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Consideraciones sobre la interpretación de la
polifonía
Sin duda alguna un gran número de nuestros lectores quedarán enteramente defraudados
al leer este apéndice sobre la interpretación de la música polifónica. Son muchos los que
esperan con impaciencia un extenso tratado repleto de innumerables y minuciosas reglas.
Ahora bien, este tratado lo juzgamos nosotros muy difícil, por no decir imposible, de
escribir. Se trata, ni más ni menos, de recorrer un camnio en medio de una oscura noche,
sin el auxilio de la más débil luz.
¿Cómo se interpretaba la polifonía en el siglo XVI? No lo sabemos. Todos los testigos de
la época interrogados sobre este hecho lo ignoran. Nada saben los impresos polifónicos,
nada los manuscritos, nada los tratadistas. Es un secreto perdido para siempre, si acaso
ha existido alguna vez.
Por tanto, todo lo que se diga hoy sobre la ejecución de la polifonía clásica son criterios
deducidos del estudio de la misma, basados en nuestro modo de sentir, quizá no muy afín
con los usos y maneras de hace cuatro siglos. Cierto que esto no debe preocuparnos
demasiado cuando se trata de una obra que vamos a cantar en la iglesia, puesto que lo
importante en este caso es que la pieza interpretada contribuya eficazmente a la gloria de
Dios y a la santificación y edificación de los fieles aun cuando su ejecución, llevada a cabo
según los principios artísticos hoy en uso, estuviera en abierta contradicción con los que
se estilaban en la época en que fue escrita.
Significado de la palabra interpretación
Para nosotros es sinónima de ejecución. Excluímos de aquélla toda idea de exégesis,
explicación o búsqueda del sentido de una frase falta de claridad. El sentido de la
polifonía sagrada es siempre obvio, transparente. Es música vocal, escrita sobre un texto
cuyo contenido depende, ante todo, del sentido de las palabras, pero también del
momento que la Iglesia le ha señalado en la misa, oficio divino y ciclo litúrgico: Adviento,
Navidad, Cuaresma, etc.
Por tanto, el sentido de cualquier pieza polifónica no puede ser otro que el de la letra que
la ha inspirado. Lo contrario sería una aberración artística inadmisible en nuestros
músicos del Renacimiento, cuyo genio estaba alimentado, al componer sus obras
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inmortales, por un ardiente y vivo espíritu de fe sobrenatural. Es absurdo por demás
devanarse los sesos en busca de pensamientos secretos, de intenciones escondidas. No las
hay. A lo sumo existen solamente en la imaginación desorientada de algún director.
I. Principios generalesAnte todo hay que eliminar con la más rigurosa intransigencia cualquier efecto que
pueda ser tildado de profano. Es un principio sentado por San Pío X en su Motu
proprio: "La música sagrada debe ser santa, y, por lo tanto, excluir todo lo profano, no
sólo en sí misma, sino en el modo con que la interpretan los mismos cantores"1.
Son efectos impropios del templo el "vibrato" exagerado de la voz, los portamentos,
los sollozos, los contrastes demasiado pronunciados, el dramatismo rebuscado.
"La primera ley del canto sagrado, dice San Ambrosio, es la modestia, el respeto: In
canendo, prima disciplina verecundia est, respeto que impone el lugar, la asamblea, la
función litúrgica, el texto santo..."2.
La liturgia es la maestra infalible de toda ejecución musical. Jamás la liturgia se
desborda en arrebatados lirismos ni en acentos dramáticos desgarradores. "Robusta en
esencia, la piedad litúrgica lo es asimismo en su expresión. No hay ternura como la de
la piedad litúrgica en sus manifestaciones variadas; pero siempre es severa y
tranquila; dulce, pero vigorosa. Y esto en la literatura, gestos, ritos y símbolos; diríase
que la claridad y fuerza del pensamiento regulan las expansiones de la piedad,
manteniéndola dentro de una dignidad y gravedad que hacen su dulzura más
penetrante y sugestiva"3.
La liturgia pone ante nuestros ojos un programa bien definido al que todo director
debe someterse con el convencimiento de que lejos de poner en riesgo su
personalidad, cosa frágil e inconstante, le prestará apoyos sólidos y le abrirá un campo
de horizontes ilimitados: por ella lo relativo se orientará hacia lo absoluto4. De aquí la
necesidad de que todo director posea amplios conocimintos litúrgicos: históricos y
más todavía doctrinales.
La interpretación de la polifonía clásica debe ir informada de este pensamiento: el fin
de la música sagrada es la gloria de Dios; es música, sí; pero es ante todo oración. Su
misión en el culto no es de llenar un hueco, distraer o entretener a los fieles. Es, por el
contrario, la de dar más eficacia a la plegaria que los asistentes recitan en voz baja o
escuchan en recogido silencio; la de transportarlos a la contemplación de los misterios
que se están celebrando en su presencia; misión altísima de la que estaban bien
persuadidos los autores de la polifonía clásica; misión que exige una gran
responsabilidad a los intérpretes de aquellas obras inmortales5.
Por fin, la interpretación debe ser objetiva e impersonal, con la objetividad e
impersonalidad propias de la liturgia. El director no debe servirse del coro ni de la
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pieza que ejecuta para interpretarse a sí mismo, para expresar sus sentimientos, para
lucir sus habilidades. No sería en este caso un fiel servidor de la liturgia, sino un
servidor de su personalidad. Todo dilentantismo está fuera del lugar sagrado. Más: la
técnica, el saber hacer tienen aquí tanto valor cuanta es su subordinación a la liturgia.
II. La expresión
Entendemos con esta palabra el arte de dar vida a la ejecución de una obra musical. Este
arte abarca varios recursos; los principales son: la agógica, la dinámica y el colorido. A la
par que de estos puntos trataremos de otros que no por más secundarios deben ser
olvidados.
1. Tesitura
Muchas composiciones polifónicas del siglo XVI no pueden ser cantadas en el tono en que
fueron escritas: o son demasiado agudas o demasiado profundas. No las componían sus
autores en esas tesituras porque así se cantaran en su época, sino porque no conocían en
la escritura más que un reducido número de tonalidades. ¿Qué hacían entonces en la
práctica? Sencillamente, transportar la pieza a la altura más cómoda para el coro. Las
obras escritas en modos auténticos eran cantadas desde un tono hasta una cuarta más
bajas; por el contrario, las escritas en modos plagales exigían, no siempre, un pequeño
alzamiento.
Por tanto, el director debe examinar la tesitura de la pieza que va a ensayar,
especialmente las voces extremas, y acomodarla a las posibilidades de su coro,
procurando buscar una posición cómoda para todas las voces, "sin estridencias de alturas
que ahoguen ni de baja entonación que haga desfallecer el coro y dar una sonoridad gris y
oscura"6. Si alguna vez se encuentra con una composición que ni aun transportada puede
ejecutar su coro sin poner en grave riesgo la sonoridad de la misma, el mejor consejo que
puede dársele es que la abandone y busque otra.
2. El movimiento
Es comunísima la creencia de que la polifonía clásica exige un movimiento lento, casi
grave. Nada más lejos de la verdad; y nada más contrario al espíritu que dió vida a este
arte que esas ejecuciones pesadas, plomizas, que se oyen a casi todos nuestros coros. Son
la muerte de la polifonía. ¿Cuál es entonces su movimiento? ¿Cómo determinarlo?
Preguntemos a los testigos de la época: a los teóricos; éstos nos responderán con toda
suerte de detalles. Por una parte, equiparan la duración de un compás a cada una de las
palpitaciones del pulso humano; ahora bien, como el corazón de un hombre normal late
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de setenta a ochenta veces por minuto, síguese que en el siglo XVI cantaban otros tantos
compases en el mismo espacio de tiempo, es decir: setenta u ochenta compases por
minuto. De otro lado, sabemos por idénticos testimonios que la semibreve era en la época
palestriniana la medida del compás binario7; lo que quiere decir que en un minuto
ejecutaban de setenta a ochenta semibreves, el doble de mínimas, etc. Si se compara una
de tantas ejecuciones modernas con otra realizada en conformidad con los principios que
acabamos de sentar, se verá la diferencia enorme que las separa. Mientras que en la
segunda recobra la polifonía su verdadera vida y frescura natural, en la primera
languidece hasta casi morir en un profundo desmayo. Recordamos las experiencias hechas
con nuestros alumnos en el cursillo tenido en Vitoria durante el verano de 1954. En
fuerza de la costumbre todos preferían en los primeros ensayos las ejecuciones lentas;
pero a las pocas veces de hacerles cantar una misma pieza, el motete Domine no sum
dignus, de Victoria, de ambos modos, unánimemente se declararon partidarios del
movimiento auténtico.
Este principio debe ser aplicado, sin embargo, con conciencia artística, no con
inflexibilidad metronómica. Hay otros muchos factores que pueden influir en el
movimiento de cada pieza y que el director debe tener presentes. He aquí los principales:
El texto. Es el alma de la pieza; en él se ha inspirado ante todo el compositor en el acto
de levantar su comentario musical. Unos textos expresan sentimientos de dolor, otros
de tristeza, otros de admiración; los hay festivos, alegres, triunfales; muchos
contienen fervientes súplicas; algunos, una sencilla narración histórica. Todo esto ha
influido en el ánimo del músico, quien, a su vez, lo refleja en los temas de la
composición. Estos mismos matices deben sugerir al director ya un movimiento más
vivo, ya uno más lento que el ordinario. Es evidente que un O vos omnes exige un
ritmo más moderado que un Exultate justi.
Mas, no sólo a piezas distintas conviene distinto movimiento; el contenido del texto
puede sugerir un cambio de éste dentro de la misma pieza.
También puede aconsejar un ligero cambio de tiempo la figuración rítmica de la frase.
A un tejido contrapuntístico florido le conviene un movimiento más moderado que a
otro trazado con notas de valor largo. Así, por ejemplo, en el motete O magnum
mysterium de Victoria, viene bien un retardando casi imperceptible en los compases
séptimo y octavo para dar lugar a una buena declamación del rico melisma que adorna
la palabra sacramentum. ¡Cuántos coros echan a perder esta y otras hermosísimas
filigranas por no tener en cuenta este principio!
A los pasajes homófonos puede imprimírseles un tiempo más vivo, especialmente
cuando a todas las voces acompaña la misma divisón rítmica, excepto si el texto
expresa dolor, humilde reverencia, o contiene una deprecación. Pero atención:
póngase sumo esmero en evitar cambios bruscos; el tránsito de un movimiento a otro
debe ser progresivo, graduado mediante acelerandos o retardandos, según los casos,
bien calculados.
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El movimiento debe ser retenido al fin de los grandes períodos de una pieza y mucho
más en los dos o tres últimos compases. El momento preciso para iniciar estos
retardandos depende de tantos factores que no es posible dar orientaciones concretas;
a la intuición artística del director queda el adivivarlo en cada caso particular.
Además de estos criterios internos hay otras circunstancias capaces de influir en la
determinación del movimiento de una pieza, circunstancias de naturaleza más bien
extrínseca, pero que no por esto se deben menospreciar. Son el local y el número de
cantores. En una iglesia de vastas proporciones hay que cantar más despacio que en
otra pequeña; la misma observación vale respecto las condiciones acústicas. Por fin,
un coro de pocos cantores se mueve con más desembarazo que otro muy numeroso.
3. El colorido
¿Quién no conoce la importancia del colorido en la ejecución de una pieza musical?
¿Quién no ha experimentado el fastidio que engendra la audición de una obra hecha
desde el principio al fin con la misma fuerza, sin cambios de luz, sin la oposición de
colores? Podríamos seguir indefinidamente haciendo preguntas similares sobre el mismo
tema en la más absoluta seguridad de ser contestadas en idéntico sentido por todos
nuestros lectores. Porque nadie puede negar que una obra musical ejecutada sin colorido
carece de vida.
Hay muchos, en cambio, que van por el extremo opuesto. Opinan, y así lo practican, que
una buena ejecución exige un matiz distinto en cada nota, cayendo en el más ridículo
amaneramiento. In medio virtus: ni ejecuciones que no dicen nada al corazón, muertas, ni
el efecto por el efecto. Todo debe ir supeditado a las exigencias del texto litúrgico y al
arte.
Una buena ejecución debe proyectar en el espacio la arquitectura de la pieza, en su
conjunto y en sus líneas más generales. Muchas obras musicales tienen un punto
culminante: son las torres de la catedral, la cúpula de la basílica que destacan sobre el
resto del edificio. A este punto culminante hay que subordinar todo lo restante: la
parte precedente en ascensión constante, con el vaivén de las olas que poco a poco se
van agrandando aunque momentáneamente den la sensación de retroceso, hasta
alcanzar la cumbre expresiva, el máximum de fuerza; la parte siguiente recorriendo el
mismo camino a la inversa, como un águila que después de haberse remontado a las
alturas desciende, no verticalmente, sino planeando, en líneas onduladas, más
amplias unas veces, menos otras, hasta posarse con la más serena suavidad. Puede
ocurrir que la cumbre expresiva coincida con el fin de la obra, en cuyo caso todo lo
anterior sirve de preparación; rarísima vez, por el contrario, la hallaremos al comienzo
de la pieza.
En muchas obras no se puede señalar un punto culminante que domine netamente
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sobre el conjunto; basta en estos casos dar a cada frase la expresión dinámica que
requiere el sentido íntimo del texto tanto lógico como patético, buscando a lo largo de
toda la pieza una proporción y equilibrio bien calculados. Semejan estas obras ese
suave balanceo de las olas del mar en un día tranquilo; ninguna alcanza sobre las otras
una cumbre destacada; todas recorren el mismo trazado: una línea en forma de arco,
con su arranque, ascenso y declive. El arranque partirá unas veces del piano, otras del
medio fuerte; el ascenso culminará ya con el medio fuerte, ya con el fuerte; el declive
descenderá hasta el medio fuerte, hasta el piano y hasta el pianísimo, según lo que
siga a continuación.
La proyección de la obra de ningún modo debe asemejarse a un cuadro borroso en el
que se aprecia el asunto en su conjunto, pero donde no resaltan con el debido relieve
las líneas particulares; es decir: no basta graduar debidamente la fuerza que precede y
sigue al punto culminante; es necesario además que dentro de esos respectivos planos
inclinados reciban luz más o menos intensa, según su importancia, los temas que los
componen, algo así como ocurre con una fotografía de una catedral. No quedaríamos
satisfechos si sólo reflejase las líneas generales: las torres, las fachadas; pedimos
también que se vena las cornisas, los rosetones, los tímpanos y otros adornos del
edificio, sin cuya percepción pierde éste gran parte de su belleza.
El director debe tener muy presente al estudiar la gradación sonora de la pieza que
muchas veces la verifican los polifonistas por medio de la escritura, sobre todo en
piezas a más de cuatro voces. Si en un trozo el autor hace callar una o más voces, ipso
facto obtiene una disminución de intensidad, mayor o menor según que las voces
puestas en silencio sean más o menos, sin necesidad de que los cantores aflojen lo más
mínimo en su canto; si a continuación de este silencio hace entrar todas las voces a la
vez, el resultado será semejante al órgano pleno; si, al contrario, las hace aparecer en
escena una en pos de otra, producirá la sensación de un crescendo gradual.
De igual modo, los efectos de claro-oscuro, la oposición de luces, depende con
frecuencia de la escritura polifónica. Un fragmento en el que calla la voz más aguda
tiene por resultado algo semejante a un color sombrío; el contraste, o sea la
iluminación, es lograda por el procedimiento opuesto, haciendo callar a la voz o voces
graves. Un bello ejemplo, entre miles, puede verse en la frase et aspera in vias planas
del motete Canite tuba in Sion, de Guerrero, repetida dos veces: la primera por el
altus, tenor y bassus, color oscuro; la segunda por el cantus, altus y tenor, color claro.
Tanto en este caso como en el anterior poco tiene que poner el coro de su parte para
lograr los efectos de la escritura; basta una buena declamación hecha a media fuerza;
el resto viene por sí mismo.
La ejecución de cualquier obra polifónica exige un ligado perfecto. ¡Pero, claro, no hay
que confundir el ligado con los portamentos! Sólo por excepción, y aun ésta ha de ser
rarísima, se debe acudir a las articulaciones picado y estaccato. Las melodías
polifónicas son hermanas de las gregorianas; más, con frecuencia son hijas de éstas, y
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como tales, deben comportarse con idénticos modales. "No dicen bien esos aires
agitados y picados con la hierática gravedad del culto litúrgico. Podrían, a lo más,
convenir a los falsos cultos religiosos, con sus gesticulaciones convulsas y risibles."
"Por eso el canto gregoriano ama la línea curva y ondulante, no las aristas. Aquéllas
son dulces; éstas, duras e hirientes; aquéllas inspirarn paz; éstas, turbación, y Dios no
habita en la turbación, siendo y llamándose Dios de paz"8.
Inculque el director con frecuencia a sus cantores el principio de que la polifonía
clásica es totalmente ajena a nuestra concepción moderna del compás con sus partes
fuertes y débiles; que las líneas divisorias no tienen significado alguno en nuestro
arte: que son puestas por los editores con el fin único de facilitar la lectura.
El director debe crearse una chironomía propia para la dirección del arte polifónico
clásico adecuada a la naturaleza de éste. como en el canto gregorino, las melodóas de
las diferentes voces están compuestas en ritmo libre: los pies binarios alternan con los
ternarios en rica amalgama. Ahora bien, nada más contraindicado para traducir estas
combinaciones rítmicas y las majestuosas ondulaciones de las melodías polifónicas
que el rígido y anguloso compás de nuestros tiempos. Sostenemos la necesidad de una
formación especial para los directores de coros; se improvisan con demasiada
facilidad, incluso dentro de los seminarios y colegios mayores de religiosos. En todo
caso, sea cual fuere el sistema adoptado por el director, nos permitimos darle un
importante consejo: sobriedad de gestos. Dentro y fuera de la iglesia, pero sobre todo
en ésta. El director debe comportarse con la misma calma, con la misma serenidad con
que se desenvuelve la acción litúrgica. Nada hay en ésta de violento, nada de
descompuesto; menos todavía de grotesco, de irrespetuoso. Por el contrario, hay
mucho de todo esto en los gestos de no pocos directores. ¿A qué viene ese
descomponerse, ese descoyuntarse, ese inclinarse hacia los lados, hacia adelante; ese
bracear incesante en todas direcciones? Todo esto es ridículo en cualquier parte y
mucho más en la iglesia: aquí raya en lo irreverente. Y lo más chocante del caso es que
nada de esto es necesario para ejercer el más absoluto dominio sobre los cantores. La
sala de ensayos es el lugar donde el director puede desplegar toda su actividad a fin de
obtener el máximo rendimiento de su coro. En la igleia, por el contrario, éste debe
marchar sin necesidad de ser arrastrado por medios violentos, nos atreveríamos a decir
que sin necesidad casi de director.
Esta misma sobriedad aconsejamos en el uso de los medios expresivos. Es pueril
pensar que cada nota debe llevar un matiz particular, que su color debe ser distinto del
de la anterior y del de la siguiente. La polifonía del siglo XVI no es un arte de
miniatura; al contrario, como en los grandes cuadros de la misma época, el mismo
color llena grandes extensiones del lienzo. Deben evitarse con el mayor esmero los
efectos rebuscados, de puro relumbrón. La preocupación por el lucimiento del coro
leva a los directores, muchas veces inconscientemente, a extremos que rayan en lo
grotesco o, si se quiere, de mucho efecto, pero que están fuera de lugar. Recordamos a
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este propósito haber oído varias veces a un coro el motete Innocentes, de Lucas
Marenzio. Todo iba bastante bien; pero al llegar a las palabras et dicunt semper, sin
saber por qué rompen en un acelerando con pizzicatos y no sé cuántos efectos más en
cada nota, que instintivamente todos los oyentes se miraron admirados, con este
interrogante en los ojos: ¿A qué viene esto? Para terminar, llamamos la atención sobre
la ejecución de los acentos, tanto los gramaticales como los musicales. Ni unos ni
otros deben ser atacados a martillazo limpio, como hacen muchos coros, sino con la
proporción debida al colorido del momento.
¿Que dónde se deben hacer el p, el mf, el f, el ff, y cuándo deben emplearse los demás
recursos del colorido? Juzgamos muy difícil dar a priori reglas acertadas. Cada pieza es un
cuadro distinto, cuyo colorido se debe buscar y distribuir sobre el terreno: texto, música,
liturgia. Fijar de antemano normas concretas es ponerse en peligro de que sean aplicadas
indistintamente a temas de muy diversa significación. Hacemos nuestro el consejo que
Casimiri da en el prólogo de su conocida Anthologia Polyphonica tanto a los cantores
como al director: "Si itaque cantor vult canere sapienter, si praecipue magister primas
vult in dirigendo deferre, utrique est necesse plurimas prius audivisse exsecutiones
perfectas polyphoniae classicae."
Samuel Rubio
Notas
^ Motu proprio, I. Principios generales, 2.1.
^ Cardenal Gomá: El valor educativo de la liturgia católica, tomo II, cuart edición,
Barcelona, 1954, pág. 151.
2.
^ Ibid., pág. 2013.
^ Sanson, J.: Palestrina ou la poesie de l'exactitude, París, 1939, pág. 15.4.
^ Zehrer, F.: L'interpretazione moderna della Polifonia sacra classica: difetti da evitare;
en "Atti del Congreso Internazionale di Musica Sacra" (celebrado en Roma en 1950),
Tournal, 1952, pág. 339.
5.
^ Cfr. Rubio, S.: Canciones espirituales polifónicas, volumen I, Madrid, 1955; prólogo
de don José Artero, pág. IV.
6.
^ Casimiri, R.: La polifonia vocale del sec. XVI e la sua trascrizione in figurazione
musicale moderna, Roma, 1942, páginas 11 y 15-16; Zehrer: L'interpretazione della
polifonia, loc. cit., pág. 337.
7.
^ Prado, G.: El canto gregoriano, Colección Labor, Barcelona, 1945, pág. 99.8.
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