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La quietud: experiencia estética del tiempo en la
construcción narrativa de la ciudad onettiana
Ruth Ángela Ortiz Nieves
Trabajo de investigación presentado como requisito para optar por el título de
Doctora en Ciencias Humanas y Sociales
Director
Doctor Fabián Adolfo Beethoven Zuleta Ruiz
Universidad Nacional de Colombia
Facultad de Ciencias Humanas y Económicas
Sede Medellín
Agosto de 2018
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La quietud: experiencia estética del tiempo en la
construcción narrativa de la ciudad onettiana
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A usted, lector querido, por abrir estas páginas llenas
de la narración de una vida breve y densa como la
suya, como la mía, como la de él; a lo mejor logren
seducirlo y mantenerlo cautivo de manera que, al
tantearlas, el murmullo de que están hechas susurre
en su piel. Esta es la escritura del “Todo viene y
pasa, pues el mundo va pasando y también su
deseo”, como acaba de decirme, una vez más, mi
madre, quien lo leyó en algún relato que buscaré, el
único, acaso, que la atrapa, el único que, quizás,
valga la pena. Querido lector, el mundo de este texto,
esperaba su mundo.
La autora
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Agradecimientos
El camino recorrido en el avance y culminación de esta tesis ha sido posible gracias a la
presencia invaluable de algunas personas que han sostenido este trasegar académico y de vida.
A mi director de tesis, profesor Beethoven Zuleta Ruiz, por sus siempre lúcidas
sugerencias, por derivarme a lecturas clave, por indicar generosamente puntos de entrada a la
escritura de al lado. Por sus tiempos de siempre, llenos de inteligencia y conocimiento que
demarcaron salidas e hicieron posible la realización y culminación de este trabajo.
A Luis Carlos, compañero escucha. Atento oidor del transcurrir de los días que
agotándose, llenaba de fuerza renovadora en la palabra inteligente y amorosa.
A mis amigos, que escuchaban atentos mis diatribas alrededor de salidas que sólo ellos
hicieron posible al abrir puertas, ventanas y postigos.
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In memoriam
Te hubieras deleitado viendo la luz de este texto. El
tiempo no alcanzó – casi nunca nos alcanza– pues la
muerte, que siempre llega a destiempo, te mantiene,
hermano, ahora dormido.
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Tabla de contenido
Presentación ......................................................................................................................... 8
Introducción ........................................................................................................................ 19
Primera Parte ...................................................................................................................... 37
Juan Carlos Onetti, tiempos de cambio ................................................................................ 37
1. Turbulencias, texto y contexto de ciudad ............................................................................... 39
2. El tiempo de Periquito el aguador, clamores de un giro literario ............................................. 53
3. Rastros de una tradición: elecciones y rupturas ..................................................................... 69
Segunda Parte ..................................................................................................................... 87
Tiempo y narración, fusiones de quietud .............................................................................. 87
4. El tiempo: una experiencia real ............................................................................................. 92
5. Narración: el lugar de la experiencia .................................................................................... 101
Tercera Parte ..................................................................................................................... 110
La vida breve, entre la condena de Sísifo y la quietud ......................................................... 110
6. Sísifo y su in-quietud eterna ................................................................................................ 117
7. Santa María, tiempo de ciudad ........................................................................................... 136
8. Brausen o la creación de vidas breves: experiencias de tiempo ............................................ 158
Conclusiones...................................................................................................................... 182
Referencias ....................................................................................................................... 195
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La literatura toma a su cargo muchos saberes (…),
ella no fija ni fetichiza a ninguno; les otorga un lugar
indirecto y este indirecto es precioso. Por un lado,
permite designar unos saberes posibles –
insospechados, incumplidos–: la literatura trabaja en
los intersticios de la ciencia, siempre retrasada o
adelantada con respecto a ella (…) la literatura no
dice que sepa de algo, sino que sabe de algo, o mejor
aún: que ella les sabe algo, que les sabe mucho sobre
los hombres. (…) a propósito del saber, la literatura
es categóricamente realista en la medida en que sólo
tiene a lo real como objeto de deseo; (…) es
obstinadamente irrealista: cree sensato el deseo de lo
imposible.
Barthes, 2011, pp. 99-101.
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Presentación
Con el título de esta tesis, “La quietud: experiencia estética del tiempo en la construcción
narrativa de la ciudad onettiana”, se asume la obra literaria como acontecimiento y, como tal, se
encuentra en situación: los textos tienen unos modos de existencia que hasta en sus formas más
sublimadas están siempre ‘enredados’ (Said, 2004, p.54) con la circunstancia, el tiempo, el lugar
y la sociedad; entreverados éstos en la dramaturgia de la vida de los hombres y de los objetos,
suspendidos en una especie de hipertexto que pone límites a la repetición de la gregariedad y
expande las emociones del cambio y la inquietud en la paradójica quietud de un movimiento
pendular que nos hace pensar que estamos vivos y somos otros. Este espacio/tiempo de la
inquietud en la quietud, la ciudad, ha sido nombrada, analizada e interpretada desde distintos
flancos del conocimiento. Entretelones, las ciudades como los hombres y como la vida, nacen y
mueren.
Ciudades. Escritas, imaginadas, invisibles, literarias; ciudades utópicas, leídas, letradas,
verdes, apocalípticas; ciudades ritualizadas, culturales, industriales, tropicales; ciudades vigiladas,
ciudades de la memoria, ciudades olvidadas, ciudades como texto, ciudades como cuerpo.
Ciudades. Habitamos en ellas, sean más grandes o más pequeñas, más o menos industrializadas,
con buenos o no tan buenos lugares para el arte, la literatura, el café, el trabajo, el ocio, la
educación, en fin, para la vida. Nos deslizamos por ellas en una suerte de constitución mutua, de
simbiosis, de conjugación permanente que nos hace sus residentes y por ellas resididos. La ciudad
puede ser considerada un espacio objetivo, concreto y de concreto e, igualmente, puede ser un
lugar creado, ficticio, hecho de palabras, de lenguaje, de imaginación y de vida. La ciudad también
está hecha de literatura. Cada ciudad tiene, incuestionablemente, un valor literario propio.
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Un amplio campo de indagación que pasa por la sociología, la antropología, el urbanismo,
la semiótica, la literatura y la filosofía, entre otras aproximaciones realizadas por las ciencias
humanas y sociales, ha propiciado terrenos de fértil producción investigativa sobre la ciudad. Así,
ha sido nombrada, concebida y explicada a la luz de diversas designaciones, entre otras, las
mencionadas en el párrafo precedente. Transitar la ciudad, deslizarse en ella para dejarse cautivar
por las percepciones derivadas del lenguaje, del espacio, de la subjetividad, supone indagar los
elementos estéticos que se logran tejer desde los artificios de la literatura a través de las imágenes
y representaciones del mundo de la vida allí creadas e imaginadas por un mecanismo de síntesis,
el lenguaje, abierto a las encrucijadas de las interpretaciones; cerrado, en el silencio de lo no-dicho,
en la suspensión del acto dramático, en la ilegibilidad de la escritura no domesticada por las
exégesis que medran sobre las superficies del avatar humano.
Afirmamos, entonces, que el decir literario atañe nuestros decires del mundo. El
reconocimiento de la existencia de otros decires que nos conciernen, hace parte de la línea de
investigación “Narrativas, Prácticas Expresivas y Estéticas”1, en la cual se enmarca esta tesis.
Una de las metas de la línea es analizar las relaciones que ligan el decir literario con el mundo,
1Esta línea de investigación ofrecida en el doctorado en Ciencias Humanas y Sociales de la Universidad
Nacional. Se propone explorar los sentidos sociales y los registros de la memoria, las identidades, el conocimiento y
la cultura representados en los textos y en las conexiones que establecen, para observar cómo aquellos relatos
recuperan aproximaciones a coyunturas y resignifican momentos de la historia y la cultura. Además, busca dar
cuenta –con fundamentos en la estética, la semiótica, los estudios de la cultura y la hermenéutica cultural y
filosófica– de fenómenos propios del mundo contemporáneo, que han transformado radicalmente el panorama de las
Ciencias Humanas y Sociales.
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complejo ejercicio que pasa por el mundo del lector puesto que el texto permanece ajeno hasta
que dicha apropiación acontece.
La raíz profundamente humana de la narrativa de Juan Carlos Onetti, concede un sentido
inédito a la realidad: la posibilidad de mantener una relación fundamentalmente distinta con el
tiempo y, por tanto, con la vida. El mundo del decir literario, el mundo del que nace y en el que
permanece la obra en los horizontes del mundo del lector, en quien la obra se hace completa,
constituyen las fusiones que conducen a reflexionar sobre las relaciones con el tiempo: las de los
personajes y seres onettianos en el interior de su universo creado, y la innegable secuela que
supone en nuestra lectura de las relaciones con el tiempo: estas, las de la nuestra
contemporaneidad. La complejidad de estas afirmaciones se irá desdoblando con el avance de
esta escritura que es, precisamente, el avance de la experiencia de lectura de la narrativa
onettiana.
Emerge, entonces, un dispositivo que ondea este diálogo: el tiempo que la obra interpela,
a saber, este, el de nuestra cotidianidad; y la experiencia que también acaece en el tiempo y hace
posible toda la operación que la narrativa de esta tesis implica; a uno y otra se dedica la segunda
parte de esta investigación que, a manera de bisagra, oscila en los horizontes propuestos en este
trabajo. Este complejo recorrido supone entender que, enredada, la obra palpita en el tiempo,
“…está en una relación compleja y provisional” con este (Steiner, 2003, p. 24), con el mundo
que interpela, con el mundo al que hace hablar dada su filiación con la realidad.
Esas otras tramas de sentido que la literatura recoge, tienen lugar en la actuación, en la
imaginación, en los sentimientos, deseos e intuiciones, en las creencias, en las diferencias, en las
tendencias, en las angustias, en los gustos, en las dudas, es decir, en el hecho mismo de estar
vivos. Estas capas de la realidad escapan a los métodos de indagación de las ciencias sociales; el
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reconocimiento de su existencia genera modos de significación que le resultan huidizos a las
prácticas objetivas pero que se acercan desde otros modos de conocimiento, desde otras
gramáticas que las hacen posibles: la narración, la ficción, la literatura los alberga, les da cabida,
los funda y refunda.
Por tanto, la ficción de la literatura resulta relevante y transformadora en relación con
este mundo real con y en el cual dialoga (Ricoeur, 2003). Relevante, en tanto presenta aspectos
ocultos, ya trazados en nuestra experiencia de praxis, y transformadora, puesto que una vida
examinada se modifica, se vuelve otra (p. 865). Esta afirmación remite a la línea de sentido
expuesta por Rama (1982, pp. 75-80) según la cual, la novela es un género objetivo. El crítico
uruguayo señala que sea cual sea el camino utilizado, la novela demarca vías de acceso a la
realidad objetiva: con la novela asistimos al enfrentamiento, al descubrimiento de lo real (Rama,
1982, p. 81).
Las afirmaciones precedentes, tanto la de Ricoeur como la de Rama, constituyen una
exigencia a los abordajes crítico literarios en tanto están llamados a desocultar de la ficción
aquello que traza nuestra experiencia de praxis, aquello que resulta esquivo a los estudios de la
realidad social y que en la narración, en cambio, parece contarse solo, pues en ella se deja
hablar a la vida (Ricoeur, 2003, p. 870), en consecuencia, escucharla es ponerse en camino
orientado por el texto.
Esa ruta, entonces, comporta un modo de saber, ficcional, que no resulta opuesto a otro
modo de saber, racional, el del mundo de los hechos; aquel permite alterar la mirada de este,
precisamente porque emerge de él, porque es él, pero de una manera no visible a los ojos de la
objetividad racional. Si bien las preguntas de uno y otro pudieran ser las mismas, sus rutas de
búsqueda de respuesta resultan, en ocasiones, excluyentes. La problematización de la sociedad y
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del hombre, halla terreno fértil en los abordajes literarios capaces de contenerlas en compleja
magnitud estética: la literatura es capaz de penetrar la condición humana; revela cosas nuevas no
necesariamente presentes en la realidad, más bien, revelando su anverso, o, al menos, un trozo de
él. Por ello la literatura crea palabras del tamaño de nuestra realidad, que, generalmente no cabe
en ellas, especialmente en las palabras positivistas.
Estas otras lógicas se alejan de la certeza de lo que se comprueba, de lo demostrable, de
lo objetivo y científico, de su evidencia inmediata verificable y se acercan al amparo de lo que se
contempla, de lo que se aprecia, de lo que se aprehende, con una visión, sí, pero no la del sentido
externo sino la de un sentido sensible, experiencial, emotivo e intelectual: la del mostrar. Es,
precisamente, ese mostrar el que llama la atención a Foucault (2005) “como encanto exótico de
otro pensamiento” (p. 1) cuando lee un texto de Borges, que desestabiliza todo lo que resulta
familiar a nuestro pensamiento, a nuestro modo de conocer y de relacionar y trastorna “todas las
superficies ordenadas y todos los planos que ajustan la abundancia de seres, provocando una
larga vacilación e inquietud en nuestra práctica milenaria de lo Mismo y lo Otro” (p. 1).
Al retomar esta vacilación emerge la pregunta por el saber que la obra alberga, por la
pretensión de verdad que contiene, por su capacidad para alterar, para modificar, en últimas para
ayudar al ser en devenir. Este interrogante halla cabida en el decir literario, pues el mundo de la
narración literaria afecta, invade, genera mutaciones, no se es el mismo al atravesarlo. La
narración es la única posibilidad de vivir cosas nuevas: me enfrento a ella, me topo con ella y mi
mundo cambia, se hace distinto, queda alterado. La narración cambia con el tiempo y con el
otro, ella también es alterada por el otro.
Con todo, no se trata, desde luego, de juzgar a la razón,
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¿Debemos juzgar a la razón? A mi modo de ver nada sería más estéril. En primer
lugar porque este ámbito nada tiene que ver con la culpabilidad o la inocencia. A
continuación porque es absurdo invocar la ‘razón’ como entidad contraria a la no
razón. Y por último porque semejante proceso nos induciría a engaño al
obligarnos a adoptar el papel arbitrario y aburrido del racionalista o del
irracionalista (Foucault, 1991, pp. 96-97).
Razón y no razón, racional e irracional, resultan, entonces, oposiciones estériles. También
lo es la oposición entre verdad y ficción, sus zonas de contacto están mediadas por la narración
que desvanece la desconfianza que la ciencia ejerce sobre la literatura como modo de
conocimiento. Si bien sus dominios son distintos, es posible acercar sus relaciones desde el
relato, esto es, desde el lenguaje, el cual no solo dice sino hace, esto es, incide, genera
mutaciones. Aquello que deviene y que delira, que atraviesa el ser mismo del lenguaje y de los
seres, es la palabra poética que el acontecimiento literario alberga. ¡Qué gran poder el de la
palabra pues puede contener la poesía!
El acontecimiento literario dice el mundo en la escritura y esta escritura busca decir sobre
aquella, la de la narrativa de Juan Carlos Onetti, por tanto, al compartir el problema de decir, lo
que me acerca a él es precisamente aquello que debe alejarme para poder decirlo. Acercamientos
y alejamientos que en ocasiones se mimetizan impidiendo “componer la trama” (Ricoeur, 2004a
p. 96) de este trabajo o, quizás, invitan a hacer parte de su composición. Narrar la experiencia de
lectura, deriva de la experiencia estética vivida en las tensiones que palpitan el acontecimiento
literario y esto “revela una segunda subjetividad, desconocida para los cientificistas: la del
investigador situado. Esta subjetividad no consiste en hacer confidencias o dar una opinión
propia, sino en saber desde dónde se habla” (Jablonka, 2016, p. 296). Ahora bien, “el artista y el
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observador hablan del mismo mundo, aunque el artista diga cosas más profundas y
sintetizadoras” (Steiner, 2003, p. 39).
Resulta oportuno presentar algunos aspectos inherentes a esta escritura que realizo, de
manera que se puntualice la idea de un investigador situado que reconoce y delimita el desde
dónde se habla, esto es, desde dónde se escribe. Algunas consideraciones.
Es innegable, como veíamos, la relación que existe entre los textos literarios y los entornos
de la vida, del mundo, de la existencia. Si bien el compromiso de la literatura es en ella y con ella
misma, no niega que emerge de la realidad y la modifica en la creación de nuevos mundos. La
obra literaria no es inocente ni neutral y resulta inadmisible considerarla exenta de cargas sociales
y culturales. Por tanto, los acercamientos a las maneras y a las formas del decir literario y sus
connotaciones, implican una escritura crítica-interpretativa sobre la escritura creadora-original
(Said, 2004, 77). En este sentido, Mabel Moraña señala que
…en un salto no mayor que el que realizó la crítica literaria en su paso de la
estilística a la socio-historia, el desafío de los nuevos tiempos exige una
revalorización del discurso literario como una de las formas simbólicas y
representacionales que se interconectan en la trama social, sin llegar a adjudicarle
por eso un privilegio epistemológico – ni a ésta ni a otras formas representacionales
que serán, a su vez, opacas, ideológicas, contradictorias, polivalentes. (2004, 193).
El distanciamiento que las ciencias sociales hacen de la literatura, en aras de asegurarse un
carácter independiente y autónomo, pareciera refutar la naturaleza misma de los objetos de
indagación que le son propios pues estos, precisamente, atañen al investigador que hace parte de
los mundos por conocer. Las pesquisas en torno a los fenómenos que conciernen al ser del hombre
hallan terreno fértil en la literatura. Lejos de dejarla al servicio de una demostración, o de
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adjudicarle un privilegio epistemológico, las reflexiones de esta investigación reconocen su
complejidad estético-discursiva que va más allá de concebirla como fuente de deleite y de placer,
y halla en ella otros delirios, otras formas para proponer nuevos sentidos que también permiten
acceder a fenómenos de la realidad, aquellos que, acaso, resultan esquivos a otras epistemes.
Asumir la realidad como construcción social, metáfora que ha generado lugares de desgaste
(Lahire, 2006, p.p. 93-108) que no interrumpen su vigencia, es entenderla en la pluralidad de las
formas en las que los seres actúan e interactúan, las cuales no son de carácter ni natural ni
espontáneo, por el contrario, dependen y mutan con las circunstancias y condiciones sociales e
históricas de un contexto determinado.
Por lo anterior, entonces, la atávica “fe en la ciencia” (Lepenies, 1994, p. 78) empieza a
desplazar las búsquedas de objetos de indagación desde disciplinas de tradición estética,
consideradas terreno exclusivo del placer de lo bello. Por tanto, la reconocida tendencia de la
racionalidad instrumental según la cual realidad y fantasía se oponen, igual que objetividad y
subjetividad que derivan en la también taxativa contraposición entre discurso científico y discurso
literario, halla terreno estéril en la presente investigación que, para adentrarse en la construcción
narrativa de la ciudad onettiana, emplea la narración como medio, no podría ser de manera
distinta.
Las tensiones ciencia-arte y realidad-ficción, no solo admiten sino reclaman la lejanía de
la ortodoxia en la que el investigador renuncia a su ser humano y se viste de observador estudioso
cuya emoción y sentimiento no acompañan sus hallazgos. Claro que, de paso, es preciso repensar
la figura del artista como el iluminado por musa que recrea estéticamente el mundo pues este
también es un indagador del alma, de la aventura de la vida. Esta investigación, entonces, se abre
como experiencia de escritura y “podría posibilitar la alteración, la transformación de la relación
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que llevamos con nosotros mismos y nuestro universo cultural: en una palabra, con nuestro saber”
(Foucault, 2009, p. 15).
Igualmente, las prácticas académicas vigentes aun, en aras de la objetividad y la
cientificidad, desconocen el papel de la imaginación, del deseo y con estas, de la metáfora; las
lógicas que mueven ciertas reglas de carácter binario, propias de la razón de la episteme moderna,
excluyen la aporía y la metáfora. Por tanto, el investigador, en tanto escritor narrador, abre espacios
de pensamiento hacia la emergencia de múltiples mundos posibles ricos en metáforas, angustias,
fluctuaciones que resultan fecundas en la creación de conocimiento. White (2003) advierte:
la metáfora no refleja la cosa que busca caracterizar, brinda direcciones para
encontrar el conjunto de imágenes que se pretende asociar con esa cosa.
Funciona como un símbolo, más que como un signo; lo que quiere decir que
no nos da una descripción o un icono de la cosa que representa, pero nos
dice qué imágenes buscar en nuestra experiencia cultural codificada en pos
de determinar cómo nos deberíamos sentir acerca de la cosa representada.
(p.p. 125-126)
Por tanto, el papel de la metáfora no es decorativo o embellecedor del discurso, más bien,
genera una compleja imagen que conduce el pensamiento al lugar del límite al acercar la imagen
a su experiencia vital hecha precisamente de ella, por ello siempre resultará familiar. La metáfora,
entonces, habla:
es pura posibilidad, pero no una materia etérea, sino que se concreta, es realización
discursiva, visual y hasta musical… [tiene] una dimensión epistémica, ya que la
búsqueda de la semejanza y a su vez, de la tensión que emerge de la diferencia de
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los elementos, es lo que nos hace comprender su potencial cognoscitivo…” (Rojas
López, 2012, p. 99).
Avanzar sobre un problema de investigación es trascender la inmediatez vía razón, sin
duda, pero llena de la vibración y talento de quien sigue las pistas de un cuento policiaco,
laboratorio de epistemología (Zavala, 2001, p. 1), en tanto su resolución depende de realizar sobre
él las inferencias adecuadas, proceso para el cual la imaginación, la metáfora y la pluralidad de la
voz en la narración juegan un papel fundamental que potencia y enriquece las búsquedas.
Entonces, para resolver un enigma, se hace necesario conceder especial espacio a la
experiencia, de manera que despliegue su carácter imaginativo, esta “…se desliza por las esferas
sensoriales puesto que es experiencia creadora, honda, iluminadora. Es el umbral de la imaginación
siempre renovado de la vida” (Goyes, 1999, p. 4). Una escritura bajo estas condiciones es un
ejercicio en permanente tensión y cuidado para no permitirle incurrir en relativismos ni en
generalizaciones. Tensión que pasa también por el cuidado de no caer en divagaciones, alerta cuya
evasión podría mutar al terreno de la confusión.
Las afirmaciones precedentes permiten señalar que la idea generalizada, aceptada y
defendida en cuanto la lejanía que el investigador ha de mantener con su objeto de investigación,
pareciera ser una fetichización puesta hoy en una relación problemática con el logos. El rostro
oculto del observador investigador como garantía de objetividad en aras del encuentro certero de
verdades, empieza a difuminarse y, más que ver la inserción del ser del investigador como
obstáculo que pudiera afectar el objeto de indagación, empieza a tornarse cercano a la construcción
de los ejercicios investigativos, en los que, precisamente todo su mundo está puesto como parte
constitutiva del objeto, premisa que asiste la presente investigación.
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Los sentidos ocultos del lenguaje literario están lejos de la literalidad con que esta
escritura está hecha, esta no tiene, ni pretende tener, el encantamiento ni la magia del lenguaje
literario, esta escritura busca reconocerlas, pese a que nos dan la espalada, como señala Steiner
(2003),
Rimbaud, Lautréamont y Mallarmé se esforzaron por restaurar en el lenguaje un
estado fluido, provisional; esperaban devolver a la palabra el poder de
encantamiento, es decir, de conjurar lo que no tiene precedente que posee cuando
es todavía una forma de magia (…) Mallarmé convirtió las palabras en actos, no
de comunicación, primordialmente, sino de iniciación a un misterio privado.
Mallarmé emplea las palabras corrientes en sentidos ocultos que son una
adivinanza; nosotros las reconocemos pero ellas nos vuelven la espalda (p. 44).
Lo anterior supone reconocer en el acontecimiento literario un complejo campo de
tensiones que atraviesa procesos humanos, sociales, políticos y estéticos, entre otros, como
manera natural de decir el mundo, de nombrarlo, y al hacerlo, de preguntarse por él, de
indagarlo, de sentirlo o de avizorarlo. Por tanto, la objetividad y la ficción también pueden
entablar relaciones de verdad.
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Introducción
Es cierto que no sé escribir
pero escribo de mí mismo
El Pozo, 1990, P. 10
La vigencia y resonancia de la obra de Juan Carlos Onetti residen, entre otras razones, en
que anticipa el sentido que los cambios de la primera mitad del siglo pasado marcaran para el
hombre que empezaba a emerger en nuestras sociedades y que su narrativa troca en originalidad
y provocación (Rodríguez Monegal, 1972b, p. 9), rasgos que parecen recoger las tensiones de su
obra considerada como revolucionaria dado “el rigor literario que desde su primera obra
manifiestan sus creaciones, [y] su concepción de la novela como organismo autónomo cuyas
leyes narrativas son tan fatales para los seres de ficción como las de la naturaleza para el ser
humano real” (Rodríguez Monegal, 1972b, p. 100).
La simbiosis de las leyes del accionar narrativo y las de la naturaleza, plasma en la
escritura estados existenciales que el enunciado literario traduce en la profundidad de lo fatal
común al hombre y a la vida gregaria del ser natural. Los horizontes de sentido y vigencia de esta
afirmación remiten, por una parte, al contexto histórico y a los diálogos críticos con que se ha
abordado a Onetti y su obra, y, por otra, posibilitan la emergencia de unos sentidos otros en el
decir de su narrativa, palpables en las relaciones que sus seres de ficción entablan con el tiempo,
dando surgimiento a una triada narrativa estructurada por: la tensión que emerge de las
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relaciones del contexto de la obra de Onetti; el corpus acotado para el presente trabajo2, del cual
emerge la propuesta de quietud en términos de experiencia estética sustentada en la opacidad de
los seres que transitan su narrativa en cuanto las relaciones que establecen con el tiempo,
aspectos que ponen a prueba las certezas ampliamente adjudicadas a los procesos de
modernización en nuestras ciudades; y los diálogos con la crítica que ha abordado al autor y su
obra.
El recorrido por este arco de relaciones, propio de esta investigación, transita en un
ejercicio hermenéutico de desplazamiento por las esferas del corpus, las tensiones de las
relaciones texto-contexto y los diálogos con la crítica, con lo que se construye un objeto de
estudio situado entre planos: la ciudad como espacio de producción existencial de lo real, y lo
real imaginado como lugar de la narración.
El mundo de los personajes onettianos3 ha sido reconocido por la crítica bajo el sino de
fatalidad y opacidad evidentes en una serie de adjetivaciones cercanas. Igualmente, la
2 En la idea de avanzar sobre la lectura de las relaciones con el tiempo en la ciudad, se privilegian las
novelas La vida breve (1950), considerada “uno de los modelos de la nueva narrativa latinoamericana” (Rodríguez
Monegal, 1969, p. 109); El Pozo (1939) y El Astillero (1961). Igualmente algunos de sus cuentos recogidos en la
edición de 1996, editada por Grijalbo Mondadori en Barcelona, titulada Tan triste como ella y otros cuentos
prologada por Joaquín Marco. Transitar la cartografía de ciudad imaginada en Onetti a través de este corpus permite
delimitar los alcances del trabajo e, igualmente, constituye el andamiaje en el cual confluyen los aspectos
relacionales de los personajes con el espacio en cuanto las maneras de vivir el tiempo.
3 Las sendas de la literatura no ajenas a las huellas de la vida, sugieren otras exploraciones por los caminos
de la acústica verbal (Bajtin, 1993), con la cual se establecen las bases de una lectura de la obra literaria que hace
que por la voz fecunde un pensamiento crítico en el cual un héroe se constituye en tanto punto de vista sobre el
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elaboración del lenguaje ha sido resaltada como lugar central de análisis; personajes, lenguaje y,
como veremos, espacio, han constituido materia fecunda para el abordaje de su obra. A propósito
de esto, en un reportaje4 (Gilio, 1969) realizado a Juan Carlos Onetti, ante la pregunta de si él
consideraba que la afirmación hecha por Emir Rodríguez Monegal, según la cual el lenguaje es
el personaje de la actual novela latinoamericana, el escritor uruguayo respondió con firmeza:
“No. Y esto lo digo categóricamente (…). Los personajes de una novela son los hombres y todo
cuanto los mueve es sencillamente la vida” (p. 22). Los hombres y la vida, entonces, el tiempo.
Las adjetivaciones de los trabajos críticos sobre la obra de Onetti que irán emergiendo en
estas páginas, la estructura de su universo en relación con los personajes y narradores, y los
modos en que habitan el espacio-ciudad ficcional son, precisamente, los aspectos que permiten
acceder al establecimiento de unas relaciones otras con el tiempo en los aconteceres de las
opacas vidas ficcionales de sus personajes. Lo anterior ha resultado esquivo a los abordajes de la
crítica y este trabajo de investigación asume teniendo en cuenta que lejos de buscar un sentido a
la obra, en un afán por hallar una verdad oculta, y con ella adjetivos que la describan, el esfuerzo
se centra en entablar un diálogo entre el mundo del texto y el mundo del lector que permita
analizar de qué maneras la narrativa onettiana construye relaciones con el tiempo mediadas por
la quietud como experiencia estética en el espacio de ciudad.
mundo y sobre sí mismo, es decir, no en cuanto lo que representa en el mundo, sino en cuanto lo que el mundo
representa para él (p. 376).
4 Reportaje que apareció sin firma en el número 6 de la revista Imagen de Caracas, correspondiente al 1-15
de agosto de 1967, el cual es recogido en 1969 en el texto “Recopilación de textos sobre Juan Carlos Onetti” (Gilio
1969).
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Por lo anterior, entonces, acceder a la narrativa de Juan Carlos Onetti5 motiva la pregunta
por las maneras mediante las cuales la vivencia —ficcional— de tiempo deviene quietud en la
obra, comprensión que interroga nuestra propia experiencia de tiempo, tan cercana hoy a la
aceleración y la tiranía6. La pregunta planteada sugiere las posibilidades que quedan en suspenso:
el encuentro de estos dos mundos “un mundo del texto, a la espera de su complemento, el mundo
de vida del lector, sin el cual es incompleta la significación de la obra literaria” (Ricoeur, 2004b,
p. 627)7, constituye la trama del presente trabajo de investigación. Esta propuesta de lectura e
interpretación, entonces, plantea ámbitos de reflexión en torno a las relaciones con el tiempo en
el contexto de producción de la obra, en el plano de la producción narrativa del autor uruguayo, a
partir del corpus escogido para ello, en la crítica sobre este y su obra, en las reflexiones
conceptuales sobre narración y experiencia desde la hermenéutica de Paul Ricoeur y, desde
luego, en nuestras propias experiencias de tiempo con las cuales la obra dialoga.
5 Cuenta Dolly, la esposa de Juan Carlos Onetti, que poco antes de su muerte en 1994, el autor uruguayo se
preguntaba quién se acordaría de él luego de dos o tres décadas. El escritor se cuestionaba por la duración, por el
tiempo, por la memoria, cuestionamientos que atañen nuestra condición de ser-en-el-mundo. Aceptar el asedio del
tiempo es aceptar el asedio de la vida. Vida y narración: dupla de mutuas injerencias.
6 En el texto de Josetxo Beriain (2008), cuyo título es Aceleración y tiranía del presente. La metamorfosis
en las estructuras temporales de la modernidad, reposa parte de la reflexión sobre el problema del tiempo para los
efectos de esta investigación.
7 El trabajo de Ricoeur se centra en el análisis del relato y sus implicaciones ontológicas y epistémicas, para
lo cual distingue entre relato histórico y de ficción. Su amplio estudio le permite extrapolar algunas de las categorías
propias de la narratología y de la teoría literaria con el fin de insertarlas en el campo de la identidad. Para el trabajo,
me baso fundamentalmente en las obras de Tiempo y Narración I, II y III de 2003, 2004a y 2004b, respectivamente.
23
Estos complejos ámbitos de reflexión conducen al establecimiento de una experiencia con
la narrativa onettiana como obra de arte, y
la experiencia de la obra de arte implica un comprender, esto es, representa por sí
misma un fenómeno hermenéutico y desde luego no en el sentido de un método
científico. Al contrario, el comprender forma parte del encuentro con la obra de
arte, de manera que esta pertenencia sólo podrá ser iluminada partiendo del modo
de ser de la obra de arte (Gadamer, 2005, p. 142).
Penetrar el modo de ser de la obra implica mimetizarse en el mundo que ella despliega
hacia un encuentro entre el mundo del texto y el mundo del lector. El acercamiento a la lectura
de la narrativa onettiana en el marco de la hermenéutica de Paul Ricoeur, particularmente desde
las categorías de tiempo y narración, imprime a esta tesis un carácter de corte filosófico y ampara
su andamiaje en el proceso mismo de lectura que no es otra cosa que emprender búsquedas desde
el interior del texto mismo y desde aquello que se ubica delante de él; en el interior y delante
constituyen lugares de lectura que circulan a lo largo de los abordajes de la obra y de su
contexto. Por tanto, el enfoque teórico desde la hermenéutica ricoeuriana permitirá develar el
mundo que el texto despliega –mundo del texto – y el mundo del lector que es afectado por el
acontecimiento literario.
El mundo que se abre en estas líneas emerge del encuentro con el mundo del texto y
responde al ejercicio reflexivo desde un enfoque hermenéutico. Apropiarse del mundo que el
texto desdobla delante de sí, de aquello que devela, de aquello que la lectura hace emerger,
implica también adentrarse en la referencialidad a la que el texto alude, y esta es, precisamente,
la tarea de la lectura como interpretación.
24
Se trata de hacer una lectura lenta, de ida y vuelta en una suerte de operación contraria a
los hábitos de agilidad y prisa con que rápidamente pasamos a otra lectura, a otro hacer en un
veloz movimiento que en su afán sólo encuentra el mismo cuento, la misma historia. Esta lectura,
entonces, busca escuchar las formas, los ritmos, las cadencias, los códigos y técnicas que
estructuran la experiencia de tiempo en la obra puesto que allí residen las condiciones ficcionales
que dejan leer nuestras propias condiciones de relación con el tiempo y que entablan diálogos
con el contexto al cual la obra misma remite. Ahora bien, no se trata de estar
dispuesto a entrar en un juego de predicados normativos (…) pues el texto no
puede arrancarme sino un juicio no adjetivo: ¡es esto! Y todavía más: ¡es esto
para mí¡ Este para mí no es subjetivo ni existencial sino nietzscheano (…) en el
fondo, ¿no es siempre la misma cuestión: qué significa esto para mí? (Barthes,
2011, p. 21).
El abordaje de la obra en esta propuesta de lectura, en este adentrarse en “la lista abierta
de los fuegos del lenguaje (fuegos vivientes, luces intermitentes, rasgos ubicuos, dispuestos en el
texto como semillas” (Barthes, 2011, p. 25), parte de que en la literatura gravitan otras formas,
otros mundos que son, precisamente, los nuestros, los de nuestros aconteceres, pero puestos en
unas nuevas tinieblas, en otros delirios. En la narración está nuestro ahí, “volver a analizarla, [la
narrativa onettiana] ahora, desde la perspectiva que nos ofrece una creación artística que puede
considerarse ya cumplida en lo esencial, nos permitirá entender mejor a su autor y entender
mejor a su tiempo” (Rama, 1985b, p. 349) y, también, entender mejor este, nuestro tiempo en la
construcción narrativa de ciudad.
25
Conceder a la ficción el poder de decir verdad, de decir el mundo, es otorgarle un sentido
de realidad, de hacer versiones de mundos, no aquellos fantásticos8 fuera de toda conexión
posible con los aconteceres, sino aquellos —estos— de los que formamos parte. La ficción
remite al mundo de donde emerge y a donde regresa transformada por el lector, deformándolo,
creándolo, diciéndolo pues “el arte es conocimiento y la experiencia de la obra de arte permite
participar en este conocimiento” (Gadamer, 2005, p. 139).
Los modos de relación que establezco con la obra en tanto acontecimiento literario
amparan las reflexiones y discusiones sobre el tiempo al que alude este trabajo e, igualmente, nos
ubican frente a ella como imagen y, sin excepción, estar ante la imagen del arte es posicionarse
ante el tiempo, es admitirse ante el marco de una puerta abierta detrás de la cual nada se nos
oculta, basta entrar, pese a que su fuerte luz nos impida ver. Su apertura “nos detiene: mirarla es
desearla, es esperar, es estar ante el tiempo. Pero ¿qué clase de tiempo?” (Didi-Huberman, 2006,
pp. 11-12). Esta pregunta remite a pensar las formas y quiebres, los ritmos, regularidades y
rupturas en relación con el tiempo en la narrativa onettiana y, también, nuestras propias
relaciones con el tiempo, diálogos abiertos en el tiempo mismo.
La vida breve, obra de central interés dentro de este abordaje, es una elegía a la vida, y,
con ella, al nuevo tiempo que se instaura, que se empieza a dejar ver en términos de la
objetividad del mundo moderno regida por principios de rapidez, incomunicación y por el
vertiginoso ritmo de las horas que pasan y se llenan con acciones propias de valores impuestos
en términos de agilidad, rapidez, ganancia, éxito, avance, triunfo, ímpetu. La quietud que emerge
8 Diego Bermejo señala en En las fronteras de la ciencia (2008) que no existe el mundo real tanto como,
estrictamente, el ficticio y se pregunta qué es la ficción (pp. 25-28).
26
de la experiencia estética de tiempo en la lectura de la obra, conduce a las no-acciones propias
del reposo tales como imaginar, pensar, componer, soñar, recordar, narrar.
La quietud se acompasa lentamente, sin afán, sin medida, sin producción, sin día,
pertenece a la noche. La quietud es la voz del silencio de la narración, similar a la quietud de una
pintura9. En una carta dirigida a su amigo Payró, Onetti (2009) afirmaba: “Siempre he sacado
poca o ninguna utilidad de mis lecturas sobre técnicas y problemas literarios. Casi todo lo que he
aprendido de la divina habilidad de combinar frases y palabras ha sido en críticas de pintura. Y
un poco en las de música” (p. 25). En este sentido, precisamente, el relato que Brausen10 realiza
en La vida breve eleva la posibilidad del narrar a la realización de la vida, hace de su experiencia
una narración, la pone en la quietud de una pintura. Su vida evade las acciones que el tiempo
demanda, las empresas que el mundo concita, las búsquedas infértiles de amor, de comunicación,
de comunión.
En el corpus seleccionado, particularmente en La vida breve (1950), asistimos al acto
mismo de narrar que hace emerger del negativo la experiencia real, también imaginada, hacia la
configuración de experiencias posibles. El acto de narrar recuerda a Scheherezade, quien
pospone su ejecución contándole historias al rey Schahriar en las que mantiene a su verdugo en
suspenso, en otra vida, en otro mundo, en un paréntesis, en otras realidades, en la fantasía de la
ficción, en la realidad de la fantasía, y en cada uno penetra las sombras de su propio universo;
ella dilata la vida hasta la noche siguiente y hasta Las mil y una noches. El rey le perdona la vida,
9 Algunos estudios críticos sobre la narrativa onettiana aducen su cercanía a la pintura postimpresionista
como aspecto que influencia su obra. Sugieren cómo la composición del arte resulta para el uruguayo relevante en la
constitución de su propia creación (Verani, 2009, pp. 9-20).
10 Este es el nombre del personaje principal de La vida breve.
27
la narración la salva, la narración salva. Narrar es prolongar la existencia, es hacerla otra, es
transgredir la realidad, es buscar completarla pues esta, quizás, ya no tiene nada que agregar.
Narrar, entonces, tiene forma de quietud.
Lejos de interrogar la naturaleza del acontecimiento literario, exiliarse en el territorio de
la narración cuestiona el negativo de La vida breve, obra en la cual
un narrador cuenta cómo es posible que él cuente y erige, por este mero hecho,
una compleja dialéctica que simula desplegarse entre la ‘realidad’ y la ‘ficción’ y
el sujeto que las articula (…) allí emergen escenas, motivos, lugares, un tipo de
sucesión determinada, un ritmo, una lógica, un modo de abrir y cerrar (…) el
hecho de escribir sobre el escribir (Ludmer11, 1977, p. 11).
Por otra parte, la relación entre experiencia estética y tiempo, lejos de intentar ser
novedosa, busca que su respuesta lo sea si asumimos que la primera, la experiencia, modifica la
vivencia del segundo, el tiempo, en cuanto lo desacelera, lo detiene, lo hace evanescente, lo llena
de quietud que no es ausencia de movimiento sino creación de un movimiento otro, creación, en
todo caso, hecha de narración; la vida, de tan breve temporalidad, se conjuga en modo narrativo.
Algunas categorías conceptuales, entonces, en sus elaboraciones y reelaboraciones,
circulan a lo largo de todo el trabajo en tensiones relacionales, entre ellas: estética y tiempo,
narración y temporalidad, experiencia y narración, realidad y ficción, mundo de la vida y mundo
11 Josefina Ludmer en su texto Procesos de construcción del relato (1977), propone La vida breve como
teoría sobre la constitución de lo imaginario a partir de las estructuras y las técnicas de producción presentes en este
relato. Señala que allí el lenguaje indaga sobre sí mismo y, al mismo tiempo, sobre la realidad, de manera que el relato
va creando una y otra capa de realidades. Igualmente, detalla el proceso que abre y orienta el relato onettiano con base
en los principios de escritura a partir de los mecanismos que la organizan.
28
del texto. En medio de ellas se manifiesta el problema que la investigación se plantea: la
construcción narrativa de la ciudad onettiana en cuanto a nuestro vínculo estético con el tiempo,
a saber, la narración como quietud de ser en el mundo, en este, el de nuestra temporalidad.
El recorrido reflexivo de esta tarea, implica desentrañar los diálogos, los vínculos, las
relaciones que se establecen como tejidos hacia el mundo, presentes en la obra, y que de allí
emergen como proyección, siguiendo a Ricoeur (2004a), quien plantea que
la estética de la recepción no puede comprometer el problema de la comunicación
sin hacer lo mismo con el de la referencia. Lo que se comunica, en última
instancia, es, más allá del sentido de la obra, el mundo que proyecta y que
constituye su horizonte (p. 148).
El anclaje teórico en la hermenéutica de Ricoeur permite estar alerta a los diversos
matices y rasgos que resultan oportunos y que están allí, latentes, en aparente estado de
ocultamiento. Por tanto, se trata de hacerlos emerger, de traerlos ante esta lectura, esto es, de
mostrarlos reconociendo que tienen lugar en el lenguaje.
Adentrarse en el lenguaje de una obra literaria, escudriñarlo para salir siendo otro y, en
esa transformación, para decir el mundo hallado, requiere el uso del lenguaje de la vida, el del
conocimiento; la dialéctica entre estos dos lenguajes es el diálogo posible entre dos mundos, a
saber, el del que crea ficción y, con ella, su propio estatuto de realidad, y el del que crea
conocimiento sobre la realidad. En consecuencia, hablar del lenguaje de la literatura es intentar
desdoblarlo para que emerjan los sentidos, para hacer brotar un segundo lenguaje por encima del
primero, para bajar el rostro hacia un segundo ser y al empaparse de la sombra de ambos,
levantar la vista siendo otro, alterado; y, de este modo, hacer una segunda escritura con la
29
primera, la de la obra, hacia los márgenes que suscita, que alteran, que no son verdaderos ni
falsos, que, más bien, nos instalan en los territorios del interpretar. De esta manera,
incumbe a la hermenéutica reconstruir el conjunto de las operaciones por las que
una obra se levanta sobre el fondo opaco del vivir, del obrar y del sufrir, para ser
dada por el autor a un lector que la recibe y así cambia su obrar (Ricoeur, 2004a,
p. 114).
Topar-se, entonces, con una obra de arte literaria es una experiencia, un acontecimiento
que concierne en mucho al lector, y la posibilidad de lectura ocurre porque el texto no es cerrado,
está abierto a otra cosa, leer es, sobre todo, encadenar un discurso nuevo al discurso del texto
(Ricoeur, 2002, pp. 127-147). El encadenamiento permite actualizar la obra; la hermenéutica es
la que la envuelve en una suerte de aventura de la experiencia, puesto que, como lectores,
podemos permanecer en el “suspenso del texto” y desde allí adentrarnos en la estructura del
mismo, o, más bien, podemos “quitar el ‘paréntesis’ del texto, acabar el texto con palabras,
restituyéndolo a la comunicación viva; entonces lo interpretamos” (Ricoeur, 2002, pp. 127-147).
La interpretación deja fluir el movimiento interno de la obra literaria, escucha sus voces
en una suerte de sinfonía que rebasa los límites de la escritura sin dejar de asumirlos y permite el
tránsito de lenguajes: los del texto, los del contexto y los del lector; de esta manera, el mundo del
texto espera por el mundo del lector para lograr su completud. Así, la obra nos sumerge en sus
sentidos para experimentarlos, sentirlos, atravesarlos y, en este caso de escritura, mostrarlos.
Este ponerse en camino orientado por el texto invita a “buscar, más allá de la operación
subjetiva de la interpretación como acto sobre el texto, una operación objetiva de la
interpretación que sería el acto del texto” (Ricoeur, 2002, pp. 133). Con esta licencia, los mundos
que la narrativa onettiana concita devienen narración a partir del mundo experiencia que palpita
30
en la obra. Por ello, esta es una escritura narración que nace de la lectura de apropiación que
reactualiza el decir de la narrativa onettiana como manera de decir el tiempo, de expresar
quietud, acercamientos distantes y distintos que constituyen también un modo de conocimiento.
Las búsquedas en las esferas de la narrativa onettiana que derivan en la propuesta de una
experiencia estética del tiempo, pasan por la configuración de lo textual literario en función de
desentrañar aquello que el texto interroga, conecta, provoca, moviliza en el pensamiento y en el
sentir del lector. Los modos de sentido existentes en la obra hallan actualizaciones fuera de ella,
esto es, la verdad que dice la obra y el mundo que contiene son puestos en relación con la verdad
que expresa el mundo12, en una fusión de horizontes de sentido (Gadamer, 2005).
Ahora bien, estas precisiones sobre los alcances y, en su movimiento, las delimitaciones
que la promesa del título de este trabajo comporta, conducen también a indagar por el tiempo
nuestro con el cual la obra abre un diálogo, con ese tiempo naturalizado en el mundo real que la
obra desajusta, que pone en turbulencia.
Nuestra experiencia del tiempo interpela la acción de que está lleno. En la era
contemporánea, este puede ser concebido como experiencia del síntoma y del avatar de las
creencias y convicciones del hombre en su errar cósmico-planetario, que ha mostrado el triunfo
galopante de la racionalidad vertida en el anhelo por el éxito y el progreso. Al decir de de
12 Para el tema de la verdad, así como el de sus relaciones con racionalidad e historia, remitimos al texto de
Rojas Osorio, C. (2006). Genealogía del giro lingüístico. Medellín: Editorial Universidad de Antioquia.
31
Certeau (2007), este es el tiempo del hacer, esto es, el tiempo que se llena de accionares, el relato
occidental del “siempre hay algo que hacer” (p. 208)13.
La búsqueda del hombre contemporáneo se transcribe en su hacer, en acciones que se
miden en productivas y no productivas; el movimiento esquizofrénico del día a día se asocia a la
producción, al aprovechamiento del tiempo. En nuestra hora contemporánea, el no tener tiempo
libre es signo de avance, de éxito, de importancia. El tiempo se posee, se agenda, se calcula. Las
acciones dependen de las horas en el reloj, que no se pueden dejar pasar en vano. El tiempo no se
puede perder, por el contrario, pretende ser ganado; aunque en ocasiones el tiempo se regala, no
puede ser recibido.
Nuestra experiencia de tiempo se topa con la del mundo de la obra: uno, cargado de
accionares, de movimiento, de recorridos; el otro, de quietud. Este encuentro tiene lugar en una
experiencia que se erige a manera de “arco hermenéutico que se alza desde la vida, atraviesa la
obra literaria y vuelve a la vida” (Ricoeur, 2003, p. 865). Encuentro posible gracias a que en la
producción literaria de Juan Carlos Onetti, las encrucijadas metodológicas de campos narrativos
diferenciados, el de la estética y la ciencia social, son terreno fértil de indagación de nuestra
forma de vivir y la de los personajes; la iteración y permanencia de estos estados en la vida social
aporta un abundante material de referencias que estos campos recomponen en cuerpos narrativos
y que esta investigación caracteriza como una experiencia estética del tiempo, es decir, una
estética distanciada del vínculo dialéctico con el que otras narrativas han interpretado las
vivencias humanas contemporáneas en relación con el tiempo.
13 En este libro, La invención de lo cotidiano, en el capítulo titulado Lo innombrable: morir, de Certeau
discurre por lo dicho y por lo innombrable frente al moribundo y señala el hecho de estar ante él como punto límite
del sujeto sin acción (de Certeau, 2007, pp. 207-209).
32
A manera de cierre de este primer excurso, y con el propósito de dar cuenta de las
discusiones planteadas sobre las que versa la presente investigación, el trabajo está diseñado en
ocho capítulos organizados en tres partes. Cada una de ellas inicia con un preámbulo que funge
como entremés para plantear aspectos sobre los cuales discurren las reflexiones de cada capítulo
en engranaje con los ejes problémicos que atañen al desarrollo argumental de la tesis.
En la Primera Parte: Juan Carlos Onetti, tiempos de cambio, se articulan tres capítulos.
El primero titulado “Turbulencias: texto y contexto de ciudad”, recorre el espacio naciente y
experimental que emerge en la explosión y crecimiento del entorno onettiano, particularmente en
sus visitas a Buenos Aires, proceso que implica la reproducción e instalación de toda suerte de
tensiones, conflictos, búsquedas y utopías que comporta la ciudad naciente. Camino a la
incertidumbre, la ciudad registra la historia de la modernidad, sus tensiones, fuerzas y
dispositivos que regulan las posibilidades de actuar, de representar, de simbolizar, de comunicar,
de decir, de pensar, de vivir. El crecimiento de la ciudad de Buenos Aires, su afán de progreso y
su movimiento galopante, con todas las consecuencias que de ello se deriva, acompañan la
estancia de Onetti, antes de su incursión periodística. “La vida merece ser contada, por eso
contamos historias” (Ricoeur 2004a, p. 15), sensibilidad y vida entramados en este capítulo,
como parte de la narrativa de ciudad onettinana.
El segundo capítulo: “El tiempo de Periquito el Aguador” se centra en reflexiones sobre
la temporada de Juan Carlos Onetti en el semanario Marcha14 donde usó dicho seudónimo en
14 Marcha se publicó entre 1939 y 1974. Este semanario se constituyó en uno de los medios privilegiados
de intervención de la intelectualidad de Montevideo. La columna cultural de Marcha estuvo a cargo de directores
como Juan Carlos Onetti, Emir Rodríguez Monegal, Ángel Rama, Jorge Ruffinelli, entre otros. Sus páginas
buscaban establecer una comunicación transformadora dentro del cada vez más importante espacio mediático
33
una suerte de ars poética que quedó registrada en sus páginas como periodista. Pese a su
permanente jactancia de no tomar partido en discusiones literarias, esta incursión constituye todo
un clamor de cambio de las formas hacia una mirada más externa y universal, lo cual se
evidencia en su producción narrativa y constituye también una apuesta política del narrador
uruguayo.
En el tercer capítulo titulado “Rastros de una tradición: elecciones y rupturas”, se
reflexiona sobre la incursión del autor dentro de una tradición que, escogida, realiza críticas a la
tradición circundante que rehúsa como heredad. A partir de la crítica que se ha realizado a la
narrativa de Juan Carlos Onetti, el asunto posicional de su vínculo con William Faulkner,
asociado al reconocimiento de una común aplicación en el estilo crítico de sus contextos y
personajes, permite identificar un elemento esencial en el parentesco: el de su relación con la
vida. En esta demarcación de tradición escogida por el uruguayo, se hace también énfasis a su
nexo con Roberto Arlt. Este capítulo, entonces, gravita en los trozos de un devenir escritura,
aquellos que pudieron ser parte de la experiencia que, “cabría decir, se halla en el punto nodal de
la intersección entre el lenguaje público y la subjetividad privada, entre los rasgos comunes
expresables y el carácter inefable de la interioridad individual” (Jay, 2009, p. 20). La primera
parte da cuenta de aquello que, en últimas, constituye las marcas de un escritor, un análisis del
contexto que entra en diálogo con la narrativa onettiana. De esta manera, se remite a la
nacional del momento. En 1941, Onetti dejó su cargo como secretario de redacción de este semanario, pero siguió
haciendo publicaciones esporádicas en él. Su desvinculación total ocurrió el mismo año en que Marcha fue cerrado
definitivamente ante la dictadura militar, a la vez que Onetti fue detenido con Mercedes Rein, Carlos Quijano,
Ruffinelli y otros, debido a que le otorgaron el premio ganador al cuento “El guardaespalda” de Nelson Marra,
considerado opositor del gobierno del momento.
34
constitución de ciudad y al devenir de un escritor, aspectos que entablan diálogos con las dos
siguientes esferas narrativas de las partes subsiguientes.
La segunda Parte se titula Tiempo y narración, fusiones de quietud. Los dos capítulos que
la componen versan sobre los conceptos de tiempo, narración y experiencia. La quietud como
propuesta de experiencia estética del tiempo, halla su anclaje precisamente en la narración que
emerge del negativo de la experiencia, la cual, opaca y oscura, se hace preciso revelarla, no para
aclararla, sino para decirla. Estas reflexiones conducen a desentrañar aquello que se plantea en la
narrativa onettiana en la cual nos acompasa el tiempo lleno de la quietud posible de la narración
como opción de estar- ahí. Esta segunda narrativa centra su interés en evidenciar los caracteres
del tiempo a que atañe la escritura y la forma de narración de que se reviste la quietud como
experiencia estética del tiempo. Este engranaje tiene lugar en los capítulos cuatro y cinco de que
consta esta segunda parte.
El capítulo cuatro titulado “El tiempo: una experiencia real”, delimita la postura sobre
tiempo en relación con la realidad y con la vida, es decir con la temporalidad de que está hecho
nuestro estar en el mundo. El estudio de las construcciones que se han erigido sobre la noción de
tiempo presenta una perspectiva de aplicación que tiene lugar como concepción de las maneras
de transitarlo que resultan inherentes a la existencia misma de acuerdo con las coordenadas
culturales en que tiene lugar.
El capítulo cinco se titula “Narración: el lugar de la experiencia”. Antes que recuperar in
extenso las discusiones conceptuales en torno a las nociones de experiencia y narración, este
capítulo resalta las relaciones complejas que esta diada entabla con el tiempo. La experiencia
está atravesada por la mediación narrativa, de manera que lenguaje, temporalidad y relato
constituyen una triada de relaciones e injerencias mutuas, en la cual el relato tiene lugar en tanto
35
su relación con la experiencia, la cual hace posible el tiempo. Aquello que nos hace ser requiere
ser narrado. La experiencia de nuestra temporalidad demanda la narración de la que es capaz el
lenguaje, sin el cual dicha experiencia estaría más que muda, en estado inerte, inexistente.
La tercera parte titulada La vida breve, entre la condena de Sísifo y la quietud consta de
tres capítulos. El capítulo seis titulado “Sísifo y su in-quietud eterna” aborda, en analogía al mito
de Sísifo, un debate crítico que concibe la obra de Onetti más allá del existencialismo del ser,
hacia una propuesta de lectura del nada merece ser hecho. Más que personajes agobiados, viven
la sordidez como opción, lo cual les otorga una forma distinta de relación con el tiempo, visible
en los modos de vivir la cotidianidad que la ciudad les propone.
El capítulo siete, “Santa María, tiempo de ciudad” convoca un análisis de Santa María,
la ciudad creada para albergar el tiempo quedo y protagonista de los haceres carentes de las
virtudes de éxito y de progreso, a la luz de un recorrido por los matices de los personajes y los
modos de relación que entablan con la ciudad como espacio. Lo anterior en medio de los relatos
acopiados en el corpus que permite la cartografía de la ciudad creada.
El capítulo ocho titulado “Brausen o la creación de vidas breves: experiencias de
tiempo”, recoge una semblanza de las vidas breves que este personaje vive en los demás de las
narrativas abordadas. Brausen, Larsen, Linacero, Baldí, más allá que personajes en condena a la
derrota, eligen alejarse del sentido de la vida que el relato moderno promulga y, más bien,
conceden estatuto de realidad a la imaginación hecha narración, pues con ello se aleja el absurdo
del ser de ciudad, dado que la ficción crea y salva.
Esta tercera parte, abre con un recorrido por los senderos de la literatura y la crítica, en el
cual se establecen los criterios que permiten entender la literatura como acontecimiento y con
ella, el papel de la crítica en diálogo con la obra y con el contexto. En este sentido señalamos con
36
Barthes que “Si la crítica nueva tiene alguna realidad, ésta se halla, no en la unidad de sus
métodos, menos aún en el esnobismo que, según dicen cómodamente, la sostiene, sino en la
soledad del acto crítico, afirmado en adelante, lejos de las coartadas de la ciencia o de las
instituciones, como un acto de plena escritura” (1996, p. 48).
La estructura investigativa presentada constituye la configuración de tres mundos
narrativos que se adentran en la narrativa onettiana. Cada uno de ellos es una suerte de elipsis
que se cruza con las demás, en una constitución de mundos en diálogo, cuyo centro, a manera de
intersección en movimiento, es la quietud como experiencia estética del tiempo.
El presente acontecimiento de escritura, entonces, se vale de la experiencia del lenguaje.
Este es un escrito-experiencia, producto de una investigación-experiencia, aunque parezca
pleonasmo. Se trata, entonces, de “la dialéctica de la experiencia [que] tiene su propia
consumación no en un saber concluyente, sino en esa apertura a la experiencia que es puesta en
funcionamiento por la experiencia misma” (Gadamer, 2005, p. 432). La fecundidad de esta
pesquisa se halla precisamente en la experiencia hecha narración, loable sería generarla, arrancar
certezas e instalar otras, así sean provisorias, pues la narración continúa.
37
Primera Parte
Juan Carlos Onetti, tiempos de cambio
Así va, corre. Busca. ¿Qué busca? De seguro que
este hombre, tal como lo he dibujado, este solitario
dotado de una imaginación activa, moviéndose
siempre de un extremo a otro del gran desierto de
los hombres, tiene una meta más elevada que la del
simple paseante, un designio más general, diferente
del placer fugitivo de la circunstancia (…) se trata,
para él, de extraer de la moda lo que pueda contener
de poético dentro de lo histórico, de extraer lo eterno
de lo transitorio.
Baudelaire, 1995, p. 43.
La ciudad, más allá de ser un espacio material, es uno simbólico del ser y, sobre todo, del
poder ser. Su naturaleza urbana propicia no solo nuevas maneras de interacción entre los
individuos sino en el interior de estos; se erige como protagonista de diversas maneras de ser
ante las nuevas relaciones hacia el interior y hacia el exterior de sí. El espacio urbano incluye la
dimensión física de la ciudad y con ella las vivencias, las prácticas, las maneras de hacer de
quienes la habitan. Por ello, vivir la urbe es una experiencia que el habitante llena de contenido
en su individualidad y en las relaciones que establece con los demás.
38
La ciudad registra la historia de la modernidad, sus tensiones, explicaciones, fuerzas y
dispositivos; se constituye en el espacio que moldea y regula las posibilidades de actuar, de
representar, de simbolizar, de comunicar, de decir, de pensar, de vivir. En consecuencia, la
ciudad nos habita en la misma medida que somos sus moradores; es un sistema complejo de
relaciones no estables que crea sentidos que la transitan y constituyen. Todo ello hace que se
desvanezca cualquier posibilidad de pensar la naciente ciudad de inicio de siglo pasado lejos de
la fragmentación que le es propia, lejos del vertiginoso cambio que los sujetos enfrentaban como
seres nuevos ante la incertidumbre, ante el desasosiego.
Juan Carlos Onetti sale de su pequeña ciudad, Montevideo, a esa gran creciente Buenos
Aires desde donde divisa las dos orillas, sin embargo, no fue su interés “escribir la novela de
Buenos Aires, representar una ciudad particular y llegar así a una nueva forma de
provincianismo. Era lo “urbano”, aquello que Buenos Aires tenía de común con todas las
metrópolis, la materia buscada para sus cuentos y novelas” (Ruffinelli, 1987, pp. 18-19).
Aspectos de la ciudad que crece, posturas críticas del narrador uruguayo en su incursión
periodística y las tradiciones que acoge, son las reflexiones de que consta esta primera parte,
sobre las cuales se va tejiendo una construcción narrativa de la ciudad onettiana.
39
1. Turbulencias, texto y contexto de ciudad
La ciudad es un discurso, y este discurso es
verdaderamente un lenguaje: la ciudad habla
a sus habitantes.
Barthes, 1990, p. 260
En 1939, Juan Carlos Onetti15 experimentaba en ese tiempo de ciudad, una riqueza que
pocos sospechaban. Para entonces, contaba con alguna producción narrativa desde la cual ya
latía su gran pulso creativo, aunque su configuración definitiva ocurriría casi una década más
adelante: “(…) Más y mejor que en otros, en él se nos manifiesta un entendimiento de la
realidad, a partir de la suya propia y de la social de su tiempo, que se articula en formas artísticas
precisas que son su consecuencia literaria nítida” (Rama, 1985b p. 349).
La década del treinta, incluidos los muy primeros años de la siguiente, fue inaugural en la
literatura del Río de la Plata puesto que tuvieron lugar importantes rupturas que señalarían el
camino hacia la modernidad narrativa. Juan Carlos Onetti, cuya producción inicial se dio durante
15 A lo largo de seis décadas de producción literaria, Juan Carlos Onetti alcanzó un importante
posicionamiento como escritor. Los vastos abordajes de su obra realizados por la crítica le otorgan un lugar central
en el campo de la literatura. Entre ellos, los trabajos de Fernando Aínsa, Luis Harss, Josefina Ludmer, Sonia
Mattalía, Hugo Verani, Emir Rodríguez Monegal, Ángel Rama, Jorge Ruffinelli, ocupan lugares destacados en las
exégesis sobre la narrativa de este autor uruguayo e irán emergiendo en relaciones dialógicas con nuestras
reflexiones. Una importante y profunda recopilación sobre su itinerario de vida lo logran, María Esther Gilio y
Carlos Domínguez en Construcción de la noche: La vida de Juan Carlos Onetti (1996).
40
esa década, publicó su primera novela, El Pozo, en 193916. De acuerdo con Rama (1979), años
más tarde,
en diciembre de 1939 (…) se publica un pequeño libro que puede considerarse
pieza fundamental de la literatura —y la estética— que comienza a abrirse paso
(…). Es El pozo, con el cual empieza a abrirse carrera un joven escritor que
llegará a ser el primer novelista del país, aquel merced al cual nuestra narrativa
ingresa a las formas modernas, cultivadas en Europa desde la primera posguerra.
Juan Carlos Onetti, su autor, tenía entonces treinta años y hacía tiempo que
escribía con rabia y furor, mientras leía de modo convencido a Proust, Céline,
Huxley, Faulkner, Hemingway, y, junto con la literatura universal descubría el
provincialismo de la nacional (p. 199).
Esta publicación ocurre al final de un decenio marcado por la dictadura de Gabriel Terra (1933-
1938) en Uruguay y por la perplejidad expectante ante Europa en guerra: la Guerra Civil
Española y la Segunda Guerra Mundial. En este contexto de guerras y entreguerras tuvo lugar el
primer encuentro de Onetti con Buenos Aires (1930-1934), ciudad que se consolidaba como una
gran urbe moderna y crecía sustantivamente debido al aluvión inmigratorio17. Allí palpitaba con
16 Antes de El Pozo, publicado en 1939, Juan Carlos Onetti ya había publicado algunos cuentos: “Avenida
de Mayo-Diagonal Norte-Avenida de Mayo” (1933), en el diario La Prensa de Buenos Aires; “El Obstáculo” (1935)
y “El posible Baldi” (1936), en La Nación de Buenos Aires. “La total liberación”, fragmento de la novela Tiempo de
abrazar, fue publicada en Crítica en 1934.
17 Los aluviones migratorios procedentes de Europa hacia el Río de la Plata, por razones socioeconómicas y
políticas principalmente, tuvieron lugar durante la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX,
éxodo que se mantuvo incluso hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Los refugiados llegaban procedentes de
España, Italia, Francia, Inglaterra, Alemania, entre otros países. La heterogeneidad cultural que este fenómeno gestó,
41
fuerza la vida de ciudad, y “antes que muchos argentinos, Onetti había descubierto en la crápula
y el desorden de su Buenos Aires, las señales de los tiempos futuros” (Rodríguez Monegal
(1972b p. 13). Aquel encuentro era todo un hallazgo. Advenían nuevos tiempos, nuevos seres en
el tiempo y en relación con él18. Precisamente es en una suerte de actividad exterior,
(…) en el contacto áspero con la realidad donde ha tomado los elementos luego
interiorizados en su literatura. Una oscilación constante entre exterior e interior
pauta su confrontación con la realidad hasta encontrar, en la producción literaria
posterior y madura, la imbricación perfecta de ambos elementos, la disolución de
un solo ámbito donde lo interior y lo exterior se corresponden (Ruffinelli, 1987, p.
17).
Precisamente para finales de la década del treinta, la narrativa uruguaya estaba aún muy
atada al nativismo, “(…) y a excepción de Onetti y otros pocos escritores (antes que él, Beltrán),
la ciudad no había podido desplegarse como el espacio literario correspondiente al notorio
crecimiento de la urbanización” (Ruffinelli, 1987, p. 25). Onetti asistió a un Buenos Aires con
aire de enorme cambio y constitución de ciudad.
conformó el llamado “crisol de naciones”, en oposición al menos aceptado término “crisol de razas”. José Luis
Romero (1999) señala que, para 1940, Buenos Aires alcanzaba los dos millones y medio de habitantes, y
Montevideo llegaba al medio millón (pp. 395-396).
18 La gran inmigración europea al Río de la Plata y la consecuente transformación de la ciudad fueron el
contexto de los grandes cambios que experimentaron las urbes en la década del treinta en términos de movilidad
social y cultural, aspectos que motivaron transformaciones sustanciales en la sociedad. Sobre este tema, Romero
(1999) señala las dificultades que representaba para el recién llegado acceder a cierto bienestar mínimo, techo,
alimento, trabajo e, igualmente, acceder a los secretos de la ciudad; poco a poco se ganaban un lugar, especialmente
en las zonas marginales de la ciudad, lo cual aumentaba en número las clases populares tradicionales (p. 395).
42
La inestabilidad política que compartían Argentina y Uruguay19 y las consecuencias de la
depresión económica del 2920, en medio de una sociedad que se encontraba en pleno movimiento
expansivo, constituyeron la nueva realidad problemática de cambios fuertes y de convivencias
múltiples. Este sincretismo generó un gran impacto en las prácticas, costumbres y formas de vida
tradicionales, tanto para los nacionales como para los inmigrantes, puesto que unos y otros
tuvieron que empezar a aprender a vivir de otra manera, a establecer nuevas formas de estar
juntos en la creciente ciudad. Toda esta nueva experiencia de ciudad produjo una suerte de
malestar:
El malestar mental y de comportamiento es el malestar de un individuo que vive
en la frontera de lo antiguo y de lo nuevo, pero sobre todo en el intervalo entre lo
parental y lo político, sin raíces y sin derecho de ciudadanía. El emigrante pasa
por la prueba de la diferenciación pura, la prueba de la coexistencia desgarradora
del recuerdo y del olvido o también la prueba de la discontinuidad del tejido
social, ya se lo considere en su espacio (mapas), ya se lo considere en su tiempo
(genealogía) (Joseph, 2002, p. 73).
Esta pluralidad de razas, grupos, prácticas y tradiciones, deriva en nuevas sensibilidades
y cincela cambios en las formas de vivir y de relacionarse. Los nuevos y anhelantes ciudadanos
del desarraigo, se instalan en la ciudad que los atrae y que, al mismo tiempo, los expone a la
19 En ambas márgenes del Río de la Plata, la inestabilidad política definía la situación. Por un lado, el golpe
militar que derrocó al segundo gobierno de Yrigoyen en Argentina; por otro, el debilitamiento del batlismo y la
ulterior dictadura de Terra en Uruguay.
20 La Gran Depresión de 1929, una de las mayores crisis económica de los Estados Unidos, tuvo severas
repercusiones en el mundo industrializado y en el comercio en general en buena parte de América Latina.
43
escasez y a la miseria. La gran orilla de Buenos Aires, que se alzaba como decorosa copia de
París, de Madrid, de Roma, de Londres, de Nueva York, concitó toda una experiencia de ciudad
en la cual Onetti también transitaba como extranjero para 1941 (Rodríguez Monegal, 1972b, p.
14).
En las nuevas ciudades de comienzos y mediados del siglo anterior, se condensaban cada
vez con mayor fuerza y en mayor número grandes masas (Romero, 1999) de nuevos ciudadanos
que vivían y transitaban los espacios y los tiempos, experimentando en el anonimato el refugio
del grupo, la posibilidad de salir y de ser otro. Un fenómeno migratorio hacia la ciudad
latinoamericana se produjo de dos maneras no excluyentes: de Europa a América y del campo a
la ciudad (Rama, 1982; Romero, 1999), de manera que el espacio resultaba ajeno tanto para
nativos como para extranjeros.
Este espacio naciente y experimental emerge en el marco del surgimiento de la
modernidad en nuestras ciudades latinoamericanas21. La modernidad se expresa precisamente en
la explosión y crecimiento de ellas22, proceso que implica la reproducción e instalación de toda
21 Entre los textos usados para ampliar este fenómeno, desde el punto de vista cultural particularmente, se
destacan Crítica de la cultura en América latina (1985a) de Ángel Rama, España: Biblioteca Ayacucho; Ni
apocalípticos ni integrados. Las Aventuras de la modernidad en América Latina (1995) de Martin Hopenhayn,
Santiago: Fondo de Cultura Económica; Desencuentros de la modernidad en América Latina. Literatura y política
en el siglo XIX (1989) de Julio Ramos, México: Fondo de Cultura Económica.
22 En la ciudad, no solo en la hecha de concreto sino en la de palabras, tiene lugar la vida del hombre
moderno. Ciudad y modernidad se condicionan mutuamente. Sin embargo, la génesis de la ciudad no se halla en la
modernidad, es muy anterior a este proceso, su relación no es de causa efecto, es, más bien, de condición de
posibilidad. Si bien ciudad y modernidad pueden ser considerados fenómenos interdependientes, sin lugar a dudas
también son conceptos diferenciados. La ciudad propicia las diversas manifestaciones y el desarrollo de la
44
suerte de tensiones, conflictos, búsquedas y utopías de un ser que, abandonado el teocentrismo,
se encamina hacia el abismo de la incertidumbre, de la ausencia de respuestas y de Dios. Al decir
de Aínsa (2002b):
Porque ahora el problema parece ser otro. Estamos frente al hombre sometido a
las pruebas de la incertidumbre y de la precariedad de una sociedad que lo
amenaza y agrede. El ser humano ha perdido su lugar privilegiado en el cuerpo
orgánico en el que naturalmente se integraba y no sabe navegar en la corriente
mayoritaria que impone ritmos y tensiones para los que no está preparado. (p.
132).
La ciudad que empieza a emerger, la capacidad de adaptación que demanda, ponen en
conflicto el sentido de individualidad, van transformando al ser hacia un desplazamiento de sí y
de sus anteriores relatos. De esta manera, cohabitan en él tendencias anteriores más aferradas a
una vida de campo, de pampa, de comunidad, y la interacción de nuevas prácticas y lenguas, la
búsqueda de la libertad, la individualidad, la posibilidad de crear nuevos sueños que, en todo
caso, son los sueños de progreso que han sido aprendidos. Este combate en las representaciones
del orden social tiene lugar en una naciente vida urbana, en la cual el ser queda encerrado,
enclaustrado en soledad en la compañía de muchos. Sin duda, la mezcla de prácticas y de
identidades sufre procesos de asimilación y cambio en una suerte de simbiosis hacia la
constitución de nuevas estructuras sociales que aún perviven en nuestras sociedades
latinoamericanas.
modernidad; se constituye, al mismo tiempo, en plataforma receptora de ella y en condición que hace posible, que
alberga, que gesta el pensamiento moderno.
45
El habitante de la emergente ciudad experimenta cambios en sus modos de representación
de sí mismo, del otro y de lo otro. Paralelamente, elabora otros modos de representación de la
experiencia personal y colectiva, habita y es habitado por un espacio en permanente
construcción, en continua transformación. Los escenarios complejos y variados, sus imágenes,
lenguajes y dinámicas generan estructuras sociales que conducen a experimentar la ciudad de
manera diversa. Vivir la ciudad es interactuar con ella, es, siguiendo a Giraldo (1994), “una
manera de ubicarse en y ante el mundo, una manera de ser donde es posible sentir la aventura de
los callejones sin salida o de los laberintos oscuros, en la expectativa de los inciertos
acontecimientos vividos” (p. 18).
La gran ciudad, la rápida y arrolladora mutación de la existencia humana en medio de un
general desarraigo en una ciudad inhóspita se impone a la vista de todos, pero no todos la ven.
Dicho desarraigo (Zarone, 1993, p.7) emerge también de la conciencia del tiempo como límite,
como finitud. Reconocer la finitud de la vida conduce al vacío, a la oscuridad del reconocimiento
de que todo acaba, a la posibilidad de elegir ser cualquier cosa, ser indiferente; así,
es cierto que los seres del universo urbano no son ‘auténticos’, pero en cambio
pueden presumir de vivir un estado parecido al de la libertad, puesto que su ‘no
ser nada’ les constituye en pura potencia, disposición permanentemente activada a
convertirse en cualquier cosa (Delgado, 1999, p. 15).
Convertirse en “cualquier cosa”, en “nadas ambulantes”, pareciera ser también una
opción, una resistencia, la posibilidad de no hacer nada, de no ‘usar’ el tiempo en aras del
progreso, de dejar que este pase, como pasa la vida, es la opción del nada merece ser hecho.
46
Los nuevos entramados sociales formaron parte de las discusiones intelectuales23, que
para entonces emergían y palpitaban con gran fuerza al ritmo de la constitución de lo urbano.
Así, el impacto de los dramáticos cambios sociales, gestados desde el período decimonónico
finisecular, resuena con notoria agudeza en el campo de las ideas: “la ciudad misma es objeto del
debate ideológico-estético: se celebra y se denuncia la modernización, se busca en el pasado un
espacio perdido o se encuentra en la dimensión internacional una escena más espectacular”
(Sarlo, 1988, p. 28).
Si bien la reflexión sobre la nación ocupaba un lugar central, también se dedicaron
importantes análisis y deliberaciones en torno a la literatura como parte del clima social y
cultural que se agitaba en las dos orillas. Durante la década del treinta, diversas posturas,
reclamos y denuncias mostraban afinidades y distancias problemáticas, que denunciaban los
rumbos que la literatura estaba llamada a seguir en cuanto a dar continuidad a modelos existentes
o volver la mirada hacia Europa como paradigma de cambio.
Asuntos como cosmopolitismo y criollismo (en términos de nueva estética o de
desviación pintoresca o folclórica), la interlocución entre lo culto y lo popular, el
internacionalismo legítimo y las tendencias europeas, entre otros, constituían un importante
centro de reflexiones compartidas en ámbitos escritos. Polémicas en torno al idioma, a la
existencia de una creación estética nacional, a la construcción de un canon literario y al valor de
la literatura como reveladora de los sentidos que asumirá la nación, se integran también a dichas
reflexiones.
23 Cabe mencionar, entre otros, “Radiografía de la pampa” (1933) de Ezequiel Martínez Estrada y “El
hombre que está solo y espera” (1931) de Raúl Scalabrini Ortiz.
47
El proceso de modernización “invitó a una reforma del trabajo intelectual y a una seria
evaluación de la tradición literaria en la cultura argentina” (Masiello, 1986, p. 28). En el marco
de estas reflexiones, Beatriz Sarlo analiza las vanguardias literarias como aspecto ligado al
proceso de modernización que tuvo lugar en la etapa decimonónica finisecular y en los
comienzos del siglo XX, particularmente en las décadas del veinte y del treinta.
Estas décadas son importantes debido a las nuevas condiciones de la cultura urbana
visiblemente marcadas en este período e, igualmente, debido a la necesidad de otorgar a la
tradición un papel fundamental. Para Sarlo (1988),
si todo proceso literario se desarrolla en relación con un núcleo estético-
ideológico que lo legitima (tradición…una dimensión de lo social…), los jóvenes
renovadores hicieron de lo nuevo el fundamento de su literatura y de los juicios
que pronuncian sobre sus antecesores y sobre sus contemporáneos (p. 95).
La relación con lo nuevo se configuró como una de las tres formas de expresión de la
literatura de entonces24. Lo nuevo empezó a tener lugar en el contexto de las diversas defensas
intelectuales que lo reclamaban en medio del cambio sustantivo de la sociedad enmarcada en la
gestante ciudad moderna. En ella se generó una “cultura de mezcla”, en la cual cohabitan
aspectos “defensivos y residuales junto a los programas renovadores; rasgos culturales de la
formación criolla al mismo tiempo que un proceso descomunal de importación de bienes,
discursos y prácticas simbólicas” (Sarlo, 1988, p. 28). Esta coexistencia, sin duda, marcaría
posturas estéticas de preservación y de cambio, en las cuales lo nuevo agitó las redefiniciones
24 En este texto, llamado Una modernidad periférica. Buenos Aires 1920 y 1930 (1988), Sarlo también
establece la relación entre literatura y pedagogía social, así como el vínculo de aquella con la revolución.
48
intelectuales. Las nuevas percepciones y consecuentes posturas se hicieron visibles en programas
y prácticas de vanguardia25.
El efecto de las sustantivas transformaciones socioculturales mencionadas en el ámbito
cultural rioplatense, se deja leer en las revistas y periódicos como medios privilegiados para
levantar la voz en el escenario cambiante; en ellas se gestaron líneas de opinión como Martin
Fierro, Prisma, Proa, Sur, Claridad, que ocupan un lugar destacado26. Estos medios de difusión
se constituyeron en campos de fuerza que se han hecho visibles en diversos enfoques ideológicos
de la intelectualidad bonaerense que, para entonces, con enorme celo por su quehacer intelectual
y por el poder que reclamaban para otorgar legitimidad a la escritura (Masiello, 1986, p. 24),
incursionaron de manera vivaz en el decir crítico.
En este marco de discusiones y posturas, emergió la preocupación de los intelectuales por
hacer una valoración crítica de la tradición literaria argentina en el contexto de la marcada
consolidación de ciudad moderna, aspecto que, entre otros, convocó la creación de tertulias de
discusión y reflexión intelectual y artística, que derivaron a su vez en la consolidación de grupos
25 Amplio estudio ha suscitado este fenómeno. Dentro de este, retomo el trabajo de Francine Masiello
(1986), autora para quien el concepto de vanguardia alude al “exuberante desafío del escritor a sus tradiciones”. Es
justamente en la vanguardia de los veinte en la cual “el escritor organiza conscientemente un programa para ejecutar
su poder sobre los acontecimientos de la escritura y para exigir el reconocimiento del público” (pp. 11-24).
Igualmente, destaca el quehacer del movimiento en su indagación por el reconocimiento de las tradiciones como
punto de partida para sus búsquedas renovadoras.
26 Para un abordaje detallado de cada una de ellas ver Masiello, F. (1986) y Sarlo, B. (1988). De esta misma
autora, los artículos “Vanguardia y criollismo: la aventura de Martín Fierro” (1997a) y “La perspectiva americana
en los primeros años de Sur” (1997b), en Altamirano y Sarlo (1997). Ver también Funes, P. (2006) y Prieto, M.
(2006).
49
con amplias diferenciaciones y múltiples cercanías. Uno de ellos es Boedo27, ampliamente
conocido en los ámbitos de discusión académica y cultural y, el otro, es el Grupo Florida28. Sin
tener fronteras divisorias perfectamente delimitadas —ni en sus postulados, defensas y rechazos
ni en la membresía de sus integrantes— cada uno abanderaba posiciones definidas sobre lo
estético, lo literario, y, adicionalmente, trazaron un mapa cultural e ideológico de matices
político-sociales propios de la construcción intelectual que la época de cambio reclamaba.
Amplios estudios en torno a la constitución de estas actividades grupales han tenido lugar
de parte de la crítica y la historia literaria, particularmente con la intención de enfocarlos como
antagónicos. Aun así, la búsqueda de un lugar de reconocimiento de la profesión de escritor, es
decir, la legitimación del oficio, sumada al carácter crítico de renovación literaria en el escenario
cambiante de ciudad moderna, conducen a afirmar con Masiello (1986) que “la brecha entre
Boedo y Florida, quizás [es] más leyenda que hecho auténtico” (p. 59).
27 Boedo surgió en la década del 20. Se caracterizó por entender el arte como posibilitador de una
comprensión de la realidad, cercano a las necesidades de los grupos sociales menos privilegiados, es decir, un arte
comprometido. De su mano se dio a conocer una temática social envolvente de los sectores populares, del
movimiento obrero. Buscaba innovar desde los hechos y no desde la forma, es decir, contar historias de las clases
marginales. Su nombre nació precisamente de la calle Boedo, que recibió un importante número de inmigrantes y
fue creciendo con sus propias cargas culturales, lo cual imprimió al sector un carácter propio de arrabal.
28 Este Grupo abanderaba una propuesta vanguardista, es decir, de ruptura. A su vez, defendía el uso de un
lenguaje porteño en contravía de las mezclas que la inmigración gestaba. En ese sentido, fue criticado por abanderar
una tendencia clasista en la defensa de sus raíces de dicción regional. Este grupo se congregó en torno a la
importancia de la publicación Martín Fierro. El nombre del grupo nació de la calle Florida, en la cual se daban cita
los cosmopolitas de clase media y los porteños rancios y puros; Arlt diría que esta era una calle sin espíritu. Para ver
comentarios sobre estos dos grupos, ver Barletta, L. (1967); Sarlo, B. (1969); Prieto, M. (2006) y Prieto, A. (1967).
50
En este marco contextual, tanto desde el punto de vista social como en lo atinente a las
posturas intelectuales del momento, precisamente en medio de la fractura en la cultura uruguaya
que fungió como apertura de un período creador que rige la vida intelectual del país (Rama,
1979b), se insertan también las reflexiones de Juan Carlos Onetti, quien desde su pluma
periodística29 se une a las discusiones del momento.
Este tiempo de ciudad reclamaba un lugar en el pensamiento de la vida. Para ello, cabe
preguntarse con Saint Girons (2013):
¿Miramos un paisaje? Lo vemos, ciertamente, pero hacemos más que verlo: lo
‘realizamos’, lo volvemos real (…). Sentimos su forma y su materia actuar y
vibrar en nosotros y remodelamos sus elementos (…) sentimos el devenir de un
paisaje y el sentido profundo de sus elementos. El paisaje no puede,
verdaderamente, surgir más que en la medida en que se establece un plan
intermediario, en el cual escojo mi horizonte y dejo hablar al mundo (p. 89).
Y escucho al mundo en un acto nada neutral ni inocente ni aséptico ni positivo. Onetti
escuchaba la ciudad y desde allí inserta su pluma periodística como reacción clara de nuevas
definiciones; la nueva ciudad, las discusiones intelectuales y las tradiciones que se adoptan,
conducen a recrear el conjunto de discursos contextuales de la vida que hacen posible el decir de
la literatura, puesto que esta no surge en el vacío (Todorov, 2009, p. 16). De igual forma, el
campo axiológico que, a manera de ars poética, el uruguayo esboza en sus columnas
29 Para finales de los treinta, Onetti ya había trabajado en diversos espacios de redacción tanto de periódicos
como de revistas de ambas márgenes del Río de la Plata, pues su tránsito era de ida y vuelta entre ambas capitales:
vivió alternativamente entre Buenos Aires y Montevideo desde los treinta hasta mediados de los años cincuenta. Los
dos siguientes decenios permaneció en su ciudad natal, para luego exiliarse en España hasta su muerte.
51
periodísticas, otorga pistas sobre sus rutas de escritura en las cuales su experiencia de ciudad y
las tradiciones literarias que elige constituyen aspectos decisivos en el acontecimiento literario de
su narrativa.
Las características de su escritura se pueden apreciar en distintos confines de la narrativa
del uruguayo. Uno de los referentes que permite contextualizar la procedencia y el alcance de la
mirada onettiana es citado por Teresa Bassile (2000, pp. 2-5), quien señala que al fundar el
semanario Marcha, Carlos Quijano invita a Onetti como secretario de redacción y le pide una
columna nacionalista y antiimperialista. De esta anécdota resulta revelador destacar la pregunta
que suscita la respuesta del escritor a un mandato en el que la intención política es ostensible:
¿Cómo responde al deseo de una crítica literaria que pueda llamarse nacionalista y
antiimperialista? En sus colaboraciones, Onetti propone un programa de
fundación de la literatura nacional, uruguaya, bajo las condiciones de lo que
podemos llamar una autonomía del arte. Sus más acalorados ataques apuntan a
dos cuestiones. Por un lado critica las posibles funciones del ‘intelectual’ en el
marco del campo social y político. Desarrolla una serie de objeciones a cualquier
intento de ‘compromiso’ del escritor. Coloca a la literatura en el espacio del ocio,
la gratuidad, lo inútil (Bassile, 2000, p. 3).
Aquí la “autonomía del arte” consiste, entonces, en un movimiento de la interpretación
que va de la experiencia, de la vivencia, a los lenguajes del vivir sin más pretensiones que la
escucha de las percepciones en sus honduras propias. Lo fundamental de la vida no sugiere
interpretaciones causales y tampoco explicaciones que deriven en compromisos y
responsabilidades políticas o éticas: “Ni un lenguaje nativista, ni un reflejo de lo real, ni un
52
compromiso político, ni una literatura de denuncia; el artista es, para Onetti, aquel ‘hombre cuyo
destino sea escribir, sin sucedáneos ni agregados’, en soledad” (Bassile, 2000, p. 4).
53
2. El tiempo de Periquito el aguador, clamores de un giro literario
En la década del cuarenta, Onetti percibe que
lo que se mueve bajo sus pies y lo que lleva
en la cabeza sobre la vida de otros pueblos,
es lo mismo; que los asuntos políticos y
morales, que las pasiones artísticas y
literarias, que las ideas y las lecturas, son
equiparables en uno y otro universo, que
todos están en la misma cosa.
Rama, 1987, p. 81.
La primera estancia de Onetti en Buenos Aires, como vimos, está marcada por la
experiencia de una ciudad en expansión. De acuerdo con Rufinelli (1987) Onetti vivió dos
periodos argentinos. El primero,
desde 1930 hasta 1934, estuvo signado por el primer contacto con una ciudad
pletórica, moldeada por el aluvión inmigratorio y modernizada por el avance de
las clases medias irigoyenistas (...). El segundo período fue más extenso: corrió
desde 1941 hasta 1955, una década y media, y fue en él, durante él, o por sus
incitaciones, que se gestaron además de varios cuentos, cuatro novelas
importantes30 (pp. 17-18).
30 Tierra de nadie (Escrita en Montevideo pero publicada en Buenos Aires, 1941), Para esta noche (1943),
La vida breve (1950) y Los adioses (1954).
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A su regreso a Montevideo, aún pequeña y de avances menos impetuosos que la vecina,
sus primeras y notables obras narrativas amén de sus primeras incursiones en prensa, son de una
enorme riqueza que insinúa con fuerza lo que sería su trabajo periodístico inmediatamente
ulterior. Onetti posee una “particular lectura del universo simbólico de las dos grandes urbes
rioplatenses y aspira a una dimensión creativa: la escritura de textos que no sólo sean el producto
de la ciudad, sino que, a su vez, la produzcan” (Antúnez, 2000, p. 113). Así, ciudad y literatura, y
viceversa, se constituyen en preocupación, pasión y vida para el escritor uruguayo, pese a que el
autor confesaba con cierto aire aséptico
Yo soy un tipo sin relación con el mundo. El cerebro no me da para entender de
verdad lo que estoy viviendo, las gentes ni las cosas ni un corno. Todo me resulta
como entre sueños y no hay forma de despertar. Toda mi comunicación con el
mundo la establecía a través de ella y perdida ella no hay caso, no hay ersatz. Esto
me tiene mal; en consecuencia, tengo que escribir y escribir y escribir (Onetti,
2009, p. 141) 31.
Juan Carlos Onetti trabaja como secretario de redacción del semanario Marcha de 1939 a
1941 –“Marcha significó para Onetti la oportunidad para desarrollar en diferentes vías el talento
que venía madurando casi en secreto” (Ruffinelli, 1987, p.24) –, incursión periodística que él
mismo adjudica a Carlos Quijano:
La culpa la tuvo Quijano. Pero como todo el mundo sabe que los desastres
sufridos por el país en los últimos años los provocó el mencionado mediante
31 Hugo Verani, en su edición crítica del libro Juan Carlos Onetti. Cartas de un joven escritor.
Correspondencia con Julio E. Payró (2009), reúne 67 textos inéditos que constituyen la correspondencia que Onetti
sostuvo con Julio E. Payró, durante 20 años, entre 1937 y 1957.
55
Marcha y por control remoto, una culpa más —aunque tan grave como ésta—
poco pesará sobre su conciencia. En la época heroica del semanario (1939-1940),
el suscrito cumplía holgadamente sus tareas de secretario de redacción con sólo
dedicarle más de veinticuatro horas diarias. A Quijano se le ocurrió, haciendo
numeritos, que yo destinara el tiempo de holganza a pergeñar una columna de
alacraneo literario, nacionalista y antiimperialista, claro (Onetti, 1976, p. 15)32.
Onetti incursiona en el semanario Marcha en un período de “eclosión de una nueva
literatura”, entre 1939 y 1940, en el que entra al escenario literario una “nueva Generación que
podría llamarse de 1939 o de Marcha”, la cual facilita la aparición de “una nueva concepción del
arte y de la vida conjuntamente con una serie de creadores cuya producción se extenderá por los
decenios siguientes” (Rama, 1979, p. 126). Este período de consolidación de una postura ética y
literaria es fundamental en Onetti, quien desde allí, también, en el local de Marcha (Rincón 593)
escribe la segunda versión de El Pozo, cuya primera versión se le extravió en Buenos Aires hacia
1932 (Ruffinelli, 1987, p. 25).
En Marcha, Onetti publica en dos secciones: La piedra en el charco y Cartas al director,
en las cuales firma como Periquito el Aguador y Grucho Marx33, respectivamente. Mientras la
32 La recopilación de artículos periodísticos de Onetti es realizada por Jorge Ruffinelli en Réquiem por
Faulkner y otros artículos (1975), texto que, además, contiene algunas entrevistas y reportajes que le hicieran al
autor uruguayo. A partir de aquí, cada referencia será tomada de este libro, de la edición de 1976, y se citará con el
nombre de Onetti. Para ampliación del trabajo periodístico del escritor uruguayo en función de su narrativa ver
también la primera parte del capítulo I del texto de Mattalia, S. (1990) y el libro de Petit, M. (1994).
33 Groucho Marx (Julius Henry Marx) fue un actor norteamericano, miembro del grupo de los hermanos
Marx. El seudónimo de Onneti no tiene la “o”: Grucho Marx.
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primera sección estaba destinada a sus mordaces comentarios literarios, la segunda estaba
concentrada en temas relacionados con la realidad nacional y su actualidad política. En la
primera devela sus posiciones frente a la literatura que no solo fungen como proyecto narrativo
sino que permiten leer sus posturas éticas y estéticas, constituyendo una suerte de ars poetica. En
ellas expone su sensibilidad abierta a los necesarios cambios que la literatura reclamaba y que él
mismo incorporaría en su obra. Particular atención merece la emergencia de ciudad que él
experimenta y consecuente gestación de nuevas formas de creación y, desde luego, el llamado
que hace a los escritores, el mismo que se hace a sí mismo, a generar unas relaciones, unas
estéticas nuevas para dar cuenta de lo indecible que empezaba a ser el entorno y la necesidad de
que la literatura lo contuviera. Era urgente crear una literatura propia puesto que, como lo plantea
el autor uruguayo,
estamos en pleno reino de la mediocridad; entre plumíferos y sin fantasía, graves,
frondosos, pontificadores con la audacia paralizada. Y no hay esperanza de salir
de esto. Los ‘nuevos’ sólo aspiran a que alguno de los inconmovibles fantasmones
que ofician de papas les diga alguna palabra de elogio acerca de los poemitas. Y
los poemitas han sido facturados, expresamente, para alcanzar ese alto destino
(Onetti, 1976, p. 30).
Él también como nuevo, y sin duda, distinto, traza con claridad sus ideales literarios.
Desde sus textos periodísticos, Onetti empieza a configurar una poética de su trabajo como
escritor a partir de la exposición críticamente escueta de lo que para él resulta legítimo en
literatura y lo que debe ser eludido, vale decir, aquello que toma y actualiza, y aquello que evita
en el decir literario, como aspectos que habría de contemplar también en la narrativa que crea a
lo largo de su trayectoria literaria. Algo así reconoce a su amigo cuando afirma: “Me está
57
madurando una cínica indiferencia nacida tiempo atrás. Pero yo creo que el desarrollo del
humano espíritu, como la historia, no se realiza en una inflexible línea recta; esto me consuela”
(Onetti, 2009, p. 56).
Escribir es la labor. Hacer de la literatura el arte de escribir, el arte de
durar frente a un tema, al fragmento de vida que hemos elegido como materia de
nuestro trabajo, hasta extraer, de él o de nosotros, la esencia única y exacta. Durar
frente a la vida, sosteniendo un estado del espíritu que nada tiene que ver con lo
vano, lo fácil, las peñas literarias, los mutuos elogios, la hojarasca de mesa de café
(Onetti, 1976, p. 22).
Escribir, entonces, equivale para el uruguayo a construir una literatura propia y a hacer
también propio un mundo literario. Para ello, Onetti propone
que cada uno busque dentro de sí mismo, que es el único lugar donde puede
encontrarse la verdad y todo ese montón de cosas cuya persecución, fracasada
siempre, produce la obra de arte. Fuera de nosotros no hay nada, nadie. La
literatura es un oficio; es necesario aprenderlo, pero más aún es necesario crearlo
(Onetti, 1976, p. 43).
Aprender el oficio de la escritura es justamente escoger y aceptar tradiciones, tal como él
mismo reconoce más adelante. La pasión del uruguayo durante su trasegar literario es crear
escritura y, a través de ella, otorgar vida, esa misma que le resulta conflictiva e incluso
desesperanzadora, es elaborada por él, así vive los días de su vida y las páginas de su escritura.
Mediante este ejercicio de pasión y condena, como él mismo lo llama, intenta desentrañar todo
ese montón de cosas que el arte persigue, de manera que plantea más preguntas e interrogantes
58
que respuestas, como corresponde a los acercamientos al arte, a la literatura, a la escritura, a la
vida misma. Juan Carlos Onetti propone, entonces, lo que los nuevos escritores han de ser:
Gentes despreocupadas del mundillo intelectual, ligadas a su tarea por furor de
maniáticos. Si hubo algo bueno detrás, tanto mejor para las antologías. Hoy se
trata únicamente de que cada uno diga su verdad de manera verdadera (Onetti,
1976, p. 57).
“Onetti sintió como propia la misión de plantearse el problema del estancamiento de la
literatura uruguaya (‘la ostensible depresión literaria que caracteriza los últimos años de la
actividad nacional’), atribuyéndose el deber de constituirse en beligerante voz crítica” (Verani,
1989, p. XI)34. En consecuencia, adopta una posición distinta a la estética regionalista, toma
distancia de los asuntos locales para acercarse al hombre de ciudad, a ese ser que empezaba a
experimentar nuevas relaciones con el tiempo derivadas de sus relaciones con el nuevo espacio.
Así, afirma la necesidad de apartarse de la literatura que circulaba en Uruguay, la cual era aún
ajena a las realidades emergentes que empezaban a orientar las nuevas condiciones de vida en la
cambiante ciudad que comenzaba a generar otras formas de actuar en el tiempo, de relacionarse
con él. De esta manera, reconoce su franca lejanía de las literaturas circundantes35 por “el hecho
de que no nos vemos representados en las diversas formas literarias que por aquí se estilan”
(Onetti, 1976, p. 19), además porque “no tenemos huellas para seguir, el camino habrá de
34 La nota en paréntesis es tomada por Verani de Réquiem por Faulkner y otros artículos, de la edición de
Jorge Ruffinelli de 1975, Montevideo: Arca/Calicanto.
35 Dentro de los textos que la abordan en el marco de los cambios del momento, se destaca el trabajo de
Rodríguez Monegal, E. (1969, pp. 21-25).
59
hacérselo cada uno” (Onetti, 1976, p. 31). El llamado del uruguayo confirma la necesidad de
buscar una voz que muestre la vida que se agita en la naciente ciudad, puesto que
la llegada al país de razas casi desconocidas hace unos años: la rápida
transformación del aspecto de la ciudad que levanta un rascacielos al lado de una
chata casa enrejada; la evolución producida en la mentalidad de los habitantes —
en algunos por lo menos después del año 33— todo esto, tiene y nos da una
manera de ser propia. ¿Por qué irse a buscar restos de un pasado con el que casi
nada tenemos que ver y cada día menos, fatalmente? (Onetti, 1976, p. 28).
Periquito el Aguador hace significativas críticas a la literatura criollista por centrarse en
la vida rural, desconociendo una creación que diga al hombre urbano36, que reconozca que “este
mismo momento de la ciudad que estamos viviendo es de una riqueza que pocos sospechan”
(Onetti, 1976, p. 27), ciudad nueva, ciudad inédita. De esta manera, Onetti afirma la pretensión
de alejarse de buena parte de la literatura uruguaya puesto que “una literatura vive sólo cuando
trabajan para ella hombres formados con una natural indiferencia por el pasado” (Onetti, 1976, p.
57). Esta necesidad de un nuevo decir literario se plasma en su narrativa que palpita, advierte y
avizora nuevas realidades, aspecto que el escritor Carlos Fuentes (1980) reconoce con gran
nitidez cuando afirma:
La modernidad había llegado a Latinoamérica (…) esa civilización, lejos de
procurar la felicidad o el sentimiento de identidad o el encuentro con valores
36 Lo urbano, siguiendo a Delgado (1999), es “asociable con el distanciamiento, la insinceridad y la frialdad
en las relaciones humanas con nostalgia de la pequeña comunidad basada en contactos cálidos y francos y cuyos
miembros compartirían —se supone— una cosmovisión, unos impulsos vitales y unas determinadas estructuras
motivacionales” (p. 25).
60
comunes, era una nueva enajenación más profunda, una soledad más grave (…)
nadie supo ver esto mejor o antes que el gran novelista uruguayo Juan Carlos
Onetti, cuyas obras tristes, misteriosas, entrañables, son las piezas de fundación
de nuestra modernidad enajenada (...) son como el conocimiento de ciudades
inalcanzables (1980, p. 28).
Onetti recalca la creación de una temática propia y la búsqueda de un lenguaje también
propio como requisitos estéticos del momento, hace un llamado a reconocer la existencia de la
ciudad y a alejarse de las imperantes maneras criollistas de hacer literatura. Hasta entonces no
circulaba una obra nacional, pues,
cuando un escritor desea hacer una obra nacional, del tipo de la que llamaremos
‘literatura nuestra’, se impone la obligación de buscar o construir ranchos de
totora, velorios de angelitos y épicos rodeos. Todo esto aunque él tenga su
domicilio en Montevideo (…). Entretanto, Montevideo no existe (Onetti, 1976, p.
27).
La ciudad es “una voz que no ha sonado”37, por ello Periquito afirma la necesidad de dar
la espalda al inmediato pasado literario que considera no solo inútil sino decadente. De esta
manera, reclama la importancia de abandonar el acendrado regionalismo presente en la creación
estética de su país, para abrirse hacia otras posibilidades de escritura, distintas, lejanas, foráneas,
y, también, nuevas y personales. Onetti ve la ciudad de manera nítida y nota su inexistencia en la
literatura circundante. Sus reclamos de otorgar vida a la nueva realidad emergen de su
sensibilidad frente a los eminentes cambios que la urbe nueva genera y, en consecuencia, a la
37 Es el título de una de sus editoriales de 1939, que se encuentra en la recopilación de Ruffinelli, J.(1976)
p. 18.
61
clara emergencia de nuevas relaciones que posibilita. Onetti es consecuente con sus propios
reclamos, como si los lanzara a sí mismo, son su propia voz de escritor convencido del valor que
implica atreverse al cambio; pues, para ello,
es necesario que una ráfaga de atrevimiento, de puro y firme atrevimiento
intelectual cure y discipline el desgano de las inteligencias nacientes y que haya
alguien que sepa recoger las lecciones que Ortega y Gasset dictaba a los jóvenes
argentinos, con estas palabras de Hegel, que deben grabarse como un lema:
‘Tened el valor de equivocaros’ (Onetti, 1976, p. 17).
Su reclamo de cambio en esta nueva experiencia de ciudad es evidente. Con todo,
“SIEMPRE HAY ALGO que no se dice (Verani, prólogo a Onetti, 2009, Carta 48), así, con
mayúsculas, como si gritara su revelación; es que, para Onetti, lo que verdaderamente importa, el
significado profundo de las acciones humanas, no se puede decir, comunicar” (Onetti, 2009, p.
29), relato y vida donde siempre queda algo por decir, su narrativa nos dice casi un siglo
después.
El proceso civilizatorio genera marcadas transformaciones, al decir de Joseph (2002): “el
medio privilegiado donde se combinan efectos de mutación y efectos de emancipación es la gran
ciudad, en la que podemos observar el proceso de civilización como visto en el microscopio” (p.
73). Resultado de esta comprensión y apertura sensible, como una observación en el
microscopio, el autor uruguayo clama por la necesidad de cambios formales en la escritura, tanto
en las temáticas de que es objeto la obra como en las perspectivas y el lenguaje que se emplean
para conducir un decir propio. Así, propone abandonar las formas inmediatas existentes y
aprender de otras estéticas, entonces, “darse sin exclusivismos cada uno lo suyo a favor de esa
aura reordenadora, neo-romántica, impregnada de ancho humanismo que está dando la vuelta al
62
mundo” (Onetti, 1976, p. 17). Mirar hacia afuera, extender las fronteras, revisar diversas maneras
de hacer literatura es también un llamado a tejer unas tradiciones otras, más allá de las dadas en
la realidad cercana; “esta dialéctica nos recuerda que el relato forma parte de la vida antes de
exiliarse de la vida en la escritura; vuelve a la vida según los múltiples caminos de la
apropiación y a costa de tensiones inexpugnables” (Ricoeur, 1996, p. 166).
El reclamo de que la ciudad encontrara una voz que la dijera en la literatura circundante,
se constituye en un llamado vehemente del uruguayo; y, con la ciudad, la emergencia de un
nuevo ser que aprende otras formas de relacionarse con su entorno, con el tiempo, es el alma por
capturar en la escritura. Así lo reconoce Onetti al citar a Wilde:
Decía Wilde —y ésta es una de las frases más inteligentes que se han escrito—
que la vida imita al arte. Es necesario que nuestros literatos miren alrededor suyo,
hablen de ellos y de su experiencia. Que acepten la tarea de contarnos cómo es el
alma de su ciudad. Es indudable que si lo hacen con talento, muy pronto
Montevideo y sus pobladores se parecerán de manera asombrosa a lo que escriban
(Onetti, 1976, p. 28).
El reconocimiento de la vida dicha en el arte, de la vida que lo imita, del arte llamado a
escribir el mundo es evidente en sus alacraneos. Para entonces, la temática urbana emerge en
Argentina, con formas que expresan complejas problemáticas, esto es, que empiezan a decir la
ciudad, como en el caso de Arlt, al que aludo en las páginas siguientes. Por tanto, el llamado de
Onetti está orientado a crear nuevas formas narrativas, a alejarse de los parroquianismos, a hacer
una literatura otra.
Juan Carlos Onetti incursiona en la exploración de nuevos enfoques como elemento
central de las formas del decir literario en consonancia con su postura ética y estética esbozada
63
desde sus páginas en Marcha. Su crítica acérrima a conceptos como forma narrativa, técnica
literaria, lenguaje, estilo y exploración de la ciudad como temática, se articulan para consolidar
la postura ética que asigna al escritor: “Hay que hacer una literatura uruguaya; hay que usar un
lenguaje nuestro para decir cosas nuestras” (Onetti, 1976, p. 43). Ese lenguaje “nuestro”, desde
luego, no alude al de la realidad circundante, a aquel que pulula en la literatura inmediata, alude,
más bien, a la necesidad de trabajar sobre la lengua y sobre la escritura como únicas vías de crear
obra y con ella, de decir el mundo, de narrarlo. La conciencia de ello vuelca el quehacer de
Onetti hacia la búsqueda de una estética otra. El fundamento central de la poética onettiana,
entonces, es la “admirable comprensión de esta verdad: sólo es gran escritor el que puede
fundirse al alma de su pueblo y expresarla al expresarse” (Onetti, 1976, p. 33). El alma de su
pueblo envuelta ahora en la ciudad creciente.
Para Onetti, entonces, la literatura es un universo autónomo regido por leyes estéticas que
cada escritor está llamado a escudriñar para descubrir su propio lugar en ella. Precisamente, para
Onetti la renovación de las formas literarias se integra a su concepción del arte y de la vida, de
manera que se convierte en problemática central de su mundo, de su existencia entera; por ello,
su preocupación existencial es precisamente el trabajo permanente en el complejo campo del
lenguaje literario, en el cual busca expresar al nuevo hombre y sus relaciones, a ese nuevo
universo humano que asedia y que él no solo lee en su entorno sino que avizora. Para Onetti,
entonces, solo un profundo trabajo en la forma puede dar cuenta de la “sincera expresión del
artista”, de la búsqueda de “una verdad cuya persecución es la que produce la obra de arte”
(Onetti, 1976, p. 43).
La preocupación literaria de Onetti se centra en el lenguaje para decir al hombre nuevo de
ciudad, por ello, reclama el empleo de un lenguaje “desmañado”, “directo”, “antiliterario”,
64
“desprovisto de embellecimiento”, adjetivaciones recurrentes en su columna como Periquito.
Solo de esta manera se logrará expresar al nuevo habitante urbano caracterizado por la
desesperanza y la pérdida de fe en los valores, un habitante despreocupado de su pasado e
indiferente al futuro, aquel que experimenta el tiempo como absurdo, ese que opta por el fracaso,
el que no busca el éxito dado en llenar las horas de acciones productivas.
Este propósito de lo nuevo, lo mantiene en sus primeros decenios de producción literaria
en un lugar menor entre las esferas literarias del momento. Precisamente
por acentuar una realidad subjetiva, resbaladiza e inquietante, inaprehensible
racionalmente, por la irreductible ambigüedad de sus relatos y la naturaleza
figurada del lenguaje, su narrativa se encontraba en pugna con el gusto normativo,
las tendencias naturalistas o sicológicas dominantes, en las cuales prevalecía la
racionalidad discursiva, el análisis lógico y causal de estados de ánimo (Verani,
1989, p. X).
Su agudo llamado a crear una literatura propia, esto es, a crear nuevas opciones de
cercanías, de afinidades y gustos, es decir, a escoger las herencias, a escoger el pasado literario,
inserta a Onetti en el reconocimiento de que la tradición no es un legado que se recibe de manera
pasiva, más bien, es una búsqueda, una construcción en movimiento. Onetti reconoce la
necesidad de escoger los antepasados literarios, de mirar en derredor hacia otros continentes,
como él mismo señalaba:
cuando nos cae en las manos un libro de tierra donde mucha gente sabe escribir,
nos aflige el desconsuelo. No tienen genios, mesías, ni frenéticos descubridores
del paraguas. Apenas escritores cultos, buenos artesanos, que escriben con un plan
bien construido y lo realizan (Onetti, 1976, p. 23).
65
Por tanto, para Onetti las relaciones con escritores europeos no son problema pues
sugiere “importar de allí lo que no tenemos —técnica, oficio, seriedad—. Pero nada más que eso.
Aplicar estas cualidades a nuestra realidad y confiar en que el resto nos será dado por añadidura”
(Onetti, 1976, p. 24). Su posición es clara en cuanto denuncia la necesidad de alejarse de la
literatura circundante y propone acercamientos a otras tradiciones que se acogen como pasado, a
saber, las tradiciones europea y anglosajona.
Onetti expresa abiertamente la importancia de “importar técnicas”
Probablemente haya sido Onetti el primero que expresamente plantea el problema
de la incorporación técnica en términos que definen la concepción que tenía del
asunto, los cuales han sido homologados posteriormente por los demás narradores
de su generación y por los integrantes de las siguientes, con el agregado de que en
las mismas fechas lo están poniendo en práctica los narradores mayores (Asturias,
Carpentier, Borges), que estaban en comunicación estrecha con las fuentes
europeas (Rama, 1982, p. 301).
Juan Carlos Onetti marca un importante momento de ruptura en la narrativa uruguaya,
llega a ser el primer escritor de Uruguay a quien se le debe que esta haya ingresado a las formas
modernas cultivadas en Europa desde la primera posguerra, además, es el escritor más
significativo de la generación de Marcha, es decir, la generación del 39 (Rama, 1979b). La
abierta afirmación en cuanto “importar técnicas aplicadas a nuestra realidad” (Onetti, 1976, p.
24), alude a autores como Marcel Proust y James Joyce, entre otros, quienes generan en el
uruguayo admiración explícita, tal como reconoce en uno de sus artículos periodísticos:
Además, y este además lleva adentro todo lo que se va a ver, el aporte de Joyce a
la literatura es con el de Marcel Proust el más grande que haya sido hecho por un
66
solo escritor. Hablamos —ya lo sabían ustedes— del monólogo interior, elemento
técnico del que es posible encontrar huellas notables en toda la literatura
postjoyciana (Onetti, 1976, p. 67).
En sus inquietudes literarias surgen, entonces, dos problemas: el alma del nuevo hombre
en las relaciones también nuevas que empieza a entablar consigo y con los otros en la ciudad
nueva; y el lenguaje y la forma para nombrarlos, aspectos resueltos de manera magistral en su
obra, si asumimos las formas arquitectónicas del texto38. Dentro de los caminos que la novela
debe trazarse, entonces, Onetti señala la importancia de interiorizar el relato, la necesaria
recreación de nuevos procedimientos narrativos y el trabajo cuidadoso sobre el lenguaje, pues,
para entonces, pervive aquel que él define como “un grotesco remedo del que está de uso en
España o un calco de la lengua francesa, blanda, brillante y sin espinazo. No tenemos nuestro
idioma; por lo menos no es posible leerlo” (Onetti, 1976, p. 18). Su llamado es a importar, a
crear un nuevo lenguaje, no a copiar modelos. Señala la necesidad de crear una literatura propia,
sin límites espaciales o geográficos; en consecuencia, afirma la necesidad de entablar relaciones
literarias sin márgenes, puesto que
no debe perderse tiempo en el problema bizantino de si hay o no un espíritu
nuestro. [Pero] algo hay, una manera, un concepto de la vida, una idiosincrasia,
38 Compuestas por las categorías estéticas, éticas y epistemológicas que convergen al interior de un texto
literario, las cuales no solo dan unidad a la creación artística, sino que le otorgan un importante valor axiológico.
Para Bajtin, “la forma artística es la forma del contenido, pero realizada por completo en base al material y sujeta a
él. Por ello, la forma debe entenderse y estudiarse en dos direcciones: 1. Desde dentro del objeto estético puro, como
forma arquitectónica orientada axiológicamente hacia el contenido (acontecimiento posible), y relacionada con éste;
2. Desde dentro del conjunto material compositivo de la obra: es el estudio de la técnica de la forma” (Bajtin, 1989,
p. 60).
67
una simple esperanza que late escondida, buscando a ciegas la voz que la muestre
(Onetti, 1976, p. 19).
Onetti construye una poética visible en la crítica profunda al quehacer literario
circundante de su momento y en el reconocimiento de la inexistencia de una propia. La
combinación de estos aspectos le permite llevar a cabo lo que, a su juicio, la literatura debe
hacer: crear un lenguaje propio para nombrar al hombre y las relaciones que entabla con el afuera
y consigo mismo. Para el escritor uruguayo es necesario buscar una nueva manera de crear,
justamente en su misma naturaleza, esto es, en el lenguaje, en la narración, en el sentido
universal del ser, en un espacio y tiempo que le sean propios. Para logarlo, se hace importante
tener “una ciega, gozosa y absurda fe en el arte, como en una tarea sin sentido explicable: pero
que debe ser aceptada virilmente, porque sí, como se acepta el destino” (Onetti, 1976, p. 22).
La obra de Onetti se gesta en el desafío de fundar una literatura que se cree a sí misma;
de esta manera, el escritor uruguayo entra al escenario de la creación con una clara idea de lo
nuevo como fundamento de lo estético. Cuestiona los modelos convencionales, señala la
importancia de hacer una renovación formal, interroga, en últimas, la literatura en sí misma. El
énfasis de su obra es la configuración de su propio mundo. Para Onetti escribir es una pasión, un
vicio, una condena. “La importancia de las notas críticas que escribe en Marcha reside en que en
ellas formula su drástico cuestionamiento a la tradición inmediata, animado por el fervor de una
nueva literatura, en una especie de dilatado manifiesto, o, más bien, de autoafirmación en cuanto
a escritor” (Verani, 1989, p. 12).
La cartografía de las formas estéticas presentes en la narrativa onettiana permite
comprender su sensibilidad sobre el hecho vivir, sobre nuestra condición de vivientes finitos,
para él, nacer significa aceptar un pacto monstruoso y, sin embargo, existir es la única verdadera
68
maravilla posible. Darse cuenta de la existencia en su magnitud temporal deviene imaginación
hecha palabra, escritura, esto es, hecha experiencia continente y contenida por la fuerza de la
vida misma. Así, Juan Carlos Onetti propone en el laberinto de la imaginación, entendido,
quizás, como la única lucidez posible, la construcción de una realidad llena de vida cotidiana en
su relación con el tiempo, tal vez, como única salida posible a la sordidez de estar en el mundo.
El escritor uruguayo logra un salto hacia su propia esencia. Lo que busca en sus páginas
periodísticas en Marcha es subrayar “la ostensible depresión literaria que caracteriza los últimos
años de la actividad nacional” (Onetti, 1976, p. 16). Consecuente con ello, Juan Carlos Onetti se
hace a un nombre para quien la ficción es su punto de partida y de llegada; tal vez porque hay
una realidad que reside en la literatura o, quizá, no hay realidad posible sin literatura. Onetti
buscaba fundar una literatura y lo logra. Su necesidad de encontrar “un concepto de la vida y una
voz que la muestre” (Onetti, 1976, p. 19) se refugia en la creación estética. Y eso es justamente
lo que logra a partir de las tradiciones que retoma y, sin sospecharlo, conforma una tradición
propia.
69
3. Rastros de una tradición: elecciones y rupturas
Un novelista no se parece en nada a Adán. No es
aquel que, como imaginó el poeta romántico,
despertó y fue nombrando las cosas, haciendo
palabras vírgenes para las cosas vírgenes. El
novelista existe dentro de una literatura; si hablamos,
en abstracto, diríamos que nace dentro de ella y se
forma y desarrolla, con ella y contra ella hace su
creación. Y por lo mismo, es heredero de una
tradición y creador de tradiciones.
Ángel Rama.
La pregunta por la tradición implica la pregunta por el pasado y este remite, en
apariencia, a aquello que ya sucedió, que ya terminó y que, atendiendo a una línea cronológica,
ha quedado atrás, se encuentra cerrado y por ello podría pensarse concluido. Sin embargo, una
mirada distinta permite verlo, más bien, como antecedente, como preliminar, como causal, es
decir, como posibilitador del hoy, como hacedor y artífice del presente, por tanto inacabado.
Visto así, el pasado no queda atrás como entidad inamovible e inerte, por el contrario, se
reconfigura de manera permanente.
A partir de esta comprensión y, precisamente, atendiendo a que la tradición remite a
aquel, es necesario considerar que pasado y presente no se suceden de manera excluyente en una
línea cronológica, más bien, son modos de su acontecer, son, justamente, las maneras en que la
tradición tiene lugar como concepto que deambula por los tiempos cronológicos en una suerte de
70
ida y vuelta constantes. En consecuencia, la tradición comporta un movimiento de tiempos: se
hace preciso revisar el pasado en términos de la construcción de un presente cuyas resonancias
no solo se mueven hacia el futuro sino que regresan modificadas o actualizadas. Entendido así,
entonces, el pasado no es lineal, homogéneo ni uniforme, es, más bien, heterogéneo y múltiple;
sus caminos se entrelazan tanto en el tiempo como en el espacio, de esta manera, el pasado no
remite a una tradición sino a la pluralidad de ellas.
La tradición, entonces, posee un carácter de continuidad, de curvatura, esto es, de
encadenamiento, aspecto que alude a su oscilación en el tiempo y en el espacio, y permite no
solo reconocer sino enfatizar su carácter diacrónico, por naturaleza. Precisamente evidenciar el
movimiento de la tradición, es decir, su dinamicidad, admite afirmar las actualizaciones que esta
registra a manera de improntas que llevan a asumir una nueva vida, ventilar otras maneras de
crear, de hacer literatura a partir de las modificaciones y permanencias distintas de aquello que se
retoma. La selección, entonces, se relaciona con los procesos de toma y aceptación, los cuales,
por antonomasia, suponen el rechazo o abandono como elementos inherentes que dan paso a las
actualizaciones; de esta manera, continuidad y transformación mantienen una relación necesaria,
mutua y dependiente.
El concepto de pasado al cual remite la tradición no es ni inerte ni estático, más bien, es
móvil y está lleno de vida, características que hacen posible que comporte un proceso de
selección tanto de obras como de autores que, por definición, implica movimientos de toma y
abandono, de acercamiento y alejamiento. De esta manera, la tradición es selectiva puesto que
toma y actualiza y, por consiguiente, elude y aleja.
Mediante el proceso de elección, cobran vida los textos abordados de acuerdo con ciertas
afinidades y necesidades, en consecuencia, la selección se relaciona con una mirada sincrónica
71
de la tradición, es decir, remite a puntuales momentos signados por características que a cada
uno le han sido adjudicadas, principalmente por la crítica literaria. La tradición, vista desde estos
movimientos inherentes, permite la reconfiguración de la literatura como proceso en constante
desarrollo, en permanente actualización. Por tanto, es preciso entenderla en su carácter dinámico,
mutante, es decir, de ida y vuelta, aspectos que caracterizan al campo literario como espacio
abierto e inacabado y, por consiguiente, en permanente construcción.
De esta forma, ni pasado entendido como hecho concluido, ni singularidad, asumida
como posibilidad única, son características definitorias de la tradición literaria, pues si bien porta
un carácter de pasado, su abordaje no implica considerar hechos acabados; de otro lado, remite a
posibilidades de configuración en líneas de diversa naturaleza, lo cual, a su turno, es
precisamente el elemento que permite la existencia de reconfiguraciones, quiebres y
actualizaciones.
Así comprendida, la tradición conduce a una relación hecha de continuidades y rupturas.
En este sentido, Susana Cella (1998) afirma que “en las operaciones que tienen que ver con el
par tradición/ruptura, ni una ni otra son entidades invariables en el tiempo ni en el espacio” (pp.
9-10). Por tanto, el tiempo cronológico lineal desaparece ya que hay continuas actualizaciones,
rescates y mutaciones de un pasado vivo, implícito y legible; el espacio, por su parte, es
diacrónico, acepta la idea de transformación, no tiene fronteras y busca el cambio de manera
constante. Así, espacio y tiempo están sujetos a la mutación o, dicho de otro modo, la variación y
el movimiento son sus constantes. Tenemos entonces que
serían estos dos frentes que contemplaría la tradición literaria: hacia atrás, el pasado
y hacia delante como continuidad o como ruptura del pasado. De tal forma, la idea
72
de un espacio no estático, en contsrucción, habilita la incursión que realizan muchos
escritores (González Sawczuk, 2012, p. 83).
Por consiguiente, entender la tradición como concepto móvil y como lugar de encuentros
y desencuentros es reconocer que, lejos de ser un espacio cerrado, es un territorio permeable que
invita a adentrarse en una singular movilidad o, al decir de Williams (1980):
La tradición ha sido comúnmente considerada segmento histórico relativamente
inerte de una estructura social: la tradición como supervivencia del pasado (...).
siempre es algo más que un segmento histórico inerte; es en realidad el medio de
incorporación práctico más poderoso. Lo que debemos comprender no es
precisamente ‘una tradición’ sino una tradición selectiva: una versión
intencionalmente selectiva de un pasado configurativo y de un presente
preconfigurado, que resulta entonces poderosamente operativo dentro del proceso
de definición e identificación cultural y social (p. 137).
La tradición, en consecuencia, no se hereda ni se recibe pasivamente como legado, más
bien, se construye mediante un proceso de conquista, se configura y reconfigura de manera
permanente, tensión que tiene lugar en el campo de la lucha por un capital simbólico39
(Bourdieu, 1991) que, aplicando la compleja postulación bourdieuana, solo puede darse en
relación con otros tipos de capital simbólico existentes. Y es en este punto donde la crítica
literaria tiene la palabra, pues ella también cuenta con una amplia facultad creadora (Said, 2004),
cuyo poder estriba en la posibilidad que tiene de otorgar, o no, reconocimiento, posicionamiento,
39 Pierre Bourdieu define “capital” como fuerza en un campo. Toma del léxico de la economía conceptos
como mercado, producción, capital, interés, beneficio y plusvalía para resignificarlos dentro de los bienes
materiales y simbólicos de una cultura.
73
y de, incluso, incidir en la duración que un autor tiene dentro del campo. Así, la crítica hace parte
de la literatura o, como afirma Tomás Eloy Martínez (1998) mencionando a Victoria Ocampo,
“el centro de la literatura no está en quienes la hacen o la leen sino en los que vicariamente
escriben sobre ella” (p. 149). Entonces, no es difícil advertir con Juan Martini, citado por Susana
Cella (1998), que “las tradiciones también se mueven porque quienes las interpretan también
pasan” (p. 143).
La tradición, entonces, como proceso de selección y de rompimiento, hace que las
barreras de tiempo y espacio se difuminen para penetrar no una sino diversas tradiciones, aspecto
que remite a la idea de ruptura. En este sentido, y luego de avanzar en una mirada clásica de la
tradición, Octavio Paz (1987) afirma la ruptura como componente de la misma. Al hacerlo,
señala que el artista moderno busca renovar a través de la originalidad y de la novedad,
configurando, de esta manera, una tradición de la ruptura (Paz, 1987, pp. 15-37), concepto
aparentemente antagónico en sus términos pero de enorme precisión y pertinencia. La tradición
moderna es, entonces, la tradición de la ruptura.
El poeta mexicano plantea lo moderno como tradición, lo cual pareciera una
contradicción en los términos si por el segundo se entiende herencia, legado, estaticidad. Sin
embargo, en el marco de la comprensión de movimiento que la tradición implica, la paradoja
esbozada por Paz adquiere importante relieve. Para este autor,
la tradición moderna: es una expresión de nuestra conciencia histórica. Por una
parte, es una crítica del pasado, una crítica de la tradición; por la otra, es una
tentativa, repetida una y otra vez a lo largo de los dos últimos siglos, por fundar
una tradición (Paz, 1987, p. 27).
74
Como deriva de los planteamientos anteriores, se entiende la ruptura como un intento por
acceder a la diferencia, al cambio, a aquello que es distinto, lo cual solo es posible si se parte de
lo existente, de lo ya dado, es decir, del conocimiento de lo que, precisamente, se intenta tomar
distancia, independientemente de su procedencia; de esta manera, la ruptura implica también
continuidad y encadenamiento, procesos en los cuales la recreación es su constante.
Además de las relaciones anteriores del concepto de tradición, el término implica
pluralidad, esto es, el reconocimiento de otras tradiciones, aspecto que según Paz (1987),
A pesar de la contradicción que entraña, y a veces con plena conciencia de ella,
como en el caso de las reflexiones de Baudelaire en L’art romantique, desde
principios del siglo pasado se habla de la modernidad como de una tradición y se
piensa que la ruptura es la forma privilegiada del cambio. Al decir que la
modernidad es una tradición cometo una leve inexactitud: debería haber dicho,
otra tradición. La modernidad es una tradición polémica y que desaloja a la
tradición imperante, cualquiera que ésta sea; pero la desaloja sólo para, un
instante después, ceder el sitio a otra tradición que, a su vez, es otra manifestación
momentánea de la actualidad (Paz, 1987, p. 18).
La dinámica inherente a la tradición plantea confrontaciones entre las posibilidades
creativas de un autor y la fuerza que la literatura ejerce sobre esta. El pasado se abre como
abanico en el cual toda exploración no solo es posible sino inagotable, de manera que este se
actualiza desde la ruptura puesto que toda tradición debe a ella su movimiento. Así, los
fenómenos literarios no se consideran de forma aislada, dado que hacen parte de un sistema de
relaciones mediadas por la continuidad y la ruptura generadoras de la actualización. Lo anterior
no niega que una obra ha de ser considerada desde su singularidad, lo cual incluye la
75
identificación de líneas que, a manera de continuidades, “permiten ver en las obras del presente
verdaderas relecturas de las obras del pasado” (Laverde, 2008, p. 45). Por ello, el crítico estudia
las relaciones posibles que el texto entabla con los demás, busca hallar en él diversas
actualizaciones y vestigios de alguna producción literaria anterior acorde con el concepto mismo
de tradición.
Entenderla como categoría en permanente movimiento y cambio permite afirmar con
González que
se destaca a la tradición como una dinámica dentro de un proceso cultural social
cuya característica es una fuerza en movimiento selectiva e intencionada;
sobresale así como resultado el aspecto móvil y de contsrucción. Su dinámica
cubre dos movimientos, hacia atrás y hacia delante (González Sawczuk, 2012, p.
87).
Estos movimientos producen una compleja red de relaciones que tienen efecto en la
producción estético-literaria de un autor, puesto que este actualiza, incluso a través de la ruptura,
el legado literario existente o, para ser consecuente con su pluralidad, los legados literarios
existentes.
El abordaje de las tensiones que estos acercamientos conceptuales sobre tradición ponen
de relieve, y lo que a partir de ellas se puede vislumbrar en la perspectiva de una reconstrucción
de las cartografias literarias de Juan Carlos Onetti, permite recorrer sus búsquedas estéticas y
seguir el rastro a la grandeza que alcanza y al lugar que ha ganado y conh ello, a configurar una
narrativa alrededor de la ciudad onettiana.
El reconocimiento de la cercanía literaria de Onetti a William Faulkner es puntualizado
por el narrador en una entrevista que le hiciera María Esther Gilio (1969). A la pregunta de si él
76
era un autor “oscuro”, el uruguayo responde con contundencia e indiferencia: “Sí, como
Faulkner, a quien plagio desde hace años” (p. 14). Inmediatamente ella le interroga si la copia
ocurre en términos de estilo, ante lo que Onetti afirma:
No, en la manera, en la manera. Se empieza a desarrollar una idea, o relatar un
sucedido y el relato se corta, sigue por otro camino. Una asociación de ideas, un
recuerdo, hacen perder la línea primitiva. La gente cuando habla hace lo mismo;
por supuesto, sin hacer estilo (Gilio, 1969, p. 15).
Asociación de ideas, bifurcaciones permanentes, nuevas rutas del relato como en el habla
misma, constituyen la estructura fragmentaria del decir narrativo de Onetti quien magistralmente
mueve su pluma imaginativa de un suceso a otro, de un renglón a otro, como se mueve la vida
misma,
Tenían que estar en la cocina porque escuché golpear el hielo en la pileta. Abrí
otra vez la ducha y removí la espalda bajo el agua mientras pensaba en la mañana,
unas diez horas atrás, cuando el médico fue cortando cuidadosamente, o de un
solo tajo que no prescindía del cuidado, el pecho izquierdo de Gertrudis. Habría
sentido vibrar el bisturí en la mano, sentido cómo el filo pasaba de una blandura
de grasa, a una ceñida dureza después.
La mujer resopló y se echó a reír; alterada por el rumor de la ducha, me llegó una
frase:
– ¡Si supiera cómo estoy de los hombres! –Se alejó hacia el dormitorio y golpeó
las puertas del balcón–. (La vida breve, 2007, p. 15)
En un solo párrafo tienen lugar la imaginación del personaje, Brausen, quien mientras
toma una ducha imagina una pareja en el cuarto del lado, al mismo tiempo, imagina al médico
77
operando a su esposa a quien le fue practicada una ablación de seno esa misma mañana,
pensamiento que interrumpe de nuevo para regresar a la historia de la pareja que imagina y
otorga voz; esta es la manera, la manera a que alude Onetti, esta es la forma de interiorización
que otorga complejidad y dificultad a la lectura y con ella, al hilo de las historias que toman otros
caminos.
Juan Carlos Onetti expresa una particular admiración por Faulkner. Declara de manera
abierta su proximidad literaria al norteamericano debido a sus propuestas en tratamiento,
enfoques y técnicas, que se ajustan muy bien a las necesidades de cambio que reclaman los
nuevos escritores en Latinoamérica. El autor uruguayo abandera el impacto que el
norteamericano causó en su vida y en su obra y se reconoce deudor de él, abierta filiación que
permite desmitificar la idea de que la tradición se hereda o se recibe de manera pasiva; más bien
evidencia que, efectivamente, el pasado literario desde el cual todo escritor adopta una posición
estética personal se construye, se elige, se busca.
Sobre esta influencia, Luis Harss (1966) afirma que “Onetti lleva a cuestas a un maestro
que ha tenido sobre él una enorme influencia: Faulkner. La influencia es consciente y deliberada,
y Onetti ni la niega ni se disculpa por ella.” (p. 237). Ante la influencia, ante la angustia de la
influencia —parafraseando el nombre del texto de Harold Bloom (1973) —, surge el interrogante
sobre las maneras como opera o en palabras del autor:
Las influencias poéticas —cuando tienen que ver con dos poetas fuertes y
auténticos, —siempre proceden debido a una lectura errónea del poeta anterior,
gracias a un acto de corrección creadora que es, en realidad y necesariamente, una
mala interpretación. La historia de las influencias poéticas fructíferas, lo cual
quiere decir la principal tradición de la poesía occidental desde el Renacimiento,
78
es una historia de angustias y caricaturas autoprotectoras, de deformaciones, de un
perverso y voluntarioso revisionismo, cosas sin las cuales la poesía moderna
como tal no podría existir (p. 41).
Sin embargo, haciendo caso a las palabras de Onetti, en realidad no lleva a cuestas esta
influencia, más bien se jacta de ella: “todos coinciden en que mi obra no es más que un largo,
empecinado, a veces inexplicable plagio de Faulkner. Tal vez el amor se parezca a esto. Por otra
parte, he comprobado que esta clasificación es cómoda y alivia” (Onetti, 1976, p. 31).
Onetti conoce a Faulkner en un acto de “descubrimiento”. Relata el escritor uruguayo:
Yo iba caminando y me encuentro con una revista que había comprado y hojeado,
y me encuentro con un cuento que se llama ‘Todos los aviadores muertos’ o
‘Todos los pilotos muertos. Empecé a leer eso y fue un deslumbramiento tal que
me senté en un café hasta terminarlo. Me dio la sensación de que aquel era un
genio (Gilio y Domínguez, 1996, p. 43).
Ahora bien, si entendemos por faulkneriano aquel autor que actualiza del maestro
elementos estéticos para crear una narrativa propia, entonces el calificativo es adecuado para
Onetti, cuya autenticidad, rigor, profundidad y demás virtudes literarias las debe, en gran
medida, a similares adjetivos que también califican al escritor norteamericano. Faulkner y Onetti
se conjugan en una suerte de circularidad literaria en la cual el segundo toma del primero la
necesidad de hacer una literatura muy propia, auténtica, diferente; la inserción de la ciudad
creada en sus narraciones, el trabajo con el lenguaje y con la estructura, hacen de Onetti sí un
Faulkner, pero latinoamericano.
79
La cercanía del norteamericano y el uruguayo es tan notable y reconocida que Manuel
Claps recuerda que cuando Onetti le entrega un adelanto de La vida breve, para ser publicado en
la revista Número, editada por Claps con Idea Vilariño y Emir Rodríguez Monegal,
se encontró con Héctor A. Murena en el patio de la Facultad de Filosofía y Letras
de Buenos Aires. Murena hojeó rápidamente el manuscrito y dijo: ‘!pero esto es
Faulkner!’. ‘Sí —le respondió—, pero es más que Faulkner, es uruguayo’ (Gilio
y Domínguez, 1996, p. 105).
Onetti crea un universo personal, único, singular, Santa María, distinto al del
norteamericano, Yoknapatawpha40; pero, cada uno, espacio de ciudad, configuración de
territorios con sus propias cartografías y con sus propias marcas. “Juan Carlos Onetti ha
incrustado en la realidad del mundo rioplatense un territorio artístico que tiene coordenadas
claras y se compone de fragmentos argentinos y uruguayos” (Rodríguez Monegal, 1972ª, p. 258).
La creación de Santa María permite al lector de Onetti viajar entre una obra y otra, a manera de
saga, es decir, es posible encontrar puentes comunicantes entre las historias y los personajes, lo
cual, a su vez, posibilita vivir de manera más amplia sus relaciones, sus aconteceres y sus
trayectorias, pese a que tampoco, desde luego, niega la independencia estética de cada una de
ellas.
Desde sus páginas periodísticas, Onetti afirma la necesidad de hacer una búsqueda de
nuevas técnicas narrativas. Y él mismo las halla. Su escritura es fragmentada: una vez abierta
40 Un mapa con todos los datos geográficos, poblacionales y demás, donde Faulkner se reconoce como su
único propietario, puede leerse en la primera edición de Absalom, Absalom, de 1936, publicada en inglés por
Random House, en Estados Unidos.
80
una parte de la historia, esta se va revelando a trozos entre los cuales cruza fragmentos de otras,
en medio de la presentación enigmática de la vida de los personajes que, además, se repiten en
diversas obras. La existencia de narradores personajes, hace que los relatos de Onetti entren en el
plano de la indefinición, parecieran perderse, ocultarse o disolverse en las cambiantes voluntades
del narrador; quien relata, a la vez orienta, juzga, opina y hace parte de la narración. Estos y otros
procedimientos de escritura son acogidos por Onetti como estrategias, no como remedo. Algunos
personajes, por ejemplo, son creados por otro personaje, por Brausen, certeza que les hace
pertenecer de manera consciente al mundo irreal del cual forman parte, es decir, reconocen que
no actúan en una realidad sino en una ficción, en consecuencia, no se comportan ni piensan como
si fueran reales. Brausen crea al médico Díaz Grey:
…sintiendo mi necesidad creciente de imaginar y acercarme a un borroso médico
de cuarenta años…debía poseer un pasado tal vez decisivo y explicatorio, que a
mí no me interesaba…debía usar anteojos gruesos, tener un cuerpo pequeño como
el mío, el pelo escaso y de un rubio que confundía las canas; este médico debía
moverse en un consultorio donde las vitrinas…y una percha niquelada que daba a
los pacientes la impresión de no haber sido usada nunca…No tenía nada más que
el médico al que llamé Díaz Grey…( La vida breve, 2007, p. 23).
Le atribuye vida, pensamiento, acciones, posibilidades de crear, y pese a que se da cuenta que es
una creación, nota su inexistencia. De alguna manera, ellos saben que pertenecen a un mundo de
palabras, a un mundo imaginado por alguien que, a su turno, resulta también creado, pero este
último eslabón, ellos no lo conocen, algunos de nosotros, sí.
Es fácil; moverme mirando y oliendo, tocando y murmurando, egoísta hasta la
pureza, ayudándome, obligándome a ser, sin idiotas propósitos de comunión; tocar
81
y ver en este cíclico, disponible principio del mundo hasta sentirme una, ésta,
incomprensible y no significante manifestación de la vida, capricho engendrado
por un capricho, tímido inventor de un Brausen, manipulador de la inmortalidad.
(La vida breve, 2007, p. 189)
Para lograr su intención literaria de alejamientos necesarios y acercamientos requeridos,
Onetti reconoce la necesidad de ser un escritor, un artista capaz de producir un
“deslumbramiento”; serlo, implicaría lo que señalaba Faulkner, según recuerda Onetti:
Un hombre capaz de soportar que la gente —y, para la definición— cuanto más
próxima mejor, se vaya al infierno, siempre que el olor a carne quemada no le
impida continuar realizando su obra. Y un hombre que, en el fondo, en la última
profundidad, no dé importancia a su obra (Onetti, 1976, p. 167).
No cabe duda del amparo literario que un grande como Faulkner ha desplegado sobre la
producción narrativa de otros grandes escritores, entre ellos Juan Carlos Onetti41. Por tanto, que
sea ubicado dentro de las huellas faulknerianas es, sin duda, como afirma el mismo Onetti, un
alivio, pues Faulkner
era, literalmente, uno de los más grandes artistas de siglo. Alguien que no domina
el inglés y, mucho menos, el español, profetiza que antes de medio siglo todo el
mundo culto, bien educado, bien alimentado, estará de acuerdo con una simple
41 Ya es un lugar común afirmar que la influencia de Faulkner posibilita la existencia de la novela moderna
en Latinoamérica. Muchos de los buenos escritores de su generación lo leyeron y actualizaron sus huellas en
términos de sus técnicas narrativas, la variedad y vigor de sus personajes, la originalidad de su mundo creado y el
lenguaje utilizado, todo ello encantaba a los autores latinoamericanos que buscaban y reclamaban un cambio de la
ya desgastada tradición literaria inmediata.
82
perogrullada: la riqueza, el dominio del inglés de William Faulkner equivalen a lo
que buscó y obtuvo William Shakespeare (Onetti, 1976, p. 66).
La apropiación que el uruguayo realiza de técnicas y formas nuevas, sirve de marco para
mostrar una actitud descarnada, poco piadosa frente a la naturaleza humana. Además de
Faulkner, la admiración de Onetti por Roberto Arlt (1900-1942) también se hace expresa. En el
famoso prefacio de El juguete rabioso (1979)42, publicado también en Réquiem por Faulkner,
Onetti dice:
El tema de Arlt era el del hombre desesperado, del hombre que sabe —o
inventa— que sólo una delgada o invencible pared nos está separando a todos de
la felicidad indudable, que comprende que ‘es inútil que progrese la ciencia si
continuamos manteniendo duro y agrio el corazón como era el de los seres
humanos hace mil años’. [Arlt] es un escritor que comprendió como nadie la
ciudad en que le tocó nacer. Más profundamente, quizá, que los que escribieron
música y letra de tangos inmortales (Onetti, 1979, p. 16).
La obra de Arlt agita el ser de Buenos Aires que se mueve sin cesar: espacio protagonista
por el cual circulan grupos marginales y minorías excluidas, seres de periferia llenos de vicios,
sin recursos económicos, sujetos de burdel y de prostitución cuya visibilidad se hace notoria
como resultado del crecimiento masivo urbano. En la obra arltiana el espacio-ciudad se presenta
como tema, como lugar que se habita y es habitado por personajes del común, por grupos que no
42 Publicado originalmente por Buenos Aires, Editorial Latina, en 1926. Dentro de su obra narrativa se
destacan asimismo Los siete locos (1929) y Los lanzallamas (1931); también escribe relatos, crónicas y obras de
teatro.
83
poseen los dones de éxito y prosperidad que los relatos de la modernidad postulan43; por sujetos
en mutación, anodinos, desesperanzados y melancólicos. Roberto Arlt, simpatizante tanto del
socialismo como del comunismo y, a la vez, crítico acérrimo de ambos, personaje extraño y
huidizo del mundo, constructor de una vida breve, quien reveló el alma de su ciudad, al menos
una de las almas de su ciudad, de aquella Buenos Aires oscura, plagada de subterfugios, llena de
sombras y de vacíos que, magistralmente, llena con una literatura en la cual instala temas como
“la humillación, la traición, el sueño, la angustia” (Prieto, 2006, p. 269).
La obra de Arlt contiene a los grupos minoritarios y marginales que no existen de manera
exclusiva en Buenos Aires, sino que habitan y perviven en nuestras ciudades latinoamericanas.
Su sensibilidad abierta,
su instalación en una franja social y cultural sacudida por códigos fuertemente
contradictorios, le retaceó el manejo lúcido de sus propios recursos y le impuso un
escenario en el que debía representar una inacabable batalla con fantasmas. El
fantasma de la escritura artística, del estilo, fue, probablemente, el que lo acosó
43 La modernidad encuentra un lugar privilegiado en el crecimiento y masificación de la ciudad, pero no se
queda allí, se irriga por todo el torrente que, como un gran cuerpo, irradia diversas capas y escenarios de la sociedad.
Abordada como fenómeno moderno, se asocia con los ideales de progreso, desarrollo, industria, éxito, como factores
que determinan el trasegar de la vida útil. En la ciudad emergen nuevas maneras de hacer, nuevas prácticas
cotidianas, nuevos imaginarios que inciden no solo en el afuera sino que cincelan con fuerza un interior que se
remueve, que cambia, que crea nuevas subjetividades. Surge el distanciamiento que aleja la calidez; empieza a
perderse la cercanía y espontaneidad que compartían los miembros de comunidades más pequeñas, no solo aquellas
instaladas en el campo sino en la ciudad misma, antes de crecer de manera desmesurada, antes de que tuvieran lugar
los procesos masivos de migración de los cuales las ciudades fueron determinantes.
84
con mayor asiduidad y malicia; el que lo obligó a desarrollar el más enérgico
espíritu de defensa; y el que lo distrajo, por último, de las reflexiones que mejor
convenían a su proyecto de narrador (Prieto, 1978, p.27).
Arlt se constituye en fundador de la Buenos Aires escrita, habitada por personajes
marginales; en tanto Onetti funda Santa María, un poco Buenos Aires, un poco Montevideo, un
poco cualquier ciudad latinoamericana, un poco de todas y un poco de ninguna. De hecho, “es
posible que, como señala Sergio Chejfec, haya sido el uruguayo Juan Carlos Onetti el ‘primero
que supo darle una continuidad más literaria que crítica a la obra de Arlt’ (…)” (Prieto, 2006, p.
275).
A estos dos escritores, amén de su particular amistad, los acerca el descubrimiento de lo
urbano, sus distancias estriban en el tipo de ciudad que sus narrativas habitan, en el alma de
ciudad que descubren: habitada por grupos marginales que sufren la sordidez de la vida en la
gran urbe; sus personajes hablan una jerga popular, de arrabal, su ficción hace referencia a los
aspectos más crudos de la sociedad y al derroche de impulsos humanos incontenidos. Roberto
Arlt nombra la ciudad, la descubre, la narra. En su obra se ve una
imagen no sólo de la sociedad argentina de los años treinta, cosa que atrae aún, de
modo retrospectivo, la atención de sociólogos, historiadores de la cultura (…),
sino, básicamente, de la condición del hombre moderno y su vida en la gran
ciudad (Prieto, 2006, p. 270).
No cabe duda, entonces, que Arlt aprehende la ciudad como construcción estética y se
hace pionero en llevarla a la literatura o crearla en ella al narrarla. A manera de la más aguda
85
Aguafuerte44, Los siete locos (1929) es una obra que revela la exclusión y marginalidad, así
como las aspiraciones de un sujeto arrojado al vacío, a la nada. Allí,
la representación de la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores, siguiendo una
topografía estricta, las descripciones físicas de cada uno de los personajes, y el
lenguaje coloquial en el que se comunican, contribuyen, como en El juguete
rabioso, a instalar un verosímil sobre el que se respaldan los acontecimientos
narrados (…) los personajes no son tipos, como en el realismo neto, ni casos,
como en el naturalismo de pretensiones cientificistas, sino puras individualidades
(Prieto, 2006, pp. 269-270).
De este modo, los personajes literarios creados por Arlt, se suman como novedad estética
a la literatura latinoamericana. Onetti guarda en su equipaje varios universos que le posibilitan
configurar su viaje sin retorno por el mundo de la escritura hasta el día de su muerte45, el 30 de
mayo de 1994 en España, donde vivió exiliado desde 1976. Dentro de ellos están la influencia de
autores como Faulkner y Arlt, la experiencia del escritor uruguayo en una ciudad que cambiaba
de manera vertiginosa, y las posiciones éticas y estéticas manifiestas en su pluma periodística.
Adentrarse en el estudio de la obra de Onetti facilitará ir tejiendo las maneras como los
personajes y los espacios que crea en su narrativa, en su lenguaje, permiten advertir la “absurda
44 De 1928 a 1942, Roberto Arlt publica en el diario El Mundo una columna semanal llamada Aguafuertes
Porteñas, sobre temas de la cultura urbana llenos de gran ironía y mordacidad, que le fraguaron un lugar
privilegiado de lectura. Esta sección llegó a ser tan famosa que, para aumentar las ventas, empezaron a rotar el día
de su publicación, de manera que los lectores tenían que comprar el diario todos los días para encontrarla. Estudios
sobre estas publicaciones pueden ser consultadas en el trabajo de Saítta (1992).
45 Durante los últimos cinco años de su vida permaneció en cama, siempre apoyado en su codo, leyendo,
fumando, bebiendo, viviendo, escribiendo, muriendo.
86
aventura del hombre”, la absurda necesidad de persistir en esta tarea de estar vivos; no hay
alternativa, solo llenarla de contenido y acudir a la imaginación, a la narración, a la creación
como posibilidades de fuga o de catarsis, o de ambas a la vez.
87
Segunda Parte
Tiempo y narración, fusiones de quietud
¿No ha de haber, pues, en el arte
conocimiento alguno? ¿No se da en la
experiencia del arte una pretensión de verdad
diferente de la de la ciencia pero seguramente
no subordinada o inferior a ella? ¿Y no
estriba justamente la tarea de la estética en
ofrecer una fundamentación para el hecho de
que la experiencia del arte es una forma
especial de conocimiento? Por supuesto que
será una forma distinta de la del
conocimiento sensorial que proporciona a la
ciencia los últimos datos con los que ésta
construye su conocimiento de la naturaleza;
habrá también de ser distinta de todo
conocimiento racional de lo moral y en
general de todo conocimiento conceptual.
¿Pero no será a pesar de todo conocimiento,
esto es, mediación de verdad?
Gadamer, 2005, p. 139
88
El estudio del tiempo ha constituido un problema de reflexión abordado desde
perspectivas teóricas y empíricas muy diversas, ligadas al devenir de la historia y de la vida
social misma. Tiempo y vida constituyen una diada indisoluble: la experiencia de la
temporalidad difiere del lugar y del periodo desde el cual se experimenta. Por tanto, el sentido
del tiempo es movedizo, en esa medida, su duración también lo es. Los trabajos sobre el tiempo
ponen de manifiesto problemas sobre el mismo que se plantean, fundamentalmente, desde
pesquisas ontológicas y metafísicas.
Lejos de intentar una aproximación epistemológica a la cuestión del tiempo, la parte dos
de este trabajo busca poner de manifiesto los alcances de las maneras como percibimos el tiempo
en nuestros días y la construcción narrativa posible de nuestras experiencias sobre el mismo. La
experiencia de tiempo con la cual se topa la obra es el objeto de este apartado, verter en palabras
el tiempo de la sociedad de nuestros días permite observar en ella la fragmentación y la
aceleración como rasgos inherentes a su funcionamiento.
Teniendo en cuenta que el tiempo es definitorio de la experiencia humana y, con esta, de
su condición narrativa, este capítulo indaga por el tiempo humano, ese que según Ricoeur
(2004a) se articula de modo narrativo, “El tiempo se hace tiempo humano en la medida en que se
articula en un modo narrativo, y la narración alcanza su plena significación cuando se convierte
en una condición de la existencia temporal” (p. 113).
El concepto de tiempo como experiencia estética permite que se le interrogue en cuanto
los modos de ser y de existir en nuestra hora contemporánea, igualmente, permite reflexionar
sobre el tiempo nuestro, el del acaecer de nuestros días contemporáneos, que se topa con el
acontecer del tiempo lleno de quietud en la narrativa onettiana. Este diálogo es posible gracias a
la relación entre el estatuto de realidad que el mundo del texto crea en su ficcionalidad, y la
89
factualidad del mundo real, que, a manera de relación de verdad mediada por la ficción, se
constituye en una forma de saber. Lo anterior es posible en virtud de que la obra narrativa
comunica un sentido y proyecta un mundo el cual constituye un horizonte, aspectos que, a su
turno, son acogidos por un lector; la lectura plantea, precisamente, “…el problema de la fusión
de dos horizontes, el del texto y el del lector, y, de ese modo, la intersección del mundo del texto
con el del lector” (Ricoeur, 2004a, p. 151).
Por tanto, no se puede negar el impacto de la literatura sobre la experiencia cotidiana,
entonces ante la pregunta sobre cuál es la experiencia que la narrativa impacta, la indagación se
centra en la relación que establecemos con el tiempo, precisamente aquel sobre el cual versa el
capítulo cuatro: “El tiempo, una experiencia real”. Este complejo fenómeno de interacción
posibilita los diálogos entre las pesquisas de las ciencias sociales y la literatura como modo de
acceder al mundo. Aquello que es posible en el texto tiene una cuota de relación con lo que es
real en el mundo, esa es la intersección a la que refiere esta tesis de lectura.
La vida, entendida como el uno, el ser, es testigo del tiempo, es quien lo ve pasar, no
desde afuera sino desde la experiencia de vivirlo, como si el tiempo tuviera un quién que es el
que se pregunta por el tiempo, cuestionamiento que encuentra respuesta en la narración de la
experiencia. El postulado subyacente en este reconocimiento es el de “una hermenéutica que
mira no tanto a restituir la intención del autor detrás del texto como a explicar el movimiento por
el que el texto despliega un mundo, en cierto modo, delante de sí mismo” (Ricoeur, 2004a, p.
153), de esta manera, lo que es susceptible de interpretación en un texto es, precisamente, la
propuesta de un mundo, ese que yo podría habitar, o, aquel, que habito, puesto que “la narración
re-significa lo que ya se ha pre-significado en el plano del obrar humano” (Ricoeur, 2004a, p.
154).
90
Lo anterior conduce a una suerte de planteamiento dual: el de la experiencia subjetiva y
el de las estructuras objetivadas de la experiencia temporal de nuestro alrededor social, aspecto
que Ricoeur plantea en Tiempo y Narración de acuerdo con dos perspectivas de abordaje del
tiempo herederas de la clásica dicotomía objetivo-subjetiva. El primero, el objetivo, es el tiempo
cosmológico ligado a la experiencia física y, por tanto, al ordenamiento de la periodicidad
(tiempo de los relojes); y la segunda, de corte fenomenológico, es el de la vivencia que se centra
en la existencia misma, desde donde se construye el resto de los tiempos, la reflexión, la
creación, la narración. Esta tradición dualista, pese a las restricciones de todo dualismo
dicotómico, ha generado rupturas epistemológicas en el tratamiento del tiempo. La alternativa
que propone Ricoeur es el tercer tiempo, uno, entre el tiempo cosmológico y el fenomenológico
que ofrece claves fundamentales para comprender el carácter narrativo y temporal de la
experiencia.
Nuestro empeño será mostrar cómo la poética de la narración contribuye a unir lo que la
especulación desune. Nuestra poética de la narración necesita tanto la complicidad como
el contraste entre la conciencia interna del tiempo y la sucesión objetiva, para hacer más
urgente la búsqueda de las mediaciones narrativas entre la concordancia discordante del
tiempo fenomenológico y la simple sucesión del tiempo físico (Ricoeur, 2003, p. 661).
De eso se trata este apartado. Del tiempo real, el de nuestra contemporaneidad,
percepción sujeta al constante cambio al que nos abocamos los seres arrojados al imparable flujo
del tiempo. Complejo abordaje que permitirá establecer las representaciones sobre las cuales se
mueven, a manera de bisagra, las narrativas de la ciudad onettiana en función de la propuesta de
quietud como experiencia estética.
91
Ahora bien, el mundo del texto, desplegado en la obra, será objeto de pesquisa y abordaje
en la parte tres de este trabajo y cuya ruta, escogida por Juan Carlos Onetti es el arte narrando el
arte, la narración narra la escritura de la narración, cuenta que crea, que imagina hasta confundir-
nos pues de repente no sabemos cuál es la realidad creada y cuál la imaginada. Brausen,
personaje central de La vida breve (1950), narra, crea, inventa. Tiempo atrás, otro Brausen
llamado Eladio Linacero en El Pozo (1939), en una suerte de “curiosidad por la vida”, se
“propone escribir la historia de su vida” (p. 10). Más adelante, Larsen (El Astillero, 1961)46 a su
regreso a la ciudad que un día lo expulsara, intenta revivir un astillero deteriorado, proyecto
quimérico ante el cual sonríe “indulgente y viril a la soledad, al espacio y a la ruina” (p. 40);
narración llena de anversos, sombras y ambigüedades. Lo que se narra permanece en el tiempo,
la narración es la forma de detenerlo, de hacerlo eterno, de permanecer en quietud en la
propuesta de ciudad que emerge como condición estética de estas obras. De manera que estos
elementos de la narrativa del autor uruguayo serán desdoblados en la parte tres de este trabajo y
su lectura, reclama la de esta parte, la dos, que entra en diálogo con aquella.
46 Enunciadas las fechas de publicación, en adelante la referencia a estas obras se hará con el año de la
edición que manejo en cada una de ellas, a saber, La vida Breve, 2007; El Pozo, 1990 y El Astillero 1980, cada una
de ellas en las ediciones que se registran al final en las referencias.
92
4. El tiempo: una experiencia real
En la práctica de las sociedades humanas, los
problemas de la determinación del tiempo
desempeñan un papel de importancia creciente; en las
teorías sociales, la atención consagrada a los temas de
la determinación del tiempo es relativamente mínimo.
Elias, 2010, p. 105.
Y si los relojes dejaran de funcionar, si las horas se salieran de ellos, ¿existiría el tiempo?
La famosa pintura de Dalí llamada La persistencia de la memoria (1931) pareciera responder que
sí. Los relojes marcan escurridos, blandos y derretidos, en el mismo momento, horas distintas,
quietas, inertes o, casi muertas; la existencia de varios tiempos que se deslizan y la inexistencia
del tiempo en el reloj de espaldas, son horas posibles en dicha pintura. El tiempo blando se escurre,
se derrite, se envuelve, pero siempre está ahí, en el mundo perdido de los relojes. El tiempo acecha,
persigue, acompaña, consuela, devora, cubre, corroe, muere; el tiempo pasa, corre, hasta vuela, y,
a veces, se paraliza; el tiempo cura y también mata47; es testigo, verdugo y juez: el poder del
47 La vida tiene lugar en el tiempo, allí nace y termina. El transcurrir del tiempo acaba con la vida pese a
que es precisamente la vida, la que lo crea, le da un lugar, le da la vida misma. Verdugo de la vida. Se asemeja a un
pozo que, amenazado por el tiempo, mira hacia todos lados. Buscando la salida tantea laberintos, cruza muros
transparentes, se agazapa en sombras que, luminosas, lo delatan ante el tiempo que acechante se le agota. No
encuentra la salida. Solo sigue a tumbos, buscándola. El tiempo en su tic tac le aterra, ¿cómo detenerlo? Debe salir.
Halla un reloj escurrido en una esquina del agua, piensa, con cierta impotencia, que puede modificar las horas y
93
tiempo, el tiempo para todo, para nacer y para morir48. El paso del tiempo, el tiempo en todo caso,
en todas partes, de todas maneras, el tiempo a toda hora, el tiempo para todo y para todos. La
pregunta por el tiempo inquieta, asedia, nace de la pregunta por la vida misma, y también de la
pregunta por la muerte. Situarlo como experiencia, concede una primera delimitación necesaria
para efectos de las reflexiones que nos ocupan.
Experiencia y tiempo en relación con la vida puesto que “Toda la ciencia de vivir […]
está en la sencilla blandura de acomodarse en los huecos de los sucesos que no hemos provocado
con nuestra voluntad, no forzar nada, ser, simplemente, cada minuto” (La vida breve, 2007, p.
305). Ser, simplemente, cada minuto. Se es en el tiempo, se consume, se envejece, se transforma,
se restaura en su interior y en medio de él. El tiempo es la medida de la realidad y, desde donde
se advierte en el presente apartado, es la experiencia de nuestro mundo, este, el de nuestra
sociedad moderna avanzada49.
darse más tiempo para el escape. Lo toma entre los dedos, lo agita con rabia y el minutero vuela despacio y, allá,
arriba, estaba la luz de la salida pero el tiempo se la llevó.
48 El libro del Eclesiastés, afirma que hay tiempo para todo desde nacer hasta morir, pasando por tiempo de
cosechar y de segar, de edificar y de derribar, de llorar y de reír, de plañir y de saltar, de rasgar y de unir, de hablar y
de callar, de amar y de odiar, de guerra y de paz, para concluir con la nostalgia del nada merece ser hecho bajo el
sol, que es también la expresión onettiana de desencanto. La lectura del libro de Eclesiastés impactó a Onetti como
señalo en otra nota posterior. Libro tomado de la Santa Biblia, 1995, Versión Reina Valera. Bogotá: Sociedad
Bíblica Colombiana, pp. 809-821.
49 Beriain, Josetxo (2008) la describe en el capítulo “Los ritmos temporales de las sociedades modernas
avanzadas” En Aceleración y tiranía del presente. La metamorfosis en las estructuras temporales de la modernidad.
España, Anthropos p.p. 183-206.
94
El ritmo de nuestro tiempo y las maneras de nombrarlo denotan movimiento y rapidez de
acciones sucesivas y simultáneas. La experiencia del tiempo desaparece en cuanto este se
desorienta dando tumbos en las acciones, progreso sin quietud, avance del hacer. Entender la
manera como vivimos el tiempo en la realidad circundante constituye la experiencia que entra en
relación, es el encuentro de nuestro mundo con el mundo de la obra, es la fusión de horizontes de
sentido que hallan lugares de diálogo tácito entre nuestro tiempo en tanto experiencia real y el de
la obra en cuanto “experiencia ficticia del tiempo”50, encuentro que tiene lugar precisamente en
la narración como experiencia de uno y otro.
Tan invisible como concreto, tan imperceptible como real, basta ver a una persona
después de algunos años para notar su rastro, sus huellas marcadas con líneas implacables de
diversos tamaños y formas; precisamente el cuerpo porta el tiempo y lo hace de varias maneras:
el tiempo objetivo, el tiempo subjetivo y el tiempo inmanente, entre otros. Pero el cuerpo
no es el tiempo, el cuerpo, para el sujeto que lo habita, es el dato primigenio en la
conciencia del instante. Entre el cuerpo consciente y el devenir del tiempo se estanca el
instante del ahora vivido. Entre el cuerpo y el tiempo se conforma la vivencia de lo
expuesto, de lo presente (Vanegas, 2009, p. 592).
La condición del ser en cuanto viviente remite a la pregunta por el tiempo. Entendido
como fenómeno, como dimensión y como pregunta, el tiempo ha ocupado importantes lugares de
indagación dentro de los campos que atañen a diversas disciplinas51. Sostiene Elias (2013) que
50 Se hace alusión al capítulo “Experiencia ficticia del tiempo” de Ricoeur (2004b).
51 El contexto epistémico de cada disciplina genera un concepto de tiempo. Entendido como
macroconcepto, engloba posturas diversas y, en consecuencia, su carácter polisémico y su situación
pluriparadigmática constituyen dos condiciones esenciales del concepto. De allí que las preguntas de cada momento
95
“Para nosotros, ‘tiempo’ es un concepto de un alto nivel de generalización y síntesis, que
presupone un acervo de saber social muy grande sobre métodos de medición de secuencias
temporales y sobre sus regularidades” (p. 62). El saber social del tiempo es transmitido de
generación a generación, sobrevive mutante como saber, gracias a la experiencia que lo hace
posible, la cual, también es cambiante, al decir de Elias (2013),
Hay muchas pruebas de que los hombres no siempre han experimentado los
conjuntos de acontecimientos del mismo modo que lo hacemos hoy en día, a
través del símbolo y concepto de tiempo […], la experiencia humana de lo que
ahora se llama “tiempo” ha cambiado en el pasado y sigue cambiando en el
presente, no sólo de manera histórica y accidental, sino estructurada y dirigida, y
puede ser explicada (Elias, 2013, p. 60).
El tiempo marcado por la experiencia, de carácter individual y colectivo, es transmitido
generacionalmente como saber a partir de una síntesis simbólica que es usada por los grupos
humanos como orientación en el mundo. El tiempo orienta el devenir, lo permite, lo hace
posible, por tanto, la institución social del tiempo es tan diversa y variopinta como la sociedad en
la que nace y mora y como el periodo que la alberga. Lo que el tiempo orienta o determina en el
hacer de las prácticas sociales, revela la alta relación entre estas y aquel,
El grado en que los grupos humanos determinan el tiempo depende del grado en
que se enfrenten en su práctica social con problemas que exigen una
determinación del tiempo y del grado en que la organización y el saber social los
capacita para utilizar ciertos marcos de referencia (Vera, 2013, p. 15).
sobre el tiempo, atienden a que es un objeto tempóreo y por tanto susceptible de nuevas interpretaciones,
definiciones, explicaciones y conceptualizaciones (Castro 2001, pp. 145, 461-497).
96
En el marco de las prácticas sociales relacionadas con el tiempo, emergen los símbolos y
las imágenes que fungen como recordatorio del tiempo, a saber, los calendarios, los relojes y las
agendas, íconos también de la coacción individual y social, señales de nuestro acontecer, rutas
por las cuales transitamos el día a día, lo ordenamos, lo planeamos, cada segundo está marcado
por los sonidos del tic tac que incitan al movimiento o motivan angustias.
En el mecanismo de un reloj, la vida se resbala en la sinfonía de su pasar. Chateaubriand
“reveló la melancolía de las campanas” (Según Aguiar e Silva, 1975, p. 72) en la literatura. La
melancolía manifiesta la monotonía de la temporalidad. Las campanas doblan lento, con eco,
como si no tuvieran prisa. El tiempo no tiene prisa porque el tiempo tiene mucho tiempo, la
condición de estar vivo, en cambio, no.
La experiencia del tiempo como práctica social distingue dos categorías (Castoriadis,
1989), el tiempo imaginario y el identitario. El primero marca la orientación de la vida social
con un significado mítico-simbólico que corresponde a su particular devenir sociedad, se trata
del tiempo significativo y de la significación, es el tiempo de la autorepresentación como
sociedad. El segundo, es de orden objetivo, medible, mensurable, es el tiempo del calendario, el
que señala la recurrencia de las fechas, el que establece duraciones objetivas para todos, el que
pauta el hacer. Ambos tiempos se entrecruzan, se crean, se instauran, se transmiten como saber
emanado de la experiencia y permiten dotar a una sociedad no solo de un modo propio de vivir el
tiempo sino de vivir en él.
Lo anterior cobra significativa importancia para este acercamiento del tiempo como
experiencia, como práctica social, puesto que permite acogerlo en su uso cotidiano, el de nuestra
realidad. Su presencia es manifiesta en el lenguaje que lo alude como medida de la vida, de la
existencia – segundos, días, meses, años – y también es calculado en períodos – pasado, presente
97
y futuro – acompañados por un complejo y común verbo: volar y su sinónimo en el uso: pasar,
conjugados en todos los tiempos. El tiempo vuela y se nos vuela, no por ello pasa inadvertido.
El concepto mismo se solapa, se disfraza de medida “la propia naturaleza del tiempo —
constituir la naturaleza de ser de lo real— obliga a la fetichización y ésta obra por medio del
lenguaje, tanto de su uso coloquial como de aquel que se encarna en discursos disciplinarios”
(Valencia García, 2007, p. 25). El lenguaje que se usa para aludir el tiempo, lo nombra como
sustantivo, aunque
Si bien se puede hablar de cierta insuficiencia de las palabras frente a una realidad
cuya esencia es mutar, también se puede afirmar que sólo las palabras pueden dar
cuenta de esa condición. Por lo general, no han sido simplemente las palabras,
sino la gran capacidad expresiva y la multiplicación de sentidos que proveen
algunas metáforas, las que nos han permitido pensar y nombrar al Tiempo y los
tiempos (Valencia García, 2007, p. 26).
Esos sentidos provistos por algunas metáforas que nombran el tiempo, evidencian su
carácter real, entonces, la experiencia que tiene lugar en nuestra temporalidad, en nuestra
realidad, la de las estructuras temporales de nuestra hora social, revelan que estamos
condicionados por “una interacción social, y, en definitiva, una trama de significaciones, unos
símbolos, unos valores, que operan como marcos interpretativos que configuran el ritmo de la
vida social, el sentido de las diferentes duraciones, la creatividad inscrita en tales duraciones”
(Beriain, 2008, p. 28). El ritmo de esta interacción está marcado por “la aceleración de la
velocidad de la vida [que] tiene efectos sobre la experiencia del tiempo individual” (Beriain,
2008, p. 140).
98
Así, la experiencia del tiempo nos vuelca a una relación con lo real en tanto tiempo
aprovechado que presiona, obliga e impone. La experiencia del tiempo orienta la vida, la
constituye. La experiencia como categoría para dotar de sentido el tiempo histórico otorga fuerza
y profundidad a la experiencia del tiempo individual, dado que “Lo que caracteriza a la
experiencia es que ha elaborado acontecimientos pasados, que puede tenerlos presentes, que está
saturada de realidad, que vincula a su propio comportamiento las posibilidades cumplidas o
erradas” (Kosselleck, 1993, p. 341). Esta apropiación de la temporalidad atañe a la mediación
que relaciona al ser con el acontecimiento, supone, entonces, un encuentro que no es
transparente, teniendo en cuenta que “una relación transparente es una relación muerta, a la que
le falta toda atracción, toda vitalidad” (Han, 2013, p. 16). La experiencia no es transparente, no
es nítida, se encuentra en negativo; supone una tensión que está llena del contenido de la
narración que la hace emerger, que la revela del negativo, la narración está hecha de tiempo —y
se hace en él—:
El tiempo está compuesto por un encadenamiento particular de acontecimientos.
La narración da aroma al tiempo…El tiempo comienza a tener aroma cuando
adquiere una duración, cuando cobra una tensión narrativa o una tensión
profunda, cuando gana en profundidad y amplitud, en espacio. El tiempo pierde el
aroma cuando se despoja de cualquier estructura de sentido, de profundidad,
cuando se atomiza o se aplana, se enflaquece o se acorta (Han, 2016, p. 38).
La narración, entonces, ayuda al tiempo a recuperar su duración y, al mismo tiempo, a
perderla pues no es un tiempo ganado, aprovechado, fructífero, exitoso. El tiempo ocupado es
una de las causas de la decadencia de la narración, advertía Benjamin,
99
La gente que no se aburre no puede contar historias. Pero en nuestras vidas ya no
hay lugar para el aburrimiento. Las actividades que están estrechamente
relacionadas con él ya han desaparecido. Una segunda razón es que el arte de
narrar se pierde cuando las historias dejan de ser retenidas. Se pierde porque ya ni
se hila ni se teje ni se realiza ningún trabajo artesanal mientras se las escucha. En
suma, para que las historias prosperen, debe haber trabajo, orden y subordinación
(...) otra razón en cuanto a la imposibilidad de escuchar historias reside en que
hoy las cosas ya no duran tanto como deberían (Jay, 2009, p. 382).
La narración es contar el tiempo,
es hacer que el tiempo cuente. No confundamos esto con computar el tiempo, con
numerar el paso del tiempo. Contar el tiempo es dar cuenta del conjunto de
cuentos, narrativas relatos que configuran al tiempo como esa substancia de la que
está hecha la vida (Beriain, 2008, p. 7).
El suceder de este tiempo es el movimiento de las horas que acompasa las acciones de un
hacer acelerado en el que se amontonan acciones y no aconteceres y ni siquiera hay tiempo de
narrarlos, si acaso lo hay, es de enumerarlos. El presente se esfuma en la aceleración, en el
incremento de actividades en tiempos cada vez más comprimidos; el tiempo acelerado se
desespera, es opulento, va de prisa. Precisamente Han (2016) reconoce en el malestar de la época
una crisis temporal interpretada por el lego generalizado como resultado de la celeridad, “de ahí
que pierda el compás (…). El sentimiento de que la vida se acelera, en realidad, viene de la
percepción de que el tiempo da tumbos sin rumbo alguno” (Han, 2016, p. 9). Sobre esto, hace ya
más de un siglo, Simmel (1977) afirmaba que
100
la ausencia de algo definitivo en el centro de la vida empuja a buscar una
satisfacción momentánea en excitaciones, satisfacciones en actividades
continuamente nuevas, lo que nos induce a una falta de quietud y de tranquilidad
que se puede manifestar como el tumulto de la gran ciudad, como la manía de los
viajes, como la lucha despiadada contra la competencia, como la falta específica
de fidelidad moderna en las esferas del gusto, los estilos, los estados de espíritu y
las relaciones (p. 612).
La ausencia de quietud empezaba a tener lugar en nuestra sociedad desde hace ya más de
un siglo. La quietud es improductiva en términos de nuestro tiempo de interacción social, razón
suficiente para esconderla, ni siquiera mencionarla, su sitio es dominical. La experiencia tiene
lugar en la quietud, en el reposo, en la desconexión del tiempo positivo, aprovechado,
productivo. La quietud del tiempo dista de ser pretenciosa o frenética: el tiempo quieto no es la
efervescencia, es el sosiego, es un estado del alma en la quietud, es recobrar la vista para hilvanar
la narración.
101
5. Narración: el lugar de la experiencia
No hay testimonio sin experiencia, pero tampoco
hay experiencia sin narración: el lenguaje libera lo
mudo de la experiencia, la redime de su inmediatez o
de su olvido y la convierte en lo comunicable, es
decir, lo común. La narración inscribe la experiencia
en una temporalidad que no es la de su acontecer
(amenazado desde su mismo comienzo por el paso
del tiempo y lo irrepetible), sino la de su recuerdo.
La narración también funda una temporalidad, que
en cada repetición y en cada variante volvería a
actualizarse.
Sarlo, 2006, p. 29
Por paradójico que resulte, el concepto de experiencia es uno de los menos ilustrados y
aclarados (Gadamer, 2005, p. 421). Gracias a su ubicuidad “ninguna descripción totalizante
puede hacer justicia a las múltiples denotaciones y connotaciones que se han sumado a la palabra
a lo largo del tiempo y en diferentes contextos, de modo que será necesario hacer algunas
elecciones, por cierto, difíciles” (Jay, 2009, p. 17).
La elección, dada la naturaleza compleja del término y su consecuente pluralidad, es
realizar un acercamiento a sus bordes, a sus límites, a sus fronteras; para ello resulta oportuno
102
atravesar las líneas relacionales que la experiencia establece con los conceptos de narración y
tiempo. En dichas relaciones gravitan, en buena parte, los diversos territorios de esta escritura
que en un diálogo reflexivo con la narrativa onettiana, pretenden dar cuenta de la quietud como
elaboración poética residente en la obra del uruguayo y que será objeto del capítulo siguiente.
El presente acercamiento a la experiencia es, entonces, en tanto constitutivo del
acontecimiento literario, y, dada la presencia múltiple del término (Jay, 2009, p. 17), es necesario
precisar sus operaciones y redefinir sus significados. Para ello, acoger la reflexión filosófica
sobre la narratividad propuesta por Ricoeur, resulta un ejercicio fecundo dadas las relaciones
entre experiencia, narración y tiempo que el filósofo francés establece.
Entender la narración como un componente fundamental de la cultura conduce, vía
hermenéutica, a construir un sentido no solo en el mundo sino del mundo. La capacidad que tiene
la narración de producir sentido, de crear significados, es otorgada por la posibilidad de
entrelazar múltiples contenidos derivados de la experiencia, entendida no como hecho sino como
sentido de este. La experiencia hecha lenguaje, vuelta narración, otorga la posibilidad de dar
sentidos al conjunto caótico de acontecimientos de la realidad-experiencia que se reconstruye
precisamente en la narración. Entonces, la narración pertenece al mundo del hacer al mundo del
actuar y estos son posibles en el tiempo, dependen de su relación con este, en otras palabras, son
determinados por el tiempo.
La fenomenología del hacer implica una estrecha relación entre tiempo y narración, en
consecuencia, la narración comprende la fenomenología de lo vivido –en el tiempo –. Por ello,
en la narración, los hechos se constituyen en hechos metafóricos cuyo significado propio remite
a realidades que nos son cercanas en tanto hacen parte, también, de nuestra experiencia.
103
Los múltiples sentidos de la realidad emergen del detalle, de los gestos, de las palabras,
de los silencios, de los matices mínimos en apariencia insignificantes que la narración registra y
que, puestos en la vida real, pasan inadvertidos, pero puestos en el lenguaje de la narración,
constituyen la verdad que la hermenéutica permite comprender y mostrar. La narración hace
inteligible la vida, transforma los hechos de la experiencia en acontecimientos; los hechos –
independientemente de su naturaleza real o ficticia –, como anotábamos en el apartado
precedente, pasan a ser experiencia en tanto están mediados por la narración.
El sentido del actuar emerge del sentido del tiempo, de las relaciones y de los hechos que
la narración contiene, por eso, en la narración los hechos son acontecimientos y, como tales,
están llenos de posibilidades de significación, no infinitas, pero leíbles en ellos. La experiencia,
entonces, tiene lugar en la narración, no en la vivencia, está lejos de la causalidad. Benjamin
señalaba el agotamiento de la cultura en la pérdida de la experiencia, la expresión más
melancólica de su pérdida se encuentra en El narrador (2010). Desde las muy primeras páginas
de su texto, nos enfrenta a dos hechos: el fin del arte de narrar y la crisis de la experiencia. La
relación es recíproca, pero no indistinta. El arte de narrar es la facultad de construir la
experiencia del como si y mantener la atención en el ¿qué sigue? El silencio con que regresan
los soldados de la guerra es la experiencia que Benjamin registra como prueba de su tesis de que
esta tocaba el fin.
Benjamin asiste a la experiencia de advertir la desaparición de la experiencia, él es testigo
sensible de los cambios frenéticos de la sociedad de entonces, particularmente la del periodo de
guerras y entreguerras, y la anuncia desde ese lugar. Benjamin denunció la caída de la época
moderna y con ella la crisis de la experiencia, lo cual conduce a la nostalgia de la pérdida visible
en sus reflexiones. Para él una experiencia que resulta significativa:
104
las raíces de mi ‘teoría de la experiencia’ se remontan a un recuerdo de infancia.
Mis padres acostumbraban llevarnos de paseo los meses de verano, y siempre los
acompañábamos dos o tres de nosotros. Pero es en mi hermano en quien estoy
pensando aquí. Luego de haber visitado uno u otro de los lugares obligatorios en
torno a Freudenstadt, Wegen o Schreiberhau, mi hermano solía acotar: ‘Ahora
podemos decir que hemos estado allí’. Esta observación quedó impresa de forma
indeleble en mi mente (Jay, 2009, p. 366).
Esta experiencia resulta reveladora por el impacto que debió causar en Benjamin la visita
a esos lugares fantásticos y el comentario que generaba en su hermano. El período entre guerras
marca una angustia incalculable que solo la sensibilidad podía percibir como experiencia. Y esta
es, precisamente, la marca de la experiencia: el impacto a un observador sensible, observador
con todos los sentidos puestos en ella, incluso, con los ojos cerrados, en la oscuridad, en la
noche, en lo opaco, en el negativo.
La experiencia, como impacto, permite la lectura del mundo pero no en la relación sujeto-
objeto sino en la imbricación del uno y el otro. Observar con los sentidos es auto-re-conocer-se.
Y allí se encuentra la nostalgia de Benjamin: la pérdida de la experiencia en el mundo moderno,
ya él vislumbraba el peligro de su desaparición.
Benjamin aludía a la experiencia del espíritu que es la pérdida del sí mismo: experiencia
de la pérdida, evanescencia del aura. Veía, acaso, el advenimiento de lo efímero, de lo ágil, de lo
rápido del pasar, por tanto, el alejamiento del acontecer, porque “hoy sabemos que para efectuar
la destrucción de la experiencia no se necesita en absoluto de una catástrofe y que para ello basta
perfectamente con la pacífica existencia cotidiana en una gran ciudad”, (Agamben, 2007, p. 8).
Ese hombre que regresaba de la guerra era como el que hoy regresa del trabajo, ese que “vuelve
105
a la noche a su casa extenuado por un fárrago de acontecimientos —divertidos o tediosos,
insólitos o comunes, atroces o placenteros— sin que ninguno de ellos se haya convertido en
experiencia” (Agamben, 2007, p. 8).
La experiencia suscita la narración, deviene narración; crea nuevos universos de piezas
que gravitan dispersas, comporta una idea del límite que la hace intransferible. La comunicación
es insuficiente para dar cuenta de ella. Su lugar de albergue es la narración. Cuando la
experiencia deviene narración se hace otra. La narración dice la experiencia, no la comunica, la
hace extraña, asombrosa, la saca del hecho, la eleva a la sombra en la que se encuentra con el
lector que se confunde en ella, se pierde, la rehace, la reescribe en su mundo, le otorga vida.
Se dice que hay varias maneras de mentir; pero la más repugnante de todas es
decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos. Porque los
hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento
que los llene (Onetti, 1990, p. 44).
Hacer emerger el alma de los hechos es sacar narración de la experiencia. Los hechos en
sí mismos, son siempre vacíos hasta que adquieren la forma del sentimiento que los llene. La
experiencia es en cuanto el tiempo, y su forma es la narración, por ello, “(…) El giro obligado
que toda narrativa, como proceso temporal esencialmente transformador, impone a su materia:
contar la historia de una vida es dar vida a esa historia” (Arfuch, 2010, p. 38). Solo es en cuanto
se narra, en cuanto el hecho se insufla de narración, de otro modo, son hechos ausentes de
experiencia. La experiencia es en cuanto narración, “Sin relatos – aunque más no sea una
mitología familiar, algunos recuerdos –, el mundo permanecería allí, indiferenciado; no sería de
ninguna ayuda para habitar los lugares en los que vivimos y construir nuestra morada interior”
(Petit, 2016, p. 23).
106
La experiencia en cuanto narración implica adherirse a lo real por lo imaginario de
manera que seamos en otras historias. Vivir como si fuéramos otros. Volver narración la
experiencia, es volcarla en la imaginación52,
tampoco hay experiencia sin narración: el lenguaje libera lo mudo de la
experiencia, la redime de su inmediatez o de su olvido y la convierte en lo
comunicable (…) la narración inscribe la experiencia en una temporalidad que no
es la de su acontecer (…) la narración funda una temporalidad (Sarlo, 2006, p.
29).
La narración dice la experiencia en modo subjuntivo, es decir, denota la posibilidad, lo
hipotético, el deseo, lo incierto, lo posible, lo que depende. El modo subjuntivo no manifiesta
posibilidades, certezas, ni seguridades; no las busca, ni siquiera lo intenta, establece, más bien,
relaciones, oscuridades, complejidades. La narración crea mundos contenidos y continentes de
posibilidades alejadas de cualquier lógica apodíctica; o, al decir de de Certeau líneas atrás, ‘saca
de las sombras los sueños de nuestros secretos’ (2010, p. 124).
La narración es el negativo de la experiencia, la desparaliza, la llena de lenguaje para
restarle opacidad y otorgarle vida. En el encierro del viajero en un vagón de tren se produce la
narración, describiría de Certeau (2010):
la ventanilla de vidrio y la línea de fierro reparten, por un lado, la interioridad del
viajero, narrador putativo, y, por el otro, la fuerza de ser, constituido en objeto sin
discurso, potencia de un silencio exterior. Pero, paradójicamente, es el silencio de
52 Para revisar y delimitar los alcances de este término a propósito de las argumentaciones que tejen su
sentido en este trabajo, ver Bachelard, 1995, quien establece relaciones entre “resonancia” y “repercusión” como
fenómenos propios de la imaginación poética (pp. 7-32).
107
las cosas colocadas a distancia, detrás del vidrio, el que, de lejos, hace hablar
nuestras memorias o saca de las sombras los sueños de nuestros secretos (…).
Hace falta este corte para que nazcan, fuera de estas cosas pero no sin ellas, los
paisajes desconocidos y las extrañas fábulas de nuestras historias interiores (p.
124).
En la narración tiene lugar la aventura del lenguaje que es también la aventura del
hombre, por ello, en la narración acontece el hombre y eso hace que siempre se lea en primera
persona, esta es, la primera persona que resulta ser el mundo del lector y la primera del plural del
mundo, es decir, del nosotros. La narración destruye las evidencias de la experiencia en una
suerte de transformación de las mismas para hacerlas sugeribles, posibles. Así entendida, la
experiencia tiene lugar en la mudez, su habla es la narración en la cual dice un así, no, así. Por
tanto, la narración no da cuenta de los hechos de la experiencia sino de lo que ocultan, de su
sombra, de su más allá, del alma de los hechos, eso la hace más densa y elocuente para decir el
mundo como no es. Hay tantos modos de ser del mundo como modos hay de decirlo y ninguno
es el modo, ni pretende serlo pues residen en el lenguaje y “Lo que restituye el rumor del
lenguaje, el desequilibrio de sus poderes soberanos no es el saber (siempre cada vez más
probable), no es la fábula (que tiene sus formas obligadas), son, entre ambos, y como en una
invisibilidad de limbo, los juegos ardientes de la ficción” (Foucault, 1994, p. 295).
Penetrar en los intersticios del significado narrativo conduce a la cuestión central de la
imaginación, y con esta, de la ficción. Todo es ficticio en el ámbito de la narración, toma
material de la realidad, de la experiencia y la convierte en ficción. El papel de la narración es
decir la existencia, y su modo es la ficción, al decir de Petit (2016): “Esa reserva salvaje y
poética es poco más o menos lo que se llama lo imaginario ese espacio esencial para la
108
expansión de sí — y para el olvido de sí — ese lugar vital y, sin embargo, tan a menudo
despreciado” (p. 123). Narrar es un lugar de refugio, de negatividad, no hay allí emprendimiento
ni éxito, es dejar-se caer en el vacío, es la ausencia de certezas y de realidades.
Precisamente, en una habitación tiene lugar la primera imagen de La vida breve, allí inicia
el despliegue de la imaginación de Brausen, el protagonista. La narración repone un sentido que
la realidad ha perdido, no escapa de ella, la completa, la trae, la narra, y, al hacerlo, toma distancia
de la realidad de la vida, el trayecto de la cotidianidad, se extraña de ella para captarla y albergarla
en su totalidad. Por eso no está en el plano de lo real del mundo. A propósito de la creación, en
Cartas a un joven poeta (1977), Rilke señalaba:
Todo está en llevar algo dentro hasta su conclusión, y luego darlo a luz; dejar que
cualquier impresión, cualquier sentimiento en germen, madure por entero en sí
mismo, en la oscuridad, en lo indecible, inconsciente e inaccesible al propio
entendimiento: hasta quedar perfectamente acabado, esperando con paciencia y
profunda humildad la hora del alumbramiento, en que nazca una nueva claridad.
Este y no otro es el vivir del artista: lo mismo en el entender que en el crear (p. 26).
Experiencia- Narración- imaginación, triada no lineal, la experiencia no es pretérito de la
narración, ni esta de la imaginación; los tiempos lineales se hacen curvos en ellas, se disuelven,
son atravesados por otro tiempo, el de la escritura, el de la vida, es decir, el que habita la
literatura. En ella convergen y se confunden en el lenguaje y “el lenguaje verdadero, cuando se
introduce realmente en una obra literaria, está puesto ahí para horadar el espacio del lenguaje,
para darle en cierto modo una dimensión sagital que, de hecho, no le pertenecería naturalmente”
(Foucault, 1996, p. 69). La experiencia hecha narración hace consciente la finitud, es toparse con
el límite del poder hacer (Gadamer, 2005, p. 433), que no es otro que el límite del tiempo,
109
conocer ese límite, hacerse consciente de él vuelca en la narración la posibilidad ilimitada de
permanecer. El inicio de la célebre obra Cien años de soledad, quizás, sea un ejemplo de ello:
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de
recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo” (García Márquez,
1984, p. 71).
La experiencia tiene lugar en el tiempo y en el espacio que se habitan despacio, sin prisa,
dejándose permear por los sentidos, se aleja de la acción del hacer, del producir, del tener; tiene
lugar en la quietud. La zozobra de la rapidez conlleva a la aceleración, al permanente hacer y,
con ello, a la desaparición de la experiencia que ocurre en el intervalo, que llena la posibilidad
del narrar como riqueza de la experiencia.
110
Tercera Parte
La vida breve, entre la condena de Sísifo y la quietud
Si algo puede decirse de su trabajo es que su
perspectiva resulta hipotética, más sombras que
sustancia. Está hecha de pensamientos inacabados,
de gestos truncos, de afirmaciones vacilantemente
propuestas, examinadas, negadas, contradecidas.
García, 1969, p. 145.
La vida breve me concierne. Me esperaba sobre la mesita de noche, luego de que con la
mirada visitara sin prisa los objetos de la habitación en una suerte de precoz nostalgia del
espacio: zapatos abandonados que dibujaban la huella de sus pasos cotidianos, ropa que guardaba
colores y susurros y pronto tendría la forma del olvido; una cama quieta, triste, vacía del calor
que solía apoderarse de sus sueños, de sus vigilias, de sus miedos, de sus pesadillas, de sus
despertares. Y allí, sobre la mesa de noche, un lápiz se agazapaba53 en la página 72 de La vida
53 El término agazapar es usado por Gastón Bachelard (1995), como parte de la fenomenología del verbo
habitar. Lo uso como metáfora de la pregunta que él se plantea: “¿no encontramos en nuestras mismas casas
reductos y rincones donde nos gusta agazaparnos? Agazapar pertenece a la fenomenología del verbo habitar. Solo
habita con intensidad quien ha sabido agazaparse” (p. 30).
111
breve. Este encuentro era una suerte de presagio, de premonición o, quizás, de herencia. Nunca
lo sabré. Tampoco importa porque era todo a la vez.
Atravesar esa experiencia produjo cambios que hoy devienen escritura, experiencia de
escritura en la que me “desgarro” para “impedirme” ser la misma, porque “Cuando escribo, lo
hago, por sobre todas las cosas, para cambiarme a mí mismo y no pensar lo mismo que antes”
(Foucault, 2009, p. 9). Ni hacer lo mismo que antes, ni habitar como ayer, como señalaba en el
capítulo precedente. Narrar es liberar la experiencia, es hacerla emerger, es permitirle llegar a
ser, de esta manera, la experiencia es en el territorio de la narración, “una experiencia no es ni
verdadera ni falsa: es siempre una ficción, algo construido, que existe solo después que se ha
vivido, no antes; no es algo ‘real’, sino algo que ha sido realidad” (Foucault, 2009, p. 15).
La literatura es un acontecimiento estético hecho de escritura. Para decir el mundo, para
nombrar, la literatura se deshace en la escritura y se hace de ella. Nuestra certeza se desmorona,
se agita, entra en cuestión; la literatura no pretende la verdad, no la busca, más bien, trae ante sí
mundos que se acercan a la errancia del ser, de la vida, del mundo indecible, de la oscuridad, del
desconocido y de lo desconocido y lo hace en el lenguaje pues “la obra literaria está hecha,
después de todo, no con ideas, no con belleza, no, sobre todo, con sentimientos, sino que la obra
literaria está hecha todo lo más con lenguaje”, el cual está inserto en una “red de signos
distintos” “que circulan dentro de una sociedad dada” (Foucault, 1996, p. 90). Ahora bien, dichos
signos no son lingüísticos, son, más bien, de carácter económico, monetario, religioso, social
(Foucault, 1996, p. 90).
La literatura está hecha, entonces, del lenguaje del mundo, razón por la cual su abordaje
excede en mucho el abordaje lingüístico-estructural del lenguaje, puesto que
112
[La literatura] ha aparecido dentro de un lenguaje encomendado al tiempo como
el balbuceo, el primer balbuceo, de un lenguaje todavía muy largo, a cuyos
comienzos estamos muy lejos de haber llegado (…) La literatura en el sentido
estricto y serio de esa palabra (…) no sería sino ese lenguaje iluminado, inmóvil y
fracturado, es decir, esto mismo que tenemos ahora, hoy que pensar. (Foucault,
1996, pp. 102-103).
Balbuceo de un lenguaje en devenir, así, la literatura y el arte en general, son la única
posibilidad de decir de re-configurar los signos que están, que circulan en una sociedad
determinada: “la literatura no se constituye a partir del silencio, no es lo inefable de un silencio,
la literatura no es la efusión de lo que no puede decirse y nunca se dirá” (Foucault, 1996, p. 94).
La literatura dice la vida como uno quisiera decirla, como uno la diría, como uno la vive. Para
que entre en diálogo con el lector, su sentido se funda en la condición real que le caracteriza,
condición que siempre excede los horizontes finitos de las posibilidades dadas en la realidad.
Para Barthes (2011), de otro lado, la literatura es una práctica de escritura y como tal,
produce un desplazamiento de la lengua; el saber que moviliza la literatura no es completo ni
final, el lenguaje literario alcanza la reflexividad permanente, no se agota. Así, el lenguaje
literario dice, y para hacerlo, elimina, suprime: nombra al ser pero sin ser, lo aparta, lo despoja.
La ficción se vive a través del lenguaje de que está hecha; el lenguaje literario dice lo
inexplicable, lo insustituible, lo incomprensible, el lenguaje literario dice experiencia.
Teniendo en cuenta esta comprensión de la literatura, abordarla desde la hermenéutica
filosófica implica otorgar un lugar central a las relaciones entre filosofía y literatura que aunque
parecen campos excluyentes, tienen una preocupación común: la vida y una ruta semejante: el
lenguaje. Entre una y otra existe una relación compleja pero abierta, ambas cercanas a la realidad
113
que se configura entre la realidad de la filosofía y la ficción de la literatura, “Esta dialéctica nos
recuerda que el relato forma parte de la vida antes de exiliarse de la vida en la escritura (Ricoeur,
1996, p. 166).
Realidad y ficción se materializan en la escritura, aquella, la de la vida, con la riqueza del
lenguaje, y esta, la de la literatura, con la complejidad de la imagen de la realidad hecha palabra
literaria. A todo acontecimiento literario le precede una posición filosófica frente al mundo que
acoge; asimismo, la intuición del mundo precede las ideas filosóficas, el acontecimiento literario
y el decir de la filosofía se mueven en operaciones no conmutables pero mutuamente
enriquecedoras.
Cada una de ellas arranca, desentraña, extrae, trae ante sí el mundo y lo hace por rutas
diferentes, pero no opuestas; a través de la escritura, cada una intenta decir el mundo, asir la
realidad. Comparten la escritura, espacio común de creación que en la una, demuestra, y, en la
otra, muestra. Contenidos en la espesa profundidad de la experiencia, el negativo es extraído para
hacerlo inteligible tratando de capturar su riqueza, una, desde lo racional, y la otra, desde la
ficción. Filosofía y literatura parecieran decirnos, entonces, que, semejante al saber, la vida es
cuestión de método.
La filosofía, como tradición de pensamiento, pretende la cientificidad hacia la verdad
mediante la rigurosidad y sistematicidad de sus procedimientos; al igual que la literatura, su
objetivo es el ser del hombre. Las resonancias del mundo, de la vida, se materializan en la
escritura que emerge de la experiencia, cada uno compone su propia obra de lenguaje: filósofo y
escritor ejercen como hermeneutas del mundo. La filosofía interpreta y el arte, también, una y
otra mantienen un estrecho vínculo con la realidad, aquella la llena de imaginación y esta de
114
razón en un maridaje que se hace posible gracias a la escritura en fronteras cada vez más
porosas.
A manera de otra ruta de comprensión del hombre y su relación con el tiempo en la
instauración de ciudad moderna, esta tesis asume los diálogos posibles entre la filosofía y la
literatura como tradiciones de pensamiento que, en relación dialógica, permiten interactuar con
ellas trazando una ruta metodológica de indagación en ciencias sociales, susceptible de hallar en
la literatura acceso al ser del hombre y de la sociedad, con el fin de entenderlos y mostrarlos.
El diálogo entre el mundo del lector (mundo del hombre) y el mundo del texto (mundo de
la obra), parte del problema que esta tesis se plantea, es posible gracias al reconocimiento de la
necesidad de desnaturalizar el purismo científico que distancia al sujeto investigador del objeto
indagado, y a la necesidad de incursionar en otras lógicas de conocimiento como acceso a la
realidad que los acerque. Adoptar un ángulo desde la fenomenología permite introducir la
subjetividad desde los postulados de la filosofía hermenéutica, de manera que las narrativas, las
metáforas las analogías hallan lugar en el terreno de la investigación social; además, permite
hallar en la literatura un legado no solo posible sino deseable hacia el terreno del conocimiento
del hombre y de la sociedad.
La escritura de estas páginas acude a un encuentro desde el corazón de la narrativa
onettiana para palpitar con ella a un solo ritmo y desentrañar sus acentos como una residente
más, confundida entre sus habitantes. También realiza miradas desde la periferia, desde la orilla,
desde el borde, como quien se sabe de paso, como una turista que va y viene, como quien
observa con cierta mayor pretensión de objetividad.
Asistimos en los capítulos 7 y 8 a un acercamiento reflexivo a los planos de la narración
en términos de la experiencia de ficción visible en los aconteceres de los personajes y en sus
115
relaciones con los demás y con el espacio, la ciudad. Las experiencias ficticias de tiempo y en él,
la vida gregaria de los personajes, de sus deseos, de sus pasiones, plantean a la crítica e
interpretación de la obra de Juan Carlos Onetti cuestiones de demarcación de un proceso creativo
que desplaza y apropia los lenguajes de lo cotidiano a una categorización estética de las
experiencias en función de una relación otra con el tiempo: la vivencia ficcional del tiempo en la
obra deviene quietud.
La actitud queda en la invención silenciosa del narrador onettiano, como veremos, y su
desplazamiento por algunos personajes, es la permanencia en la creación narrativa que, de
manera paradójica, hace progresar el tiempo narrado retardándolo y profundiza dentro del
instante presente acontecimientos reales del pasado y, otros posibles en la imaginación, sin alejar
aquellos futuros susceptibles en la proyección, todos al unísono y, en ocasiones separados pero
sin líneas, ni distancias ni fronteras, como veremos en el desarrollo de esta parte.
De esta manera, damos cuenta del señalamiento ricoeuriano según el cual “el arte de la
ficción consiste [así] en tejer juntos el mundo de la acción y el de la introspección, en
entremezclar el sentido de la cotidianidad y el de la interioridad” (Ricoeur, 2004b, p. 539); en
consecuencia, es preciso derribar la ingenua oposición entre el tiempo de los relojes y el tiempo
interior, más bien, optar por la amplia gama de relaciones que viven los personajes como
experiencia ficcional de tiempo, aquella que involucra al lector en tanto le hace partícipe de los
modos en que se vivencian las perspectivas sobre el tiempo en la narración.
La experiencia de ficción del tiempo, entonces, es la capacidad que tiene el texto de
proyectar un mundo “…es el aspecto temporal de una experiencia virtual del ser en el mundo
propuesta por el texto” (Ricoeur 2004b, p. 534). La experiencia de ficción designa así, la
proyección de la obra para hacer intersección con la experiencia ordinaria de la acción. La
116
experiencia de ficción que los personajes tienen del tiempo se proyecta en nuestra experiencia de
ficción, simbiosis de la que emerge la experiencia de lectura de quietud como experiencia
estética.
Solo la ficción podía crear las inéditas condiciones necesarias de quietud como
experiencia ficcional del tiempo, de forma tal que existe como propuesta estética a manera de
conspiración contra los avatares de experiencia de nuestro tiempo, este el instaurado desde la
modernidad. Con Ricoeur, entonces, asistimos a la posibilidad de abordar el carácter temporal de
la experiencia humana desde la narración literaria: todo acontecer narrativo tiene lugar en el
tiempo, otorgando a la experiencia un carácter temporal.
En consonancia con lo anteriormente planteado, la tercera parte de esta tesis acude a la
imagen del mito de Sísifo en relación con el debate crítico que circunscribe la obra de Onetti al
existencialismo. El presente trabajo lo reconoce, desde luego, y lo continúa en tanto la elección
del nada merece ser hecho es la opción, no la condena, de los seres que rondan la narrativa de
Juan Carlos Onetti. La sordidez no resulta como consecuencia del mundo, como realidad
impuesta por él, es la posición que los seres onettianos deciden adoptar como reclamo y
respuesta, lo cual se evidencia en los modos de relación con el tiempo, lectura posible en la
relación con la cotidianidad que la ciudad les propone. Por tanto, resulta preciso leer la quietud
desde las premisas del absurdo, pues, en nuestra propuesta de lectura, esto permite ubicar la
relación con el tiempo, desde la decisión del nada merece ser hecho, solo narrar, y esa es,
precisamente, la relación quietud-escritura que emerge de la relación ciudad-tiempo.
117
6. Sísifo y su in-quietud eterna
Los dioses condenaron a Sísifo a empujar
eternamente una roca hasta lo alto de una montaña,
desde donde la piedra volvía a caer por su propio
peso, pensaron, con cierta razón, que no hay castigo
más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.
Camus, 1996, p. 155.
El epígrafe de este apartado es el breve resumen que de la condena de Sísifo realiza el
escritor y ensayista francés Albert Camus (1996) en su texto célebre que lleva precisamente ese
nombre, El mito de Sísifo54. La condena a la cual es sometido Sísifo es tarea absurda, carece de
sentido, de finalidad, pareciera describir las preguntas por la vida misma en términos de su
utilidad, de su razón de ser – como si las tuviera –. Sísifo es sometido, condenado, forzado a
realizar una tarea, a él la realidad le ha sido dada, sin opción, sin salida.
Esta parte plantea el mito de Sísifo en analogía del absurdo de esta tarea de estar vivos
pero, como veremos en los dos siguientes capítulos, en la opción del más vale persistir, aspecto
que trasciende la posibilidad que los seres de ficción tienen para adoptar salidas a esta ‘condena’
de estar vivos. La corriente existencialista del absurdo en su obra, de amplia demarcación crítica
y, por ende, con suficiente sustento de ella, hace parte de la experiencia estética que la quietud
concita en su obra. De una visión irónica del absurdo que revela el sinsentido reinante que aflora
54 Publicado en francés en 1942, es considerado un ensayo filosófico sobre el absurdo. Su título es tomado
de la mitología griega: la condena de Sísifo, que funge como metáfora para plantear esta filosofía.
118
en las sociedades modernas, emerge una relación con el tiempo mediada por la quietud del nada
merece ser hecho. Si bien el absurdo reina entre los personajes, como posibilidad de estar en el
mundo, la decisión de ser en la narración que implica la posibilidad de crear y re-crear-se son
acciones deliberadas de quietud que soportan la idea de la repetición, esto es, la idea del absurdo.
Al pensar la vida emerge la pregunta por el sentido, a la cual responde la narración, la
creación como posibilidades de adoptar la decisión del nada merece ser hecho, solo vivir. Por
tanto, se otorga un lugar especial a la idea de crear y de vivir mediante la experiencia de ficción,
de manera que se concede al absurdo un lugar de irónica respuesta de actuar deliberadamente y
burlar el tiempo.
La vida es un estado que se experimenta, que se siente; algunos, incluso, afirman que se
tiene, que se posee. Su significado, sus causas, sus fines, sus relaciones con el afuera, a saber,
con el mundo, con el universo, con los demás, con lo demás y con ella misma, son temas
fundamentales que han movido la historia del pensamiento a lo largo de siglos. Con todo, “es
profundamente indiferente saber cuál gira alrededor del otro, si la tierra o el sol. Para decirlo
todo, es una cuestión baladí. En cambio, veo que muchas personas mueren porque estiman que la
vida no vale la pena de vivirla” (Camus, 1996, p. 16).
Absurdo y razón se excluyen, por ello el primero no contempla el suicidio dentro de sus
soluciones; “el sentido de la vida es la pregunta más apremiante” (Camus, 1996, p. 17) y su
respuesta es la existencia misma, no su opuesto: “matarse, en cierto sentido, y como en el
melodrama, es confesar. Es confesar que se ha sido sobrepasado por la vida o que no se la
comprende” (Camus, 1996, p. 18). Pero, sí se la entiende, el absurdo es la comprensión, la
quietud es la forma. Así, lo absurdo no impone el suicidio, pues este es la opción de la
desesperanza; por tanto, el estado de quietud precipita la libertad, la posibilidad de escoger. Se
119
puede elegir la muerte, pero también la quietud, la imaginación, la narración, la creación de un
espacio otro para habitar este, el ya dado.
Ahora bien, la respuesta a la pregunta por el sentido de la vida, del hombre, de la
realidad, del mundo, puede encontrarse en el arte y desde allí emerge también la pregunta por
este, en una suerte de tautología. Esa búsqueda nos sitúa frente al vacío, frente a la nada, frente al
absurdo; esa búsqueda nos devuelve a la vida. La literatura permite que nos sintamos leídos en la
interrogación sobre el sentido de la existencia. En consecuencia, la solución dada desde el libre
arbitrio es la esperanza puesta en la creación, en la narración, en la imaginación, las cuales no
tienen lugar en la racionalidad sino en la realización estética.
Hay en la condición humana, y éste es el lugar común de todas las literaturas, una
absurdidad fundamental al mismo tiempo que una grandeza implacable. Las dos
coinciden, como es natural. Ambas se configuran, repitámoslo, en el divorcio
ridículo que separa a nuestras intemperancias de alma de los goces perecederos
del cuerpo. Lo absurdo es que sea el alma de ese cuerpo quien le sobrepase tan
desmesuradamente. Quien quiera simbolizar esa absurdidad tendrá que darle vida
mediante un juego de contrastes paralelos. Por eso Kafka expresa la tragedia
mediante lo cotidiano y lo absurdo mediante lo lógico (Camus, 1996, pp. 168-
169).
Si el mundo fuera claro no existiría el arte, afirma Camus (1996, p. 129). La oscuridad, la
confusión y el sinsentido, entre otros, justifican la existencia del arte como posibilidad de vida y
de fuga, así como la de la quietud como respuesta a la agilidad que el mundo demanda. El arte,
en consecuencia, puede albergar el absurdo de la vida, de la existencia; alberga, entonces, al ser
mismo. Para abordar el absurdo se hace preciso acudir a la absurdidad, no sería posible de otra
120
manera; se trata, así, de serlo para lograr adentrarse en él. Por ello, la razón no puede dar cuenta
del absurdo o, dicho de otro modo, este nace en el justo espacio que deja vacía la razón al
reconocerse insuficiente para contener el mundo, la vida, la existencia. Su lugar es el arte y su
manera, la quietud.
Por lo anterior, se hace preciso modificar el ángulo desde el cual se formula la pregunta
por la quietud. Conviene revisar los matices y colores que adquiere al ir girando el prisma de sus
manifestaciones y posibilidades, al ir asumiendo el papel de egiptóloga. Así, acoger la narrativa
onettiana permitirá vivir la quietud desde adentro o, quizás, sufrir atravesándola por sus diversos
pliegues, penetrando sus formas, intuyendo sus alcances, confrontando sus sombras, en la
esperanza de no salir ni absuelta ni ilesa.
Por su parte, el absurdo encuentra en la literatura su propio espacio, el mundo en el cual
se mueve y se confronta; halla su propia forma en la quietud y su salida en la narración. Sin
embargo, afirmar que el universo literario contiene el absurdo y, en consecuencia, que la
literatura lo es, conduce a una discusión que excede la presente; no se ha clasificado a la novela
absurda como género. La presencia del absurdo tiene lugar en las complejidades estéticas donde
la quietud emerge como una manifestación que resignifica la opacidad existencialista, hacia la
opción del encuentro con lo cotidiano como posibilidad. Encuentro del arte y la realidad,
(…) arte y realidad, como la estética y lo cotidiano, han estado y están totalmente
imbricados, y no por la voluntad explícita o “compromiso social” del artista
políticamente correcto, ni por hacer patente una ideología, sino porque no hay un
más allá de la realidad ni una estética que no emerja en primera instancia de lo
cotidiano (Mandoki, 2008, p. 27).
121
El arte dice la realidad del absurdo, es capaz de contenerlo, la vida misma, no. Absurdo y
vida no son explicables ni demostrables en la realidad, hallan, más bien, un lugar, un mostrar-se
en la literatura.
(…) un mundo que se puede explicar incluso con malas razones es un mundo
familiar. Pero, por el contrario, en un universo privado repentinamente de ilusiones
y de luces, el hombre se siente extraño. Es un exilio sin recurso, pues está privado
de los recuerdos de una patria perdida o de la esperanza de una tierra prometida.
Tal divorcio entre el hombre y su vida, entre el actor y su escenario, es propiamente
el sentimiento de lo absurdo (Camus, 1996, p. 18).
Este divorcio al que alude el francés solo es posible en cuanto la existencia se siente; tiene
lugar en la medida en que se toma conciencia de estar vivo; de otra manera, se vive sin reflexión,
basta la respiración. Entenderse a sí mismo55 como ser viviente y finito, implica el establecimiento
55 Detenerse en la vida propia es comprenderse como un sí mismo, lo cual supone un ejercicio de
permanente reflexión que conduce a la subjetividad como proceso por el cual se deviene sujeto. Es justamente en el
proceso de conocimiento de sí y de construcción de la individualidad hacia la emancipación y la libertad que se
constituye el sujeto, sujeto que se relaciona con el otro y también se constituye en cuanto el otro. Entonces, la
configuración de sí parte del reconocimiento del sí mismo. La conformación del individuo en tanto sujeto que actúa
hacia sí es fundamento de una nueva comprensión de las relaciones que este establece hacia afuera y hacia sí,
modificándose y permitiendo ser modificado a partir del desciframiento del yo, en tanto “los individuos son
llamados a autoconstruirse como sujetos de conducta moral: esta historia será la de los modelos propuestos para la
instauración y desarrollo de las relaciones consigo mismo, para la reflexión sobre sí, el conocimiento, el examen, el
desciframiento del yo por sí mismo” (Foucault, 1986, p. 136).
122
de relaciones hacia sí y hacia afuera. Experimentarse como ser vivo y temporal es característico
del hombre moderno, los nuevos vínculos que establece consigo mismo y con el afuera generan la
emergencia de sensibilidades hacia la singularidad y, con esta, la soledad, el desencanto, el
sinsentido. Estas experiencias encuentran lugar en la narración, entendiendo con Camus (1996)
que
para el hombre absurdo no se trata de explicar y resolver, sino de sentir y describir.
Todo comienza con la indiferencia clarividente. Describir, tal es la suprema
ambición de un pensamiento absurdo (…) la explicación es vana pero la sensación
perdura (…) ahora se comprende el lugar que ocupa la obra de arte (…) sería un
error ver en ello un símbolo y creer que la obra de arte puede considerarse un
refugio ante lo absurdo. Es en sí misma un fenómeno absurdo y se trata solamente
de describirla. No ofrece una salida al mal de ánimo. Es, por el contrario, uno de
los signos de ese mal, que lo repercute en todo el pensamiento de un hombre. Así,
la literatura absurda ayuda a sufrir (pp. 125-126).
La condena de Sísifo no solo estriba en la repetición perenne y sin sentido de su trabajo.
Radica en el hecho de que es consciente de ella, de la temporalidad eterna que implica, incluye la
muerte, comprende el tiempo, un tiempo sin fin. Allí nace el absurdo, en darse cuenta de la
condena, “a partir del momento en que sabe, su tragedia comienza” (Camus, 1996, p. 155). El
sujeto absurdo prosigue y persiste en esta tarea de estar vivo, en tanto, como Sísifo, carga la
piedra cuesta arriba. Mientras la arrastra tiene tiempo de pensar y entender que ello es absurdo
pero no definitivo, pues le corresponde llenar de contenido esa labor, para lo cual establece el
sentido pleno de la posibilidad de crear una emancipación propia a través del libre arbitrio que
123
funge como oportunidad liberadora: frente la quietud del no pasa nada, la cotidianidad que
implica repetición, la independencia se halla en crear, en imaginar, en narrar.
La posibilidad de elegir es la libertad. La libertad, entonces, hace parte del absurdo, hace
la carga llevadera, hace posible que una y otra vez la pesada piedra sea llevada hasta arriba. No
es contradictorio. La escogencia de formas, la selección de caminos posibles, hacen de la
emancipación una esperanza que permite crear líneas de múltiples contingencias. La única
manera de estar vivo es justamente darse cuenta de que se está, de que se es; en consecuencia,
queda la oportunidad de construirse en el trayecto, mediante un ejercicio de creación y de
imaginación. Si no, se llena el tiempo de accionares yuxtapuestos que entretienen el tiempo.
También existe la libertad de no hacerlo, de elegir nada, solo vivir ausente del acto de narrar-se.
La creación, entonces, es una suerte de fuga que nace precisamente del sentirse en el vacío,
suspendido en múltiples preguntas, esto es vivir ausente de certezas.
A diferencia de la condena de Sísifo, la muerte existe. La muerte es el límite de las
posibilidades del hombre; de hecho, somos seres para la muerte, tal como lo plantea Heidegger
(1993), en cuanto afirma que existir es ser-para-la-muerte. La muerte revela que todo proyecto
es nulo: desde que el hombre nace convive con ella, fallece un poco en tanto vive. Comprenderse
a sí mismo como un ser-para-la-muerte es, entonces, llevar una existencia auténtica. El ser
Auténtico es aquel que observa la multiplicidad de posibilidades de vida, dentro de las cuales
puede elegir, excepto a la muerte en tanto es un ser-para-ella. Por el contrario, el ser inauténtico
es aquel sumergido en un mundo objetivo, es el que hace parte de la multitud, el que se mueve en
la acción, en el afán, en el progreso. Abandonarse es alejarse de su propia trascendencia, es
desprenderse de sí y caer en la realidad, de manera que se deja atrapar por esta; así, abandonarse
124
es quedarse en estado de quietud. El derrumbamiento es la fuga de sí mismo que experimenta el
ser inauténtico, quien es absorbido por las cosas y resulta ser una más entre ellas.
De la conciencia de la finitud, del ser-para-la-muerte, emergen la autonomía y la
libertad, solo así podrá ir hacia ella de manera auténtica, sin ser confundido como uno más del
mundo. Esto es, el ser auténtico vive como si fuera a morir algún día, entonces, le queda la
emancipación, la elección de sí mismo, le queda el tiempo, este, el de su temporalidad. El final es
la muerte, aceptar este hecho es asumir la autenticidad; de lo contrario, si se distrae de esa
certeza innegable, se vive de forma inauténtica y, quizás por ello, llenando el tiempo de acciones
hacia el progreso y el éxito.
El personaje de la literatura absurda tiene una vida auténtica, sufre metamorfosis, se
siente extranjero, es un hombre sin atributos, asume varias vidas breves, atraviesa un túnel en su
existencia. Aun así, ante el reto y deseo profundo —y contradictorio— instalado en su ser, de
permanecer vivo, por lo menos hasta que su muerte tenga lugar, crea como defensa la rebeldía56,
a través de la cual reconoce también que más vale persistir en esta tarea de mantenerse vivo. Su
persistencia está en la literatura, en la narración y “aun cuando el arte se manifieste como un
dispositivo de evasión (…) sigue estando fatal e irremediablemente inmerso en la realidad
precisamente como índices en su evasión o afán de emancipación desde lo real” (Mandoki, 2006,
p. 27). Por tanto, creatividad, narración y existencia no pertenecen exclusivamente al muno de la
ficción, residen más allá, en otro estadio: en el lugar único de la escritura, del lenguaje, de la
invención, de la narración, de la vida hecha con fragmentos de todo ello.
56 La experiencia del absurdo no da vía a eludir la finitud de la existencia; la rebeldía postula la aceptación
de los límites, es decir, el comprender y aceptar otorgando al presente un valor casi suficiente (Camus, 2013).
125
Franz Kafka es, por excelencia, escritor y descriptor del absurdo. Sus oscilaciones
perpetuas entre lo natural y lo extraordinario, lo individual y lo universal, lo trágico y lo cotidiano,
lo absurdo y lo lógico, vuelven a encontrarse en toda su obra y le dan a su vez su resonancia y su
significación57 (Camus, 1996, p. 168). Según Camus, el conjunto de estas paradojas y
contradicciones son características de la obra absurda, por lo que se constituyen en aspectos que
conducen a comprenderla. Más que las dicotomías en sí mismas, este tipo de creación torna natural
lo extraordinario, universal lo individual, cotidiano lo trágico, lógico lo absurdo, así como “Kafka
expresa la tragedia mediante lo cotidiano y lo absurdo mediante lo lógico” (Camus, 1996, p. 169).
Basta detener la mirada en la primera imagen de La metamorfosis58, en la cual después de una
noche un poco intranquila, Gregorio Samsa despierta en pleno proceso de transformación hacia
una suerte de insecto monstruoso: le crecen antenas y patas, su vientre se empieza a llenar de
puntos blancos, su columna se arquea, y todo ello apenas le causa un ligero fastidio. Abre así sus
ojos a una realidad que no entiende, que no es la de siempre, ya no existen los valores que soportan
su ser, su existencia, está ahora en un limbo en el que le queda una nueva libertad: construirse o
no hacerlo. Sin embargo, extrañamente, esta nueva situación no le es ajena sino un poco incómoda.
Pareciera que el amanecer en el que despierta arrojado de repente a una novedosa experiencia física
y sensorial, le dejara como salida única el asumir esa condición y vivirla o, más bien, sufrirla.
57 Esta afirmación es tomada de un apéndice dedicado a Kafka en El mito de Sísifo. Inicialmente, en su
primera publicación, fue omitido porque sus editores lo consideraron conveniente debido a la procedencia judía del
autor.
58 Obra publicada inicialmente en 1915 en la revista Die Weissen Blatter, de la editorial Kurt Wolff de
Leipzig. Pocos meses después, la misma editorial la presentó como libro dentro de su colección Der Jüngste Tag.
126
Emerge así otra fuga posible del sentimiento del absurdo: asir el sufrimiento como natural, esto es,
abrigar la esperanza, valorar la vida dentro del sinsentido que la caracteriza.
Es singular, en todo caso, que obras de inspiración próxima como las de Kafka,
Kierkegaard o Chestov, las de, para decirlo en pocas palabras, los novelistas y
filósofos existenciales, completamente orientados hacia lo Absurdo y sus
consecuencias, desemboquen, a fin de cuentas, en ese inmenso grito de esperanza.
Abrazan al Dios que los devora. La esperanza se introduce por medio de la
humildad. Pues lo absurdo de esta existencia les asegura un poco más de la realidad
sobrenatural. Si el camino de esta vida va a parar a Dios, hay, pues, una salida. Y
la perseverancia, la obstinación con que Kierkegaard, Chestov y los protagonistas
de Kafka repiten sus itinerarios constituyen una garantía singular del poder
exaltante de esta certidumbre (Camus, 1996, pp. 176-177).
Ese lugar de extrañamiento del ser hacia sí mismo, ese preguntarse por su existencia y el
hallar nula su relación con el mundo, tiene lugar con fuerza precisamente en el período
entreguerras y en el contexto de ciudad. Allí se generan nuevos relatos del individuo arrojado a
una soledad perdida en la cercanía de las muchedumbres, aspecto que avizoraba con gran
densidad y fuerza el escritor uruguayo Juan Carlos Onetti, quien ya lograba pulsar desde los años
treinta del siglo pasado la ciudad como forma de vida, en la cual todos los caminos se cruzan y
tienen lugar con más fuerza la individualidad, la aparición de personajes absurdos, solitarios,
desencantados.
La decisión de optar por el nada merece ser hecho y la escritura como salvación, con el
inherente lugar que la imaginación instala en ella, son signos y síntomas que nos ubican en el lugar
127
del egiptólogo (Deleuze, 1970), para descifrar las piezas que movilizan un ejercicio de
pensamiento en el que
no hay Logos, sólo hay jeroglíficos. Pensar es pues interpretar, es traducir. Las
esencias son a la vez la cosa a traducir y la traducción misma, el signo y el sentido.
Se enrollan en el signo para forzarnos a pensar, se desenrollan en el sentido para
ser necesariamente pensadas. En todo lugar, el jeroglífico cuyo doble símbolo es el
azar del encuentro y la necesidad del pensamiento: ‘fortuito e inevitable’ (Deleuze,
1970, p. 185).
Signo y sentido son ruta y son fin, forma y contenido que se conjugan en un todo cuyo
aspecto es la experiencia. La evanescencia de los signos obliga a asirlos e hilvanarlos en un
proceso de pensamiento que, a manera de traducción, los desentraña, los reencuentra, les otorga
forma de comprensión en un proceso en el que el egiptólogo no es ni inmune ni aséptico; todo lo
contrario, pone también toda su experiencia hecha de cuerpo para volverse uno con los signos
que penetra en una simbiosis de la que, sin duda, no saldrá ileso, tampoco lo pretende, la
irrupción es mutua, ni uno ni otro volverán a ser iguales.
Cuanto más nos acercamos, más inasibles parecen los signos, debe ser porque este intento
se hace con palabras, con lenguaje, precisamente con aquello de lo que están hechos; entonces,
tomarlos requiere mucho más, necesita abordar el problema de la experiencia y, también, hacerlo
desde allí. Al decir de Deleuze (1970):
No hay sino sentidos implícitos en los signos y, si el pensamiento tiene el poder
de explicar el signo y de desarrollarlo en una Idea, es porque la Idea está ya en el
signo en estado oculto y enrollado; en el estado oculto de lo que fuerza a pensar
128
(…) es el lector, el oyente en cuanto la obra de arte emite signos, obra que quizás
lo llevará a crear, como el llamado del genio a otros genios (p. 23).
La escritura en la escritura, esto es, escribir que se escribe, crear a un creador que en la
narración narra, parece ser la salida al sinsentido, aporía que invita transitarlos en su complejidad
sígnica. Desmadejarlos y, en ese intento, caer en ellos, confundirse en sus formas es también
narrarlos.
¿Por qué el rey Schahriar se extasía en los relatos que narra Scheherezade? ¿Por qué
sucumbe ante diversos mundos y ante las historias de otros? ¿Por qué la narración lo seda? Estos
interrogantes, que atañen a los principios estéticos del campo literario, remiten a la imaginación
de que se dota la narración y la experiencia que al emerger de la narración se hace nuestra.
El acto de narrar implica imaginar que es la posibilidad de habitar de una manera otra; por
tanto, narrar es un supremo acto de libertad, acaso el único posible. Así, “todo acto de narración
es, como se sabe, un modo de leer la realidad como no es, un intento de imponer a lo real otra
forma de coherencia, fundada a veces en el azar o en el caos” (Martínez, 2005, p. 18). Por esto, la
literatura “no es un simple divertimento, una distracción reservada a las personas cultas, sino que
permite que todos respondamos mejor a nuestra vocación de seres humanos” (Todorov, 2009, p.
17). Tal vez por eso el rey permanecía atento a la narración.
El hacer inútil, el frenetismo del actuar en el tiempo, ese vigoroso afán por mantenerse
ocupado a ritmos cardíacos acelerados, “la capacidad de no perder nada del tiempo que pasa, de
contarlo y acumularlo, de hacer rentable lo adquirido para hacer del capital el sustituto de la
inmortalidad” (de Certeau, 2007, p. 214), constituye la carga que se repite, que se lleva a cuestas,
es el nada merece ser hecho, es lo que la narración, la escritura, miran con ironía. Vida y
temporalidad son nociones inherentes, se vive en el tiempo y este es llenado como si fuera un
129
saco que hay que saturar hasta el final, hasta que quede tupido en el acto mismo de existir, en un
frenetismo del compás del reloj que marca el paso del tiempo comprado, del tiempo productivo,
del tiempo aprendido y enseñado; vivir en los hechos, en la sucesión de hechos. No obstante,
podríamos comenzar reconociendo que la vida humana no consiste en una sucesión
de hechos. Si la vida humana tiene una forma, aunque sea fragmentaria, aunque sea
misteriosa, esa forma es la de una narración: la vida humana se parece a una novela.
Eso significa que el yo, que es dispersión y actividad, se constituye como una
unidad de sentido para sí mismo en la temporalidad de una historia, de un relato. Y
significa también que el tiempo se convierte en tiempo humano en la medida en
que está organizado (dotado de sentido) al modo de un relato. Nuestra vida, si es
que nuestra vida tiene una forma, esa forma es la de una historia que se despliega
(Larrosa, 2013, p. 20).
Es la de una historia que se distensiona en el tiempo, un tiempo humano que adquiere forma
de relato. Juan Carlos Onetti funda su universo estético en la narración que expone el acto mismo
de narrar; escribe sobre escribir, esto es, narra sobre narrar o, en este mismo juego de sentidos,
crea sobre el acto de crear. Antes que auscultar estos procesos, especial acento merece el hecho de
que la narración cobra vida en el personaje narrador y protagonista Brausen, de La vida breve,
quien vive en un mundo intrascendente en el que no acontece nada, él mismo transita una
existencia parca, inocua, acaso como la vida misma. Brausen intenta escribir, está seguro de la
inutilidad de cualquier otro acto, no tiene ningún interés por insertarse al engranaje del mundo, al
movimiento de la acción, al mundo de los hechos, a la sucesión de estos. Su única salida es la
narración, esa es la salvación.
130
Él no escapa de su realidad creada, más bien la vive, la lleva a cuestas y, para lograrlo,
narra, crea, inventa un universo paralelo que termina apoderándose de él, se mimetiza, se funde y
confunde con este, un mundo que inicia y termina en la creación, en la imaginación. Es una
realidad apoderada del acto de narrar, la narración otorga vida a esa realidad, y a esta.
Para Juan Carlos Onetti escribir es “un vicio, una manía, una manera de ‘felicidad
privada’” (Gilio, 1969, p 39). Una vez, en un intento por defender la obra de teatro titulada La
fuga en el espejo (1937), Onetti señaló: “las imágenes fragmentadas, los pedazos de recuerdos,
los asomos de ideas, recuerdos y sentimientos que bullen incesantes dentro del hombre, en su
vigilia y en su sueño tienen derecho a ser expresados” (sp). En el ejercicio de ese derecho, todos
ellos son nombrados a través del relato, la narración les otorga vida, los trae ante sí mediante la
escritura que, al decir de Certeau (2007), es “la actividad concreta que consiste en construir,
sobre un espacio propio, la página, un texto que tiene poder sobre la exterioridad de la cual,
previamente, ha quedado aislado” (p. 148).
Esos trozos fragmentados que bullen en el uruguayo nacen, entre varias otras maneras, de
la lectura del libro de Eclesiastés59 que, siendo apenas un jovencito, causó en Onetti una fuerte
impresión y “lo esgrimió frente a quienes lo acusaban de nihilista, desafiándolos a refutar un
59 Su autoría se atribuye a Salomón, rey famoso por su sabiduría. En este soliloquio, el autor considera
realidades opuestas: vida y muerte, sabiduría y necedad, riqueza y pobreza, subrayando en ellas cierto pesimismo.
Aspectos como trabajo, placer, familia, fortuna son mencionados como pasajeros, finitos e inútiles. El escritor se
cuestiona el sentido de la existencia y se pregunta: “¿qué provecho obtiene el hombre de todo el trabajo con que se
afana debajo del sol?” Al analizar posibles respuestas, pasa por el placer, la sabiduría, la riqueza, la realización de
grandes empresas y llega a concluir con una frase ampliamente conocida: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”.
Así, su pregunta por el sentido de la vida, halla respuesta solamente en la existencia de Dios (Santa Biblia, 1995,
Versión Reina Valera. Bogotá: Sociedad Bíblica Colombiana, pp. 809-821).
131
libro que condena a los hombres a morir sin culpa y sin que nadie les explique por qué nacen o
mueren” (Gilio y Domínguez, 1996, pp. 9, 15-16). En dicho texto, Onetti “había descubierto que
la gente se moría, y que el asunto ejercía una extraña fascinación” (Gilio y Domínguez, 1996, pp.
9, 15-16). Fascinación por la muerte que se torna en atención a la vida,
…cuando estamos a un paso de aceptar que, en definitiva, sólo uno mismo es
importante, porque es lo único que nos ha sido indiscutiblemente confiado;
cuando vislumbramos que sólo la propia salvación puede ser un imperativo moral,
que sólo ella es moral; cuando logramos respirar por un impensado resquicio el
aire natal que vibra y llama al otro lado del muro, imaginar el júbilo, el desprecio
y la soltura, tal vez entonces nos pese, como un esqueleto de plomo metido dentro
de los huesos, la convicción de que todo malentendido es soportable hasta la
muerte, menos el que lleguemos a descubrir fuera de nuestras circunstancias
personales, fuera de las responsabilidades que podemos rechazar, atribuir, derivar.
(La vida breve, 2007, p. 71).
Pasá, querido. Perdoná que te reciba en estas condiciones, pero así es la muerte: te
confieso que hace tres años estoy en la cama y no me he mirado al espejo, con este saludo Onetti
recibe a uno de los periodistas que logra entrevistarlo en sus últimos años de vida. Quizás en ese
entonces, ya oteaba la cercanía de la muerte y quería ser testigo de su llegada, tal vez la esperaba
con curiosidad o siempre convivía con ella —aunque no era su exclusivo privilegio, pues todos
vivimos con ella, lo notemos o no, cercana o distante, pero ahí está, constituye parte de nuestra
noche y de nuestro día, de nuestra sombra—; posiblemente olvidó que uno no es testigo de su
propia muerte sino de la ajena. Nombrar el morir es prohibido en el lecho de un moribundo, y el
hacer del escritor,
132
El escritor [mismo] es el moribundo que intenta hablar. Pero, en la muerte que sus
pasos inscriben sobre la página en negro (y ya no en blanco), sabe, puede decir el
deseo que espera del otro exceso maravilloso y efímero de sobrevivir en una
atención que él mismo altera (de Certeau, 2007, p. 215).
Hálito de vida que se resguarda en la escritura. Onetti tiene una extraña fascinación por la
muerte60: muerte y vida conviven, son los extremos de un péndulo cuya oscilación tiene forma de
tiempo o es lo único que hay en medio de ellos; entre muerte y vida solo el tiempo, vaciar el
frenetismo que habita esta oscilación deja como residuo la quietud.
Juan Carlos Onetti crea a un creador, cuyo acto de contar es, quizás, su única posibilidad
de existir, de manera que si no lo hace, fenece: su vida tiene lugar solo en la posibilidad de
narrar. La mezcla de historias, en las que cada una va adquiriendo su propia independencia pese
a que se superponen en un ejercicio de simultaneidad que las confunde, permite la invención de
otros mundos reales que tejen al propio, que intentan darle sentido o, quizás, que constituyen la
manera de vivirlo. Esta estructura compleja de fragmentaciones, revela un personaje sin
vínculos,
Es indudable que los personajes de Onetti viven conscientes de la caída, origen y
causa de la futilidad de todas sus acciones, de un estado de abandono que abarca
60El absurdo no es la confrontación con la muerte, puesto que ella es inherente a la vida, es constitutiva de
la existencia misma. Según Heidegger, ser en el mundo es ser para la muerte, no en el sentido de propósito o de
objetivo. De la misma manera como los seres son capaces de preguntarse por la vida y vivirla comprendiendo que la
están viviendo, son también los únicos que existen ante la presencia de la muerte, justamente por su capacidad de
concebir el futuro desde el presente, donde el presente es presenciar de manera activa, sea cual sea la acción que se
decida tomar. Así, entender que se vive y entender que se muere son posibilidades del ser (Heidegger, 1993).
133
diversos niveles de la realidad textual (física, espiritual, ética, social). Cambian
las situaciones, cambian los personajes, pero en todos los casos el esquema
novelístico queda inalterado: la desintegración de todo vínculo (Verani, 2009, p.
27).
Y sin interés por establecerlos,
Sospechó, de golpe, lo que todos llegan a comprender, más tarde o más temprano:
que era el único hombre vivo en un mundo ocupado por fantasmas, que la
comunicación era imposible y ni siquiera deseable, que tanto daba lástima como el
odio, que un tolerante hastío, una participación dividida entre el respeto y la
sensualidad eran lo único que podía ser exigido y convenía dar. (El Astillero,
1980, p. 112).
Otras respuestas al interrogante por el sentido de la vida, van desde la mitología hasta la
ciencia positivista, pasando por la religión, la razón, la filosofía: “Aquí solo se encontrará la
descripción, en estado puro, de un mal espiritual” (Camus, 1996, p. 11). Avanzaremos en sus
difusos límites en relación con la quietud, con la evanescencia. A la pregunta por el sentido de la
vida responde el hartazgo que emerge no como decadencia sino como ausencia de pretensiones,
de frenetismos, de opulencias, de efervescencias, que dan apertura al sosiego, al nada pasa. ¿Qué
pasa? Pasa la vida, ese es el único acontecimiento, y la literatura es capaz de contenerla, de
decirla, de mostrarla.
Así, aceptar el absurdo es convivir con él como parte constitutiva del ser en y para la
vida. Asumirlo es llenar de contenido nuestra finitud. No necesariamente carece de razón aquello
que no se comprende, hay cosas que se sienten aunque no se entienden; por ello, “para un
espíritu absurdo la razón es vana” (Camus, 1996, p. 53). Reconocer los límites de la razón es
134
también evidenciar que su radio de acción tiene fronteras. La identificación de la absurdidad es
una forma de rebeldía para poder existir de manera auténtica, para poder narrar, para poder
llenar la vida de quietud.
Onetti crea un habitante urbano que se aleja de los valores que el mundo traza como
horizonte: avance, éxito, ganancia. Al personaje onettiano no le interesa alcanzarlos, ha perdido
su fe en los valores, en las empresas, en las acciones. El fracaso de este es la forma de que está
vestida su libertaria opción por la quietud. Por Santa María desfilan existencias deshechas, seres
destruidos por la agobiante rutina de la vida, por la reiteración inocua de los días y de las noches,
por la repetición sin fin del esfuerzo de cargar una pesada roca cuesta arriba, la cual, una vez allí,
rueda para empezar de nuevo. En ese movimiento eterno, la narración configura otras
posibilidades, otras vidas, por eso, se puede vivir varias vidas, así sean breves.
Para narrar a sus personajes, Onetti crea un nuevo lenguaje literario, desprovisto de toda
adjetivación elocuente; un lenguaje escueto, fragmentado, similar al contenido de sus obras.
Acceder a su narrativa implica un ejercicio de concentración, de establecimiento de conexiones,
de idas y vueltas para intentar comprenderla. Una de las complejidades al acercarse a su creación
es la escritura. Onetti es un autor para quien esta es la pregunta, por ello él mismo cuestiona:
¿Quién hace literatura entre nosotros? Todo el mundo (…) la escala de valores de
un artista no puede ser la misma de la de un catedrático, médico o rentista. El
artista tiene por cosas tangibles lo que no existe para los demás y viceversa
(Onetti, 1976, p. 30).
Así, el artista escribirá que
no porque tenga un deber que cumplir consigo mismo, ni una urgente defensa de
la cultura que hacer, ni un premio ministerial para cobrar. Escribirá porque sí,
135
porque no tendrá más remedio que hacerlo, porque es su vicio, su pasión y su
desgracia (Onetti, 1976, p. 36).
Onetti hace tangible la condición humana a través de su escritura, dice la existencia. Por
ello, más allá de contar historias, crea universos. Para adentrarse en ellos se requiere formar parte
de los mismos, es decir, sentirse escrito en ellos, vivir en Santa María. No hay otra ruta. No
podría hacer este viaje por otro camino.
Con Onetti asistimos, entonces, a la existencia misma, la propia y la ajena: no es fácil leer
su literatura, como no es fácil leer la vida. Al detener la mirada en las manifestaciones del
absurdo en su obra, se evidencia que este, como sentir que es, solo puede ser vivido, descrito,
narrado, creado.
Avanzar en las reflexiones en torno a su narrativa permite entender por qué es un autor
más estudiado que acogido: el lector habita el laberinto de sus relatos a través de la
fragmentación de la escritura, de la presencia de personajes-autores vacuos, inconexos en
apariencia, y de la creación de Santa María, espacio de ciudad, continente y contenida por ellos
y por nosotros, urbe hecha por un lenguaje a trozos, a pedacitos de existencias que se enfrentan a
la quietud del no pasa nada, pasa la vida, la vida de todos los días.
136
7. Santa María, tiempo de ciudad
(…) la ciudad es fuerza que atrae y repele a la
vez. El espacio urbano simboliza con rara
exactitud, en el seno de la literatura moderna
y contemporánea, esa desorientación del
individuo ante un universo caótico. La
realidad moderna – metaforizada, encarnada
en la ciudad – ya no puede contemplarse como
totalidad, ya no admite la visión panorámica y
abarcadora, sino que se presenta como
espacio fragmentado e inconexo.
Zubiaurre, 2000, pp. 255-256
A La vida breve se adjudica el origen de la creación de Santa María61, espacio ficcional
donde habitan repetición, vacío, anomalía, enfermedad, desazón, lucha, pesimismo, muerte,
61 Los primeros indicios de gestación de este universo, aparecen en Bienvenido Bob (1944), en el cual el
narrador describe al Bob que “amaba la música…que planeaba ennoblecer la vida de los hombres construyendo una
ciudad de enceguecedora belleza, para cinco millones de habitantes, a lo largo de la costa del río…el Bob dueño del
futuro y del mundo” (Juan Carlos Onetti, Bienvenido Bob en Tan Triste como ella y otros cuentos, Barcelona,
Grijalbo Mondadori, 1996, p. 61). Santa María se consagra de manera definitiva en La vida breve (1950) de hecho,
Hugo Verani (1981) afirma que “A partir de La Vida Breve (1950) sus relatos se entrelazan entre sí – con pocas
excepciones- y forman parte de un espacio imaginario-mítico de un vasto ciclo novelístico que se ha llamado 2La
Saga de Santa María’” (p. 272).
137
anomia, aspectos que, a manera de campo semántico, aglutinan el decir de la crítica sobre la
narrativa onettiana. Igualmente, la crítica reitera las características del personaje en términos de
su ser anodino, lúgubre, mediocre, “las relaciones interpersonales nunca son armoniosas en las
obras de Onetti; la vida espiritual y la posibilidad de comunicación están siempre ausentes, fuera
del alcance de sus protagonistas” (Verani, 2009, p. 27).
Ellos marcan el ritmo de los atributos propios de un mundo de derrota y de desencanto,
un universo de ciudad en el que se deambula por diversos planos y capas de realidades en las
que, sin duda, esos ritmos se mueven y palpitan, viven en lo inocuo, en lo aparentemente
insignificante, en lo cotidiano, en lo común, en las “brevísimas escenas captadas en tiempo
presente” (Sarlo, 1996, p. 5), aspectos que ponen a prueba las certezas que la modernidad
instaura: Onetti se adjudica la responsabilidad de revelar al sujeto de ciudad latinoamericana
moderna, de sacarlo del negativo. Su ciudad ficcional alberga al nuevo ser lleno de ausencia y de
vacío propios del advenimiento de ciudad. Las nuevas formas que se tejen en la relación entre el
hombre y la naciente ciudad moderna posibilitan la problematización de la vida, abocan a la
pregunta por el sentido de la misma, en una suerte de lo que Verani (1989) llamaría exilio
interior, senda que la literatura acoge de la vida, exilio que tiene forma de quietud.
El tiempo en Santa María es quedo. Basta visitar El Astillero para asistir a la muerte
misma no sólo del espacio sino del tiempo. En esta obra Larsen regresa a la alucinada ciudad de
Santa Maria para emplearse en el astillero de Petrus. Larsen, personaje casi sin datos, los pocos
de que se tiene noticia ocurren en un hospital, llega a regentar un astillero arruinado por el
tiempo y el abandono. Alejado de toda contaminación mundana de avance, como todos los
personajes onettianos,
138
Llegó entonces el último viaje de Larsen río arriba hacia el astillero. Estaba
entonces no simplemente solo, sino también despavorido y con ese inquietante
principio de lucidez de los que empiezan a desconfiar, a regañadientes, sin
vanidad ni conciencia de astucia, de su propia incredulidad. (El Astillero, 1980, p.
205).
Con este inicio termina El Astillero, revelando que inicia en ruinas. No hay nada que
hacer en un astillero paralizado y en completa ruina habitado por roedores y herrumbre; Larsen
también está en deterioro, pese al título: Gerente general de Jeremías Petrus, Sociedad Anónima
(El Astillero, 1980, p, 32). Espacio y personaje decadentes sin muestra alguna de esplendor.
Opacidad perenne. La decadencia del astillero es la decadencia de Larsen. Espacio que nace
inerte; ciudad que concita a la otra acción, al nada merece ser hecho, a la quietud.
Puerto lluvioso donde el agua destruye y corroe. Asistir a las descripciones de la
decadencia del espacio en Santa Maria alrededor del astillero, es asistir a las descripciones de la
decadencia del personaje, uno y otro en relación simbiótica con el tiempo quedo. Nada del
pretexto de llegada constituye la historia central pues la búsqueda infortunada del amor de
Angélica Inés, alejada también de la realidad en un mundo de sórdida locura, le distrae.
El nuevo gerente sabía de antemano la derrota de su árida empresa en el astillero que
iniciaría a regentar, no buscaba el éxito de ella, ni levantarla de la ruina pues conocía, de
antemano, el equívoco del propósito. Con cierto desdén, “se guardó el plano en un bolsillo del
sobretodo, tratando de no mancharse” (El Astillero, 1980, p, 40). Y sigue:
Con un lado de la boca sonrió, indulgente y viril –como a viejos rivales, tantas
veces vencidos que el mutuo antagonismo era ahora blando y simpático como un
hábito–, a la soledad, al espacio y a la ruina. Juntó las manos en la espalda y
139
volvió a escupir, no contra algo concreto, sino hacia todo, contra lo que estaba
visible o representado, lo que podía recordarse sin necesidad de palabras o
imágenes; contra el miedo, las diversas ignorancias, la miseria, el estrago y la
muerte. Escupió sin sacudir la cabeza, con una coordinación perfecta de los labios
y la lengua; escupió hacia arriba y hacia el frente, experto y definitivo, siguiendo
con impersonal complacencia la parábola del proyectil. No pensó la palabra
oficina ni la palabra escritorio; pensó: “Voy a instalar mi despacho en la pieza
donde está el conmutador ya que el viejo se reservó la más grande, la que tiene o
le quedan mamparas de vidrio” (El Astillero, 1980, p, 40).
La extensa cita es de una fuerza narrativa que muestra la intención clara del alejamiento
de la absurdidad de la empresa, pese a que decide estar en ella. Esta paradoja entre la realidad
externa que lee de manera clara y la intención interna de mantener una fachada del actuar en el
mundo, es precisamente la quietud que vierte en la narración fragmentada de que está compuesto
El Astillero. Sonríe con ironía solo con un lado de la boca, momento extremo de libertad; con el
otro enfrenta la realidad al pensar cómo organizar su oficina. Escupe a la soledad, al espacio y a
la ruina. Y también lo hace al miedo, a las diversas ignorancias, a la miseria, al estrago y a la
muerte. Complacido.
No como víctima de una situación, ni como derrotado por una empresa superior a sus
fuerzas, solo la decisión del alejamiento como opción, pero no desde la huida sino desde la
permanencia intentando vivir al margen, por fuera, en el borde. A Larsen no le importa “fumar,
comer, abrigarse, el respeto ajeno, el futuro” (El Astillero, 1980, p, 74).
No le preocupaba que la vida pasara, arrastrando, alejándole las cosas que le importaban;
sufría, boquiabierto, con una enfriada burbuja de saliva en los labios, sintiendo la grasa en que se
140
le hundía el mentón, porque ya no le interesaban de verdad esas cosas, porque no las deseaba
instintivamente y nunca lo bastante como para mantenerlas u organizar la astucia. (El Astillero,
1980, p, 72).
Aceptar la empresa del astillero es una fachada y Larsen lo sabe; aceptar la vida es lo que
queda,
No hay sorpresas en la vida, usted sabe. Todo lo que nos sorprende es justamente
aquello que confirma el sentido de la vida…todos sabiendo que nuestra manera de
vivir es una farsa, capaces de admitirlo, pero no haciéndolo porque cada uno
necesita, además, proteger una farsa personal. (El Astillero, 1980, p, 103,104).
Larsen entiende que la vida no oculta su sentido, es clara, es empresa absurda, los que
luchan por ocultarlo son los hombres “con palabras y ansiedades” (El Astillero, 1980, p, 104). “Y
la prueba de la impotencia de los hombres para aceptar su sentido está en que la más increíble de
todas las posibilidades, la de nuestra propia muerte, es para ella cosa tan de rutina; un suceso, en
todo momento, ya cumplido” (El Astillero, 1980, p, 105). Atención a la muerte que no es otra
cosa que a la vida y, por tanto, al tiempo de nuestra temporalidad.
La evasión de los afanes terrestres se aleja de la creación de mundos posibles de
ensoñación, antes bien, los personajes se insertan en un universo colmado de acedia en el que la
desazón asiste al lector al advertir el tremendo impacto anímico que emerge como experiencia
estética pues va involucrándonos en una suerte de descomposición sombría del personaje y de
sus acciones:
[Larsen] Estaba ahora en la Gerencia General, sentado frente a su escritorio,
apoyando en la pared los hombros y el respaldo del sillón de espinazo flexible,
descansando, no de la mala noche ni de lo que había hecho en ella, sino de las
141
cosas, de los actos aún desconocidos que empezaría a cometer, uno tras otro, sin
pasión, como sólo prestando el cuerpo. Con las manos en la nuca y el sombrero
negro caído sobre un ojo, enumeraba las pequeñas tareas que había cumplido
durante aquel invierno, como para convencer a un indiferente testigo, de que la
desguarnecida habitación podía confundirse con el despacho de un Gerente
General de una empresa millonaria y viva (El Astillero, 1980, p. 138).
Cargado de ironía y mordacidad, alcanza a ejercer en el lector un efecto de saturación y
rechazo puesto que el personaje va a gerenciar lo que queda de un astillero en ruinas, acabado,
que se está cayendo a trozos, sin cristales en las ventanas, perforado por las goteras y con una
maquinaria corroída por la herrumbre:
Fue abriendo las puertas, eligiendo la llave justa con sólo una mirada, torciendo la
muñeca con el movimiento preciso; la puerta de entrada, de hierro, difícil de
mover, casi convincente, la puerta de la escalera que llevaba a las oficinas de las
distintas gerencias y después, ya arriba, en la desolación mugrienta y helada, la
puerta de su despacho. Las puertas sin vidrios o sin maderas, de cerraduras
falseadas, que no resistían un golpe indolente o la presión de un viento
repentino… (El Astillero, 1980, p. 137).
Y lo asume como reto - fallido de antemano - , esto es, sin optimismo, se inserta en una
lucha que nace como esperanza muerta, y lo sabe, como Sísifo. Su entusiasmo se opone a la
fatalidad de una realidad que se revela ineludiblemente monstruosa con la cual entra en juego
creándose expectativas que también nacen fenecidas. Descansar de los actos que hará sin pasión
en un futuro carente de ilusión en el cual se mueve como prestando el cuerpo, como a pesar de
él: quietud ante el futuro; volver al pasado a enumerar tareas realizadas – que no enumera –:
142
mezcla de espacios y de tiempos, una suerte de confusión de hablas donde el entrecruzamiento
de nuevas lenguas – de tiempos y de espacios en la ficción – crean, precisamente un orden otro,
“Saber que lo que se hace es inútil e igualmente hacerlo” (Ainsa, 1970, p. 23).
Una salida: detenerse, quedarse quieto ante los afanes terrestres, reconocer unas formas
distintas de vivir, acceder a otras relaciones con el tiempo, hallar quietud en la opción de narrar
como salvación. Sin angustia. La apertura hacia otros mundos de creación, hacia otras vidas
presentes en la imaginación, y, por tanto, en la narración como opción de estar en el mundo.
El Astillero está en Santa María ambos nacen en el vacío, en la fragmentación, en la
derrota. Santa Maria es designada por Juan María Brausen (La vida breve) desde el recuerdo
que de ella evoca como un lugar donde efectivamente estuvo alguna vez: “Sólo una vez estuve
allí, un día apenas, en verano; pero recuerdo el aire, los árboles frente al hotel, la placidez con
que llegaba la balsa por el río. Sé que hay junto a la ciudad una colonia suiza” (2007, pp. 22-23).
Esta ciudad nace en un recuerdo, es decir, ya estaba para el momento en que se la empieza a
soñar, ya había de ella una imagen pasada, por tanto, no se crea hacia el futuro, no busca en el
tiempo un refugio igual que tampoco lo hace en el espacio, los tiempos se funden en ella o,
quizás, no existen. Además de la realidad a la cual remite el recuerdo, Santa María aparece
también como un sitio imaginario:
Tenía ahora la ciudad de provincia sobre cuya plaza principal estaban las dos
ventanas del consultorio de Díaz Grey. Estuve sonriendo, asombrado y agradecido
porque fuera tan fácil distinguir una nueva Santa María en la noche de primavera.
La ciudad con su declive y su río, el hotel flamante y, en las calles, los hombres
de cara tostada que cambian, sin espontaneidad, bromas y sonrisas. (La vida
breve, 2007, p. 25).
143
A manera de Babel en la confusión de hablas, Brausen crea una con-fusión de tiempos,
los disuelve en una mezcla cuya pátina es la realidad-ficción sin fronteras, “La ‘ficción’ de
Brausen aparece como producida y productora a la vez: el dato poseído, la visita ya narrada,
sirve de fundamento ‘real’ para la producción del dato en ‘la realidad’, condición, a su vez, del
siguiente paso en la ficción” (Ludmer, 1977, p. 123). Esto devela un tejido fino de elaboración
estética hacia la configuración de la imaginación como salida de la realidad estética del espacio-
tiempo y como posibilidad para mezclar y fundir la realidad y la ficción.
En La vida breve, Brausen otorga vida a la ciudad hecha de sus memorias, la crea y
recrea para él, para sus fines de escritura, así, la ciudad tiene lugar en la narración misma,
Firmé el plano y lo rompí lentamente, hasta que mis dedos no pudieron manejar
los pedacitos de papel, pensando en la ciudad de Díaz Grey, en el río y la colonia,
pensando que la ciudad y el infinito número de personas, muertes, atardeceres,
consumaciones y semanas que podía contener eran tan míos como mi esqueleto,
inseparables, ajenos a la adversidad y las circunstancias (…) Santa María y su
carga, el río que me era dado secar, la existencia determinada y estólida de los
colores suizos que yo podía transformar en confusión por el solo placer de la
injusticia (La vida breve, 2007, p. 326)
Santa María emerge, inicialmente, de la realidad de un recuerdo y, más adelante, nace
como creación de un presente que tiene lugar en la imaginación misma; ambos inicios tienen
lugar en el plano de la ficción dentro de la ficción. Unas líneas más adelante, Brausen aparece
como un dios ocioso: “Se estiró como para dormir la siesta y estuvo inventando Santa María y
todas las historias” (La vida breve, 2007, p. 26). De esta manera, su creador y fundador, Juan
144
María Brausen, inventa la ciudad como parte de lo que sería el guion que le fuera encomendado
escribir. Otorga así un tiempo futuro a la ciudad.
La creación de Santa María permite completar la realidad, permite añadirle lo que le hace
falta en la aceptación de que esto que se tiene, ha de ser inventado, fabricado, creado, en últimas,
imaginado como salida a esta tarea de estar vivos. Mezcla de trozos y fragmentaciones, realidad
y ficción, tiempos que se mueven con extrema claridad y poca delicadeza, diálogos y
pensamientos en un solo trazo:
No estoy seguro todavía, pero creo que lo tengo, una idea apenas, pero a Julio le
va a gustar. Hay un viejo, un médico que vende morfina. Todo tiene que partir de
ahí, de él. Tal vez no sea viejo, pero está cansado, seco. Cuando estés mejor me
pondré a escribir…El médico vive allí, y de golpe entra una mujer en el
consultorio… Como entraste tú y fuiste detrás de un biombo para quitarte la blusa
y mostrar la cruz de oro que oscilaba colgando de la cadena, la mancha azul, el
bulto en el pecho. Trece mil pesos, por lo menos, por el primer argumento. Dejo la
agencia, nos vamos a vivir afuera, donde quieras, tal vez se pueda tener un hijo.
No llores, no estés triste. (La vida breve, 2007, p. 22).
Este rico y extenso pasaje está lleno de realidad e imaginación, cada una de ellas en el
terreno de la ficción. Al lado de su esposa con el pecho recién operado, a él le surge una idea
para su escritura. La ficción emerge recogiendo trozos de la realidad y sus protagonistas se van
configurando en la imaginación y se instauran en la realidad, de manera que Brausen instituye
una realidad paralela para ganar dentro de la ficción la posibilidad de ser otro, lo cual no es
posible en la realidad.
145
Lo anterior es notable en la relación que entabla con la Queca en la cual se vislumbra un
cambio necesario en su carácter de narrador con el cual puede crear, entonces, la ficción: el
mundo sanmariano ocurre al ingresar al ‘mundo loco’, a la disolución y oscuridad que la
prostituta concita como antítesis del Brausen esposo, escritor de guiones, lacónico cuyo escape a
la fantasía con aquella mujer termina convirtiéndolo en un Arce que la asesina, acaso como
posibilidad lúcida de acabar también con el mundo loco que la gestó y quedarse en su irreparable
realidad a la que solo escapa mediante la ficción. Al entrar en el escándalo que la vida de la
prostituta concita, Brausen encuentra un aliento que le extrae del mundo claustrofóbico y
agobiante que lo rutiniza en su realidad, pese a que se va degradando en la medida en que se
vuelve Arce, el otro él.
La fantasía alcanza para entender lo que la razón de la realidad restringe y esto es una
lucidez extrema para leer el mundo, para acercarse a la vida. Esta lucidez se combina con la
premeditada derrota a la cual se abocan los personajes, no hay actividad humana exenta del vacío
a menos que la contenga la imaginación, la creación, la narración que constituyen, en últimas, la
experiencia estética del tiempo como posibilidad de vivir la realidad en la ficción.
Santa Maria, el mundo diferente de Onetti (Aínsa, 1970, P. 26), acontece como fuga para
escapar de la realidad, creada por cierto. El escapismo de los personajes funda territorios
narrativos ligados a la marginalidad donde los lenguajes dan nacimiento a personajes
moralmente valorados con las figuras de lumpen, prostitutas, una pléyade de fracasados. El
laberinto del subsuelo habitado por estos personajes forma una ciudad plegada o evadida hacia el
pasado: son los recuerdos perdidos, el tiempo en ruinas. O también imaginan evocaciones de
territorios que integran la experiencia de la desolación con un delirio proyectado al futuro: planes
146
y proyectos irrealizables. Todos estos tiempos situados en bordes tienen en común la huida al
territorio de los sueños, de la creación y la imaginación (Aínsa, 1970, p. 53).
Como se muestra, la realidad se evade desplazándola al espacio onírico. En este, la vida
puede palpar y acceder a la diferencia y desplegar el conflicto en experiencias distintas que
albergan la lucha pero no la resuelven, más bien, intensifican la realidad, que recreada, resulta
aún más sórdida, más llena de fatalismo que aquella de la que en el comienzo se huía. Fugarse de
una realidad que apesta, a otra donde la mímesis juega a renovar o a abrir laberintos, provoca
tramas que entrelazan en una polifonía sórdida los sentidos del sufrimiento del lenguaje de
origen con sus secuencias que avanzan en círculos abisales: pareciera que la fuga conduce a la
oscuridad, al sin salida, al mismo lugar, a ningún lado. Basta ver la apropiación de Brausen sobre
su creación:
Ahora la ciudad es mía, junto con el río y la balsa que atraca en la siesta. Ahí está
el médico con la frente apoyada en una ventana; flaco, el pelo rubio escaso, las
curvas de la boca trabajadas por el tiempo y el hastío; mira un medio día que
nunca podrá tener fecha, sin sospechar que en un momento cualquiera yo pondré
contra la borda de la balsa a una mujer que lleva ya, inquieta entre su piel y la tela
del vestido, una cadenilla que sostiene un medallón de oro, un tipo de alhaja que
ya nadie fabrica ni compra. (La vida Breve, 2007, p.p. 29,30).
Si Onetti crea Santa María como escape, si “… ha significado a partir de [La vida
breve], el refugio definitivo al que han pasado a vivir todos los marginales del resto de su obra”
(Aínsa, 1970, p. 81), entonces, emerge un interrogante en cuanto las razones por las cuales esa
nueva realidad no supera la circundante. Si se crea un mundo, un nuevo universo, es para
trascender el real, para vivir de una manera otra, quizás más llevadera y llena de sentidos, una en
147
la cual el ser flote en libertad y plenitud, rasgos lejanos al carácter sanmariano. El espacio creado
por Brausen para salir de la realidad es aun opaco, sin brillo, alberga precisamente la opacidad de
la cual intenta huir y “…lo patético de esa ensoñación es que no logra la libertad absoluta para
sus seres, sino una sujeción mucho más lóbrega a las leyes de la realidad soñada” (Aínsa, 1970,
p. 134). No logra es una expresión que dista de toda motivación en la narrativa onettiana, nada
más deliberado, elaborado, afinado que Santa Maria, la ciudad, por tanto, la libertad otorgada a
sus seres está dada precisamente en la elección del nada merece ser hecho, la opción es vivir y
más vale persistir en ello.
La fuga, la evasión, la huida responden a una deliberada renuncia a las búsquedas e
ideales que los procesos de modernización y el surgimiento de las grandes ciudades instalaba en
la urbe latinoamericana y Onetti asistía no de manera inadvertida a esa nueva realidad. Optar por
el nada merece ser hecho, es una suerte de “…superación comprensiva de todos los afanes
terrestres” (Aínsa, 1970, p. 31).
El afán por conquistar el tiempo, por colonizarlo con acciones propias de las lógicas del
desarrollo, se pone a prueba en la narrativa onettiana mediante la evaporación de una sola
instancia narrativa que deja en tensión las certezas tan afines a la modernidad y estimula a hacer
una lectura que despliegue sus aconteceres en función de desentrañar las maneras mediante las
cuales la quietud emerge como experiencia estética del tiempo en la construcción narrativa de
ciudad en la obra de Juan Carlos Onetti.
Afanes terrestres de amor, placer, dinero, éxito, reconocimiento, búsquedas todas que
orientan las motivaciones del hombre en el mundo, que determinan sus acciones en el tiempo,
que fijan aquello que constituye el sentido de la vida; espectros explayados en la naciente ciudad
148
moderna y que Onetti traslada a la quietud como dimensión temporal que emerge como
experiencia estética en la lectura de su obra.
Brausen es el padre de todos los habitantes de Santa María y de su ficción (Ludmer,
1977, p. 41), por tanto, al creador le es otorgado el poder del padre, y, además, “Santa María,
[fue] fundada como santuario salvador, como paraíso perdido al cual acuden sus personajes en
busca de salvación”62 (Verani, 1981, p. 249). Y la salvación es, justamente, narrar puesto que
imaginar un mundo es crear una esperanza. Mientras se escribe, la imaginación domina la vida
breve, azarosa, arbitraria y fútil, y la aleja de los banales intentos del hombre cotidiano. Hallar lo
absoluto en la posibilidad de crear es una salida para superar el más humano de los enigmas:
darnos cuenta de nuestra condición temporal de vivientes. En la escritura se alcanza la plena
libertad soñada, en ella, pese a que la vida es breve y azarosa, cabe resolver el absurdo que la
contiene, pues vale la pena estar vivo, por ello son vanos los intentos por plegarse a las terrenales
búsquedas y de ello son prueba los personajes onettianos, y de ello es prueba, también, la finitud
de la vida.
Los habitantes de Santa María, la ciudad, no son turistas espectadores que seleccionan
los ángulos y perspectivas de acercamiento, más bien, son vivientes del fenómeno de ciudad en
su complejidad. La individualidad se da cita en Santa María donde los acontecimientos ocurren
62 Nos quedamos con la primera parte de la declaración, puesto que la segunda parte continúa diciendo: “se
convierte en una metáfora del confinamiento donde para siempre se vivirá, en un microcosmos simbólico que
suplanta el mundo real”, lo cual, como en el caso citado de Aínsa propone la creación de la ciudad para caer en la
mediocridad y el tedio, no obstante, los consecuentes de esta premisa para la presente argumentación, son de otra
naturaleza.
149
de a pocos, se dan a trozos, como por retazos, solo van pasando, los episodios que se cruzan y
entrecruzan, quizás, constituyan un retrato, una instantánea desde arriba a manera de panorámica
de la ciudad hecha de fragmentos y de interposiciones. En Santa María hay dos planos que se
solapan y confunden, la realidad y la fantasía,
Empecé a dibujar el nombre de Díaz Grey, a copiarlo con letras de imprenta y
precedido por las palabras calle, avenida, parque, paseo; levanté el plano de la
ciudad que había ido construyendo alrededor del médico, alimentado con su
pequeño cuerpo inmóvil junto a la ventana del consultorio; como ideas, como
deseos cuyo seguro cumplimiento despojara de vehemencia, tracé las manzanas,
los contornos arbolados, las calles que declinaban para morir en el muelle viejo o
se perdían detrás de Díaz Grey, en el aún ignorado paisaje campesino interpuesto
entre la ciudad y la colonia suiza (La vida breve, 2007, p.p. 324-325).
El vínculo de los personajes con la ciudad de Santa María está mediado por las mezclas
entre realidad y fantasía sin fronteras y si las tienen, son vaporosas y se nutren de manera mutua
para devenir vida, para suponer quietud en su relación con el tiempo. El efecto de tiempo está
dado por la descripción, los diálogos, el movimiento. Precisamente de aquí parte de la riqueza
narrativa del uruguayo Juan Carlos Onetti: no solo es la propuesta de la creación como salida en
el arte de hacer literatura, sino que, precisamente desde allí, crea a un creador que se mimetiza en
la posibilidad de vivir varias veces, de construir vidas breves, esto es, de trascender mediante el
poder del absoluto que reside en la posibilidad de escribir.
Santa María no es un telón de fondo, ni un marco, tampoco es inocente de los
aconteceres que contiene, participa en ellos, los moldea, los propicia y también los constituye,
“Pocos espacios han provocado, en la vida real, y también en las manifestaciones artísticas y
150
literarias, tantas reacciones de hostilidad y de rechazo como el espacio de la gran ciudad”
(Zubiaurre, 2000, p. 352). Santa María está hecha de nostalgia, llena de la ciudad perdida,
Montevideo se había vuelto lejana y Buenos Aires una trampa. Entonces me
busqué una ciudad imparcial, digamos, a la que bauticé Santa María y tiene
mucho de parecido —geográfico y físico— con la ciudad de Paraná en Entre Ríos
(…) yo viví en Buenos Aires muchos años, la experiencia de Buenos Aires está
presente en todas mis obras, de alguna manera; pero mucho más que Buenos
Aires está presente Montevideo, la melancolía de Montevideo. Por eso fabriqué a
Santa María, por nostalgia de mi ciudad (Onetti en Gilio y Domínguez, 1996, p.
101, cursivas originales).
La ciudad imaginada atraviesa los caminos de la creación, que son los caminos de la
imaginación y han sido recorridos por Victor Suaid (en Avenida de Mayo-Diagonal-Avenida de
Mayo, 1933), las invenciones de Baldi (en El posible Baldi, 1936), las de Linacero en El Pozo
(1939), las de Brausen (en La vida Breve, 1950), las de Larsen (en El Astillero, 1960). Cada uno
de ellos son mezclas de realidad y de ficción que se cruzan, se funden, se confunden y se fundan
en la creación misma y desembocan en la escritura. Los relatos de sus realidades, de sus sueños y
de sus ficciones presentes y pasadas revelan múltiples posibilidades de la creación; en todos, la
ciudad hace presencia, bien porque han llegado a ella o bien porque la crean. Esta presencia de la
ciudad en su imaginación permite entenderla como detonante, como elemento desencadenador de
la creación; es precisamente la ciudad la que precipita en ellos el poder de crear y de crearla.
151
La historia de Suaid es la historia del transeúnte, del caminante, de aquel que deambula
por las calles de Buenos Aires63. Avenida de Mayo-Diagonal -Avenida de Mayo marca desde su
título un referente de recorrido, de andanza que invita al movimiento: Suaid cruza la Avenida de
Mayo, llega a la Diagonal Norte y regresa a la misma Avenida de Mayo. El cuento no relata una
historia o, más bien, la historia relatada es el deambular de un habitante de ciudad que no está
absorto descubriéndola, viviéndola, caminándola, más bien, a partir de su estar en ella emerge la
motivación de lo otro y, como gesto sintomático, Suaid mira hacia arriba para inventar, para
crear su propia historia. Su recorrido, entonces, antes que espacial es textual, es por la
imaginación, él no huye ni se espanta, más bien, se ve, se reconoce en su individualidad, se
piensa a sí mismo, es consciente de su estar en el mundo y es precisamente la ciudad, el sentir su
pulso, el palpitar con ella, lo que le permite tener conciencia de sí, de estar vivo, puesto que
precisamente lo otro, lo de fuera y los otros, los demás, detonan esta construcción. No hay
mayores datos en el relato que permitan establecer las razones de su estar afuera en estos
desplazamientos, parece movido por una inquietud interna que no acaba de mencionarse en el
cuento.
Más adelante, El posible Baldi (1936)64 interactúa con otros transeúntes de la ciudad, por
tanto, el foco de interés, el acento de interacción se centra en los otros, son los demás quienes
detonan el sí mismo, no el espacio como vimos con Suaid, y es precisamente a partir de los otros
63 En este relato la ciudad de Buenos Aires aparece con gran ímpetu: avenidas, calles, tráfico, edificios,
letreros comerciales, íconos todos que permiten a Víctor Suaid, su protagonista, establecer conexiones con la urbe.
64 Publicado en la sección literaria del diario “La Nación”, dirigida por Eduardo Mallea, en este cuento
también Buenos Aires tiene su lugar ficcional. Baldi también camina por las calles, pero como tránsito hacia su
encuentro con Nené en Palermo.
152
que, de nuevo, el personaje se aleja de sí para transformarse en todos los posibles Baldis que
constituyen el relato65.
De esta manera, espacio y personaje adquieren relaciones hacia sí determinadas en
apariencia por la vejación, por la anomia, por el vacío, por la nada. Estos dos cuentos inaugurales
de la literatura onettiana pronostican su narrativa ulterior. En El posible Baldi, Onetti agrega a la
Dinámica de construcción del espacio otro tipo de paisaje: de la imaginación
itinerante a la puesta en marcha del acto de enunciación, al introducir en la escena
un personaje femenino hacia el cual Baldi narra aventuras violentas en territorios
evocados por una red de nombres, en el marco de una posible y pobre aventura de
encuentro citadino (Antúnez, Olivera. 2000, p. 115).
Por su parte, más adelante, para dar continuidad a este diálogo que lejos de una
linealidad cronológica, muestra una construcción de ciudad y de vida en ella, Eladio Linacero,
en El Pozo, publicada en 1939, escribe sus memorias de manera desinteresada, “Hace horas que
escribo y estoy contento porque no me canso ni me aburro. No sé si esto es interesante, tampoco
me importa” (El Pozo, 1990, p. 27). Su aparente interés por escribir la más interesante de sus
historias, lo mueve a escribir “la aventura de la cabaña de troncos” que resulta un pretexto para
contar “Esto, lo que siento, [que] es la verdadera aventura” (El Pozo, 1990, p. 27). Fusión de
aventuras, la humana y la de la escritura que emergen del desespero del espacio ciudad donde,
65 Para entonces, era notable el desarrollo urbanístico de Buenos Aires, en tanto, el edificio más alto y
emblemático de la ciudad vecina, el Palacio Salvo en Montevideo, era lo más moderno de la época y no guardaba
comparación con los de la otra orilla (Antúnez, 2000, p. 112). De manera que estas primeras narraciones de Onetti
revelan el abrumador impacto que la ciudad produce en la imagen que de ella deriva no solo hacia el afuera.
153
encerrado en la sórdida pensión donde habita, harto del calor y suciedad que le rodean, hace de
ese espacio el total universo donde al tomar cualquier lápiz, así, de repente, decide escribir sus
memorias al recordar que al día siguiente cumple cuarenta años.
La sordidez, calor y encierro en Santa María, lo mantienen en un nuevo encierro en el
cuarto, espacio suficiente para la confusión de nuevos tiempos e historias. Escribe lo absurdo, lo
ambiguo, lo extraño, como si no lo comunicara, como si la comunicación fuera apenas deseable.
Estoy muy cansado y con el estómago vacío. No tengo idea de la hora. He fumado
tanto que me repugna el tabaco y tuve que levantarme para esconder el paquete y
limpiar un poco el piso. Pero no quiero dejar de escribir sin contar lo que sucedió
con Cordes. (El Pozo, 1990, p. 51).
O, quizás, las historias no son lo importante sino de lo que están llenas. El camino que
transitan es la aventura que se relata. Y de nuevo la fragmentación de la escritura como la del
espacio, al decidir contar sobre lo que le pasó en la cabaña de troncos, y, más adelante otra
historia, igual de importante o de intrascendente.
Como hemos visto, el cruce de tiempos pasado, presente y futuro en la creación de Santa
Maria resta linealidad a la historia y le otorga toda la sinuosidad de la que es posible en cuanto
es la forma la que da cuenta de un contenido difuso, poroso, que no tiene un comienzo o, más
bien, que éste puede ser cualquier comienzo; en todo caso, Santa María es una ciudad que desde
que empieza, ya tiene historia. Por ello, al decir de Harss (1966) “La solución —si puede
llamársela solución— que Brausen encuentra es llevar una vida fantasmal fuera del tiempo” (p.
231).
Si bien Brausen no tiene éxito en su tarea de escribir el guion lo tiene en el hecho de que
crea y lleva a la fama a Santa María. Para darle vida a esta ciudad, crea al doctor Díaz Grey. La
154
creación de Brausen atraviesa sin más los tiempos posibles de la existencia, debe ser porque la
vida misma no es lineal, porque pasado, presente y futuro son exactamente lo mismo y cada día,
al igual que cada imagen y que cada recuerdo, es solo una nueva prolongación, es solo un paso
hacia la tarea de subir la gran roca de Sísifo y, por ello, la imaginación es la única esperanza
posible para huir de la condena. El tiempo que existe es el presente que, por su carácter de
efímero, no dura, se esfuma, “…los personajes de Onetti tienen la oportunidad de existir absortos
en un tiempo que solo es presente, de algún modo invulnerables a lo pretérito y a lo porvenir. Un
presente que no es el tránsito entre lo ya vivido y lo porvenir, sino el espacio donde el pasado y
el futuro confluyen, se aquietan y se amortiguan (Verani, 1981, p. 106).
Santa María se halla en la imaginación de Brausen. Pero ni siquiera en la de él, en la de
Díaz Grey, al final, pertenece a la imaginación de ellos o de ninguno, pertenece a la de Onetti, o,
quizás, tampoco. Ello demuestra el triunfo de la ficción en juego íntimo con la realidad.
Imaginar, tarea llena de las mismas o de más argucias complejas de las que la realidad está llena.
Creación de imágenes hechas de lenguaje por encima del lenguaje del mundo pero con este,
puesto que “(…) –habla con la imagen poética, un lenguaje tan nuevo –, que ya no se pueden
considerar con provecho las relaciones entre el pasado y el presente” (Bachelard, 1995, p. 21).
Santa María se construye con complejos entramados de relaciones personales que dejan
ver nuevos relatos del individuo ahora en una soledad perdida en la cercanía de las
muchedumbres, en una vida compleja en la cual todos los caminos se cruzan y tienen lugar con
más fuerza la individualidad, la evidencia de la soledad como forma de sentir y percibir, el
desencanto como centro; diversos flujos de sentidos disuelven las identidades de sus habitantes y
transeúntes. Santa María, la ciudad, es la condición de posibilidad de la pluralidad, de las
relaciones múltiples, y como el carácter de éstas es la movilidad, el espacio es, en consecuencia,
155
un devenir en tránsito permanente. En el espacio se construyen las diferencias, por tanto, el
espacio ya no es un escenario receptor sino que es un personaje actuante, al decir de Aínsa
(2006)
El hombre y el lugar en que vive se construyen mutuamente y, por lo tanto, las
nociones de sitio, espacio, paisaje u horizonte, o las representaciones territoriales
(nación, región, comarca, sitio, pago, barrio, plaza, calle o esquina), aunque
cuantitativas y racionalizadas a primera vista, reflejan siempre un juicio de valor
(p. 166).
Hablar de la imagen de ciudad es tocarla como acontecimiento, es decir, como fenómeno
sensible, legible en su devenir. Ciudad e imaginación, ciudad y escritura son binarias de
fenómenos inseparables en cuyo centro habita un sujeto escindido, para quien su única salvación
posible es devenir narración, es crear con la misma complejidad del mundo real; es duplicarse e
inventar senderos que, a su turno, se bifurcan y cruzan.
La imagen de un astillero estancado, quieto, en el marco de un tiempo en el que no ocurre
nada, tiene lugar en la ciudad de Santa María,
“¿Por qué no? Todo pudo haber resultado distinto si yo hubiera sido, cinco años
atrás, un hombre que acostumbrara recorrer por las tardes los barrios viejos de
Santa María. Para nada, por el gusto de visitar estas calles solitarias y acercarme a
la noche que se va formando en la altura de la plaza nueva, sin apuro por llegar,
despreocupado de trabajos y miserias, pensando, al principio por capricho y
después por amistad, en la vida de la gente muerta que vivió en estas casas con
escalones de mármol y portones de hierro. Es posible. De todas maneras, ahora
156
más que nunca es necesario que haga algo, cualquier cosa.” (El Astillero, 1980, p,
197, comillas originales).
La relación que Larsen establece con el astillero en ruina permite entender la que
entablamos con la vida que, aunque absurda y perdida, merece ser vivida. La lucidez de pensar
en la vida, el tiempo, el amor, la muerte, se distrae en tanto haya una empresa que regentar, en
tanto haya tiempos para llenar de las acciones que la gerencia implica. “Larsen sintió el espanto
de la lucidez. Fuera de la farsa que había aceptado literalmente como un empleo, no había más
que el invierno, la vejez, el no tener dónde ir, la misma posibilidad de la muerte” (El Astillero,
1980, p, 86).
Santa María es una ciudad hecha de palabras, de imágenes, de imaginarios, de deseos, de
recuerdos y de memorias; también está hecha de calles y avenidas, de casas y plazoletas.
Bordeada por un río, la vida de puerto allí reside. Por su espacio ficcional e intangible circula un
aire que atrapa, que conquista y que, en ocasiones, confunde; un aire que gira en un tiempo
presente tan poroso en sus formas, que admite la filtración de algo de pasado y la insinuación de
un futuro desvanecido o, más bien, opaco e inexistente. Múltiples peregrinos y cronistas ha
tenido esta ciudad: largas estadías, cortas estancias, apegos e indiferencias, cercanías e
incomprensiones, en fin, ha ocasionado tránsitos diversos, accesos distintos y, en consecuencia,
distintas lecturas.
Santa María está hecha de un lenguaje cuyos trazos artísticos hacen de ella una propuesta
estética del mundo de la cotidianidad que contiene a los personajes que la requieren como
asidero. La sinuosa ciudad de Santa María configura y alberga el estado del desarraigo, del
exilio, del alejamiento y de la marginalidad, aspectos que, más allá de denotar la decadencia y el
pesimismo propios de los personajes, tejen la urdimbre del mapa estético mediante el cual la
157
presencia de personajes ajenos al mundo de la laboriosidad y del éxito, mantienen una relación
con el tiempo mediada por la quietud.
158
8. Brausen o la creación de vidas breves: experiencias de tiempo
No se trata de decadencia. Es otra cosa, es que la gente
cree que está condenada a una vida, hasta la muerte.
Y sólo está condenada a un alma, a una manera de ser.
Se puede vivir muchas veces, muchas vidas más o
menos largas.
Onetti, 2007, pp. 230-231.
Juan María Brausen es creación que crea: escritura, construcción de otras vidas y de
otros espacios, de tiempos que se mezclan confusos, plano de la realidad dentro de la ficción y
plano de la ficción separados por una pared. La realidad, su mujer, Gertrudis, en la cama recién
operada; la ficción, Brausen escucha el silencio del departamento en el cuarto contiguo detrás de
la pared, construye una historia, imagina unos personajes: una mujer y un hombre “El hombre
debía estar en mangas de camisa, corpulento y jetudo; ella muequeaba nerviosa, desconsolándose
por el sudor que le corría en el labio y en el pecho” (La vida breve, 2007, p. 14). Luego imagina
al doctor operando a su mujer, “cortando cuidadosamente, o de un solo tajo que no prescindía del
cuidado, el pecho izquierdo de Gertudis” (La vida breve, 2007, p. 15). De repente la voz de la
mujer que imagina lo devuelve de la imaginación de la operación a la imaginación del cuarto de
al lado, para, al terminar de ducharse, volver a su realidad y piensa “sin disgusto la nueva cicatriz
que iba a tener Gertrudis en el pecho”. La imaginación se disputa un lugar.
159
Su autor creador Juan Carlos Onetti concede a la libertad de imaginar, de crear, de
escribir para vivir de manera auténtica un lugar central en su vida y en la de los personajes. El
arte de crear en el arte de novelar,
La vida breve es otro ejemplo de lo que se ha dado en llamar la ‘novela de la
novela’; (…). La ficción original sirve de punto de partida para la creación de otro
mundo, absolutamente relativo, que sólo existe en la mente del protagonista-
narrador. La ambigüedad de La vida breve resulta del enfrentamiento de la
realidad creada por el autor y la realidad creada por la imaginación del personaje
(Verani, 1987, pp. 227-228).
El autor crea una realidad, que no es real, y el personaje crea otra realidad, que, desde
luego, tampoco lo es. Disuelve la antinomia realidad y ficción, las acerca y hace difusas sus
fronteras, la verdadera realidad es la ficción creada, aquella que permite vivir una realidad otra,
“mundo loco” (expresión con la que se da apertura a la narración de La vida breve),
definitivamente, “al ponerse en duda la validez de toda distinción entre lo real y lo ficticio (…)
se crea una perplejidad inquietante en la mente del lector” (Verani, 1987, p. 228). No obstante, el
mundo creado es cerrado y
está en el caso de él muy conectado con un universo que narrativa y
temáticamente tiende a ser un universo cerrado. Las historias parecen suceder
siempre en la cama o en un cuarto, donde la gente no sale. Eso es lo él quiere
contar. El ámbito de las historias está conectado con la ilusión de un encierro y las
historias se mueven de ese modo (Piglia, 2015, p. 56).
160
Pensando en el argumento para su escritura, que lo alejaría de Gertrudis, de sus
problemas, de su realidad creada, Brausen tiene una idea mientras observa a su mujer recién
operada:
Hay un viejo, un médico, que vende morfina. Todo tiene que partir de ahí, de él.
Tal vez no sea viejo, pero está cansado, seco. Cuando estés mejor me pondré a
escribir. Una semana o dos, no más. No llores, no estés triste. Veo una mujer que
aparece de golpe en el consultorio médico (La vida breve, 2007, pp. 21-22).
La realidad de Brausen es la de un hombre de mediana edad en una lúgubre habitación
con una esposa recién operada, su realidad circundante es el deterioro, la enfermedad, el
desamor, el diálogo inexistente; no le interesan ni pasado ni futuro, encarna la mismísima
indiferencia, carga la roca cuesta arriba, sin embargo, le queda la imaginación, la creación, la
posibilidad de hacer de la escritura la construcción de un mundo que deviene vida en la
esperanza de vivir otras historias en otros lugares y esto le permite el contacto con la eternidad
no solo de su condena sino de otras posibilidades de estar en el mundo. Este parece ser el sino
que Onetti elige
al novelar con sombrío patetismo la vida de antihéroes encerrados en sus
habitaciones, como Eladio Linacero en El pozo o Brausen en la vida breve, de
observaciones no comprometidos del quehacer ajeno como Díaz Grey o Jorge
Malabia, empresarios derrotados de antemano como Larsen, eternos diseñadores
de proyectos que no se ejecutan como Aranzuru, fue trazando una galería de
personajes descolocados, voluntariamente marginales, capaces de decirse, como
Díaz Grey, “exigimos que la gente de Santa María nos imaginara apartados,
161
distintos, forasteros, y hacíamos todo lo posible para imponer esa imagen. (Aínsa,
2002b, p. 134).
La vida breve inicia con un diálogo que nace fragmentado, a saber: “- Mundo loco- dijo
una vez más la mujer, como remedando, como si lo tradujese. Yo la oía a través de la pared.
Imaginé su boca en movimiento…escuché distraído las frases intermitentes de la mujer…”
(Onetti, 2007, p. 13). Abrir con este diálogo propone un tiempo espacial con un otro en el envés
de una pared puesta en el anonimato con quien conversa.
Reitera, además, el enunciado, es decir, instituye un antes -no existente- y un otro – no
real -. Pasado irreal en la ficción y creación de un otro ficcional, marca de la narrativa onettiana.
Pero la complejidad va más allá: el artificio de la obra no inicia con la expresión misma, sino con
el hecho de que Brausen se la escucha decir a la Queca al otro lado de la pared, asunto del que
nos enteramos líneas adelante.
En este inicio se nos presenta a Brausen como un soñador que imagina historias que le
permiten alejarse de su propia realidad. Asistimos a un tránsito entre su ser ‘soñador’ y su ser
‘creador’, trayecto en el cual atraviesa el mundo loco de la Queca, se desliza por él como Arce y
se convierte en su asesino. Mientras, se mimetiza en la transgresión de la ley, en el desorden, el
caos, y crea un mundo de ficción, a saber, Santa María. De esta manera, desde la apertura se
despliega un mundo real y uno ficticio como instancias narrativas de la realidad textual que, a lo
largo de la obra, hacen al lector partícipe de la génesis y consolidación de Santa María.
Historia y relato, narrador y personaje, texto y lector, duplas que se funden, se entretejen
y confunden sus fronteras, efecto de desdoblamiento y constitución de pliegues que
problematizan la estructura narrativa y con ella, el acceso y reconocimiento de planos
diferenciados, aspectos todos que prueban el logro de exploraciones literarias urdidas por Onetti,
162
comprometidas desde sus páginas críticas. La eficacia de sus procedimientos otorga un lugar de
excelencia a la narración, al acontecimiento mismo de narrar. Onetti es un contador de cuentos
capaz de tejer sobre lo tejido sin sobreponer historias, gradúa las formas y la información
otorgada para dar al lector también un lugar nuevo en el arte de narrar. La vida se parece a eso,
acaso sin técnica.
Su inusitado tránsito por diversos seres, un superponer historias que no alcanzan a
mezclarse sino a confundir-se, la predominancia de la imaginación y creación dentro de la
creación, el oscuro puente que traza con el lector a quien confiere un lugar de activa
reconstrucción e interlocución, remiten a un sueño muy humano: el de ser otro, tentación de ser
otras vidas, de tener otra vida, como maneras, acaso, de estirar la presente, de alargar el tiempo o
de detener el paso de las horas, como si tuviéramos instalada la idea de la vida, a pesar de su
finitud.
La narración genera el movimiento en quietud. Ludmer (1977) afirma que Brausen está en
constante movimiento en la medida que se mimetiza en otros, a veces, es él mismo, otras, es el
doctor Díaz Grey y luego vuelve a ser él. Señala Ludmer (1977): “puede pensarse en un esquema
como el que sigue: Brausen (él) yo Díaz Grey (yo) él Brausen (yo) él Díaz Grey (él) yo”
(p. 78). Así, tiene en la capacidad de crear, la habilidad de ser varios, de vivir varias vidas breves.
En la obra
no hay verdadera secuencia cronológica; todas las acciones y los acontecimientos
son simultáneos. Ocurren en una especie de eterno presente que es el tiempo de la
mente que los nutre. La trama es mínima. O, mejor dicho, hay muchos fragmentos
y cabos de diferentes tramas que forman un conglomerado sin meta visible, que
resultaría completamente incoherente si no lo sostuviera un único tono hipnótico e
163
inexorable en el que se siente actuar la disparatada lógica de los sueños. (García,
1969, p. 150).
Disparatada lógica de los sueños, afirmación antinómica en sentido estricto, coherente
en términos de vida y de escritura. Onetti confiere el poder creador a un personaje, juego de
espejos que otorga riqueza no a la argumentación sino a las relaciones con el otro y consigo
mismo, en la medida que no hay acción hecha, lo único que hay es la quietud del narrar, fusión
de tiempos, quietud de este.
Emerge en este tenor, el manejo de las figuras tanto de personaje como de narrador que el
uruguayo despliega en su obra que, a manera de evanescencia del uno y del otro, los funde y
confunde, efectos en los cuales el lector no resulta absuelto. Una de las marcas de Onetti es el
carácter fragmentario de su escritura que obliga al lector a reconstruir la historia para acercarse a
segmentos del relato que la integren como un todo, tarea de arduo cumplimiento, de vasta
saciedad.
En La cara de la desgracia (Onetti, 1996, pp. 157-186) el narrador personaje parece tener
mucha información para guiar al lector en los detalles de la historia; sin faltar a la verdad, alude
al sonido de la voz de la muchacha y a la dificultad que ella tiene para hablar, asunto en
apariencia irrelevante: “…volví a saludarla…la voz le chillaba como un pájaro. Era una voz
desapacible y ajena, tan separada de ella…era como si acabara de aprender un idioma, un tema
de conversación en lengua extranjera (Onetti, 1996, p. 172).
Luego de que él le narra historias y la siente partícipe, después de hacerla su amante, su
idilio, su escape, su magia, luego de ayudar al lector a configurar una imagen de muchacha
extraordinaria, que por una noche lo escucha y lo aleja del mundo real, al final, ante la
descolorida cara de la desgracia visible no sólo en su cuerpo inerte sino en su gesto narrado
164
como ‘ausente’, tanto narrador como lector nos enteramos de algo súbito: “¿Usted sabía que la
muchacha era sorda?” ((Onetti, 1996, p. 186).
En Avenida de Mayo – Diagonal – Avenida de Mayo (Onetti, 1996, pp. 23-29) el
protagonista, Víctor Suaid, “Cruzó la avenida, en la pausa del tráfico y echó a andar por Florida”
(Onetti, 1996, pp. 23). Su tránsito por las calles del nombre del cuento y otras que se leen en él
ubicadas en el centro de la ciudad está marcado no por el desplazamiento hacia el encuentro con
una mujer sino por los ires y venires de una imaginación que se confunde con la realidad de los
pasos que transita, divagaciones imaginativas que constituyen el cuento mismo: “…el recuerdo
resbaló rápido, con un esbozo de vuelo, como la hoja que acababa de parir la rotativa, y se
acomodó quieto debajo de las otras imágenes que siguieron cayendo” (Onetti, 1996, p. 24),
recuerdo, realidad, imaginación, narración, mezclas de la misma realidad: la creada.
Los personajes de Onetti se configuran en permanente pulsión narrativa y demandan
atención de parte del lector. Este, su primer cuento, a manera de semillero de temáticas,
tratamiento de personajes, inserción de la ciudad como espacio cotidiano cambiante, constituye
un majestuoso comienzo narrativo que inserta la literatura en la modernidad si tenemos en cuenta
que fue publicado en 1933.
La creación en el interior de la creación en la que se crea un creador de ciudad y de
personajes que discurren por ella, vidas en las cuales se mimetiza el creador creado, Brausen, al
punto de confundir al lector en cuanto que debe estar atento y regresar en las líneas para recordar
de quién o quién habla, es un aspecto estético que deja en tensión el sentido de la vida, su
relación con el pasar del tiempo. Narrador y narrado como uno solo que se confunde y logra
similar efecto. Los movimientos de creación en la configuración de mundos, si bien están
delimitados, logran causar confusión, permiten adentrarse en la idea del espesor mismo que
165
escribir acarrea, la quietud de esta acción contribuye a enriquecer la ausencia de proyectos de los
personajes.
Es cierto que el hecho de narrar a sus semejantes, y narrar sobre una situación
común, es uno de los elementos que hacen a la relativamente escasa popularidad
de Onetti en relación con algunos de sus “pares” latinoamericanos: Onetti escribe,
a escritores, sobre la escritura. Lleva a la práctica –y a la verdad– el dictum de
Walter Benjamin: un escritor que no enseña nada a los escritores no enseña nada a
nadie (Ludmer, 1977, p. 174).
El desnudo del alma y de las formas en la vacuidad de las acciones y de los sentires a los
que están expuestos los personajes de Onetti en La vida breve son aspectos estéticos cuyo
abordaje no se agota en el pesimismo, en la frustración, en las metas inalcanzables, esos aspectos
puestos como fragilidad, precisamente, revelan una profunda conciencia narrativa que explora la
naturaleza humana y halla en la quietud la manera de transitar la ciudad y, desde luego, esta
habita a sus residentes y permea a sus visitantes. Igualmente, halla en la creación la respuesta que
devuelve vida, que otorga esperanza, que hace que la tarea de subir la pesada roca por la
montaña, sea un trabajo apéndice comparado con la imaginación como refugio real de otros
mundos posibles.
Vamos un poco a la historia. Conocido también como Juan María Arce, Juan María
Brausen vive un mundo mediocre, simple, sin brillo. Casado con Gertrudis, a quien apenas
convaleciente de la ablación de su mama izquierda, solo atinaba decir: “No importa. No llores”,
“No llores. No estés triste” (La vida breve, 2007, p. 21). Dar consuelo no hacía parte de sus
intereses, solo pensaba en su creación. Este frío hombre pinta su propio retrato:
166
Comprendí que había estado sabiendo durante semanas que yo, Juan María
Brausen y mi vida no eran otra cosa que moldes vacíos, meras representaciones de
un viejo significado mantenido con indolencia, de un ser arrastrado sin fe entre
personas, calles y horas de la ciudad, actos de rutina (...). Gertrudis y el trabajo
inmundo y el miedo a perderlo (…); las cuentas por pagar y la seguridad
inolvidable de que no hay en ninguna parte una mujer, un amigo, una casa, ni
siquiera un vicio, que pueda hacerme feliz. (...) Entretanto, soy este hombre
pequeño y tímido, incambiable, casado con la única mujer que seduje o me sedujo
a mí, incapaz, no ya de ser otro, sino de la misma voluntad de ser otro. El
hombrecito que disgusta en la medida en que impone la lástima, hombrecito
confundido en la legión de hombrecitos a los que fue prometido el reino de los
cielos (La vida breve, 2007, p. 69-70).
Concentrado en pensar el guion, en escribir la primera parte de su texto, Brausen el
creador, una madrugada coge una ampolleta de morfina en sus manos, quizás para distraerlas
mientras piensa, crea:
Estaba, un poco enloquecido, jugando con la ampolleta, sintiendo mi necesidad
creciente de imaginar y acercarme a un borroso médico de cuarenta años,
habitante lacónico y desesperado de una pequeña ciudad colocada entre un río y
una colonia de labradores suizos. Santa María, porque yo había sido feliz allí,
años antes, durante veinticuatro horas y sin motivo (pp. 22-23).
Brausen es un creador creado. En La vida breve logra entretejer y confundir las fronteras
de la ficción y la realidad, y las despliega en su posibilidad de convivir y confundirse. Brausen se
desdobla en identidades diferentes y lo logra mediante una voz, que como creadora, se mueve
167
por entre su realidad y la de los demás, con una vertiginosidad tal que uno pierde la pista a sus
movimientos, y entonces es difícil reconocer cuál es la realidad que lee y cuál la ficción que crea.
La vida breve se parece, entonces, a la misma breve vida.
Década antes, en El Pozo (1939)66, Eladio Linacero reflexiona sobre su vida cuando se
acerca a los cuarenta, “Esto que escribo son mis memorias. Porque un hombre debe escribir la
historia de su vida al llegar a los cuarenta años, sobre todo si le sucedieron cosas interesantes”
(1990, p. 10). Linacero, autor de sus memorias, narra hechos aislados, aparentemente no hay un
hilo conductor de continuidad, de inicio y de finalización de los sucesos y ese, justamente, es el
artificio para demostrar que no necesariamente hay sucesos, o que, si los hay, no es relevante
contarlos. Propone escribir sus memorias pero no lo hace, hay fragmentos, recuerdos, creaciones,
deseos. Asistimos, entonces, a la escritura de la narración que él va haciendo a pocos, y también
de a pocos nos enfrentamos a la angustia del reto de narrar, de nombrar la existencia a través de
la escritura. Para contar sus memorias, Eladio Linacero parte de los hechos “reales” que ha
vivido y le agrega unas fantasías que los nutren y componen; este movimiento entre tiempo
presente y pasado nos recuerda siguiendo a Aínsa (2006) que
la creación de un espacio estético —como lo es el de la ficción— está hecha tanto
del presente como el pasado preservado en la memoria. Así, la dimensión
ontológica del espacio integra la dimensión topológica como parte de una
comunicación y tránsito natural del exterior al interior y viceversa, entre presente
y memoria, entre lugares vividos y espacios inéditos (p. 141, 142).
66 Toda referencia a esta obra es tomada para el presente trabajo de Onetti, J.C. (1990). El Pozo. Madrid:
Grafur.
168
Entonces, presente y pasado, interrupciones y curvas que ya no son la linealidad de la
vida, sino los fragmentos de la misma, la simultaneidad de los hechos de antes y de hoy, los
imaginados y los reales derivan en la composición hecha a segmentos y “la fragmentación es una
estrategia esencial de la modernidad, un modo de expresión elíptico y discontinuo en
consonancia con la inestabilidad y disgregación de la imagen del mundo” (Verani, 2009, p. 57).
Mediante la narración de historias fragmentadas se da forma a la experiencia temporal de la vida,
estrategia narrativa que nos recuerda los lentos compases de un reloj que lleva directamente a la
desaparición en la muerte, a la finitud de los días, a la terminación del viaje de la vida; Linacero
acude a la imaginación, a la narración para llenar de contenido cada segundo en una espera que
no se hace de manera pasiva, fracasada ni estática, más bien, de manera deliberada opta por
construir, por crear, por hacer de la imaginación una aliada de la realidad pues coexisten en el
mismo espacio, caben en el mismo tiempo.
Así, la imaginación no se agota en la “ensoñación como forma de enriquecer una
existencia enajenada” (Verani, 2009, p. 59), lo que hace es indagar por el sentido y, en ocasiones,
como en el fragmentarismo, lo hace desde la forma. La no linealidad de la historia relatada por
Eladio, remite a variaciones y superposiciones de sucesos que no se cierran ni terminan en sí
mismos sino que se fugan para dar paso a nuevas y aparentes continuidades que pronto, también,
desaparecen sin más.
Los pedacitos provisionales constituyen la historia, el centro está dado en la parte, en
cualquier parte, solo existen las partes y el todo no es sumatoria de las mismas. Solo hay partes,
retazos, trozos de la realidad; no hay una realidad, hay tantas como creadores de la misma y de
otras posibles. Esta característica de narración onettiana permite captar la forma como contenido,
no relata una historia, es una historia a pedacitos fragmentados, como la vida misma, como La
169
vida breve. No está hecha para oídos impacientes que se preguntan y ¿qué más?, y ¿qué más?,
sino para la forma del tiempo en quietud del ¿cómo más, ¿cómo más?
El Pozo relata mediante fragmentos breves un conjunto de sucesos que acaecen a Eladio
Linacero desde su reciente fracaso en el matrimonio con Cecilia hasta la convivencia con
Lázaro. Es un trayecto de relatos marcados por la sordidez: sus encuentros con Hanka, con
Esther, con Cordes, delatan un recorrido por distintos sujetos que no se agota en la soledad e
indiferencia que estas relaciones entretejen, sino que, como Suaid son segmentos de relatos sin
comienzo ni fin, son retazos de imaginación. Linacero crea otras historias y las relata, trae ante sí
el plano de la realidad y el de la ficción en medio de la ficción misma. Esta novela traza el vivir y
el imaginar a manera de dos planos que se funden, Linacero recuerda lo vivido y también
recuerda lo imaginado, recuerdos que se funden y fundan quietud.
La posibilidad de imaginar de Eladio Linacero es la construcción de su propio campo de
libertad. El pozo es un relato en el cual el hecho de narrar es parte constitutiva de la historia, la
forma perfilando el contenido. Este acto de escritura lo realiza el narrador para referir sus
historias: aquellas en las cuales actuó en el pasado, aquellas que imaginó o imagina, y aquella en
la que actúa como escritor de sus memorias que escribe durante una noche. Llama a sus
evocaciones aventuras y si bien asegura que son muchas, cuenta la de “la cabaña de troncos”.
Por ello, los ambientes de vida real y de ensueño que transita Linacero están ocupados
por el carácter huidizo del otro, de los demás, pero dependen precisamente del reconocimiento de
su existencia; su vaporosidad los hace inasibles en una suerte de relación que le harta pero que
acepta. Estas relaciones le hacen salir hacia el mundo de la imaginación, sin ellas no podría,
“¿Por qué me fijaba en todo aquello, yo, a quien nada le importa la miseria, ni la comodidad, ni
la belleza de las cosas?”(El pozo, 1990, p. 22), la realidad no le era indiferente, más bien, es,
170
precisamente la relación con los demás, el motor que impulsa la imaginación, sin ella no habría
escritura.
“Hay miles de cosas y podría llenar libros (…) si bien la aventura de la cabaña de
troncos es erótica, acaso demasiado, es entre mil, nada más (…). Podría llenar un libro con
títulos” (p. 9-10). Todo ese vasto potencial de imaginación del cual manifiesta abiertamente ser
capaz, es puesto en la creación que le hace palpitar, “escribir la historia de un alma, de ella sola,
sin los sucesos en que tuvo que mezclarse, queriendo o no. O los sueños” (El pozo, 1990, p. 9).
Tiempos pasado, presente y futuro difuminados en una realidad atemporal; realidad e
imaginación en planos que se superponen con la facilidad con que las imágenes se cruzan en la
creación, son una mezcla maestra de la necesidad de fuga de un mundo absorto en los proyectos
de amor, trabajo, éxito y vida condenados a la muerte, en tanto, la conjugación y simultaneidad
de planos en el tiempo y en la vida misma, conducen a la creación de una existencia en la cual no
se ignore la finitud de la misma y se viva en consecuencia, como si fuéramos a morir, como si
morir nos invitara a vivir de una manera otra, como si el encuentro con la muerte no fuera
inaplazable.
El trasegar del sujeto por la vida en la cercanía de su cumpleaños número cuarenta, no
parece ser una mera casualidad,
debe haber sido entonces que recordé que mañana cumplo cuarenta años. Nunca
me hubiera podido imaginar así los cuarenta años, solo y entre la mugre,
encerrado en la pieza. Pero esto no me dejó melancólico. Nada más que una
sensación de curiosidad por la vida y un poco de admiración por su habilidad para
desconcertar siempre. Ni siquiera tengo tabaco. (El Pozo, 1990, p. 10)
171
La curiosidad por la vida, la habilidad de esta para desconcertar siempre, son las
constantes de la escritura, son el leit motiv onettiano que no se termina de resolver en la anomia
de la cual sus personajes son acusados, más bien, es justamente a través de esta derrota, de la
mediocridad que encarnan, que se puede señalar que establecen una relación de vida con el
tiempo mediada por la quietud. El escape a la narración no constituye un encuentro idílico de
ensoñación, está hecho de las mismas angustias de las cuales se huye,
Lo curioso es que, si alguien dijera de mí que soy un ‘soñador’, me daría fastidio.
Es absurdo. He vivido como cualquiera o más. Si hoy quiero hablar de los sueños,
no es porque no tenga otra cosa que contar. Es porque se me da la gana, no es
porque tenga alguna razón especial. Hay otras aventuras más completas, más
interesantes, mejor ordenadas. Pero me quedo con la de la cabaña porque me
obligará a contar un prólogo, algo que sucedió en el mundo de los hechos reales
hace unos cuarenta años también podría ser un plan el ir contando un “suceso” y
un sueño. Todos quedaríamos contentos (El Pozo, 1990, p. 12).
Huye, entonces, a un mundo confuso y onírico donde los tiempos se mezclan hasta
hacerlos inexistentes. La curiosidad por el desconcierto que la vida le produce, le hace adentrarse
en el relato, en la escritura para indagar la vida, sin embargo, lo narrado no es el “realismo de su
vida”, pese a que confiesa que “es cierto que no se escribir, pero escribo de mí mismo” (El Pozo,
1990, p. 10).
No escribe sobre sí mismo. No ha hecho de su vida el núcleo central de la historia que
crea, en cambio, sí narra el desconcierto que la vida le produce. Evade la confusión creando una
nueva, aún más confusa. Parte de la necesidad de contar un hecho real, pero no lo hace, lo crea y
confunde en los tiempos, lo entreteje con la ficción donde todo es posible y, si bien,
172
La tendencia general de la crítica ha sido hablar del realismo de Onetti (…), el
escritor uruguayo no se limita a describir una realidad cotidiana, corriente y
familiar. Desde su primer cuento se distancia de la concepción realista de la
literatura. La distinción es importante porque Onetti inicia sus relatos a partir de
una experiencia concreta, en este caso, la soledad de Eladio en un sucio cuarto sin
luz, pero despoja al referente de su función representativa, por no tener la
intención de reconstruir un ambiente determinado (Verani, 2009, p. 42).
Escribir la vida es el reto, y ello dista mucho de la intención de contar una realidad, pese
a que advierte que lo hará, escribirá de sí mismo y la escritura de sí no es otra cosa que la
indagación por la vida misma, la confusión de hablas dadas en las voces creadas y en los tiempos
mezclados arrancándole a la vida la certeza de la muerte mediante la creación, la imaginación y
la escritura:
Estoy cansado; pasé la noche escribiendo y ya debe ser muy tarde (…) pero ahora
siento que mi vida no es más que el paso de fracciones de tiempo, una y otra,
como el ruido de un reloj, el agua que corre, moneda que se cuenta. Estoy tirado y
el tiempo pasa (…) yo estoy tirado y el tiempo se arrastra, indiferente, a mi
derecha y a mi izquierda (…) Un ruido breve, como un chasquido, me hace mirar
hacia arriba. Estoy seguro de poder descubrir una arruga justamente en el sitio
donde ha gritado una golondrina (…) Ésta es la noche. Yo soy un hombre
solitario que fuma en un sitio cualquiera de la ciudad; la noche me rodea, se
cumple como un rito, gradualmente, y yo nada tengo que ver con ella. Hay
momentos, apenas, en que los golpes de mi sangre en las sienes se acompasan con
173
el latido de la noche. He fumado mi cigarrillo hasta el fin, sin moverme (El Pozo,
1990, pp. 63-64).
¿Cuánto dura fumar un cigarrillo? Captura de un acontecer inmóvil, de un ciclo de
imaginación que se hace extenuante en la escritura. Un orificio en el cielo que permite hacerse a
un lugar otro, al lugar de la creación. El desconcierto de la vida. En una noche de insomnio,
Linacero funda la realidad de la imaginación “Yo soy un hombre que se vuelve por las noches
hacia la sombra de la pared para pensar cosas disparatadas y fantásticas” (El Pozo, 1990, p. 63).
El Pozo marca acciones diferenciadas en las cuales se superponen las líneas de las
historias que se mueven entre el recuerdo de lo vivido, plano de la realidad, y el recuerdo de lo
imaginado, plano de la ficción, ambas ubicadas en la posibilidad de cambiar el pasado y mezclar
no sólo sus aconteceres reales sino los imaginarios; por tanto, también tienen lugar la vivencia
real y la imaginación –ficcional– el recuerdo; así, en el espacio de la escritura, realidad e
imaginación también se funden. La realidad, medida en hechos concretos, materializa la
imaginación, la alberga, le da un límite, por ello para Linacero,
se dice que hay varias maneras de mentir; pero la más repugnante de todas es
decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos. Porque los
hechos son siempre vacíos, son recipientes que toman la forma del sentimiento
que los llene (El Pozo, 1990, p. 44).
En El pozo el acto de narrar hace parte de la historia, su escritura se refiere a historias
pasadas del narrador, a las historias que imaginó o que imagina y a la que asiste ahora como
narrador de sus propias memorias. Al igual que Brausen, Linacero no muere, se funda y refunde
más adelante con otro personaje. Años más tarde, José María Brausen, personaje central de La
vida breve, como señalábamos antes, está encerrado en cuatro paredes de un cuarto, con una
174
vecina detrás de la pared, a la cual accede desdoblado en Arce, producto de su creación; un sí
mismo hecho otro, y en una ciudad, Santa María, que también crea.
Escribir es un propósito que, en últimas, no se cumple pues no hay ambición tampoco en
ello. El manejo de tensión entre lo que la realidad ofrece y lo que el autor desea hacer con ella,
hace que Onetti logre significar lo cotidiano (Aínsa, 1970, pp. 131-132). La frontera entre
realidad y fantasía no se corresponde con el afuera y el adentro de la obra puesto que en el
interior de la ficción, la realidad juega un papel central, da lugar a la ficción, a la creación. La
realidad en la ficción es el punto de partida.
En la obra de Onetti es preciso leer con enorme concentración para seguir las pistas de
desintegración de hechos y de diálogos que no terminan. En ocasiones es muy difícil determinar
la identidad de hechos y de circunstancias. Esta indeterminación contribuye estéticamente a
diluir el sentido de la existencia de los personajes, permite ocultar de manera deliberada el alma
de los hechos porque no todo puede ser dicho, no todo. En ocasiones el narrador-testigo solo
proporciona datos parciales lo cual otorga al relato un aire difuso, indeterminado, con varias
interpretaciones de la realidad,
Para Onetti no hay una sola realidad, sino tantas posibles realidades como
subjetividades son capaces de percibirla…seleccionar y transformar son
operaciones fundamentales en Onetti. Su conciencia de que “la literatura es lo
irreal mismo” o más exactamente que la obra dista de ser una copia analógica de
lo real, surge de cualquiera de sus páginas. Pero su sentimiento de irrealidad no es
una conciencia de lo irreal del lenguaje, sino el resultado de una postura filosófica
traducida a un código literario (Aínsa, 2002ª, p. 115).
175
La escritura es una entrega, un desdoblamiento; pasión, vicio, locura, condena, desgracia.
Se escribe para perder el rostro, para salir de sí, para desaparecer dentro de las palabras, para ser
otro. Escribir sobre la escritura; escribir que se escribe; devenir escritura, angustia de buscarse en
ella. Estas son algunas de las perplejidades que se enfrentan en la obra de Juan Carlos Onetti.
Una escritura que no funge como medio para decir, sino que ella misma, a partir de sus atributos,
dice, se busca y se halla a sí misma. Escribiendo se crean sentidos diversos que no se identifican
con aquello llamado realidad, pero la crean. La escritura inventa la realidad. Por ello, siguiendo a
Onetti,
siempre sobrevivirá en algún lugar de la tierra un hombre distraído que dedique
más horas al ensueño que al sueño o al trabajo y que no tenga otro remedio para
perecer como ser humano que el de inventar y contar historias…y será
imprescindible que ese supuesto sobreviviente preferirá hablar con la mayor
claridad que le sea posible de la absurda aventura que significa el paso de la gente
sobre la tierra (Onetti, 1976, p. 188).
Aislamiento, soledad, deterioro, indiferencia, marginación, tienen lugar en la realidad y
en el lenguaje, en la creación, en la imaginación, en la literatura, su único escape, única fuga
posible para encontrar sentido; en últimas, el trabajo de Sísifo no es una condena, queda la
esperanza de la imaginación eterna y con ella, de la vida eterna. Sin embargo, la esperanza tiene
lugar exclusivamente en el plano de la creación de sentidos, en la imaginación que se superpone
y confunde con la realidad, de manera que la esperanza se halla en la sensación de plenitud que
la eternidad representa, esto es, la eliminación de la temporalidad y de la finitud se impone en la
trascendencia, tal como lo escucharon Díaz Grey y Elena Sala al obispo, en La vida breve (2007):
176
No fueron antes, no serán después —decía el obispo con énfasis prematuro—.
Pasados o aun no venidos, es como si no hubiera ido nunca, como si nunca llegara
a ser. Y, sin embargo, cada uno es culpable ante Dios porque, ayudándose
mutuamente desde la sangre del parto hasta el sudor de la agonía, mantienen y
cultivan su sensación de eternidad. Sólo el Señor es eterno. Cada uno es, apenas,
un momento eventual; y la envilecida conciencia que les permite tenderse en pie
sobre la caprichosa, desmembrada y complaciente sensación que llaman pasado,
que les permite tirar líneas para la esperanza, y la enmienda sobre lo que llaman
tiempo y futuro, sólo es, aun admitiéndola, una conciencia personal (…) yo besaré
los pies de aquel que comprenda que la eternidad es ahora, que él mismo es el
único fin; que acepte y se empeñe en ser él mismo, solamente porque sí, en todo
momento y contra todo lo que se oponga, arrastrado por la intensidad, engañado
por la memoria y la fantasía. Beso sus pies, aplaudo el coraje de aquel que aceptó
todas y cada una de las leyes de un juego que no fue inventado por él, que no le
preguntaron si quería jugar. (pp. 264-265).
Resuena en el discurso del obispo el pensamiento de Camus (1996) sobre el absurdo. La
creación arranca una respuesta a la pregunta por el sentido de la existencia. Otorga a la ficción un
lugar central: tanto el obispo como el doctor Díaz Grey y Elena Sala hacen parte de la ficción
dentro de la ficción, son creaciones de Juan María Brausen, es decir, yacen en el mundo ficticio
de Juan Carlos Onetti. Huir a la ficción, encontrar en la narración el lugar donde es posible la
vida, donde los tiempos no existen pues se disuelven, es la ruta de vida; el fatalismo de los
personajes onettianos hace de la propuesta de quietud una experiencia estética con el tiempo,
ellos superan todos los afanes terrestres y señalan la ruta para vivir en tanto la muerte. Eternidad
177
en la vida de la escritura, afán de vivir una vida breve en la creación de otras posibles, la vida sin
tiempo.
Pensar la muerte, es decir, tener permanente conciencia de nuestro estado finito, es uno
de los presupuestos para alcanzar el estado de autenticidad. Entonces, se es auténtico en la
medida en que las posibilidades de realización existencial se hacen conscientes, esto es, de la
conciencia de la finitud en la muerte no como posible sino como ineludible. La noción de
autenticidad guarda estrecha relación con el sinsentido de la vida. La vida inauténtica ignora la
finitud, la invisibiliza mediante la búsqueda de pretextos que distraen la inminencia de la muerte,
vive el tiempo con afanes hacia el logro.
Los personajes onettianos, Brausen, Larsen, Baldí, más allá de su condena a la derrota y
al fracaso, eligen como opción el alejamiento de acciones inauténticas y otorgan estatuto de
realidad a la imaginación hecha escritura, pues con ello se arrebata a la vida su sino absurdo, y la
condena de subir una y otra vez la pesada roca hasta la cima de la montaña como tenía que hacer
Sísifo, se minimiza, pues la ficción crea otras realidades paralelas e inconclusas. El hombre está
abocado a crear desde la libertad las elecciones de su vida en busca de aquellas que le den
sentido a la misma.
La libertad es la obligación de elegir. Entonces, el sinsentido de la vida hace parte de la
condición humana misma puesto que la obligación permanente de elegir independientemente de
lo optado, da igual, es absurdo, carece de explicación. En El mito de Sísifo, Camus deja ver la
pérdida de la explicación, de la demostración que se halla en el discurso racional. El hombre
absurdo vive sin apelación, está seguro de que su libertad tiene un plazo que se vence en la
muerte, por ello no tiene futuro ni le interesa el pasado, no vive en el tiempo, solo opta por hacer
178
de la vida una creación. Con ello otorga el sentido que hace falta a la realidad, los personajes de
Onetti expresan la ausencia, el vacío67 del hombre moderno,
No es difícil advertir que en las novelas de Onetti se revela la condición
problemática del hombre moderno; su mundo narrativo se nutre del drama
humano y está firmemente vinculado con una realidad invadida por la futilidad de
afirmar la individualidad y la importancia de justificar una vida superflua en un
mundo carente de sentido. A Onetti (…) la profunda desolación que sufre el
hombre a partir de la ausencia o eclipse de Dios, no hace más que corroborar una
de las facetas predominantes del pensamiento moderno (Verani, 1981, p. 19).
Rama (1987), por su parte, advierte:
La modernidad es siempre un cataclismo que sobreviene inesperadamente en la
vida de los hombres y las sociedades que, por definición, no eran modernos. Por
lo cual la central experiencia que cumplen no es la del sistema modernizado que
irrumpe desde fuera sobre ellos, sino la de la disolución de la cultura más
tradicional en la que se habían formado desde la infancia, la que es trastornada
por los valores y formas de la modernidad (…). Esa experiencia constituye el
centro animador de la literatura de Juan Carlos Onetti (p. 75)
67 Sobre el concepto de vacío en Onetti ver a Elise Andrade Carmona “El Astillero de Onetti: un vacío
humano” (1973), en la publicación periódica La Palabra y el Hombre, número 8, p. 24. Sobre el sinsentido
existencial, Myrn Solotorevsky (1974) afirma que “Los personajes de Onetti nos impresionan como seres que captan
con desgarradora lucidez el sin sentido de su existencia; ellos viven como criaturas temporales, sujetas a persistente
desgaste, perciben que se mueven hacia un abismo, en el cual habrán de caer” (p. 209).
179
Entonces, el absurdo onettiano deriva del sinsentido o derrota de cualquier intento de
dotar de contenido la vida moderna. La angustia interior de los personajes está determinada por
su incapacidad para trascender o modificar hacia lado alguno sus circunstancias, por tanto, el
fracaso es una constante en la visión del mundo de ellos68.
Brausen, Suaid, Larsen, Linacero buscan derrotar su oscura naturaleza, pretenden
debilitar sus rejas de angustia optando por hallar sentido en la creación, en la narración. Ahora
bien, esa angustia tiene lugar en el espacio urbano, en la ciudad, en Santa María. La ciudad viene
con la soledad, con la indiferencia de la presencia del otro. La elección de la soledad es eso, una
opción, y lo es porque en medio de ella ha estado buscando el sentido, por ello Onetti no ha
creado un sonámbulo pues éste, al decir de Joseph (2002), “es un ser pragmático que ha
renunciado a encontrar el sentido (Joseph, 2002, p. 16) y no es el caso del personaje estético de
Onetti.
Las preocupaciones estéticas de Juan Carlos Onetti están cifradas en la búsqueda de un
lenguaje que diga al hombre, sumadas a sus afinidades elegidas en la lectura y consecuentes
modelos a seguir, su propia manera de enfrentar el mundo, sus permanentes contactos vividos
entre Montevideo y Buenos Aires, su incursión periodística que le obligaba a poner en palabras
todo aquello que lo movía y conmovía del entorno y de la literatura, lo conducen a optar por un
camino narrativo definido por la desesperanza, la soledad, el tedio, no obstante sus personajes
captan las esencias del mundo, hallan fuga en la creación; Onetti crea realidades, adjudica formas
68 La corriente existencialista impacta la literatura de mediados de siglo XX en Hispanoamérica68,
precisamente el existencialismo acerca la obra de Onetti a la estética del absurdo, el sinsentido inherente a los
personajes, contribuye a expresarlo. Kierkegaard, Camus, Sartre, predominan los personajes agónicos, extranjeros,
los que enfrentan el absurdo, confrontados con la revelación del sinsentido de la vida.
180
reales a las más imaginativas situaciones, esto remite a lo que afirmara alguna vez sobre el tema
cuando señalaba que la realidad de una persona tal vez no es la realidad, del mismo modo que
acontece a sus personajes:
Primero tendría que preguntarle por qué cree que su realidad es la realidad. Mis
personajes están con la realidad de ellos. En cuanto al mundo distorsionado,
concedo. Pero (…) o uno distorsiona el mundo para poder expresarse o hace
periodismo, reportajes, malas novelas fotográficas (Aínsa, 1970, p. 125).
La inútil búsqueda en el afuera, la no existencia de heroísmos inútiles, se desplaza hacia
la creación como fuente y como posibilidad de ser y de estar en el mundo avizorando al ser como
único posible héroe que busca su propia salvación en la fusión del tiempo.
El universo literario de Onetti expone la angustia misma que narrar implica como reto.
Igualmente, remite a la mímesis que Brausen encarna en otros, pues es posible ser otro. En
Onetti lo fatal no es condena, el destino es una elección, es espantoso estar, pero cada quien elige
la manera de hacerlo. El equipaje de los habitantes de Santa María se corresponde con aquello a
lo cual los seres no pueden renunciar: a la desnudez de un alma enfrentada a un mundo
incomprensible, sórdido, y a ello responde la quietud como experiencia estética del tiempo.
Somos parte de un tejido narrativo. Penélope tejía. Y también destejía para darse tiempo.
La escritura de un texto literario es la escritura del acto mismo de existir. Los personajes de la
obra, ellos, y los personajes del mundo, nosotros contenemos en la escritura, en la narración, los
niveles más profundos y complejos de nuestra temporalidad. Espesores de la escritura que son
los mismos de la vida, o tal vez, sólo la contienen pues esta sólo existe en aquella. Fugaz y
parpadeante, la escritura retrasa, posterga o evita nuestro natural sino de ser para la muerte. La
vida se va en la velocidad, el tiempo se la lleva de afán, el que más corre, más rápido llega a la
181
quietud sin movimiento. Lo único nuevo bajo el sol es la vida que nos invade y que presta, actúa
en la inacción del narrar, de la quietud.
Quietud, lentitud, pausa. Pensar qué hacer con la contradicción implica quietud. Quietud
del silencio de la observación, de la imaginación. Como Brausen que en lugar de aprestarse a
hablar, crea. En el silencio de lo no dicho el tiempo desaparece, no hay afán ni metas, solo hay
creación. La creación detiene el tiempo, por eso, el tiempo de la quietud tiene lugar en ella. No
hay pasado que pesa ni utopía por venir, hay quietud en la narración. Repetirse uno mismo en la
narración nos acerca al rumiar Nietzscheano, al igual que la lectura y que la vida, han de
rumiarse para hacerlas propias, para hacerlas experiencia y para vivir la quietud como
experiencia estética del tiempo.
182
Conclusiones
De este modo, la ficción multiplica las experiencias
de eternidad, llevando así, de diversas formas, el
relato a los límites de sí mismo. No debe sorprender
esta multiplicación de las experiencias- límite, si se
recuerda que cada obra de ficción despliega su
propio mundo. Pero es en un mundo posible siempre
diferente donde el tiempo se deja sobrepasar por la
eternidad…la función de la ficción es la de servir de
laboratorio para experiencias de pensamiento en
número ilimitado.
Ricoeur, 2003 p. 1032-1033
El presente trabajo de investigación ha realizado un recorrido por la narrativa onettiana en
tres esferas de reflexión, a saber, los relatos de ciudad, contexto de creación al cual la obra remite
en su relación texto contexto que parte de la hermenéutica ricoeriana; las narrativas de la crítica
sobre la vida y obra del autor uruguayo y la creación estética de su narrativa a lo largo de tres
novelas fundamentales, El Pozo, La vida breve y El Astillero y algunos de sus primeros cuentos.
Estas narrativas gravitan con el propósito de analizar la construcción narrativa de la ciudad
onettiana que permite leer La quietud en su obra como experiencia estética del tiempo, y
establecer lecturas relacionales con las maneras contemporáneas de aprehenderlo.
183
La complejidad del recorrido se hizo a lo largo de una triple narrativa desplegada en cada
una de las tres partes de que consta el trabajo sin que por ello se correspondan de manera
excluyente una a una, dado el carácter interrelacional que guardan. De ello se coligen dos
asuntos sustanciales.
En primer lugar, se muestra en la hermenéutica de Paul Ricoeur una ruta de aproximación
al texto literario que admite plantearse problemas que atañen no solo al decir de la literatura sino
al decir del mundo a partir de las preguntas que ocupan algunas tesis de las ciencias humanas y
sociales. En segundo, se halla en la narrativa onettiana una fisura de interpretación, esquiva a los
análisis críticos según la cual, circula una relación con el tiempo mediada por la quietud como
experiencia estética de este.
En medio de estos dos movimientos de reflexión, emerge un asunto importante: la
necesidad de conceder a la experiencia un lugar central para avanzar en las reflexiones
planteadas a lo largo del trabajo de investigación. Sobre el conjunto de estos tres aspectos se
mueven las reflexiones de las siguientes páginas, que, a manera de aperturas finales de la
presente tesis, muestran los aportes del trabajo.
En cuanto a la hermenéutica ricoeuriana como ruta de acceso a la obra literaria, se mostró
que las relaciones que este filósofo propone entre el mundo del texto y el mundo del lector,
amparadas en el estado del arte sobre la narrativa onettiana, permiten plantear desde su obra,
unas nuevas relaciones con el tiempo en la naciente ciudad moderna.
El abordaje hermenéutico propuesto, centra su atención en la búsqueda de valores éticos
desde lo estético literario, susceptibles de ser interpretados e interpelados. Lo anterior se ampara
en el hecho de que la obra literaria ofrece un contenido crítico desde una postura ética cognitiva
(Bajtin, 1989, pp. 41, 42), a partir de la cual el análisis estético “al igual que el análisis científico,
184
debe transcribir de alguna manera el elemento ético del que la contemplación se posesiona por el
camino de la simpatía (empatía) y de la valoración” (p. 45).
Este amparo teórico permite, entonces, revelar el conocimiento que la obra mantiene en
negativo, es decir, hacer emerger de ella verdades estéticas que precisamente por este carácter,
resultan más complejas que las que otros discursos abordan como problema; de esta manera, se
generan diálogos entre lo estético formal y lo intelectual cognitivo, entre el mundo del texto y el
contexto, entre el mundo de la ficción y el mundo de la realidad. Partir de la experiencia de
lectura de la obra literaria desde la hermenéutica ricoeuriana, no solo posibilita diálogos entre
filosofía y literatura sino que hace posible que emerjan necesidades de consolidar lazos
metodológicos más estrechos entre estas tradiciones de pensamiento que guardan distancias
visibles en los modos, la una desde lo racional, y la otra, desde lo ficcional, cuando una y otra se
alimentan de la misma necesidad: la realidad.
El acercamiento a la lectura hermenéutica de la obra tiene lugar también desde el
lenguaje; esta escritura experiencia, entonces, se ha acercado al lenguaje literario desde el
lenguaje que explica el lenguaje del arte, el cual, al afectarnos nos hace suyos, imbricación del
investigador en el objeto indagado. Adentrarse como parte de la narración de la obra nos permite
dimensionar de manera más compleja la realidad a que alude, la podemos vivir desde sus
entrañas y salir de ella transformados, puesto que realidad y ficción están hechas del mismo
material de la narración: la experiencia.
Este método de acercamiento al mundo de la obra es un intento por mostrar que es
posible hacer una crítica que trascienda las consideraciones estructurales y formalistas hacia
adentrarse en la mundanidad del texto, a comprender la forma como contenido una obra es la
promesa de sentido puesto en el lenguaje pero no agotada en él, la obra permite leer el mundo
185
que nos ha sido inédito, permite que leamos en ella el mundo pues permite comprender
realidades en los universos simbólicos que crea y nos acerca al mundo de otra manera. La
novela novela el mundo con lenguaje y no usa secuencias ni lógicas de orden y cronologías. La
lectura desdobla los sentidos, desoculta los mundos que el lenguaje encierra en formas que se
parecen al mismo lenguaje del mundo del que salieron, pero con forma de lenguaje literario,
indecible, o, susceptible de decir solo en él mismo.
Bajo el andamiaje hermenéutico de Paul Ricoeur, la interpretación emerge como
posibilidad de encontrar nuevas simbolizaciones de nuestros imaginarios que construyen sentidos
propios de las prácticas sociales en las cuales estamos insertos. Por tanto, interpretar es poner en
el mundo algo que no estaba en él, por eso este trabajo es una narrativa de interpretación,
interpreta desde la incertidumbre, desde la interrogación, aspectos todos que nacen de la
experiencia.
La experiencia, entonces, a lo largo del presente recorrido investigativo ha sido elemento
central pues, a manera de bisagra, permitió entretejer los aspectos de indagación que la tesis
concita en torno a la quietud como experiencia estética el tiempo, posible de ser leída en la
narrativa onettiana, particularmente en el corpus onettiano seleccionado. Los ejes de indagación
sobre los cuales versa la tesis se fueron tejiendo, como diría Said (2004), en una experiencia de
lectura en la cual los conocimientos son para el texto y cuyo método procede del texto (2004, p.
201).
La experiencia no ha muerto, se ha transformado; la experiencia es un hecho de la
temporalidad, muta con ella, otorga sentidos que en la vivencia desaparecen; es por ella y con
ella que podemos meternos en las obras de arte y, en su contacto, adquirimos las formas de sus
mundos inéditos. El ser del hombre es el ser del tiempo y este es de carácter movible, pertenece a
186
la experiencia allí nace y se transforma. La conciencia de la temporalidad otorga conciencia del
ser y del existir en el mundo. Pensar el tiempo es pensar el mundo y hacerlo, implica la
experiencia que es el lugar donde este se llena de sentidos.
La ficción crea experiencias de pensamiento en número ilimitado, instaura un lenguaje,
unas formas, unas estructuras singulares de simbolización de sentidos que atañen a la existencia.
En el lenguaje habita la ficción que la literatura crea y en él también reside la búsqueda de
verdad de las reflexiones filosóficas: mediadas por el lenguaje a una y otra la vida les concierne.
El hombre, invención reciente (Foucault, 2005, p. 5), y la vida son la preocupación latente que ha
impulsado estas páginas de escritura, o, dicho de otro modo, esta experiencia de pensamiento ha
estado llena de la aceptación del pacto monstruoso de estar vivo, lo que constituye la única
verdadera maravilla posible y en la que vale la pena persistir (Onetti, 1976, p. 137). La
literatura es una forma de preguntarse por, de indagar en y en esos divagares no demuestra, sino
que muestra, cincela.
El recorrido metodológico del trabajo, a manera de arco hermenéutico, que abre la obra
para completarla y completarse, anduvo por los territorios de la experiencia poética en las
relaciones del devenir narración para proponer la quietud como forma de vivir la temporalidad,
que no es ausencia de movimiento sino la creación de nuevos haceres en los cuales la narración
es el lugar de que se viste la experiencia. Con este recorrido metodológico, entonces, se logró
mostrar que es posible liberar el pensamiento hacia la experiencia, hacia la comprensión como
acontecimiento que otorga sentido al mundo desde la obra. La novela nos interpela, increpa
nuestro mundo desde la experiencia de que nos hace partícipes y con la cual accedemos a ella.
El papel de la hermenéutica además de señalar un camino, un método de comprensión, clarifica
187
las condiciones bajo las cuales la comprensión tiene lugar: resulta del cruce del mundo de la obra
y el mundo del lector de donde emerge el diálogo literatura-filosofía.
Filosofía y literatura constituyen dos órdenes que gravitan bajo lógicas distintas, aquella,
llena de reflexión metódica que intenta demostrar, esta, de carácter ficcional, nos contiene de
diversas maneras y formas, acaso más complejas de desentrañar, se acerca al mostrar, revela un
como si. Dos regímenes de pensamiento, dos epistemes que reclaman cercanías dialógicas:
filosofía y novela fijan sus propios órdenes que reconocemos y en los que nos leemos, ambas
nutridas de lenguaje, ambas hechas de experiencia, ambas residentes de la narración, por ello, la
perspectiva de esta investigación ha sido entablar un diálogo con el arte, con la novela, desde la
pregunta por la vida, que es la pregunta por el tiempo propia del discurso filosófico.
La pretensión de las ciencias ha sido acercarnos a la realidad del mundo, descubrirla para
describirla y explicarla desde su propia coherencia o, quizás, le han concedido una coherencia
para crearla. La ciencia parte de la existencia de una realidad o de realidades, fenómenos o
hechos por escudriñar, para explicar. Realidad y conocimiento han constituido un maridaje no
solo excluyente, sino suficiente en sí mismo, como si la vida existiera en un ahí afuera, como si
la realidad estuviera ahí para descubrirla y no para crearla, para narrarla, como si nosotros no
hiciéramos parte de ese ahí, como si nosotros no fuéramos ahí. La narración literaria tiene una
realidad otra: la nuestra. Estos aspectos del como si instalan otras realidades, acercan el
reconocimiento de la existencia de otros discursos que dicen el mundo que lo viven en modo
narrativo, lo cual invita a decir el mundo en la narración.
La experiencia, entonces, atraviesa todo el andamiaje del acercamiento hermenéutico a la
obra literaria, sin distinción. Es hermenéutica, es estética, es de lectura, es de vida, sinuosidades
de la experiencia que se juntan y al fundirse conforman la narración. El acercamiento actual a la
188
obra de Onetti permite, entonces, reconfigurar el presente, desde asuntos otrora no visibles; dado
que la experiencia del hoy se pone en diálogo con la narración de la obra, es posible hacer
emerger de ella saberes que habían escapado a otros acercamientos generados, porque la obra
está incompleta y logra su completud sólo cuando entra en diálogo a través de la lectura con el
otro, encuentro de la vida de la obra y la vida del lector quien la termina. El lenguaje hecho
narración construye una estructura de pensamiento que nos permite organizar la experiencia, por
eso la narración constituye un modo de acercarse al mundo desde el mundo mismo, no por fuera
de él.
La lectura de un libro de Onetti es una experiencia esquizofrénica, afirma Harss (1966, p.
224), y, particularmente, la lectura de La vida breve expone al lector a “una serie de imágenes sin
pies ni cabeza que se despliegan en la mente del contemplador –uno de los delegados del autor
en el mundo de la sombra– en forma de gestos y situaciones” continúa el chileno (p. 225). La
lectura de La vida breve recupera el tiempo; el tiempo entendido como flujo se relaciona con el
movimiento, el tiempo transitivo y sofocante, la quietud lo vuelve sosiego e intransitividad; nos
han legado un tiempo lineal, encadenado a sucesos consecutivos.
La narrativa onettiana reclama un tipo de lectura fiel, apasionada e ininterrumpida:
asistimos a la crueldad de la compasión, a los placeres de la mentira, a la furia de la verdad, a la
condena del tiempo, al inigualable valor de lo inútil en entregas hechas bajo luces de recuerdo,
memoria e imaginación recogidas a tajos. Su lectura es un ejercicio arduo que requiere especial
atención: en torno a una historia central e inconclusa tiene lugar el cruce de muchos momentos
saturados de memorias, deseos, pasiones, obsesiones, mezclas de realidad y ficción en capas de
historias que se superponen, acaso, como la vida misma, colmada de fragmentaciones. Lo
anterior ha otorgado a su ficción algunos lugares comunes relacionados con la sordidez de su
189
narrativa y con prejuicios que subrayan en ella un carácter nihilista, de pérdida, de pesimismo, de
evasión. Lectura posible.
Con Onetti asistimos a la simultaneidad de tiempos y pensamientos, a la ausencia de
acciones, a la memoria, el recuerdo, el sueño, el deseo, como opciones de vivir en quietud, esto
borra la línea del tiempo y la pinta del matiz de la narración, imágenes sin pies ni cabeza. Con la
narrativa onettiana nos enfrentamos a la simultaneidad, a lo amorfo, a lo inconcluso,
transgresiones de la linealidad, formas del caos, acaso, como la vida misma. Acoger la narración
es hacer el tiempo vertical, suspendido, hondo, donde tienen lugar las contradicciones, las
angustias, las dudas, la simultaneidad, este tiempo no tiene duración. En Onetti no importa el
acontecer sino la simultaneidad hecha de pedacitos.
Alrededor de dos aspectos centrales en la lectura de la obra de Onetti, en relación
dialógica con la crítica que esta ha generado, tienen lugar las agudas reflexiones que empiezan a
emerger alrededor del problema de las nuevas relaciones en la naciente ciudad. Por un lado, las
rupturas narrativas, novedosas en su momento y espacio, sin duda resultan relevantes en la
comprensión de su obra como ha señalado la crítica y son, precisamente ellas, las que revelan
mutaciones del ser en sus relaciones con el tiempo como experiencia estética en la constitución
del espacio naciente de ciudad. Por otro lado, las características de los personajes – anodinos,
mediocres, solitarios, derrotados–, en lecturas a la luz de la hermenéutica ricoeuriana, permiten
reflexiones en torno a que, precisamente, al ser ajenos a toda condición heroica, se alejan de toda
contaminación propia del mundo moderno y de la condición misma de la existencia.
Su vigencia estriba, entonces, en el sentido ontológico que instaura en cuanto a la relación
del hombre contemporáneo con el tiempo, mediada por la quietud como experiencia estética. La
quietud del crear, del narrar e imaginar, inaugura una relación otra con el tiempo que nace no
190
solo del nada merece ser hecho, sino del vivir como opción en la cual el tiempo se llena del
sentido de la narración. De esta manera, la narrativa de Juan Carlos Onetti propone una relación
del ser con la vida, en la cual “…estar vivo es la única verdadera maravilla posible. Y,
absurdamente, más vale persistir” (Onetti, 1976, p. 137). En esta persistencia de estar vivos, la
literatura juega un papel fundamental, no solo porque abre entradas de comprensión a los
problemas que se plantean las ciencias sociales y humanas, sino porque “…las resistencias que
ofrecen los hombres…ante las instituciones, autoridades y ortodoxias–son las realidades que
hacen posibles los textos, que los ponen en manos de sus lectores, que reclaman la atención de
los críticos” (Said, 2004, p. 16).
La novela, lugar que, por excelencia, alberga un sinfín de posibilidades desde donde
concierne la realidad, se nutre de ella, la contiene sin que por ello sea realista, tautología rica en
contenido de infinitas lecturas: literatura y vida residentes del lenguaje. El lenguaje dice al
mundo, lo construye y al nombrarlo, lo crea. El acercamiento a la narrativa onettiana con la
filosofía hermenéutica ricoeuriana, condujo a la configuración del concepto de experiencia para
identificar ese algo que acontece en la lectura. Qué experiencias provoca este tránsito por el arte,
por la escritura, se constituye en el cuestionamiento de entrada y salida de ese artificio de
lenguaje que permite contener la realidad.
El recorrido por la narrativa onettiana revela al ser en la ciudad sí, apocado y mediocre,
anómico y sin atributos, también, estos aspectos no se agotan en las explicaciones de la
marginalidad y del existencialismo sino que, precisamente, se constituyen en entrada posible
hacia el establecimiento de nuevas relaciones con el mundo, con la vida, con el tiempo. Lejos del
discurso de progreso y de éxito, de constitución de relaciones de familia y de amigos, lejos de la
búsqueda de cualquier propósito mundano, lo único que importa es la vida misma. Un nuevo
191
sentido emerge en el ser onettiano, el del tiempo en relación con el entorno, consigo mismo y
con el otro.
La multiplicación de vidas en la creación del creador creado, Brausen, es la réplica del
mundo que se recrea como un nuevo acontecer mediante la poiesis. Dada la dimensión poética,
el mundo histórico de los individuos y las comunidades logra una apertura de horizontes de
sentidos que ponen en evidencia la sutil presencia de elementos que contribuyen a la
comprensión y conocimiento de la existencia humana. Así, entonces, la literatura revela mundos
sin explorar hasta el preciso instante en que el hombre ingresa a la dimensión poética que da
forma y sentido a la obra literaria.
Esta dimensión presente en la novela es la legítima expresión con que cuenta el mundo
contemporáneo para decir-se. Este género nace con la modernidad y va con ella como destino y
ruta, acaso el único posible de contenerla. La novela es el testimonio del ser del hombre, registra
la constancia simbólica de los acontecimientos, los deseos, los sueños, los logros y miserias de
que estamos hechos. Entre otras cosas, la novela es el reino de lo humano en el que todo se
diluye en la nada del lenguaje, acaso como la vida misma, se diluye en la nada de la muerte. Así
pues, la novela es el género que mejor deja constancia del paso del hombre por el trasegar del
tiempo y los espacios, nada en ella es permanente ni sagrado, todo es un simulacro, una ficción
verdadera con características humanas.
Ahora bien, la creación literaria subsiste porque las ficciones verdaderas realizan aportes
sobre el sentido del mundo. Así, la obra de Onetti se convierte en un espacio de confrontación
entre el nihilismo y la expectativa de trascendencia. Dicha confrontación se recrudece en el otro
como posibilidad, entre la desconfianza por las palabras y un cuidado riguroso por la
enunciación que efectivamente es la que seduce a los lectores. Por eso, la emergencia de la
192
quietud en la obra onettiana conduce a pensar que el arte no se agota en el objeto y que en la
reflexión realizada sobre la función estética del lenguaje, la pregunta por los valores estéticos,
rebasa los límites de la producción de los artistas sobre el mundo. Con esto, reconocemos que la
quietud, llevada al campo de la experiencia estética, es la postura crítica contemporánea que
emerge de la actualización de su lectura y hace que levantemos el rostro, transformados.
La perspectiva de Onetti resulta como la vida misma, de carácter hipotético, no se
interesa por acceder a la verdad sino a las sombras que brotan casi falsas en los hechos, al fin y
al cabo el pacto es aceptar la vida y con esta aceptación monstruosa no trasegar por los caminos
del desarrollo y del éxito propios de la acción y presentes en el hacer. El nada merece ser hecho,
insiste el uruguayo, aunque, sin duda, más vale persistir, y agregamos, persistir en la quietud
como forma de relación estética con el tiempo.
Pasado y futuro de los personajes onettianos desde el sueño y la creación como
alternativas; en su obra no hay relatos completos, hay retazos de historias que se superponen y
crean confusión. Sin héroes ni amor. Lo que pasa no representa incógnita alguna, porque el
desenlace es la condena. No acontece mucho en las vidas de quienes transitan Santa María,
viven en una especie de presente crónico que implica una imposibilidad de escapatoria. Sus
deseos e ilusiones están en la quietud. Lejos de una actitud moralizante, Onetti no agrega nada a
la realidad, porque esta ya no tiene nada que agregar, por eso crea, inventa, vive otras vidas
breves e invita a hacerlo en quietud.
La ausencia de vínculos, de grandes acontecimientos, de notables hazañas, la no
existencia de héroes, el no pasa nada como escenario en la creación onettiana, son aspectos que
sugieren la emergencia de una condición, de una manera, de una verdad, de una incertidumbre: la
posibilidad de devenir quietud. Esta toma de cerca, intuye un mundo de absurdo y melancolía,
193
sin utopía, sin futuro, sin pasado, una agonía de cuerpos y voces periféricas que ni son víctimas
ni derivan en ello; son una actitud, una manera de ser y de estar en el mundo, son la opción de la
quietud, son la quietud como opción. El margen es su lugar escogido, no su destino; a la
pregunta por el sentido de la vida responde la quietud.
El fatalismo en la narrativa del Onetti, emerge como opción que resulta del
descreimiento: acción fenomenológica en la que arranca de sus seres creados lo accesorio e
innecesario, lo sobrante y decorativo, el anhelo de progreso y fe en valores como el amor, la
inserción productiva a una sociedad que los rechaza o utiliza. Nuestros días contemporáneos se
emparentan con sus relatos: la nitidez de su narración fue capaz de pintar la ambigüedad
desintegradora de las certezas, las ruinas del proyecto modernizador de la ciudad, los vestigios
del ser asediado por el tiempo.
Rebosante de poder estético, la literatura es del mundo y nos regresa a él de una manera
alterada, distinta, siendo otros. La ficción de la novela y lo real de la realidad, dos mundos
hechos de materiales distintos, el uno, de lenguaje literario y el otro, de los hechos de las praxis
que, en todo caso, se nombran con el lenguaje en la narración y se viven en la experiencia. La
ficción de la una y la realidad de la otra no son caras de una moneda, son, más bien, hojas de una
bisagra en un movimiento propiciado por el lenguaje en el cual, en ocasiones, se traspasan.
Desocultar aspectos de nuestra praxis y descubrir lo real son afirmaciones que aluden a lo real
que la literatura alberga.
194
¿Cómo será el mundo cuando no pueda yo mirarlo
ni escucharlo ni tocarlo ni olerlo ni gustarlo?
¿Cómo serán los demás sin este servidor?
¿O existirán tal como yo existo
sin los demás que se me fueron?
Sin embargo
¿Por qué algunos de éstos son una foto en sepia
y otros una nube en los ojos
y otros la mano de mi brazo?
¿Cómo seremos todos sin nosotros?
¿Qué color qué ruidos qué piel suave qué sabor qué aroma
tendrá el ben(mal)dito mundo?
¿Qué sentido tendrá llegar a ser protagonista del silencio?
¿Vanguardia del olvido?
¿Qué será del amor y el sol de las once
y el crepúsculo triste sin causa valedera?
¿O acaso estas preguntas son las mismas
cada vez que alguien llega a los sesenta?
Ya sabemos cómo es sin las respuestas
más, ¿cómo será el mundo sin preguntas?
Mario Benedetti, Happy Birthday
195
Referencias
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