiempos verbales indica una negación absoluta de todo elemento negativo (maldición, noche) y sirve para remarcar la nueva condición de los cristianos rescatados: el Señor los iluminará para siempre, con él reinarán, en una acción duradera e interminable. De ahí, el cambio de parágrafo con que se ha rotulado esta inédita situación: la nueva humanidad.
a) No una maldición, sino una bendiciónEl primer hemistiquio («Y ya no habrá ninguna maldición
más», v. 3) sirve de transición de una parte a otra: del paraíso a las condiciones actuales. Lo primero que se enuncia, de manera terminante, es que no existirá más maldición o anatema (xaxófl'Tijia). Esta palabra de uso helenista, tardíamente incorporada al griego, declinada en su forma singular es única en el nuevo testamento16. En Le 21, 5 aparece el plural áva§i'](.iaoiv, pero con el sentido de «exvotos». Algunos de los presentes admiran la construcción del templo, que estaba adornado de piedras hermosas y de «ofrendas votivas o exvotos» (ava'frru.iaoiv)17. En Mt 26, 74 se encuentra lacónicamente mencionado el verbo xaxa^e(.iaxí^o), que significa «maldecir», «echar imprecaciones».
Fuera del nuevo testamento se halla en un pasaje del libro de la Didajé 16, 5: «Entonces los hombres vendrán al fuego de la prueba y muchos se escandalizarán y perecerán, pero los que hayan permanecido en su fe se salvarán por el mismo ‘anatema’ (xaxai)é(.i,a-
15. Excepto la expresión negativa: «no tienen necesidad de luz —otix é'xot)aiv XQEÍav (p o rtó ?-» (v. 4).
16. Cf. H. Balz, áváfrrina, en DENT I, 241.17. Idéntico significado en F. Josefa, La Guerra judía V, 210.
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T05)». Se interpreta esta maldición, con relación a Cristo, quien se hizo por nosotros maldición, conforme a Gál 3, 1318.
La palabra griega zaxá'OriLia, dotada con la fuerza reduplicati- va del prefijo x a tá , acentúa la gravedad del anatema19. Queda abolida aquella maldición genesíaca (3, 16-22), que condenó a la infelicidad a los primeros hombres, cuyas relaciones se vieron turbadas entre ellos mismos, con los animales y con la naturaleza nutricia, y que les obligó a abandonar el paraíso20. A estas alturas del libro de Ap, dicha liberación de toda maldición posee cabal sentido; puesto que el Diablo, el gran instigador que engañaba a la humanidad y que provocó el pecado, ya ha caído; y también la Bestia y el falso profeta han sido definitivamente abatidos por la fuerza de Cristo (20, 10). N o existe, por tanto, ninguna sombra que oscurezca la luz irradiante de la nueva Jerusalén, ningún peligro de maldición se cierne en este paraíso, antípoda del paraíso terrenal. Perfectamente se cumple la predicción de Zacarías: «Y morarán en ella, y ya nunca habrá más maldición y morarán en seguridad» (14, 1 1 ).
b) Cara a cara con Dios4 Y verán su rostro y su nombre —está— sobre sus frentes.
Este verso refiere la visión directa que la nueva humanidad tendrá de Dios, quien se convierte por ventura en la permanente contemplación que llenará sus vidas21. El verso, en su escueto laconismo, contiene la certidumbre de una dicha suprema, que un creyente/lector de la Biblia apenas podía llegar a imaginar y que, sin em bargo, era en el fondo su aspiración más honda: ver a D ios. Ap asegura, de manera antropológica, con la mención de la parte más representativa de la persona —com o es el rostro-, que los cristianos fieles «verán su rostro» (v. 4a).
La situación de la humanidad rescatada sobrepasa con creces al Israel antiguo, donde nadie podía ver a Dios sin padecer la muerte. Tal era la experiencia de los grandes patriarcas y profetas. A M oisés que suspiraba por ver a Dios (Ex 33, 18), éste le dice: «Mi ros
18. Cf. E. Stommel, or|[ieiov éxjtgTáaecog (Didaché ¡6, 6): RoQ 48 (1953) 31-34.
19. Cf. F. Blass-A. Debrunner-F. Rehkopf, Grammatik des neutestamentlichen Griechish, § 225, 3; E. B. Alio, L ’Apocalypse, 354.
20. Cf. S. Bartina, La escatología del Apocalipsis: EstEcl 21 (1962) 309-310.21. Cf. J. Ladame, «¡Is verront son visage», Apc 22, 4: VSI 16 (1968) 24.
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tro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo... podrás ver mis espaldas; pero mi rostro no se puede ver (v. 20.23). Recuérdese también los ayes desdichados de Isaías, quien se siente hombre perdido porque sus ojos han visto a D ios (6, 3).
Hay que añadir también que esta contemplación abarca misteriosamente a Dios y a Cristo; pues ambos son los ocupantes del trono. A sí queda indicado desde el rigor de la gramática del Ap, ya que un solo adjetivo - e l singular «su» (au toí))— engloba a D ios y a Cristo, com o unidad indisoluble22.
Dicha visión conlleva la comunicación plena de la vida espiritual que el Padre absolutamente posee y que da en plenitud a Cristo, y que éste otorga gloriosamente a los suyos. El cuarto evangelio lo expresa mediante el sim bolism o de la inmanencia compartida y del conocer más íntimo posible:
Aquel día com prenderéis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros (Jn 14, 20).Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero y a tu enviado, Jesucristo (Jn 17, 3).
Esta contemplación no conocerá mengua ni límite, porque Ap asegura en la segunda parte del verso que «su nombre —está— sobre sus frentes» (4b).
Portar el nombre divino en la frente es señal de pertenencia exclusiva a D ios y de protección divina, según múltiples testimonios del Ap: 3, 13; 7, 3; 14, 1. En cambio, los seguidores de la Bestia llevan su «marca» (xáQay|.ia) inscrita en sus frentes (13, 16). D e nuevo el Ap registra el contraste de caracteres opuestos entre los fieles de D ios y los adeptos de la Bestia.
Como trasfondo explicativo de la imagen se puede rememorar el pasaje de Ex 28, 36-38, donde se refiere que Aarón llevaba sobre su frente, una lámina de oro con la inscripción: «Consagrado a Yahvé». En nuestro pasaje esta señal sobre las frentes del nombre de Dios, indica la total consagración al servicio de D ios23.
D ios no sólo es objeto de contemplación, sino que se constituye egregiamente en el que mira; es, en términos absolutos, «quien en verdad mira». A sí reza la denominación que Agar le rinde a Yahvé, cuando en el desierto, huyendo de la presencia de su señora Sa- ray, se encuentra con Dios. Ella exclama: «He visto las espaldas de
22. Cf. T. Holz, Die Christologie der Apokalypse des Johannes, 202.23. Cf. H. B. Swete, The Apocalypse o f St. John, 301.
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aquel que me ve» (Gén 16, 13). En el salmo 80 se repite por tres veces, con la fuerza reduplicativa del estribillo, la súplica: «que brille tu rostro y nos salve» (4.8.20). El brillo del rostro es señal de benevolencia divina —un rostro radiante es denotativo de acogida y, específicamente de unos ojos complacientes, de unos labios que sonríen—, causa de salvación para quien es objeto de esa mirada. Igualmente la mirada del Señor se fija sobre los que esperan en su amor, para librar sus vidas de la muerte (Sal 33, 18-19). La creencia de que la mirada de D ios realiza la bondad y que morar a la sombra de mirada es saludable, se convierte en una creencia admitida por la súplica repetida de los salmos. D ios lo mira todo, nadie puede huir de su rostro (139, 7). La mirada de Dios es transformadora, recrea al creyente, devolviéndole el fulgor de su ser original24.
c) Plenitud de luz y de sacerdocio real'Y ya no habrá más noche, y no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz de sol, porque el Señor Dios los iluminará y reinarán por los siglos de los siglos.
D e nuevo se insiste en el triunfo de la luz sobre las tinieblas, merced a la victoria divina. N o habrá más noche, aseguraba el profeta Zacarías (14, 7). N o persistirá ninguna sombra en la nueva Jerusalén, que empañe la claridad de la luz, a saber, la presencia irradiante de D ios quien hace a los hombres sapientísimos y felices: «No surgirá ya más la noche del pecado, ni aparecerá la tiniebla de la injusticia; y los que vivan en esa bienaventuranza no necesitarán de la enseñanza de doctor alguno... porque toda ciencia que se necesita, se descubre en la claridad de su rostro»25.
No hace falta, por tanto, ni luz cultual («lámpara» —Xúxvog—) ni luz astral («el sol» —11X105—). A través de estas palabras denota
24. En una oración, atribuida a san Agustín, desde el s. IV, se suplica: «Aspice me ut ditigam te». «Tus ojos me miran constantemente y yo vivo de tu mirada, mi Creador y mi salvación», R. Guardini, Theologische Cebete, Frankfurt 1960, 14. San Ignacio también recomienda: «Un paso o dos antes del lugar donde tengo de contemplar o meditar, me pondré en pie, por espacio de un Pater noster, alzado el entendimiento arriba, considerando cómo Dios nuestro Señor me mira» (Ejercicios Espirituales, 75). Interesantes sugerencias en P. van Breemen, Transparentar la gloría de Dios, Santander 1994, 11-21.
25. Apringio de Beja, Comentario a l Apocalipsis (Introducción, texto latino y traducción de A. del Campo), Estella 1991, 210.
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tivas com o «lámpara» y «sol», Ap sigue insistiendo en la anulación de todo régimen antiguo. En la nueva Jerusalén no se precisa de ninguna lámpara para el culto, porque «Dios todopoderoso y el Cordero es la ‘lámpara’ (Toj/vog)» (21, 23), la única capaz de iluminar. Merced a la palabra «sol», se anuncia la invalidez del orden natural, basado en la primera tierra y el primer cielo (Gén 1, 14- 16). El sol que alumbra reside en Jesucristo resucitado, cuyo rostro, tal com o el vidente lo ha contemplado en la cristofanía inicial, brilla «com o el sol en su apogeo» (65 ó ijkog év ifl &vvá[xei a m o v , Ap 1, 16). La luz de la nueva Jerusalén no se alimenta, por tanto, de la fuerza del culto humano, imagen de los templos terrenos; no teme el ocaso del sol natural, que fatalmente atardece. Sus luminarias no son pasajeras, parpadeantes, sino divinas, eternas; porque, com o antes se ha dicho (21, 23), y ahora se reitera, la presencia de D ios ilumina siempre y perfectamente.
La expresión «darán culto» se une a «reinarán» por motivos m etodológicos, en sintonía con el sentir del Ap que con frecuencia agrega ambas referencias. Con esta mención de Ap 22, 5, culmina un proceso, que se había prometido a lo largo del libro acerca de los sintagmas «un pueblo de sacerdotes y de reyes» (1, 6; 5, 10). Ahora se enuncia claramente que los cristianos fieles serán sacerdotes, a saber, «darán culto» (X.atQEÍioo'uoiv) y «reinarán» (|3aoi- ^.eíioo'uoiv) por los siglos.
Hay que decir, en primer lugar, con respecto al culto, que se trata del cumplimiento de lo enunciado en la escena de los que iban vestidos de blanco (Ap 7, 9-14), donde se refería la gloriosa situación de la muchedumbre de los rescatados y del Cordero pastor. Se indicaba que éstos ya han lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero; por eso están delante del trono de D ios y le ‘darán culto noche y día’ (X.aTQE'úooouoiv c o it o ) %iéQa5 x a i v\)xtóg Ap 7, 15). Este culto se verifica en un encuentro personal, a saber, «estando delante de Dios»; celebra ininterrumpidamente —día y noche— el triunfo de D ios y de Cristo, que se ha hecho com pleto en la victoria de los cristianos. D e ahí que Ap señala oportunamente su porte y su indumentaria: llevan palmas de aclamación en sus manos (cf. Sal 118, 25) y van vestidos de blanco26.
N ótese, además, el régimen especial de los verbos en el Ap, aquí fielm ente transcritos, que giran ininterrumpidamente sobre los
26. Cf. H. Ulgard, Feast and Future. Revelation 7, 9-17 and the Feast o f Tabernacles, Stockholm 1989, 69-107.
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tres tiempos; fenómeno gramatical que causa extrañeza, pero que un poco más adelante podrá ser esclarecido27.
El verbo «AaTQEÚco», abundante en los LXX, se refiere siempre al culto dado por el pueblo (Ex 3, 12; 7, 16.26; 8, 16; 9, 1.13; 10, 3.7.8.24). Este culto constituye la latría por excelencia. Son ahora los cristianos, nuevo pueblo y nueva humanidad, quienes lo tributan a D ios28.
El título oficial dado a Israel en Ex 29, 6 —«reino sacerdotal» (PaoiAeíav íeQEtg)—, se atribuye a la comunidad cristiana en varias ocasiones a lo largo del libro del Ap: 1, 6; 5, 10; 20, 4.6). Pero existe una situación inédita: en la ciudad de la nueva Jerusalén, ya no se utiliza la palabra «sacerdotes» (Leqei^); no se precisan intermediarios entre D ios y los hombres; por tanto, no hace falta templo, ni sacerdotes, ni sacrificios de ninguna clase. Los elegidos verán directamente a D ios y tendrán con él una relación íntima, tomando parte activa en su victoria eterna29.
En segundo lugar, Ap señala de manera explícita que los elegidos «reinarán». Se trata de la participación plena en el reinado del Cordero, Señor de señores y Rey de reyes (Ap 17, 14). Ya se había asegurado a los mártires que reinarían con Cristo durante el m ilenio (20, 4). Ahora llega el cumplimiento eterno. El verbo, no obstante, va conjugado en futuro, «reinarán» (fkxaiAeúaomiv). Pero el mismo libro habla igualmente de esta acción de reinar también en presente: 1, 6 ; 5, 10. Ya conocemos la triple rotación del tiempo en Ap. Sus tres dimensiones implican por igual el presente, el pasado y el futuro, apoyándose mutuamente.
Parece oportuno precisar a estas alturas, a modo de síntesis sumarial y desde una perspectiva neotestamentaria, las notas principales del Reino, que deben ser consideradas de manera orgánica, sin exclusivism os. El Reino tiene un componente «teo-lógico», pues su origen absoluto es el Padre. Posee una dimensión cristoló- gica, poque Jesús es su artífice, quien lo implanta mediante sus palabras y acciones, especialmente con el misterio de su muerte y re
27. Por ahora, vale la precisión de R. Vicent (La fiesta judía de las Cabañas [Sukkot], 233), quien cree que el contexto litúrgico invita a interpretar esta escena no como una profecía acerca del futuro, sino como una revelación que patentiza el genuino carácter de la existencia cristiana. Los cristianos participan ya de la salvación de Cristo, quien los conduce hacia las aguas de la vida.
28. Cf. J. Comblin, La Liturgie de la nouvelle Jérusalem, 25.29. Cf. L. Cerfaux, Regale sacerdotium: RSPhTh 28 (1939) 5-39; D. Muñoz
León, Un reino de sacerdotes y una nación santa: EstBib 37 (1978) 149-212; U. Vanni, Sacerdozio e regno n ell’Apocalisse, una prospettiva teolugica-biblica: RivLtg 69 (1982) 337-350.
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surrección. Posee asimismo una dimensión soteriológica, porque busca la salvación de toda la humanidad; y, finalmente, contiene una orientación escatológica, pues no desfallecerá, mira a la realización perfecta, cuando Cristo haya aniquilado las obras del mal y haya hecho resplandecer sobre toda la humanidad el proyecto sal- vífico de D ios. A sí lo reconoce Pablo: «Luego, el fin, cuando entregue a D ios Padre el Reino, después de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad (1 Cor 15, 24)30.
La comunidad cristiana del Ap, la Iglesia peregrina, vive en el tiempo y, aunque inseparable del Reino, no puede sin más confundirse con él, es diferente; constituye sus primicias y también su sacramento; por eso la Iglesia suplica a D ios la llegada del Reino: ¡«Venga tu Reino»! (Mt 6, 9; Le 11, 2). Ap refiere esta invocación eclesial, realizada de manera íntima, en unión con el Espíritu, según declara el diálogo litúrgico final de Ap: «El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven!» (22, 17). Con la venida última del Señor, adviene efectivamente el Reino escatológico. La comunidad eclesial anuncia kerigmáticamente este Reino a todas las naciones, lo va instaurando con la proclama viva del evangelio, mediante la generosidad de la diakonía y su testimonio martirial. La «Ecclesia consumma- ta» no es distinta del «Regnum consummatum». En la ciudad de la nueva Jerusalén, la Iglesia caminante llegará a su meta final, obtendrá su perfección y la plenitud de su cumplimiento glorioso31. De esa gloria consumada habla explícitamente este futuro: «Reinarán por los siglos de los siglos» (22, 5 )32.
Llama la atención el contraste que el preciso lenguaje de Ap instaura mediante la mención del desenlace último de unas vidas opuestas. Los condenados —señala el texto apocalíptico—: «serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos» (20 , 10); en cambio los justos «reinarán por los siglos de los siglos» (22, 5). Para unos, los seguidores del Dragón, su destino será un tormento inacabable; para los cristianos fieles, seguidores del Cordero, su suerte será participar en la realeza eterna de Cristo, su Señor.
30. Cf. M. Semerano, Reino, en Diccionario teológico enciclopédico, Estella 1995, 842-844.
31. Cf. Lumen gentium, 48, 68.32. Sobre tan fecunda temática, cf. W. J. Rewark, The reign o f the Saints (Apoc),
Colleggeville 1965, 1345-1350; H. Rathke, Die Wirklichkeit der Reiches Gottes nach Offb 22, 1-5: Exegese, Vorüberlegugen zur Predigt: StimOrth 1 (1977) 45-59; S. Germán, Das Reich Gottes ais gegenwartige und zukünftige Wirlichkeit: Exegese zu Offb22, 1-5: StimOrth 2 (1977) 31-46; J. Du Prez, Peoples and Nations in the Kingdom of God according to the Book o f Revelation: JTSAF 49 (1984) 49-64.
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Por ello, esta expresión «y reinarán por los siglos de los siglos» constituye una llamada parenética a no considerar las realidades expuestas por Ap com o algo completamente remoto —ignoto aerolito, que sobrevendrá más adelante, cayendo descomunalmente sobre las expectativas actuales, machacándolas incluso—, sino como presencialidad germinal y divina, que ha irrumpido en la historia y en el seno de la historia puja por crecer y desarrollarse vigorosamente. Dentro del curso temporal de la historia de la humanidad, hacen progresar los cristianos el reino de Cristo, el Cordero victorioso (Ap 19, 16). La promesa sobre tan glorioso porvenir que les aguarda, se revela asimismo com o tarea del hoy que les anima en su testimonio de lealtad33.
Con la certidumbre de un reinado, se corona tan fecunda consolación divina. A sí ha sido reconocido por E. B. A lio34: «Tales son las palabras que debían cerrar la última profecía de la Biblia, la más completa y la más sublime».
Es la promesa, tanto tiempo mantenida del designio salvífico de Dios, que no acaba en el absurdo ni en el caos, sino en la más plena fecundidad de su realización perfecta. Se cumple el reinado de Dios, en el que los cristianos, unidos a Cristo, «Rey de reyes», participan y gozan «por los siglos de los siglos», a saber, con una duración, que no conocerá ya los límites del tiempo, de forma imperecedera, sin fin.
33. «Todas estas imágenes convienen proporcionalmente a la vida presente y a la futura» (E. B. Alio, L ’Apocalypse, 353).
34. L ’Apocalypse, 355.
INTERPRETACION TEOLOGICA4
El peregrino que hoy acude a visitar Jerusalén suele situarse en un mirador habitual, en la falda del M onte de los O livos, junto a la iglesia del Pater Noster. D esde esta atalaya puede ver la Jerusalén actual: si alza los ojos su vista tropieza con la explanada del templo, y avizora las dos grandes mezquitas, coronadas en espléndidas cúpulas, la gris de El Aksa y la dorada de La Roca; más al sur distingue la iglesia de la Dormición de María, más al norte y a lo lejos columbra no sin cierta dificultad la cúpula del santo Sepulcro. Si su vista desciende, observa la Puerta Dorada, también la puerta de san Esteban... El peregrino se hace contemplativo y rehace de nuevo la vieja experiencia del salmista; puede contar los torreones de Jerusalén, fijarse en sus baluartes, observar sus palacios (Sal 47, 13-14).
Este proceso visionario es el que nos aprestamos a efectuar. Ahora se trata de contemplar en panorámica la ciudad de la nueva Jerusalén, sin fijarnos ya en sus calles, ni asomarnos curiosamente por las esquinas, o mirar sus puertas, murallas, medidas..., a saber, sin detenemos en los pormenores laboriosos que supone toda indagación exegética. Esta conclusión ya supone todo ese trabajo oneroso, lo tiene en cuenta, pero quiere alzar la mirada, y ver más alto y mejor. Pretende ser una contemplación omniabarcante. Permite saborear el todo, que no es suma de partes, sino la síntesis nueva que depara situamos en una perspectiva inmejorable, la que go zó Juan, el vidente del Ap, al situarse idealmente en un monte alto y elevado (Ap 21, 10). Se atenderá, pues, en primer lugar a la dimensión «teológica», a saber, la nueva Jerusalén contemplada desde Dios; luego a una visión eclesial, es decir, como realización íntegra en D ios de una humanidad renovada.
La nueva Jerusalén no es sólo conclusión que clausura etapas bíblicas, sino meta que dinamiza la historia. La última página de la Biblia (Ap 21, 1 -22 , 5) no cierra definitivamente la lectura del
186 La nueva Jerusalén
gran libro o «libros» ( tá PiP^ía), sino que representa la señalada culminación hacia donde la multisecular aventura humano-divina ha ido orientándose. Desenlace feliz en donde, arribando al fin y descansando de tan duro trabajo, adquiere sentido de plenitud consumada la historia de la salvación.
La nueva Jerusalén es la perfecta confirmación del designio de Dios. Significa también la recolección madura de cuantos trabajos el hombre ha prodigado con sudor generoso, desde aquellos lejanos inicios del Génesis (3, 19); pero sin otear ya com o triste destino convertirse en polvo de la tierra —de donde fue tomado—, sino ser morador en una nueva tierra y bajo un nuevo cielo, habitante con derecho en su genuina patria.
1. La nueva Jerusalén. La ciudad de Dios-Trinidad'En cuanto que es Iglesia consumada, la nueva Jerusalén realiza
la plenitud de la presencia trinitaria, que colma a la Iglesia, tal como admirablemente recuerda el concilio Vaticano II. La Iglesia es pueblo del Padre, cuerpo del Hijo y templo del Espíritu santo2.
a) Dios, «el que es, el que era y el que ha de venir»El m ism o libro emplea esta designación divina, que constituye,
dentro de la inmensa producción escrita de la Biblia, una formulación exclusiva de Ap (1, 4.8). Este título divino es remembranza de una paráfrasis targúmica a Ex 3, 14: «Yo soy el que soy»; enunciado con más precisión, es propiamente la paráfrasis del Pseudo-Jo-
1. Contemplamos la nueva Jerusalén decididamente en una dimensión trinitaria. Hay coincidencia de miras. Nos situamos en la misma perspectiva con que Juan Pablo II quiere que se viva la preparación del tercer milenio, a lo largo de una etapa de tres años: «La estructura ideal para este trienio, centrado en Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, debe ser teológica, es decir, ‘trinitaria’» (Tertio millennio adveniente, n.° 39).
2. Léanse a este respecto los números iniciales del capítulo primero de la Constitución Lumen gentium. El número segundo recuerda el designio del Padre que quiere que todos los hombres se salven y participen de la vida divina; el tercero muestra que Cristo cumple la voluntad del Padre y hace presente la Iglesia; todos los hombres están llamados a esta unión viva con Cristo. El número cuarto rememora la función del Espíritu, quien santifica y da vida a los fieles para que tengan acceso al Padre. De esta manera «toda la Iglesia aparece ‘como un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu santo» (Lumen gentium, I, 4; san Ireneo, Ad. Hae- reses III, 24, 1).
Interpretación teológica 187
natán a Dt 32, 393. Describe a D ios com o el Señor de la historia sal- vífica, cuya providencia impregna de sentido la ondulante marcha del tiempo, vela sobre la historia con amor que no duerme y actúa poderosamente en las tres dimensiones del tiempo: el presente (Dios es «el que es»), el pasado (D ios es «el que era») y el futuro (Dios es «el que ha de venir»)4. Ningún título más adecuado que éste para dibujar la silueta divina que aparece en la nueva Jerusalén. N o de otra manera que no sea dinámica, se manifiesta el D ios de Ap en la vida de la Iglesia y de la humanidad, tal com o cabalmente ha sido reconocido: «El D ios de nuestra fe, de nuestra esperanza y de nuestra oración es a un tiempo ‘Aquel que es, que era y que ha de venir’ (Ap 1, 8)»5.
1. D ios creadorAp 21-22, 5 presenta la imagen de D ios que culmina su obra
creadora a lo largo de la historia. Puede afirmarse que D ios recrea el mundo en un génesis incesante, y lo lleva a la plenitud de su cénit teleológico. El lenguaje del Ap, tan rico en sugerencias, sustenta tales declaraciones. A sí puede establecerse un sutil paralelismo entre el libro del Génesis y el Ap, a saber, entre el primer esbozo de la creación y la perfección del acabado. Con estilo pretendidamente sobrio, nos limitamos a señalar este haz de semejanzas y discordias simultáneas que emparentan ambos relatos.
* Al principio, en el primer día, creó Dios la luz (Gén 1, 3); ahora crea una ciudad tan luminosa, que tom a pálida la presencia de aquella luz primigenia. Los habitantes de la nueva Jerusalén —señala el texto— no tienen ya necesidad de luz (Ap 22, 3).
* En el quinto día creó D ios el sol y la luna (Gén 1, 16); ahora la nueva ciudad no precisa ya de sol ni de luna, de luminarias ce lestes, porque la misma gloria esplendorosa de Dios y del Cordero la iluminan (21, 23).
* El mar y la tierra firme que D ios hizo el tercer día (Gén 1, 9), desaparecen (Ap 21, 1); dejan su lugar a una nueva tierra y nue
3. Así lo ha mostrado M. McNamara, The New Testament and the Palestinian Targum to the Pentateuch, Roma 1966, 98.
4. Cf. T. Holtz, Gott in der Apokalypse, en L ’Apocalypse johannique et l ’Apo- calyptique dans le Nouveau Testament, 247-265.
5. Conferencia episcopal francesa, Catecismo para adultos. La Alianza de Dios con los hombres, Bilbao 1993, § 652.
188 La nueva Jerusalén
vo cielo, sobrenatural ámbito, en donde irrumpe la nueva Jerusalén (Ap 21, 2).
* El jardín, que Dios formó para la pareja humana, dotado de un manantial (Gén 2, 6.10), un árbol de vida (Gén 2, 9), y ornado con oro y perlas com o el ónice y el bedelio (Gén 2, 11-12), queda trascendido por el prodigio que ahora realiza: un edén con un manantial imperecedero de agua de vida (Ap 22, 1), un árbol de vida no prohibido ni clausurado, ni objeto de temor codicioso, bajo pena de muerte sin remedio (Gén 2, 17), sino al alcance de todos (Ap 2 2 , 2 ); y una ciudad completamente engastada en oro y enjoyada con las más célebres perlas preciosas (Ap 21, 11.18-21). Y lo que resulta aún más de maravilla, un jardín eterno donde los humanos pueden vivir en concordia con la naturaleza sin la amenaza de una maldición (Ap 22, 3b), com o aquella que produjo la desarmonía entre los animales («maldita seas entre todas las bestias del cam po», Gén 3, 14) y la tierra («maldito sea el suelo por tu causa», Gén 3, 17).
* Aquella pareja, el hombre y la mujer que Dios creó con arcilla de la tierra y con el soplo de su aliento de vida, a imagen suya (Gén 1, 27; 2, 7), principio de la humanidad que más tarde contra su mismo creador se rebeló (Gén 3, 1-14), encuentra ahora, tras tantos bocetos hechos añicos a causa de la iniquidad del pecado, el modelo supremo: la Iglesia, que, cual digna esposa, invoca a Cristo com o esposo, con amor de iguales (Ap 22, 17).
* La historia de la humanidad es una larga historia de amor. Aquel requiebro inicial, el primer piropo de amor que registra la revelación bíblica, dirigido por Adán a Eva, por el esposo a la esposa, el «varón a la varona» (véase el parentesco sonoro entre ambas palabras hebreas: tiTX - ilCÍX; Gén 2, 23), halla ahora su culminación, pero esta vez dirigido por la esposa —llena de la presencia profética del Espíritu que la hace prorrumpir— al esposo, de quien solicita su pronta venida (Ap 22, 17).
* Las fatigas, el quebranto, el duelo... tan inmenso cortejo de penalidades que confluye sin remedio en la muerte; esa fúnebre caravana de dolor que, por culpa del pecado hizo su aparición entonces (Gén 3, 19) y que no ha dejado de anegar con lágrimas la historia de la humanidad, deja ya de hacer sufrir, no existirá más. D ios la elim ina para siempre: «Y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto, ni dolor, porque lo primero ha desaparecido» (Ap 22, 3).
Interpretación teológica 189
* No sin real sentido el Génesis (en su relato yahvista) afirma que fue Caín, el asesino de su hermano, proscrito por D ios y hecho maldito, el constructor de la primera ciudad (4, 17). Será D ios el constructor y arquitecto de la definitiva ciudad, la nueva Jerusalén, culmen de todas las bendiciones divinas a la humanidad (Ap 21, 2).
* Tras el diluvio, los hombres pretenden edificar una ciudad y una torre para escalar el cielo (Gén 11,1 -9), sirviéndose de sus solas fuerzas y por motivos de orgullo (v. 4); pero el trazo de ciudad bosquejada se convierte en Babel, a saber, confusión: los hombres no logran comunicarse entre ellos y se dispersan por la tierra. Al final de la historia, culminándola, D ios regala a la humanidad una ciudad venida del cielo (Ap 21, 2), la nueva Jerusalén, lugar de congregación universal, a donde se encaminan todas las naciones de la tierra (Ap 21, 24).
* A lo largo de toda la obra apocalíptica, la asamblea reconoce a D ios com o creador. Los veinticuatro ancianos arrojan sus co ronas doradas frente al trono y adoran a Dios, digno de recibir el honor y el poder, porque ha creado el universo y gracias a su voluntad lo que no existía ha empezado a ser (cf. Ap 4, 11). D ios creador se ha mostrado todopoderoso a lo largo de la historia, como también lo declara la asamblea litúrgica: sus obras son grandes y maravillosas (15, 3) y su reino ha llegado (19, 6). Ahora D ios creador —quien no puede dejar de actuar— continúa su obra creadora en un presente continuo, sin fin, que será eterno: «Y dijo el que está sentado en el trono: ‘Mira, hago nuevas todas las cosas’» (Ap 21, 5).
2. D ios cercanoAp 21-22, 5 se esmera por hacer caer en la cuenta de que la vi
va presencia de D ios acontece en medio de los hombres. A través de numerosas alusiones simbólicas, Ap recalca el mensaje de que Dios, por fin, habita entre los hombres; se manifiesta com o el En- manuel, que significa «Dios con nosotros».
* Insiste en que D ios pone su «morada» (oxr|vij) con los hom bres y que «morará» (oxr|oa)oei) entre ellos (21, 3). Se trata de la presencia gloriosa de Dios, la divina Sekiná —la antigua manifestación esplendorosa de D ios que antaño se alojaba en el santuario—, que ahora se establece firmemente entre los hombres.
190 La nueva Jerusalén
* El mismo libro de Ap se trasciende a sí mismo en un proceso de revelación divina, que muestra a D ios cada vez más cercano. El trono de D ios, antes confinado en la bóveda del cielo, tal como muestran repetidos pasajes de Ap (4, 2.3.4.5.6.9.10), ahora se sitúa en medio de la ciudad: «El trono de D ios y del Cordero estará en ella» (22, 3). D ios, «el Sentado en el trono», ahora se «asienta» entre los hombres.
* El Ap, mediante el em pleo atrevido de un lenguaje altamente expresivo en sus paradojas, no habla de una ciudad, que tiene un templo, sino de la nueva ciudad de Jerusalén, que es toda ella un templo; e incluso, más radicalmente dicho, se refiere a un templo que es ciudad, a saber, la plenitud de la presencia viva de D ios, quien hace posible la existencia de la ciudad.
* La ciudad se convierte en lo más sagrado; tiene dimensiones sacras, las propias del recinto santo («su longitud, anchura y altura son iguales», Ap 21, 16; cf. 1 Re 6 , 20). Toda ella es santuario, el santo de lo santos (Ap 21, 16); la ciudad íntegra goza de la presencia inmediata de Dios.
* Esta ciudad no necesita ya de templos para albergar la imagen de D ios, ni de sacerdotes que lo «re-presenten»; pues la m ismísima presencia de D ios llena la ciudad e impregna la vida de los hombres, porque el vacío del templo se colma con el exceso de la gloria de D ios y se ilumina con la lámpara del Cordero (21, 23).
3. D ios amorEl último gesto expresivo —que no concepto, recordar que Ap es
una larga visión sucesiva de D ios y de la Iglesia— que ofrece nuestro libro acerca de D ios es el de alguien que acompaña al que sufre, procurando evitarle todo dolor. A sí reza el texto: «Y enjugará toda lágrima de sus ojos» (Ap 2 1 ,4 ) . Ya se ha visto en un estudio comparativo que Ap (21, 4) corrige a Isaías (25, 8); añade el adjetivo «todo» e introduce la expresiva palabra «ojos». La acción divina gana en universalidad y también en realismo. Quiere D ios restañar toda congoja. Es preciso valorar no sólo la eficacia de su poder om ním odo, sino la delicadeza de su gesto, lleno de ternura para todos los hombres, a quienes consuela com o una madre. Justamente dice el Señor, haciendo explícita mención de Jerusalén: «Como uno a quien su madre consuela, así os consolaré yo. Y por Jerusalén seréis consolados (Is 66 , 13). Aunque Ap no utiliza con
Interpretación teológica 191
frecuencia la palabra amor (1, 5; 3, 9.19; 20, 9), retrata fielmente con esta vivida pintura la imagen bíblica de un D ios, todo amor y misericordia6.
Apenas podría inventarse algo más parecido al amor misericordioso. D ios, ¡él, personalmente!, limpia los ojos en llanto de la humanidad con el pañuelo de su misericordia.
Asim ism o D ios quita, ya y para siempre, todo cuanto hace sufrir a los hombres: la muerte, el duelo, el dolor (21, 4). Quiere desarraigar las oscuras raíces del llanto, y borrar también toda sombra de maldición; pues en el paraíso recreado no existirá la amenaza de ninguna proscripción com o la que antaño padecieron Adán y Eva (Ap 22, 3).
Qué lejos estamos, pues, —literalmente, situados en las antípodas— de aquella maldición genesíaca (Gén 3, 16-22) que la literatura judía decoró con tintes desgarradores, donde aparece la inaudita imagen de un D ios inclemente, sordo a las lágrimas de perdón de Adán, y encaprichado en castigarlo con una dureza inflexible7.
4. D ios PadreAunque más adelante este atributo sea tratado desde la referen
cia de Cristo, el Hijo único del Padre, es tan sustancial designar a D ios con el nombre de Padre —¡ le cuadra tan adecuadamente bien
6. Aquí cabe citar la encíclica de Juan Pablo II Dives in misericordia, cuyo título es sumamente expresivo y cuyo contenido sabe desmenuzar con finos detalles esta riqueza de Dios a lo largo de la revelación bíblica. No se trata de un simple rótulo nominalista, sino de una actividad que se ha mostrado operante, sin desfallecer nunca en medio de la miseria del pueblo, a quien siempre ha socorrido. «Y así, tanto en sus hechos como en sus palabras, el Señor ha revelado su misericordia desde los comienzos del pueblo que escogió para sí y, a lo largo de la historia, este pueblo se ha confiado continuamente, tanto en las desgracias como en la toma de conciencia de su pecado, al Dios de las misericordias. Todos los matices del amor se manifiestan en la misericordia del Señor para con los suyos» (n.° 4g).
7. Léase este breve y significativo fragmento, en donde Eva narra retrospectivamente las desventuras acaecidas en el paraíso: «Dicho esto, ordenó a sus ángeles que nos arrojaran del paraíso. Una vez expulsados, mientras nos lamentábamos, suplicó vuestro padre Adán a los ángeles con estas palabras: ‘Permitidme un momento que pida, por favor, que tenga entrañas de compasión y misericordia, porque yo sólo he pecado’. Estos dejaron de empujarle. Y Adán se puso a gritar entre sollozos: ‘Perdóname, Señor, por lo que he hecho’. Entonces el Señor dijo a sus ángeles: ‘¿Por qué dejáis de expulsar a Adán del paraíso? ¿acaso es mío el pecado o he juzgado mal?’. Los ángeles cayeron en tierra y adoraron al Señor diciendo. ‘Justo eres, Señor, y juzgas con rectitud’. El Señor se volvió a Adán y le dijo: ‘A partir de ahora no te permitiré estar en el paraíso’». Vida de Adán y Eva, en A. Diez Macho (ed.), Apócrifos del antiguo testamento II, Madrid 1983, 332.
192 La nueva Jerusalén
en Ap!—, que los otros títulos pueden resumirse en él. Por ello, sin resignarse a dejarlo pasar, es preciso pespuntar ahora un brevísimo subrayado.
La gran revelación del nuevo testamento, la enseñanza que Jesús ha traído con aires de absoluta novedad, lo que ha hecho real desde su muerte y resurrección, la herencia que él ha comunicado desde su íntima filiación, ahora se realiza en esta declaración divina, abierta ya a todo cristiano vencedor, es decir, unido existen- cialm ente a Cristo: «Yo seré D ios para él, y él será para mí hijo» (21, 7). Además, la declaración está hecha desde una intensa reciprocidad, deudora de las fórmulas de la alianza bíblica, que asume un intransferible carácter personal8.
5. D ios de vidaAp 21-22, 5 no habla de un ser celosam ente replegado sobre su
intimidad, sino de un D ios que se comunica, que da lo que es y cuanto tiene; a saber, que se da. Encuentra su felicidad suprema donándose: es el Viviente. Este título «El que vive por los siglos», le conviene, y puntualmente le es aplicado en frecuentes escenas apocalípticas. Con dicha advocación parafraseada le adoran los veinticuatro ancianos (4, 9-10). A sí lo invoca el poderoso ángel que se asienta sobre la tierra y el mar (10, 6). D e igual manera lo proclama uno de los cuatro vivientes (15, 7). D ios es reconocido en su infinita trascendencia (ancianos, ángel fuerte, vivientes) com o el Viviente por los siglos.
Esta vida suprema, que él posee absolutamente, no la retiene para sí, la comunica con generosidad: es el Vivificante —no sólo el V iviente—. Mediante imágenes paradisíacas Ap 21-22, 5 muestra esta donación de vida divina. D ios mismo da, de forma gratuita, de la fuente de la vida (21, 6). D el manantial de su trono brota ininterrumpidamente un río de agua de vida («manante» — é>moQ£\)ó[X£- vov— en presente continuo: 22, 1). El posibilita la vida de la ciudad, haciendo brotar un árbol de vida con fruto perenne, sin inviernos (22, 2). A saber, D ios mismo se erige en el sustento necesario y escatológico; ofrece bebida (agua de vida) y comida (árbol de vida) a los habitantes de la nueva Jerusalén.
8. Cf. P. O ’Callaghan, ¡Que todo sea para alabanza de su gloria! I m paternidad de D ios a la luz. de Cristo , en Tenia millennio adveniente. Comentario teológico-pas- toral, 217-229. Cf. también W. Marchel, Abba Vater: die Vaterbotschaft des Neuen Testaments, Dusseldorf 1963; J. Galot, Découvrir le Pére, Louvain 1985; J. Jeremías, Abba. El mensaje central del nuevo testamento, Salamanca 41993.
Interpretación teológica
Con otro registro simbólico, Ap muestra esta comunicación de vida de D ios a los hombres. Los nobles materiales del trono de D ios y de la ciudad son ya los mismos. No existen distancias que irreparablemente alejen a D ios de los hombres ni a éstos de aquél. Las piedras preciosas que adornaban su trono, son ahora las piedras con que se yergue la ciudad. El oro, metal/símbolo de la cercanía de D ios, pavimenta ahora el empedrado de la nueva Jerusalén (21, 18). La ciudad entera no es sino un reflejo de la vida de D ios que en ella tan copiosamente se derrama. La ciudad es la Jerusalén nueva y santa, porque D ios así la ha construido, y participa de su g loria, «pues la gloria de D ios la ilumina» (21, 22). Toda la ciudad es de cristal, puro, translúcido (21, 18.21; 22, 1). A sí puede refractar nítidamente la luz que la hace resplandecer, y puede también espejar el origen de tanta luz: Dios de Dios, Luz de Luz.
Y la luz, según el sentir de la escuela joánica, es manifestación de la donación de vida: «En él estaba la vida, y la vida es la luz de los hombres» (Jn 1, 4).
b) La nueva Jerusalén. La ciudad de Cristo, el Cordero1. El CorderoSabemos que los escritos neotestamentarios adoptan diversas
perspectivas para contemplar el misterio de Cristo. La Carta a los hebreos se polariza sobre la figura de Cristo, sumo Sacerdote; el evangelio de Juan sobre Cristo, com o supremo revelador...; el Ap se concentra en la presencia del Cordero; hace sin duda de este símbolo la nota más destacada de su presentación cristológica9.
Hay que recordar un sorprendente contraste. Quien tuvo que padecer la muerte fuera de los muros de la ciudad histórica de Jeru-
9. Cf. F. G. Blanck, L'Agneau de Dieu. Entretienes sur quelques textes des li- vres de saint Jecin, Roma 1913; M. E. Boismard, Le Christ-Agneau, rédempteur des hommes: LumVie 7 (1958) 91-104; J. D. D ’Sousa, The Lamb o f God in the Johanni- ne Writings, Allhabad 1966; F. Gerke, Der Usprung des Lammallegorien: ZNTW 33 (1934) 160-196; P. A. Harle, Le Christ-Agneau de l ’Apocalypse. Essai sur la Christo- logie de l ’Apocalypse'. EtTR 31 (1956) 26-35; Id., Le Agneau de l'Apocalypse et le Nouveau Testament: EtTR 31 (1956) 26-35; N. Hillyer, «The Lamb» in the Apocalyp- se: EvQ 39 (1967) 228-236M; N. Hohnjec, Das Lamm -to arnion— in der Offenba- rung des Johannes. Eines exegetisch-theologische Untersuchung, Roma 1980; W. Koster, Lamm und Kirche in der Apocalypse, en Fest. M. Meinertz, Münster 1950, 152-164; G. E. Ladd, The Lion is the Lamb (Apc): Eternity 16/4 (1965) 20-22; J. Mc- Ginnis, The Doctrine o f the Lamb o f Godin the Apocalypse, Kentucky 1944.
i 94 La nueva Jerusalén
salén (cf. Heb 13, 12), Jesús, Cordero degollado pero de pie, a saber, Cristo glorioso, ahora es entronizado en el mismo trono de Dios, ocupando el centro de la nueva Jerusalén. Estas paradojas de la historia sirven, desde la perspectiva neotestamentaria, para que el autor de la Carta a los hebreos tenga palabras de ánimo a los cristianos que sufren la persecución —com o la comunidad del Apocalipsis—, a que sigan cargando con el oprobio, «pues no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la ciudad futura» (13, 14).
La designación de «el Cordero» resulta, además, peculiar del Ap por su originalidad. Sólo en este libro, dentro de la inmensa producción bíblica, aparece la típica formulación, escrita de manera uniforme en singular, «el Cordero» (xó aQVÍov), que señala a un sujeto personal, protagonista de acciones irrepetibles10. La palabra resulta llamativa por su abundancia; pues se encuentra veintiocho veces, refiriéndose con claridad a Cristo: 5, 6.8.12.13; 6 , 1.16; 7, 9.10.14; 12, 11; 13 ,8 ; 14, 1.4 (bis).lO; 15,3; 17, 14 (bis); 19 ,7 .9 ; 21, 9.14.22.23.27; 22, 1.3. Solamente en una ocasión, el vocablo sirve para calificar a la segunda Bestia, que surge de la tierra, y «que tiene dos cuernos semejantes a los de un cordero» (13, 1 1 ). Conforme al sistema descriptivo de paralelismos y antinomias, tan grato al Ap, se trata de descalificar a la segunda Bestia o falso profeta, pues no es sino una torpe imitación de la figura de Cristo, el Cordero por antonomasia.
En el Cordero se funden armónicamente estas tres figuras, de tanto raigambre bíblico y de enorme trascendencia.
* Siervo de Yahvé (Is 52, 13-53 , 12). A saber, es Cristo, quien voluntariamente ofrenda el don de su propia vida, en expiación perfecta en favor de los hombres.
* Cordero pascual (Ex 12; 24, 8). Es Cristo, quien derrama generosamente su sangre, com o precio valiosísim o, para rescatar a los hombres de la esclavitud del pecado, y poder así devolver a D ios Padre una herencia de hijos, transformada y santificada en el Espíritu.
* Cordero apocalíptico (1 Henoc 89, 41-46; 90, 6-10.37; Test, de José 19, 8; Tes. de Benjamín 3, 8; Targum de Jerusalén sobre Ex1, 15). Es Cristo, Rey de reyes y Señor de señores, dueño soberano de la historia, que rige los destinos de la Iglesia, y que combate
10. Cf. J. Jeremías, aiivog, en TWNT I, 923.
Interpretación teológica ¡95
con el poder de su resurrección contra las fuerzas del mal para hacer de la historia destino de salvación universal11.
Sorprende aún más, causando profunda estupefacción, una lectura que verifica la presencia del Cordero en los dos últimos capítulos de Ap. Hasta siete veces (!) aparece explícitamente nombrado en la descripción de la nueva Jerusalén, el Cordero. Siete veces es un número de frecuencias muy relevante, no sólo por su cantidad, sino por la significación de plenitud que adquiere esta simbólica cifra en A p12. He aquí agrupadas todas las menciones:
Mira, te mostraré la prometida, la esposa del Cordero (21, 9).La m uralla tenía doce cim ientos y sobre ellos los nombres de los doce apóstoles del Cordero (21, 14).Y santuario no vi en ella, pues el Señor, el D ios Todopoderoso, y el Cordero es su santuario (21, 22).Y la ciudad no necesita del sol ni de la luna para que alumbren, pues la gloria del Señor la ilum ina, y su lámpara es el Cordero (21, 23).Y no entrará en ella nada profano... sino sólo los inscritos en el libro de la vida del Cordero (21, 27).Y me mostró un río de agua de vida, reluciente como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero (22, 1).Y el trono de D ios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le darán culto (22, 3).
Prescindiendo de la exégesis respectiva, que ya en su momento fue hecha y cuya tarea ahora resultaría inapropiada, es preciso valorar el protagonismo del Cordero en la nueva Jerusalén. Su presencia puede ser descrita en tres momentos sucesivos.
2. El Cordero, sujeto primordialA sí aparece en relación directa con la nueva Jerusalén, en su
doble acepción simbólica de esposa y de ciudad.El nombre personal de la nueva Jerusalén es la esposa del Cor
dero (21, 9). El la ha adquirido al precio de su amor, mediante la entrega onerosa y generosa de su propia sangre. Unicamente por
11. Para un desarrollo temático de estas ideas, aquí sucintamente señaladas, cf. F. Contreras, El Señor de la vida, 233-274.
12. Ya hace más de un siglo, cayó en la cuenta de esta singularidad, luego lamentablemente olvidada, E. Vischer, Die Offenbarung Johannis: eine jüdische Apo- kalypse in christlicher Bearbeitung, Leipzig 1886, 42.
196 La nueva Jerusalén
ella, por causa de su esposa, él fue cordero degollado (Ap 5, 9). La Iglesia ya no sólo es prometida, sino esposa digna. Más allá de todas las descripciones ornamentales que estos dos capítulos consagran a la ciudad, hay que rendirse a la evidencia de que la nueva Jerusalén posee una realidad personal: es la esposa de Cristo. A él se debe com o esposa única; a él le pertenece com o su solo esposo.
El Cordero es también quien hace posible la existencia de la nueva Jerusalén, entrevista com o ciudad; es decir, bajo el prisma de una realidad arquitectónica segura y sólida; pero también como relación social, no monolítica, sino abierta al entramado del mundo circundante.
El constituye el fundamento último, el que otorga la firme consistencia, en quien gravita y descansa el peso de toda la ciudad, pues ésta se sostiene sobre los cimientos de los doce apóstoles del Cordero (21, 14); y éstos no tienen más título que su pertenencia a Cristo; poseen en el Cordero su origen y razón de ser: él los llamó y los envió.
En la consideración simbólica de su arquitectura, también el Cordero sigue desempeñando una función trascendental. Aunque la ciudad disponga de doce puertas francas (21, 13.21), Cristo se erige en la suprema instancia, la puerta definitiva por la que hay que entrar. La lectura del libro resulta determinante y esclarecedora. Sólo accede a la nueva Jerusalén quien está inscrito en el libro de vida del Cordero, a saber, quien se hace partícipe de la vida y muerte de Jesús (21, 27).
3. El Cordero, asociado a DiosEn dos pasajes seguidos, de la misma factura literaria —resuel
ta con una negación inicial continuada por una aclaración supera- dora— aparece esta conexión. Ya no se encuentra el Cordero actuando solo, sino con Dios. El santuario que Juan, en su experiencia profética, deja de contemplar, es sustituido egregiamente por otro templo que es D ios, y el Cordero (21, 22). La ciudad no tiene alumbrado astral ni del sol ni de la luna, porque D ios la ilumina y la lámpara es el Cordero (21, 23). En Ap no se ve muy claro —el texto griego no precisa en forma depurada— si D ios y el Cordero, ambos por igual, son sujeto único de la acción. Si D ios es templo y es luz de la misma manera que lo es el Cordero. O si éste es la realización perfecta, el artífice del templo y de la luz, quien hace posible ambas realidades. Esta indeterminación deliberada sugiere la existencia de dos actantes. Sería preciso, pues, debido a la escri
Interpretación teológica 197
tura misma del Ap, hablar por ahora de una yuxtaposición. El Cordero aparece cabe D ios, actuando junto a él.
4. El Cordero, unido a DiosHay que señalar un avance en la revelación cristológica, aten
diendo a la precisa ubicación del Cordero a lo largo de la narración apocalíptica. Al principio aparecía el Cordero «en medio del trono y de los cuatro vivientes y en medio de los ancianos» (5, 6), a saber, ocupando un lugar verdaderamente de dignidad excelsa, la más próxima posible al trono de la divinidad.
Más adelante, se indica que el «Cordero está justamente en m edio del trono» (7, 17). Por su significativa escritura griega se alude a que el Cordero ha debido recorrer un camino —el camino de su pasión y muerte— para poder sentarse en el trono de la gloria13.
Debido al copioso fruto de la redención, el Cordero es reconocido y adorado com o Señor y Rey (17, 14). El último objetivo del designio de salvación es renovar el orden de la creación. La adoración al Cordero representa el momento culminante de esta restauración lograda14.
Finalmente en los textos pertenecientes a la nueva Jerusalén, se contempla al Cordero egregiamente sentado, habitando con D ios el mismo trono de la Divinidad. Con ello su condición divina queda pacíficamente establecida y resaltada.
D ios y el Cordero son los ocupantes simultáneos del trono; son igualmente los dadores de vida (2 2 , 1 ) y centro arterial de la ciudad (22, 3). Rompe el Ap toda referencia lógica de la figuración plástica, para obligarnos a abrirnos a otra comprensión simbólica. D e donde resulta que la comunión divina entre D ios y el Cordero resulta patente, total. Muy acertadamente ha sido formulado:
Sed thronus Dei et Agni erit in ea. Non dixit erunt, ñeque throni; ubi enim unitas est naturalis et indifferens15.
El alcance teológico de Ap quiere ser diáfano: el D ios que se revela dentro de la Iglesia a la humanidad, es el D ios y Padre de
13. La preposición á v á indica un movimiento hacia un estado superior y posee un sentido dinámico: «El Cordero que está ‘justamente’ —ává— en medio del trono» (Ap 7, 17). Cf. F. Blass-A. Debrunner-F. Rehkopf, Grammatik des neutestamentlichen Gríechisch, § 204, traduce «Reihe nach».
14. Cf. N. Hillyer, The Lamb in the Apocalypse: EQ 39 (1967) 236; R. Surridge, Redemption in the Structure o f Revelation: ExpTim 101 (1989-1990) 234.
15. Primasio, Commentariorum super Apocalypsim B. ]oannis\ PL 68, 930.
198 La nueva Jerusalén
nuestro Señor Jesucristo. La salvación no proviene ya del templo, com o señalaba Ez 47, sino directamente de las personas divinas. El centro irradiante, el corazón (a otros símbolos, aunque más gastados, tendríamos que acudir también a fin de resultar inteligibles) de la ciudad-paraíso de la nueva Jerusalén no es el río, ni el árbol..., sino el trono de D ios y del Cordero, única fuente original de vida divina.
También es preciso advertir un notable proceso en el desarrollo doctrinal del libro. Aquel trono que antes aparecía en la trascendencia («Vi una puerta abierta en el cielo, y alguien sentado en el trono», 4, 1), ahora desciende a la nueva Jerusalén. La última presencia del trono, y éste ya divinamente compartido, acontece dentro de la ciudad (22, 4). D ios y el Cordero ejercen su señorío en medio de los hombres.
«Y sus siervos le darán culto» (2, 3) —añade finalmente el texto—, a saber, rinden culto por igual a Dios Padre y a D ios Hijo. A sí se cierra perfectamente el ciclo litúrgico del libro. Al com ienzo, tras la entronización del Cordero (5, 1-12), hubo una alabanza có smica. Incluso los seres, que proverbialmente estaban «bajo tierra» y que no podían alabar a D ios, son partícipes de esta acción de gracias verdaderamente universal. Toda criatura que está en el cielo, en la tierra, debajo de la tierra y en el mar (cf. Is 38, 18), todo cuanto hay en ellos, prorrumpe en alabanza y gloria por los siglos, a D ios y Cristo, a saber: «al que está sentado en el trono y al Cordero» (5, 13). Esta alabanza universal ahora culmina en el mundo nuevo, mediante los siervos que adoran a quienes están sentados en el trono (no ya sólo «al que está sentado en el trono»). Ap acuña ya esta formulación fija: «El trono de D ios y del Cordero» (Ap 22, 1.3). Trono no hay más que uno, y lo comparten por igual, en idéntica exuberancia de divinidad, D ios y el Cordero. Su unidad teológica no puede quedar más acentuada16.
El mensaje nuclear de Ap (21, 1.3) es afirmar la total divinidad compartida de D ios y de Cristo, y que ambos, en íntima comunión de personas, constituyen toda la vida para la Iglesia, a la que le es dado vivir a su imagen, es decir, en el amor de D ios compartido.
5. Cristo, piedra angular de la nueva JerusalénM ediante el em pleo de esta imagen arquitectónica, coherente
con el lenguaje propio de la ciudad, queremos aludir al papel, ver16. Cf. R. Bauckham, The Worship o f Jesús in Apocalyptic Chrisiianity. NTS 27
(1981) 322-341.
Interpretación teológica 199
daderamente protagonista e insustituible, que Cristo desempeña en toda la edificación. Cristo es el artífice de la nueva Jerusalén, quien de forma egregia la levanta y de manera eficaz la sostiene.
Es preciso saber descubrir, leyendo incluso más allá de las palabras aparentes, envuelto entre sus líneas, el misterio cifrado del Ap, no a primera vista explícito, que sólo se resuelve en clave cris- tológica. Pretendemos encontramos con el mensaje que oculta celosamente su simbolismo arquitectónico.
Los antiguos comentadores de Ap han subrayado esta dimensión crística de la nueva Jerusalén. Cristo es el Señor de la ciudad, cuya grandeza y enigma únicamente desde él se esclarece. Todas las calles de la nueva Jerusalén convergen hacia el centro luminoso que es Cristo.
Baste recordar someramente algunas afirmaciones de exim ios comentadores del Ap, que convienen en identificar a Cristo con los motivos ornamentales principales de la ciudad, otorgándole así a toda la ciudad la unidad cristológica; pues sólo el Señor es el c imiento, la muralla, la perla, la puerta de la ciudad de Jerusalén:
La muralla de esa ciudad es nuestro Señor Jesucristo17.El es el cimiento de los cimientos, él mismo es el constructor que edifica sobre la fe de su santísimo nombre su prim itiva Iglesia, y la subsiguiente hasta el desconocido final del m undo18.Pues lo que se dice por cada una de ellas, se enseña que brilla en cada uno de ellos una sola perla, que es nuestro Señor Jesucristo19. La piedra preciosísim a es Cristo20.Porque la piedra es Cristo, por quien y para quien está fundada la Iglesia, que no es vencida por ola alguna de hombres locos21.Por tanto, la puerta es Cristo22.Cristo es la puerta23.Nuestro Señor Jesucristo, que es el árbol de la vida24.
La nueva Jerusalén es una ciudad llena de luz, «cristalina» (21, 18.21), el agua de la vida del paraíso también es «cristalina» (2 2 ,
17. Apringio de Beja, en Comentario al Apocalipsis de Apringio de Beja (Introducción, texto latino y traducción de A. del Campo), Estella 1991, 205.
18. Apringio de Beja, Comentario al Apocalipsis, 206.19. Ibid., 207.20. Cesáreo de Arlés, Comentario al Apocalipsis, 150; Beato de Liévana, Co
mentario al Apocalipsis de san Juan, 637.21. Beato de Liévana, Comentario al Apocalipsis, 653.22. Ibid., 639. El autor repite por dos veces idéntica atribución a Cristo (ibid.).23. Ibid., 207.24. Ibid., 209.
200 La nueva Jerusalén
1). Sin pretender hacer una fácil aliteración, sin buscar una equívoca equivalencia, se puede afirmar, desde la lectura profunda del Ap y traduciendo con fidelidad su mensaje a nuestra lengua, que la nueva Jerusalén es luminosa y translúcida como el cristal, porque está llena de la presencia irradiante del Cordero. Cristo la hace perfectamente cristalina25.
Y com o Cristo es reflejo de D ios, la nueva Jerusalén —toda ella inundada de Cristo—, espeja com o el cristal, la gloria de D ios —la epifanía de su amor— que en ella se desborda.
Dejando por ahora el simbolismo arquitectónico, acudimos para verificar la importancia capital que asume Cristo en la nueva Jerusalén, a las imágenes y declaraciones, hechas por la autoridad de Dios y que se encuentran formuladas en Ap 21, 4-7. D ios aparece enjugando toda lágrima; anuncia que va a hacer un mundo nuevo; también promete al cristiano sediento una fuente de agua de la v ida gratis; finalmente, dará al vencedor en herencia el don de la filiación.
Tan ingente lote de premios —de auténtico botín de gloria, podría calificarse— sólo es alcanzable porque Cristo lo ha conquistado por su muerte y resurrección, lo ha entregado al Padre, para que éste gratuitamente lo conceda al cristiano. La victoria del Cordero se debe, paradójicamente, a su degüello sacrificial. A sí lo reconocen los cuatro vivientes y los veinticuatro ancianos, postrados en adoración delante del Cordero, y entonando un canto nuevo: «Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos, porque fuiste degollado y has comprado para D ios con tu sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación» (5, 9).
Reparemos cóm o Cristo va realizando, él mismo y mirando siempre a su Iglesia, respectivamente estas cuatro promesas de Dios.
25. Nos orientamos por la expresividad del vocablo y la semejanza sonora que emparenta las palabras «Cristo» y «cristalina». Algunas veces la fonología, cuando se inscribe naturalmente dentro de la misma palabra, privilegia un modo de interpretación singular. Tal es el caso del Cántico de san Juan de la Cruz. De todos es conocido el sorprendente hecho de la ausencia de un referente religioso (la mención de Dios o de Cristo...), que aparezca de forma explícita en el texto. Semejante fenómeno literario acontece también en el Cantar de los Cantares. Pero un verso puede dar la clave, que debe ser resuelta en clave poética. Repárese en la mención velada, pero sonora de «Cristo», ansia de la amada que lo busca por doquier: «Oh cristalina fuente, / si en esos tus semblantes plateados / formases de repente / los ojos deseados / que tengo en mis entrañas dibujados» (Cántico espiritual B, canción 12, 1; cf. san Juan de la Cruz, Obras completas, Salamanca 21992, 622).
Interpretación teológica 201
a) Cristo, el consoladorYa se ha visto que D ios enjuga toda lágrima de los ojos (cf. Is
25, 8, corregido por Ap 21, 4). El llanto sobra cuando se está delante de Dios. El cara a cara con D ios, com o quien está frente a un sol ardiente, tiene la virtud de secar las lágrimas de los ojos. Hay que indicar, no obstante, que sólo Cristo resucitado constituye la superación de todo llanto. El es el cumplimiento en la historia sal- vífica de la misericordia de D ios. Su presencia de Resucitado muestra la actualidad del amor de Dios:
Esta revelación del amor es definida también misericordia, y tal revelación del amor y de la m isericordia tiene en la h istoria del hom bre una form a y un nombre: se llam a Jesucristo26.
A sí se dibuja finamente en una escena, perteneciente a la escuela de Juan, de la que el libro del Ap es parte constituyente. Aparece dentro de una narración del cuarto evangelio, marcada por el llanto (Jn 20, 11-18); hasta cuatro veces se menciona la acción de llorar (11 —bis—.13.15). M. Magdalena busca obsesivamente, casi compulsivamente, un cadáver, y las lágrimas le velan otra visión distinta, le impiden contemplar al Señor. Las primeras palabras del Resucitado son: «Mujer, ¿por qué lloras?» (20, 15). N o se puede llorar la muerte, teniendo delante la Vida.
La presencia del Resucitado, actuante en la humanidad, busca realizar lo que durante su ministerio público sólo pudo hacer parcialmente: eliminar toda lágrima de los ojos que lloran («No llo res», le dijo a la viuda, madre de un hijo único, que había muerto y a quien resucita; cf. Le 7, 11-17); y sanar todo dolor de los corazones desgarrados (así rezaba en su programa de evangelización, proclamado en la sinagoga de Nazaret, cf. Le 4, 18-19). Ahora, ya resucitado, viva imagen del Padre, actuando con él al unísono, mostrando su infinito poder en la inmensidad de su misericordia, está revestido de una energía tal que es capaz de secar toda lágrima de los ojos.
b) Cristo, novedad absolutaDios crea nuevas todas las cosas mediante la presencia renova
dora de Cristo. N o existe otra novedad escatológica sino la del S e26. Juan Pablo ÍI, Redemptor hominis, n.° 9.
202 La nueva Jerusalén
ñor muerto y resucitado27. El Ap con su preciso lenguaje así lo señala y determina. El adjetivo «nuevo» (xaivóg) —nunca emplea el sinónimo veóg— se utiliza siempre en referencia a Cristo. Recordemos en apurada síntesis todas sus apariciones dentro del libro. D esigna a aquella misteriosa piedra blanca, que Cristo entrega al vencedor a fin de que tenga acceso a la nueva Jerusalén (2, 17). El cristiano, acogido en la ciudad de Dios, la nueva Jerusalén, que baja del cielo de parte de Dios, «tiene un nombre nuevo», es decir, el nombre de Cristo inscrito sobre la frente (3, 12). Califica el canto que proclaman sin cesar los veinticuatro ancianos y que dirigen al Cordero degollado, pero de pie (5, 9); el m ism o canto nuevo que entonan los 144.000 rescatados de la tierra, que son primicias para D ios y para el Cordero, y al que siguen por donde quiera que vaya (14, 3). Por fin el adjetivo «nuevo» aparece en 21, 1 (bis).2.5 para indicar la realidad final: el cielo nuevo, la tierra nueva, la Jerusalén nueva. El mundo, en especial la humanidad, llega al culmen de su realización, se hace definitivamente nuevo por la resurrección de Cristo28. El impregna con su nueva realidad la ciudad de Jerusalén, haciéndola semejante a su imagen irradiante de gloria.
c) Cristo, fuente de agua vivaD ios da gratis de la fuente del agua de la vida. Pero esta dádiva
sólo es posible porque Cristo ha abierto, mediante el misterio de su muerte y resurrección, la fuente que estaba sellada. El tema es propio de la escuela de Juan, aparece singularmente en el evangelio. Ya Jesús había anunciado que de sus entrañas brotarían ríos de agua viva (Jn 7, 37). El evangelista testimonia con gran solem nidad que del costado abierto del Señor, traspasado por la lanza, brota el agua y la sangre (Jn 19, 34).
Semejante tratamiento también se encuentra registrado en Ap. El vidente contempla la muchedumbre de rescatados, que vienen de la gran tribulación, y que endosan las blancas vestiduras, característico uniforme de su victoria con Cristo (7, 13-15). D e estos
27. La encarnación es el principio de la redención, que culmina con el misteric pascual. «Gracias al Verbo, el mundo de las criaturas se presenta como cosmos, es de cir, como universo ordenado. Y es que el Verbo, encarnándose renueva el orden cós mico de la creación» (Juan Pablo II, Tertiu millennio adveniente, n.° 4).
28. «En el misterio de la redención el hombre es ‘confirmado’ y en cierto modc es nuevamente creado. ¡El es creado de nuevo!» (Juan Pablo II, Redemptor hominis n.° 10)
Interpretación teológica 203
vencedores se afirma que ya no pasarán más hambre ni sed, porque el Cordero, que está en medio del trono, a saber, Cristo resucitado, los apacentará y los guiará hacia fuentes de aguas vivas (7, 17).
La asamblea cristiana del Ap, durante la celebración de su liturgia, invoca al Señor para que venga con urgencia (Ap 22, 17). Todo cristiano, que escucha este grito del «maranatha» eclesial, debe repetirlo personalmente, y debe acudir con voluntad decidida al misterio que en la liturgia se conmemora; tiene que acercarse a la presencia vivificante del Señor, quien ofrece la riqueza del agua de la vida: «El que tenga sed, que se acerque, y el que quiera reciba gratis agua de vida» (2 2 , 17).
d) Cristo, el vencedor da la victoria al cristiano: la herencia de la filiación
El Señor ha vencido el mal mediante la ofrenda generosa de su propia vida.
La religión de la encarnación es la religión de la redención del mundo por el sacrificio de Cristo, que comprende la victoria sobre el mal, sobre el pecado y sobre la misma muerte. Cristo, aceptando la muerte en cruz, m anifiesta y da la vida ai mismo tiempo porque resucita, no teniendo ya la muerte ningún poder sobre él29.
A sí lo reconoce la asamblea celeste de los cuatro vivientes y de los veinticuatro ancianos. El Cordero es digno de abrir el libro y leerlo, porque ha sido degollado (5, 2.5). Por ello la multitud de los ángeles, los vivientes y los ancianos le tributa solemnemente el homenaje al vencedor con un perfecto reconocimiento (se enumeran hasta siete motivos —!—): «el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza» (5, 12). Jinete sobre un blanco corcel, cabalga com o vencedor y para vencer a los tres caballos desbocados de la violencia, la injusticia social y la muerte (6 , 2 ). Cristo hace posible con su victoria, causa ejemplar, la consecuente victoria de los cristianos, los que con él se configuran (7, 13), los que le siguen fielmente (19, 14). El ha permitido, en fin, que el cristiano fiel tenga tan abundante premio, a saber, «el vencedor heredará esto»; que sea merecedor de la herencia de la filiación (2 1 , 7). La batalla está ya decidida, aunque la lucha aún continúa per
29. Juan Pablo II, Tertio millennio adveniente, n° 7.
204 La nueva Jerusalén
sistente en el tiempo y haciendo sufrir a los cristianos; pero es preciso saber que el desenlace será de triunfo total para aquellos que militan y padecen con Cristo, y que el bien prevalecerá sobre el M aligno que acecha continuamente y combate contra Cristo y su Iglesia30.
Todas las promesas de herencia, prodigadas en la historia de la salvación, se recapitulan en el Hijo. Este es el genuino heredero por derecho propio (Mt 21, 38), y el único que puede invocar a D ios como Padre y recibir de él el nombre de Hijo (Heb 1, 5). Hay vinculación estrechísima entre el don de la herencia y la filiación; Cristo es absolutamente el heredero, pues es el Hijo del Padre. El es, además, quien hace factible el don de la filiación para el cristiano. Para éste la gran promesa se concentra en su participación con el Hijo, a saber, en el derecho inalienable de ser hijo en el Hijo. Por eso Ap declara el anuncio divino de la promesa: «El vencedor heredará esto: Yo seré D ios para él, y él será para mí hijo (21, 7).
A sí, pues, la multisecular promesa, formulada en clave de alianza, que recorría el antiguo testamento, se cumple perfectamente en Cristo, el Hijo; y desde Cristo pasa fecundamente al cristiano. Tal es el alcance de la herencia que Ap declara: que el cristiano es ya capaz —pues ha recibido este don que le habilita— de dirigirse, desde y con Jesús, el Hijo, a D ios com o Padre y vivir con él en una relación de mutua intimidad.
D os matices singulares posee la promesa del Ap. No habla en línea general de hijos e hijas, sino que insiste en una relación personal e intransferible. Y evita el nombre de Padre. Esta reserva lexicográfica está en consonancia con la teología del cuarto evangelio y de Ap. En nuestro libro sólo Jesús llama a D ios, Padre: 2, 28;3, 5; 14, l 31.
30. Cristo, vencedor absoluto, propicia nuestra victoria. Esta conciencia de victoria debe impregnar el corazón del discípulo del Señor, y tiene que alejar toda duda y desánimo. Certeramente lo ha expresado Juan Pablo II (Mi decálogo para el tercer Milenio, Madrid 1994, 18): «Nosotros estamos llamados a vencer al mundo con nuestra fe (cf. 1 Jn 5, 4), porque pertenecemos a quien con su muerte y resurrección consiguió para nosotros la victoria sobre el pecado y la muerte y nos hizo capaces de una afirmación humilde y serena, pero segura, del bien por encima del mal. Somos de Cristo y es él quien vence en nosotros. Debemos creer esto profundamente, debemos vivir esta certeza, pues de lo contrario las continuas dificultades que surgen tendrán desgraciadamente la fuerza de inocular en nuestras almas la carcoma insidiosa que se llama desánimo, costumbre, acomodamiento pleno a la prepotencia del mal».
31. Cf. E. Lohmeyer, Die Offenbarung des Johannes, 165.
Interpretación teológica 205
En líneas generales cabe afirmar:Este río que tiene su fuente en el trono donde se sientan Dios y el Cordero, es Dios com unicado, la tercera persona divina representada por su operación. Así, en la cum bre de Jerusalén, vemos la Trinidad toda entera: el Padre penetra toda la ciudad con su gloria, el Cordero la ilum ina con su doctrina, el Espíritu la riega y hace nacer por todas partes la vida, en prim er lugar por el sacramento del bautism o52.
Esta interpretación pneumatológica, que resulta ya clásica, pues bastantes autores —santos Padres y escritores de espiritualidad— se adhieren a ella, puede ser aceptada com o sustancialmente válida, pero no exegética ni rigurosamente correcta.
Se admite una alusión al Espíritu, vislumbrado en el río de agua de vida que brota impetuoso del trono de Dios y del Cordero. La equivalencia, no obstante, entre la realidad del Espíritu y el símbolo del agua, es más propia del cuarto evangelio. Existe concordia entre ambos escritos de la escuela de Juan, al considerar al Espíritu com o don escatológico, proveniente del Padre y del Hijo (Jn 14, 26; 15, 26 = Ap 3, 1; 5, 6)33. Pero el Ap reserva para el Espíritu santo un tratamiento específico: es por antonomasia el Espíritu de profecía y a ella va esencialmente ligada su actuación.
Situados ya en las postrimerías de Ap y desde la atalaya que nos permite contemplar la trayectoria de la andadura eclesial, puede hacerse una sucinta panorámica sobre la función del Espíritu dentro de la Iglesia34.
Al principio el Espíritu hablaba a las siete Iglesias de Ap; su lenguaje era interpretativo y ecuménico, a saber, se dirigía a toda la Iglesia universal a fin de iluminar e interiorizar la palabra de Cristo: «El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias» (2, 7.11.17.29; 3, 6.13.22)35.
Este mismo Espíritu ha ido fortificando a los profetas y testigos de la Iglesia. Promueve y legitima la actuación de Juan, el vidente del Ap, y le concede que pueda contemplar realidades sobrenatura
32. E. B. Alio, L ’Apocalypse, 353.33. Para una síntesis comparativa entre el Espíritu según el cuarto evangelio y el
libro de Ap, cf. F. Contreras, El Espíritu en el libro del Apocalipsis, 192-194.34. Cf. F. Contreras, El Espíritu en el libro del Apocalipsis, Salamanca 1987.35. Cf. Dibelius, Wer hat zu hdren, der hdre~. ThStKr 83 (1910) 461-471; F. Sa-
racino, Qaello che lo Spirito dice (Apoc. 2, 7, ecc.j: RBiblt 29 (1981) 3-31.
c) Im nueva Jerusalén y el Espíritu
206 La nueva Jerusalén
les, que de otro modo le estarían vedadas, y comunicarlas con fidelidad a la Iglesia (1, 10; 4, 2; 17, 3; 21, 10).
El Espíritu protege a la Iglesia que da testimonio de Jesús, tal com o aparece marcadamente en el episodio de los dos testigos-profetas ( 1 1 , 1-13); les confirma, a pesar de tanta impiedad infligida por parte de los enem igos, en el triunfo final y permite lograr, merced a la total entrega de los testigos de Jesús, la conversión de la humanidad ( 1 1 , 1 1 ).
El Espíritu sigue alentando a los cristianos para que permanezcan fieles, en medio de la cruel persecución y aun de la misma muerte. Muertos a causa de la fe de Cristo, el Espíritu les asegura una bienaventuranza eterna y un descanso de plenitud, pues sus obras les acompañan (14, 13)36.
«El testimonio de Jesús es el Espíritu de profecía» (19, 10). Es el «textus princeps» de la pneumatología del Ap37. Su función se bifurca en sendas perspectivas: hacia dentro de la Iglesia y hacia fuera de ella. Primero, el Espíritu en su labor sapiencial hace conocer y asimilar a toda la Iglesia el testimonio que Jesús ha proclamado, es decir, la Palabra de D ios por él testimoniada, conforme a esta frecuente hendíadis literaria: «La Palabra de D ios y el testimonio de Jesús (Ap 1, 2.9; 6 , 9; 20, 4). Segundo, el Espíritu convierte a la Iglesia en una asamblea de testigos (tarea m isionera), a fin de que sean capaces de proclamar el testimonio único de Jesucristo, el mensaje de su evangelio, tal com o también insistentemente reflejan los discursos de misión de los evangelios (cf. Mt 10, 18-20; Me 13, 11; Le 12, 11-21)38.
Según el libro del Ap la comunidad eclesial ha vivido un experiencia singular, apocalíptica. Al principio, el Espíritu se dirigía a la Iglesia invitándola a la escucha fiel de la palabra de Cristo (recordar los textos previamente citados de las cartas a las Iglesias). Esta misma Iglesia, a lo largo de toda la lectura profética del Ap,
36. Cf. B. Prete, Beali i morti che muiono nel Signare: PalCl 26 (1947) 169-172.37. Cf. D. Muñoz, La palabra de Dias y el testimania de Jesucristo. Una nueva
interpretación de la fórmula en el Apocalipsis: EstBib 31 (1972) 179-199. J. Mas- syngberde Ford, For the Testimany o f Jesús is the Spirit o f Prophecy: IrTQ 42 (1975) 280-292.
38. La acción del Espíritu santo se asocia estrechamente a la misión de la Iglesia. Así queda recalcado con testimonios muy abundantes en la encíclica de Juan Pablo 11, Redemptaris missia. Baste mencionar un par de citas: «Bajo la acción del Espíritu, la fe cristiana se abre decisivamente a las ‘gentes’» (n° 25). «Los horizontes y las posibilidades de la misión se ensanchan, y nosotros los cristianos estamos llamados a la valentía apostólica, basada en la confianza en el Espíritu ¡El es el ‘protagonista’ de la Misión! (n.° 30).
Interpretación teológica 207
se ha ido purificando por la palabra de Cristo, sabiamente interpretada por el Espíritu y, sostenida por su fuerza, la ha ido proclamando con valentía al mundo. Al final del libro, la Iglesia aparece com o esposa, se ha anulado una distancia, y el Espíritu no es ya un «inter-locutor» distante, sino una presencia íntima a la Iglesia. El Espíritu y la Iglesia hablan la misma voz compartida y dicen: «¡Ven!» (22, 17).
2. La nueva Jerusalén. Ciudad de la humanidad renovadaLa gloria de D ios es la salvación del hombre, y el deseo del
hombre es la visión de D ios. Tan esclarecedora afirmación procede de san Ireneo quien dice justamente —y ambas partes de su declaración debieran ser citadas de consuno y ninguna de ellas, por tanto, ser sesgadamente relegada—: «pues la gloria de D ios es el ‘hombre viviente’ (£tt>v ávdgam oi;), y la vida del hombre es la ‘visión de D ios’ (ógaoiq freoü)»39. La nueva Jerusalén cumple acabadamente las dos aspiraciones, tanto la gloria de D ios com o el anhelo del hombre. La esperanza de la revelación bíblica se realiza; D ios y los hombres comparten la misma ciudad, son ciudadanos de derecho en una casa común. La nueva Jerusalén representa la línea armónica del plan de Dios, dado a conocer en una historia no violentamente truncada, sino desplegada y potenciada hasta conseguir el desenlace feliz de su plenitud escatológica.
Cuando se manifieste la gloria de Dios de manera universal, se cumplirá también el anhelo más profundo de las criaturas y se hará realidad el reino de la libertad de los hijos y las hijas de Dios (cf. Rom 8, 22-23). Entonces la justicia, la vida, la libertad y la paz de Dios, la luz de su verdad y la gloria de su amor llenarán y transfigurarán todas las cosas. El reino y la gloria de Dios serán la realidad última, universal y bienaventurada40.
Ap 21, 1-22, 5 insiste con creces en la dimensión social-rela- cional. N o podía hacerlo de otro modo, pues tan profundo pasaje tiene com o explícito referente a la ciudad de la nueva Jerusalén —nota esencial de toda ciudad es la interrelación de sus habitantes—, por más que sean variados los registros simbólicos que adop
39. Adversus Haereses IV, 20, 7.40. Conferencia episcopal alemana, Catecismo católico para adultos. La fe de la
Iglesia, Madrid 1988, 473.
208 La nueva Jerusalén
te: agua de vida, herencia, muros, medidas, cimientos, perlas, paraíso. Lo decisivo para el autor es describir el jubiloso término de la Iglesia, entendida en su más ecuménica realidad, agraciada por una situación de privilegio, que puede muy bien definirse com o la nueva humanidad. Esta situación se caracteriza por gozar de una doble cualidad adquirida: de despojo y de plenitud. Por una parte, se ve libre de todos los impedimentos negativos que antaño la habían encadenado; y, de otro lado, se sabe poseedora, com o don gratuito de lo alto, de un estado de gracia que la hace vivir ya y para siempre en comunión plenísima con D ios y con todos los hombres y mujeres de la nueva tierra41.
Puede afirmarse, siguiendo las pautas orientadores del simbolism o eclesiológico de Ap 21, 1-22, 5, que la nueva Jerusalén significa la ciudad de los santos, dada por Dios: es la culminación de la Iglesia santa. Ya lo había señalado el Beato de Liévana: «La ciudad cuadrada significa la muchedumbre reunida de los santos, en los que no pudo de ninguna manera naufragar la fe»42. Esta interpretación no resulta novedosa, pero sí debe ser recalcada cada vez con más fuerza y añadiendo sustanciales matices al contemplar en la nueva Jerusalén en su dimensión eclesial43.
a) La nueva Jerusalén y la IglesiaLa nueva Jerusalén no puede ser el punto más alto, cenital, a
donde arriba el ímpetu creciente del evolucionism o, sea de tipo material sea de orden político o religioso. Cualquier pretensión por hacer de esta tierra la meta definitiva, el sueño utópico de la «Nueva Edad», al margen de D ios —y a veces incluso deliberada y beligerantemente en contra de él— se resuelve en la más infructuosa esterilidad. La nueva Jerusalén no debe confundirse con los logros que en vano han pretendido las utopías de un futuro intramundano, o los paraísos de las teorías cosm ológicas sobre el devenir del universo. Es preciso desenmascarar las presuntas utopías, que laten falazmente en tom o a la aparición de un «mundo feliz».
41. Cf. J. P. Prévost, Para leer el Apocalipsis, 118.42. Comentario al Apocalipsis de san Juan, 651.43. Cf. R. H. Gundry, The New Jerusalem People as Place, not Place fo r People:
NT 29 (1987) 255; R. J. McKelvey, The New Temple, New York 1969, 167-176; W. Thüsing, Die Vision des ‘Neue Jerusalem' (Apk 21, 1-22, 5) ais Verheissung und Got- tesverkündigung: TrThZ 77 (1968) 17-34; T. Holtz, Die Christologie der Apokalypse des Johannes, Berlin 1962, 191-195.
Interpretación teológica 209
El mundo no es capaz de hacer al hombre feliz. No es capaz de salvarlo del mal en todas sus especies y formas: enferm edades, epidemias, cataclism os, catástrofes y otros males semejantes. Este mismo mundo, con sus riquezas y sus carencias, necesita ser salvado, ser redimido. El mundo no es capaz de liberar al hombre del sufrim iento, en concreto, no es capaz de liberarlo de la muerte. El mundo entero está sometido a la ‘precariedad’44.
No puede alcanzarse la nueva Jerusalén por los caminos de la evolución; ni siquiera intentando —tentación constante del fanatismo y fundamentalismo religioso, herederos de todo afán «celotis- ta» imperecedero— erigir aquí en la tierra un estado teocrático45.
La nueva Jerusalén no representa la ciudad ideal, o la idea platónica de una ciudad suprema, suma de los sueños y esfuerzos humanos oriundos de la tierra, com o creación exclusiva del hombre, sino un don divino que viene de lo alto sobre una tierra —eso sí, preciso es recalcarlo— que la humanidad ha ido madurando y transformando mediante un trabajo solidario. La nueva Jerusalén es la anti-Babel y la anti-Babilonia.
No se identifica tampoco con la Iglesia terrestre, conforme sostenía la apreciación exegética de algunos comentadores eximios del Ap: san Agustín46, Beato de Liévana47. Cesáreo de Arlés ha he
44. Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, 73.45. Cf. Conferencia episcopal alemana, Catecismo católico para adultos, 473.46. En contra de Alio (L ’Apocalypse, CCXLIII, p. 341) citado por Ch. Bruths (La
clarté de l ’Apocalypse, 356), quien hace suyo un pasaje de La ciudad de Dios de san Agustín (texto rememorado con frecuencia para ser felicitado o vituperado); cf. P. Pri- gent, L ’Apocalypse de saint Jean, 326. Ante el panorama confuso de diversas opiniones en torno al pasaje controvertido de san Agustín, es preciso leer íntegro el texto: «Esta ciudad desciende del cielo, según él, porque la gracia de Dios, que la ha formado, es celestial. Y así dice por Isaías: Yo soy el Señor, que te forma. Y ha descendido del cielo desde el principio, desde que sus ciudadanos van en aumento por la gracia de Dios, que mana de la regeneración comunicada por la venida del Espíritu santo. Pero en el juicio de Dios, que será el último y obra de su Hijo Jesucristo, recibirá un esplendor tan nuevo y maravilloso de la gracia divina, que no quedarán ni rastros de su vejez, pues los cuerpos pasarán de su antigua corrupción y mortalidad a una inco- rruptibilidad e inmortalidad nuevas... En ese libro, titulado Apocalipsis, hay muchas cosas oscuras para ejercitar la mente del lector, y unas cuantas, pocas por cierto, claras, que permiten comprender las otras no sin gran trabajo» (san Agustín, La ciudad de Dios XX, 17, Madrid 1958, 1485-1486). No creo que haya que insistir en concederle excesiva importancia a su interpretación eclesial, pues el pasaje resulta bastante ambiguo, y máxime cuando ya él mismo se cura en salud, hablando de este modo distante del Apocalipsis. Pero creemos que el cielo nuevo no se identifica, sin más precisiones, sencillamente con la Iglesia.
47. «En esta Jerusalén se refiere a la Iglesia (hanc Ierusalem Ecclesiam dicit)... el cielo nuevo es la Iglesia: porque desde que Cristo asumióla carne, creó el cielo nue-
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cho la siguiente equivalencia: «Esta ciudad que ha sido descrita representa a la Iglesia extendida por toda la tierra»48. El Beato de Liévana, antes citado, exagera aún más si cabe, cuando afirma que «El trono de D ios es la sede de Dios, es decir, la Iglesia»49. Tal grado de identificación no parece justo, desde la perspectiva del Ap que reserva para el trono un uso exclusivam ente divino. La identificación con la nueva Jerusalén no puede plantearse ni siquiera en el ámbito espiritual-individual50.
Tampoco se trata de reivindicar, oscilando ahora el pensamiento hacia sus antípodas, la imagen de una Iglesia glorificada o consumada, que vendrá sobrepuesta, caída del cielo —com o un meteorito gigante—, destruyendo todo lo previamente plantado y trabajado con generosidad por el esfuerzo humano. D e esta manera se relega la nueva Jerusalén a un futuro, «un eón futuro», sin conexión alguna con la realidad presente51. Tal ha sido la concepción apocalíptica judía, que decididamente se rechaza.
Se trata de interpretar con corrección el mensaje eclesiológico de Ap, enseñanza cifrada pues va envuelta en tan densa simbolo- gía. Nos decidim os por la interpretación estrictamente escatológica de la nueva Jerusalén52.
El libro del Ap presenta un mensaje escatológico, que no quiere decir remotamente futuro, alejado de nuestra realidad/tarea eclesial y mundana viviente, en modo alguno ajeno a ellas. No es cuestión ya de especular com o si de un retorcido ejercicio de cábalas se tratase, acerca de fechas ni de geografía, sino que es preciso partir del acontecimiento que ha marcado la historia de la salvación: la visión emblemática de todo el Ap, la presencia del Cordero, degollado pero de pie, es decir, Cristo muerto y resucitado. Con él se ha «incoado» el advenimiento del Reino de D ios. Aunque superficialmente las cosas parecen continuar igual, con la presencia de Cris-
vo y la tierra nueva» (Comentario al Apocalipsis de san Juan, 633). Comentando el verso «Y me mostró la ciudad santa de Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios», sentencia de manera apodíptica-, «Esta es la Iglesia, la ciudad situada en el monte, la esposa del Cordero» (ibid., 637).
48. Comentario al Apocalipsis, 151.49. Comentario al Apocalipis de san Juan, 653.50. «Das neue Jerusalem bis du für Gott, mein Christ / Wenn du aus Gottes Geist
ganz neugeboren bist» («La nueva Jerusalén eres tú para Dios, querido cristiano, si por el Espíritu divino eres totalmente regenerado»). Citado por E. Stahlin, Die Ver- kündigung des Reiches Gottes in der Kirche Jesu Christi, Basel 1956, 465.
51. Cf. H. Strathmann, JtóXtc;, en TWNT VI, 532.52. Con la mayoría de los escritores, tal como propugna A. Feuillet, L ’Apocalyp
se, état de la question, Paris-Bruges 1963, 45.
Interpretación teológica 211
to se ha cambiado radicalmente el rumbo de la historia de la humanidad, pero aún no se ha consumado entre todos la presencia del Resucitado, todavía el Reino no se ha implantado plenamente sobre la tierra. Hay que seguir reivindicando la proposición de O. Cullmann, «jetzt schon, aber noch nicht», y aceptar decididamente una escatología dialéctica, con más claridad expuesta por el papa Juan Pablo II:
La escatología está ya iniciada con la venida de Cristo. Evento es- catológico fue, en prim er lugar, su muerte redentora y su resurrección. Este es el principio ‘de un nuevo cielo y de una nueva tierra’ (cf. A p 2 1 , 1)5\
Existe continuidad entre la Iglesia y la nueva Jerusalén: son los cristianos los herederos futuros de la nueva Jerusalén. La semilla de nuestra esperanza, una vez sembrada en el corazón del mundo y en los corazones humanos, conocerá la realidad anhelada en la nueva Jerusalén, plenitud de los dones universales, donde Dios será todo en todos y Cristo recapitulará el cosm os en el Padre. Mas esta realidad última aún no se ha conseguido del todo; la Iglesia es, mientras exista el tiempo de la historia, peregrina por este mundo.
Pero los cristianos ya son partícipes de la vida de la nueva Jerusalén. El libro de Ap ofrece testimonios de esta comunión con la escatología futura. Repárese con atención en su fuerza probatoria. A través del bautismo, se tiene ingreso en las fuentes de agua de la vida. Por medio de la liturgia se permite franco acceso a la celebración de la Iglesia celeste. Mediante la eucaristía pueden comer con Cristo, los cristianos son com ensales sentados en su misma mesa (Ap 3, 20). Los cristianos vencedores son ciudadanos de derecho de la nueva Jerusalén (Ap 3, 12).
Tiene razón Cesáreo de Arlés cuando, al comentar las maravillas ofrecidas al cristiano en la nueva Jerusalén —se refiere en concreto al pasaje de Ap 22, 4-5—, afirma lacónicamente: «Todas estas cosas han comenzado a partir de la pasión del Señor»"4.
Es cuanto afirman los textos neotestamentarios que se han analizado previamente: Gál 4, 24-26; Flp 3, 20; y, sobre todo, Heb 12, 22-24. Los cristianos son ya hijos de esta madre —en la que son engendrados, a la que pertenecen por consagración bautismal—, que no es sino la Iglesia celestial, la Jerusalén de arriba.
53. Cruzando el umbral de la esperanza, 186.54. Comentario al Apocalipsis, 154.
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La tendencia de la eclesiología protestante ha sido —y en esta actitud persiste— mostrar la discontinuidad entre la nueva Jerusalén y la Iglesia; mientras que la teología católica acentúa la continuidad. Sin negar el aspecto polar y dialéctico de esta escatología, hay que insistir en la continuidad en la línea ontológica de la Iglesia, aunque sea preciso reconocer el don final de la novedad absoluta que procede de D ios55.
Tarea esclarecedora resulta espigar de entre las páginas del concilio Vaticano II, los testimonios explícitos acerca de la nueva Jerusalén —u otra denominación sinónima pero de idéntico contenido temático— y valorar su incidencia en el misterio y vida de la Iglesia.
La liturgia, no sin razón, com para —la Iglesia— a la ciudad santa, la nueva Jerusalén. Efectivamente, en este mundo servimos, cual piedras vivas, para edificarla (1 Pe 2, 5). San Juan contem pla esta ciudad santa bajando, en la renovación del mundo, de junto a Dios, ataviada como esposa engalanada para su esposo (Ap 21, ls )56.
Pero el m ism o concilio reconoce que la conexión entre Iglesia terrestre y la nueva Jerusalén debe formularse a modo de una com paración, no de identificación:
Sin em bargo, mientras la Iglesia cam ina en esta tierra lejos del Señor (cf. 2 Cor 5, 6), se considera como en destierro, buscando y saboreando las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios, donde la vida de la Iglesia está escondida con Cristo en Dios hasta que aparezca con su Esposo en la gloria (cf. Col 3, 1-4)57.
La nueva Jerusalén de Ap corrige la visión teológica de las ex pectativas anteriores a ella, propias de los profetas y de la visión apocalíptica. Incluso en este asunto de incesante debate, su presencia resulta inédita.
55. Para un análisis detallado de ambas posturas, que deben reencontrarse en la visión del Ap, cf. el sugerente trabajo de P. S. Minear, Ontology and Ecclesiology in the Apocalypse: NTS 12 (1965-1966) 89-105. De esta manera rotunda afirma el autor: «La ciudad santa está más sustancialmente, más permanentemente unida a las iglesias terrestres de lo que la mayoría de los existencialistas admite» (ibid., 104).
56. Lumen gentium, 6.57. Ibid., 6. Tal como afirma H. Bietenhad (Die himmlische Welt im Urchristen-
tum und Spatjudentum. Tübingen 1951, 201): «La Jerusalén celeste es idéntica con el nuevo eón, con el Reino de los cielos; y forma contraste con la Jerusalén que asesina a Cristo (11, 8)».
Interpretación teológica 213
Los profetas esperaban una nueva Jerusalén; pero en el fondo de su mensaje se traslucía su énfasis en la reconstrucción y em bellecimiento de la Jerusalén terrena, de aquí abajo, la histórica ciudad del judaismo, que sería centro del mundo y se elevaría hasta el trono divino58. Se insistía absolutamente en la continuidad terrena.
La visión de los libros apocalípticos judíos, en cambio, contempla el aniquilamiento de este mundo - e l cielo, la tierra, todo cuanto contienen—, del eón presente, completamente malvado y que es merecedor de castigo. En el solar vacío que ha dejado, se pone otra realidad, del todo diversa, venida de los cielos, la Jerusalén celeste. Se recalca, por tanto, la ruptura total.
Hay, pues, que evitar ambos extremos: identificar la nueva Jerusalén con las instituciones terrestres, de cualquier signo; o romper toda relación entre los com ienzos del tiempo presente y el cumplimiento futuro59.
La nueva Jerusalén, de acuerdo con el pensamiento más genui- namente apocalíptico, es una ciudad preexistente; por tanto, modelo y prototipo para todo el pueblo de Dios. Desde una perspectiva neotestamentaria la nueva Jerusalén constituye el supremo modelo de la Iglesia terrestre, que peregrina en busca de la unión con su arquetipo60.
1. Continuidad entre la Iglesia y la nueva JerusalénCreemos que existe una continuidad entre la Iglesia «militante»
—en el sentido no beligerante del término, sino en el apocalíptico, a saber, la Iglesia que en la tierra testimonia frente al mundo y lucha/padece, al igual que los dos testigos-profetas en el combate de su fe— y la nueva Jerusalén. Continuidad en el designio de salvación de D ios, que se resume en la ontológica unidad de la Iglesia61.
Puede afirmarse, desde el mensaje íntegro de Ap, que la Iglesia actual, martirizada en sus miembros y testimoniante en su misión
58. Tal como se ha visto en los textos proféticos. Cf. H. Bietenhad, Die himmli- sche Welt im Urchristentum und Spatjudentum, 202.
59. Cf. E. B. Alio, L ’Apocalypse, 356.60. Cf. S. Levi della Torre, Gerusalemme: la citla duale, en Gerusalemme patria
di tutti, Bologna 1995, 100-114; K. L. Schmidt, Jerusalem ais Urbild undAbbild, 224- 226.
61. Así lo subraya con rotundidad meridiana: «Civitas sancta Ierusalem quae des- cendit de cáelo, Ecclesia Christi militans, in qua Deus et Agnus sunt omnia in ómnibus, est una, quae veteris et novi Testamenti Eclesias, Iudaeum et Gentilem, com- plectitur», N. Domínguez, Ecclesia Christi Militans in Apocalypsis Visionibus Reve- lata: PhilipSac 1 (1966) 268.
2 ¡4 La nueva Jerusalén
evangelizadora, está construyendo, aunque veladamente pero sí con eficacia, la ciudad futura; pues los cimientos de la nueva Jerusalén son los apóstoles del Cordero. El concilio Vaticano II lo reconoce:
Esta com penetración de la ciudad terrena y de la ciudad eterna sólo puede percibirse por la fe; más aún, es un m isterio permanente de la historia humana que se ve perturbado por el pecado hasta la plena revelación de la claridad de los hijos de D ios62.
Será, a todas luces, determinante poder encontrar en el libro suficientes indicios que permitan inferir legítimamente —y no servirnos de postulados gratuitos y discursos programáticos provistos sólo de buenas intenciones— la imprescindible compenetración y continuidad. Hay, pues, que seguir leyendo con atención el mensaje siempre orientador del Ap.
2. Continuidad desde el designio de D iosEl mismo D ios que, en el diálogo litúrgico inicial del libro, ben
dice a la comunidad cristiana del Ap, «los que escuchan las palabras de esta profecía» (Ap 1, 3), es quien otorga el don de la nueva Jerusalén. Incluso el lenguaje de Ap se torna de una precisión elocuente para marcar este lazo unitivo. «D e parte de D ios» (curó xo\j -&eoí3) viene la bendición (Ap 1, 4) y proviene también la nueva Jerusalén (Ap 21, 10).
Para mejor entender, pues, esta profunda relación —de la manera más gráfica posible—, hay que poner en sintonía nuestro texto con la primera bendición trinitaria de Ap (1, 4-5), iniciada por la triple presencia de la preposición «de parte de» (ájtó). Esta preposición enmarca un bloque literario y colorea las frases que le siguen, de tal forma que constituyen sintácticamente un conjunto autónomo com o si de una verdadera trilogía se tratase:
G racia y paz a vosotrosde parte (curó) del que es, el que era y ha de venir, de parte (airó) de los siete espíritus que hay frente a su trono,
y de parte (ccjió) de Jesucristo,el testigo fiel,el prim ogénito de los muertos, el jefe de los reyes de la tierra.
62. Gaudium et spes, 4, 40.
Interpretación teológica 215
Al com ienzo del libro de Ap Dios-Trinidad (Padre-Espíritu san- to-Cristo), presente en la más encumbrada trascendencia, bendice a su Iglesia con la gracia y la paz.
La última visión profética de Juan (Ap 21, 2) se describe así:Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, de parte (ano) de Dios.
Al final del libro aparece ya realizado el gran don de la gracia y de la paz, magníficamente resuelto en el descenso, «de parte» (ájtó) del mismo Dios de la nueva Jerusalén, com o si de un envío divino se tratase. Y así el libro entero del Ap se abre con la promesa de una bendición y se cierra con la misma bendición ya cumplida. La nueva Jerusalén es la concentración de todas las bendiciones que D ios ha ido impartiendo a la largo de la historia. Es el broche final, la síntesis perfecta.
Resulta extraño que ningún autor haya reparado en esta conexión que establece el libro a través de la sutileza de su lenguaje.
La presencia providente de Dios ha acompañado a la Iglesia durante la economía salvífica: en el tiempo presente, pues Dios es «el que es»; en el pasado, pues sigue siendo D ios «el que era»; y ciertamente en el futuro, pues D ios será «el que ha de venir» (Ap 1, 4).
De manera semejante hay que hablar de Cristo, el Señor. El vive en la comunidad cristiana, la fortalece, la vivifica, «camina en medio de los siete candelabros» (Ap 1, 12-13; 2, 1), es decir, Cristo peregrina codo a codo con la Iglesia peregrina; simultáneamente la espera en la nueva Jerusalén. Quiere afirmarse con vigor que Cristo acompaña fielmente todo el devenir de la Iglesia, desde sus pasos iniciales e intermedios en la historia hasta su consumación gloriosa. A sí el Ap señala que Cristo es contemplado, adorado y creído en la Iglesia, a la que da vida con su palabra (Ap 2-3); quien consuela a los cristianos cada día (1, 9-20). Este Señor de la Iglesia es el mismo que promete su venida (22, 20); es el Cordero, que fundamenta la ciudad, pues de él enteramente dependen los doce apóstoles, convertidos en cimientos (21, 14); constituye también su presencia de Resucitado, junto con el Padre, el único santuario y lámpara de la nueva Jerusalén (21, 22.23).
El Ap muestra continuidad en el proyecto salvífico, al insistir también en la unidad de la revelación. Él pueblo fiel del antiguo testamento (doce tribus de Israel, Ap 21, 12) continúa realizándose, decantándose en la Iglesia cristiana (doce apóstoles del Cordero, Ap 21, 14), y terminará su perfección en la nueva Jerusalén.
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Léanse estas palabras, tan sugerentes en matices, y que insisten en la continuidad desde el designio creador de D ios y desde su fidelidad con la creación. Hay que seguir advirtiendo que la nueva creación, la nueva Jerusalén, no significa una llana continuación de la historia o el grado sumo de una compleja evolución, sino una radical transformación:
A diferencia de la prim era creación, la nueva no es una creación de la nada. Se basa en la prim era, y, así, no significa ruptura y fin, sino plenitud y consum ación del mundo. Pues D ios es fiel también a su creación. La redención de la creación tam poco es mera continuación, perfeccionam iento, progreso o evolución de la realidad existente. La transfiguración de toda la realidad por la gloria de Dios, que se m anifestará de m anera universal, im plica una modificación radical de la figura de este m undo63.
3. Continuidad desde la vida cristianaEsta continuidad se insinúa fundamentalmente en tres imáge
nes/temas, característicos del Ap: las obras, el simbolismo del vestido, el motivo del vencedor. En estos tres temas señalados se advierte la ilación entre la situación actual de los cristianos y su estado futuro, ambos orgánicamente interrelacionados y mutuamente interdependientes.
El Espíritu asegura a los cristianos fieles, que mueren en el Señor, que descansen ya de sus fatigas; y añade: «pues sus obras (xa egya) Ies acompañan» (14, 13). Según enseña el Ap al hablar repetidamente, en los dos primeros capítulos, acerca de «las obras» ( tá e g y a ) a las que acompañan una serie de contenidos, éstas consisten en: «fatigas y paciencia» (2 , 2 ); «tribulación y pobreza» (2 , 9); «amor, fidelidad, servicio y paciencia» (2, 19). Son las primeras obras que se realizan en consonancia con el amor primero (2 ,4). Las obras se manifiestan com o la expresión privilegiada del amor fraterno: «Hijos mío, no amemos de palabra ni de lengua, sino de ‘obras’ y en verdad» (1 Jn 3, 18). Los que guardan los mandamientos de Jesús son dichosos (Ap 14, 13), porque les es dada capacidad para entrar por las puertas en la ciudad y participar en el árbol de la vida (Ap 22, 14).
Estas obras forman simbólicamente el vestido de la esposa, con que se acompaña para recibir dignamente al esposo, y participar en
63. Conferencia episcopal alemana, Catecismo católico para adultos. La fe de la Iglesia, 472.
Interpretación teológica 217
las nupcias eternas, a saber, la Iglesia es digna esposa cuando va adornada con las «obras justas» de los santos (19, 8).
Y, por fin, aparece el motivo del vencedor, que según Ap actúa com o acicate en la vida eclesial a fin de mantener al cristiano en tensión y no verse privado del acceso a la nueva Jerusalén. El Señor asegura que el vencedor será revestido de blancas vestiduras y que no borrará su nombre del libro de la vida (3, 5). En la nueva Jerusalén ingresa efectivamente el vencedor com o heredero privilegiado de todas las promesas anteriormente impartidas por el Señor (21, 7); entra porque ya está inscrito en el libro de la vida del Cordero (21, 26); es decir, ha lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero (7, 14).
Esta Iglesia, coronada en la nueva Jerusalén, es el único proyecto salvffico de Dios, que ha sido dado a los hombres. Sus puertas son las doce tribus y sus cimientos son los apóstoles del Cordero. Y este Cordero es Jesús, que murió y fue resucitado, quien gloriosamente la alumbra.
4. Una cierta discontinuidadLa nueva Jerusalén supone y requiere una continuidad con la
Iglesia terrestre, pero su presencia no consiste en ser una prolongación desarrollada, sin más; no va a seguir existiendo de la m isma manera que la Iglesia terrestre; no va a ser más de lo mismo. La Iglesia es peregrina, no pertenece a este mundo, mas debe permanecer en él. Se compone de hombres y mujeres de carne y sangre; está, pues, marcada indeleblemente por la debilidad y el pecado; los fallos continuos agrietan su rostro de madre/esposa; no puede pretender ser en la tierra la Iglesia celeste; pero está llamada de manera apremiante y empujada a serlo. La Iglesia no debe nunca perder la fuerza de ser fermento transformador y, cayendo en la tentación de la dejadez o la om isión, aguardar resignadamente todo el fruto sólo de una renovación última de parte de Dios.
A sí lo ha reconocido reiteradamente el concilio Vaticano II:La espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva fam ilia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislum bre del signo nuevo64.Nacida del amor del Padre eterno, fundada en el tiempo por C risto Redentor, reunida en el Espíritu santo, la Iglesia tiene una fina
64. Gaudium et spes, 3, 39.
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lidad escatológica y de salvación, que sólo en el siglo futuro podrá alcanzar plenamente... La Iglesia avanza juntam ente con toda la humanidad, experim enta la suerte terrena del mundo, y su razón de ser es actuar como ferm ento y com o alma de la sociedad, que debe renovarse en Cristo y transform arse en fam ilia de D ios65.
Nunca se insistirá suficientemente en la fecundidad transformadora de la esperanza cristiana, la que aguarda, com o don de Dios, la nueva Jerusalén. Jamás debió ser —ni debe en el presente, o debiera en el futuro— flor adormidera, ni filtro enajenante, narcotizante, sino una virtud (que comporta fortaleza, conforme a su etim ología latina «virtus»), que no dimite de su urgente tarea, ni deja en manos del destino (llám ese con diversos apelativos por exceso o defecto: fatalidad, «ya todo está escrito en las estrellas», azar...), lo que el hombre tiene que hacer con el esfuerzo de sus manos encallecidas, pero sabiendo que el fruto copioso de su trabajo es y será siempre don de Dios:
Fundados en la fuerza de la esperanza y de la caridad, los cristianos pueden y deben, ya en este mundo y cada uno según sus posibilidades, anticipar de m anera fragm entaria y como en esbozo la realidad del reino de Dios, arraigados en el amor, lejos de toda violencia, con espíritu de com prensión y desprendim iento, con pureza de corazón, com o hom bres que tienen ham bre y sed de justicia y están dispuestos a sufrir persecución por ella (Mt 5, 3-13). Su acción en favor de la paz y de la justicia debe ser efecto y reflejo de la justicia consum ada y de la paz definitiva del reino de Dios66.
«A pesar de todo», aun a pesar de la generosidad e incluso magnificencia del esfuerzo humano, tan sincero com o denodado, que se ve acompañado con frecuencia de óptimos logros, la esperanza cristiana va más allá y otea horizontes más amplios. Desborda las naturales expectativas humanas y supera la estrechez de sus lím ites, siempre tan contingentes. Por más que se vea defraudada y contradicha por los sufrimientos del tiempo presente, por cuanto el Ap llama «la tribulación» (■{Rí/ipig: la que padece el mismo vidente, relegado en Patmos —1, 9—; com o sufre la Iglesia de Esmirna —2, 9—; a la manera de los vencedores que vienen de la ‘gran tribulación’ —7, 14—), que comporta una serie onerosa de dificultades no com unes, persecuciones, calamidades cósm icas, desgracias y
65. Ibid., 4, 40.66. Conferencia episcopal alemana, Catecismo católico para adultos, 474.
Interpretación teológica 219
desengaños..., la esperanza no puede quedar derrotada ante el ingente cometido de su tarea, ni desfallecer abdicando del objetivo final de su empeño. A saber, la esperanza cristiana no se resigna ante el catastrofismo reinante, ni se confunde con los resultados inmediatos, por más halagüeños que pudieran resultar, de la acción humana. La esperanza se afianza en Dios, y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien ha revelado, por medio del Espíritu, como a Juan, el vidente del Ap, la existencia de un cielo nuevo y una tierra nueva: la nueva Jerusalén, dada com o regalo supremo a nuestro esfuerzo humano y eclesial, y que premia la generosa esperanza cristiana en esta tierra67.
La nueva Jerusalén es esta Iglesia, fundada por Cristo, en unidad de la revelación que incluye el antiguo y nuevo testamento, en unión misteriosa con todos los hombres de buena voluntad, que vive en el así llamado «tiempo intermedio», pero que un día será llevada a su culmen. Se trata de una continuidad trascendida por un acto gratuito de D ios, que la transforma completamente. En este sentido se puede hablar de una cierta continuidad, y simultáneamente de una cierta ruptura. Se debe mantener la tensión escatoló- gica, que es por lo demás inherente a lodo el mensaje del nuevo testamento. Hay que decir que la Iglesia no constituye aun el reino de Dios, pero sí sus primicias.
Puede ilustramos el ejemplo paulino de la siembra. Existe identidad entre el simple grano de trigo y la espiga que de él brota; pero la realidad final, la fructífera espiga, radiante en belleza y colmada de granos fecundos, no equivale sin más a la sem illa inicial. Ha existido una transformación sustancial (Puede leerse con detenimiento 1 Cor 15, 35-38).
Existe un lazo ontológico entre el presente y el futuro, y también un cierto contraste; pues en la debilidad del presente se oculta misteriosamente y opera la fuerza del futuro, activada por el poder de Dios. Nada mejor que recordar la parábola de la semilla del grano de mostaza, que en confrontación con el «alto cedro», plantado en el «alto monte» (cf. Ez 17, 23), se siembra en la tierra, y desde su enterrada humildad («humus» quiere decir tierra), crece hasta convertirse en poderoso árbol, en cuyas ramas anidan todos los pájaros (Mt 13, 31-33). La Iglesia es hoy esa semilla; y debe,
67. La esperanza se encuentra profundamente arraigada en el corazón del hombre, y cuánto más del hombre creyente. Léanse con provecho algunos fragmentos iluminadores en: Esperamos la resurrección y la vida eterna. Documento de la Comisión episcopal para la doctrina de la fe de la Conferencia episcopal española (26-11-95), II, 14; Ecclesia n.° 2.766.
220 La nueva Jerusalén
por imperiosa vocación divina, crecer hasta convertirse en Reino, inmenso árbol, bajo cuya sombra se reunirán todos los hombres. Dicho estado de plenitud acabada acontecerá com o don gratuito de Dios.
La Iglesia no es aún la Jerusalén celeste; vive en el tiempo, y sigue peregrinando. La nueva Jerusalén desciende del cielo, de parte de D ios y se manifiesta al fin de los tiempos.
No hay continuidad absoluta, pero sí una cierta continuidad. No existe una total ruptura, pero sí una cierta ruptura. Cada afirmación debe ser corregida con una matización añadida, a fin de evitar cualquier polarización. Se da —com o acontecimiento y regalo— la novedad de D ios, que cuenta también con todo lo bueno que ha ido sembrando el hombre sobre la tierra. Entonces llegará el tiempo de la recolección final y de la gracia inesperada de D ios68.
D e nuevo nos ayudan a entender mejor las pautas orientativas el concilio Vaticano II:
Los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos lim pios de toda mancha, ilum inados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal; reino de verdad y de vida; reino de santidad y gracia; reino de justicia, de am or y de paz. El reino está ya misteriosam ente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consum ará su perfección69.
La aparición de la nueva Jerusalén no podemos esperarla los cristianos con los brazos cruzados de la inacción o los brazos caídos de la derrota, ni contemplando con despreocupado desdén pasar las nubes por los altos cielos (com o aquellos varones de Galilea, a quienes se les reprocha esta actitud: Hech 1, 10), sino trabajando por un mundo más acorde y semejante con las condiciones de la nueva Jerusalén, volcándonos en él desde la inquebrantable esperanza final que nos anima. En la presente tierra sembramos los cristianos y los hombres de buena voluntad la sem illa de la nueva tierra. Esta tierra, por el amor y el trabajo, se convierte en lugar del crecimiento del reino de Cristo70.
68. Cf. Ch. Brütsch, La clarté de VApocalypse, 355-356; P. Prigent, L ’Apocalypse de saint Jean , 326-327.
69. Gaudium et spes, 3, 39.70. Cf. Conferencia episcopal francesa, Catecismo para adultos. La alianza de
Dios con los hombres, Bilbao 1993, § 670, 332.
Interpretación teológica 221
Cuando la presencia de Cristo, quien con su misterio de muerte y resurrección ha desencadenado la renovación de este mundo, impregne completamente la existencia de los hombres y mujeres que componen la Iglesia; cuando éstos, invadidos por la energía del Resucitado, sean capaces de amarse con una caridad no fingida; cuando todos los cristianos vivan unidos com o hermanos bajo la mirada solícita de Dios Padre; cuando el Espíritu de profecía prenda con su fuego a los cristianos y sepan éstos dar testimonio del evangelio de la salvación al mundo entero; cuando todas las naciones acepten el evangelio del amor de D ios y convivan en armonía universal... entonces, por un acto gratuito de D ios, acontecerá la plenitud de la consumación. Esta plenitud se explica mediante un simbolismo temporal o espacial. Si se refiere a la duración del tiempo, entonces vendrá el así llamado «fin de los tiempos». Si respecto al espacio, entonces irrumpirá la nueva Jerusalén, la que desciende del cielo, de parte de D ios, sobre la tierra renovada.
Existen cuatro fases en el misterio de la historia de la salvación, que ahora, por mor de la síntesis, queremos esquematizar en sus líneas más esenciales, vertebradoras:
1.° El designio de salvación de Dios, proyectado desde toda la eternidad.
2.° La realización de ese proyecto en Cristo, mediante su muerte y resurrección. Es el Cordero degollado pero de pie, la visión emblemática del libro de Ap.
3.° La Iglesia, que actualiza en la historia la presencia vivificante de Cristo, mediante su fe y el testimonio. Es un momento seminal, que la Iglesia vive en la pequeñez, debilidad y persecución.
4.° La nueva Jerusalén en donde Dios, perfeccionando a la Iglesia, culminará su designio.
Estas etapas de realización de la voluntad de Dios han sido sintetizadas y sobriamente descritas en el Vaticano II, que utiliza certeramente un verbo alusivo a cada fase respectiva: Iglesia prefigurada (desde el com ienzo), preparada (desde Abrahán a Jesucristo, a saber, la antigua Alianza), constituida (por la presencia de Jesús y la efusión del Espíritu santo) y consumada (en la gloria de los últimos tiempos, es decir, en la nueva Jerusalén). He aquí la concentrada historia de la salvación, vista desde el designio de Dios.
Y estableció convocar a quienes creen en Cristo en la santa Iglesia, que ya fue prefigurada desde el origen del mundo, preparada admi
222 La nueva Jerusalén
rablem ente en la historia del pueblo de Israel y en la antigua A lianza, constituida en los tiempos definitivos, m anifestada por la efusión del Espíritu y que se consum ará gloriosam ente al final de los tiem pos71.
3. La nueva Jerusalén, la ciudad de D ios y de los hombresLa nueva Jerusalén no tiene copia, carece de ejemplar en esta
tierra. Es única, irrepetible, original. N o conoce, absolutamente hablando, un antes, que, de forma auroral, la haga presentir o vicariamente representar; desconoce un después, que le haga sombra. Rompe cálculos, tritura metros, desborda fantasías. Es una ciudad de otro mundo. Dios la regala a la humanidad, para que en ella habite por siempre. El autor del Ap, mediante un lenguaje nada convencional, sino atrevido y a veces hasta escandaloso, pretende llamar la atención del lector, sorprenderlo, a fin de que contemple con arrobamiento las inimaginables maravillas que alberga esta ciudad y, subyugado, se rinda al don de su belleza.
Resulta determinante para todo lector del Ap no tratar de descubrir con vana curiosidad, entreteniéndose en ello com o si de un juego de jeroglíficos se tratase, el tipo ideal de construcción subyacente, el plano o estructura, que pudiera haber servido de calco a la ciudad descrita en Ap 21, 1-22, 5. Incluso esta tarea se resolvería, desde su consideración arqueológica, del todo inviable. Tales intentos de concreción material se han revelado inanes, atentando indebidamente contra el simbolismo de aquello que no es sino una visión profética, única en su género literario, otorgada por el Espíritu a Juan, el testigo. D e nuevo, el peculiar estilo del texto apocalíptico nos hace desistir de cualquier proyecto de figuración plástica.
El autor del Ap ha acumulado una serie de simbolismos concatenados, cuyo sentido esclarecedor nos desvela pacientemente. Ya se ha visto anteriormente, con el detalle pormenorizado del análisis filo lógico y exegético, el alcance de tales presentaciones sim bólicas. No debemos demoramos ahora en ellas, sino tan sólo señalarlas. La nueva Jerusalén es una ciudad cuadrada; tiene además forma geométrica de cubo, a saber, por ser cuadrada y cúbica, resulta doblemente perfecta. Es una ciudad de dimensiones desorbitadas, cuya imagen recuerda de lejos a la Jerusalén forjada por los sueños de la literatura judía apocalíptica. Se pretende recalcar la
71. Lumen gentium, I, 2.
Interpretación teológica 223
idea de una ciudad, que ha de convertirse en patria de todas las naciones y que debe extenderse hasta el confín último de la tierra, alcanzar también el peldaño cimero de los cielos; de ahí su vasta inmensidad. La nueva Jerusalén posee atípicamente tres dimensiones inconmensurables, es ciudad de altura: zigurat elevado, configura una inmensa torre. Es la anti-Babel, a saber, la que desciende de parte de Dios, y no proviene de la ambición humana, y que aspira de nuevo hacia el cielo, hacia Dios.
Pero el simbolismo, creemos, más fecundo; el que, sin duda, aparece insinuado con más frecuencia, es el sacerdotal. Asombroso resulta comprobar que los comentadores del Ap no subrayen, o al menos —lo que ya es una lamentable carencia— que no lo recalquen con la fuerza que se merece esta aportación singularísima del Ap; y se limiten a especulaciones puramente estéticas sin valorar tan alto sentido eclesial que adquiere la nueva Jerusalén en Ap. Es preciso reafirmar, más allá de toda consideración ornamental, que Ap se esmera en resaltar la dimensión sacerdotal de la nueva Jerusalén. La ciudad queda sustancialmente hecha santuario de Dios, quien por completo la llena con su presencia de gloria, tal com o había decidido llenar el «Debir» en el antiguo testamento.
La ciudad entera, pues, se ha convertido en morada de Dios, presencia divina, Sekiná, sagrado templo, santo de los santos. No se encuentra lugar en ella, a donde D ios no llegue; no hay ya periferia ni extrarradio, que se sitúen al margen de su inmediatez; ya no hay rincones de sombra por recónditos que pudieran parecer, alejados de la claridad de su luz72.
El Ap, mediante el empleo atrevido de un lenguaje altamente revelador, no habla de una ciudad, que tiene un templo, sino de la nueva ciudad de Jerusalén, que es toda ella un templo; e incluso, más radicalmente dicho, se refiere a un templo que es ciudad, a saber, la plenitud de la presencia viva de D ios y del Cordero, quienes hacen posible la existencia de la ciudad.
Ya existe una relación continua, ininterrumpida, hecha de transparencia entre D ios y los hombres, pues el mismo D ios se convierte en su morada. D ios y el Cordero son ya el único templo viviente donde los hombres pueden adorar; constituyen la única ciudad en donde les es dado vivir en armonía y establemente. La convivencia humana se eleva, merced a la presencia de D ios entre ellos, a rango de culto vivo y verdadero. La luz de Dios y del Cordero sostiene la vida entera de la humanidad, que está entretejida de pro
72. Cf. E. B. Alio, L ’Apocalypse, 348.
224 La nueva Jerusalén
fundas comunicaciones y de adoración viviente. D ios y el Cordero aparecen com o el soporte absolutamente necesario —y sorprendentemente gratuito— que instaura una red familiar entre los hombres renovados.
Y viven todos ellos fundidos en una comunión análoga a la de la santísima Trinidad, aún más, partícipes de su unión fecunda e indivisible. Se cumple la palabra de Jesús: «Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros» (Jn 14, 20; cf. 17, 21-23)
D ios se encuentra tan íntimamente presente a la humanidad rescatada, que ya resulta superfluo erigir un edificio material que sirva de encuentro entre D ios y los hombres. Se cumple ahora radicalmente la profecía de Ez 48, 35: «El nombre de la ciudad será: D ios allí»73.
Incluso desaparece en la plena realidad de la nueva Jerusalén, la presencia de otros templos durante la narración apocalíptica antes señalados: 3, 12; 7, 15; 11, 1-2.19; 14, 15.17; 15, 5.8; 16, 1.7. El mismo libro de Ap se trasciende a sí mismo, superándose en esta última imagen eclesial. N o importa la arquitectura; adquiere relevancia, sí, la amplitud teológica de esta visión para la Iglesia: el Cordero, a saber, la presencia de Cristo, muerto y resucitado, dotado de la exuberancia del Espíritu, al que comunica, perpetuamente vivo en la plenitud de su misterio pascual, constituye ya la presencia de D ios en medio de los hombres renovados.
La nueva Jerusalén realiza la aspiración latentemente (a saber, oculta y palpitante) contenida en las profecías, a la que todos los templos erigidos remitían y señalaban: la perfecta comunicación de D ios entre los hombres, y el cumplimiento gozoso por parte de é stos de la voluntad divina.
El vacío, dejado por la ausencia del templo («templo no vi en ella», confiesa el vidente), se llena con la abundancia de un culto vivo y de una adoración perfecta. El defecto se corrige con el ex ceso; pues ya todos sus habitantes participan íntegramente en el sacerdocio real, y contemplan a D ios cara a cara.
Se habla también de un paraíso totalmente nuevo y definitivo, en el que la vida divina, com o un río impetuoso, se derrama abundante, haciendo germinar a toda la creación. Es ya la total comu
73. La expresión denotativa «Dios allí», compuesta del tetragramma divino «Dios» (mil') más el adverbio espacial «allí» (Dtlí), constituye en hebreo una paronomasia evidente con el vocablo «Jerusalén». Desde la elocuencia de la grafía hebrea se patentiza que Jerusalén se convierte en el lugar permamente de Dios, equivale a decir que es su morada.
Interpretación teológica 225
nión entre D ios y los hombres, sin la vergüenza del mutuo encuentro por culpa del pecado de antaño (Gén 3, 10); y es la suma perfección, sin amenazas de maldición (Gén 3, 3.17), de la vida de D ios con los hombres.
4. La humanidad, cara a cara con D iosPara la humanidad la visión de D ios ha constituido, desde siem
pre, su ansia más profunda, una inquietud insatisfecha hasta que no logre de alguna manera descansar en él74. Es la súplica máxima de M oisés a Dios, cuando el caudillo, que había ejercido com o tal, deja paso al místico que habitaba dentro de él: «Déjame ver, por favor, tu gloria» (Ex 33, 18). Es la petición de Felipe a Jesús, que equivale a decir la oración prototipo de todo hombre, en la hora memorable de su despedida de este mundo: «Señor, muéstranos al Padre, y nos basta» (Jn 14, 8). Estos deseos irrefrenables de todo ser humano, que se sabe religado por Dios, han sido expresados por la voz genuina de la poesía (es decir, el lenguaje más hondo de la humanidad) y la unción mística. Ahora se aduce com o fiel diagnóstico de su situación. San Juan de la Cruz ha enseñado que el alma que en D ios tiene puesto el corazón, no vive en paz, sino que adolece llena de pena, hasta que no le vea; la vida presente se le convierte en un continuo lamento, en un ¡ay! ininterrumpido; pierde el gusto a todas las cosas, aún más, todas le son molestas y penosas; y si pretende consolarse en el trato humano, también éste se le vuelve pesado. El alma prendada de D ios recibe mil enojos, porque mientras está en esta vida, sin lograr su propósito, «que es ver a su D ios», no puede librarse en poco o en mucho de este tormento. Por eso suplica:
Apaga mis enojos, / pues que ninguno basta a deshacellos / y véan- te mis ojos / pues eres lum bre dellos / y sólo para ti quiero tene- llos75.
La aspiración más íntima de la humanidad -ta l com o Ap 22, 4 reconoce—, es querer ver a D ios, pues no tiene sino un anhelo mar
74. Es la primera confesión de las «Confesiones» de san Agustín, que hace suya, apropiándosela en su inquebrantable pretensión de fondo, totalmente, cualquier hombre religioso.
75. Cántico Espiritual B, estrofa 10, 1. Cf. san Juan de la Cruz, Obras completas, Salamanca 21992, 613. Cf. las sugerentes páginas de X. Pikaza, El 'Cántico espiritual' de san Juan de la Cruz, Madrid 1992, 236-241.
226 La nueva Jerusalén
cado a sangre y fuego: «Llevan en su frente el nombre de Dios». La metáfora muestra que los elegidos no pueden pensar y existir sino sólo en D ios, quien se convierte en el único horizonte de sus vidas.
Conforme a la visión de Ap, D ios se acerca para llenar con su presencia el más poderoso instinto de la humanidad, que no es otro sino verle, a él directamente; y en su presencia poder «re-crearse», a saber, felizm ente descansar gozando, y perpetuamente regenerarse con su vista y hermosura.
La recompensa que Dios regala a los elegidos culmina un largo proceso de revelación, no sólo del antiguo testamento, sino incluso del mismo libro del Ap.
Llega a su término lo que ansiosamente deseó el antiguo testamento, concentrado ejemplarmente en sus dos figuras cimeras, M oisés y Elias, y no les fue permitido. D e M oisés ha poco registramos dicha imposibilidad (cf. Ex 33, 20); asimismo de Elias, quien buscaba la experiencia primigenia del encuentro con D ios en el monte Horeb, sabemos que debió cubrirse el rostro con el manto, y quedarse a oscuras, ante la presencia de D ios que pasaba (1 Re 19, 9-14).
La inquietud angustiosa del creyente anónimo o salmista, convertida en la «sed de su alma» que le arrecia, al fin se calmaría viendo el rostro de Dios:
Tiene mi alm a sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo podré ir a ver el rostro de Dios? (42, 3).
Pero en estos casos (cf. también Sal 17, 15, donde se habla de saciarse del semblante de Dios), el desasosiego del salmista se debía mitigar de alguna manera, en el culto; de hecho, resultaba prácticamente sinónimo el visitar el santuario en Jerusalén con la visión de su rostro divino (cf. Dt 31, 11). La aspiración del hombre, no obstante, era —y continúa siendo por siempre, pues no es sino un peregrino del Absoluto— contemplarlo cara a cara, sin intermediarios. Juan Pablo II así lo reconoce:
Este D ios viviente es en realidad el baluarte últim o y definitivo del hom bre en medio de todas las pruebas y sufrim ientos de la existencia terrena. El hom bre anhela poseer a este Dios de manera definitiva cuando experim enta su presencia. Se esfuerza por llegar a la visión de su rostro, como recuerda el salm ista: ¡Como el ciervo anhela las corrientes de agua, así te desea mi alma, Señor’76.
76. Mi decálogo para el tercer milenio, 20.
Interpretación teológica 22 7
Se da, por fin, lo que es privilegio exclusivo del Hijo y de los ángeles:
A Dios nadie le ha visto nunca, el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado (Jn 1, 18).Porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos (Mt 18, 10).
Las promesas, presagios, profecías..., todo cuanto en la historia de la revelación era parcial y señalaba a una dirección, lo que se aguardaba para un futuro lejano, ahora se cumple, toca a su fin, en el «cara a cara» perfecto. Ap lo ha resuelto con una frase definito- ria: «verán su rostro». El nuevo testamento ha refrendado con marcados acentos esta esperanza en la visión directa de Dios, que se contrapone a la situación de destierro, que es peculiar de los cristianos en este mundo. Pablo así lo reconoce y remite esta visión hacia un futuro, que en la nueva Jerusalén ya se adelanta. San Juan relaciona esta visión con la parusía. He aquí agrupados los textos principales:
M ientras habitamos en el cuerpo, vivimos lejos del Señor, pues caminamos en la fe y no en la visión (2 Cor 5, 7).Parcial es nuestra ciencia y parcial es nuestra profecía. Cuando venga lo perfecto, desaparecerá lo parcial... Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces verem os cara a cara (1 Cor 13, 9.12). Sabemos que cuando aparezca serem os semejantes a él, porque le veremos tal cual es (1 Jn 3, 2).
Incluso el libro mismo de Ap experimenta una superación, debido a este momento culmen de trascendencia. Al inicio de la segunda parte, según la estructura literaria del Ap77, «después de estas cosas» (^lerá xaCta 4, 1), la fuerza del Espíritu permitió al vidente contemplar en aquel trono a alguien sentado (4, 2); un luminoso halo lo nimbaba com o el arco iris (4, 3); era una hermosa pero fría luz; ningún acercamiento era posible, tan sólo surgía de él una mano, y en la mano un misterioso libro sellado con siete sellos (5, 2). Ahora, tras la historia apocalíptica, los cristianos vencedores —no sólo Juan, el vidente del Ap— podrán contemplar directamente el rostro de Dios, cara a cara, es decir; mirarle a los ojos, con una mirada de comunicación perfecta, hecha de transparencia, paz
77. Cf. U. Vanni, La struttura letteraria d e ll’Apocalisse, Roma 1971, 1 82.
228 La nueva Jerusalén
y amor. N o hay temor en el amor (1 Jn 4, 18)78. Mirarán a Dios sin velos ni recelos.
El verso entero de Ap 22, 4, en uno y otro hemistiquio («Y verán su rostro y su nombre —está— sobre sus frentes»), señala la profundidad de la experiencia religiosa, comunicadora de plenitud de vida, que poseen los elegidos. Sobre la riqueza de la vivencia humana es posible entender de alguna manera esta situación de privilegio. Es la superación de aquella actitud de Adán que se escondía temeroso de un pudor ya perdido y con vergüenza del rostro de D ios (cf. Gén 3, 8-11). Existe ahora, com o contrapunto, un final dichoso de la historia de la humanidad, experiencia de mirada adentro y visión mutua, compenetrada de complacencia reciproca y de gozo compartido: poder descansar la mirada en los ojos de Dios, y mirar que el mismo D ios mira79. Unicamente algunos m ísticos pueden ser fiadores de tan altísima vivencia espiritual. Entre ellos, es preciso citar de forma sobria —sólo se hará con cierta extensión en las notas a pie de página— las figuras señeras de santa Teresa y san Juan de la Cruz, que han penetrado en el abismo del alma humana y han sabido decir palabras reveladoras.
Según santa Teresa en el mirar siempre existe un referente cris- tológico; se polariza de continuo en la figura humana de Cristo80. Además, la santa recomienda no sólo mirar a Cristo, sino acoger su mirada. Ella ha acuñado una expresión del todo original, en donde el mirar transitivo se torna acto reflejo, investido por el mirar del Señor, esto es: «mirar que él le mira»81.
78. Cf. J. Bonsirven, L'Apocalypse de saint Jean, 321.79. Llegados a este punto hay que afirmar con G. Marcel {Le Myslére de l ’élre,
Paris 1951, 19) que «la presencia sólo puede invocarse o evocarse, y la esencia de la invocación es mágica».
80. La santa recomienda mirar continuamente al Señor; pues este mirar quita toda pena, ya en la vida presente, aunque se esté con muchos trabajos o postrado en la suma tristeza: «Miradle en la columna lleno de dolores, todas sus carnes hechas pedazos por lo mucho que os ama... o miradle en el huerto, o en la cruz u cargado con ella» (Camino de perfección, 26, 5, en Obras completas, Salamanca 1997, 411). De nuevo insiste en la mirada —tan sólo una mirada del Señor basta—, pues es bálsamo y premio de toda una vida: «Considero yo muchas veces, Cristo mío, cuán sabrosos y cuán deleitosos se muestran vuestros ojos a quien os ama, y Vos, bien mío, queréis mirar con amor. Paréceme que sola una vez de este mirar tan suave a las almas que tenéis por vuestras, basta como premio de muchos años de servicio. ¡Oh, válgame Dios, qué mal se puede dar esto a entender, sino a los que ya han entendido cuán suave es el Señor!» (Exclamación 14, 1, en Obras completas, 1042).
81. No insiste en el ejercicio de discurrir interminablemente acerca las penas o dolores, lo que más encarece es que «se esté allí con él, acallado el pensamiento. Si pudiere ocuparle en que mire que le mira» (Libro de la vida, 13, 22, en Obras com-
Interpretación teológica 229
Para san Juan de la Cruz el mirar de D ios consiste en amar; ambas acciones se convierten en sinónimas82. El mirar de D ios tiene un esencial componente cristológico, a saber, D ios mira a través de los ojos de su Hijo; por eso, deja el mundo lleno de hermosura natural y sobrenatural, pues lo reviste con la exuberancia de la figura de su Hijo83.
Deliberadamente pedimos prestada a san Juan de la Cruz una preciosísima estrofa, que debe quedar destacada en el texto:
¡Descubre tu presencia, y máteme tu vista y hermosura; m ira que la dolencia de amor, que no se cura sino con la presencia y la figura!
píelas, 109). Solicita con suma urgencia una profunda mirada, nada más que un mirar continuo: «No pido que penséis en él, ni saquéis muchos conceptos, ni que hagáis grandes y delicadas consideraciones en vuestro entendimiento; no quiero más de que le miréis» (Camino de perfección, 26, 3, en Obras completas, 468). Se trata, sobre todo, de no sentirse protagonista activo de la contemplación, hay que dejarse mirar por él: «Miraros ha él con unos ojos tan hermosos y piadosos, llenos de lágrimas, y olvidará sus dolores por consolar los vuestros» (Camino de perfección, 26, 5, en Obras completas, 470).
82. Comentando el verso «mas miras las compiñas», dice: «El mirar de Dios es amar y hacer mercedes» (Cántico espiritual B 19, 6, en Obras completas, Salamanca 21992, 665). Con respecto al verso: «mirástele en mi cuello», añade: «lo cual dice para dar a entender el alma que no sólo preció y estimó Dios este su amor viéndole solo, sino que también le amó viéndole fuerte; porque mirar Dios es amar Dios» (Cántico espiritual B, 31, 5, en Obras completas, 723s). Repite la misma equivalencia entre ambas acciones divinas: «Porque como habernos dicho, el mirar de Dios es amar» (Cántico espiritual B, 31, 5, en Obras completas, 723s). Comentando el verso: «Cuando tú me mirabas, su gracia en mí tus ojos imprimían; por eso me adamabas», aclara: «Es a saber, con afecto de amor, porque ya dijimos que el mirar de Dios es amar» (Cántico espiritual B, 32, 3; en Obras completas, 727).
83. Muy reveladora se muestra la estrofa quinta: «Mil gracias derramando / pasó por estos sotos con presura, / y yéndolos mirando / con sola su figura / vestidos los dejó de hermosura»; y el comentario esclarecedor: «Según dice san Pablo, e l Hijo de Dios es resplandor de su gloria y figura de su sustancia (Heb 1, 3). Es, pues, de saber que con sola esta figura de su Hijo miró Dios todas las cosas, que fue e l darles el ser natural, comunicándoles muchas gracias y dones naturales, haciéndolas acabadas y perfectas, según dice en el Génesis por estas palabras: Miró Dios todas las cosas que había hecho, y eran mucho buenas (1, 31). El mirarlas mucho buenas era hacerlas mucho buenas en el Verbo, su Hijo. Y no solamente les comunicó el ser y gracias naturales mirándolas, como habernos dicho, mas también con sola esta figura de su Hijo las dejó vestidas de hermosura, comunicándoles el ser sobrenatural» (Cántico espiritual B, 5, 4, en Obras completas, 599).
230 La nueva Jerusalén
Sólo habría que modificar algunas palabras demasiado lacerantes —desgarradas en cuanto «definidoras físicas» de un estado e s piritual intenso: «matar», «dolencia»—, que no cuadran bien con la pacífica —y «beata» por dichosa— visión de D ios en la nueva Jerusalén84.
Pero de estas disgresiones nos libera el comentario esclarece- dor. Sabe el santo que la contemplación de D ios conlleva no un e s tado de despojamiento sino el cumplirse el deseo del amor y la satisfacción de todas sus necesidades. Aquí la prosa sanjuanista llega a límites insospechados, delata el goce que la arrebata, pues se rinde y se deja envolver en el proceso de la misma pasión amorosa que describe. Ver a D ios, la suprema hermosura (hasta siete veces (¡) repite el santo la palabra hermosura, cual si se tratase de un texto apocalíptico que otorga valor simbólico de plenitud a esta cifra, para recalcar así la infinitud de hermosura que es Dios y el estado de hermosura en que queda anegada el alma contemplativa) es llenarse de la misma hermosura que se contempla. No es, pues, un ver distante, objetivante, sino transformador, fruitivo, unitivo:
Razón tiene, pues, el alma en atreverse a decir sin temor: máteme tu vista y hermosura, pues sabe que en aquel mismo punto que la viese sería ella arrebatada a la mism a hermosura, y absorta en la m ism a hermosura, y transform ada en la m ism a hermosura, y ser ella hermosa com o la m ism a hermosura, y abastada y enriquecida com o la m ism a hermosura85.
La visión de D ios supera toda comprensión humana y trasciende cualquier cálculo, por más que la inteligencia, incapaz de trasgredir los límites de sus moldes cognoscitivos, trate de enaltecerla.
84. Cántico Espiritual B, 11, en Obras completas, 616. Es ésta una estrofa nueva que el autor añade en la segunda redacción del Cántico', con lo que resulta el poema total compuesto de cuarenta canciones. Sirve, al mismo tiempo, como ilustración poética —el santo la acompaña de un comentario espiritual muy denso (Obras completas, 616-622)— al deleite inenarrable de la contemplación de Dios. Emilio Orozco, pionero en los estudios «rigurosos» de la poesía sanjuanista, creía que estos versos de san Juan de la Cruz, surgieron como música dentro de la tradición carmelitana, brotaron en los moldes del canto como expresión de un desbordante lirismo (Poesía y m ística, Madrid 1959, 187). Permítaseme añadir, a modo de recuerdo/homenaje agradecido, que cuando Emilio Orozco nos enseñaba con unción y sabiduría el sepulcro de san Juan de la Cruz, en Ubeda, lugar de la muerte del santo, no pudo reprimir las lágrimas de emoción y se echó de bruces sobre los mármoles del sepulcro, como abrazándolo. Emilio Orozco murió recientemente en Granada recitando la presente estrofa del Cántico Espiritual.
85. Cántico espiritual B, 11, 10, en Obras completas, 619.
Interpretación teológica 231
Es una visión «teo-lógica», y que da la vida. Unas profundísimas líneas de san Ireneo, un teólogo, ilustran el milagro de gracia insospechado para el hombre que consiste en poder ver a D ios y tener acceso a la vida. Esta iluminación de la visión es obra exclusiva de D ios Trinidad, preparada por el Espíritu y hecha posible por el Hijo, el único que ha visto a Dios. La visión del «In-visible», se debe únicamente a la bondad de Dios. Ver a D ios significa tener v ida, participar en su vida eterna. Sin esta vida divina es imposible vivir; la vida del hombre consiste en ver a Dios y gozar de él:
El hombre, en efecto, por él mismo no podrá ver a Dios jamás; pero Dios, si él quiere, será visto de los hombres, de los que él quiera, cuando quiera y como quiera. Dios lo puede todo: fue visto en otro tiempo proféticamente por la mediación del Espíritu, después fue visto por mediación del Hijo según la adopción, Dios será visto aún en el Reino de los cielos como Padre, preparando el Espíritu al hombre para ser hijo de Dios, conduciéndolo el Hijo hasta el Padre, y el Padre dando al hombre la incorruptibilidad y la vida eterna, que provienen de la visión de Dios para aquellos que lo vean. Pues, del mismo modo que los que ven la luz están en la luz y participan en su esplendor, asimismo los que ven a Dios están en Dios y participan en su esplendor. ‘Vivificante es el esplendor de Dios’ (^woitoioijaa 5é í| t o u ü e o í i a <x[LJTo ó x r ig ) . Tendrán parte en la vida los que ven a Dios. Tal es el motivo por el que quien es inabarcable, incomprensible e invisible se ofrece para ser visto, comprendido y percibido por los hombres, a fin de vivificar a aquellos que le perciben y le ven. Pues si su grandeza es inescrutable, su bondad es inexpresable, sólo gracias a su bondad él se hace ver y da la vida a quien le ven. Es imposible vivir sin la vida, y no hay vida más que por la participación en Dios, y esta participación consiste en ver a Dios y gozar de su bondad86.
Ap continúa su narración en el mismo registro contemplativo. El culto («Y le darán culto», Ap 22, 3) —que algunas traducciones vierten indebidamente com o «servicio»— consiste es una adoración viva, hecha de una presencia ininterrumpida. Aquella lejanía abismal con el «Sentado sobre el trono» se anula. Aquel a quien sólo podían ver los ancianos, los vivientes y los altos ángeles (Ap 4, 4-11), ahora puede ser directamente contemplado por todos los cristianos. Contemplación, ya sin límite de tiempo, sin m ediaciones ni restricciones. Ahora el cristiano dispone de «todo el tiempo del mundo» para adorar a Dios.
86. Adversus Haereses IV, 20, 5.
232 La nueva Jerusalén
Esta felicidad suprema se completa con la añadidura «y reinarán» (Ap 22, 5). Habrá que notar que a lo largo del libro se asocian los temas del sacerdocio y de la realeza. A sí lo reconoce la asamblea cristiana en el diálogo litúrgico inicial, en la triple invocación/alabanza a Cristo, porque nos ama, nos ha librado/lavado con su sangre de nuestros pecados, y —de esta forma reza textualmente—: «Ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su D ios y Padre» (1 ,6 ). Semejante invocación es impartida por los cuatro v ivientes y los veinticuatro ancianos, al Cordero, que se ha mostrado digno de tomar el libro de la historia y abrir sus sellos (a saber, desvelar su sentido mediante el misterio de su muerte y resurrección), y ha hecho de toda raza, lengua, pueblo y nación, «un Reino de sacerdotes y reinan sobre la tierra» (5, 10). En el milenio, son reconocidos dichosos quienes se ven libres de la muerte segunda, porque «serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con él mil años» (20, 6).
Ahora, situados en la cumbre reveladora del Ap, es decir, en la plenitud de la historia, desaparece la mención del sacerdocio, porque en la nueva Jerusalén no se precisa de ningún intermediario entre D ios y los hombres, y no existe ningún templo para ofrecer oraciones o víctimas (21, 22). Los cristianos quedan ya investidos sumos sacerdotes, pues tienen acceso directo con Dios.
Aquí llega a su plenitud el carácter sacerdotal de la Iglesia, pueblo que cree en Cristo y que ha renacido no de semillas corruptibles o de la simple agua, sino de la Palabra de D ios vivo (cf. 1 Pe1, 23) y del Espíritu santo (cf. Jn 3, 5-6). Quienes han recibido el sacramento del bautismo y de la confirmación, son sellados —al igual que acontece en Ap—, mediante una «marca espiritual indeleble», que los hace ser para siempre partícipes del sacerdocio de Cristo; sacerdocio que alcanza su cumbre en la nueva Jerusalén. El concilio Vaticano II lo ha establecido en la primera parte de un en- riquecedor pasaje87:
Cristo Señor, Pontífice tom ado de entre los hombres (cf. Heb 5, 1-5), de su nuevo pueblo hizo un reino y sacerdotes para Dios, su Padre (Ap 1, 6; cf. 5, 9-10). Los bautizados, en efecto, son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu santo como casa espiritual y sacerdocio santo, para que, por m edio de toda obra del hom bre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llam ó de las tinieblas a su luz admirable
87. Cf. Una exposición del carácter sacerdotal del pueblo de la Iglesia en F. A. Sullivan, La Iglesia en la que creemos, 84-93.
Interpretación teológica 233
(cf. 1 Pe 2, 4-10). Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabando juntos a D ios (cf. Hech 2, 42-47), ofrézcanse a sí m ism os com o hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rom 12, 1) y den testim onio por doquiera de Cristo, y a quienes lo pidan, den también razón de la esperanza de la vida eterna que hay en ellos (cf. 1 Pe 3, 15)88.
Asimismo, los cristianos son ya reyes no porque reinan sobre alguien —a ninguno hacen vasallo—, sino porque participan del reinado de D ios y de Cristo por los siglos de los siglos. Culmina ahora la promesa previamente ofrecida por Cristo al cristiano vencedor de la Iglesia de Tiatira —y por ende, a todo cristiano fiel—: darle poder sobre las naciones y «regirlas» con cetro de hierro (Ap 2, 26).
Este reino se vive ahora, tal com o lo ha hecho Cristo, de manera muy privilegiada, en la debilidad, en el servicio humilde y fraterno. Cristo-Rey se identifica con los hermanos más pobres y necesitados, a quienes se les presta amor misericordioso: «Y el Rey les dirá: ‘En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis’» (Mt 25, 40 )89.
La magnificencia de D ios sigue mostrándose paradójica, pero ilusionante: su reino se convierte para los elegidos en un servicio; este servicio les granjeará el reino90.
En la nueva Jerusalén no existirá autoridad dominadora que subyugue ni pueblo sometido que tenga que obedecer. Sólo D ios y Cristo reinarán en su trono, y los hombres vencedores se sentarán en el trono de la victoria y reinarán con Dios. Se cumple aquella palabra de Jesús: «Al vencedor le concederé sentarse conm igo en mi trono, com o yo también vencí y me senté en su trono» (Ap 3, 21). Todos los ciudadanos reyes. A sí reza justamente la fórmula democrática, que ahora se cum ple en su sentido de plenitud jamás imaginado por los mejores tratados de la sociología de la ciudad.
Pero este reinado se realiza por elevación del cristiano a la dignidad regia de D ios y de Cristo —no por descenso de categoría, que igualaría chatamente a los ínfimos—, quienes son los ocupantes del trono de la realeza. Estos les dan entrada en su trono de gloria para reinar con ellos.
88. Lumen gentium, II, 10.89. Cf. A. Panimolle, Reino de Dios, en P. Rossano-G. Ravasi-A. Girlanda, Nue
vo diccionario de teología bíblica, Madrid 1990, 1609-1639; B. Klappert, Reino, en Diccionario teológico del nuevo testamento IV, Salamanca 1980-1984; W. Pannen- berg, Teología y reino de Dios, Salamanca 1974; R. Schnackenburg, Reino y reinado de Dios, Madrid 1970.
90. E. Lohmeyer, Die Offenbarung des Johannes, 173.
234 La nueva Jerusalén
Las bienaventuranzas son la invitación de D ios a la alegría, fueron pronunciadas por Jesús —y nunca debieran perder, por más que un uso abusivo pretenda gastarlas, este acento que las caracteriza— con el m ism o tono jubiloso con que em pezó la palabra reveladora de D ios en el nuevo testamento a la humanidad, en el anuncio dirigido a María: «Alégrate». Cada una de ellas, en efecto, se inicia con un macarismo, que constituye un insistente motivo de dicha. El Señor ofrece su don gratuitamente, y dicho don se concentra de manera admirable en la filiación. Esta hace —y tiende por fuerza del amor al milagro de crear incesantemente— hermanos a todos los hombres. Por ello el discípulo debe mostrarse feliz y bienaventurado; le ha tocado una fortuna, le ha caído, venida del cielo, una suerte inimaginable; D ios se acerca hasta el hombre, los hombres se aproximan hasta convertirse en prójimos, aún más: D ios es Padre y los humanos son hermanos los unos de los otros. Esta es la verdadera causa de la alegría cristiana y ésta es la cara, el icono auténtico, cuya efigie es preciso ver acuñada en todas las bienaventuranzas91.
Pero el don divino recibido tiene forma de semilla. Como germen pletórico de vida que es —por tanto, en ciernes, en promesa, « in fieri»—, hay que colaborar para que se desarrolle, y desaloje todo el cúmulo encerrado de sus virtualidades. Cooperar en esta tarea vivificadora constituye la misión del cristiano. Desplegar la v ida de filiación y abrirla eficazm ente a todos los hombres, resume su entera ética y obligaciones. Cada una de las siete bienaventuranzas (Mt 5, 2-12) no es sino una variante de esta fundamental obra: hacer crecer la sem illa del Reino, que es filiación que se traduce en un amor sincero, no fingido, que debe alcanzar a los hombres y mujeres de todo el mundo. La cooperación humana con D ios lleva a un dinamismo, sin vuelta atrás, esperanzado, y que otea con ansias un futuro. La promesa que se ofrece en las Bienaventuranzas —y que ya va fraguando aunque de manera velada y fragmentaria en la vida del cristiano—, sólo se alcanzará plenamente en el Reino de los cielos.
El macarismo que rubrica cada una de las siete bienaventuranzas no es primordialmente de tipo sapiencial; no mira a ajustar la
91. Cf. E. Pérez-Cotapos, Parábolas: D iálogo y experiencia. El método parabólico de Jesús según D. J. Dupont, Pontificia Universidad de Chile 1991, 191-193. El autor recoge la obra completa de J. Dupont y también ofrece una ingente bibliografía acerca de las parábolas (pp. 229-261).
5. La nueva Jerusalén, plenitud de las bienaventuranzas
Interpretación teológica 235
conducta con las leyes de la sabiduría (Prov 3 ,1 3 ; Eclo 14, 1); tampoco sirve para implorar el favor de D ios a fin de vivir según las normas de la piedad y la religión (Sal 1, 1). Es esencialmente es- catológico, tal com o lo expresó abiertamente a Jesús uno de sus muchos com ensales, que solían sentarse en la misma mesa, durante sus frecuentes comidas con los pecadores: «Dichoso el que pueda comer en el reino de Dios» (Le 14, 15). Dios promete su asistencia y compromete su palabra al discípulo para que éste tenga parte en la vida eterna, a saber, pueda entrar en el Reino de los c ielos. Por ello, cada una de la bienaventuranzas acaba con la mención del Reino de los cielos, o una alusión a Dios, resuelta literariamente en pasiva teológica. Los que lloran serán consolados; los que tienen hambre de justicia serán saciados... Quiere decirse que el único sujeto protagonista es D ios quien efectivamente consuela y sacia.
Sorprenden las afinidades, incluso a nivel textual, entre las bienaventuranzas y la visión de Ap 21, 1-22, 5. No acaba el lector del libro de admirarse del prodigio de la nueva Jerusalén; en ella se encierra también la síntesis acabada de la mejor promesa contenida en las palabras de Jesús: el mensaje de las bienaventuranzas. Basta una somera reseña comparativa, para evidenciar tan estrechísimos lazos de comunión.
* «Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra» (Mt 5, 4), encuentra su correspondencia con el premio que Dios da: «una nueva tierra» (Ap 21, 1), donde está la nueva Jerusalén (21, 2), y en ella, el cristiano vencedor «heredará estas cosas» (Ap 21, 7).
* «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados» (Mt 7, 5), tiene su paralelo en la presencia de un D ios misericordioso, quien «enjugará toda lágrima de sus ojos» (Ap 2 1 ,4 ).
* «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados» (Mt 5, 6), evidencia su relación en la nueva Jerusalén, donde brota un río de agua de vida, para saciar la sed (Ap 22, 1), y crece el árbol de vida (Ap 22, 2), para colmar el hambre de quienes son justos y han trabajado por la justicia.
* «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a D ios» (Mt 7, 8), tiene su similar en la contemplación eterna de los santos, quienes verán el rostro de Dios, y llevan su nombre en su frente (Ap 22, 4).
236 La nueva Jerusalén
* «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de D ios» (Mt 8, 9), encuentra su más acabada semejanza en la nueva Jerusalén, donde D ios dice al vencedor: «Yo seré D ios para él y él será para mí hijo» (Ap 21, 7).
Una esperanza escatológica recorre todas las bienaventuranzas, desde la primera hasta la última, configurando toda una red de inclusión semítica. Desde los pobres de espíritu (Mt 5, 3), hasta los perseguidos por causa de la justicia (Mt 5, 10), son dichosos y deben regocijarse («Alegraos y regocijaos», les conforta la voz de Jesús, mediante una doble llamada a la alegría constante, Mt 5, 12), porque su dicha no mira a una recompensa terrena y, por ende, pasajera, corruptible, sino que todos ellos —cuantos conforman su vida con este espíritu de las bienaventuranzas—, van a tomar parte en el reino de D ios, es decir, en clave de Ap, serán ciudadanos de hecho y derecho en la nueva Jerusalén, donde D ios es Padre y los humanos viven hermanados alrededor y al resplandor de su luz.
6. La nueva Jerusalén. M isterio de doce p iedras preciosasTanta insistencia por parte del Ap en la mención de las piedras
preciosas —su número exacto, su nomenclatura, su extraña disposición textual...—, obliga a que volvamos de nuevo la vista al enigma de este sim bolism o mineral, pero ahora sólo de manera panorámica, pues ya tuvimos ocasión de detenernos incluso generosamente en su estudio. Busquemos, pues, una recapitulación serena.
D ios se hace cercano, tan próximo a la ciudad que la transforma, la convierte en oro, en luz resplandeciente, reflejo de su m isma presencia deslumbrante. Pero ese oro no está celosamente guardado (resguardado en un cofre o caja fuerte), sino que es ofrecido a la visión del autor del Ap, quien ahora asiste maravillado a este espectáculo de luz. Como la luz blanca se refracta en siete colores, el oro de la ciudad se reverbera en doce perlas preciosas. Tan inimaginable com o la desmedida de sus dimensiones, es la suntuosidad y belleza de la nueva Jerusalén.
Sin pretender forzar una estricta y cabal interpretación eclesio- lógica —reflexión posterior que pertenecería a la declaración dogmática—, la mención de las doce piedras de Ap, situadas en su contexto preciso, se abre, debido a la múltiple riqueza de su sim bolismo, a unas dimensiones, que aparecen com o notas esenciales de la Iglesia, acordes con la fe cristiana.
Interpretación teológica 237
a) Iglesia sacerdotalEsta es la originalísima aportación que refleja el libro en torno
a las piedras preciosas. Ya vimos, de forma abrumadora y creemos hasta exhaustiva, cuántos intentos de explicación, y desde qué remotas instancias provenientes, se manifestaron a la postre ineficaces. Es preciso reivindicar con legítim o derecho que Ap pretende la instauración de una novedad absoluta, inédita. Ningún autor sagrado se había atrevido a tanto: desvestir simbólicamente al sumo sacerdote (cf. Ex 28, 17-20) para revestir una ciudad; despojarle de sus doce perlas preciosas para construir con ellas los cimientos de una ciudad. Con este gesto simbólico, rayano en el escándalo —una auténtica acción profética—, Ap indica que el sacerdocio ya no reside en una sola persona humana, sino en todo un pueblo. La nueva Jerusalén —toda entera y desde los cimientos— es un pueblo sacerdotal. Esto es justamente lo que dirá Ap 1 ,6; 5, 10; 22, 3-5; cf. H eb 7 , 5-24; 1 P e 2 ,5 .9 <’2.
b) Iglesia unaSe muestra la continuidad de la Iglesia con el Israel de las doce
tribus. El autor de Ap contempla cóm o sobre cada puerta (y cada puerta es una perla, Ap 21, 20) se aposta un ángel con una misión tutelar —de guardián según Is 62, 6—; y sobre cada puerta está inscrito el nombre de cada una de las tribus de Israel. Asim ism o, sobre los doce cimientos (adornados con toda clase de piedras preciosas, Ap 21, 19) están inscritos los nombres de los doce apóstoles del Cordero (imagen que Pablo ilustra en Ef 2, 20). Se afirma la unidad del designio de D ios, la continuidad de las dos revelaciones que forman una sola economía de la salvación y que se hace presente en la Iglesia” . El nuevo pueblo de Dios es, trascendiendo cualquier exlusividad étnica, el legítimo heredero del Israel antiguo (Ap 21, 12). Sobre los primeros testigos de Cristo se funda este verdadero pueblo Dios.
92. Cf. W. Pesch, Zu Texten des Neuen Testamentes überdas Priestertum der Ge- tauften, en Verborum Veritas. FS G. Stáhlin, Wuppertal 1970, 303-315.
93. Cf. J. Bonsirven, L ’Apocalypse de saint Jean, 318.
238 La nueva Jerusalén
La muralla erigida con doce piedras preciosas —el material más noble de la naturaleza— alude a la santidad de la ciudad. Esta interpretación queda reforzada también por el contexto: toda impureza es echada fuera de la ciudad (22, 15). Semejante exigencia de santidad tiene sus antecedentes en las profecías veterotestamenta- rias respecto a la futura ciudad de D ios y su templo y escritos ju díos (Is 52, 1; 60, 21; Ez 44, 9; J1 4, 17; Zac 14, 21; cf. Hen et 90, 32; 1QH 6, 27). D ios mismo, considerado com o una muralla de fuego, separa la ciudad santa de la impureza de fuera (Is 26, 1; 60, 18; cf. Zac 2, 9).
Para los cristianos, oprimidos por un poder corrupto que trataba de usurpar el trono de D ios —la gran prostituta y Babilonia (Ap17, 4; 18, 12.16)—, las joyas son un emblema para sostener la esperanza en la victoria final de D ios94.
c) Iglesia sin mancha
d) Iglesia de CristoLa Iglesia tiene com o cimientos a los apóstoles del Cordero. Ap
con esta sobria indicación habla del fundamento último de la ciudad, que es Cristo. Los apóstoles sólo quedan explicados desde su íntima conexión con el Cordero: a él se remiten, de él dependen totalmente. Mantienen con él una relación de origen (él los llamó), de permanencia (con él estuvieron) y de misión (él los envió en su nombre a todo el mundo). V éase este texto programático de Marcos, que condensa admirablemente esta triple dimensión, arriba señalada: «Subió al monte y llamó a los que él quiso; y vinieron donde él. Instituyó a los Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar» (Me 3, 13-14)95. Estas doce piedras preciosas son un referente sim bólico de la presencia viva de Cristo mismo, en quien la ciudad de D ios descansa permanentemente. Todo el edificio se levanta conforme a la obediencia a Jesús, el Señor, quien es la Piedra viva.
94. Cf. W. W. Reader, The twelve Jewels o f Revelations 21: 19-20: Tradition His- tory and modern Interpretations, 457.
95. Cf J. Bonsirven, L'Apocalypse de saint Jean, 318.
Interpretación teológica 239
La nueva Jerusalén es comunidad santa (insistimos hasta la reiteración en dicha cualidad) porque participa de la santidad de Dios, y éste reclama la santidad de todos sus miembros: «Sed santos porque yo soy santo» (Lev 19, 2; cf. Mt 5, 48).
Por ello la entrada en la nueva Jerusalén no es automática, exige una libertad responsable; requiere la decisión de inscribirse personalmente en el libro de vida del Cordero (Ap 21, 27). A más de un lector sorprende, no obstante, encontrar en la descripción de la nueva Jerusalén algunas listas de personas réprobas (21, 8.27; 22, 15). Pero estas menciones, debidamente entendidas, poseen un oportuna enseñanza para la Iglesia actual.
El Ap no es un libro ingenuo, ni una utopía intimista o etérea; no borra las duras aristas y compromisos de la existencia cristiana. La nueva Jerusalén no es una pintura idílica, enajenante, al margen de la vida comprometida de la Iglesia. No diluye la vocación testimoniante del cristiano, quien existe aún, sometido a merced de cualquier estratagema diabólica, combatiendo el duro combate de la fe.
La historia cristiana, que Ap refleja, está hecha de obstinación y de realismo. Estos vicios, tan duramente denostados, no son sólo faltas privadas, sino que tienen una resonancia eclesial, afectan intrínsecamente a su vida y participan de un sistema moral, político y económ ico injusto. La comunidad cristiana del Ap debe siempre purificarse; se encuentra en perenne trance de conversión, a fin de poder entrar en la Jerusalén celeste. La luz de la nueva Jerusalén no puede soslayar las sombras de los cristianos pecadores y réprobos. La Iglesia, mientras sea peregrina por este mundo, está expuesta ella también a la idolatría y a la caída.
Hay que reconocer que también existen en la historia partidarios del sistema opresivo y depravado de Babilonia; éstos se han cerrado a ellos mismos las puertas, no pueden entrar (Ap 2 1 ,8 ; 22, 15): sufrirán idéntico castigo que Babilonia (18, 4); les alcanzará el juicio de D ios (2, 11; 14, 10; 18, 8; 19, 20; 20, 10). Según Ap 21, 27 los que no entran en la ciudad santa, es porque no pueden estar en la presencia santa de D ios (Is 52, 1). Son como aquellas naciones y reyes que se niegan a convertirse (Ap 14, 6-11).
Todos ellos se presentan a modo de variaciones sobre el mismo tema de fondo, que es la idolatría. Hasta el final se prosigue en esta radical alternativa existencial: o se adora a Dios o se es irremediable esclavo del Dragón y sus secuaces. Cada página de Ap re
7. La nueva Jerusalén. Comunidad santa
240 La nueva Jerusalén
presenta una apelación perentoria a la conversión. El creyente está incesantemente llamado a la nueva vida, que empuja por desarrollarse y crecer en una imperecedera regeneración cristiana. M ientras vive en la carne, está sometido a sus tribulaciones. Es peregrino, y, culpable o involuntariamente, a sus pies andariegos se adhiere el polvo de tantos caminos. Debe, por tanto, purificarse, lavarse y endosar las blancas vestiduras de Cristo (Ap 3, 4-5).
Estando tan cerca de habitar en la nueva Jerusalén com o ciudadano de derecho, Ap advierte al cristiano —lector del libro— con un reproche a modo de recuerdo con efectos salutíferos, que no vaya a quedarse fuera, y en lugar de habitar en la región de la luz, se detenga a morar en las tinieblas, en el lago de fuego y azufre (21, 8). Que en vez de recibir el agua instauradora de la vida, reciba el daño perenne de la muerte segunda (21, 8); y que en lugar de tener por compañía al mismo D ios y a sus hermanos, reciba el séquito del Dragón y de las Bestias (20, 10).
La insistencia, pues, en este momento no podía ser más urgente y pedagógica. Ap permite gustar un poco la visión cercana de la nueva Jerusalén, para que el cristiano deteste todos los pecados; a fin de que esc nuevo sabor sea antídoto que haga aborrecer viejos alimentos y conductas; y, sabiamente enseñado, encamine con resolución sus pasos rumbo a la ciudad que le espera.
8. La nueva Jerusalén, la perfecta ciudad ecológicaLa nueva Jerusalén es la bien compenetrada «ciudad-jardín». En
ella está el río de la vida (22, 1), el árbol de la vida (22, 2); pero es algo más que un jardín recobrado. La nueva Jerusalén contiene el Edén recreado, tal com o D ios lo plantó antes que el pecado manchara las buenas relaciones entre el hombre y la naturaleza («M aldita la tierra por tu causa», dijo D ios a Adán, Gén 3, 17). Se indica que es el lugar de la perfecta armonía entre la cultura (ampliable a todo tipo de «cultivo») humana y la naturaleza. «La ciudad de Dios vive en la naturaleza y la naturaleza vive en la ciudad de D ios»96. La naturaleza es la casa de la humanidad, su espacio de realización y lugar de contemplación. La invitación del Gén (1, 28): «Dominad la tierra», no es una justificación para destruir la naturaleza, usarla hasta el abuso, devastando, desertizando y envenenando el eco sis
96. J. Moltmann, D as Kommen Gottes. Christliche Eschatologie, Gütersloh 1995, 345 (ed. castellana en prensa Ediciones Sígueme).
Interpretación teológica 241
tema del planeta, sino una llamada a humanizarlo y transformarlo, llevarlo a su plenitud de armonía y realización íntegra.
Hay que lamentar que a partir de la revolución industrial se ha agravado la capacidad destructiva del hombre, atizada por la ciencia y la técnica, sin la protección de principios que velen por un orden mundial. Los derechos de la naturaleza pasan por una defensa, cada vez más acentuada, de una cultura de la vida. La reconciliación con la naturaleza no representa un problema particular dentro del orden cósm ico, es interdependiente y sólo será posible conseguirla mediante la promoción de la paz entre todos los pueblos.
Frente a la actual depredación, la ciudad de la nueva Jerusalén, com o altísimo modelo a imitar, representa el equilibrio entre humanidad y naturaleza, el ideal de la cultura ecológica.
Esta perfecta ecología significa, desde la trayectoria de la revelación, la plenitud salvífica del cosmos. Se conoce la interconexión en el pasado entre el mundo material y el hombre («Maldita sea la tierra por tu causa», Gén 3, 17), pero también su profunda com unidad de destino glorioso. La creación y el hombre prorrumpen en un común gem ido (véase el mismo verbo «gemir» —oievá^to— aplicado en el pasaje paulino a la creación y al hombre), a modo de un doloroso parto, esperando con ansias la salvación definitiva:
Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios... en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción... Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo (Rom 8, 19-23).
Gracias a la redención universal de Cristo, el cosm os o «universo» visible será también transformado97. La vida gloriosa del mundo futuro incluye la creación entera; sin la consumación del mundo no sería posible la plenitud del hombre íntegro, com puesto de alma y cuerpo; pues el mundo sólo se entiende como espacio de realización y plenitud del hombre. El cosmos es transformado «a fin de que el mundo mismo restaurado a su primitivo estado, ya sin ningún obstáculo esté al servicio de los justos»98. La comunión en la misma vocación salvadora debe llegar a todos los ámbitos de la creación.
97. Cf. Catecismo de la Iglesia católica, Madrid 1992, § 1046-1077, p. 245.98. San Ireneo, Adversus haereses V, 32, 1.
242 La nueva Jerusalén
Están inseparablem ente unidas, en un gran acontecimiento universal, la plenitud de la persona humana, la de la humanidad y la del cosmos. Sólo así puede decirse que Dios es Señor, luz y vida de toda la realidad".
La ciudad de la nueva Jerusalén, por tanto, su sola y muda presencia, no es sólo una visión bucólica, «paradisíaca», constituye toda una denuncia profética a nuestro mundo; es la antítesis del desacato de esa civilización humana, verdadera plaga asoladora de vegetación, fauna y flora. Va en contra de las modernas ciudades que se levantan a costa de la degradación de la naturaleza y también del hombre1*. Por otra parte, significa la culminación del proyecto creador de D ios, el universo llevado a sus máximas cotas de realización íntegra, en donde conviven en una casa común (eco-logia hace relación en el nuevo testamento a la «casa» habitable —ol- Hog—) D ios y los hombres en medio de una creación renovada.
9. La nueva Jerusalén, la anti-cortesana, la anti-BabiloniaEl Ap no es un libro ingenuo; sus descripciones no decoran fi
ligranas de arabescos, no buscan distraer al lector con un enajenante virtuosismo literario. Su realismo brota de la arena de la historia, se empapa de los duros acontecimientos que sufre la com unidad cristiana del final del primer siglo. Por ello tiene que acudir, debido a una imperiosa necesidad expresiva, al símbolo visionario, para mostrar que cuanto entonces ocurrió no se confina a unos hechos registrados en el pasado, sino que persiste todavía, sigue siendo vigente por culpa de la fuerza negativa de la historia y la maldad de los hombres.
La Iglesia, que lee el mensaje de profecía de este libro (Ap 1, 3), es una comunidad de testigos y de mártires; padece el influjo negativo del poder del Dragón y sus engendros: la primera Bestia y la segunda Bestia o falso profeta; es sacrificada en algunos de sus miembros («En los días de Antipas, mi testigo fiel, que fue matado entre vosotros, ahí donde Satanás habita»; Ap 2, 13) y perseguida en todos ellos. Recuérdese el relato emblemático de los dos testigos (11, 1-13).
99. Conferencia episcopal alemana, Catecismo católico para adultos. La fe de la Iglesia, 471.
100. Cf. J. Moltmann, Das Kommen Gottes. Christliche Eschatologie, 344-345; H. E. Cox, La ciudad secular, Madrid 1968. Mensaje del XV Congreso de Teología: Ecología y cristianismo, Madrid 1995.
Interpretación teológica 243
El autor del Ap sabe por experiencia —lo sufre en carne propia—, cuanto acontece en la comunidad cristiana y a ella se dirige: «Juan, a las siete iglesias de Asia» (Ap, 1, 4). Comparte la tribulación y el reino con sus hermanos: «Yo, Juan, vuestro hermano y compañero de la tribulación y el reino y de la paciencia en el sufrimiento en Jesús» (Ap 1, 9). A causa de la palabra de D ios y del testimonio de Jesús, le alcanza el destierro y la soledad; está relegado en la isla de Patmos (Ap 1, 9). En el libro del Ap no sólo da testimonio Juan, el personaje, un hombre concreto; habla también un hombre trascendido, que «entra en la fuerza del Espíritu» (Ap 1, 10). Se ve asistido por la inspiración del Espíritu, quien le convierte en profeta y le capacita para contemplar, más allá y más adentro de la superficie de las contingencias; su visión penetra en lo más profundo de la historia, en su maldad abisal. Como profeta avizora la magnitud de la persecución que rápidamente se aproxima. Es el Espíritu, de manera explícita nombrado por Juan, quien eficazm ente le conduce a contemplar las dos visiones antagónicas del Ap: la gran cortesana (17, 3) y la nueva Jerusalén (21, 10)
Frente a la gloriosa imagen de una Iglesia fiel a Cristo, que más adelante será Iglesia consumada o nueva Jerusalén, se alza amenazante la anti-Iglesia, doblemente designada en Ap com o la gran cortesana y la gran Babilonia.
Se presentan, pues, en el libro dos figuras femeninas y dos ciudades, que dominan los últimos capítulos (17-22). Dejam os, por ahora al margen, la mención estelar de la «mujer» (Ap 12), entrevista más bien en su función materna.
Una característica común hermana —o «separa» según sus vertientes aplicativas— a estas figuras binarias, sea que adopten registro humano (entonces se convierten respectivamente en cortesana o esposa) o urbanístico (en referencia a la ciudad de Babilonia o nueva Jerusalén). La nota que indeleblemente las marca es que aparecen delineadas siempre en permanente antagonismo.
Existe también en estos símbolos del Ap un proceso de cambio, una metamorfosis. La esposa del Cordero, que en Ap posee un fuerte contraste con la cortesana, se convierte en ciudad: la nueva Jerusalén (Ap 21, 1-22, 5). La cortesana (Ap 17), asimismo, se trueca en ciudad: Babilonia (Ap 18). Claramente dicho en el texto: «La mujer que has visto es la gran ciudad, que ejerce imperio so bre los reyes de la tierra» (17, 18). La apocalíptica ciudad de B abilonia es «terrestre travestí» de la nueva Jerusalén101.
101. G. B. Caird, A Commentary on the Revelation ofSt. John the Divine, 269.
244 La nueva Jerusalén
H e aquí, en síntesis gráfica, el proceso de su transformación, contemplado también desde la óptica de su paralelismo antitético:
a La mujer, esposa del Cordero -> ciudad — > La nueva Jerusalén.b La mujer, co rtesan a---------------> ciudad — > Babilonia.a ’ i j vú[X(pT] í| y u v ij xofi á g v ío u —> i j xcóXig — > ij á y í a ’le g o u a c d ijf ib ’ i j y u v ij, jTÓovi] ---------------------------------> i j jtóX ig — > (3a |3uXcbv i j neyáX.r]
a) La gran cortesana y la nueva Jerusalén, esposa del CorderoEl autor de Ap ha conseguido describir dos imágenes femeninas
antípodas: la gran cortesana y la esposa del Cordero. Con refinado esmero, mediante sutiles toques geniales, ha logrado evocar la oposición entre la prostitución y la consagración a Dios, la blasfemia y la adoración, la abominación y la santidad, el imperio pagano y la Iglesia. Veamos en sus líneas esenciales estas dos figuras, que se presentan en perpetuo hostigamiento.
* La cortesana de la que habla Ap 17, está enjoyada de oro y tiene una copa de oro en la mano (v. 4). El oro —según la apreciación del libro del Ap—, aparece en relación directa con D ios en celebración litúrgica (1, 12.13.20; 2, 1; 15, 6.7), y en las solem nes doxologías que tienen lugar frente al trono de D ios (4, 4; 5, 8; 8, 3;9, 13). El oro es el color-sím bolo de la liturgia, metal sagrado, alusivo a la cercanía de Dios. La cortesana usurpa el oro y lo profana, porque el cáliz de oro que lleva en su mano está lleno de las abominaciones y de la impureza de su fornicación (17, 4).
* La cortesana fornica sin pudor con los reyes de la tierra (17, 2). La esposa del Cordero es casta, está preparada por D ios, com o esposa digna para su esposo: es la esposa del Cordero (21, 2.9).
* La gran cortesana va vestida con un lujo rayano en la ostentación desmedida, de llameante «rojo». El rojo es el color de la violencia (cf. apertura del segundo sello, 6, 3-4), y es asim ism o el color siniestro del gran Dragón (12, 3); se adorna de «colorada» púrpura y escarlata (17, 4). En cambio, de la esposa del Cordero apenas sabemos que está modestamente vestida de lino, brillante y limpio (19, 8). El autor se apresura a identificar el sím bolo, dice que el lino son las obras justas de los santos (19, 8); y éstos han lavado sus túnicas y las han blanqueado en la sangre del Cordero (7, 13-14).
Interpretación teológica 245
* En relación con el simbolismo del vestido, hay que anotar —com o fino detalle lexicográfico— el contraste entre la ciudad de Babilonia y la esposa. Mientras que Babilonia se caracteriza por sus obras injustas, iniquidades (18, 5), la esposa del Cordero se reviste de obras justas (19, 8 )102. El contraste queda más resaltado en el lacónico texto griego de Ap.
Babilonia = x a á&wíTpaxa.La esposa = t á óixoutünaxa.
* En este desarrollo progresivo de la antítesis, la farsa burlesca se convierte en drama. Y éste deviene persecución cruenta, asesinato, muerte. La cortesana está embriagada, grotescamente borracha (17, 2), de la sangre de los santos y de la sangre de los testigos de Jesús (17, 6). La Iglesia es la esposa del Cordero ‘degollado’ (5, 6.9.12; 13, 8).
b) Babilonia y la ciudad de la nueva Jerusalén* La cortesana se transforma en ciudad, Babilonia, la madre
de las abominaciones de la tierra (17, 5), que tiene poderío sobre los reyes de la tierra (17, 18), quienes intentan arrebatar el imperio al Cordero que es Rey de reyes y Señor de señores (19, 16). La esposa del Cordero también se muda en ciudad, la nueva Jerusalén (21, 9-10). Ahora la confrontación se realiza entre dos ciudades opuestas: Babilonia y la nueva Jerusalén.
El pueblo de D ios —la Iglesia— tiene que salir espiritualmente de Babilonia, conforme al aviso de D ios (18, 4) para ir a otra ciudad alternativa. Babilonia tiene que caer para dar lugar a la nueva Jerusalén. El aviso del Ap se torna apremiante. Los lectores del libro podrán reconocer, en primera instancia, esta ciudad en Roma. Ap espera que antes de su caída los cristianos, quienes aún viven inmersos en el mundo, se decepcionen de sus encantos —ya condenados a perecer—, y fijen sus ojos en la nueva Jerusalén. Por eso presenta dos visiones contrastadas, para que los lectores, sabiamente avisados, no se dejen atraer por el hechizo de Babilonia y se rindan y sucumban. He aquí, reducidas a lacónicas proposiciones tan duro antagonismo, esta vez resuelto en clave urbana.
* El esplendor de Babilonia proviene de engrandecer su imperio a costa de explotar a las naciones (17, 4; 18, 12-13.16). El esplendor de la nueva Jerusalén es la gloria de Dios (21, 1-21).
102. Cf. I. T. Beckwith, The Apocalypse o f John, 727.
246 La nueva Jerusalén
* Babilonia corrompe y con sus hechicerías «engaña» a todas las naciones (18, 23). Es la suya una acción demoníaca, pues este verbo «engañar» (jtA.aváco) se aplica en Ap al gran instigador, el Dragón o Satanás, ‘el que engaña’ (ó Jtkxvcóv) a toda la tierra (12, 9; 20, 3); y a la segunda Bestia o falso profeta (13, 14). Las naciones, pues, van hacia Babilonia, en pos de un engaño diabólico (18, 23). Hacia la nueva Jerusalén caminan todas las naciones en busca de la luz, que consiste en la gloria de Dios (21, 24).
* Babilonia se convierte en guarida de toda clase de espíritus inmundos y aves impuras (18, 2). En la nueva Jerusalén la abominación y la impureza son excluidas (21, 8.27).
* En Babilonia corre un vino, con el que se prostituyen --idolatran— todas las naciones (18, 3). En la nueva Jerusalén brota el agua de la vida y crece el árbol de la vida para curación de las naciones (21, 6; 22, 1-2).
* Babilonia, la gran ciudad, tiene poder sobre los reyes de la tierra (17, 18). Hacia la nueva Jerusalén traen los reyes de la tierra su gloria y honor, en señal de adoración a D ios (21, 24).
* D e la ciudad de Babilonia se dice que la «luz de la lámpara no brillará más en ti» (18, 23). En la nueva Jerusalén no hay necesidad de sol ni de luna —han palidecido frente a la luz d ivina-, pues la gloria de D ios la ilumina y su lámpara es el Cordero (21, 21).
* En Babilonia reina la violencia y la muerte (18, 24). En la nueva Jerusalén ya no existe la muerte, ni el duelo, ni el llanto ni el dolor (21, 4), sino la vida abundante (22, 1.2).
* Babilonia es la residencia demoníaca (18 ,1 -3). La nueva Jerusalén es el lugar de la presencia de Dios.
* El lamento sobre Babilonia acaba con una expresión desoladora que encuentra su eco en los profetas (Jer 7, 34; 16, 9; 25, 10; JI 1, 18): «la voz del esposo y de la esposa no se oirá más en ti» (Ap 18, 23). Se acaba el grito de la alegría, se enmudece el júbilo nupcial y falla la esperanza de la vida; hay un silencio sepulcral, luto de muerte. Por contraste afortunado, en la asamblea cristiana, en la Iglesia, resuena una voz compartida, asimismo nupcial, que se oye: «El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven!» (22, 17)"’5.
103. Algunos de estos motivos han sido recogidos por C. Deutsh, Transformation o f Symbols: The New Jerusalem in Rv 21, 3-22, 5: ZNW 78 (1987) 106-126. Por núes-
Interpretación teológica 247
Hay que decir, al final de esta presentación contrastada, que la ciudad de Babilonia para los lectores del Ap está representada en Roma. Existe una patente identificación motivada por medio de diversos enlaces textuales (cf. 17, 15-16): la sucesión de los reyes (17, 12-14) que serían respectivamente Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio, Nerón, Vespasiano y Tito, y el octavo, el rey «redivivus», el cruel Domiciano, en cuyo tiempo se escribió el A p104. También inducen a esta asignación diversos motivos: la alusión al incendio (cf. 18, 18) que destruyó por igual a Babilonia y Roma; la mención de las siete colinas, en donde se asienta la ciudad (17, 9). Los autores, de manera unánime, están de acuerdo en atribuir la figuras de la cortesana y de Babilonia al imperio romano anticristiano105.
Pero la Babilonia, descrita en Ap, no se circunscribe a los lím ites de la Roma corrompida y depravada del imperio del final del primer siglo. Dos razones lo impiden. La primera es su peculiar impostación simbólica. El símbolo en Ap es realidad bifronte; apoyándose en la dimensión fáctica de la historia, tiene capacidad de sobrevolar cualquier concreción particularizada, se eleva a la categoría de paradigma; y alude a todo tipo de corrupción urbana omnipresente en tantas ciudades de la historia humana. Segundo, la específica modalidad de los verbos existentes en el relato apocalíptico, que simultáneamente se encuentran en pasado y en futuro1116, lo liberan de toda aplicación demasiado localizada en unas coordenadas espacio-temporales.
Babilonia representa la humanidad deificada, la ambición suprema, la que en lugar de adorar a Dios, se adora a sí misma. Todas las ciudades, sistemas de poder idolátricos, opresoras de los hombres, presentes en las narraciones del antiguo testamento, las que se atrevieron a desafiar a Dios, han contribuido con sus trazostra parte nos hemos esforzado por ensanchar considerablemente la lista de antónimos, aglutinando también en diversas secciones los registros de tipo nupcial y urbano.
104. Cf. O. Bócher, Die Johannesapokalypse, Darmstadt 1975, 96.105. Cf. W. Bousset, Die Offenbarung Johannis, 403: «No hay duda de que la cor
tesana se identifica con la ciudad de Roma». Asimismo, R. H. Charles, A Critical and Exegetical Commentary on the Revelation o f St. John II, 59; W. Hadorn, Die Offenbarung des Johannes, 173, quien excluye cualquier otra aplicación; A. Wikenhauser, Offenbarung des Johannes, 128. Para H. Kraft (Die Offenbarung des Johannes, 214) es la «diosa Roma».
106. Cf. R. H. Charles, A Critical and Exegetical Commentary on the Revelation ofSt. John II, 56-57, los recoge pormenorizadamente; pero el autor se decanta por la existencia de un documento diverso en la composición de Ap 18, escrito primero en hebreo, traducido luego al griego, e inserto por el autor de Ap en su libro. Nosotros valoramos su esfuerzo, estamos por su labor, pero en absoluto desacuerdo con estas precipitadas conclusiones.
248 La nueva Jerusalén
tiránicos a pintar la Babilonia del Ap, a saber, Babel, Sodoma, Egipto, Tiro, Babilonia, Edom. La fuente inspirativa más cercana, no obstante, la constituye Ezequiel 27-28.
El tema ha sido recordado por Ap en el relato de los dos testigos-profetas, al referir que sus cadáveres permanecen, en contra de todo sentimiento de piedad, insepultos en la «gran ciudad», que es identificada con Sodoma, Egipto, y donde el Señor fue crucificado. Tan extraño texto debe ser estudiado con cierto detenimiento, debiendo acudir, en esta ocasión y por necesidad, a su exégesis; pues sólo ella nos permitirá esclarecer el misterio de la ciudad de Babilonia y nos ofrecerá una adecuada clave de lectura histórica, la propia del libro del Ap:
Y sus cadáveres —quedarán— en la plaza de la gran ciudad, que espiritualm ente se llama Sodom a o Egipto, allí donde tam bién su Señor fue crucificado (Ap 11,8).
Aparece la designación genérica de «la gran ciudad», que es preciso identificar. Las opiniones de los autores, de manera selecta aquí recogidas, difieren notablemente, refiriéndose a dos ciudades principales.
* Jerusalén. Algunos comentadores clásicos la identifican con la proverbial ciudad del judaism o107.
* Rom a'm. Si se acepta que es Roma, ¿cómo haccr frente a esta aclaración del mismo relato que precisa «donde nuestro Señor fue crucificado»?1<w.
107. «Esta ciudad es Jerusalén» (E. B. Alio, L ’Apocalypse, 152). «Se trata aquí claramente de Jerusalén» (Bonsirven, L ’Apocalypse de saint Jean, 198). «El contexto señala claramente a Jerusalén, ninguna pista lleva a Roma» (W. Bousset, Die Offenbarung Johannis, 321). «La gran ciudad: el profeta está pensando en Jerusalén» (Cer- faux-Cambier, El Apocalipsis de san Juan leído a los cristianos, 113). «La gran ciudad sólo puede ser Jerusalén» (R. H. Charles, A Critical and Exegetical Commentary on the Revelation ofSt. John I, 287). «La escena está enteramente localizada en Jerusalén» (R. Feuillet, Essai d ’interpretation du ch. / / de l ’Apc: NTS 3 [1957] 192). «La gran ciudad es Jerusalén» (Lohmeyer, Die Offenbarung Johannis, 90).
108. «Por prevalecer el tinte pagano en el ambiente de esta gran ciudad, parece mejor identificarla con Roma» (S. Bartina, Apocalipsis de san Juan, 716).
109. Se la ha considerado como una glosa tardía, cf. S. Giet, L ’Apocalypse et l ’Histoire, Paris 94; pero la tradición textual no conoce ninguna variante. Según A. Olivier (La cié de ¡'Apocalypse, étude sur la composition et l ’interprétation de la grande prophétie de saint Jean, Paris 1938, 163), «El Señor no es Cristo, sino el Señor de los testigos, san Pedro, jefe y modelo de todos los otros, crucificado en Roma», refiriéndose a los ‘Hechos de Pedro’ («Vado Romam, iterum crucifigi»).
Interpretación teológica 249
Este tipo de interpretación alternativa, que se resuelve en un dilema perentorio: Jerusalén y/o Roma, no aporta ninguna solución satisfactoria. Negar la evidencia textual del pasaje o pretender di- fuminarlo con leyendas —desde el punto de vista histórico inconsistentes—, no son argumentos científicamente válidos. Además este verso ocho no parece ofrecer, a primera vista, indicios suficientemente claros, sino más bien contradictorios, para decidirnos en favor de una u otra ciudad determinada. Por ello resulta imprescindible atender la escritura tan rigurosa del libro, única llave que nos dará acceso a su adecuada comprensión.
Refiere el verso ocho que esa «gran ciudad, la cual se llama». Se utiliza el verbo (xaXÉü)) en pasiva «ser llamado». Este verbo —siempre conjugado en voz pasiva—, aparece en Ap siete veces: 1, 9; 11 ,8 ; 12, 9; 16, 16; 19, 9.13. Aparte de 19, 9 —donde designa una simple invitación a participar en las bodas del Cordero—, en todos los restantes casos el verbo (xodéco) indica una pausa reflexiva; marca una distancia respecto a lo que se está afirmando en la trama narrativa del libro del Ap. Esta separación permite tomar una postura de discernimiento, de especial verificación aplicativa, a fin de reconocer la realidad mencionada y «llamarla» con una nueva y exacta designación110.
Junto a este verbo (xaXéto) se encuentra, sobre todo, el extraño adverbio «espiritualmente» (jtve'upcmxwg), del que tan sólo se halla una vez en Ap y, fuera del libro, ocasionalmente, en un texto de Pablo. El apóstol canta un himno de alabanza a la sabiduría de Dios (1 Cor 1, 17-2). Pero tal sabiduría no se demuestra en la inescrutable y, de alguna forma, abstracta omnisciencia divina, sino patentizada en la historia de la salvación: Dios, a través de su Espíritu, nos ha revelado su verdadera sabiduría y poder, que es Cristo Jesús:
El hombre naturalm ente no capta las cosas del Espíritu de Dios; son necedad para él. Y no las puede entender porque sólo ‘espiritualm ente’ (7wev[urux«>5) pueden ser juzgadas (1 Cor 2, 14-15).
El hombre, abandonado a su capacidad natural, está cerrado a la obra del Espíritu; es incapaz de captarla, se convierte en un absurdo para él. Tal acción sólo se puede discernir «espiritualmente» (jtve 'U |raT i> c(I> s). El cristiano, en cambio, sí ha recibido el Espíritu que procede de Dios. El adverbio modal (jtVEupatixwg) significa con la ayuda del Espíritu divino. Merced a la luz interna que éste
110. Cf. W. Bauer, xotXéoo, en Wórterbuch z.um Neuen Testament, 788.
250 La nueva Jerusalén
otorga, el creyente juzga y sabe expresar rectamente los acontecimientos de la historia de la salvación. Con este auxilio, por fin, clarificador del Espíritu, el cristiano no ve en Jesús de Nazaret crucificado, un escándalo o una necedad, sino que en él reconoce al Jesús de la gloria, al Señor, quien se erige absolutamente en la suprema sabiduría elocuente y poder soberano de D io s111.
El adverbio «espiritualmente» (jtve,u|.iaTixa>g), en nuestro texto apocalíptico, ha sido de diversas formas interpretado por los comentarios más autorizados. Algunas veces ha sido silenciado en su exégesis respectiva, com o carente de importancia112; otras veces es objeto de una amplia gama de explicaciones, tal com o puede com probarse al pie de la página113.
La mayoría de ellos —excepto unos pocos (Bartina, Caird, Mas- singberde)— insiste en el protagonismo del Espíritu —en Ap específicamente designado com o Espíritu de profecía, 19, 10—. No se trata de la manera común y natural de entender y hablar. Se requiere el indujo eficaz del Espíritu para que la comunidad cristiana sea capaz de comprender la historia de la salvación con mirada penetrante, y asimismo pueda comunicarse mediante un lenguaje profé- tico. Con esta ayuda, pues, del Espíritu la asamblea del Ap va a discernir su «hora» en medio de la gran ciudad; va a identificarla y ponerle un nombre nuevo y reconocible por todos. Para ello, Ap ofrece varios registros interpretativos.
Se ha dicho, primero, la «gran ciudad». Esta expresión, que aparece siete veces, está reservada en Ap a Babilonia-Roma. Ya el mismo libro hace la identificación entre una y otra: la Babilonia del antiguo testamento se prolonga en Roma (Ap 16, 19). Se sirve pa
111. Cf. E. B. Alio, Premiére Epitre aux Corinthiens, Paris 1934, 48; J. Hering, La premiére Epitre de Saint Paul aux Corinthiens, Paris 1949, 28; W. Grosheide, Commentary on the First Epistle to the Corinthians, Michigan 1955, 71; H. Conzelmann, Der erste Briefe an die Korinther, Gottingen 1969, 87.
112. Cf. W. Bousset, Die Offenbarung Johannis, 321; A. Gelin, L ’Apocalypse, 626; R. H. Charles, A Critical and Exegetical Comentary on the Revelation ofSt. JohnI, 287; E. Corsini, Apocalisse prima e dopo, 238.
113. «Es aquella que ha sido llamada por los profetas» (E. B. Alio, L ’Apocalypse, 134); «De inodo metafórico o fingido» (S. Bartina, Apocalipsis de san J u a n ,l\6 ); «En lenguaje profético» (Ch. Briitsch, La clarté de / ’Apocalypse, 186); «De una manera figurada» (G. B. Caird, A Commentary on the Revelation o f St. John the Divine, 138); «A la manera de la profecía» (H. Kraft, Die Offenbarung des Johannes, 158); «Ale- góricanente» (J. Massingberde, Revelation, 187); «Espiritualmente —o alegóricamente—» (R. H. Mounce, The Book o f Revelation, 226); «Espiritualmente, es decir, por inspiración profética» (P. Prigent, L'Apocalypse de saint Jean, 168); «No en lenguaje común sino en lenguaje profético» (E. Schweitzer, jrveijjia, en TWNT VI, 484); «En el lenguaje de misterio o de profecía» (H. B. Swete, The Apocalypse ofSt. John, 137).
Interpretación teológica 251
ra tal ecuación (Babilonia = Roma), tal com o previamente ha sido señalado, de diversas alusiones histórico-geográficas muy evidentes de la ciudad imperial de Roma, asentada sobre siete colinas (17, 18) y de la narración de la caída de la gran ciudad de Babilonia (18, 10.16.18.19.21). Babilonia se había convertido en un símbolo de la enemistad frente a D ios y contra la ciudad amada.
En Ap Babilonia, la «gran ciudad», es la antítesis de la ciudad de Dios, que es llamada «ciudad santa» (11, 2; 21, 2.10; 22, 19) o «ciudad amada» (20, 9). Cuando Ap, en fin, habla de Babilonia se está refiriendo con esta designación proverbial a Roma114. El m ismo autor realiza dentro de su obra una explícita equivalencia significativa e interpela así a la comunidad cristiana que está leyendo el libro:
«Ahora» —en este momento preciso de lectura e interpretación del Ap— se requiere un esfuerzo aclaratorio para descubrir y ubicar una realidad social de la que se posee un conocim iento previo, pero insuficiente. Hay que conocer esa ciudad y ponerle un nombre, a saber, xcdeíxa i :rcvEU[.iaTix<í>5 «llamarla espiritualmente». Esa gran ciudad, cuya descripción es simbólica, participa de la celebridad típica y bíblica de cada ciudad mencionada: Sodoma, Egipto, Jerusalén y Roma.
Sodoma. Históricamente Sodoma rechazó a los mensajeros de Dios, faltó al sagrado deber de la hospitalidad, cayó en la depravación moral y se hizo acreedora del juicio de D ios (Gén 18, 25-19, 39). Muy pronto esta historia de corrupción se convirtió en un paradigma. Isaías compara a los jefes de Judá con los jueces de So- doma (1, 10; 3, 10). Ezequiel considera el pecado de Israel menos grave que el pecado de Sodoma (16, 46.55). En el nuevo testamento se asocia con frecuencia a Sodoma con las ciudades de Israel que han rechazado a los mensajeros de la salvación (Me 10, 5; Le 10, 12). La respuesta de Cafamaún a Jesús ha sido calificada por él mismo más culpable que el pecado de Sodoma (Mt 11, 24). Así, Sodoma se transmuta en símbolo; representa el rechazo y la obstinación ante el mensaje de Dios y el juicio de éste sobre tales ciudades —o conductas sociales— rebeldes.
Egipto. Esta nación es sinónimo de ciudad opresora, cuyos hechos funestos quedaron marcados indeleblemente en la memoria colectiva del pueblo, que allí fue hecho esclavo (Ex 1-4). Egipto rechazó reiteradamente a los delegados divinos, persiguió a los he
114. Todos los comentarios exegéticos antes citados con profusión concuerdan en esta aplicación.
252 La nueva Jerusalén
breos. En Egipto el nombre de D ios no se pronunciará más, y su comportamiento resulta ser aún más pecador que el de la proverbial Sodoma (Sab 19, 13-17). Egipto se ha convertido para la historia judía en símbolo de los reinos tiránicos: «Todos los reinos son llamados con el nombre de Egipto porque han esclavizado a Israel» '15.
Jerusalén. La ciudad del templo, Jerusalén, participa asimismo de esta maldad acumulada, pues —según precisa el texto de Ap 11, 8— es la ciudad «donde también su Señor fue crucificado», y así ha quedado sentenciada para siempre. Esta cuña explicativa del texto reviste suma importancia116. Es Jerusalén que rechaza con obstinación a los enviados de Dios, mata a los profetas y, en el colm o de su pecado, crucifica al M esías (Mt 23, 28-31, 37s; Le 13, 33s; 19, 41-44; 21, 20-24). Jerusalén ha sido designada com o «ciudad grande»117.
La expresión de Ap 1 1 ,8 «que se llama espiritualmente» (xa - ^elrai JiveunaTixwg), es una llamada al discernimiento espiritual y a la concretización objetiva. El grupo eclesial —los que escuchan las palabras de esta profecía (Ap 1, 3), el verdadero receptor activo del Ap— debe identificar esa gran ciudad, de la que el mismo libro hace ya una actualización. Es el Espíritu quien concede la inteligencia espiritual a la comunidad cristiana para saber reconocer el lugar social donde sucede su devenir histórico. Este empeño intenso de lectura interpretativa y aplicativa (sólo cuando se verifica con la historia actual que vive la comunidad, llega el texto apocalíptico a desvelar todo su sentido), hay que hacerlo «espiritual- mente» (jtve'Uj.iatixüjg), es decir, con la asistencia inspiradora del Espíritu, a la luz de toda la economía de la salvación y que corresponde al criterio de la medida de Dios.
Con la iluminación, pues, del Espíritu los lectores del Ap siguen discerniendo la historia de la salvación. ¿Cómo es la Babilonia que
115. Así reza la sentencia de R. Josef b. Jalafta, recogida en H. L. Strack-P. Bil- lerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch III, 812, donde se encuentran otras referencias pertinentes.
116. «En este pasaje encontramos la referencia más precisa de todo el Ap a la existencia histórica de Jesús» (H. Lilje, L'Apocalypse, le dernier llvre de la Bible, 166). «Esta Jerusalén se ha hecho semejante a Sodoma y Egipto, lugares ‘tipos’ de los enemigos del pueblo de Dios en el AT. Jerusalén ha llegado a ser la hermana espiritual de la gran prostituta Babilonia... se convierte en la irradiación y en el lugar de revelación de la Bestia» (M. Rissi, Das Judenproblem im Licht der Johannes-Apokalypse: TZBas 13 [1957] 246).
117. Cf. Oráculos Sibilinos (5, 154.226.413) y F. Josefo, Contra Apion 1, 197,209.
Interpretación teológica 253
presenta el Ap? ¿cuáles son sus rasgos dominantes? ¿por qué es objeto de tanto rechazo y ludibrio por parte del libro? ¿a qué se debe que sea juzgada y condenada por Dios?
El autor de Ap no pretende ofrecer una visión surrealista de la gran ciudad, no se recrea en el arte por el arte; persigue ante todo una intención parenética y busca una decisión disuasoria: que los cristianos detesten con todas sus fuerza a Babilonia y al sistema de vida que ella representa. Sabe que los lectores de Ap son habitantes de las grandes ciudades de nuestro mundo, que viven «entre Babilonia y Jerusalén»118. La Iglesia está permanentemente en tránsito de una ciudad a otra, de Babilonia y Jerusalén; pero tiene que saber, con inteligencia espiritual, la que le otorga el Espíritu, que su patria no está en Babilonia, que será destruida, sino en la nueva Jerusalén, que será eterna. Hacia ella debe encaminar decididamente sus pasos. Como un apremiante requerimiento a la Iglesia de todos los tiempos, el autor de Ap aborda proféticamente su descripción
La Babilonia, descrita en Ap, sobrepasa a cuantas ciudades han sido mencionadas, debido a su maldad acumulada; es prototipo de toda ciudad engreída y secular; rinde adoración a su lujo desm edido e irrespetuoso. La ciudad trafica con vidas humanas. Babilonia no es sólo una ciudad, por más que sus perversiones resulten incontables. Constituye un sistema totalitario, que atenta contra y que asesina toda vida. Desborda cualquier localización concreta por la incesante carga de muerte y de exterminio que va propagando. Es el reino del mal organizado sobre la tierra. Él libro del Ap la ha descrito —¡visionariamente!— a modo de último estertor en el verso final del capítulo: «Y en ella fue hallada la sangre de los profetas y de los santos y de todos los degollados sobre la tierra» (Ap 18, 24).
Contemplémosla, pues, a la cara; reparemos en sus acusadas facciones, subyugantes pero terribles, siguiendo las indicaciones que nos depara el texto apocalíptico.
Junto a los ingentes cargamentos de oro y plata y perlas... (Ap18, 12), aparece también —reseñado en último lugar, com o intentando tal vez desmentir la realidad— el comercio de esclavos y la mercancía humana (18, 13). Babilonia es ciudad asesina, pues dentro de sus muros hay sangre derramada. Recordamos el verso antes citado, pero ahora desde una perspectiva inédita: «En ella fue hallada la sangre de los profetas, de los santos y de todos los ‘dego-
118. Así se llama justamente un libro publicado sobre la teología de la ciudad en 1988: Zwischen Babylon und Jerusalem, Beitrage zu einerTheologie der Stadt.
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liados’ — 80cpay(iévd)v— sobre la tierra» (18, 24). Estos han muerto, al igual que Jesús, «el Cordero degollado» (tó ápvíov tó eocpay- p ivov, Ap 5, 6). Un mismo sacrificio común los hermana en pareja suerte: morir víctimas de la violencia, que Ap explica mediante la aplicación unívoca del verbo «degollar» (ocpá^w) tanto a Cristo com o a los cristianos y a todos los hombres, muertos inocentemente a manos de otros hombres.
Por dentro, «en su corazón», se cree autosuficiente (év x ij x ccq- 6 ía aim~¡ Xéysi 18, 7 ); «se glorifica a sí misma» (éóó^aoev ai)tf|v 17, 7). Se cree «reina» (P a o ílio a —18, 7—), emulando de esta manera, con su desmedida soberbia, el reinado absoluto de quien en Ap es el único Rey de reyes y Señor de señores (19, 16). Esta pretensión irreverente se evidencia asimismo en su postura: se «sienta» (xó&r^icu —18, 7 —) com o reina. También este verbo caracteriza la posición orgullosa de la cortesana: se «sienta» sobre muchas aguas (17, 1), sobre una Bestia de color rojo (17 , 3), sobre siete colinas (17 , 9); es, por fin, identificada en dicho estado, com o actitud permanente y así calificada: «la que se sienta» (xófrerai 17, 15). Este connotativo lenguaje gráfico del libro delata la postura arrogante de Babilonia: la que quiere ser com o Dios. Pero en Ap —tal afirmación se subraya fuertemente por su presencia masiva— sólo hay uno a quien com pete estar sentado: Dios, «el Sentado sobre el trono» (ó xor&i^iévog eiri xoií $ qóvou: 4 , 2 .3 ; 5 , 1 .7 .13 ; 6, 16; 7, 10.15; 1 9 ,4 ; 21 , 5 ). Babilonia es, pues, la ciudad que no sólo se enseñorea en su poderío, sino que atenta directamente contra el señorío de D ios y su designio de salvación.
Babilonia cierra sus puertas a todo sentimiento humano. Dentro de ella prospera un consum ism o desenfrenado, insolidario, y rige un sistema de injusticia social que provoca incluso el sacrificio de vidas humanas. Pero existe todavía una gradación peor en su maldad, pues la ciudad no representa un caso singular, aparte, sino un prototipo, provisto de tentáculos que se multiplican. Es la corrupción no aislada, sino organizada com o sistema. Un complejo pero bien articulado trípode sostiene la existencia de Babilonia. Estos son los pilares que la sustentan:
a) un estado que se hace adorar (17, 3);b) unos centros de poder político, que Ap denomina los «re
yes de la tierra» (18, 3);c) y finalmente una red de agentes colaboradores que se ex
pande a todo el mundo, por tierra y mar, mediante los mercaderes (18, 11-16) y marineros (18, 17-19).
Interpretación teológica 255
El juicio de D ios, que escucha el grito de los hijos oprimidos, actuará contra ella, y la destruirá. Tan exacerbado grado de bienestar se convertirá en ruina, será pavesa de llamas, «será pasada a fuego» (év jtuqi Jíaxaxa'ufhíaeTai 18, 8), «en un solo momento» (|iía &Q<x 18, 9).
Babilonia se cava su propia ruina. No hace falta ir violentamente contra ella. Babilonia, la que se alimenta de la sangre de los inocentes, ella sola va a la perdición. Puede hacerse una lectura «en el Espíritu» de esta ciudad apocalíptica, con una verificación en la historia. Babilonia ha asumido en nuestro siglo una representación —una de sus múltiples y siniestras ramificaciones— en el sistema cerrado del comunismo, en cuanto negador de la libertad (piénsese en la existencia de los Gulags) y que ha buscado por todos los m edios un fin idolátrico: desterrar hasta el nombre de D ios entre los hombres. Sobre esta Babilonia de nuestro tiempo, Juan Pablo II ha realizado un diagnóstico certero: ha caído ella sola —al igual que la Babilonia de Ap 18—, minada por la podredumbre de sus mismos vicios:
El comunism o como sistem a cerrado en cierto sentido, se ha caído solo. Se ha caído como consecuencia de sus propios errores y abusos. Ha dem ostrado ser una medicina más dañosa que la enferm edad misma. No ha llevado a cabo una verdadera reforma social, a pesar de haberse convertido para todo el mundo en una poderosa am enaza y en un reto. Pero se ha caído solo, por su propia debilidad interna119.
La peculiar presentación que Ap 18 hace de Babilonia, pone en guardia a la comunidad cristiana frente a la influencia fascinante de esta ciudad de lujo, pero contemplada desde la luz última, que puede iluminarla: el inapelable juicio de Dios.
Babilonia, así pues, es destruida —Ap insiste en su extrema aniquilación—, reducida a yermo calcinado. Todo el cap 18 asume la elegiaca forma de un lamento universal e incluso, diríase, de un drama litúrgico, habitado por coros de dolientes que van paulatinamente levantándose y gimiendo. Merced a su repetida actuación escénica intensifican el patetismo de tan vasta desolación120.
Por ella se conduelen los reyes, aterrorizados ante tal suplicio, y desde lejos exclaman: «¡Ay, ay, gran Ciudad! ¡Babilonia, ciudad
119. En el umbral de la esperanza, 141.120. Cf. A. Yarbro Collins, Revelation 18: Taunt-Song or Dirge?, en L. Lambrecht
(ed.), L'Apocalypse johannique et l ’Apocalyptique dans le Nouveau Testament., Gem- bloux 1980, 185-204.
256 La nueva Jerusalén
poderosa, que en una hora ha llegado tu condenación» (18, 10). Los comerciantes, los que se habían enriquecido a costa de ella, se quedan en la distancia horrorizados y se lamentan: «¡Ay, ay, gran Ciudad, vestida de lino, púrpura y escarlata, resplandeciente de oro, piedras preciosas y perlas, que en una hora ha sido arruinada tanta riqueza!» (18, 16-17). Finalmente los marineros, en medio de enormes aspavientos y gestos desorbitados, sienten su ruina: «Se quedaron a distancia y gritaban al ver la humareda de sus llamas: ‘¿Quién cóm o la gran ciudad?’. Y echando polvo sobre sus cabezas, gritaban llorando y lamentándose: ‘¡Ay, ay, la gran Ciudad, con cuya opulencia se enriquecieron cuantos tenían las naves en el mar; que en una hora ha sido arruinada!» (18, 17-19). Pero resulta en vano el canto de las plañideras. Babilonia es aniquilada sin remedio.
Y cuando Babilonia haya sido arrasada, desaparecidos esos ce tros-centros de poder asfixiantes e inhumanos, entonces, «después de estas cosas» (19, 1), resuena, com o contrapunto al lamento anterior, un aleluya que alcanza a los ciclos e inunda a los santos. Dios crea un ciclo nuevo y una tierra nueva, que sirva de plataforma y horizonte ideal para el advenimiento de la nueva Jerusalén, la esposa del Cordero la ciudad-paraíso de los hombres transformados, que vivirán y reinarán en la luz de Dios para siempre.
La presencia de la nueva Jerusalén es la respuesta, otorgada por Dios, al vehemente grito de los mártires del Ap 6, 10: «¿Hasta cuándo, Señor santo y verdadero vas a estar sin hacer justicia y sin tomar venganza por nuestra sangre de los habitantes de la tierra?».Y es también la contestación a la sangre derramada en Babilonia (Ap 18, 24, que com o la de Abel pide justicia desde la tierra, Gén4, 10). Por la ruina de Babilonia, se alegra el cielo, y cuantos en él habitan: los santos, los apóstoles y los profetas, porque, al condenarla, D ios ha juzgado su causa (Ap 18, 20).
D ios, com o supremo Goel de la humanidad, no sólo venga la sangre de los suyos, sino que, com o Padre, «Yo serc D ios para él, y él será para mí hijo» (Ap 2 1 ,7 ) , los hace hijos y miembros de su familia en la nueva Jerusalén.
10. La n u eva Jerusalén , la c iu d a d d e lo s ven cedoresLa ciudad de la nueva Jerusalén tiene doce puertas (21, 12), que
la protegen y al mismo tiempo la comunican con el exterior; pasar por ellas no es un inalienable derecho adquirido por nadie; no se abren o se cierran al antojo de cualquier peregrino que a la ciudad
Interpretación teológica 257
arriba. Se abren de par en par a fin de conceder entrada al cristiano vencedor; se cierran a cal y canto para los cobardes.
Los cristianos vencedores, los que han lavado sus túnicas en la sangre del Cordero (Ap 7, 13), a saber, quienes se han identificado con Cristo en la superación paciente de las tribulaciones, entrarán en la ciudad: «Dichosos los que laven sus túnicas, así podrán disponer del árbol de la vida y entrarán por las puertas en la Ciudad» (22, 14). Los cristianos vencedores, es decir, quienes tratan con su vida de asemejarse a la vida de Cristo, apuntándose indeleblemente en su libro, ingresarán asimismo en la ciudad: «Nada profano entrará en ella..., solamente los inscritos en el libro de la vida del Cordero» (21, 27). En cambio, los cobardes, los que reniegan de su condición cristiana, desertores en el combate de su fe, no podrán entrar en la nueva Jerusalén: «Nada profano entrará en ella, ni los que cometen abominación y mentira» (21, 8). Ellos mism os se au- toexcluyen: «¡Fuera, los perros, los hechiceros, los impuros, los asesinos, los idólatras, y todo el que ame y practique la mentira!» (22, 15).
La nueva Jerusalén es la ciudad de los vencedores; en ella ingresan para celebrar su victoria asociándose al gran vencedor del Ap: Cristo, el Cordero invicto e invencible. Dentro de ella podrán festejar Cristo y los cristianos, en comunión inescindible, en colmada recolección, la victoria final de la historia.
Tan dichosa realidad, que se convierte en logro para la Iglesia consumada y expectativa para la Iglesia peregrina, aparece consignada en las páginas de libro. Preciso es leer con detenimiento. Resulta ilustrativo, en este punto crucial de entronque, recordar la promesa de Cristo a la Iglesia de Filadelfia:
Al vencedor lo haré colum na en el templo de mi Dios y nunca más saldrá fuera; y escribiré sobre él el nombre de mi Dios, y el nombre de la nueva Jerusalén, que desciende del cielo de parte de mi Dios, y mi nombre nuevo (Ap 3, 12)121.
En la primera parte, con denotativo lenguaje cultual —se habla de «columna» y «templo»—, promete el Señor al cristiano una situación de privilegio, una permanencia estable -h a cer de él columna o pilar— en el santuario, a saber, en el lugar más íntimo de comunión con Dios. Lo que Ap refiere con un simbolismo sacro-litúrgico, el cuarto evangelio lo declara sin ambages, mediante un
121. Cf. para un desarrollo pormenorizado, entretejido de notas y testimonios bíblicos y extrabíblicos, F. Contreras, El Señor de la Vida, 220-228.
258 La nueva Jerusalén
lenguaje intensamente personal: «Padre, quiero que donde yo esté, estén también conm igo lo que tú me has dado» (Jn 17, 24).
La promesa se amplía luego con una total consagración divina. Cristo le impondrá una tríada de nombres, que conciernen todos ellos al ámbito divino: el nombre de «mi» Dios, el de la «nueva Jerusalén» y «mi» nombre nuevo. Frente al deplorable hecho de la inscripción de un nombre sobre los cristianos infieles, que les hace ser secuaces de la Bestia, idólatras (13, 1.6.8.16; 17, 3.5), acontece un signo del todo positivo: Cristo escribe por tres veces —para que de ningún modo se borre— una nomenclatura, mediante la cual convierte al cristiano en pertenencia exclusiva de D ios122.
La promesa al cristiano vencedor está matizada por la presencia, también tres veces reiterada, de la expresión «mi D ios». Con esta designación peculiar, Cristo permite entrar al cristiano en su atmósfera íntima del Hijo. Por eso cuando dice que le impondrá su nombre nuevo (el nombre de Jesús en la escuela de Juan es ser Hijo; Jn 14, 13.2 6 )l2\ quiere significar que le hará partícipe del don de su filiación.
El Señor asegura al creyente fiel el derecho de ciudadanía en la nueva Jerusalén. El cristiano, urgido por tan magnífica promesa, vive en la expectativa de convertirse un día en habitante de hecho de la ciudad santa. Esta es justamente descrita con las mismas palabras —salvo el posesivo «mi» D ios— en el premio a la Iglesia de Filadelfia y al final del libro.
La nueva Jerusalén, que desciende del cielo de junto a mi D ios (3 , 12)tí]5 xam jgij x a T a |3a ív o u o a é x x o u o íjo u v o O ócjró t o ü fte o ü |.iou (3 , 12)
La nueva Jerusalén, que desciende del cielo de jun to a Dios (21, 2).’Ií-'.ooi)o«X)-'|i xaivijv xaTa(3aívoi)oav ex tou ovQavofi curó tofi fteoí) (21, 2)
El cristiano aguardará confortado la irrupción de la ciudad, cuyo arquitecto es D ios y a la que gratuitamente le es garantizado in-
122. «El escribir un nombre sobre alguien... expresa la pertenencia, aquí a Dios y su ciudad; concede el derecho de ciudadanía en ella» (E. Lohmeyer, Die Offenbarung des Johannes, 37).
123. Cf. J. Howton, Son o fG o d in the fourth Gospel: NTS 10 (1963-1964) 227- 237; T. E. Clarke, The Son o f the Living God: Way 8 (1968) 97-105; W. H. Cadman, The open Heaven. The Revelation o f God in the Johannine sayings o f Jesús, Oxford 1969.
Interpretación teológica 259
gresar. La firme esperanza en su destino glorioso —entrar en la nueva Jerusalén— m oviliza ahora las energías todas de su existencia que se verifican en un comportamiento digno de tal promesa.
Puede afirmarse que no sólo este premio a la Iglesia vencedora de Filadelfia, sino todos los premios asignados a cada una de las Iglesias del Ap, encuentran su cumplimiento en la nueva Jerusalén. Descubrir esta interconexión literario-teológica permite contemplar a la Iglesia del Ap —y preciso es decir a la Iglesia cristiana de todos los tiempos—, prevalentemente com o una comunidad peregrina que marcha con decisión rumbo a la meta escatológica que le aguarda: la nueva Jerusalén.
Veamos de cerca esta llamativa sintonía en Ap. Las siete cartas se encuentran en profunda correspondencia con la segunda parte del Ap —esencialmente, con la nueva Jerusalén— mediante el motivo teológico del vencedor. Pueden espigarse estas referencias explícitas, aquí y allá, por la extensa área del libro. Obsérvese con sorpresa tan estrecha interrelación:
Al vencedor le daré a com er del árbol de la vida, que está en el paraíso de Dios (2, 7).
El vencedor no sufrirá daño de la muerte segunda (2, 11).
Al vencedor... le daré autoridad sobre las naciones y las pastoreará con cetro de hierro... y le daré la estrella de la m añana (2, 27- 28).El vencedor será vestido de blancas vestiduras (3, 5).
Al vencedor lo haré colum na en el tem plo de mi Dios... y escribiré sobre él el nombre de mi Dios y el nom bre de la ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén, que
Allí está el árbol de la vida que da doce frutos (22, 2)...para tener derecho sobre el árbol de la vida (22, 14).Esta es la muerte segunda, el estanque de fuego (20, 14). En el estanque encendido de fuego y azufre, que es la muerte segunda (21 , 8).
Y dio a luz un hijo varón, el cual pastoreará a todas las naciones con cetro de hierro (12, 5). Yo soy la estrella rad iante de la m añana (22, 16).Y se dio a cada uno una blanca vestidura (6, 11). Estaban de pie delante de trono y del Cordero, vestidos de blancas vestiduras (7,9).Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo de parte de D ios (21, 2).
260 La nueva Jerusalén
desciende del cielo de parte de mi Dios (3, 12).Al vencedor le daré sentarse conm igo en mi trono, como yo he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono (3, 21).
Y dijo el que está sentado en el trono: he aquí que hago nuevas todas las cosas (21, 5).
Estos paralelismos muestran que el motivo teológico del vencedor se halla presente en todo el Ap, pero especialmente concentrado en la primera parte —cartas a las Iglesias—, y en la parte final o consumación. Mediante esta conexión pretende el Señor mantener a la Iglesia en estado de tensión expectante. La firme esperanza de la victoria final actúa de resorte literario y de acicate que provoca en la vida de la Iglesia una respuesta de fidelidad. El Ap íntegro queda bañado con esta esperanza; puede legítimamente hablarse de una comunidad en trance de victoria, a saber; la Iglesia del Ap es una Iglesia vencedora124. Esta victoria descansa en la palabra del Señor y en su misterio pascual.
Ap muestra en la historia de la Iglesia el cumplimiento de la palabra consoladora de Jesús a los discípulos, sometidos a todo tipo de tribulación: «¡Anim o!, yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33); la desarrolla por su amplitud numérica y por su presencia cualificada125.
Cristo es el vencedor absoluto. El verbo «vencer» (vixáco) tiene el carácter de promesa; es un término escatológico. Fundamen
124. Esta interconexión literaria del «vencedor» señala que «la primera y la última unidad del Apocalipsis se corresponden entre ellas como promesa y cumplimiento» (E. Schüssler-Fiorenza, Compositlon and Structure o f the Book o f Revelation: CBQ 39 [1977] 364). Más prudentemente U. Vanni (La struttura letteraria d e ll’Apo- calisse, 364) alude a una continuidad genérica, sin que se encuentren razones para hablar de una correspondencia organizada. Demasiado genérico e impreciso, en cambio, se muestra N. W. Lund, Chiasmus in the New Testament, Chapel Hill 1942, 343-355, enseñando que las siete cartas hacen alusión a los siete ángeles de Ap 17, 1-22. Las cartas se presentan a manera de un resumen concentrado, una especie de miniatura del Ap en estilo prosaico; pues contienen todos los temas teológicos de la obra: juicio (2, 5), salvación (2, 10), adoración (1, 7; 2, 13), eucaristía (3, 20), ataque del enemigo (2, 10), martirio (2, 13), incluso la venida de Jesús (2, 5; 2, 16; 3, 3) y la nueva Jerusalén (3, 12) (The Apocalipsis o f John as oral Interpretation, 247). Defienden, sin entrar en matizaciones, la relación con el resto del Ap: I. Schuster, La Chiesa e le sette chiese apocalittiche: ScC 81 (1953) 217-23; F. Hoyos, La carta común a las siete Iglesias: RBiCalz 83 (1957) 18-22.
125. Ap es el libro que más utiliza el verbo «vencer» vtxácü (I6x); de los otros escritos joánicos: Jn (1 x) y 1 Jn (6x). Los restantes libros neotestamentarios sólo lo mencionan: Le ( lx ) y Rom (2x).
Interpretación teológica 261
talmente, el vixáoo prometido no es otro que el vixáa) de Cristo: una participación de los cristianos en la egregia victoria de Cristo, el Señor126. El es el Cordero degollado, pero de pie (muerto y resucitado); por tanto, vencedor supremo (Ap 5, 6). Los cristianos son asimismo vencedores porque han lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero; han participado plenamente del misterio pascual de Jesús (7, 14). Han pasado el mar amargo de las tribulaciones, y están de pie, entonando con arpas divinas el canto victorioso del Cordero (15, 2-3).
Detrás de Cristo, Señor de Señores y Rey de Reyes, marcha la tropa de los cristianos, que son «los llamados, elegidos y fieles» (17, 14). Leyendo con atención la escritura de estas tres palabras griegas (x .t]t o L, e x ^e x t o í, motoi) con que la tropa es designada, aparece —igual que un criptograma— el nombre dinámico de la Iglesia, ’E5íxX.r]oía, a saber, la «convocación de los fieles», que siguen a Cristo peleando el combate de la fe.
En pos de Cristo, el jinete vencedor que monta el blanco corcel («Miré entonces y había un caballo blanco; el que lo montaba tenía un arco; se le dio una corona, y salió com o vencedor para seguir venciendo» Ap 6, 2), marchan los cristianos —vencedores también— subidos en blancos caballos (19, 14). A través del simbolismo cromático (el blanco) y teriomórfico (el caballo), se puede establecer la cercanía entre los vencedores; pues ambos, Cristo y los cristianos, son sujetos revestidos de idénticas atribuciones. Cristo resultará definitivamente vencedor con la victoria de la Iglesia; este triunfo eclesial significa llevar a sus últimas consecuencias la primordial victoria de su Señor. Entonces acontecerá la renovación mesiánica, el génesis recreado desde Cristo (21, 5), la total consumación y comunión de Dios con los hombres.
La victoria de Cristo, conseguida con la victoria de la Iglesia, significa ya la participación de la vida divina en la nueva Jerusalén, contemplada com o esposa radiante (plenitud de vida personal:19, 7-10; 21, 20) y finalmente com o ciudad perfecta (plenitud de vida social: 21-22, 16). La Iglesia es vista, simbólicamente, como la ciudad de la victoria —en ella se realizan todas las promesas de victoria antes anunciadas: 2 1 ,5 ; 22, 2.14.16—, la nueva Jerusalén, que se va construyendo con los materiales de las tribulaciones padecidas en nombre de Cristo, durante el tiempo «intermedio» de la historia, pero cuya terminación última acontecerá com o don exclusivo de D ios (21, 2).
126. Cf. D. Bauerfeind, vixáü), en TWNT IV, 944.
262 La nueva Jerusalén
Ap habla de la prometida/esposa del Cordero en tres pasajes situados en la parte final del libro127. Primero, en un entorno que se refiere por entero a la ciudad de Babilonia (19, 7-8); después m ediante dos fragmentos (21, 2.9-10), rodeados de alusiones a la ciudad de Jerusalén128. Por ello es preferible —desde la metodología de esta parte esencialmente conclusiva— agrupar los tres párrafos referentes al tema de la prometida/esposa, y que guardan relación con la ciudad de la nueva Jerusalén o su antípoda. Los tres pasajes son de capital importancia para entender a la nueva Jerusalén bajo una nueva luz129.1. «Han llegado las bodas del Cordero, y su ‘esposa’ (yuvij) ‘se ha
preparado’ (i]xoí[.iaoev éauxijv), ‘se le ha concedido’ (éSofh) aíixf]) vestirse de lino, resplandeciente y puro. El lino son ‘las buenas acciones’, xá (óixcucófiaxa) de los santos» (Ap 19, 7-8).
2. «Y vi la ciudad santa de Jerusalén que descendía del ciclo, de parte de Dios, ‘preparada’ (í]xoi4iaofiévr]v) ‘com o una esposa’ (cbg vi)|.iqpTiv) ‘que se ha adornado’ (xexoofxévriv) para su esposo» (Ap 21, 2).
3. «Mira, te ‘mostraré’ (óetéjco) ‘la prometida’ (xijv vú|.i(pTiv), i a esposa’ (xí]v yvv a íx a ) del Cordero. Y me llevó a un monte grande y elevado. Y me ‘mostró’ (eSei^év) la ciudad santa de Jerusalén que descendía del cielo, de parte de D ios» (Ap 2 1 ,9 -10).
En los tres fragmentos se da una gradación, hábilmente encadenada por el autor conforme a la aparición del verbo. En el primero la esposa se prepara; en el segundo la esposa se prepara y se adorna; en el tercero la esposa se adorna. La acción, registrada en cada pasaje, pasa a ser constitutivo del siguiente, formando toda una serie organizada de acciones consecuentes. Véase dicha imbricación, conforme al verbo griego, que hace de sutura unitiva.
127. Cf. A. Feuillet, Visión de conjunto de la mística nupcial en el Ap: Scripta Theologica 18 (1988), 407-431.
128. Algunos comentadores han manifestado que estas dos referencias, en especial 21, 9-10, pueden ser redaccionales; se trataría de glosas, tardíamente incorporadas al texto primitivo de Ap: W. Bousset, Die Offenbarung Johannis, 446; R. H. Charles, A Critica! and Exegetical Commentary on the Revelation ofSt. John II, 156.
129. En esta perspectiva, de mirada panorámica sobre los tres pasajes apocalípticos, seguimos, creemos que con acierto, a J. Fekkes, 'His Bride hasprepared h erse lf: Revelation 19-21 and Isaian Nuptial Imagery: JBL 109/2 (1990) 269-287.
11. La nueva Jerusalén, la esposa del Cordero
Interpretación teológica 263
(1) éxoi¡.iá^O) (19, 7 ) --------------------- >(2) éxoi(.iáí;cü — xoajiéü) (21 , 2 ) ----- >(3 ) ---------------> xoojuéiú (21, 9).
El primer pasaje constituye (19, 7-8) el punto final de la doxo- logía (19, 1-8), que celebra la destrucción del mal, representado en el drama de la gran Babilonia (18, 1-24). Tras la ruina de tanta opresión, Ap festeja el definitivo triunfo del bien. Lo hace con intensidad, de forma pleonástica, mediante la reiteración de tres acciones jubilosas: «Alegrémonos, regocijémonos, dém osle gracias» (v. 7).
Hay que notar una peculiaridad expresiva de este lenguaje. La secuencia de Ap 19, 7 «alegrémonos y regocijémonos... porque» (XaÍQCD|.iev xod áyaM.iü>|.i£v... oxi), es del todo similar a Mt 5, 12, pronunciada por Jesús a propósito de la última bienaventuranza, pues habrá gran gozo en el cielo para los cristianos perseguidos: «alegraos y regocijaos, porque» ( '/o .L ó e t e xod áya)Jaaaíh i oxt Mt 5, 12); y también a las menciones de algunos salmos festivos que ensalzan las acciones de Dios: 97, 1; 118, 24. El motivo fundante, según Ap 19, para la irrupción de tanto gozo es que se ha establecido el reinado de nuestro Dios (v. 6) o, dicho en lenguaje nupcial, han llegado las bodas del Cordero (v. 7).
La esposa del Cordero, que es la comunidad cristiana, se ha preparado. Se trata de una acción activa, refleja: «ella a sí misma se ha preparado» (ijTOÍ[iaoev éoumjv). También se añade que le ha sido dado por Dios (eSoftr) aiixíj —en pasiva divina—) vestirse de lino. Aquí se insinúa una doble modalidad. En primer lugar, la actividad se refiere a una preparación, a un embellecimiento, hecho por la misma Iglesia. Luego se insiste en que el definitivo vestido de bodas le es concedido gratuitamente por Dios. Esas vestiduras resplandecientes y puras son regalo de Dios. Y para que el simbolismo deslumbrante no extravíe a! lector del Ap, se indica claramente que tales vestiduras son las acciones justas, «las obras buenas» (xa óixatcójLiaTa) de los santos que forman la Iglesia. Con una vida de conversión (primer momento), del todo purificada por Dios (segundo requerimiento), la Iglesia está ya pronta para la celebración de las bodas.
Hay que matizar diciendo que este canto de la doxología celebra los desposorios de una manera proléptica; porque el definitivo encuentro nupcial aún no ha llegado.
2 64 La nueva Jerusalén
La influencia del profeta Isaías resulta patente130.Con gozo me gozaré en Yahvé, exulta mi alma en Dios, porque me ha revestido de ropas de salvación, con manto de justicia me ha envuelto com o el esposo se pone una diadem a, como la esposa se adorna con sus joyas (61, 10).
Se encuentran los motivos recurrentes del gozo, las nupcias, el vestido de salvación, que es la justicia: la esposa ha sido preparada (éxoi|.iá^(o), adornada (xoo(.iéco), regalada (eóóftri axiifl) por Dios. El pueblo de D ios com o mujer/esposa (Yuvf|, vú|.tcpTi) aparece también descrito en Is 62, 4 -5 131.
En los dos últimos pasajes de Ap existe una mutua metamorfosis entre ciudad y esposa. En Ap 21, 2 Juan contempla la ciudad, y añade, contra toda verosimilitud, pensando más desde su visión teológica que gráfica, que la ciudad estaba preparada com o una e s posa. En Ap 21, 9-10 el cambio resulta aún más drástico. El ángel intérprete le asegura que le va a mostrar la esposa del Cordero, y lo que en verdad le muestra (el mismo verbo se emplea para la promesa de ver y la acción de «mostrar» — 6eíxvx)(.u—) es la ciudad santa de Jerusalén (¡). En ambos pasajes se registra un deslizamiento visual entrecruzado: en Ap 21, 2, la referencia va desde la ciudad a esposa; en Ap 21, 9-10, viceversa.
El trueque entre la imagen de la mujer y la ciudad, es un tema que aparece en la Biblia (Ez 16, 11-13; cf. Is 54, 60; Ez 40; 48) y asimismo en la literatura apocalíptica (4 Esdras 7, 38; 8, 27; 10, 27 )132 y, en fin, resulta una constante dentro del patrimonio de la literatura universal133.
El pasaje más invocado es 4 Esdras 10, 2 7 114. Pero, leyendo detenidamente su contenido, hay que decir que no resulta tan acertada la asignación. En dicho texto aparece una mujer llorando des
130. Cf. P. van Bergen, Dans l ’atiente de la ntnivelle Jerusalem: LumVie 45 (1959).
131. Cf. J. Fekkes, ‘His Bride has prepared herse lf: Revelation 19-21 and Isaian Nuptial Imagery, 277-287.
132. Cf. H. Kraft, Die Offenbarung des Johannes, 267.133. Como una válida muestra recuérdese el conocido «Romance de Abenámar»,
en donde la ciudad —Granada, mi tierra- es interpelada con evidente lenjuaje denotativo de amor nupcial: «Si tú quisieses. Granada, / contigo me casaría; / daréte en arras y dote / a Córdoba y a Sevilla. / —Casada soy, rey Don Juan, / casada soy, que no viuda» (El Romancero viejo, Madrid 141991, 61).
134. Así ha sido considerado por parte de P. Prigent, L ’Apocalypse de saint Jean, 327: «Para la visión del bajo-judaismo hay que referirse sobre todo a la visión de 4 Esdras 10».
Interpretación teológica 2 65
consoladamente la pérdida de su hijo, muerto en la noche de bodas. Durante la visión apocalíptica desaparece de improviso la mujer y, en su lugar, se levanta una ciudad de gran esplendor y magnitud. Los pasajes anteriormente citados de Ap están influenciados por los profetas, extrañamente puede aplicársele, en estos casos, una dependencia directa de los escritos apocalípticos. Y ello debido a una doble razón. En 4 Esdras 10, 27 se habla de una madre, no de esposa; por otra parte, la visión es de duelo, lo que contrasta con la escena de triunfo y alegría presente en Ap 19, 9; 21, 2.9.
La imagen de unos desposorios entre el Mesías y Jerusalén (que asumiría la figura simbólica de mujer, para que pueda verificarse dicho matrimonio sacro) no está atestiguada en el judaismo, a pesar de que incluso los tiempos mesiánicos han sido frecuentemente descritos com o unas nupcias135.
En el segundo fragmento (Ap 21, 9-10), se dice rotundamente que la prometida o novia ya se ha convertido en esposa. Ha pasado el tiempo de la purificación, de la larga espera; ya ha sido preparada por D ios. Para dar énfasis a esta fuerza transformadora de D ios aparecen dos verbos en pasiva. El primero, «preparada» (ijxoifiao^iévTiv), y el segundo, «adornada» (xexoo|.iévT]v). Ambos están en participio de perfecto, de donde resulta que la acción de Dios operada en la Iglesia tiene una validez perfecta en cuanto a la dignidad de esa preparación, y en cuanto a su duración eterna, que no conocerá en el rostro de la Iglesia las arrugas del tiempo.
En este pasaje la visión de la esposa no está del todo perfilada. Juan contempla sin nitidez plena y su escritura delata una cierta generalización. No dice claramente la esposa, sino «com o esposa» (65 vi)|.i(pr|v). Tampoco precisa de quién es esposa; añade vagamente —y tal añadido es obvio, redundante—, «para su esposo» (t<I> ocvSqí).
El último pasaje (Ap 21, 9-10) sacará al lector de su estado de imprecisa perplejidad; pues manifiesta que la prometida es ya la esposa del Cordero. A través de referencias veladas o pleonásticas, se llega por fin a contemplar la realidad íntima de la Iglesia: ser la esposa del Cordero. A él le pertenece y a su único esposo, Cristo, está consagrada. Su belleza consiste en ser la esposa digna, sin tacha, del Cordero; la esposa que Cristo se ha adquirido con el sacrificio de su sangre y al precio de su amor generoso.
135. Cf. H. L. Strack-P. Billerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch I, 517-518; M. Bogaert, Les Apocalypses contemporaines, en J. Lam- brecht (ed.), L ’Apocalypse johannique et VApocalyptique dans le Nouveau Testament, Gembloux 1980, 65.
266 La nueva Jerusalén
Esta cadena simbólica, entretejida de menciones nupciales y alusiones esponsalicias (toda una secuencia lexicográfica, que habla de «bodas», «vestido de bodas», «preparación», «prometida», «esposa»), posee cabalmente un sentido eclesial, no es vana guirnalda de hermosas metáforas. La nueva Jerusalén, de la que Juan está hablando, ciudad construida con gran profusión de piedras y de medidas colosales, no se encierra en la frialdad de sus muros o se com place en el virtuosismo de su pedrería. Es una ciudad no hecha sólo con piedras preciosas, sino que alberga en su interior sentimientos. Es una ciudad, donde habitan personas, que se saben amadas por Cristo, y responden asimism o con la fidelidad de su amor; tal com o acontece en una relación esponsalicia.
Resulta revelador, en este momento de nuestra indagación del símbolo nupcial, rescatar del olvido —ningún autor lo destaca— un precioso paralelismo.
Se trata de una novela piadosa judía, llamada «José y Asenet», que narra los amores y boda entre dos protagonistas enfrentados por sus respectivas creencias: un judío (José) y una mujer egipcia (A senet)136. Fue escrita hacia el final del primer siglo de nuestra era, por tanto, contemporánea del A p117; e incluso —se ha conjeturado no sin fundamento—, está provista de interpolaciones cristianas138. Este escrito muestra llamativamente, aun a despecho del sentir de la época, un espíritu no de cerrazón, sino de apertura a otros pueblos y mentalidades —acorde con la teología profunda de Ap—; y celebra la grandeza de la conversión a la fe139. Además, como toda gran obra literaria que de ello se precia, se sustenta de caracteres paradigmáticos, ejemplares; los personajes son proclives
136. Cf. M. Philonenko, Joseph et Aséneth. introduction. Texte critique. Traduc- tion et Notes, Leiden 1968. El autor propone, en su monumental estudio filológico, enriquecido con abundantes paralelos en la literatura religiosa helenista, este título: Confesión y p legaria de Asenet, la hija del sacerdote Pentefrés.
137. Se insiste en la coetaneidad de estos escritos, debido a la similitud entre el banquete de purificación y la sorprendente semejanza de algunos párrafos. Cf. K. G. Kuhn, The Lord’s Super ant the Communal Meal at Qumram, en K. Stendahl, The Scrolls ant the New Testament, London 1958, 76.
138. Así lo ha defendido T. Holtz, Christliche Interpolationen in Joseph und Ase- neth: NTS 14 (1967-1968) 482-497.
139. Cf. M. Pérez Fernández, La apertura a los gentiles en el judaismo intertestamentario: EstBib 43 (1983) 93-98. El autor reivindica estos dos aspectos fudamenta- les de la obra: la conversión y la apertura: «La concepción clave que sostiene toda la novela es la referida a la conversión... Importa aquí la actitud de apertura, de ofrecimiento absolutamente abierto. La Alianza está comprometida no en términos de separación, la elección no es exclusiva, el pueblo de los hijos de Dios no está cerrado» (ibid., 93-94).
Interpretación teológica 267
de ser contemplados a la luz de otra dimensión trascendente, que va allende las apariencias contingentes que se pormenorizan en la historia concreta140. Aunque Asenet es la prometida de José, sin em bargo, ella —com o tipo representativo de todo un pueblo, fiel a la Alianza— se adorna «como novia de D ios» (4, 2).
Acudiendo al simbolismo que nos interesa, se recuerda que la prometida de José, Asenet, se prepara para el banquete con su prometido. El acto de vestirse «reviste» toda una secuencia narrativa, llena de colorido y dinamismo; un parsimonioso ceremonial de belleza se despliega ante los ojos del lector. Hay que notar cómo se insiste en la profusión de perlas preciosas. Desde aquí puede entenderse mejor, según la mentalidad judía/oriental de la época, el paso de esposa a ciudad; lo mismo que una esposa se adorna con joyas, la nueva Jerusalén —que es en su realidad sustancial más plena la esposa del Cordero— también se engalana profusamente con las mejores piedras preciosas. Hay que añadir que no se trata de un gesto de simulacro, de un pagano y externo adorno esteticista. A senet aparece —no olvidar este registro que esclarece la visión de la nueva Jerusalén com o esposa— revistiéndose con sus más preciadas joyas, su rostro destella en belleza com o el refulgir de un diamante, porque va a encontrarse con su prometido —clara premonición esponsalicia— y porque ya se ha convertido al amor y al Dios verdadero.
Asenet llamó al m ayordom o y le ordenó:— Prepárame un buen banquete, porque José, el fuerte de Dios viene hoy a nuestra casa.Entró A senet en su alcoba, abrió su cofre y sacó su traje, el primero, brillante como un relám pago, y se lo puso. Se ciñó un cinturón refulgente, regio, hecho con piedras preciosas. C olocó alrededor de sus manos unas pulseras de oro y en sus piernas unos calzones dorados, y un preciado collar en su cuello, y en torno a su cabeza una corona de oro, en cuya parte delantera había piedras de gran valor (18, 2-5)141.
Descodificado el simbolismo nupcial en los tres pasajes apocalípticos reseñados (19, 7-8; 21, 2; 21, 9-10), quiere decirse que la nueva Jerusalén es una personalidad corporativa —«una esposa»— o
140. Para encontrar los más diversos referentes en su aplicación simbólica, cf. P. Riessler, Joseph und Aseneth. Eine altjiidische Erzáhlung: ThQ 103 (1922) 1-22; 145- 183.
141. José y Asenet (traducción por R. Martínez-A. Pinero), en A. Diez Macho (ed.), Apócrifos del antiguo testamento III, Madrid 1982, 227.
268 La nueva Jerusalén
una asamblea que está compuesta de personas, que viven para el amor. La esposa es palabra transida de profundo y entrañable simbolism o a lo largo de toda la revelación bíblica, tanto en el antiguo142 com o en el nuevo testamento, designando respectivamente a la comunidad de Israel y a la Iglesia de Cristo.
Las «nupcias sagradas» (ycqiog) en donde el M esías aparece co mo «esposo» (aunque Ap no utiliza esta palabra referida a Cristo) aparecen principalmente en estos pasajes del nuevo testamento: Mt 22, 1-13; 25, 1-3 (cf. Me 2, 19-20 y par); Jn 3, 29; 2 Cor 11, 2; Ef5, 2 2 143.
La «esposa» designa al pueblo de D ios, situado en la órbita amorosa de la alianza divina, y que en la plenitud de la revelación se convertirá ya en la «esposa de Cristo», quien la desposará dando la vida por ella. Con palabras inspiradas en Ap el concilio Vaticano II ha descrito la situación presente de la Iglesia:
Cam inando la Iglesia a través de la desgracia y la tribulación, se ve confortada con el poder de la gracia de Dios, que le prom etió el Señor, para que en la debilidad de la carne no desfallezca de la fidelidad perfecta, sino que perm anezca como una esposa fiel a su Señor, para que movida por el Espíritu santo nunca deje de renovarse, hasta que por la cruz llegue a la luz sin ocaso144.
La esposa del Ap, a saber, la comunidad cristiana, vive en situación de nupcias, en ese trance indecible que se refiere a un amor personal y que busca una respuesta de fidelidad a su Señor. Está desposada con un solo esposo, el Cordero. Y este esposo es Cristo, quien vive solícito para colmar las ansias de su esposa. La Iglesia se sabe amada cada día por Cristo145. Por eso lo invoca de esta manera: «Al que nos ama y nos ha liberado con su sangre de nuestros
142. Cf. V. Dellagiacoma, Israele, Sposa di Dio, Roma 1956; A. Ncher, Le sym- bolysme conjugal, expression de l'histoire dans l'AT: RHPR 34 (1954) 30-49; R. M. Serra, Ensayo de estudio de la terminología hebrea del amor de Dios en el libro del Deuteronomio y en los profetas Amos, Oseas Isaías, Jeremías y Ezequiel, Roma 1977.
143. Cf. H. A. A. Kennedy, The New Testament Metaphor o f the Messianic Bridal. ExpTim 11 (1916) 106-118; C. Chavasse, The Bride o f Christ. An Enquiry into the Nuptial Element in Early Christianity, London 1940; J. Comblin, L'Homme retrouvé: la rencontre d e l’époux et d e l’épouse: AssSeg 29 (1970) 39-42; R. Batey, New Testament Nuptial Imagery, Leiden 1971.
144. Lumen gentium, II, 9.145. Debido a la fuerza del participo de presente «que nos ama» (xw áyajTCÓVTt
Tifiag), en contraste con los otros verbos adyacentes, conjugados en tiempos del pasado, aoristo: «nos ha liberado» (XúoavTi fp a g ), «nos ha hecho» (éjt0ir|08v f|¡iág). Cf. más abajo el texto completo.
Interpretación teológica 269
pecados» (Ap 1, 5 )146. El Ap, com o libro que registra una historia de amor entre Cristo y la Iglesia, cuenta cóm o ésta se ha ido purificando mediante la escucha atenta de la palabra de su Señor (2-3), el compartir de las grandes tribulaciones (7), y la participación en su testimonio (11). A lo largo de esta aventura apocalíptica, la co munidad cristiana no ha desfallecido en su amor primero, a excepción de algunos de sus miembros, que prefirieron los amoríos de la gran cortesana (17) y los hechizos de Babilonia (18). Hacia el final de la historia desea vivamente el encuentro con su Señor. La Iglesia no puede olvidar que su Señor la ha rescatado, la ha adquirido para sí y la ha hecho digna, dando la vida por ella. Cristo, el esposo de la Iglesia, es el Cordero degollado (5, 6 .12). Su amor por ella se ha evidenciado mediante la ofrenda de su sangre derramada; «la ha comprado con su sangre» (5, 9). Por ello, la Iglesia recuerda que las bodas que va a celebrar son, en su más genuino sentido, «bodas de sangre». Ante tanto amor de su Señor, la Iglesia no quiere sino unirse con él. D e ahí el grito vehemente que la Iglesia, llena ya del Espíritu, al unísono con él, incesantemente, le dirige. «El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven!» (22, 17)147.
No olvidem os en este contexto esponsalicio, dibujar un detalle final. Como contempla la Iglesia peregrina a la nueva Jerusalén —para acrecentar su esperanza—, de igual modo mira a María, la Virgen Inmaculada, llena de gracia, uno de sus miembros —y al mismo tiempo—, su modelo de consagración y de glorificación, plenitud de alianza personal entre D ios y la humanidad:
En la santísim a Virgen la Iglesia ya ha alcanzado esa perfección, por lo cual ella existe sin mancha ni arruga148.
12. La nueva Jerusalén y la universalidad de la salvaciónAp insiste de manera martilleante en la universalidad de la sal
vación. No se cansa de repetirlo, no abdica de este énfasis, y lo acentúa especialmente en los últimos capítulos. La nueva Jerusalén está formada por todas las naciones; constituye no sólo la plenitud
146. También se admite la lectura de ^oúaavTi «nos ha lavado», cuya versión, atestiguada por P y algunos unciales, añadiría un matiz de preparación en este simbolismo nupcial.
147. Para la significación de la esposa, como personificación del pueblo (AT) e Iglesia (NT), y especialmente en el Ap, cf. F. Contreras, El Espíritu en el libro del Apocalipsis, 150-169; U. Vanni, L ’Apocalisse. Ermeneutica, esegesi, teología, 382.
148. Lumen gentium, VIII, 65.
270 La nueva Jerusalén
de la Iglesia, sino la esperanza de la íntegra humanidad. Ya se ha visto, incluso con pormenorizada atención pues este te m a capital así lo requería, cada uno de los pasajes que hablan de la un iversalidad. Ahora nos esmeramos en ofrecer con sobriedad u n a síntesis recapituladora.
La voz autorizada, justamente la que emerge del tron o , declara ante la aparición de la nueva Jerusalén: «He aquí la m orada de Dios con los hombres y morará entre ellos» (Ap 21, 3a). Esta m orada o tienda, que antaño Dios puso entre su pueblo elegido, ahora se planta «en medio de los hombres» (fiera t ü j v ávfrQCüjtojv). La declaración se toma más reveladora, adquiere vuelos de m a yor amplitud, cuando reparamos en la construcción lex icográfica utilizada en Ap 21, 3. El vocablo «hombres» (áv§QWJioi), aquí em pleado con plena conciencia, designa en Ap no a una porción o resto, sino a toda la humanidad. Esta equivalencia puede verificarse leyendo los siguientes pasajes: 8, 11; 9, 6; 10, 15.18.20; 1 3 , 13; 14, 4; 16, 8.9.21.
Además, aun a conciencia de estar resquebrajando el u so habitual del lenguaje bíblico, sancionado por los escritos d e l antiguo testamento, respecto a las formulaciones de la alianza, A p insiste en que el referente no es ya un solo pueblo, sino los p u eb los, todos los pueblos.
Utiliza un lenguaje desconcertante: «Y ellos serán su s pueblos, y él mismo, D ios con ellos, será su D ios (Ap 21, 3b). Y a estudiamos la complejidad de este retorcido hemistiquio y pudim os ex traer las enormes consecuencias de su contenido sa lv ílico . Ap no emplea, en la nueva designación de la alianza, el plural «naciones» (eftvri), que aparece con frecuencia en el libro (2, 26; 11, 1 8; 12, 5; 14, 8; 15, 3-4; 18, 3.23; 19, 15; 20, 3), sino el término técn ico que la Biblia adopta para señalar el pueblo elegido, «pueblo» (X aóg\ cf. Ez 37, 27) y éste, aun en contra del em pleo sacro de la alianza, lo declina en plural: no es ya un «pueblo» (Xaóg), sino los «pueblos» ()taoí). Así, de manera harto escandalosa, Ap sigue rom piendo toda la inercia del tiempo y del uso de la formulación b íb lica . El mensaje de Ap quiere ser diáfano: la alianza de D ios, que antaño se reservaba para un solo pueblo, se extiende ya a todos pueblos, abrazándolos en el misterio universal de su elección d iv in a . Ahora todas las naciones de la tierra participan en los priv ileg ios del antiguo pueblo; quedan convertidas en el genuino pueblo/s d e D ios149.
149. Cf. R. Bauckham, The Theology ofthe Book o f Revelation, Cambridge 1993,137.
Interpretación teológica 271
En la nueva Jerusalén converge el verdadero Israel. Están inscritos los nombres de las doce tribus (2 1 , 1 2 ) y, asimismo, los nombres de los doce apóstoles del Cordero (21, 14). También se ha visto cóm o en la descripción de la ciudad, abunda la mención de la c ifra doce y los múltiplos aritméticos del número doce: la nueva Jerusalén tiene doce puertas (Ap 21, 12-13); sus cimientos están hechos de doce piedras preciosas (Ap 21, 19-21); su muralla mide ciento cuarenta y cuatro codos (Ap 21, 17). Esta frecuencia cuantitativa resulta elocuente desde su simbolismo apocalíptico. Pretende evidenciar que el designio de la salvación, hecho posible por la existencia del pueblo de Israel y la Iglesia, plenamente culmina en la nueva Jerusalén.
Esta posee una larga historia, saturada con la mejor aportación del antiguo y del nuevo testamento, que aquí se realiza. A saber, sus cimientos son muy hondos; no es una ciudad edificada de manera improvisada sobre una tierra de nadie; su origen se remonta a muy lejos, viene desde el inicio de la historia de la salvación, que ha ido madurando hasta hacer realidad el proyecto de construcción de D ios sobre este mundo: que se levanten los inquebrantables muros de la ciudad de D ios y de los hombres.
Pero —aquí reside otra novedad radical, expresada en Ap 21, 24- 26— no es la nueva Jerusalén una ciudad cerrada dentro de sus murallas sino abierta por los flancos de sus doce puertas. Y estas puertas —apunta el texto— «no cerrarán, pues allí no habrá noche» (Ap 21, 25; expresión que aparece en el contexto referido a las naciones). Todas las naciones suben a ella y forman parte de sus habitantes legítimos; llevan «la gloria y el honor» (6óí;av x á i tijiiiv; 21, 26). El privilegio de ser ciudadanos de derecho (jtoXÍTEU^a) en la nueva Jerusalén, es compartido por todos los pueblos.
Esta procesión universal forma un doble contraste, según señala Ap 21, 24-26, que no quiere que nos acostumbremos al uso convencional del lenguaje, aunque sea de tipo religioso o bíblico. Primero corrige a su fuente inspirativa, el profeta Isaías, que hablaba de un tributo de vasallaje de las naciones (60, 5-10). A p precisa que las naciones ahora entran por las puertas en la ciudad con el m ismo derecho que los cristianos fieles (Ap 2, 14). En segundo lugar, se señala un antagonismo con Babilonia, la que explotaba a otros pueblos mediante un sistema comercial corrompido (18, 11-14). Jerusalén es ya ahora un centro de convivencia, no una ciudad de mercado.
Se trata del cumplimiento de la historia universal. El aniquilamiento de las naciones narrada en los capítulos 19 y 20 de Ap, pro
272 La nueva Jerusalén
baba la separación absoluta entre el mundo antiguo y el mundo nuevo. La peregrinación de las naciones muestra en todo su esplendor la reunión universal en la nueva Jerusalén150.
Las naciones, según la óptica de Ap, ofrecen lo mejor que tienen, y reconocen que esta «gloria y honor» pertenece a Dios. A sí queda reflejado en el uso que Ap hace de este binomio, cuya presencia se ubica en las doxologías que tributa la asamblea litúrgica. Los cuatro vivientes y los veinticuatro ancianos adoran a D ios, sentado sobre el trono, y le aclaman, pues es digno de recibir la «gloria y el honor» (4, í 1). Miríadas de ángeles aclaman al Cordero, pues es digno de recibir «el honor y la gloria» (5, 12.13). Todos los ángeles se postran delante del trono y adoran a Dios, pues a él co rresponde «la gloria y el poder» (7, 12). Mediante esta lectura es- clarecedora del libro, puede afirmarse que las naciones todas de la tierra —he aquí otro privilegio de suprema categoría— pueden participar también en culto que la asamblea del cielo tributa a Dios y al Cordero.
La nueva Jerusalén no sólo es plenitud de la Iglesia, sino también es la esperanza de la humanidad. «Las naciones», a saber, toda la humanidad trac todo aquello que ante Dios es una gloria permanente. Es justamente lo que Pablo, mediante un lenguaje moral habitual en su tiempo, alaba com o una conducta digna:
Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de am able, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta (Flp 4, 8).
Y añade el apóstol que se ponga por obra (v. 9). El concilio Vaticano II ha hecho un comentario digno de ser tenido en cuenta:
Todos estos frutos de nuestra naturaleza y de nuestra diligencia, tras haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y según su mandato, los encontrarem os después de nuevo, limpios de toda mancha, ilum inados y transfigurados cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal151.
Todo este esfuerzo de la humanidad que fructifica en un cúmulo de valores, relativos a la verdad, convivencia, justicia... no se los tragará una tierra inmisericorde. El generoso trabajo del amor,
150. Cf. J. Comblin, La liturgie de la Nouvelle Jerusalem, 16; Ch. Brütsch, La clarté de l ’Apocalypse, 371.
151. Gaudium et spes, 39, 3.
Interpretación teológica 273
amasado con tribulaciones y lágrimas, siempre resulta fecundo; no perecerá jamás, lisia persistencia inmortal de cuanto es noble, y con nobleza se hace, cuya práctica inculcaba el apóstol Pablo a sus cristianos y que certifica el concilio Vaticano II, se encuentra asimismo registrado en el Ap, aunque con el revestimiento del símbolo apocalíptico. El libro asegura que los cristianos que mueren en el Señor serán dichosos, cesarán de sus fatigas; y sus obras, a saber, cuanto han hecho de bueno y noble, de paciente y testimoniante (cf. contexto próximo: Ap 14, 12) no se perderán en la más vana esterilidad. «Sus obras —asegura la voz del Espíritu— les acompañan» (Ap 14, 13). Asimismo las obras justas de los cristianos constituyen el vestido de la esposa del Cordero: «Su esposa se ha preparado, se le ha concedido vestirse de lino, resplandeciente y puro. Este lino son las buenas acciones de los santos» (Ap 19, 7-8). Nosotros ya conocem os esta metamorfosis de la imagen de la esposa convertida en ciudad. Quiere decirse que la Iglesia consumada, com o esposa resplandeciente que es, se reviste de las buenas obras de los cristianos; o que la nueva Jerusalén, com o ciudad perfecta, se edifica con los materiales de las buenas acciones, hechas en conformidad con las obras de Cristo.
El mismo Jesús invitaba a poner los tesoros no en la tierra, sino en el cielo, en donde ni la herrumbre los corroe ni los ladrones lo socavan (Mt 6, 19-20). Los tesoros son las obras que se «hacen» —insistencia mateana en la terminología de la praxis— en el diario servicio del amor, tal com o alaba Jesús (Mt 25, 31-46) y requisito indispensable para entrar en el Reino preparado desde la creación del mundo (Mt 25, 33), a saber, en la nueva Jerusalén.
También se ha visto que el proverbial árbol de la vida, exclusividad reservada para un solo pueblo elegido (Ez 47, 9), es ahora —de nuevo una corrección que Ap opera en sus m odelos configura- dores— otorgado a las naciones (22, 2). Quiere mostrar que la salvación —«la curación» dice Ap— llega a todas las naciones. Se cumple la culminación de un proceso, que el libro ha ido paulatinamente señalando al referirse a la conversión de las naciones: 11, 13; 14, 14-16; 15, 4.
La gloria de la nueva Jerusalén es verdaderamente universal, y las naciones en ella encuentran la meta de su peregrinación y su sustento; se alimentan del árbol de la vida (Ap 22, 3 )152.
152. Cf. interesantes reflexiones en W. Thiising, Studien zur neutestamentlichen Theologie, Tübingen 1995, 163-168.
EPILOGOLa nueva Jerusalén, la ciudad de los sueños de Dios
Empleamos la palabra sueño en su más honda acepción. No es vana ensoñación, una quimera, un em beleco, sino la aspiración creadora, el anhelo genuino que nunca se rinde y con ansias porfía siempre por algo mejor, el dinamismo eficaz que da alas al esfuerzo y hace caminar la historia de la humanidad1. El sueño resulta, aquí, sinónimo coincidente con la utopía: el motor de la historia, capaz de alumbrar una nueva sociedad. Aceptamos la etimología de la palabra utopía cuyo significado correcto no es «lo que no tiene lugar» (oü-TÓJTog)2, algo irreal, sino más bien, «el lugar de la suprema dicha» (eíi-TÓJtog), el espacio gratificante y com pleto, la meta en donde la humanidad alcanza la plenitud de sus aspiraciones-. Con justicia puede reivindicarse la presencia de la nueva Je- rusalén con el rango de constituir egregiamente la utopía de la Iglesia y de la humanidad.
Como D ios ha hablado por medio de los profetas y especial mente de su Hijo (Heb 1, 1-2), asimismo ha manifestado algunas veces y de forma cimera su mejor sueño, a través de los sueños de los profetas y de su Hijo.
Con la presencia de la nueva Jerusalén se cumple el sueño de los profetas, que ya oteara Isaías:
1. El sueño concebido con los componentes de anticipación previsora y de palanca impulsora de actos que tienden hacia el logro del objeto forjado, es propio de la psicología de C. C. Jung. En cambio, para S. Freud el sueño se aloja en el pasado, no en el porvenir, como un reducto de la libido. Cf. J. Jacobi, La psicología de C. C. Jung, Madrid 1963, 114-138.
2. Cf. K. Mannheim, Ideología y utopía, Madrid 1966.3. Cf. J. M.a Castillo, Las siete palabras de..., Madrid 1996. El autor menciona
la séptima palabra «utopía», y certeramente la describe y evalúa (pp. 119-132). Para una profundización del concepto, cf. el indispensable libro de A. Neusüss, Utopia, Barcelona 1971. También J. A. Gimbernat, Utopía, en C. Floristán-J. J. Tamayo (eds.), Conceptos fundamentales de pastoral, Madrid 1883, 1015-1022.
276 La nueva Jerusalén
Al final de los tiem pos estará firme el monte de la casa del Señor, en la cim a de los montes, encumbrado sobre las montañas. Hacia él confluirán todas las naciones, cam inarán pueblos numerosos. Dirán: Venid, subam os al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob: El nos instruirá en sus caminos y m archarem os por sus sendas; porque de Sión saldrá la ley, de Jerusalén, la palabra del Señor (Is 2, 2-3).
Reside en Jerusalén una doble fuerza cordial. D e sístole: las naciones suben atraídas a la santa ciudad, com o arrastradas, casi imantadas por ella; y también de diástole expansivo, porque de Jerusalén brota y se extiende la ley, la palabra del Señor (v. 3b). Hay que subrayar que esta peregrinación cósm ica a Jerusalén no se realiza —com o era habitual costumbre antaño— en plan de guerra, sino en son de paz; pues una era de desarme universal invade a toda la tierra. El profeta mediante símbolos elementales ha detectado un asombroso trueque: los instrumentos crueles de la guerra se mudan en eficaces utensilios de labranza, a fin de cultivar la paz y el bienestar: «De las espadas forjarán arados, de las lanzas podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra» (v. 4). El profeta otea una situación de paz universal, paradisíaca, en donde el mal hasta ahora reinante quedará deslegitimado por la fuerza instauradora del bien, ahora convertido en el más puro instinto que renueva la condición de todos los seres, hombres y animales:
Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tum bará con el cabrito... el niño jugará con la hura dei áspid... No harán daño ni estrago por todo mi monte santo (Is 11, 6.8-9).
El sueño de Isaías es retomado, mucho tiempo después, por uno de los últimos profetas escritores para indicar, a modo de inclusión semítica, que este proyecto de salvación universal —todos los pueblos habitando en una tierra en paz— constituye sin duda el corazón del mensaje profético.
Y sucederá al fin de los tiempos que la montaña de la casa del Señor se consolidará com o la más alta de las m ontañas, y se elevará sobre las colinas, y se apresurarán a ella todas las gentes y las naciones vendrán diciendo: ‘Venid, subamos a la montaña del Señor, a la casa del D ios de Jacob’ (M iq 4, 1-2).
¿Acaso no era un sueño el cántico de los ángeles, que en la noche de la navidad, recién nacido el Salvador del mundo, deseaban
Epílogo 277
que la gloria de D ios en el cielo se colmara con una invasión de paz sobre la tierra? (cf. Le 2, 14). Para una humanidad, tanto tiempo cainita, envuelta en una incesante guerra fratricida, la irrupción de la nueva Jerusalén colma su sueño: la paz.
Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y superará todos los deseos de paz que se levantan en los corazones de los hom bres4.
El sueño de Jesús llega a su término. El deseaba ardientemente una salvación universal. Por ello predicó la palabra de Dios, hizo milagros, derramó su sangre por todos (cf. Le 22, 20; preferencia lucana en el «todos» que, por nuestra parte, también recalcamos en estos párrafos recapituladores, con la intención de que nos martilleen con obstinada insistencia, y nos devuelvan el logrado mensaje de la universalidad) y extendió sus brazos en la cruz. Quería reconciliar y reunir a todos los hombres en un abrazo fraterno, para que todos se sentaran, con la dignidad de hijos y con la confianza de hermanos, en la misma mesa, en el banquete que el Padre a todos ofrecía:
Y os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán a la m esa con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos (Mt 8, 11; cf. Le 13, 29).
El sueño de la Iglesia —la Iglesia misionera5— aquí se cumple, conforme al mandato recibido por parte del Señor:
Id y enseñad a ‘todas las naciones’ (icáv ta xa edvT); M t 28, 19).Se anticipa felizmente —igual que ocurre en los mejores sue
ños— el tiempo de la tarea encomendada por el Señor. La siembra coincide con la cosecha (Jn 4, 35-38). Estas naciones —que son «to
4. Gaudium et spes, 39, 1.5. Cuando redactaba estas páginas tuve la suerte inmensa de encontrarme con
un libro (acaso su mejor testamento espiritual) del malogrado J. L. Ruiz de la Peña, donde en un alarde de clarividencia aventura cómo será el perfil de la Iglesia superviviente, con qué rostro va a comparecer ante el mundo del siglo XXI. Entre sus notas esenciales, la Iglesia debe concentrarse en lo que le es más propio, tiene que presentarse ante todo como una «comunidad misionera», pues ya está padeciendo de un d éficit de dinamismo misionero. La Iglesia no existe por ella misma ni para ella misma; tiene una tarea urgente que realizar, ser testimonio de Dios y de Cristo. «Por tanto, una Iglesia que planea en vuelo rasante sobre el sancta sanctorum, sin osar asomarse al atrio de los gentiles, deja de ser lo único que debe ser: signo de salvación (Crisis y apología de la fe. Evangelio y nuevo milenio, Santander 1995, 335).
278 La nueva Jerusalén
das las naciones ( tá eftvr]) y pueblos de la tierra», conforme enfatizan los pasajes de Ap 21, 24.26— ya vienen para ser evangelizadas, y se postran ante el Señor.
Se trata de la Iglesia misionera o de la epifanía de la luz. Esta radiante imagen de la nueva Jerusalén, recogida en las últimas páginas de la Biblia escrita, se encuentra insinuada en las primeras páginas del evangelio, a saber, en el relato de los magos (Mt 2, 1- 12)6. La escena es todo un símbolo de la peregrinación de las naciones, que buscan en la nueva Jerusalén la luz. Los magos buscan también, siguiendo la estela luminosa de una estrella, la luz mesiá- nica. Esta estrella, símbolo de designación regia, se posa encima de donde está el niño. En Jesús, un niño con su Madre, encuentran la luz; a él en persona lo reconocen y lo adoran como Señor, le ofrecen sus más preciosos dones: oro, incienso y mirra, los propios para un rey soberano. Ahora esta adoración de los magos se realiza a escala universal y con validez para todos los tiempos; las naciones siguen buscando la luz de la vida.
No vige ya aquella imagen eclesial de un grupo ensimismado, silenciado y pusilánime, «con las puertas cerradas» por miedo a los judíos (Jn 20, 19), sino la Iglesia de pentecostés, henchida de la fuerza del Espíritu, la que habla, abiertas sus puertas de par en par, a todos los pueblos de la tierra en una misma lengua (Hech 2, 1- 12). Pentecostés es asimismo imagen de la nueva Jerusalén; pues en la ciudad se reúnen de nuevo todos los pueblos de la tierra, y no sólo los judíos piadosos7.
La nueva Jerusalén es la Iglesia misionera, que ya ha cumplido su tarea: la que abre pacíficamente sus puertas para que el mundo entero contemple la luz que la ilumina: la viva presencia de D ios y de Cristo.
Se realiza el sueño del Ap, aquella alabanza a Dios, que entonaron los vencedores de la Bestia, quienes atravesaron a pie el mar de las tribulaciones, cantan al unísono el canto de M oisés y del Cordero; y reconocen el señorío universal de Dios:
Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente... porque tú solo eres santo, porque vendrán todas las naciones y se postrarán en tu acatamiento (Ap 15, 3.4).
6 . Cf. P. Prigent, L ’Apocalypse de saint Jean, 343; j. M. González Ruiz, Apocalipsis de Juan, 193.
7. Así ha sido puesto de manifiesto. Cf. V. Fusco, Effusione dello Spirito e ra- duno dell'lsraele disperso, en Gerusalemme, Atti della XXVI Settimana bíblica, Bres- cia 1982, 201-218.
Epílogo 279
El particularismo se ha acabado. Lo que antaño era prerrogativa intocable de una minoría, un reducto sacro, un pueblo elegido, una condición social... ha sido invalidado por la superación de un derecho, que Cristo propicia para todos.
Antes sólo los sacerdotes podían estar en el «atrio de los sacerdotes» y acercarse a D ios, ahora todos son sacerdotes y andan libremente en el templo de Dios. Antes únicamente al sumo sacerdote le era permitido entrar en el santo de los santos, un día al año, ahora todos están de continuo en el santo de los santos. Antes sólo M oisés podía ver a Dios, ahora todos contemplan el rostro de Dios, lo ven cara a cara.
El mundo entero se hace ciudadano de la nueva Jerusalén, que desborda los límites étnicos de la vieja Jerusalén: es ya la ciudad (urbis) del universo (orbe), la madre de todas las naciones.
La nueva Jerusalén, abiertas ya de par en par sus puertas, henchida en su interior por ser albergue de una peregrinación universal, se convierte de hecho en la ciudad del mundo. Tal es el sueño, dotado de amplitud universal, del concilio Vaticano II:
Entonces, como se lee en los santos Padres, todos los justos desde Adán, desde el justo Abel hasta el último elegido, serán congregados en una Iglesia universal en la casa del Padre".La Iglesia es muy consciente de que debe congregar en unión de aquel Rey, a quien han sido dadas en herencia todas las naciones (cf. Sal 2, 8) y a cuya ciudad ellas traen sus dones y tributos (cf. Sal 72, 10; Is 60, 4-7; Ap 21, 24). Este carácter de universalidad que distingue al pueblo de Dios, es un don del mismo Señor con el que la Iglesia católica tiende, eficaz y perpetuamente, a recapitular toda la humanidad, con todos sus bienes, bajo Cristo Cabeza, en la unidad de su Espíritu9.
En efecto, com o asimismo reconoce y reitera el concilio, todos los hombres están llamados a formar parte del nuevo pueblo de Dios. Existen «tres círculos de pertenencia» a la Iglesia, a saber, pertenecen o se ordenan de diversos modos a ellas, los fieles católicos, los cristianos no católicos, y todo los hombres, creyentes o no creyentes10. Se cumple, pues, el sueño de esta Iglesia, verdaderamente universal: ser desde Cristo «Luz de las naciones» y compartir con toda la humanidad «sus gozos y esperanzas»
8. Lumen gentium, I, 2.9. Ibid., I, 13.
10. Cf. para una matizada interpretación los números 14, 15 y 17, de Lumen gentium 1, que hablan respectivamente de cada uno de estos círculos.
280 La nueva Jerusalén
Pero la nueva Jerusalén es descrita también com o esposa —no sólo ciudad—. Contemplada bajo este registro simbólico, se llega asimismo a la plenitud de los sueños, entrevistos por los profetas, los salmos y el Cantar de los cantares.
Acaso en ninguna otra parte de la Biblia, creemos, se m anifiesta con tanta claridad y a tanta altura, el misterio de la Iglesia y el destino que le aguarda con su Señor, cuando ésta es dócil a la voz persuasiva del Espíritu. La Iglesia gloriosa puede ya, por fin, amar al Señor con amor de esposa, es decir, de iguales, porque dentro de ella el Espíritu es su sentir fundamental, quien al unísono, como una «sin-fonía» —o «voz compartida—, le hacer prorrumpir en la misma invocación. El Espíritu mantiene viva e intacta la consagración de la Iglesia, que significa la indisoluble unión con Cristo, co mo esposa fiel e inmaculada del Cordero. Gracias al Espíritu que la transforma, la Iglesia se reconoce delante de Cristo com o esposa, lo ama con intimidad única y cariño exclusivo. El Espíritu va conduciendo a la Iglesia a la apoteosis del encuentro definitivo con su Señor.
Hay que saber leer los últimos versos del Ap con toda la fuerza evocadora de que están impregnados, a la luz de los primeros versos de la Biblia, cuando D ios hizo el cosm os y creó, a su imagen y semejanza, el primer hombre y la primera mujer (Gén 2, 27). El sueño de D ios era hacer del mundo un hogar y de la humanidad una esposa. Este designio divino, que ha durado cuanto se prolonga la historia de la salvación con toda su larga constelación de luces entre las sombras, encuentra ahora su cumplimiento. «El Espíritu y la esposa dicen: ‘¡Ven!’» (22, 17). Y el Señor responde: «Sí, vengo pronto» (Ap 22, 20a). «Pronto» se refiere a la incidencia e intensidad positiva que la historia recibe por parte de Cristo resucitado. El tiempo se ha acortado tras su venida, y la historia, guiada por el Señor y compenetrada de la fuerza de su Espíritu, marcha irremediablemente a su fin".
Como en una antífona coral, la Iglesia confirma su fe. «¡Ven!», dice. Y el Señor asiente y asegura: «Sí, vengo pronto». Así, la Iglesia va alimentando su esperanza de que el Señor viene continua
II. «Y nos resulta entrañable tener conciencia cada vez más viva del hecho de que dentro de la acción desarrollada por la Iglesia en la historia de la salvación —que está inscrita en la historia de la humanidad— está presente y operante el Espíritu santo, aquél que con el soplo de la vida divina impregna la peregrinación terrena del hombre y hace confluir toda la creación —toda la historia— hacia su último término en el océano infinito de Dios» (Juan Pablo 11, Dominum et vivificantem, n° 64).
Epílogo 281
mente con una presencia cada vez más creciente, que se colmará en el encuentro ansiado en la nueva Jerusalén.
En la perspectiva del tercer milenio después de Cristo, mientras ‘el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús; ¡Ven!’, esta oración suya conlleva, como siempre, una dimensión escatológica destinada también a dar pleno significado a la celebración del gran jubileo. Es una oración encaminada a los destinos salvíficos hacia los cuales el Espíritu santo abre los corazones con su acción a través de toda la historia del hombre en la tierra. Pero al mismo tiempo, esta oración se orienta hacia un momento concreto de la historia, en el que se pone de relieve la ‘plenitud de los tiempos’, marcada por el año dos mil. La Iglesia desea prepararse a este jubileo por medio del Espíritu santo, así como por el Espíritu santo fue preparada la Virgen de Nazaret, en la que el Verbo se hizo carne12.
Es el Espíritu, instinto profundo de la Iglesia, quien, llenándola proféticamente, sugiere esta llamada.
La venida del Señor se apresura y se presenta com o una respuesta de amor a su esposa, que es la Iglesia ya purificada. Dios, ante la infidelidad reiterada del pueblo, había ansiado unos desposorios eternos, que ya se cumplen:
Me casaré contigo para siempre, me casaré contigo en justicia y derecho, en afecto y cariño. Me casaré contigo en fidelidad y tú conocerás al Señor (Os 2, 21-22).
Esta esposa se encuentra ya preparada por el m ism o D ios, engalanada para su esposo: es esposa sin mancha ni arruga. Quien la «construyó» (el verbo del profeta es el característico vocablo bíblico empleado para la edificación) com o ciudad y esposa, se desposará con ella para siempre, llenándose de la alegría que encuentra un marido con su esposa (cf. Is 62, 5). Esta esposa, que es también ciudad (repárese en la continua metamorfosis de la imagen), es objeto predilecto del amor de Dios: «Con amor eterno te he amado: por eso he reservado gracia para ti. Volveré a edificarte y serás reedificada» (Jer 31, 3-4). En la nueva Jerusalén (Ap 21, 2.9) tendrán lugar las bodas eternas de amor entre Dios y la Iglesia.
Se realiza egregiamente el sueño mismo de Dios. Por fin la gloria de D ios, su divina presencia —la Sekiná— halla su lugar perdurable de descanso, tras haber morado sucesivamente en el desierto, en el templo de Jerusalén y en la Iglesia peregrina.
12. Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, n° 66.
282 La nueva Jerusalén
Entonces, la gloria de Dios brillará en toda la creación, devuelta a su esplendor primero. El reino de Dios, reino de luz, de amor, de justicia y de paz, colmará y traducirá todos los anhelos y todos los deseos profundos de los hombres. «Noche ya no habrá; no tendrán necesidad de lámpara ni de luz de sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos» (Ap 22, 5)11.
D ios está aquí, en medio de la humanidad. Se cumple la alianza que D ios antaño estableció con un solo pueblo y que ahora se abre universalmente, abrazando ya a todos los pueblos de la tierra14. Su presencia es fuente perenne de inmortalidad para los hombres, quienes pueden participar ya de su misma vida divina trinitaria. Una misma comunión de vida los une y los sustenta15.
El cielo nuevo, el definitivo eón, el reino de Dios consumado, ha descendido sobre la nueva tierra. La tierra se hace ciudad habitable, y en la ciudad está el paraíso (el edén recreado). Esta ciudad es abierta, tiene doce puertas francas. Todos los pueblos entran en ella y forman parte de su ciudadanía. Las mediaciones están de más. El sacerdocio sobra. Nadie es súbdito de nadie. Todos reinan con Cristo y para siempre. Templo ya no existe. La humanidad se ve libre de las heridas del pecado, el llanto y la muerte.
La nueva Jerusalén es la ciudad que D ios ha soñado desde siem pre en su insondable designio de amor, la primorosa hechura de sus dedos, su lograda obra escatológica. Ciudad, que es congregación de hermanos, al escoger D ios de manera progresiva un pueblo, al fundar una Iglesia, cimentada sobre el antiguo y nuevo testamento, y que ahora llega a su culmen.
Puede D ios descansar, al mirar complacido, tras una larga historia de salvación, la obra reciente de sus manos. En su último acto creador, réplica del Génesis, D ios crea todo nuevo; y desde él mismo hace descender la nueva Jerusalén, que es la radiante esposa del Cordero y ciudad para vivir en comunión perenne de amor D ios y los hombres renovados: «He aquí la nueva Jerusalén». Dios
13. Cf. Conferencia episcopal francesa, Catecismo para adultos. La alianza de Dios con los hombres, Bilbao 1993, § 680, p. 339.
14. «Así, pues, la alianza que Dios, en su designio salvífico, quiso entablar con toda la humanidad, inaugurada ya con Abrahán y sellada de modo definitivo en Cristo, encontrará su consumación plena en esa comunión de amor y vida eterna de los hombres con Dios» (ibid.).
15. «La vida subsistente y verdadera es el Padre que, por el Hijo y en el Espíritu santo, derrama sobre todos sin excepción los dones celestiales. Gracias a su misericordia, nosotros también, hombres, hemos recibido la promesa indefectible de la vida eterna» (san Cirilo de Jerusalén, Catech. ill, 18, 29).
Epílogo 283
la ha hecho. Y ve Dios que es no sólo buena, sino muy buena, es decir, totalmente impregnada de su misma bondad y belleza16. Está muy bien. Amén.
Amén es el «sí» a los sueños y promesas de Dios. Cristo es designado el «Amén» de Dios (Ap 3, 14); en él todas las promesas divinas han recibido un sí categórico (2 Cor 1, 20). La nueva Jerusalén es el amén, tan gozoso cuanto recapitulador, de toda la historia de la salvación.
* * *
Al final de este libro sobre la nueva Jerusalén, esperanza de la Iglesia, nos es permitido hacer —com o miembros vivos de la com unidad cristiana y peregrina que som os— un triple acto de virtud teologal: de fe, esperanza y caridad. Este triple acto se expresa con un «yo creo, espero y amo» personal, responsable, y simultáneamente con un solidario «nosotros creemos, esperamos y am amos»17.
Admitir la existencia de la nueva Jerusalén es renovar aquel solemne compromiso, personal y también comunitario, en donde los cristianos proclámanos el símbolo de nuestra fe: «Credo in vitam venturi saeculi».
Reconocer la presencia de la nueva Jerusalén es reafirmarnos en un acto de esperanza; no resignarse a la figura de este mundo que pasa (1 Cor 7, 31) y que gime bajo la servidumbre del pecado, sino ansiar la liberación (cf. Rom 8, 21), levantar los ojos y fijarlos en la meta que aguarda a la Iglesia y a la humanidad.
Quiere Dios, mediante la visión de la nueva Jerusalén, infundir a la Iglesia una esperanza firme. Pretende darle una moral de victoria, para que no sucumba en el abatimiento derrotista, en el silencio de quien con pesadumbre piensa que ya nada tiene que decir ni hacer...; busca insuflarle un recio espíritu de ánimo, tanto más profundo cuanto más graves resulten ser las dificultades y persecuciones que la hostigan. Esta esperanza eclesial no es sueño inalcanzable, está afianzada en la palabra y victoria de Jesús, fundamento de esperanza para toda la Iglesia.
Confesar la existencia de la nueva Jerusalén es comprometerse con denuedo a fin transformar nuestra tierra y nuestra vieja huma
16. Tal es el sentido del adjetivo hebreo 3ÍB que se repite como cadencia sonora en el relato la creación, Gén 1, 10.12.18.21.25.31.
17. Cuanto profesamos no pertenece en exclusiva al ámbito privado, sino al contenido de existencia de la comunidad cristiana que somos. Cf. R. Fisichella, Ario santo: un signo de la fe que nunca se cansa de buscar, en Tertio millennio adveniente. Comentario teológico-pastoral, Salamanca 31997, 156.
284 La nueva Jerusalén
nidad, según el modelo que nos ha sido dado. La nueva Jerusalén es arquetipo que debe copiar la Iglesia: modelo de comunión, de santidad, de adoración a Dios, de ecología, de apertura universal, de empeño misionero, y de vida eterna. Todo esfuerzo solidario, aunque mínimo y escondido pero hecho con amor, pervivirá, transformado, en una tierra nueva y un cielo nuevo.
Ese sueño futuro —Dios mismo, com o anhelo indeclinable del hombre—, a veces tan distante, o sinuoso, se torna un presente sin sombras, sin la amenaza de la pesadilla insomne, del despertar angustioso. Ahora sí se cumple, transida en todo el fulgor de su verdad, la aspiración del salmista, eco fiel de la humanidad inquieta: «al despertar me saciaré de tu semblante» (cf. Sal 17, 15)IK. A contece ahora un cara a cara eterno. «Conociendo a D ios ‘cara a cara’, el hombre encuentra la absoluta plenitud del bien»'9. La humanidad ya consigue su meta: ver su rostro; y logra alcanzar la esperanza más dichosa: participar de la misma vida eterna de D ios, santísima Trinidad20.
La Iglesia peregrina, a saber, la comunidad lectora del Ap, nosotros, los cristianos de este siglo X X que agoniza, todos los hombres de buena voluntad, habitantes de nuestro mundo, vamos rumbo a la nueva Jerusalén, cuya imagen nos ha sido permitido contemplar de cerca en este libro, que ya finaliza sus líneas, pero que se abre a la esperanza. Esperamos, viviendo a la altura de nuestra fe, la ciudad inmortal de D ios y de los hombres renovados, donde, bañados en la bondad de Dios, nos saciaremos de la luz de su rostro y vivirem os com o hermanos para siempre.
El sueño de D ios, que no es sino el culmen de los sueños de la humanidad, por fin se realiza.
18. Con qué acordes de oportuna actualidad resuena en este contexto la «Oración final» de El Cristo de Velázquez., donde el poema entero alcanza su climax pletórico, y hace olvidar ambigüedades anteriores. El alma de un hombre —de todo un hombre, de carne y hueso como él solía repetir- de M. de Unamuno, prototipo de congoja que angustia el corazón humano, se abre en súplica confiada. Lo que quiere al fin es cuanto promete nuestro libro de Ap: poder contemplar a Dios, los ojos fijos en sus ojos, anegarse en el Señor. He aquí los versos postreros del libro: «Dame, / Señor, que cuando al fin vaya perdido / a salir de esta noche tenebrosa / en que soñando el corazón se acorcha, / me entre en el claro día que no acaba, / fijos mis ojos en tu blanco cuerpo, / Hijo del hombre, Humanidad completa, / en la increada luz que nunca muere; / ¡mis ojos fijos en tus ojos, Cristo, / mi mirada anegada en ti, Señor! (El Cristo de Veláz.- quez., ¡ 44- 145).
19. Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, 86.20. «La visión beatífica, en la que Dios se manifestará de modo inagotable a los
elegidos, será la fuente inmensa de felicidad, de paz y de comunión mutua» (Catecismo de la iglesia católica, Madrid 1992, § 1045, p. 244-245).
INDICE GENERAL
Preludio........................................................................................................ 11Introducción................................................................................................. 21
1. Presentación literaria de la nueva Jerusalén............................. 212. La nueva Jerusalén en la vida de la Iglesia.............................. 263. Unidad estructural-literaria de Ap 21, 1-22, 5 ........................ 29
1. El nuevo mundo (Ap 21, 1-8)............................................................. 411. Un cielo nuevo y una tierra nueva............................................. 422. La nueva Jerusalén. Historia de su nombre.............................. 493. La presencia de la nueva Jerusalén............................................ 53
a) Perspectiva del antiguo testamento........................................ 53b) Perspectiva del nuevo testamento.......................................... 56
1. Gál4, 24-26....................................................................... 562. Flp3, 2 0 .............................................................................. 573. Heb 12, 22-24.................................................................... 58
c) Perspectiva apocalíptica.......................................................... 614. Origen de la nueva Jerusalén en el Apocalipsis....................... 655. Presencia de Dios entre los hombres. Alianza universal......... 666. Superación de todo m al............................................................... 717. La creación divina de un universo nuevo................................. 76
a) La voz divina............................................................................ 77b) Creación en acto...................................................................... 78c) Garantía divina......................................................................... 81d) Realización plena..................................................................... 83e) Donación gratuita de vida....................................................... 85f) La herencia del vencedor........................................................ 87g) Abominación de conductas réprobas.................................... 91
2. La nueva Jerusalén (Ap 21, 9-27)...................................................... 991. La visión profética—en el Espíritu— de la nueva Jerusalén.. 1012. La gloria de Dios inunda la nueva Jerusalén............................ 103
286 Índice general
3. La muralla. La nueva Jerusalén, ciudad protegida................... 1064. Las puertas. La nueva Jerusalén, ciudad abierta...................... 1075. Los cimientos. La nueva Jerusalén, ciudad apostólica.............. 1106. Las medidas «desmesuradas» de la nueva Jerusalén................ 1127. El cubo y las murallas. La nueva Jerusalén, ciudad perfecta... 1178. La nueva Jerusalén, ciudad sacerdotal.................................. 1209. La nueva Jerusalén, ciudad de jaspe y de oro......................... 122
10. Los cimientos de la nueva Jerusalén. El enigma de las docepiedras preciosas............................................................................ 125a) Originalidad de la escritura del Apocalipsis.......................... 125b) Historia interpretativa................................................................ 127c) Balance ponderativo.................................................................. 135d) Interpretación bíblica................................................................. 136e) Interpretación desde el Apocalipsis......................................... 143f) La nueva Jerusalén, ciudad sacerdotal................................... 143g) La nueva Jerusalén, ciudad apostólica.................................. 145
11. Las doce puertas-perlas de la nueva Jerusalén......................... 14812. La nueva Jerusalén, ciudad que es templo.............................. 15013. La luz de Dios y del Cordero..................................................... 15614. La nueva Jerusalén, ciudad del mundo..................................... 159
3. El paraíso recreado (Ap 22, 1-5)................................... 1671. El río de agua de vida y el árbol de la vida.......................... 1692. La nueva humanidad.................................................................. 175
a) No una maldición, sino una bendición................................... 176b) Cara a cara con Dios................................................................. 177c) Plenitud de luz y de sacerdocio real....................................... 179
4. Interpretación teológica...................................................................... 1851. La nueva Jerusalén. La ciudad de Dios-Trinidad................. 186
a) Dios, «el que es, el que era y el que ha de venir».................. 1861. Dios creador........................................................................ 1872. Dios cercano....................................................................... 1893. Dios amor............................................................................ 1904. Dios Padre........................................................................... 1915. Dios de la vida.................................................................... 192
b) La nueva Jerusalén. La ciudad de Cristo, el Cordero........... 1931. El Cordero.......................................................................... 1932. El Cordero, sujeto primordial......................................... 1953. El Cordero, asociado a D ios........................................... 1964. El Cordero, unido a Dios................................................. 1975. Cristo, piedra angular de la nueva Jerusalén................. 198
a) Cristo, el consolador................................................... 201b) Cristo, novedad absoluta............................................ 201
c) Cristo, fuente de agua viva........................................ 202d) Cristo vencedor da la victoria al cristiano:
la herencia de la filiación.......................................... 203c) La nueva Jerusalén y el Espíritu........................................... 205
2. La nueva Jerusalén. Ciudad de la humanidad renovada.......... 207a) La nueva Jerusalén y la Iglesia............................................. 208
1. Continuidad entre la Iglesia y la nueva Jerusalén.......... 2132. Continuidad desde el destino de D ios............................. 2143. Continuidad desde la vida cristiana................................ 2164. Una cierta discontinuidad................................................. 217
3. La nueva Jerusalén, la ciudad de Dios y de los hombres......... 2224. La humanidad, cara a cara con Dios........................................... 2255. La nueva Jerusalén, plenitud de las bienaventuranzas............. 2346. La nueva Jerusalén. Misterio de doce piedras preciosas.......... 236
a) Iglesia sacerdotal...................................................................... 237b) Iglesia una............................. .................................................... 237c) Iglesia sin mancha................................................................... 238d) Iglesia de Cristo........................................................................ 238
7. La nueva Jerusalén. Comunidad santa........................................ 2398. La nueva Jerusalén, la perfecta ciudad ecológica...................... 2409. La nueva Jerusalén, la anti-cortesana, la anti-Babilonia.......... 242
a) La gran cortesana y la nueva Jerusalén................................ 244b) Babilonia y la ciudad de la nueva Jerusalén........................ 245
10. La nueva Jerusalén, la ciudad de los vencedores...................... 25611. La nueva Jerusalén, la esposa del Cordero................................ 26212. La nueva Jerusalén y la universalidad de la salvación............ 269
Epílogo.......................................................................................................... 275
Indice general 287
La historia de la humanidad es una larga peregrinación en busca de una ciudad en donde puedan habitar felizmente y para siempre Dios y los hombres rescatados (Heb 11). Esta meta ansiada es «la nueva Jerusalén», cuyo arquitecto es Dios, edificada sobre los cimientos de los apóstoles del Cordero, labrada por el trabajo de los hombres, la consumación del reino de Dios.En los umbrales del tercer milenio, resulta providencial ofrecer a los cristianos la visión de la nueva Jerusalén, que anima su marcha por el mundo y que constituye la razón suprema de su esperanza.En la nueva Jerusalén culmina la historia de la revelación bíblica: la nueva alianza, la derrota del mal o de la gran Babilonia, la apertura de la salvación a todos los pueblos, las bodas de Cristo y su esposa, que es la Iglesia, la visión cara a cara con Dios Padre, el triunfo definitivo del bien.El presente libro es una investigación sobre la nueva Jerusalén en su conjunto, descrita en los últimos capítulos del Apocalipsis. Se trata de un estudio pormenorizado, bíblico y teológico, realizado con los métodos de una rigurosa exége- sis. A ello se suma el logro de la claridad y belleza expositiva, pues F. Contreras ha sabido venturosamente unir sus conocimientos y sus dotes de escritor.La Iglesia debe mirar a su destino. «¡Ay de ti, Iglesia, si te olvidas de la nueva Jerusalén». Esta visión reconforta el espíritu y fortalece el compromiso cristiano. ¡Es la hora de la esperanza!
Biblioteca de Estudios Bíblicos
ISBN: 84-301-1350-9
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